Mi nombre es Karim Amir y soy un inglés de los pies a la cabeza, casi. A menudo me consideran un tipo de inglés curioso, de una nueva raza como quien dice, porque soy el fruto de dos antiguas culturas. Pero no me importa: soy inglés (aunque no me enorgullezco de ello), de los suburbios del sur de Londres, y quiero llegar a ser algo. Quizá sea esa extraña mezcla de continentes y de sangre, de aquí y allá, de pertenecer y no pertenecer a este lugar, lo que hace de mí una persona inquieta y que se aburre con facilidad. O quizá se deba a que me crié en los suburbios. En cualquier caso, de poco sirve buscar la razón última cuando basta con decir que lo que buscaba a toda costa eran problemas, movimiento, acción y cualquier tipo de aventura sexual porque, en nuestra familia, todo era tremendamente deprimente, tedioso y triste; no sé por qué. A decir verdad, todo aquello me cansaba y estaba dispuesto a cualquier cosa.
Y un buen día todo cambió. Por la mañana veía las cosas de un modo y cuando me acosté ya habían cambiado totalmente. Tenía diecisiete años.
Aquel día mi padre llegó temprano del trabajo y no estaba abatido. Tratándose de él, eso se llamaba buen humor. Llevaba pegado todavía el olor a tren cuando soltó el maletín junto a la puerta de entrada, se quitó el impermeable y lo dejó de cualquier manera en el pasamanos de la escalera. Agarró a Allie, mi escurridizo hermano pequeño, y le dio un beso y luego nos besó a mi madre y a mí con entusiasmo, como si acabaran de rescatarnos de un terremoto. Ya más sosegado, entregó su cena a mamá: un paquete de kebabs y chapatis tan grasientos que el papel del envoltorio prácticamente se había desintegrado. Después, en lugar de desplomarse en un sillón para ver el telediario y esperar a que mamá llevara a la mesa la comida recalentada, se fue al dormitorio, que estaba en la planta baja, junto al salón. Se desvistió a todo correr y se quedó en camiseta y calzoncillos.
– Tráeme la toalla rosa -me pidió.
Se la llevé. Papá la extendió en el suelo y se dejó caer de rodillas. Por un momento pensé que había vuelto a abrazar la religión. Pero no: colocó los brazos junto a la cabeza, se dio impulso y las piernas se alzaron en el aire.
– Tengo que practicar -me dijo, con voz ahogada.
– Practicar ¿para qué? -le pregunté, como es natural, sin dejar de mirarlo con interés y recelo.
– Me han seleccionado para las Olimpíadas de yoga -repuso. Papá era un hombre muy dado al sarcasmo.
Se mantenía tieso como un palo sobre su cabeza, en perfecto equilibrio. La barriga le colgaba y los huevos y la polla le abultaban en los calzoncillos. Tenía los bíceps desarrollados y tensos y su respiración era acompasada. Al igual que tantos indios, papá era bajito; pero era también un hombre elegante y apuesto, de manos y modales delicados. A su lado, la mayoría de los ingleses parecían jirafas desmañadas. Era fuerte y de espaldas anchas, porque de joven había sido boxeador y un fanático entusiasta de los extensores de tórax. Estaba tan orgulloso de su tórax como nuestros vecinos de su cocina. Al primer rayo de sol, se quitaba la camiseta y se apresuraba a salir al jardín con su tumbona y el New Statesman del día. Le gustaba contarme que en la India solía afeitarse el pecho con regularidad, para que el vello le creciera con renovado vigor con el transcurso de los años. Por eso deduje que el pecho era lo único en lo que se había mostrado previsor.
Al poco rato mi madre, que como de costumbre estaba en la cocina, vio que papá estaba practicando para las Olimpíadas de yoga. Llevaba meses sin hacerlo, así que supo enseguida que algo tramaba. Llevaba un delantal floreado y se limpiaba las manos continuamente con un trapo de cocina, recuerdo de la abadía de Woburn. Mamá era una mujer regordeta y poco preocupada por el físico, de cara redonda, tez pálida y dulces ojos castaños. Daba la sensación de que consideraba su cuerpo un engorro que la rodeaba y estorbaba, una especie de isla desierta y por explorar en la que se encontraba varada. Por lo general, era una persona tímida y dócil, pero cuando se enfadaba podía volverse terriblemente agresiva, como en aquel momento.
– ¡Allie, a la cama! -ordenó severa a mi hermano, que se asomaba a la puerta. Allie llevaba una redecilla para que el pelo no se le enmarañara mientras dormía-. ¡Por el amor de Dios, Haroon! – exclamó, dirigiéndose a mi padre-. ¡Ponerte así, delante de todo el mundo, con todo eso que se te marca! -Se volvió hacia mí-. ¡Si es que eres tú el que le incita! ¡Por lo menos corred las cortinas!
– Pero si no hace falta, mamá. No hay ni una sola casa en cien metros a la redonda… siempre que no nos estén espiando con prismáticos.
– Pues eso es exactamente lo que estarán haciendo -repuso mamá.
Fui a correr las cortinas que se abrían al jardín de la parte de atrás y la habitación pareció encogerse al instante. La tensión se acentuó. No veía el momento de salir de casa. Siempre quería estar en otra parte, no sé por qué.
Cuando papá trató de hablar, le salió un hilillo de voz ahogado.
– Karim, ve por el libro de yoga y léeme en voz alta y clara.
Salí corriendo y de entre todos los libros de papá sobre budismo, sufismo, confucianismo y zen que se había comprado en la librería oriental de Cecil Court, al otro lado de Charing Cross Road, elegí su libro de yoga preferido -Yoga para mujeres-, lleno de fotografías de mujeres de aspecto saludable enfundadas en leotardos negros. Me puse en cuclillas a su lado con el libro en la mano. Papá aspiraba, contenía la respiración, espiraba y volvía a contenerla de nuevo. Leer en voz alta no se me daba mal, y me imaginaba ya en el escenario del Oíd Vic mientras declamaba con tono solemne:
– Salamba Sirsasana restablece y preserva el espíritu de juventud, un bien inestimable. Es maravilloso saber que estás preparado para afrontar la vida y extraer de ella todas las alegrías que puede ofrecerte.
Papá soltó un gruñido de aprobación después de cada frase y abrió los ojos buscando a mi madre, que los había cerrado.
Seguí leyendo.
– Esta posición previene además la caída del cabello y reduce su tendencia al encanecimiento.
Ese era el golpe maestro de la jugada: evitar las canas. Satisfecho, papá se puso de pie y se vistió.
– Ya me encuentro mejor. Siento que me estoy haciendo viejo, ¿sabes? -Y en un tono más dulce añadió-: Por cierto, Margaret, esta noche vas a venir a casa de la señora Kay, ¿no? -Mamá negó con la cabeza-. ¡Venga, cielo! Hoy vamos a salir a divertirnos," ¿de acuerdo?
– Pero si no es a mí a quien Eva quiere ver -se quejó mamá-. No me hace ni caso, ¿no te das cuenta? Me trata como a una mierda de perro, Haroon. No soy lo suficientemente india para ella. Sólo soy una pobre inglesa.
– Ya sé que sólo eres inglesa, pero podrías ponerte un sari -dijo papá, soltando una risotada. Le encantaba bromear, pero mamá no era una buena víctima para sus gracias. En realidad todavía no se había dado cuenta de que, cuando se burlan de uno, hay que reírse-. Además, hoy será una velada especial -insistió papá.
Así que éste era el punto al que quería llegar. Esperó a que le preguntáramos.
– ¿Por qué, papá?
– Me han pedido con mucha amabilidad que les hable de un par de aspectos de la filosofía oriental.
Lo dijo de un modo atropellado y luego, metiéndose la camiseta dentro del pantalón con mucho esmero, trató de disimular lo orgulloso que se sentía ante semejante honor, ante semejante reconocimiento de su valía. Aquélla era mi oportunidad.
– Si quieres te acompañaré yo a casa de Eva. Tenía pensado pasarme por el club de ajedrez, pero si tanto te ilusiona haré un esfuerzo por ir.
Lo dije con la ingenuidad de un colegial, porque no quería estropear las cosas con un entusiasmo exagerado. Ya había descubierto que, en la vida, cuando uno se muestra excesivamente entusiasta los demás suelen parecerlo menos. Y, en cambio, cuando uno se muestra poco entusiasta los demás suelen entusiasmarse. Así que, cuanto más entusiasmado me sentía, menos entusiasmado solía mostrarme.
Papá se levantó la camiseta y se dio una serie de palmadas rápidas en la barriga con ambas manos, que hicieron un ruido fuerte y desagradable y resonaron en nuestra pequeña casa como disparos de pistola.
– De acuerdo -accedió papá-. Ve y cámbiate, Karim. -Y se volvió hacia mamá. Quería que ella le acompañara, que fuera testigo del respeto que los demás le profesaban-. Si quisieras venir, Margaret…
Subí a cambiarme a todo correr. Desde mi habitación, de paredes decoradas de suelo a techo con recortes de periódico, los oía discutir en la planta baja. ¿Acabaría convenciéndola de que fuera? Esperaba que no. Mi padre tenía mucho más desparpajo cuando mi madre no estaba presente. Puse uno de mis discos favoritos, «Positively Fourth Street», de Dylan, para prepararme espiritualmente para la velada.
Tardé siglos en vestirme: cambié de conjunto tres veces. A las siete en punto bajé por fin con el atuendo que yo sabía apropiado para la invitación de Eva. Me decidí por unos pantalones acampanados azul turquesa, una camisa transparente con estampado de flores en blanco y azul, botas de ante de color azul con tacón y un chaleco indio escarlata ribeteado con pespuntes dorados. Hasta me adorné la frente con una cinta para domar mi cabellera rizada, que me llegaba hasta los hombros, y prácticamente me lavé la cara con Old Spice.
Papá me esperaba junto a la puerta con las manos en los bolsillos. Llevaba un jersey negro de cuello cisne, una chaqueta negra de piel sintética y pantalones de pana de color gris de Mark & Spencer. Cuando me vio aparecer tuvo un repentino sobresalto.
– Di adiós a tu madre -me dijo.
Mamá estaba en el salón mirando Steptoe and Son y de vez en cuando daba un mordisquito a una barrita de chocolate con nueces para luego volver a dejarla en el puf que tenía delante. Para ella era todo un ritual: sólo se permitía un bocadito cada cuarto de hora, lo cual imprimía a su mirada un continuo vaivén del reloj al televisor. A veces, sin embargo, parecía enloquecer y se la zampaba entera en dos minutos; pero siempre se justificaba diciendo: «Me la merezco.»
Al verme también dio un respingo.
– No nos pongas en evidencia, Karim -me pidió, sin apartar los ojos del televisor-. Pareces Danny La Rué.
– ¿Y qué me dices de la tía Jean? -me defendí-. Lleva el pelo azul.
– En las mujeres mayores, el pelo azul es decoroso -me aclaró mamá.
Papá y yo salimos de casa tan aprisa como pudimos. Mientras estábamos esperando el autobús 227, al final de la calle, un profesor mío que era tuerto pasó junto a nosotros y me reconoció.
– ¡No lo olvide, un título universitario equivale a dos mil libras esterlinas al año para toda la vida! -dijo el Cíclope.
– No se preocupe -repuso papá-. Irá a la universidad. Naturalmente que va a ir. Será una de las eminencias de Londres. Mi padre era médico y la medicina nos viene de familia.
La casa de los Kay no quedaba muy lejos, a unos seis kilómetros, pero papá nunca habría conseguido llegar sin mí. Yo me conocía todas las calles y la ruta de todos los autobuses.
Papá llevaba en Gran Bretaña desde 1950 -más de veinte años- y se había pasado quince en aquella zona suburbial del sur de Londres. A pesar de todo constantemente andaba por ahí confundiéndose como un indio acabado de desembarcar y hacía preguntas del calibre de: «¿Dover está en Kent?» A mi parecer, como funcionario del Gobierno británico y empleado de la Administración pública, esas cosas había que saberlas, aunque uno fuera un trabajador tan insignificante y mal pagado como él. Me hacía sudar de vergüenza cada vez que paraba a desconocidos por la calle para preguntarles por sitios que estaban a cien metros de distancia en el barrio en el que llevábamos viviendo prácticamente dos décadas.
Pero su ingenuidad despertaba el instinto protector de la gente y las mujeres se sentían atraídas por su inocencia. Parecían desear estrecharlo entre sus brazos o algo así, tan indefenso e infantil parecía a veces. Y no es que este aire desvalido fuera natural en él, aunque siempre procuraba aprovecharlo a conciencia. Cuando yo era niño y me llevaba al Lyon's Cornerhouse a tomar batidos, me mandaba a las mesas donde había mujeres sentadas y me hacía anunciar como una paloma mensajera: «Mi papá le envía un beso.»
Papá me enseñó a coquetear con todo el mundo, chicas y chicos, y acabé por considerar el encanto -y no la cortesía o la franqueza, o incluso la decencia- la principal virtud mundana. Hasta llegó a gustarme la gente retorcida o inmoral sólo porque me parecía interesante. Sin embargo, estaba seguro de que papá no había aprovechado su dulce carisma personal para acostarse con nadie que no fuera mamá, por lo menos de casado.
Con todo, empezaba a sospechar que la señora Eva Kay -que había conocido a papá hacía un año en una clase de «escribir por placer» en un aula del King's Head de Bromley High Road- sí quería estrecharle entre sus brazos. La lascivia era una de las razones por las que me encantaba ir a su casa y la vergüenza era una de las razones por las que mamá se había negado. Eva Kay era atrevida, desvergonzada, indecente.
De camino a casa de Eva, convencí a papá de que pasáramos por el Three Tuns de Beckenham. Bajé del autobús y papá no tuvo más remedio que seguirme. El pub estaba abarrotado de chicos vestidos como yo que iban a mi escuela y a otras escuelas del barrio. La mayoría de ellos, de aspecto anodino durante el día, en aquel momento lucían cascadas de terciopelo y satén de colores vivos, y los había incluso engalanados con telas de colchas y cortinas. Aquellos modernos hablaban de Syd Barrett en su lenguaje iniciático. Tener un hermano mayor que viviera en Londres y trabajara en el campo de la moda, la música o la publicidad era una auténtica ventaja en la escuela. Yo, en cambio, no tenía más remedio que estudiarme el Melody Maker y el New Musical Express para estar al día.
Cogí a papá de la mano y lo llevé hasta la habitación del fondo. Kevin Ayers, que había estado con Soft Machine, estaba sentado en un taburete y susurraba en un micrófono. Había con él un par de chicas francesas que no hacían más que caerse por el escenario. Papá y yo nos tomamos una jarra de cerveza cada uno. Como no estaba acostumbrado al alcohol, enseguida me emborraché. Papá, en cambio, se puso melancólico.
– Tu madre me tiene preocupado -me dijo-. No quiere participar en nada. Siempre soy yo el que tiene que hacer el esfuerzo para que esta familia se mantenga unida. No me extraña que necesite relajar la mente con ejercicios de meditación.
– ¿Y por qué no os divorciáis? -le sugerí, por ayudarle.
– Porque no te gustaría.
Y, sin embargo, el divorcio era algo que nunca se habrían planteado. La gente que vivía en vecindarios como el nuestro rara vez soñaba con tratar de ser feliz. La rutina y la capacidad de aguante lo eran todo: la seguridad y el hecho de saberse a salvo eran la recompensa por una vida monótona. Apreté los puños bajo la mesa. No me apetecía pensar en eso. Pasarían años antes de que pudiera marcharme a la ciudad, a Londres, donde la vida era un insondable pozo de tentaciones.
– Estoy nerviosísimo por lo de esta noche -dijo papá-. Es la primera vez que hago una cosa así. No tengo ni idea. Va a ser un desastre.
Los Kay tenían una posición más desahogada que la nuestra: vivían en una casa más grande, con un camino que conducía al garaje, y tenían coche. Era una vivienda unifamiliar, junto a una carretera bordeada de árboles que salía a Beckenham High Street, con grandes ventanales, buhardilla, invernadero, tres dormitorios y calefacción central.
Cuando Eva Kay nos abrió la puerta no la reconocí y, por un momento, pensé que nos habíamos equivocado de casa. Sólo llevaba un caftán multicolor hasta los tobillos y el pelo suelto que le salía en todas direcciones. Se había oscurecido los ojos con kohl, lo que le daba el aspecto de un oso panda. Iba descalza y en las uñas de sus pies la laca verde alternaba con la roja.
Cuando hubo cerrado la puerta y nos encontramos protegidos por la oscuridad del vestíbulo, Eva abrazó a papá y le besuqueó toda la cara, labios incluidos. Era la primera vez que veía a alguien besarlo con verdadero interés. Y, ¡sorpresa, sorpresa!, no había rastro del señor Kay. Cuando Eva le dejó y se volvió hacia mí parecía una especie de aspersor humano del que emanaran ráfagas de perfume oriental. Y estaba pensando si Eva era o no la persona más sofisticada que conocía, o la más presumida, cuando me estampó un beso en los labios. Noté un calambre en el estómago. Pero Eva me tenía cogido ya de las manos y, alejándose cuanto podía de mí como si yo fuera una chaqueta que estuviera a punto de probarse, me miraba de arriba abajo.
– Karim Amir, ¡eres tan exótico!, ¡tan original! ¡Todo un acontecimiento ¡Eres tan auténtico! -dijo.
– Gracias, señora Kay. De haberlo sabido con más antelación, me habría arreglado.
– ¡Y ya veo que también tienes ese maravilloso y agudo ingenio de tu padre!
De pronto me sentí observado y al alzar los ojos vi a Charlie, su hijo, que estudiaba sexto grado en la misma escuela que yo y era casi un año mayor, sentado en lo alto de la escalera y medio oculto entre los balaustres de la barandilla. Era un chico al que la naturaleza había regalado tal belleza -su nariz era tan recta, sus mejillas tan hundidas, sus labios tan semejantes aun capullo de rosa- que a la gente le daba miedo acercársele siquiera y a menudo estaba solo. Hombres y chicos tenían erecciones por el mero hecho de encontrarse en la misma habitación que él y a algunos les ocurría lo mismo sólo por estar viviendo en el mismo país. Las mujeres suspiraban en su presencia y los profesores se ponían nerviosos. Hacía pocos días, durante uno de aquellos actos de la escuela en los que todos los profesores se sentaban en el estrado como una bandada de cuervos, el director se había explayado a gusto hablando de Vaughan Williams, porque teníamos que escuchar su «Fantasia on Greensleeves». Pues bien, cuando Yid, el profesor de religión, colocaba la aguja encima del disco polvoriento con su acostumbrada mojigatería, Charlie, que estaba en la misma fila que yo, se puso a sacudirse y a menear la cabeza y dijo en un susurro: «Chúpate ésa, diré.» «¿Qué pasa?», nos preguntamos unos a otros, y enseguida lo descubrimos porque, justo cuando el director echaba la cabeza hacia atrás para poder saborear mejor la dulce melodía de Vaughan Williams, los primeros acordes de «Come Together» sonaban ya atronadores por los altavoces. Y mientras Yid se abría paso entre sus colegas y se encaminaba apresurado al tocadiscos, toda la escuela cantaba la letra a voz en grito: «… groove it up slowly… he got ju-ju eyeballs… he got hair down to his knees …» Por culpa de eso, a Charlie le azotaron con la vara delante de todo el mundo.
Le vi mover la cabeza apenas medio centímetro a modo de saludo. Cuando nos dirigíamos a casa de Eva le había apartado de mis pensamientos deliberadamente. En realidad, no pensaba encontrarlo allí y por eso había pasado por el Three Tuns, por si había decidido ir a tomar la primera copa.
– Me alegra verte, hombre -dijo, bajando lentamente la escalera.
Abrazó a papá y le llamó por su nombre de pila. ¡Qué seguridad y qué estilo, como de costumbre! Cuando entró con nosotros en el salón, yo temblaba de emoción. En el club de ajedrez no me pasaban esas cosas.
A menudo mamá decía que Eva iba hecha una facha o que era una chismosa insoportable, y hasta yo reconocía que era un poco ridícula, pero también era la única persona que pasaba de la treintena con la que podía hablar. Estaba invariablemente de buen humor y hablaba con vehemencia de cualquier cosa. Por lo menos, no disimulaba sus sentimientos como hacían la mayoría de los pobres mortales que nos rodeaban. Le gustaba el primer álbum de los Rolling Stones y los Third Ear la volvían loca. La había visto bailar a lo Isadora Duncan en nuestro saloncito y luego me había explicado quién era Isadora Duncan y por qué le gustaban tanto los fulares. ¡Si hasta había visto a los Cream en su último concierto! En el recreo, antes de volver a clase, Charlie nos había contado su última extravagancia: les había llevado a la cama, a él y a su novia, unos huevos con tocino para desayunar y les había preguntado si habían disfrutado haciendo el amor.
Cuando venía a buscar a papá en coche los días en que iban al Círculo de Escritores, lo primero que hacía era subir corriendo a mi dormitorio y burlarse de mis fotografías de Marc Bolán.
– ¿Qué estás leyendo? ¡Enséñame los libros que te has comprado últimamente! -me exigía. Y en una ocasión, añadió-: ¿Cómo se te ocurre leer a Kerouac, pobrecito inocentón? ¿No sabes aquello tan brillante que Truman Capote dijo de él?
– No.
– Pues dijo: «Eso no es escribir, es mecanografiar.»
– Pero Eva…
Para darle una buena lección, le leí las últimas páginas de En el camino.
– ¡Buen golpe! -me felicitó, pero, como siempre había de tener la última palabra, añadió en un murmullo-: Lo más cruel que puedes hacerle a Kerouac es releerlo a los treinta y ocho.
Al salir abrió su bolso de las sorpresas, como solía llamarlo.
– Toma, aquí tienes algo que leer. -Era Candide-. El sábado que viene te telefonearé para preguntarte.
Sin embargo, lo más emocionante era tener a Eva tumbada en mi cama mientras escuchaba los discos que ponía para ella y oír ese tono de confidencia que solía adoptar para contarme los secretos de su vida amorosa. Su marido le pegaba, me decía. Nunca hacían el amor. Ella quería hacer el amor, porque era la sensación más arrebatadora que tenía a su alcance. Utilizaba la palabra «joder». Quería vivir, me decía. Me asustaba, me turbaba y, en cierto modo, trastornó a toda la familia desde el primer momento en que puso los pies en casa.
¿Qué pretendía hacer ahora con papá?, ¿qué estaría ocurriendo en su salón?
Eva había arrinconado todos los muebles. Los sillones estampados y las mesas con tablero de vidrio estaban arrimados contra las estanterías de pino. Las cortinas estaban corridas. Cuatro hombres de mediana edad y cuatro mujeres de mediana edad, todos blancos, estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas comiendo cacahuetes y bebiendo vino. Sentado un poco apartado de toda esa gente, con la espalda pegada a la pared, había un hombre de edad indeterminada -podría haber tenido cualquier edad entre los veinticinco y los cuarenta y cinco años- vestido con traje raído de pana negra y un par de voluminosos zapatos negros pasados de moda. Llevaba los bajos de los pantalones metidos dentro de los calcetines. Tenía el pelo rubio y sucio, y de los bolsillos deformados de la chaqueta asomaban libracos baratos ya muy manoseados. No parecía conocer a los demás, o por lo menos no le apetecía hablar con ellos. Sin embargo, viéndolo allí sentado y fumando, se adivinaba en él cierto interés, aunque científico. Estaba muy atento y nervioso.
Se oía una música acompañada de cánticos que me recordaba los funerales.
– ¿No te encanta Bach? -me preguntó Charlie en un susurro.
– No es precisamente mi estilo.
– Me parece muy bien. Creo que arriba tengo algo de tu estilo.
– ¿Dónde está tu padre?
– Tiene una crisis nerviosa.
– ¿Eso quiere decir que no está aquí?
– Está en una especie de centro terapéutico donde dejan que la gente se desahogue a su gusto.
En mi familia una crisis nerviosa era algo tan exótico como Nueva Orleans. No tenía ni la más remota idea de lo que provocaban, pero, aun así, el padre de Charlie me parecía encajar perfectamente en la categoría de personas nerviosas. La única vez que había venido a casa, se había quedado solo en la cocina, llorando y tratando de arreglar la estilográfica de papá, mientras Eva, en el salón, decía que quería comprarse una moto. Recuerdo que el comentario arrancó un bostezo a mamá.
En aquel momento papá estaba sentado en el suelo. La conversación giraba en torno a la música y los libros y se hablaba de Dvorák, Krishnamurti y el eclecticismo. Al observarlos más de cerca recuerdo que pensé que los hombres debían de trabajar en publicidad o en diseño o en profesiones artísticas por el estilo. Sabía que el padre de Charlie se dedicaba a la publicidad, pero al hombre del traje de pana negra no lo tenía clasificado. De todos modos, fuera quien fuese toda aquella gente, había un esnobismo más exacerbado en aquella habitación que en todo el sur de Inglaterra junto.
En casa, papá se habría reído de todo aquello; sin embargo, ahora que se encontraba metido de lleno en ello, tenía todo el aspecto de no haberlo pasado mejor en su vida: dominaba la conversación, hablaba muy alto, interrumpía a todo el mundo y tocaba a todo el que estuviera a su alcance. Hombres y mujeres, salvo Traje de Pana, se habían ido sentando poco a poco en el suelo a su alrededor hasta formar un círculo. ¿Por qué tenía que reservar siempre su malhumor y sus gruñidos para nosotros?
Reparé en que el hombre que estaba sentado a mi lado se volvía hacia su vecino y señalaba a mi padre, que estaba enzarzado en plena perorata sobre la importancia de saber quedarse con la mente en blanco con una mujer que llevaba únicamente una larga camisa de hombre y unas medias negras. La mujer no dejaba de asentir con gesto alentador, y fue entonces cuando aquel hombre dijo a su amigo en un susurro más que audible:
– ¿Por qué se habrá traído Eva a este indio morenito? ¿Es que no vamos a agarrar una cogorza?
– ¡Nos va a hacer una demostración de arte místico!
– ¿Y ha dejado aparcado el camello a la puerta?
– No, ha venido en su alfombra voladora.
– ¿De Cyril Lord o de Debenhams?
Entonces le propiné un buen puntapié en los riñones y el hombre alzó la vista hacia mí.
– Subamos a mi cuarto, Karim -me propuso Charlie, para mi alivio.
Pero antes de que tuviéramos tiempo de marcharnos Eva apagó la lámpara de pie y, tras colocar un enorme fular transparente encima de la única lámpara que había dejado encendida, la habitación quedó sumida en un resplandor rosado. Se movía como una bailarina. Uno a uno, se fueron quedando en silencio. Eva sonreía a todo el mundo.
– ¿Por qué no nos relajamos? -les sugirió.
Todos asintieron.
– ¿Por qué no? -dijo la mujer de la camisa.
– Sí, sí -se animó otro.
Un hombre empezó a batir palmas con las manos fláccidas como guantes vacíos, abrió la boca cuanto pudo y sacó la lengua, con los ojos desorbitados, como una gárgola.
Eva se volvió hacia mi padre y se inclinó a modo de saludo, al estilo japonés.
– Mi buen y muy querido amigo Haroon nos enseñará el Camino, la Senda.
– ¡Dios bendito! -dije a Charlie en un susurro, al recordar que papá era incapaz de dar con el camino para ir a Beckenham.
– Mira, míralos bien -musitó Charlie, poniéndose en cuclillas.
Papá se sentó al fondo de la habitación. Todo el mundo lo miraba con interés y expectación, salvo los dos hombres que se hallaban a mi lado, que no dejaban de mirarse el uno al otro como si estuvieran a punto de echarse a reír. Papá arrancó a hablar con voz pausada, con ese tono propio de las confidencias.
Aquel nerviosismo primero parecía habérsele pasado por completo. Sabía que contaba con su atención y que harían lo que les pidiera. Estoy seguro de que era la primera vez que hacía algo parecido, así que iba a tener que improvisar.
– Lo que os va a ocurrir esta noche os va a sentar muy bien. Es muy probable que incluso os cambie un poquito o que os induzca a cambiar para alcanzar todo vuestro potencial como seres humanos. Ahora bien, hay algo que no debéis hacer: resistiros. Resistirse es como empeñarse en conducir un coche con el freno de mano puesto. -Hizo una pausa. Todos los ojos estaban fijos en él-. Primero haremos unos ejercicios en el suelo. Sentaos con las piernas separadas. -Y se sentaron con las piernas separadas-. Levantad los brazos. -Y levantaron los brazos-. Y, ahora, expulsad todo el aire y tratad de tocaros la punta del pie derecho.
Después de unas cuantas posiciones básicas de yoga los tenía a todos tumbados panza arriba. Obedeciendo las órdenes que dictaba con voz melodiosa fueron relajando los dedos, uno a uno, luego las muñecas, los dedos de los pies, la frente y, por increíble que parezca, las orejas. Entretanto, papá no había perdido el tiempo y se había quitado ya los zapatos y los calcetines y -como era de esperar- la camisa y su inmaculada camiseta dé malla. Se abría paso con dificultad entre el círculo de durmientes y levantaba un brazo aquí, una pierna allá, para comprobar que no estaban tensos. Eva, que también estaba tumbada con la espalda pegada al suelo, tenía un ojo que se abría por momentos en una mirada traviesa. ¿Habría visto alguna vez un pecho tan oscuro, fuerte y velludo como aquél? Cuando papá pasó por su lado con su caminar ligero, Eva le tocó el pie con la mano. El hombre del traje de pana negro no conseguía relajarse: seguía allí sentado como un manojo de palos tiesos, con las piernas cruzadas, un cigarrillo encendido entre los dedos y la mirada perdida en el techo.
– ¡Larguémonos de aquí antes de que nos quedemos hipnotizados como este hatajo de idiotas! -le dije a Charlie en voz baja.
– ¿No te parece fascinante?
En el rellano del piso de arriba había una escalera de mano que conducía a la buhardilla de Charlie.
– Quítate el reloj, por favor -me pidió-. El factor tiempo no existe en mis dominios.
Así que dejé el reloj en el suelo y trepé por la escalera de mano hasta la buhardilla, que ocupaba por entero el último piso de la casa. Charlie tenía todo aquel espacio para él solito. Las paredes inclinadas y el bajo techo estaban cubiertos de pinturas de mandalas y de cabezas melenudas. La batería ocupaba el centro de la habitación y vi cuatro guitarras -dos acústicas y dos Stratocaster- alineadas contra la pared. Había grandes cojines esparcidos por todas partes, montones de discos y los cuatro Beatles de la época de «Sergeant Peppers» reinaban en las paredes como dioses.
– ¿Has oído algo bueno últimamente? -me preguntó, mientras encendía una vela.
– Sí.
Después de la tranquilidad y del silencio del salón, mi tono de voz se me antojó absurdamente alto.
– El nuevo disco de los Stones. Hoy lo he puesto en clase de música y casi se vuelven locos. Se han quitado todos la chaqueta y la corbata y se han puesto a bailar. ¡Hasta yo me he puesto de pie encima del pupitre! Parecía un extraño ritual pagano. Tendrías que haberlo visto, tío.
Por la expresión de la cara de Charlie supe inmediatamente que me consideraba un bestia, un inculto, un criajo. Charlie se echó hacia atrás la melena, que le llegaba hasta los hombros, me dirigió una mirada de lástima y luego sonrió.
– Creo que ya es hora de que desatasques bien los oídos con algo bueno de verdad, Karim.
Y entonces puso un disco de Pink Floyd que se llamaba «Ummagumma». Hice un esfuerzo por estar atento mientras Charlie se sentó frente a mí y lió un porro, tras espolvorear una hoja de hierba seca sobre el tabaco.
– ¡Menudo padre tienes! Es el mejor. Es un sabio. ¿Y practicáis eso de la meditación todas las mañanas?
Asentí con la cabeza. Al fin y al cabo asentir no puede considerarse exactamente una mentira, ¿no?
– ¿Y los cantos también?
– No, todos los días no.
Entonces pensé en cómo eran en realidad las mañanas en casa: papá revolvía la cocina porque no encontraba aceite de oliva para untarse el pelo, mi hermano y yo nos peleábamos por el Daily Mirror y mi madre se quejaba porque tenía que ir a trabajar a la zapatería.
Charlie me pasó el porro. Le di una calada y se lo devolví, pero me eché la ceniza por la pechera de la camisa y hasta conseguí quemarla un poquitín. Estaba tan nervioso y tan mareado que me puse de pie enseguida.
– ¿Qué te pasa?
– ¡Tengo que ir al lavabo!
Bajé la escalera de mano de la buhardilla a todo correr. En el cuarto de baño de los Kay había carteles enmarcados que anunciaban obras de Genet. Había rollos de pergamino y bambú con dibujos de orientales rechonchos copulando. Había también un bidé. Mientras estaba allí sentado, observándolo todo con los pantalones bajados, tuve una revelación extraordinaria. Por primera vez vi mi vida con claridad: el futuro y lo que quería hacer. Viviría siempre igual de intensamente: misticismo, alcohol, sexo a manta, gente interesante y drogas. Era la primera vez que lo veía así y ya no deseaba otra cosa. La puerta hacia el futuro se acababa de abrir: sabía qué camino seguir.
¿Y Charlie? El amor que sentía por él era insólito: no era un amor generoso. Le admiraba más que a nadie, pero no le deseaba nada bueno. Lo que ocurría era que le prefería a mí y quería ser él. Envidiaba su talento, su cara, su estilo. Me habría gustado levantarme por la mañana con todas esas cosas transferidas a mí.
Me quedé de pie en el vestíbulo del primer piso. La casa estaba en silencio y únicamente se oía muy queda «A Saucerful of Secrets» procedente del piso de arriba. Alguien estaba quemando incienso. Bajé por las escaleras hasta la planta baja sin hacer ruido. La puerta del salón estaba abierta, así que eché un vistazo a la habitación, entonces en penumbra. Los publicitarios y sus esposas estaban sentados con las piernas cruzadas, la espalda muy derecha y los ojos cerrados y respirando profunda y rítmicamente. Mientras tanto, Traje de Pana leía y fumaba, sentado en su sillón, dando la espalda a todo el mundo. En el salón no se veía ni rastro de Eva ni de papá. ¿Dónde se habrían metido?
Dejé a aquellos budas hipnotizados y me encaminé hacia la cocina. La puerta de servicio estaba abierta de par en par. Salí a la oscuridad. Era una noche cálida de luna llena.
Me dejé caer al suelo de rodillas, porque sabía que era lo que tenía que hacer. En realidad, desde la exhibición de papá me había vuelto muy intuitivo. Recorrí el patio a gatas. Probablemente debían de haber celebrado alguna barbacoa hacía poco, porque continuamente se me clavaban trozos de carbón afilados como cuchillas de afeitar en las rodillas, pero aun así conseguí llegar al césped sin haber sufrido heridas de gravedad. Me pareció distinguir un banco al fondo y, sin dejar de acercarme, el resplandor de la luna me reveló la silueta de Eva en el banco. Se estaba quitando el caftán por la cabeza. Forzando la vista al máximo hasta podría verle el pecho. Y la forcé, la forcé hasta que me dolieron los ojos y se me quedaron resecos. Por fin descubrí que no me había equivocado. Eva sólo tenía un pecho: donde tradicionalmente suele estar el otro, no había nada, al menos hasta donde yo podía ver.
Prácticamente escondido bajo aquella masa de cabellos y carne estaba papá. Sabía que era papaíto porque bramaba a voz en grito sin el menor respeto por los vecinos: «¡Oh, Dios, Dios mío, Dios mío!» Y entonces me pregunté si a mí también me habrían concebido así, al aire libre de una noche suburbana, con gemidos blasfemos en boca de un musulmán renegado que se hacía pasar por budista.
Con un ademán brusco, Eva le tapó la boca con la mano. Me pareció un gesto un tanto dictatorial y a punto estuve de ir hasta allí a interponerme. Pero, por Dios, ¡cómo brincaba Eva! Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos puestos en las estrellas, se levantaba de la hierba como un futbolista de pelo alborotado. ¿Y el peso tremendo que debía de soportar el culo de papá? Las pobres nalgas llevarían grabados durante días los relieves del banco, como un bistec con las marcas de la, parrilla.
Eva le quitó la mano de la boca y él se echó a reír. El alegre jodedor reía y reía. Era el regocijo de alguien a quien no conocía, una risa henchida de satisfacción golosa y de egoísmo. Aquello me devolvió a la realidad.
Me fui un tanto anonadado. Ya en la cocina, me serví un vaso de whisky escocés y lo vacié de un trago. Traje de Pana estaba de pie en un rincón. Abría y cerraba los ojos constantemente, como si tuviera un tic. Me tendió la mano y dijo: «Shadwell.»
Charlie estaba tumbado boca arriba en el suelo de la buhardilla. Le cogí el porro, me quité las botas y me tumbé.
– Ven a echarte junto a mí -me dijo-. Más cerca. Espero -añadió, poniéndome la mano en el brazo- que no tomes esto a mal.
– No, no, dilo, sea lo que sea, Charlie.
– Tendrías que llevar menos cosas.
– ¿Llevar menos cosas, Charlie?
– Sí, vestirte menos.
Se incorporó sobre un codo y me miró con fijeza. Tenía la boca muy cerca de la mía y me abandoné bajo aquel rostro radiante.
– Levi's -me sugirió-, con una camisa de cuello desabrochado… rosa o violeta, quizá, y un cinturón marrón bien ancho. Y olvídate de la cinta de la frente.
– ¿Que me olvide de la cinta de la frente?
– Olvídala.
Me la quité y la arrojé lejos de mí.
– Para tu madre.
– Es que a veces, Karim, pareces un mariquita engalanado.
Y yo, que lo único que deseaba era ser como Charlie… igual de inteligente y mundano, tatué sus palabras en mi cerebro: Levi's, con una camisa de cuello desabrochado, de un recatado rosa o violeta, quizá. Nunca en mi vida volvería a salir vestido con otra cosa.
Y mientras pensaba en mí y en mi guardarropa con tal asco que con gusto me habría meado en todas y cada una de las prendas, Charlie volvió a tumbarse con los ojos cerrados y una verdadera clarividencia de sastre. En aquella casa, todo el mundo parecía estar en el séptimo cielo… excepto yo.
Coloqué la mano sobre el muslo de Charlie. Nada. La dejé allí un buen rato, hasta que me empezaron a sudar las puntas de los dedos. Seguía con los ojos cerrados, pero los tejanos se le empezaban a abultar. Gané seguridad. Perdí la cabeza. Me abalancé sobre el cinturón, la bragueta, la polla y la saqué a tomar el aire. ¡Se movió! ¡Dio una sacudida! Gracias a aquella electricidad humana nos comprendíamos el uno al otro.
Había meneado muchas pollas antes, en la escuela. Nos la acariciábamos, frotábamos y estrujábamos mutuamente cada dos por tres. Ayudaba a combatir la monotonía del estudio. Pero nunca en mi vida había besado a un hombre.
– ¿Dónde estás, Charlie?
