Primera parte

I

Copenhague, domingo, 23 de diciembre, en la actualidad, 12.40 h

La bala atravesó el hombro izquierdo de Cotton Malone. Trató de ignorar el dolor y fijó su atención en la plaza. La gente corría en todas las direcciones. Las bocinas aullaban. Los neumáticos chirriaban. Los marines que custodiaban la cercana embajada estadounidense reaccionaron al caos, pero se hallaban demasiado lejos para prestar ayuda. Había cuerpos esparcidos por todas partes. ¿Cuántos? ¿Ocho? ¿Diez? No, eran más. Un joven y una mujer se retorcían en un tramo de asfalto cubierto de aceite; el hombre tenía los ojos abiertos, brillantes por la conmoción. La mujer, que yacía boca abajo, sangraba a borbotones. Malone había divisado a dos pistoleros y los había abatido al instante, pero no logró ver al tercero, que le alcanzó de un solo disparo y ahora trataba de huir parapetándose tras los aterrados transeúntes.

La herida dolía como mil demonios. El miedo le recorría el rostro como una oleada de fuego. Le temblaban las piernas mientras intentaba levantar el brazo derecho. La Beretta parecía pesar una tonelada y no unos gramos.

El dolor le embotaba los sentidos. Respiró bocanadas de aire sulfúreo y al final obligó a su dedo a accionar el gatillo, pero no ocurrió nada. Qué extraño. Se oyó otro chasquido cuando intentó disparar de nuevo. Entonces el mundo se tiñó de negro.

Malone se despertó y borró de su mente aquel sueño, que se había repetido en numerosas ocasiones durante los dos últimos años, y consultó el reloj que reposaba en la mesita. Eran las 00.43 h.

Estaba tumbado en la cama de su piso y la lamparita de noche seguía encendida desde que se quedara dormido dos horas antes.

Algo lo había despertado, un ruido que formaba parte del sueño de Ciudad de México. Pero no. Lo oyó de nuevo. Fueron tres crujidos consecutivos.

El edificio donde vivía databa del siglo xvii y había sido remodelado unos meses atrás. Entre el segundo y el tercer piso, las nuevas contrahuellas se anunciaban ahora en un orden meticuloso como teclas de un piano, lo cual significaba que había alguien allí.

Malone extendió el brazo y encontró bajo la cama la mochila que siempre tenía preparada desde sus días en el Magellan Billet. Con la mano derecha cogió la Beretta, la misma que llevaba en Ciudad de México, en cuya recámara guardaba una bala. Era otro hábito que se alegraba de no haber perdido. Salió del dormitorio sigilosamente.

Su piso, situado en la cuarta planta, medía unos noventa metros cuadrados. Junto al dormitorio había un estudio, una cocina, un baño y varios armarios. La luz del estudio, que daba a la escalera, estaba encendida. La librería ocupaba la planta baja y la segunda y la tercera se utilizaban exclusivamente como almacén y lugar de trabajo.

Malone encontró la puerta a tientas y se pegó a la jamba interior. Ni un solo ruido lo había delatado, ya que había caminado con sigilo y sin despegar los zapatos de las alfombrillas. Todavía llevaba la ropa del día anterior. Había trabajado hasta bien entrada la noche tras un ajetreado sábado antes de Navidad. Era agradable volver a ser librero. Supuestamente, ahora esa era su profesión.

Entonces, ¿por qué empuñaba una pistola en mitad de la noche y por qué todos sus sentidos le decían que el peligro acechaba?

Lanzó una mirada furtiva por la puerta. Las escaleras conducían a un rellano y luego continuaban descendiendo. Había apagado las luces antes de subir y arriba no había ningún interruptor que permitiera encenderlas desde allí. Se maldijo a sí mismo por no haber instalado alguno durante la reforma. Lo que sí había dispuesto era un pasamanos de metal en el lado exterior de la escalera.

Salió del piso y se deslizó por la barandilla metálica hasta el siguiente descansillo. No tenía sentido anunciar su presencia con más crujidos de los escalones de madera. Con cautela, se asomó al vacío. Oscuridad y silencio.

Se deslizó hasta el siguiente rellano y se dirigió a un lugar desde el que pudiera ver el tercer piso. Las luces ámbar de Højbro Plads se filtraban por las ventanas de la fachada y bañaban el umbral de un halo naranja. Allí guardaba su inventario, libros comprados a gente que los traía a diario por cajas. “Compra por unos céntimos, vende por unos euros”. Ese era el negocio del libro de segunda mano. Si le dedicabas tiempo suficiente, ganabas dinero. Es más, de cuando en cuando llegaba un auténtico tesoro dentro de una de las cajas. Esos los guardaba en el segundo piso, en una habitación cerrada. Así, pues, a menos que alguien hubiese forzado esa puerta, quienquiera que estuviese allí había ido a la tercera planta, que se encontraba abierta.

Se deslizó por el último pasamanos y se colocó frente a la puerta que daba al tercer piso. Al otro lado, la habitación, que debía de medir unos doce metros por seis, estaba atestada de montones de cajas de varios metros de altura.

– ¿Qué quieres? -preguntó, apoyando la espalda en la pared exterior.

Se preguntó si lo que le había alertado era el sueño. Los doce años que había pasado como agente del Departamento de Justicia sin duda lo habían vuelto un poco paranoico, y las dos últimas semanas le habían pasado factura, algo con lo que no contaba pero que había aceptado, pues lo consideraba el precio de la verdad.

– ¿Sabes? -dijo-. Vuelvo a arriba. Seas quien seas, si quieres algo, sube. De lo contrario, lárgate de mi tienda.

Más silencio. Malone se dirigió hacia la escalera.

– He venido a verte -dijo un hombre desde el interior del almacén.

Malone se detuvo y estudió los matices de aquella voz. Era un joven. Veintitantos años, o treinta y pocos. Estadounidense, con algo de acento. Y tranquilo. Natural.

– Así que has irrumpido en mi tienda…

– He tenido que hacerlo.

Ahora la voz se encontraba cerca, justo al otro lado de la puerta. Malone se apartó de la pared y apuntó con su pistola, esperando que el visitante se mostrara. Una figura enigmática apareció en el umbral. Era de estatura media, delgado y lucía un abrigo hasta la cintura. Tenía las manos pegadas al cuerpo, vacías. La oscuridad le impedía verle el rostro.

Malone siguió apuntándole y dijo:

– Necesito un nombre.

– Sam Collins.

– ¿Qué quieres?

– Henrik Thorvaldsen está en apuros.

