Segunda parte . En la ciudad

9

El piso de West Kensington en realidad era sólo tres habitaciones espaciosas, muy elegantes en sus tiempos, de techos tan altos que a menudo me quedaba pasmado ante las dimensiones de las habitaciones, como si estuviera en una catedral abandonada. Con todo, los techos eran lo más interesante del piso. El lavabo estaba al fondo del vestíbulo y tenía el ventanuco roto, a través del cual las ráfagas de viento te azotaban el trasero. El piso había pertenecido a una mujer polaca que había vivido allí de niña, y que lo había alquilado a estudiantes durante los últimos quince años. A su muerte, Eva lo compró tal como se encontraba, con muebles incluidos. Las habitaciones estaban decoradas con molduras medio desconchadas y timbres de campanilla con mangos de hierro para llamar a los criados que solían ocupar el sótano, en el que entonces vivía el manager de Thin Lizzy, un hombre que, según las informaciones de Eva, tenía la desgracia de tener vello hasta en la espalda. De esas paredes tristonas y descoloridas colgaban espejos rotos y oscuros y cuadros enormes y ennegrecidos, que iban desapareciendo sistemáticamente, uno a uno, cada vez que salíamos, y eso que no había otros indicios de robo. Lo que más pasmado me tenía era que Eva ni siquiera se inmutara.

– Eh, creo que ha desaparecido otro cuadro -le dije un día.

– Ah, bueno, así tendremos más sitio para otras cosas -repuso.

Por fin reconoció que era Charlie quien los robaba para venderlos, y ya no se habló más del asunto.

– Por lo menos tiene iniciativa -le defendió-, ¿Acaso Jean Genet no fue también ladrón?

Unos tabiques subdividían aquellos grandes salones en habitacioncitas más pequeñas y una cocina a la que daba el baño. Era el típico piso de estudiante: un cuchitril inmundo y sórdido, con linóleo en el suelo y grandes flores secas blancas que se cimbreaban sobre la chimenea de mármol. El espacio que quedaba libre en las habitaciones estaba atestado de engorrosos muebles marrones desvencijados y, como ni siquiera había una cama para mí tenía que dormir en el sofá del salón. A veces Charlie, que tampoco tenía donde dormir, se acostaba en el suelo, a mi lado.

Papá se quedó mirando el piso con asco. Eva no le había dejado verlo antes y lo había comprado con prisas, cuando vendimos la casa de Beckenham y tuvimos que marcharnos.

– ¡Dios mío! -se lamentó papá-. ¿Cómo podemos haber venido a parar a semejante antro?

No quería ni sentarse, por si una araña salía disparada de un sillón. Eva tuvo que coger bolsas de plástico grapadas entre sí y cubrir una de las sillas para que fuera lo suficientemente higiénica para acomodar su trasero. Aun así, Eva estaba contenta.

– Veréis el partido que se le puede sacar a esto -repetía, mientras recorría las habitaciones y papá se quedaba pálido por momentos.

Eva le abrazó en medio de la habitación y le besó una y otra vez, por miedo a que perdiera los ánimos y la confianza en ella, y empezara a echar de menos a mamá.

– ¿Qué te parece? -preguntó papá, volviéndose hacia mí, su otra preocupación.

– Me encanta -repuse y eso pareció agradarle.

– Pero ¿crees que será bueno para él? -preguntó a Eva.

– Sí -dijo Eva-. Yo le cuidaré -añadió con una sonrisa.

La ciudad me abrió las ventanas al horizonte de par en par. Sin embargo, el hecho de estar metido en un lugar tan animado, ajetreado y espléndido, que ofrecía tantas posibilidades, me infundía una sensación de vértigo: no tenía por qué ayudarme necesariamente a aprovechar esas oportunidades. Seguía sin tener la menor idea de lo que iba a hacer. Me sentía a la deriva y perdido entre la multitud. Todavía no me había hecho del todo con el funcionamiento de las cosas en la ciudad, pero empezaba a averiguarlo.

West Kensington era un barrio formado por hileras y más hileras de edificios de cinco plantas de estuco descascarillado, divididos en dormitorios que ocupaban mayoritariamente estudiantes extranjeros, gente que estaba de paso y personas pobres que ya llevaban años viviendo allí. La línea de metro de District desaparecía bajo tierra hacia la mitad de Barons Court Road, y sus vagones avanzaban paralelos a esa calle en dirección a Charing Cross para aparecer luego en el East End, de donde procedía tío Ted. A diferencia del extrarradio, donde no había vivido nadie de renombre -salvo H. G. Wells-, aquí uno tropezaba con VIPs a cada paso. Gandhi había vivido en una habitación de West Kensington, el célebre propietario Rachman alquilaba un apartamento a la joven Mandy Rice-Davies en la calle vecina; Christine Keeler iba allí a tomar el té; terroristas del IRA vivían amontonados en habitaciones minúsculas y, cuando se reunían en los pubs de Hammersmith, entonaban «Arms for the IRA» a la hora de cerrar. Hasta Mesrine había tenido una habitación junto a la estación de metro.

Así que eso era Londres, y nada me gustaba más que pasarme el día entero paseando por mis nuevos dominios. Londres se me aparecía como una casa enorme de cinco mil habitaciones, todas distintas; lo único que había que procurar era averiguar cómo se comunicaban entre sí para poder pasar de una a otra. Hacia Hammersmith estaba el río con sus bares, animados con el griterío de clase media y también los jardines recoletos que ribeteaban el río a lo largo de Lower Malí y los paseos sombreados del camino de sirga hasta Barnes. Esta parte del oeste de Londres era como el campo para mí; pero sin sus inconvenientes: ni vacas ni campesinos.

Muy cerca estaba el carísimo Kensington, donde las damas adineradas iban de compras y, apenas a un paso, se encontraba Earls Court con sus prostitutas de caras aniñadas, hombres y mujeres, que andaban siempre discutiendo y dándose empujones en los bares, sus travestis, drogadictos y timadores, y mucha gente despistada. Había hoteluchos que apestaban a semen y a desinfectante, agencias de viaje australianas, tiendas de bengalíes casi enanos que estaban abiertas toda la noche, bares con mucho cuero negro, maricas regordetes y bigotudos que intercambiaban misteriosos signos en la puerta y forasteros de ojos ávidos y dinero que vagaban sin rumbo. En Kensington nadie lo miraba a uno; en Earls Court, te miraba todo el mundo con ojos del que se pregunta qué te podrá quitar.

West Kensington, sin embargo, era un área fronteriza en la que la gente repostaba antes de dar el gran salto, o se quedaba atascada para siempre. Era un barrio tranquilo, de pocas tiendas -ninguna interesante- y restaurantes que abrían sus puertas con optimista guirnaldas y muchas invitaciones para la inauguración y a la puerta de los cuales solía aparecer el propietario a las pocas semanas con expresión desconsolada y cara de preguntarse dónde había metido la pata. En sus ojos se leía ya que esa zona no iba a levantar cabeza en la vida. Eva, sin embargo, hacía caso omiso de todos esos ojos: ahí se podía hacer algo, estaba convencida.

– Esto va a subir como la espuma -predijo, mientras charlábamos sentados alrededor de la estufa de queroseno, la única fuente de calor de que disponíamos en aquella época, coronada por unos calzoncillos de papá a medio secar.

A la vuelta de la esquina teníamos un bar famosísimo y ruidosísimo, centro de peleas y de drogas, que se llamaba Nashville. La fachada estaba decorada con vigas de roble y los cristales eran panzudos como un tocadiscos tragaperras Wurlitzer. Todas las noches tocaban grupos nuevos que hacían retumbar el aire de West Kensington con su música.

Como Eva sabía muy bien, la situación de aquel piso siempre iba a actuar como reclamo para Charlie, así que la noche que se presentó buscando comida y cobijo le propuse:

– ¡Vamos al Nashville!

Charlie me miró con ojos cautelosos, pero asintió. Parecía bastante ansioso por ir, por ver con sus propios ojos a los grupos más recientes y averiguar así lo que se estaba cociendo en el campo de la música. Sin embargo, creí adivinar en él cierto desánimo. De hecho, luego trató de hacer un cambio de planes y me dijo:

– ¿Y no preferirías ir a otro sitio más tranquilo, donde podamos hablar?

Charlie llevaba meses evitando todo tipo de conciertos y actuaciones. Tenía miedo de descubrir que los grupos de Londres eran demasiado buenos, como si el ver a un grupo de jóvenes con mucho talento y futuro fuera a echar por tierra sus frágiles esperanzas y aspiraciones en un terrible segundo de clarividencia y conciencia de sus propias limitaciones. Yo, por mi parte, iba al Nashville todas las noches y estaba convencido de que la gloria que Charlie había alcanzado en el sur de Londres era todo a cuanto podía aspirar. En Londres, los chavales tenían un aspecto increíble y se vestían, caminaban y hablaban como pequeños dioses. Nosotros, en cambio, podíamos muy bien haber aterrizado directamente de Bombay. Nunca les alcanzaríamos.

Como era de esperar, tuve que invitar a Charlie y, aunque lo hice de buena gana porque todavía me encantaba su compañía, tenía poco dinero. Aprovechando que los precios de las propiedades inmobiliarias londinenses estaban en alza, Eva había urdido un astuto plan que consistía en arreglar el piso tal como habíamos hecho con la casa, luego venderlo con un buen margen de beneficios y mudarnos de nuevo. Sin embargo, Eva dedicaba todavía horas y horas a la meditación, a la espera de esa voz del piso que iba a informarle de los tonos que más le favorecían. Cuando llegara la hora, Ted y yo nos pondríamos manos a la obra y nos pagaría religiosamente. Hasta entonces, yo estaba sin blanca y Ted en su casa, evocando recuerdos de la guerra con mamá y tratando de impedir que Jean bebiera.

Charlie se emborrachó enseguida. Estábamos sentados en una pequeña barra lateral del Nashville y noté que empezaba a oler mal. No se cambiaba de ropa demasiado a menudo y, cuando lo hacía, se ponía lo primero que encontraba: jerséis de Eva, chalecos de papá y, ¡como no!, mis camisas, que siempre me cogía prestadas pero que jamás volvía a ver. A lo mejor se colaba en una fiesta, encontraba otra camisa que le gustaba más en un armario, se la ponía y dejaba la mía en su lugar. Por eso adquirí la costumbre de cerrar con llave el cajón del escritorio en el que guardaba las camisas todas las noches, hasta que acabé por perder la llave y ahí se quedaron todas mis Ben Sherman.

Hacía tiempo que tenía ganas de confesar a Charlie lo deprimido y solo que me sentía desde que nos habíamos mudado a Londres, pero antes de que pudiera soltar un solo lamento, Charlie ya me había tomado la delantera.

– Soy un suicida -proclamó con solemnidad.

Me dijo que se sentía atrapado en ese círculo vicioso de la desesperación en el que te importa un comino lo que pueda ocurrirte a ti o a los demás.

Un futbolista famoso, con una permanente digna de renombre, estaba sentado al lado de Charlie y escuchaba la conversación. Al poco rato, Permanente se había compadecido de Charlie -como, por lo demás, solía ocurrirle a todo el mundo- y Charlie le preguntaba por los inconvenientes de la fama, como si fuera algo que supiera en carne propia todos los días.

– ¿Y qué haces cuando los periodistas no te dejan ni a sol ni a sombra? -le preguntaba-, ¿cuando están apostados frente a tu ventana todas las mañanas?

– Vale la pena -repuso Permanente-. A veces salgo al campo de juego con una erección, de tanto como me excita.

Invitó a Charlie, pero no a mí, a unas copas. Yo quería dejar a Permanente y hablar con Charlie, pero éste no quería ir a ninguna parte. Por suerte me había tomado un poco de anfeta: cuando estaba colocado me convertía en un todoterreno. Aun así, me sentía decepcionado. Pero, justo en ese momento, alguien dijo que el grupo estaba a punto de empezar a tocar en la sala de al lado y eso cambió mi suerte. De pronto Charlie se echó hacia adelante y devolvió sobre los pantalones del futbolista antes de caerse de espaldas del taburete. Permanente se puso hecho una furia. Al fin y al cabo, la última cena china de Charlie le cubría la bragueta como un charco humeante. Nos había comentado que esa noche tenía la intención de invitar a una mujer al Tramp. Fuera como fuese, Permanente bajó del taburete de un salto y la emprendió a puntapiés contra los huevos de Charlie con sus famosos pies hasta que los gorilas se lo llevaron. Entonces me las arreglé para levantar a Charlie, le llevé hasta la barra principal y le dejé apuntalado contra una pared. Estaba medio inconsciente y hacía verdaderos esfuerzos por no llorar. Sabía hasta dónde hablan llegado las cosas.

– Tranquilo -le apacigüé-. Por esta noche, mantente alejado de la gente.

– Ya me encuentro mejor, ¿vale?

– Muy bien.

– De momento.

– De acuerdo.

Me relajé y escudriñé con la mirada aquella sala oscura, al fondo de la cual se erigía un pequeño escenario con una batería y un micrófono. Quizá fuera un provinciano, no lo sé; pero de pronto me di cuenta de que estaba rodeado, por el público más raro que había visto en aquel local. Estaban los melenudos y los colgados de siempre, con sus pantalones negros de terciopelo o téjanos sucios, botas de piel hechas de retazos y chaquetas de piel de oveja, hablando del precio del billete de autobús hasta Fez, de Barclay James Harvest y de guita. Era la clientela habitual, los drogados habitantes de los sótanos y los pisos ocupados de la zona.

Pero delante, muy cerca del escenario, había unos treinta jóvenes vestidos con harapos negros. Es más, con harapos negros llenos de imperdibles. Llevaban el pelo negro muy corto, pero corto de verdad, o bien largo, pero en lugar de lacio hasta los hombros lo tenían en punta y muy tieso, saliendo en todas direcciones como un puñado de agujas. No los habría despeinado ni un huracán. Las chicas llevaban mucha goma y mucho cuero, faldas ajustadísimas con medias agujereadas, la cara blanquísima y los labios de un rojo encendido. Se dedicaban a refunfuñar y a morder a la gente. Acompañando a estos chavales estaban los que tenían todo el aspecto de ser tres travestis sudamericanos de lo más extravagante engalanados con vestidos, colorete y lápiz de labios, uno de los cuales llevaba un tampón usado atado al cuello con un cordel. Charlie estaba inquieto y no paraba de cambiar de postura apoyado contra la pared. Se dejaba llevar por su auto-compasión mientras observábamos a aquella raza de alienígenas vestidos con un abandono y una originalidad que nunca nos habríamos podido imaginar. Empezaba a comprender lo que significaba vivir en Londres y la clase de provocaciones con que íbamos a topar. Aquello restituyó el verdadero sentido de las proporciones.

– Pero ¿qué es esta mierda? -soltó Charlie.

Hablaba con desdén, pero saltaba a la vista que aquello le había dejado sin resuello y su voz denotaba admiración.

– No te lo tomes así, Charlie -le dije, sin apartar los ojos del público.

– ¿Que no me lo tome así? Estoy jodidísimo. Un futbolista acaba de dejarme los huevos hechos papilla.

– Era un futbolista famoso.

– ¡Y mira ese escenario! -se quejó Charlie-. ¿Qué clase de porquería es ésa? ¿Y me haces salir para esto?

– ¿Quieres que nos marchemos?

– Sí. Todo esto me da náuseas.

– De acuerdo -accedí-. Apóyate en mi hombro y nos marcharemos de aquí. A mí tampoco me gusta la pinta de todo esto. Es demasiado raro.

– Sí, demasiado raro.

– Es demasiado.

– Sí.

Pero antes de que tuviéramos tiempo de salir, un grupo de chicos jóvenes vestidos con indumentaria parecida a la del público ya había salido al escenario medio arrastrándose. De pronto, sus admiradores se pusieron a dar saltos, a brincar hacia los lados, a berrear ya escupir sobre el grupo hasta que el cantante -un chico delgaducho con el pelo color zanahoria- quedó empapado en saliva. Con todo, no pareció cogerle desprevenido, porque se limitó a devolver al público los insultos y los escupitajos -hasta que resbaló y cayó de culo-, a amorrarse a la botella y a pasearse por el escenario con indolencia como si estuviera en el salón de su casa. Su intención era no ser carismático, mostrarse tal como era en cualquier situación. Aquel chavalín quería ser una antiestrella, y no podía apartar los ojos de él. Charlie debía de estar pasándolo mucho peor.

– ¡Menudo idiota! -comentó Charlie.

– Sí.

– Y apuesto lo que quieras a que ni siquiera saben tocar. ¡Mira qué instrumentos! ¿De dónde los habrán sacado, de una tómbola?

– Eso -dije.

– Poco profesional -sentenció.

Cuando aquel grupejo de andrajosos empezó a tocar por fin, la música hizo temblar las paredes. Era lo más agresivo que había escuchado desde los primeros tiempos de los Who. No había paz ni amor, ni solos de batería, ni sintetizadores afeminados. En aquellos chavales inmorales y paliduchos con cabeza de puercoespín salidos de ciudades dormitorio y que soltaban alaridos sobre el odio y la anarquía no había ni una gota de «progresismo» ni de «espíritu experimental». Ni una sola canción duraba más de tres minutos y, al terminar, el chico del pelo color zanahoria nos insultaba a muerte de manera sistemática. Parecía dirigirse exclusivamente a Charlie y a mí, y empezaba a notar que Charlie se iba poniendo tenso a mi lado. Sabía que Londres nos estaba matando cuando oí: «¡A la puta mierda, hippies apestosos! ¡Cabrones de mierda! ¡El aliento os huele a pedo! ¡Al infierno con ellos!»

Ya no volví a mirar a Charlie hasta que hubo terminado. Cuando volvieron a encender las luces, vi que estaba de pie, muy atento, con grumos de vómito seco pegados a las mejillas.

– Vámonos -le dije.

Estábamos aturdidos y no queríamos hablar por miedo de volver a ser los personajes banales de siempre. Aquella pandilla de salvajes se precipitó hacia la salida. Charlie y yo nos abrimos paso entre la gente a codazos. De pronto, Charlie se detuvo.

– ¿Qué te ocurre, Charlie?

– Tengo que ir a los camerinos a hablar con esos tíos.

– ¿Y por qué iban a querer hablar contigo? -solté, con desdén.

Creí que iba a pegarme, pero se lo tomó bastante bien.

– Sí, no hay razón para que tenga que gustarles -admitió-. Si yo me viera entrando en el camerino haría que me echaran a patadas.

Empezamos a andar por West Kensington comiendo salchicha seca y patatas fritas empapadas en vinagre y cargadas de sal. La gente se arremolinaba en grupos ante las puertas de la hamburguesería; otros iban por cigarrillos a la tienda india de la esquina y luego se encaminaban a la parada del autobús. En los bares, los camareros ya estaban colocando las sillas patas arriba sobre las mesas y repetían: «Aprisa, por favor, gracias.» Delante del pub, la gente discutía sobre adonde ir. Por la noche, la ciudad me intimidaba, con todos sus borrachos, vagabundos, gente tirada y camellos gritando y buscando pelea. Las furgonetas de la policía patrullaban por las calles y, de vez en cuando, los representantes de la ley tomaban las aceras al abordaje para agarrar del pelo a esos chavales e incrustarles las cabezas contra la pared. Los que estaban colocados meaban en los portales.

Charlie estaba entusiasmado.

– Eso es, eso es -iba diciendo mientras caminábamos-. Ya está -decía con voz chillona, por culpa del arrobamiento-. Los sesenta se han despedido esta noche. Estos tíos han asesinado la poca esperanza que quedaba. Son el jodido futuro.

– Puede que sí, pero no podemos seguirles -dije, sin darle importancia.

– ¿Por qué no?

– Pues porque está claro que no podemos andar por ahí vestidos de goma, con imperdibles y todo eso. ¿Qué pinta íbamos a tener? No, Charlie.

– ¿Por qué no, Karim? ¿Por qué no, tío?

– Porque nosotros no somos así.

– Pero tenemos que cambiar. ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Por qué íbamos a quedarnos atrás? Los chicos de los suburbios siempre saben hasta dónde pueden llegar, ¿no es eso?

– Sería artificial -insistí-. No somos como ellos. No odiamos como ellos; no tenemos motivos. No venimos de las ciudades dormitorio y tampoco hemos pasado lo que ellos.

Charlie me dirigió una de sus miradas más desagradables.

– Karim, con eso no vas a llegar a ninguna parte. No vas a conseguir nada en la vida porque, como siempre, enfocas las cosas desde el punto de vista equivocado y vas en la dirección equivocada. ¡Pero no intentes arrastrarme contigo! ¡Desanimarse no sirve de nada! ¡No pienso acabar como tú!

– ¿Como yo? -me había dejado casi sin habla-. ¿Qué te he hecho yo para que me odies así? -conseguí articular por fin.

Pero Charlie ya no me miraba porque tenía los ojos puestos al otro lado de la calle. Cuatro chavales del Nashville, dos chicas y dos chicos, se amontonaban dentro de un coche. Se metían con la gente, la insultaban y les disparaban con pistolas de agua. Lo siguiente que vi era que Charlie se abría paso entre el tráfico y corría como un loco hacia ellos. Esquivó un autobús y creí que lo había atropellado, pero cuando volvió a aparecer se estaba desgarrando la camisa… mi camisa. Al principio pensé que quería hacerla ondear ante la gente, pero al final hizo una especie de fardo con ella y la tiró contra un coche de la policía. Al cabo de unos segundos ya se había metido en el coche de un salto, estaba tumbado con el pecho desnudo sobre las piernas de alguno de los chicos y el coche desaparecía por la calle North End antes de que hubiera cerrado la puerta. Charlie se embarcaba en una nueva aventura. Me fui para casa.


Unos días después, Eva me anunció:

– Karim, vamos a ponernos manos a la obra otra vez. Ha llegado el momento. Ve y llama a tu tío Ted.

– Estupendo -dije-. ¡Por fin!

Pero, antes que nada, quería hacer una cosa: celebrar una fiesta de inauguración del piso. Existía una teoría sobre las fiestas que quería poner en práctica. Consistía en invitar a gente que uno sabía que no se llevaba bien y observar luego cómo hablaban los unos con los otros como si nada. En cierto modo, cuando me lo contó no la creí, porque estaba convencido de que me ocultaba algo. Pero fuera lo que fuese lo que se le había metido en la cabeza -y algo se le había metido- se pasó días y días preparando y confirmando la lista de invitados en un pedacito de papel grueso de color crema que llevaba siempre encima. Actuaba con un secreto insólito y mantenía conversaciones complicadísimas por teléfono con Dios sabe quién y, como era de esperar, no quiso contarnos nada de lo que se traía entre manos, ni a papá ni a mí.

Una cosa sí sabía, y era que Shadwell estaba involucrado. Eran sus contactos los que ella estaba utilizando. Conspiraban juntos. Eva coqueteaba con él, le utilizaba, se lo metía en el bolsillo y le pedía favores. Eso me fastidiaba, pero a papá no le importaba en absoluto. Papá siempre había tratado a Shadwell con condescendencia y no se sentía amenazado por él. Además, siempre daba por sentado que la gente tenía que enamorarse de Eva.

Con todo, el asunto estaba afectando a papá. Este, por ejemplo, quería invitar a la fiesta a su grupo de meditación; pero Eva insistió mucho en que sólo podrían ir dos. No quería que su selecto grupito pensara que se relacionaba con una pandilla de pelagatos de Bromley. Así que Chogyam-Jones y Fruitbat se presentaron en casa una hora antes, cuando Eva todavía se estaba afeitando las piernas en el baño junto a la cocina. Eva toleraba su presencia porque pagaban por los pensamientos de papá y, por consiguiente, su cena; pero cuando se metieron en el dormitorio y empezaron con sus salmos mientras ella se ponía su blusa de seda amarilla para aquella velada tan especial, oí cómo le decía a papá: «El futuro no debería conservar demasiadas cosas del pasado.» Más tarde, cuando la fiesta acababa de empezar y Eva estaba hablando con papá sobre el origen de la palabra «bohemio», Fruitbat sacó un bloc del bolsillo y pidió permiso para escribir algo que papá acababa de decir. El buda de los suburbios consintió con majestuosidad, mientras Eva le miraba como si quisiera rasgar los párpados de Fruitbat con un par de tijeras.

Cuando aquella fiesta tan esperada se celebró por fin, no debieron de pasar más de cuarenta minutos antes de que papá y yo cayéramos en la cuenta de que prácticamente no conocíamos a nadie. Shadwell, en cambio, parecía conocer a todo el mundo. Estaba de pie junto a la entrada, daba la bienvenida a los invitados y, entre sonrisas bobaliconas y risitas estúpidas, les preguntaba cómo estaba fulanito o menganito. Además, se comportaba como un perfecto homosexual, si bien no era más que una pose, una actitud, una manera de presentarse a sí mismo. Y, como de costumbre, con sus harapos negros, botas negras y tics de neurótico, era el vivo retrato de la salud. Tenía la cara pálida, la piel escrofulosa y los dientes cariados.

Desde que yo vivía en aquel piso, Shadwell solía venir a ver a Eva por lo menos una vez a la semana, siempre durante el día, mientras papá estaba en la oficina. Tenían la costumbre de salir juntos a dar largos paseos, o iban al cine del ICA a ver películas de Scorsese y exposiciones de pañales sucios. Eva no hizo el menor esfuerzo para que Shadwell y yo nos dirigiéramos la palabra; es más, tengo la sensación de que quería evitar que conversáramos. Cada vez que veía a Eva y a Shadwell juntos me sorprendía su aspecto inquieto, como si acabaran de pelearse o compartieran un montón de secretos.

Cuando el rebaño de la fiesta empezó a llegar con sus vestidos estupendos, empecé a comprender que, para Eva, aquella velada no era una mera celebración, sino su desembarco en Londres. Había invitado a todos los personajes del mundo del cine y del teatro que había conocido a lo largo de los últimos años, y a muchos otros que no conocía en absoluto. Los había que eran conocidos de Charlie, gente a la que había visto una o dos veces. Todos los actores de tercera fila, ayudantes de dirección, escritores de fin de semana, productores a ratos libres y amigos -si es que los tenían- se colaron en nuestra casa. Mientras mi querida y nueva madre (a la que adoraba) se paseaba como una reina por el salón presentando a Derek -que acababa de dirigir Equus en el Contact Theatre- a Bryan – periodista free-lance especializado en cine-, o a Karen -secretaria de una agencia literaria- a Robert -diseñador; mientras la oía hablar del nuevo disco de Dylan o de lo que estaban haciendo los Riverside Studios, comprendí que lo que trataba de hacer era borrar de su piel el estigma de los suburbios. No se daba cuenta de que lo llevaba en la sangre y no tatuado en la piel; no comprendía que no había cosa más suburbana que los suburbanos que renegaban de sí mismos.

Fue todo un alivio ver, por fin, a alguien conocido. Desde la ventana descubrí a Jamila que salía de un taxi acompañada de una mujer japonesa y de Changez. Me puse contentísimo al ver la cara rechoncha de mi amigo, que parpadeaba perplejo ante aquella mansión que se venía abajo y en la que teníamos nuestro piso. Al verlo me di cuenta de las ganas que tenía de abrazarle, de estrujar sus michelines. El único problema era que no le había vuelto a ver desde que me había estado observando, desde su cama plegable, dormir desnudo junto a su amada esposa, la mujer que yo siempre le había definido como «hermana».

A menudo había hablado con Jamila por teléfono, eso sí, y al parecer Changez -el fornido, constante e inconmovible Changez- se había puesto bastante furioso tras el incidente desnudo-en-la-cama. Había insultado a Jamila y la había acusado de adulterio, incesto, engaño, prostitución, traición, lesbianismo, odio al marido, frigidez, mentira e insensibilidad, además de los insultos habituales.

Ese día Jamila le puso los puntos sobre las íes con idéntico énfasis y, además, le dejó muy claro de quién era su cuerpo. Y por si le interesaba, aquello no era asunto suyo: ¿Acaso no follaba con regularidad? ¡Pues ya podía meterse la hipocresía en su gordo culo! Changez, que en el fondo era un musulmán tradicionalista, le expuso las enseñanzas del Corán a este respecto, y hasta trató de darle una bofetada. Pero Jamila no era de las que se dejan dar bofetadas: así que le atizó un buen revés a la mandíbula temblorosa que le cerró la boca durante dos semanas, que Changez dedicó enteramente a cuidarse tumbado en su cama plegable -aquella balsa en medio de la tormenta- y sin hablar.

Nos dimos la mano y nos abrazamos. Debo reconocer que tenía miedo de que me clavara un cuchillo.

– ¿Qué tal, Changez?

– Bien, bien.

– ¿Ah, sí?

– No nos andemos con rodeos -dijo de buenas a primeras-. ¿Cómo quieres que te perdone después de haberte acostado con mi esposa? ¿Te parece bonito hacerle una cosa así a un amigo?

No me cogió desprevenido.

– Mira, yaar, conozco a Jammie de toda la vida. Tenemos un acuerdo muy viejo. Siempre ha sido mía, tan mía como puede serlo de cualquier otro, y nunca ha sido de otro ni lo será. Y eso lo sabes muy bien. Sólo se pertenece a sí misma.

La cara le temblaba mientras meneaba aquella cabeza franca y ofendida y tomaba asiento.

– Me engañaste. Fue un golpe bajo contra lo más preciado de mi vida. ¿Cómo iba a tomármelo? Fue demasiado doloroso para mí, me hiciste mucho daño, Karim, como si me dieran en el estómago.

¿Qué se puede decir cuando un amigo reconoce, sin ánimo de venganza ni rencor, que uno le ha hecho tanto daño? Nunca había pretendido herirle en lo más preciado de su vida.

– De todos modos, ¿cómo van las cosas entre vosotros dos? -le pregunté, cambiando de tema. Me senté a su lado y abrí un par de Heineken. Changez estaba muy serio y pensativo.

– Tengo que ser realista ante esta situación. Es insólito para mí, para un hombre indio, hacer frente a las cosas que suceden con rni esposa. Jamila me obliga a hacer la compra, la colada y la limpieza. Y, encima, se ha hecho amiga de Shinko.

– ¿De Shinko?

Changez señaló a la mujer japonesa que había llegado con él. La miré, su cara me resultaba familiar, y entonces caí en la cuenta de quién era Shinko: su amiga la prostituta, la mujer con la que conjuraba las posturas de Harold Robbins. Me quedé perplejo. Apenas podía hablar, pero me reí con disimulo, pues ahí estaban las dos, la esposa y la puta de Changez, hablando de danza moderna con Fruitbat.

No daba crédito a mis ojos.

– ¿Así que Shinko es amiga de Jamila?

– Desde hace muy poco, cabrón. Jamila decidió que no tenía suficientes amigas y se fue a casa de Shinko a hacerle una visita. Al fin y al cabo, fuiste tú el que le contó lo de Shinko, así porque sí, sin motivo. Muchas gracias, algún día te devolveré el favor. Al principio ver a ese par sentadas delante de mis narices me resultaba terriblemente embarazoso, eso te lo aseguro, pero no vayas a creer que perdieron el tiempo.

– ¿Y qué hiciste tú?

– ¡Nada! ¿Qué iba a hacer? ¡Si se hicieron amigas enseguida! Se pusieron a hablar de las cosas más íntimas: que si la polla por aquí, la vagina por allá, que si el hombre encima, que si la mujer así, asá y todo eso. ¡No, si en este país tengo que pasar por todas las humillaciones que me caen encima! Además, las cosas se han puesto difíciles desde que Arvwa-saab se ha vuelto loco.

– ¿Qué quieres decir con eso, Changez? No tenía ni idea.

Changez se recostó en la silla, me miró con indiferencia y se encogió de hombros.

– ¿Pero de qué vas a tener idea tú?

– ¿Qué?

– Si nunca vas a verles, yaar. Les evitas como haces conmigo.

– Ya.

– Te ponen triste -aventuró.

Asentí. Era cierto que no había ido a visitar a Jeeta ni a Anwar desde hacía mucho tiempo, con todo eso de la mudanza, mi depresión y demás, y ese querer emprender una nueva vida en Londres y conocer la ciudad.

– No te olvides de tu gente, Karim.

Pero antes de que tuviera tiempo de olvidarme de mi gente y de averiguar qué le había ocurrido exactamente a Anwar para volverse loco, Eva se nos acercó.

– Perdona -dijo a Changez-. Levántate -me pidió.

– Aquí estoy muy bien -le dije.

Eva me hizo levantar a la fuerza.

– ¡Por Dios, Karim! ¿Es que no vas a hacer nada por ti mismo? -Los ojos le brillaban de emoción y, mientras hablaba, no apartaba los ojos de cuanto ocurría en el salón-. Karim, cariño, ha llegado el gran momento de tu vida. Hay una persona que se muere por volver a hablar contigo, que quiere conocerte más a fondo. Es un hombre que va a ayudarte.

Eva me guió entre la multitud.

– Por cierto -me murmuró al oído-. No digas nada arrogante ni te muestres excesivamente egoísta.

Yo estaba enfadado con ella por llevarme a rastras lejos de Changez.

– ¿Y eso por qué? -le pregunté.

– Tú déjale hablar -me aconsejó.

Me había hablado de alguien que quería ayudarme y, en cambio, al único que tenía delante era a Shadwell.

– Eso sí que no -dije.

Traté de desasirme, pero Eva tiraba de mí como una madre a la que le ha salido un crío travieso.

– Venga -me dijo-. Es tu oportunidad. Háblale de teatro.

Shadwell no necesitaba que le azuzaran mucho para eso. Saltaba a la vista que era una persona inteligente y leída, pero también era un pelmazo. Como la mayoría de los mortalmente pelmas, tenía los pensamientos clasificados por orden alfabético. Cada vez que le preguntaba algo respondía: «La respuesta a esto es… Bueno, en realidad, las respuestas son varias: A…» Y entonces exponía el punto A, seguido de los puntos B y C, y luego, por otra parte, estaba F y por la otra G; hasta que el alfabeto completo se extendía ante los ojos de uno, cada una de sus letras era un Sahara que había de atravesar con marcha penosa. Me estaba hablando de teatro y de los escritores que le gustaban: Arden, Bond, Orton, Osborne, Wesker, medio ahogados por el mero hecho de haber permanecido en su boca un minuto. Yo seguía haciendo todo lo posible por volver junto a la cara lúgubre de Changez, que estaba reclinado con expresión contrariada sobre su mano buena mientras los invitados invadían el aire que le rodeaba con su culto alboroto. Vi que los ojos de Changez se posaban sobre las curvas de su esposa como una caricia, para luego clavarse en las ondulantes caderas de su prostituta mientras las dos se meneaban al son de Martha Reeves y The Vandellas. Y, entonces, de pronto, Changez se levantó y se puso a bailar con ellas, despegando del suelo ahora un pie, luego el otro, con pesadez, como un elefante de circo, y con los codos fuera como si estuviera en plena clase de arte dramático y le hubiesen pedido que imitara a un flamenco. Me fui apartando de Shadwell poquito a poco, pero vi que Eva me clavaba los ojos desafiante.

– Ya veo que quieres marcharte -dijo Shadwell- y mezclarte con gente más prestigiosa. Pero Eva me ha dicho que estás interesado en el teatro.

– Sí, desde hace mucho tiempo, supongo.

– Bueno ¿lo estás o no? ¿Tendría que interesarme por ti o no?

– Sí, siempre que le interese.

– Muy bien, pues me interesas. Me gustaría que hicieras algo para mí. Me han cedido un teatro para una temporada entera. ¿Estás dispuesto a venir y representar algo para mí?

– Sí -repuse-. Sí, sí, lo haré.

Cuando los invitados se hubieron marchado -a las tres de la madrugada-, nos sentamos entre los escombros y, mientras Chogyam y Fruitbat metían la basura en bolsas de plástico, intenté hablar de Shadwell con Eva. Le dije que Shadwell me mataba de aburrimiento. Eva estaba un poco susceptible, porque aquella Madame Verdurin de West London consideraba que ni papá ni yo habíamos sabido apreciar a sus invitados en lo que valían.

– ¿A quién le has pedido hoy la cabeza prestada, Karim? Los dos os habéis comportado como si todavía estuviéramos en los suburbios. Además, Karim, es muy bajo eso de echarle en cara a Shadwell el que sea aburrido. Eso es una desgracia, no un defecto. Es igual que nacer con una nariz como una patata.

– Ha cambiado -le comenté a papá, pero papá no me escuchaba.

No quitaba los ojos de encima de Eva y, de pronto, se puso juguetón. No dejaba de acariciar el cojín que tenía al lado y de repetir:

– Ven aquí, ven aquí, Evita, y deja que te cuente un secreto

Seguían entregándose a aquellos repugnantes jueguecitos que yo no podía soportar, como ponerse semen en la nariz el uno al otro y llamarse mutuamente Merkin y Muffin, ¡por el amor de Dios!

– ¿Qué opinas sobre la cuestión del aburrimiento? -preguntó Chogyam a papá.

Papá se aclaró la voz y dijo que la gente aburrida era deliberadamente aburrida. Se trataba de una elección personal y de nada servía eximirles de esa culpa diciendo que eran como una ostra. Lo que pretendían los tostones era dejar a la gente corno drogada, para que así no fueran capaces de ser sensibles a ellos.

– En cualquier caso -murmuró Eva, que había ido a sentarse junto a papá y acunaba su cabeza somnolienta sobre sus rodillas-, Shadwell dispone de un teatro de verdad y, por alguna razón, te tiene simpatía. Vamos a ver si puede conseguirte un trabajo en el teatro, ¿eh? ¿No es eso lo que quieres?

No sabía qué responder. Era una oportunidad, pero tenía miedo de aprovecharla, miedo de arriesgarme y fracasar. A diferencia de Charlie, mi voluntad no era tan fuerte como mi recelo.

– Decídete de una vez -me dijo-. Yo te ayudaré cuanto quieras, Dulzura.

Durante las semanas que siguieron y bajo la dirección de Eva -cosa que le encantaba- estuve preparando un monólogo de The Mad Dog Blues de Sam Shepard para mi audición con Shadwell. Nunca había trabajado tanto en mi vida y, una vez hecho el primer esfuerzo, me di cuenta de que era la primera vez que deseaba algo con todas mis fuerzas. El monólogo empezaba así: «Estaba en un autocar Greyhound y acababa de salir de Carlsbad en dirección a Loving, Nuevo México. Iba a ver a mi padre. Después de diez años. Iba hecho un petimetre, con mi traje de americana cruzada y mis zapatos lustrosos. El conductor anuncia "Loving" y bajo del autocar…»

Me sentía seguro y estaba muy preparado, pero eso no significaba que cuando llegara el día en cuestión no me diera un ataque de nervios.

– ¿Conoce The Mad Dog Blues? -pregunté a Shadwell, convencido de que no habría oído hablar de él en su vida.

Estaba sentado en la primera fila de su teatro y me observaba con un cuaderno de notas encima de una de sus deslucidas perneras.

Shadwell asintió.

– Shepard es de los míos. Y no creo que haya muchos chicos que no quieran parecérsele porque: A, es atractivo; B, sabe escribir y actuar; C, sabe tocar la batería; y D, es impetuoso y rebelde.

– Pues sí.

– Entonces, representa The Mad Dog Blues para mí, por favor. Pero con talento.

El teatro de Shadwell era un pequeño edificio de madera, parecido a una cabaña grande, en los suburbios del norte de Londres. El vestíbulo de la entrada era diminuto, pero el escenario era espacioso, tenía buena iluminación y unas doscientas butacas de aforo. Solía ser escenario de obras como French without Tears, las obras más recientes de Ayckbourn y Frayn o de espectáculos de pantomima. Se trataba fundamentalmente de un teatro para aficionados; aunque todos los años se representaban tres espectáculos profesionales, en su mayoría obras que entraban en el programa escolar, como The Roy al Hunt of the Sun.

Cuando hube terminado, Shadwell me dedicó unos aplausos con las puntas de los dedos, como si temiera que sus manos pudiesen contagiarse alguna enfermedad. Luego subió al escenario.

– Gracias, Karim.

– Le ha gustado, ¿eh? -dije, sin resuello.

– Tanto que quiero que vuelvas a repetirlo.

– ¿Qué? ¿Otra vez? Pues no creo que me vaya a salir mejor, señor Shadwell.

Pero no me hizo caso. Se le acababa de ocurrir una idea.

– Sólo que esta vez van a intervenir dos factores nuevos: A, tendrás una avispa zumbando alrededor de tu cabeza y, B, la avispa querrá picarte. Tu motivación (y a todos los actores les encanta tener una pequeña motivación) será tratar de alejarla de ti, quitártela de encima, ¿de acuerdo?

– No creo que Sam Shepard estuviera de acuerdo con todo este asunto de la avispa -repuse con convencimiento-. Estoy seguro de que no.

Shadwell se dio la vuelta y se puso a examinar todos los huecos de aquel teatro desierto con una exageración tremenda.

– Pero no está aquí, a no ser que me haya quedado ciego.

Bajó de nuevo al patio de butacas, se acomodó y esperó a que empezara. Me sentía como un perfecto idiota sacudiéndome aquella avispa imaginaria. Pero quería el papel, cualquiera que fuese. No podía soportar la idea de volver al piso de West Kensington sin saber todavía qué iba a hacer con mi vida, obligado a ser amable con todo el mundo, y que nadie me respetara.

Cuando hube terminado con lo de Shepard y la avispa, Shadwell me rodeó con su brazo.

– ¡Buen trabajo! Te mereces un café. Vamos.

Me llevó a una cafetería de camioneros que estaba a la vuelta de la esquina. Me sentía eufórico, especialmente cuando me confesó:

– Estoy buscando a un actor exactamente como tú.

Aquello sonaba a música celestial. Fuimos a sentarnos con las tazas de café. Shadwell dejó resbalar el codo por encima de la mesa hasta colocarlo justo encima de un charco de té, apoyó la mejlla contra la palma de la mano y me miró fijamente.

– ¿En serio? -dije entusiasmado-. ¿Como yo en qué?

– Un actor que encaje con el personaje.

– ¿Qué personaje? -le pregunté.

Shadwell me miró como si le estuviera agotando la paciencia.

– El personaje del libro.

A veces podía ser muy directo:

– ¿Qué libro?

– El libro que te pedí que leyeras, Karim.

– Pero si no me pidió que leyera ninguno.

– A ti no, le pedí a Eva que te lo dijera.

– Pues Eva no me dijo nada. Si no, me acordaría.

– ¡Dios Santo! ¡Por Dios, me voy a volver loco! ¿A qué demonios se cree que juega esa mujer, Karim? -Y ocultó la cabeza entre las manos.

– A mí no me lo pregunte -dije-. Por lo menos podría decirme de qué libro se trata y quizá pueda comprármelo hoy.

– No seas tan racional -dijo-. Es El libro de la selva. Kipling. Lo conoces, por supuesto.

– Sí, he visto la película.

– De eso estoy seguro.

Shadwell podía llegar a ser un cabrón desdeñoso, de eso no cabía duda. Pero yo estaba dispuesto a contenerme dijera lo que dijese. Pero, de pronto, cambió totalmente de actitud. En lugar de hablarme de trabajo, empezó a soltar palabrejas en punjabi y en urdü y a mirarme como si quisiera entablar una conversación seria sobre Ray, Tagore o alguien por el estilo. Para ser franco, sonaba como si estuviera haciendo gárgaras.

– ¿Y bien? -dijo. Pronunció unas cuantas palabrejas más-. ¿No lo entiendes?

– No, no del todo, la verdad.

¿Qué iba a decirle? No podía vencerle. Pero sabía que iba a odiarme por eso.

– ¡Tu propia lengua!

– Sí, bueno, algo sí entiendo. Las palabrotas. Sé cuando me están llamando culo de camello, por ejemplo.

– Sí, claro. Pero tu padre la habla, ¿no? ¡Tiene que hablarla!

Claro que habla, me vinieron ganas de soltarle. Habla por la boca, no como tú, hijo de puta gilipollas de mierda.

– Pero no a mí -dije-. Sería una estupidez. No comprenderíamos lo que dice. Las cosas ya resultan lo suficientemente difíciles tal como están.

Pero Shadwell seguía con lo mismo. No había manera de hacerle cambiar de tema.

– Y supongo que tampoco habrás ido nunca.

– ¿Adónde?

¿Por qué tenía que ser tan asquerosamente agresivo?

– Ya sabes adonde. A Bombay, Delhi, Madrás, Bangalore, Hyderabad, Trivandrum, Goa, el Punjab. ¿Nunca has sentido ese polvo en la nariz?

– No, en la nariz, no.

– Pues tienes que ir -me dijo, como si fuera el único que lo hubiera pisado.

– Pues ya iré, ¿vale?

– Muy bien. Coge una mochila y vete a la India. Aunque sea lo último que hagas en tu vida.

– Entendido, señor Shadwell.

Aquel hombre vivía encerrado en su propio mundo, eso saltaba a la vista. Meneó la cabeza y soltó como una serie de ladridos. Supongo que eso debía de ser su risa.

– A, a, a, a, a -continuó-. Menuda raza se ha conseguido con doscientos años de imperialismo. Si los pioneros de la East India Company te vieran se quedarían perplejos. Estoy seguro de que todo el mundo que te ve piensa: «Vaya, un chico indio, qué exótico, qué interesante, ¡la de historias que podría contarnos de tías y elefantes!» Y luego resulta que eres de Orpington.

– Pues sí.

– ¡Dios, qué extraño mundo éste! El inmigrante se ha convertido en el personaje corriente del siglo veinte, ¿no te parece?

– Señor Shadwell… -traté de decir.

– Eva puede ser una mujer muy difícil, ya sabes.

– ¿Sí?

Como había cambiado de tema, yo ya respiraba mejor.

– Las mujeres excepcionales siempre lo son -prosiguió-. Pero no te dio el libro. Trata de protegerte de tu destino, de ser mestizo en Inglaterra. Para ti tiene que ser difícil de aceptar… no pertenecer a ninguna parte, no ser querido en ningún sitio. Y luego el racismo. ¿Te crea problemas? Cuéntame, por favor.

Se me quedó mirando.

– No sé -dije, a la defensiva-. Pero hablemos de teatro.

– ¿No lo sabes? -insistió-. ¿En serio?

Me era imposible responder a sus preguntas. De hecho, apenas podía hablar y tenía la impresión de que todos los músculos de la cara se me habían quedado agarrotados. El hecho de que se atreviera a hablarme de aquel modo me hacía temblar de rabia, como si me conociera de verdad, como si tuviera derecho a hacerme preguntas. Afortunadamente, no esperó a que le respondiera.

– Antes, cuando veía a Eva más a menudo, a veces era una mujer inestable. Una sensibilidad excesiva, diría yo, ¿sabes? Ha viajado mucho, y ha visto muchas cosas. Una mañana nos despertamos en Tánger, porque había ido a visitar a Paul Bowles, un famoso escritor homosexual, y Eva se estaba ahogando. Al parecer, se le había caído todo el pelo por la noche y no la dejaba respirar.

Me limité a mirarle.

– Increíble, ¿no?

– Increíble. Debió de ser psicológico. -Y estuve a punto de añadir que probablemente yo también me iba a quedar calvo si me obligaba a soportar su presencia mucho rato más. En lugar de eso dije-: Pero no me apetece hablar del pasado.

– ¿Ah, no?

Toda aquella historia de él y Eva me estaba incomodando. No quería saber nada del asunto.

– Está bien -accedió por fin.

Solté un suspiro de alivio.

– De modo que es feliz con tu padre, ¿eh?

¡Dios santo! Menudo preguntón estaba hecho. Habría sido capaz de matar a cualquiera con sus preguntas, pero lo malo era que nunca escuchaba las respuestas. En realidad, no quería respuestas. Lo único que le importaba era el placer de escuchar su propia voz.

– Esperemos que dure, ¿eh? -insistió-. Escéptico, ¿no?

Me encogí de hombros. Pero ya se me había ocurrido algo que decir, así que lo solté.

– Estuve en los clubes de niños exploradores y lo recuerdo muy bien. El libro de la selva es ese de Baloo, Bangheera y compañía, ¿verdad?

– Correcto. Sobresaliente. ¿Y?

– ¿Y?

– Y Mowgli.

– ¡Ah, sí, Mowgli!

Shadwell me miró con ojos escrutadores esperando un comentario, un titubeo o una ligera mueca desdeñosa.

– El personaje te va que ni pintado -prosiguió-. En realidad, eres Mowgli. Tienes la piel oscura, eres bajito pero fuerte y, con tu traje, tendrás un aspecto sano y encantador al mismo tiempo Espero que no resulte demasiado pornográfico. Algunos críticos van a perder la cabeza por ti. ¡Vas a ver tú! ¡A, a, a, a, a!

Shadwell se puso de pie de inmediato al ver a un par de jovencitas que entraban en la cafetería con unos guiones. El las abrazó y ellas le dieron un beso, al parecer sin asco. Le hablaban con respeto. Esa fue la primera vez que vi lo desesperados que pueden llegar a estar los actores.

– Acabo de encontrar a mi Mowgli -les anunció, señalándome-. Por fin he encontrado a mi pequeño Mowgli. Un actor desconocido dispuesto a abrirse camino.

– Hola -me saludó una de las chicas.

– Yo soy Roberta -dijo la otra.

– Hola -dije a mi vez.

– ¿No es espléndido? -dijo Shadwell.

Las dos mujeres me examinaron. Era perfecto. Lo había conseguido. Tenía un trabajo.

10

Aquel verano, un montón de cosas pasaron muy deprisa, tanto para Charlie como para mí: grandes cosas para él; pequeñas, pero significativas, para mí. A pesar de que llevaba meses enteros sin ver a Charlie, todos los días llamaba a Eva para que me hiciera un informe completo. Y es que, además, Charlie salía en los periódicos y en la televisión. De pronto, resultaba imposible no tropezar con él y con su floreciente carrera. Había triunfado. En cambio, a mí me quedaba todavía el verano entero y prácticamente todo el otoño por delante antes de que empezaran los ensayos de El libro de la selva, así que regresé al sur de Londres, contento porque sabía que pronto iba a participar en un espectáculo profesional y encontraría a alguien del reparto de quien enamorarme. Sabía que iba a ser así.

Allie se había marchado a Italia con sus elegantes compañeros de escuela para ir a ver ropa a Milán, menuda ocurrencia. Mamá había dejado a Ted y Jean y se había vuelto a instalar en nuestra antigua casa, y yo no quería que estuviera sola. Afortunadamente, había recuperado su empleo en la zapatería y ya sólo teníamos que pasar juntos las tardes y los fines de semana. Mamá se encontraba mucho mejor y volvía a estar activa, aunque en casa de Ted y Jean había engordado mucho.

Seguía sin hablar demasiado y disimulaba su pena y su herida para no tener que oír voces y comentarios trillados. Con todo, asistí a la transformación de aquella casa que pasó de ser un lugar donde cobijarse -pues nunca había sido más que eso, un cobijo funcional que los niños ponían patas arriba- a convertirse en su hogar. Por primera vez, la vi llevar pantalones, se puso régimen y se dejó crecer el pelo. Compró una mesa de madera de pino a un chamarilero y, paso a paso, la lijó en el jardín y luego la barnizó, algo que nunca había hecho, que ni siquiera se le había ocurrido hacer. Hasta me sorprendió que supiera qué era el papel de lija, aunque yo podía meter mucho la pata con la gente Tenía también unas sillas de mimbre de lo más enclenques alrededor de la mesa, que yo me había encargado de cargar sobre la cabeza, y mamá solía pasarse ahí sentada horas y horas haciendo caligrafía, escribiendo felicitaciones de aniversario y Navidad en tarjetones cuadrados de cartulina. Hacía la limpieza más a fondo que nunca, con interés y entusiasmo (había dejado de ser una obligación), se arrodillaba cepillo de fregar en mano y, con un cubo de agua, limpiaba zócalos y detrás de los armarios. Lavó el papel pintado de las paredes y dio una nueva capa a todas las puertas que llevaban las marcas de nuestros dedos. Además compró macetas nuevas para todas las plantas de la casa y se aficionó a la ópera.

Ted nos traía plantas. Le encantaban los arbustos, sobre todo los de lilas, que Jean se había apresurado a desterrar de su jardín. Ahora Ted los compraba para nosotros. También se presentaba en casa con radios viejas, platos, jarras, candelabros de plata y todo cuanto iba recogiendo a lo largo de sus vagabundeos por el sur de Londres mientras esperaba a que Eva reanudara las obras de su nuevo piso.

Yo leía mucho, libros serios como Las ilusiones perdidas y Rojo y Negro y me acostaba temprano para estar preparado para el trabajo y el amor. A pesar de que apenas me separaban unos pocos kilómetros del río, echaba mucho de menos el Londres que acababa de conocer y me entretenía con juegos de preguntas como: si la policía secreta te condenara a vivir confinado en los suburbios de por vida, ¿qué harías? ¿Suicidarte? ¿Leer? Tenía pesadillas casi todas las noches y me despertaba empapado en sudor. Era el hecho de vivir bajo el techo de mi niñez lo que las conjuraba. Por mucho miedo que tuviera del futuro, ya lo superaría; nada era comparado con la aversión que sentía por el pasado.