Traté de besarle, pero evitó mis labios volviendo a un lado la cabeza. Sin embargo, cuando se me corrió en la mano fue uno de los momentos culminantes de mi vida de adolescente, lo juro. Estaba loco de alegría. ¡Me habría puesto a saltar y a bailar allí mismo!
Y me estaba lamiendo los dedos y pensando dónde comprarme la dichosa camisa rosa cuando, de pronto, me pareció oír un ruido ajeno a Pink Floyd. Al volverme tropecé con los ojos encendidos de papá, la nariz, el cuello y su famoso tórax que emergían por la trampilla del suelo de la buhardilla. Charlie se apartó de mí de inmediato. Yo me puse de pie de un salto. Papá se me acercó con paso rápido, seguido por una Eva sonriente. Papá miró a Charlie, luego a mí, y de nuevo a Charlie. Eva olfateó el aire.
– ¡Pillines!
– ¿Por qué, Eva? -dijo Charlie.
– Conque fumando hierba casera…
Eva dijo que había llegado la hora de llevarnos a casa, así que bajamos por la escalera de mano y papá, que iba delante, pisó el reloj que había dejado antes de subir, lo dejó hecho añicos y se cortó el pie.
Al llegar a casa, bajamos del coche, di las buenas noches a Eva y me fui. Desde el porche, vi que Eva quería dar un beso a papá, que le tendía la mano.
Nuestra casa se me antojó fría y oscura cuando entramos sin hacer ruido, exhaustos. Papá tenía que levantarse a las seis y media y yo tenía mi reparto de periódicos a las siete. Ya en el vestíbulo, papá alzó la mano para darme un bofetón. Estaba más borracho que yo drogado, así que pude eludir a aquel cabrón desagradecido.
– ¿Qué coño estabais haciendo?
– ¡Cállate! -repuse, tan bajito como pude.
– Te he visto, Karim. ¡Dios santo, eres un asqueroso de mierda! ¡Un maricón! Mi propio hijo…, ¿cómo has podido?
Le había decepcionado. Se paseaba arriba y abajo atormentado, como si acabara de enterarse de que nuestra casa había ardido hasta los cimientos. Yo no sabía qué hacer, así que imité el tono de voz que había usado para dirigirse a los publicistas y a Eva.
– Relájate, papá. Relaja tu cuerpo, desde los dedos de las manos hasta la punta de los dedos de los pies y deja que tu mente viaje hasta un jardín tranquilo donde…
– ¡A ti te voy a mandar yo de viaje a un puñetero médico que te examine los huevos!
Tenía que conseguir que dejara de gritar como fuese, antes de que mamá se despertara y aparecieran los vecinos.
– Pero si te he visto, papá… -le dije en un susurro.
– Tú no has visto nada -repuso, con desdén. Sabía ser arrogante cuando quería. Debía de venirle de su educación de clase alta. Pero yo lo tenía bien agarrado.
– Por lo menos mamá tiene dos tetas.
Papá entró en el lavabo y se puso a devolver sin cerrar la puerta. Yo le seguí y le estuve acariciando la espalda mientras vomitaba hasta la bilis.
– Nunca más hablaré de esta noche -dije-. Y tú tampoco.
– ¿Por qué lo has traído a casa en este estado? -preguntó mamá.
Estaba de pie, detrás de nosotros, con aquella larguísima bata que casi se arrastraba por el suelo y le daba un aspecto cuadrado. Tenía un aire cansado. Aquello me devolvió al mundo real y tuve ganas de gritarle: «¡Saca de aquí este mundo!»
– ¿No podías vigilarle? -me recriminó. No dejaba de tirarme del brazo-. Me he pasado horas y horas esperando junto a la ventana. ¿Por qué no habéis telefoneado?
Finalmente, papá se puso de pie y salió abriéndose paso a empujones, tieso como un palo.
– Prepárame una cama en el salón -me dijo mamá-. No puedo dormir al lado de un hombre que apesta a vómito y que piensa pasarse la noche devolviendo.
Cuando le hube hecho la cama y se hubo acostado -y eso que era demasiado estrecha y corta y muy incómoda para ella- le dije una cosa.
– Nunca me casaré, ¿de acuerdo?
– No te lo reprocho -repuso, se dio la vuelta y cerró los ojos.
No creo que pudiera pegar ojo en aquél sofá, y lo sentí por ella. Sin embargo, que se castigara de aquella manera me crispaba los nervios. ¿Por qué no podía ser más fuerte? ¿Por qué no se defendía? Yo sería fuerte, estaba decidido. Aquella noche no me acosté y me quedé despierto escuchando Radio Caroline. Me acababa de asomar a un mundo cargado de emociones y de posibilidades y quería retenerlo en la memoria para que creciera hasta convertirse en un modelo para el futuro.
Después de aquella noche, papá estuvo enfurruñado y sin hablar una semana entera, aunque de vez en cuando usaba el dedo para señalar, por ejemplo, la sal y la pimienta. En ocasiones, su manera de gesticular degeneraba en una especie de complicadísimo lenguaje mímico a lo Marcel Marceau. De habernos estado espiando por la ventana habitantes de otros planetas, se habrían creído que estábamos jugando a las adivinanzas al ver a mi hermanito, a mamá y a mí apiñados alrededor de mi padre, gritándonos pistas los unos a los otros mientras papá intentaba hacernos comprender, sin la ayuda de una palabra amiga, que las hojas atascaban el canalón del tejado, que las paredes de la casa estaban llenas de humedad y quería que Allie y yo nos encaramáramos a una escalera y que mamá la sujetara mientras lo arreglábamos. A la hora de la cena, nos sentábamos a la mesa y comíamos en silencio hamburguesas de buey demasiado hechas, patatas fritas y palitos de pescado. Un buen día, mamá prorrumpió en llanto y golpeó la mesa con la palma de la mano.
– ¡Mi vida es horrible, horrible! -lloriqueó-. ¿Es que nadie se da cuenta?
Por un momento la miramos sorprendidos, pero enseguida volvimos a concentrarnos en la comida. Mamá lavó los platos, como de costumbre, y nadie la ayudó. Después del té, todos nos dispersamos en cuanto pudimos. Mi hermano Amar, que era cuatro años menor que yo, se hacía llamar Allie para evitar problemas raciales. Allie se acostaba siempre muy temprano y solía llevarse a la cama revistas de moda como Vogue, Harper's and Queen o cualquier otra publicación europea que cayera en sus manos. En la cama llevaba unos minúsculos pantaloncitos de pijama de seda roja, un batín que había conseguido en algún bazar benéfico y su redecilla para el pelo. «¿Qué tiene de malo tener buen aspecto?», decía cuando subía a su habitación. Por las tardes, yo solía ir a sentarme a un cobertizo del parque que apestaba a orines y fumaba en compañía de otros chicos que también se habían escapado de casa.
Papá tenía las ideas muy claras en lo tocante a la división de las tareas entre hombres y mujeres. Mis padres trabajaban los dos. Mamá se había buscado un empleo en una zapatería de High Street para financiar la carrera de Allie, que había decidido convertirse en bailarín de danza clásica y tenía que ir a una escuela privada muy cara. Con todo, mamá se encargaba de las tareas de la casa y de cocinar. Durante el rato que tenía libre para comer, hacía la compra y preparaba la cena todos los días. Después de cenar, miraba la televisión hasta las diez y media. La televisión era el único campo en el que gozaba de una autoridad absoluta. Había una norma tácita en casa según la cual se miraba lo que ella quería y, si alguno de nosotros deseaba ver algo distinto, pues había que aguantarse. Haciendo acopio de las pocas energías que le quedaban al final del día, se abandonaba a tal pataleta de rabia, autocompasión y frustración que nadie se atrevía a llevarle la contraria. Prefería morir a perderse Steptoe and Son, Candid Camera o El fugitivo.
Cuando sólo había reposiciones o programas de debate político, se ponía a dibujar. Su mano parecía volar sobre el papel, había ido a una escuela de arte. Llevaba años y años dibujándonos a todos, nuestras cabezas, tres por página. Tres hombres egoístas, así nos llamaba. Decía que nunca le habían gustado los hombres porque eran torturadores. Según ella, no eran mujeres las que habían abierto la espita del gas en Auschwitz, ni tampoco habían bombardeado Vietnam. Durante el período silencioso de papá dibujó muchísimo y solía guardar el cuaderno al lado de su silla, junto con su labor de punto, el diario que escribió durante la guerra, cuando era niña («Esta noche ataque aéreo»), y sus novelas de Catherine Cookson. A menudo trataba de convencerla de que leyera buenos libros, como Suave es la noche o Los vagabundos del Dharma, pero siempre se quejaba de que la letra era demasiado pequeña.
Una tarde, cuando ya llevábamos unos días sumidos en el «Gran Enfurruñamiento», me preparé un emparedado de crema de cacahuetes, puse el «Live at Leeds» de los Who a todo volumen -para poder saborear mejor los potentes acordes de Townshend en «Summertime Blues»- y abrí el cuaderno de dibujo de mamá. Sabía que iba a encontrar algo, así que fui pasando las hojas hasta que tropecé con un dibujo de papá desnudo.
De pie junto a él, ligeramente más alta, estaba Eva, también desnuda y con un solo pecho. Se cogían de la mano como chiquillos asustados y miraban al frente sin envanecimiento ni adornos, como si dijeran: «Esto es todo lo que somos, éstos son nuestros cuerpos.» Parecían John Lennon y Yoko Ono. ¿Cómo podía mamá ser tan objetiva? ¿Cómo podía saber que habían follado?
No había secreto que se me resistiera mucho tiempo. No limité el campo de mis investigaciones a mamá. Así fue como descubrí que papá, a pesar de tener las cuerdas vocales reposadas, ejercitaba mucho los ojos: eché una ojeada a su maletín y encontré libros de Li Po, Lao Tzu y Christmas Humphreys.
Sabía que lo más interesante que podía ocurrir en aquella casa era que alguien llamara por teléfono y, al preguntar por papá, pusiera a prueba su silencio. Así que cuando una noche sonó ya tarde, a las diez y media, me aseguré de llegar el primero y, al oír la voz de Eva, me di cuenta de que yo también tenía un montón de ganas de tener noticias suyas.
– Hola, mi chiquitín dulce y travieso -dijo-, ¿dónde se ha metido tu padre? ¿Por qué no me habéis llamado? ¿Qué estás leyendo?
– ¿Qué me recomiendas, Eva?
– Será mejor que vengas a verme y así te llenaré la cabeza de ideas licenciosas.
– ¿Cuándo te va bien que vaya?
– No preguntes: te presentas y listo.
Fui a buscar a papá, y precisamente lo encontré en pijama, pegado a la puerta del dormitorio. Agarró el auricular con ímpetu. No me podía creer que fuera a hablar en su propia casa.
– Hola -dijo con voz áspera, como si hubiera perdido la costumbre de usar la voz-. Eva, cielo, me alegro de hablar contigo, pero es que me he quedado sin voz. Una irritación de laringe, supongo. ¿Quieres que te llame desde el despacho?
Me fui a mi habitación, puse la gran radio marrón en marcha y, mientras esperaba que se calentara, empecé a pensar en todo aquel asunto.
Aquella noche, mamá volvió a dibujar.
Otra de las cosas que ocurrieron, lo que hizo que me diera cuenta de que «Dios» -como había empezado a llamar a papá- estaba tramando algo, fue un sonido muy extraño procedente de su habitación que me pareció oír cuando iba a acostarme. Pegué la oreja a la pintura blanca de la puerta. Sí, en efecto, Dios estaba hablando solo, pero no con un tono íntimo, sino más bien despacito, de una manera más solemne que de costumbre, como si se estuviera dirigiendo a una multitud. Hacía silbar las eses y exageraba su acento indio. Llevaba años esforzándose en parecer más inglés, en llamar menos la atención con su acento ridículo y ahora lo estaba recuperando todo de nuevo a marchas forzadas. ¿Por qué?
Un sábado por la mañana, unas semanas más tarde, me llamó a su habitación y me dijo muy misterioso:
– ¿Estás libre esta noche?
– ¿Esta noche?, ¿para qué?
– Voy a hablar en público -confesó, incapaz de disimular lo orgulloso que se sentía.
– ¿En serio? ¿Otra vez?
– Sí, me lo han pedido. A propuesta del público.
– Eso es fantástico. ¿Y dónde va a ser?
– El lugar es secreto -repuso, dándose unas palmaditas en el estómago con alegría. Eso era lo que más le apetecía: aparecer en público-. Todo Orpington me espera con impaciencia. Voy a ser más famoso que Bob Hope. Pero no se lo comentes a tu madre, no entiende mis apariciones en absoluto…, en realidad, tampoco entiende mis desapariciones. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, papá.
– Muy bien, muy bien. Prepárate.
– Que prepare ¿el qué?
Entonces me acarició la cara con ternura con el dorso de la mano.
– Estás emocionado, ¿a que sí? -Yo no dije nada-. Te gusta eso de ir de un sitio a otro.
– Sí -admití con timidez.
– Y a mí me gusta que vengas conmigo. Te quiero mucho. Estamos creciendo juntos, sí señor.
Tenía razón, estaba ansioso por su segunda aparición en público. Me encantaba la actividad, pero antes tenía algo importante que averiguar: quería saber si papá era un mero charlatán o si realmente había algo de verdad en lo que hacía. Al fin y al cabo, tenía a Eva impresionada y, además, había conseguido lo más difícil: había dejado a Charlie maravillado. Con ellos su magia había surtido efecto, y por eso le había concedido el apodo de «Dios», pero con reservas. Todavía no tenía pleno derecho a ese nombre. Lo que quería averiguar era si, ahora que empezaba a abrirse camino, papá tenía realmente algo que ofrecer a la gente o si, por el contrario, iba a resultar un excéntrico más.
Papá y Anwar habían sido vecinos en Bombay y eran amigos íntimos desde los cinco años. El padre de papá, el médico, se había construido una preciosa casita de madera de techo bajo en la playa para él, su esposa y sus doce hijos. Papá y Anwar solían dormir en el porche y, al alba, echaban a correr hacia el mar y nadaban juntos. Iban a la escuela montados en un rickshaw tirado por un caballo. Los fines de semana jugaban al criquet y, después de la escuela, había partidos de tenis en la pista privada de la familia. Los criados hacían de recogepelotas. Muy a menudo, los partidos de criquet eran contra británicos y había que dejarles ganar. Además, había disturbios y manifestaciones constantemente y luchas entre hindúes y musulmanes. A veces uno hasta podía encontrarse a sus amigos y vecinos hindúes soltando retahilas de insultos a la puerta de su casa.
Sin embargo, también había fiestas a las que ir, porque Bombay era el centro de la industria cinematográfica y uno de los hermanos mayores de papá editaba una revista de cine. A papá y a Anwar les encantaba pavonearse y hablar de todas las actrices que conocían y a las que habían besado. Una vez, cuando tenía siete u ocho años, papá me dijo que de mayor yo debería ser actor: vivían bien, me dijo, y ganaban mucho en relación con el poco trabajo que tenían que hacer. Sin embargo, en el fondo lo que quería era que fuera médico, así que nunca se volvió a hablar del asunto. En la escuela los consejeros de estudios decían que debía entrar en Aduanas… Evidentemente creían que yo tenía un talento natural para meter las narices en maletas ajenas.
Sin embargo, lo que mamá quería era que me alistara en la Marina, basándose, según creo, en mi afición a los pantalones acampanados.
Papá había disfrutado de una infancia idílica y, a menudo, al oírle contar sus aventuras con Anwar, me preguntaba por qué habría condenado a su propio hijo a un asfixiante suburbio de Londres del que se decía que, cuando alguno de sus habitantes se ahogaba, no veía pasar ante sus ojos su vida entera, sino los dobles cristales de sus ventanas.
Fue más tarde, al llegar a Inglaterra, cuando papá se dio cuenta de lo complicada que podía llegar a ser la vida práctica. Nunca en su vida había cocinado, nunca había lavado un plato, nunca había sacado lustre a un par de zapatos ni había hecho una cama. Para eso estaban los criados. Papá nos dijo que, cuando trataba de recordar la casa de Bombay, nunca conseguía ver la cocina: jamás había puesto los pies en ella. Aun así, recordaba que habían despachado a su criado favorito por mal comportamiento en la cocina: un buen día preparaba tostadas tumbado en el suelo y sujetando la rebanada de pan entre los dedos de los pies encima de la llama, y en otra ocasión limpiaba el apio con un cepillo de dientes; su propio cepillo, no el de su señor, aunque eso no le sirvió de excusa. Incidentes como éste han hecho de papá un socialista…, eso si es que alguna vez fue socialista.
Aunque a mamá le fastidiaba la inutilidad aristocrática de papá, hay que reconocer que se sentía orgullosa de su familia. «Son más importantes que los Churchill -decía a la gente-. Le llevaban a la escuela en un carruaje de caballos.» Con eso sabía que ya no había confusión posible entre papá y la oleada de campesinos indios que desembarcaron en Gran Bretaña en los años cincuenta y sesenta, y de los cuales se decía que no estaban demasiado familiarizados con los cubiertos y nada en absoluto con los wateres, pues solían sentarse en cuclillas encima de la taza y cagaban desde lo alto.
A papá, en cambio, su familia le había mandado a Inglaterra a que recibiera una educación. Su madre les tejió a él y a Anwar varias camisetas de lana que picaban muchísimo y, al despedirse de ellos cuando zarpaban de Bombay, les hizo prometer que nunca comerían cerdo. Al igual que Gandhi, y Jinnah antes que él, papá iba a regresar a la India convertido en un perfecto caballero inglés y experimentado abogado, además de consumado bailarín de salón. Sin embargo, al partir, papá no tenía ni la menor idea de que ya nunca más vería a su madre. Esta era indiscutiblemente la gran tragedia de su vida y tengo la impresión de que explica aquel apego incurable que sentía por las mujeres que podían cuidar de él, mujeres a las que podía amar como tendría que haber amado a aquella madre a la que nunca mandó una carta.
Londres, Old Kent Road, supuso para ellos un shock helado. La ciudad era húmeda y neblinosa, la gente les llamaba «morenitos», nunca tenían suficiente que comer y papá no conseguía acostumbrarse a las tostadas remojadas. «Parecen mocos -solía decir, apartando de sí la dieta básica de la clase trabajadora-. Iluso de mí que pensaba que iba a comer rosbif y pudin de Yorkshire todos los días.» Sin embargo, las cartillas de racionamiento estaban todavía en vigor, y el barrio se encontraba sumido en el abandono desde que los bombardeos de la guerra lo habían reducido a escombros. Con todo, papá se quedó sorprendido y animado al ver a los británicos en Inglaterra. Nunca había visto a los ingleses vivir en la indigencia y trabajar de barrenderos, basureros, dependientes o camareros. Nunca había visto a un inglés llenarse la boca de pan con los dedos y nadie le había contado que los ingleses no se lavaban muy a menudo porque el agua estaba demasiado fría… y eso si tenían agua. Y cuando papá trató de hablar sobre Byron en los pubs del barrio, nadie le había avisado de que no todos los ingleses sabían leer y que lo último que querían aguantar era a un indio que les diera lecciones de poesía y encima de un loco pervertido.
Por suerte, Anwar y papá tenían un lugar donde vivir, en casa del doctor Lal, un amigo del abuelo. El doctor Lal era un monstruoso dentista indio que aseguraba haber sido amigo de Bertrand Russell. En Cambridge, durante la guerra, un Russell solitario había informado al doctor Lal de que la masturbación era la respuesta a la frustración sexual. Ese gran descubrimiento de Russell fue toda una revelación para el doctor Lal, que se jactaba de haber sido feliz desde entonces. ¿Cabría considerar, pues, esta liberación uno de los logros más impresionantes de Russell? probablemente, si el doctor Lal no se hubiera expresado con tanta franqueza delante de aquel par de jóvenes huéspedes atacados de voracidad sexual, mi padre no habría conocido a mi madre y yo no me habría enamorado de Charlie.
Anwar siempre había sido más llenito que papá, con su barriga regordeta y su cara redonda. Nunca terminaba una frase sin sazonarla con unas cuantas palabrotas, y le encantaban las prostitutas que rondaban por Hyde Park. Ellas le llamaban Cara de Niño. Además, Anwar no iba tan acicalado como papá, que, nada más recibir su asignación mensual de la India, se iba derecho a la calle Bond a comprarse pajaritas, chalecos verde botella y calcetines escoceses, lo cual le obligaba siempre a pedir dinero prestado a Cara de Niño. Durante el día, Anwar estudiaba ingeniería aeronáutica en el norte de Londres, mientras papá se esforzaba por mantener los ojos pegados a los libros de derecho. Por la noche dormían en el consultorio del doctor Lal, rodeados del instrumental del dentista; Anwar se instalaba en el sillón. Una noche, enfurecido por los ratones que merodeaban por el consultorio y acuciado también por la frustración sexual y el escozor que le producían las camisetas de lana que le había tejido su madre, papá se puso la bata azul cielo del doctor Lal, cogió la fresa de aspecto más siniestro que encontró y se abalanzó sobre Anwar mientras dormía. Al despertarse y descubrir que el futuro gurú de Chislehurst le atacaba con una fresa de dentista, Anwar soltó un alarido tremendo. Ese talante juguetón, ese negarse a tomar las cosas en serio, como si la vida no importara, caracterizó la actitud de papá frente a los estudios. No había trabajado en su vida y no iba a empezar entonces. Anwar sabía decir: «Haroon acude al bar [1] todos los días: a las doce y a las cinco y media.»
Pero papá se justificaba:
– Voy al pub a reflexionar.
– A reflexionar no… a pimplar -rectificaba Anwar.
Los viernes y los sábados iban a los bailes y besuqueaban con alegría al compás de Glenn Miller, Count Basie y Louis Armstrong. Esa fue la primera vez que papá puso los ojos y las manos encima de una bonita chica de clase trabajadora llamada Margaret. Mi madre me contó que quiso a aquel hombrecito desde el primer momento en que lo vio. Papá era dulce, amable y tenía el aspecto de estar totalmente desorientado, lo cual inducía invariablemente a las mujeres a tratar de orientarlo.
Mamá tenía una amiga con la que Cara de Niño solía salir y, al parecer, también entrar, pero Anwar ya estaba casado con Jeeta, una princesa, cuya familia había acudido a caballo a la boda, celebrada en el antiguo puesto de montaña británico de Murree, al norte de Pakistán. Los hermanos de Jeeta tenían la costumbre de ir armados hasta los dientes, y ese hábito causaba a Anwar tal desazón que muy pronto empezó a pensar en marcharse a Inglaterra.
Al poco tiempo, la princesa Jeeta fue a reunirse con Anwar a Inglaterra y se convirtió en la tía Jeeta para mí. La tía Jeeta no se parecía en nada a una princesa y yo siempre me burlaba de ella porque no sabía hablar bien el inglés. Era muy tímida. Vivían en un cuchitril cochambroso en Brixton. No era un palacio precisamente y la parte de atrás daba a la vía del ferrocarril. Un día, Anwar cometió un error tremendo en las apuestas y ganó un montón de dinero. Entonces decidió arrendar por un tiempo una tienda de juguetes del sur de Londres, que fue un fracaso total hasta que Jeeta le convenció de que la convirtiera en una tienda de ultramarinos. Fue todo un acierto, pues los clientes acudieron en rebaño.
Papá, en cambio, no iba a ninguna parte. Su familia le suspendió la asignación al enterarse por un espía -el doctor Lal- de que el único estrado con el que estaba familiarizado era el del bar en que solía alternar las jarras de cerveza negra con las de rubia ataviado con su pajarita de seda y su chaleco verde, y terminó trabajando como empleado del cuerpo de funcionarios del Estado por tres libras semanales. Su vida dejó de ser un continuo sucederse de agradables distracciones, playas y criquet, de burlas a lo, británicos y de sillones de dentista, para convertirse en una prisión paraguas y férrea disciplina. Todo quedó reducido a trenes y a hijos cagones, a reventones de tuberías heladas en enero y a fuegos de carbón a las siete de la mañana: la organización del amor en la Vida de una familia suburbana del sur de Londres con una casa adosada de dos plantas y cuatro habitaciones. La vida le daba de bofetadas por ser como un chiquillo, un pobre inocente que nunca había tenido que hacer nada por sí mismo. Una vez que me dejaron solo con él todo el día y me cagué encima, papá se quedó perplejo. Me dejó desnudo en la bañera como si fuera un apestado y se fue a buscar una taza, con la que se dedicó a echarme agua a las piernas con una mano mientras con la otra se tapaba la nariz.
No sé cómo debió de empezar, pero cuando yo tenía unos diez u once años le dio por Lieh Tzu, Lao-Tzu y Chuang-Tzu, como si nadie los hubiese leído nunca, como si ellos hubieran escrito sólo para él.
Seguíamos visitando a Cara de Niño y a la princesa Jeeta todos los domingos por la tarde, el único día en que la tienda estaba cerrada. La amistad que unía a papá con Anwar continuaba basándose fundamentalmente en la diversión, era una amistad criquet-boxeo-atletismo-partidos de tenis. Cuando papá se le presentó una vez con un ejemplar de El secreto de la flor dorada, que había pedido prestado en la biblioteca, Anwar se lo arrebató, lo enseñó a todo el mundo y se echó a reír.
– ¿Con qué tonterías te dedicas a jugar ahora?
– Anwar, yaar -dijo vivamente papá-, ¿no te das cuenta de los grandes secretos que estoy desvelando? ¡Por fin me siento feliz porque entiendo la vida!
Anwar le hizo callar apuntándole con su cigarrillo liado.
– ¡Vaya puñetero chino chiflado estás hecho! ¿Cómo puedes perder el tiempo leyendo mientras yo hago dinero? ¡Por fin he terminado de pagar la jodida hipoteca!
Papá tenía tantas ganas de que Anwar le comprendiera que le temblaban las rodillas.
– El dinero no me importa. Dinero siempre habrá, pero yo tengo que comprender estos secretos.
Anwar alzó los ojos al cielo y miró a mamá, que estaba sentada con cara de aburrimiento. Los dos simpatizaban con sus ideas y le querían, pero en su actitud el amor se mezclaba con la lástima, como si papá hubiese cometido un error imperdonable, por ejemplo, el de hacerse testigo de Jehová. Cuanto más hablaba del yin y el yang, de la conciencia cósmica, de filosofía china y de seguir el Camino, más perdida se sentía mamá. Papá parecía alejarse por el espacio sideral y dejar atrás a mamá, una mujer de clase media, tranquila y agradable, que ya encontraba la vida con papá y dos hijos lo bastante complicada tal como era. Sin embargo, en los descubrimientos orientales de papá había cierto orgullo que le llevaba a despreciar la vida de Anwar.
– A ti sólo te interesan los rollos de papel higiénico, las sardinas en lata, las compresas y los nabos -le decía a Anwar-. Pero en el cielo y en la tierra, yaar, hay muchas cosas que ni siquiera has visto en sueños en Penge.
– ¡Pero si yo no tengo tiempo para sueños! -le interrumpió Anwar-, ni tú tampoco deberías tenerlo. ¡Despierta! ¿Qué me dices de conseguir un ascenso para que Margaret pueda llevar vestidos bonitos? Ya sabes cómo son las mujeres, yaar.
– Los blancos jamás nos darán un ascenso -sentenció papá-. No a un indio mientras quede un blanco en la faz de la tierra. Tú no tienes que tratar con ellos, pero siguen creyendo que tienen un imperio, cuando en realidad no les queda ni un cochino penique.
– Lo que pasa es que no te ascienden porque eres un gandul, Haroon. Tienes más abulia encima que un percebe. ¡Sólo piensas en cosas chinas y no en la reina!
– ¡Al cuerno con la reina! Mira, Anwar, ¿no te entran ganas a veces de conocerte a ti mismo? ¿No tienes la sensación de que eres un completo enigma para ti?
– Yo no le intereso a nadie, ¿por qué iba a interesarme a mí? ¡Hay que seguir viviendo! -exclamó Anwar.
Y estas discusiones en el piso de arriba de la tienda de Anwar y Jeeta se prolongaban y prolongaban, hasta que se quedaban tan absortos y enfadados que su hija Jamila y yo podíamos escabullimos al jardín a jugar al criquet con un palo de escoba y una pelota de tenis.
Detrás de toda la palabrería chinesca de papá se escondía su soledad y su deseo de progreso individual. Necesitaba compartir aquellas cosas chinas que estaba aprendiendo. A menudo, por las mañanas le acompañaba hasta la estación, donde cogía el tren de las ocho treinta y cinco hasta Victoria. A lo largo de ese trayecto de veinte minutos solíamos encontrarnos a otras personas, generalmente mujeres, secretarias, oficinistas y empleadas que también trabajaban en el centro. El deseaba hablarles de conseguir la placidez mental, de ser sinceros con uno mismo, de comprender la propia esencia, y, a cambio, yo las oía hablar a ellas de sus vidas, novios, pensamientos inquietantes y de su yo de un modo en el que, estoy seguro, no hablaban con nadie más. Ni siquiera reparaban en mi presencia ni en el transistor, que llevaba para no perderme el programa de Tony Blackburn en Radio Uno. Cuanto menos trataba de seducirlas, más las seducía, hasta el punto de que con frecuencia no salían de casa hasta que lo veían pasar. Si papá cambiaba de ruta por temor a que los colegiales de secundaria le tiraran piedras y bolsitas llenas de pis, ellas también cambiaban de itinerario. Una vez en el tren, papá se sumía en la lectura de sus libros místicos o se concentraba en la punta de su nariz, un objetivo de dimensiones considerables. Siempre llevaba a cuestas un diccionario azul diminuto, del tamaño de una caja de cerillas, porque quería aprender una palabra nueva cada día. Los fines de semana le sometía a un examen y le preguntaba el significado de analéptico, frutescente, policéfalo y petulante. Entonces se me quedaba mirando y decía: «Nunca se sabe cuándo te va a hacer falta una de estas palabrejas para dejar boquiabierto a un inglés.»
No tuvo con quien compartir su interés por lo chino hasta que conoció a Eva, y el hecho de que fuera posible tener un interés común como aquél le dejó sorprendidísimo.
Yo tenía el presentimiento de que aquella noche de sábado Dios iba a visitar a Eva de nuevo. Me dio la dirección en un pedacito de papel y cogimos el autobús, esta vez en dirección a lo que yo consideraba que era el campo. Estaba oscuro y hacía un frío glacial cuando llegamos a Chislehurst. Primero guié a papá en una dirección y luego, hablando con mucha autoridad, le hice ir en dirección contraria. Tenía tantas ganas de llegar que durante veinte minutos no se quejó, pero al final se enfurruñó.
– ¿Dónde estamos, pedazo de idiota?
– No lo sé.
– ¡Pues usa ese cerebro que has heredado de mí, imbécil! -se lamentó temblando-. Hace un frío espantoso y llegamos tarde.
– Si tienes frío, papá, es por tu culpa -le dije.
– ¿Por mi culpa?
Y era culpa suya, naturalmente, porque debajo de su corto abrigo mi padre no llevaba más que lo que tenía todo el aspecto de ser un pijama enorme. La parte de arriba era una camisa de seda con dragones bordados en el cuello, que le bajaba por el pecho y se ensanchaba unos tres kilómetros a la altura de su estómago antes de caer hasta sus rodillas. Debajo llevaba un par de bombachos y sandalias. Con todo, el verdadero delito, la razón por la cual se ocultaba bajo aquel abrigo peludo, era el chaleco carmesí con estampados dorados y plateados que llevaba encima de la camisa. Si mamá le hubiese pescado saliendo a la calle así, habría llamado a la policía. Al fin y al cabo, Dios era funcionario, con su maletín y su paraguas, de modo que no tenía por qué andar por ahí disfrazado de torero enano.
Las casas de Chislehurst tenían invernadero, robles imponentes y aspersores en el césped, y sus habitantes contrataban a gente que cuidaba del jardín. Para gente como nosotros resultaba tan impresionante que cuando paseábamos por esas calles los domingos que íbamos de visita a casa de tía Jean, era como ir al teatro. Todo eran «Ahhh» y «Ohhh» y jugábamos a imaginarnos que vivíamos allí y pensábamos en lo mucho que nos divertiríamos, en cómo decoraríamos la casa, en lo que haríamos en el jardín para jugar a criquet, badmington o ping-pong. Recuerdo que una vez mamá dirigió a papá una mirada cargada de reproches, como si le estuviera echando en cara: «¿Qué clase de marido eres que me das tan poca cosa cuando los Alan, Barrys, Peters y Roys van regalando por ahí coches, casas, vacaciones, calefacción central y joyas? Por lo menos saben cómo fijar una estantería o arreglar una cerca. En cambio tú ¿qué sabes hacer?» Y entonces era cuando mamá tropezaba con un bache, como nosotros en aquel momento, porque dejaban deliberadamente las carreteras sin asfaltar, llenas de piedras y de agujeros, para disuadir a la gente ordinaria de recorrerlas en coche arriba y abajo.
Cuando, por fin, llegamos al camino del garaje que crujía bajo nuestros pies -después de una pausa para permitir que Dios uniera los pulgares y se sumiera en un estado de trance de unos minutos- Dios me contó que la casa pertenecía a Cari y a Marianne, amigos de Eva, que acababan de recorrer a pie buena parte de la India. Eso se me hizo evidente en cuanto vi los budas de madera de sándalo, ceniceros de latón y elefantes de yeso listados que decoraban todos los rincones de la casa, por no mencionar que al entrar Cari y Marianne se detuvieron descalzos junto a la puerta, con las palmas de las manos juntas en actitud de plegaria y las cabezas gachas como si, en lugar de ser socios de la compañía de televisión Rumbold & Toedrip, fueran monjes de un templo.
En cuanto entré, vi a Eva, que estaba esperándonos. Llevaba un vestido rojo muy largo que le llegaba hasta el suelo y un turbante del mismo color. Al verme se abalanzó sobre mí y, después de darme doce besos, me puso tres libros en la mano.
– ¡Huélelos! -me exigió.
Hundí la nariz entre las hojas descoloridas. Olían a chocolate.
– ¡De segunda mano! ¡Todo un hallazgo! Y eso es para tu padre -añadió y me entregó un tomo nuevo de las Analectas de Confucio en una traducción de Arthur Waley-. Guárdaselo tú, por favor. ¿Cómo está?
– Hecho un manojo de nervios.
Eva echó un vistazo a la habitación, en la que había unas veinte personas.
– Son un grupito simpático. Estúpidos de remate. No veo por qué tendría que tener problemas. Mi sueño es presentarle a gente más receptiva, pero en Londres. ¡Estoy decidida a llevaros a todos a Londres! -exclamó-. Y, ahora, deja que te presente a la gente.
Después de unos cuantos apretones de manos conseguí instalarme cómodamente en un sofá de un negro reluciente y reposar los pies en una lanuda alfombra blanca y la espalda contra una hilera de tomos gordísimos forrados de plástico -versiones resumidas (con ilustraciones) de La feria de las vanidades y La dama de blanco-. Enfrente tenía una especie de puerco espín iluminado -una bombilla transparente con centenares de púas incrustadas de distintos colores que se movían y despedían un resplandor tenue-, un objeto diseñado, estoy seguro, para ser apreciado con la ayuda de alucinógenos.
De pronto oí a Cari decir:
– En el mundo, hay dos clases de personas: las que han estado en la India y las que no.
Y entonces fue cuando me sentí obligado a levantarme y a ponerme fuera del alcance de su voz.
Junto a la puerta de cristal de doble hoja, que se abría al amplio jardín y al estanque lleno de pececillos de colores que resplandecía bajo una luz violeta, había un bar. No se veía a demasiada gente bebiendo dado lo espiritual de la ocasión, aunque yo me habría tomado un par de jarras de cerveza con mucho gusto. Sin embargo, no era de buen tono; eso también lo sabía. La hija de Marianne y otra chica mayor que ella, con shorts ajustados, estaban sirviendo lassi y unos tentempiés indios picantes que yo sabía capaces de hacer que uno soltara ventosidades como un anciano de geriátrico a régimen de salvado. Me acerqué a la chica de shorts que estaba detrás de la barra y averigüé que se llamaba Helen y que iba al instituto.
– Tu padre parece un mago -me dijo. Y enseguida me dedicó una sonrisa y dio un par de pasos rápidos a un lado hasta colocarse junto a mí a una distancia bastante íntima.
Su presencia repentina me sorprendió y me excitó; pero fue sólo una sorpresa menor dentro de la escala Richter de sorpresas, de una intensidad de tres y medio, diría yo, aunque apreciable. En aquel momento tenía los ojos puestos en Dios. ¿Parecía un mago de verdad, un taumaturgo?
Había que reconocer que resultaba exótico y seguramente era el único hombre del sur de Inglaterra que en aquel momento llevaba un chaleco rojo y dorado y un pijama indio (salvo, quizá, George Harrison). Además, era un hombre con donaire, un Nureyev de salón comparado con aquellas réplicas de Arbuckle de tez descolorida, camisas sintéticas pegadas a la tripa y pantalones grises John Collier con la entrepierna arrugada y dada de sí. Quizá fuera cierto que papá era un mago que, como el personaje del cuento, con los cordones de los zapatos se había elevado a sí mismo, dejando de ser un funcionario indio que siempre se lavaba los dientes con polvos dentífricos negros Monkey Brand, fabricados por Nogi & Co. de Bombay, para convertirse en el sabio consejero que entonces parecía. Sexy Sadie! [2] En aquel momento era la atracción del salón. ¡Si lo hubieran visto en Whitehall!
Estaba hablando con Eva, que había dejado reposar su mano sobre el brazo de papá con indolencia. Aquel gesto era como un pregón. «Sí -decía a voz en grito-, ¡estamos juntos, nos tocamos sin inhibiciones delante de desconocidos!» Un tanto confuso, aparté la vista de ellos y me volví al asunto de Helen.
– ¿Y bien? -dijo con simpatía.
Me deseaba.
Lo sabía porque había desarrollado un método infalible para determinar el deseo de los demás. De acuerdo con este método, me deseaba porque yo no estaba interesado en ella en absoluto. Cada vez que encontraba atractivo a alguien, gracias a esas leyes corruptas que gobiernan él universo, podía tener la certeza de que a la persona en cuestión le iba a resultar repelente o, simplemente, demasiado bajito. Esas leyes garantizaban también que cuando estaba con alguien como Helen, alguien a quien no deseaba, lo más probable era que me mirara exactamente como me estaba mirando ella, con una sonrisita traviesa y con cara de querer meneármela, que era lo que más me gustaba en el mundo siempre que la persona resultara atractiva, cosa que no era el caso.
Mi padre, de cuyos labios manaban las enseñanzas como la lluvia en Seattle, nunca me había hablado de sexo. Cuando, para poner a prueba su liberalismo, le había exigido que me contara los hechos de la vida (de los cuales ya me habían puesto al corriente en la escuela, a pesar de que seguía confundiendo las palabras útero, escroto y vulva), se limitó a decir en un murmullo: «Siempre te das cuenta cuando una mujer está dispuesta para el sexo. ¡Ya lo creo! Las orejas se le ponen calientes.»