– Eso no es ninguna novedad.

– Unas personas lo van a matar.

– ¿Qué personas?

– Tenemos que llegar hasta Thorvaldsen.

Malone no dejaba de apuntarle sin retirar el dedo del gatillo. Si Sam Collins pestañeaba, lo mataría. Pero tenía una corazonada, una sensación que los agentes adquirían merced a su bien ganada experiencia, que le decía que aquel joven no mentía.

– ¿Qué personas? -insistió.

– Tenemos que llegar hasta él.

Desde abajo llegó un ruido de cristales rotos.

– Por cierto -dijo Sam Collins-. Esa gente también viene por mí.

II

Bastia, Córcega, 1.05 h

Graham Ashby se encontraba en la Place du Dujon admirando la serenidad del puerto. A su alrededor, las desvencijadas casas de color pastel se amontonaban como cajones entre las iglesias. Las viejas estructuras se veían eclipsadas por la sencilla torre de piedra que se había convertido en su atalaya. El yate de Ashby, el Arquímedes,se hallaba anclado a medio kilómetro de distancia, en el puerto de Vieux. Contemplaba su elegante e iluminada silueta, que se perfilaba contra el agua plateada. La segunda noche del invierno había traído un viento frío y seco del norte que azotaba toda Bastia. En el aire flotaba una pesada quietud vacacional. Faltaban solo dos días para Navidad, pero a él no podía importarle menos.

Terra Nova, otrora el centro de actividad militar y administrativa de Bastia, se había transformado ahora en un barrio próspero con pisos majestuosos y tiendas a la última moda que bordeaban un laberinto de calles adoquinadas. Hace unos años, él estuvo a punto de invertir en el boom,pero se desdijo. El sector inmobiliario, sobre todo en el litoral mediterráneo, ya no reportaba los beneficios de antaño.

Miró hacia el Jetée du Dragon, un muelle artificial situado al noreste, inexistente unas décadas antes. Para edificarlo, los ingenieros habían destruido una gigantesca roca en forma de león bautizada como “El Leone”, y que en su día bloqueaba el puerto y aparecía de forma prominente en numerosos grabados anteriores al siglo xx. Cuando el Arquímedes se había adentrado en aguas protegidas dos horas antes, no tardó en avistar la torre del homenaje apagada -construida por los gobernadores genoveses de la isla en el siglo xiv- sobre la que se encontraba ahora, y se preguntaba si aquella noche sería la noche. Tenía la esperanza de que así fuera.

Córcega no era uno de sus lugares predilectos. No era más que una montaña que afloraba en el mar. Ciento ochenta y cinco kilómetros de largo, ochenta y cuatro de ancho, 14.200 kilómetros cuadrados y 966 kilómetros de costa. Su geografía iba desde picos alpinos a profundos desfiladeros, bosques de pino, lagos glaciares, pastos, valles fértiles e incluso alguna zona desértica. En un momento u otro, griegos, cartagineses, romanos, aragoneses, italianos, británicos y franceses conquistaron la isla, pero jamás subyugaron su espíritu rebelde, otro motivo por el que no había invertido allí. Demasiadas variables en aquel indisciplinado département francés.

Los diligentes genoveses fundaron Bastia en 1380 y construyeron fortalezas para protegerla. La atalaya de Ashby era una de las últimas que quedaban. La ciudad había sido la capital de la isla hasta 1791, cuando Napoleón decidió trasladarla a su lugar de nacimiento, Ajaccio, situada más al sur. Ashby sabía que los lugareños todavía no habían perdonado aquella transgresión al pequeño emperador.

Se abotonó el abrigo Armani y se plantó junto a un parapeto medieval. La camisa a la medida, los pantalones y el jersey le sentaban como un guante a su figura de cincuenta y ocho años. Compraba todos sus conjuntos en Kingston & Knight, como antes habían hecho su padre y su abuelo. El día anterior, un barbero de Londres había invertido media hora en recortar su melena gris y eliminar las blanquecinas ondas que le hacían parecer mayor. Estaba orgulloso de conservar la apariencia y el vigor de un hombre más joven y, mientras contemplaba el mar Tirreno, que se extendía frente a la oscura Bastia, saboreaba la satisfacción de un hombre que había llegado muy lejos.

Consultó su reloj. Había venido a resolver un misterio que había atormentado a los cazatesoros durante más de sesenta años, y detestaba la falta de puntualidad.

Oyó pasos desde la cercana escalinata de veinte metros de longitud. Durante el día, los turistas subían a admirar el paisaje y hacer fotos. A aquella hora no había visitas.

Un hombre apareció bajo la tenue luz. Era pequeño y tenía una cabellera espesa. Dos arrugas profundas surcaban la carne desde la nariz hasta la boca. Su piel era tan marrón como una cáscara de nuez, y el bigote blanco resaltaba su oscura pigmentación. Iba vestido de clérigo. Las faldas de la sotana negra se agitaban al andar.

– Lord Ashby, disculpe el retraso, no ha sido culpa mía.

– ¿Sacerdote? -preguntó señalando el atuendo.

– Me pareció que un disfraz sería lo mejor para esta noche. La gente no suele hacerles preguntas -el hombre, agotado por la subida, trató de recobrar el aliento.

Ashby había elegido la hora con sumo cuidado y calculado su llegada con precisión británica, pero aquella media hora de retraso lo había desbaratado todo.

– Detesto las situaciones desagradables -dijo-, pero a veces es necesaria una conversación sincera cara a cara -Ashby lo señaló con el dedo-. Usted, señor, es un mentiroso.

– Lo soy, he de reconocerlo.

– Me ha costado usted tiempo y dinero, cosas que no me gusta malgastar.

– Por desgracia, lord Ashby, me hallo en escasez de ambas cosas -el hombre hizo una pausa-. Y sabía que usted necesitaba mi ayuda.

La última vez, Ashby había permitido que aquel hombre supiera demasiado. Había sido un error.

Algo había sucedido en Córcega el 15 de septiembre de 1943. Un barco transportaba seis cofres desde Italia. Algunos decían que fueron arrojados al mar cerca de Bastia y otros creían que habían sido llevados hasta la costa. Todos coincidían en que cinco alemanes habían participado en la operación. Cuatro de ellos fueron sometidos a un consejo de guerra por dejar el tesoro en un lugar que pronto estaría en manos aliadas y fueron fusilados. El quinto fue absuelto. Lamentablemente, no sabía dónde se encontraba el último escondite, así que buscó en vano durante el resto de sus días, como habían hecho muchos otros.