Y una mañana empezaron los ensayos, así que me despedí de mamá apenado, abandoné el sur de Londres y regresé de nuevo junto a Eva y papá. Todos los días tenía que correr desde la estación de metro hasta la sala de ensayo y era siempre el último en marcharme, ya de noche. Me encantaba deslomarme trabajando estar con los otros diez actores en el bar o en la cafetería, sentirme parte del grupo.

Se veía enseguida que Shadwell había pasado muchos fines de semana en el continente estudiando el teatro europeo. Quería un Libro de la selva muy físico, con mimo, voces y expresión corporal. Los decorados y el vestuario tendrían que reducirse a la mínima expresión. Habría que dar vida a la selva, a sus árboles y pantanos, animales, hogueras y cabañas a través del lenguaje de nuestros cuerpos, con gestos y chillidos. Sin embargo, para la mayoría de los actores a los que había reunido, era la primera vez que hacían un trabajo parecido. El primer día, después de correr durante cinco minutos por la sala de ensayo a modo de calentamiento, hubo muchos que se quedaron sin resuello. Había una mujer, por ejemplo, que sólo tenía experiencia como disc-jockey de radio. Un actor con el que trabé amistad, Terry, sólo se había dedicado a la agitación y a la propaganda y había hecho una gira por todo el país en furgoneta con una compañía- llamada Vanguardia, que representaba una especie de pastiche de music-hall titulado ¡Lava! sobre la huelga de mineros de 1972. Ahora, en cambio, se encontraba metido en el papel de Kaa, la serpiente sorda, célebre por la fuerza de su abrazo, y Terry tenía el aspecto de tener un abrazo fuerte. Se pasaba la representación entera siseando y serpenteando por los andamios que subían por los laterales del escenario formando un arco, del que colgaban los monos que se burlaban del oso Baloo, que era incapaz de trepar y gruñía muchísimo. Terry tenía cuarenta y pocos años, tez pálida y cara de rasgos agraciados: el típico galés de clase trabajadora tranquilo y generoso. Me gustó en cuanto le vi, sobre todo porque era un fanático del estar en forma y tenía un cuerpo sólido y musculoso. Decidí que trataría de seducirle, a pesar de que no tenía grandes esperanzas de conseguirlo.

No tuve roces con Shadwell hasta la segunda semana, durante la prueba de vestuario. Al principio, todo el mundo le trataba con respeto y escuchaba con atención sus explicaciones soporíferas. Sin embargo, al poco tiempo ya nos lo empezamos a tomar a broma, porque además de comportarse como un pedante con sus ínfulas de superioridad, le asustaba lo que había emprendido y no aceptaba el menor consejo por miedo a que ocultara una crítica. Un día me llevó aparte y me dejó con la diseñadora una chica nerviosa que siempre iba vestida de negro. Me la encontré con una bufanda amarilla y un bote de crema de un tono marrón caca en la mano, que trataba de ocultar a su espalda.

– Aquí tienes tu traje, señor Mowgli.

Estiré el cuello para ver lo que tenía en la mano.

– ¿Dónde está ese traje?

– Desnúdate, por favor.

Entonces descubrí que tendría que pasearme por el escenario con un taparrabos y untado de maquillaje marrón, es decir, como una boñiga con bragas de biquini. Me desnudé.

– Por favor, no me embadurnes con eso -le pedí, temblando.

– Hay que hacerlo -me dijo-. Y ahora sé un buen chico.

Y mientras me untaba de los pies a la cabeza con aquel estiércol marrón, yo pensaba en Julien Sorel en Rojo y Negro, disimulando y conteniéndose siempre por ambición, con el orgullo pisoteado a menudo y, sin embargo, seguro de su superioridad. Así que mantuve la boca cerrada a pesar de que aquellas manos me estaban hundiendo en el barro. Con todo, al cabo de unos días planteé a Shadwell la posibilidad de no tener que cubrirme de mierda para mi debut como actor profesional. Por una vez, Shadwell se mostró conciso.

– ¡Pues éste será tu traje! Cuando aceptaste tan alegremente tu primer papel, ¿acaso pensabas que Mowgli llevaría un caftán o un traje de Yves Saint-Laurent?

– Pero señor Shadwell… Jeremy… es que me siento incómodo así. Me da la sensación de que con esto contribuyo a afear más el mundo.

– Sobrevivirás.

Tenía razón. Pero justo cuando empezaba a acostumbrarme al taparrabos y al betún, me había aprendido el texto antes que nadie y era casi tan hábil como un orangután cuando se trataba de trepar, me di cuenta de que aquello sólo era el principio. Shadwell me llevó aparte y me dijo:

– Querría comentarte algo sobre tu acento, Karim. Tendría que ser un acento auténtico.

– ¿Qué quieres decir con eso de auténtico?

– ¿Dónde nació Mowgli?

– En la India.

– Precisamente; no en Orpington. ¿Y qué acento tienen en la India?

– Pues acento indio.

– Sobresaliente.

– No, Jeremy. Por favor, no.

– Mira, Karim, te he elegido por tu autenticidad, no por tu experiencia.

Apenas podía creerlo. Y, aun cuando acabé por creérmelo, hablamos de ello muchas veces, pero Shadwell seguía en sus trece.

– Pruébalo -me repetía con insistencia cada vez que salíamos de la sala de ensayo para discutirlo-. Eres demasiado conservador, Karim. Ve probando hasta que te sientas cómodo en la piel de un bengalí. Se supone que eres actor, pero empiezo a sospechar que no eres más que un exhibicionista.

– ¡Jeremy, ayúdame! No puedo hacerlo.

Shadwell meneó la cabeza. Estaba a punto de llorar, lo juro.

Pasaron unos días sin que se volviera a hablar del asunto del acento. Durante ese tiempo, Shadwell me pidió que me concentrara en los ruidos de animales que tenían que salpicar los diálogos, de modo que, por ejemplo, cuando hablara con Kaa, la serpiente culebreante que salva la vida a Mowgli, tenía que sisear. En realidad, Terry y yo teníamos que sisear juntos. Recordar a papá pontificando delante de Ted y Jean en casa de Cari y Marianne me ayudaba mucho a la hora de sisear. Convertirse en un zoo humano todavía era aceptable, siempre que el acento indio no formara parte del programa.

Cuando volvió a hablar del asunto, todos los actores estaban presentes.

– Y ahora veamos ese acento -dijo Shadwell, de sopetón-. Espero que hayas ensayado en casa.

– Jeremy -le supliqué-, para mí es una cuestión política.

Shadwell me miró hecho una furia. Los demás actores también tenían puestos los ojos en mí, pero eran unos ojos amables. A uno de ellos, Boyd, que había pasado por una terapia de electrochoque y por un cursillo de autoafirmación y terapia básica, le gustaba lanzar sillas por toda la sala como expresión del sentimiento espontáneo. Me dije que quizá le invadiría el sentimiento espontáneo de salir en mi defensa, pero no dijo palabra. Miré a Terry. Como buen trotskista en activo, siempre me pedía que le hablara abiertamente de los prejuicios e insultos que había tenido que padecer por ser hijo de un indio. Por las noches, solíamos hablar de la falta de igualdad, del imperialismo, de la supremacía blanca y de si la libertad sexual era un mero capricho burgués o una contribución real a la disolución de los principios de la sociedad establecida. Y, sin embargo, entonces, como todos los demás, Terry tampoco dijo palabra y se quedó allí parado con su chándal esperando el momento en que tendría que volver a serpentear por el suelo siseando. Pensé: «Prefieres generalizaciones del tipo "tras la revolución, los trabajadores despertarán henchidos de una alegría inconmensurable" que tener que enfrentarte a un fascista como Shadwell.»

Shadwell me habló muy serio.

– Mira, Karim, éste es un grupo de actores muy caro, con talento y mucha experiencia. Son gente dispuesta a trabajar, con ganas de actuar y que siente un gran amor por su humilde oficio; gente entusiasta, voluntariosa y que sabe concentrarse. Ahora bien, por ti y sólo por ti entre los aquí presentes, se está retrasando el trabajo de todos. ¿Estás dispuesto pues a hacer esta concesión justificada al director con experiencia que te lo está pidiendo?

Me entraron ganas de salir de allí corriendo, de regresar al sur de Londres, a mi sitio, de donde me había atrevido a salir sin razón y con arrogancia. Odiaba a Shadwell y a la compañía entera.

– Sí -dije a Shadwell.

Aquella noche, en el pub, no me senté a la misma mesa que los demás actores, así que me quedé en la otra barra con mi jarra de cerveza y mi periódico. Despreciaba a todos aquellos actores por no haber dado la cara por mí y por burlarse de mi acento cuando había tenido que claudicar. Terry abandonó el grupo con el que estaba sentado y se acercó a mí.

– Venga, hombre -me animó-, tómate otra jarra. No te lo tomes tan a pecho. Los actores siempre tienen que tragar mierda.

«Los actores siempre tienen que tragar mierda» era su expresión favorita. Los actores siempre tenían que tragar mierda y uno tenía que aguantarse… mientras la injusta situación actual persistiera.

Le pregunté si la gente como Shitwell [5], como solíamos llamarle entre otras muchas cosas, seguiría tratándome a patadas después de la revolución, si todavía quedaban directores de teatro, o si a todos nos iba a tocar por turno decir a los demás dónde colocarse y qué ponerse. Terry nunca se lo había planteado, así que se quedó pensativo, con los ojos clavados en la jarra de cerveza y en una bolsita de patatas al bacon ahumado.

– No habrá directores de teatro -dijo, por fin-, Al menos eso creo. Lo tendrán que elegir los actores de cada compañía y, si luego resultara que les hace la pascua a todos, pues lo mandarán a paseo y lo devolverán a la fábrica de donde salió.

– ¿Fábrica? ¿Y crees que gente como Shadwell va a consentir que la metan en una fábrica?

Terry se mostraba evasivo; pisaba un terreno resbaladizo.

– Se le pedirá que lo haga.

– Ah, ¿por la fuerza?

– No existe motivo alguno para que sean siempre los mismos los que tienen que cargar con los trabajos de mierda, ¿no? No me gusta que haya gente que se dedique a ordenar a otros que hagan el trabajo que ellos mismos no tocarían.

Terry me gustaba mucho más que cualquiera de las personas a las que había conocido desde hacía tiempo, y hablábamos todos los días. Sin embargo, estaba convencido de que la clase trabajadora -de la que hablaba como si se tratara de una sola persona con una única voluntad- era capaz de los actos más insólitos. «La clase trabajadora va a encargarse de esos cabrones como si nada», solía decir cuando hablaba de las organizaciones racistas.

«La clase trabajadora está a punto de reventar», me decía otras veces. «¡Están hasta las narices del Partido Laborista! ¡Quieren una transformación de la sociedad y la quieren ahora!» Sus comentarios me traían a la memoria las urbanizaciones que había cerca de casa de mamá, donde la «clase trabajadora» se habría reído en las narices de Terry… eso si no les daba por retorcerle los huevos por haberse atrevido a llamarles clase trabajadora. Yo quería contarle que el proletariado de los suburbios tenía una conciencia de clase muy fuerte, de una virulencia cargada de odio, pero que sólo iba dirigida contra la gente que estaba por debajo de ellos. Pero discutir ciertas cosas con él era una pérdida de tiempo. Supongo que no quiso intervenir en mi discusión con Shadwell porque quería que la situación se deteriorara todavía más. Terry no era de los que creen en los asistentes sociales, políticos de izquierda, abogados radicales, liberales ni mejoras graduales. Quería que las cosas empeoraran, en lugar de mejorar, porque cuando tocaran fondo se produciría una transformación. Así que, para mejorar, todo tenía que empeorar; cuanto peor estuvieran las cosas mejor serían en el futuro, y no podían empezar a mejorar sin antes empeorar de una manera drástica. Así interpretaba yo sus opiniones y era algo que le sacaba de quicio. Me pidió que me afiliara al Partido. Tenía que hacerlo para demostrar que mi compromiso con la lucha contra la injusticia era algo más que palabras vanas. Yo le dije que me afiliaría gustoso con una condición: tendría que besarme. A mi parecer, eso demostraría su voluntad de superar el sentido de la moralidad burguesa que llevaba dentro. Entonces me dijo que quizá no estuviera preparado aún para afiliarme al Partido.

La pasión de Terry por la igualdad tenía fascinada a la parte más pura de mi ser, mientras que el odio que sentía por la autoridad establecida hacía mella en el resentimiento que yo ya sentía. Con todo, a pesar de que odiaba la falta de igualdad, eso no significaba que ambicionara que me trataran como a todo el mundo. Me daba perfecta cuenta de que lo que me gustaba de papá y de Charlie era su obstinación por destacar sobre los demás. Me fascinaba el poder que tenían y la atención que se les dispensaba. Me gustaba el modo que tenía la gente de admirarles y de perdonarles cualquier cosa. De modo que, a pesar de la bufandita amarilla que me aplastaba los huevos, el maquillaje marrón y el acento, disfrutaba sabiéndome el centro de toda la obra.

De pronto me dio por empezar a pedir pequeños favores a Shagbadly [6]. Exigía una pausa más larga, o ¿me podría llevar alguien a casa en coche?, ¡estoy tan cansado! Tenía que haber té de Assam (con una pizquita de lapsang souchong) listo a todas horas durante los ensayos. ¿Podría aquel actor correrse un poco hacia la derecha? No, un poquito más. Empecé a darme cuenta de que podía pedir todo cuanto me hiciera falta y gané seguridad.

Como pasaba poco tiempo en casa, ya no estaba en situación de llevar tan bien las cuentas como antes en mi calidad de testigo del Gran Amor. Lo que sí noté, sin embargo, es que aquel interés casi ensimismado de Eva por cualquier nimiedad relacionada con papá se había esfumado. Cada vez veían menos películas de Satyajit Ray, iban a los restaurantes indios con menor frecuencia y Eva había abandonado sus estudios de urdu y ya no escuchaba música de sitar a la hora del desayuno. Tenía ya otros intereses. Estaba preparando una gran ofensiva: planeaba el asalto definitivo de Londres.

Todas las semanas se celebraban fiestas y pequeñas cenas en el piso, lo cual me fastidiaba muchísimo, porque siempre tenía que esperar a que todo el mundo hubiera acabado de llenar el aire con sus opiniones sobre la última novedad literaria para poder acostarme en el sofá. Y, a menudo, después de un día entero de ensayos, tenía que soportar a Shadwell en la cena y oírle hablar de lo bien que iba su trabajo en El libro de la selva y lo «expresionista» que le estaba quedando. Afortunadamente, Eva y papá salían con mucha frecuencia, pues Eva aceptaba todas las invitaciones que recibían de directores, novelistas, colaboradores editoriales, correctores de pruebas, maricas y quienquiera que la conociera.

Reparé en que en esos «guateques», pues así solía llamarlos para hacerla enfadar, Eva procuraba construirse una imagen artística. A la gente como ella le encantaban los artistas y todo lo «artístico»; la palabra en sí era ya como un filtro mágico, su mención traía consigo una bocanada de lo sublime. Era como el pasaporte para el reino de lo irracional y la inspiración. Las personas de su clase eran capaces de cualquier cosa por colgarse la celestial palabra «artista». (Tenían que hacerlo solos… pues nadie se tomaría la molestia en su lugar.) En una ocasión, oí decir a Eva: «Soy artista, diseñadora. Mi equipo y yo redecoramos casas.»

En los viejos tiempos, cuando no éramos más que una familia de los suburbios normal y corriente, papá y yo solíamos encontrar divertida aquella faceta pretenciosa y snob de Eva. Y, durante una época, pareció batirse en retirada… quizá porque papá era su único y enardecido receptor. Sin embargo, últimamente su cociente de pavonería aumentaba a marchas forzadas día a día. Resultaba imposible no darse cuenta. Pero el verdadero problema era que Eva no era precisamente un fracaso. Es más, Londres no la ignoró una vez hubo puesto en marcha su campaña de asalto. Era increíble la infinidad de almuerzos, cenas, picnics, fiestas, recepciones, desayunos con champán, inauguraciones, clausuras, estrenos, últimas representaciones y veladas nocturnas a las que acudían los londinenses. Estaban constantemente comiendo, hablando o viendo actuar a la gente. Y, mientras Eva se dedicaba a la conquista de Londres y avanzaba por los territorios inexplorados de Islington, Chiswick y Wandsworth centímetro a centímetro, fiesta a fiesta, contacto a contacto, papá se divertía de lo lindo. Con todo, papá se negaba a reconocer lo importante que era todo aquello para Eva, hasta que una noche que celebraban una cena en casa y habían ido los dos a la cocina a buscar yogur y frambuesas, oí por primera vez a uno de ellos replicar al otro con rabia.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Es que no puedes dejar de hablar del condenado misticismo? ¡Ya no estamos en Beckenham! Esta gente es despierta, inteligente, está acostumbrada a razonar, no a afirmar. ¡Quiere hechos, no divagaciones!

Papá echó la cabeza hacia atrás y se rió, completamente ajeno a la violencia de su crítica.

– Eva, ¿es que no entiendes una cosa tan sencilla como ésta? Tienen que librarse de ese racionalismo, de ese pensar y darle vueltas a todo constantemente. ¡Tienen la obsesión del control! ¡Pero si sólo se puede vivir si nos dejamos llevar por la vida y permitimos que nuestra sabiduría innata se manifieste!

Una vez dicho esto, papá cogió los postres, se fue apresuradamente al salón y se dirigió a los comensales en los mismos términos, lo cual consiguió enfurecer todavía más a Eva y suscitar una animada conversación acerca de la importancia de la intuición en las primeras etapas de la investigación científica. La fiesta fue un exitazo.

Durante este mismo período, papá empezó a descubrir lo mucho que le gustaba la gente y, como nunca tenía ni idea de quién podía ser fulanito o menganito, si trabajaba para la BBC, la ILS o la BFI, siempre trataba a todo el mundo con la misma consideración.


Una noche, después de los ensayos y de tomar unas copas con Terry, regresé a casa y me encontré a Charlie vistiéndose en el dormitorio de Eva y papá, pavoneándose delante de un espejo que estaba apoyado contra un tabique. Al principio no le reconocí. A fin de cuentas, sólo conocía su nueva personalidad a través de las fotografías. Se había teñido el pelo de negro y lo llevaba en punta. Se había puesto, al revés, una camiseta hecha de jirones con una esvástica roja pintada a mano y llevaba los pantalones negros sujetos con imperdibles, clips y agujas. Bajo un impermeable negro, cinco cinturones le ceñían la cintura y una especie de pañales-faldones de lino de color gris le colgaban del trasero de los pantalones. Encima, el cabrón se había puesto uno de mis chalecos verdes. Y Eva estaba llorando.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Tú no te metas -me advirtió Charlie, con brusquedad.

– Por favor, Charlie -le imploraba Eva-. Quítate esa esvástica. Lo demás no me importa.

– En ese caso, no me la quitaré.

– Charlie…

– ¡Nunca he soportado tus sermones de mierda!

– Si no te estoy sermoneando, lo digo por compasión.

– De acuerdo. No volveré más, Eva. Te has convertido en una pelmaza. Debe de ser la edad. O a lo mejor es la menopausia lo que te hace ser así.

A los pies de Charlie había un montón de ropa apilada en el suelo, del que Charlie iba entresacando chaquetas, impermeables y camisas que enseguida dejaba a un lado por inservibles. Luego se maquilló los ojos con un lápiz negro y se marchó sin mirarnos a la cara a ninguno de los dos.

– ¡Piensa en toda la gente que murió en los campos de concentración! -gritó Eva detrás de él-. ¡Y no esperes que vaya esta noche, cerdo! ¡Charlie, puedes olvidarte de mi apoyo para siempre!

Tal como había planeado, aquella noche fui a un club del Soho para ver la actuación de Charlie. Llevé a Eva conmigo. En realidad, no me costó mucho convencerla de que viniera y por nada del mundo me habría perdido comprobar qué era exactamente lo que había convertido a mi compañero de escuela en lo que el Daily Express llamaba «un fenómeno». Hasta me aseguré de llegar una hora antes para no perderme ni el más mínimo detalle. Aun así, cuando llegamos ya había una cola larguísima que daba, la vuelta a la manzana. Eva y yo nos mezclamos entre aquellos chiquillos. Eva estaba emocionada, perpleja y asustada al ver a tanta gente.

– ¿Cómo lo habrá hecho? -me preguntaba constantemente.

– Enseguida lo descubriremos -le dije.

– ¿Sabrán sus madres que están aquí? -me preguntó-. ¿Tú crees que Charlie sabe de verdad lo que se trae entre manos, Karim?

Algunos de aquellos críos tenían doce años, pero la mayoría rondaba los diecisiete. Iban vestidos como Charlie, casi todos de negro, y algunos llevaban en el pelo mechas de color naranja o azul que les daban aspecto de cacatúas. Se propinaban codazos, se peleaban, se morreaban, escupían a la gente y a sus compañeros a la cara, ahí, bajo el frío y la lluvia de ese Londres medio en ruinas y bajo la mirada indiferente de la policía. Como concesión a la New Wave me había puesto una camisa negra, tejanos negros, calcetines blancos y zapatos de ante negros; pero sabía que mi pelo resultaba totalmente anodino. Y no es que fuera el único: había gente mayor que yo vestida al estilo desenfadado de los sesenta pero en caro, tejanos Fiorucci y botas de ante con tacón, ¡por el amor de Dios!, que perseguían a los miembros del grupo para contratarles.

¿Qué habría hecho Charlie desde la última noche del Nashville? Pues unirse a los punks y comprender de inmediato lo que estaban haciendo, la novedad que suponían en el campo de la música. Había cambiado el nombre del grupo por el de The Condemned y se había rebautizado como Charlie Hero. Y mientras el estilo de la música británica desechaba un paradigma por otro y pasaba de un barroco exquisito a un sonido de garaje furioso, Charlie había vapuleado y forzado a los Mustn't Grumble hasta hacer de ellos uno de los grupos punk o New Wave más punteros del panorama musical.

El hijo de Eva estaba sometido al acoso continuo de los periódicos nacionales, revistas y semiólogos que iban a la caza de nuevas citas sobre el nuevo nihilismo, el nuevo desencanto y la nueva música que lo expresaba. Hero tenía entonces que aclarar esa desesperanza de los jóvenes a aquella gente perpleja, pero interesada, lo cual hacía escupiendo a los periodistas o simplemente arremetiendo contra ellos a puñetazos. Vaya un tipo listo ese Charlie. Aprendió enseguida que tanto su éxito como el de otros grupos dependía de su habilidad a la hora de insultar a los medios de comunicación. Afortunadamente, Charlie tenía un talento especial cuando se trataba de ser cruel. Esos mismos insultos aparecían publicados con gran despliegue de publicidad, al igual que sus ataques contra los hippies, el amor, la reina, Mick Jagger, el activismo político y hasta el propio movimiento punk. «¡Somos una mierda! -proclamó una noche para un programa de tarde de televisión-. No sabemos tocar, ni cantar, ni componer canciones, ¡pero esos idiotas de mierda nos adoran!» Según datos de la prensa, al oír eso unos padres furiosos la emprendieron a patadas contra el aparato de televisión. Incluso Eva apareció en el Daily Mirror bajo el titular: ¡MADRE DE PUNK DECLARA: «ESTOY ORGULLOSA DE MI HIJO»!

El Pez se encargó muy bien de que Charlie apareciera en las noticias y de que su imagen se afianzara. Además, estaba haciendo todo lo posible para que el primer disco del grupo, «The Bride of Christ», saliera a la venta a las pocas semanas. Ya había provocado un escándalo y, con un poco de suerte, acabarían por prohibir el disco o por acusarles de difamación, con lo cual ganarían credibilidad y una buena fortuna. Charlie había encontrado por fin el buen camino.

Esa noche, el Pez se mostró tan educado y caballeroso como de costumbre. Tranquilizó a Eva diciéndole que tanto él como Charlie sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Pero ella estaba nerviosa. Eva dio un beso al Pez, le agarró del brazo con fuerza y le suplicó sin ambages:

– ¡Por favor, te lo ruego, no permitas que mi hijo se convierta en un heroinómano! ¡No tienes ni idea de lo débil que es!

El Pez nos consiguió un sitio detrás del escenario del club y nos subimos a unas cajas de madera de cerveza, apoyándonos el uno en el otro, mientras el suelo amenazaba con hundirse debido al calor y a los saltos de la gente. Al poco rato ya me sentía como si el público entero me estuviera aplastando… y el grupo seguía en los camerinos.

Salieron al escenario. La gente se volvió loca. The Condemned se habían deshecho de todos los elementos de su vida anterior: pelo, ropa y música. Estaban irreconocibles.

Se les adivinaba nerviosos, como si no se sintieran cómodos todavía con aquella ropa acabada de estrenar. Pasaron revista a su repertorio a toda pastilla, como si estuvieran compitiendo por averiguar quién lograba tocar el mayor número de canciones en menos tiempo, y sonaron como una versión poco ensayada del grupo que Charlie y yo habíamos visto en el Nashville. Charlie ya no tocaba la guitarra eléctrica y se limitaba a agarrarse al micro al borde del escenario, gritando a los chavales del público, que hacían «pogos» como taladradoras, y escupían y lanzaban botellas hasta que el escenario entero quedó sembrado de cristales rotos. Charlie se hizo un corte en la mano y Eva, que estaba a mi lado, se sobresaltó y se tapó el rostro con las manos. Pero Charlie se embadurnó la cara de sangre y luego se limpió en el bajo. El resto de los Condemned eran prescindibles, oficinistas y funcionarios del negocio de la música. Sin embargo, Charlie estaba magnífico en su papel de malo, con su rabia artificial, su agresividad y sus modales desafiantes. ¡Qué poder tenía! ¡Qué admiración despertaba! ¡Y la expresión en la cara de las chicas! Era un genio: había conseguido combinar los elementos apropiados. Tanto su habilidad como su disfraz eran maravillosos. El único defecto que le encontraba, y me reía para mis adentros, eran aquellos dientes blancos y sanos de niño que, a mi parecer, lo delataban todo.

De pronto estalló un tumulto. Empezaron a volar botellas, la gente empezó a darse de puñetazos y hasta un diente se coló por el escote de Eva. Yo estaba cubierto de sangre. Las chicas caían al suelo desmayadas y llegaron las ambulancias. El Pez consiguió sacarnos de allí con mucha destreza.

Mientras atravesábamos el Soho a pie, yo estaba pensativo. A mi lado, Eva, con sus tejanos y sus zapatillas de tenis, caminaba con paso ligero tarareando una de las canciones de Charlie y haciendo esfuerzos por no quedarse rezagada. Finalmente, me cogió del brazo. No sentíamos tan bien juntos que hasta habríamos podido formar pareja. Caminábamos sin hablar, pero supongo que Eva estaría haciendo especulaciones sobre el futuro de Charlie. Con todo, la envidia me reconcomía menos de lo que me había imaginado, porque ya me dominaba un sentimiento más fuerte: la ambición. Bien es verdad que no tenía una meta precisa, pero aquel gran truco de prestidigitador de Charlie me tenía maravillado. Había llamado a la puerta de la fortuna y, al abrirse, había dejado al descubierto todos sus tesoros. Charlie ya podría coger cuanto quisiera. Hasta ese momento me había sentido incapaz de encauzar mi vida, no sabía cómo hacerlo, y siempre me sentía a merced de los acontecimientos. En ese momento empezaba a caer en la cuenta de que no tenía por qué ser siempre de esta manera. Mi felicidad, mis progresos y mi educación podían muy bien depender de mis propios esfuerzos… siempre que fueran los esfuerzos adecuados en el momento adecuado. Mi inminente debut en El libro de la selva era una nimiedad en comparación con el triunfo de Charlie, pero las miradas iban a posarse en mí muy pronto. Se trataba sólo de un principio, y me sentía fuerte y decidido. Aquello me iba a llevar hacia arriba.

Cuando subimos al coche, miré a Eva y me sonrió. Entonces supe que no había estado pensando en Charlie -salvo a modo de inspiración-, sino que, al igual que yo, había estado dando vueltas a lo que iba a hacer en el mundo. Mientras conducía, aporreaba el volante y cantaba a voz en cuello por la ventanilla.

– ¿No te han parecido fantásticos? ¡Es una estrella, Karim!

– Pues claro.

– Van a ser algo grande, Karim, enorme de verdad. Pero Charlie tendrá que librarse de este grupo. Lo puede conseguir solito, ¿no crees?

– Desde luego, ¿pero qué harían los otros?

– ¿Esos chicos? -Les dijo adiós con la mano-. Lo importante es que nuestro chico está subiendo, ¡arriba y arriba! -Se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla-. Y tú también, ¿eh?


El ensayo general de El libro de la selva fue bien. Todos nos quedamos sorprendidos ante lo perfecto que salió: nadie olvidó ni una palabra del texto y técnicamente no hubo ningún problema. De modo que nos presentamos ante el público del primer preestreno muy confiados. El vestuario era divertido y el público aplaudió mucho. Los traviesos monos soltaban sus chillidos agudos mientras un consejo de la manada de lobos se reunía para discutir acerca del futuro del cachorro de hombre. Pero cuando Shere Khan hizo retumbar a lo lejos su voz fantasmal de Hamlet: «Ese cachorro es mío. Entregádmelo. ¿Qué va a hacer el Pueblo Libre con un cachorro de hombre?», oí un crujido por encima de mi cabeza. Sin el más mínimo sentido de la profesionalidad, miré hacia arriba y vi que la red metálica del andamiaje estaba cediendo, balanceándose, hasta que se abatió sobre mí, al mismo tiempo que los pernos se partían y los focos se estrellaban contra el escenario. Se oyeron gritos de advertencia del público, que en su mayoría abandonó la primera fila y se precipitó al pasillo huyendo del peligro. Al igual que los demás actores que se encontraban en escena, abandoné el espectáculo, salté sobre el público y fui a aterrizar encima de Shadwell, que ya se había puesto de pie y la había emprendido a gritos contra los técnicos. Esa noche no hubo representación y el público tuvo que marcharse a sus casas. Hubo unas peleas tremendas y Shadwell se comportó como un verdadero monstruo. Se anularon un par de preestrenos más, así que sólo habría uno antes del estreno oficial.

Como es natural, quería que tanto mamá como papá estuvieran presentes, pero como no se habían visto desde el día en que los dos se habían marchado de casa, pensé que el estreno de El libro de la selva no era precisamente la mejor ocasión para un reencuentro. Así que sólo invité a mamá, a tío Ted y a tía Jean. Esa vez todo fue como una seda y, al final del espectáculo, tío Ted, trajeado y con brillantina, nos anunció que había que celebrarlo: estábamos todos invitados al Trader Vics del Hotel Hilton. Mamá se había acicalado para la ocasión y estaba encantadora con su vestido azul con lazo en el escote. Además, se la veía muy animada. De hecho, había olvidado lo alegre que podía ser. En un arrebato de audacia, había dejado el empleo de la zapatería y trabajaba como recepcionista en el consultorio de un médico. Ya empezaba a hablar de enfermedades con autoridad.

Mi Mowgli hizo llorar de orgullo a mamá. Y hasta Jean, que no había soltado ni una sola lágrima desde la muerte de Humphrey Bogart, rió de buena gana, se emborrachó y estuvo de buen humor toda la noche.

– Y yo que creía que iba a ser una obra de aficionados… -repetía constantemente, sin lugar a dudas sorprendida de verme participar en algo que no fuera un fracaso total-. ¡Pero ha sido un espectáculo de profesionales de verdad! ¡Y cuánto me ha gustado conocer a todos esos actores de televisión!

La clave para impresionar a mamá y a tía Jean, y la mejor manera de mantener sus comentarios alejados de la ridícula cuestión de mi taparrabos -que, como era de esperar, las hizo reír a carcajadas-, consistía en presentarles a los actores después de la representación y en explicarles en qué serie de televisión cómica o de policías les habían visto. Después de cenar, nos fuimos a bailar a un club nocturno del West End. Era la primera vez que veía bailar a mamá, que se quitó las sandalias y se lanzó al son de los Jackson Five con tía Jean. Fue una velada memorable.

De todos modos, como me imaginaba que los halagos que había recibido aquella noche iban a ser como una especie de aperitivo comparados con la lluvia de alabanzas que me iban a caer después del estreno, la segunda noche me fui corriendo al camerino, donde papá, con su chaleco rojo, me estaba esperando con los demás. Ninguno de ellos parecía particularmente animado. Salimos a la calle y nos dirigimos a un restaurante cercano, pero seguían sin decir palabra.

– ¿Y bien, papá? -le pregunté-, ¿te ha gustado? ¿No estás contento de que no sea médico?

Como un perfecto idiota, había olvidado que papá consideraba la sinceridad una virtud. Era un hombre magnánimo, pero nunca a costa de tener que callarse su opinión.

– ¡Una asquerosa lectura precipitada! -dijo-. ¡Y, encima ese cabrón de Kipling fingiendo ante los blancos que sabía algo de la India! ¡Y vaya una actuación penosa la de mi hijo, embadurnado como uno de esos cómicos blancos en papeles de negros!

Eva refrenó a papá.

– Karim se ha mostrado seguro de sí -dijo con convencimiento, dándome golpecitos cariñosos en el brazo.

Afortunadamente, Changez se había estado riendo a mandíbula batiente todo el rato.

– Muy divertido -dijo-. Me volverás a invitar, ¿eh?

Antes de sentarnos a la mesa del restaurante, Jamila me llevó aparte y me besó en los labios. De pronto sentí el peso de la mirada de Changez.

– ¡Has estado fantástico! -me dijo Jamila, como si estuviera felicitando a un crío de diez años después de una representación escolar-. Con ese aspecto tan joven, tan inocente, mostrando tu precioso cuerpo esbelto y de formas perfectas. Pero no cabe la menor duda: esta obra es totalmente neofascista.

– Pero Jammie…

– Y todo eso del acento y la mierda que llevabas embadurnada por todo el cuerpo me ha parecido repugnante. No has hecho más que corroborar todos los prejuicios…

– Jammie…!

– … y los tópicos sobre los indios. Y ese acento… ¡Dios mío!, ¿cómo has podido hacer una cosa así? Espero que estés avergonzado.

– Y lo estoy.

Pero, en lugar dé compadecerse de mí, se limitó a parodiar mi acento en la obra.

– De todos modos, no tienes moral. Pero ya la tendrás cuando te lo puedas permitir, o eso espero.

– Vas demasiado lejos, Jamila -le dije y le di la espalda para ir a sentarme al lado de Changez.

El único incidente memorable de esa noche fue algo que ocurrió entre Eva y Shadwell, que estaban al fondo del restaurante, junto a los lavabos. Shadwell se hallaba apoyado contra la pared y Eva estaba furiosa con él y hablaba alzando los puños con violencia. En el rostro de Shadwell se trazaron muchas muecas de hastío, pena y abatimiento. En un momento dado, Eva se volvió y me señaló con un ademán, como si la estuviera acusando de haberme hecho algo. Sí, Shadwell la había decepcionado. Sin embargo, yo sabía que nunca iba a desanimarse, que seguiría queriendo ser director y que nunca haría algo bueno.

Y así se quedaron las cosas. Nadie volvió a mencionar El libro de la selva, como si no quisieran verme como actor y les gustara más en mi antiguo papel de chico inútil. Con todo, las representaciones iban viento en popa, especialmente en las escuelas, y poco a poco fui aprendiendo a relajarme en el escenario y a disfrutar de la obra. Arrinconé el asunto del acento y conseguí arrancar carcajadas al público con frases en cockney en los momentos más inesperados. «Déjalo ya, Bangheera», decía. Me encantaba que luego me reconocieran en el pub y siempre procuraba hacerme notar, por si alguien quería pedirme un autógrafo.

A veces, Shadwell asistía a la representación y un buen día empezó a mostrarse amable conmigo. Pregunté a Terry si sabía la razón.

– Me tiene tan pasmado como a ti -me confesó.

Shadwell me llevó a Joe Alien y me ofreció un papel en su próxima obra, El burgués gentilhombre de Molière. Terry, cuya bondad de corazón me tenía tan embelesado que hasta le ayudaba a vender periódicos a la entrada de las fábricas, entre piquetes, y en las bocas de las entradas de metro del East End a las siete y media de la mañana, se mostró alentador.

– Acéptalo, hombre -me animó-. Te irá bien. Claro que no deja de ser tragar mierda, pero ganarás experiencia.

A diferencia del resto de los actores -que llevaban mucho más tiempo en ese mundillo que yo- no tenía ni la menor idea de qué tipo de trabajos me podían salir. Por eso acepté. Shadwell y yo nos abrazamos y Eva no hizo comentarios sobre el asunto.

– ¿Y qué me dices de ti, Terry? -le pregunté una noche-. ¿Tienes algún trabajo en perspectiva?

– Desde luego.

– ¿Cuál?

– Nada en concreto -me dijo-. Pero estoy esperando la llamada.

– ¿Qué llamada?

– Todavía no puedo decirte nada, Karim. Pero lo que sí te puedo asegurar con toda confianza es que llegará.

A partir de entonces, cada vez que iba al teatro y nos cambiábamos juntos, me divertía preguntándole: «¿Qué, Terry? ¿Ya te han llamado? ¿Te ha telefoneado ya Peter Brook?»

A veces, justo antes de subir el telón, alguno de nosotros se presentaba corriendo en el camerino y le decía que acababa de llamar alguien que quería hablar urgentemente con él. Picó un par de veces y salió del camerino corriendo a medio vestir, suplicándonos que esperáramos unos minutos para subir el telón. Con todo, Terry no se tomaba a mal nuestras bromas maliciosas. «Esos jueguecitos infantiles que os traéis no me afectan en absoluto, porque sé que me llamarán. No estoy nervioso y voy a esperar con paciencia», nos decía.

Una noche, cuando llevábamos ya muchas funciones, el empresario del teatro nos llamó muy emocionado al camerino para decirnos que Matthew Pyke, el director teatral, acababa de reservar una entrada para El libro de la selva. Al cabo de un cuarto de hora, todos los actores del reparto, salvo yo, estaban hablando de lo mismo. Nunca había visto tanto parloteo, nervios y alegría en el camerino, pero sabía lo importantes que llegaban a ser las visitas de directores famosos para los actores, que andaban siempre preocupados por su siguiente contrato. En realidad, se habían olvidado por completo de El libro de la selva; ya pertenecía al pasado y se pasaban el día sentados en el minúsculo camerino, con la ropa puesta a secar encima de los radiadores, alimentándose a base de comida sana y mandando incansablemente currículos y retratos favorecedores a directores, teatros, agentes, compañías de televisión y productores. Así que, cuando algún agente o responsable de reparto se dignaba a asistir a la función y se quedaba hasta el final -lo cual ocurría rara vez-, luego los actores casi se abalanzaban sobre él, le invitaban a copas y se echaban a reír a carcajadas cada vez que abría la boca. Se morían porque les recordaran, pues la vida de todo actor depende de esta clase de recuerdos.

De ahí que la aparición de Pyke despertara tanto entusiasmo. Era la visita más importante que habíamos tenido. Disponía de compañía propia y, además, no tenías que pasar por él para llegar a contactar con alguien de peso: Pyke tenía peso por derecho propio. ¿Qué le habría traído a nuestro ínfimo espectáculo? No nos cabía en la cabeza, pero enseguida me di cuenta de que Terry se lo tomaba con mucha tranquilidad.

Antes del comienzo de la función, algunos nos metimos en la cabina del luminotécnico y vimos cómo Pyke tomaba asiento vestido con pantalones de dril y camiseta blanca; todavía llevaba el pelo largo. Iba acompañado de su esposa, Marlene, una rubia de mediana edad. Le estuvimos observando mientras estudiaba el programa e iba pasando las páginas una a una, examinando nuestras caras y las cuatro líneas de biografía que había impresas al pie.

Los que no cabían tuvieron que esperar fuera a que les llegara el turno para echar un vistazo a Pyke. Yo no decía palabra, pero es que no tenía ni la menor idea de quién podía ser ese Pyke y de qué había hecho. ¿Obras de teatro?, ¿películas?, ¿ópera?, ¿televisión? ¿Era norteamericano? Por fin decidí preguntárselo a Terry, porque sabía que no iba a burlarse de mi ignorancia. Terry me hizo un retrato completo sin hacerse de rogar y parecía saber lo suficiente de Pyke como para escribir su biografía.

Pyke era la estrella del floreciente teatro alternativo, uno de los directores más originales en activo. Había trabajado y enseñado en el Magic Theater de San Francisco, había hecho terapia con Fritz Perls en el Esalen Institute de Big Sur, había trabajado en Nueva York con Chaikin y La Mama. En Londres había fundado su propia compañía, The Movable Theatre, con un par de compañeros de Cambridge y estrenaba con ellos un par de espectáculos estupendos al año.

Las obras llegaban a Londres al final de la gira de rigor por todos los centros artísticos, clubes juveniles y talleres de teatro. Toda la gente de los círculos famosos asistía al estreno de Londres: había estrellas de rock celebérrimas, actores como Terence Stamp, radicales como Tariq Ali, la mayoría de la gente importante del mundo del espectáculo y hasta un poco de público. En los espectáculos de Pyke hasta los fantásticos entreactos eran noticia, ocasiones memorables en las que aquel público tan a la moda se paseaba vestido a lo campesino chino, a lo obrero industrial (con mono de faena) o a lo rebelde sudamericano (boina).

Como era de esperar, Terry tenía una visión muy concreta de todo aquel asunto y, mientras nos cambiábamos para la función de aquella noche cargada de expectativas, se dirigió a todos los actores como si acabara de tomar la palabra en un mitin político.

– ¡Camaradas! ¿En qué consiste el trabajo de Pyke? Reflexionad un momento. ¿Qué es, al fin y al cabo, sino un vanidoso y reformista politiqueo «de izquierdas»? Es muy burdo que los actores se hagan pasar por miembros de la clase trabajadora cuando sus padres son neurocirujanos. Y esas actrices voluptuosas… mucho más guapas que cualquiera de vosotras, que Pyke elige y acaricia una a una. ¿Por qué tienen que actuar siempre desnudas? ¿Os lo habéis preguntado alguna vez? Eso es tragar mierda, camaradas. ¡Tragar mierda de verdad!

Todos los actores trataron de acallar a Terry.

– ¡Eso no es tragar mierda! -le gritaron-. Por lo menos es un trabajo decente, comparado con El libro de la selva, las películas policíacas y los anuncios de cerveza.

A estas alturas, Terry ya se había quitado los pantalones y había un par de actrices que estaban espiando por un hueco del telón, mientras Terry se disponía a soltarnos una arenga sobre su opinión de Pyke. Colocó los pantalones en una percha con mucha parsimonia y luego la colgó en la barra que todos compartíamos en el camerino. Le encantaba que las chicas admiraran la solidez de sus piernas, del mismo modo que le gustaba también que admiraran la solidez de sus ideas.

– Sí, claro -dijo-. Tenéis razón. Hay algo de verdad en lo que decís. Es mejor que joderse. Mucho mejor. Por eso mismo, camaradas, he mandado mis datos a Pyke.

Todo el mundo protestó. Sin embargo, con la impresionante presencia de Pyke entre el público, teníamos muy buenos motivos para desahogarnos saltando con energía por el andamiaje. Fue la mejor función de todas y, aunque sólo fuera una vez, duró lo que tenía que durar. Últimamente solíamos acortar la función de noche unos diez minutos para poder estar más rato en el pub. Después del espectáculo, nos cambiamos a toda prisa, sin entretenernos con las peleas y bromitas de costumbre y sin tratar de bajarnos los calzoncillos los unos a los otros. Como es natural, yo fui el más lento, porque también era el que más me tenía que quitar. Como no había ni una sola ducha que funcionara, tuve que desmaquillarme con crema, y luego enjuagarme con agua del lavabo. Terry me esperaba con impaciencia. Cuando estuve listo ya sólo quedábamos los dos, así que le rodeé con mis brazos y le di un beso.

– Venga -me dijo-, vamonos. Pyke me está esperando.

– Quedémonos aquí un ratito.

– ¿Para qué?

– Me estoy planteando afiliarme al Partido -le expliqué-. Y quiero que me aclares unas cuantas dudas ideológicas que tengo.

– ¡Venga ya! -soltó y se apartó de mí-. Y que conste que no es porque esté en contra de esto -añadió.

– ¿De qué?

– De tocarse.

Pero estaba en contra.

– Lo que pasa es que ahora tengo que pensar en mi futuro. Mi llamada ya está aquí, Karim.

– ¿Ah, sí? -me sorprendí-. ¿Así que era eso? ¿Esta era la llamada?

– Sí, ésta es la puñetera llamada -dijo-, Y date prisa, por favor.

– Abróchame los botones -le pedí.

– ¡Por Dios! ¡Mira que eres estúpido! De acuerdo, venga, que Pyke me está esperando.

Nos encaminamos al pub enseguida. Era la primera vez que veía a Terry tan ilusionado por algo. Deseaba con todas mis fuerzas que le contrataran.

Pyke estaba acodado en la barra con Marlene bebiendo una jarra pequeña de cerveza a sorbitos. No encajaba con el prototipo de bebedor. Tres actores de la compañía se le acercaron y hablaron un poquito con él. Pyke les respondió, pero por lo demás apenas pareció molestarse en mover los labios. Y entonces Shadwell entró y, al ver a Pyke, nos saludó con un desdeñoso movimiento de cabeza y se marchó. En lugar de acercarse a Pyke, Terry me condujo hasta la mesa del rincón y, sentados entre los viejos que iban allí a beber a solas todas las noches, se fumó sus cigarrillos liados con toda la calma del mundo mientras alternábamos los sorbos de cerveza con el chupito de whisky de costumbre.

– Pyke no es que demuestre demasiado interés por ti -le hice notar.

Pero Terry tenía confianza.

– Ya vendrá. Es muy frío… ya sabes cómo es la gente de clase media. No tienen sentimientos. Supongo que pretende que mi experiencia proletaria dé un cierto toque de autenticidad a sus pueriles ideas políticas.

– Pues dile que no -le aconsejé.

– Pues a lo mejor lo hago. Los críticos siempre definen su trabajo como «austero» y «riguroso» sólo porque le gustan los escenarios vacíos y desnudos y los teatros con obra de ladrillo visto y sin decorados. ¡Como si a mi madre y a la gente proletaria les gustaran este tipo de cosas! Lo que ellos quieren son butacas cómodas, grandes ventanales y bombones.

Justo en ese momento, Pyke se volvió hacia nosotros y alzó la jarra un imperceptible centímetro. Terry le devolvió la sonrisa.

– Claro que Pyke también tiene sus virtudes. No anda por ahí pavoneándose como todos esos directores de teatro, de orquesta y productores que viven a costa del talento de los demás. Nunca concede entrevistas ni sale por televisión. En este sentido está bien, pero -y Terry se me acercó con aire misterioso- hay algo que deberías saber, si es que algún día tienes la suerte de trabajar con él.

Entonces me contó que la vida de Pyke no era precisamente un modelo de prácticas austeras y rigurosas. Si aquellos críticos inevitablemente deformes que tanto admiraban su trabajo -y es verdad que los críticos que estaban siempre ahí sentados, con los ojos fijos en nosotros, tenían cierta expresión de gárgola y sus sillas- de ruedas bloqueaban siempre los pasillos- estuvieran al corriente de algunas de sus debilidades… de ciertos caprichos suyos, verían el trabajo de Pyke desde una perspectiva muy distinta.

– Sí señor, desde una perspectiva muy distinta.

– ¿Qué tipo de perspectiva?

– Eso ya no te lo puedo decir.

– Pero Terry, entre nosotros no puede haber secretos.

– Te digo que no, no puedo. Lo siento.

A Terry no le gustaban los chismorreos. Estaba convencido de que la gente era producto de las fuerzas impersonales de la historia, que nada tenían que ver con la codicia, la maldad y la lujuria. Y es que, además, Pyke venía derecho hacia nosotros. Terry apagó su cigarro liado a toda prisa, empujó la silla hacia atrás y se levantó. Hasta se llevó la mano a la cabeza para atusarse el pelo. Después de estrecharle la mano a Pyke nos presentó.

– Encantado de verte, Terry -le saludó Pyke, con cortesía.

– Lo mismo digo.

– Tu serpiente es excelente.

– Gracias. Pero por suerte todavía queda gente que hace algo de calidad en este asqueroso país, ¿eh?

– ¿A quién te refieres?

– A ti, Matthew.

– Ah, claro, a mí.

– Sí.

Pyke me miró y sonrió.

– Ven a tomarte una copa a la barra conmigo, Karim.

– ¿Yo?

– ¿Por qué no?

– De acuerdo. Nos veremos luego, Terry -le dije.

Cuando me levanté, Terry me miró como si acabara de anunciarle que tenía una renta personal, y, mientras Pyke y yo nos alejábamos de la mesa, se dejó caer de nuevo en su silla y se bebió el whisky de un solo trago.

Pyke me pidió una jarra pequeña de cerveza y, mientras tanto, me quedé ensimismado mirando las hileras de botellas dispuestas al revés detrás de la cabeza del camarero, sin atreverme a mirar a los demás actores que estaban en el pub porque sabía que todos tenían los ojos puestos en mí. Dediqué unos segundos a la meditación, me concentré en el ritmo de la respiración y enseguida me di cuenta de lo entrecortada que era. Cuando nos sirvieron las copas, Pyke me pidió:

– Háblame de ti.

Vacilé. Miré a Marlene, que estaba de pie detrás de nosotros, hablando con un actor.

– No sé por dónde empezar.

– Cuéntame cualquier cosa que tú creas que me puede interesar.

Y se quedó mirándome fijamente, muy atento. No tenía elección, así que empecé a hablar de un modo atropellado, sin pensar. Pyke no abría la boca. Seguí hablando. De pronto pensé: «Me está psicoanalizando.» Y entonces se me ocurrió que Pyke entendería todo cuanto le contara. Me alegraba tenerle delante, porque había cosas que tenía que explicar a alguien. Y empecé a contarle cosas que nunca había contado: lo muy resentido que estaba con papá por lo que le había hecho a mamá; lo mucho que había sufrido mamá; lo doloroso que había sido todo el asunto, a pesar de que sólo entonces empezaba a darme cuenta.

Los demás actores, que habían ido a sentarse a la mesa de Terry con sus jarras de cerveza rubia, habían vuelto las sillas hacia mí para mirarme, como si fuera un partido de fútbol. Supongo que debían de estar pasmados y ofendidos porque Pyke había preferido hablar conmigo, precisamente conmigo, con alguien que apenas era actor. Cuando vacilé al caer en la cuenta de que no era mamá la que me había abandonado, sino yo el que había abandonado a mamá, Pyke me dijo con amabilidad:

– Quizá te gustaría trabajar en mi próximo espectáculo.

Desperté de mi sueño introspectivo.

– ¿Qué tipo de espectáculo va a ser? -le pregunté.

Noté que cada vez que Pyke estaba a punto de hablar, ladeaba la cabeza con aire meditabundo y su mirada se perdía en el vacío. Sus ademanes eran coquetos, lentos, y sus manos no se movían con brusquedad, ni señalaban, sino que parecían flotar, acariciar, como si la palma pasara casi rozando por encima de la superficie de un lienzo.

– No lo sé -repuso.

– ¿Qué tipo de papel tendré?

Meneó la cabeza con tristeza.

– No sabría decírtelo.

– ¿Pues cuántos actores habrá en el reparto?

Hubo una pausa bastante larga y la mano de Pyke osciló por delante de su cara con los dedos tensos y extendidos.

– A mí no me lo preguntes.

– Pero, por lo menos, debe de saber lo que quiere hacer… -dije, con mayor atrevimiento.

– No.

– En ese caso, no sé si me conviene trabajar en un proyecto tan vago. No tengo experiencia, ¿sabe?

Pyke cedió.

– Creo que va a girar en torno al único tema que existe en Inglaterra.

– Ya.

– Sí.

Me miraba como si lo que acababa de decir fuera evidente.

– Las clases -me aclaró-. ¿De acuerdo, entonces?

– Sí, creo que sí.

Me puso la mano en el hombro.

– Gracias por unirte a nosotros.

Me lo dijo como si fuera yo el que le estuviera haciendo un gran favor.

Me terminé la cerveza, me despedí de mis compañeros sin entretenerme y me marché tan aprisa como pude, porque no quería saber nada de risitas afectadas ni de preguntas curiosas. Y estaba ya atravesando el aparcamiento cuando alguien se abalanzó sobre mi espalda. Era Terry.

– Déjame -le dije, enfadado, quitándomelo de encima.

– Vale, hombre.