Observé las orejas de Helen con atención. Llegué incluso al extremo de extender la mano hasta rozar ligeramente una de ellas, por mera comprobación científica. ¡Calentita!
¡Oh, Charlie! Mi corazón suspiraba por sentir sus orejas cálidas sobre mi pecho, pero ni siquiera me había llamado por teléfono desde nuestro último encuentro amoroso, y tampoco se había molestado en presentarse aquel día. También llevaba un tiempo ausente de la escuela, porque estaba preparando una cinta de prueba con su grupo. El dolor que padecía por la ausencia de aquel hijo de puta, el mono que estaba pasando, se veía aliviado tan sólo cuando pensaba que, aquella noche, se presentaría en busca de mayor sabiduría de mi padre. Por el momento, sin embargo, no había ni rastro de él.
Eva y Marianne habían empezado a organizar la habitación. Se dispuso la batería de velas, se bajaron las persianas venecianas, se procedió a la quema de apestosas varitas de madera de sándalo que se colocaron en macetas y hasta se extendió una pequeña alfombra en el suelo para que el buda de los suburbios pudiera volar sobre ella. Eva le saludó con una inclinación de cabeza y le entregó un narciso. Dios sonrió a la gente que recordaba de la última ocasión. Parecía confiado y tranquilo, más desenvuelto, pues no hacía tantos aspavientos y permitía que sus admiradores le iluminaran con el respeto que Eva debía de haber alentado en todos sus amigos.
Entonces tío Ted y tía Jean hicieron su aparición.
Ahí estaban los dos: un par de alcohólicos infelices de lo más corriente, ella con sus zapatos de tacón alto color rosa, él con su americana cruzada, vestidos como para una boda, y se disponían a entrar en una fiesta de un modo casi inocente. Eran la hermana altísima de mamá, Jean, y su marido, Ted, que tenía un negocio de calefacciones que se llamaba Calentadores Peter. La escena les dio en las narices como una bofetada: su cuñado, conocido como Harry, se estaba rebajando a mostrarse en trance delante de sus vecinos. Jean hizo un esfuerzo para dar con las palabras adecuadas, quizá lo único por lo que había hecho un verdadero esfuerzo en su vida, pero Eva se llevó los dedos a los labios y la boca de Jean se fue cerrando lentamente, como el puente de la Torre de Londres. Los ojos de Ted recorrieron la habitación en busca de una pista que explicara lo que estaba ocurriendo. Entonces me vio y yo le saludé con un ademán de cabeza. Estaba desconcertado, pero no enfadado, como tía Jean.
– ¿Qué está haciendo Harry?
Ted y Jean nunca llamaban a papá por su nombre indio, Haroon Amir. Para ellos siempre había sido «Harry» y se referían a él como a Harry delante de todo el mundo. Para empezar, ya era lo suficientemente horripilante que fuera indio para que, además, tuviera un nombre rarito. Le habían llamado Harry desde el primer día en que lo vieron y papá no podía hacer nada por impedirlo, así que él los llamaba Gin y Tonic.
Tío Ted y yo éramos muy buenos amigos. A veces me llevaba con él cuando se traía entre manos una instalación de calefacción importante y me pagaba por hacer el trabajo duro. Comíamos emparedados de carne de lata y bebíamos el té que llevábamos en los termos, me pasaba algún soplo para las apuestas y luego me llevaba a las carreras de galgos de Catford y Epsom Downs. Siempre me hablaba de las carreras de palomas. Quería a tío Ted desde que era un renacuajo porque sabía todas aquellas cosas que los padres de los demás chicos sabían y que papá, para mi decepción, ignoraba: pesca y escopetas de aire comprimido, aeroplanos y cómo comer caracoles.
Traté de pensar aprisa y encontrar un motivo que explicara la presencia de Ted y Jean en aquella casa, como personajes salidos de una comedia de Ealing que se cuelan en una película de Antonioni. Bien es verdad que también vivían en Chislehurst, pero entre ellos y Cari y Marianne mediaba un abismo. Me concentré hasta que empecé a verlo claro. ¿Cómo podía haber sucedido? La respuesta iba tomando forma, pero una forma que no me gustaba en absoluto.
Quizá la pobre mamá, al sentirse tan desgraciada, había soltado a su hermana todo el asunto de la primera exhibición de gurú de papá en Beckenham. Jean debía de haberse puesto al borde de un ataque de apoplejía ante la debilidad de una hermana que permitía que hubiera sucedido algo así. Seguro que Jean había odiado a mamá por no haberlo impedido.
Cuando papá había anunciado -o, mejor dicho, me había hecho anunciar apenas hacía unas horas- que iba a hacer su reaparición como visionario, seguro que mamá había telefoneado a su hermanita pequeña. Aquello debía de haberle dejado seca hasta convertirla en la intrigante daga de acero que en realidad era. Y entonces se lanzó a la acción. Seguro que había contado a mamá que conocía a Cari y Marianne. A lo mejor, hasta Calentadores Peter les había instalado los radiadores. Además, Ted y Jean vivían en una casa seminueva de los alrededores. Eso era lo único que podía explicar que una pareja como Cari y Marianne conociera a Ted y Jean. De otro modo, Cari y Marianne, con sus libros, discos y viajes a la India, con su «cultura», habrían sido anatema para Ted y Jean, que únicamente medían a la gente en términos de poder y dinero. El resto no eran más que pamplinas y hacerse notar, un modo de llamar la atención. Para Ted y Jean, Tornmy Steele -cuyos padres vivían a la vuelta de la esquina- era cultura, diversión y mundo del espectáculo.
Entretanto, Eva no tenía ni la menor idea de quiénes eran Ted y Jean. Se limitaba a dirigir ademanes nerviosos, enfadada, a aquel par de intrusos respetables y curiosos que habían llegado tarde.
– Siéntense, siéntense -les pidió en un susurro.
Ted y Jean se miraron el uno al otro como si acabaran de pedirles que se tragaran cerillas.
– Sí, ustedes -insistió Eva; sabía mostrarse inflexible.
No tenían elección. Ted y Jean se fueron agachando lentamente. Quizá hacía muchos años que tía Jean no estaba tan cerca del suelo, salvo cuando se daba un trompazo de puro borracha. Saltaba a la vista que no se esperaban una velada tan devota, con todo el mundo sentado alrededor de papá con cara de admiración. Luego lo íbamos a pasar mal, de eso no cabía duda.
Dios estaba a punto de empezar, así que Helen se marchó y fue a sentarse en el suelo con los demás. Yo me quedé detrás de la barra, mirando. Papá pasó revista a la multitud y sonrió, hasta que se encontró sonriendo a Ted y Jean. Ni se inmutó.
A pesar de llamarles Gin y Tonic, Jean no le disgustaba del todo y le gustaba Ted, que le pagaba con su aprecio. Ted comentaba a menudo a papá sus «pequeños problemas personales», pues, aunque le resultara incomprensible que papá no tuviese dinero, sentía que comprendía la vida, que era un sabio. Fue así como Ted contó a papá lo de las borracheras de Jean, el lío que había tenido con un joven concejal, que su vida le empezaba a parecer inútil y que se sentía tremendamente insatisfecho.
Cada vez que se entregaban a una de esas sesiones de contar verdades, papá se encargaba de sacar algún provecho de Ted. «Puedes hablar y trabajar al mismo tiempo, ¿o no?», solía decir papá, mientras Ted, a veces con lágrimas en los ojos, clavaba tacos entre los ladrillos para fijar la estantería de los libros orientales de papá, lijaba una puerta o colocaba azulejos en el cuarto de baño a cambio de la atención de papá, que le escuchaba repantigado en una silla metálica del jardín.
– No te vayas a suicidar sin haber terminado el suelo, Ted -le decía.
Aquella noche papá no se entretuvo con Gin y Tonic. El salón estaba tranquilo y silencioso. Papá seguía callado, con la mirada fija en el vacío. Al principio, el silencio era quebradizo, pero a medida que se prolongaba se fue consolidando hasta ser un gran silencio: la nada seguía a la nada, que al poco rato se vio seguida de una nada más profunda, mientras papá permanecía sentado, con ojos inmóviles pero cargados de saber. Me empezó a sudar la cabeza y sentí que la risa se me agolpaba en la garganta. Me pregunté si iba a tomarles el pelo, si les tendría allí sentados en silencio durante una hora (quizá hasta les soltaría alguna que otra frase mística de vez en cuando como: «Excremento seco corona la cabeza de la paloma») antes de volver a enfundarse su abrigo corto y volver caminando junto a su esposa, después de haber conseguido que la burguesía de Chislehurst alcanzara una conciencia exquisita de su vacío interior. ¿Se atrevería?
Por fin papá arrancó con la cantinela de siempre, pero esta vez la sazonó con una animada melodía de susurros, pausas y miradas al público. Susurraba, hacía una pausa y miraba al público y hablaba tan bajito que los pobres imbéciles tenían que echarse hacia adelante para poder oírle. Pero no se daban por vencidos: tenían los oídos bien abiertos.
– En nuestros despachos y lugares de trabajo, nos encanta decir a los demás lo que tienen que hacer. Los denigramos. Consideramos nuestro trabajo mejor que el suyo. Siempre estamos compitiendo. Somos fanfarrones y chismosos. Soñamos con que nos traten bien y con tratar mal a los demás…
Detrás de papá, la puerta se abrió lentamente. Distinguí a una pareja en el umbral: un joven con el pelo corto y erizado teñido de blanco, zapatos plateados y una cegadora chaqueta plateada. Parecía un astronauta. A su lado, la chica que estaba con él tenía un aspecto pasado de moda. Tendría unos diecisiete años y llevaba una blusa hippie muy larga, una falda que arrastraba por el suelo y el pelo hasta la cintura. La puerta se cerró y desaparecieron, nadie se inmutó. Todo el mundo estaba escuchando a papá, salvo Jean, que se toqueteaba el pelo constantemente como si quisiera apartarlo de ella. Cuando se volvió hacia Ted en busca de aprobación, no recibió nada a cambio: él también estaba absorto.
Como el director de escena que se siente satisfecho al ver que su espectáculo funciona viento en popa y que sabe que no le queda nada por hacer, me escabullí del salón por las puertas que daban al jardín. Las últimas palabras que oí fueron: «Tenemos que encontrar un modo totalmente nuevo de estar vivos.»
Era la presencia de papá, más que sus palabras, lo que conseguía arrancar todo de las mentes de la gente. La paz, tranquilidad y seguridad que destilaba me hacían sentir como si estuviera hecho de aire y luz mientras recorría las habitaciones perfumadas y silenciosas de Cari y Marianne, sentándome a veces para quedarme con los ojos clavados en el horizonte y otras simplemente paseándome por ahí. De pronto me sentí más consciente del sonido y del silencio; todo adquirió un aspecto más nítido. Había unas camelias en un jarrón art nouveau, y de repente me di cuenta de que las estaba mirando maravillado. La serenidad y la concentración de papá me habían ayudado a apreciar los árboles del jardín de una manera nueva y sorprendente, y observaba los objetos sin ningún tipo de asociaciones ni análisis. El árbol era forma y color, no hojas y ramas. Sin embargo, poco a poco, la frescura de las cosas empezó a marchitarse; mi mente se puso de nuevo en marcha y empezaron a agolparse los pensamientos. Papá había sido efectivo y estaba satisfecho y, no obstante, el hechizo seguía ahí: había algo más… una voz. Y esa voz me recitaba poesía mientras estaba allí, en el vestíbulo de Cari y Marianne. Cada palabra sonaba clara, porque mi mente estaba vacía, limpia. Decía:
Es cierto, es de día, ¿y qué más da?
¿O es que por eso me vas a dejar?
¿Levantarnos? ¿Por qué? ¿Porque luz haya?
¿Nos acostamos acaso porque era noche cerrada?
El amor que aquí nos trajo a pesar de la oscuridad,
a pesar de la luz, juntos nos mantendrá.
Era una voz masculina y modulada, que no procedía del cielo -como en un principio había creído, pues no era un ángel quien hablaba-, sino de algún lugar cercano. La seguí hasta el invernadero, donde encontré al chico de cabellos plateados sentado junto a una chica en un banco columpio. El chico le hablaba-no, le leía de un librito encuadernado en piel que sostenía en una mano- y echaba el cuerpo hacia adelante, hacia ella, como si quisiera grabarle las palabras en la mente. Ella, en cambio, estaba allí sentada, indiferente, con su olor a pachulí, y dos veces se apartó de los ojos un mechón de pelo mientras él seguía -leyendo:
Han echado a la serpiente del Paraíso.
Los ciervos heridos no tienen que buscar ya los pastos
donde encontrar alivio para su corazón…
La chica, que se aburría mortalmente, le dio un codazo y hasta pareció animarse en cuanto me vio, el voyeur de siempre, que les estaba espiando.
– Lo siento -dije, alejándome de allí.
– Karim, ¿por qué me ignoras?
Entonces me di cuenta de que era Charlie.
– Yo no te ignoro. Bueno, por lo menos no era mi intención. ¿Por qué te has teñido de plateado?
– Por divertirme.
– ¡Charlie, hace siglos que no te veía! ¿Dónde te habías metido? Me tenías muy preocupado.
– Pues no había razón, pequeñín. He estado haciendo los preparativos para el resto de mi vida y todo eso.
Aquello me dejó fascinado.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de vida va a ser? ¿Lo tienes pensado?
– Cuando miro hacia el futuro veo tres cosas: éxito, éxito…
– Y éxito -añadió la chica, con tono cansino.
– Eso espero -dije-. Sigue así.
La chica me miró con ironía.
– Pequeñín -repitió, con una risita. Luego, arrimó los labios al oído de Charlie y dijo-: ¿Podrías leer un poco más?
Así que Charlie retomó la lectura y leyó para los dos, pero yo ya no estaba tan contento. Para ser franco, me sentía como un perfecto idiota. Lo que me hacía falta era una buena dosis de la medicina mental de Dios y de inmediato, pero no quería alejarme de Charlie. ¿Por qué se había teñido de plateado? ¿Acaso acabábamos de entrar en una nueva era capilar que me había pasado por alto?
Hice un esfuerzo y volví al salón. El trabajo de papá consistía en media hora de enseñanzas con voz sibilante además de preguntas, media hora de yoga y un poco de meditación. Cuando terminó, la gente se levantó del suelo y se puso a charlar medio adormilada y tía Jean me saludó, pero muy seca. Era evidente que quería marcharse, pero no quitaba los ojos de encima a un papá desenvuelto y sonriente que estaba al otro lado de la habitación. Eva se encontraba junto a él y había personas arracimadas a su alrededor que querían más información sobre sus clases. Dos personas le preguntaron si estaría dispuesto a ir a sus casas a celebrar nuevas sesiones. En Eva se había despertado el sentido de la propiedad, y lo apartaba de la gente tediosa mientras papá repartía inclinaciones de cabeza a diestro y siniestro con ademán regio.
Antes de marcharme, Helen y yo intercambiamos direcciones y números de teléfono. Charlie y la chica estaban discutiendo en el vestíbulo. Charlie quería acompañarla a casa, pero ella insistía en ir sola, la muy idiota.
– Pero ¿por qué no me quieres? -insistía Charlie-. Yo te quiero. Ahora ya te amo.
¿Por qué se comportaba de aquel modo tan servil? Y, sin embargo, no podía evitar el preguntarme si cuando llegara el día en que quisiera a alguien y ese alguien no me quisiera sería capaz de mostrarme indiferente. Le dirigí un resoplido de desprecio y salí a esperar a papá y a Eva.
Así estaban las cosas. Helen me amaba sin esperanza y yo amaba sin esperanza a Charlie, que amaba sin esperanza a la señorita Pachulí, quien con toda seguridad amaba sin esperanza a cualquier desgraciado. La única pareja que no se amaba sin esperanza eran papá y Eva. Sentado en el coche con ellos lo pasé fatal, porque Eva no dejaba de meter mano a papá por todas partes. Si hasta tuvo que alzar un dedo autoritario hacia ella para advertirle… dedo que ella se apresuró a morder. Así que yo me quedé quietecito como un buen hijo, haciendo como que no existía.
¿Estaba papá enamorado en serio de Eva? Me costaba aceptar que estuviera enamorado, porque nuestro mundo me parecía inmutable. Y, sin embargo, ¿no era ya de dominio público? Al final de su actuación, papá había dado un beso sonorísimo a Eva, como quien chupa una naranja, y le había dicho que, sin ella, nunca se habría sentido con ánimos de hacerlo. Y luego, Eva le había estado acariciando el pelo mientras Cari y Marianne juntaban las manos en actitud de plegaria y Ted y Jean se les quedaban mirando, con sus estúpidos abrigos, como un par de policías de paisano. ¿Qué le estaría pasando a papá?
Mamá nos estaba esperando en el vestíbulo, con la cara medio tapada por el auricular del teléfono. No hablaba demasiado, pero me pareció reconocer la vocecilla de Jean al otro lado del hilo. No había perdido el tiempo. Papá se escabulló a su habitación. Y yo estaba a punto de irme corriendo arriba cuando mamá me dijo:
– Espera, listillo, que alguien quiere hablar contigo.
– ¿Quién?
– Ven aquí.
Mamá me pasó el teléfono con malos modos y oí a Jean decir una sola cosa:
– Ven a vernos mañana. Sin falta. ¿Lo has entendido?
Jean siempre gritaba, como si uno fuera estúpido. «Que te jodan», pensé. Malditas las ganas que tenía de acercarme a ella con aquel humor de perros. Pero, claro, yo era la persona más entrometida que he conocido jamás. Iría… de eso estaba seguro.
Al día siguiente, limpié la bici y, al poco rato, ya trotaba por las carreteras sin asfaltar, siguiendo la misma ruta que papá y yo habíamos tomado la tarde anterior. Pedaleaba despacito y observaba a los hombres pasar el aspirador, regar con la manguera, lavar, abrillantar, lustrar, lijar, repintar, discutir y admirar sus coches. Hacía un día precioso, pero nada conseguía arrancarles de su rutina. Las mujeres gritaban que la cena ya estaba lista. Había gente con traje y sombrero que regresaba de la iglesia con la Biblia en la mano. Los niños tenían la cara limpita y el cabello repeinado.
Todavía no me sentía dispuesto para el rapapolvo de Ted y Jean, así que pensé en dejarme caer por casa de Helen, que vivía en los alrededores. Aquella mañana, temprano, me había metido en el dormitorio de papá y le había quitado uno de sus polvorientos Durex Ultrafinos… por si acaso.
Helen vivía en una casa grande y antigua, ligeramente apartada de la calle. Todo el mundo que conocía, Charlie y los demás, vivían en casas grandes, salvo nosotros. No es de extrañar que tuviera un complejo de inferioridad. Pero la casa de Helen necesitaba una mano de pintura desde hacía siglos. Los arbustos y los parterres de flores estaban descuidados. El diente de león invadía los límites del camino y el cobertizo estaba medio hundido. Tío Ted habría dicho que era una vergüenza y una lástima.
Aparqué la bicicleta fuera y la encadené a la cerca, pero al tratar de abrir la puerta del cercado descubrí que estaba atascada. Como no tenía tiempo que perder, la salvé de un salto. Una vez en el porche, tiré de la campanilla y la oí sonar en algún remoto rincón de la casa. El tintineo se me antojó fantasmal, os lo aseguro. No hubo respuesta, así que decidí dar un rodeo a la casa.
– Karim, Karim -oí decir a Helen apresuradamente, con voz ansiosa, desde una ventana que quedaba encima de mi cabeza.
– Hola -dije-. Tenía ganas de verte.
– Yo también.
Me enfadé. Siempre quería que todo pasara deprisa.
– ¿Qué pasa? ¿No puedes salir o qué? ¿O es que te ha dado por hacer de Julieta?
En eso su cabeza desapareció dentro de la casa, como si alguien acabara de tirar de ella. Luego oí una discusión apagada -la voz de un hombre- y la ventana se cerró de golpe. Corrieron las cortinas.
– ¡Helen, Helen! -grité, porque de pronto me sentí muy unido a ella.
La puerta principal se abrió y en el umbral apareció el padre de Helen. Era un hombre corpulento, de barba negra y brazos imponentes. Pensé que debía de tener los hombros peludos y, lo que es peor, la espalda también peluda, como Peter Sellers y Sean Connery. (Tenía una lista de actores de espalda peluda que actualizaba constantemente.) Y entonces palidecí, pero obviamente no lo suficiente, porque Espalda Peluda soltó al perro que tenía sujeto, un asqueroso gran danés, que se me acercó con su andar patoso y la boca abierta como una caverna. Parecía que le hubieran arrancado un pedazo dentado de cráneo para formar aquella bocaza de colmillos amarillentos cubiertos de saliva. Extendí los brazos hacia adelante para que el perrazo no me arrancara las manos. Debía de parecer un sonámbulo, pero como quería conservar las manos para otros quehaceres, no me importó en absoluto lo rebuscado de la postura, y eso que por lo general era exageradamente puntilloso en cuanto a mi imagen y solía comportarme como si el mundo entero no tuviera nada mejor que hacer que estar atento constantemente a cualquier desliz en una complicada e íntima ceremonia.
– ¡A mi hija no vas a verla más! -dijo Espalda Peluda-. No sale con chicos. ¡Ni con moros!
– Oh, muy bien.
– ¿Lo has entendido?
– Sí -dije, de malhumor.
– No queremos que los negros vengáis a nuestra casa.
– ¿Es que ya han venido muchos?
– ¿Muchos qué, negrito desgraciado?
– Negros.
– ¿Dónde?
– A esta casa.
– No nos gusta -repitió Espalda Peluda-. Por muchos negros que haya, sigue sin gustarnos. Estamos con Enoch. Y si te atreves a poner una de tus manazas negras encima de mi hija, te la aplastaré con un martillo! ¡Sí, señor, con un martillo!
Y Espalda Peluda se despidió con un portazo. Retrocedí un par de pasos y me volví para marcharme. Maldito Espalda Peluda. Tenía unas ganas de mear espantosas. Miré su coche, un Rover grandote. Pensé en deshincharle los neumáticos. Sería cosa de segundos, mearía en la ventanilla y, si se le ocurría salir, me colocaría al otro lado de la cerca como una centella. Sin embargo, me encaminaba ya al Rover cuando descubrí que Espalda Peluda me había dejado a solas con el perro, que estaba entretenido olisqueando excrementos a unos pocos metros de distancia. Empezó a acercarse. Me quedé paralizado, como si fuera una piedra o un árbol y, al cabo de un rato, volví la espalda al perrazo con mucha cautela y di un par de pasos, como si estuviera andando de puntillas por encima de un tejado poco seguro. Tenía la esperanza de que Helen abriera la ventana y me llamara y llamara al perro también.
– Oh, Helen, Helen -murmuré.
La ternura de mis palabras debió de afectarle, porque, de pronto, oí cierto revuelo y noté algo extraño encima de los hombros. Pues sí, eran las patas del gran danés. Notaba su aliento caliente en el cogote. Di otro paso y el perro dio otro paso. Ahora ya sabía lo que pretendía. El perro estaba enamorado de mí: los movimientos rítmicos que notaba contra el culo así me lo indicaba. Tenía las orejas calientes. No creí que fuera a morderme, porque el ritmo de sus movimientos se aceleraba; así que decidí salir por piernas. El perro se estremeció contra mi espalda.
Me fui corriendo hasta la cerca, la salté y me enganché la camisa rosa con un clavo. Una vez a salvo, al otro lado, cogí unas cuantas piedras y le arrojé un par. Una le dio en la cabeza, pero no pareció importarle demasiado. Cuando monté en la bicicleta, me quité la chaqueta y vi que estaba manchada de semen de perro.
Al coger el sendero que conducía a la casa de Jean, estaba de un humor fatal. Y, por si fuera poco, Jean hacía que todo el mundo se quitara los zapatos antes de entrar, por si le estropeaban la alfombra al pisarla dos veces. Recuerdo que una vez papá, al entrar en aquella casa, le dijo: «Pero ¿qué es esto, Jean, un templo hindú? ¿Los descalzos se encuentran con los tullidos?» Eran tan quisquillosos con sus nuevas adquisiciones que el coche que se habían comprado hacía tres años todavía llevaba puesto el plástico en los asientos. A papá le encantaba hacer comentarios del tipo: «¿No te sientes en la gloria en este coche, Karim?» Papá realmente me hacía reír.
Aquella mañana había salido de casa con la intención de mostrarme correcto pero firme, como un auténtico Dick Diver, pero con una mancha de semen de perro en la espalda de la chaqueta, sin zapatos y muñéndome de ganas de mear, encontré que la imitación de Fitzgerald suponía un esfuerzo sobrehumano. Jean me hizo pasar directamente al salón, me obligó a sentarme, recurriendo a la innovadora táctica de apoyarse con fuerza sobre mis hombros, y fue a buscar a Ted.
Yo me acerqué a la ventana y miré hacia el jardín. Allí, en verano, en la mejor época de Calentadores Peter, Ted y Jean solían dar magníficas fiestas o «guateques», como las llamaba Ted. Mi hermano Allie, Ted y yo colocábamos una gran marquesina en el césped del jardín y esperábamos casi sin aliento a que llegara toda la buena sociedad del sur de Londres y Kent. Los constructores más importantes, directores de banco, contables, políticos locales y hombres de negocios acudían con sus esposas y fulanas. A Allie y a mí nos encantaba correr entre aquella pandilla apestosa, que dejaba el aire irrespirable con sus lociones para después del afeitado y sus perfumes. Servíamos cócteles y les ofrecíamos fresas con nata y pasteles, queso y bombones, y a veces, a cambio, las mujeres nos pellizcaban las mejillas y nosotros intentábamos meter la mano por debajo de las faldas de sus hijas.
En estas solemnes ocasiones en las que las vidas se medían únicamente en función del dinero, mamá y papá siempre se sentían tratados con condescendencia, fuera de lugar. No eran de ninguna utilidad para nadie y ellos tampoco esperaban nada de los invitados. No sé cómo se las arreglaban, pero siempre parecían llevar la ropa menos indicada para la ocasión y ofrecían un aspecto un tanto desastrado. Después de unos cuantos vasos de ginebra, papá solía intentar hablar del verdadero sentido del materialismo y de por qué se consideraba que vivíamos en una era materialista. Según él, lo que ocurría era que no sabíamos apreciar el valor de los objetos en sí mismos, ni su belleza intrínseca. Lo que nuestro materialismo ensalzaba era la codicia, la codicia y la posición social, en lugar del ser y la naturaleza de las cosas. Ese tipo de ideas no era especialmente bienvenido en las fiestas de Jean, así que mamá tenía que andar siempre disimulando y haciendo señas a papá o decirle directamente que se callara: él quedaba abatido en el acto. La gran ambición de mamá era pasar inadvertida, ser como todo el mundo; mientras que papá quería destacar, como un malabarista en un funeral.
En aquella época Ted y Jean eran un poco como el rey y la reina: ricos, poderosos y con influencias. Jean se crecía en todo lo que fueran presentaciones, tanto de negocios como románticas. Era la delegada local del amor: actuaba de mediadora en múltiples asuntos, advertía, aconsejaba, propiciaba y apuntalaba algunos matrimonios mientras hacía añicos romances poco recomendables. Estaba al corriente de cuanto ocurría en todas partes, en las cuentas bancarias y entre las sábanas.
Jean resistió como un acorazado hasta que persiguió y empezó un romance con un concejal conservador paliducho de veintiocho años, de una familia de clase media muy bien considerada de Sevenoaks. Era prácticamente virgen, ingenuo y sin experiencia y hasta tenía acné, pero su posición social estaba muy por encima de la de Jean. Oh, sí, los padres del chico pusieron fin al asunto en menos de seis meses y él nunca volvió a verla. Ella le lloró durante dos años y Ted le resultaba cada día más detestable en comparación con su chiquillo conservador ya perdido. Las fiestas cesaron y la gente desapareció.
Tía Jean regresó al salón acompañada de tío Ted. Era un cobarde ñato y un manojo de nervios. Se cagaba de miedo ante los enfrentamientos o discusiones de cualquier tipo.
– Hola, tío Ted.
– Hola, hijo -dijo, apesadumbrado.
Tía Jean fue derecha al grano.
– Escúchame, Karim…
– ¿Cómo va el fútbol? -pregunté, atropellando sus palabras y sonriendo a Ted.
– ¿Qué? -soltó, meneando la cabeza.
– El Spurs va bien, ¿no?
Me miró como si me hubiera vuelto loco. Tía Jean no tenía ni la menor idea de lo que nos traíamos entre manos. Se lo aclaré.
– Ya sería hora de que fuéramos a ver otro partido, ¿no te parece, tío Ted?
Palabras de lo más normal, eso es verdad, pero con el tío Ted surtieron efecto. Tuvo que sentarse. Sabía que después de haber mencionado el fútbol cuando menos sería neutral en aquella discusión que se avecinaba, eso si no se ponía totalmente de mi parte. Y estaba seguro porque sabía una cosa sobre él que Ted no hubiera querido que llegara a oídos de la tía Jean, del mismo modo que guardaba a buen recaudo en mi memoria el incidente del banco del jardín contra papá.
Empecé a sentirme mejor.
Esta es la información confidencial.
Durante un tiempo realmente quise ser el primer delantero centro indio que jugara para Inglaterra y la escuela me mandó al Millwall y al Crystal Palace para que me pusieran a prueba. Con todo, nuestro equipo era el Spurs y como el campo estaba muy lejos de casa, en el norte de Londres, Ted y yo no íbamos a verlos muy a menudo. Sin embargo, una vez que jugaron cerca de casa, en Chelsea, convencí a Ted de que me llevara. Mamá trató de impedírmelo, porque estaba segura de que los ultras me iban a incrustar un penique bien afilado en el cráneo. Y no es que me encantaran los partidos en vivo. Había que estar ahí de pie, con ese frío y carámbanos en los huevos, y cada vez que un jugador estaba a punto de marcar un gol, el estadio entero daba un brinco al aire y lo único que se alcanzaba a ver eran gorros de lana. Ted, yo y nuestros emparedados cruzamos en tren los suburbios hasta llegar a Londres. Era el mismo trayecto que papá hacía todos los días, con keema, roti y guisantes al curry envueltos en papel grasiento dentro de su maletín. Antes de cruzar el río, pasamos por encima de las barriadas pobres de Herne Hill y Brixton, lugares tan interesantes y tan distintos de los que yo estaba acostumbrado a ver que me ponía de pie de un salto, bajaba la ventanilla medio atascada y me asomaba a las hileras de casas victorianas medio desmoronadas. Los jardines estaban atestados de chatarra oxidada y de abrigos empapados, con los hilos de tender la ropa que sobrevolaban los escombros en todas direcciones. «Aquí es donde viven los negros», me explicó Ted.
En el viaje de regreso, después del partido, íbamos apretujados en un rincón del vagón con docenas de seguidores de los Spurs, que habían ganado, todos con sus bufandas negras y blancas. Yo llevaba una matraca que me había fabricado en la escuela. «¡Tottenham, Tottenham!», canturreábamos a coro.
Cuando volví a mirar a Ted, tenía un cuchillo en la mano. Se subió de un salto a su asiento y destrozó todas las bombillas del vagón. Pedazos de cristal volaron hasta mi cabello. Todos lo observamos mientras destornillaba con mucho esmero los espejos de las divisiones del vagón -como si estuviera quitando un radiador- y los tiraba del tren. Nos hicimos todos a un lado para dejarle vía libre -nadie se le unió- y Ted despanzurró los asientos y les sacó el relleno. Luego me pasó una bombilla todavía intacta y me señaló la ventanilla abierta.
– ¡Venga, diviértete! ¡Es sábado!
Yo me puse de pie y la lancé todo lo lejos que pude, sin darme cuenta de que estábamos entrando en la estación de Penge. La bombilla fue a estrellarse contra una pared donde estaba sentado un anciano indio. El viejo chilló, se puso de pie y se alejó renqueando. Los demás se burlaron de él y escupieron un montón de insultos racistas. Cuando Ted me acompañó a casa, mamá le preguntó si me había portado bien.
Tía Jean me miraba fijamente con aquellos ojos escrutadores.
– Tu padre siempre nos ha gustado y, además, nunca hemos puesto reparos a que se casara con Margaret, y eso que a otra gente no le hacía ninguna gracia que se casara con alguien de color…
– Tía Jean…
– No me interrumpas, cielo. Tu madre me ha contado todo lo de ese circo que tu padre ha organizado en Beckenham. Se ha hecho pasar por budista…
– Es que es budista…
– Y se ha liado con una loca, cuando todo el mundo sabe, porque lo cuenta ella misma, que está contrahecha.
– ¿Contrahecha, tía Jean?
– Y ayer precisamente no dábamos crédito a nuestros ojos, ¿no es cierto, Ted? ¡Ted!
Ted asintió para dar a entender que no daba crédito a sus ojos.
– Claro que suponemos que todas esas tonterías se van a acabar inmediatamente.
Tía Jean se apoyó contra el respaldo en espera de mi respuesta. Tía Jean sabía echar aterradoras miradas, hasta tal punto que hice un esfuerzo sobrehumano por contener un pedo que pedía a gritos que lo soltaran. Me crucé de piernas y pegué el culo al sofá con tanta fuerza como pude. Sin embargo, de nada sirvió. El pedo travieso se despidió de mí a borbotones. Unos segundos más tarde, el gas fétido había levantado el vuelo y avanzaba hacia tía Jean, que todavía estaba esperando a que le respondiera.
– A mí no me lo preguntes, tía Jean. Lo que haga papá no es asunto nuestro, ¿no te parece?
– Me temo muy mucho que no es sólo asunto suyo, ¿no? ¡Nos afecta a todos! ¡Nos van a tomar por chiflados! ¡Piensa en Calentadores Peter! -dijo, y se volvió hacia el tío Ted, que escondía la cara detrás de un cojín-. Ted, ¿qué estás haciendo?
– ¿Y cómo va a afectar a tu vida el comportamiento de papá, tía Jean? -le pregunté, con toda la inocencia de que fui capaz.
Tía Jean se rascó la nariz.
– Tu madre ya no puede más -dijo-. Tendrás que acabar con esas sandeces inmediatamente. Si lo haces, no habrá más comentarios. Te lo prometo.
– Salvo por Navidad -añadió Ted.
A Ted le encantaba hacer el comentario equivocado en el momento equivocado, como si aquel acto de rebeldía le ayudara a recuperar la autoestima.
Jean se puso de pie y pisó la alfombra con sus tacones altos. Abrió una ventana y dejó que el aire fresco del jardín le llenara los pulmones. Aquel tonificante pareció desviar sus pensamientos hacia la realeza.
– Además, tu padre es funcionario. ¿Qué diría la reina si supiera lo que se trae entre manos?
– ¿Qué reina? [3] -dije en un susurro, para luego añadir en voz alta-: No respondo a preguntas retóricas. -Y me levanté y me encaminé a la puerta.
Hasta que me detuve junto a la entrada no me di cuenta de que estaba temblando. Sin embargo, Jean sonreía, como si yo acabara de aceptar todo cuanto me había pedido.
– Eres un buen chico, tesoro. Y ahora ven y dame un beso. Oye, ¿qué es esa mancha que llevas en la espalda de la chaqueta?
Me pasé unas cuantas semanas sin tener noticias de Gin ni deTonic y, durante ese tiempo, me abstuve de suplicar de rodillas a papá que abandonara las prácticas budistas sólo porque a Jean no le hacían gracia.
En cuanto a Eva, no sabía nada de ella y empecé a pensar que todo había terminado, cosa que me apenaba, porque significaba que nuestras vidas volverían a su aburrida normalidad. Sin embargo, una noche sonó el teléfono y mamá contestó. Colgó enseguida.
– ¿Quién era? -preguntó papá, que estaba de pie en el umbral de la puerta de su dormitorio.
– Nadie -repuso mamá, con una mirada desafiante.
Con todo, muchas cosas me decían que Eva no iba a desaparecer de nuestras vidas así como así. Estaba presente cuando papá se mostraba preocupado y taciturno -en realidad, todas las noches-; estaba ahí cada vez que papá y mamá veían Panorama juntos; estaba ahí cada vez que escuchaba un disco tristón o alguien mencionaba el amor. Y ya nadie era feliz. No tenía ni la menor idea de si papá se veía con Eva a escondidas. ¿Cómo iba a poder? Para la gente que tenía que ir en tren a Londres todos los días, la vida estaba medida al minuto: aunque un tren se retrasara o no parara, siempre pasaba otro enseguida. Por las tardes no había excusa posible: nadie salía, no había adonde ir y papá no confraternizaba con sus compañeros de la oficina. Ellos también desaparecían de Londres tan pronto como salían del trabajo. Mis padres iban al cine quizá una vez al año y, además, papá se dormía invariablemente; una vez fueron al teatro a ver West Side Story. No conocíamos a nadie que frecuentara los pubs, aparte de tío Ted: ir a los pubs era algo vulgar, y donde vivíamos nosotros sólo los desvergonzados y los desdentados solían canturrear cosas como «Ven, ven a mirarme con ojos tiernos al viejo Bull and Bush» acompañados de pianos desafinados.
Así que el único momento que papá podía tener libre para ver a Eva era la hora de comer y quizá Eva fuera a esperarle delante de la oficina y luego se marcharan a comer a St. James Park cogiditos del brazo, como solían hacer papá y mamá antes de casarse. Si hacían o no el amor, eso ya no lo sabía, pero había encontrado un libro en el maletín de papá con ilustraciones de posturas eróticas chinas, que incluían: patos mandarines entrelazados, el complicado pino enano, gato y ratón comparten madriguera y la deliciosa cigarra oscura colgada de una rama.
Estuviera o no la cigarra colgada de una rama, lo cierto es que el ambiente era tenso. Con todo, en apariencia las aguas se mantuvieron tranquilas hasta que, un domingo por la mañana, dos meses después de mi visita a Gin y Tonic, fui a abrir la puerta y me encontré con tío Ted. Lo miré sin sonreír ni darle la bienvenida y él me devolvió la mirada, un poco incómodo, hasta que consiguió articular:
– Ah, eres tú, hijito, sólo pasaba por aquí para echar una ojeada al jardín y ver si el rosal había florecido. -El jardín está estupendo. Ted traspasó el umbral cantando:
– Volarán los pájaros azules sobre los acantilados de Dover. -Luego preguntó-: ¿Cómo está tu padre?
– Conque quieres que sigamos con nuestra pequeña charla, ¿eh?
– Guárdatela para ti, tal como habíamos acordado -me dijo al entrar y pasar de largo.
– Ya sería hora de que fuéramos a ver otro partido, ¿no te parece, tío Ted? Pero en tren, ¿vale?
Ted se dirigió a la cocina, donde mamá estaba metiendo el asado del domingo en el horno, la llevó al jardín y vi que le preguntaba cómo se encontraba. En otras palabras: ¿cómo andaba lo de papá, Eva y todo el asunto de los budas? ¿Qué iba a saber mamá? Todo andaba bien y todo andaba mal. No había por qué sospechar, pero eso no significaba que no hubiera delito.