– La mentira es la única arma que poseo -afirmó el corso-. Es lo que mantiene a raya a hombres poderosos como usted.

– Viejo…

– Me atrevería a decir que no soy mucho más viejo que usted, aunque mi estatus no es tan impopular como el suyo. Qué reputación tiene usted, lord Ashby.

Este reconoció la observación inclinando la cabeza. Sabía lo influyente que podía ser la imagen para una persona. Durante tres siglos, su familia había sido propietaria de una participación mayoritaria en una de las instituciones de préstamo más antiguas de Inglaterra. Ahora era el titular único de dicha participación. En su día, la prensa británica describió sus luminosos ojos grises, su nariz romana y su fugaz sonrisa como el “semblante de un aristócrata”. Años atrás, un periodista lo tildó de “imponente”, mientras que otro lo catalogaba de “atezado y saturnino”. No le molestaba necesariamente la referencia a su complexión oscura, algo que su madre, que era medio turca, le había legado, pero sí que lo consideraran hosco y taciturno.

– Le garantizo, buen señor -dijo-, que no tiene nada que temer de mí.

El corso se echó a reír.

– Eso espero. La violencia no conduciría a nada. Al fin y al cabo, usted busca el oro de Rommel. Es un tesoro espléndido y puede que yo sepa dónde está.

Aquel hombre era molesto y observador a partes iguales. Pero también era un mentiroso reconocido.

– Se ha salido usted por la tangente.

Aquella silueta soltó una carcajada.

– Me estaba presionando. No puedo permitirme llamar la atención. Otros podrían enterarse. Esta isla es pequeña y si encontramos este tesoro quiero conservar mi parte.

Aquel hombre trabajaba para la Assemblée de Corse, a las afueras de Ajaccio. Era un funcionario menor del gobierno regional que gozaba de acceso a gran cantidad de información.

– ¿Y quién iba a arrebatarnos nuestra parte del botín? -preguntó Ashby.

– Gente de Bastia que sigue buscando. Gente que vive en Francia y en Italia. Algunos han muerto por este tesoro.

Por lo visto, aquel idiota prefería las conversaciones pausadas y daba rodeos e insinuaciones que desvelaban poco a poco su mensaje, pero Ashby no tenía tiempo para aquello. Hizo una señal y otro hombre apareció en la escalinata. Llevaba un abrigo de color carbón a juego con su tieso cabello gris. Su mirada era penetrante y su rostro se estrechaba hasta culminar en una barbilla prominente. Se dirigió hacia el corso y se detuvo.

– Este es el señor Guildhall -anunció Ashby-. Quizá lo recuerde de nuestra última visita.

El corso extendió el brazo, pero Guildhall no sacó las manos de los bolsillos del abrigo.

– Me acuerdo de él -dijo el corso-. ¿No sonríe nunca?

Ashby negó con la cabeza.

– Le sucedió algo terrible. Hace unos años el señor Guildhall se vio envuelto en un espantoso altercado durante el cual le acuchillaron la cara y el cuello. Se curó, como puede apreciar, pero las secuelas fueron unas lesiones nerviosas que impiden que los músculos de la cara funcionen del todo. De ahí que no sonría.

– ¿Y quién lo acuchilló?

– Ah, excelente pregunta. Está muerto, con el pescuezo roto.

Vio que la idea había quedado clara, de modo que se volvió hacia Guildhall y le preguntó:

– ¿Qué ha encontrado?

Su empleado sacó un pequeño libro del bolsillo y se lo entregó. Bajo la vaporosa luz leyó el desvaído título en francés: Napoleón, de las Tullerías a Santa Elena. Era una de las innumerables memorias que se habían publicado tras la muerte de Napoleón en 1821.

– ¿Cómo… ha conseguido eso? -preguntó el corso.

Ashby sonrió.

– Mientras usted me hacía aguardar aquí, en la torre, el señor Guildhall ha registrado su casa. No soy idiota.

El corso se encogió de hombros.

– Solo son unas insulsas memorias. He leído mucho acerca de Napoleón.

– Eso mismo dijo su amigo conspirador.

Según pudo comprobar, ahora gozaba de toda la atención de su interlocutor.

– Él, el señor Guildhall y yo mantuvimos una fantástica charla.

– ¿Cómo supo de Gustave?

– No fue difícil averiguarlo. Usted y él han buscado el oro de Rommel durante mucho tiempo. Posiblemente sean los mayores expertos en la materia.

– ¿Le ha hecho daño?

Ashby percibió el tono de inquietud de su interlocutor.

– No, por Dios, buen hombre. ¿Me toma por un villano? Pertenezco a una familia de aristócratas. Soy un señor del reino, un financiero respetable, no un rufián. Por supuesto, su Gustave también me mintió.

Con un rápido movimiento de muñeca, Guildhall lo agarró del hombro y de una de las perneras del pantalón que asomaban por debajo de la sotana y colocó al diminuto corso entre los pretiles. Guildhall lo arrastró hacia la cara exterior y lo asió fuertemente de los tobillos. Ahora el cuerpo colgaba del muro boca abajo, veinte metros por encima de la calzada de piedra. La brisa nocturna agitaba la sotana.

Ashby asomó la cabeza por otro pretil.

– Por desgracia, el señor Guildhall no muestra las mismas reservas que yo hacia la violencia. Por favor, sepa que al más leve sonido de alarma lo soltará. ¿Entendido?

Ashby vio cómo el hombre asentía.

– Ahora ha llegado la hora de que usted y yo tengamos una conversación seria.

III

Copenhague

Malone observó la silueta de Sam Collins mientras abajo se oían ruidos de cristales hechos añicos.

– Creo que quieren matarme -dijo Collins.

– Por si no te has dado cuenta, yo también te estoy apuntando con una pistola.

– Señor Malone, me envía Henrik.

Tenía que elegir. El peligro que tenía ante él o el que acechaba dos pisos más abajo.

Malone bajó la pistola.

– ¿Has traído tú a esa gente hasta aquí?

– Necesitaba su ayuda. Henrik me dijo que viniera.

Oyó tres ruidos sordos, de una pistola con silenciador. Entonces se abrió la puerta principal. Pasos traqueteando sobre el entarimado.

Malone señaló con la pistola.

– Métete ahí.

Ambos entraron en el almacén del tercer piso y se refugiaron tras una pila de cajas. Malone pensó que los intrusos irían directo al piso de arriba, atraídos por las luces. Entonces, cuando se dieran cuenta de que no había nadie allí, empezarían a buscar. El problema era que no sabía cuántos eran.