No había ni un amago de sonrisa en su cara. Tenía un aire abatido. Hacía que me sintiera avergonzado de aquella alegría tan inesperada. Me encaminé a la parada del autobús en silencio, con Terry caminando a mi lado. Hacía frío, estaba muy oscuro y llovía.

– ¿Te ha ofrecido un papel? -me preguntó por fin.

– Sí.

– ¡Mentiroso!

No contesté.

– ¡Mentiroso! -repitió.

Sabía que estaba tan furioso que había perdido el control y sin embargo, no podía reprocharle la rabia que sentía.

– ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! -gritaba.

– ¡Pues, sí, sí, sí, es verdad! -grité a la noche.

El mundo se me aparecía de pronto henchido de fuerza. ¡Estaba impregnado y vibraba de sentido y posibilidades!

– Sí, sí, ¡joder!, sí.


Al día siguiente, al llegar al teatro descubrí que alguien había desplegado una alfombra roja mugrienta que terminaba justo en el rincón del camerino donde solía cambiarme.

– ¿Puedo ayudarle a desnudarse? -se ofreció un actor.

– ¿Me da su autógrafo? -me pidió otro.

Me regalaron narcisos, rosas y un manual para actores. Mientras se quitaba los pantalones y se meneaba el pene delante de mis narices, Boyd, el chalado del electrochoque, soltó:

– Si no fuera blanco y de clase media ya estaría en el nuevo espectáculo de Pyke. Pero, por lo que se ve, hoy en día sólo con talento ya no se llega a ninguna parte. ¡Sólo los desheredados tendrán éxito en la Inglaterra de los setenta!


Durante unos cuantos días no tuve agallas para contar a Shadwell lo de la oferta de Pyke, ni para decirle que no iba a participar en su Moliére. Estaba contento y no quería que esa alegría anticipada se viera enturbiada por una discusión con él. De modo que Shitvolume [7] inició los preparativos de su nuevo espectáculo como si fuera a tomar parte en él hasta que, un día, justo antes de subir el telón para una nueva función de El libro de la selva, se presentó en el camerino.

– Jeremy -le dije-, creo que será mejor que te lo diga.

Así que nos metimos en el lavabo mixto, el único lugar con cierta intimidad de entre bastidores, y le di la noticia. Shadwell asintió y habló con voz pausada:

– Eres un desagradecido, Karim. Ahora no puedes dejarme en la estacada y lo sabes; no estaría bien. Aquí todos te queremos, ¿no?

– Por favor, trata de entenderlo, Jeremy… Pyke es un pez gordo, un hombre muy importante. Y sabes perfectamente que a veces, en la vida…

De pronto el tono de voz de Shadshit [8] fue subiendo hasta alcanzar su entonación característica de los ensayos, salió del lavabo y se metió en el camerino. Detrás de nosotros, el espectáculo estaba a punto de empezar y el público ocupaba ya sus butacas. Nos debían de estar oyendo perfectamente. Y yo me sentía de lo más ridículo teniendo que ir tras él en taparrabos.

– ¿Qué vida y qué puñetas, cabrón? -espetó-. Todavía no tienes la experiencia necesaria para trabajar con Pyke. Te dejará hecho papilla en tres días. No tienes ni repajolera idea de lo duro que puede llegar a ser ese cabrón hijo de puta. Es encantador, eso es verdad; pero toda la gente interesante tiene encanto. ¡Te va a crucificar!

– ¿Y para qué iba a querer crucificar a un don nadie como yo? -repliqué, sin alzar la voz.

– ¡Eso! -masculló Boyd, y soltó una risita desdeñosa mirando a Terry, que no le hizo caso, a pesar de que parecía estar de acuerdo con Shotbolt [9].

– ¡Para divertirse, pedazo de idiota! ¡Porque eso es lo que hace la gente así! Se hacen pasar por demócratas pero son como pequeños Lenines…

Al oír ese comentario, Terry se sintió ofendido y miró a Shadwell echando chispas.

– ¡Ya les gustaría! -dijo.

Pero, ahora que Shoddy [10] ya había arrancado, no había quien le frenara.

– ¡Son los fascistas del mundo de la cultura! ¡Unos elitistas que se creen que lo saben todo mejor que nadie! ¡Son unos paranoicos, gente muerta de miedo!

Algunos actores de la compañía trataban de taparse la boca con las manos para ahogar sus risas, como suelen hacer los niños en la escuela cuando el profesor está dando una reprimenda a uno de sus compañeros. Me dirigí al escenario siguiendo la alfombra roja.

– No me importa lo que digas. Ya sé cuidarme sólito.

– ¡Ja! -soltó-. ¡Eso ya lo veremos… mi pequeño advenedizo!

11

Primavera. Poco tiempo después de despedirme de Bangheera, Baloo y de todos los demás, de haber mandado a Shadwell a hacer puñetas y de no asistir a la fiesta de despedida, me encontraba en una sala de ensayos limpia y resplandeciente, con suelo de madera lustroso (que nos permitía ir descalzos) en el interior del vestíbulo de una iglesia, situada junta al río, cerca del puente de Chelsea. La compañía de Pyke estaba compuesta por seis actores: tres hombres y tres mujeres. Dos de nosotros éramos oficialmente «negros» (a pesar de que yo era más beige que otra cosa) y nadie pasaba de los treinta. La única que ya había trabajado con Pyke era una mujer de cara censuradora, Carol, que procedía del extrarradio como yo (de modo que capté su talante ambicioso al segundo). Había también una chica pelirroja llamada Eleanor, de veintipocos años, con cara de mujer inteligente y experimentada y que, a diferencia de Carol, no se las daba de estrella. También había una chica negra de diecinueve años, Tracey, que tenía unas ideas muy claras y bastante curiosas. Los otros dos hombres, Richard (homosexual) y Jon, eran los clásicos actores a destajo, cínicos, pero de fiar, que llevaban años trabajando en los teatros periféricos de Londres, actuando en los pisos superiores de los pubs a cambio de un porcentaje de la caja o en sótanos, festivales y hasta por las calles. Lo único que exigían era un buen papel, un director que no fuera ni un idiota ni un dictador y un buen bar en las inmediaciones donde se sirviera cerveza de verdad. Había también una escritora que formaba parte del grupo, Louise Lawrence, una mujer seria y pagada de sí, con gafas muy gruesas que hablaba poco pero escribía todo cuanto uno decía, especialmente si era una estupidez.

Todas las mañanas, a las diez, me iba hasta Chelsea en bicicleta con la energía que me daban las tostadas con setas de Eva y pedaleaba sin manos por toda la sala… de puro contento de vivir. Nunca me había sentido tan entusiasmado por algo. Aquélla era mi gran oportunidad en muchos aspectos.

Pyke solía sentarse a su mesa con los pies encima de una silla, vestido con un chándal azul brillante, su cuerpo atlético y su cabello canoso. Siempre estaba rodeado de actores que se reían a carcajadas y de un par de directores de escena, un par de mujeres jóvenes que le adoraban y que eran sus esclavas personales. Se encargaban de que tuviera sus periódicos, su zumo de naranja y organizaban sus viajes a Nueva York. Una de ellas se ocupaba de llevarle la agenda, mientras que la otra le sostenía los lápices y el sacapuntas. Su preocupación prioritaria era el coche (al que Richard llamaba «el pene de Pyke» y decía cosas como «El pene de Pyke está bloqueando la entrada del garaje» o «El pene de Pyke no puede ponerse a cien en treinta segundos»). Además, se pasaban mañanas enteras colgadas del teléfono concertando sus citas con mujeres.

El ambiente que creaba Pyke contrastaba con los ensayos tensos y caóticos de Shadwell, que no eran más que una imitación de lo que Shadwell consideraba intrínseco al modo de trabajar de los genios. La jornada de Pyke empezaba con el desayuno y el chismorreo de sobremesa de rigor, de una crueldad e intolerancia inauditas. Mi madre nunca nos habría permitido hablar de nadie en esos términos. Pyke atacaba a otros directores («No podría dirigir ni el aire de un pinchazo»); a los escritores que no le gustaban («Con gusto se lo habría entregado a Stalin para que lo reeducara») ya los críticos («Una mujer embarazada abortaría sólo con verle la cara»). Después de eso jugábamos a la peste, hacíamos carreras montados sobre los hombros o jugábamos a tocar y a parar.

Para mí, nada de eso se parecía a trabajar, y me encantaba imaginarme lo que habrían dicho todos los vecinos de nuestra calle de los suburbios, que nos subvencionaban con sus impuestos, de haber visto a una pandilla de adultos jugar a imitar a las tostadoras automáticas, las tablas de surf o las máquinas de escribir.

Después de comer y a modo de calentamiento, Pyke nos sometía a una sesión de juegos «táctiles», en los que uno tenía que colocarse en el centro de un círculo con los pies juntos, cerrar los ojos y dejarse caer. Con los músculos relajados y sin tensión ibas pasando de mano en mano por todo el grupo. Todo el mundo se tocaba, nos abrazábamos y nos besábamos. Así fue como Pyke consiguió fusionar el grupo. Y fue durante uno de esos juegos cuando tuve la sensación de que Eleanor permanecía entre mis brazos esa pizca más de lo necesario.

El cuarto día, a diez de la mañana, nos sentamos todos alrededor de Pyke y entonces nos propuso un juego que me inquietó, que me hizo pensar que debía de haber una faceta oscura en su carácter. Después de mirarnos a todos con aire socarrón, nos anunció que iba a hacer unas predicciones sobre quién iba a acostarse con quién.

– Creo que ya sé qué rumbo va a tomar el placer -dijo, después de examinarnos uno a uno-. Voy a escribir esas predicciones y os las leeré la noche de la última función. ¿De acuerdo?

La segunda semana hizo sol y abrimos las puertas. Yo llevaba una camisa hawaiana desabrochada que a veces me anudaba a la cintura. Pues bien, una de las directoras de escena casi se quedó sin aliento al verme, lo digo en serio. Nos fuimos sentando por turno en lo que Pyke llamaba «la silla eléctrica» ante un semicírculo de personas que te miraban. Lo que había que hacer era contar al grupo la historia de nuestras vidas.

– Concentraos en lo que pueda haber determinado vuestra posición en la sociedad -nos aconsejó Pyke.

Escéptico y receloso como era -el típico inglés que se siente incómodo ante semejante exhibición de uno mismo al estilo californiano- todos esos relatos (historias de contradicción y mezquindad, de confusión y felicidad intermitentes) me afectaron de un modo extraordinario. No pude contener mi risita nerviosa a lo largo de todo el relato de Lawrence sobre el período de su vida durante el cual estuvo trabajando en un salón de masajes de San Francisco (donde se encontraba sin un céntimo) en el que las mujeres no podían ofrecerse abiertamente a los hombres por si resultaban ser policías de paisano. Por eso tenían que decir «¿Desea el señor que le relaje algún otro músculo?» Y así fue como Lawrence descubrió el socialismo, pues en medio de aquel bosque de penes y estanques de semen «me di cuenta enseguida de que nada humano me era ajeno». Lo dijo tal cual.

Richard nos habló de su manía de querer tirarse únicamente a hombres negros y de las continuas peregrinaciones que se veía obligado a emprender por los clubes para ir en su busca. Y para regocijo de Pyke y mi sorpresa, Eleanor nos explicó que había trabajado con una actriz que la había convencido de que se sacara los textos poéticos («Dientes de vaca como copos de nieve muerden la hierba de ajo») de la vagina antes de leerlos. A todo esto, la actriz se metía un micrófono en la vagina para que el público oyera sus gorgoteos. Con esto tuve suficiente: me lanzaría a la caza de Eleanor. Por el momento, Terry tendría que esperar.

De vez en cuando telefoneaba a Jamila para hacerle un informe completo de dientes-de-vaca-como-copos-de-nieve, del pene de Pyke, de San Francisco y de tostadoras automáticas. Todo el mundo me daba ánimos: Eva, que ya había oído hablar de Pyke, se quedó muy impresionada y papá se alegró de que trabajara. La única persona que yo sabía que iba a mearse en la llama de mi entusiasmo era Jamila.

Conté a Jamila los juegos y la intención que se escondía tras ellos.

– Pyke es muy astuto -le dije-. Al obligarnos a mostrarnos de este modo nos ha hecho vulnerables y dependientes los unos de los otros. Ahora somos un grupo muy unido. ¡Es increíble!

– ¡Bah! Eso no es estar unido. No es más que un truco, una técnica.

– Pensaba que creías en la cooperación y todo eso, en las ideas comunistas de ese estilo.

– Karim, ¿quieres saber lo que ha ocurrido aquí, en la tienda, mientras tú andabas por ahí abrazando a desconocidos?

– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

– No, no vale la pena hablar contigo. Eres un egoísta, Karim, y los demás no te interesan.

– ¿Qué?

– Vuelve a encerrarte en tu torre de marfil -dijo Jamila antes de colgar el teléfono.


Pasado un tiempo, dejamos de reunimos en la sala de ensayos por las mañanas y cada cual se iba por su cuenta en busca de personajes de distintas escalas de la sociedad. Luego, Louise Lawrence tendría que amasarlos a todos y meterlos en la misma obra de teatro. Por las tardes, improvisábamos basándonos en esos personajes y preparábamos pequeñas escenas. En un principio, pensé en elegir a Charlie como mi personaje, pero Pyke me lo quitó de la cabeza enseguida.

– Lo que necesitamos es a alguien de tu medio -me dijo-, a alguien negro.

– ¿Ah, sí?

No conocía a nadie negro, y eso que había ido a la escuela con un nigeriano. Pero no sabía dónde encontrarle.

– ¿Como quién? -pregunté a Pyke.

– ¿Qué me dices de tu familia? -me sugirió-. Un tío, una tía… Darán variedad a la obra. Estoy seguro de que son fascinantes.

Me quedé un rato pensativo.

– ¿Se te ocurre algo? -me preguntó.

– Creo que ya lo tengo -le dije.

– Estupendo. Sabía que eras la persona ideal para esta obra.

Después de desayunar con papá y Eva, me acerqué a la otra ribera del río pedaleando, crucé el campo de criquet Oval y me detuve ante la tienda de Jeeta y Anwar. Empezaba a pensar en Anwar como personaje y quería comprobar cómo había cambiado desde la llegada de Changez, que había supuesto tal decepción para él -precisamente cuando esperaba que aquel hijo fuera como una transfusión revitalizadora- que le había convertido de pronto en un anciano. Aquella supuesta inyección vigorizante, que luego había resultado no ser tal, en lugar de aminorar el proceso natural de decadencia física, lo había acelerado.

Cuando entré, Jeeta abandonó la caja para abrazarme. Enseguida me di cuenta del aspecto lóbrego y descuidado que ofrecían los Almacenes Paraíso: la pintura de las paredes estaba descascarillada, las estanterías sucias, el linóleo del suelo medio despegado y agrietado y, al haberse fundido varias bombillas, la tienda tenía un aire tenebroso. Hasta las verduras, metidas en sus cajas de naranjas a la entrada, ofrecían un aspecto de abandono, y Jeeta se había cansado ya de borrar, a base de restregar y restregar, las pintadas racistas que reaparecían sin remedio en las paredes tan pronto como las lavaba. Todas las tiendas de la zona, de todo Londres en realidad, se estaban modernizando a marchas forzadas a medida que paquistaníes y bengalíes con ambición se iban haciendo cargo de ellas. Varios hermanos, por ejemplo, se trasladaban a Londres, conseguían un par de empleos cada uno -en una oficina por las mañanas y en un restaurante por las noches-, compraban una tienda y uno de ellos se quedaba como encargado mientras su esposa atendía la caja. Una vez hecho esto, compraban otra tienda y volvían a hacer lo mismo, hasta fundar una cadena. El dinero les entraba a espuertas. En cambio, la tienda de Anwar y Jeeta seguía igual desde hacía un montón de años. El negocio no prosperaba. Todo iba de mal en peor, pero no quería pensar en ello: la obra de teatro era demasiado importante para mí.

Conté a Jeeta lo de la obra y lo que pretendía -sólo estar ahí-, aunque sabía perfectamente que no iba a entender una palabra ni le iba a interesar tampoco. Con todo, algo sí me dijo.

– Haz lo que quieras, pero si vas a venir todos los días, tendrás que convencer a tu tío de que no salga a la calle con el bastón.

– ¿Y eso por qué, tía Jeeta?

– No hace mucho se presentaron unos maleantes y rompieron el escaparate con una cabeza de cerdo mientras yo estaba aquí sentada.

Jamila no me había contado aquel asunto.

– ¿Te hicieron daño?

– Un pequeño corte, nada más; pero había sangre por todas partes, Karim.

– ¿Y qué dijo la policía?

– Que eran los de otra tienda. Un asunto de competencia.

– Y una mierda.

– No seas maleducado; no digas palabrotas.

– Lo siento, tía.

– Y, desde entonces, tu tío está muy raro. Todos los días sale a pasear con el bastón y va gritando a esos chicos blancos: «¡Pégame, blanco, pégame si te apetece!» -Y tía Jeeta se sonrojó de vergüenza y bochorno-. Ve a verle -me pidió, apretándome la mano.

Encontré al tío Anwar en el piso de arriba, en pijama. Tenía el aspecto de haber encogido a lo largo de los últimos meses: tenía la carne de las piernas y del cuerpo pegada a los huesos, pero la cabeza no se le había empequeñecido y parecía pegada al cuerpo como la empuñadura de un bastón.

– ¡Eres tú, cabrón! -dijo, a modo de saludo-. ¿Dónde te habías metido?

– A partir de ahora, voy a estar aquí contigo todos los días.

Anwar soltó un gruñido de aprobación y siguió mirando la televisión. Le encantaba tenerme a su lado, pero apenas hablaba y nunca se interesaba por mí. Durante las últimas semanas, había ido a la mezquita con regularidad, así que a veces iba con él. La mezquita era un edificio en estado ruinoso que estaba bastante cerca y olía siempre a bhuna gost. El suelo estaba sembrado de piel de cebolla y Moulvi Qamar-Uddin estaba sentado detrás de su escritorio, rodeado de libros sobre el islam encuadernados en piel y de un teléfono rojo, mesándose una barba que le llegaba hasta el ombligo. Anwar se lamentaba ante Moulvi y se quejaba de que Alá le había abandonado, a pesar de sus constantes oraciones y de su voto de castidad. ¿Acaso no había amado a su esposa? ¿No le había regalado una tienda? Y ahora resultaba que se negaba a regresar a Bombay con él.

Mientras estábamos sentados en la tienda, como un par de chavales que hacen novillos, escuchaba las lamentaciones de Anwar.

– Quiero regresar a casa -me decía-. Estoy harto de esta porquería de país.

Pero, a medida que fueron pasando los días, me convertí en testigo de los progresos de Jeeta. Saltaba a la vista que no quería regresar a casa. Era como si Jamila le hubiera abierto los ojos ante un abanico de posibilidades, como si la hija hubiera sentado ejemplo para la madre. La princesa quería conseguir una licencia para poder vender bebidas alcohólicas, quería vender periódicos y aumentar la oferta. Sabía cómo hacerlo, pero Anwar estaba imposible, no se podía hablar con él, Al igual que tantos otros hombres musulmanes -empezando por el propio Mahoma el profeta, cuyos dictados absolutistas, todavía calientes y recién salidos del horno de Dios, dieron inevitablemente lugar al despotismo-, Anwar estaba convencido de que tenía razón en todo. No albergaba ni una sombra de duda respecto a ningún tema

– ¿Por qué no pones en práctica las ideas de Jeeta? -le pregunté.

– ¿Para qué? ¿Qué haría con los beneficios? ¿Cuántos pares de zapatos puedo llevar? ¿Cuántos pares de calcetines? ¿Acaso comería mejor? ¿Treinta desayunos en lugar de uno? -Y, al final siempre decía lo mismo-: Todo es perfecto.

– ¿De verdad lo crees así, tío? -le pregunté un día.

– No -repuso-. Todo va de mal en peor.

Ese fatalismo musulmán suyo -Alá era el responsable de todo- me deprimía. Cuando llegaba la hora de marcharme siempre me alegraba. En realidad, tenía un proyecto mucho más emocionante entre manos al otro lado del río: había decidido enamorarme de Eleanor y empezaba a hacer progresos.

Casi todos los días, después de los ensayos, Eleanor me preguntaba, tal y como yo esperaba que hiciera: «¿Vas a venir luego a casa a hacerme compañía?» Y, entonces, se me quedaba mirando ansiosa, mordiéndose las uñas hasta arrancarse la piel y enrollando largos mechones de su cabellera pelirroja alrededor de los dedos.

Desde que empezaran los ensayos, había reparado en mi falta de seguridad y de experiencia y me había ofrecido su apoyo. Eleanor ya había trabajado en algunas películas, en televisión y hasta en el West End. A su lado me sentía como un chiquillo, pero algo en ella delataba que también me necesitaba, una especie de debilidad, más que cariño o pasión, como si yo fuera a aliviarle alguna enfermedad, alguien que tocar, quizá. Tan pronto como advertí esa debilidad suya me lancé. Nunca me había paseado con una mujer tan madura y bonita, así que siempre la animaba a que saliéramos juntos para que la gente se creyera que éramos una pareja.

Empecé a ir con frecuencia a su piso de Ladbroke Grove, un barrio que poco a poco iba recuperando su antiguo esplendor gracias a los ricos, pero por el que todavía rondaban rastafaris vendiendo chocolate a la entrada de los pubs, que luego cortaban en las mesas del interior con sus navajas. También se veía a muchos punks que, al igual que Charlie, se vestían con harapos negros. Era la última moda. Si uno se compraba ropa, tenía que rajarla con hojas de afeitar tan pronto como llegaba a casa. Abundaban también chicos que estaban preparando tesis, gentes de editoriales y tipos de ese estilo: habían estudiado juntos en Oxford y acudían en manada a las bodegas de vinos, sentados al volante de sus flamantes deportivos italianos rojos y azules, y siempre tenían miedo de que las bandas de chavales negros les forzaran la puerta, aunque políticamente eran demasiado educados para reconocerlo.

Y, sin embargo, yo era tan estúpido… tan ingenuo. Por culpa de mi desconocimiento de Londres, llegué a creer que mi Eleanor era menos de clase media de lo que luego resultó ser en realidad. Se vestía de cualquier manera y llevaba siempre un montón de bufandas, vivía en Notting Hill y -a veces- hablaba con acento de Catford. Mi madre se habría quedado pasmada ante su ropa y sus modales, y aquella manía suya de soltar «mierda» y «joder» a cada paso. En cambio, Eva ni siquiera se habría inmutado, aunque el empeño de Eleanor por disimular su verdadero origen social y por dar sus «contactos» por sentados la habría decepcionado y dejado perpleja a la vez. Eva lo hubiera dado todo por poder introducirse en las casas en las que Eleanor había jugado de niña.

El padre de Eleanor era norteamericano y banquero, su madre una respetable retratista inglesa y uno de sus hermanos catedrático en la universidad. Eleanor estaba acostumbrada a las casas de campo, las escuelas privadas y a los viajes a Italia, y conocía a muchas familias liberales y a gente que había sido famosa en los sesenta: pintores, novelistas, conferenciantes, jóvenes que se llamaban Candia, Emma, Jasper, Lucy, India, y adultos con nombres como Edward, Caroline, Francis, Douglas y Lady Luckham. Su madre era amiga de la reina madre y cuando su alteza se presentaba en su Bentley los chiquillos se arremolinaban alrededor del coche y la vitoreaban. Un día, Eleanor tuvo que marcharse a todo correr en pleno ensayo porque su madre la necesitaba para llenar el cupo de invitados en un almuerzo en honor de la reina madre. Las voces y el lenguaje de esa gente me traían a la memoria a Enid Blyton, a Bunter y a Jennings, cuartos de niños, nodrizas y escuelas primarias, todo un mundo de una seguridad arraigadísima que hasta entonces sólo creía posible en los libros. No tenían ni la más remota conciencia de lo mucho que tenían en comparación con los demás. Me asustaba su seguridad, su educación, su status, su dinero y empezaba a comprender lo importante que era todo eso.

Para mi sorpresa, las gentes a cuyas destartaladas casas iba noche tras noche pegado a Eleanor, «cuidando de ella», eran educadas, amables y muy atentas conmigo, mucho más agradables que la pandilla de arrogantes que Eva reunía en su casa. Los amigos de Eleanor, con su combinación de clase, cultura y dinero y su indiferencia por los tres, eran precisamente el cóctel que embriagaba a Eva, pero nunca iba a conseguir parecérseles siquiera. Aquélla era una bohemia natural, exactamente lo que andaba buscando: el no va más. Aun así, decidí mantener en secreto la faceta de mi ascenso social y pensé en guardarla para la ocasión ideal de ataque o defensa; a pesar de que tanto Eva como papá ya estaban enterados de que tenía los ojos puestos en Eleanor. Aquello fue todo un alivio para mi padre, lo sé, pues le aterrorizaba tanto que le saliera un hijo homosexual que ni siquiera se atrevía a hablar del asunto. Para su mentalidad de musulmán, ser mujer ya era bastante horrible; pero ser hombre y negar su sexo masculino era una actitud depravada y autodestructiva, por no decir algo peor. Cada vez que me asaltaba el presentimiento de que papá estaba dándole vueltas al asunto, me aseguraba de hablar de mamá -de cómo estaba, qué hacía-, pues sabía que aquel tormento más poderoso era capaz de barrer de sus pensamientos la cuestión de mi orientación sexual.

Eleanor tenía sus manías. No quería salir si no estaba segura de antemano de que las visitas iban a ser cortas y que podría llegar y marcharse cuando le apeteciera. Le resultaba imposible permanecer sentada a lo largo de toda una cena, así que llegaba cuando ya había empezado y se paseaba por la habitación comiendo bombones y preguntando por la historia de los objetos que le llamaban la atención, antes de llevarme a rastras a la media hora porque, de repente, le habían entrado ganas de ir a otra fiesta no sé dónde para hablar con alguien que se conocía al dedillo el escándalo Profumo.

A menudo nos quedábamos en casa y entonces cocinaba. Nunca fui un amante ni de la educación ni de las verduras -en la escuela me habían vacunado contra las dos cosas- y, sin embargo, la mayoría de las noches Eleanor preparaba repollo, brócoli o coles de Bruselas, que primero hervía y luego pasaba un poquitín por la sartén con mantequilla y ajo. Otras veces comíamos un pescado; que tenía un sabor un poco correoso, como a tiburón, en volovanes rellenos cubiertos de crema agria y perejil. Normalmente lo acompañábamos con una botella de Chablis. ¡Y pensar que en mi vida había probado nada de todo aquello! Eleanor sólo conseguía conciliar el sueño si estaba borracha, así que nunca regresaba a casa en bicicleta hasta que mi dulce criatura estaba bien arropadita en la cama, medio frita y con un libro de Jean Rhys o de Antonia White para hacerle compañía. Claro que habría preferido ser yo su última copa de la noche, eso seguro.

Se notaba a la legua que Eleanor se había acostado con una gran cantidad de gente de lo más variado, pero cada vez que le proponía que se acostara conmigo me decía: «No deberíamos, por lo menos de momento, ¿no crees?» Como hombre, lo encontraba de un insultante puñetero y mayúsculo. Intercambiábamos caricias cariñosas constantemente, pero cuando las cosas iban demasiado lejos (cada dos o tres horas), Eleanor me abrazaba y se echaba a llorar, pero ni hablar de la caricia de las caricias.

Enseguida me di cuenta de que el perro guardián y mi principal rival en el cariño de Eleanor era un hombre llamado Heater. Era el barrendero de la zona, un escocés que era una mole, gordo y feo, con una chaqueta de piel de borrego, que Eleanor había rescatado para su causa hacía tres años. Se presentaba todas las noches que no iba al teatro, se sentaba en el piso a leer las obras traducidas de Balzac y nos daba la opinión mordaz e insolente que le merecían los últimos estrenos de Lear o del Ring. Conocía a montones de actores, especialmente a los de izquierdas, que precisamente eran moneda corriente en aquellos tiempos. Heater era el único miembro de la clase trabajadora al que la mayoría de ellos había conocido, así que llegó a convertirse en una especie de símbolo de las masas y, como tal, recibía invitaciones a estrenos y fiestas que le suponían una vida social más ajetreada que la de Cecil Beaton. Llegaba al extremo de asistir a los ensayos generales para dar su opinión como «hombre de la calle». Si uno no adoraba a Heater -y yo odiaba con todas mis fuerzas cada repugnante centímetro de su carne- y no le prestaba atención como a la auténtica voz del proletariado que era, se arriesgaba -sobre todo si era de clase media (lo cual equivalía a ser una especie de delincuente que había perdido la honra ya de nacimiento)- a que los camaradas y sus acólitos le tacharan de esnob, elitista, hipócrita y proto-Goebbels.

De pronto me encontré compitiendo con Heater por el amor de Eleanor. Si me sentaba demasiado cerca de ella, me dejaba fulminado con la mirada; si la rozaba como quien no quiere la cosa, sus ojos se abrían como platos y echaban chispas hasta parecer quemadores. Su ambición en la vida era velar por la felicidad de Eleanor, lo cual, teniendo en cuenta lo mucho que se desagradaba a sí misma, era más trabajoso que barrer las calles. Sí, Eleanor se detestaba, pero necesitaba halagos que, por lo demás, se tomaba enseguida como mentiras. Sin embargo, me los comunicaba sin falta diciendo: «¿Sabes lo que me ha dicho fulanito de tal esta mañana? Pues mientras me abrazaba me ha dicho que adoraba mi olor, mi piel y el modo que tenía de hacerle reír.»

Cuando comenté esta faceta de Eleanor a mi consejera, Jamila, no me decepcionó.

– ¡Por el amor de Dios, Dulzura Comefuego, eres un memo redomado! Toda esa gente es así, todas esas actrices y toda esa calaña de gentuza vanidosa. El mundo arde en llamas y lo único que saben hacer es arreglarse las cejas. Lo máximo que se les ocurre es llevar al escenario ese mundo en llamas. Ni siquiera se les pasa por la cabeza sofocar el incendio. ¿En qué lío te estás metiendo?

– Es el amor. La quiero.

– ¡Ah!

– Pero ni tan sólo quiere besarme. ¿Qué puedo hacer?

– ¿Es que ahora soy tu paño de lágrimas?

– Sí.

– De acuerdo -aceptó-. En ese caso no trates de besarla hasta que yo te lo diga. Espera.

Es muy posible que Eleanor fuera vanidosa y egocéntrica, como decía Jamila, pero no tenía ni la menor idea de cómo cuidar de sí misma. Sólo se mostraba dulce con los demás. Me regalaba flores y camisas, y hasta me llevaba al barbero; era capaz de pasarse el día entero ensayando para luego dar de comer a Heater y estarse la noche entera escuchando sus lamentaciones por haber desperdiciado su vida.

– A las mujeres se las educa para que piensen en los demás -me dijo cuando le aconsejé que tratara de protegerse más, de pensar en sus propios intereses-. Cuando pienso en mí me pongo enferma -dijo.

Últimamente, un erudito director de teatro interesado en los desheredados había tomado a Heater bajo su protección. Fue así como Heater conoció a Abbado y vio (una vez) a Calvino en casa de este director, que siempre le animaba para que hablara de reyertas con navajas, de la pobreza de Glasgow y de la sordidez y violencia imperantes. Después de cenar, Heater solía abrir las ventanas para que el auténtico hedor del mundo invadiera la casa entera. Consentía en darles gusto porque sabía que ésa era su obligación; al igual que Clapton tenía que acabar tocando «Layla» invariablemente en todos los conciertos. Sin embargo, Heater se las arreglaba siempre para dar cuenta de las cuchilladas en un momento y así poder pasar a los últimos cuartetos de Beethoven o a algún punto de Huysmans que no tenía claro.

Una noche Heater asistió al estreno para la prensa de La Bohéme en el Covent Garden, y Eleanor y yo nos quedamos repantigados en el sofá, el uno junto al otro, bebiendo y mirando la televisión. Me gustaba quedarme a solas con ella y preguntarle por toda aquella gente a la que íbamos a visitar a sus casas. Aquella gente de postín también tenía su historia y Eleanor me la contaba como quien cuenta un cuento. El abuelo de fulanito se había peleado con Lytton Strachey; el padre de menganito era un aristócrata laborista que había tenido un asunto con la esposa de un diputado del Partido Conservador; luego estaba una prostituta con suerte que había trabajado como actriz en una película de estreno inminente en Curzon Street al que iba a asistir todo el mundo, y también estaba tal otro que acababa de escribir una novela sobre una ex amante cuya identidad se reconocía a la legua.

Sin embargo, debía de ser evidente que ese día no la estaba escuchando, porque se volvió hacia mí y me dijo:

– Eh, cara chistosa, dame un beso.

Con aquello recobró mi atención.

– Ha pasado ya tanto tiempo, Karim, que apenas recuerdo qué se siente.

– Pues se siente esto -le dije.

Fue ardiente y maravilloso, y debimos de estar besándonos media hora. Sin embargo, no recuerdo exactamente cuánto duró porque al poco rato dejé de prestar atención a lo que en mi historial debía de haber sido el beso de mi vida para pensar en otras cosas. Oh sí, me asaltaron pensamientos llenos de rabia que se fueron abriendo camino hasta imponerse por encima de todo lo demás y que, en lugar de dejarme los labios adormecidos, parecían apartarlos de mí como algo ajeno, como si fueran un par de gafas, para entendernos.

En el transcurso de las últimas semanas, las circunstancias me habían enseñado lo palurdo que era. Últimamente había tenido suerte y mi vida había cambiado muy deprisa; pero no había pensado en eso lo suficiente. Cuando pensaba en mí y me comparaba con la pandilla de amigos de Eleanor, me daba cuenta de que no sabía nada, que vivía en la inopia, que era un cero a la izquierda intelectualmente hablando. ¡Si ni siquiera sabía quién era Cromwell, por el amor de Dios! No sabía nada de zoología, geología, astronomía, lenguas, matemáticas ni física.

La mayoría de los chicos con los que había crecido habían dejado la escuela a los dieciséis años y trabajaban en compañías de seguros, como mecánicos de coches o eran encargados (del departamento de radio y televisión) de grandes almacenes. En cambio, yo había dejado el colegio sin pensarlo dos veces, sin hacer el menor caso de las advertencias de mi padre. En los suburbios, tener educación no se consideraba algo especialmente ventajoso, y es natural que nadie lo viera como una cosa que valiera la pena de por sí: era más importante empezar a trabajar de joven. Y, sin embargo, ahora me codeaba con gente que escribía libros con la misma facilidad con la que jugaba al fútbol. Lo que más me enfurecía -lo que hacía que les detestara tanto como me detestaba a mí mismo- era la seguridad con que hablaban y sus conocimientos. Hablaban sin esfuerzo aparente de arte, teatro, arquitectura, viajes, y luego estaban los idiomas que conocían, el vocabulario que usaban, y ese conocer a fondo cualquier campo: era un patrimonio de un valor incalculable e insustituible.

En la escuela enseñaban un poco de francés, pero cualquiera que se atreviera a intentar pronunciar una palabra correctamente tenía que aguantar las risotadas de todo el mundo. Durante un viaje a Calais, atacamos a un gabacho en la parte de atrás de un restaurante. Gracias a esta ignorancia nos sentíamos superiores a los chavales de las escuelas privadas, con sus uniformes vomitivos, sus carteritas de piel y mamá y papá esperando en el coche a recogerlos. Eramos más duros, alborotábamos en todas las clases; éramos unos peleones y no llevábamos carteritas de afeminado porque nunca hacíamos los deberes. Estábamos orgullosos de no saber más que los nombres de los jugadores de fútbol o el de los integrantes de los grupos de rock y toda la letra de «I am the Walrus». ¡Menudos idiotas estábamos hechos! ¡Vaya una ignorancia! ¿Por qué no supimos ver desde el principio que nos estábamos condenando alegremente a no poder aspirar a algo mejor que a ser mecánicos? ¿Por qué no supimos darnos cuenta? Para los amigos de Eleanor, las palabras complicadas y las ideas sofisticadas formaban parte del aire que venían respirando desde niños, y ese lenguaje era precisamente la moneda que les permitía obtener lo mejor que el mundo podía ofrecerles. Sin embargo, para nosotros siempre sería como una segunda lengua, aprendida con esfuerzo.

Y a pesar de que habría podido contar a Eleanor la anécdota del gran danés de Espalda Peluda que me había montado por la espalda, siempre acababa dando primacía a sus historias, esas historias relacionadas con un mundo totalmente establecido. Era como si considerara que mi pasado no era lo suficientemente importante, no era tan rico como el suyo, así que me despojaba de él. Nunca le hablaba de papá y mamá, ni de los suburbios; pero de Charlie sí le hablaba. ¡Pero es que Charlie era una celebridad! Una vez me quedé prácticamente sin habla y la voz se me ahogó en la garganta: fue cuando Eleanor me dijo que yo tenía un acento monísimo.

– ¿Qué acento? -conseguí articular por fin.

– Pues la manera que tienes de hablar. Es fantástica.

– Pero ¿cómo hablo?

Eleanor me miró a punto de perder la paciencia, como si creyera que le estaba tomando el pelo, hasta que se dio cuenta de que hablaba en serio.

– Tienes un acento callejero, Karim. Procedes del sur de Londres, y así es como hablas. Se parece al cockney, pero no es tan tosco. No es que sea raro, pero es diferente de mi manera de hablar, claro.

Claro.

En aquel momento decidí que iba a librarme de mi acento: cualquiera que fuera, lo iba a perder. Hablaría como ella. No iba a ser difícil. Había abandonado mi mundo, así que tendría que hacerlo si lo que quería era seguir adelante. Y no es que quisiera regresar. En realidad, todavía estaba sediento de aventuras y de los sueños que había imaginado la noche de mi epifanía en el cuarto de baño de Eva en Beckenham. Aun así, en cierto modo, sabía también que aquello no iba a ser un lecho de rosas.

Después del beso, al ponerme de pie en aquella habitación a oscuras y asomarme a la calle, me di cuenta de que me flaqueaban las piernas.

– Eleanor, no tengo fuerzas para regresar a casa en bicicleta -le dije-. Es como si me hubiera quedado sin piernas.

– Esta noche no podría dormir contigo, cielo -repuso con dulzura-. Tengo la cabeza hecha un lío y no sabes qué lío. La tengo en otra parte y está llena de voces, canciones y cosas deprimentes. Te doy demasiados problemas, pero ya sabes por qué, ¿verdad?

– Por favor, dímelo tú.

Pero Eleanor me dio la espalda.

– En otra ocasión, o pregúntaselo a cualquiera. Estoy segura de que estarán encantados de contártelo, Karim.

Eleanor me dio un beso de buenas noches en la puerta. Sin embargo, no me apenaba tener que marcharme: sabía que iba a verla todos los días.


Cuando hubimos elegido a los personajes que queríamos representar, Pyke nos pidió que se los presentáramos al resto del grupo. Eleanor había elegido a una mujer inglesa de clase alta que tenía ya sesenta años y se había criado en la India; una anciana que se consideraba parte de la grandeza británica y que, al igual que ella, estaba ya en decadencia, una decadencia que, para su sorpresa, había acarreado consigo curiosos hábitos sexuales. Eleanor estuvo soberbia. Cuando actuaba dejaba de retorcerse el pelo, perdía la timidez y estaba tranquila. Cautivaba a todo el mundo con su voz grave de narrador de cuentos a la que daba el toque satírico suficiente para disimular cuál era su verdadera actitud con respecto al personaje.

Terminó su actuación con la aprobación general y besitos teatrales. Me llegó el turno. Me puse de pie y arranqué con mi Anwar. Se trataba de un monólogo en el que explicaba quién era y cómo era, seguido de una parodia de Anwar desbarrando por las calles. Me metí en su pellejo sin esfuerzo, porque había ensayado muchísimo en casa de Eleanor. Consideraba mi trabajo tan bueno como el de cualquiera de mis compañeros y, por primera vez, dejé de sentirme el rezagado.

Después del té nos sentamos a hablar de los personajes. Por alguna razón, quizá porque parecía perpleja, Pyke preguntó a Tracey:

– ¿Por qué no nos has dado tu opinión del personaje de Karim?

A pesar de que Tracey vacilaba, saltaba a la vista que tenía una opinión muy concreta. Era una chica seria y formal, que no se pavoneaba como tantos otros chicos de clase media que se las daban de actores. Tracey era una persona digna de respeto en su mejor expresión suburbana: sincera, amable y nada presuntuosa, y se vestía como una secretaria; pero se tomaba las cosas muy a pecho: se preocupaba por lo que significa ser mujer y negra. Parecía tímida y un poco incómoda en el mundo y hacía todo cuanto estaba en su mano por desaparecer de una habitación sin marcharse. Sin embargo, yo la había visto en una fiesta en la que sólo había negros, y me había parecido una persona completamente distinta: extrovertida, apasionada y una bailarina consumada. La había criado su madre, que trabajaba como mujer de hacer faenas. Por una de esas extrañas coincidencias, una mañana que salimos al parque a hacer ejercicio nos encontramos a la madre de Tracey fregando la escalera de una casa que estaba muy cerca de la sala de ensayos. Pyke la invitó a venir a hablar con nosotros durante la pausa del almuerzo.

Por lo general, Tracey hablaba poco, así que cuando empezó a hablar de mi Anwar, el grupo la escuchó, pero se mantuvo al margen de la discusión. Al parecer, aquello se había convertido de pronto en un asunto entre «minorías».

– Sólo un par de cosas, Karim -me dijo-. En primer lugar, me molesta lo de la huelga de hambre de Anwar. Me duele lo que quieres dar a entender con eso. ¡Y lo digo en serio! ¡No creo que se deba escenificar!

– ¿Lo dices en serio?

– Sí -me hablaba como si lo único que me faltara fuera un poco de sentido común-. Me temo que muestra a los negros…

– A los indios…

– A los negros y a los orientales…

– A un solo anciano indio…

– Como si fueran seres irracionales, ridículos, histéricos. Como si fueran fanáticos.

– ¿Fanáticos?

Apelé al Tribunal Supremo. El juez Pyke nos escuchaba con mucha atención.

– No se trata de la huelga de hambre de un fanático -proseguí-. No es más que un chantaje premeditado con mucha calma.

Pero el juez Pyke indicó a Tracey que prosiguiera.

– Y luego lo de ese matrimonio de conveniencia, me molesta. Te lo digo con todo el respeto, Karim, pero me molesta.

La miré sin decir nada. Se la veía muy alterada.

– Dinos exactamente por qué te molesta -le preguntó Eleanor con simpatía.

– ¿Por dónde empiezo? Tu retrato se corresponde con lo que los blancos ya piensan de nosotros: que somos gente curiosa, de hábitos extraños y costumbres extravagantes. Para el hombre blanco carecemos de humanidad, y a ti sólo se te ocurre representar a tu Anwar blandiendo su bastón como un loco delante de unos chicos blancos. No puedo creer que en la realidad pueda ocurrir algo así. Nos muestras como si fuéramos provocadores desorganizados. ¿Por qué te odias tanto a ti mismo y a la gente negra, Karim?

Mientras hablaba miré al grupo. Mi Eleanor tenía un aire escéptico, pero me di cuenta enseguida de que los demás estaban dispuestos a darle la razón. Era difícil estar en desacuerdo con alguien que tenía una madre a la que acababas de ver arrodillada delante de un edificio burgués con un cubo y un estropajo.

– ¿Cómo puedes ser tan reaccionario? -me preguntó.

– Pues eso a mí me suena a censura.

– En estos tiempos tenemos que proteger nuestra cultura, Karim. ¿No estás de acuerdo?

– No. El valor de la verdad está por encima de eso.

– ¡Bah! La verdad… ¿y quién puede decir cuál es la verdad? ¿Qué verdad? Lo que estás defendiendo aquí es la verdad de los blancos. Estamos hablando de la verdad de los blancos.

Miré al juez Pyke. Le gustaba dejar que las cosas siguieran su curso. Estaba convencido de que la polémica era creativa.

– Karim -dijo por fin-, creo que vas a tener que volvértelo a plantear.

– Pero es que no me veo capaz.

– Sí. No limites sin motivo tu campo de acción, ni como actor ni como persona.

– Pero Matthew, ¿por qué tengo que hacerlo?

Pyke me miró muy serio.

– Porque lo digo yo -dijo, y añadió-: Tendrás que volver a empezar.

12

– Hombre, Gordinflón, ¿qué hay?

– Como siempre, como siempre, famoso actorazo. -Changez estornudó en medio de la nube de polvo que acababa de levantar-. ¿En qué gran espectáculo andas trabajando ahora para que podamos ir y reírnos a gusto?

– Bueno, pues, deja que te cuente.

Preparé una taza de té de plátano y coco con las latas que siempre llevaba encima por si mi anfitrión sólo tenía Typhoo. En casa de Changez dependía especialmente de mis propios medios, pues tenía la costumbre de preparar el té poniendo a hervir leche, agua, azúcar, una bolsita de té y cardamono, todo junto y durante un cuarto de hora. Lo llamaba «Té para hombres» o «Té superior. Lo mejor para las erecciones».

Por suerte para mí -pues no quería que oyera la petición que quería hacerle a Changez- Jamila no estaba, ya que hacía relativamente poco había empezado a trabajar en un Centro de Mujeres Negras muy cercano en el que estaba llevando a cabo un estudio sobre los ataques racistas contra mujeres. Changez estaba quitando el polvo y llevaba puesta la bata de seda rosa de Jamila. Michelines oscuros se formaban y se cimbreaban mientras arremetía a golpecitos con un plumero contra unas telarañas del tamaño de un libro de bolsillo. A Changez le gustaba la ropa de Jamila: siempre llevaba puesto uno de sus jerséis o camisas y, a veces, lo encontraba sentado en su cama plegable con el abrigo de Jamila y la cabeza entera envuelta hasta las orejas en una de sus bufandas, con ese estilo a lo indio que le daba aspecto de tener dolor de muelas.

– Estoy preparando una obra de teatro, Changez, y precisamente andaba buscando un personaje, cuando se me ha ocurrido que podría basarlo en alguien que los dos conocemos muy bien. Es todo un honor y un privilegio que te lleven a escena. Un golpe de suerte.

– Bien, bien. Se trata de Jamila, ¿eh?

– No. De ti.

– ¿Qué? ¿De mí? -De pronto Changez se puso muy recto y se llevó la mano a la cabeza para atusarse el pelo, como si estuvieran a punto de hacerle una fotografía-. Pero si ni siquiera me he afeitado, yaar.

– Es una idea estupenda, ¿no te parece? Una de las mejores que he tenido.

– Me siento orgulloso de ser el tema principal de una obra de categoría -dijo. De pronto se le ensombreció el rostro-. ¿No me vas a hacer quedar mal, no?

– ¿Mal? ¿Te has vuelto loco? Te voy a mostrar tal como eres.

Aquella promesa pareció dejarle tranquilo. Como ya había conseguido que me diera su consentimiento, decidí cambiar de tema enseguida.

– ¿Y Shinko? ¿Cómo está, Changez?

– Ah, como siempre, como siempre -dijo con expresión satisfecha señalándose el pene.

Changez sabía que me divertía hablar de eso y como, además, era lo único de lo que podía jactarse, los dos salíamos ganando en el intercambio.

– He probado más posiciones que la mayoría de los hombres. Me estoy planteando incluso escribir un manual. Me gusta mucho por detrás con la mujer de rodillas, como si estuviera montando a caballo a lo John Wayne.

– ¿Y Jamila no se opone a estas prácticas? -le pregunté, observándole con mucha atención sin poder dejar de preguntarme cómo me las iba a arreglar para representar aquel brazo de tullido-. Me refiero a la prostitución y todo eso.

– ¡Has dado en el clavo! Al principio las dos me trataron como si fuera un facineroso, un cochino explotador machista…

– ¡No!

– Y, durante unos días, tuve que conformarme con masturbarme un par de veces al día. Hasta Shinko se estuvo planteando el dejarlo y ponerse a trabajar de jardinera.

– ¿Y tú crees que sería una buena jardinera?

Changez se encogió de hombros.

– Tiene buena mano… Pero gracias a Dios Todopoderoso por fin se dieron cuenta de que era Shinko la que me estaba explotando. La víctima era yo, así que enseguida volvió al trabajo de siempre.

Changuez me agarró del brazo y me miró fijamentes, los ojos. Se había puesto triste. ¡Menudo sentimental estaba hecho!

– ¿Puedo decirte una cosa? -Su mirada se quedó prendida en la nada (y atravesó la ventana hasta la cocina del vecino) -. Hay un par de facetas de mi carácter que dan risa, eso es verdad, pero ahora te voy a decir una cosa que no hace ninguna gracia: de buena gana renunciaría a todas las posiciones que he probado por besar a mi esposa cinco minutos en los labios.

¿Esposa? ¿Qué esposa? Empecé a dar vueltas y más vueltas a esas palabras hasta que me acordé. Siempre se me olvidaba que estaba casado con Jamila.

– Tu mujer todavía no quiere tocarte, ¿eh?

Changez negó con la cabeza con aire abatido y tragó saliva.

– ¿Y tú y ella? ¿Seguís haciéndolo regularmente?

– ¡No, no, por el amor de Dios, Burbuja! Desde la vez que nos viste no. Sin ti ya no sería lo mismo.

Changez soltó un gruñido.

– ¿Así que no hace nada de nada?

– Nada de nada, chaval.

– Eso está bien.

– Sí. Las mujeres no son como nosotros. No tienen que estar pendientes de eso todo el día. Sólo les apetece si un tío les gusta. En cambio, a nosotros tanto nos da quién sea.

Pero Changez no parecía prestar atención a mis consideraciones sobre la psicología de la aventura amorosa. De pronto se volvió hacia mí y me miró con aire exaltado y decidido, y eso que no eran cualidades que Dios le hubiese otorgado.

– ¡Pues conseguiré que le guste! -exclamó descargando su puño sano contra la mesa-. ¡Un día lo conseguiré, lo sé!

– Changez -le dije muy serio-, no cuentes con ello. Conozco a Jamila de toda la vida. ¿No te das cuenta de que puede que nunca cambie con respecto a ti?

– ¡Pues cuento con ello! Si no, acabaré con mi vida, ¡me degollaré!

– Haz lo que quieras, pero…

– Por supuesto que lo haré. Me cortaré el cuello.

– ¿Con qué?

– ¡Con una polla!

Changez arrojó taza y plato al suelo, se levantó con esfuerzo y empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación. Normalmente el muñón le colgaba quieto a un costado, como un apéndice inútil. Pero en ese momento asomaba por la manga de la bata rosa que llevaba arremangada muy tieso y lo blandía de un lado a otro. Changez parecía otra persona y actuaba azuzado por un dolor profundo en lugar de aquel autodesprecio irónico con el que solía hablar de su curiosa vida. Cuando me miró a mí, a su amigo, lo hizo con reserva, y eso que estaba haciendo todo cuanto estaba en mi mano por ayudar a aquel cabrón gordinflón.

– Changez, hay muchas mujeres en el mundo. A lo mejor hasta puedo presentarte a algunas actrices… siempre que te pongas a régimen. Conozco a montones y las hay que son verdaderas preciosidades. Les encanta follar. Algunas están dispuestas incluso a ayudar a la gente de color y al Tercer Mundo. Esas son las que a ti te van. Ya te presentaré a algunas.

– Eres un inglesito de piel amarillenta como el diablo. ¡Tu sentido moral es nulo! Pero yo tengo esposa, la quiero y ella me querrá. Así que esperaré hasta el día del Juicio Final si es necesario para que…

– Quizá sea un poco largo.

– ¡Quiero estrecharla entre mis brazos!

– Pues eso es precisamente de lo que te estoy hablando. Mientras tanto podrías…

– ¡Lo voy a mandar todo a la mierda! ¡Lo voy a mandar todo a la mierda hasta que la consiga! Y otra cosa más: no voy a permitir que uses mi personaje en tus trapicheos. No, no, no y rotundamente no. ¡Y si tratas de robarme vamos a dejar de ser amigos para siempre, nunca más te voy a dirigir la palabra! ¿Me lo prometes?

Me puse histérico. ¿Qué era aquello… censura?

– ¿Que te lo prometa? ¡Qué coño! ¡Ahora no te puedo prometer nada de nada! ¿De qué estás hablando?

Pero era como hablar con una pared. Había algo en él que se había puesto contra mí.

– Te tiraste a mi esposa -dijo- y ahora me vas a tener que prometer que no vas a darme por el culo y me vas a representar en tu obra.

Me sentía derrotado. ¿Qué podía decirle?

– De acuerdo, de acuerdo, te prometo no darte por el culo -dije, descorazonado.

– Te encanta despreciarme, te encanta burlarte de mí y decir que soy un bobo en cuanto te doy la espalda. Pero un día voy a hacer que te tragues tus risitas. ¿Vas a mantener tu promesa?

Asentí con la cabeza y me marché.