Después de hablar con mamá con aquellos modales de hombre de negocios, Ted irrumpió en el dormitorio donde estaba papá. Entrometido como siempre, lo seguí, y eso que trató de cerrarme la puerta en las narices.
Papá estaba sentado encima de la colcha blanca de su cama y sacaba lustre a los zapatos con una de mis camisetas medio descoloridas. Todos los domingos por la mañana papá se dedicaba cuidadosa y pacientemente a sacar brillo a todos sus zapatos, unos diez pares. Luego cepillaba los trajes, elegía las camisas que iba a llevar toda la semana -un día rosa, azul el siguiente, al otro lila y así hasta terminar-, seleccionaba los gemelos y ordenaba las corbatas, de las que tenía por lo menos un centenar. Ahí sentado y abstraído se sorprendió al ver que la puerta se abría de golpe. Al lado de aquel Ted, enorme y sin resuello, con botas negras y un jersey grandote de cuello cisne de color verde, que llenaba la habitación como un hipopótamo en un ascensor, papá parecía pequeño y aniñado, con su intimidad y su inocencia violadas. Se miraron el uno al otro: Ted con insolencia y torpeza, papá sentado allí con su camiseta blanca, sus pantalones de pijama, su cuello de toro que se fundía con su tórax impresionante y su nada impresionante barriga. Pero, a pesar de todo, papá no se lo tomó a mal. En realidad, le encantaba que la gente entrara y saliera, tener la casa llena de charla y de actividad, como si estuviera en Bombay.
– Ah, Ted, por favor, ¿podrías echarle un vistazo a eso?
– ¿Qué?
El pánico se apoderó de la expresión de Ted. Cada vez que decidía venir a casa se presentaba resuelto a que no le liaran y le hicieran arreglar alguna cosa.
– Échale sólo una ojeadita a ese puñetero aparatejo que no funciona -le pidió papá.
Entonces papá guió a Ted hasta una mesilla de patitas endebles que tenía al otro lado de la cama y sobre la que estaba colocado el tocadiscos, una de esa especie de cajas cubiertas de fieltro barato, con un pequeño altavoz en la parte delantera y un plato de color crema de aspecto frágil con una varilla larga en el centro para poder poner varios discos. Papá señaló el aparato con un ademán y le habló con el mismo tono que estoy seguro empleaba para dirigirse a sus criados.
– Me tiene el corazón destrozado, Ted. Ya no puedo escuchar mis discos de Nat King Cole ni de Pink Floyd. Sácame de este apuro, por favor.
Ted le echó un vistazo. Vi que tenía los dedos gruesos como chorizos, las uñas aplastadas y porquería incrustada en la piel. Traté de imaginar aquella mano sobre el cuerpo de una mujer.
– ¿Por qué no lo arregla Karim?
– Es que reserva sus dedos para ser médico y, además, es un inútil rematado.
– Eso es verdad -convino Ted, más animado después de aquel ataque.
– Pero claro, son los inútiles los que heredarán la tierra.
Ted miró a papá con recelo por haber soltado aquel comentario místico que nadie le había pedido. Fui a buscar un destornillador al coche de Ted, que enseguida se sentó en la cama y empezó a destornillar el tocadiscos.
– Jean me ha pedido que viniera a verte, Harry. -Ted no sabía cómo continuar, pero papá no le echó una mano-. Dice que eres budista.
Dijo «budista» como habría podido decir «homosexual», si hubiera tenido que decir «homosexual» alguna vez, cosa que no había hecho.
– ¿Qué es un budista?
– ¿Y qué eran todas esas tonterías con los pies descalzos el otro día en Chislehurst? -contraatacó Ted.
– ¿Acaso te molestó escucharme?
– ¿A mí? No, yo escucho a cualquiera. Pero a Jean se le revolvió el estómago.
– ¿Por qué?
Papá estaba liando a Ted.
– El budismo no es precisamente a lo que está acostumbrada. ¡Se tiene que terminar! ¡Todo eso que te traes entre manos se tiene que acabar enseguida!
Papá se sumió en uno de sus astutos silencios y se quedó ahí sentado, con los pulgares juntos y la cabeza ligeramente gacha, como el niño que acaba de recibir una reprimenda, pero que, en el fondo de su corazón, sabe que tiene razón.
– Así que déjalo, si no ¿qué le voy a decir a Jean?
Ted se estaba empezando a enfadar. Papá seguía allí sentado.
– Dile: Harry es un don nadie.
Aquello acabó con la paciencia de Ted, que a falta de otra cosa necesitaba pelea, aunque tenía las manos ocupadas con las piezas del tocadiscos.
Pero entonces papá, con un giro rápido, cambió de tema. Como el futbolista que consigue traspasar la línea de defensa enemiga con un pase largo y bajo, empezó a preguntar a Ted cómo le iba el trabajo, el trabajo y el negocio. Ted suspiró, pero se le animó la cara: se sentía más cómodo en ese tema.
– Trabajo mucho, muchísimo, de la mañana a la noche.
– ¿Ah, sí?
– ¡Trabajo, trabajo, maldito trabajo!
Papá tenía una expresión indiferente, o eso me pareció.
Pero entonces hizo algo extraordinario. Ni siquiera creo que supiera que estaba a punto de hacerlo. Se levantó, se acercó a Ted, le puso la mano en la nuca, tiró de su cuello hacia sí, hasta que la nariz de Ted reposó contra su pecho. Ted permaneció en esa posición, con el tocadiscos en el regazo, y papá lo miró desde arriba durante cinco minutos por lo menos antes de hablarle. Entonces dijo:
– Hay demasiado trabajo en el mundo.
En cierto modo, papá le acababa de eximir de la obligación de comportarse con normalidad. La voz de Ted era ahogada.
– No puedo parar -se quejó con voz lastimera.
– Sí, sí que puedes parar.
– ¿Y cómo voy a vivir?
– ¿Y cómo vives ahora? En el desastre. Déjate guiar por tus sentimientos. Sigue el curso de la mínima resistencia. Haz lo que te apetezca, sea lo que sea. Deja que la casa se hunda, si hace falta. Abandónate a la deriva.
– No seas imbécil. Hay que hacer un esfuerzo.
– Bajo ninguna circunstancia hagas un esfuerzo -le advirtió papá con firmeza, agarrando con fuerza la cabeza de Ted-. Si no dejas de esforzarte morirás muy pronto.
– ¿Que moriré?
– Claro que sí. Es el esfuerzo lo que te está destrozando. No puedes hacer un esfuerzo para tratar de enamorarte, ¿verdad que no? Y hacer un esfuerzo por hacer el amor conduce a la impotencia. Déjate guiar por tus sentimientos. Todo esfuerzo no es más que ignorancia. Existe una sabiduría innata. Haz sólo lo que te plazca.
– Pero es que si me dejo guiar por mis puñeteros sentimientos se va a ir todo al carajo -se lamentó Ted. Al menos eso creo, era difícil estar seguro, sobre todo con la nariz hundida en el pecho de papá y aquella especie de graznidos en lugar de voz.
Traté de situarme en un punto de observación más ventajoso para ver si Ted estaba llorando, pero no quería empezar a saltar de aquí para allá por la habitación y distraerlos.
– No hagas nada entonces -le aconsejó Dios.
– Pero es que la casa se hundirá.
– ¿Y qué? Pues que se hunda.
– Y el negocio se irá a la mierda.
– Tampoco está muy boyante que digamos -dijo papá con un resoplido.
Ted alzó la mirada hacia él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Deja que se vaya a la mierda. Móntate otra cosa para dentro de un par de años.
– Jean me dejará.
– Oh, pero si ya te ha dejado.
– ¡Oh, Dios, Dios, Dios, eres la persona más estúpida que he conocido jamás, Harry!
– Sí, creo que soy bastante estúpido. Y tú estás sufriendo un infierno. Y, encima, te da vergüenza. ¿Es que a la gente ni siquiera le está permitido sufrir? Sufre, Ted.
Ted estaba sufriendo. Sollozó a placer.
– Y ahora -prosiguió papá, poniendo en orden sus prioridades-, ¿qué coño le pasa a este tocadiscos?
Ted salió del dormitorio de papá y se encontró con mamá que venía del vestíbulo con una fuente llena de pudin de Yorkshire.
– ¿Qué le has hecho al tío Ted? -preguntó ella, visiblemente afectada.
Mamá se quedó allí de pie, mientras las piernas interminables de Ted iban cediendo hasta dejarlo caer al pie de la escalera como una jirafa moribunda, con el plato del tocadiscos en la mano y la cabeza contra la pared, untando el papel pintado con brillantina, lo único capaz de hacer enfurecer a mamá.
– Lo he liberado -se felicitó papá, frotándose las manos.
¡Qué fin de semana aquél!, el desconcierto y la angustia entre papá y mamá eran prácticamente palpables… De haber sido algo tangible, su antagonismo habría llenado la casa de lodo. Era como si el comentario o el incidente más insignificante bastara para que se mataran mutuamente, no por odio, sino por desesperación. Yo me encerraba en mi habitación siempre que podía, pero me era imposible dejar de pensar que estaban a punto de apuñalarse el uno al otro y me aterraba no ser capaz de separarlos a tiempo.
El sábado siguiente, cuando volvimos a estar todos juntos con horas y horas de confraternización por delante, me alejé pedaleando de los suburbios y dejé aquella pequeña casa tempestuosa a mis espaldas. Tenía otro sitio adonde ir.
Cuando llegué a la tienda del tío Anwar, Almacenes Paraíso, vi a su hija Jamila rellenando las estanterías. Su madre, la princesa Jeeta, estaba en la caja. Almacenes Paraíso era una tienda polvorienta, de techo alto y con molduras desconchadas. En el centro de la tienda se alzaba un bloque muy alto de estanterías de lo más incómodo que entorpecía el paso a los clientes, quienes tropezaban con latas y cajas de cartón aquí y allá. Los productos parecían colocados sin orden ni concierto. La caja registradora estaba en un rincón, junto a la puerta, y, como Jeeta siempre pasaba frío, tenía que llevar mitones todo el año. La silla de Anwar estaba colocada al otro extremo, en una especie de nicho, desde el que acechaba con cara inexpresiva. Fuera tenían cajas de verduras. Almacenes Paraíso abría a las ocho de la mañana y no cerraba hasta las diez de la noche. Ya ni siquiera cerraban los domingos, aunque siempre se tomaban una semana de vacaciones por Navidad. Todos los años, después de Año Nuevo, me aterrorizaba volver a oír a Anwar decir: «Sólo nos quedan trescientos cincuenta y siete días para poder volver a descansar.»
No sabía cuánto dinero tenían. Pero si tenían algo debían de haberlo enterrado, porque nunca se compraban ninguna de esas cosas por las que la gente de Chislehurst se habría dejado cortar las piernas: cortinas de terciopelo, estéreos, Martinis, cortadoras de césped eléctricas, puertas dobles de cristal. La idea de divertirse no les decía nada. Se comportaban como si tuvieran un número infinito de vidas: esta vida no tenía la menor importancia, no era más que la primera de los centenares de que iban a disfrutar a lo largo de su existencia. Tampoco sabían nada del mundo que les rodeaba. A veces le preguntaba a Jeeta quién era el ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña o el nombre del ministro de Hacienda, pero nunca lo sabía, y no se avergonzaba de su ignorancia.
Mientras aparcaba la bicicleta junto a una farola y cerraba el candado, miré a través del escaparate, pero no vi a Anwar. Quizá había salido a hacer unas apuestas. Su ausencia me extrañó, porque generalmente a esa hora, sin afeitar, fumando y con un traje raído que papá le había regalado en 1954, solía estar pegado a la espalda de posibles ladronzuelos de tienda, a los que siempre se refería como los eletés. «Hoy he visto a un buen par de eletés. Delante de mis narices, Karim. Les he dado de puntapiés en el culo…», me decía.
Al ver a Jamila, pegué la nariz contra el cristal y empecé a soltar ruidos de la jungla. Yo era Mowgli y estaba amenazando a Shere Khan. Pero Jamila no me oyó. Jamila me tenía maravillado: era bajita y delgada, con grandes ojos castaños, naricita pequeña y unas gafitas de montura metálica. Volvía a tener el pelo oscuro y largo y, gracias a Dios, ya no le quedaba ni rastro de aquel afro «natural» que tanto había conmocionado a la gente de Penge un par de años atrás. Era enérgica y entusiasta. Siempre parecía tener el cuerpo echado hacia adelante, discutiendo, convenciendo. Además tenía un bigote oscuro que durante largo tiempo fue mucho más impresionante que el mío. Si a algo se parecía era a mi ceja -tenía sólo una que, como solía decir Jamila, se extendía por encima de mis ojos, gruesa y negra, como la cola de una ardilla pequeña-. Me contó que, para los romanos, el hecho de ser cejijunto era un signo de nobleza, mientras que para los griegos era un signo de perfidia. «¿Acabarás siendo un romano o un griego?», le gustaba bromear.
Había crecido con Jamila y nunca dejamos de jugar juntos. Jamila y sus padres constituían una especie de segunda familia para mí. Me reconfortaba el hecho de tener algún lugar adonde ir, emocionalmente menos intenso pero más cálido, cada vez que el ambiente que reinaba en mi familia hacía que me planteara el marcharme.
La princesa Jeeta me preparaba docenas de kebabs calientes que me encantaban y que yo cubría con chutney de mango para luego envolverlos con chapati. Por eso me llamaba comefuego. Además, la casa de Jeeta era mi lugar favorito para bañarme. A pesar de que el cuarto de baño que tenía daba pena, con el yeso que se desconchaba de las paredes, el techo a punto de desplomarse y un calentador Ascot más peligroso que una mina de metralla; Jeeta solía sentarse junto a la bañera para darme masajes en la cabeza con aceite de oliva y con sus dedos elegantes me estrujaba el cráneo milímetro a milímetro hasta que sentía que se me derretía el cuerpo. A cambio, Jamila y yo teníamos que caminar por encima de su espalda: Jeeta se tumbaba junto a la cama y Jammie y yo caminábamos por encima de su cuerpo arriba y abajo, apoyándonos el uno en el otro y atendiendo a sus órdenes: «¡Hundidme los dedos de los pies en el cuello, está tieso, tieso, tieso como un palo! ¡Sí, ahí, ahí! ¡Un poco más abajo! ¡Eso es, en ese bulto, en la roca, sí, arriba, abajo, en el medio!»
Jamila me aventajaba en todos los sentidos. Junto a la tienda había una biblioteca y, durante años, la señorita Cutmore, la bibliotecaria, invitó a Jamila a tomar el té después de la escuela. La señorita Cutmore había sido misionera en África, pero también amaba a Francia porque había sufrido un desengaño amoroso en Burdeos. A los trece años, Jamila no hacía otra cosa que leer, Baudelaire, Colette, Radiguet y toda esa pandilla, y solía tomar discos prestados de Ravel y de cantantes populares de la Francia de entonces, como Billie Holliday. Luego le dio por querer ser Simone de Beauvoir, que fue cuando empezamos a tener relaciones sexuales cada par de semanas siempre que encontrábamos un sitio donde meternos: por lo general escondidos en los cobertizos de las paradas de autobús, entre escombros de bombardeos o en una casa abandonada. Aquellos libros debían de ser dinamita, porque llegábamos a hacerlo incluso en los lavabos públicos. Además, a Jammie no le importaba ir derecha al lavabo de hombres y cerrar el cubículo con pestillo. Creía que era muy parisino, y hasta llevaba plumas, ¡por el amor de Dios! Todo eso era de lo más pretencioso, claro está, y no aprendí nada nuevo sobre el sexo, ni la menor noción sobre el dónde, el cómo, el cuándo y el con quién, ni tampoco perdí el miedo a los contactos íntimos.
Jamila recibió educación de primera clase de manos de la señorita Cutmore, que la adoraba. El mero hecho de haberse pasado años y años junto a una persona que disfrutaba con escritores, café e ideas subversivas y que le repetía que era una chica brillante, la cambió para bien, o eso creía. Yo no dejaba de lamentarme por no tener una profesora como aquélla.
Sin embargo, cuando la señorita Cutmore abandonó el sur de Londres para marcharse a Bath, Jamila empezó a refunfuñar y a odiar a la señorita Cutmore por haber olvidado que era india. Jamila estaba convencida de que la señorita Cutmore había intentado borrar todo lo que de extranjero había en ella. «Hablaba a mis padres como si fueran campesinos», solía decir. Cuando decía que la señorita Cutmore la había colonizado me ponía furioso, porque Jamila era la persona más obstinada que conocía, y nadie habría podido colonizarla jamás. Además, la gente desagradecida me resultaba odiosa. Sin la señorita Cutmore, Jamila ni siquiera habría oído la palabra «colonizar». «La señorita Cutmore te ha hecho despegar», le repetía yo.
Gracias a la biblioteca, Jamila descubrió muy pronto a Bessie, Sarah, Dinah y Ella. Solía presentarse en casa con sus discos y los ponía para papá, que se sentaba en la cama a su lado, y juntos entonaban canciones a coro moviendo los brazos. La señorita Cutmore también le había explicado lo de la igualdad, fraternidad y lo otro, que he olvidado qué es, por eso Jammie llevaba siempre en la cartera una fotografía de Angela Davis, vestía de negro y era muy insolente con sus profesores. Durante meses y meses todo era Soledad aquí y Soledad allá. Sí, a veces éramos franceses, Jammie y yo, y otras nos convertíamos en negros estadounidenses. Lo cierto es que, aunque se suponía que éramos ingleses, para los ingleses siempre éramos moros, negros, paquis y todo lo demás.
Comparado con Jammie, como militante daba pena de tan cobarde. Si alguien me escupía casi le daba las gracias por no obligarme a pastar el musgo que crecía en las aceras. En cambio, Jamila se había doctorado ya en castigos físicos. Un día, un ciclista de pelo grasiento pasó por nuestro lado montado en una bicicleta vieja y nos dijo, como quien pregunta la hora: «A comer mierda, paquis.» Pues bien, Jammie echó a correr entre los coches, hizo caer de la bicicleta a aquel hijoputa y le arrancó parte del pelo como quien escarda un jardín cubierto de malas hierbas.
Aquel día tía Jeeta estaba atendiendo a un cliente de la tienda y metía pan, naranjas y latas de tomate en una bolsa de papel marrón. Jamila ni siquiera me miraba, así que esperé junto a tía Jeeta, que con su expresión tristona, estoy seguro, debía de haber ahuyentado con los años a miles de clientes, que ignoraban que era una princesa cuyos hermanos llevaban fusil.
– ¿Cómo va esa espalda, tía Jeeta? -le pregunté.
– Encorvada como una horquilla con tantas preocupaciones -repuso.
– ¿Cómo puedes estar preocupada con un negocio próspero como éste, tía Jeeta?
– Deja mis problemas aburridísimos y lleva a Jamila a dar un paseo. Por favor, ¿lo harás por mí?
– ¿Qué pasa?
– Aquí tienes un samosa, comefuego. Extra picante para chicos traviesos.
– ¿Dónde está tío Anwar? -Jeeta me miró con ojos lastimeros-. Y ¿cómo se llama el primer ministro? -añadí.
Así que Jamila y yo salimos a la carga por Penge. Menuda era Jamila a la hora de andar y, además, cuando quería cruzar la calle, sorteaba los coches y ya está, porque esperaba que se detuvieran o que aminoraran la marcha sólo por ella, cosa que hacían invariablemente. Por fin me hizo su pregunta favorita: «¿Qué tienes para contarme, Dulzura?»
Quería hechos, y buenas historias, cuanto peores eran más le gustaban: historias de vergüenza, de humillación y fracaso, historias puercas y manchadas de semen, de lo contrario, se marchaba, como una espectadora decepcionada. Pero esa vez iba preparado. Tenía un montón de historias bochornosas con que saciar su sed.
Le conté lo de Eva con papá, lo del enfado de Jean y cómo me había obligado a sentarme en el sofá con tanta fuerza que me había echado pedos. Le hablé de trances, de ejecutivos de publicidad que rezaban y de los intentos de encontrar el Camino en los bancos de jardín de Beckenham. Pero no le conté nada de grandes daneses ni de mí. Si le preguntaba qué haría ella en mi lugar con lo de papá, mamá y Eva, o si le parecía una buena idea que me marchara de casa otra vez, o si querría que huyéramos juntos a Londres a trabajar de camareros, se reía a carcajadas.
– ¿Es que no te das cuenta de que hablo en serio? -le decía-, Papá no debería herir a mamá. No se lo merece.
– No, no se lo merece; pero a lo hecho pecho, ¿no? Y todo ocurrió en ese jardín de Beckenham, mientras tú lo veías todo en tu postura favorita, de rodillas, ¿o me equivoco? Dulzura, te metes en unos berenjenales de lo más idiotas. ¿Te das cuenta de que es típico tuyo?
Se reía con tantas ganas que hasta tuvo que pararse y, con las manos en los muslos, echó el cuerpo hacia adelante para recobrar el aliento. Yo seguí hablando.
– Pero ¿no te parece que papá debería contenerse, bueno, pensar en nosotros, en su familia? ¿No estamos antes que todo lo demás?
Al hablar de ello por primera vez me di cuenta de lo mucho que me entristecía todo aquello. Nuestra familia se estaba viniendo abajo y no parecía importarle a nadie.
– A veces eres tan burgués, Dulzura Jeans. Las familias no son sagradas, especialmente para los hombres indios, aunque no hacen otra cosa que hablar de ello para luego hacer todo lo contrario.
– Tu padre no es así -le dije.
Jamila siempre trataba de ponerme en mi sitio, pero aquel día no se lo iba a aguantar. Jammie era tan fuerte, tan decidida y estaba tan segura de lo que había que hacer en todo momento…
– Y la quiere. Tú mismo has dicho que tu padre ama a Eva.
– Sí, supongo que lo habré dicho. Creo que la quiere, sí. Pero tampoco lo va proclamando a los cuatro vientos.
– Bueno, pues, Dulzura, habrá que dejar que el amor siga su curso, ¿no? ¿O es que no crees en el amor?
– Sí, de acuerdo, de acuerdo, teóricamente, sí. ¡Por el amor de Dios, Jammie!
Antes de que me diera cuenta, estábamos pasando por delante de unos lavabos públicos que había junto al parque y ya tiraba de mí. Al inhalar el cóctel de orina, mierda y desinfectante -que yo asociaba con el amor- cuando me arrastraba hacia allí tuve que pararme a pensar. No es que creyera en la monogamia ni en nada parecido, pero Charlie ocupaba todos mis pensamientos y no podía pensar en nadie más, ni siquiera en Jammie.
Sabía que era poco común que me apeteciera acostarme tanto con chicos como con chicas. Me gustaban los cuerpos fuertes y la nuca de los hombres. Me gustaba que los hombres me cogieran, que me agarraran y tiraran de mí con sus puños, y también me gustaba sentir algunos objetos -mangos de cepillos, bolígrafos, dedos- hundírseme en el culo. Pero también me gustaban los conos y las tetas, la delicadeza de las mujeres, la suavidad de sus largas piernas y el modo como vestían. Tener que elegir entre una cosa y la otra me habría partido el corazón, como tener que decidir entre los Beatles y los Rolling Stones. No me gustaba darle demasiadas vueltas al asunto, por si luego resultaba que era un pervertido que necesitaba tratamiento de hormonas o electro-choques. De todos modos, cuando pensaba en ello me consideraba afortunado, porque siempre podía ir a una fiesta y regresar a casa con alguien, fuera de un sexo o del otro; aunque no iba a muchas, en realidad no iba a ninguna, pero en caso de ir sabía que podría elegir entre los unos y los otros. Pero en aquel momento todo mi amor era para mi Charlie y, lo que era más importante, estaban mamá, papá y Eva. ¿Cómo iba a pensar en otra cosa?
Pero tuve la brillante idea de preguntar:
– ¿Y cuáles son tus noticias, Jammie? Cuéntame.
Jammie se paró en seco. Surtió un efecto inmediato.
– Demos otra vuelta a la manzana -propuso-. La cosa es muy seria, Dulzura Jeans. No sé lo que me está pasando; así que nada de bromas, ¿de acuerdo?
Y empezó desde el principio.
Bajo el influjo de Angela Davis, Jamila había empezado a hacer deporte todos los días, practicaba karate y judo y se levantaba temprano para correr, hacer calentamiento y flexiones. Jamila corría como una gacela, y hasta habría podido hacerlo sobre nieve sin dejar huellas. Se estaba preparando para la guerra de guerrillas que sabía iba a ser necesaria cuando los blancos se volvieran contra los negros y los asiáticos y trataran de meternos en cámaras de gas o nos obligaran a subir a bordo de botes que hicieran aguas.
La idea no era tan absurda como parecía. El área en la que vivía Jamila estaba más cerca de Londres que nuestro barrio y era mucho más pobre. Estaba atestada de grupos neofascistas, matones que tenían sus propios pubs, clubes y tiendas. Todos los sábados se los podía ver en High Street, vendiendo sus periódicos y panfletos. También operaban a la entrada de escuelas, universidades y estadios de fútbol, como el Millwall y el Crystal Palace. Por la noche, merodeaban por las calles, apaleaban a los asiáticos y les llenaban los buzones de mierda o de jirones de tela a los que prendían fuego. A menudo, esos mismos rostros pálidos, mezquinos y cargados de odio celebraban mítines públicos y marchaban por las calles, con sus Union Jack ondeando, protegidos por la policía. No había el menor indicio que hiciera pensar que esa gente iba a marcharse, el menor indicio de que su poder fuera a disminuir, sino más bien todo lo contrario. En las vidas de Anwar, Jeeta y Jamila estaba siempre presente el temor a la violencia. Estoy seguro de que pensaban en ello todos los días. Antes de acostarse, Jeeta colocaba varios cubos llenos de agua junto a la cama, por si lanzaban bombas incendiarias contra la tienda. La posibilidad de que un grupo de blancos matara a uno de nosotros algún día inspiraba muchas de las actitudes que adoptaba Jamila.
Jamila intentó reclutarme para los entrenamientos de su cuadro militar, pero yo no conseguía levantarme temprano por las mañanas.
– ¿Por qué tenemos que empezar con el entrenamiento a las ocho? -me quejaba.
– Cuba no se ganó levantándose tarde, ¿no? Fidel y el Che no se levantaban a las dos de la tarde. ¡Si ni siquiera tenían tiempo de afeitarse!
A Anwar no le gustaban esas sesiones de entrenamiento de Jamila. Estaba convencido de que aprovechaba las clases de karate y esas largas carreras por la ciudad para citarse con chicos. A veces, corriendo por Deptford, escondido en un portal con el cuello echado hacia arriba y su peluda nariz, apenas visible, sorprendía a Cara de Niño que la vigilaba y que se marchaba enfadado cuando ella le mandaba un beso.
Poco después de que la nariz peluda de papi recibiera uno de esos besos que no llegan a su destino, Anwar mandó instalar un teléfono en su casa y empezó a tomar por costumbre encerrarse en el salón con el aparato durante horas y horas. Durante el resto del día no se podía usar el teléfono y Jamila tenía que recurrir a las cabinas. Anwar acababa de decidir en secreto que había llegado la hora de que Jamila se casara.
A través de estas llamadas telefónicas, el hermano de Anwar de Bombay había emparejado a Jamila con un chico que estaba impaciente por venirse y vivir en Londres en calidad de marido de Jamila. Sólo que el chico no era tal chico: tenía treinta años. Como dote, el joven madurito había pedido un buen abrigo para el invierno de Moss Bros., un televisor en color y, lo más misterioso de todo, las obras completas de Conan Doyle. Aunque Anwar aceptó, fue a consultar con papá, que consideró la petición de Conan Doyle de lo más peculiar.
– ¿Qué indio normal pediría una cosa así? ¡Hay que investigar a ese chico más a fondo… inmediatamente!
Pero Anwar hizo caso omiso de la sugerencia de papá. Ya antes habían tenido algún que otro roce por la cuestión de los hijos. Papá se sentía muy orgulloso de tener dos varones, porque estaba convencido de que significaba que la suya era una «buena semilla»; mientras que Anwar, con una hija única, sólo podía tener una «semilla debilucha». A papá le encantaba recordárselo.
– Lo que es seguro, yaar, es que en potencia tienes más que una chica, pero tu producción de semillas no te ha dado más que una.
– ¡Vaya una mierda! -replicaba Anwar, azorado-. ¡Eso es por culpa de mi mujer, qué coño! ¡Tiene el útero reseco como una pasa!
Anwar comunicó a Jamila su decisión: Jamila se casaría con el indio; él llegaría, cogería esposa y abrigo y viviría feliz por siempre jamás entre los brazos musculosos de ella.
Anwar alquilaría un piso en los alrededores para los recién casados.
– Lo suficientemente grande para un par de criaturas -dijo a una Jamila estupefacta. Luego le cogió la mano y añadió-: Pronto serás muy feliz.
– Los dos nos alegramos por ti -dijo su madre.
Para alguien con el carácter de Jamila y las creencias de Angela Davis, no es de extrañar que la interesada no se alegrara demasiado.
– ¿Y tú qué le has dicho? -le pregunté, mientras paseábamos.
– Me habría marchado sin perder un minuto, Dulzura, y hasta habría puesto el caso en manos de las autoridades. Cualquier cosa. Me habría ido a vivir con amigos, me habría escapado, pero está mi madre. El la tomaría con Jeeta. Le pega.
– ¿Le pega? ¿En serio?
– Sí, le pegaba hasta que le advertí que le arrancaría la cabellera con un cuchillo de trinchar si volvía a las andadas. Pero ya sabe él cómo hacerle la vida imposible sin necesidad de recurrir a la violencia física. Tiene un montón de años de experiencia.
– Bueno -dije, al ver que no había mucho más que discutir sobre el asunto-, por lo menos no puede obligarte a hacer algo que tú no quieras hacer.
Jamila me replicó enseguida.
– ¡Naturalmente que puede! Conoces bien a mi padre, pero no tanto. Hay algo que todavía no te he dicho. Ven conmigo. ¡Vamos, Karim! -insistió.
Regresamos a la tienda y en un momento me preparó un kebab y chapati, esta vez con cebolla y guindillas verdes. El kebab rezumaba un jugo marrón sobre la cebolla cruda y el chapati me quemaba los dedos: aquello era dinamita.
– Tráetelo arriba, Karim -me dijo.
Su madre nos llamó desde la caja.
– ¡No, Jamila, no le lleves arriba! -gritó Jeeta, asustando a un cliente al dar un golpetazo al mostrador con una botella de leche.
– Pero ¿qué ocurre, tía Jeeta? -le pregunté.
Le asomaban las lágrimas a los ojos.
– Vamos -dijo Jamila.
Y estaba tratando de tragarme la mayor parte del kebab haciendo esfuerzos por no vomitar cuando Jamila tiró de mí y su madre empezó a gritar: «¡Jamila, Jamila!»
En ese momento lo que quería era irme a casa, porque ya estaba harto de dramas familiares. De haberme apetecido un poco más de Ibsen, me habría podido quedar en casa perfectamente. Además, lo que yo quería era que Jamila me ayudara con el asunto de papá y Eva, que me aconsejara si debía ser o no más tolerante; pero, con todo eso, ya no habría manera de pensar.
A medio tramo de la escalera noté un olor abominable, a pies, a culo y a pedos, todo mezclado, una amalgama de hedores que se metía derechita por mi ancha nariz. Aquel piso siempre había sido como una tienda de trapero, con todos aquellos muebles desvencijados, marcas de dedos en todas las puertas, papel pintado con más de un siglo y colillas por todas partes, pero nunca olía a nada en especial, salvo a los maravillosos platos que Jeeta preparaba y que cocían permanentemente en grandes cacerolas requemadas.
Anwar estaba sentado en una cama en el salón, no era ni su cama ni el lugar habitual de ésta. Llevaba una chaqueta de pijama raída y de aspecto roñoso y reparé en que las uñas de los pies parecían anacaradas. Por alguna misteriosa razón, tenía la boca abierta y respiraba como si le faltara el resuello, y eso que era imposible que hubiera corrido por alcanzar el autobús en los últimos cinco minutos. Estaba sin afeitar y más delgado de lo que le había visto nunca. Tenía los labios resecos y descamados, la piel amarillenta y los ojos hundidos enmarcados de un tono violáceo. Junto a la cama había un orinal incrustado de porquería y lleno de pis. Nunca había visto morir a nadie, pero Anwar tenía todo el aspecto de ser un buen candidato para ello. Miraba el kebab humeante como si fuera un instrumento de tortura, así que me puse a masticar con ahínco para librarme de él cuanto antes.
– ¿Por qué no me has dicho que estaba enfermo? -pregunté a Jamila en voz baja.
Pero no estaba seguro de que estuviera enfermo, pues su rostro traslucía más furia que compasión. Jamila lo miraba con odio, pero el anciano no hacía más que evitar sus ojos y los míos desde que habíamos entrado en la habitación. Tenía la vista clavada al frente, como solía hacer cuando miraba la televisión, sólo que el televisor no estaba encendido.
– No está enfermo -me corrigió Jamila.
– ¿Ah, no? -me sorprendí y luego me dirigí al viejo-: ¡Hola, tío Anwar! ¿Cómo estás, jefe?
La voz le había cambiado: sonaba aguda y débil.
– Aparta ese puñetero kebab de mi nariz -dijo-. Y llévate de paso a esta condenada mujer.
Jamila me tocó el brazo.
– Mira -dijo. Se sentó en el borde de la cama y se inclinó hasta su padre-. Por favor, para, por favor.
– ¡Largo! -soltó con un gruñido-. Ya no eres mi hija. No sé quién eres.
– ¡Hazlo por nosotros, para! Karim, que te quiere mucho…
– ¡Sí, sí! -dije.
– Te ha traído un estupendo kebab sabrosísimo.
– ¿Y entonces por qué se lo está comiendo? -replicó Anwar, con toda la razón.
Entonces Jamila me arrebató el kebab, lo blandió con fuerza delante de su padre. En ese instante mi pobre kebab empezó a desintegrarse y una lluvia de carne, guindilla y cebolla salpicó toda la cama. Anwar se quedó impertérrito.
– Pero ¿qué pasa? -pregunté a Jamila.
– ¡Mírale, Karim! ¡Lleva ocho días sin comer ni beber! ¡Si sigue sin comer se va a morir! ¿Verdad, Karim?
– Sí. Si no comes como todo el mundo la vas a palmar, jefe.
– Pues no pienso comer. Me moriré. Si Gandhi dejó de comer y consiguió echar a los ingleses de la India, yo también puedo conseguir que mi familia me obedezca.
– Pero ¿qué quieres que haga?
– Quiero que se case con el chico que mi hermano y yo le hemos elegido.
– Pero eso está pasado de moda, tío Anwar, estás anticuado -le expliqué-. Hoy en día, ya nadie hace esas cosas. La gente se casa con quien le da la gana… eso si se casa.
Sin embargo, mi sermón sobre la moral contemporánea no pareció convencerle precisamente.
– Esa no es nuestra costumbre, muchacho. Nuestras tradiciones son firmes. Así que hace lo que le mando o me moriré. Me habrá matado ella.
Jamila empezó a descargar puñetazos contra la cama.
– ¡Qué idiotez! ¡Qué manera de desperdiciar el tiempo y la vida!
Anwar no se inmutó. Siempre me había gustado porque se lo tomaba todo con tranquilidad y no estaba permanentemente histérico como mis padres. En cambio, en aquel momento armaba un alboroto por un matrimonio que era una nadería y no alcanzaba a comprenderlo. Pero lo que sí sabía era que me entristecía ver cómo se hacía daño de aquel modo. No me cabía en la cabeza que la gente hiciera cosas así, que se amargara la vida y lo estropeara todo, como papá con Eva o Ted con sus depresiones, y en aquellos momentos tío Anwar seguía un régimen al estilo Gandhi. No me daba la impresión de que se hubieran visto abocados a aquellas chifladuras por circunstancias externas: no eran más que imaginaciones suyas.
La irracionalidad de Anwar me hacía temblar, os lo aseguro. No podía dejar de menear la cabeza al ver que se había encerrado en un lugar reducido, fuera del alcance de la razón, la persuasión y la lógica. Incluso la felicidad, ese factor a menudo fundamental en la toma de decisiones, parecía irrelevante en su caso; me refiero a la felicidad de Jamila. Al igual que Jamila, yo también deseaba expresarme físicamente de algún modo. Al fin y al cabo, era lo único que nos quedaba.
Di un puntapié al orinal de Anwar con tanta energía que una ola de orines fue a romper contra las sábanas que colgaban de la cama. Anwar no se inmutó. Jamila y yo estábamos allí de pie, a punto de marcharnos. Pero ahora obligaba a mi tío a dormir sobre sus propios meados. A lo mejor pegaba la nariz o la boca a aquel pedazo de sábana. ¿No se había portado siempre bien conmigo tío Anwar? ¿Acaso no me había aceptado tal como era sin hacerme reproches? Me fui corriendo al lavabo a buscar una toalla húmeda y froté la sábana meada hasta estar seguro de que no apestaba. Era irracional por mi parte odiar su irracionalidad hasta el punto de rociarle pis sobre la cama. Sin embargo, mientras estaba ahí frotando la sábana, caí en la cuenta de que Anwar no tenía ni la menor idea de qué estaba haciendo de rodillas junto a su cama.
Jamila salió cuando estaba quitando el candado de la bicicleta.
– ¿Y qué vas a hacer, Jammie?
– No lo sé. ¿Qué me aconsejas?
– No lo sé.
– No.
– Pero pensaré en ello -le dije-. Ya se me ocurrirá algo, te lo prometo.
– Gracias.
Entonces Jamila se puso a llorar, sin cubrirse la cara ni tratar de reprimir los sollozos. Normalmente, cuando las chicas se echan a llorar me siento incómodo. Pero Jamila estaba en un verdadero lío. Por lo menos debimos de estar allí media hora, delante de los Almacenes Paraíso, abrazados y pensando en nuestros respectivos futuros.
Me encantaba el té y me encantaba montar en bicicleta. Solía ir pedaleando hasta la tienda de té de High Street para ver qué mezclas tenían. En mi habitación guardaba cajas de té a montones y siempre me alegraba tener nuevas mezclas para elaborar combinaciones insólitas en mi tetera. Se suponía que tenía que prepararme para los estúpidos exámenes de Historia, Lengua Inglesa y Política, pero yo ya sabía de antemano que los iba a suspender. Me preocupaban demasiado otras cosas. A veces tomaba anfetaminas -pastillitas azules-, para mantenerme despierto, pero me deprimían, los testículos se me encogían y me hacían sentir siempre al borde del infarto. Así que, en lugar de eso, prefería beber té aromático a pequeños sorbos y pasarme la noche entera escuchando discos. Los que más desentonaban eran mis preferidos: King Crimson, Soft Machine, Captain Beefheart, Frank Zappa y Wild Man Fisher. Era fácil conseguir la mayoría de los discos que me gustaban en las tiendas de High Street.