Malone miró a hurtadillas y vio a un hombre pasar del descansillo del tercer piso al cuarto. Indicó a Collins que guardara silencio y le siguiera. Se precipitó hacia la salida y ambos utilizaron el pasamanos metálico para deslizarse hasta el siguiente rellano. Luego repitieron el proceso hasta el tramo final de escaleras que conducía a la planta baja y a la librería.

Collins avanzó hacia la última barandilla, pero Malone lo agarró del brazo y meneó la cabeza. El hecho de que aquel muchacho pudiera cometer semejante estupidez demostraba o bien ignorancia o bien una engañosa inteligencia. No estaba seguro de cuál era la respuesta, pero no podían seguir allí mucho tiempo, pues tenían a un hombre armado encima de sus cabezas.

Con un ademán, Malone pidió a Collins que se quitara el abrigo. El joven se mostró dubitativo, como si no comprendiera la petición, pero acabó cediendo y se despojó de él sin hacer ruido. Malone recogió el bulto de lana gruesa, se sentó sobre el pasamanos y se dejó caer lentamente hasta media altura. Empuñando firmemente la pistola con la mano derecha, arrojó el abrigo hacia el exterior. Las balas tachonaron la prenda con un ruido sordo.

Malone recorrió el tramo restante, saltó de la barandilla y se cobijó detrás del mostrador al tiempo que las balas se incrustaban en la madera. Entonces lo vio. El atacante se encontraba a su derecha, cerca de los escaparates, donde exponía los libros de historia y música. Malone se arrodilló y disparó en aquella dirección.

– Ahora -le gritó a Collins, que pareció adivinar las intenciones de su compañero y huyó de las escaleras para saltar detrás del mostrador.

Malone sabía que pronto tendrían más compañía, de modo que se arrastró hacia la izquierda. Por suerte, no estaban rodeados. Durante la reciente remodelación había insistido en poner un mostrador abierto por ambos lados. Su pistola no tenía silenciador y se preguntaba si afuera alguien habría oído su sonora réplica. Pero Højbro Plads era un lugar desértico desde la medianoche hasta el amanecer.

Malone corrió hacia el extremo del mostrador con Collins a la zaga. Clavó la mirada en la escalera mientras aguardaba lo inevitable. En lo alto de la escalera vio una silueta oscura que iba creciendo en envergadura mientras la pistola asomaba lentamente desde la esquina. Malone disparó y alcanzó al hombre en el antebrazo. Oyó un gemido y la pistola desapareció.

El primer pistolero descerrajó suficientes disparos para que el hombre de la escalera fuese hacia él.

Malone vio que habían llegado a un punto muerto. Iba armado. Ellos también. Pero probablemente dispusieran de más munición que él, ya que no había cogido un cargador extra para la Beretta. Por suerte, ellos no lo sabían.

– Tenemos que provocarlos -susurró Collins.

– ¿Y cuántos son?

– Parece que dos.

– Eso no lo sabemos -Malone rememoró el sueño, en el que había cometido el error de no contar hasta tres.

– No podemos quedarnos aquí sentados.

– Podría entregarte y volver a la cama.

– Podría, pero no lo hará.

– No estés tan seguro.

Todavía recordaba las palabras de Collins. “Henrik Thorvaldsen está en apuros”.

El joven se movió con cautela y extendió la mano hacia el extintor que había detrás del mostrador. Malone observó cómo quitaba el pasador de seguridad y, antes de que pudiera oponerse a ello, Collins salió de allí y sumió la librería en una niebla química utilizando unos estantes a modo de parapeto y lanzando agente ignífugo a los pistoleros.

No hubo un solo movimiento… Excepto cuatro disparos. Las balas surcaron la niebla y se hundieron en la madera y los muros de piedra. Malone descargó otra ráfaga en dirección opuesta. Oyó cómo se rompía el cristal con un gran estrépito y luego pasos acelerados. Se marchaban.

Un aire frío sopló por encima de su cabeza. Entonces vio que habían huido por el escaparate.

Collins bajó el extintor.

– Se han ido.

Malone debía asegurarse de ello, así que permaneció agachado, se apartó del mostrador y, protegiéndose con las estanterías, echó a correr entre la niebla, que ya se estaba disipando. Llegó hasta la última hilera y se aventuró a lanzar una mirada rápida. El humo se escabullía hacia la gélida noche por un ventanal destrozado.

Malone meneó la cabeza. Un desastre más.

Collins se acercó por detrás.

– Eran profesionales.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Sé quién los envía.

Collins dejó el extintor en el suelo.

– ¿Quién?

– Henrik me dijo que se lo explicaría él.

Malone se dirigió al mostrador y cogió el teléfono para llamar a Christiangade, la casa solariega propiedad de Thorvaldsen, situada quince kilómetros al norte de Copenhague. El teléfono sonó varias veces. Normalmente respondía Jesper, el mayordomo, fuese la hora que fuese. El teléfono siguió sonando. Era un mal presagio. Malone colgó y decidió prepararse.

– Ve arriba -ordenó a Collins-. Sobre mi cama hay una mochila. Cógela.

Collins subió los escalones a toda prisa. Malone aprovechó el momento para llamar una vez más a Christiangade y permaneció a la espera mientras el teléfono continuaba sonando.

Collins bajó ruidosamente la escalera. El carro de Malone estaba estacionado a varias manzanas de distancia, justo a las afueras del casco antiguo y cerca del palacio de Christianborg. Malone cogió su teléfono móvil de debajo del mostrador.

– Vámonos.

IV

Eliza Larocque sentía el éxito cerca, aunque su compañero de vuelo dificultaba la tarea. Esperaba sinceramente que aquel viaje transatlántico que había organizado de forma apresurada no fuese una pérdida de tiempo.

– Se llama el Club de París -dijo en francés.

A 15.000 metros de altura, sobrevolando el Atlántico norte en la suntuosa cabina de su nuevo Gulfstream G650, había decidido hacer un último intento. Estaba orgullosa de su último juguete de vanguardia, uno de los primeros que habían salido de la cadena de montaje. La espaciosa cabina tenía cabida para ocho pasajeros, acomodados en unos lujosos asientos de piel. Disponía de cocina, un amplio cuarto de baño, muebles de caoba y módulos de video con Internet de alta velocidad conectados al mundo vía satélite. El reactor volaba alto y rápido, podía recorrer largas distancias y era fiable. Treinta y siete millones, y había merecido la pena la inversión, hasta el último céntimo.