Pedaleé como un poseso hasta el piso de Eleanor. Tenía que hablar de la situación con ella. Primero había perdido a Anwar y ahora estaba a punto de perder a Changez. Sin él, toda mi carrera se desmoronaría. ¿En qué otra persona iba a basar mi personaje si no? No conocía a ningún otro «negro». Pyke me iba a poner de patitas en la calle.

Cuando iba a entrar en casa de Eleanor, Heater salió. Me bloqueaba la entrada como una montaña de harapos, y cada vez que trataba de esquivarlo me daba contra su apestoso corpachón.

– ¡Por Dios, tío! ¿Qué haces, Heater?

– Tiene la negra -dijo-, así que largo, chiquitín.

– ¿Qué negra? ¿La peste negra? ¡Quítate de en medio, cabrón! Eleanor y yo tenemos cosas que hacer.

– Te digo que tiene la negra. Está deprimida. De modo que hoy nada de nada, muchas gracias. Ven otro día.

Pero yo era demasiado escurridizo y rápido para Heater, así que logré colarme por debajo de su brazo maloliente, le propiné un empujón, me metí en el piso de Eleanor a la velocidad del rayo y cerré la puerta con llave. Le oí insultarme desde el otro lado.

– ¡Vete y limpia las calles de cagarros de perro con la lengua, proletario de mierda! -le grité.

Entré en el cuarto de Eleanor y al principio me resultó irreconocible. Había ropa tirada por todas partes. La tabla de planchar estaba en el centro de la habitación y Eleanor, desnuda, planchando un montón de ropa. Apretaba la plancha con tal fuerza que parecía querer atravesar la tabla y, mientras lloraba, las lágrimas iban empapando la ropa.

– Eleanor, ¿qué te pasa? Anda, dímelo, por favor. ¿Te ha llamado tu agente para darte malas noticias?

Me acerqué. Sus labios resecos se movían, pero no quería hablar. Seguía pasando la plancha una y otra vez por la misma, parte de una camisa. Cuando la levantó tuve el presentimiento de que iba a usarla contra ella misma, contra el dorso de su mano o de su brazo. Parecía haberse vuelto loca.

Desenchufé la plancha y le coloqué mi chaqueta de cuero sobre los hombros. Le pregunté de nuevo qué le ocurría, pero se limitó a menear la cabeza y a salpicarme de lágrimas. Decidí olvidarme de preguntas estúpidas, la acompañé hasta el dormitorio y la acosté. Eleanor se quedó tumbada mirando al techo y cerró los ojos. Cogí su mano entre las mías, me senté y miré la ropa que sembraba el suelo a mi alrededor, los cosméticos, la laca para el pelo y las cajitas lacadas encima del tocador, el cojín de seda de Tailandia con su elefante y los montones de libros apilados en el suelo. Encima de la mesilla de noche había una fotografía de marco dorado de un negro de unos treinta y tantos años con un jersey oscuro de cuello cisne. Tenía el pelo corto, aspecto atlético y era muy guapo. Supuse que la fotografía debía de tener unos cuatro o cinco años.

Tenía la sensación de que Eleanor quería que me quedara, que no hablara, pero que no me fuera. Así que mientras ella se adormilaba, me puse a pensar muy seriamente en Changez. En Eleanor ya pensaría más tarde, de momento no podía hacer más.

Si no cumplía la promesa que le había hecho a Changez, si empezaba a trabajar en un personaje basado en él, si utilizaba a aquel cabrón, no haría más que demostrar que no era digno de confianza, que era un mentiroso. Por otro lado, no utilizarle significaba tener que presentarme delante del grupo con una mierda después del fracaso total de «yo en el papel de Anwar». Mientras estaba allí sentado caí en la cuenta de que era una de las primeras veces en mi vida que tenía que enfrentarme a un dilema moral. Hasta entonces siempre había hecho lo que me había dado la gana, mis deseos habían sido mi guía y lo único capaz de detenerme fueron mis temores. Y sin embargo ahora, a mis veinte años apenas cumplidos, empezaba a notar que algo nuevo estaba creciendo dentro de mí. Al igual que la pubertad había transformado mi cuerpo, en aquel momento empezaba a desarrollar un sentido de culpabilidad, una preocupación no sólo por mi apariencia ante los demás, sino ante mí mismo, especialmente cuando se trataba de transgredir unos límites que yo mismo me había impuesto. Quizá nadie se diera cuenta de que mi personaje estaba basado en Changez; quizá, una vez estrenada la obra, a Changez ni siquiera le importara y hasta se sintiera halagado. Con todo, yo siempre sería consciente de lo que había hecho, sabría que había elegido ser un mentiroso, engañar a un amigo, utilizar a alguien. ¿Qué podía hacer? No tenía ni la menor idea. Por más y más vueltas que le daba, no conseguía dar con una solución.

Miré a Eleanor para asegurarme de que estaba dormida. Pensaba marcharme sin hacer ruido y pedir a Eva que me preparara unas verduras fritas en su cazuela china. Tenía que recobrar fuerzas. Pero cuando me levanté, Eleanor me estaba mirando y también sonreía ligeramente.

– Eh, estoy contenta de que estés aquí.

– Pues tenía la intención de marcharme y dejarte durmiendo.

– No, no te vayas, cariño.

Dio una palmada en la cama.

– Ven aquí debajo conmigo, Karim.

Estaba tan contento de verla animada que no me hice rogar: levanté las mantas, me tumbé a su lado y apoyé la cabeza en la almohada junto a la suya.

– Karim, no seas idiota, quítate los zapatos y todo lo demás.

Eleanor se echó a reír mientras me bajaba los pantalones, pero los tenía todavía por las rodillas y ya me estaba mordisqueando el pene, saltándose a la torera todos esos preliminares que, según los manuales sobre sexo que había devorado duranteaños, eran fundamentales para alcanzar el séptimo cielo haciendo el amor. Pero es que a Eleanor se le ocurría cada cosa…, pensé mientras permanecía tumbado disfrutando. Para ella no existían límites y, en determinadas circunstancias, era capaz de cualquier cosa. Por lo demás, siempre hacía lo primero que se le pasaba por la cabeza sin pensarlo dos veces, lo cual, hay que reconocerlo, no era especialmente complicado para una persona en su situación, para alguien que procedía de un medio en el que el riesgo de fracaso era mínimo; es más, en su mundo para conseguir fracasar había que hacer un gran esfuerzo.

Así es como empezó nuestra vida sexual. Y yo me sentía aturdido, pues nunca había experimentado sensaciones emocionales y físicas tan fuertes. Quería proclamar a los cuatro vientos que era posible sentir la sangre hervir en las venas sin cesar porque estaba seguro de que, al enterarse, los demás también se lanzarían. ¡Menuda embriaguez! Durante los ensayos, cuando la veía sentada en una silla, con una falda larga blanca y azul y los pies descalzos encima del asiento, y tiraba de los pliegues de tela para que le taparan la entrepierna -le había pedido que no llevara ropa interior- se me hacía la boca agua. A veces tenía una erección y debía marcharme en plena improvisación para ir al lavabo corriendo y hacerme una paja pensando en ella. Cuando mis sonrisas delataban mi propósito, Eleanor me acompañaba. Empezamos a pensar que todos los edificios públicos tendrían que disponer de unos servicios cómodos, con flores y música, para masturbarse y hacer el amor.

Eleanor no era tímida con su cuerpo como yo, no disimulaba el deseo, no se avergonzaba. En el momento más inesperado era capaz de cogerme la mano, colocarla sobre su pecho y apretarme los dedos sobre el pezón, que yo pellizcaba y manoseaba hasta el tormento. Otras veces se levantaba la camiseta y me ofrecía el pecho, que me metía en la boca para que mamara, o hacía desaparecer mi mano por debajo de su falda porque quería que la tocara. En algunas ocasiones esnifábamos coca, tomábamos anfetas o fumábamos hachís, y desnudaba a Eleanor en el sofá, quitándole las prendas una a una hasta que se quedaba desnuda con las piernas abiertas y yo estaba vestido. Eleanor fue también la primera que me enseñó la magia del lenguaje durante el sexo. Sus susurros me dejaban sin aliento: quería que me la tirara, que me la follara, que la chupara, que le pegara así o asá. El sexo era siempre distinto: tenía un ritmo distinto, había nuevas caricias besos que duraban una hora entera, polvos repentinos en lugares insólitos -detrás de garajes o en trenes- donde nos quitábamos la ropa a toda prisa. Otras veces el sexo duraba siglos y me tumbaba con la cabeza entre sus piernas y la lamía con movimientos circulares de lengua, mientras ella mantenía los labios abiertos con los dedos.

Había veces en las que sentía tanto amor con sólo mirar a Eleanor -con su cara y todo su ser tan resplandeciente- que no podía soportarlo y tenía que volverme. No quería sentir tanta intensidad, toda aquella turbación y apoderamiento. El sexo, en cambio, me encantaba. Al igual que las drogas, era un juego embriagador. Yo me había criado con chavales que me habían enseñado que el sexo era asqueroso. No era más que olores, obscenidad, vergüenza y risotadas. Sin embargo, el amor era demasiado poderoso para mí: se metía por todos los poros del cuerpo y se pegaba a los órganos, a los músculos, a la sangre; mientras que el sexo, la polla, siempre quedaban fuera. Había una parte de mí que quería ensuciar el amor que sentía, arrancármelo del cuerpo.

Pero no tenía por qué haberle dado tantas vueltas. En realidad, aquel amor ya se estaba volviendo rancio. Me aterrorizaba que Eleanor me dijera que se había enamorado de otro, o que se aburría conmigo. O que no era lo suficientemente bueno para ella. Lo de siempre.

El miedo se coló en mi vida. Se coló en mi trabajo. En los suburbios, pocas cosas me parecían más bobas que el terror que tenía todo el mundo de la opinión del vecino. Por eso mi madre nunca salía al jardín a tender la ropa sin antes peinarse. A mí me importaba un bledo lo que pensara la gente y, sin embargo, entonces necesitaba con urgencia que a Pyke, Tracey y los demás les gustara mi actuación. Mi posición dentro de la compañía no era precisamente envidiable, y me sentía descorazonado. Ni siquiera le contaba a Eva lo que estaba haciendo.

Por las noches, en casa, trabajaba en el andar desacompasado de Changez y su mano impedida y también en el acento, que yo sabía iba a sonar extraño, divertido y típico de la India a los oídos blancos. Había inventado una historia para el personaje de Changez (rebautizado Tariq) que llegaba a Heathrow lleno de esperanzas, con su mísera maleta, después de que en Bombay un conocido de las carreras le hubiera dicho que, en Inglaterra, bastaba con susurrar la palabra «desnúdate» para que las mujeres blancas se quitaran las bragas.

Si alguien hubiera puesto algún reparo a mi persona, me habría marchado de la sala de ensayos y habría regresado a casa y con ese espíritu de obstinación testaruda me preparé para presentar a mi Tariq delante de la compañía. Cuando llegó el día, todo el grupo se sentó en semicírculo a mi alrededor en aquella habitación que teníamos junto al río. Traté de esquivar los ojos de Tracey, que estaba sentada con el cuerpo echado hacia adelante con aire de concentración. Richard y Jon me miraban con ojos inexpresivos. Eleanor me daba ánimos con su sonrisa. Pyke asentía con la cabeza con un bloc de notas apoyado en las rodillas. Louise Lawrence estaba ya a punto, con su cuaderno y sus cinco lápices bien afilados. Carol estaba sentada en la posición del loto y, con la cabeza echada hacia atrás, se desperezaba con aire indolente.

Cuando hube terminado, se quedaron todos en silencio. Parecían estar esperando a que hablara otro. Miré sus caras: la expresión de Eleanor era divertida, pero Tracey tenía una objeción que hacer. Tenía ya el brazo medio en alto. Sin embargo, Pyke lo adivinó a tiempo y, con un ademán, indicó a Louise que empezara a escribir.

– Vamos a ver -dijo- Tariq llega a Inglaterra, conoce a una periodista inglesa en el avión… que será Eleanor; no, Carol, un auténtico bombón de alcurnia. Durante una corta temporada, gracias a ella, Tariq se codea con gente de alto copete, lo cual nos brinda un nuevo campo que explorar. Todas las chicas se vuelven locas por él gracias a su aspecto debilucho y a su aparente necesidad de cariño maternal. Así que tenemos diferencia de clases, de razas, sexo y farsa. ¿Qué más se puede pedir a una noche de ocio?

En la cara de Tracey no quedaba ya el menor rastro de expresión. Me vinieron ganas de dar un beso a Pyke.

– Buen trabajo -me dijo.

La mayoría de los actores adoraban a Matthew. Al fin y al cabo, era un hombre complejo y atractivo y todos le debían muchísimo. Como es natural, yo era tan servil con él como el que más, pero en el fondo me sentía escéptico y prefería mantener las distancias. Ese escepticismo habría que atribuirlo a mis orígenes del sur de Londres, donde cualquiera que tuviera una vena artística -es decir, cualquiera que hubiera leído más de cincuenta libros, fuera capaz de pronunciar Mallarmé correctamente o de distinguir el camembert del brie- era tachado inmediatamente de charlatán, esnob o estúpido.

En realidad, no mantuve una relación demasiado íntima con Pyke hasta el día en que se me rompió la cadena de la bicicleta y empezó a acompañarme a casa, después de los ensayos, en su deportivo negro, un coche con asientos de cuero negro en los que uno iba con la espalda pegada al respaldo y suspendido apenas siete centímetros por encima del asfalto. Cuando lo llevaba descapotado se podía ver desfilar el cielo. Esta especie de nave espacial iba equipada con altavoces en las puertas que desencadenaban una tormenta de los Doors o de cualquier cosa de Jefferson Airplane. En la intimidad de su coche, a Pyke le gustaba charlar largo y tendido sobre sexo, y con tanto detalle que llegué a pensar que todas aquellas historias que contaba no eran más que la expresión de la faceta erótica de una vida profundamente promiscua. Aunque quizá me las contara porque Eleanor me había inoculado el sexo. A lo mejor de mi piel, mis ojos y mi cuerpo emanaba una predisposición carnal que despertaba pensamientos sensuales en los demás.

Una de las primeras cosas que a modo de presentación de sus personajes Pyke me confesó cuando empezamos a hablar fue:

– Cuando tenía diecinueve años, Karim, juré que dedicaría mi vida a dos cosas: sería un gran director y me acostaría con cuantas mujeres pudiera.

Me sorprendió que fuera tan ingenuo como para jactarse de aspiraciones semejantes. Pero luego, con la vista fija al frente mientras conducía, me habló de sus aficiones: asistir a orgías y a los clubes neoyorquinos donde se podían mantener relaciones sexuales; del placer de encontrar lugares poco corrientes y parejas poco corrientes con quienes practicar un acto tan corriente.

Tanto para Marlene como para Matthew, que eran un producto de los sesenta con dinero y oportunidades suficientes para recrear sus fantasías, el sexo era lúdico y educativo al mismo tiempo.

– Conoces a gente de lo más interesante -decía Pyke-. ¿En qué otro lugar si no en uno de esos clubes neoyorquinos puede uno llegar a conocer a una peluquera de Wisconsin?

Para Marlene era lo mismo. Se acostaba con un diputado laborista y pasaba enseguida a sus compañeras de dialéctica chismorreos y todo tipo de información sobre la Cámara de los Comunes y acerca de las luchas internas del Partido Laborista.

Una de las aventuras más recientes de Pyke era con una policía, cuyo principal atractivo no residía en su personalidad -por lo demás, insustancial-, sino en el uniforme y, sobre todo, en su conocimiento de la Inmundicia, que describía con todo detalle a Pyke después de cada felación. Con todo, Pyke estaba comenzando a hartarse de lo que solía llamar su «período legal».

– Estoy buscando una científica, una astrónoma o una física nuclear. Tengo la sensación de que mi base intelectual es demasiado artística.

Con esa manía de asomarse a los recovecos más insólitos de la vida, Pyke y Marlene se me aparecían más como intrépidos reporteros que como exploradores de lo sensual. Su urgencia por arrimarse a la vida real delataba su aislamiento de ella y su obsesión por conocer los mecanismos del mundo me parecía una manifestación más de egocentrismo. Con todo, me guardé mucho de hacer a Pyke partícipe de mis opiniones: me limité a escucharle con los oídos bien abiertos y la respiración entrecortada. Quería conocerle más a fondo. Estaba excitado. El mundo se abría ante mis ojos. Era la primera vez que conocía a alguien como él.

Durante una de esas sesiones de verdades en el coche después de los ensayos, muerto de cansancio, pero contento por haberme empleado a fondo en el trabajo, Pyke se volvió hacia mí con una de esas generosas sonrisas de las que tanto había aprendido a desconfiar.

– Quiero que sepas que estoy muy satisfecho de tu contribución al espectáculo. Tu personaje va a arrancar verdaderas carcajadas, así que he decidido hacerte un regalo muy especial.

El cielo desfilaba sobre mi cabeza a una velocidad de vértigo. Le miré, con su camiseta de un blanco inmaculado y sus pantalones de chándal. Tenía los brazos delgados y la expresión de su cara era tensa y concentrada. Corría muchísimo. La música soul que yo tanto insistía en escuchar estaba puesta a todo volumen. A Pyke le gustaba especialmente el «Going to a Go Go» de Smokey Robinson y, cuando le gustaba algo, nunca parecía tener suficiente. Sin embargo, era la primera vez que la escuchaba y empezaba a pensar que, al fin y al cabo, no era tan mundano como creía, hasta que soltó aquello tan rematadamente mundano que me dejó helado y acalorado al mismo tiempo.

Ahí estaba yo, hablando sin parar.

– Pero es que te has portado tan bien conmigo, Matthew, al ofrecerme este trabajo. Quizá no te das cuenta de lo que significa para mí.

– ¿Qué quieres decir con eso de que no me doy cuenta? -me interrumpió con brusquedad.

– Es que ha cambiado mi vida. Si no me hubieras sacado de la nada, todavía estaría decorando casas.

– Tonterías -rezongó-. Eso no es portarse bien, no es más que un trabajo. Ahora bien, lo de tu regalo sí que es portarse bien de verdad. Mejor dicho: quién es tu regalo. Quién, quién.

– ¿Quién? -Empezábamos a sonar como un coro de lechuzas-. ¿Quién es?

– Marlene.

– Tu mujer se llama Marlene, ¿no?

– Sí. Si la quieres, es tuya. Ella sí te quiere.

– ¿A mí? ¿En serio?

– En serio.

– ¿Que me quiere a mí? ¿Para qué?

– Dice que eres el típico chico inocente que habría vuelto loco a André Gide y, como Gide está muerto, supongo que tendrás que contentarte con ella, ¿no?

No me sentía halagado en lo más mínimo.

– Matthew, no me había sentido tan halagado en mi vida -dije-. Es increíble.

– ¿A que sí? -Y me sonrió-. Un regalo entre amigos. Una muestra de mi aprecio.

No quería parecer un desagradecido, pero sabía que no podía dejar las cosas así, pues me arriesgaba a encontrarme en una situación difícil en el futuro. Era evidente que, de rechazar el regalo de Pyke, no iba a causarle demasiada buena impresión. Cualquier actor del mundo habría dado con gusto las dos piernas sólo por hablar cinco minutos con él y ahí estaba yo ante la oferta de tirarme a su esposa. Era consciente de que era todo un privilegio. Me daba perfecta cuenta del valor de lo que me estaba ofreciendo. Le estaba muy agradecido, desde luego, pero tenía que andar con mucho cuidado. Además, una parte de mí, mi polla para ser más exactos, se sentía comprometida ante esa oferta.

Quiero que sepas, Matthew -dije por fin-, que estoy saliendo con Eleanor. Me gusta de verdad y a ella le gusto también, o eso creo.

– Eso ya lo sabía, Karim. Fui yo el que le dije a Eleanor que se interesara por ti.

– ¿Sí?

Pyke me miró y asintió con la cabeza.

– Gracias -dije.

– No hay de qué. Eres lo que necesitaba. Tranquilizante. Llevaba mucho tiempo deprimida desde que su novio se mató de esa forma tan espantosa.

– ¿Ah, sí?

– ¿No te habrías deprimido tú también?

– Sí, hombre, claro.

– Fue horrible -prosiguió-. Era un hombre excepcional.

– Ya lo sé, ya.

– Tenía belleza, talento y carisma. ¿Le conociste? -me preguntó.

– No.

– Me alegra que estéis juntos -dijo Pyke con una sonrisa.

Aquella revelación sobre Eleanor me dejó destrozado. Pensé en lo que Pyke me acababa de decir y traté de hacerlo encajar con lo que ya sabía de Eleanor y con algunas otras cosas de su pasado que ella me había contado. ¿De modo que su novio se había matado de una manera espantosa? ¿De qué manera ¿Cuándo? ¿Por qué no me lo había contado? ¿Por qué nadie me lo había contado? Estaba a punto de preguntar a Pyke, pero pensé que ya era demasiado tarde, que me iba a tomar por un idiota por haberle mentido.

Así que Pyke siguió hablando y hablando, pero yo apenas le oía. El coche se detuvo junto a la estación de metro de West Kensington. La boca de salida escupía un revoltijo de gente que regresaba en metro a la ciudad y que prácticamente se dirigía a sus casas corriendo. Pyke estaba escribiendo algo en un cuaderno que apoyaba encima de la rodilla.

– Trae a Eleanor el sábado. Hemos invitado a unos amigos a cenar y me encantaría que vinierais los dos. Estoy seguro de que nos podemos divertir.

– Yo también -le dije.

Me apeé del coche con cierto esfuerzo llevando la dirección de Pyke en la mano.


Al llegar a casa, que estaba ya medio destrozada desde que Ted había empezado las obras, me encontré a papá escribiendo. Estaba trabajando en un libro sobre su infancia en la India. Más tarde se marcharía a dar su clase de meditación a un local cercano. Eva había salido. A veces, me aterraba la perpectiva de ver a papá. Si no estaba de humor para verle o no me sentía con fuerzas para pararle los pies, su estado de ánimo podía resultar un golpe tremendo. Unas veces le daba por pellizcarme las mejillas o retorcerme la nariz, o por cualquier otra cosa que se le antojaba la más graciosa del mundo. Otras veces se levantaba el jersey y tamborileaba los dedos encima de la barriga y no lo dejaba hasta que adivinaba si se trataba de la melodía de «Land of Hope and Glory» o de «The Mighty Quinn» en la versión de Manfred Mann. Juraría que se examinaba el barrigón por lo menos cinco veces al día, le daba palmaditas, se estrujaba los michelines, y hasta hablaba de ellos con Eva como si fueran la séptima maravilla del mundo o trataba de convencerla de que se los mordiera.

– Los indios tienen el centro de gravedad más abajo que los hombres occidentales -aseguraba-. Estamos más centrados. Vivimos de acuerdo con el punto correcto: el estómago. La barriga, no la cabeza.

Eva se lo aguantaba todo y hasta se reía. Pero papá no era mi amiguito. Además, empezaba a considerarle, no ya un padre, sino un extraño de características ajenas. Ahora ya formaba parte del mundo, ya no era su fuente y, aunque me apenara, en cierto modo no dejaba de ser otra persona. Por otra parte, desde que Eva trabajaba tanto, la inutilidad de papá no dejaba de sorprenderme. No sabía hacer una cama, ni lavarse la ropa, ni planchársela. No sabía cocinar y ni siquiera sabía cómo componérselas para preparar té o café.

No hacía mucho, un día que estaba tumbado aprendiéndome mi texto para la obra, se me ocurrió pedirle que me preparara un poco de té y tostadas. Al poco rato le seguí a la cocina y vi que había cortado la bolsita de té con unas tijeras y la había vaciado en la taza. Sostenía un pedazo de pan en la mano como si fuera un raro objeto hallado en una excavación arqueológica. Las mujeres siempre le habían cuidado y él no había hecho más que aprovecharse. En aquel entonces le despreciaba por ello y hasta empezaba a preguntarme si la admiración que había sentido por él cuando niño sería inmerecida. ¿Qué sabía hacer? ¿Qué virtudes tenía? ¿Por qué había tratado a mamá de aquel modo? Ya no quería ser como él. Estaba furioso. En cierto modo, me había decepcionado.

– Ven acá, cara tristona -me dijo-. ¿Cómo va el espectáculo?

– Bien.

Ya estábamos otra vez

– Bueno, pero tienes que procurar que no te dejen de lado. ¡Escúchame bien! Diles que o te dan el papel de protagonista o nada de nada. ¡Ahora que ya habías alcanzado la cúspide en el mundo del teatro con tu papel de Mowgli como protagonista no puedes echarte atrás! Al fin y al cabo, eres el fruto de mi primera semilla, ¿o no?

Le imité.

– Fruto de mi primera semilla, fruto de mi primera semilla… ¿Por qué no dejas de decir burradas, joder? -le solté, y me marché.


Me dirigí al Nashville, que a esas horas del día era un lugar apacible. Pedí un par de jarras de Ruddles y una bolsita de patatas fritas con sabor a pollo y me quedé allí sentado pensando por qué los pubs tenían que ser así, tan tristes, con su madera oscura unos armatostes incómodos por muebles y una iluminación tan pobre que apenas se conseguía distinguir algo a cinco metros de distancia en aquel aire tan viciado. Pensé en Eleanor y me entraron ganas de llorar, pero sabía que si permanecía en el pub el tiempo suficiente se me pasarían. Era evidente que Eleanor no quería hablar de su ex, tanto si se había matado de una manera espantosa como si no. Por lo menos, nunca me lo había mencionado. En realidad me había excluido de una parte muy importante de su vida y eso me hacía dudar de la sinceridad de su afecto por mí.

En esta vida me ocurrían cosas muy curiosas, el terreno se resquebrajaba bajo mis pies. La cena, por ejemplo. Miré el pedacito de papel en el que Pyke había anotado su dirección. La palabra «cena» me desconcertaba y me exasperaba al mismo tiempo. Estos londinenses nunca llamaban a las cosas por su nombre. La cena era el almuerzo, el té la cena, el desayuno un almuerzo temprano y el postre pudin.

Hablaría con mis amigos. Me ayudaría a aclararme las ideas. Sin embargo, cuando comenté a Eva lo de la invitación de Pyke (sin decir nada del «regalo») no supo advertir mis temores y confusiones. Es más, pensó que era una oportunidad magnífica. Sabiendo como sabía lo muy encumbrado que estaba Pyke, me miró con admiración, como si acabara de ganar un trofeo de natación.

– Dentro de unas semanas, podrías invitar a Matthew a casa -fue su respuesta.

Así que llamé a Jamila. Ella tendría otra visión del asunto. Empezaba a darme cuenta de lo mucho que me asustaba Jamila, su «sexualidad», como llamaban entonces a follar, la fuerza de sus sentimientos y la firmeza de sus opiniones. El entusiasmo no era precisamente moneda corriente en el sur de Londres.

– ¿Y bien? -le pregunté-. ¿Qué opinas?

– Oh, no sé, Dulzura. Siempre acabas haciendo lo que te da la gana. No escuchas a nadie. Pero yo, en tu lugar, no iría. Tengo la sensación de que esa gente te está nublando la vista. Te estás apartando del mundo real.

– ¿De qué mundo real? Pero si el mundo real no existe, ¿no?

– ¡Claro que existe! -dijo, sin perder la paciencia-. Es el mundo de la gente corriente y la mierda que tienen que afrontar todos los días: el paro, cuchitriles por viviendas, el aburrimiento. Dentro de poco ya ni siquiera vas a reconocer cuáles son las cuestiones realmente fundamentales.

– Pero Jammie, es que esa gente es importante de verdad. -Y entonces cometí una tremenda equivocación-. ¿No sientes curiosidad por saber cómo viven los ricos que han triunfado en la vida?

Jamila bufó y se echó a reír a carcajadas.

– Me temo que la decoración del hogar me interesa menos que a ti, cariño. Y, sinceramente, no me apetece acercarme a esa gente. Pero, vamos a ver, ¿cuándo vas a pasar por casa? Tengo un dal picante como un demonio muerto de risa. No permito que nadie lo toque, ni Changez… lo guardo para ti, antiguo amante mío.

– Gracias, Jammie -le dije.

El viernes por la noche, después de haber terminado los ensayos de la semana, Pyke nos abrazó a Eleanor y a mí cuando ya íbamos a marcharnos, nos dio un beso y nos dijo:

– Hasta mañana, ¿eh?

– Sí -dije-. Hasta mañana.

– Nos hace mucha ilusión -dijo.

– A mí también -repuse.

13

«Sensacional», pensé al ver el reflejo de mi cara en la ventanilla opuesta de ese vagón de tren de la línea Bakerloo. Un pequeño dios. Mis pies bailoteaban y los dedos de las manos tamborileaban al ritmo de una música imaginaria -The Velvettes, «He was Really Saying Something»- mientras el metro cruzaba a toda velocidad las entrañas de mi ciudad favorita, de mi patio de recreo, de mi casa. Mi chica canturreaba también. Acabábamos de cambiar en Piccadilly y nos dirigíamos al noroeste, a Brainyville, Londres, que a mí se me antojaba un lugar tan remoto como Marsella. ¿Por qué había tenido que ir primero a St John's Wood? Tenía todo el aspecto de estar sano y en forma, seguramente gracias a las verduras. Las flexiones y los ejercicios de musculación de tórax que Eva me había recomendado hacer me estaban ayudando a estilizar el cuerpo y a ganar seguridad. Me había ido a cortar el pelo al Sassoon de Sloane Street y me acababa de espolvorear de talco los huevos, que estaban tan perfumados y apetecibles como unos dulces turcos. Sin embargo, la ropa me quedaba demasiado grande, como siempre, sobre todo porque llevaba una de las chaquetas azul marino de papá con una de sus corbatas de Bond Street encima de una camiseta de Ronettes, sin cuello, naturalmente, y un jersey rosa de Eva encima de todo el conjunto. Estaba nervioso y un tanto tembloroso también, tengo que reconocerlo, y es que, hacía apenas una hora, Heater me había amenazado con un cuchillo de trinchar en el piso de Eleanor y me había advertido: «¡Vas a cuidar de esta mujer, ¿eh? Si algo le ocurriera, ¡te mato!»

Eleanor estaba sentada a mi lado vestida con un traje negro y una camisa de cuello cisne de seda de un rojo oscuro. Se había recogido el pelo, pero un par de rizos colgaban sueltos, como si estuvieran así a posta para que los ensartara con el dedo.

– Nunca te había visto tan guapa -le dije.

Y era verdad. No podía dejar de besarla y habría querido pasarme el día entero abrazado a ella, acariciándola, haciéndole cosquillas, jugando con ella.

Nos dirigimos a la mansión entre contentos y nerviosos. La casa que Pyke compartía con Marlene tenía que ser un edificio de cuatro plantas situado en una calle tranquila, con un jardín recién regado, gran cantidad de flores y un par de deportivos aparcados frente a la puerta, uno negro y otro azul. Luego estaba ese semisótano tan revelador en el que vivía el aya que cuidaba del hijo de trece años de Pyke, fruto de su primer matrimonio.

Terry, que investigaba los delitos de los ricos burgueses con el tesón de un Maigret con inclinaciones políticas, me había informado con todo lujo de detalles. Después de que la tan esperada llamada se produjera, había encontrado trabajo. Tenía el papel de sargento de policía en una obra ambientada en una comisaría. Desde un punto de vista ideológico no dejaba de ser una situación embarazosa, sobre todo teniendo en cuenta que siempre había tachado a la policía de ser el instrumento fascista y represor de la clase dominante. Y, sin embargo, en su papel de agente del orden estaba ganando dinero a montones, mucho más que yo o que cualquier otro miembro de la comuna en la que vivía y, además, le reconocían por la calle sin cesar. Últimamente incluso le pedían que inaugurara fuegos artificiales, que formara parte del jurado en eventos teatrales y hasta le invitaban como celebridad a algunos programas concurso. Ir por la calle con él era como pasearse con Charlie: la gente le llamaba, se volvía y se le quedaba mirando del mismo modo, sólo que a Terry sus admiradores no le conocían como Terry Tapley, sino como sargento Monty. La ironía de la situación hacía que el sargento Monty hablara con especial virulencia de Pyke, la persona que le había negado el único trabajo que había deseado de veras.

Hacía relativamente poco, Terry me había llevado a un mitin político y, de vuelta al pub, una chica se había puesto a hablar de la vida después de la revolución. «¡La gente leerá a Shakespeare en el autobús y aprenderá a tocar el clarinete!», exclamó con entusiasmo. Aquel compromiso político y aquella fe me dejaron impresionado y me entraron ganas de hacer algo por mí mismo. Sin embargo, Terry seguía pensando que todavía no estaba preparado, así que me asignó una tarea bastante fácil para empezar.

– Podrías vigilar a Pyke por nosotros -me pidió-. Como te llevas tan bien con él… Esa clase de tipos van la mar de bien cuando se necesita dinero. Un día de éstos quizá puedas hacer algo por nosotros en ese sentido. Ya te avisaremos. Por el momento, limítate a mantener los ojos bien abiertos, a ver si encuentras algo que nos pueda servir el día en que necesitemos su adhesión política. Así, para ayudarnos más a corto plazo, podrías hacerte amigo de su hijo.

– ¿De su hijo? De acuerdo, sargento Monty.

Alzó la mano como si fuera a abofetearme.

– No me llames así. Y pregunta al chico… delante de todos los invitados, por supuesto, a qué escuela va, y si no se trata de una de las más caras y más selectas de Inglaterra o, fíjate bien, de todo el mundo occidental, ya me puedes llamar Disraeli.

– De acuerdo, sargento Monty… digo, Disraeli. Aunque creo que en eso te equivocas. Pyke es radical.

Terry bufó y soltó una risita burlona.

– No me hables de esos asquerosos radicales. No son más que liberales… según ellos, prácticamente lo peor que se puede ser. Sólo sirven para dar dinero a nuestro partido.

Nos recibió una criada irlandesa de lo más cortés, que luego nos sirvió champán para desaparecer inmediatamente en la cocina -y preparar la «cena», me imagino-. Nos dejó ahí sentados en un sofá de piel hechos un manojo de nervios. Pyke y Marlene se estaban «vistiendo», nos informó.

– Desnudando, es mucho más probable -dije en un murmullo.

Estábamos solos. En la casa se respiraba una tranquilidad aterradora. ¿Dónde coño se habría metido todo el mundo?

– ¿No te parece fantástico que Pyke nos haya invitado?-dijo Eleanor-. ¿Tú crees que debemos mantenerlo en secreto? Por lo general, no suele salir con actores y, además, no creo que haya invitado a nadie más de la compañía, ¿no?

– No.

– ¿Y por qué a nosotros?

– Porque nos quiere muchísimo.

– Bueno, pues, pase lo que pase, no podemos negarnos el uno al otro la posibilidad de tener nuevas experiencias -dijo con tono altanero, como si mi principal objetivo en la vida fuera hacer todo lo posible por impedir que Eleanor tuviera nuevas experiencias. Me miró como si quisiera meterme un grano de arroz por la punta de la polla.

– ¿Qué experiencias? -le pregunté, poniéndome de pie y echando a andar por la habitación.

Eleanor no contestaba y se limitaba a seguir allí sentada, fumando como si nada.

– ¿Qué experiencias? -insistí.

Me estaba estropeando la noche y me empezaba a poner nervioso. Al parecer, yo nunca estaba enterado de nada, ni siquiera de los hechos importantes de la vida de mi novia.

– ¿Quizá el mismo tipo de experiencia que viviste con tu último novio? Ese al que querías tanto. ¿Te refieres a eso?

– Por favor, no hables de él -me pidió, con un hilo de voz-. Está muerto y enterrado.

– Ese no es motivo para que no hablemos de él.

– Para mí sí -dijo y se puso de pie-. Tengo que ir al lavabo.

– ¡Eleanor! -grité entre sollozos por primera vez en mi vida. Y no iba a ser la última-. ¡Eleanor! ¿Por qué no hablamos de todo esto cara a cara?

– ¡Pero si tú no sabes lo que es dar! No entiendes a los demás. Mostrarme desnuda de ese modo sería peligroso.

Y Eleanor se marchó y me dejó tal cual.

Miré a mi alrededor. Era un detective de primera. Terry no había sabido apreciar en lo que valía la riqueza que tenía delante. Tendría que tener una charla con él sobre la calidad de sus informadores. Era una casa impresionante, de paredes verdes y rojo oscuro decoradas con retratos modernos -un par de Marlene y una fotografía suya de Bailey- y mobiliario de los sesenta: mesitas bajas con catálogos de Caulfield y Bacon a la vista y los dos volúmenes en edición de lujo de la biografía de Michael Foot escrita por Nye Bevan. Había tres sofás en tonos pastel con un friso indio que decoraba la pared contra la que se apoyaban y una escultura de yeso llena de cordeles y bombillas que parecía un coño enorme. Apoyados contra la pared de enfrente había tres premios de Pyke enmarcados y, encima de la mesa, un par de estatuillas y una copa de cristal tallado que llevaba su nombre. No había carteles ni fotografías de sus montajes anteriores por ninguna parte y, de no haber sido por los premios, a un extraño le habría resultado imposible adivinar su profesión.

Eleanor regresó justo en el instante en que las dos emes bajaban etéreas por la gran escalinata: Matthew con su camiseta y téjanos negros, y Marlene con un aspecto más exótico con su vestidito blanco corto y sin mangas y zapatillas blancas de ballet. Estaba arrebatadora con aquellas sonrisas que prodigaba y delataban una sexualidad turbulenta y descarada. Sin embargo, como muy bien habría dicho mi madre, ya no era precisamente una niña.

La criada irlandesa nos sirvió a los cuatro ensalada de pavo, que comimos acompañada de champán sentados con el plato en el regazo. Yo estaba muerto de hambre y me había saltado el almuerzo a posta para poder disfrutar de la «cena», pero me resultaba muy difícil comer. Marlene y Matthew tampoco parecían especialmente interesados en la comida. Aunque no podía apartar los ojos de la puerta esperando a que llegara más gente, no se presentó nadie más. Pyke me había mentido. Esa noche se mostraba distante y silencioso, como si no se sintiera con fuerzas para prestar atención al espectáculo de la conversación y se limitaba a murmurar tópicos de vez en cuando, como si pretendiera recalcar la banalidad de la velada. Marlene era la que más hablaba y, para alejar lo máximo posible el peligro del silencio, le hice tantas preguntas que al poco rato me sentía ya como un entrevistador de televisión. Fue ella la que nos contó lo de la entrada distinta que había para las prostitutas en la Cámara de los Comunes y, mientras nos terminábamos el pavo, nos entretuvo con la historia del diputado laborista al que le encantaba ver a gallinas morir apuñaladas mientras hacía el amor.

Aprovechando que Marlene tenía hierba, nos liamos un porro después de cenar, y estábamos fumando cuando entró Percy, el hijo de Pyke, un chico de aspecto pálido y taciturno, de pelo rapado, que llevaba pendientes y una ropa asquerosa, demasiado torpe y desaliñado para ser otra cosa que un pimpollo de la burguesía liberal. Sintonicé las antenas Terry temblando de emoción.

– Por cierto -dijo Pyke, dirigiéndose al chico-, ¿sabes a quién tiene Karim por hermanastro? A Charlie Hero.

El chico pareció resucitar de repente. Empezó a menear el cuerpo y a hacer preguntas sin parar. Saltaba a la vista que era más vivaz que su padre.

– Hero es mi héroe. ¿Cómo es?

Le hice un retrato sucinto de Charlie. Pero no podía decepcionar a Terry. Aquélla era mi oportunidad.

– ¿A qué escuela vas?

– A la Westminster y es una mierda.

– ¿Ah, sí? Llena de los típicos pijillos de escuela privada, supongo.

– Llena de los típicos listillos de los cojones que tienen padres que trabajan en la BBC. Yo quería ir a una escuela normal, pero esos dos no me dejaron.

Y dicho esto se marchó del salón. Durante el resto de la noche tuvimos que oír la versión amortiguada del primer álbum de los Condemned, «The Bride of Christ», una y otra vez. Cuando Percy se hubo marchado, dirigí a Pyke y a Marlene una mirada cargada de intención, con la que pretendía decirles algo así como: «Habéis traicionado a la clase trabajadora», pero no parecieron darse por enterados. Estaban los dos ahí, sentados, fumando, con cara de estar muertos de aburrimiento, como si la cena hubiera durado una eternidad y ya nada fuera capaz de despertar su interés o, lo que es más importante, de excitarles.

De pronto, sin embargo, Pyke se puso de pie, se fue hasta el otro extremo de la habitación y, después de abrir las puertas que daban al jardín de par en par, se volvió y con un movimiento de cabeza hizo un gesto a Eleanor, que estaba hablando con Marlene. Eleanor, entonces, dejó la conversación al momento, se puso de pie de un salto y salió al jardín con un caminar ligero siguiendo los pasos de Pyke. Marlene y yo nos quedamos sentados. Como las puertas del jardín estaban abiertas, el salón se enfrió enseguida, pero el aire tenía un sabor dulzón, como si la tierra tuviera perfumado el aliento. ¿Qué debían de estar haciendo ahí fuera? Marlene se comportaba como si nada hubiera ocurrido. Después de servirse otra copa, vino a sentarse a mi lado. Me pasó el brazo por los hombros, cosa que yo hice lo posible por ignorar, aunque me daba cuenta de que estaba tenso mientras respondía a sus preguntas. Al verla tan pendiente de mí, empecé a pensar que debía de parecerle una persona maravillosa. Sin embargo, en primer lugar tenía algo que averiguar, algo que yo sabía podía aclararme.

– Marlene, ¿te importaría decirme una cosa que nadie se ha atrevido a contarme? ¿Podrías decirme qué le ocurrió al novio de Eleanor, Gene?

Marlene me miró con lástima, pero también con cierta incredulidad.

– ¿Seguro que nadie te lo ha contado?

– Marlene, si de algo estoy seguro es de que nadie me ha dicho una palabra. ¡Pero si me estoy volviendo loco, te lo juro! Todo el mundo se comporta como si fuera un secreto de Estado y nadie dice nada. Me siento como un imbécil.

– No es un secreto, lo que ocurre es que Eleanor no lo ha superado y todavía es muy doloroso para ella, ¿lo entiendes? Gene -dijo, acercándose más a mí- era un joven actor antillano. Tenía mucho talento, era sensible, delgado, amable y sensual, y tenía una cara preciosa. La poesía le gustaba muchísimo y en las fiestas solía recitar poemas en voz alta maravillosamente. Pero su auténtica especialidad era la música africana. Trabajó con Matthew una vez, hace ya mucho tiempo, y Matthew siempre dice que era el mejor mimo que ha visto jamás, pero que nunca le dieron la oportunidad que se merecía. Llegó incluso a dedicarse a vaciar orinales en seriales sobre hospitales. Siempre le daban papeles de delincuente o de taxista y nunca pudo interpretar a Chéjov, Ibsen o Shakespeare, y eso que se lo merecía. En realidad, era mejor que muchos; así que no es de extrañar que estuviera furioso. La policía se lo llevaba cada dos por tres y le sometía a interrogatorios tormentosos. Los taxis nunca le paraban. Le decían que no había mesa en restaurantes vacíos. Vivía en un mundo espantoso en la agradable y vieja Inglaterra. Hasta que un día no consiguió entrar en una gran compañía de teatro y no pudo soportarlo más. Perdió la cabeza y se tomó una sobredosis. Eleanor estaba trabajando y, al regresar a casa, se lo encontró ya muerto. Era tan joven entonces…

– Ya.

– Eso es todo.

Marlene y yo nos quedamos sentados sin movernos un rato. Yo pensaba en Gene y en lo que debía de haber pasado, en lo que le habían hecho y en lo que había permitido que le hicieran. De pronto me di cuenta de que Marlene me miraba fijamente.

– ¿Me das un besito? -me propuso, al cabo de un rato, rozándome apenas la cara con una caricia.

Me aterroricé.

– ¿Qué?

– Sólo un besito para empezar, para ver qué tal nos llevamos. ¿Te he escandalizado?

– Bueno, un poco… es que había entendido «hijito».

– Quizá más adelante, pero de momento.

Marlene acercó su cara a la mía. Tenía arrugas alrededor de los ojos: era la persona más vieja a la que había besado jamás. Cuando nos separamos bebí un sorbo de champán y Marlene subió los brazos en alto en un gesto teatral, como un atleta que celebra la victoria, y se quitó el vestido. Tenía un cuerpo esbelto y bronceado y, cuando lo toqué, me quedé sorprendido al advertir un calor insólito, como si la hubieran tostado ligeramente. Eso me excitó, y con la excitación vino esa pizca de afecto que necesitaba, aunque más que nada estaba asustado y me encantaba estar asustado.

La hierba me dejaba amodorrado y adormecía las sensaciones y la capacidad de reacción. No sé por qué, pero los porros de hierba me retrotrajeron a los suburbios, a la casa de Eva en Beckenham, a la noche en que llevaba pantalones acampanados de terciopelo y papá no sabía el camino; a la noche en que lo llevé al Three Tuns y Kevin Ayers estaba tocando, y todos esos amigos a los que adoraba estaban de pie junto a la barra después de haberse pasado horas y horas en sus dormitorios respectivos acicalándose para la noche, esperando ese gran momento en que un par de ojos conocedores iban a observar su atuendo con detenimiento. Luego estaba Charlie sentado en lo alto de la escalera impecablemente vestido, mirando, simplemente. Y enseguida aparecieron esos ejecutivos de publicidad que meditaban, mientras yo serpenteaba por el césped hasta encontrar a mi padre sentado en un banco del jardín y a Eva sentada encima de él con el pelo alborotado. Y entonces fui a ver a Charlie buscando consuelo. Ahora su disco sonaba y sonaba en el piso de arriba y Charlie era famoso y admirado y yo era actor en un espectáculo de Londres, y me codeaba con gente elegantísima y frecuentaba casas magníficas como aquélla, y ellos me aceptaban, nunca invitaban a nadie más y estaban impacientes por hacer el amor conmigo. Pero también estaba mi madre temblando de pena con el corazón destrozado por el engaño y el final de nuestra vida familiar y todo lo que empezaba de nuevo esa noche. Y Gene estaba muerto. Se sabía poemas de memoria y estaba resentido y no encontraba empleo… Me habría gustado haberle conocido y verle la cara. ¿Cómo iba yo a poder suplantarle ante los ojos de Eleanor?

Cuando me incorporé tuve que hacer un verdadero esfuerzo para recordar dónde estaba. Me sentía como si alguien acabara de apagar las luces dentro de mi cabeza. Con todo, me pareció distinguir a una pareja al otro extremo del salón, bañada únicamente por la luz procedente del vestíbulo. Junto a la puerta reconocí a la chica irlandesa, que estaba ahí como si la hubieran invitado a observar a aquella pareja de desconocidos que se besaba y acariciaba. El hombre estaba empujando a la mujer hacia el sofá. Por alguna razón, ella se había quitado el traje negro y la camisa roja, y era una verdadera pena porque estaba preciosa vestida así.

Marlene y yo caímos rodando al suelo. Ya se la había metido, así que había tenido ocasión de notar sensaciones de lo más curiosas, como por ejemplo, aquellos músculos fuertísimos que tenía en la vagina y que utilizaba para estrujarme la polla con tanta profesionalidad como mis meñiques. Cuando quería impedir que me moviera dentro de ella no tenía más que recurrir a esos músculos y ya me tenía cautivo de por vida.

Cuando volví a alzar la mirada, la pareja ya se había separado y el cuerpo de Pyke avanzaba hacia mí con su erección, como un camión que avanza con la grúa preparada.

– Parece divertido -dijo.

– Sí, es…

Pero antes de que tuviera tiempo de terminar la frase, el director teatral más interesante y radical de Inglaterra me estaba metiendo la polla entre los labios. Aunque me daba perfecta cuenta del privilegio que suponía, no me gustó: me pareció una imposición. Podía habérmelo pedido como es debido. Por eso le di un buen apretón a la verga al estilo del sur de Londres -ni malicioso, ni demasiado fuerte como para arriesgarme a que me recortaran el papel en el espectáculo-, pero lo suficiente para hacerle dar un respingo. Cuando alcé los ojos para comprobar su reacción le vi murmurar con aprobación. Afortunadamente, Pyke acabó por alejarse de mi cara. Al parecer, algo importante estaba ocurriendo y atrajo su atención hacia otro lugar.

Eleanor se acercó a Pyke y se abalanzó sobre él con pasión frenética, como si en aquel momento Pyke fuera para ella lo más preciado, como si acabara de enterarse de que tenía un mensaje importantísimo que darle. Tomó la cabeza de Pyke entre sus manos como si fuera un jarrón delicadísimo y le besó atrayendo aquellos labios un tanto fruncidos hacia sí, del mismo modo en que aquella mañana, mientras comíamos pomelo en el salón de su piso, había atraído mi rostro hacia el suyo con aquel gesto instintivo. Pyke tenía la mano entre sus piernas y los dedos dentro de ella hasta los nudillos y, mientras los iba moviendo, ella le hablaba con una voz embriagadora. Agucé el oído para no perderme ni una palabra y, para mi tristeza, oí cómo Eleanor le susurraba lo mucho que deseaba hacer el amor con él, lo mucho que lo había deseado siempre, desde la primera vez que el había despertado su admiración y luego ella le había reconocido en el vestíbulo del teatro – ¿Era el ICA? ¿O sería el Royal Court? ¿O quizá fuera el Open Space o el Almost Free o el Bush?-. En cualquier caso ya pesar de lo mucho que siempre lo había deseado, su renombre, talento y status la intimidaban demasiado como para acercársele. Por fin, sin embargo, había conseguido llegar a conocerle tal y como siempre había querido.

Aquello tenía a Marlene embelesada y no dejaba de dar vueltas a su alrededor para poder verlo mejor.

– Oh, sí, sí -decía-. ¡Es tan bonito, tan bonito! ¡Apenas puedo creerlo!

– ¡Cállate! -soltó de pronto Pyke, con brusquedad.

– ¡Pero es que es increíble! -insistió Marlene-. ¿No crees, Karim?

– Es increíble, sí -dije.

Aquello distrajo a Eleanor, porque me miró con ojos soñadores y luego se volvió hacia Pyke, le retiró los dedos de la vagina y me los metió en la boca.

– No vas a permitir que sólo yo lo pase bien. Por favor, ¿por qué no os tocáis? -le propuso a Pyke con tono suplicante.

Marlene asintió con entusiasmo ante una sugerencia tan constructiva.

– ¿Vale? -insistió Eleanor.

Sin embargo, hablar con los dedos de Pyke en la boca me resultaba un tanto difícil.

– Vale, vale -dijo Marlene.

– Tranquilízate -le recomendó Pyke.

– Estoy muy tranquila -repuso Marlene, que además estaba borracha.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Pyke dirigiéndose a Eleanor-. ¡Ya está otra vez cachonda Marlene!

Marlene se dejó caer en el sofá, desnuda, con las piernas abiertas.

– ¡Podemos hacer tantas cosas, esta noche…! -exclamó-. Tenemos horas y horas de placeres sin límites por delante. Podemos hacer lo que nos apetezca. En realidad, acabamos de empezar. Pero permitidme que os refresque las copas antes de ponernos manos a la obra. Karim, quisiera que me metieras unos cubitos de hielo en la vagina, ¿te importaría ir a la nevera a buscarlos?

14

Estaba en mi estado habitual: sin un céntimo. Y la situación llegó a ser tan desesperada que tuve que ponerme a trabajar. Nos encontrábamos en pleno período de descanso, que iba a prolongarse unas semanas y a permitir que Louise tratara de construir una obra coherente a partir de las improvisaciones y personajes que habíamos ido creando. El proceso de elaboración de cualquiera de los espectáculos de Pyke suponía meses y meses de trabajo. Habíamos empezado a principios de verano y ya estábamos en otoño. Aunque, de todos modos, Pyke se había marchado a Boston a dar clases.

– Trabajaremos en ello tanto como sea necesario -dijo-. Lo que cuenta es el proceso y no el resultado.

Durante este paréntesis de espera, en lugar de irme de vacaciones como Carol, Tracey o Richard, empecé a colaborar en la transformación del piso con mi trabajo de encargado de la carretilla, como solía llamarlo Eva. Un tanto a regañadientes, empecé a tener que cargar los escombros yo mismo. Era un trabajo muy duro y asqueroso, de modo que me quedé estupefacto la noche en que, de pronto, Eleanor me dijo que le gustaría que hiciéramos mi trabajo a medias.

– Por favor -me pidió-. Tengo que salir de esta casa. Si estoy aquí empiezo a pensar.

Como no quería que Eleanor pensara y me apetecía tenerla lo más cerca posible desde aquel episodio con Pyke (que nunca comentamos), fui a pedirle a Eva que contratara también a Eleanor.

– Pero tendrá que cobrar lo mismo que yo, eso por descontado. Al fin y al cabo, somos una cooperativa -le dije.