En esas noches, cuando todo a mi alrededor era silencio -la mayor parte del vecindario se acostaba a las diez y media- entraba en otro mundo. Leía reportajes de Norman Mailer que hablaban de un escritor y hombre de acción involucrado en situaciones peligrosas relacionadas con la resistencia y el compromiso político: historias de aventuras no de un pasado lejano, sino de una época reciente. Había comprado un televisor en blanco y negro a los de la tienda de pescado frito y patatas fritas que apestaba a grasa y a pescado tan pronto se recalentaba, pero ya muy entrada la noche podía oír hablar de cultos y de formas de vida experimental en California, de Europa, donde grupos terroristas bombardeaban objetivos capitalistas y, a todo eso, los psicólogos londinenses aconsejaban que uno viviera la vida a su manera, a pesar de la familia, si no quería volverse loco. Ya en la cama leía la revista Rolling Stone. A veces tenía la sensación de que en aquella habitación minúscula convergía el mundo entero. Y, cuando más embriagado y frustrado me sentía, abría la ventana del dormitorio de par en par para ver despuntar el día y mis ojos recorrían los jardines, el césped, los invernaderos, los cobertizos y las ventanas con cortinas. Hubiera querido que mi vida empezara entonces, en aquel preciso instante, cuando estaba preparado para ello; pero había llegado la hora de ir a repartir los periódicos y luego a la escuela. La escuela era otra de las cosas de las que estaba harto.
Hacía poco, un profesor me había arreado puñetazos y patadas hasta hacerme caer al suelo por haberle llamado maricón. Era el mismo profesor que me pedía que me sentara en sus rodillas y que después de hacerme preguntas del tipo: «¿Cuál es la raíz cuadrada de cinco mil seiscientos setenta y ocho y medio?», a las que no podía responder, me hacía cosquillas. De lo más educativo. Estaba harto de que cariñosamente me llamaran «Cara de Mierda» y «Cara de Curry» y de regresar a casa cubierto de escupitajos y mocos y tiza y virutas de madera. En la escuela hacíamos un montón de trabajos manuales con madera y los otros chicos se divertían de lo lindo encerrándonos, a mis compañeros y a mí, en el almacén y obligándonos a entonar a coro «Manchester United, Manchester United, somos los ultras», mientras nos amenazaban con rajarnos el cuello con formones y nos cortaban los cordones de los zapatos, En la escuela hacíamos un montón de trabajos manuales con madera porque no nos creían capaces de trabajar con libros. Un día el profesor de manualidades tuvo un ataque al corazón delante de nuestras narices cuando uno de aquellos tíos metió la polla de un chaval en una prensa de torno y empezó a darle vueltas a la manivela. A joderse, Charles Dickens, nada ha cambiado. Un chaval trató de marcarme el brazo con un pedazo de metal al rojo vivo, otro se meó en mis zapatos y lo único en que pensaba papá era que fuera médico. ¿En qué mundo vivía? Todos los días me consideraba afortunado por regresar de la escuela sin heridas de gravedad.
Así que después de pasar por todo esto pensé que lo único que me quedaba era retirarme. No había nada que me llamara especialmente la atención. Además, no tenía por qué hacer nada. Podía limitarme a dejarme arrastrar, a vagar y ver qué ocurría, lo cual, por lo demás, me iba al pelo, mucho más que convertirme en oficial de aduanas, futbolista profesional o guitarrista.
Y cruzaba el sur de Londres a toda velocidad montado en bicicleta y, a pesar de que los camiones estuvieran a punto de atropellarme varias veces, yo seguía con la cabeza gacha sobre el manillar de carreras, cambiando una y otra vez las diez marchas Campagnola, serpenteando entre el tráfico, subiéndome a veces a la acera, enfilando calles en dirección prohibida, frenando de sopetón, acelerando con el cuerpo despegado del sillín, espoleado por la velocidad y mis pensamientos.
Todo eso hormigueaba en mi cabeza. Tenía que salvar a Jamila del hombre que sentía debilidad por Arthur Conan Doyle. Quizá tendría que marcharse de casa, pero ¿adónde podía ir? La mayor parte de sus compañeros de escuela vivían con sus padres y la mayor parte de ellos eran pobres, así que no podían tener a Jamila viviendo con ellos. Con nosotros no podía quedarse, porque Anwar no volvería a mirar a papá a la cara. ¿Con quién iba yo a hablar de todo eso? La única persona que me podía ayudar, ser objetiva y estar de mi parte era Eva, pero se suponía que no tenía que gustarme, porque su amor con papá estaba a punto de mandar a mi familia a tomar por culo. Aun así, puesto que entonces tenía que tachar a Anwar y Jeeta de mi lista de personas normales, Eva era la única adulta que conocía con la cabeza sobre los hombros.
Era verdaderamente grotesco ver a tío Anwar comportarse como un musulmán. Nunca había pensado que tuviera ninguna creencia, de modo que para mí era toda una novedad ver cómo arriesgaba su vida por el sacrosanto principio de la autoridad paterna. Gracias al amor indulgente e inagotable de su madre (y también a las increíbles mentirijillas de su maravillosa imaginación) pero, sobre todo, gracias a la indiferencia de Anwar, Jamila se había salido siempre con la suya en cosas que sus compatriotas blancas no habrían podido soñar siquiera. Se había pasado años fumando, bebiendo, manteniendo relaciones sexuales y yendo a bailar aprovechando que la escalera de incendios daba a su habitación y que sus padres estaban siempre tan cansados que dormían como troncos.
Quizá hasta hubiera alguna que otra similitud entre lo que le estaba ocurriendo a papá, con su descubrimiento de la filosofía oriental, y esa reciente actitud de Anwar. A lo mejor, volvía a resucitar en ellos su condición de inmigrantes. Durante años, habían sido felices viviendo como ingleses. Anwar incluso se tragaba un pastel de cerdo tras otro en cuanto Jeeta le daba la espalda. (Papá nunca tocaba el cerdo, aunque estaba seguro de que se lo impedían más sus manías que sus escrúpulos religiosos, del mismo modo que yo nunca habría comido criadillas de caballo. Una vez, para probarle, le ofrecí una corteza de bacon ahumado y, cuando vi que se la comía con tanta voracidad, le dije: «No sabía que te gustara tanto el bacon ahumado.» Papá se fue corriendo al cuarto de baño y, mientras se lavaba la boca con jabón, no dejó de gritar que ardería en el infierno sacando espumarajos por la boca.)
Ahora que estaban envejeciendo y parecían más instalados, era como si las almas de Anwar y de papá regresaran de nuevo a la India o, cuando menos, se resistieran a los ingleses. Era algo que me dejaba perplejo porque, en realidad, ninguno de los dos quería volver a sus orígenes. «La India es horrible -solía rezongar Anwar-, ¿para qué iba a regresar? Es un país cochambroso, te asas de calor y hay que perder el culo para hacer cualquier cosa. Si tuviera que marcharme a algún sitio, elegiría Florida o Las Vegas, por el juego.» Mi padre, en cambio, estaba metido en demasiadas cosas como para pensar en volver.
Mientras pedaleaba le iba dando vueltas a todo aquello y, de pronto, me pareció ver a mi padre. Como había tan pocos asiáticos en nuestro barrio, pensé que difícilmente podía ser otro, aunque el individuo en cuestión llevaba una bufanda que prácticamente le tapaba toda la cara y parecía más nervioso que un atracador de banco que no atina con la sucursal que ha elegido. Bajé de la bicicleta y me detuve en Bromley High Street, junto a la placa que decía: «Aquí nació H. G. Wells.»
El tipo de la bufanda estaba al otro lado de la calle, entre un enjambre de compradores. La gente de nuestro barrio era fanática de la compra. Comprar era para ellos lo que cantar y bailar la samba para los brasileños. Los sábados a mediodía, cuando por las calles bajaban aludes de caras blancas, se convertían en carnavales de consumismo y la gente prácticamente se abalanzaba sobre los artículos de las estanterías. Todos los años, después de Navidad, cuando las rebajas estaban a punto de empezar, podían verse colas de por lo menos veinte idiotas que, en pleno invierno, dormían al raso con mantas y tumbonas ante las puertas de los grandes almacenes dos días antes de que abrieran.
Normalmente, a papá no le gustaba salir con aquel gentío, pero ahí estaba él, con su pelo gris y su metro cincuenta de estatura, metiéndose en una cabina telefónica, cuando en casa había teléfono en el recibidor. Se puso las gafas y leyó las instrucciones varias veces antes de colocar un montón de monedas en la ranura y decidirse a marcar. Cuando consiguió línea pareció animarse, mientras hablaba sin parar y se reía, pero al terminar la llamada la expresión se le volvió a ensombrecer. Colgó el teléfono, se volvió y me sorprendió mirándole.
Papá salió de la cabina y me abrí paso entre la muchedumbre empujando la bicicleta. Necesitaba su opinión sobre lo de Anwar, pero saltaba a la vista que no estaba de humor para eso.
– ¿Cómo está Eva? -le pregunté.
– Te manda besos.
Por lo menos no fingía que no había estado hablando con ella.
– ¿A ti o a mí, papá? -le pregunté.
– A ti, hijo, a su amiguito. No sabes lo mucho que te aprecia. Te admira, está convencida de que…
– Papá, papá, venga, dime una cosa, por favor. ¿Estás enamorado de ella?
– ¿Enamorado?
– Sí, enamorado. Ya sabes. ¡Por el amor de Dios, no me vengas ahora con eso!
Aquello pareció cogerle por sorpresa y no sé por qué. Quizá le sorprendía que lo hubiera adivinado o quizá nunca había tenido el valor de plantearse la herida mortal del amor.
– Karim -dijo-, Eva se ha convertido en alguien que está muy cerca de mí. Es una persona con la que puedo hablar a mis anchas. Me gusta estar con ella y, además, compartimos los mismos intereses, ya lo sabes.
No quería mostrarme sarcástico ni agresivo, porque antes quería averiguar una serie de cuestiones fundamentales, pero terminé por decir:
– Debe de ser agradable para ti.
Pero papá no pareció oírme. Estaba absorto en lo que contaba.
– Tiene que ser amor, porque duele muchísimo -dijo.
– ¿Y qué vas a hacer ahora, papá? ¿Nos vas a dejar para irte con ella?
Hay ciertas expresiones en ciertas caras que no me gustaría tener que volver a ver, y aquélla fue una de ellas. El desconcierto, la angustia y el miedo le ensombrecían el rostro. Estaba seguro de que nunca había pensado demasiado en aquello. Todo había ocurrido de esa manera casual en que suelen suceder las cosas y, en aquel momento, tener que exponer las ideas e intenciones que había detrás de todo aquello para que los demás pudieran entenderle le cogía desprevenido. No tenía nada planeado: la pasión y un fuerte sentimiento le habían tendido una emboscada.
– No lo sé.
– Pero ¿qué sientes?
– Me siento como si estuviera viviendo cosas que nunca había sentido, cosas muy fuertes, poderosas, arrolladoras.
– ¿Y nunca quisiste a mamá?
Se quedó pensativo un momento. ¡No tendría que haberlo pensado siquiera!
– ¿Has echado de menos a alguien alguna vez, Karim? ¿A una chica? -Debíamos de estar pensando los dos en Charlie, porque añadió-: ¿O a un amigo?
Asentí con la cabeza.
– Cuando no estoy con Eva la echo de menos. Cuando hablo conmigo mismo, es con ella con quien hablo. Entiende muchísimas cosas y, si no estoy con ella, tengo la sensación de que estoy cometiendo una equivocación imperdonable, de que estoy perdiendo una oportunidad única. Y, luego, hay algo más; una cosa que Eva acaba de decirme.
– ¿Sí?
– Se ve con otros hombres.
– ¿Qué clase de hombres, papá?
Mi padre se encogió de hombros.
– No lo sé -dijo-. No le he pedido explicaciones.
– ¿No serán hombres con camisas sintéticas?
– Eres un snob y no entiendo por qué la tienes tomada con las camisas sintéticas. Son muy prácticas para las mujeres. Pero ¿recuerdas al gusano de Shadwell?
– Sí.
– Pues ahora se ven a menudo. Al parecer vive en Londres y trabaja en el teatro. Un día tendrá un gran éxito, por lo menos eso dice Eva. Shadwell conoce a todos esos artistas de medio pelo y a Eva le encanta toda esa farándula artistoide. Siempre los invita a las fiestas que da en su casa… -Papá vaciló-. Estoy seguro de que entre ella y ese gusano no existe nada, pero tengo miedo de que la aparte de mí. Sin ella me siento perdido, Karim.
– Yo nunca me he fiado de Eva -le confesé-. Le gusta la gente importante y sólo lo hace para que te decidas. Estoy seguro.
– Sí y también porque sin mí se siente desdichada. Tampoco se puede pasar años y años esperándome. ¿Acaso se lo reprochas?
Nos abríamos paso entre la gente a empujones. Reconocí a algunos compañeros de la escuela, pero volví la cabeza y no los miré. No quería que me vieran llorar.
– ¿Le has contado todo esto a mamá? -le pregunté.
– ¡No, no!
– ¿Por qué no?
– Porque me da miedo, porque sufriría muchísimo, porque no podría soportar mirarla a los ojos mientras se lo digo. Porque todos vais a sufrir muchísimo y prefiero sufrir yo a permitir que os ocurra nada malo.
– ¿Así que te vas a quedar con Allie, conmigo y con mamá?
Papá se quedó en silencio un par de minutos. Ni siquiera después de ese lapso se entretuvo con palabras. Me agarró con fuerza, tiró de mí y empezó a besarme por todas partes, en las mejillas, en la nariz, en la frente, en el pelo. Estaba como loco y casi suelto la bicicleta. La gente nos miraba sobresaltada y hasta hubo alguien que dijo: «Volveos con vuestros rickshaw.» El día tocaba a su fin. No había comprado té y por la radio daban un programa de Alan Freeman sobre la historia de los Kinks que no quería perderme. Me separé de papá y eché a correr empujando la bicicleta.
– ¡Espera! -gritó papá.
Me volví.
– ¿Y ahora qué quieres, papá?
Parecía azorado.
– ¿Es ésta la parada del autobús?
Fue muy extraña esa conversación que tuve con papá, porque más tarde, cuando volví a verlo en casa, y durante los días que siguieron, se comportó como si nada hubiera ocurrido, como si no me hubiera dicho que estaba enamorado de alguien.
Todos los días, después de la escuela, llamaba a Jamila y todos los días la respuesta a mi «¿Cómo van las cosas?» era invariablemente «Igual, Dulzura» o «Igual, pero peor». Así que acordamos celebrar una reunión en la cumbre en Bromley High Street, después de la escuela, para decidir qué íbamos a hacer.
Sin embargo, aquel mismo día, al salir de la escuela con un grupo de chicos, vi a Helen. Fue toda una sorpresa, porque apenas había pensado en ella desde que su perro se me había corrido encima, incidente con el que siempre aparecía asociada en mi mente: Helen y polla de perro iban siempre juntos. Estaba de pie, junto a la salida, con su sombrero negro flexible y un abrigo verde, y esperaba a otro chico. Al verme, se acercó corriendo y me besó. Últimamente, todo el mundo me besaba; pero necesitaba afecto, eso os lo puedo asegurar. A cualquiera que me hubiera besado le habría devuelto el beso con interés.
El grupo de chicos con los que solía ir llevaban el pelo largo hasta los hombros, asqueroso y enmarañado, las chaquetas del uniforme de la escuela prácticamente hechas jirones, sin corbata y pantalones acampanados. Recientemente se había visto ácido por la escuela, algo de purple haze [4] y había un par de chavales que todavía estaban tripeando. Yo me había tomado media pastilla por la mañana, durante las plegarias, pero ya me había bajado. Algunos chicos intercambiaban discos, Traffic y The Faces, y yo estaba negociando la compra de uno de Jimi Hendrix -«Axis Bold as Love»- con un chavalín que necesitaba dinero para ir a un concierto de Emerson, Lake and Palmer en el Fairfield Hall ¡figuraos! Pero como tenía la sospecha de que aquel pobre idiota necesitaba el dinero tan desesperadamente que había tratado de disimular los defectos y las rayadas del disco con betún negro, lo estaba examinando con lupa.
Uno de los chicos del grupo era Charlie, que por primera vez desde hacía semanas se había molestado en pasar por la escuela. Destacaba del resto de la pandilla por su pelo plateado y zapatos de plataforma. No estaba tan atractivo y tenía un aspecto menos poético; la expresión se le había endurecido con el pelo corto y tenía los pómulos más marcados. Eso era la influencia de Bowie, lo sabía. Bowie, que por aquel entonces todavía se llamaba David Jones, había estudiado en nuestra escuela hacía ya varios años y ahí, en una fotografía de grupo tomada en los comedores, se reconocía su cara. A menudo se veía a chavales de la escuela arrodillados delante de aquel icono, rezando por convertirse en estrellas del pop y librarse así de una vida de mecánico, empleado de una agencia de seguros o ayudante de arquitecto. Pero, salvo Charlie, ninguno de nosotros tenía grandes expectativas. Teníamos más bien una combinación de tristes expectativas y esperanzas locas y, en mi caso, sólo esperanzas locas.
Charlie me ignoraba, al igual que ignoraba a la mayoría de sus amigos desde que había aparecido en la portada de Bromley and Kentish Times con su grupo Mustn't Grumble, después de un concierto al aire libre celebrado en el campo de deportes de la zona. El grupo llevaba dos años tocando, en bailes de escuelas, en pubs y como teloneros en un par de conciertos importantes, pero era la primera vez que se escribía sobre ellos. Aquella fama repentina había impresionado y trastornado a toda la escuela, profesores incluidos, que solían llamar «Nena» a Charlie.
A Charlie se le iluminó el rostro al ver a Helen y se acercó a nosotros. No tenía la menor idea de que la conociera. Helen se puso de puntillas y le dio un beso.
– ¿Cómo van los ensayos? -le preguntó Helen, atusándole el pelo.
– Estupendamente. Pronto vamos a tocar otra vez.
– Pues allí estaré.
– Y si no estás, no tocaremos -dijo.
Helen se echó a reír a grandes carcajadas. Entonces intervine yo. Tenía que meter baza.
– ¿Cómo está tu padre, Charlie?
Charlie me miró con ojos divertidos.
– Mucho mejor. -Y, dirigiéndose a Helen, añadió-: Mi padre está en el psiquiátrico. Sale la semana que viene y no deja de repetir que va a volver a casa con Eva.
– ¿En serio?
¿Eva iba a vivir de nuevo con su marido? Eso me sorprendió. Y también iba a sorprender a papá, seguro.
– ¿Y Eva está contenta? -le pregunté.
– Como muy bien sabrás, mariconcete, casi se muere del susto. Ahora le interesan otras cosas, otra gente, ¿no? Creo que papá va a recibir una patada que le va a mandar derecho a la casita de su mamá tan pronto como ponga los pies en casa. Y eso será el punto final entre ellos.
– ¡Dios mío!
– Pues sí, aunque de todos modos nunca me ha caído simpático. Es un sádico. Así en casa habrá sitio para otro. Nuestras vidas van a cambiar radicalmente muy pronto. Me encanta tu viejo, Dulzura. Me inspira.
Me sentí halagado y hasta estuve en un tris de decir: si Eva y papá se casan, tú vas a ser mi hermano y habremos cometido incesto. Pero conseguí mantener la boca cerrada. Aun así, la idea me produjo una punzada de emoción. Aquello significaba que, durante años y años, iba a estar ligado a Charlie, hasta mucho después de la escuela. Quería convencer a papá y a Eva de que vivieran juntos. Al fin y al cabo, ¿acaso no dependía sólo de mamá el que rehiciera su vida? A lo mejor hasta encontraba a alguien, aunque lo dudaba.
De pronto, aquella calle de las afueras retumbó a causa de una explosión tan fuerte que recordaba el bombardeo de la Luftwaffe de 1944. Las ventanas se abrieron, los tenderos se asomaron a la calle, los clientes dejaron de hablar del bacon y se volvieron, nuestros profesores dieron un respingo en los sillines de sus bicicletas cuando el estrépito les azotó como una fuerte ráfaga de viento, los chicos salieron de la escuela a todo correr y se acercaron a la verja; mientras que otros, los chicos duros, se encogían de hombros o se alejaban asqueados, escupiendo, maldiciendo y arrastrando los pies.
El Vauxhall Viva rosa tenía altavoces que escupían en cuadrifonía potentísima el «Hight Miles High» de los Byrds. En el asiento trasero iban dos chicas y conducía el Pez, el manager de Charlie, un tío guapo y alto que era ex alumno de un instituto privado. Se rumoreaba que su padre era almirante y hasta se decía que su madre era lady. El Pez llevaba siempre el pelo corto y ropa anodina, camisas blancas, trajes arrugados y zapatillas de tenis. No hacía la menor concesión a la moda, pero siempre conseguía tener un aspecto sofisticado y mundano. No se inmutaba por nada. Y aquel enigma viviente no tenía más que diecinueve años, poco más que nosotros, pero era elegante, no como nosotros, y lo considerábamos superior, la persona adecuada a quien dejar a cargo a nuestro Charlie. Prácticamente todas las tardes, cuando Charlie salía de la escuela, aparecía el Pez para llevárselo al estudio a ensayar con la banda.
– ¿Quieres que te deje en algún sitio? -le preguntó Charlie a Helen a voz en grito.
– ¡No, hoy no! ¡Hasta la vista!
Charlie se dirigió al coche a grandes zancadas. Cuanto más cerca estaba del coche, más nerviosas parecían las chicas, como si le precediera una ráfaga de viento que las hiciera estremecer. Cuando subió al coche y se sentó al lado del Pez, las chicas se abalanzaron sobre él y le besaron con entusiasmo. Charlie se estaba atusando el pelo con ayuda del retrovisor cuando el monstruo volvió a arrancar y se confundió en el tráfico, dispersando a un grupo de chavales que se habían arracimado en la parte delantera del coche y trataban de abrir el capó, ¡por el amor de Dios!, para examinar el motor. El grupito se dispersó enseguida mientras el coche se alejaba ya borroso. «¡Cabrón! -dijeron los chavales abatidos, deprimidos ante la belleza del acontecimiento ¡Cabrón de mierda!» Nosotros teníamos que regresar a casa, con nuestras madres, nuestras albóndigas con patatas y salsa de tomate, a estudiar vocabulario francés y a preparar la bolsa de deporte para el día siguiente. Charlie, en cambio, estaría con músicos, iría a los clubes a la una de la madrugada y quedaría con Aridrew Loog Oldham.
Pero, por lo menos, yo estaba con Helen.
– Siento lo que ocurrió el otro día cuando viniste a casa -se excusó-. Normalmente es muy simpático.
– Los padres también se ponen de mal humor, ya se sabe.
– No, me refiero a mi perro. Estoy en contra de que se utilice sexualmente a la gente, ¿y tú?
– Mira -le dije, hablando con cierta brusquedad y siguiendo el consejo que Charlie me había dado para tratar a las mujeres: «Trátalas mal y estarán contentas.»-. Tengo que ir a la parada del autobús y no pienso pasarme aquí toda la tarde para que me tomen el pelo como a un imbécil. Así que, ¿dónde está la persona a la que estás esperando?
– ¡Pero si eres tú, memo!
– ¿Has venido a verme? ¿A mí?
– Sí. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?
– No, claro que no.
– ¿La quieres pasar conmigo, entonces?
– Sí. Estupendo.
Helen me cogió del brazo y nos alejamos de la escuela, con los compañeros que no nos quitaban los ojos de encima. Helen me dijo que iba a dejar la escuela para marcharse a San Francisco. Estaba harta del aburrimiento de vida que llevaba con sus padres y las tonterías de la escuela le estaban ablandando el cerebro. El mundo occidental era un hervidero de movimientos de liberación y de estilos de vida alternativos -nunca había habido una cruzada de jóvenes como aquélla- y Espalda Peluda seguía sin dejarla salir hasta más tarde de las once. Yo le repetía que aquella cruzada ya iba de capa caída, que todos estaban con sobredosis, pero ella no quería escucharme. Y no se lo reprochaba. Cuando algo nos llegaba ya era agua pasada, pero odiaba la idea de que se marchara, especialmente porque odiaba la idea de quedarme. Charlie estaba metido en algo grande, Helen estaba preparando su fuga, pero ¿y yo?, ¿qué iba a hacer yo? ¿Cómo iba a arreglármelas?
Alcé los ojos y vi que Jamila venía corriendo hacia nosotros con una camiseta negra y shorts blancos. Había olvidado lo de nuestra cita. Jamila corrió unos pocos metros más y se detuvo sin resuello, más por culpa de la ansiedad que del cansancio. Se la presenté a Helen. Jamila apenas la miró, pero Helen no se soltó de mi brazo.
– Anwar está peor cada día -dijo Jamila-. Está decidido a llegar hasta el final del asunto.
– ¿Queréis que me vaya? -preguntó Helen.
Yo dije enseguida que no y pregunté a Jammie si podía contar a Helen lo que estaba pasando.
– Sí, si lo que pretendes es presentarle nuestra cultura como algo ridículo y a nuestra gente como un hatajo de anticuados intolerantes y fanáticos.
Así que expliqué a Helen lo de la huelga de hambre. Jamila me interrumpió un par de veces para añadir algún que otro detalle y ponernos al corriente de los últimos acontecimientos. Anwar no había cedido ni pizca: no había querido probar ni una galleta, ni un sorbo de agua, ni un cigarrillo. O Jamila obedecía, o tendría que pasar por una agonía espantosa cuando los órganos empezaran a rendirse uno tras otro. Y, si le ingresaban en el hospital, volvería a comenzar desde el principio hasta que su familia cediera.
Como empezaba a llover, fuimos a sentarnos bajo la parada del autobús. Nunca teníamos un lugar adonde ir. Helen se mostró paciente y atenta y me cogía la mano para tranquilizarme.
– Lo único que sé es que hoy, a medianoche, decidiré qué voy a hacer. No puedo seguir así, de brazos cruzados.
Cada vez que proponíamos a Jamila que se marchara de casa, que le buscaríamos un sitio y que conseguiríamos dinero para ayudarla a sobrevivir, Jamila se quejaba: «¿Y mi madre, qué?» Anwar echaría la culpa a Jeeta de lo que hiciera Jamila, su vida se convertiría en un tormento y, además, no tenía adonde ir. Entonces se me ocurrió la brillante idea de que Jamila y Jeeta podían huir juntas, pero Jeeta no dejaría nunca a Anwar: las esposas indias no hacían cosas así. Le estuvimos dando vueltas y más vueltas hasta que a Helen le vino la inspiración.
– Vamos a hablar con tu padre -dijo-. Es un hombre sabio, espiritual y…
– Es un farsante de tomo y lomo -le cortó Jamila.
– Por lo menos podemos probar -insistió Helen.
Así que nos fuimos a casa.
Mamá estaba dibujando en el salón, con sus piernas blancas de piel casi translúcida que le salían por debajo de los faldones de la bata. Cerró el cuaderno enseguida y lo dejó detrás de la silla. Se la notaba cansada después del día de trabajo en la zapatería. Yo siempre quería preguntarle por su trabajo, pero nunca me decidía a salir con algo tan ridículo como: «¿Qué, cómo te ha ido?», así que no podía comentarlo con nadie. Jamila se sentó en un taburete y se quedó con los ojos fijos en la nada, como si estuviera contenta de haber dejado el asunto del suicidio de su padre en manos de otros.
Helen no fue precisamente de gran ayuda ni facilitó la posibilidad de gozar de paz en la tierra cuando se le ocurrió decir que había presenciado la actuación de papá en Chislehurst.
– Yo no la vi -dijo mamá.
– Oh, pues es una lástima. Fue algo profundo. -Mamá ponía cara de autocompadecerse, pero Helen ni se dio cuenta-: Fue liberador. Me vinieron ganas de irme a vivir a San Francisco.
– Ese hombre consigue que me entren ganas de irme a vivir a San Francisco -replicó mamá.
– Entonces, supongo que habrá aprendido ya todo lo que tiene que enseñarle. ¿Es usted budista?
La conversación entre mamá y Helen parecía bastante incongruente. Hablaban de budismo en Chislehurst sobre un trasfondo de libertad, fiestas y expansión mental; cuando para mamá, la Segunda Guerra Mundial todavía estaba presente en nuestras calles, en las calles en las que se había criado. A menudo me hablaba de los ataques aéreos nocturnos, de sus padres cansados de estar alerta por si se declaraba un incendio, de casas de las calles de la niñez reducidas a escombros de la noche a la mañana, de gente que desaparecía de repente, de noticias de hijos muertos en el frente. ¿Qué íbamos a saber nosotros de la maldad y de las posibilidades de destrucción del hombre? Lo único que conocía yo era el refugio antiaéreo de gruesas paredes que había al fondo del jardín y en el que solía jugar de pequeño como si fuera mi casa. Todavía tenía sus hileras de tarros de mermelada y sus camastros de barracón del 43.
– Para nosotros es fácil hablar de amor -le dije a Helen-, Pero ¿qué me dices de la guerra?
Jamila se levantó enfadada.
– ¿Y a qué viene ahora hablar de la guerra, Karim?
– Es importante, es…
– No seas idiota, por favor… -Y miró a mamá con ojos implorantes-. Hemos venido aquí por una razón muy concreta. ¿Por qué nos haces perder el tiempo de esta manera? Vamos a consultarle una cosa.
– ¿A él? -preguntó mamá, señalando la habitación contigua.
Jamila asintió con la cabeza y se mordió las uñas. Mamá soltó una risita burlona.
– Pero si no se aclara ni él.
– Ha sido idea de Karim -se defendió Jamila y se marchó del salón con paso decidido.
– No me hagas reír -me dijo mamá-. ¿Por qué le haces eso? ¿Por qué no haces algo útil, como ordenar la cocina, por ejemplo? ¿Por qué no te vas a estudiar? ¿Por qué no haces algo que te conduzca a alguna parte, Karim?
– No te pongas histérica -le dije.
– ¿Y por qué no? -me replicó.
Cuando entramos en la habitación de papá, Dios estaba tumbado en la cama escuchando música por la radio. Miró a Helen con aprobación y me guiñó el ojo. Le había gustado, pero es que, además, estaba contento de que saliera con alguien, siempre que no fueran chicos o indios. «¿Por qué tienes que salir con musulmanas?», me dijo una vez que me presenté en casa con una chica paquistaní amiga de Jamila. «¿Por qué no?», le repliqué. «Demasiados problemas», me dijo con autoridad. «¿Qué problemas?», le pregunté. Concretar no se le daba bien y se limitaba a menear la cabeza para darme a entender que los problemas eran tantos que no sabía por dónde empezar. Sin embargo, para aclarar la discusión añadió: «La dote y todo eso.»
– Anwar es el mejor amigo que tengo en el mundo -se lamentó con tristeza cuando se lo hube contado todo-. A nosotros, los indios, cada vez nos gusta menos esta Inglaterra y regresamos a una India imaginaria.
Helen cogió la mano de papá entre las suyas y le dio unas palmaditas afectuosas.
– Pero si es vuestro hogar -le dijo-. Y a nosotros nos gusta que estéis aquí. Enriquecéis a nuestro país, con vuestras tradiciones.
Jamila puso los ojos en blanco. Helen la sacaba de quicio, eso saltaba a la vista. A mí, en cambio, me hacía reír, pero aquel asunto era muy serio.
– ¿Por qué no hablas con él? -le propuse.
– No hablaría ni siquiera con Gandhi en persona -dijo Jamila.
– Muy bien -dijo papá-. Volved dentro de noventa y cinco minutos; voy a meditar. Os daré mi respuesta cuando lo haya meditado.
– ¡Estupendo!
Y así fue como los tres salimos de aquel callejón sin salida que era Victoria Road y nos encaminamos al pub por calles tristonas y cargadas de ecos, dejando atrás parques sembrados de excrementos, la escuela victoriana con sus lavabos fuera, los escombros de los bombardeos -nuestros auténticos patios de recreo y escuelas de sexo- y cuidados jardines ante docenas de saloncitos de familias desconocidas con televisores que resplandecían con luz mortecina. Eva siempre había llamado a nuestro barrio «el abismo». Reinaba un silencio tal que ninguno de nosotros se atrevía a romperlo con el sonido de nuestras propias voces.
Aquí vivían el señor Whitman, el policía, y su joven esposa Noleen; a su lado, un matrimonio de jubilados, el señor y la señora Holub. Eran socialistas, exiliados de Checoslovaquia y no sabían que su hijo se escapaba de casa todos los viernes y sábados por la noche, de puntillas y en pijama, para ir a escuchar música infecta. Enfrente tenían a otro matrimonio de jubilados, un profesor y su esposa, los Gothards. Sus vecinos eran una familia del East End, comerciantes de alpiste, los Lovelace. La viejecita abuela Lovelace trabajaba en los lavabos de los jardines de la biblioteca. Un poco más arriba, vivía un periodista de la calle Fleet, el señor Nokes, con su esposa y sus obesos hijos, y los Scoffield -la señora Scoffield era arquitecta- por vecinos.
Todas las casas estaban «reformadas». Una tenía un porche nuevo, puertas dobles la otra, ventanas «georgianas» o una puerta nueva con herrajes de latón. Se habían ampliado las cocinas, arreglado buhardillas, eliminado tabiques y construido garajes. Esa era la pasión de los ingleses: no el mejorar la cultura o el ingenio, sino el HTM, «hazlo tú mismo», la pasión por tener casas mejores y más grandes, con mayores comodidades, la concienzuda acumulación de confort y, con él, el status, es decir, la exhibición patente de un dinero ganado. Exhibir era lo importante. Cuántas veces, en ocasión de una visita a una de las familias del vecindario, antes de ofrecernos una taza de té nos habían hecho visitar la casa -«Otro grand tour», suspiraba papá- para que admiráramos habitaciones amplísimas, monísimos armarios, y literas, duchas, invernaderos y carboneras.
En el pub, el Chatterton Arms, había unos teddy boys ya mayorcitos, con sus chaquetas de cretona y tupés sólidos y esculpidos como proas de barco. También había unos cuantos rockeros, con sus cadenas y sus cazadoras de cuero con tachuelas, hablando de su ocupación favorita: las violaciones en grupo. Y había también una pareja de cabezas rapadas con sus chicas, sus zapatos claveteados, Levi's, Crombies y tirantes. A muchos los conocía de la escuela: iban al pub todas las noches, con sus padres, y nunca se iban a mover de allí. Se quedaron un tanto sorprendidos al ver entrar a dos hippies con una paqui y hasta nos dedicaron algún comentario y alguna miradita maliciosa, así que me cuidé de no mirarles a los ojos, por no darles motivo de enfado. Aun así, estaba nervioso y tenía miedo de que se nos echaran encima cuando nos marcháramos.
Jamila no decía palabra y Helen se moría por hablar de Charlie, tema en el que sin duda estaba tan preparada como para hacer un doctorado. Jamila ni siquiera se mostraba desdeñosa y se limitaba a tomarse una jarra de cerveza tras otra con expresión ensimismada. Había visto a Charlie en casa un par de veces y no la impresionaba en absoluto, por decirlo con suavidad. «Vanidad, tu nombre es Charlie», ésta era su conclusión. Charlie ya ni se esforzaba con ella. ¿Por qué habría tenido que hacerlo? Jamila no podía serle de ninguna utilidad y tampoco le apetecía tirársela. Además, Jamila leía en Charlie como en un libro abierto: según ella, bajo aquella fachada aterciopelada de idealismo, todavía símbolo de nuestro tiempo, se escondía una ambición sin límites. Helen nos confirmó de buena gana que Charlie no sólo era una estrella en nuestro colegio, sino que iluminaba también otras escuelas, especialmente las femeninas. Había chicas que no se perdían ni una sola actuación de Mustn't Grumble sólo por estar cerca del chico y grababan todos sus conciertos con magnetófonos portátiles. Las pocas fotografías que había de Charlie pasaban de mano en mano hasta que se deshacían de puro sobadas. Al parecer, hasta le habían ofrecido un contrato discográfico, que el Pez había rechazado porque todavía no les consideraba lo suficientemente buenos. Según el Pez, cuando fueran buenos de verdad se convertirían en uno de los grupos más famosos del mundo. No podía dejar de preguntarme si Charlie estaba convencido de eso de verdad, si era algo que sentía o si se limitaba a vivir la vida, día a día, tan asqueado y perplejo como todo el mundo.
Más tarde, aquella misma noche, con Jammie y Helen pegadas a mi espalda, llamé a la puerta de papá. No hubo respuesta.
– A lo mejor sigue en otra dimensión -aventuró Helen.
Miré a Jammie y me pregunté si, como yo, habría oído roncar a papá. Era evidente que lo oía porque aporreó la puerta con impaciencia hasta que papá la abrió y apareció en el umbral con los pelos de punta y la sorpresa en los ojos. Nos sentamos alrededor de su cama y papá se sumió en uno de aquellos silencios imperturbables que ya me había acostumbrado a aceptar como algo inherente a la sabiduría.
– Vivimos en una era de duda y de incertidumbre. Las religiones de siempre, que han gobernado las vidas de la gente durante el noventa y nueve coma nueve por ciento de la historia de la humanidad, se han ido desmoronando o han perdido vigencia. El problema fundamental es el laicismo. Nuestros valores espirituales y nuestra sabiduría han dado paso al materialismo y la gente anda perdida, de aquí para allá, preguntando cómo hay que vivir. A veces, incluso, hay gente desesperada que acude a mí.
– Tío, por favor…
Papá alzó su dedo índice medio milímetro y Jamila se calló de mala gana.
– Esto es lo que he decidido.
Estábamos todos tan pendientes de él que casi me da la risa nerviosa.
– Creo que la felicidad sólo es posible si nos dejamos guiar por nuestros sentimientos, nuestra intuición y nuestros deseos verdaderos. Si se actúa empujado por el sentido del deber, la obligación, el sentimiento de culpabilidad o el deseo de contentar a los demás, sólo se consigue la desdicha. Hay que aceptar la felicidad cuando es posible, no de un modo egoísta, sino teniendo siempre presente que formamos parte del mundo, de los demás, que no somos algo independiente. ¿Hay que perseguir la propia felicidad, cueste lo que cueste, a expensas de los demás? ¿O hay que ser desdichado para que los demás puedan ser felices? No hay nadie que no haya tenido que enfrentarse a este dilema.
Hizo una pausa para recuperar el aliento y nos miró. Sabía que, al decir aquello, estaba pensando en Eva. De pronto me embargó un desconsuelo y una tristeza tremendos porque me di cuenta de que nos dejaría y yo no deseaba que nos dejara porque le quería muchísimo.
– Así que castigándonos con el sacrificio, como hacen los puritanos, como los cristianos ingleses, sólo conseguimos resentimiento y más infelicidad. -Y mirando sólo a Jamila, añadió-: La gente pide consejo constantemente. Piden consejo cuando, en realidad, lo que tendrían que hacer es intentar ser más conscientes de cuanto ocurre a su alrededor.
– Muchísimas gracias -dijo Jamila.