– Conozco esa organización -repuso Robert Mastroianni en la lengua materna de Larocque-. Es un grupo informal de mandatarios financieros de los países más ricos del mundo. Reestructuración, ayuda a damnificados y cancelación de deudas. Conceden créditos y ayudan a las naciones en apuros a reembolsar sus obligaciones. Cuando estaba en el Fondo Monetario Internacional trabajamos muchas veces con ellos.

Larocque conocía el dato.

– Ese club -dijo- nació de unas conversaciones de crisis mantenidas en París en 1956 entre una Argentina en bancarrota y sus acreedores. Sigue reuniéndose cada seis semanas en el Ministerio francés de Economía, Finanzas e Industria, presidido por un alto cargo de la Hacienda francesa. Pero no me refiero a esa organización.

– ¿Otro de sus misterios? -preguntó Mastroianni con cierto aire crítico-. ¿Por qué tiene que ser tan complicada?

– Quizá porque sé que le irrita.

El día anterior se había encontrado con Mastroianni en Nueva York. Él no se alegró de verla, pero aquella noche cenaron juntos. Cuando Larocque le ofreció cruzar el Atlántico, él aceptó, lo cual fue una sorpresa para ella. Aquella sería su última conversación, o quizá la primera de muchas más.

– Adelante, Eliza. Soy todo oídos. Evidentemente, no puedo hacer otra cosa, lo cual sospecho que formaba parte de su plan.

– Si pensaba eso, ¿por qué vuelve a casa conmigo?

– Si lo hubiese rechazado, me habría encontrado de nuevo. Así podremos resolver nuestros asuntos y a cambio de mi tiempo obtengo un confortable vuelo de regreso a casa. Así, pues, prosiga por favor. Pronuncie su discurso.

Larocque contuvo su ira y dijo:

– Existe un tópico que tiene su origen en la historia: “Si un gobierno no puede afrontar el desafío de la guerra, se viene abajo”. La santidad de la ley, la prosperidad ciudadana, la solvencia… Cualquier Estado sacrifica todos esos principios cuando su supervivencia corre peligro.

Su interlocutor bebió un sorbo de una copa de champaña.

– Aquí tenemos otra realidad -apostilló-. Las guerras siempre se han financiado por medio de la deuda. Cuanto mayor es la amenaza, mayor es la deuda.

Mastroianni hizo un ademán despectivo.

– Ya sé lo que viene ahora. Para que cualquier nación entre en guerra, debe tener un enemigo creíble.

– Por supuesto. Y si este ya existe, magnifico.

Mastroianni sonrió al ver que Larocque utilizaba el italiano, su lengua materna. Era la primera vez que relajaba su granítico semblante.

– Si existen enemigos -observó Larocque- pero falta poder militar, puede aportarse dinero para generar dicho poder. -Con una sonrisa agregó-: Si no existen, siempre pueden crearse.

Mastroianni se echó a reír.

– Es usted un demonio.

– ¿Y usted no?

– No, Eliza, yo no -respondió sin apartar la mirada.

Mastroianni era unos cinco años mayor que ella, igual de rico y, aunque enervante, también podía resultar encantador. Acababan de degustar un suculento solomillo de ternera, papas Yokon Gold y judías verdes ligeramente tostadas. Larocque descubrió que a su acompañante le agradaban los platos sencillos: nada de especias, ni ajo ni pimiento picante. Era un paladar único para tratarse de un italiano, pero aquel multimillonario atesoraba muchas particularidades. Pese a todo, no era nadie para juzgarlo. Ella también tenía sus idiosincrasias.

– Existe otro Club de París -dijo ella-. Uno mucho más antiguo. Data de los tiempos de Napoleón.

– Nunca lo había mencionado.

– Hasta ahora no había mostrado usted ningún interés.

– ¿Puedo serle franco?

– Por favor.

– No me gusta. O, para ser más exactos, no me gustan sus negocios ni sus socios. Son despiadados en sus transacciones y no tienen palabra. Algunas de sus políticas de inversión son cuestionables en el mejor de los casos y, en el peor, delictivas. Lleva casi un año persiguiéndome con cantinelas de beneficios fabulosos, pero ofreciendo escasa información que apoye sus aseveraciones. Quizá sea su gen corso y simplemente no pueda controlarlo.

Su madre era corsa y su padre francés. Se habían casado jóvenes y estuvieron juntos más de cincuenta años. Ambos estaban muertos y ella era su única heredera. Los prejuicios sobre su ascendencia no eran nuevos, los había padecido en numerosas ocasiones, pero eso no significaba que los aceptara gratamente.

Larocque se levantó y retiró los platos de la cena.

Mastroianni la agarró del brazo.

– No tiene por qué hacerme de sirvienta.

A ella le disgustó su tono y su forma de agarrarla, pero no se resistió. Por el contrario, sonrió y dijo en italiano:

– Es usted mi invitado. Es lo correcto.

Él la soltó.

Larocque solo había contratado para el reactor a dos pilotos, que se encontraban en la cabina, motivo por el cual ella había servido la comida. Guardó los platos sucios en la cocina y en una pequeña nevera encontró los postres, dos exquisitos pasteles de chocolate. Eran los favoritos de Mastroianni, según le habían dicho, y los compró en el restaurante de Manhattan que habían visitado la noche anterior.

La expresión de Mastroianni cambió cuando le puso delante aquella delicia. Larocque se sentó frente a él.

– Que le gustemos yo o mis compañías, Robert, es irrelevante para nuestra conversación. Esto es una propuesta de negocios que me pareció que podía interesarle. Me he esmerado en mis elecciones. Ya han sido elegidas cinco personas. Yo soy la sexta. Usted sería la séptima.

Mastroianni señaló la torta.

– Anoche me preguntaba de qué estarían hablando usted y el garçon antes de irnos.

Estaba ignorándola, jugando a su propio juego.

– Vi lo mucho que había disfrutado con el postre.

Mastroianni cogió un cubierto de plata de ley. Al parecer, su disgusto personal hacia ella no era extensible a la comida, al reactor o a la posibilidad de ganar dinero.

– ¿Puedo contarle una historia? -preguntó Larocque-. Trata sobre Egipto. De cuando el entonces general Napoleón Bonaparte invadió el país en 1798.

Mastroianni asintió mientras saboreaba el rico chocolate.

– Dudo que aceptara un no por respuesta, así que, adelante.