A esas alturas, Eva se había vuelto ya más perspicaz en todos los sentidos. Empezaba a estar tan organizada como un director administrativo y hasta caminaba más deprisa, se arreglaba más y se mostraba más tajante. Había listas para todo. Las veleidades místicas habían dejado de entorpecer el método a seguir a la hora de vaciar un piso, por ejemplo. Tener instinto estético no era lo mismo que no tener en cuenta el aspecto práctico. Eva hablaba siempre con franqueza y sin rodeos, cosa que asustaba a más de uno, especialmente a los fontaneros, para los que aquello era totalmente nuevo. Nunca habían tenido que vérselas con nadie que les soltara cosas como: ¿Podría hacer el favor de explicarme por qué ha convertido en un estropicio un trabajo tan sencillo como éste? ¿Quiere ser un chapucero toda su vida? ¿Su trabajo siempre es tan deficiente?» Por el mero hecho de ser la madre de Charlie se había ganado cierto prestigio. Habían aparecido ya dos entrevistas suyas en suplementos dominicales de la prensa.

Ahora se mostraba desdeñosa conmigo.

– No puedo permitirme el lujo de contratar a Eleanor. Además, tú me dijiste que está loca -se justificó.

– Y tú también lo estás.

– Los actores son siempre una compañía muy amena, Karim, siempre están hablando con voces graciosas o haciendo imitaciones divertidas. Pero no tienen personalidad.

– Pues yo soy actor, Eva.

– Ay, sí, es verdad, eres actor. Pero yo no te considero como tal.

– ¿Qué has dicho?

– No pongas esa cara tan seria, cielito. Lo único que quiero decirte es que no tienes por qué abalanzarte sobre la primera mujer que se te abre de piernas.

– ¡Eva!

Desde El libro de la selva de los negritos había aprendido a defenderme, aunque enfrentarme a Eva me costaba un tremendo esfuerzo. Y, a pesar de que no quería poner a mi nueva mamá entre la espada y la pared, acabé por decirle:

– Eva, no pienso trabajar para ti si no contratas también a Eleanor.

– Está bien, si insistes, trato hecho. Vais a cobrar lo mismo, salvo que ahora el sueldo va a reducirse en un veinticinco por ciento.

Así que Eleanor y yo hacíamos todo el asqueroso trabajo en aquel gran salón lleno de polvo de cal y yeso, dejábamos la casa hecha papilla y amontonábamos el pasado hasta formar montañas como volcanes en los contenedores de fuera. Eva también andaba muy atareada. Le habían encargado la reforma del piso de un productor de televisión que estaba en Estados Unidos. Para Ted y Eva era el primer gran encargo fuera de casa, así que Eleanor y yo nos quedábamos en nuestra casa trabajando, mientras Eva y Ted estaban en el piso de Maida Vale estudiando los planos. Eva y papá se quedaban a dormir allí y hasta yo lo hacía algunas veces.

Mientras trabajábamos, Eleanor y yo escuchábamos canciones de los nuevos grupos -The Clash, Generation X, The Condemned, The Adverts, The Pretenders y The Only Ones-, bebíamos vino y comíamos salchichas con cebolla condimentadas con mostaza. Al finalizar la jornada de trabajo, cogíamos el 28 hasta Notting Hill y nos sentábamos siempre en las primeras filas del piso de arriba mientras el autobús se abría camino entre el tráfico de Kensington High Street. Yo me dedicaba a mirar las piernas de las secretarias del piso de abajo, mientras Eleanor repasaba el Evening News y seleccionaba la obra que íbamos a ver esa noche. Al llegar a su casa nos duchábamos, nos poníamos agua azucarada en el pelo para tener el aspecto de puercoespines y nos vestíamos con ropa de color negro. A veces hasta me hacía la raya en los ojos o llevaba esmalte de uñas. Cuando estábamos listos nos íbamos al Bush, una habitación minúscula encima de un pub de Sheperd's Bush, un teatro tan diminuto que la gente que estaba en primera fila no tenía otro remedio que poner los pies encima del escenario. En el famoso Royal Gourt Theatre de Sloane Square las butacas eran más cómodas y elegantes y las obras que tenían en cartel ponían la carne de gallina: Caryl Churchill y Sam Shepard. A veces nos dejábamos caer por el Royal Shakespeare Company's Warehouse, en aquel Covent Garden oscuro y ruinoso, y nos sentábamos entre estudiantes, norteamericanos e intelectuales que venían del norte de Londres, Y mientras uno se castigaba las nalgas con el suplicio de las sillas metálicas o de plástico, no apartaba los ojos de unas tablas de madera grisáceas y de un escenario reducido a su mínima expresión: quizá cuatro sillas y una mesa de cocina entre un panorama de escombros y de cascos rotos de botellas, un mundo en ebullición con humo de hielo seco flotando por encima de las cabezas de un público medio asfixiado. En otras palabras: Londres. Los actores iban vestidos como nosotros, sólo que con ropa más cara. Las funciones duraban tres horas, eran sumamente caóticas y abundaban en imágenes anárquicas y provocadoras. Todos los dramaturgos parecían dar por sentado que Inglaterra, con esa clase trabajadora que no era más que escoria, fracasados de nariz amoratada y animales alimentados con máquinas tragaperras, pqrnografía y platos preparados, se estaba desmoronando e iba a desembocar en una lucha de clases definitiva. Eso no eran más que fantasías de ciencia ficción de chicos educados en Oxford que nunca se asomaban a la calle, pero a los burgueses les encantaba.

Eleanor siempre salía de estos espectáculos exaltada y parlanchina. Era la clase de teatro que le gustaba: ahí era donde quería trabajar. Por lo general, solía encontrarse a algún amigo entre el público, o reconocía a alguien en el escenario, y yo siempre le preguntaba con cuántos se había acostado. Cualquiera que fuese el número o la obra, el mero hecho de estar sentado junto a ella en aquella cálida oscuridad me provocaba invariablemente una erección, y en el entreacto solía quitarse las medias para que pudiera tocarla como ella quería.

Esos fueron los mejores días: cuando me despertaba y encontraba a Eleanor a mi lado cálida como un pastel y, a veces, con un charquito de sudor en el pecho que parecía haberse ido formando mientras dormía. Recuerdo a mi padre en una de las fiestas de tía Jean decir al alcalde medio borracho -mientras mamá se zampaba casi un pastel entero del tamaño de un sombrero de puro nerviosa-: «A nosotros los pequeños indios nos encantan las mujeres blancas rellenitas y de muslos prietos.» Quizá pretendía convertir en realidad los sueños de papá cuando me abrazaba a las carnes de Eleanor, o cuando las palmas de mis manos recorrían todo su cuerpo como una caricia, o cuando la despertaba a besos y le lamía el coño apenas abría los ojos. Medio adormilados todavía, solíamos hacer el amor, pero a veces me venían a la cabeza imágenes inquietantes. Ahí estábamos los dos, una pareja tierna y apasionada, pero a la hora de alcanzar el orgasmo acababa siempre preguntándome qué clase de monstruos serían los hombres que en momentos de unión semejante tenían que pensar en violaciones, matanzas, torturas y destripamientos. Me asaltaban fantasmas y no podía quitarme de la cabeza el presentimiento de que iban a ocurrir cosas espantosas.

Cuando Eleanor y yo terminamos de vaciar el apartamento -y antes de que Ted y Eva empezaran las obras- pasé algunos ratos con Jeeta y Jamila. Lo único que pretendía era trabajar en la tienda por las tardes para ganar un poco de dinero, pero no me apetecía en absoluto verme mezclado en una trifulca seria. Sin embargo, las cosas habían cambiado muchísimo.

Tío Anwar ya no pegaba ojo. Por las noches, solía quedarse sentado en el borde de su silla y, mientras fumaba y tomaba bebidas muy poco islámicas, se abandonaba a cavilaciones funestas y soñaba en otros países, casas perdidas, madres y playas. Ya no trabajaba en la tienda ni le apetecía emplearse en algo tan gratificante como pillar a ladronzuelos de tienda. A menudo, cuando pasaba por la tienda para ver a su madre antes de irse a trabajar por las mañanas, Jamila se encontraba a su padre borracho, tendido en el suelo, sumido en una tristeza inconmensurable. La huelga de hambre no le había ayudado precisamente a congraciarse con su familia, y ya nadie se ocupaba de él, ni le preguntaba por el estado de su aquejado corazón. «Enterradme en la fosa común. Estoy acabado, Karim», me decía. «Salta a la vista, tío», respondía yo. Y a medida que Anwar iba de capa caída, la princesa Jeeta se iba volviendo más fuerte y voluntariosa y hasta la nariz parecía habérsele transformado en un garfio de hierro con el que izar cajas y cajas de carne enlatada. Lo dejaba tirado en el suelo, borracho, e incluso se restregaba los pies en él al pasar para ir a subir la reja metálica que daba acceso a su reino de verduras.

Así que era Jamila la que tenía que recogerle y volverle a colocar en su silla, pero nunca se dirigían la palabra, y se miraban con un amor entre furioso y perplejo.

Empecé a darme cuenta de que la desdicha de Anwar no era únicamente fruto de sus actos. En realidad, había una ofensiva en toda regla organizada contra él. Desde que intentara morir de inanición por primera vez, la princesa Jeeta estaba intentando matar a su marido de inanición a su manera, de un modo sutil paso a paso. Las privaciones que le inflingía eran muy concretas pero prácticamente intangibles. Le dirigía la palabra, por ejemplo, pero sólo muy de tarde en tarde, y procuraba no reírse. Anwar empezó a padecer así una desnutrición fruto de esa seriedad sin matices. Si nunca se bromea con alguien, ese alguien acaba por contraer una carencia endémica de entusiasmo. Jeeta seguía cocinando para él, como de costumbre, pero sólo platos muy sencillos, siempre los mismos, que solía servirle mucho más tarde de la hora habitual, cuando ya estaba durmiendo o a punto de rezar. Y la comida estaba especialmente pensada para originar un buen estreñimiento. Los días iban pasando sin esperanza de mejoría.

«Estoy relleno de mierda -me dijo Anwar-. Me siento como si estuviera hecho de hormigón. La mierda me tapona las orejas, chaval. No me deja respirar por la nariz y hasta me rezuma por los poros de la piel.»

Cuando comentó a Jeeta el problema del estreñimiento, ella no le dijo nada, pero el menú cambió ese mismo día. El estómago se le alivió por fin, ¡pero de qué modo! Durante semanas y semanas, la mierda de Anwar no rozó siquiera las paredes de la taza del inodoro: habría pasado por el ojo de una aguja. La princesa Jeeta seguía pidiendo consejo al experto Anwar, pero sólo cuando se trataba de nimiedades, como por ejemplo si creía conveniente o no abastecerse de crema de leche agria. (A lo que Anwar repuso que no, puesto que, al fin y al cabo, la crema que ellos vendían solía agriarse.) Un buen día, tres hombres que Jeeta había contratado se presentaron en la tienda y arrancaron de cuajo todo el bloque central de estanterías, con lo cual los Almacenes Paraíso ganaron muchísimo espacio. A continuación, esos mismos hombres instalaron tres congeladores bajos y estrechos, capaces de almacenar grandes cantidades de alimentos congelados y refrigerados -crema de leche agria incluida-, pero Jeeta no quiso poner a Anwar al corriente de aquella innovación hasta que fue un hecho consumado. Al bajar a la tienda y ver semejante transformación, debió de pensar que iba a volverse loco de remate.

Una vez a la semana, por lo menos, la princesa Jeeta soltaba algún que otro comentario desdeñoso a propósito de Changez. Y al levantar una caja, decía: «Un buen yerno no dejaría este trabajo a una pobre vieja.» Otras veces procuraba que Anwar se fijara en toda clase de niños y bebés y ella los besaba y regalaba comida a sus madres, pues ya no iba a tener nietecitos después de la astucia que el lince del hermano de Anwar en Bombay había demostrado a la hora de elegirle yerno. Para empeorar todavía más las cosas, de vez en cuando Jeeta se pasaba la mañana entera siendo amable, cariñosa y atenta con Anwar, pero, tan pronto como un esbozo de sonrisa se asomaba a los labios del marido, volvía a ignorarle durante una semana entera, hasta que Anwar perdía toda noción de dónde estaba y de lo que le ocurría.

Un buen día, de regreso de la mezquita, sumido en su mar de dolor de costumbre, a Anwar le pareció ver a alguien que a duras penas reconoció, pues era mucho el tiempo que había pasado desde la última vez que le había visto (y mucho lo que había engordado el individuo en cuestión), aunque mentalmente, mataba su imagen a pedradas todos los días y se refería a él delante de mí como al «gilipollas del calvo ése, inútil y tullido». Era Changez en persona, que había salido de compras con Shinko, uno de sus pasatiempos favoritos. Habían ido ya al mercadillo de libros y al sex-shop más grande de Catford, La Antesala del Amor, y Changez llevaba un paquetito marrón bajo el brazo bueno que contenía los artículos de más reciente adquisición en materia de lujuria: unas braguitas rojas con una raja por detrás, medias y liguero, revistas con títulos como Openings for Gentlemen o Citizen Cane y, la compra regia, un enorme pene rosado y nudoso que, a modo de recompensa, tenía la intención de incrustar en la puerta de jade de Shinko mientras ella gritaba: «¡Jódemejódemejódeme-grandullóngrandullóngrandullón!»

Aquel día inolvidable, Shinko iba cargada con una piña y un pomelo, que se habría comido con gusto a la hora del té de no haberse alejado rodando por la calle al poco rato para caer y pudrirse en las alcantarillas. Mientras caminaban tranquilamente bajo la llovizna inglesa, Changez y Shinko, locuaces y pausados, hablaban de sus patrias respectivas, India y Japón, que añoraban desesperadamente, pero nunca lo suficiente para coger un avión y quedarse allí. Y Changez, ¡si lo conocía yo!, debía de irse metiendo con todos los indios o paquistaníes con que se cruzaba. «Menuda escoria», diría en voz alta, deteniéndose para señalar a uno de sus compatriotas… Un camarero, quizá, que llegaba tarde al trabajo o un viejecito que se dirigía paso a paso al centro especializado en el cuidado de ancianos o, mejor todavía, un grupo de sikhs que iban a ver a su contable. «Tienen alma, eso es verdad, pero la razón por la cual existe este racismo tan malsano es porque son sucios, vulgares y maleducados. Y luego llevan ropa que para los ingleses resulta extrañísima, turbantes y demás. ¡Si de verdad quieren que les acepten tendrían que adoptar las costumbres de los ingleses y olvidarse de sus cochambrosos pueblecitos! Tienen que decidir si quieren quedarse aquí o allí. ¡Mira si no dónde estoy yo! ¿Y puede saberse por qué no mira a los ingleses a los ojos el sodomita ése? ¡No me sorprende que luego los ingleses arremetan a golpetazo limpio con él!»

De pronto se oyó un alarido que retumbó por todo Lewisham, Catford y Bromley. Changez, en plena diatriba y con los Hush Puppies desabrochados, se volvió con tanta agilidad como pudo -es decir, con ninguna- en una maniobra parecida a la de un camión en un callejón sin salida. Con todo, cuando hubo completado el giro de ciento ochenta grados, vio que su suegro, el hombre que lo había traído a Inglaterra, a Shinko, a Karim, a su cama plegable y a Harold Robbins, se acercaba a él arrastrando los pies y enarbolando su bastón mientras las imprecaciones salían atropelladas de su boca como una jauría de perros enloquecidos. Changez advirtió enseguida que aquellos perros de colmillos afilados no eran meras advertencias o amenazas vanas. No; el suegro que se había llevado una desilusión tenía en mente partir la cabeza a su yerno sin dilaciones… y, lo más probable, de un solo golpe definitivo. Shinko se quedó pasmada al ver que Changez no perdía los estribos. (Y en ese preciso instante nació su amor por él.)

Cuando Anwar descargó el bastón contra él con un chasquido, Changez tuvo el tiempo justo para hacerse a un lado, rasgar el envoltorio del nudoso consolador y, con un grito de guerrero musulmán -al menos, Shinko me aseguró que era un grito musulmán, aunque ¿cómo iba a saberlo?-, le propinó con él un buen mamporro en la cabeza. El tío Anwar, que había abandonado la India para alojarse en Old Kent Road con un dentista, para discutir y apostar, para amasar una fortuna y poder construir una casa como la de Juhu Beach del abuelo al regresar a su patria, en todos esos años no podía haberse imaginado que algún día un consolador iba a dejarle inconsciente. Ningún adivino se lo había predicho y, aunque Kipling había escrito ya «a cada cual sus temores», ése no era uno de ellos.

Anwar se desplomó en la acera gimoteando.

Shinko se fue corriendo a una cabina telefónica, en la que precisamente acababan de mear tres chicos, y pidió una ambulancia. Más tarde, ese mismo día, la policía interrogó a Changez, que tuvo que aguantar que le llamaran inmigrante, paqui, escoria, moraco, hijo de puta y asesino, con el consolador incriminatorio colocado encima de la mesa delante de sus narices a modo de aide mémoire. En un primer momento, la reacción instintiva de Changez fue insistir en su inocencia y decir que la policía le había endilgado aquel consolador porque sabía que era una jugarreta que se daba con frecuencia. Sin embargo, no era tan imprudente como para atreverse a insinuar delante de un jurado de ingleses blancos que el agente McCrum había deslizado aquel juguetito erótico enorme y rosado en el bolsillo del acusado. Changez fue acusado de agresión.

Mientras tanto Anwar, con una cabeza vendada que le daba aspecto de un Trotski agonizante, se pasó una semana entera en cuidados intensivos. Había sufrido un infarto. Jamila, yo y, algunas veces, la princesa Jeeta, nos sentábamos junto a su cama. Sin embargo, Jeeta sabía cómo ser cruel: «¿Para qué quieres ver a ese negro?», me dijo una noche que íbamos en autobús camino del hospital.

No sé por qué, pero papá se negaba en redondo a ir a visitar a Anwar. Quizá yo viera su pasado con más sentimentalismo que él, pero me hacía ilusión volverlos a ver juntos.

– Por favor, ve al hospital -le pedí.

– No quiero tener una depresión -repuso, susceptible,

Papá se había peleado con Anwar y ya no se dirigían la palabra. Todo había sido porque Anwar consideraba que papá no tenía que haber dejado a mamá. Había sido un acto deleznable. Según Anwar, uno podía tener una amante y tratar a las dos mujeres igual de bien; pero dejar a la esposa de uno, eso nunca. Anwar repetía una y otra vez que Eva era una inmoral y que papá se había dejado seducir por Occidente y se había convertido en un ser tan decadente y falto de principios como el resto de esa sociedad. ¡Si hasta le gustaba la música pop! ¿O no? «Dentro de poco, hasta comerá pastel de cerdo», predijo Anwar. Como es natural, aquellos comentarios sacaban de quicio a papá porque, aunque aceptaba a pie juntillas toda esa teoría de la decadencia y la corrupción -de hecho, utilizaba la palabra «inmoral» cada dos por tres-, no la soportaba referida a sí mismo.

La única persona capaz de conseguir que papá fuera a ver a Anwar era Eva, pero apenas estaba en casa. En realidad, trabajaba sin descanso. Formaban una pareja estupenda, papá y Eva, parecían estar hechos el uno para el otro, porque precisamente papá, con su desconocimiento del mundo y su arrogancia, su manera de afrontarlo todo con su típico «Uno es capaz de lo que se proponga», libre de los obstáculos que siembra el saber y la duda, proporcionaban a Eva el apoyo y la confianza que siempre había necesitado. Pero, claro, a medida que iba prosperando se iba alejando de él. Así que Eva estaba siempre fuera y sabía que papá pensaba en mamá más que nunca y, seguramente, la idealizaba. En realidad, no había vuelto a verla, pero ya se hablaban por teléfono, mientras que antes siempre me había tenido que encargar yo de sus asuntos.

Anwar murió, murió farfullando frases inconexas sobre Bombay, la playa, los chicos de la escuela de la catedral y llamando a su madre. Jamila insistió mucho en que lo enterrasen en un lugar que le encantaba: un pedazo de tierra con hierba mullida al que le gustaba ir a leer y al que solían acudir los homosexuales a tomar el sol y a buscar ligue. Los amigos se encargaron de lavar el cuerpo de Anwar en la mezquita y cinco indios engalanados con unos atuendos abigarrados y llamativos cargaron con el ataúd y lo dejaron junto a la fosa. Uno de ellos era un hombrecito sencillo de labio leporino, otro tenía una barbita cana. Levantaron la tapa del ataúd y yo fui a ponerme en la cola que se estaba formando, pues siempre me hallaba dispuesto a no perderme nada; pero papá me agarró del brazo como si fuera un chiquillo y no me dejó ir, a pesar de que yo trataba de desasirme.

– La imagen se te quedaría grabada de por vida -me previno- y es mejor que recuerdes a tío Anwar de otra manera.

– ¿De qué otra manera?

– En la tienda, por ejemplo.

– ¿En serio?

– Sí, colocando cosas en los estantes.

Hubo una pequeña discusión cuando uno de los indios consultó una brújula de bolsillo y anunció que no se había cavado la fosa en la dirección adecuada, hacia La Meca. Los cinco indios modificaron ligeramente la posición del ataúd y murmuraron unos versos del Corán. Todo eso me trajo a la memoria el día en que me habían echado de clase en la escuela por preguntar qué llevaba la gente en el cielo. Me consideraba uno de los primeros individuos de la historia en darse cuenta de que todas las religiones eran infantiles e incomprensibles.

Ahora, al mirar a todos aquellos seres desconocidos -los indios-, me daba cuenta de que en cierto modo eran mi gente, aunque me hubiera pasado la vida tratando de negarlo o ignorarlo. Me sentía avergonzado y vacío al mismo tiempo, como si me faltara la mitad del cuerpo, como si hubiera estado conspirando con mis enemigos, esos blancos que querían que los indios fueran como ellos. En parte, la culpa era de papá. Al fin y al cabo, durante la mayor parte de su vida no había mostrado el menor interés por regresar a la India; igual que Anwar. En eso era muy sincero: prefería Inglaterra en todos los sentidos. En Inglaterra todo funcionaba, no hacía un calor insoportable y no se veían escenas espantosas por la calle frente a las que uno se sentía impotente. El no se sentía orgulloso de su pasado, pero tampoco se avergonzaba de él: era meramente algo que existía y de nada servía idealizarlo como hacían algunos liberales y radicales asiáticos. De modo que si lo que quería era enriquecer mi personalidad con esa prima especial de un pasado indio, tendría que creármelo yo solito.

Cuando ya estaban bajando el ataúd a la fosa y no parecía existir cosa más cruel que la vida misma, Jamila se tambaleó -como si una pierna le hubiese fallado-, se desvaneció y casi fue a estrellarse contra el féretro que ya desaparecía de nuestra vista. Changez, que no había quitado los ojos de encima a su esposa en todo el día, acudió inmediatamente a su lado y, con los pies hundidos en el barro hasta los tobillos, pudo estrecharla por fin entre sus brazos, cuerpo contra cuerpo, con expresión extasiada y, un poco más abajo -me pareció advertir-, una erección. «Bastante fuera de lugar en un entierro -pensé-, especialmente cuando se es el asesino del difunto.»

Esa misma noche, cuando Jamila hubo acostado a su madre -pues Jeeta quería ponerse manos a la obra inmediatamente y reestructurar los Almacenes Paraíso-, bajé a la tienda a saquear unas botellas de Newcastle Brown, a las que tanto nos habíamos aficionado los tres últimamente, y las subí al piso. Como era de esperar, las pertenencias de Anwar seguían allí, como si acabara de marcharse pero pudiera estar de vuelta en cualquier momento, y hay que decir que eran unas pertenencias patéticas: zapatillas, cigarrillos, chalecos llenos de manchas y varios cuadros que representaban puestas de sol y que Anwar me había dejado porque las consideraba obras maestras.

A pesar de que los tres estábamos cansados, todavía no teníamos ganas de irnos a dormir. Además, Jamila y yo teníamos que seguir consolando al llorón de Changez, a quien entre nosotros llamábamos el Asesino del Consolador. A primera vista, el Asesino del Consolador era el que más afectado estaba -por ser el menos inglés de los tres, supongo-, y eso que el difunto, Anwar, le odiaba a morir y hasta había muerto por intentar dejarle la cabeza hecha papilla. Sin embargo, al observar con mayor detenimiento las facciones arrugadas y temblorosas de Changez, comprendí enseguida que lo que de verdad le preocupaba era Jamila. Haberse librado del viejo le alegraba, pero le aterraba que Jamila le culpara por haber golpeado a su padre en la cabeza y que por ello le quisiera todavía menos de lo poco que le quería.

Jamila estaba más callada que de costumbre, cosa que me ponía nerviosísimo porque me obligaba a llevar todo el peso de la conversación; pero se contenía sin perder la dignidad, con ese aspecto vulnerable pero sin echarse a llorar a lágrima viva. Su padre había muerto en un mal momento, cuando todavía quedaban pendientes un montón de cosas que aclarar y arreglar. Ni siquiera habían empezado a convivir como un par de adultos. Ahí estaba ese cachito de felicidad, esa chiquilla a la que había paseado a hombros por la tienda hasta que, un buen día, había desaparecido y una desconocida había venido a suplantarla, una mujer rebelde a la que no sabía cómo tratar. Se sintió tan confundido, tan débil, la quería tanto, que decidió mantenerse firme y poco a poco la fue perdiendo. Se pasó los últimos años de su vida preguntándose dónde se habría metido, hasta que cayó en la cuenta de que jamás regresaría y que el marido que había elegido para ella era un idiota.

Con sus tejanos de siempre y su jersey del revés, tumbada en el sofá de áspera tapicería naranja, Jamila se llevó la botella de Brown a los labios. Changez y yo nos estábamos bebiendo otra botella a medias. ¡Menudo musulmán estaba hecho, bebiendo en el día de un funeral! Y, sin embargo, Jamila y Changez eran los únicos que me hacían sentir parte de una familia. Los tres estábamos unidos por unos lazos más fuertes que los de la afinidad de carácter, más fuertes que las simpatías o antipatías de cada cual.

Jamila habló muy despacio, midiendo las palabras con cuidado. Me pregunté si no se habría tomado un par de Valiums.

– Todo esto me ha hecho pensar mucho en lo que quiero hacer con mi vida. Hace ya una temporada que no estoy satisfecha con cómo andan las cosas. Me he estado comportando con una pasividad que no va conmigo. Me marcho de este piso. Lo pienso devolver a su propietario, a no ser que tú -dijo, volviéndose hacia el Asesino del Consolador- estés dispuesto a pagar el alquiler. Quiero irme a vivir a otro sitio.

El Asesino estaba aterrado. Iban a abandonarle. Miró frenéticamente a sus dos amigos. Su expresión era de pasmo absoluto. De modo que así era como funcionaban las cosas: un pequeño diálogo, y todo cambiaba por completo. Un buen día uno vive en el lujo en su cama plegable y al siguiente la mierda le llega al cuello. Hablaba con mucha franqueza, Jamila, y la franqueza no era precisamente lo que mejor iba conmigo. Changez tampoco se había acostumbrado a ella por completo.

– ¿Y adónde? -consiguió articular por fin.

– Quiero intentar vivir de otra manera. Me he sentido tan aislada de todo…

– Pero si yo estoy en casa todo el día.

– Changez, lo que quiero es irme a vivir a una comuna con un grupo de gente… con unos amigos que se han comprado un gran caserón en Peckham.

Al darle la noticia, apoyó la mano sobre la suya: era la primera vez que la veía tocar a su marido por voluntad propia.

– Jammie, ¿y qué me dices de Changez? -le pregunté.

– ¿Qué te gustaría hacer? -le preguntó Jamila.

– Ir contigo. Podríamos ir juntos, ¿de acuerdo? Marido y mujer, siempre juntos a pesar de los roces que puedan existir entre nosotros, ¿eh?

– No -repuso Jamila, meneando la cabeza con firmeza y un tanto triste también-. No tiene por qué ser así.

Decidí inmiscuirme.

– Changez no va a saber cómo arreglárselas solo, Jammie. Y, además, dentro de poco me voy a ir de gira. ¿Qué va a ser de él?

Nos miró a los dos con expresión resuelta pero se dirigió a Changez.

– Eso eres tú quien lo tiene que decidir. ¿Por qué no regresas a Bombay, con tu familia? Me dijiste que tienen una casa con muchísimo espacio, criados y chóferes.

– Pero tú eres mi esposa.

– Sólo desde el punto de vista legal -le recordó, sin enfadarse.

– Pues serás siempre mi esposa. Las leyes no me importan, eso por descontado, pero, en el fondo de mi corazón, tú siempre serás mi Jamila.

– Sí, todo eso está muy bien, Changez, pero ya sabes tú que nunca ha sido así.

– ¡No quiero volver! -se cuadró, con determinación-. Nunca. No puedes obligarme.

– Pero es que no quiero obligarte a nada. Tienes que hacer lo que más te convenga.

Changez era menos tonto de lo que se había imaginado. Llevaba mucho tiempo observando a su Jamila. Sabía lo que tenía que decir.

– Todo esto es demasiado occidental para mí -dijo.

Por un momento pensé que hasta iba a usar la palabra «centroeuropeo», pero al parecer decidió reservarla para otra ocasión.

– Aquí, en medio de este capitalismo de los sentimientos, nadie se preocupa ya de nadie, ¿no es eso?

– Sí, eso es -reconoció Jamila.

– Te abandonan a tu suerte para que te pudras a solas. Nadie se molesta en tratar de subirle la moral a alguien que está mal. El sistema industrial de este país es demasiado duro para mí, por eso me siento mal -dijo, con tono vehemente-, Pero intentaré arreglármelas solo.

– Pues dime qué quieres hacer, entonces -le pidió Jamila.

Changez vaciló. La miró con ojos implorantes.

Y fue entonces cuando Jamila, rápida, fatalmente, quizá sin meditarlo a fondo, dijo:

– ¿Te gustaría venir conmigo?

Changez asintió, incapaz de dar crédito a sus peludos oídos.

– ¿Estás segura de que se puede?

– No lo sé -repuso.

– ¡Claro que se puede! -concluyó Changez.

– Changez…

– Eso está bien -dije-. Perfecto.

– Pero es que todavía no lo he pensado bien.

– Ya hablaremos de eso en su momento -repuso Changez.

– Pero es que no estoy segura, Changez.

– Jamila…

– No seremos marido y mujer… sabes perfectamente que eso nunca va a ocurrir, ¿no es cierto? -dijo-. Además, en esa casa tendrás que colaborar en la vida de la comuna.

– Creo que el bueno de Changez va a ser estupendo para la comuna -repuse, al ver que el Asesino del Consolador estaba llorando otra vez a moco tendido, pero de puro contento-.Ayudará a lavar los platos. Es un verdadero fenómeno con la vajilla y la cubertería.

Ahora estaba pegada a él. No tenía escapatoria.

– Pero, Changez, en cierto modo tendrás que ganarte la vida. Por eso no lo veo tan claro. Hasta ahora, mi padre se había encargado de pagarnos el alquiler del piso, pero esos tiempos son agua pasada. De ahora en adelante, tendrás que mantenerte – y tras la pausa, añadió vacilante-: Puede que hasta tengas que trabajar.

Aquello ya era demasiado. Changez me miró con cara asustada.

– ¡Qué divertido! ¿Eh? -le dije.

Así que estuvimos allí sentados, hablando del asunto. Changez se marcharía con ella. Ya no podía echarse atrás.

Y mientras miraba a Jamila pensé en la mujer extraordinaria en que se había convertido. Aquél no era su día y, además, muchas veces me trataba con desdén, la muy arrogante, pero había que reconocer que tenía una gran fuerza de voluntad, un saber disfrutar del mundo y una energía inagotable para el amor. Su feminismo, ese sentido del yo y de lucha que generaba, los proyectos y planes que tenía, las relaciones que establecía -que quería así y no asá-, las cosas que había aprendido por sí sola y la sabiduría que eso le había dado parecían iluminarla aquella noche en que iba a dar un nuevo paso, como mujer india, para llevar una vida útil en la Inglaterra blanca.


Como disponía todavía de bastante tiempo libre hasta que se reanudaran los ensayos, pedí prestada la furgoneta a Ted y ayudé a Jamila y al Asesino del Consolador a instalarse en su nuevo hogar. Al llegar con la furgoneta llena hasta los topes de libros de bolsillo, las obras completas de Conan Doyle y artículos sexuales varios, me quedé pasmadísimo cuando vi un gran caserón de estilo señorial. Un tanto alejado de la carretera principal y parapetado detrás de un tupido seto. Había retazos de lona medio podridos, bañeras viejas, hojas sueltas de revistas y escombros empapados esparcidos por todo el jardín. Hasta aquella casa majestuosa se estaba resquebrajando como se cuartea una pintura ya antigua. El agua de una cañería reventada caía como una cascada por las paredes y tres cabezas rapadas del lugar, con el aspecto respetabilísimo de funcionarios de la administración -a pesar de que uno de ellos llevaba una telaraña tatuada en la cara-, estaban fuera y se burlaban de nosotros.

El interior se hallaba abarrotado de vegetarianos, los vegetarianos con mayor iniciativa y más trabajadores que he visto en mi vida, serios pero ocurrentes, licenciados en esto o en aquello, que hablaban de Cage y Schumacher mientras limpiaban la cisterna con sus monos azules y sus trajes de faena. Changez se quedó parado delante de una pancarta en la que se leía: «América, ¿dónde estás? ¿Acaso no te importan ni tus hijos ni tus hijas?» Changez parecía un Oliver Hardy en una habitación atestada de Paul Newmans y estaba tan asustado como un chiquillo en su primer día de escuela. Cuando alguien pasó por su lado con paso apresurado y soltó «La civilización va por el mal camino», Changez puso la cara del que habría preferido estar en cualquier sitio menos en Utopía. A pesar de que no vi cartas del tarot, sí oí decir a alguien que tenía la intención de «hacerle el amor al jardín». Dejé a Changez allí y me fui a casa sin perder un minuto para añadir nuevas pinceladas a su personaje.

Con pocas cosas disfrutaba más que creando el personaje Changez Tariq. Con una cerveza y un cuaderno encima del escritorio, y concentrándome por primera vez desde la infancia en algo que me interesaba de verdad, las ideas se agolpaban en mi cabeza, la una llevaba a la otra, como los pañuelos de un ilusionista. Descubrí conceptos, asociaciones de ideas y proyectos que ni siquiera sabía que tenía. A medida que iba completando mi trabajo con nuevos detalles y pinceladas me sentía más vivo y más cargado de energía. Trabajaba a un ritmo regular y escribía un diario. Entonces me di cuenta de que la creación era un proceso de crecimiento que no se podía acelerar y que requería mucha paciencia y, lo más importante, amor. Me sentía más estable y mi cabeza había dejado de ser una especie de pantalla de cine en la que se reflejaban vacilantes un sinfín de impresiones. El esfuerzo valía la pena, tenía un sentido y confería una armonía a todos los elementos que integraban mi vida. Y eso era precisamente lo que Pyke me había enseñado: lo que podía llegar a ser una vida creadora. De modo que, a pesar de lo me había hecho, mi admiración por él no había muerto. Nada le reprochaba; estaba dispuesto a pagar el precio de su romanticismo y gusto por la experimentación. Era consciente de que no podía hacer otra cosa que perseguir con empeño lo que quería y dejarse llevar por sus sentimientos dondequiera que le guiaran, aunque fuera hasta mi culo y el coño de mi novia.

Cuando volví a pasar por la comuna al cabo de unas semanas para recoger más ideas para Changez/Tariq y para ver cómo se había adaptado Changez, vi que habían desbrozado el jardín. Había montones de andamios listos para montar alrededor de la casa. Iban a arreglar el tejado. Tío Ted les daba consejos para remozar la casa y ya había pasado a ayudarles varias veces.

Me gustaba ver a todos esos vegetarianos y a sus camaradas trabajar codo con codo, aunque se pasaran el rato llamándose camaradas. Me gustaba quedarme hasta tarde y beber con ellos, y eso que lo único que les iba era el vino orgánico. Y, cuando por fin les convencía de que quitaran «Nashville Skyline», Simón -el abogado radical de pelo corto, encorbatado y sin barba que parecía dirigirlo todo- ponía a Charlie Mingus y la Mahavishnu Orchestra. Me aconsejó qué tipo de jazz podía gustarme porque, francamente, la música que oía últimamente me tenía muerto de aburrimiento.

Y, mientras estábamos allí sentados, hablaban de cómo se podía construir una sociedad más equitativa. Yo nunca decía palabra, por miedo a parecerles un estúpido; pero sabía que tenían razón. A diferencia de la pandilla de Terry, este grupo de gente no ambicionaba el poder. Según Simón, el verdadero problema radicaba no ya en cómo derrocar a la gente que actualmente estaba en el poder, sino en cómo destruir el principio de poder en sí.

Por la noche, al regresar a casa de Eva, o de Eleanor, siempre deseaba haberme podido quedar con Jamila y Ghangez. Estaba convencido de que las ideas más innovadoras pasaban por aquella casa. Sin embargo, había un espectáculo que ensayar y Louise Lawrence ya tenía lista una tercera parte del texto. Íbamos a estrenar al cabo de unas pocas semanas, había un montón de cosas que hacer y yo estaba asustadísimo.

15

Fue precisamente observando a Pyke mientras ensayaba con su chándal azul de siempre -de pantalones ajustados que le ceñían tanto el trasero como una funda de cojín y le resaltaba el pequeño pene mientras iba ajetreado de aquí para allá- cuando empecé a sospechar que me habían engañado muy seriamente. Esa polla, que me había metido por el culo hasta arriba, mientras Marlene nos animaba como si estuviera presenciando un combate de lucha libre y Eleanor se servía una copa, prácticamente me había partido en dos. Y ahora empezaba a darme cuenta de que aquel desgraciado me estaba jodiendo de otra manera. Tendría que cerciorarme.

Le miré con mayor detenimiento. Era un buen director, porque le gustaba la gente, aunque fuera problemática. (Consideraba a la gente problemática un rompecabezas que había que resolver.) Y los actores le querían también porque sabían que, siempre que les diera la oportunidad, conseguían dar por sí solos con la manera más apropiada de enfocar un personaje. Eso era todo un halago para ellos, y a los actores les encantan los halagos. Pyke nunca se enfadaba ni presionaba para que uno fuera en una dirección que no consideraba la correcta. Su método para manipular a los demás era mucho más sutil y efectivo. Pero el caso es que yo no estaba pasando una buena temporada. Los demás actores, sobre todo Carol, se enfadaban a menudo conmigo porque era más lento y más obtuso que ellos. «Karim tiene todos los ases para ser actor: ni técnica, ni experiencia, ni presencia», dijo Carol en una ocasión.

Por esa razón Pyke se vio obligado a repasar conmigo todas y cada una de las palabras y gestos de la primera escena. Mi mayor temor era que, llegado el momento de entregar el guión definitivo, Lawrence y Pyke me asignaran únicamente un papel insignificante que me tuviera holgazaneando entre bastidores como al idiota de turno. En cambio, el día en que Louise tuvo el guión definitivo, descubrí con sorpresa que tenía un papel estupendo. Me moría de ganas de representarlo.

«El trabajo de actor es un trabajo muy curioso -nos había dicho Pyke-. Intentas convencer a la gente de que eres otra persona, de que ése no eres tú. Pero, para conseguirlo, hay que hacer lo siguiente: cuando encarnas a un personaje, cuando representas a alguien que no eres tú, tienes que ser tú mismo. Para lograr que ese ser ajeno a ti parezca real tienes que recurrir a tu auténtico yo. Un gesto fuera de lugar, una nota equivocada o cualquier otra cosa fingida y el público te cala tan deprisa como a un católico desnudo en medio de una mezquita. Cuanto menos te alejes de ti al actuar, mejor que mejor. Es la paradoja de las paradojas: ¡Para conseguir parecer otra persona, tienes que ser tú mismo!» ¡Eso lo aprendí!

Durante el invierno estuvimos en el norte de gira con el espectáculo y lo representamos en varios talleres de teatro y centros de arte. Nos alojábamos en hoteles que parecían neveras y cuyos propietarios consideraban a sus huéspedes poco más que ladronzuelos. Dormíamos en habitaciones sin calefacción, con el lavabo al fondo del pasillo; no había teléfono y se negaban a servir el desayuno después de las ocho. «Basta con ver cómo duermen y comen los ingleses para que te entren ganas de emigrar a Italia», repetía Eleanor todos los días a la hora del desayuno. Para Carol, en cambio, lo único que importaba era Londres: el norte era Siberia y sus gentes unas bestias.

Yo encarnaba al típico inmigrante recién llegado de un pueblecito indio. Insistí mucho en que me dejaran preparar el vestuario porque sabía que podía encontrar algo apropiado. Por fin me decidí por unas botas blancas con plataforma, unos pantalones acampanados de color cereza, que se me pegaban al trasero como el envoltorio de un caramelo y parecían revolotear alrededor de mis tobillos, y una camisa de lunares con un cuello «concorde» enorme colocado por encima de las solapas de la americana.

En nuestra primera función, tan pronto como pisé el escenario cagado de miedo, delante de un público de veinte personas, se oyeron carcajadas, vacilantes al principio, eso sí, pero desaforadas en cuanto tuvieron el tiempo suficiente de asimilar todo el conjunto. A medida que seguía con mi actuación, me sentía flotar de puro placer. Mi personaje era un pobre desgraciado de lo más cómico. Todos los demás tenían las réplicas más agudas, análisis políticos interminables y ataques furibundos contra gobiernos laboristas pusilánimes, pero yo era el único que despertaba el entusiasmo del público. Reían todas mis gracias, relacionadas con las aspiraciones sexuales y las humillaciones que sufre todo indio en Inglaterra. Desgraciadamente, las escenas más importantes eran las que tenía que hacer con Carol, que me miraba con malos ojos desde el primer día. Al terminar la tercera función y ya en los camerinos, gritó:

– ¡Pero si no hay quien trabaje con este tío! ¡Eso no es actuar ni es nada!

Y corrió a llamar por teléfono a Pyke, que estaba en Londres.

Matthew había regresado a Londres en coche a mediodía. Había ido directo desde Manchester sólo por acostarse con una abogada soberbia que se había encargado de la defensa de algunos terroristas y de gente que luchaba por la libertad.

– Es una oportunidad única, Karim -me confesó-, Al fin y al cabo, a la policía la conozco como la palma de mi mano, pero lo que es la ley, ese pilar de nuestra sociedad, quiero tenerla bien cerquita, reposando en mi almohada si es necesario. -Y salió disparado a toda velocidad, dejándonos a merced del público y de la lluvia.

A lo mejor, Pyke estaba en la cama hablando del destino de los ocho de Bradford o de los seis de Leeds cuando Carol le llamó por teléfono. Me lo imaginaba muy cuidadoso en su cortejo de la abogada. Seguro que había pensado en todo -champán, hachís, flores- para luego poder estar seguro de que le recordaría siempre y con pasión. Y en ese momento Carol le estaría incordiando por teléfono diciéndole con su tono convincente que daba la impresión de que Karim estaba representando una obra distinta que los demás, una farsa, quizá. Sin embargo, al igual que la mayoría de la gente con talento que tiene éxito de público, Pyke tenía una cierta vena vulgar. Me defendió a capa y espada.

– Karim es la clave del espectáculo -le dijo a Carol.

Cuando regresamos a Londres después de haber pasado por diez ciudades, volvimos a reanudar los ensayos y a prepararnos para los preestrenos en un centro de arte del West End, bastante cercano al piso de Eva. Era un sitio muy a la moda, en el que sólo tenían cabida las últimas tendencias internacionales en materia de danza, escultura, cine y teatro. Llevaban el centro un par de estetas con muchísima sensibilidad y un gusto de una pureza y austeridad tales que, a su lado, Pyke parecía rococó. Solía sentarme con ellos en el restaurante y les escuchaba hablar de la nueva danza y de algo muy innovador llamado «performance» mientras comía soja germinada. Así que fui a ver una «performance». En ésta en concreto un hombre vestido con un mono arrastraba un trozo de Camembert, que llevaba atado a un cordel, por el interminable suelo desnudo del escenario. A su espalda, dos chicos vestidos de negro tocaban la guitarra. La «performance» se llamaba Trozo de queso. Al terminar, oí a la gente decir: «Me ha gustado especialmente la originalidad de la imagen.» La experiencia resultó de lo más educativa. Nunca había oído verter tanto veneno para hablar sobre cuestiones que nunca me había tomado en serio. Para los estetas, al igual que para Pyke (pero mucho peor), la actuación de un actor o el especial talento de un dramaturgo, cuyo trabajo había visto con Eleanor y considerado «prometedor» o «un tanto farragoso», era tan importante como los terremotos o las bodas. «Ojalá se mueran de cáncer», decían de esos artistas. También me había imaginado que querrían reunirse con Pyke para hablar de Stanislavsky, Artaud y demás, pero el caso es que no podían verse ni en pintura. Aquel par de estetas apenas mencionaban al hombre que estaba ensayando su espectáculo en su teatro, salvo en términos como «ese hombre que se plancha los tejanos» o «Calibán». Ese par de estetas contaba también con la ayuda de un escuadrón de burguesitas que iban vestidas con exquisitez y cuyos padres eran peces gordos de la televisión. Era una situación de lo más curiosa: se trataba de un teatro subvencionado, y en él todo el mundo era radical, pero daba la impresión de que lo único que buscaban los que trabajaban allí -periodistas, admiradores de la compañía, otros directores y actores- era una respuesta a una pregunta muy concreta: ¿Va a ser un éxito el espectáculo?


Para escapar a esa escalada de nervios y tensión, un domingo por la mañana fui a visitar a Changez a su nuevo hogar. Los vegetarianos eran gente estupenda, pero no estaba muy seguro de cómo iban a reaccionar cuando descubrieran que Changez era un holgazán inútil y gordinflón con el que iban a tener que cargar.

A primera vista no le reconocí. Y, en parte, era debido al nuevo ambiente en el que estaba viviendo. Burbuja estaba sentado en la cocina comunal, toda de madera de pino, rodeado de plantas y de montones de periódicos radicales. Colgados en la pared había carteles que anunciaban manifestaciones contra Sudáfrica y Rhodesia, mítines y vacaciones en Cuba y Albania. Changez se había cortado el pelo, el bigotito a lo Flaubert había desaparecido de debajo de su nariz y llevaba un mono de color gris enorme abotonado hasta el cuello.

– Pareces un mecánico de coches -le dije.

Changez me dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Entre otras razones, estaba radiante porque se acababan de retirar los cargos por agresión que había contra él una vez comprobado que Anwar había fallecido como consecuencia de un ataque cardíaco.

– De ahora en adelante, voy a aprovechar la vida al máximo, yaar -me dijo.

Sentados a la mesa con Changez estaban Simón y una chica rubia, Sophie, que comía bollos y que acababa de regresar después de haber estado vendiendo periódicos anarquistas a la entrada de una fábrica.

Cuando, para gran sorpresa mía, Changez se ofreció para ir a la tienda a comprar leche, aproveché para preguntarles cómo andaban las cosas con Changez, si todo marchaba bien. ¿Conseguía arreglárselas solo? Supongo que por el tono de mis preguntas debieron de pensar que consideraba a Changez una especie de retrasado mental. Sin embargo, a Simón y a Sophie les era simpático. En una ocasión, Sophie se refirió a él como al «inmigrante incapacitado» y supongo que el Asesino del Consolador era exactamente eso. Quizá aquello le diera cierta respetabilidad en aquella casa. Por lo menos, había tenido la prudencia de no hablar con detalle de que procedía de una familia propietaria de caballos de carreras. Y debió de omitir también todas esas historias que solía contarme sobre la infinidad de criados que había tenido y su análisis de las cualidades que -a su juicio- eran básicas en todo criado, cocinero o barrendero que se preciara.

– Me encanta la vida de comuna, Karim -me confesó Changez ese mismo día, cuando salimos a dar un paseo-. Se respira un ambiente familiar pero sin incordios de tías y tíos. Pero eso de las reuniones, yaar… Hay una cada cinco minutos. Y hay que sentarse a hablar de esto y de lo de más allá, del jardín, de la cocina, de la situación de Inglaterra, de la situación de Chile, de la situación de Checoslovaquia. ¡Si es que esto es una democracia que ha perdido los estribos, yaar! Pero, de todos modos, sigue siendo sorprendente la de desnudos que ves todos los días.

– ¿Qué desnudos?

– Los desnudos totales. Desnudos integrales.

– ¿Qué tipo de desnudo integral y total?

– En esta casa hay cinco chicas y Simón y yo somos los únicos representantes del sexo masculino. Pues bien, esas chicas, fieles al principio comunista según el cual no hay de qué avergonzarse, se pasean sin ropa, ¡con los pechos al aire y sin sujetador! ¡Con la mata sin hoja de parra!

– ¡Por Dios…!

– Pero es que no me puedo quedar aquí…

– ¿Cómo? ¿Después de todo lo que me has dicho? ¿Y por qué no, Burbuja? ¡Fíjate dónde te he ido a meter! ¡Piensa en todos esos pechos sin sostenes a la hora del desayuno!

– Karim, me destroza el corazón, yaar, pero es que Jamila ha empezado a soltar grititos con ese chico tan simpático, Simón. Duermen en la habitación de al lado y todas las noches tengo que soportar el alboroto que organizan en la cama. Me va a reventar los tímpanos hasta el día del Juicio Final.

– Pero eso tenía que ocurrir un día u otro, Changez. Si quieres, te compraré unos, tapones para los oídos. -Y me entraron ganas de reír al imaginarme a Changez escuchando cómo alguien se tiraba noche tras noche al amor de su vida-. Oye, ¿y por qué no te cambias de habitación?

Changez negó con la cabeza.

– Me gusta estar cerca de ella. Me gusta oír cómo se mueve. Reconozco todos y cada uno de los ruidos que hace. A veces está sentada, otras está leyendo. Me gusta saberlo.

– ¿Quieres que te diga una cosa, Changez? A veces, el amor se parece mucho a la estupidez.

– El amor será siempre amor y es eterno. En Occidente ya no existe el amor romántico. Lo cantan mucho por la radio, pero en este país nadie sabe querer de verdad.

– ¿Y qué me dices de Eva y papá? -le repliqué, con seguridad-. No me digas que eso no es romántico.

– Eso es adulterio. Está muy mal.

– Ah, ya.

Me alegraba ver a Changez tan animado. Parecía estar contento de haber salido de su antiguo letargo para iniciar una nueva vida, una vida que nunca habría imaginado que encajara con él.

Mientras ganduleábamos por ahí me di cuenta de lo pobre que era y lo muy abandonada que estaba aquella zona -el sur de Londres- comparada con el Londres en el que entonces vivía. La gente sin empleo vagaba por las calles sin lugar donde caerse muerta, los hombres con sus abrigos deslucidos y las mujeres con sus zapatos viejos y sin medias. Mientras paseábamos y mirábamos a nuestro alrededor, Changez me confesó lo mucho que le gustaban los ingleses, lo educados y considerados que eran.

– Son todos unos caballeros. Especialmente las mujeres. No están todo el rato tratando de humillarte como las indias.

Esos caballeros a los que se refería tenían un aspecto poco saludable y un cutis grisáceo. Las casas parecían campamentos provisionales para prisioneros de guerra; había perros campando por doquier, basura esparcida pior todas partes, pintadas. Habían plantado unos arbolillos y, a pesar de que los habían tratado de proteger con una cerca metálica, de todos modos habían acabado arrancados de cuajo. En las tiendas sólo se veía ropa de mala calidad y pésima confección. Todo tenía un aspecto raído y de baratillo, y lo peor era cuando trataban de deslumhrar.

Probablemente, Changez debía de ir pensando lo mismo que yo, porque dijo:

– A lo mejor me siento como en casa porque me recuerda a Calcuta.

Cuando le dije que había llegado la hora de marcharme, le cambió el humor. De la melancolía pasó bruscamente a la agresividad del hombre de negocios, como si se hubiera preparado con antelación lo que iba a decir y hubiera llegado el momento de soltarlo.

– Dime una cosa, Karim, ¿no me estarás usando para tu personaje del espectáculo, no?

– No, Changez. Ya te lo dije.

– Sí, me diste tu palabra de honor.

– Sí, eso es. ¿Estamos?

Se quedó pensativo un momento.

– Claro que, al fin y al cabo, ¿qué significa tu palabra de honor?

– Pues todo, tío, todo, ¡por el amor de Dios! ¡Vamos, Changez, si es que ahora resultará que te estás convirtiendo en un asqueroso fariseo!

Pero Changez me miró muy serio, como si no me creyera, el muy cabrón, y luego desapareció en el sur de Londres con sus andares de pato.