Era medianoche cuando la acompañamos a casa. Se metió en el portal con la cabeza gacha y yo le pregunté si ya había tomado una decisión.
– Oh, sí -repuso y empezó a subir los peldaños que llevaban al apartamento en el que sus padres, sus torturadores, estaban ya acostados y despiertos en habitaciones separadas, tratando de morir el uno, y deseando morir la otra. El aparato que regulaba el encendido de la luz de la escalera hacía tictac. Helen y yo escrutamos el rostro de Jamila bajo aquella luz mortecina tratando de detectar algo en él que delatara qué pensaba hacer, pero Jammie se dio la vuelta y la oscuridad se la tragó mientras subía a acostarse.
Helen dijo que Jamila iba a casarse. Yo dije que no, que iba a negarse; pero era imposible saberlo a ciencia cierta.
Helen y yo fuimos hasta Anerley Park, nos tumbamos en la hierba, junto a los columpios, miramos el cielo y nos quitamos la ropa. Fue un buen polvo, apresurado, eso sí; porque Espalda Peluda se debía estar impacientando. Me pregunté si los dos estaríamos pensando en Charlie mientras lo hacíamos.
El hombre que se dirigía a Inglaterra, hacia nuestra mirada curiosa y hacia el cálido abrigo de invierno que sostenía entre mis manos no era Flaubert, el escritor, aunque tenía un bigote gris muy parecido, papada y el pelo ralo. Este No Flaubert era más bajito que yo, de la estatura de Jeeta, poco más o menos, aunque a diferencia de ella -y a pesar de que el contorno exacto de su cuerpo era difícil de determinar debido a un holgado salwar kamiz- Changez tenía una gran barriga que le precedía y que a duras penas lograba cubrir un estirado jersey rojo oscuro hecho a mano. El poco pelo que Dios le había conservado estaba reseco y erizado, como si todas las mañanas se lo cepillara hacia adelante. Con la mano buena empujaba un carrito cargado con un par de maletas ajadas, que un cinturón de pijama, delgadísimo y raído, se encargaba de salvar de una desintegración instantánea.
Cuando No Flaubert leyó su nombre en el trocito de cartón que sostenía, dejó de empujar el carrito y, abandonándolo a su suerte en medio de aquel aeropuerto abarrotado de gente, se encaminó hacia Jeeta y hacia su futura esposa, Jamila.
Helen se había avenido a ayudarnos en aquel día tan señalado y, después de rescatar el carrito, metimos, tambaleándonos, los cachivaches de Changez en el maletero del gran Rover. Helen no quería coger nada, por si los mosquitos salían disparados de las maletas y le contagiaban la malaria. No Flaubert estaba de pie a nuestro lado y no se metió en el coche hasta que, previa autorización con majestuoso ademán de cabeza, hube cerrado el maletero y sus bártulos estuvieron a salvo de bandoleros y demás chusma de esa ralea.
– A lo mejor está acostumbrado a tener criados -dije a Helen en voz alta, mientras le sujetaba la puerta abierta para que se sentara junto a Jeeta y Jamila.
Helen y yo nos sentamos en la parte delantera. Para mí fue una venganza deliciosa, porque el Rover era del padre de Helen, Espalda Peluda. De haber sabido que cuatro paquis tenían sus negros traseros hundidos en sus mullidos asientos de piel y que sentada al volante iba su hija, a la que recientemente se había tirado uno de ellos, no se habría sentido precisamente satisfecho.
La boda debía celebrarse al día siguiente, y después Changez y Jamila se iban a hospedar en el Ritz durante un par de días; aquella noche habría una fiesta de bienvenida a Inglaterra en honor de Changez.
Cuando el Rover dobló la esquina y se detuvo frente a la biblioteca, Anwar estaba de pie junto al escaparate de los Almacenes Paraíso hecho un manojo de nervios. Se había cambiado incluso de traje y, en lugar del conjunto habitual de principios de los cincuenta, llevaba otro de finales de los cincuenta. Le hacía arrugas y se lo habían tenido que entrar por todas partes, porque se había quedado en los huesos. Tenía la nariz y los pómulos más prominentes que nunca y estaba más pálido incluso que Helen, tan pálido que a nadie se le habría ocurrido llamarlo «morenito» ni «negro cabrón», aunque cabrón le iba que ni pintado. Estaba muy débil y, como le costaba levantar los pies al andar, caminaba como si llevara sacos de azúcar atados a los tobillos. Cuando Changez le abrazó en plena calle, hasta me pareció oír el crujido de sus huesos. Anwar le dio dos apretones de mano y le pellizcó las mejillas. El esfuerzo le dejó exhausto.
Anwar esperaba la llegada de Changez con alborozo. A lo mejor tenía algo que ver con el hecho de conseguir el hijo varón que nunca había tenido o quizá sólo estuviera contento por su victoria frente a las mujeres. A pesar de su debilidad -de la que, por lo demás, él era el único responsable- nunca le había visto de tan buen humor como en aquellos últimos días, ni tan nerviosamente locuaz. Las palabras nunca habían sido su fuerte, pero, últimamente, cada vez que iba a la tienda a ayudarle me llevaba aparte y, después de chantajearme con samosas, cascadas de sorbete y la oportunidad de no trabajar, me sometía a una larga sesión de cháchara. Estoy convencido de que me llevaba a la trastienda, lejos de Jeeta y Jamila, donde nos sentábamos encima de una caja de madera como un par de obreros que escurren el bulto en la fábrica, sólo porque estaba avergonzado, o al menos triste, por aquella amarga victoria. Últimamente, la princesa Jeeta y Jamila se comportaban como si estuvieran en un velatorio y no le habían permitido disfrutar del placer de su tiranía ni un solo segundo. Así que lo único que podía hacer el pobre desgraciado era celebrarlo conmigo. ¿Cuándo iban a comprender el alcance de su sabiduría?
– Con otro hombre en casa, las cosas van a cambiar de verdad -me decía con regocijo-. Esta tienda necesita una buena reforma. ¡Quiero a un chico que pueda encaramarse a una escalera! Además, necesito a alguien que pueda traerme las cajas del mayorista. Cuando llegue Changez, podrá hacerse cargo de la tienda con Jamila y así podré llevar a esa mujer -se refería a su esposa- a algún lugar bonito.
– ¿Y a qué lugar bonito vas a llevarla? ¿A la ópera? He oído por ahí que hay un Rigoletto en cartel la mar de bueno.
– A un restaurante indio de un amigo mío.
– ¿Y luego?
– ¡Al zoo, maldición! ¡A donde quiera! -Anwar se puso sentimental, como suele ocurrirle a la gente sin sentimientos-. Ha trabajado como una mula toda su vida y se merece un pequeño descanso. Nos ha dado tanto amor… ¡tanto amor! Si esas mujeres entendieran mi punto de vista… Pero en cuanto llegue ese chico van a empezar a comprenderme, ya lo verás.
En la trastienda de los secretos me enteré también de que Anwar esperaba con gran ilusión la llegada de nietecillos. Según sus previsiones, Jamila iba a quedar embarazada enseguida y pronto habría la mar de Anwars diminutos correteando por todas partes. Anwar se encargaría de la educación de los críos y los llevaría a la mezquita y, mientras tanto, Changez reformaría la tienda, acarrearía cajas de aquí para allá y volvería a dejar preñada a mi amiga Jamila. Cuando Anwar y yo manteníamos estas conversaciones, a Jamila le gustaba abrir la puerta de la tras tienda de sopetón y encañonarme con sus ojos negros, como si estuviera ahí departiendo con Eichmann.
En el apartamento del piso de arriba, Jeeta y Jamila habían preparado un delicioso banquete humeante de keema, aloo, arroz, chapatis y nan, y para beber, Tizer, gaseosa, cerveza y lassi. Todo estaba dispuesto encima de manteles blancos y había pequeñas servilletas de papel para cada uno de nosotros. A juzgar por el aspecto inmaculado de la habitación, que daba a la calle principal que conducía a Londres, nadie habría creído que apenas unas pocas semanas antes un hombre había intentado morir de hambre encerrado en ella.
Al principio, la fiesta fue un verdadero suplicio, con todo el mundo envarado y cohibido. En medio del silencio reinante, tío Anwar, Osear Wilde en persona, hizo tres intentos para iniciar la conversación, y los tres fueron un fracaso. Yo tenía los ojos fijos en la alfombra raída y hasta Helen, que lo miraba todo con una curiosidad afectuosa y con la que siempre se podía contar cuando se trataba de soltar cualquier comentario divertido y fuera de lugar, no decía esta boca es mía, salvo por un par de «mmm-mmm», y se limitaba a mirar por la ventana.
Changez y Jamila se sentaron separados y, a pesar de que traté de pescarlos mirándose el uno al otro, os puedo asegurar que esos futuros compañeros de cama no intercambiaron ni una sola mirada de reojo. ¿Qué iba a pensar Changez de su esposa cuando por fin se atreviera a mirarla? Los jerséis ajustados y las minifaldas ya no estaban de moda y Jamila llevaba unas prendas que parecían sacos: unas faldas largas, quizá tres, superpuestas, y una especie de bata larga de un verde descolorido bajo la cual el que estuviera interesado podía admirar sus pechos desprovistos de sujetador. Llevaba las gafas de la Seguridad Social de costumbre y un par de zapatos del doctor Martens de color marrón tan imponentes que uno tenía la impresión de que iba a salir de excursión de un momento a otro. Estaba contentísima con aquel conjunto, encantada de haber encontrado por fin algo que podía llevar a diario porque, como una campesina china, no quería tener que pensar en qué ponerse todos los días. Esta idea tan sencilla y tan típica de Jamila, que no era demasiado presumida, podía parecer una excentricidad a los demás, pero a mí me hacía reír. La única persona que no la consideraba una excéntrica era su padre, pero sólo porque ni tan sólo reparaba en ella. En realidad, conocía muy poco a Jamila. Si alguien le hubiera preguntado a quién votaba, cómo se llamaban sus amigas o qué le gustaba hacer, no habría sabido qué responder. Era como si, por algún motivo extraño, mostrar interés por ella fuera en menoscabo de su dignidad. Ni siquiera la veía. Simplemente había ciertos comportamientos que aquella mujer, su hija, debía observar.
Por fin llegaron cuatro parientes de Anwar con más comida y bebida, ropa y regalos. Uno de los invitados regaló una peluca a Jamila y a Changez le tocó una guirnalda de madera de sándalo. Al poco rato el ambiente se animó y el salón se llenó de voces.
Anwar estaba empezando a conocer a Changez, que no parecía disgustarle en absoluto, porque no dejaba de sonreírle, asentir y tocarle. Anwar tardó su tiempo en darse cuenta de que su tan anhelado yerno no era precisamente el magnífico ejemplar que esperaba. Como no hablaban en inglés, yo no entendía bien lo que decían, pero recuerdo que Anwar, después de una primera ojeada, seguida de un examen más concienzudo y de un paso a un lado para una mejor perspectiva, señaló el brazo de Changez con inquietud.
Changez, entonces, lo meneó un poquitín y luego se echó a reír sin vergüenza alguna y Anwar trató de imitarle. Changez tenía el brazo izquierdo contrahecho, y pegado al extremo de aquel brazo deforme había un pedazo de carne callosa, del tamaño de una pelota de golf: un puño pequeño con un pulgar diminuto que sobresalía de aquella masa compacta en la que habrían tenido que lucir unos dedos mañosos, pintores de tienda y levantadores de cajas. Era como si a Changez se le hubiera quedado atrapada la mano en el fuego, y carne, hueso y tendón se hubiesen fundido en una masa. A pesar de que conocía a un fontanero estupendo con un muñón por mano que trabajaba con tío Ted, no podía imaginarme a Changez reformando la tienda con un solo brazo. De hecho, aunque hubiera tenido cuatro brazos como los de Mohammed Alí, dudo que hubiera sabido qué hacer con un pincel, o con un cepillo de dientes, si vamos al caso.
Sin embargo, si Anwar podía tener motivos para observar a su yerno con ciertas reservas (y eso que Changez parecía encantado con Anwar y le reía todos los comentarios, aun cuando hablaba en serio) no eran más que naderías si se comparaban con la aversión de Jamila. ¿Estaría Changez enterado de lo muy a regañadientes que su futura esposa (la misma que se acercaba en ese momento a la estantería y, tras coger un libro de Kate Millett y hojearlo durante un rato, volvía a dejarlo en su sitio ante la mirada desesperada y cargada de reproches de su madre) había consentido en desposarse con él?
Jamila me había telefoneado al día siguiente del polvo con Helen en Anerley Park para comunicarme su decisión. Aquella mañana estaba tan radiante de alegría por la victoria triunfal que suponía haber conseguido seducir a la hija del propietario del perro que se me había olvidado por completo lo de la gran decisión de Jamila. Su voz me pareció fría y distante cuando me dijo que iba a casarse con el hombre que su padre había elegido entre millones y que el asunto estaba zanjado. Sobreviviría, me aseguró, pero no iba a tolerar que se dijera ni una sola palabra más del asunto.
Yo no dejaba de repetirme para mis adentros que aquello era típico de Jamila, que era exactamente lo que cabía esperar de ella, como si ese tipo de cosas le ocurrieran a uno todos los días. Pero es que Jamila se casaba con Changez por llevar la contraria, de eso estaba seguro. Al fin y al cabo, vivíamos en unos tiempos de rebeldía y anticonformismo y, además, Jamila estaba muy interesada en los anarquistas, situacionistas y Weathermen, y andaba siempre recortando artículos de los periódicos que luego me enseñaba. De acuerdo con su manera de ver las cosas, casarse con Changez era una rebelión frente a la rebelión, una novedad de lo más creativa. Toda su vida se iba a ver inmersa en un cambio radical, en un experimento. Jamila insistía en que sólo lo hacía por Jeeta, pero yo sospechaba que en el hecho de aceptar había una verdadera y deliberada terquedad.
Cuando empezamos a comer, me senté al lado de Changez. Helen nos observaba desde el otro extremo de la habitación, incapaz de comer, mirando con verdaderas náuseas a Changez que, con el plato en precario equilibrio sobre las rodillas y la guirnalda metida en el plato, comía con los dedos de su mano buena con mucha agilidad. A lo mejor, no había utilizado tenedor y cuchillo en su vida. Claro que, a Jamila, eso la iba a divertir mucho, y seguro que iba a proclamarlo a los cuatro vientos entre sus amigos: «¿Sabéis que mi marido hasta ahora nunca había tenido contacto con la cubertería?»
Pero Changez parecía tan solo -y de tan cerca hasta le veía los pelos de la barba mal afeitada- que ni siquiera me apetecía reírme de él. Además, era tan amable y hablaba con tal inocencia y entusiasmo que hasta me entraron ganas de decir a Jamila: «¡Oye, pues no está tan mal!»
– ¿Podrías acompañarme a visitar un par de sitios que me gustaría ver?
– Pues claro, cuando quieras -le dije.
– También me gustan los partidos de criquet. Podríamos ir a ver a los Lords. Hasta me he traído los prismáticos.
– Estupendo.
– ¿Y librerías? Según tengo entendido, en Charing Cross Road hay muchas.
– Sí. ¿Qué te gusta leer?
– Los clásicos -repuso convencido. Entonces me di cuenta de que era un tanto engolado, tan seguro estaba de sus gustos y opiniones-. ¿A ti también te gustan los clásicos?
– ¿Te refieres a toda esa mierda de griegos? Virgilio, Dante, Homo… ¿cómo se llama?
– ¡Para mí sólo existen P. G. Wodehouse y Conan Doyle! ¿Podrías acompañarme a Baker Street, a la casa de Sherlock Holmes? También me gusta El Santo y Mickey Spillane. ¡Y las del Oeste! ¡Lo que sea, mientras salga Randolph Scott! ¡O Gary Cooper! ¡O John Wayne!
Fue entonces cuando, para probarle, le dije:
– Podemos hacer un montón de cosas. Y Jamila podría venir con nosotros.
– Sería muy divertido -dijo, sin mirarla, pero llenándose la boca de arroz y guisantes hasta que los mofletes estuvieron a punto de estallarle. Era un ávido tragón.
– Así que os habéis hecho amigos, ¿eh? -me dijo luego Jamila en un susurro.
Anwar había vuelto a reclamar la atención de Changez y le estaba explicando con mucha paciencia todo lo referente a la tienda, el mayorista y la situación económica. Mientras tanto, Changez estaba ahí de pie, mirando por la ventana y rascándose el trasero, sin atender en absoluto a su suegro, que no tenía más remedio que seguir con sus explicaciones. Mientras Anwar estaba hablando, Changez se volvió hacia él y soltó:
– Yo creía que en Inglaterra haría un frío espantoso.
Anwar se quedó perplejo y se enfadó ante aquel non sequitur.
– Te estaba hablando del precio de las verduras -le recordó Anwar.
– ¿Para qué? -repuso Changez, sin comprender-. Prácticamente sólo como carne.
Anwar no respondió, pero una mezcla de desánimo, desconcierto y rabia se dibujó en su cara. Volvió a mirar el muñón de Changez, como si quisiera ratificar de nuevo que su hermano le había mandado un inválido para marido de su única hija.
– Changez me cae bien -dije a Jamila-. Le gustan los libros y, además, tampoco parece el clásico tío con unos instintos sexuales irrefrenables.
– ¿Y eso cómo lo sabes, listillo? Entonces, ¿por qué no te casas tú con él? Al fin y al cabo, los hombres te gustan.
– Porque eres tú la que quería casarse con él.
– Yo lo único que quiero es que me dejen vivir mi vida en paz.
– Tú lo has decidido.
Jamila estaba furiosa.
– ¡Estupendo! Cuando tenga un problema acudiré a ti en busca de ayuda y consuelo.
Cuando vi que papá llegaba a la fiesta pensé «Gracias a Dios». Venía directamente del trabajo y llevaba su mejor traje de Burton's hecho a medida, chaleco amarillo con un reloj de bolsillo (regalo de mamá) y una corbata a rayas azules y rosas con un nudo tan abultado como una pastilla de jabón. Parecía un periquito australiano. Tenía el pelo reluciente y untado con aceite de oliva, porque estaba convencido de que la grasa del aceite de oliva prevenía la calvicie. Desgraciadamente, si uno se acercaba demasiado a él le entraban tentaciones de mirar a su alrededor en busca del origen de aquel olor. ¿Se le habría ido a alguien la mano al aliñar una ensalada que no podía estar muy lejos? Sin embargo, últimamente papá solía tratar de disimular aquel olor penetrante con su loción para después del afeitado favorita, Rampage. Aunque se le veía más rechoncho que nunca y se estaba convirtiendo en una especie de pequeño buda gordinflón comparado con el resto de personas presentes en aquel salón era la vida en persona, irreverente, vigoroso y sonriente. A su lado Anwar parecía un anciano. Además, tenía el día magnánimo y me recordaba al político afable que visita la típica circunscripción electoral sórdida y, sin dejar de sonreír, besa a los chiquillos da la mano con gusto a todo el mundo… y se marcha tan pronto como se le presenta la ocasión.
– Sácame de aquí, Karim -me repetía Helen constantemente y ya me estaba crispando los nervios. Así que papá, Helen y yo nos marchamos en cuanto pudimos.
– Pero ¿qué te pasa? -le pregunté-. ¿Qué es lo que te pone tan nerviosa?
– Es que uno de los parientes de Anwar me decía cosas muy raras -me explicó.
Al parecer, cada vez que Helen se encontraba cerca de aquel hombre, éste la ahuyentaba y, apartándose de ella, murmuraba: «Cerdo, cerdo, cerdo, enfermedades venéreas, enfermedades venéreas, mujer blanca, mujer blanca.» Además, Helen no perdonaba a Jamila que aceptara casarse con Changez, un hombre que le revolvía el estómago con sólo mirarle. Le dije que se marchara a San Francisco.
Abajo, Anwar estaba enseñando la tienda a Changez. Mientras Anwar señalaba, explicaba y mostraba latas, paquetes, botellas y cepillos, Changez asentía como el colegial travieso pero listo que quiere dar gusto al entusiasta conservador de un museo, pero que, en realidad, no atiende una sola de sus palabras. Changez no parecía en absoluto dispuesto a sucederle al frente de los Almacenes Paraíso. Al ver que me marchaba, se acercó a mí con paso apresurado y cogió mi mano entre las suyas.
– Recuerda: ¡librerías, librerías!
Estaba sudando y por la manera en que se aferraba a mí pensé que no quería que lo dejaran solo.
– Y, te lo ruego -añadió-, llámame por mi apodo: Burbuja.
– ¿Burbuja?
– Burbuja, sí. ¿Cuál es el tuyo?
– Dulzura.
– Hasta pronto, Dulzura.
– Hasta pronto, Burbuja.
Helen ya estaba en la calle, con el motor del Rover en marcha y la radio puesta transmitiendo uno de mis trozos favoritos de «Abbey Road»: «Soon we'll be away from here, step on the gas and wipe that tear away.» Al ver el coche de Eva aparcado frente a la biblioteca me llevé una sorpresa. Papá estaba más contento que nunca, pero hacía siglos que no le veía tan nervioso y tan mandón, porque casi siempre andaba enfurruñado y malhumorado. Tenía el aspecto de la persona que acaba de tomar una decisión, pero que no está segura de si le conviene. Así que en lugar de estar tranquilo y satisfecho, se mostraba más tenso y más intolerante que nunca.
– Sube -me ordenó, señalando el asiento trasero de Eva.
– ¿Por qué? ¿Adónde vamos?
– Tú sube. Soy tu padre, ¿no? ¿Acaso no he cuidado siempre de ti?
– No. Es como si me llevaras prisionero. Además, le he dicho a Helen que pasaríamos la tarde juntos.
– Pero ¿no quieres ver a Eva? Yo sé que te gusta y, además, Charlie está en casa esperando. Quiere comentarte un par de cosas.
Eva me sonrió sentada al volante.
– Besitos, besitos -me saludó.
Sabía que me iban a engañar. Los adultos podían llegar a ser tan estúpidos cuando pensaban que no se les veía el plumero.
Fui a decirle a Helen que había ocurrido algo muy serio, todavía no sabía qué, pero tenía que irme. Helen me dio un beso de despedida y se marchó. Había estado tranquilo todo el día, a pesar de que sabía que la vida de Jamila había cambiado radicalmente, y ese mismo día, por las caras que ponían aquellos dos dentro del coche, supe que a mí iba a ocurrirme lo mismo. Cuando el coche de Helen se marchó, le dije adiós con la mano, no sé por qué. Pero nunca volví a verla. Me gustaba, empezábamos a salir juntos, pero ocurrió todo aquello y nunca volví a verla.
Sentado en la parte trasera del coche, observaba a Eva y a papá buscarse con las manos constantemente. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que estaban juntos. Ahí delante tenía a una pareja de enamorados, sí señor. Mientras Eva conducía, papá no podía apartar los ojos de su cara.
Aquella mujer a la que apenas conocía, Eva, me había robado a mi padre. ¿Qué opinión tenía de ella en realidad? Ni siquiera la había mirado con atención.
Aquel pedazo nuevo de mi vida no era precisamente el tipo de mujer que resulta atractiva a primera vista en la fotografía del pasaporte. No tenía una belleza convencional: sus rasgos no estaban delicadamente proporcionados y su cara era un poco regordeta. Y, sin embargo, era encantadora porque aquella cara redonda, de pelo liso y teñido de rubio, que le bajaba por la frente hasta los ojos, era un rostro franco. Su cara cambiaba constantemente y ése era el secreto de su belleza, aquellas facciones que todo lo traslucían y disimulaban tan poco. A veces se convertía en una chiquilla y uno podía verla a los ocho, a los diecisiete o a los veinticinco años. Todas las edades de su vida parecían coexistir en aquella mujer, como si pudiera pasar de una edad a otra según el humor. Gracias a Dios, no tenía ni una pizca de aquella madurez fría; pero podía ponerse muy seria y hablar con mucha sinceridad del dolor y del sufrimiento, como si todos fuéramos tan humanos y abiertos como ella y no unos neuróticos reservados y tramposos. Cuando me habló de lo sola y abandonada que se sentía con su marido, sus palabras, «sola y abandonada», lejos de hacerme sentir incómodo, me dieron escalofríos.
Cuando estaba entusiasmada, y lo estaba a menudo, el entusiasmo resplandecía en su cara como el sol en un espejo. Vivía hacia fuera, hacia los demás, y mirarla era siempre un placer porque nunca parecía triste ni aburrida. No permitía que el mundo la aburriera y ¡cómo hablaba!
Con sus palabras, Eva no aprobaba ni censuraba: no eran un gran río de emociones. No, yo no he dicho eso. Con los sentimientos fluían también los hechos, palpables y sólidos, como el pan. Me explicó el origen del estampado de Cachemira, la historia de Notting Hill Gate, el uso de la cámara oscura en las telas de Vermeer, por qué la hermana de Charles Lamb había asesinado a su madre y la Historia de Tamla Motown. Esas cosas me encantaban y lo escribía todo en un cuaderno. Eva me estaba abriendo los ojos al mundo y, a través de ella, empezaba a interesarme por la vida.
Creo que a papá le intimidaba un poco. Eva era más inteligente que él, y mucho más sensible. Nunca había conocido a una mujer tan apasionada, y eso hacía en parte que la amara y la deseara. Y, sin embargo, aquel amor tan apremiante y fascinante, que crecía a pesar de todo, llevaba a la destrucción.
Todos los días era testigo del desgaste de los cimientos de nuestra familia. Al volver del trabajo, papá solía encerrarse en su cuarto y ya no volvía a salir. Últimamente le gustaba que Allie y yo habláramos con él, así que solíamos sentarnos a su lado y le contábamos cosas de la escuela. Tengo la ligera sospecha de que le gustaba escuchar aquellos relatos con borrones de tinta porque, a medida que nuestras voces iban llenando la habitación como el humo, podía echarse y pensar en Eva amparándose en aquella charla que le envolvía como la niebla. Otras veces nos sentábamos con mamá a ver la televisión y entonces había que soportar su malhumor constante y sus suspiros de autocompasión. Y durante todo aquel tiempo, como el goteo continuo de las tuberías que están a punto de reventar bajo el tejado, todos los corazones de la casa se fueron partiendo en pedazos lentamente, sin que nadie dijera palabra.
En cierto modo, el que peor lo pasaba era el pequeño Allie, que no sabía nada. Para él la casa se había ido llenando de sufrimiento y de intentos fallidos por intentar ignorar ese sufrimiento, como si no existiera. Pero nadie le explicaba nada. Nadie le decía que papá y mamá no eran felices juntos. Debió de sentirse más confundido que ninguno de nosotros, o quizá esa misma ignorancia lo protegía y no se daba cuenta de lo mal que estaban las cosas. Pero, fuera lo que fuere lo que ocurría en aquella época, lo cierto es que vivíamos aislados los unos de los otros.
Cuando llegamos a su casa, Eva me puso la mano en el hombro y me dijo que subiera a ver a Charlie.
– Porque sé que eso es lo que quieres hacer. Pero luego baja. Tengo algo importante que decirte.
Mientras subía pensé en lo mucho que odiaba que me mandaran de un sitio a otro como una peonza. Haz esto, haz aquello, ven aquí, ve allá. Me iba a marchar a casa enseguida, de eso estaba seguro. ¿Por qué no se decidían a poner las cartas sobre la mesa de una vez por todas? Desde lo alto de la escalera me volví y, entonces, lo comprendí: Eva y papá estaban a punto de entrar en el salón, cogiditos de la mano, y se sobaban y agarraban ya por todas partes, con las lenguas fuera, pegados el uno contra el otro, antes de haber traspasado siquiera el umbral de la puerta. Oí correr el pestillo a sus espaldas. No podían esperar ni media hora.
Me asomé por la trampilla de Charlie. Su habitación había cambiado mucho desde la última vez. Sus libros de poesía, dibujos y botas de vaquero estaban tirados por el suelo de cualquier manera, y los armarios y cajones estaban abiertos, como si estuviera haciendo las maletas. Estaba transformándolo y cambiándolo todo. Para empezar ya no era hippie, lo que debió de ser un gran alivio para el Pez (y no sólo desde el punto de vista profesional, porque significaba que ya tenía carta blanca para poner los discos de soul de Charlie -Otis Reading y demás-: el único tipo de música que le gustaba). El Pez estaba repantigado en una butaca negra de acero y se reía mientras Charlie hablaba y hablaba, yendo de aquí para allá, alborotándose y atusándose el pelo continuamente. De vez en cuando, Charlie se agachaba para recoger un par de téjanos viejos y deshilachados, o una camisa con estampado de flores rosas y cuello enorme, o un disco de Barclay James Harvest y los tiraba al jardín por el tragaluz.
– Es ridículo que a la gente la elijan para un trabajo -decía Charlie-. Todo eso tendría que ser arbitrario. Habría que abordar a la gente en plena calle y decirles que van a ser editores de The Times durante un mes, o jueces, o jefes de policía, o encargados de lavabos. Tiene que ser aleatorio por fuerza. No puede haber relación alguna entre el empleo y la persona empleada, salvo, claro está, su total ineptitud para el puesto. ¿No estás de acuerdo?
– ¿Sin excepciones? -preguntó el Pez, con apatía.
– No. Hay gente a la que habría que excluir de los puestos de importancia. Esa gente que corre para coger el autobús y se mete la mano en el bolsillo para que no se les caigan las monedas. Y también esos que se ponen bronceadores para tomar el sol y luego les quedan los brazos con manchas blancas. A esa gente habría que aislarla, encerrarla en campos especiales, a modo de castigo.
Y entonces, a pesar de que yo creía que no me había visto, Charlie me dijo:
– Bajaré dentro de un momento.
Me lo dijo como si yo le acabara de anunciar que tenía el taxi esperando en la puerta. Debía de poner cara de ofendido, porque se molestó en añadir:
– ¡Eh, pequeñín! Ven aquí. Al parecer, vamos a ser amigos y, por lo que tengo entendido, a partir de ahora vamos a vernos muy a menudo.
Así que terminé de trepar por la escalera, salí por la trampilla y me acerqué a él. Charlie se inclinó hacia mí y me rodeó con sus brazos. Me abrazó con cariño, pero era uno de sus típicos gestos, del mismo modo que siempre andaba diciendo a la gente que la amaba y utilizaba la misma entonación para todo el mundo. Me vinieron ganas de acabar con toda aquella mierda. Alargué la mano por detrás y le agarré un buen pedazo de trasero. Era un trasero generoso y, además, macizo, como a mí me gustan. Cuando, tal como me lo había imaginado, dio un respingo sobresaltado, le metí la mano entre las piernas y le di un buen estrujón al nabo. Charlie se echó a reír y, antes de retroceder de un salto, me propinó un empujón que me mandó a la otra punta de la habitación, derecho contra la batería.
Y ahí me quedé, casi llorando y fingiendo que no me había hecho daño, mientras Charlie seguía yendo de aquí para allá, tirando ropa floreada a la calle y discutiendo sobre la posibilidad de crear un nuevo cuerpo de policía encargado de arrestar y encarcelar a los guitarristas de rock que se arrodillan cuando tocan. Unos minutos más tarde, en el piso de abajo, Eva estaba sentada a mi lado en el sofá y me humedecía la frente sin dejar de susurrar: «Mira que llegáis a ser tontorrones, más que tontorrones.» Charlie permanecía sentado frente a mí con expresión avergonzada y Dios, a su lado, estaba a punto de perder los estribos.
Eva no llevaba zapatos y papá se había quitado chaqueta y corbata. Habían planeado aquel encuentro en la cumbre con sumo cuidado y ahora el Zen de todo el asunto se había ido a hacer puñetas porque, justamente cuando papá iba a abrir la boca, la nariz me había empezado a sangrar por culpa del golpe que me acababa de dar contra la batería.
Papá arrancó con su discursito como si fuera un hombre de Estado que se está dirigiendo a las Naciones Unidas y habló con gran seriedad de cómo había llegado a amar a Eva con el tiempo y todo eso. Pero enseguida se apartó del terrenal aburrimiento de lo concreto para columpiarse en conceptos más etéreos.
– Nos aferramos al pasado -dijo-, a lo antiguo, porque tenemos miedo. Y yo tenía miedo de herir a Eva, de herir a Margaret y hasta de herirme a mí mismo. -Aquello me estaba sacando de quicio-. Nuestras vidas se estancan, se vuelven rancias. Nos da miedo todo lo nuevo, todo cuanto podría ayudarnos a crecer, a cambiar.
Todo aquello me estaba dejando los músculos flojos e inútiles, y quería echar a correr calle arriba para volver a sentirme vivo.
– Pero eso es la muerte en vida, no la vida; es…
Había soportado más que suficiente. Le interrumpí:
– ¿Te das cuenta de lo aburrido que llega a ser todo esto?
Había silencio en la habitación, y preocupación. A la mierda.
– Todo eso no son más que memeces sin sentido, papá. Palabrería vana, eso es. -Todos me miraban-. ¿Cómo podrá la gente hablar porque sí, por escuchar su propia voz, sin pensar en los demás?
– Por favor -me suplicó Eva-, no seas tan maleducado y deja que tu padre termine lo que ha empezado.
– Adelante -dijo Charlie.
Entonces papá, y debió de costarle un gran esfuerzo decir tan poco después de aguantar una humillación como la mía, anunció:
– He decidido que quiero vivir con Eva.
Todas las caras se volvieron hacia mí y me miraron con lástima.
– ¿Y nosotros, qué? -solté.
– Bueno, económicamente no os va a faltar nada y nos veréis siempre que quieras. Además, tú les quieres, a Eva y a Charlie. Piénsalo, vas a ganar una nueva familia.
– ¿Y mamá? ¿También va a ganar una nueva familia?
Papá se levantó y se puso la chaqueta.
– Me voy a hablar con ella ahora mismo.
Y, mientras nos quedábamos allí sentados, papá se fue a casa a poner fin a nuestra vida juntos. No sé. Dije que tenía que ir a mear, pero lo que hice en realidad fue salir corriendo de aquella casa y echar a andar por las calles pensando qué mierda iba a hacer yo y tratando de imaginarme lo que papá le estaría diciendo a mamá y cómo se lo iba a tomar. Al final me metí en una cabina telefónica y llamé a cobro revertido a tía Jean, que estaba tan borracha y ofensiva como siempre. Así que me limité a decirle lo que quería decir y colgué:
– A lo mejor tienes que venir para acá, tía Jean. Dios… digo, papá, acaba de decidir que va a vivir con Eva.
La vida discurre tediosamente, nada ocurre durante meses hasta que un día de pronto todo, quiero decir todo, se va a la mierda y se pone patas arriba. Cuando llegué a casa, mamá y papá estaban juntos en su cuarto y el pobre Allie estaba fuera aporreando la puerta como un niño de cinco años. Le agarré y traté de que subiera conmigo, por si aquel trauma le marcaba de por vida, pero me dio una patada en los huevos.
Casi inmediatamente llegó la ambulancia de infartos: tía Jean y tío Ted. Mientras tío Ted se quedaba esperando en el coche, Jean entró a la carga en el dormitorio y me apartó de un empujón cuando traté de preservar la intimidad de mis padres. No dejaba de gritarme órdenes.
Cuarenta minutos más tarde, mamá estaba lista para marcharse. Tía Jean se había encargado de hacerle las maletas mientras yo me ocupaba de las de Allie. Daban por sentado que me iba a marchar a Chislehurst con ellos, pero les dije que ya iría más tarde en bicicleta. Tenía mis propios planes y sabía que no me iba a acercar a ellos ni en broma. ¿Había algo peor que irse a vivir a Chislehurst? Aunque sólo hubiera sido por dos días, no habría podido soportar la visión de tía Jean a primera hora de la mañana, sin maquillar, con la cara más inexpresiva que un huevo, mientras desayunaba ciruelas pasas, arenques y cigarrillos y me hacía beber té Typhoo. Además, sabía que no iba a dejar de meterse con papá. Ya entonces Allie gritaba entre sollozos al marcharse con mamá y Jean:
– ¡Anda y que te den por el culo, budista de mierda!
Y así fue como los tres se marcharon casi sin despedirse, con las caras hechas un mar de lágrimas, y miedo, y pena, y rabia y gritos.
– ¿Adónde vais? ¿Por qué dejáis esta casa? ¡Quedaos! -les gritó papá.
Pero tía Jean le dijo que cerrara su puñetera boca.
La casa se quedó en silencio, como si estuviera vacía. Entonces papá, que se había sentado en las escaleras con la cabeza entre las manos, se puso en acción. Metió zapatos, corbatas y libros de cualquier manera en todas las bolsas de plástico que pudo encontrar hasta que se detuvo en seco, pues se dio cuenta de lo poco digno que era saquear la casa para luego abandonarla.
– Déjalo -me dijo-. No nos llevaremos nada, ¿de acuerdo?
La idea me gustó. Me pareció aristocrático eso de marcharse con las manos vacías, como si estuviéramos por encima de los objetos.
Por fin, papá se decidió a llamar a Eva y le dijo que no había moros en la costa y Eva se presentó en casa, entró con paso vacilante, más afectuosa y amable que nunca, y acompañó a papá hasta el coche. Me preguntó qué iba a hacer yo y tuve que decirle que quería irme con ella. Pero Eva no se echó atrás, como yo esperaba. Se limitó a decir:
– Muy bien, ve a recoger tus cosas. Venirte con nosotros va a ser estupendo. Nos lo vamos a pasar en grande, ¿a que sí?
De modo que cogí una veintena de discos, diez paquetes de té, Trópico de Cáncer, En el camino y las obras de Tennessee Williams, y me fui a vivir con Eva. Y con Charlie.
Aquella noche Eva me preparó un cuartito muy limpio para invitados. Antes de acostarme, fui a un cuarto de baño enorme que había junto al dormitorio de Eva y que nunca había visto. La bañera estaba en el centro, con su grifería antigua de latón. Había velas en todos sus bordes y, al lado, un viejo cubo de aluminio. Las estanterías de roble estaban abarrotadas de hileras y más hileras de lápices de labios y coloretes, desmaquilladores para ojos, cremas limpiadoras, hidratantes, lacas para el pelo, jabones cremosos para cutis suave, para pieles sensibles y pieles normales; jabones de envoltorios exóticos y preciosas cajas; había guisantes de olor en un tarro de mermelada y una huevera, y pétalos de rosa en platitos Wedgwood; y frascos de perfume, y algodón, y acondicionadores, y cintas para el pelo, y pasadores y champú. Era desconcertante: tantos cuidados para el cuerpo me repelían, y sin embargo representaban un mundo de sensualidad, de olores y sensaciones táctiles, de placeres y emociones que me excitó como una caricia inesperada mientras me desnudaba, encendía las velas y me metía en la bañera de aquella habitación de Eva.
Más tarde, aquella misma noche, Eva se presentó en mi habitación en quimono con una gran copa de champán y un libro. Le dije que parecía alegre y resplandeciente, lo que la hizo parecer más alegre y resplandeciente todavía. Me dije a mí mismo que los cumplidos eran herramientas muy útiles en el arte de la amistad, pero en su caso era la pura verdad.