Napoleón dirigió personalmente a la columna de soldados franceses el segundo día de su marcha hacia el sur. Se encontraban cerca de El Beidah, a tan solo unas horas de distancia del siguiente pueblo. El día era caluroso y soleado, como todos los que lo habían precedido. El día anterior, los árabes habían atacado despiadadamente a su avanzada. El general Desaix evitó por poco ser capturado, pero un capitán murió y otro adjutant général cayó prisionero. Se exigió un rescate, pero los árabes se quedaron con el botín y al final dispararon al cautivo en la cabeza. Egipto estaba demostrando ser una tierra traicionera, fácil de conquistar pero difícil de dominar, y la resistencia parecía ir en aumento.

Más adelante, en los márgenes del polvoriento camino, vio a una mujer con el rostro ensangrentado. En un brazo acunaba a un bebé, pero el otro lo tenía extendido, como si quisiera defenderse, palpando el aire que tenía ante sí. ¿Qué hacía en aquel desierto abrasador?

Napoleón se acercó a ella y gracias a un intérprete supo que su marido le había atravesado ambos ojos. Él no daba crédito a lo que oía. ¿Por qué? Ella no se atrevía a protestar y simplemente suplicaba que alguien se hiciese cargo de su hijo, que parecía moribundo. Napoleón ordenó que tanto a ella como al bebé les procuraran agua y pan.

De pronto, un hombre apareció por detrás de una duna cercana, enfurecido y lleno de odio. Los soldados se pusieron en guardia. El hombre echó a correr y arrebató el pan y el agua a la mujer.

¡No lo hagan! -gritó-. Esta mujer ha perdido su honor y mancillado el mío. Ese niño es mi desgracia. Es fruto de su pecado.

Napoleón desmontó y dijo:

Está usted loco,monsieur. Demente.

Soy su marido y tengo derecho a hacer lo que me plazca.

Antes de que Napoleón pudiera responder, una daga asomó bajo la túnica del hombre, que atestó una puñalada mortal a su esposa. Luego llegaron unos momentos de confusión, en los que el hombre agarró al bebé, lo alzó en vilo y lo arrojó al suelo.

Se escuchó un disparo y el pecho de aquel hombre estalló, tras lo cual el cuerpo se desplomó sobre la árida tierra. El capitán Le Mireur, que cabalgaba detrás de Napoleón, había puesto fin al espectáculo.

Todos los soldados se mostraron conmocionados por lo que acababan de presenciar. El propio Napoleón tuvo dificultades para ocultar su consternación. Después de unos momentos de tensión, ordenó que la columna siguiera adelante, pero antes de volver a montar en su caballo, advirtió que algo había caído por debajo de la túnica del hombre. Era un rollo de papiro atado con una cuerda. El emperador lo recogió de la arena.

Napoleón ordenó acampar en la casa de recreo de uno de sus oponentes más acérrimos, un egipcio que había huido al desierto con su ejército mameluco meses atrás y que había dejado todas sus posesiones para disfrute de los franceses. Tumbado sobre sedosas alfombras cubiertas de cojines de terciopelo, el general seguía atribulado por la atroz muestra de inhumanidad que había presenciado en el camino del desierto.

Más tarde le dijeron que el hombre había hecho mal en apuñalar a su esposa, pero que si Dios hubiese querido perdonarla por su infidelidad, ya la habrían acogido en algún hogar, en el que habría vivido de la caridad. Puesto que eso no había ocurrido, la ley árabe no habría castigado al marido por sus dos asesinatos.

Entonces, hemos hecho lo correcto -declaró Napoleón.

La noche era tranquila y apacible, así que resolvió examinar los papiros que había encontrado cerca del cuerpo. Sus sabios le habían contado que los lugareños acostumbraban a saquear los lugares sagrados y robar cualquier cosa que pudieran vender o reutilizar. Qué gran desperdicio. Él había venido a descubrir el pasado de aquel país, no a destruirlo.

Napoleón desató la cuerda y extendió el rollo, en el que encontró cuatro hojas escritas, aparentemente en griego. El general hablaba corso con fluidez y por fin podía hablar y escribir un francés pasable, pero, al margen de eso, las lenguas extranjeras eran un misterio para él. Así, pues, hizo llamar a uno de sus traductores.

Es copto -le dijo.

– ¿Puedes leerlo?

Por supuesto, general.

– Qué horror -dijo Mastroianni-. Matar a ese niño.

Larocque asintió.

– Aquella era la realidad de la campaña egipcia. Fue una conquista sangrienta y reñida. Pero le garantizo que lo que allí aconteció es la razón por la que usted y yo estamos manteniendo esta conversación.

V

Sam Collins observaba desde el asiento del copiloto mientras Malone salía a toda velocidad de Copenhague rumbo al norte, hacia la autopista que recorría el litoral danés.

Cotton Malone era exactamente como esperaba: duro, valiente y decidido. Aceptaba la situación en la que se había visto envuelto e hizo lo que debía. Se ajustaba incluso a la descripción física que le habían dado: alto, pelo rubio brillante y una sonrisa que transmitía escasa emoción. Estaba al corriente de sus doce años de experiencia en el Departamento de Justicia, de su formación en Derecho en Georgetown, de su memoria eidética y de su pasión por los libros. Pero ahora había comprobado de primera mano el coraje de aquel hombre.

– ¿Quién eres? -preguntó Malone.

Collins se dio cuenta de que no podría responder con evasivas. Percibía la desconfianza de Malone y la entendía. Un extraño había irrumpido en su tienda en mitad de la noche perseguido por unos hombres armados.

– Servicio Secreto de Estados Unidos. O al menos lo era hasta hace unos días. Creo que estoy despedido.

– ¿Por qué?

– Porque nadie me escuchaba. Intenté explicárselo, pero nadie quería escucharme.

– ¿Por qué te escuchó Henrik?

– ¿Cómo…? -Collins se contuvo.

– Alguna gente recoge animales extraviados. Henrik rescata personas. ¿Por qué necesitabas su ayuda?

– ¿Quién dice que la necesitaba?

– No te pongas nervioso, ¿de acuerdo? Una vez yo fui uno de esos descarriados.

– En realidad, yo diría que era Henrik quien necesitaba ayuda. Fue él quien se puso en contacto conmigo.

Malone metió la quinta en su Mazda y aceleró por la ennegrecida autopista, que discurría a un centenar de metros del oscuro mar de Oresund.

Sam necesitaba dejar algo claro.

– En el Servicio Secreto no trabajaba con información de la Casa Blanca. Estaba en el departamento de fraudes de divisas y financieros.