Al cabo de unos días, cuando ya llevábamos unos cuantos preestrenos de la obra en Londres, Jamila me telefoneó para decirme que habían atacado a Changez debajo de uno de ios puentes del ferrocarril cuando regresaba de una de sus sesiones con Shinko. Era una de esas típicas noches de invierno del sur de Londres -silenciosas, oscuras, frías, húmedas y con niebla- cuando una banda se abalanzó sobre él y le llamó paqui, sin reparar en que era indio. Le habían dejado molido a patadas y hasta habían intentado grabarle las iniciales del Frente Nacional en la barriga con una cuchilla de afeitar, pero acabaron por huir a la carrera cuando Changez puso en marcha la sirena de su alarido guerrero musulmán, que debieron de oír hasta en Buenos Aires. Como era de esperar, se había llevado un susto tremendo y estaba cagado de miedo y muy afectado, me contó Jamila. Pero hay que reconocer que enseguida supo aprovecharse del buen corazón de los demás. Ahora Sophie se encargaba de llevarle el desayuno a la cama y hasta le habían dispensado de varios turnos de cocina y de lavar los platos. La policía, que ya empezaba a hartarse de Changez, llegó a insinuar que se había revolcado bajo el puente a propósito y se había autolesionado sólo para desacreditarles.

Aquel ataque contra Changez me enfureció y pregunté a Jamila si podía hacer algo por ellos. Sí, este tipo de ataques se repetían cada dos por tres, así que lo mejor era que participara con Jamila y sus amigos en una marcha de protesta convocada para el sábado siguiente. El Frente Nacional iba a desfilar por el barrio asiático. Se esperaba una reunión fascista ante el Ayuntamiento, ataques contra comercios propiedad de asiáticos, y muchas vidas iban a correr peligro. La gente del barrio estaba asustada. Nada se podía hacer por evitarlo: la única opción era manifestarse y que se oyera nuestra voz. Le dije que no faltaría.


Últimamente no me acostaba con Eleanor más que una vez a la semana. Aunque no habíamos hablado nada al respecto, me trataba con cierta frialdad. Eso no me preocupaba; después de los ensayos prefería irme a casa a pasar miedo solo. Me estaba preparando para el estreno y me paseaba por el piso caminando como Changez, pero no tratando de caricaturizarle, sino más bien de meterme en su pellejo. El mismísimo Robert de Niro se habría sentido orgulloso de mí.

Daba por sentado que Eleanor se pasaba las noches en fiestas con sus amigos. A menudo me invitaba, es verdad, pero ya había tenido ocasión de comprobar que, después de estar dos horas en compañía de su pandilla, me aburría y me entraba una apatía tremenda. La vida había ofrecido sus labios a toda esa gente, pero al ver cómo se arrastraban de fiesta en fiesta para ver las mismas caras y repetir siempre lo mismo, noche tras noche, vi que en realidad se trataba del beso de la muerte, y me di cuenta de lo débiles e incapaces que llegaban a ser. ¿Qué pasión, deseo o hambre podían alimentar repantigados en sus saloncitos de Londres? Dije a mi consejero político, el sargento Monty, que no valía la pena odiar a la clase dominante, pero él no estaba de acuerdo. «Su autocomplacencia todavía les hace peores», argumentó.

Cuando telefoneé a Eleanor y le dije que había que unirse a la manifestación para hacer frente a los fascistas, su reacción me extrañó, sobre todo teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a Gene. Parecía navegar en un mar de dudas. Por una parte estaba lo de las compras en Sainsbury's y luego lo de la visita al hospital a fulanito de tal.

– Nos veremos en la mani, cariño -dijo por fin-. Es que tengo la cabeza un poquito liada.

Colgué el auricular.

Ya sabía lo que iba a hacer. Se suponía que tenía que ir a reunirme con Jamila, Changez, Simón y Sophie y todos los demás en el caserón aquella misma mañana, pero ¿qué más daba? Iba a llegar tarde y, como no quería perderme la manifestación, iría directamente.

Esperé una hora y cogí el metro en dirección norte, hacia la casa de Pyke. Me metí en el jardín de la casa que estaba justo enfrente de la suya, me senté en un tronco y me puse a observar la casa de Pyke a través de un pequeño claro del seto. Y fue pasando el tiempo. Empezaba a ser bastante tarde. Tendría que coger un taxi para llegar a la manifestación a tiempo. Bueno, tanto daba, siempre que Jamila no me pillara cuando me estuviera apeando del taxi… Después de tres horas de espera, vi a Eleanor llegar a casa de Pyke. ¡Menudo genio estaba hecho! ¡Lo había adivinado! Eleanor llamó al timbre y Pyke le abrió la puerta de inmediato. No hubo ni un beso, ni una caricia, ni una sonrisa: sólo la puerta que volvía a cerrarse tras de ella. Y luego, nada. ¿Qué estaba esperando? No podía apartar los ojos de la puerta cerrada. ¿Y qué iba a hacer? Eso era algo que no me había planteado. La marcha y la manifestación habrían empezado hacía un buen rato. Quizá Pyke y Eleanor tuvieran la intención de ir. Les esperaría; me dejaría ver, les diría que pasaba por allí y me llevarían en coche con ellos.

Esperé otras tres horas. Debían de haber comido un poco tarde. Empezaba a oscurecer. Cuando Eleanor volvió a salir la seguí hasta la estación de metro, entré en el vagón detrás de ella y fui a sentarme delante de sus narices. ¡Menuda sorpresa se llevó cuando alzó los ojos y me vio allí sentado!

– ¿Qué estás haciendo en la línea Bakerloo? -me preguntó.

Bueno, no tenía ganas de andarme con evasivas. Me senté a su lado y, a bocajarro, le pregunté qué había ido a hacer a casa de pyke en lugar de estar enfrentándose a los fascistas.

Eleanor se echó el pelo hacia atrás, miró a su alrededor como si buscara una escapatoria y luego dijo que a mí también podría haberme hecho la misma pregunta. No me miraba, pero tampoco estaba a la defensiva.

– Pyke me atrae -dijo-. Es un hombre interesante. Y puede que no te hayas dado cuenta, pero hoy en día no abundan precisamente.

– ¿Vas a seguir acostándote con él?

– Sí y sí, siempre que me lo pida.

– ¿Cuándo empezó todo esto?

– Aquel día… el día que fuimos a su casa a cenar y Pyke y tú os hicisteis todas esas cosas.

Apretó su mejilla contra la mía. La suavidad y el perfume de su piel casi hicieron que me desmayara.

– ¡Ay, amor mío! -dije.

– Pero quiero que estés conmigo, Karim -dijo-. He hecho mucho por ti, pero no puedo permitir que nadie (un hombre) me diga lo que tengo que hacer. Si Pyke quiere que esté con él, tengo que dejarme guiar por mis sentimientos. Y te lo pido por favor: no vuelvas a seguirme.

Las puertas del vagón ya se estaban cerrando pero, aun así, conseguí colarme fuera. Mientras atravesaba el andén decidí que iba a romper con Eleanor. Tendría que verla en el teatro todos los días, pero ya no la volvería a tratar como a una amante. Así que mi primer gran amor se había terminado. Pero habría otros. Eleanor prefería a Pyke. El dulce de Gene, su amante negro, el mejor mimo de Londres, el que vaciaba orinales en teleseries de hospitales, se había suicidado porque todos los días, a través de una mirada, de un comentario o de un gesto, los ingleses le repetían que le odiaban. Nunca le permitieron olvidar que le consideraban un negro, un esclavo, un ser inferior. Y nosotros cortejábamos tanto esas bellezas inglesas como cortejábamos a Inglaterra: porque gracias a ese galardón, a tanta gracia y belleza, podíamos mirar a la cara, con ojos desafiantes, al Imperio con toda su arrogancia, mirar a la cara a Espalda Peluda y al gran danés. Así pasábamos a formar parte de Inglaterra, aunque procurábamos mantenernos al margen con orgullo. Y, sin embargo, para alcanzar la verdadera libertad, había que librarse primero de todas las amarguras y resentimientos. ¿Cómo sería esto posible si todos los días se generaban nuevas amarguras y resentimientos?

Mandaría a Eleanor una nota digna, así sólo tendría que quitármela de la cabeza. Eso era lo más espinoso. En la vida todo parecía girar alrededor de los que se enamoraban. Enamorarse era fácil, pero nadie explicaba cómo se extirpaba ese amor de la cabeza. No sabía ni por dónde empezar.

Durante el resto del día estuve vagando por el Soho y hasta me tragué unas diez películas porno. La semana que siguió debí de pasar por una extraña depresión y malhumor y una especie de incapacidad para tratar a los demás, porque me importaba un rábano la que tendría que haber sido la noche más importante de mi vida: el estreno del espectáculo.

Durante los días que precedieron al estreno no hablé con el resto de los actores. El sentimiento de solidaridad que Pyke había conseguido crear entre nosotros se me antojaba entonces como una droga que, a pesar de haber conseguido crear la ilusión de que existía un cariño y compañerismo entre nosotros, empezaba a ceder para regresar sólo en destellos ocasionales, como el LSD. Seguía aceptando los consejos de Pyke como director, pero nunca volví a subir a su coche. Había admirado mucho su talento, su audacia y su capacidad para saltarse las convenciones; pero en aquel momento me sentía confundido. ¿Acaso no me había traicionado? Aunque, quizá, lo que pretendía era enseñarme cómo funcionaba el mundo. No sé. Sea como fuere, Eleanor debía de haberle contado lo ocurrido, porque Pyke se mantenía alejado de mí y se limitaba a mostrarse educado. Una vez, Marlene me mandó una nota que decía: «¿Dónde estás, cielito? ¿Por qué no vienes a visitarme, Karim, cariño?» No le respondí. Empezaba a estar más que harto de la gente del teatro y del espectáculo. Me estaba volviendo insensible. Era como si todo cuanto me había ocurrido no me importara. En ocasiones, me sentía furioso, pero la mayor parte del tiempo no sentía nada; era la primera vez que no sentía nada en absoluto.

Los camerinos estaban atestados de flores y de tarjetas y se dieron más besos en una hora que en todo París en un día entero. Hubo entrevistas para la televisión y la radio y un periodista me preguntó cuáles habían sido los acontecimientos más importantes de mi vida. Me hicieron varias fotografías junto al alambre de espino. (Noté que los fotógrafos sentían debilidad por el alambre de espino.) Procuraba mantener la mente ocupada, para no tener que mirar a Eleanor y para no odiar demasiado al resto de los actores.

Y, de pronto, llegó el gran momento, la noche de las noches, y ahí estaba yo, en el escenario, solo bajo la luz de los focos, delante de cuatrocientos ingleses blancos que me miraban. Soy consciente de que el texto, que para mí carecía ya de frescura y prácticamente de significado y que brotaba de mis labios con toda la resonancia de un «Hola, ¿qué tal estás?», cobraba vida y significado gracias al público, de tal modo que el espectáculo fue un éxito y yo estuve -y lo sé de buena tinta: la de los críticos- graciosísimo y correcto. Por fin.

Al término del espectáculo fui a tomarme una jarra de Guinness al camerino y, con un gran esfuerzo, conseguí arrastrarme hasta el vestíbulo. Y fue precisamente allí, delante de mis propias narices, donde se produjo aquella escena tan extraña e insólita para mí, sobre todo teniendo en cuenta que no había invitado a nadie al estreno.

De haberse tratado de una película, me habría frotado los ojos para demostrar que no daba crédito a lo que estaba viendo. Papá y mamá estaban charlando y sonreían. Esto no es precisamente lo que uno espera de sus padres. Ahí, entre punks sofisticados, pajaritas, zapatos lustrosos y mujeres con escotes exageradísimos en la espalda, estaba mamá, con un vestido azul y blanco, sombrero azul y sandalias marrones. No muy lejos de allí vi a mi hermano, el pequeño Allie. Lo primero que se me ocurrió al verlos es lo pequeñitos y tímidos que parecían papá y mamá, lo muy frágiles y avejentados que estaban y lo poco natural que parecía la distancia que los separaba. Te pasas la vida pensando en tus padres como en monstruos opresores y protectores que todo lo pueden y, de pronto, un día te vuelves y los pillas desprevenidos y resulta que no son más que personas débiles y aprensivas que tratan de salir adelante lo mejor que pueden.

Eva se me acercó con una copa y me dijo.

– Sí, una escena feliz, ¿no te parece?

Eva y yo nos quedamos ahí de pie, el uno junto al otro, y me habló del espectáculo.

– Hablaba de este país -me explicó-, de lo insensibles y mezquinos que nos hemos vuelto. Barre esa visión mítica de la Inglaterra tolerante y bondadosa. Si hasta he notado un escalofrío en la nuca. Por eso sé que es un buen espectáculo. Tengo la costumbre de juzgar el arte por la reacción que desencadena en mi nuca.

– Pues me alegra que te ocurriera eso -le dije.

Saltaba a la vista que estaba inquieta, y yo no sabía qué decirle. Además, Shadwell estaba al acecho y esperaba a que Eva terminara de hablar conmigo. Y los ojos de Eva no estaban quietos ni un momento; no se acercaban siquiera a mamá y papá, como habría sido lo más natural, Se habrían devorado con la mirada. Cuando Eva se volvió hacia Shadwell, éste me sonrió y hasta se dirigió a mí.

– Me siento arrebatado, pero me resisto porque… -empezó.

Miré de nuevo a papá y mamá.

– Todavía se quieren, ¿no te das cuenta? -dije a Eva.

O quizá no lo dije, quizá sólo lo pensé. A veces es difícil saber a ciencia cierta lo que se ha dicho y lo que sólo se ha pensado.

Me alejé de allí y encontré a Terry acodado en la barra con una mujer cuyo aspecto no encajaba con el del público de habituales a los estrenos, gente perfumada y exhibicionista. Terry no me la presentó: no quería darle importancia. Y tampoco me dio la mano. Pero la que se presentó fue ella:

– Soy Yvonne, una amiga de Matthew Pyke, y soy agente de policía en el norte de Londres. El sargento Monty y yo -y aquí soltó una risita- estábamos comentando precisamente los procedimientos policiales.

– ¿En serio, Terry?

Nunca había visto a Terry así, tan abatido. Meneaba la cabeza continuamente, como si se le hubiera metido agua en los oídos, y no me miraba a la cara. Me tenía preocupado. Le puse una mano en la mejilla.

– ¿Qué te ocurre, Monty?

– No me llames así, cabrón. No me llamo Monty. Me llamo Terry y estoy cabreado. Y te diré por qué: me habría gustado estar en ese escenario. Podría haber sido yo; me lo merecía, ¿no? pero tuviste que ser tú. ¿Vale? Así que ahora me toca hacer de asqueroso policía.

Me marché. Al día siguiente ya se le habría pasado. Pero no, las cosas no iban a quedar así.

– ¡En, eh! ¿Adónde crees que vas? -Había venido tras de mí-. Tienes una misión que cumplir -me dijo-. Lo harás, ¿no? Dijiste que lo harías.

Me llevó aparte casi a rastras, lejos de todo el mundo para que nadie nos oyera. Me tenía agarrado del brazo y me estaba haciendo daño. Apenas lo notaba ya, pero no me moví.

– Ha llegado el momento -me dijo.

– Esta noche no puede ser -le advertí.

– ¿Que esta noche no puede ser? ¿Y por qué no? ¿Qué importancia tiene esta noche para ti? ¿Acaso es algo especial?

– Está bien -cedí, encogiéndome de hombros.

Le dije que haría cuanto estuviera en mi mano por cumplir. Sabía lo que se proponía y no iba a comportarme como un cobarde. Sabía a quién había que odiar.

– El Partido necesita fondos inmediatamente. Así que te dirigirás a un par de personas y les pedirás dinero.

– ¿Cuánto? -le pregunté.

– Eso lo dejamos de tu cuenta.

Me eché a reír.

– ¡No seas idiota!

– Cuidadito con lo que dices -me reprendió-. ¡Mucho cuidado con esa boquita! -Pero enseguida se rió y me miró con ojos burlones. Era un Terry nuevo para mí-. Todo el que puedas conseguir.

– ¿Así que me ponéis a prueba?

– Centenares -dijo-, necesitarnos centenares de libras. Pídeselas. Presiónales. Quítaselas si es necesario. Róbales los muebles. Se pueden permitir ese lujo. Llévate todo cuanto puedas ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Y me fui. Estaba más que harto. Pero Terry me volvió a agarrar del brazo, del mismo brazo.

– ¿Y ahora adónde coño vas?

– ¿Qué? -me sorprendí-. ¡No fastidies, hombre!

Terry estaba furioso, pero yo nunca me ponía furioso. Me importaba un comino lo que pudiera ocurrir.

– ¿Cómo piensas conseguir el dinero sin saber los nombres de las partes interesadas?

– Muy bien. Suelta esos nombres -le pedí.

Pero Terry se limitó a zarandearme hasta que me tuvo de cara a la pared. Ya no veía ver a mis padres: lo único que veía era la pared y a Terry. Terry apretaba los dientes con fuerza.

– Es la guerra de clases -me dijo.

– Eso ya lo sé.

Ahora me hablaba más bajito:

– Pyke es uno y Eleanor es el otro.

Me quedé atónito.

– ¡Pero si son mis amigos!

– Precisamente: a ver si lo demuestran.

– Terry, no.

– Karim, sí.

Se volvió y miró hacia el restaurante, atestado de gente.

– Un rebaño de lo más agradable. ¿Una copa?

– No.

– ¿Seguro?

Asentí con la cabeza.

– Hasta la vista entonces, Karim.

– Eso.

Cada uno se fue por su lado. Me quedé rondando por allí. Conocía a un montón de gente, pero apenas los reconocía. Sin embargo, de pronto tuve la desgracia de encontrarme frente a la única persona a la que quería evitar: Changez. Ahora deberíamos arreglar las cuentas. Estaba preparado. Un par de días atrás me había puesto tan nervioso al pensar en aquel momento que hasta traté de impedir que se presentara diciendo a Jamila: «No creo que a Changez le guste el espectáculo», pero, como era de esperar, Jamila soltó: «En ese caso lo traeré.» Changez me abrazó y me palmeó la espalda.

– Una obra muy buena y una interpretación de primera -dijo.

Le miré con recelo. Me sentía de lo más incómodo. Me habría gustado estar en otra parte. No sé por qué, pero tenía la sensación de que allí había gato encerrado. Me hallaba preparado. Estaba claro que aquélla no era mi noche.

– Vaya, pareces contento, Changez. ¿Qué es eso que te ha puesto tan risueño?

– No puede haberte pasado por alto. Mi Jamila está embarazada. -Le miré desconcertado-. Vamos a tener un hijo.

– ¿Un hijo tuyo?

– ¡No seas memo! ¿Cómo puede ser sin relaciones sexuales? Y sabes muy bien que no he tenido ese placer.

– Precisamente, dear Prudence [11]. En eso pensaba.

– Es de Simón de quien está embarazada. Pero todos vamos a compartirlo.

– ¿Así que va a ser un crío de la comuna?

Changez soltó un gruñido de aprobación.

– Será de toda la familia de amigos. Nunca me había sentido tan feliz.

Con aquello ya tenía más que suficiente, muchísimas gracias. No veía el momento de largarme y de irme a casa. Pero, antes de que hubiera tenido tiempo de marcharme, Changez movió su manaza, la buena. Retrocedí de un salto. «Yá está, me va a dejar hecho papilla -pensé-, ¡a mí, a un compatriota indio, en pleno vestíbulo de un teatro de blancos!»

– Acércate un poquitín más, actorazo -dijo-. Ven que vas a oír mi crítica. Me alegra que tu papel sea finalmente autobiográfico y que no te tentara la idea de basarte en mí. Afortunadamente te diste cuenta de que no era una persona fácil de encarnar. Así que, después de todo, tienes palabra. Eso está bien.

Me alegré al ver a Jamila. Tenía la esperanza de que cambiaría de tema de conversación. Pero ¿quién era el que estaba con ella? ¿Era Simón? ¿Qué le había pasado en la cara? Llevaba un ojo tapado, la mejilla curada y la mitad de la cabeza cubierta de vendas. Jamila estaba muy seria y, a pesar de que la felicité por lo del niño un par de veces, se limitó a mirarme fijamente y con severidad, como si yo fuera una especie de violador. ¿Qué coño le pasaba?, eso es lo que quería saber.

– ¿Qué te pasa?

– No viniste -dijo-. No me lo podía creer. ¡No te molestaste en presentarte!

– ¿Adónde no fui?

– ¿Tengo que refrescarte la memoria? A la manifestación Karim.

– Es que no pude, Jammie. Tenía ensayo. ¿Cómo estuvo? Tengo entendido que fue un éxito.

– Pues algunos compañeros tuyos de reparto sí vinieron, Simón es amigo de Tracey y ella sí estuvo. En primera fila.

Jamila miró a Simón, así que yo le miré también. Era imposible determinar cual era la expresión de su cara, pues prácticamente no se le veía.

– Un botellazo en plena cara. Así fue. ¿Adónde crees que vas como persona, Karim?

– Bien lejos -repuse.

Ahora sí que me largaba, me marchaba pitando inmediatamente, pero mamá se me acercó. Sonrió y le di un beso.

– Te quiero mucho -me dijo.

– Estuve bien, ¿eh, mamá?

– No llevabas el taparrabos de siempre, eso sí es verdad -comentó-. Por lo menos te han dejado que te vistas con tu propia ropa. Pero tú no eres indio. Si ni siquiera has puesto los pies en la India… En cuanto bajaras del avión tendrías diarrea. Estoy segura.

– ¿Por qué no gritas un poquito más? -le dije-. Ahora resultará que no soy mitad indio.

– ¿Y yo no cuento? -me reprochó mamá-. ¿Quién te parió? Eres inglés, gracias a Dios.

– Me da igual -le dije-. Lo que sí soy es actor. Ese es mi trabajo.

– No digas esas cosas -me pidió-. Tienes que ser tú.

– Sí, claro, claro.

Mamá miró a papá, que estaba con Eva. Eva le hablaba ínuy enfadada. Papá tenía un aspecto manso, aguantaba sin chistar, no le replicaba. Cuando nos sorprendió bajo los ojos.

– ¡Menudo rapapolvo! -dijo mamá-. La vaca ésa… ¡Con un cabezota como ése las regañinas no sirven de nada!

– Ve al lavabo a sonarte la nariz -le sugerí.

– Sí, será lo mejor -dijo.

Me subí a una silla junto a la puerta y examiné a aquel hatajo de futuros esqueletos. Dentro de ochenta años, la mayoría estaríamos muertos. Como no teníamos otra elección, vivíamos como si no fuera a ser así, como si no estuviéramos solos, como si no fuera a llegar un momento en el que nos daríamos cuenta de que la vida había terminado, de que conducíamos un coche sin frenos que estaba a punto de estrellarse contra una pared de ladrillo. Eva y papá seguían hablando; Ted y Jean estaban hablando; Marlene y Tracey estaban hablando y Changez, Simón y Allie estaban hablando también: ninguno de ellos parecía necesitarme demasiado. Me marché.

Comparado con la lengua viperina de aquella pandilla de apestosos, el aire de la noche se me antojó más dulce que la miel. Me abrí la chaqueta y me desabroché la bragueta para que mi polla sintiera el aire.

Eché a andar hacia el asqueroso Támesis, aquella especie de marea de cagarros infestada de imbéciles que vivían en barcos y demás memos amantes del remo. Estuve andando a buen paso bastante rato hasta que, de pronto, advertí que una especie de ser pequeñito que paseaba tranquilamente con las manos metidas en los bolsillos me estaba siguiendo. Pues me importaba un comino.

Quería pensar en Eleanor y en lo penoso que era para mí verla todos los días cuando lo único que deseaba en el mundo era volver con ella. Tengo que reconocer que había abrigado la esperanza de que mi indiferencia conseguiría reavivar su antiguo interés por mí, que me echaría de menos y me invitaría de nuevo a su casa, comería repollo hervido y volvería a darle un beso entre los muslos. Pero en mi carta le había pedido que no se me acercara; eso era precisamente lo que hacía y, además, sin esfuerzo aparente. A lo mejor trataría de hablar con ella por última vez.

La curiosidad que sentía por la persona que me estaba siguiendo me resultaba ya difícil de soportar, así que, un poco más abajo, me escondí en el portal de un pub a la orilla del río y me abalancé sobre ella medio desnudo gritando:

– ¿Quién eres? ¿Por qué me sigues?

Cuando la solté, vi que aquello la había dejado impertérrita porque no parecía asustada y sonreía.

– Tu actuación me ha encantado -me dijo, mientras seguíamos paseando-. Me has hecho reír un montón, sólo quería que lo supieras. Y, además, tienes una cara preciosa. Y qué labios. Bueno.

– ¿Ah, sí? ¿Te gusto?

– Pues claro, por eso quería estar un rato contigo. Espero que no te haya molestado que te siguiera. Es que he visto enseguida que querías marcharte. Parecías asustado. Enfadado, incluso. Menudo lío, ¿eh? ¿No querrás estar solo?

– Tú no te preocupes. Tener amigos siempre es bueno.

¡Dios mío, pero si hablaba como un idiota! Y, sin embargo, ella me cogió del brazo y seguimos paseando junto al río, dejando atrás la casa de William Morris camino de la tumba de Hogarth.

– Mira que es curioso que otro haya tenido la misma ocurrencia que yo -dijo la mujer en cuestión, que se llamaba Hilary.

– ¿Qué ocurrencia?

– Pues seguirte -me aclaró.

Al volverme vi a Heater ahí de pie, y ni siquiera se molestó en esconderse. Le saludé con un alarido que me salió directo del estómago y que hizo retumbar el aire como un jet. Hasta Janov me habría aplaudido.

– ¿Y ahora qué quieres, Heater? ¿Por qué no te vas a la mierda y te mueres de cáncer de una vez, cabrón rechoncho y monstruoso?

Rectificó la postura y separó las piernas para distribuir el peso de manera equilibrada y quedar mejor afianzado. Ya estaba listo. Quería pelea.

– ¡He venido por ti, paqui de mierda! ¡Nunca me has gustado! ¡Y encima os habéis aprovechado de Eleanor! ¡Tú y ese Pyke!

Hilary me cogió, de la mano. Estaba tranquila.

– ¿Por qué no echamos a correr? -me propuso.

– Buena idea -dije-. Eso es.

– Pues anda, vamos.

Eché a correr hacia Heater y, para encaramarme a él, me subí a su rodilla, le agarré de las solapas y aproveché el impulso para darle un buen golpetazo en la nariz con la frente, tal como me habían enseñado en la escuela. ¡Gracias a Dios que existe una cosa que se llama educación! Heater se alejó haciendo eses con las manos en la nariz. Y, entonces, Hilary y yo echamos a correr y a gritar y a abrazarnos y a besarnos y, de pronto, vi sangre por todas partes, estábamos literalmente cubiertos de sangre. Había olvidado por completo que si algo había aprendido Heater en la escuela era a no salir nunca de casa sin llevar cuchillas de afeitar cosidas debajo de las solapas.

16

El teatro se llenaba todas las noches y, para mayor satisfacción, los viernes y sábados había gente que tenía que volverse a casa sin entrada. Haríamos más funciones de las previstas. No me podía quitar el espectáculo de la cabeza en todo el día. ¿Cómo iba a olvidarlo? Pasar por aquella experiencia todas las noches suponía un esfuerzo tremendo. Si no estaba concentrado de verdad, era imposible actuar, como descubrí la noche que me encontré desamparado, en medio del escenario, mirando a Eleanor embobado y sin saber por qué acto íbamos. Enseguida aprendí que la mejor táctica para evitar que la función de la noche me amargara el día era volver el horario normal del revés: levantarme a las tres o las cuatro de la tarde para tener la sensación de que la función se hacía por la mañana y, así, después siempre me quedaban muchas horas por delante para pensar en otras cosas.

Después de la función íbamos siempre a algún restaurante y todas las miradas se posaban en nosotros. La gente nos señalaba. Nos invitaban a copas, les parecía un privilegio conocernos. Nos invitaban con insistencia a sus fiestas, para darles un toque interesante. Y nosotros aceptábamos las invitaciones y aparecíamos a medianoche cargados de botellas de vino y cerveza. Siempre nos ofrecían alguna droga. Me acosté con varias mujeres. Ahora todo esto resultaba mucho más fácil. También tenía un agente. De hecho, hasta me habían ofrecido un pequeño papel de taxista en una película de televisión. Disponía de dinero para divertirme. Una noche, Pyke pasó por el teatro y nos preguntó si nos apetecía irnos a Nueva York con el espectáculo. Al parecer, un teatro pequeño pero de mucho prestigio nos había hecho una oferta. ¿Nos apetecía ir?

– Si os interesa, decídmelo -dejó caer, como si no le importara-. Vosotros tenéis la última palabra.

Pyke nos hizo algunas recomendaciones después del espectáculo y aproveché la ocasión para preguntarle si le iba bien que fuera a visitarle ese fin de semana. Pyke sonrió y me dio unas palmaditas en el trasero.

– Ven cuando quieras -dijo-. ¿Por qué no?

– Siéntate -me dijo cuando llegué, dispuesto a pedirle dinero.

Una mujer ya bastante vieja con bata de nilón rosa apareció en el salón con un plumero.

– Déjalo para más tarde, Mavis -le aconsejó.

– Matthew… -dije.

– Ponte cómodo mientras me ducho -me interrumpió-. ¿Tienes prisa?

Y se marchó, dejándome a solas en el salón con aquella escultura de un coño. Como la última vez, empecé a deambular por la habitación. Se me ocurrió que podía robar algo que Terry pudiera luego vender para el Partido. O también podía conservarlo como un trofeo. Examiné los jarrones y sopesé los pisapapeles, pero no tenía ni la menor idea de si eran o no valiosos. Y precisamente estaba a punto de meterme uno en el bolsillo cuando apareció Marlene, en pantalones cortos y camiseta. Tenía las manos y los brazos manchados de pintura. Al parecer, estaba pintando. Su piel se me antojó de una palidez enfermiza. ¿Cómo había sido capaz de besarla y lamerla de aquel modo?

– Ah, eres tú. -No quedaba ni rastro de su antiguo entusiasmo. Probablemente se debía de haber hartado de mí. Esa gente siempre cambiaba de la noche a la mañana-. ¿A qué has venido? -me preguntó. Se me acercó y, de pronto, se le iluminó la expresión-. Venga, démonos un beso, Karim. -Marlene se inclinó hacia mí con los ojos cerrados. Apenas le rocé los labios, pero Marlene no quiso abrir los ojos-. Eso no es un beso. Cuando me besan quiero sentir el beso -puntualizó.

Entonces me metió la lengua en la boca y empezó a mover los labios pegados a los míos y a meterme mano por todas partes.

– ¡Por el amor de Dios! ¿No puedes dejarle en paz? -dijo Pyke, que acababa de entrar en la habitación-. ¿Dónde está ese gel de madera de sándalo que tanto me gusta?

Marlene se incorporó.

– ¿Y cómo quieres que lo sepa? No soy una presumida como tú, ni un machito asqueroso. No lo uso.

Pyke revolvió el bolso de Marlene y luego revolvió varios cajones, y sacó un montón de cosas. Marlene se limitó a mirarle en silencio, con los brazos en jarra, y esperó a que estuviera a punto de marcharse para soltarle a gritos:

– ¿Por qué eres tan arrogante? ¡A mí no me hables como si fuera una de tus putitas actrices! ¿Por qué tendría que dejarle en paz? ¿Acaso no te has liado tú con su novia?

Pyke se detuvo y le replicó:

– Por mí te lo puedes tirar. Me da igual. Y sabes perfectamente que me da igual. Haz lo que te apetezca, Marlene.

– ¡Anda y que te jodan! -dijo Marlene-, ¡a ti y a tu libertad de mierda! Por mí te la puedes meter en el culo.

– Además, no es su novia -dijo Pyke.

– ¿Que no es su novia? -Marlene se volvió hacia mí-. ¿Ah, no? -Volvió a dirigirse a Pyke-. ¿Puede saberse qué has hecho? -Pyke no abría la boca-. Habéis terminado por su culpa, ¿no es eso, Karim?

– Pues sí -reconocí.

Me levanté. Marlene y Pyke se miraban el uno al otro cargados de odio.

– Matthew, sólo he venido a pedirte una cosa. No es nada, no tardaremos mucho. ¿Tienes tiempo?

– Será mejor que os deje a solas entonces -dijo Marlene, con cierto sarcasmo.

– ¿Dónde está mi gel de baño? -insistió Pyke-. Te lo pregunto en serio, ¿dónde está?

– ¡Anda y que te den por el culo! -dijo Marlene al salir.

– Vaya, vaya -dijo Pyke, ya más tranquilo.

Le pedí el dinero. Le expliqué para qué lo quería. Le pedí trescientas libras.

– ¿Para fines políticos? -me preguntó-. Lo haces por el Partido, ¿no? ¿No tengo razón?

– Sí.

– ¿Tú?

– Sí.

– Vaya, vaya con Karim. Ahora resulta que tenía una idea equivocada de ti.

Traté de mostrarme despreocupado.

– Pues sí. A lo mejor sí la tenías.

Entonces Pyke me miró muy serio, pero con verdadero afecto, como si me comprendiera.

– No pretendía ofenderte -se disculpó-, pero es que no me había enterado de que estuvieras tan comprometido políticamente.

– Y no lo estoy -quise aclarar-. Pero me han pedido si podía hacerles este favor.

Pyke fue a buscar el talonario.

– Supongo que no te dijeron que me explicaras todo esto. -Cogió el bolígrafo-. De modo que eres su chico de los recados. Eres un chiquillo muy vulnerable, Karim. No permitas que te utilicen. Toma el cheque.

Pyke estuvo encantador. Me dio un cheque de quinientas libras. Me podría haber pasado el día entero hablando con él, charlando y chismorreando como solíamos hacer en su coche. Sin embargo, cuando me hubo dado el dinero, me marché. No le apetecía especialmente que me quedara y, además, tampoco quería arriesgarme a que Marlene me acorralara.

Estaba ya traspasando el umbral de la puerta principal cuando la vi bajar por las escaleras y gritar:

– ¡Karim, Karim!

Y antes de cerrar la puerta de un portazo, oí a Pyke que le decía:

– ¿Pero no te das cuenta de que huye de ti como de la peste?

Como no tenía valor para ir a visitar a Eleanor a su casa, decidí pedirle el dinero una noche, en el teatro. Hablar con ella me costaba mucho y ella no me facilitaba precisamente las cosas pues, mientras le explicaba el asunto y le aclaraba que no pretendía hablar de amor, sino de negocios, se pasó el rato jugueteando con todo lo que tenía en el camerino: libros, cintas, maquillaje, fotografías, tarjetas, cartas, ropa… Hasta se probó un par de sombreros, ¡por el amor de Dios! Y me hizo todo esto porque no quería verme, no quería tener que sentarse y mirarme a la cara. No obstante, enseguida tuve la sensación de que me había arrancado de sus pensamientos. Significaba muy poco para ella: ni siquiera había sido un fracaso importante.

Tampoco era que ella me gustara mucho, pero no quería que se me escapara. No podía soportar que me dejaran de lado, que me abandonaran, que no me tuvieran en cuenta. Y, sin embargo, ya lo habían hecho. Ahí estaba la prueba. No podía hacer nada por evitarlo, de modo que le dije lo que quería. Eleanor se limitó a asentir con la cabeza y a coger un libro.

– ¿Lo has leído?

Ni siquiera me molesté en mirarlo. No era momento de hablar de libros. Insistí en lo del dinero. Así ayudaría al Partido y ellos se encargarían de cambiar lo que había que cambiar.

– No -dijo, por fin-, no pienso darte esas quinientas libras.

– ¿Por qué no?

– He estado pensando en Gene.

– Siempre estás pensando en Gene y…

– Sí. ¿Y qué? ¿No puedo?

– Dejémoslo, Eleanor -la apacigüé-. Vamos a seguir con esto.

– Gene era…

Descargué mi puño contra la mesa. Me estaba empezando a hartar. No podía quitarme de la cabeza una frase de una canción de Bob Dylan: «Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again».

– Se trata del Partido. Necesitan el dinero. Eso es todo. Ya está. No tiene nada que ver con Gene ni con nosotros.

Pero Eleanor insistía.

– Te estoy hablando y no me escuchas.

– Eres rica, ¿no? ¡Pues a repartirlo, cariño!

– ¡Cabrón asqueroso! -me insultó-. ¿Acaso no lo pasamos bien juntos, tú y yo?

– Sí, es verdad. Lo pasé muy bien. Íbamos al teatro, follábamos y tú salías con Pyke.

Entonces me sonrió y dijo:

– Ahí está. No es un Partido para negros, es sólo para blancos, por si no te has enterado. Así que no pienso dar ni un céntimo a ese tipo de tinglados racistas.

– De acuerdo -dije y me levanté-. Gracias de todos modos.

– Y Karim -dijo, mirándome a la cara. Quería ser amable, así que añadió-: No te amargues.


Aproveché mi día libre para ir a ver a Terry. Sus amigos y él acababan de ocupar una casa en Brixton. Al salir del metro seguí las instrucciones de Terry: eché a andar hacia el norte y pasé por debajo del puente, el mismo puente que había cruzado en metro con tío Ted el día que despanzurró los asientos, el día en que le oí decir «los negros». Era la misma línea que mi padre había usado para ir a la oficina durante tantos y tantos años, con su diccionario azul en el maletín.

«Estas casas fueron construidas para otra era», pensé al ver la de Terry. Se trataba de edificios de cinco plantas que daban a bonitos parques y que se estaban viniendo abajo, del mismo modo en que se estaba viniendo abajo toda aquella zona de la ciudad a pesar de que florecieran las plantas entre las grietas. Ahí los jóvenes eran más bestias que en cualquier otro lugar de Londres. El peinado que Charlie se había apropiado y reinventado -aquellas púas negras, como esculturas, más llevaderas de noche, como ornamento vistoso, que para trabajar- había ido evolucionando hasta el estilo mohicano. Chicas y chicos lucían ahora arco iris de cabellos tiesos sobre unos cráneos rasurados. Los negros llevaban trencitas hasta media espalda, empuñaban bastones y usaban bambas. Las chicas se ponían pantalones que se iban estrechando hasta los tobillos y los chicos pantalones negros estilo sado con faldones, hebillas y cremalleras. Toda la zona estaba abarrotada de locales que servían alcohol sin licencia, de casas ocupadas, de bares de lesbianas, pubs de homosexuales, bares de drogas, organizaciones de drogas, centros de ayuda y sedes de varias organizaciones políticas radicales. La gente no tenía el aspecto de trabajar demasiado: andaba por ahí, preguntaba si no querías hachís afgano, que me apetecía de verdad, pero no de ellos.

La puerta de la casa estaba abierta. Se habían cargado la cerradura. Fui subiendo y pillé a Terry desprevenido. Iba en shorts y camiseta, descalzo, y estaba haciendo ejercicios tumbado en una de esas banquetas estrechas y acolchadas delante de un gran ventanal, se levantaba y sentaba, se levantaba y sentaba con una barra con pesas en la nuca sin apartar los ojos de un televisor en blanco y negro que retransmitía un partido de rugby. Al verme se quedó pasmado. Busqué algo donde sentarme, una silla que no estuviera rota o un cojín sin lamparones. Aquello estaba hecho un asco y Terry era un actor que se ganaba bien la vida. Antes de que hubiera tenido tiempo de sentarme, ya me había abrazado y estrujado. Olía bien, a sudor.

– Vaya, vaya, así que eres tú, en carne y hueso, y te has presentado aquí sin avisar ni nada. ¿Dónde te habías metido?

– Sargento Monty -dije.

– Venga, dime dónde te habías metido. ¿Dónde estabas, Karim?

– Recolectando dinero para ti.

– ¡Va, hombre, venga! -soltó Terry-. ¡No me digas!

– ¿Acaso no me lo pediste?

– Sí, pero… -Puso los ojos en blanco.

– Me lo pediste. Mejor dicho, me lo ordenaste. ¿O no es verdad? ¡No me saldrás ahora con que no te acuerdas!

– ¿Acordarme? ¿Cómo coño iba a olvidarlo, Karim? ¡Menuda noche! Tanto dinero y tanta inteligencia reunidas. Y toda esa gente tan elegantísima. Y esos conos universitarios, esos conos tan ricos. ¡Que les den a todos por el saco! Había suficiente como para que un chico como yo perdiera la cabeza.

– ¿No me digas? -solté.

Movió las manos nervioso y resopló con fuerza.

– Pero no vayas a creerte que me siento orgulloso de ello.

Terry se fue a preparar el té, pero, como era de esperar, era Typhoo y, encima, la taza tenía un montón de manchas marrones por la parte de fuera. La dejé a un lado y le entregué el cheque de Pyke. Terry le echó una ojeada y me miró.

– Eso sí que es un buen trabajo. Y yo que creía que me estabas tomando el pelo. Es fantástico. Bien hecho, chaval.

– Sólo tuve que pedírselo. Ya sabes cómo son esos liberales…

– Sí, claro, se lo pueden permitir, los hijos de puta. -Fue a guardar el cheque en el bolsillo de la chaqueta y luego volvió-. Escúchame con atención. Podrías hacer un montón de cosas para el Partido.

– Me voy a América con Pyke -le interrumpí.

– ¡Vaya mierda! ¿Para qué? -Me gustaba volver a verle rebosante de entusiasmo y energías-. El futuro está aquí. Ahora el país está de rodillas, ¿o no te has dado cuenta?

– Sí.

– Claro que te has dado cuenta. Callaghan no puede durar ya mucho y, entonces, nos tocará el turno a nosotros.

– América está muy bien.

– Sí, claro. ¡De miedo! -Me dio un puñetazo en el brazo-. ¡Venga ya! -Tenía la sensación de que quería tocarme o algo por el estilo, besarme quizá. Siguió hablando-. Lo único que tiene es que es un cagadero de fascistas, imperialistas y racistas.

– ¿Ah, sí?

– Es…

– A veces tu ignorancia me saca de quicio -le interrumpí-. Esa maldita y estúpida ceguera que tienes para ciertas cosas. América. ¿De dónde crees que salió la militancia gay? -Pensé que ese argumento no iba a serme de mucha ayuda. Me quedé callado un momento, pero Terry estaba atento y no parecía burlarse de mí-. El movimiento feminista. La rebelión de los negros. ¿A qué te refieres, Terry, cuando hablas de América? ¡Todo esto no son más que sandeces, idioteces! ¡Por Dios!

– ¡A mí no me grites! ¿Qué he dicho yo? ¡Lo único que he dicho es que te iba a echar de menos, eso es todo! Y lo que te digo ahora es que me parece rarísimo que Pyke y tú seáis tan buenos amigos después de lo que te ha hecho. ¿Vale?

– ¿Y qué me ha hecho? -le pregunté.

– Lo sabes perfectamente. Tú eres el que estaba ahí.

– ¿Que lo sé, dices? ¿De qué se trata? Dímelo.

– Son cosas que he oído por ahí -despistó-. La gente dice muchas cosas.

Me dio la espalda. No tenía más que añadir. Ya nunca iba a enterarme de lo que la gente decía sobre mí y sobre Pyke y sobre lo que me había hecho o dejado de hacer.

– Bueno -dije-. Me da igual.

– ¡Si es que todo te da igual! -dijo-. No te sientes atado a nada, ni siquiera al Partido. Ni sabes lo que es el verdadero amor. Quédate aquí, a luchar.

Me paseé un poco por la habitación. El saco de dormir de Terry estaba en el suelo y había un cuchillo junto a la cama. Había llegado la hora de marcharse. Me habría gustado callejear por aquella zona de Londres. Me habría gustado llamar a Changez para que paseara a mi lado con sus andares de Charlie Ghaplin. Terry iba de aquí para allá y yo estaba mirando por la ventana, tratando de tranquilizarme. La gente que hablaba de las cosas con medias verdades me ponía enfermo. No podía soportar ese torrente de palabras, tanta seguridad, tanta charla vana sobre Cuba y Rusia y la economía, porque bajo la sólida estructura de las palabras se abría un abismo de ignorancia, de ceguera y, en cierto modo, de no querer saber. El amigo de Fruitbat-Jones, Chogyam-Rainbow-Jones, tenía una norma inquebrantable: únicamente hablaba de lo que había vivido por propia experiencia, de lo que había conocido directamente. Me parecía una norma bastante buena.

Volví a abrir la boca para decirle a Terry lo bobo que me parecía, lo simplona que podía llegar a ser su manera de ver las cosas, pero Terry se me adelantó.

– Podrías venirte a vivir aquí, ahora que Eleanor te ha puesto de patitas en la calle. En esta casa hay unas obreritas que están bastante bien. Oportunidades no te faltarán.

– De eso estoy seguro -le dije.

Me acerqué a él y le puse la mano entre las piernas. No pensé que fuera a permitirme el exceso de disfrutar; ni tampoco pensé que me fuera a permitir que le sacara la polla; pero yo soy de los que creen que este tipo de cosas hay que probarlas con todo el mundo que a uno le resulta atractivo, por si acaso. A lo mejor hasta les gusta, nunca se sabe, y si no les gusta, ¿qué? Cuando estaba así, la gente atractiva me parecía una provocación de por sí.

– No me toques, Karim -me pidió.

Pero yo seguí acariciándole, estrujándole la entrepierna, clavándole las uñas en las pelotas hasta que se me ocurrió mirarle a la cara. A pesar de lo furioso que estaba con él, a pesar de lo mucho que deseaba humillarle, de pronto descubrí tal humanidad en sus ojos y en el modo en que trataba de sonreír -tal inocencia en su modo de tratar de comprenderme, tal riesgo de salir malherido y, al mismo tiempo, la certeza implícita de que nada iba a ocurrirle- que retiré la mano. Me fui al otro extremo de la habitación y me quedé ahí, sentado, de cara a la pared. Pensé en la tortura y en la violencia gratuita. ¿Cómo podían ocurrir cosas así cuando bastaba una sola mirada implorante desde lo más profundo del corazón para que uno sintiera una compasión inconmensurable y se pasara un año entero llorando?

Me acerqué de nuevo a él y le tendí la mano. Parecía no entender lo que estaba ocurriendo.

– Hasta la vista, Terry -me despedí.

– ¿Hasta cuándo? -me preguntó, preocupado.

– Hasta que vuelva de América.

Me acompañó a la puerta. Me dijo adiós y luego me dijo que lo sentía mucho. Con franqueza, no me habría importado mudarme a Brixton a vivir con él, pero la época para esas cosas ya había pasado. América me estaba esperando.

17

La noche del estreno en Nueva York, después de la función, salimos del teatro y cogimos varios taxis entre todos para ir a un edificio de apartamentos de Central Park South, cerca del hotel Plaza. Debíamos de estar en la planta novecientos o algo así y hasta había una pared entera de vidrio que ofrecía una panorámica del parque y de la parte norte de Manhattan. Había criados con bandejas de plata y negros que tocaban «As Time Goes By» al piano. Reconocí a varios actores y me dijeron que habían invitado también a agentes, periodistas y editores. Carol iba de uno a otro autopresentándose. Pyke no se movía de su sitio, descentrado lo justo con respecto al epicentro de la sala, y con gracia y gusto aceptaba todos aquellos elogios nunca solicitados, sin duda con la esperanza de conocer a peluqueras de Wisconsin. Como buenos provincianos ingleses que temen un contagio capitalista, Tracey, Richard y yo estábamos prácticamente acurrucados en un rincón hechos unos flanes. Eleanor parecía divertirse de lo lindo charlando con un joven productor de cine, que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Al mirarla entonces, después de haber intercambiado con ella apenas cuatro palabras en tres meses, me di cuenta de lo poco que la conocía, comprendía y quería. La había deseado, sí, pero sin desearla. ¿En qué había estado pensando todos los ratos que había pasado con ella? Decidí que le hablaría cuando se hubiera tomado unas copas.

El hombre que dirigía el teatro, el doctor Bob, había ejercido como profesor universitario y crítico, y era un entusiasta de lo que él llamaba «artes étnicas». El despacho que tenía en el teatro estaba atestado de cestos peruanos, zaguales tallados, tambores africanos y pinturas. Sabía que, de algún modo, había intuido que yo me encontraba al borde del abismo porque, cuando todavía estábamos ensayando para el estreno, me dijo: «No te preocupes, ya te conseguiré algo de música decente», como si ya supiera que eso era precisamente lo que me hacía falta para sentirme como en casa.

Aquella noche, el doctor Bob hizo que Tracey y yo nos sentáramos en un par de asientos colocados en un extremo de la habitación y pidió silencio a todos los que quedaban detrás de nosotros. Pensaron que iba a pronunciar un discuso o a hacer algún tipo de declaración. Pero no fue así. De pronto, tres hombres de piel oscura irrumpieron en la sala aporreando unos tambores con una especie de gancho de madera. A continuación, un negro con pantalones de un rosa chillón y el torso desnudo empezó a contonearse por la habitación con los brazos extendidos. Al poco rato, dos mujeres negras se habían unido a ellos y movían las manos. Entonces, entró otro hombre con pantalones de un color muy llamativo y se enzarzaron los cuatro en una danza de apareamiento apenas a medio palmo de distancia de Tracey y de mí. A todo esto, el doctor Bob estaba en cuclillas en un rincón y gritaba: «¡Eso!» y «¡Así, así!», mientras los haitianos seguían bailando. Me sentí como uno de esos colonos que presencian un espectáculo de nativos. Cuando hubieron terminado, la gente prorrumpió en aplausos, embelesada, y el doctor Bob nos hizo estrechar la mano de todos los bailarines.

No volví a ver a Eleanor aquella noche hasta que prácticamente todos los invitados se hubieron marchado y Eleanor, Richard, Carol y yo fuimos a sentarnos alrededor de Pyke en uno de los dormitorios. Pyke estaba de un humor juguetón y risueño. Se encontraba en Nueva York con un espectáculo de éxito y rodeado de admiradores. ¿Qué más podía pedir? Y estaba entregado a uno de sus juegos favoritos. Ya me olía el peligro. Pero, si me marchaba, tendría que estar con desconocidos, así que decidí quedarme y aguantar a pesar de que no estaba de humor para eso.

– Vamos a ver -dijo Pyke-, va por todos vosotros: si os pudierais follar a cualquier persona en este apartamento, ¿a quién elegiríais?

Y todo el mundo se echó a reír y empezaron a mirarse los unos a los otros y a justificar su elección y a tratar de mostrarse audaces y a señalarse entre sí y a exclamar «¡A ti, a ti!». Una sola mirada bastó para que Pyke se diera cuenta de lo susceptible que estaba aquella noche, así que me excluyó del jueguecito. Yo asentí en señal de reconocimiento y le sonreí, y dije a Eleanor:

– ¿Podemos salir un momento a hablar? Sólo será un momento.

Pero Pyke enseguida tuvo que meterse.

– Esperad un momentito, esperad, que tengo algo que leeros.

– Vamos -insistí, pero Eleanor me retuvo agarrándome del brazo.

Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. Pyke tenia ya en las manos el cuaderno de notas y empezó a leer en voz alta las predicciones que había escrito cuando empezamos con los ensayos en aquella sala, junto al río, en la que todos éramos sinceros por el bien del grupo. ¡Dios mío, qué borracho estaba!, y no me cabía en la cabeza que todo el mundo estuviera tan atento. Era como si Pyke estuviera leyendo en voz alta críticas, pero no críticas del espectáculo, sino de nuestra personalidad, nuestra ropa, nuestras ideas… en fin, sobre nosotros. La cuestión es que leyó para todos lo que tenía sobre Tracey y Carol, pero yo me tumbé boca arriba en el suelo y no le escuché. De todos modos, no me parecía interesante.

– Y ahora -dijo por fin-, Karim. Esto te va a encantar.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Lo sé.

Y empezó a leer en voz alta lo que había escrito sobre mí. Todos aquellos rostros que le rodeaban se volvieron hacia mí y se echaron a reír. ¿Por qué me odiarían tanto? ¿Qué les había hecho yo? ¿Por qué no era más fuerte? ¿Por qué tenía que ser tan vulnerable?

– Salta a la vista que Karim está buscando a alguien con quien follar. Chico o chica, no le importa, y eso está bien. De todos modos, preferiría que fuera chica, porque así tendría además un cariño maternal. Por eso pasará revista a todo el elemento femenino de la compañía. Tracey es demasiado irascible e intransigente y demasiado pobre también; Carol es demasiado ambiciosa y Louise, físicamente, no encaja con su tipo. Así que será Eleanor. Karim la encuentra mona, aunque a Eleanor no le corta la respiración precisamente. Además, sigue fastidiada con lo de Gene y se siente responsable de su muerte. Hablaré con ella y le pediré que cuide de Karim, que le trate bien y le infunda un poco de seguridad. Mi predicción es que Eleanor se lo tirará, se lo tirará fundamentalmente por compasión, pero, aun así, él se enamorará de ella y ella será demasiado buena como para contarle la verdad. Acabará en sollozos.