– Gracias por decírmelo -me dijo-. Hace mucho tiempo que no soy feliz, pero creo que ahora voy a serlo.
– ¿Qué es ese libro? -le pregunté.
– Voy a leer para ti, para enseñarte a apreciar el sonido de la buena prosa -me explicó- y porque, durante los próximos meses, vas a tener que leer para mí mientras me encargo de la cocina y de las tareas de la casa. Tienes buena voz y tu padre me ha dicho que le has comentado que quieres ser actor.
– Sí.
– Entonces, habrá que pensar en eso también.
Eva se sentó en el borde de la cama y empezó a leer en voz alta El gigante egoísta, con voces distintas para los diferentes personajes y una imitación del vicario relamido al final de aquella historia sentimental. No trató de hacer una gran actuación; sólo quería que supiera que con ella estaba a salvo, que la separación de mis padres no era lo peor que me había ocurrido en la vida y que tenía suficiente amor para todos nosotros. Se mostraba fuerte y segura de sí. Leyó durante un buen rato y yo estaba contento porque sabía que papá esperaba con impaciencia para tirársela otra vez aquella noche tan especial que, en realidad, era como su luna de miel. Se lo agradecí de todo corazón.
– Pero tú eres guapo -me dijo-, y a los guapos habría que darles todo cuanto les apetezca.
– ¿Y los feos qué?
– Los feos… -Y sacó la lengua fuera-. Si son feos es sólo por su culpa. Hay que reprochárselo y no tenerles lástima.
Esa ocurrencia me hizo gracia, aunque también me recordó de dónde podía haber heredado Charlie tanta crueldad. Cuando Eva se hubo marchado y me quedé tumbado, por primera vez, bajo el mismo techo que Charlie, Eva y mi padre, pensé en la diferencia que existe entre la gente interesante y la gente agradable y en que no pueden ir siempre unidos. La gente interesante con la que uno quería estar tenía una manera de pensar insólita, con ellos las cosas se veían bajo una nueva luz y con ellos no existía ni el aburrimiento, ni la monotonía. Estaba impaciente por saber lo que Eva pensaba de todo, de Jamila -por ejemplo- y de su matrimonio con Changez. Quería conocer su opinión. Eva podía ser una snob, eso era evidente, pero cada vez que veía algo, escuchaba un fragmento de música o visitaba cualquier lugar, no me sentía satisfecho del todo hasta que Eva me lo descubría de nuevo bajo una perspectiva distinta. Lo abordaba todo desde ángulos inusitados y todo lo relacionaba. Luego estaba la gente agradable que no era interesante y cuya opinión a uno nunca le importaba. Como mamá, por ejemplo. Era gente buena, dócil, que merecía más amor. Y, sin embargo, eran las personas interesantes como Eva, con aquella faceta dura y atractiva, las que acababan llevándoselo todo, y con mi padre en la cama.
Cuando papá se fue a vivir con Eva, y Jamila y Changez se instalaron en su nuevo apartamento, de pronto tuve cinco sitios donde vivir: con mamá en casa de tía Jean; en nuestra casa vacía; con papá y Eva; con Anwar y Jeeta, o con Changez y Jamila. Dejé de ir a la escuela cuando Charlie la dejó, y Eva se encargó de matricularme en un colegio para que terminara los estudios. De pronto el colegio se me antojó lo mejor que me había ocurrido en mi vida.
Los profesores se confundían con los alumnos y todo el mundo tenía los mismos derechos -ja, ja-, aunque yo siempre me ponía en evidencia con mi manía de llamar a los profesores señor y a las profesoras señorita. Además, era la primera vez que había chicas en mi clase y me encontré con una pandilla de mujeres terribles. Para ellas, lo de la inocencia estaba requetemuerto. Se pasaban el día burlándose de mí, no sé por qué. Supongo que me consideraban un inmaduro. Al fin y al cabo, hacía relativamente poco que había dejado lo de repartir periódicos y no hacía más que oírlas comentar montones de cosas de las que no había oído hablar en mi vida: abortos, heroína, Sylvia Plath, prostitución… Eran chicas de clase media, pero habían roto amarras con sus familias. Siempre se estaban tocando las unas a las otras, se acostaban con los profesores y les pedían dinero para drogas. Se preocupaban muy poco de sí mismas y andaban siempre ingresando y saliendo de los hospitales por tratamientos de desintoxicación, sobredosis y abortos. Trataban de echarse una mano mutuamente y, a veces, hasta me la echaban a mí. Me consideraban un chico dulce, mono, guapo y todo eso y me gustaba. Me gustaba todo porque, por primera vez en mi vida, estaba solo y llevaba una vida errante.
Tenía muchísimo tiempo libre y pasé de una vida tranquila en mi cuarto, con mi radio y mis padres en la planta baja, a una vida nómada entre casas y apartamentos distintos, con mi gran bolsa de lona repleta de bártulos siempre a cuestas y sin lavarme el pelo jamás. No me sentía demasiado desdichado, yendo de aquí para allá en autobús por el sur de Londres y los suburbios, sin que nadie supiera dónde estaba. Cada vez que alguien trataba de localizarme -mamá, papá, Ted- estaba en un sitio distinto: de camino a clase, de vez en cuando, o de visita en casa de Changez y Jamila.
No quería estudiar. No era la época más apropiada de mi vida para concentrarme; no, no lo era. Papá todavía estaba convencido de que yo quería ser algo y, últimamente, le había dicho que abogado, porque hasta él se había dado cuenta de que lo de ser médico era agua pasada. Sin embargo, me daba perfecta cuenta de que llegaría el momento en que tendría que darle la noticia de que el sistema educativo y yo nos habíamos divorciado irremisiblemente. Eso iba a romperle su corazoncito de inmigrante. Pero es que el espíritu de la época entre la gente que conocía se manifestaba en una especie de inercia e indolencia general. El dinero no nos decía nada. ¿Para qué? Podíamos ir tirando, vivir de nuestros padres y amigos o a costa del Estado.
Y si nos aburríamos, y nos aburríamos a menudo porque rara vez había algo que nos motivara, por lo menos nos aburríamos a nuestra manera, repantigados en colchones de casas medio en ruinas en lugar de estar trabajando en el engranaje del sistema. Yo no estaba dispuesto a trabajar en un sitio en el que no me estuviera permitido llevar mi abrigo de piel.
Además, había un montón de cosas que ver… Sí, sí, me interesaba la vida. Era testigo entusiasta del amor de Eva y papá y todavía me fascinaba más observar a Jamila y Changez que, por increíble que parezca, vivían juntos en el sur de Londres.
El piso de Jamila y Changez, que les había alquilado Anwar, era una especie de caja de cerillas de dos habitaciones muy cerca del canódromo de Catford. Tenía los muebles imprescindibles, paredes amarillas y estufa de gas. El único dormitorio de la casa, con colchón de matrimonio y colcha india de colores vivos, era la habitación de Jamila. A los pies de la cama había una mesa de juego, que Changez le había comprado como regalo de boda y que yo me había encargado de llevar a cuestas desde la tienda de un chamarilero. Tenía un mantel de estampado Liberty y un jarrón blanco, que yo le había regalado, en el que siempre había narcisos o rosas. Guardaba los bolígrafos y lapiceros en un tarro vacío de crema de cacahuetes y amontonados encima de la mesa y por el suelo había un sinfín de libros de su época postseñorita Cutmore, los que ella llamaba los «clásicos»: Angela Davis, Baldwin, Malcom X, Greer, Millett. Aunque no se podía colgar nada en las paredes, Jamila había clavado con chinchetas poemas de Christina Rossetti, Plath, Shelley y de otros vegetarianos, que copiaba de los libros de la biblioteca y leía cuando quería estirar las piernas dando unos pocos pasitos por aquella minúscula habitación. Tenía el magnetofón encima de un tablón apoyado en el alféizar de la ventana. Desde la hora del desayuno hasta que los tres nos bebíamos la última cerveza, ya muy entrada la noche, la casa entera se mecía al son de Aretha y de otras mamas negras. Jamila nunca cerraba la puerta, así que Changez y yo nos dedicábamos a beber y a observar el perfil concentrado de Jamila, que con la cabeza inclinada hacia adelante leía, cantaba y escribía en sus viejos cuadernos de escuela. Al igual que yo, había abandonado todo ese «montón de cosas de blancos aburridas y pasadas» que nos enseñaban en la escuela y en el colegio. Pero Jamila no era perezosa y seguía estudiando sola. Sabía lo que quería aprender y sabía dónde encontrarlo. Lo único que tenía que hacer era metérselo todo en la cabeza. A veces, mientras miraba a Jamila pensaba que el mundo se dividía en tres categorías de personas: las que sabían lo que querían; las que nunca sabían qué iban a hacer de sus vidas (los más desdichados) y las que lo averiguaban con el tiempo. Yo pertenecía a este último grupo o, por lo menos, eso creía; lo cual no impedía que lamentara no haber nacido en el primero.
En el salón había un par de sillones, una mesa donde comer platos preparados y un par de sillas metálicas con asientos blancos de un plástico asqueroso. Junto a la mesa había una pequeña cama plegable con mantas marrones en la que Changez se acostaba todas las noches. Jamila había insistido mucho. No había discusión posible y Changez no había puesto objeciones en el momento en que, quizá, todavía estaba a tiempo de impedirlo. Así iban a seguir las cosas entre los dos, como habían comenzado cuando le había obligado a dormir en el suelo junto a su cama de luna de miel en el Ritz.
Mientras Jamila trabajaba en su habitación, Changez se echaba en su camita plegable más contento que unas pascuas, con su mano buena en alto leyendo una edición de bolsillo, uno de sus «especiales» sin duda. «Este es extra especial», decía dejando a un lado otro Spillane, James Hadley Chase o Harold Robbins. Estoy convencido de que el follón que sobrevino luego empezó en buena parte por culpa de los libros de Harold Robbins que comencé a pasarle, porque estimularon a Changez de un modo en que Conan Doyle nunca lo había hecho. Si creéis que los libros no cambian a las personas, ahí tenéis a Changez, que de pronto descubrió un nuevo horizonte de posibilidades eróticas que no había soñado siquiera, un hombre completamente virgen que veía Gran Bretaña como nosotros veíamos Suecia: como la mina de oro de la oportunidad sexual.
Pero antes de que saliera a la luz todo ese problema del sexo, otros problemas se incubaban ya entre Anwar y Changez. Al fin y al cabo, Changez hacía más falta que nunca en la tienda, sobre todo después de que Anwar se quedara hecho un alfeñique con lo del régimen a lo Gandhi que, por lo demás, sólo había seguido para traer a Changez a Gran Bretaña.
Para iniciar a Changez en el negocio de la tienda de ultramarinos, Anwar le puso a trabajar en la caja, donde aún podía salir airoso con un solo brazo y medio cerebro. Anwar demostraba tener una paciencia de santo con Changez y le hablaba como si fuera un niño de cuatro años, que era precisamente como había que tratarlo. Pero Changez era mucho más listo que Anwar y se aseguró de ser incapaz a la hora de envolver el pan o de dar el cambio. La aritmética no se le daba bien y empezaron a formarse colas larguísimas en la caja hasta que los clientes decidieron desertar. Anwar, entonces, le dijo que ya volvería a la caja más adelante, pero que de momento le iba a encontrar otra cosa que le hiciera entrar el gusanillo de los ultramarinos.
Y así fue como el nuevo trabajo de Changez pasó a ser el de estar sentado en un taburete de tres patas, detrás de la sección de verduras, a la caza de ladronzuelos de tienda. El trabajo era elemental: en cuanto uno cogía a alguien robando se ponía a gritar: «¡Deja eso donde estaba, ladrón gilipollas de mierda!» Pero a Anwar le había pasado por alto que Changez era ya todo un maestro en el sutil arte de dormir sentado. Jamila me contó que un día Anwar entró en la tienda y sorprendió a Changez roncando en su taburete mientras un eleté se escondía un tarro de arenques dentro de los pantalones delante de sus propios ojos… cerrados. Anwar se puso hecho una furia, cogió un manojo de plátanos y lo estampó con tal fuerza contra el pecho de su yerno que Changez se cayó del taburete y se hizo tanto daño en el brazo sano que se quedó en el suelo retorciéndose, incapaz de levantarse. Anwar se pasaba el día soltando berridos a Jeeta, Jamila y hasta a mí. Yo me reía de Anwar, como todos, pero nadie se atrevía a decirle la pura verdad: todo aquello era culpa suya. A mí me daba lástima.
Su desesperación empezó a trascender cada vez más. Siempre estaba de mal humor, saltaba por cualquier cosa y, cuando Changez estaba en casa, cuidando su brazo maltrecho, Anwar vino a buscarme a la trastienda, donde yo trabajaba. Había perdido todo el respeto y las esperanzas que un día depositara en Changez.
– ¿Pero qué hace ese condenado cabrón inútil y gordinflón? -me preguntó-. ¿Ya está mejor?
– Se está recuperando -le dije.
– ¡Ya le voy yo a recuperar los huevos con un buen lanzallamas! -se enfureció tío Anwar-. A lo mejor, hasta llamo a los del Frente Nacional y les doy el nombre de Changez, ¿qué te parece? ¡Qué buena idea!, ¿eh?
Mientras tanto, Changez se dedicaba a perfeccionar el arte de estar echado en camas plegables leyendo libros y de callejear por la ciudad conmigo. Siempre se hallaba dispuesto a embarcarse en cualquier aventura que no implicara trabajar en cajas registradoras o sentarse en taburetes de tres patas. Y, como era un poco obtuso -o por lo menos, vulnerable, amable y fácil de llevar- y una de las pocas personas de las que podía burlarme o dominar con total impunidad, nos hicimos amigos. Y mientras yo evitaba el estudio, Changez me seguía allí donde iba.
A diferencia de los demás, Changez me consideraba un rebelde. Cuando me quitaba la camisa en plena calle para que me diera un poco el sol en el pecho, se quedaba con la boca abierta.
– Eres muy atrevido y anticonformista, yaar -solía decirme-. Y fíjate en cómo vas vestido. ¡Si pareces un gitano vagabundo! ¿No te dice nada tu padre? ¿No te mete en cintura?
– Mi padre está demasiado ocupado con la mujer con la que se acaba de fugar como para ocuparse de mí -le dije.
– ¡Dios mío! ¡En este país todo el mundo se ha vuelto loco por el sexo! -exclamó-. Lo que tendría que hacer tu padre es regresar a su patria unos años y llevarte con él. Podrías ir a uno de esos pueblecitos perdidos.
La repugnancia que le inspiraba a Changez lo más común y corriente me incitó a mostrarle el sur de Londres. Me preguntaba cuánto iba a tardar en acostumbrarse, es decir, en convertirse en un depravado. Me empleaba a fondo en la tarea. Nos pasábamos días enteros perdiendo el tiempo y bailando en el Pink Pussy Club, bostezando en las carreras de galgos de Croydon, comiéndonos con los ojos a las chicas que hacían strip-tease los domingos por la mañana en el pub, durmiendo durante las proyecciones de películas de Godard y Antonioni y disfrutando de las peleas en el estadio de fútbol de Millwall, donde obligaba a Changez a llevar un pasamontañas para que al ver que era un paqui no pensaran que yo lo era también.
Económicamente, Changez dependía de Jamila, que pagaba todos los gastos con lo que ganaba trabajando en la tienda por las tardes, y yo también le ayudaba un poco con el dinero que me daba papá. El hermano de Changez, cosa insólita, también le mandaba dinero, cuando tendría que haber sido al revés, ya que era Changez el que había marchado al próspero Occidente; aunque estaba seguro de que en la India todavía debían de estar celebrando la partida de Changez.
Jamila se encontró muy pronto en la feliz situación de no estar contenta ni descontenta con su marido: le divertía pensar que se comportaba como si no estuviera. Con todo, ya tarde por la noche, solían jugar a cartas y Jamila le preguntaba cosas de la India. Le contaba historias de esposas que se fugaban, dotes demasiado insignificantes y adulterios entre las familias ricas de Bombay (para eso necesitaba varias tardes), y las más deliciosas de todas: los casos de corrupción política. Saltaba a la vista que había aprendido unos cuantos trucos en sus lecturas de libros de bolsillo, porque hilvanaba los relatos con tanta facilidad como un chiquillo encadena globos de chicle. Las historias le salían como churros y las pegaba unas con otras con mucho chicle y mucha saliva, como en uno de esos culebrones increíbles, repescando un personaje olvidado con un: «¿Os acordáis de aquel hombre tan malísimo al que descubrieron desnudo en una caseta de baño?» Changez sabía que, después de pasarse el día entero estrujándose los sesos, los enloquecedores labios de Jamila le preguntarían sin falta: «¡Eh, Changez!, marido o lo que seas, ¿no nos cuentas nada más de aquel político chiflado que acabó en la cárcel?»
A cambio de eso, Changez cometía el educadísimo error de preguntar a Jamila sus opiniones políticas y sociales. Una mañana, Jamila le colocó los Cuadernos de la cárcel de Gramsci sobre el pecho, sin pensar que la adicción de Changez a los libros de bolsillo no carecía totalmente de sentido crítico.
– ¿Por qué no lo has leído si te interesaba tanto? -le espetó en tono provocador al cabo de unas semanas.
– Porque prefiero oírlo de tus labios.
Y que quería oírlo de sus labios era la pura verdad. Quería ver cómo se movían los labios de su esposa, porque eran unos labios que cada vez le gustaban más. Eran unos labios que quería conocer más a fondo.
Un buen día, mientras merodeábamos por las tiendas de los chamarileros y librerías de viejo, Changez me agarró del brazo y me obligó a mirarle a la cara, cosa que nunca resultaba agradable. Por fin, después de semanas y semanas de estar temblando como un saltador asustado sobre una roca, me confesó:
– ¿Crees que Jammie acabará por acostarse conmigo algún día? Al fin y al cabo, es mi esposa. No le propongo nada ilegal. Por favor, tú que la conoces desde que era una niña dime con franqueza, ¿qué posibilidades crees que tengo al respecto?
– ¿Tu esposa? ¿Acostarse contigo?
– Sí.
– Olvídalo.
– ¿Qué?
– Imposible, Changez.
Changez se negaba a aceptarlo.
– No te tocaría ni con guantes de amianto -añadí, para mayor detalle.
– ¿Por qué no? Te lo ruego, explícamelo con sinceridad, como hasta ahora con todo lo demás. Hasta te permito que seas vulgar, Karim, como tienes por costumbre.
– Eres demasiado feo para ella.
– ¿En serio? ¿Lo dices por mi cara?
– Por tu cara, por tu cuerpo, por todo. Eso es.
– ¿Sí?
En ese momento, me miré en un escaparate y lo que vi me gustó. Puede que no tuviera trabajo, estudios ni perspectivas de futuro, pero tenía muy buen aspecto, sí señor.
– Jamila es una persona con clase, eso ya lo sabes.
– Pero es que yo querría tener hijos con mi esposa.
Meneé la cabeza.
– Ni lo pienses siquiera.
La cuestión de los hijos no era algo trivial para Changez el Burbuja. Hacía relativamente poco, se había producido un incidente que todavía debía de tener grabado en la memoria. Anwar nos había pedido que fregáramos el suelo de la tienda, pensando que quizá así conseguiría mantenerlo bajo vigilancia. Claro, cómo podía acabar en desastre una cosa así? Yo me encargué de fregar, mientras Changez sujetaba el cubo con expresión tristona en medio de la tienda desierta y no dejaba de preguntarme si tenía alguna otra novela de Harold Robbins que prestarle. Entonces Anwar se presentó en la tienda y se quedó allí vigilando, mientras trabajábamos. Cuando terminamos, ya había tomado una decisión: preguntó a Changez por Jamila y quiso saber cómo estaba. Le preguntó si Jamila estaba «esperando».
– ¿Esperando qué? -preguntó Changez.
– Un nieto, joder -exclamó Anwar.
Changez no dijo palabra, pero retrocedió arrastrando los pies, para ponerse fuera del alcance de la furia tremenda de Anwar, producto de una decepción insondable.
– ¡Algo tendrá que haber entre las piernas de un burro! -me dijo Anwar.
Al oír eso, desde lo más profundo del inmenso estómago de Changez brotó una erupción de rabia incontenible. Una oleada de cólera le estremeció todo el cuerpo y su cara pareció agrandarse de pronto y aplanarse como una medusa. Su brazo malo empezó a temblar, hasta que las sacudidas se le contagiaron a todo el cuerpo y empezó a palpitar de rabia, humillación e incomprensión.
– ¡Sí, hay más entre estas patas de burro que entre tus orejas de borrico! -le chilló.
Entonces Changez arremetió contra Anwar con una zanahoria que había encontrado a mano y Jeeta, que lo había oído todo, tuvo que acudir corriendo. Los últimos acontecimientos parecían haberle infundido cierta fuerza y hasta temeridad: Jeeta había ido creciendo mientras Anwar empequeñecía. La nariz se le había vuelto aguileña y afilada y la interponía como una barrera entre los dos contendientes para que no pudieran hacerse daño. ¡Y menudo rapapolvo se llevó Anwar! Nunca la había oído hablar de aquel modo. ¡Menudo arrojo! Hasta Gulliver se habría sentido como un enano ante tamaña fuerza. Anwar dio media vuelta y se fue maldiciendo, y Jeeta nos echó a los dos.
Así que Burbuja, que no había tenido demasiado tiempo para reflexionar en su experiencia inglesa, empezaba a pensar en su situación. Se le negaban los derechos conyugales, a menudo perdían incluso toda vigencia los derechos humanos, por todas partes surgían inconvenientes innecesarios y le llovían insultos continuamente como una ducha de escupitajos… ¡a él, a una persona importante de una gran familia de Bombay! ¿Qué estaba pasando? ¡Habría que hacer algo al respecto! Pero lo primero es lo primero. Changez rebuscaba en los bolsillos. Por fin sacó un pedazo de papel con un número de teléfono.
– En ese caso…
– ¿En qué caso?
– En el de mi fealdad, a la que has hecho alusión de un modo tan servicial. Debo hacer algo.
Changez llamó a alguien por teléfono. Fue todo muy misterioso. Luego tuve que acompañarle hasta una gran casa que estaba dividida en apartamentos. Una mujer ya anciana nos abrió la puerta -me dio la impresión de que le estaba esperando- y después de hacer pasar a Changez, se volvió hacia mí y me pidió que aguardara. Así que me estuve ahí como un idiota durante veinte minutos. Cuando salió apareció tras él una japonesa bajita, de mediana edad y cabello negro, vestida con un quimono rojo.
– Se llama Shinko -me dijo muy contento de camino a su casa.
Por la bragueta desabrochada le salían los bajos de la camisa como una pequeña bandera blanca. Decidí no ponerle al corriente de ese detalle.
– Con que una prostituta, ¿eh?
– ¡No seas desagradable! Ahora es una amiga. ¡Otra amiga en una Inglaterra fría y poco amigable! -Me miró con cara de satisfacción-. ¡Me ha hecho exactamente lo que Harold Robbins describe con puntos y comas! ¡Karim, todos mis problemas están solucionados! ¡Ahora podré amar a mi esposa del modo usual y a Shinko del modo inusitado! Préstame una libra, ¿quieres? ¡Voy a comprar bombones para Jamila!
Todos estos embrollos con Changez me divertían y pronto le consideré parte de mi familia, una parte permanente de mi vida. Pero también tenía una familia de verdad que atender, no papá, que andaba muy ocupado, sino mamá. Le telefoneaba todos los días, pero no había vuelto a verla desde que me había marchado a vivir a casa de Eva, y es que no me sentía con ánimos para ver a nadie en aquella casa.
Cuando me decidí a ir a Chislehurst las calles estaban tranquilas y deshabitadas en comparación con el sur de Londres, como si acabaran de evacuar toda la zona. El silencio era siniestro; parecía apilado y dispuesto a saltar sobre mí.
Prácticamente lo primero que vi al bajar del tren y enfilar una de esas calles fue a Espalda Peluda y a su perro el gran danés. Espalda Peluda estaba de pie junto a la cancilla, fumando una pipa y bromeando con un vecino. Crucé la calle y volví sobre mis pasos para mirarlo. ¿Cómo podía estar allí, con aquel aire inocente, después de haberme insultado como lo hizo? De pronto me invadieron una rabia y una sensación de humillación infinitas, sentimientos hasta entonces totalmente desconocidos para mí. No sabía qué hacer. Un impulso irrefrenable me decía que regresara a la estación, cogiera un tren y volviera a casa de Jamila. Así que me quedé allí parado por lo menos cinco minutos, mirando a Espalda Peluda sin saber qué dirección tomar. Pero ¿qué iba a decirle a mamá, después de haberle prometido que iría a verla? Tendría que ir.
Estoy seguro de que en ese momento me hizo un gran bien recordar lo mucho que aborrecía el extrarradio y que debía continuar mi viaje hacia Londres y una nueva vida, asegurándome de apartarme de gente y calles como aquéllas.
El día en que se había marchado de casa, mamá se acostó en la cama de Jean y ya no volvió a levantarse. Sin embargo, Ted estaba muy bien y yo tenía muchas ganas de verle. Según Allie, estaba totalmente cambiado y había mandado su vida a la mierda para reencontrarla. Así que Ted era un verdadero triunfo de papá: lo había liberado de verdad.
Tío Ted no había hecho nada en absoluto desde el día en que papá le exorcizara mientras él estaba sentado con un tocadiscos en el regazo. Ya no se bañaba ni se levantaba antes de las once, y luego leía el periódico hasta la hora en que abrían los pubs. Por las tardes, solía dar largos paseos o asistía a sus clases de meditación en el sur de Londres. Por las noches se quedaba mudo -había hecho voto de silencio- y ayunaba un día a la semana. Era feliz, o más feliz, aunque para él la vida carecía ya prácticamente de sentido. Por lo menos ahora lo reconocía y se enfrentaba a ello. Papá le había dicho que tendría que «explorar» el problema y le había dicho también que ese sentido podía tardar años en volver a reaparecer, así que mientras tanto tendría que vivir en el presente, disfrutar del cielo, los árboles, las flores y la buena mesa y quizá arreglar un par de cosillas en casa de Eva -la lámpara de la mesilla de noche de papá y su magnetófono- si de pronto sentía la necesidad de una terapia práctica. Ted le dijo que si necesitaba una terapia ya se iría de pesca. Cualquier trabajo demasiado técnico encerraba el peligro de catapultarlo y ponerlo de nuevo en órbita. «Cuando pienso en mí, me imagino repantigado en una hamaca, columpiándome, así, sin más», le dijo Ted.
Aquella molicie de hamaca y la conversión al budismo Ted, como solía llamarlo papá, tenían a tía Jean hecha una furia. Le habría gustado romper las cuerdas de la puñetera hamaca. «Está rabiosa con él», me comentó mamá con fruición. El berrinche de Jean por culpa de Ted era la única alegría de su vida, ¿y quién iba a reprochárselo? Jean rabiaba y refunfuñaba y en sus esfuerzos por intentar que Ted volviera a la rutina de su trabajo y a su infelicidad había echado mano incluso de la dulzura. Al fin y al cabo, se habían quedado sin ingresos. «Tengo a diez hombres bajo mis órdenes», solía decir Ted con orgullo, y en aquel momento no tenía ni uno. Bajo él ya nada quedaba, sólo aire y el abismo de la bancarrota. Pero Ted se limitaba a sonreír y decía: «Esta es la última oportunidad que tengo de ser feliz. No puedo dejarla pasar, Jeanie.» Un día, tía Jean consiguió hacer mella en los sentimientos heridos de su marido aludiendo a las innumerables virtudes de su chico conservador de antaño, pero Ted le replicó (una noche, durante su voto de silencio): «¡Qué pronto vio la luz ese chico!, ¿eh?»
Cuando llegué a su casa, Ted estaba canturreando una canción de pub y prácticamente me llevó dentro de un armario para hablar de su tema favorito: papá.
– ¿Cómo está tu padre? -me preguntó en un susurro-. ¿Contento? -añadió, con ojos soñadores, como si estuviera hablando de una aventura homérica-. Va y se larga con aquella mujer tan elegante. Fue increíble. Y no se lo echo en cara, no vayas a creer. ¡Le envidio! Todos querríamos hacer algo así, ¿tú no? Romper con todo y huir. Pero, ¿quién se atreve? Nadie, sólo tu padre. Me encantaría verlo, que me lo contara con todo detalle, pero, en esta casa, ir a verlo va contra la ley. No se puede hablar de ello siquiera. -Al ver que Jean se asomaba al vestíbulo desde el salón, Ted se llevó los dedos a los labios-. No digas una palabra.
– ¿Sobre qué, tío?
– ¡Sobre nada!
Incluso en un día como aquél tía Jean daba el pego y estaba espléndida con sus tacones altos y su vestido azul marino con un broche de diamantes en forma de pez prendido en el escote. Tenía unas uñas impecables, como conchas diminutas. Estaba tan resplandeciente que parecía recién pintada y hasta daba no sé qué tocarla por miedo a mancharte. Tenía todo el aspecto de estar a punto de salir para asistir a uno de aquellos cócteles en los que sus labios se dedicaban a embadurnar mejillas, vasos, cigarrillos, servilletas, galletas y palitos de cóctel hasta que prácticamente ni un centímetro de la habitación quedaba a salvo del estampado en rojo. Pero en aquella casa de muertos vivientes ya no se celebraban fiestas y albergaba sólo a una persona transformada y a otra deshecha. Jean no era de las que daban el brazo a torcer y le gustaba beber, así que iba a resistir todavía una larga temporada. Pero ¿cómo iba a reaccionar cuando se diera cuenta de que aquel estado de cosas no era una mera suspensión temporal de todo placer, sino una condena de por vida?
– ¡Ah, eres tú! -dijo tía Jean.
– Sí, supongo que sí.
– ¿Dónde has estado?
– En el colegio. Por eso no vivo en casa, para estar más cerca del colegio.
– Oh, sí, claro. Invéntate otra, Karim.
– ¿Está Allie?
Jean me volvió la espalda.
– Allie es un buen chico, pero va demasiado emperifollado, ¿no te parece?
– Ah, bueno, siempre le ha ido lo extravagante.
– Se cambia tres veces al día. Como una chica.
– Sí, como una chica.
– Creo que hasta se depila las cejas -dijo, convencida.
– Bueno, es que es muy peludo, tía Jean. Por eso en la escuela le llaman Coco.
– Pero los hombres tienen que ser peludos, Karim. Tener vello es una de las características de los hombres de verdad.
– Veo que últimamente has indagado como un buen detective, ¿me equivoco, tía Jean? ¿No has pensado en presentar una solicitud para ingresar en el cuerpo de policía? -le dije mientras subía la escalera. «¡Vaya con el bueno de Allie!», pensé para mis adentros.
Nunca me había preocupado demasiado por Allie. Es más, a menudo se me olvidaba incluso que tenía un hermano. En realidad, no lo conocía muy bien y no me caía bien porque me parecía demasiado bien educado y andaba siempre chivándose de todo. Procuraba mantenerme lo más lejos posible de él, para que mi familia no se enterara de lo que hacía. Pero, por una vez, estaba contento de que estuviera allí, porque hacía compañía a mamá y tenía a tía Jean con los nervios de punta.
Seguramente será que nadie me inspira compasión ni pamplinas de ésas, y estoy seguro de que por dentro soy un hijo de puta rematado y todo el mundo me importa un comino, pero odiaba tener que subir aquella escalera para ir a ver a mamá, especialmente con tía Jean ahí abajo observando todos mis pasos. Probablemente no tenía nada mejor que hacer.
– Si estuvieras aquí abajo -me dijo-, te daría un buen bofetón en la cara.
– ¿En qué cara?
– En esa cara tan dura que tienes. Ahí.
– Cállate, ¿vale?
– ¡Karim! -Casi se ahoga de la rabia-. ¡Karim!
– ¡Anda y que te zurzan, tía Jean! -le solté.
– ¡Budista de mierda! -me insultó-. ¡Sois todos unos budistas!
Entré en el cuarto de mamá, con tía Jean que seguía desgañitándose a mis espaldas, pero era imposible comprender lo que decía.
La habitación de huéspedes de tía Jean, en la cual mamá se encontraba hecha un ovillo con su camisón rosa y sin peinar, tenía toda una pared de armarios de luna, abarrotados de trajes de noche, viejos pero todavía rutilantes, recuerdo del pasado glorioso. Junto a la cama estaban los palos de golf de Ted y un montón de zapatos de golf cubiertos de polvo. Ni siquiera se habían molestado en hacerle un sitio. Allie me había contado por teléfono que Ted le daba de comer diciendo: «Venga, Marge, come un poquitín de pescado y pan con mantequilla», pero que siempre acababa por zampárselo todo él.
Besar a mi madre no me hacía ninguna gracia, como si aquella debilidad y tristeza se me fueran a contagiar de algún modo y, como es natural, no se me pasó por la cabeza que un poco de alegría y buen humor fueran a animarla.
Nos quedamos ahí sentados un rato, sin hablar demasiado, hasta que se me ocurrió describir los «especiales» de Changez, su cama plegable y lo insólito del espectáculo de ver a un hombre enamorarse de su esposa. Pero mamá perdió el interés enseguida. Si las desgracias de otra gente no conseguían animarla, nada iba ya a conseguirlo. La mente se le había vuelto de vidrio y la vida patinaba por encima de su superficie lustrosa. Le pedí que me hiciera un retrato.
– No, Karim; hoy no -dijo con un suspiro.
Pero yo insistí e insistí. «Hazme un retrato, venga, hazme un retrato, ¡házmelo, mamá!», y dale que dale. Estaba furioso con ella. No estaba dispuesto a permitir que se abandonara a su vida triste, a la filosofía que la relegaba a los rincones oscuros del mundo. Para mamá, la vida era fundamentalmente un infierno: una se quedaba ciega, la violaban, la gente se olvidaba de felicitarla por su cumpleaños, Nixon salía elegido, el marido la dejaba por una rubia de Beckenham y, entonces, una envejecía, no podía andar, y se moría. Nada bueno cabía ya esperar de este mundo. A pesar de que esta manera de ver las cosas podía haber despertado el estoicismo, en el caso de mamá sólo había desembocado en la autocompasión. Por eso me sorprendió que por fin se decidiera a hacerme un retrato y su mano volvió a deslizarse veloz sobre el papel y sus ojos se iluminaron con una pequeña chispa de interés. Me estuve tan quieto como pude. Pero cuando mamá se levantó de la cama con gran esfuerzo y me pidió que no mirara todavía el bosquejo mientras iba al cuarto de baño, aproveché la oportunidad para examinarlo.
– Estate quieto -se quejaba, cuando se puso manos a la obra -otra vez-. Esos ojos no me salen.
¿Cómo podría hacérselo comprender? Quizá lo mejor fuera no decir nada, pero yo era un racionalista.
– Mamá -le dije por fin-. Me estás mirando a mí, a tu hijo mayor, Karim. Y, en cambio, ese retrato, y te ha salido un buen retrato, no demasiado peludo, es el retrato de papá, ¿no te das cuenta? Esa narizota, esa papada… Esas bolsas bajo los ojos son las ojeras de papá… no las mías. Mamá, esa cara no se me parece en nada.
– Bueno, cariño, padres e hijos, con el tiempo, llegan a parecerse, ¿o no? -Y me dirigió una mirada cargada de intención-. Al fin y al cabo, los dos me habéis abandonado.
– Yo no te he abandonado -me defendí-. Me vas a tener aquí siempre que me necesites. Lo que pasa es que estoy estudiando, eso es todo.
– Sí, ya sé lo que estás estudiando.
Era increíble que mi familia comentara siempre con tanto sarcasmo todo cuanto hacía.
– Estoy sola. Nadie me quiere -dijo.
– ¡Claro que te quieren!
– No, nadie se preocupa por mí. Nadie mueve un dedo para ayudarme.
– Mamá, yo te quiero -le dije-. Aunque a veces no lo demuestre.
– No -repuso, ofendida.
Me despedí con un beso, la abracé y traté de escaparme de aquella casa sin despedirme. Bajé la escalera sin hacer ruido y había conseguido ya escabullirme fuera y estaba a punto de dejar atrás el jardín cuando, de pronto, Ted salió disparado de algún rincón de la casa y me agarró. Debía de estar allí esperando, al acecho.
– Dile a tu padre que todos apreciamos lo que ha hecho. ¡A mí me ha ayudado infinitamente!
– De acuerdo, se lo diré -le dije, tratando de librarme de él.
– No se te vaya a olvidar.
– No, no, descuida.
Casi regresé corriendo al sur de Londres, a casa de Jamila. Me preparé una infusión de menta y me senté a la mesa del.salón sin hablar. Tenía la cabeza hecha un lío. Traté de concentrarme en Jamila y pensar en otra cosa. Jamila estaba sentada delante de su escritorio, como de costumbre, y una de esas vulgares lámparas de lectura le iluminaba el rostro. Un jarrón enorme con flores silvestres de color violeta y eucalipto coronaba un montón de libros de la biblioteca. Cuando uno piensa en la gente a la que más quiere normalmente suele elegir momentos como éste -tardes, semanas enteras quizá-, momentos en los que aparecen en su máximo esplendor, cuando juventud, sabiduría, belleza y serenidad se funden en una combinación perfecta. Y mientras Jamila estaba allí sentada, tarareando y leyendo, absorta, y Changez la acariciaba con los ojos, echado en su cama y rodeado de «especiales» cubiertos de polvo, o revistas de criquet y paquetes de galletas por la mitad, supe que aquél era el momento de máxima plenitud de Jamila. Yo también podría haber permanecido allí sentado, como el admirador que observa a su actriz favorita, como el amante que observa a su amada, contento de no tener que pensar en mamá y en lo que podíamos hacer por ella. ¿Puede hacerse realmente algo por la gente?
Changez dejó que me terminara mi menta, mi angustia se disipó un tanto. Entonces me miró.
– ¿Ya? -me preguntó.
– ¿Ya qué?
Changez se levantó a duras penas de la cama plegable, como quien intenta echar a andar con cinco balones de fútbol bajo los brazos.
– Ven. -Y me llevó a la cocina diminuta.
– Escúchame bien, Karim -me dijo, con un hilillo de voz-. Esta tarde voy a tener que salir.
– ¿Ah, sí?
– Sí.
Trató de darse importancia con unas muecas. Hiciera lo que hiciese siempre me divertía, y conseguir que se enfadara era uno de los pocos placeres garantizados de mi vida.
– Pues sal -le dije-. Nadie te lo impide, ¿no?
– Shhh. Voy a ver a mi amiga Shinko -me dijo, en tono confidencial-. Me va a llevar a la Torre de Londres. Y, además, he leído sobre un montón de posturas nuevas, yaar. Muy extravagantes todas, con la mujer de rodillas y el hombre detrás… Así que tendrás que quedarte aquí y distraer a Jamila.
– ¿Distraer a Jamila? -Me eché a reír-. Burbuja, a ella le da igual si estás aquí o no. Le importa un comino dónde te metas.