Siempre se mofaba del estereotipo hollywoodiense de los agentes con traje oscuro, gafas de sol y pinganillos de color carne que rodeaban al presidente. La mayoría de los miembros del Servicio Secreto, como él, trabajaban en la sombra salvaguardando el sistema financiero estadounidense. De hecho, aquella era la principal misión de la organización, nacida de la guerra civil y creada para impedir las falsificaciones confederadas. Hasta el asesinato de William McKinley, treinta y cinco años después, no asumió la responsabilidad de proteger al presidente.

– ¿Por qué has venido a mi librería? -preguntó Malone.

– Me hospedaba en la ciudad. Ayer Henrik me envió a un hotel. Supe que algo iba mal. Quería que me alejara de la finca.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Dinamarca?

– Una semana. Usted ha estado fuera y volvió hace unos días.

– Sabes mucho de mí.

– En realidad, no. Sé que es Cotton Malone, ex oficial de la Armada. Trabajó para el Magellan Billet. Ahora está retirado.

Malone le lanzó una mirada que denotaba que su empeño en eludir su primera pregunta le estaba agotando la paciencia.

– Además dirijo una página web -dijo Sam-. Se supone que no debemos dedicarnos a ese tipo de cosas, pero yo lo hacía. Quiebra financiera internacional: una conspiración capitalista. Así se llama. Se encuentra en Moneywash.net.

– Entiendo que tus superiores se mostraran recelosos con tu hobby.

– Yo no. Vivo en Estados Unidos. Tengo derecho a expresar mi opinión.

– Pero no a llevar una insignia federal al mismo tiempo.

– Eso es lo que dijeron ellos -repuso, incapaz de ocultar su derrotismo.

– ¿Qué decías en esa página tuya? -preguntó Malone.

– La verdad sobre financieros como Mayer Amschel Rothschild.

– ¿Expresando esos derechos tuyos de la Primera Enmienda?

– ¿Y qué más da? Ese hombre ni siquiera era estadounidense. Simplemente era un maestro del dinero. Sus cinco hijos eran todavía mejores. Aprendieron a convertir la deuda en fortuna. Fueron prestamistas de las coronas de Europa. Los llamabas y ellos acudían. Con una mano entregaban el dinero y con la otra recaudaban todavía más.

– ¿Acaso no es ese el estilo de vida estadounidense?

– No eran banqueros. Los bancos trabajan con fondos depositados por los clientes o generados por el gobierno. Ellos trabajaban con fortunas personales, prestándolas con unos tipos de interés obscenos.

– Insisto, ¿dónde está el problema?

Collins se agitó en su asiento.

– Esa es precisamente la actitud que les permitió salirse con la suya. La gente dice: “¿Y qué? Tienen derecho a ganar dinero”. No, no lo tienen -dijo, cada vez más acalorado-. Los Rothschild amasaron una fortuna financiando la guerra. ¿Lo sabía?

Malone no respondió.

– La mayoría de las veces colaboraban con los dos bandos y les importaba un comino el dinero que prestaban. A cambio, querían privilegios que pudieran convertir en beneficios, cosas como concesiones mineras, monopolios y excepciones para la importación. A veces se les concedía incluso el derecho sobre determinados impuestos en concepto de garantía.

– Eso ocurrió hace cientos de años. ¿Qué más da?

– Está volviendo a suceder.

Malone aminoró para tomar una curva cerrada.

– ¿Cómo lo sabes?

– No todos los que se hacen ricos son tan benevolentes como Bill Gates.

– ¿Tienes nombres? ¿Pruebas?

Collins guardó silencio.

Malone pareció detectar su dilema.

– No, no los tienes. Solo un montón de tonterías conspiradoras que publicaste en Internet y que provocaron tu despido.

– No es tan descabellado -se apresuró a decir-. Esos hombres venían a matarme.

– Casi pareces alegrarte de que lo hicieran.

– Eso demuestra que tengo razón.

– Qué gran avance. Cuéntame qué pasó.

– Estaba encerrado en una habitación de hotel y salí a dar un paseo. Dos tipos empezaron a seguirme. Aceleré el paso pero no conseguí quitármelos de encima. Fue entonces cuando encontré su casa. Henrik me dijo que esperara en el hotel hasta que tuviera noticias suyas y que luego me pusiera en contacto con usted. Pero cuando vi a aquellos dos llamé a Christiangade. Jesper me dijo que fuera a buscarlo enseguida, así que me dirigí a su tienda.

– ¿Cómo entraste?

– Forcé la puerta trasera. Es muy fácil. Debería instalar una alarma.

– Si alguien quiere robar libros viejos, por mí puede llevárselos.

– ¿Y si se trata de unos tipos que pretenden asesinarlo?

– En realidad querían asesinarte a ti. Y, dicho sea de paso, fue una estupidez entrar de ese modo. Podría haberte disparado.

– Sabía que no lo haría.

– Me alegro de que estés tan seguro, porque yo no lo tengo tan claro.

Guardaron silencio durante varios kilómetros a medida que iban acercándose a Christiangade. Sam había hecho aquel trayecto varias veces ese año.

– Thorvaldsen se ha metido en muchos líos -dijo al fin-. Pero el hombre al que persigue actuó primero.

– Henrik no es tonto.

– Tal vez no, pero todo el mundo encuentra la horma de su zapato.

– ¿Cuántos años tienes?

Le extrañó el cambio repentino de tema.

– Treinta y dos.

– ¿Cuánto llevas trabajando para el Servicio Secreto?

– Cuatro años.

Collins captó muy bien el mensaje de Malone. ¿Por qué necesitaba Henrik contactar a un joven agente del Servicio Secreto sin experiencia que dirigía una estrafalaria página web?

– Es una larga historia.

– Tengo tiempo -le espetó Malone.

– Me temo que no. Thorvaldsen ha agravado una situación que está a punto de descontrolarse. Necesita ayuda.

– ¿Quien habla es el investigador de conspiraciones o el agente?

Malone pisó el pedal y aceleró en una recta. El negro océano se proyectaba a su derecha, con las luces de la lejana Suecia en el horizonte.

– Habla su amigo.

– Está claro -replicó Malone- que no tienes ni idea de cómo es Henrik. Él no le tiene miedo a nada.

– Todo el mundo tiene miedo a algo.

– ¿A qué le tienes miedo tú?

Collins ponderó la pregunta, que él mismo se había formulado en varias ocasiones durante los últimos meses, y contestó con honestidad:

– Al hombre al que realmente persigue Thorvaldsen.

– ¿Piensas decirme su nombre?

– Lord Graham Ashby.