Me fui a la habitación contigua. Me habría gustado estar en Londres, lejos de toda aquella gentuza. Llamé por teléfono a Charlie, que por entonces vivía en Nueva York, pero no estaba en casa. En realidad, ya había hablado varias veces por teléfono con él, pero todavía no nos habíamos visto. Entonces noté que Eleanor me rodeaba con sus brazos y me abrazaba.

– Vamonos, vamonos a cualquier sitio, donde podamos estar juntos -repetía yo una y otra vez.

Y, sin embargo, Eleanor me miraba con lástima y decía no, no, tenía que decirme la verdad, iba a pasar la noche con Pyke, quería conocerle lo más a fondo posible.

– Pues para eso no necesitas toda la noche -le dije.

Vi a Pyke salir del dormitorio rodeado de todos los demás y me lancé a destruirle. No logré darle ni un solo puñetazo bien dado. Aquello era un lío; yo lanzaba golpes a diestro y siniestro, pero había una especie de maraña de brazos y piernas. ¿De quién eran? Estaba totalmente fuera de mí, pataleaba, arañaba, gritaba. De pronto me entraron ganas de estrellar una silla contra el panel de vidrio de la ventana, porque quería bajar a la calle para ver cómo iba cayendo, a cámara lenta. Luego tuve la sensación de estar metido dentro de una especie de caja. Miraba hacia arriba y veía madera lustrosa, pero no podía moverme. Me encontraba inmovilizado. Era casi seguro que estaba muerto, gracias a Dios. Entonces oí una voz con acento americano que decía:

– Esos ingleses son como animales. Han tirado toda su cultura a la basura.

Bueno, en la ciudad de Nueva York, los taxis llevan ese cristal blindado para que no se carguen al conductor y los asientos patinan, así que prácticamente iba sentado en el suelo. Gracias a Dios que Charlie estaba conmigo. Me rodeaba el pecho con los brazos para que no acabara en el suelo. Se negaba a dejarme entrar en algún bar topless. Entonces, reconocí a los haitianos caminando por la calle, así que bajé la ventanilla, pedí al taxista que aminorara la marcha y les grité:

– ¡Eh, tíos! ¿Adónde vais?

– Para de una vez, Karim -dijo Charlie, sin enfadarse.

– ¡Venga, tíos! -chillé-. ¡Vayamos a algún sitio! ¡Disfrutemos de América!

Charlie ordenó al taxista que siguiera. Sin embargo, estaba de buen humor y parecía contento de verme, y eso que, al apearnos del taxi, me emperré en tumbarme en la acera y echar una cabezadita.

Charlie había asistido al estreno, pero, después de la función, había tenido que marcharse a cenar con un productor discográfico y no se había presentado a la fiesta hasta muy tarde. Cuando me encontró desmayado debajo del piano, rodeado de actores furiosos, me llevó a casa. Luego Tracey me dijo que precisamente me estaba aflojando la camisa cuando vio a Charlie que se me acercaba. Era tan guapo, me dijo, que no había podido reprimir las lágrimas.

Me desperté tapado con una manta en una habitación preciosa y alegre, no excesivamente grande, pero abarrotada de sofás y varios sillones viejos, una chimenea y una cocina que se adivinaba al otro lado de una puerta. De las paredes colgaban carteles enmarcados que anunciaban exposiciones de arte. También había libros: era un lugar con clase, no la típica madriguera de estrella del rock. Pero es que yo no consideraba a Charlie una estrella del rock. Aquélla no era su verdadera personalidad, sino sólo una máscara temporal, prestada.

Tuve que vomitar tres o cuatro veces antes de poder subir al piso de Charlie con café y tostadas con mermelada. Le encontré solo en la cama. Cuando le desperté no refunfuñó como de costumbre, sino que se incorporó, sonrió y me dio un beso. De hecho dijo un montón de cosas que me parecieron insólitas en sus labios.

– Bienvenido a Nueva York. Ya sé que ahora estás hecho polvo, pero aquí nos vamos a divertir como nunca. ¡Menuda ciudad! ¡Y pensar que hemos desperdiciado tantos años viviendo en el lugar equivocado! Pero pon ese disco de Lightnin' Hopkins. ¡Vamos a arrancar con buen pie!

Charlie y yo pasamos el día juntos paseando por el Village y nos tomamos batidos espesísimos de helado italiano. Una chica le reconoció y vino hasta nuestra mesa para entregarle una nota. «Gracias por haber regalado tu genio al mundo», había escrito. Pero también figuraba su número de teléfono en un rinconcito. Charlie la saludó con un gesto desde la otra punta de la cafetería. Había olvidado por completo la aventura que suponía salir con él por ahí. La gente le reconocía en todas partes, aunque se escondiera el pelo bajo un gorrito negro de lana y llevara un mono de mecánico y botas de trabajo.

No tenía ni la menor idea de que fuera tan famoso en los Estados Unidos. Doblaba una esquina y tropezaba con su cara pegada en la pared de una obra o en un cartel luminoso. Charlie había salido de gira con su nuevo grupo y había tocado en varios estadios y polideportivos del país. Me pasó los vídeos de los conciertos, pero no quiso estar presente mientras los veía. Y lo comprendía perfectamente. En el escenario llevaba cuero negro, hebillas plateadas, cadenas y collares de púas y al final de la actuación siempre acababa con el torso desnudo, delgado y pálido como Jagger, paseando su cuerpo desgarbado por escenarios espaciosos como hangares como un jugador de baloncesto insolente. Gustaba entre la gente que tenía más dinero para gastar, homosexuales y jóvenes, y su último disco, «Kill For DaDa», todavía estaba en las listas, a pesar de que habían transcurrido varios meses desde su lanzamiento.

Con todo, el sentido de amenaza se había disipado. Su fiereza era postiza y la música, ya bastante anodina de por sí, había perdido todo su dramatismo y agresividad al salir de Inglaterra y dejar atrás el desempleo, las huelgas y el antagonismo de clases. Lo que más impresionado me dejó fue que Charlie era consciente de todo eso.

– La música no vale mucho, ¿no? Pero es que no soy un Bowie y no te creas que no lo sé. Pero tengo ideas y cerebro. En el futuro, puede que haga algo bueno, Karim. Este país me inyecta tanto optimismo… Aquí la gente cree en ti y no se pasan el día tratando de hundirte como hacen en Inglaterra.

Por esa razón tenía alquilado aquel apartamento de tres plantas en un edificio de piedra caliza roja en la calle Diez Este, para poder componer las canciones de su siguiente disco y aprender a tocar el saxofón. Por la mañana, curioseando por ahí, descubrí que había un apartamento vacío y totalmente independiente en el ático de la casa. Así que, cuando ya me había puesto el abrigo para marcharme al teatro apenado por tener que separarme de él, le confesé:

– Mira, Charlie, ahora vivo con toda la compañía en un apartamento enorme. Pero es que no puedo soportar tener que ver a Eleanor todo el día. Me hace polvo el corazón.

Charlie no lo pensó dos veces.

– Me encantaría tenerte aquí, Ven esta noche, sí.

– Perfecto. Gracias, tío.

Eché a andar calle abajo medio riéndome, porque me hacía gracia que precisamente aquí, en los Estados Unidos, a Charlie le hubiera dado por hablar con aquel acento de los barrios bajos londinenses cuando mi primer recuerdo de él, de la escuela, se remontaba al día en que se había echado a llorar porque unos gitanillos se habían burlado de su acento de niño bien. Bueno, de hecho tampoco había oído a nadie hablar así en mi vida y, por si fuera poco, a Charlie le había dado también por la jerga de las rimas populares. Vendía britanidad y se estaba forrando.

Al cabo de unos días ya me había mudado a su casa. Charlie se pasaba prácticamente todo el día allí metido, concediendo entrevistas a periodistas del mundo entero, posando para fotos, probándose ropa y leyendo. A veces la casa aparecía sembrada de chicas californianas que escuchaban a Nick Lowe, Ian Dury y, especialmente, a Elvis Costello tumbadas por ahí. Sólo les hablaba cuando ellas me hablaban primero, pues esa combinación de belleza, experiencia, fatuidad y cueldad me tenía muy despistado.

Sin embargo, había también tres o cuatro mujeres neoyorquinas inteligentes y serias, editoras, críticas de cine, catedráticas de Columbia o sufíes, que se entregaban a danzas con vueltas y más vueltas: mujeres a las que él escuchaba con atención durante horas y horas antes de acostarse con ellas, para luego levantarse repentinamente y tomar nota de algunos puntos de la conversación que a los pocos días se encargaría de repetir delante de otra gente.

– Me están educando, chaval -solía decir, a propósito de aquella pandilla de ilusas con las que hablaba de política internacional, literatura sudamericana, danza y las virtudes del alcohol a la hora de inducir estados místicos. En Nueva York no sé avergonzaba de su ignorancia: quería aprender, quería dejar de mentir y de echarse faroles.

Y mientras me paseaba por el piso y le oía hablar de Le Corbusier me di cuenta de lo bien que le sentaban la fama, el éxito y la riqueza. Ya no estaba tan inquieto, desagradable ni malhumorado como le recordaba. Ahora que había alcanzado la cumbre, ya no tenía por qué mirar hacia arriba con envidia: podía dejar a un lado la ambición y comportarse de un modo más humano. Le habían propuesto participar en una película y en una obra de teatro, conocía a gente importante y hacía viajes instructivos. La vida era estupenda.

– Te voy a contar una cosa, Karim -me dijo mientras desayunaba en la cama, que era precisamente cuando más hablábamos, con la amiguita de turno presente-. Te voy a hablar del día en que me enamoré por primera vez en mi vida. Enseguida supe que ahí iba a pasar algo gordo. Estaba en una casa de Santa Mónica, después de unas actuaciones en Los Angeles y San Francisco. – ¡Qué resonancias mágicas tenían esos nombres para mí!-. Era una casa con cinco terrazas construida encima de la empinadísima ladera de una frondosa colina. Acababa de darme un baño en la piscina, que estaba impoluta porque un criado acababa de quitar todas las hojas que flotaban en el agua con una red. Pues me estaba secando mientras hablaba por teléfono con Eva, que estaba en West Kensington, cuando la esposa de uno de esos actores famosos, que era la propietaria de la casa, se me acercó y me tendió las llaves de su moto. Una Harley. Fue entonces cuando comprendí de pronto que adoraba el dinero, el dinero y todo lo que se podía comprar con él. Me juré que nunca más volvería a estar sin dinero porque con él podía comprarme una vida como aquélla todos los días.

– El tiempo y el dinero son lo mejor que hay, Charlie, pero si no se anda con cuidado pueden reforzar tu extrañeza, tu desenfreno y tu codicia. El dinero puede llegar a romper ese cordón umbilical que te une a la realidad. Ahí estás tú, por ejemplo, observando el mundo desde lo alto, convencido de que todo lo comprendes, de que eres igual que todo el mundo, cuando en realidad no tienes ni la más puñetera idea, ninguna en absoluto. Pues sí, porque los problemas de dinero y de trabajo ocupan el centro de las vidas del común de los mortales.

– Pues a mí me encantan esas conversaciones -dijo-. Me hacen pensar. Gracias a Dios que no soy un caprichoso, como tú dices.

Charlie estaba en forma. Todas las mañanas, a las once, cogía un taxi hasta Central Park, se pasaba una hora corriendo y luego dedicaba otra hora al gimnasio. Había temporadas en las que se pasaba días y días alimentándose a base de cosas rarísimas como legumbres, soja germinada y tofu, y, entonces, yo tenía que zamparme a toda prisa mis hamburguesas en el portal, bajo la nieve, porque, como solía decir: «No permitiré que se cuele un animal entre estas cuatro paredes.» Todos los jueves por la noche venía a visitarle su camello particular. Esta era otra de las costumbres civilizadas que había aprendido en Santa Mónica, o eso pensaba Charlie. Y luego estaba ese modo tan especial que tenía aquel ex estudiante de cine de la Universidad de Nueva York de presentarse con su caja de Pandora y abrirla encima del catálogo de Charlie del Museo de Arte Moderno. Entonces Charlie se lamía la punta del dedo y señalaba aquel pequeño montículo de hierba, ese poquito de coca, unos cuantos estimulantes, unos tranquilizantes y un poco de heroína para esnifar.

En Nueva York, el espectáculo se mantuvo en cartel poco tiempo, sólo un mes, porque Eleanor tenía que empezar el rodaje del pequeño papel que había conseguido en la gran película. Las recaudaciones del espectáculo no eran lo suficientemente buenas para podernos permitir el lujo de contratar a otra actriz que sustituyera a Eleanor y, además, Pyke se había marchado ya a San Francisco a dar sus clases.

Cuando todos los demás regresaron a Londres, decidí romper mi billete de avión y quedarme en Nueva York. En Londres no tenía nada que hacer y papá habría detectado enseguida ese ir a la deriva y lo habría aprovechado para utilizarlo contra mí diciéndome que lo que tendría que haber hecho era estudiar para médico o, por lo menos, ir al médico. En Nueva York podía vivir como un vegetal andante y sin cortapisas.

Disfrutaba callejeando por la ciudad, comiendo en restaurantes chinos con Charlie, haciéndole la compra (le compraba coches y propiedades), contestando al teléfono y charlando con los músicos británicos que estaban de paso. Además éramos un par de inglesitos en el corazón de los Estados Unidos, la tierra en la que había nacido la música y donde Mick Jagger, John Lennon y Johnny Rotten vivían a la vuelta de la esquina. Era como un sueño hecho realidad.

Y, a pesar de todo, la depresión y el odio que sentía hacia mí mismo, ese constante deseo de mutilarme con cascos de botella rotos, esa especie de crisis de aturdimiento y de sollozos, ese sentirme incapaz de levantarme de la cama durante días y días, esa sensación de que el mundo acabaría por aplastarme, persistían con fuerza. Y, no obstante, sabía que no iba a enloquecer, aunque esa liberación, ese abandonarse era un desahogo que me hacía falta. Me limitaba a esperar mi curación.

Empecé a sentirme maravillado ante mi propia fortaleza. No alcanzaba a comprender qué me mantenía en pie. Acabé por atribuirlo al arraigado instinto de supervivencia que había heredado de papá. Papá siempre se había sentido superior a los británicos. Ese era el legado de su infancia en la India: la rabia política que se convertía en sorna y desdén. A su modo de ver, en la India los británicos eran gente ridícula, estirada, insegura, víctima de sus propias convenciones. Y, en cierto modo, me había enseñado que no podíamos permitirnos la vergüenza del fracaso delante de aquella gentuza. Aquella pandilla de ex colonialistas nunca debía vernos de rodillas, porque eso era precisamente lo que esperaban de nosotros. Ahora, en cambio, estaban acabados, su Imperio se había desvanecido, se les había agotado el tiempo y ahora nos tocaba a nosotros. Por eso no quería que papá me viera en aquel estado, porque sabía que sería incapaz de comprender que hubiera liado tanto las cosas con unas oportunidades tan buenas y en el momento ideal para salir adelante.

Charlie me daba dinero siempre que lo necesitaba y me animaba para que me quedara en Nueva York. Sin embargo, a los seis meses le dije que había llegado la hora de largarme. Tenía miedo de que me considerara una carga, un estorbo, un parásito, aunque nunca se había quejado. Al decírselo se puso muy terco y paternal:

– Karim, tú te quedas aquí porque éste es tu sitio. Ahí fuera hay un montón de cabrones y ¿acaso no tienes todo cuanto te hace falta?

– Sí, claro.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– Ninguno -le dije-. Es sólo que…

– Pues ya está. Y ahora vayamos a comprarnos algo de ropa, ¿vale?

No quería que me marchase. Era espeluznante esa relación de dependencia que se había creado entre nosotros. Tengo la sospecha de que le gustaba tenerme como testigo. Con el resto de la gente se mostraba reservado, enigmático, lacónico: tenía las virtudes del divo y los tejanos le sentaban de maravilla. Y, sin embargo, conmigo le gustaba hablar de todo como en nuestros tiempos de estudiantes. Conmigo todavía podía quedarse deslumbrado cuando le presentaban a según quién, le invitaban a según dónde y le llovían regalos por todas partes. Era yo, Karim, quien le veía meterse en la limusina interminable; era yo quien le veía sentado en el salón de té ruso en compañía de estrellas de cine, escritores célebres y productores cinematográficos. Era yo también quien le veía subir a casa con mujeres, enzarzarse en debates con intelectuales y posar para el Vogue italiano. Yo era el único capaz de valorar lo lejos que había llegado desde que había salido de Beckenham. Daba la sensación de que, sin mi presencia para atestiguarlo, el paso de gigante de Charlie poco significaba. En pocas palabras: yo era como un espejo de cuerpo entero, pero un espejo capaz de recordar.

Mi primera impresión según la cual el éxito había supuesto para Charlie una liberación era equivocada: había un montón de cosas de Charlie que me pasaban por alto, sencillamente porque quería que me pasaran por alto. A Charlie le gustaba recitar el «Oh tenebroso, tenebroso, tenebroso» de Milton y él era tenebroso, desdichado y estaba airado. Enseguida aprendí que fama y éxito eran dos cosas muy distintas en Gran Bretaña y en Estados Unidos. En Gran Bretaña, exhibirse se consideraba una vulgaridad, mientras que en Estados Unidos la fama tenía un valor de por sí, más alto aun que el del dinero. Los familiares de los famosos eran famosos a su vez… Sí, la fama era hereditaria: los hijos de las estrellas eran estrellitas. Además, la fama proporcionaba cosas imposibles de conseguir a cambio de dinero. La fama era algo que Charlie había ambicionado desde el día en que había colgado la venerada imagen de Brian Jones en la pared de su cuarto. Y, sin embargo, ahora que ya la tenía, había descubierto que no podía prescindir de ella cuando se le antojara. A veces, sentado a la mesa de un restaurante, se quedaba callado una hora entera y luego se ponía a gritar: «¿Por qué tiene que mirarme esa gente cuando estoy intentando comer? ¡Y esa mujer que lleva esa borla de polvera por sombrero, que se vaya a la mierda!» Le requerían constantemente. El Pez se había asegurado ya de que Charlie estuviera siempre de actualidad y le hacía aparecer en programas de entrevistas, en estrenos y en galerías, donde tenía que ser invariablemente gracioso e iconoclasta. Una noche llegué tarde a una fiesta y lo encontré acodado a la barra con la expresión sombría de quien ya está harto porque la anfitriona estaba empeñada en que les hicieran una fotografía juntos. Charlie empezaba a estar en desacuerdo con todo aquel tinglado: no tenía el don.

Hubo un par de episodios que por fin me incitaron a regresar a Inglaterra y a salir de la vida de Charlie. Un día, regresábamos a casa del estudio de grabación y un hombre nos abordó por la calle.

– Soy periodista -nos dijo con acento inglés. Debía de rondar la cuarentena. Respiraba con dificultad, tenía las mejillas hundidas y era calvo. Apestaba a alcohol y parecía desesperado-. Ya me conoces, Tony Bell. Trabajaba para el Mirror, en Londres. Necesito que me concedas una entrevista. Podríamos fijar una cita. Soy bueno, ya lo sabes. Hasta puedo escribir la verdad.

Charlie echó a andar, pero aquel periodista era un pobre desgraciado y ya no le quedaba orgullo, así que se puso a seguirnos corriendo por la calzada.

– ¡No te pienso dejar en paz! -dijo, sin resuello-. Tu nombre está donde está gracias a gente como yo. Si hasta he entrevistado a tu madre.

Y, entonces, agarró a Charlie del brazo. Ahí ya dio el paso en falso. Charlie trató de sacudírselo de encima, pero el hombre no lo soltaba. Entonces fue cuando le arreó un puñetazo en la sien y el hombre se fue dejando caer, medio atontado, hasta quedarse de rodillas gesticulando como quien implora perdón. Pero Charlie no había descargado todavía toda su rabia, así que le dio una patada en el pecho y, cuando el hombre se agarró a sus piernas porque se caía hacia un lado, Charlie le pisoteó las manos. Aquel hombre vivía por ahí cerca y yo me lo encontraba por la calle, por lo menos una vez a la semana, con la bolsa de la compra del colmado en la mano sana.

El otro motivo que me impulsó a querer abandonar Nueva York fue de orden sexual. A Charlie le gustaba experimentar. Desde los tiempos de la escuela en que hablábamos acerca de con cuál de las mujeres menstruantes de la fiesta nos gustaría practicar el cunnilingus (y ninguna de ellas bajaba de los sesenta) queríamos follarnos a cuantas mujeres pudiéramos. Y, al igual que esa gente que se ha criado en tiempos de escasez y racionamiento, ninguno de nosotros podía olvidar lo que habíamos suspirado por el sexo y las tribulaciones que habíamos tenido que pasar para conseguirlo. Así que nos llevábamos sin manías a todas las mujeres que se ofrecían.

Una mañana, estábamos comiendo rosquillas y muesli y tomando zumo de naranja con cubitos mientras hablábamos de nuestra escuela de medio pelo como si fuera el mismísimo Eton, cuando Charlie comentó de pasada que había estado pensando en varios aspectos del sexo, en ciertas perversiones que quería poner en práctica.

– Va a ser la experiencia definitiva -dijo-, así que a lo mejor te interesa estar presente, ¿no?

– Si quieres…

– ¿Cómo que si quiero? Te estoy ofreciendo una cosa, tío, y lo único que se te ocurre decir es «si quieres». Antes solías estar dispuesto a cualquier cosa. -Me miró con verdadero desprecio-, Tus nalgas morenitas eran capaces de pasarse horas y horas bombeando sin perder comba por cualquier orificio repugnante y abrirse camino a través de hongos y todo tipo de asquerosidades…

– Todavía estoy dispuesto a cualquier cosa.

– Sí, pero estás triste.

– Es que estoy despistado -le confesé.

– Pues escucha -dijo Charlie inclinándose hacia mí y dando un golpecito a la mesa-. Sólo llegaremos a conocernos bien si nos forzamos hasta el límite, y eso es precisamente lo que pienso hacer: llegar hasta el mismísimo límite. Mira a Kerouac y a toda esa gente.

– Eso, mírales. ¿Y qué, Charlie?

– Bueno, estoy hablando, así que déjame terminar -me dijo-. Vamos a llegar hasta el fondo y va a ser esta noche.

Así que aquella noche, a las doce, se presentó en casa una chica llamada Frankie. Fui yo quien bajó a abrirle la puerta mientras Charlie se apresuraba a poner el primer disco de la Velvet Underground -habíamos tardado media hora en decidir la música que íbamos a escuchar esa noche-. Frankie tenía el pelo cortísimo, una cara huesuda y pálida, un diente careado y era joven, tenía veintipocos años, una voz modulada y aterciopelada y la risa fácil. Llevaba puesta una camisa negra y mallas negras. Cuando le pregunté «¿A qué te dedicas?», fue como volver a oír a uno de aquellos obsesos de las camisas de nailon de las antiguas veladas que Eva solía celebrar en Beckenham hacía tanto tiempo. Descubrí que Frankie era bailarina, actriz, y que tocaba el chelo eléctrico. De pronto, dijo:

– El sometimiento me interesa. Me refiero al dolor como juego. Todo el mundo ama profundamente el dolor. El deseo de padecer dolor existe, ¿no crees?

Al parecer, muy pronto íbamos a averiguar si existía o no ese deseo. Miré a Charlie, porque quería compartir con él la gracia que me había hecho, pero estaba sentado con el cuerpo echado hacia adelante y no hacía más que asentir con entusiasmo a todo cuanto decía. Cuando Charlie se puso de pie, yo me levanté a mi vez. Frankie me cogió del brazo y Charlie de la mano.

– A lo mejor os lo queréis montar juntos, ¿qué me decís?

Miré a Charlie y recordé la noche de Beckenham en que había tratado de besarle y él había apartado la cara. De lo mucho que me deseaba -me dejó que le tocara-, aunque se negara a reconocerlo, como si pudiera desentenderse de lo que estaba haciendo sin necesidad de marcharse. Papá lo había adivinado en cierto modo. Pero es que eso fue la misma noche en que sorprendí a papá follándose a Eva en el césped, el acto que supuso mi iniciación en la traición, la mentira, el engaño y el dejarse llevar por el corazón. Esta noche, en cambio, la expresión de Charlie era franca, cariñosa; no había en ella ni rastro de rechazo, sólo entusiasmo. Esperó a que yo hablara. Nunca me había imaginado que un día me miraría de ese modo.

Subimos, porque Charlie había preparado la habitación. Estaba prácticamente en penumbra, apenas iluminada por unas cuantas velas: una a cada lado de la cama y tres encima de las estanterías de libros. Por alguna razón la música era cantos gregorianos. Nos habíamos pasado horas y horas discutiendo el asunto. No quería oír nada que pudiera distraerle mientras le torturaban. Charlie se desnudó. Estaba más delgado que nunca, musculoso, con la piel tensa. Frankie echó la cabeza hacia atrás y Charlie la besó. Yo seguía ahí de pie, así que me aclaré la voz y dije:

– ¿Estáis seguros de que queréis que me quede y todo eso?

– ¿Y por qué no? -dijo Frankie, mirándome por encima del hombro-, ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Estáis seguros de que queréis espectadores?

– No es más que sexo -dijo-. Tampoco le van a operar…

– Sí, claro, pero…

– ¡Siéntate de una vez, Karim, haz el favor! -me pidió Charlie-. Y deja de hacer memeces, que no estamos en Beckenham.

– Eso ya lo sé.

– Entonces, ¿por qué sigues ahí como un pasmarote con ese aspecto tan inglés?

– ¿Qué quieres decir con eso de inglés?

– Tan escandalizado, tan santurrón y moralista, tan inepto para entusiasmarse y divertirse. Vaya unos estrechos, los ingleses. Aquello es el Reino de los Prejuicios. ¡No seas como ellos!

– Charlie es tan vehemente… -dijo Frankie.

– En ese caso me pondré cómodo -dije-. Como si no estuviera.

– Eso por descontado -dijo Charlie, furioso.

Me fui a instalar en el sillón que había junto a la ventana con las cortinas corridas -el rincón más oscuro de la habitación- con la esperanza de que se olvidaran de mi presencia. Frankie se desnudó, dejando al descubierto sus tatuajes, y se estuvieron acariciando de la manera ortodoxa. Frankie estaba hecha un fideo, así que acostarse con ella debía de ser algo así como meterse en la cama con un paraguas. Y yo seguía dando sorbitos a mi piña colada y, a pesar de estar sudando debido a la indignidad de la situación, no podía dejar de pensar en lo insólito que era presenciar el coito de otra pareja. ¡Lo educativo que iba a resultar! ¡La de conocimientos que se podían extraer a través de una ilustración práctica de caricias, posiciones y posturas! Se lo iba a recomendar a todo el mundo.

Frankie tenía su bolsa junto a la cama y la abrió para coger unas correas de cuero con las que inmovilizó las muñecas y los tobillos de Charlie. Acto seguido, le ató a aquella cama tan pesada y espaciosa y lo remató metiéndole un pañuelo negro en la boca. Después de revolver el bolso durante un rato, sacó una cosa que tenía todo el aspecto de ser un murciélago muerto. En realidad, se trataba de una capucha de cuero negro con una cremallera en la parte de delante. Frankie cubrió la cabeza de Charlie con él y se puso de rodillas para poder abrochárselo por detrás, con los labios fruncidos por la concentración, como si estuviera cosiendo un botón. Y ya dejó de ser Charlie: se había convertido en un cuerpo con un saco por cabeza, sin humanidad y listo para ser ejecutado.

Frankie le besó, le lamió y chupó como una amante sentada encima de él. Vi que Charlie empezaba a relajarse, pero vi también que Frankie cogía una de las velas y la sacudía mientras la mantenía en alto justo a la altura del pecho, hasta hacerle gotear la cera fundida sobre la piel. Al notarla, dio una sacudida y soltó un gruñido y fue todo tan inesperado que se me escapó una carcajada. Eso le enseñaría a no pisotearle las manos a la gente. Luego empezó a echarle cera por todo el cuerpo: barriga, muslos, pies, polla. Y ahí sí que, de haber sido yo la víctima de la cera hirviendo en el escroto, habría atravesado el tejado. Como es natural, Charlie tuvo la misma reacción; se debatió y la cama se tambaleó, pero ninguna de las dos cosas disuadió a Frankie de pasarle la llama de la vela por encima de los huevos. Aquella misma tarde, Charlie me había advertido: «Habrá que asegurarse bien de que estoy bien atado. No quiero huir. ¿Cómo era aquello que dijo Rimbaud? "Quiero ir hasta el fondo de la degradación para alcanzar lo desconocido a través de la anulación de los sentidos." Esos poetas franceses son los responsables de un montón de cosas y yo estoy dispuesto a llegar hasta el final.»

Así que mientras Charlie se acercaba a lo desconocido, Frankie se iba moviendo sobre él susurrándole palabras de aliento:

– Mmmm… eso sí ha estado bien. ¿Qué? ¿Te ha gustado? Tienes que estar convencido, convéncete, ¿Y qué me dices de esto? Delicioso, ¿a que sí? Y esto; esto sí que es fuerte. Se nota que empiezas a cogerle el gustillo, Charlie -le dijo mientras le dejaba la polla hecha prácticamente una salchicha de Frankfurt.

«¡Dios santo! -pensé-, ¿qué diría Eva si nos viera, a su hijo y a mí, en este preciso instante?»

Mis elucubraciones se vieron interrumpidas por algo que yo veía pero Charlie no podía ver. Frankie sacó un par de pinzas de madera de la bolsa y, mientras le mordisqueaba un pezón, le pellizcó el otro con una de las pinzas que, según pude observar, tenía un muelle con un aspecto de lo más eficaz. Luego le pellizcó el otro pezón con la que le quedaba.

– Relájate, relájate -le decía, pero me pareció detectar un cierto apremio en sus palabras, como si tuviera miedo de haber ido demasiado lejos.

Charlie tenía la espalda arqueada y todo el aspecto de estar soltando alaridos por los oídos. Sin embargo, al oír su voz, se fue relajando poco a poco hasta acostumbrarse al dolor, lo cual, en el fondo, no dejaba de ser exactamente lo que pretendía. Y fue entonces cuando Frankie se detuvo y le dejó a solas unos minutos así, tal cual, para darle tiempo de poder familiarizarse con lo que era deseo y lo que era dolor autoinfligido. Y fue en ese momento, en cuanto la vi apagar la vela de un soplo, lubricarla y metérsela por el culo hasta el fondo, cuando me di cuenta de que ya no amaba a Charlie. Ya nada me importaba lo que hiciera o pudieran hacerle. No me interesaba lo más mínimo. Yo ya le había superado y me había ido descubriendo a mí mismo a través de todo cuanto había ido rechazando. En aquel momento sólo me parecía un alocado.

Me puse de pie. Me sorprendió descubrir que Charlie no sólo seguía con vida todavía, sino que, además, la tenía dura como una piedra. Comprobé este extremo cambiándome de sitio y yéndome a situar junto a la cama, a primera fila, donde me agaché para ver cómo Frankie se sentaba a horcajadas encima de él y se lo follaba, indicándome que le quitara las pinzas cuando se estuviera corriendo. Me alegró ser de utilidad.

Fue una noche estupenda, enturbiada sólo por Frankie, que perdió una de sus lentillas.

– ¡Me cago en Dios! -exclamó-. ¡Es el único par que tengo!

Así que nos pusimos los tres a gatas y nos pasamos media hora buscando por toda la habitación.

– Habrá que levantar los tablones de madera del suelo -se rindió Frankie-. ¿No tenéis una palanca en esta casa?

– Puedes usar mi carajo -le propuso Charlie.

Charlie le dio dinero y se deshizo de ella.

Después de esto decidí que iba a regresar a Londres. Mi agente me había telefoneado para decirme que se habían convocado unas pruebas muy importantes. Iban a ser las pruebas más importantes de mi vida, me aseguró, una razón más que suficiente para no presentarme. Por otra parte, era también la prueba que mi agente me había buscado, así que pensé que habría que recompensarle con mi presencia.

Sabía que Charlie no iba a aceptar que me fuera de Nueva York, y tardé dos días en reunir el valor suficiente para abordar la cuestión. Cuando se lo dije, se echó a reír, como si le estuviera mintiendo y en realidad quisiera dinero o algo así. Pero luego se apresuró a pedirme que trabajara para él a jornada completa.

– Llevo ya tiempo pensando en pedírtelo -me explicó-. Combinaremos negocios y placer. Hablaré con el Pez sobre tu sueldo. Será lucrativo, no te apures. Serás un pececillo gordo morenito. De acuerdo, ¿pequeñín?

– Pues no, grandullón. Me voy a Londres.

– ¿Pero qué estás diciendo? Dices que te vas a Londres cuando estoy a punto de empezar una gira por todo el mundo: Los Angeles, Sidney, Toronto… Te quiero a mi lado.

– Pero es que yo quiero encontrar trabajo en Londres.

Charlie se enfadó.

– Eso de marcharse cuando las cosas empezaban a animarse me parece una estupidez. Te tengo por un buen amigo, un buen ayudante. Sabes cómo conseguir que las cosas funcionen.

– Por favor, Charlie, dame el dinero que me hace falta para marcharme. Te estoy pidiendo que me ayudes. Solamente quiero eso.

– Con que es eso lo que quieres, ¿eh?

Se paseaba arriba y abajo y hablaba como un catedrático que dirige un seminario a estudiantes que no ha visto en su vida.

– Inglaterra está caduca. Ya nadie cree en nada. Aquí, en cambio, hay dinero y éxito, y la gente está motivada, hace cosas. Inglaterra es un lugar precioso para vivir si eres rico, pero, si no, es un asqueroso lodazal de prejuicios, tensiones sociales y todo lo que te puedas imaginar. Ya nada funciona y la gente no trabaja…

– Charlie…

– Por eso no tengo la mínima intención de dejarte marchar. ¿Para qué marcharte cuando podrías triunfar aquí? ¿Para qué? En América puedes conseguir cuanto te propongas. Así que, ¿qué quieres? ¡Venga, dime qué quieres!

– Charlie, lo único que te estoy pidiendo…

– ¡Ya te oigo cómo pides! ¡Cómo suplicas! Pero alguien tiene que salvarte.

Y eso fue todo. Se sentó y ya no dijo palabra. Al día siguiente, cuando decidí no hablarle como desquite, Charlie acabó cediendo:

– Está bien, está bien, si tan importante es para ti, te compraré un billete a Londres ida y vuelta, pero tienes que prometerme que volverás.

Se lo prometí. El meneó la cabeza y me dijo:

– No te va a gustar, te lo digo yo.

18

Y así fue como, gracias al dinero de Charlie, pude regresar a Londres en avión con un gramo de coca como regalo de despedida y su advertencia en mente. Me alegraba estar de vuelta, porque empezaba a echar de menos a mis padres y a Eva. A pesar de que había hablado con ellos por teléfono varias veces, tenía ganas de verles las caras de nuevo. Tenía ganas de discutir con papá. Eva me había dado a entender que iban a ocurrir grandes cosas. «¿Qué cosas?», le pregunté varias veces. «No te lo puedo decir a no ser que estés aquí», me dijo, por picarme la curiosidad. No tenía ni la menor idea de qué podía ser.

Durante el viaje de regreso tuve dolor de muelas, así que pedí hora al dentista tan pronto como puse los pies en Inglaterra. Me paseé por Chelsea, contento de estar de nuevo en Londres, y sentí un tremendo alivio al poder volver a posar la mirada en algo antiguo. Cheyne Walk estaba precioso, con aquellas casitas llenas de flores y sus placas azules en la fachada. Era estupendo, siempre que uno no tuviera que oír las voces de sus inquilinos.

Cuando la enfermera me indicó que me sentara en el sillón, saludé al dentista con un ademán de la cabeza y, entonces, él le preguntó con acento sudafricano:

– ¿Sabe si habla inglés?

– Un poquitín -repuse.

Callejeé por el centro de Londres y vi que estaban transformando la ciudad de arriba abajo: lo nuevo había ido sustituyendo a lo viejo y medio desmoronado, y lo nuevo era espantoso. Era como si se hubiera perdido el don de crear belleza. Y hasta la gente se me antojaba fea. Los londinenses parecían odiarse los unos a los otros.

Fui a tomar una copa con Terry, que estaba preparando nuevos episodios para la serie de su sargento Monty. Entre piquetes, manifestaciones y el apoyo que necesitaban varias huelgas, apenas le quedaba tiempo para verme. De lo único que hablamos fue de la situación del país.

– No sé si te habrás dado cuenta, Karim, pero Inglaterra está acabada. Se está hundiendo. La oposición ha conseguido atarla de pies y manos. Anoche, el gobierno perdió en la votación. Van a convocarse elecciones. Ese atajo de cobardes irá directo al matadero. Así que o ganamos nosotros, o nos enfrentaremos al triunfo de la derecha.

Terry tenía la manía de anunciar crisis cada dos por tres, pero por otra parte no se podía negar que aquel país dividido e indignado estaba sumido en un verdadero caos: había huelgas, manifestaciones, reivindicaciones salariales.

– Tenemos que hacernos con el control de la situación -insistía Terry-. La gente quiere mano dura y un cambio de orientación.

Terry estaba convencido de que iba a estallar una revolución y eso era lo único que le importaba por el momento.

Al día siguiente, hablé con los productores del serial para el que me habían propuesto y con los responsables del reparto. Tuve que ir a verles al despacho que habían alquilado en el Soho para toda la semana, pero no me apetecía hablar con ellos, aunque hubiera volado desde Estados Unidos para hacerlo. Ya fuera gracias a su arte o a sus artimañas, lo cierto es que Pyke siempre se había salido con la suya y nada burdo había pisado su escenario. Su vida entera dependía de la calidad de su trabajo. Por eso me bastaron cinco minutos para darme cuenta de que aquellas personas con jerséis esponjosos eran unos arrogantes de tres al cuarto que se las daban de genios. Hablaban como si estuvieran preparando algo de Sófocles, pero me pidieron que me paseara por el despacho y que improvisara, con un par de actores de medio pelo que ya habían firmado el contrato, una escena de prueba que transcurría en una tienda de pescado frito y patatas fritas en la que no sé quién discutía por un pedazo de bacalao y alguien acababa con el brazo escaldado por culpa del aceite hirviendo. Era una gente de lo más sosa y aburrida y, de aceptar el trabajo, tendría que pasarme meses y meses con ellos.

Pero me dejaron marchar por fin y pude regresar al apartamento del Pez, un lugar impersonal pero cómodo en el que vivía de prestado y que recordaba ligeramente una habitación de hotel. Y precisamente estaba ahí sentado, pensando si no sería lo mejor hacer las maletas y marcharme a Nueva York definitivamente para trabajar para Charlie, cuando sonó el teléfono. Era mi agente.

– Buenas noticias. Acaban de llamar para decirme que el papel es tuyo.

– Estupendo -dije.

– Fantástico -puntualizó.

Pero tardé dos días en asimilar el verdadero significado de aquella oferta. ¿De- qué se trataba exactamente? Me acababan de dar un papel para un nuevo serial televisivo que iba a montar un embrollo con temas de la más rabiosa actualidad; es decir, con abortos y ataques racistas, la clase de cosas que la gente sufría en carne propia pero nunca veía por televisión. De aceptar la oferta, iba a encarnar a un estudiante rebelde, hijo de un indio propietario de una tienda. Esas cosas las miraban millones y millones de personas. Iba a ganar montones de dinero. Me reconocerían en todo el país. Mi vida entera cambiaría de la noche a la mañana.

Cuando estuve seguro de que me habían dado el papel y hube aceptado, decidí hacer una visita a papá y Eva y darles la noticia. Tardé una hora entera en decidir qué ponerme y estudié mi aspecto desde varios ángulos diferentes y en cuatro aspectos distintos antes, durante y después de haberme vestido buscando un estilo desenfadado, pero no descuidado. No quería presentarme con el aspecto de un empleado de banca, pero tampoco quería dejar traslucir lo que quedaba todavía de mi depresión y malos ratos. Me decidí por un jersey negro de cachemira, pantalones de pana gris -pero de pana gruesa, de lujo, de esa que tiene buena caída y no hace arrugas- y mocasines negros norteamericanos.

Enfrente de la casa de papá y Eva vi a dos personas salir de un taxi. Una era un chico joven, con los pelos de punta, que cargaba con varias bolsas negras de material fotográfico y un foco enorme; le acompañaba una mujer de mediana edad, de porte elegante, que llevaba una gabardina beige de aspecto caro. Para crispación de la mujer, el fotógrafo se puso a gesticular como un loco al ver que subía los peldaños que conducían al portal de Eva y llamaba al timbre.

– ¿Eres el manager de Charlie Hero?

– No, su hermano.

Eva nos abrió la puerta. Por un momento pareció desconcertada al vernos llegar a los tres a la vez. Además, tampoco me reconoció a primera vista: debía de haber cambiado, aunque no sabía muy bien en qué. Me sentía mayor, de eso sí me daba cuenta. Eva me indicó que esperara un momento en el vestíbulo, así que ahí me quedé, repasando el correo mientras pensaba que había cometido un error al marcharme de Estados Unidos. Rechazaría la oferta para el serial y me marcharía. Después de saludar a los otros dos visitantes y de ofrecerles asiento, Eva vino a reunirse conmigo con los brazos abiertos, me abrazó y me besó.

– Me alegro de volver a verte, Eva. No tienes ni idea de lo mucho que te he echado de menos -dije.

– ¿Por qué hablas así? -se sorprendió-. ¿Acaso has olvidado cómo hay que hablar con la familia?

– No sé, es que me encuentro un poco raro, Eva.

– No te preocupes, cielo; te comprendo perfectamente.

– Lo sé. Por eso he vuelto.

– Tu padre se pondrá contento cuando te vea -dijo-. Te ha echado mucho de menos, mucho más de lo que tú podrías echar de menos a cualquiera de nosotros. Es que le destroza el corazón que estés tan lejos, ¿sabes? Yo ya le digo que Charlie cuida de ti.

– ¿Y eso le tranquiliza?

– No. ¿Se ha vuelto heroinómano?

– ¿Cómo puedes preguntar esas cosas, Eva?

– Dímelo a la cara.

– No -repuse-. Eva, ¿qué pasa? ¿Quiénes eran esos tipos tan ridículos?

– Ya te lo contaré -dijo bajando el tono de voz-. Vienen a hacerme una entrevista por lo del piso para la revista Furnishings. Quiero vender la casa y mudarme a otro sitio y vienen a hacerme algunas fotografías y a hablar conmigo. ¿Por qué has tenido que venir hoy precisamente?

– ¿Qué día te habría ido mejor?

– ¡Venga, basta ya! -me advirtió-. Eres nuestro hijo pródigo, así que no vayas a estropearlo.

Eva me condujo a la habitación en la que solía dormir en el suelo. El fotógrafo estaba preparando su equipo. Cuando papá se levantó para abrazarme, me dejó pasmado.

– Hola, hijo -me saludó.

Llevaba una especie de collarín blanco muy grueso alrededor del cuello que se le incrustaba en la barbilla.

– Es que el cuello me duele horrores -me explicó con una mueca-. Este collarín me alivia el peso de la cabeza que me oprime la columna vertebral.

Recordé que, de niño, papá siempre me ganaba cuando echábamos una carrera por el parque hasta la piscina. Siempre que hacíamos peleas, me inmovilizaba en el suelo sentándoseme encima y me hacía prometer que siempre le obedecería. Ahora apenas se podía mover sin tambalearse. Me había convertido en el fuerte; pero ya no podía pelear con él -y eso que quería pelear con él- sin dejarle fuera de combate de un solo golpe. Era un desengaño muy triste.

Eva, en cambio, con su minifalda, medias negras y zapato plano tenía un aspecto fresco y dinámico. Llevaba un corte y un tinte de pelo con clase y olía maravillosamente. Ya no quedaba en ella ni rastro de la mujer del extrarradio: se había superado para convertirse en una señora de mediana edad estupenda, inteligente y elegante. Pues sí, siempre la había querido, y no siempre como madrastra precisamente. En realidad siempre me había apasionado y todavía ahora lo hacía.

Eva se llevó a la periodista de visita turística por el piso y me cogió de la mano para que fuera con ellas.

– Acompáñanos y mira lo que hemos hecho -me dijo-. Y procura maravillarte, señor Cínico.

Y me quedé maravillado. La casa parecía más grande que antes. Se habían suprimido varias despensas y cuartos trasteros y anexionado buena parte del pasillo, por lo que las habitaciones eran más espaciosas. Eva y Ted habían trabajado de lo lindo.

– Como puede ver, es muy femenino dentro de los cánones ingleses -explicó a la periodista mientras admirábamos las alfombras de color crema, las gardenias pintadas, las contraventanas de madera, los sillones típicos de casa de campo inglesa y las mesas de mimbre. En la cocina, había cestas con flores secas y esteras de coco en el suelo-. Resulta agradable sin necesidad de parecer sobrecargado -prosiguió-. Aunque no es precisamente mi estilo favorito.

– ¿Ah, sí? -se interesó la periodista.

– Para mi gusto, encajaría mejor algo más japonés.

– Japonés, ¿eh?

– Pero quiero llegar a dominar estilos diferentes.

– Como un buen peluquero -comentó la periodista.

Eva no pudo contenerse y se le escapó una mirada fulminante, aunque se serenó enseguida. Me reí sin disimulo de buena gana.

El fotógrafo cambió los muebles de sitio y fotografió varios objetos, pero sólo en lugares en los que no habían sido puestos inicialmente. Además, retrató a Eva, pero sólo en las posturas que le resultaban más incómodas y que le daban un aspecto muy poco natural. Eva se pasaba los dedos por el pelo continuamente, sacaba el morro y abría los ojos de una manera tan exagerada que parecía que se le hubieran pegado los párpados. Y, mientras hacía todo esto, hablaba sin parar con la periodista sobre la transformación de aquel piso desde su estado de abandono originario hasta conseguir aquel ejemplo de aprovechamiento creativo del espacio. Lo explicaba como si se tratara de la construcción de Notre Dame. Con todo se guardó mucho de anunciarle que tenía la intención de poner el piso a la venta en cuanto se publicara el artículo, para poder así utilizarlo de trampolín y obtener mejores ofertas. Cuando la periodista le preguntó: «¿Y cuál es su filosofía de la vida?», Eva reaccionó como si fuera la clásica pregunta que uno espera que le hagan durante una conversación sobre interiorismo.

– Mi filosofía de la vida.

Eva miró a papá. Por regla general, una pregunta de aquel calibre habría sido la excusa perfecta para tenerlo una hora hablando sobre el taoísmo y su relación con el zen. Esa vez, en cambio, no dijo palabra. Es más, volvió la cabeza en otra dirección. Eva fue entonces a sentarse a su lado, en el brazo del sofá, y con un gesto afectuoso pero impersonal a la vez le acarició la mejilla. Fue una caricia tierna. Lo miraba con cariño. Siempre quería tenerle contento. «Todavía le quiere», pensé. Y me alegraba de que alguien cuidara de él. Pero de pronto se me ocurrió: «¿La querrá él?» No estaba tan seguro; tendría que observarles.

Eva hablaba con aplomo, orgullosa y tranquila. Tenía un montón de cosas que decir, cosas a las que llevaba dando vueltas muchísimos años. Por fin las ideas empezaban a tomar cuerpo: ya tenía su visión del mundo, aunque Eva habría preferido llamarlo «paradigma».

– Antes de conocer a este hombre -dijo-, carecía de valor y tenía muy poca confianza en mí misma. Había tenido un cáncer y me acababan de extirpar un pecho. Es algo de lo que no hablo muy a menudo. -La periodista asintió, en señal de respeto por haberle hecho esa confidencia-. Pero ahora siento ganas de vivir y tengo contratos en ese cajón para varios encargos. Empiezo a sentirme con fuerzas para emprender cualquier cosa… con la ayuda, claro está, de técnicas como la meditación, el autocontrol o el yoga. Y de vez en cuando unos salmos para aligerar la mente. He aprendido a creer en mí, en la capacidad de iniciativa de las personas, en el amor por lo que se hace y en el pleno desarrollo de todo individuo. Ver lo poco que esperamos de nosotros mismos y del mundo es para mí una decepción continua.

Eva dirigió al fotógrafo una mirada cargada de intención. El fotógrafo se removió en su asiento y hasta abrió y cerró la boca un par de veces. Estuvo a punto de decir algo. ¿Se había referido a él? ¿Esperaba poco de sí mismo? Pero Eva ya había vuelto a la carga.

– Tenemos que hacer cosas por nosotros mismos. Esa pobre gente que vive en esas sórdidas colmenas, por ejemplo, espera que los demás, el gobierno, se lo dé todo hecho. Sólo son medio humanos, porque sólo son medio activos. Y por eso hay que encontrar el modo que les permita desarrollarse, porque ni el socialismo ni el conservadurismo han conseguido hasta ahora fomentar el pleno desarrollo del ser humano.

La periodista asentía. Eva le sonrió, pero todavía no había terminado. Las ideas se agolpaban en su cabeza. Nunca la había oído hablar de aquella manera, con tanta claridad. La grabadora seguía en marcha. El fotógrafo se echó hacia adelante y habló al oído de la periodista.

– No olvides preguntarle por Hero -le oí susurrar.

– No pienso hacer comentarios al respecto -dijo Eva. Estaba impaciente por proseguir. La fatuidad de la pregunta no le molestaba, pero lo único que quería era seguir hablando de aquello que tanto le importaba. Parecía hasta sorprendida de sus propias ideas-. Creo que… -comenzó.

En cuanto abrió la boca, la periodista se enderezó, se volvió hacia papá y dejó a Eva con la palabra en la boca.

– Eso es todo un cumplido, señor. ¿Algún comentario? ¿Significa mucho para usted esa filosofía?

Me gustaba ver a Eva dominar la situación. Al fin y al cabo, a veces papá se comportaba como el perfecto arrogante, como el pequeño tirano de la casa, y, de niño, me había humillado a menudo, así que pensé que le haría bien verse en esta situación. Y, sin embargo, no disfruté como me había imaginado. Papá no estaba demasiado animado: ni siquiera se molestaba en pavonearse. Hablaba muy despacio, mirando fijamente a la periodista.

– He pasado la mayor parte de mi vida viviendo en Occidente y, aunque sé que voy a morir aquí, seguiré siendo siempre un hombre indio, a todos los efectos. Nunca seré otra cosa. Cuando era joven, considerábamos a los ingleses seres superiores.

– ¿Lo dice de verdad? -se sorprendió la periodista, con regocijo.

– Pues claro que sí -corroboró mi padre-. Y por eso mismo nos reíamos delante de sus propias narices blancas; aunque reconocíamos la grandeza de su logro. Porque esta sociedad que han creado ustedes en Occidente, es la sociedad más rica de la historia de la humanidad. El dinero no falta, eso es verdad, lo hay a carretadas, y se ha conseguido dominar la naturaleza y el Tercer Mundo. Todo cuanto les rodea habla de poder. La ciencia ha progresado a pasos agigantados y cuentan con bombas que les ayudan a sentirse seguros. Y, sin embargo, les falta algo.

– ¿Usted cree? -preguntó la periodista, con menos regocijo que antes-. Pues, por favor, dígame usted qué nos falta.

– Pues lo que falta es que no ha habido profundización en la cultura, ni acumulación de saber, ni desarrollo espiritual. Tenemos un cuerpo y una mente. Eso está claro; todo el mundo lo sabe. Pero tenemos también un alma.

El fotógrafo soltó una risotada y, aunque la periodista le hizo callar, dijo:

– Usted sabrá lo que quiere decir con eso.

– Exactamente. Sé qué quiero decir con eso -replicó papá, echando chispas por los ojos.

La periodista miró al fotógrafo. No le reprochaba, lo único que quería era marcharse de allí. En cualquier caso, nada de todo aquello iba a aparecer en el artículo, de modo que estaban perdiendo el tiempo.

– ¿A qué viene ahora hablar del alma? -insistió el fotógrafo.

Pero papá siguió con lo suyo.

– Este fracaso, este vacío que existe en su modo de vida, me va minando. Sin embargo, acabará por vencerles a ustedes también.

Y, después de eso, ya no dijo nada más. Eva se le quedó mirando y esperó, pero había dicho cuanto tenía que decir. La periodista paró la grabadora y se guardó las cintas en el bolso.

– Eva, esa silla es maravillosa -dijo-. ¿De dónde la ha sacado?

– ¿Se ha sentado Charlie alguna vez ahí? preguntó el fotógrafo. Parecía desconcertado y enfadado con papá.

Se levantaron los dos con la intención de marcharse.

– Me temo que se nos ha hecho tarde -se disculpó la periodista y se encaminó hacia la puerta a toda prisa.

Sin embargo, antes de que hubieran llegado a la entrada, la puerta se abrió de par en par y tío Ted irrumpió en la habitación, sin resuello y con los ojos como platos.

– ¿Adónde van? -preguntó a la periodista, que miraba desconcertada a aquel calvo chiflado con uniforme militar que llevaba unas cervezas en la mano.

– A Hampstead.