– ¿Qué?
– ¿Por qué iba a importarle, Changez?
– Vale, vale -dijo, a la defensiva, retrocediendo un poquitín-. Muy bien.
Pero yo seguí aguijoneándole.
– Y hablando de posturas, Changez, últimamente Anwar no me deja en paz con sus preguntas sobre tu estado de salud. -El miedo y el desaliento asomaron a su cara al instante. Era un espectáculo que no tenía precio. No era precisamente su tema de conversación favorito-. Tienes cara de estar cagado de miedo, Changez -le dije.
– ¡Ese cabrón de mi suegro me va a estropear la erección para todo el día! -se quejó-. Será mejor que me largue.
Pero yo le agarré del muñón y continué.
– ¡Estoy hasta las narices de que venga a lloriquearme por tu culpa! Tendrías que hacer algo.
– ¡Ese hijo de puta! ¿Quién se cree que soy? ¿Su criado? Yo no soy un tendero. Los negocios no van conmigo, yaar; no, no me van. Yo soy más bien del tipo intelectual, no como esos inmigrantes sin educación que vienen aquí para pasarse día y noche trabajando como esclavos hechos un pingajo. Dile que no lo olvide.
– Descuida, se lo diré. Pero, te lo advierto, tiene la intención de escribir una carta a tu padre y a tu hermano para contarles lo cerdo gordinflón y perezoso que estás hecho, Changez. Y lo sé de buena tinta porque ya me ha nombrado mecanógrafo encargado del asunto.
Changez me agarró del brazo. La alarma tensó sus rasgos.
– ¡Por el amor de Dios, no! Róbale la carta si puedes, por favor.
– Haré lo que pueda, Changez, porque te quiero como a un hermano.
– Yo también, yo también -me dijo, con afecto.
Hacía calor y estaba tendido boca arriba en la cama, completamente desnudo, con Jamila a mi lado. Había abierto de par en par todas las ventanas del piso y el aire estaba cargado de gases de tubos de escape y del alboroto de la gente sin empleo que discutía en la calle. Jamila me había pedido que la tocara, así que la frotaba entre las piernas con vaselina siguiendo sus instrucciones: «Más fuerte» y «Esfuérzate más, por favor» o «Está bien, pero estás haciendo el amor y no lavándote los dientes».
– ¿De verdad no te importa Changez en absoluto? -le pregunté haciéndole cosquillas en la oreja con la nariz.
Creo que le sorprendió que se me hubiera ocurrido una pregunta como aquélla.
– Es encantador, Changez; eso es verdad… cómo ronronea de satisfacción mientras lee y ese caminar patoso por el piso preguntándome constantemente si quiero keema. Pero me he casado con él por obligación. No me gusta que esté aquí. No veo por qué tendría que importarme.
– Pero ¿y si te dijera que te quiere, Jammie?
Jamila se sentó en la cama y me miró.
– Karim -dijo con voz apasionada, tendiendo los brazos hacia mí-, el mundo está abarrotado de gente que necesita comprensión y cuidados, gente oprimida, como los nuestros en este país racista, que tienen que hacer frente a la violencia todos los días. Son ellos los que me inspiran lástima, no mi marido. De hecho ese hombre a veces me saca de quicio. Comefuego, ¡ese hombre apenas está vivo! ¡Es patético!
Pero mientras sembraba su vientre y su pecho de esos pequeños besos que sabía que le encantaban y le mordisqueaba por todas partes, procurando que se relajara, Jamila seguía con Changez metido en la cabeza.
– Changez es fundamentalmente un parásito y un hombre sexualmente frustrado. Eso es lo que se me ocurre las pocas veces que pienso en él.
– ¿Sexualmente frustrado? ¡Pero si se acaba de ir a ver a su puta habitual! Se llama Shinko.
– ¡No! ¿En serio? ¿De verdad?
– ¡Pues claro!
– ¡Cuéntame, cuéntame!
Y así fue como le conté lo del santo patrón de Changez, Harold Robbins, lo de Shinko y el problema de las posiciones. Y entonces nos entraron ganas de probar varias posiciones, al igual que Shinko y Changez debían de estar haciendo mientras nosotros hablábamos.
– Pero ¿qué me dices de ti, Karim? -me dijo luego, mientras nos abrazábamos-. Estás triste, ¿a que sí?
Estaba triste, es verdad. ¿Cómo no iba a estarlo cuando pensaba en mamá, echada en aquella cama un día tras otro, completamente hundida porque papá la había dejado por otra mujer? ¿Iba a recuperarse algún día? Mamá tenía grandes cualidades: encanto, gentileza y buenos modales, pero ¿habría alguien capaz de apreciarlas sin herirla?
– ¿Y qué vas a hacer de tu vida, ahora que has dejado el colegio? -me preguntó Jammie de pronto.
– ¿Qué? Pero si no lo he dejado. Lo que pasa es que no voy tan a menudo. Pero hablemos de otra cosa, porque esto me deprime. ¿Qué piensas hacer ahora?
– ¿Yo? -Jammie se entusiasmó-. Pues aunque no lo parezca, todo menos perder el tiempo. Me estoy preparando a fondo. Todavía no sé para qué. Lo único que sé es que tengo la sensación de que hay que aprender una serie de cosas que un día me van a servir muchísimo para comprender el mundo.
Volvimos a hacer el amor y debíamos de estar cansados porque cuando me desperté habían pasado, por lo menos, dos horas. Temblaba de frío y Jamila dormía todavía profundamente con la mitad del cuerpo bajo la sábana. Como si caminara entre la niebla, me arrastré fuera de la cama y, al recoger la manta que estaba en.el suelo, eché un vistazo al salón y, a pesar de la oscuridad, distinguí la silueta de Changez tumbado en su cama plegable que me estaba mirando. Su cara era inexpresiva; un tanto seria quizá, pero sobre todo ausente. Tenía todo el aspecto de llevar un buen rato tumbado boca abajo. Cerré la puerta del dormitorio, me vestí a todo correr y desperté a Jamila. A menudo me había preguntado cómo iba a reaccionar en una situación como ésa, pero fue todo muy sencillo. Me escabullí de aquella casa precipitadamente, sin mirar a mi amigo, y dejé a marido mujer a solas con la sensación de haber traicionado a todo el mundo: a Changez, a mamá, a papá y a mí mismo.
– ¡No das golpe! -se quejó papá-. Eres un holgazán. Te estás destrozando la vida por capricho, lo sabes, ¿no? ¡Me parte el corazón sólo verte!
– No me grites; no lo soporto.
– ¡Pero es que tengo que hacerlo; tengo que metértelo en esa cabeza tan dura que tienes! ¿Cómo has podido suspender todos esos exámenes? ¿Cómo es posible que no hayas aprobado ni uno solo?
– Es fácil: basta con no presentarse y ya está.
– ¿Y es eso lo que has hecho?
– Sí.
– Pero, Karim, ¿por qué? Después de fingir delante de mí que ibas a presentarte a todos esos malditos exámenes. Te has marchado de casa tan campante, gracias a la seguridad que te había infundido, y ahora entiendo por qué -se lamentó con amargura-. ¿Cómo has podido hacer una cosa así?
– Porque no estoy de humor para estudiar. Todo lo que está pasando me ha trastornado demasiado. Tú que dejas a mamá y todo eso. No es precisamente una tontería. Afecta a mi vida.
– ¡No me culpes a mí si has destrozado tu vida! -dijo, pero los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Tú no te metas, Eva -dijo, al verla entrar en el salón, ante aquel griterío-. ¡Este chico es un desastre y un caso perdido! ¿Y qué piensas hacer ahora?
– Quiero pensar.
– ¡Pensar, menudo idiota! ¿Y cómo vas a pensar si no tienes cerebro?
Sabía que iba a terminar así y casi me había preparado para ello. Pero su desdén era como un tifón que barría mi sangre fría y mis ideas. Me sentí peor que nunca. Y luego a papá le dio por ignorarme. Ya no podía ir a dormir a casa de Jamila porque no me atrevía a mirar a Changez a la cara, de modo que tenía que ver a papá todos los días y soportar sus lamentaciones. No sé por qué se lo tomaba tan a pecho. ¿Por qué tenía que afectarle tanto? Se comportaba como si tuviéramos una vida en común. Yo venía a ser su media naranja, una especie de apéndice, y en lugar de complementarle le había salpicado de mierda.
Así que me llevé una sorpresa el día que fui a abrir la puerta de casa de Eva y me encontré allí a tío Ted de pie con la caja de herramientas en la mano, mono verde y una sonrisa que le iluminaba todo el rostro. Entró en el vestíbulo con paso decidido y sus ojos de experto recorrieron las paredes y techos. Eva salió y le saludó como quien recibe a un artista que acaba de regresar de un árido destierro; un Rimbaud de África. Estrechó su mano entre las suyas y se miraron fijamente a los ojos.
Papá le había contado a Eva lo genial que era Ted entre los constructores, cómo había cambiado, y que al negarse a trabajar estaba desperdiciando su talento. Aquello puso a Eva sobre aviso y se apresuró a organizar una cena fuera para los tres. Después de cenar, fueron a un club de jazz de King's Road -fue la primera vez que Ted vio paredes de color negro- y fue allí donde Eva propuso muy astutamente a papá:
– Creo que ya es hora de que nos vayamos a vivir a Londres, ¿no?
– Me gusta Beckenham, es tranquilo y nadie te toca las pelotas -repuso papá, pensando que con aquello quedaba zanjada la discusión, como cuando hablaba con mamá.
Pero la cosa no terminó ahí y, entre una y otra pieza de jazz, Eva hizo una oferta a Ted: ven y déjame la casa preciosa, Ted. Pondremos discos swing y beberemos margaritas. Será como si no trabajaras. Ted cogió al vuelo la oportunidad de trabajar con Eva y papá; en parte por curiosidad -por ver lo que la libertad había hecho de papá y qué podía hacer de él- y en parte por recobrar el apetito por el trabajo. Pero todavía había que dar la noticia a tía Jean. Esa era la parte más difícil.
Tía Jean se encontró de pronto frente al dilema. Se trataba de un trabajo, de trabajo remunerado, semanas y semanas de trabajo por delante y, además, Ted tenía unas ganas locas de hacerlo. Estaba listo para ponerse manos a la obra; pero la contratante era una enemiga de Jean, una mujer terrible, mutilada y ladrona de hombres. Jean lo estuvo meditando un día entero mientras nosotros conteníamos la respiración. Por fin solucionó el problema y accedió a dejar trabajar a Ted bajo la condición de que nadie se lo dijera a mamá y siempre que Ted hiciera un informe completo a Jean después de cada jornada y le contara lo que estaba ocurriendo entre papá y Eva con pelos y señales. Aceptamos sus condiciones y hasta se nos ocurrieron algunas obscenidades que Ted podía contar a Jean.
Eva sabía perfectamente lo que quería: quería transformar la casa de arriba abajo, centímetro a centímetro, y estar rodeada de gente dinámica y habilidosa. Nos pusimos manos a la obra de inmediato. Con gran alivio, abandoné cualquier pretensión de hacerme el listillo y me convertí en un místico ayudante de peón. Yo me ocupaba de la carga, la descarga y la demolición; Eva era la parte pensante y Ted se encargaba de que todo se hiciera de acuerdo con sus instrucciones. Papá se mostraba muy quisquilloso y trataba de eludir el desorden de las reformas. Un día hasta nos echó una maldición árabe: «¡Que caigan sobre vosotros los constructores!» Ted le contestó con una réplica que encerraba un oscuro pensamiento que creyó que iba a encantar a papá: «Haroon: estoy besando la alegría al vuelo», dijo arremetiendo contra una pared con el martillo.
Los tres nos compenetrábamos de maravilla, estábamos entusiasmados y juguetones. Eva se había vuelto excéntrica: cada vez que había que tomar una decisión, a Ted y a mí nos tocaba a menudo esperar, mientras Eva, en su retiro del piso de arriba, meditaba acerca de la forma exacta de la galería o daba vueltas a las dimensiones de la cocina. La solución tenía que surgir de su inconsciente. Supongo que no era tan distinto de lo que ocurría en un libro que estaba leyendo, Padre e hijo, de Edmund Gosse, en el que el padre rezaba siempre antes de tomar una decisión crucial y esperaba el consejo de Dios.
Antes del almuerzo, Eva nos hacía salir al jardín, donde hacíamos flexiones y ejercicios, nos sentábamos con la espalda bien derecha y respirábamos alternativamente por una y otra ventana de la nariz, antes de comernos la ensalada y la fruta. Ted se volcaba en los ejercicios con el entusiasmo de un chiquillo. Se aficionó a la posición cobra como si la hubieran inventado especialmente para él. Contrariamente a lo que me ocurría a mí, parecía disfrutar haciendo el idiota, convencido de que era un hombre nuevo y franco. Eva nos incitaba a jugar; pero también era una jefa astuta. Trabajábamos a sus órdenes porque nos era simpática, pero Eva no aguantaba la holgazanería: era una perfeccionista redomada, tenía buen gusto y sólo quería los mejores materiales, cosa insólita en el extrarradio, donde las casas eduardianas y victorianas por lo general eran desmontadas y destripadas sólo para luego volver a llenarlas de contrachapados y fórmicas.
Por fin pintamos la casa de color blanco, habitación por habitación. «El blanco es el único color para una casa», nos anunció Eva. Sacamos brillo a los oscuros suelos de madera y pintamos las persianas de verde. Para enfado de Ted, restauramos las chimeneas negras de hierro forjado que él se había pasado la vida entera arrancando de cuajo para que mujeres como mi madre no tuvieran que levantarse en las gélidas mañanas a encender el fuego de rodillas.
Cuando tía Jean servía el té a Ted de mala gana después de la jornada de trabajo -pastel de carne con patatas fritas, o un buen bistec con salsa tártara (todavía no tenía el coraje de hacerse vegetariano) – se sentaba a la mesa frente a él con una bebida bien cargada y le exigía que le contara hechos sobre Eva y papá.
– ¿Y qué le contaste anoche, tío Ted? -le preguntaba al día siguiente mientras trabajábamos.
Pero ¿qué le iba a contar? No podía imaginarme a Ted reflexionando acerca de la naturaleza del estado de felicidad de Eva y papá o contándole cómo andaban siempre tratando de bajarse los pantalones del chándal el uno al otro o jugando a ver quién acertaba más veces en el cubo de la basura con un palo de piruleta en diez lanzamientos.
A lo mejor era más concreto y le hablaba de lo que solía ver al llegar por las mañanas: Eva con su pijama de seda azul y su bata roja, gritando y riendo, dándome órdenes para el desayuno y leyendo los periódicos en voz alta. En los viejos tiempos, mamá y papá solían comprar el Daily Mirror y ya está; en cambio, a Eva le gustaba dejar desparramados por la casa por lo menos cinco periódicos y tres revistas diariamente, y hojeaba el Vogue, el New Statesman y el Daily Mirror antes de echarlos todos a la papelera que tenía junto a la cama. Quizá Ted contara a Jean los paseos que solíamos dar los cuatro cuando Eva se hartaba de trabajar y puede que le hubiera hablado también de aquella vez en que a Eva le dolían tanto los pies que paró un taxi… gesto que tanto a papá, a Ted como a mí nos pareció una total decadencia romana. Dimos una vuelta de dos horas por el sur de Londres; Eva bebía Guinness y se asomaba a la ventanilla para saludar mientras pasábamos por Old Kent Road, parábamos junto al famoso local que albergara el consultorio del doctor Lal y frente a la sala de baile del amor, donde mamá y papá se habían conocido y enamorado. Pero dudo que Ted tuviera ocasión de hablar a Jean de todas estas alegrías y diversiones. No era precisamente lo que Jean deseaba oír. En realidad, eso no le servía.
Sin embargo, Ted y yo no andábamos siempre metiendo la nariz en los intrincados recovecos de este nuevo amor, claro está; sobre todo porque papá y Eva pasaban muchas noches al otro lado del río, en el mismo Londres, para ir al teatro a ver obras que levantaban mucha polémica, al cine a ver películas alemanas, asistir a conferencias de marxistas o a fiestas de clase alta. El antiguo amigo de Eva, Shadwell, empezaba a hacerse un nombre como director teatral desde su puesto de ayudante de la Royal Shakespeare Company, organizaba talleres sobre Beckett y ponía en escena obras de Artaud y de nuevos dramaturgos en locales marginales. Eva le había ayudado en uno de esos espectáculos y se había encargado del vestuario. Eva se divertía de lo lindo con esas cosas y acabó por ir con papá y Shadwell a cenas y fiestas en las que se codeaban con todo tipo de gente (bastante) importante, no esa clase de personajes que conocíamos del extrarradio, sino gente importante de verdad: gente que escribía y dirigía obras de teatro en lugar de limitarse a hablar de ello. Eva nunca se hartaba de esas cosas, hablaba de decoración de interiores con la gente más acomodada, gente que se compraba casas en el campo continuamente, y sabía cómo conseguir que la apreciaran.
¡Qué elegantes y guapos estaban cuando iban a Londres para estas veladas! Papá con sus trajes y Eva con chales, sombreros y zapatos y bolsos carísimos. Estaban radiantes de felicidad. Entonas yo me paseaba por la casa vacía, llamaba a mamá para charlar un rato y, a veces, me tumbaba en el suelo de la buhardilla de Charlie y me preguntaba qué estaría haciendo y si lo estaría pasando bien. Papá y Eva solían regresar a casa ya tarde; entonces, me levantaba y, mientras se desnudaban antes de acostarse, les escuchaba contar lo que había dicho fulanito a menganito sobre la última obra de teatro, novela o escándalo sexual. Eva bebía champán y miraba la televisión desde la cama, cosa que me resultaba chocante, y por lo menos una vez a la semana nos anunciaba que estaba decidida a llevarnos a todos a Londres definitivamente. Papá, mientras tanto, comentaba la obra y decía que el escritor no se podía ni comparar con Chéjov. Chéjov era, sin lugar a dudas, su escritor favorito, y papá repetía siempre que las obras y cuentos de Chéjov le recordaban la India. Yo no alcanzaba a comprender por qué, hasta que me di cuenta de que la inutilidad, indolencia y anhelos de los personajes de Chéjov eran rasgos típicos de los adultos que había conocido de pequeño.
Pero una de las cosas sobre las que Jean y Ted debían de hablar por fuerza era de dinero. Hasta a mí empezaba a preocuparme. Aquella casa sufría una especie de hemorragia de dinero. A diferencia de mamá, que daba siempre por sentada su escasez crónica, Eva compraba todo cuando le venía en gana. Cuando entraba en una tienda y veía algo que le llamaba la atención -un libro de dibujos de Matisse, un disco, un par de pendientes yin y yang, un sombrero chino- lo compraba sin pensarlo dos veces. No la embargaba la angustia ni el sentimiento de culpabilidad, como nos ocurría a todos nosotros. «Me lo merezco -solía decir-. Fui muy desdichada con mi marido y no pienso volver a serlo.» Nadie podía pararle los pies. Un día que estábamos pintando una pared juntos hice un comentario acerca de ese modo de derrochar, pero ella me hizo callar enseguida.
– Cuando se nos acabe el dinero, conseguiré más -dijo.
– Pero ¿de dónde vas a sacarlo, Eva?
– ¿No te das cuenta, Karim? ¡El mundo está repleto de dinero! ¿No has visto cómo llueve por todo el país?
– Sí, lo he notado, Eva; pero sobre esta casa no llueve ni una gota.
– Cuando nos haga falta, ya conseguiré que llegue hasta aquí.
– Tiene razón -dijo papá, con la autoridad del maestro cuando ese mismo día le repetí lo que Eva había dicho, tratando de hacerle comprender que me parecía una locura-. Para atraer montones de dinero hay que estar en el estado mental adecuado.
Viniendo de alguien que nunca había alcanzado el estado mental adecuado para atraer magnéticamente otra cosa que no fuera su sueldo -dinero al que Anwar se refería invariablemente como «ingresos inmerecidos»- me pareció de lo más gracioso. Pero el amor y Eva habían allanado el terreno para que papá recobrara la confianza en sí mismo y prácticamente brincaba de alegría, cosa que me hacía sentir un conservador redomado.
Papá inició de nuevo sus sesiones de gurú sobre taoísmo y meditación. Se celebraban en casa una vez por semana igual que antes, sólo que esa vez Eva insistió en que la gente pagara por asistir. Papá contaba con un puñado nutrido de jóvenes seguidores asiduos y convencidos de que le adoraban -estudiantes, psicólogos, enfermeras y músicos-, algunos de los cuales solían llamar o presentarse en casa a altas horas de la noche presas de pánico o de miedo, lo que demuestra hasta qué punto dependían de la bondad de aquel hombre que sabía escucharles. Para los que querían entrar a formar parte del grupo había una lista de espera. Los días en que se celebraban las reuniones, pasaba la aspiradora, encendía varillas de incienso y, como un maître, me encargaba de recibir a los invitados y de servirles dulces indios. Eva insistió mucho en que papá mejorara el servicio: por la mañana temprano, antes de ir al trabajo le hacía leer libros de la biblioteca sobre esoterismo y, mientras tomaban el desayuno, le hacía preguntas con el mismo tono de voz con el que probablemente habría preguntado otras veces a Charlie por sus deberes de dibujo técnico: «¿Qué has aprendido esta mañana?»
Eva conocía a un señor que trabajaba en el periódico local, el mismo periodista de espíritu cooperador que había sacado a Charlie en la portada del Bromley and Kentish Times, y consiguió que entrevistara a papá. Fue así como papá apareció fotografiado con chaleco rojo y pijama indio sentado en un cojín dorado. Esta fama repentina dejó impresionados a sus compañeros de tren, y papá me contaba encantado cómo le señalaban con el dedo en el andén número dos. El hecho de que todo el mundo le reconociera por haber conseguido algo en la vida subió muchísimo la moral de papá, porque antes de conocer a Eva ya había empezado a considerarse un fracasado de vida deprimente. Sin embargo, para sus compañeros de oficina no era más que un indio perezoso sin ascenso que había abandonado esposa e hijos. Los empleados con los que trabajaba le miraban mal: se burlaban de él a sus espaldas y delante de sus narices. En la fotografía que apareció en el periódico dibujaron un bocadillo que le salía de la boca en el que se leía: «El oscuro misterio de la vida desentrañado por un charlatán de feria… a expensas del dinero del contribuyente.» Papá empezó a hablar de dejar su empleo. Eva le decía que hiciera lo que creyese mejor, que ella iba a mantenerlos a los dos… a base de amor, seguramente.
Dudo que Ted le contara esas cosas a tía Jean o que le hablara de otras manifestaciones del amor que llenaban nuestras horas, como las de Eva, por ejemplo, que imitaba los gruñidos, suspiros, resoplidos y lamentos que salpicaban la conversación de papá aquí y allá. Ted y yo la pillamos un día en aquella cocina desvencijada repasando toda su sinfonía de ruiditos como una madre que se complace en repetir con orgullo las primeras palabras de su criatura. Papá y Eva eran capaces de pasarse horas y horas hablando de las cosas más banales, como por ejemplo del carácter de la gente que papá conocía en el tren, hasta que me sentía en la obligación de gritarles: «¿De qué demonios estáis hablando?» Tan absortos habían estado en su conversación que solían mirarme sorprendidos. Supongo que lo que decían no debía de tener tanta importancia; las palabras eran como una caricia, un intercambio de flores y besos. Eva no podía salir de casa sin regresar diciendo: «¡Eh, Haroon, he encontrado una cosa que te va a gustar!»… un libro sobre jardines japoneses, una bufanda de seda, una pluma Waterman, un disco de Ella Fitzgerald y, un día, una cometa.
Ante semejante espectáculo empezaba a tener mi propia y resentida teoría acerca del amor. El amor tenía que ser por fuerza algo mucho más generoso que aquella especie de alegre egotismo à deux. El amor se transformaba en sus manos en un cabrón mezquino, avasallador y egoísta que vivía a expensas de una mujer que en ese momento estaba echada en una cama en casa de tía Jean y cuya vida carecía ya de importancia. La desdicha de mamá era el precio que papá había decidido pagar a cambio de la felicidad. ¿Cómo podía haber hecho algo así?
Para ser justos con él, hay que reconocer que la desdicha le tenía obsesionado. Eva discutía de ello a menudo y decía que papá era demasiado indulgente. Pero, honestamente, ¿cómo iba a ser de otra manera? A veces, estábamos viendo la televisión o simplemente comiendo y una oleada de remordimientos le ensombrecía el rostro. Los remordimientos, el sentimiento de culpabilidad y la pena lo consumían. Había tratado tan mal a mamá, nos decía. Ella le había dado tanto… se había preocupado por él, le había dado su amor y ahora él estaba sentado cómodamente en casa de Eva, radiante de alegría y esperando con impaciencia el momento de acostarse.
– Me siento como un delincuente -le confesó a Eva una vez con la mayor de las inocencias en un momento de despiste que la verdad aprovechó para asomar la cabeza-, ¿sabes? Como alguien que vive la mar de feliz con el dinero que ha conseguido a costa de crímenes atroces.
Eva no pudo contener sus gritos y papá no supo entender lo inesperada y cruelmente que la había herido. Eva se comportaba de un modo irracional.
– ¡Pero si tú no la quieres! ¡No estabais hechos el uno para el otro! Os ahogabais mutuamente. ¿O acaso no estuvisteis juntos lo suficiente para darte cuenta de eso?
– Podría haber hecho más -se lamentaba-, esforzarme más. Ella no se merecía que le hicieran tanto daño. Yo no creo en la gente que abandona a los demás.
– ¡Esos remordimientos nos van a amargar la existencia!
– Forman parte de mí…
– Por favor, bórralos de tus pensamientos.
Pero ¿cómo iba a borrarlos? Si le llovían encima como un chaparrón sobre un tejado de zinc, que va estropeándolo, oxidándolo y corroyéndolo día a día. Y a pesar de que no volvieron a hacer más comentarios casi inocentes de ese estilo, y a pesar de que papá y Eva siguieron queriendo hacer el amor a todas horas, y que la pillaba con sus risitas tontas haciendo idioteces con él -como por ejemplo cortándole los pelillos de las orejas y la nariz con un par de tijeras enormes-, había expresiones que escapaban a cualquier intento de autocontrol, expresiones que me convencían de que sólo era capaz de una felicidad corrupta.
Quizá fue precisamente con la esperanza de librarlo de ese chaparrón por lo que Eva puso en venta la preciosa casita blanca decorada por Ted tan pronto como estuvo terminada. Había decidido llevarse a papá. Buscaría un piso en Londres. Los días del extrarradio se habían acabado: eran un punto de partida. Quizá Eva pensaba que un cambio de aires le quitaría a mamá de la cabeza, pero bastó que los tres estuviéramos en High Street metidos en el coche de Eva para que papá arrancara en sollozos desde su asiento trasero.
– ¿Qué te pasa? -le pregunté-. ¿Te ha ocurrido algo?
– Era ella -repuso-. Me ha parecido ver a tu madre entrar en una tienda. Estaba sola y no quiero que esté sola.
Papá no hablaba con mamá por teléfono y tampoco la veía, porque consideraba que a la larga iba a ser lo mejor. Aun así, llevaba fotografías de ella metidas en todos los bolsillos de la chaqueta, se caían de los libros en el momento más inoportuno y entristecían a Eva. Cada vez que quería preguntarme por mamá, papá y yo teníamos que meternos en otra habitación, lejos de ella, como si fuéramos a hablar de algo vergonzoso.
En eso de dejar la casa y mudarnos a Londres, Eva iba también en pos de Charlie, que rara vez estaba ya con ella. Para él estaba claro también que el antiguo vecindario era un punto de partida, el principio de una nueva vida. Después de eso, marcharse o pudrirse. A Charlie le gustaba dormir un día aquí y otro allá, sin las ataduras de las pertenencias y sin vivir en un sitio fijo, acostándose con quien le apetecía. A veces, hasta ensayaba y componía canciones. No vivía en un frenesí desesperado, sino emocionado ante una vida tan intensa. A veces, me levantaba por las mañanas y me lo encontraba en la cocina atracándose con un hambre feroz, como si no supiera de dónde iba a salir el siguiente bocado, como si cada día fuera una aventura que podía terminar quién sabe dónde. Y luego se marchaba.
Papá y Eva iban a todos los conciertos de Charlie, ya fueran en escuelas de arte, pubs o pequeños festivales en campos fangosos, y Eva se pasaba el rato contorsionándose y vitoreando cerveza en mano. Papá, en cambio, se mantenía en un segundo plano, parpadeando continuamente, fastidiado por el alboroto, el gentío y el loco baile de San Vito sobre cuerpos inertes de jóvenes en estado comatoso sumergidos en charcos de cerveza. Le entristecía el desencanto que veía, las ropas apestosas, las alucinaciones que terminaban en pesadillas, los quinceañeros que desaparecían a bordo de ambulancias, ese hacer el amor sin amor a diestro y siniestro y las tristes huidas lejos de la familia que terminaban en ocupaciones de casas sórdidas de Herne Hill. Habría preferido quedarse en casa y dar consejo a alguno de sus discípulos -a la entusiasta Fruitbat, quizá, o a su eternamente sonriente compañero, Chogyam-Jones, que iba vestido con una especie de alfombra china- porque sus halagos le resultaban cada vez más necesarios. Con todo, papá acompañaba a Eva siempre que le necesitaba. No cabía duda de que disfrutaba de la vida mucho más que antes, así que cuando Eva anunció por fin que nos mudábamos a Londres admitió que era lo mejor.
Mientras embalábamos los bártulos de la buhardilla, papá y yo hablamos del problema de Charlie. Charlie sabía perfectamente que su grupo no tenía nada de especial. Su única baza era aquel impresionante cantante-guitarrista, de pómulos delicados y pestañas de niña, al que le pedían que posara para las revistas de moda, pero no que actuara en el Albert Hall. El fracaso había convertido a Charlie en un arrogante. Había adquirido la costumbre de llevar un libro de poemas metido siempre en el bolsillo, que abría en el momento más inesperado como quien echa un traguito de lo sublime. Era de una afectación insufrible, digna de un estudiante de Oxford, sobre todo porque era capaz de hacerlo en plena conversación, como había demostrado hacía poco en ocasión de un concierto en una universidad: el presidente de la asociación le estaba hablando cuando, de pronto, la mano de Charlie hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó el libro de marras, lo abrió y, mientras el pobre hombre le miraba sin dar crédito, Charlie se bebió una buena jarra del cálido sur.
Iba despistado, el chico. Pero Eva se había emperrado desde el principio en que era el genio personificado, una auténtica belleza y que Dios le había concedido talento hasta en la polla. Era un Orson Welles… como mínimo. Y, claro, estar al corriente ya de tan antiguo de su condición divina le había afectado hasta en lo más recóndito de su personalidad. Era orgulloso, desdeñoso, evasivo y generoso con según quién. Se empeñaba en dar a entender a los demás que, muy pronto, una poesía que dejaría al mundo deslumbrado saldría catapultada de su cabeza, como había ocurrido ya con otros chavales ingleses: Lennon, Jagger, Bowie. Al igual que André Gide, que de joven esperaba que la gente le admirara por los libros que tenía la intención de escribir en un futuro, a Charlie empezó a gustarle que se le valorara en diversos círculos por lo que prometía. Sin embargo, se ganaba ese aprecio a base de un encanto que a menudo se confundía con el talento. Creo que incluso habría podido seducirse a sí mismo.
Pero ¿en qué consistía ese encanto? ¿Cómo había conseguido tenerme seducido tanto tiempo? Habría hecho cualquier cosa por Charlie y, de hecho, en aquel momento estaba clasificando veinte años de su vida. Con todo, no era el único que tenía esa debilidad por él. Muchos habrían dicho que sí incluso antes de que les pidiera algo. ¿Cómo lo conseguía? Ya había tenido ocasión de estudiar diversas clases de encanto. Estaban los que eran arrebatadores, pero no tenían ni pizca de talento. Luego estaban los que tenían poder, pero carecían de otras virtudes. Aunque, por lo menos, el poder era obra de uno, no como los pómulos delicados. Luego estaban los que cautivaban con sus palabras y, por encima de ellos, había los que además lograban hacer reír. Otros te dejaban maravillado con su inteligencia y cultura, lo cual, además de ser toda una hazaña, era entretenido.
Charlie tenía una pizca de todo eso: era un jugador completo. Pero su punto fuerte era la habilidad que demostraba para hacer que te maravillaras contigo mismo. La atención que te prodigaba, cuando te la prodigaba, era total y absoluta. Sabía cómo mirarte como si fueras la única persona que le había interesado en la vida. Te preguntaba por tu vida y parecía saborear todas y cada una de las palabras de la conversación. Era un maestro en el arte de escuchar, y sabía hacerlo sin cinismos. El único problema que eso le acarreaba era que los neuróticos no le dejaban en paz. Nadie quería escucharles, pero Charlie, pongamos por caso, se había dignado a hacerlo una vez y ya no podían olvidarle. A lo mejor se habría acostado con ellos también. Eva procuraba quitárselos de encima diciendo que, si era urgente, podían dejarle un mensaje. Y Charlie aprovechaba para salir huyendo por la parte de atrás, mientras los otros se pasaban el día entero esperándole apostados en la entrada.
Después de haberlo visto en funcionamiento durante tanto tiempo, empecé a considerar el encanto de Charlie como un método infalible para entrar a robar en casas ajenas después de haber convencido a sus propietarios de que lo invitaran a uno a pasar. Era robar, de eso no cabía duda: había cosas de los demás que quería para sí. Las cogía y listo. Era una manera de actuar falsa y manipuladora, pero me tenía admirado. Solía tomar notas de su técnica, porque surtía efecto, especialmente con las chicas.
Con todo, nada de eso era inofensivo. No. Charlie pertenecía a la clase de seductor más cruel y letal. El exigía con amenazas no sólo sexo, sino amor, lealtad, amabilidad y estímulo, antes de marcharse. Con gusto habría puesto en práctica este arte, pero me faltaba un ingrediente fundamental: la voluntad de hierro de Charlie y su deseo arrollador por poseer todo cuanto le llamaba la atención. No os vayáis a confundir: tenía una ambición sin límites; pero sabía que eso no iba a llevarle a ninguna parte y se sentía frustrado. Era consciente de que el tiempo pasaba sin remedio y de que, a fin de cuentas, no era más que un miembro de un grupo cualquiera de rock'n'roll llamado Mustn't Grumble que sonaba como Hawkwind.
Charlie raramente veía a su padre cuando éste era un sufrido y triste personaje que vivía con su madre. Pero cuando Charlie estaba en casa de Eva se pasaba horas enteras con mi padre y le contaba la verdad. Juntos elucubraban sobre las posibilidades del talento de Charlie. Papá le hizo mapas del subconsciente; le aconsejó rutas y velocidades, la ropa que debía llevar para el viaje y cómo tenía que sentarse al volante cuando se adentrara en los terrenos inexplorados del interior. Y, durante días y días, espoleado por grandes expectativas, Charlie trabajó mucho para arrancar un pedazo de belleza a su alma…, en mi opinión (y para mi alivio) totalmente en vano. Sus canciones continuaban siendo una mierda.
Darme cuenta de eso requirió su tiempo, porque el cariño que sentía por Charlie me impedía mirarlo con objetividad. pero cuando descubrí su punto débil -ese deseo de pertenecer al club de los llamados Genios- supe que lo tenía en un puño. Si hubiera querido, me habría podido vengar de él, pero era un poder de tres al cuarto con el que sólo habría conseguido ganarme un amargo reproche para mi vida sin sentido.
A veces decía a Eva que quería ser fotógrafo, otras actor, o periodista, preferentemente corresponsal de guerra en el extranjero, en Camboya o Belfast. Sabía que odiaba la autoridad y que me dieran órdenes. Trabajar con Ted y Eva me había gustado, porque siempre me dejaban hacer más o menos lo que se me antojaba. Pero mi objetivo más apremiante era entrar en Mustn't Grumble como guitarra rítmica. Al fin y al cabo, no tocaba tan mal. Cuando se lo propuse a Charlie, casi se murió de risa.
– Pero tengo un trabajo que te cae al pelo -me dijo.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál?
– Empiezas el sábado -se limitó a contestar.
Y así fue como empecé a trabajar montando y desmontando encenarios para Mustn't Grumble. Todavía era un cero a la izquierda, pero ya estaba en la situación de atacar a Charlie cuando llegara el momento apropiado.
Y una noche, después de la actuación en una escuela de arte, se presentó ese momento apropiado mientras estaba cargando el equipo en la furgoneta. Había oído a papá y a Eva analizar su actuación como si se tratara del concierto de despedida de Miles Davis. Charlie pasó por mi lado con una chica colgada del brazo que llevaba las tetas fuera y, para hacerse el gracioso delante de ella, me dijo:
– Date prisa, Karim, cursilón afeminado, mariquita. Tráeme el ácido al camerino y no tardes.
– Pero ¿a qué viene tanta prisa? -repuse-. No vas a ninguna parte: ni como grupo, ni como persona.
Charlie me miró desconcertado, mientras se acariciaba y atusaba el pelo como de costumbre, sin saber si estaba bromeando o no.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Listo: lo tenía en un puño. Se iba a enterar.
– ¿Qué quiero decir?
– Sí -repuso.
– Pues que para llegar a alguna parte hay que tener talento Charlie. Hay que tener algo aquí arriba. -Y me di unos golpecitos en la frente-. Y a la vista está que un farsante como tú no lo tiene. Eres guapo y todo lo demás, eso hay que reconocerlo; pero lo que haces no me maravilla, y yo necesito que las cosas me maravillen. Ya me conoces. Me tienen que dejar prácticamente sin aliento, y no me dejas sin aliento en absoluto. Nada de eso.
Charlie se me quedó mirando un momento, pensativo. La chica empezó a tirarle del brazo.
– No sé de qué me hablas -dijo por fin-. De todos modos, el grupo se separa y lo que tengas tú que decir al respecto me trae sin cuidado.
Charlie me volvió la espalda y se marchó. Al día siguiente volvió a esfumarse. Se acabaron los conciertos. Papá y yo terminamos de embalar todas sus cosas.
Ya en la cama, antes de dormir, fantaseé sobre Londres y lo que iba a hacer allí cuando la ciudad me perteneciera. Londres tenía un sonido propio, el de la gente que tocaba los bongos en Hyde Parle, pero también el de los teclados de «Light My Fire» de los Doors. Había jóvenes que llevaban capas de terciopelo y vivían una vida libre y centenares de negros por todas partes, así que no iba a sentirme como un bicho raro; había librerías con montones de revistas impresas sin caracteres en mayúscula y sin el engorro burgués de los puntos; tiendas que vendían todos los discos que uno pudiera desear; fiestas con chicas y chicos a los que no conocías y que te llevaban arriba para acostarse contigo todo tipo de drogas. Ya veis, no le pedía demasiado a la vida; hasta ahí llegaban mis aspiraciones. Cuando menos, mis metas eran claras y sabía lo que quería. Tenía veinte años y estaba dispuesto a todo.