– ¿A Hampstead? -se sorprendió Ted. Consultó su reloj de pulsera sumergible-. Tampoco he llegado tan tarde; puede que un poquitín, eso sí. Es que mi esposa se ha caído por la escalera y se ha hecho daño.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Eva, preocupada.

– Está fatal, realmente fatal. -Ted se sentó, nos miró a todos, me saludó con un ademán de la cabeza y se dirigió a la periodista. Le embargaba una tristeza tremenda, pero no se avergonzaba de ello-. Mi esposa Jean me da lástima -dijo.

– Pero Ted… -dijo Eva enseguida, por acallarle.

– Se merece toda nuestra compasión -insistió Ted.

– ¿De verdad? -intervino la periodista, con indiferencia.

– ¡Pues claro! ¿Por qué acabamos así? ¿Qué nos pasa exactamente? Un día somos unos chiquillos de expresión franca y radiante, lo desmontamos todo para averiguar cómo funciona y queremos con pasión a los osos polares y, en cambio, al día siguiente, nos tiramos por la escalera, borrachos y entre sollozos. Nuestra vida ha terminado: odiamos la vida y odiamos la muerte. -Ted se volvió hacia el fotógrafo-. Eva me dijo que quería fotografiarnos juntos. Soy su socio y lo hacemos todo en equipo. ¿No le gustaría preguntarme sobre nuestro método de trabajo? Es único. Podría servir de ejemplo a otra gente.

– Lo siento, pero es que tenemos que marcharnos -se apresuró a decir aquella periodistilla estrecha.

– Otra vez será -dijo Eva, acariciando ligeramente el brazo de Ted.

– ¡Menudo tonto estás hecho, Ted! -dijo papá, echándose a reír.

– No, no es verdad -repuso Ted, con convencimiento. Sabía que no era tonto y nadie iba a convencerle de lo contrario.

Tío Ted estaba contento de verme y yo también me alegraba de verle a él. Teníamos un montón de cosas que decirnos. Su depresión ya era agua pasada y volvía a ser el de siempre, el Ted saleroso y entusiasta de mi niñez. Y, sin embargo, ya no quedaba en él ni rastro de violencia, había perdido aquella agresividad con la que solía mirar a todo el mundo por primera vez, como si tuviera el presentimiento de que iban a hacerle daño y quisiera tomarles la delantera.

– Amo profundamente mi trabajo, hijo -me confesó-. Podría haber hablado de eso a la prensa largo y tendido. Me estaba volviendo loco ¿te acuerdas? Eva me salvó.

– Te salvó papá.

– Y yo quiero salvar a la gente que lleva una vida ficticia. ¿Tú eres de esos que llevan una vida ficticia?

– Sí -admití.

– Hagas lo que hagas, nunca te mientas a ti mismo. No…

Eva apareció en el salón y le dijo: -Tenemos que marcharnos.

– Tengo que hablar contigo, Haroon -dijo Ted, señalando a papá con un ademán-. ¡Necesito que me escuches! ¿Me oyes?

– Ahora no -le disuadió Eva-. Tenemos trabajo que hacer. Venga, vámonos.

Así que Ted y Eva se marcharon, porque tenían que ir a hablar con un cliente de Chelsea que les había encargado un trabajo.

– Esta semana podríamos ir a tomarnos una cerveza -le propuso Ted.

Cuando se hubieron marchado, papá me pidió que le preparara una tostada con queso fundido.

– Pero que no te quede demasiado blando -me advirtió.

– ¿No has comido aún?

– Con eso bastó para tirarle de la lengua.

– Eva ya no me cuida, está demasiado atareada. Creo que nunca voy a acostumbrarme a eso de la mujer de negocios. A veces la odio y sé que no debería decirlo, pero no puedo soportar tenerla cerca, aunque luego tampoco pueda soportar que no esté. Nunca me había ocurrido nada semejante. ¿Qué me está pasando?

– A mí no me preguntes, papá.

Aunque no me apetecía marcharme, ya le había dicho a mamá que iría a visitarla.

– Tengo que irme -le dije.


– Deja que te diga una cosa primero -me pidió.

– ¿Qué?

– Voy a dejar mi trabajo. Ya les he avisado. ¡La de años que he llegado a desperdiciar en ese empleo! -exclamó, alzando las manos-. De ahora en adelante, voy a dedicarme a enseñar a pensar y a escuchar. Quiero hablar de lo que hacemos con nuestras vidas, de los valores con que nos regimos, de la clase de personas en las que nos hemos convertido y de lo que podríamos llegar a ser si nos lo propusiéramos. Mi intención es ayudar a la gente a pensar, a meditar, a librarse de sus obsesiones. ¿En qué clase de escuela se enseña este tipo de meditación tan valiosa? Quiero ayudar a los demás a asomarse a lo más profundo de su sabiduría, a ese saber que a menudo se olvida en el ajetreo de la vida diaria. ¡Quiero vivir intensamente mi propia vida! Estupendo, ¿no?

– Lo mejor que nunca te he oído decir -dije, con simpatía.

– ¿Lo dices en serio? -Mi padre tenía la moral por las nubes-. Últimamente, he tenido verdaderos momentos de iluminación. Instantes en los que he visto reconciliarse universos opuestos. ¡He intuido una vida más profunda! ¿No crees que debería existir un sitio especial para los espíritus libres como yo, para esos sabios chiflados que, como los sofistas y los maestros zen, vagan por ahí medio embriagados hablando de filosofía, psicología y de cómo vivir? Nos limitamos a la realidad demasiado temprano, Karim. ¡Los horizontes de nuestra mente son mucho más ricos y amplios de cuanto nosotros podamos imaginar! Voy a dedicarme a recordar estas verdades a los jóvenes que hayan perdido su camino.

– Espléndido.

– Este es el verdadero sentido de mi vida, Karim.

Me puse la chaqueta y me marché. Papá me estuvo observando mientras me alejaba, calle abajo, y estoy seguro de que no dejó de hablar en todo el rato. Cogí el autobús que se dirigía al sur de Londres. Me sentía inquieto. Al llegar a casa, me encontré a Allie que se estaba vistiendo al son de Cole Porter.

– Mamá todavía no ha llegado -me dijo.

Al parecer, no había regresado todavía del centro sanitario en el que trabajaba como recepcionista de tres médicos.

El pequeño Allie era ya todo un petimetre. Toda su ropa era italiana, impecable, atrevida y abigarrada sin caer en la vulgaridad, carísima y elegante: las cremalleras no se encallaban, las costuras eran rectas y los calcetines perfectos -son los calcetines lo que mejor distingue a quien tiene verdadero gusto en el vestir-. No parecía fuera de lugar ni siquiera ahí, sentado en el sofá de imitación piel de mamá, con aquel puf floreado delante y los zapatos colocados encima de la alfombrilla de Oxfam de mamá como joyas encima de papel higiénico. Hay gente que sabe siempre cómo hacer las cosas y me alegró descubrir que mi hermano era una de ellas. Además, Allie tenía dinero porque trabajaba para un diseñador de moda. Nos hablábamos como adultos, no teníamos otro remedio, pero, aun así, lo hacíamos con timidez y con cierto embarazo. Sin embargo, la actitud irónica de Allie cambió por completo cuando le conté lo de mi trabajo en el serial. Yo no le daba gran importancia, así que se lo conté como si les estuviera haciendo un favor al aceptar participar en el proyecto. Allie se puso de pie de un brinco y prorrumpió en aplausos.

– ¡Eso es fantástico! Menudo notición. ¡Bien hecho, Karim!

No lograba entenderlo: Allie seguía hablando y deshaciéndose en elogios como si significara algo.

– Eso de mostrar tanto entusiasmo no es muy normal en ti -comenté, receloso cuando regresó después de haber llamado por teléfono a todos sus amigos para contárselo-. ¿Te ocurre algo, Allie? ¿No me estarás tomando el pelo?

– No, no, qué va. Es que, bueno, ese espectáculo que hiciste con Pyke como director estaba bien y hasta tenía un par de cosas bastante entretenidas.

– ¿No me digas?

Pero entonces se calló, como si tuviera miedo de haberse mostrado demasiado apasionado en los elogios.

– Estaba bien… pero era hippie.

– ¿Hippie? ¿Y qué tenía de hippie?

– Era idealista. La política me crispa los nervios. Todo el mundo odia a esos izquierdistas lloricas, ¿o no?

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?

– Porque van hechos unos pordioseros. Y odio a la gente que se pasa todo el día quejándose porque es negra y repitiendo lo marginados que los tenían en la escuela y explicando cómo alguien les escupió una vez. Bueno, autocompasión, ya sabes a qué me refiero.

– ¿No querrías que hablaran… digo, que habláramos un poco de todo esto, Allie?

– ¿Hablar de esto? ¡Por Dios, no, gracias! -Saltaba a la vista que era un tema que le apasionaba-. Lo que tendrían que hacer es callarse de una vez y vivir su vida. Por lo menos, los negros tienen todo ese pasado de esclavitud a sus espaldas y a los indios les echaron de Uganda a patadas. Tienen motivos para estar resentidos. Pero nadie ha encerrado a gente como tú o como yo en campos de concentración, ni lo harán. No nos pueden meter en el mismo saco que a los demás, gracias a Dios. Deberíamos estar agradecidos por no tener la piel blanca. No me gusta el aspecto que da la piel blanca, es…

– Allie, el otro día fui al dentista y…

– Dulzura, ¿no podemos dejar tus dientes para luego y…?

– Allie…

– Permíteme que te diga que somos unos privilegiados. No podemos hacernos pasar por pobre gente oprimida y maltratada, así que lo mejor que podemos hacer es aprovechar al máximo nuestras posibilidades. -Y me miró como si fuera un profesor de catequesis que aconseja que nunca pierda uno el respeto por sí mismo. Me gustaba Allie, tenía ganas de conocerle mejor, aunque las cosas que decía fueran bastante chocantes-. ¡Así que felicidades, hermano mayor! ¡Una serie de televisión no es cualquier cosa! Además, la televisión es el único medio que me gusta.

Hice una mueca de extrañeza.

– Sí, sí, Karim, odio el teatro todavía más que la ópera. Es tan…-Y buscó la palabra equivocada-. Tan falso. Pero, escucha una cosa, Karim, hay algo de mamá que deberías saber.

Le miré como si estuviera a punto de decirme que tenía un cáncer o algo así.

– Desde que obtuvo el divorcio empezó a salir con un hombre, Jimmy. Llevan ya cuatro meses o algo así. Ya sé que es toda una sorpresa para ti, pero hay que respetar su elección y no tomárselo a cachondeo, si es posible, claro.

– Allie…

Estaba ahí sentado, tan tranquilo.

– Y ahora no empieces con tus preguntas, Karim. Nada puedo contarte de él porque nunca le he visto y no me está permitido.

– ¿Y eso por qué?

– Y eso también va por ti, ¿entendido? Por lo visto, sólo ha visto fotos nuestras de cuando teníamos diez años, pero de mayores no. Y, como Jimmy no sabe qué edad tiene mamá exactamente, mamá cree que si averiguara que tiene dos hijos tan creciditos como nosotros puede que se lleve un buen susto y hasta una decepción. Así que debemos mantenernos en el anonimato,

– ¡Qué me dices, Allie!

– Pues así están las cosas.

Suspiré.

– Me alegro por ella. Se lo merece.

– Jimmy no está mal. Es un tío respetable, tiene un empleo y no hace el pendón. -Entonces volvió a adoptar aquella expresión de admiración, meneó la cabeza y soltó un largo silbido-. Con que una serie, ¿eh? ¡Eso sí que es tener clase!

– ¿Sabes? Cuando mamá y papá se separaron, todo se vino abajo -le dije-. No sabía ni dónde estaba.

Allie me estaba mirando y yo me sentía culpable por no haber hablado nunca de eso con él.

– No hablemos de eso ahora -me pidió-. Yo tampoco lo soporto. Además, sé perfectamente a qué te refieres.

Allie me dirigió una sonrisa tranquilizadora.

– De acuerdo -accedí.

Pero, entonces, se me acercó un poco más y me dijo con tono resentido:

– A papá nunca le veo. Cuando le echo de menos, le llamo por teléfono. No dispongo de demasiado tiempo para la gente que se dedica a abandonar a su esposa y a sus hijos. Y no creas que te echo en cara que te fueras con él… Tú eras joven entonces, pero papá se comportó como un egoísta. ¿Y qué me dices de que deje su trabajo? Para mí que está chiflado. Se quedará sin dinero y Eva le tendrá que mantener. Mucho peor, Eva tendrá que mantener también a mamá. ¿No te parece grotesco? Y mamá la odia. ¡Vamos a depender todos de ella como parásitos!

– Allie…

– ¿Y qué piensa hacer? ¿El san Francisco de Asís y ponerse a hablar de la vida, la muerte y del matrimonio, en lo que es un experto mundial, delante de unos idiotas que le tomarán por un viejo pelmazo y arrogante? ¡Por Dios, Karim!, ¿qué le ocurre a la gente cuando empieza a hacerse vieja?

– ¿Es que no lo entiendes?

– ¿Qué tengo que entender?

– ¡Allie, qué estúpido puedes llegar a ser! ¿Nunca te has parado a pensar por qué ocurren las cosas?

Entonces adoptó un aire compungido como si hubiera herido su amor propio. No era difícil de conseguir, pues Allie no estaba seguro de sí mismo. No sabía cómo pedirle perdón y volver al buen entendimiento de antes.

– Me imagino que sólo lo he analizado desde ese punto de vista… -dijo en un murmullo.

Justo entonces oímos el forcejeo de la llave en la cerradura. Era un ruido nuevo para mí, a pesar de haberlo estado oyendo día tras día durante años cada vez que mamá regresaba de la tienda a buscar el té. Era ella. Salí y la abracé. Se alegró de verme y de comprobar que estaba vivo y tenía un empleo, pero tampoco se volvió loca de entusiasmo. Tenía prisa.

– Luego va a venir un amigo -nos anunció sin sonrojarse, mientras Allie y yo intercambiábamos un guiño cómplice.

Mientras mamá se duchaba y se vestía, quitamos el polvo y pasamos la aspiradora por el salón.

– Será mejor que también demos un repaso a la escalera.

Mamá tardó siglos en arreglarse y Allie le aconsejó qué joyas debía llevar y qué zapatos era mejor ponerse y demás. Y todo eso tratándose de una mujer que no solía tomar más que un baño a la semana. Cuando nos trasladamos a vivir a nuestra casa, a finales de los cincuenta, ni siquiera tenía cuarto de baño. Para bañarse, papá tenía que ponerse en cuclillas dentro de un barreño en el salón, mientras Allie y yo íbamos y veníamos con jarras de agua que calentábamos en la cocina.

Allie y yo nos hacíamos los remolones y nos entreteníamos por la casa el mayor rato posible sólo por tener a mamá en vilo pensando que Jimmy podía aparecer en cualquier momento y darse cuenta de que, entre los dos, sumábamos más o menos cuarenta años. Precisamente nos estaba ya diciendo «¿Es que no tenéis adonde ir?» cuando llamaron al timbre. A la pobre mamá le dio un pasmo. Nunca la habría creído capaz de algo así, pero lo cierto es que nos echó: «¡Venga, los dos, por la puerta de atrás!», y prácticamente nos sacó al jardín a empujones apresurándose a cerrar la puerta con llave. Allie y yo nos quedamos fuera riendo y jugando con una pelota de tenis. Pero, al cabo de un rato, rodeamos la casa y nos pusimos a espiarla a través de las ventanas «georgianas» que se había hecho instalar, con sus cuadritos ribeteados de negro que daban un aspecto de crucigrama a la fachada de la casa.

Y ahí estaba Jimmy, el sustituto de mi padre, sentado en el sofá con mamá. Era un inglés pálido. Me llevé una gran sorpresa porque, en cierto modo, me había esperado encontrar a un indio sentado a su lado y, al no verlo, me sentí, desilusionado, como si mamá nos hubiera traicionado. Seguramente debía de estar harta de los indios. Jimmy rozaría ya la cuarentena, tenía un aspecto serio y llevaba un traje gris muy discreto. Era un hombre de clase media baja, como nosotros, pero era bien parecido y tenía un aire despierto: la clásica persona que se sabe de corrido los nombres de todos los actores de las películas de Vincente Minnelli y que es capaz de participar en concursos televisivos para demostrarlo. Mamá estaba abriendo un regalo que le había llevado y, al alzar la vista y sorprender a sus dos hijos espiándoles a través de las cortinas, se sonrojó y perdió los nervios, pero enseguida hizo un esfuerzo por dominarse y acabó por ignorarnos. De modo que nos marchamos sin más.

Como no quería irme a casa tan temprano, Allie me llevó a un club nuevo de Covent Garden que había diseñado un amigo suyo. ¡Lo que había cambiado Londres en diez meses! Ya no había ni hippies ni punks y todo el mundo iba elegantísimo, especialmente los hombres, con el pelo corto, camisas blancas y pantalones holgados sujetos con tirantes. Venía a ser como estar metido en una sala abarrotada de réplicas de George Orwell, con la salvedad de que George Orwell se habría ahorrado los pendientes. Según me contó Allie, eran todos diseñadores de moda, fotógrafos, diseñadores gráficos, de tiendas y profesionales de ese campo, todos jóvenes y con talento. La novia de Allie era una modelo negra, muy delgada, que no hacía más que repetir que trabajar para una teleserie suponía un paso adelante. Miré a mi alrededor tratando de encontrar a alguien con quien charlar pero sabía que mis ganas de tener compañía se detectaban a la legua. No tenía un aire lo suficientemente indiferente para resultar seductor.

Así que me despedí de Allie y regresé al apartamento del Pez. Estuve sentado en aquel piso cavernoso un buen rato, luego me levanté y empecé a caminar de aquí para allá, escuché el «Dropout Boogie» de Captain Beefheart hasta volverme loco, volví a sentarme y acabé por salir.

Estuve vagando por las calles desiertas hasta que me perdí y tuve que parar un taxi. Le dije al taxista que me llevara al sur de Londres, pero primero le pedí que me llevara a casa lo más aprisa posible. Estuvo esperándome frente a la puerta mientras revolvía el piso del Pez en busca de un regalo para Changez y Jamila. Iba a hacer las paces con ellos. Les quería muchísimo y deseaba demostrarles el gran aprecio que les tenía regalándoles un mantel enorme del Pez. De camino, pedí al taxista que se detuviera delante de uno de esas tiendas de comida india para llevar, para metérmelos en el bolsillo en caso de que todavía estuvieran molestos conmigo por algo. Pasamos por delante de la tienda de la princesa Jeeta, que por la noche tenía la puerta atrancada y cerrada con rejas a cal y canto. Pensé en Jeeta, que debía de estar ya acostada en el primer piso. «Gracias a Dios que por lo menos he tenido una vida interesante», me dije.

Al llegar a la comuna llamé al timbre y Changez acudió a abrirme la puerta al cabo de cinco minutos. La casa estaba en silencio y no se adivinaba ni la más leve señal de debate político nudista. Changez sostenía en brazos a un recién nacido.

– Es la una y media de la madrugada, yaar -me dijo a modo de saludo, después de llevar tanto tiempo sin verme.

Changez me volvió la espalda y se metió de nuevo en casa, pero yo le seguí como un perro apaleado. Una vez en aquel salón destartalado, con sus archivadores y su sofá desvencijado, me di cuenta de que Changez no había cambiado en absoluto y de que no iba a tener que aguantarle un sermón. No tenía ni una pizca de respetable burgués. Es más, llevaba rastros de mermelada en la nariz, lucía el aparatoso mono de siempre con libros que asomaban por todos los bolsillos y, observado más de cerca, hasta tuve la impresión de que le estaban creciendo las tetas como a una mujer.

– Te he traído un regalo -le dije, tendiéndole el mantel-. Directo de América.

– Shhh… -me respondió, señalando al bebé prácticamente sepultado bajo una montaña de mantas-. Esta es la hija de la casa, Leila Kollontai, y por fin he conseguido que se duerma. Nuestro bebé. ¡Menudo elemento! -Olfateó el aire-. ¿Hay una cena en perspectiva?

– Efectivamente.

– ¿Con dal y todo lo demás? ¿Y kebabs también?

– Sí.

– ¿De ese establecimiento de comida india para llevar de primera que hay en la esquina?

– Del mismo.

– Pues sería una pena que se enfriara. ¡Ábrelo ya, venga!

– Espera un momento.

Desplegué el mantel, pero primero tuve que retirar de la mesa varios papeles, platos sucios y hasta un busto de Lenin. Pero Changez estaba tan impaciente por atracarse de comida que quería convencerme de que colocara el mantel sobre la mesa tal cual estaba.

– Hambre, ¿eh? -comenté y luego me senté y empecé a sacar de la bolsa cajitas y cajitas que rezumaban grasa.

– Vivo del subsidio de desempleo, Karim. No como más que patatas y, a la que me descuide, puede que hasta me encuentren un trabajo. ¿Y cómo iba yo a trabajar y a cuidar de Leila Kollontai al mismo tiempo?

– ¿Dónde se ha metido todo el mundo?

– El señor Simón, el padre de la criatura, está en América. Lleva ya mucho tiempo fuera dando conferencias sobre la historia del futuro. Es un gran hombre, yaar, aunque no supieras apreciarle en lo que vale.

– ¿Y Jamila? -pregunté-. La he echado de menos.

– Está arriba, sana y salva. Pero no va a alegrarse de verte, ¡ni lo sueñes! Lo que más le apetecería sería pasarte los huevos por la barbacoa y zampárselos con unos cuantos guisantes. ¿Te vas a quedar mucho rato?

– ¡Pero, Burbuja, gordinflón de mierda! ¿Por qué me hablas así? Soy yo, Dulzura Jeans, tu único amigo, ¿recuerdas? Y he venido de muy lejos hasta esta especie de ciénaga del sur de Londres sólo para verte.

Changez meneó la cabeza, me entregó a Leila Kollontai, que tenía una cara regordeta y la piel olivácea, y arrancó la tapadera a todas las cajas. Una vez hecho esto, espolvoreó las espinacas con pimienta de Cayena y empezó a metérselas en la boca con los dedos. A Changez no le gustaban los platos que tuvieran su sabor natural.

– He estado en América trabajando en una obra de teatro político -dije, como quien no le da importancia.

Luego pasé a contarle con detalle lo que había estado haciendo, a alardear de las fiestas a las que me habían invitado, de la gente a la que había conocido y de las revistas que me habían publicado entrevistas. Y, sin embargo, Changez no me hacía el menor caso y seguía empapuzándose. Sin embargo, al ver que yo seguía, me interrumpió:

– ¡Eres un imbécil, Karim! ¿Qué piensas hacer al respecto? ¡Jammie nunca te perdonará que no fueras a dar la cara a la manifestación! Eso es lo que debería preocuparte, yaar.

Aquello me hirió. Nos quedamos los dos en silencio. Por lo demás, Changez no parecía sentir el menor interés por cuanto pudiera decirle, así que me vi obligado a preguntarle por sus asuntos.

– ¡Ya puedes estar contento, eh, ahora que Simón no está y tienes a Jamila para ti sólito! ¿Algún progreso?

– Aquí todos progresamos. Y hay una mujer que está avanzando a pasos agigantados.

– ¿Dónde?

– Me refiero a la amiga de Jamila, idiota.

– ¿Jamila tiene una amiga? ¿He oído bien? -me sorprendí.

– Creo que he hablado alto y clarito. Ahora Jammie quiere a dos personas, eso es todo. No es tan difícil de comprender: quiere a Simón, pero no está; quiere a Joanna y ella sí está. Así me lo ha contado ella.

Le miré totalmente maravillado. ¿Quién le hubiera dicho, al dejar Bombay, que le esperaban semejantes complicaciones?

– ¿Y tú qué dices a todo esto?

– ¿Eh? -Se le veía incómodo. Era como si no quisiera que se dijera una palabra más sobre el asunto: caso cerrado. Esa era su manera de arreglar las cosas y tampoco le iba tan mal-. ¿Yo? ¿A qué te refieres exactamente? -Y podría haber añadido: «Ya que insistes en seguir hablando del asunto.»

– Me refiero exactamente a cómo se las arregla alguien como tú, Changez, con todo ese bagaje de prejuicios que no dejan prácticamente títere con cabeza, para aceptar el hecho de estar casado con una lesbiana.

Mi explicación le afectó mucho más de lo que me había imaginado. No conseguía dar con las palabras.

– Es que no lo estoy, ¿o sí lo estoy? -consiguió articular por fin enarcando las cejas.

Ahora el perplejo era yo.

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -le dije-. ¿No me has dicho que se querían?

– El amor, sí claro! ¡Yo estoy a favor del amor! -declaró-, y en esta casa todo el mundo trata de amarse.

– Me parece muy bien.

– ¿Tú no estás a favor del amor? -me preguntó, como si deseara fervientemente establecer un vínculo entre nosotros.

– Sí.

– ¿Pues entonces? -me dijo-. Todo cuanto haga Jamila me parece bien. No soy un tirano fascista, eso lo sabes muy bien. No tengo prejuicios, salvo contra los paquistaníes, como es natural. Así que, ¿qué querías decir con eso? ¿Qué tratabas de…?

En aquel preciso instante se abrió la puerta y apareció Jamila. Parecía más delgada y mayor, pues tenía los pómulos ligeramente salidos y más arrugas en los ojos, pero al mismo tiempo se adivinaba en ella un no sé qué más ligero, menos formal, menos serio. Tuve la sensación de que se reía con mayor facilidad. Estaba canturreando una canción reggae y se acercaba y alejaba de Leila esbozando unos pasitos de baile. La acompañaba una mujer que aparentaba diecinueve años, pero que yo supuse mayor, sobre los treinta. Tenía un rostro franco y fresco y un cutis precioso. Llevaba el pelo corto, con mechas azules. Una camisa de trabajador roja y negra y téjanos. Al ver a Jamila hacer piruetas, la chica se reía y aplaudía sin parar. Me la presentaron como Joanna y me sonrió, pero luego se me quedó mirando con tal fijeza que empecé a preguntarme si habría hecho algo malo.

– Hola, Karim -me saludó Jamila y se alejó de mí al ver que me levantaba a abrazarla.

Jamila cogió a Leila Kollontai en brazos, preguntó si se había portado bien y se puso a mecerla y a darle besos. Al ver a Jammie y a Changez hablar me llamó la atención el nuevo tono con el que se dirigían el uno al otro. Escuché con mayor atención. ¿Qué era exactamente? Era respeto. Se trataban el uno al otro sin condescendencia ni recelo: de igual a igual. ¡Lo que habían cambiado las cosas!

En aquel momento Joanna me estaba preguntando:

– ¿No nos conocemos de alguna parte?

– No, no creo que nos hayan presentado.

– Es verdad, tienes razón. Pero de todos modos estoy segura de que te tengo visto.

Y siguió mirándome fijamente, sin salir de su asombro.

– ¡Pero si es un actorazo muy famoso! -intervino Jamila-.¿No es verdad, cariño?

Joanna hizo un gesto de victoria.

– ¡Eso es! Vi la obra en la que actuabas y, además, me encantó. Estabas estupendo. Un espectáculo divertido de verdad.-Y se volvió hacia Changez-. Pero si a ti también te gustó, ¿no? Recuerdo que fuiste tú el que me convenció de que fuera. Me dijiste que era una obra muy rigurosa.

– Pues no creo que me gustara tanto como te dije -murmuró Changez-. Lo que recuerdo de la obra ha dejado poca huella en mi memoria. ¿No era una cosa de blancos, Jammie?

Y Changez miró a Jamila buscando su apoyo, pero Jamila estaba atareada dando de mamar al bebé.

Afortunadamente, Joanna no se dejó amilanar por el cerdo gordinflón de Changez.

– Pues a mí me encantó tu actuación -comentó.

– ¿Y tú a qué te dedicas?

– Al cine. Jamila y yo estamos rodando un documental juntas -me explicó y se volvió hacia Changez-. Precisamente ya tendríamos que estar en la cama. Por cierto, sería maravilloso volver a tener pomelo y tostadas para desayunar.

– Desde luego -se apresuró a decir Changez, con expresión alegre, pero con una mirada nublada por la preocupación. No te preocupes por eso. Mañana a las nueve en punto Jamila y tú tendréis pomelo y tostadas.

– Gracias.

Joanna dio un beso de buenas noches a Changez, pero, tan pronto como le dio la espalda, Changez se limpió la mejilla. Jamila dejó a Leila Kollontai a cargo de Changez, tendió la mano a Joanna y se marcharon juntas. Las estuve observando mientras se alejaban y luego me volví hacia Changez, que evitaba mis ojos. En realidad, estaba enfadado, tenía la vista fija al frente y meneaba la cabeza.

– ¿Pero qué te pasa? -le pregunté.

– Es que me metes demasiadas ideas en la cabeza.

– Lo siento.

– Sube y duerme en la habitación que queda al fondo del pasillo. Yo tengo que cambiar a Leila. Se ha vuelto a hacer caca encima.

Como estaba demasiado cansado y no me veía con fuerzas para subir, en cuanto Changez se hubo marchado me tumbé detrás del sofá y me tapé con una manta. El suelo estaba muy duro y no podía conciliar el sueño. El mundo entero parecía estarse columpiando como una hamaca y yo me hallaba tumbado encima de ella. Conté el número de espiraciones y me concentré en el movimiento de mi estómago, que subía y bajaba rítmicamente, en el silbido del aire al salir por la nariz y en la sensación de relajación en la frente. Sin embargo, como solía ocurrirme cada vez que intentaba meditar, al poco rato ya estaba pensando en sexo y un montón de cosas más. ¡Qué satisfacción tranquila parecía por fin dominar a Changez! El suyo era un amor sin titubeos, sincero, absoluto: sabía lo que sentía. Y a Jamila parecía gustarle que la quisieran de ese modo. Podía hacer cuanto le viniera en gana y Changez seguiría tratándola a cuerpo de rey, porque la quería más que a sí mismo.

Me desperté con frío y con el cuerpo entumecido sin saber muy bien dónde estaba. Oí voces. Eran Changez y Jamila que, por lo visto, habían vuelto al salón y debían de llevar ya un rato hablando mientras Jamila acostaba a Leila. Al parecer, tenían un montón de cosas de que hablar y estuvieron charlando sobre el aliento de Leila, la casa, la fecha del regreso de Simón… -y dónde iba a dormir…- y el documental de Joanna.

Volví a dormirme. Cuando me desperté de nuevo Jamila ya estaba a punto de ir a acostarse.

– Me voy arriba -dijo-. Y a ver si tú también duermes un poquito, cielo. ¡Ah, se me olvidaba! Leila se ha quedado sin pañales limpios.

– Sí, esa pillina se ha manchado hasta la ropa. Mañana a primera hora iré a la lavandería.

– ¿Y mi ropa? Sólo tengo cuatro cosillas. ¿Y los leotardos de Joanna? ¿Te importaría…?

– Deja al mando de todo al coronel Changez.

– Muchas gracias, coronel Changez -repuso Jamila.

– Estoy muy contento de que te alimentes como es debido. Eso es lo más importante -dijo Changez. Hablaba con vehemencia y con voz forzada, de un modo atropellado, como si temiera que Jamila fuera a marcharse en cuanto se callara-. De ahora en adelante sólo te voy a preparar cosas sanas. Vas a ver, Jamila, tendrás pomelos de primera y panecillos especiales recién salidos del horno para desayunar, para el almuerzo sardinas fresquísimas con pan fresco del día y, de postre, peras y queso tierno…

La aburría, sabía que la estaba aburriendo, pero no podía callarse. Jamila trató de interrumpirle:

– Changez…

– Desde que la he convertido a los nuevos planteamientos, tía Jeeta vende buena comida. -Iba alzando el tono de voz-. Es una mujer anticuada, pero yo ya le digo que se apunte a las últimas modas que sigo por las revistas. Desde que la asesoro, está entusiasmada. ¡Mientras se lleva a la traviesa Leila de paseo por el parque pongo orden en la tienda! -Su voz se había convertido prácticamente en un chillido-. ¡Ahora estoy instalando espejos para pillar a los ladrones!

– Me parece estupendo, Changez, pero haz el favor de no gritar. Mi padre se sentiría orgulloso de ti. Eres…

Me pareció oír algo y luego Jamila dijo:

– Pero ¿qué estás haciendo?

– El corazón me palpita -repuso Changez-. Quiero darte un beso de buenas noches.

– Muy bien.

Y entonces me llegó una especie de ruido de ventosa seguido de un indulgente:

– Buenas noches, Changez. Gracias por haberte encargado hoy de Leila.

– Dame un beso, Jamila. Anda, bésame en los labios.

– Mmm, Changez…

Hubo una especie de forcejeo. Casi podía tocar la mole del cuerpo de Changez moviéndose por la habitación. Era como estar escuchando un serial radiofónico. ¿La tendría agarrada? ¿Estaría Jamila tratando de quitárselo de encima? ¿Acaso debía intervenir?

– Gracias, Changez, pero ya basta de besos. ¿Shinko ya no te atiende últimamente?

Changez estaba sin resuello. Me lo imaginaba con la lengua fuera; sin energías ya, después de tamaño esfuerzo.

– Ha sido Karim, Jammie. Es que me ha excitado. Eso sí que te lo tengo que explicar. Ese granujilla…

– Pero ¿qué te ha dicho? -le preguntó Jamila divertida-. Tiene sus problemas, eso lo sabe todo el mundo; pero en el fondo es un buen chico, ¿no crees?, con esas manitas que andan siempre toqueteándolo todo y esas cejas que se mueven continuamente…

– Tiene unos problemas personales tremendos; en eso tienes razón. Y hasta empiezo a pensar que es un pervertido de tomo y lomo… Esa manera que tiene de estrujarme. Y mira que se lo he dicho: ¿qué te crees que soy? ¿Una naranja? Porque…

– Changez, se ha hecho tarde y…

– Sí, sí, claro… pero es que, aunque sólo sea por una vez, Karim ha dicho algo sensato.

– ¿En serio?

Changez debía de estar desesperado al decir una cosa semejante, pero, aun así, se quedó callado un momento, casi sin respirar, dudando de si estaba cometiendo un error o no. Jamila esperaba.

– Pues ha dicho que eras la típica lesbiana y no sé qué más. No me lo podía creer, Jamila. Eso es mentira, cabrón, le he dicho. Y hasta he estado en un tris de hacerlo volar por los aires. Mi mujer no es así.

Jamila suspiró.

– Ahora mismo no me apetece hablar de esto.

– Con Joanna no haces esas cosas, ¿no?

– Es verdad que Joanna y yo estamos muy unidas… Nos tenemos mucho cariño.

– ¿Cariño?

– Hacía muchísimo tiempo que no me gustaba tanto alguien. Pero bueno, tú ya me entiendes: conoces a una persona y quieres estar con ella, conocerla a fondo. Debe de ser la pasión, me imagino, y es maravilloso. Pues eso es lo que siento, Changez, y me disgustaría mucho que…

– ¿Y qué tiene de malo tu único marido aquí presente y a tu entera disposición para que te conviertas en una pervertida? -soltó Changez a gritos-. No, si ahora resultará que soy la única persona normal que queda en Inglaterra.

– No empieces, por favor; estoy muy cansada. ¡Por fin soy tan feliz! Tienes que tratar de aceptarlo, Burbuja.

– En esta casa todo el mundo es muy bueno y no hace más que hablar de los prejuicios contra este pobre judío, este otro negro jodido, aquel paqui o aquella pobre mujer.

– Changez, esto ya es ofensivo…

– Pero ¿y los jodidos feos? ¿Qué me dices de nosotros? ¿Qué hay de nuestro derecho a que nos besen?

– Ya te besan, Changez.

– ¡Sólo después de una transacción en libras esterlinas!

– Venga, dejémoslo y vayamos a acostarnos. Estoy segura de que hay montones de gente dispuesta a besarte, aunque no yo, y créeme que lo siento. Recuerda que me fuiste impuesto por mi padre.

– Ya, no soy una presencia deseada.

– Y, además, por si te sirve de consuelo saberlo, te diré que por dentro no eres feo.

Pero Changez no la escuchaba, y no estaba nada cansado.

– Sí, claro, por dentro soy igualito que Shashi Kapoor, eso ya lo sé -dijo, dándose una palmada en la rodilla-, Pero hay gente que tiene una cara de cerdo de un feo que asusta y lo pasa muy mal. Por eso he decidido emprender una campaña de ámbito nacional encaminada a poner fin a tanto prejuicio. ¡Pero tendría que empezar aquí, contigo, en esta puñetera casa de santos socialistas!

Y volvieron a oírse más ruiditos, pero esta vez fue más un crujir de tela que otra cosa.

– ¡Mírame! -dijo-. ¡Anda, mírame! ¿Acaso no soy un hombre?

– Venga, tápate. No te estoy diciendo que no estés bien. Pero, ¡por Dios, Changez!, mira que a veces llegas a ser anticuado con las mujeres. Tendrás que adaptarte a los tiempos. El mundo cambia.

– Tócala, tómate un descanso.

Jamila resopló.

– Si necesitara tomarme un descanso me iría a Cuba.

– Tócala, tócala o…

– Mira, Changez, te lo advierto -dijo, pero en ningún momento le levantó la voz ni dejó traslucir el menor síntoma de miedo. El tono destilaba aquella ironía congénita en Jamila, desde luego, lo tenía todo bajo control-: Con una votación democrática se puede echar a cualquiera de esta casa. ¿Y adonde irías entonces? ¿A Bombay?

– Jamila, esposa mía, acéptame -le suplicó.

– Vamos a recoger la mesa y a dejarlo todo en la cocina -dijo, sin perder la paciencia-. Venga, coronel Changez, hay que descansar.

– Jamila, te lo pido de rodillas…

– Y que Joanna no te pille meneando el rabo por ahí de esa manera. Ya se imagina que todos los hombres son unos violadores en potencia, así qué verte así no haría más que confirmarle sus sospechas.

– Quiero amor. Ayúdame…

Pero Jamila seguía con su tono de aparente indiferencia.

– Si Joanna te viera con esa facha…

– ¿Y por qué tendría que verme? Para variar, y aunque sólo sea por unos breves y preciosos instantes, aquí sólo estamos tú y yo. ¡Nunca puedo ver a solas a mi mujer!

Me sentía incómodo y no sabía cómo ponerme. Representar el papel de voyeur se me estaba empezando a hacer cuesta arriba. Antes me encantaba meter las narices cuando otros hacían el amor y, de hecho, casi me había dedicado más a observar que a practicar. Entonces lo encontraba educativo, una manera de expresar mi solidaridad con los amigos y todo eso. Y, sin embargo, en aquel momento, tumbado allí detrás del sofá, me di cuenta de que lo que necesitaba mi cabeza era más alimento: ideas más ambiciosas y nuevos horizontes. Eva tenía toda la razón: no nos exigíamos lo bastante, ni a nosotros ni a la vida. Pues yo sí iba a exigir, iba a levantarme y a exigir. Y precisamente estaba a punto de hacer una declaración en toda regla cuando oí a Jamila decir de pronto:

– ¿Qué ha sido eso?

– ¿El qué?

Jamila habló más bajito.

– Yo diría que ha sido un pedo y ha salido del otro lado del sofá.

– ¿Un pedo?

Me incorporé y me asomé por detrás del respaldo.

– Soy yo -dije-. Estaba intentando dormir un poquito, pero no he oído nada.

– ¡Cabrón! -soltó Changez, más nervioso todavía-. ¡Jamila, voy a llamar a la policía y que se lleven a este fisgón! ¡Es más, voy a marcar el 999 inmediatamente!

Y mientras se abrochaba los pantalones, temblaba, resoplaba y hasta escupía sin querer.

– ¡Siempre te has burlado de mi amor por Jamila! -me gritó-. Lo único que has querido es interponerte entre nosotros.

En realidad, la que se interpuso entre los dos y trató de impedir que me saltara encima fue Jamila. Incluso me acompañó al piso de arriba, a una habitación que se podía cerrar con llave, fuera del alcance de la furia de Changez. A la mañana siguiente, me levanté muy temprano y salí de puntillas por la puerta principal dejando atrás la casa dormida. Por el camino, aún tuve tiempo de oír a Leila Kollontai que se echaba a llorar y enseguida a Changez que le hablaba en urdu con voz dulce.

Al cabo de unos días, fui a ver a papá. Lo encontré sentado en uno de los sillones de Eva, en pijama, delante de un chico pálido que estaba sentado en el suelo. El joven tenía una mirada profunda, llorosa, desesperada, y papá le estaba diciendo: «Sí, sí, esto de vivir es muy complicado.»

Al parecer, a los jóvenes alumnos de papá les daba por aparecer en el piso cada dos por tres, y él tenía que hablar con ellos. Lo consideraba un «acto de buena voluntad». Y precisamente le estaba explicando que para vivir en «armonía» todos los días de la vida tenían que tener tres ingredientes: sabiduría, un acto de buena voluntad y meditación. Papá enseñaba eso mismo varias veces a la semana en un centro de yoga que tenía cerca de casa. Yo siempre había creído que, en Londres, la historia de gurú de papá acabaría agotándose, pero por lo visto nunca le iba a faltar trabajo mientras la ciudad estuviera repleta de gente solitaria, desdichada e insegura que necesitaba orientación, apoyo y consuelo.

Eva me llevó a la cocina para enseñarme unos boles para la sopa. También había comprado un grabado de Tiziano, un joven de larga melena que se parecía mucho al Charlie colegial. Había tulipanes de tallo largo y narcisos colocados en jarrones encima de la mesa.

– Soy tan feliz -me confesó mientras me enseñaba todas esas cosas-. Pero tengo muchísima prisa. Tendrían que hacer algo con respecto a la muerte. Es ridículo que uno tenga que morirse tan joven. Yo quiero llegar a los ciento cincuenta años. Precisamente ahora que estoy empezando a hacer algo concreto…

Luego fui a sentarme con papá. Tenía las carnes más pesadas, llenas de marcas, estaba más gordo y de la parte superior de la cara le colgaban unas bolsas fláccidas unidas en una especie de gradas bajo los ojos, que descendían desplegándose una tras otra como una terraza italiana hasta sus mejillas.

– Todavía no me has contado nada de tu vida -me dijo.

Quería darle la noticia del serial y dejarle boquiabierto. Pero cada vez que intento dejar boquiabierto a alguien me sale el tiro por la culata, es lo último que consigo.

– Me han contratado para un serial -le dije, imitando la voz de Changez-: buen sueldo, buen empleo, buena gente.

– No intentes burlarte de mí delante de mis propias narices como si fuera idiota -me reprochó.

– ¡Pero si no me estoy burlando de ti! ¡Lo digo en serio!

– ¡Ya veo que sigues siendo un mentiroso!

– Papá…

– Por lo menos estás haciendo algo en lugar de vivir de gorra -añadió.

Me sonrojé de la rabia y la humillación que sentía. «¡No, no y no!», quería gritar. ¡Ya estábamos otra vez con los malentendidos! Ahora ya era imposible aclararlo. A lo mejor uno nunca deja de sentirse como un niño de ocho años delante de los padres. Uno está decidido a comportarse como una persona madura, a tratarlos de un modo considerado y no como un bruto, a respirar con tranquilidad y a considerar a sus padres como a iguales, pero, al cabo de cinco minutos, todo ese cúmulo de buenas intenciones se ha volatilizado y ya está uno hablando de un modo atropellado y chillando de rabia como un chiquillo furioso.

Apenas pude decir palabra hasta que papá me hizo una pregunta que le resultaba muy penosa y que, sin embargo, era lo único en el mundo que quería saber.

– ¿Cómo está tu madre? -me preguntó.

Le dije que estaba bien, mucho mejor de lo que la había visto en años: alegre, activa y optimista.

– ¡Santo Dios! -se le escapó-. ¿Y cómo es posible? Tu madre ha sido siempre la mujer más dulce del mundo, pero también la más tristona.

– Sí, pero es que está saliendo con alguien… con un hombre.

– ¿Con un hombre? ¿Qué clase de hombre? ¿Estás seguro?

No podía dejar de hacer preguntas.

– ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Cuántos años tiene? ¿A qué se dedica?

Elegí las palabras con mucho cuidado. Tuve que hacerlo, porque de pronto vi que Eva estaba detrás de papá, junto a la puerta. Permanecía allí de pie como si nada, como si estuviéramos comentando nuestras películas favoritas. No tuvo el detalle de marcharse. Quería saber qué estaba pasando exactamente. No quería secretos dentro de sus dominios.

El novio de mamá no era una persona extraordinaria, le dije. Por lo menos, no era un Beethoven. Pero era joven y se ocupaba de mamá. A papá no le cabía en la cabeza que todo fuera tan sencillo y ninguna de mis explicaciones le dejaba satisfecho del todo.

– ¿Y tú crees…? Bueno, ya sé que esto no lo puedes saber, ¿cómo ibas a saberlo? No es asunto tuyo, ni tampoco es cosa mía, pero puede que lo hayas notado o te hayas enterado por un comentario de Allie o incluso de tu madre, sobre todo teniendo en cuenta que andas siempre metiendo las narices en los asuntos ajenos… ¿Tú crees que la besa?

– Sí.

– ¿Estás seguro?

– Por supuesto, estoy segurísimo. Y, además, es como si le hubiera inyectado vida nueva. ¿No te parece estupendo?

Eso le dejó prácticamente fulminado en el acto.

– Ya nada volverá a ser lo mismo -dijo.

– ¿Y cómo iba a ser lo mismo?

– ¡No sabes lo que dices! -dijo y al girar la cara vio a Eva. Le tenía miedo. Se notaba a la legua.

– Amor mío -le dijo.

– ¿Qué estás haciendo, Haroon? -le reprochó enfadada-. ¿Cómo es posible que pienses eso?

– Yo no lo pienso -se defendió papá.

– Es una tontería. Arrepentirse de las cosas es una tontería.

– Yo no me arrepiento.

– Sí, sí te arrepientes. Y, encima, no quieres reconocerlo.

– Eva, por favor, déjalo.

Y se quedó allí sentado y trató de comportarse como si no estuviera, pero el enfado le reconcomía. En cualquier caso, su reacción me sorprendió. Quizá, a pesar de que había pasado tanto tiempo, no se había dado cuenta hasta entonces de que la decisión de dejar a mamá era irrevocable. A lo mejor, acababa de reparar por primera vez en que no era una broma, ni un juego, ni un experimento, y en que mamá no le estaba esperando en casa con curry y chapatis en el horno y una esterilla eléctrica.


Aquella noche prometí llevar a cenar fuera a papá, Eva, Allie y su novia para celebrar que tenía un nuevo empleo y que papá iba a dejar el suyo.

– ¡Qué buena idea! -se alegró Eva-. A lo mejor hasta os doy una buena noticia.

Llamé a Jammie a la comuna y le pedí que viniera con Changez. Changez le arrebató el auricular y dijo que saldría si podía, pero no estaba seguro de que Jamila fuera a poder por culpa de la pillina de Leila. Además, se habían pasado el día entero en las mesas electorales, trabajando como interventores para el Partido Laborista.

Nos arreglamos y Eva convenció a papá de que se pusiera la chaqueta Nehru, sin cuello y abotonada hasta arriba como una americana de los Beatles, pero un poco más larga. Todos los camareros le iban a tomar por un embajador o por un príncipe o algo así. Eva se sentía orgullosísima de él, estaba todo el rato quitándole pelillos de los pantalones y, cuanto más enojado parecía porque todo le salía mal, más besos le daba. Cogimos un taxi y fuimos al sitio más caro que conocía, en el Soho. Lo pagué todo con el dinero que había conseguido al devolver el billete de vuelta a Nueva York.

Era un restaurante de tres plantas, con paredes del mismo tono azul que los huevos de pato, piano de cola y un chico rubio con traje de etiqueta para tocarlo. La gente era deslumbrante: ricos y ruidosos. Eva se quedó encantada al encontrarse a cuatro conocidos, y un maricón de mediana edad barrigudo y cara enrojecida le dijo:

– Aquí tienes mi dirección, Eva. Ven a cenar el domingo y así te enseñaré a mis cuatro perros labrador. Por cierto, ¿has oído hablar de fulanito de tal? -le preguntó y mencionó el nombre de un director de cine famoso-. Pues también estará. Y además anda buscando a alguien que le decore su casa de Francia.

Eva le habló de su trabajo y de lo que estaba haciendo en aquel momento, estaba decorando y diseñando una casa de campo. Ted y Eva iban a tener que quedarse una temporada en una de las casas de la finca. Era el encargo más espectacular que les habían hecho hasta entonces. Debería contratar a gente para que la ayudara, pero tendría que ser gente responsable, le dijo.

– Responsable, pero no cohibidos, espero -dijo el maricón.

Como era de suponer, el pequeño Allie también se encontró a unos cuantos amigos, tres modelos, que se añadieron a nuestra mesa. Celebramos una pequeña fiesta y, al final, todo el mundo parecía estar enterado de que yo iba a salir en televisión y de quién iba a ser el nuevo primer ministro. Lo que más emocionados les tenía era esto último. Era agradable volver a ver a papá y a Allie juntos. Papá se esforzaba especialmente con él y le estaba dando besos y haciendo preguntas constantemente. Sin embargo, Allie mantenía las distancias: se sentía desconcertado y, además, Eva nunca le había caído bien.

Para mi alivio, a medianoche Changez se presentó -con su mono de mecánico acompañado de Shinko. Después de abrazar a papá, a Allie y a mí, nos enseñó fotografías de Leila. No podía haberle tocado tío más indulgente que Changez.

– ¡Qué lástima que no hayas traído a Jamila! -dije.

Shinko estaba muy pendiente de Changez. Nos habló de lo mucho que cuidaba de Leila y del trabajo que había hecho en la tienda de la princesa Jeeta, pero Changez no le hacía ni caso y seguía explicando a voz en grito cómo había colocado los distintos artículos de la tienda -la situación exacta de los dulces con respecto al pan- mientras Shinko seguía cantando sus excelencias delante de todos.

Changez se atiborró hasta no poder más, e incluso yo le animé a que repitiera helado de coco, porque se lo zampaba como si alguien estuviera a punto de arrebatárselo.

– Tomad todo lo que queráis -les dije a todos-. ¿No queréis postre? ¿No os apetece café?

Empezaba a disfrutar de mi propia generosidad, del placer de hacer disfrutar a los demás, especialmente porque iba acompañado del poder del dinero. Era yo quien les invitaba; estaban agradecidos, tenían que estarlo por fuerza: ya no me podían siderar un fracasado. Me apetecía hacerlo más a menudo, como si acabara de descubrir algo que se me daba bien y quería practicar sin descanso.

Cuando todo el mundo estaba riendo, con una borrachera alegre, Eva se puso de pie y dio unos golpecitos en la mesa. Sonreía y acariciaba la nuca de papá mientras forzaba la voz para que todo el mundo la oyera.

– ¡Un poco de silencio, por favor! ¡Un poco de silencio! ¡Sólo será un momentito! ¡Todo el mundo… Por favor!

Y se hizo un silencio. Todos la miraban. Papá estaba rebosante de alegría.

– Tengo algo que anunciaros -dijo.

– ¡Por el amor de Dios, dilo ya de una vez! -le pidió papá.

– No puedo -dijo Eva. Entonces se agachó y le preguntó en un susurro al oído-: ¿Todavía sigue en pie?

– Dilo ya -insistió sin responder a su pregunta-. ¡Eva, mujer, que todo el mundo está esperando!

Eva se incorporó, juntó las manos y estuvo en un tris de decirlo, pero en el último momento se echó atrás.

– No puedo, Haroon -se lamentó.

– ¡Que lo diga! ¡Que lo diga! -le pedimos a coro.

– Está bien. A ver esos ánimos, Eva -dijo para sí-. Nos vamos a casar. Eso es: nos vamos a casar. Nos conocimos, nos enamoramos y ahora nos casamos. Será dentro de dos meses. ¿Entendido? Estáis todos invitados.

Eva se sentó sin más y papá la rodeó con sus brazos. Eva le estaba diciendo algo, pero todos estábamos gritando nuestra enhorabuena, aporreando la mesa y sirviéndonos más copas. Propuse un brindis en su honor y todo el mundo les vitoreó y les aplaudió. Fue una gran celebración, sin sinsabores. Después de eso nos pasamos horas y horas felicitándonos y bebiendo, y había tanta gente sentada a la mesa que ni siquiera tuve que hablar demasiado. Me puse a pensar en el pasado y recordé todo lo que había vivido hasta encontrarme a mí mismo y aprender a conocer el corazón de la gente. Quizá en el futuro fuera a vivir más conscientemente.

Y así me quedé allí sentado en el corazón de aquella vieja ciudad a la que adoraba, que a su vez estaba asentada al pie de una isla diminuta. Me encontraba rodeado de gente a la que quería, y me sentía feliz y desdichado al mismo tiempo. Pensé en lo complicado que había sido todo, pero tampoco tenía por qué ser siempre así.

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