VI

Córcega

Ashby regresó al Arquímedes y saltó del bote a la popa. Había traído consigo al corso después de tener una pequeña charla con él en lo alto de la torre. Se habían deshecho de la ridícula sotana y el hombre no les ocasionó ningún problema durante el trayecto.

– Acompáñelo al salón principal -le dijo a Guild-hall-. Que se ponga cómodo.

Subió los tres escalones de teca que conducían hasta la piscina iluminada. Todavía sostenía el libro que habían recuperado de la vivienda corsa. En ese momento apareció el capitán del barco.

– Rumbo al norte, siguiendo la costa, a toda máquina -ordenó Ashby.

El capitán asintió y se fue.

El esbelto casco negro del Arquímedes medía setenta metros. Con sus dos motores podía alcanzar los veinticinco nudos y mantener la nada desdeñable velocidad de crucero de veintidós nudos. Las seis cubiertas albergaban tres suites,las estancias del propietario, un despacho, una cocina gourmet,sauna, gimnasio y todos los demás servicios que se esperan de una embarcación de lujo. Más abajo, las turbinas aceleraron.

Ashby pensó una vez más en aquella noche de septiembre de 1943. Todos los relatos hablaban de un mar tranquilo y un cielo despejado. La flota pesquera de Bastia permanecía ancorada en el puerto. Solo una lancha motora surcaba las aguas frente al litoral. Algunos decían que la barca se dirigía a cabo Sur y el río Golo, situado en la base meridional de cabo Corso, el promontorio más septentrional de la isla, una cadena montañosa en forma de dedo que apuntaba al norte de Italia. Otros ubicaron la lancha en distintos lugares de la costa noreste. Cuatro soldados alemanes viajaban a bordo de ella cuando dos P-39 estadounidenses acribillaron el casco con sus cañones. Una bomba erró el blanco y, por fortuna, los aviones abandonaron su razia sin destruir la embarcación. A la postre se ocultaron seis baúles de madera en algún lugar de Córcega o cerca de la isla y un quinto alemán ayudó a los otros cuatro a escapar en la costa.

El Arquímedes seguía avanzando. Llegarían en treinta minutos.

Ashby subió una cubierta más hasta llegar al gran salón, donde el cuero blanco, el mobiliario de acero inoxidable y una alfombra beréber de color crema hacían que los invitados se sintieran cómodos. Su finca inglesa del siglo xvi estaba repleta de antigüedades. Aquí prefería la modernidad. El corso estaba sentado en uno de los sofás con una copa en la mano.

– ¿Un poco de ron? -preguntó Ashby.

El hombre asintió, todavía manifiestamente agitado.

– Es mi favorito. Hecho con jugo de la primera prensada.

La embarcación surcaba el agua cada vez más rápido. Ashby lanzó el libro de Napoleón sobre el sofá en el que estaba sentado su invitado.

– Desde la última vez que hablamos he estado ocupado. No voy a aburrirle con los detalles, pero sé que cuatro hombres trajeron el oro de Rommel desde Italia. Un quinto esperaba aquí. El cuarto escondió el tesoro y no reveló su paradero. La Gestapo los fusiló por negligencia en sus deberes. Por desgracia, el quinto ignoraba dónde se encontraba el escondite. Desde entonces, corsos como usted han buscado y propagado información falsa sobre lo sucedido. Existe más de una docena de versiones de los acontecimientos que no han generado más que confusión, motivo por el cual usted me mintió la última vez -Ashby hizo una pausa-. Y por el que Gustave también lo hizo.

Se sirvió un trago de ron y se sentó en el sofá frente al corso. Una mesa de madera y cristal mediaba entre ambos. Cogió el libro y lo depositó sobre la mesa.

– Si es tan amable, necesito que resuelva el rompecabezas.

– Si pudiera, lo habría resuelto hace mucho tiempo.

Ashby sonrió.

– Hace poco leí que cuando Napoleón fue coronado emperador, excluyó a todos los corsos de la administración de su isla. Según él, no eran de fiar.

– Napoleón también era corso.

– Cierto, pero usted, señor, es un mentiroso. Sabe perfectamente cómo resolver el rompecabezas, así que proceda, haga el favor.

El corso se terminó su ron.

– Jamás debería haber hecho negocios con usted.

Ashby se encogió de hombros.

– A usted le gusta mi dinero. Yo tampoco debería haber negociado con usted.

– Intentó asesinarme en la torre.

Ashby se echó a reír.

– Simplemente quería que me prestara un poco de atención.

El corso no parecía impresionado.

– Usted acudió a mí porque sabía que podía darle respuestas.

– Y ha llegado el momento de que lo haga.

Ashby había pasado los dos últimos años analizando cada pista, entrevistando a los pocos testigos secundarios que seguían con vida -todos los protagonistas habían fallecido hacía mucho tiempo-, y había averiguado que nadie sabía si el oro de Rommel existía en realidad. Ninguna de las historias sobre su origen y su periplo de África a Alemania parecían consistentes. La versión más fiable afirmaba que el tesoro provenía de Gabès, en Túnez, a unos ciento sesenta kilómetros de la frontera libia. Después de que el Afrika Korps alemán convirtiera la ciudad en su cuartel general, se anunció a sus 3.000 judíos que por “trescientos kilos de oro” podrían salvar la vida. Les concedieron cuarenta y ocho horas para entregar el pago, tras lo cual este se guardó en seis cofres de madera que fueron llevados a la costa y enviados a Italia. Allí, la Gestapo asumió el control y confió a cuatro soldados el transporte de los cajones hasta Córcega. Lo que contenían aquellos cofres seguía siendo un misterio, pero los judíos de Gabès eran ricos, al igual que las comunidades hebreas de los alrededores, y la sinagoga local era un famoso lugar de peregrinaje, donde se habían guardado numerosos objetos preciosos a lo largo de los siglos.

Pero ¿contenía oro el botín? Era difícil saberlo. Sin embargo, se lo había bautizado como “el oro de Rommel” y era considerado uno de los mayores tesoros de la Segunda Guerra Mundial.

El corso le tendió su vaso vacío y Ashby se levantó para llenarlo de nuevo. Decidió darle un gusto a aquel hombre, así que volvió con un vaso lleno con tres cuartas partes de ron. El corso degustó un largo trago.

– Sé lo del código -dijo Ashby-. La verdad es que es bastante ingenioso. Es una forma inteligente de ocultar un mensaje. El Nudo Arábigo, creo que lo llaman.

Pasquale Paoli, un libertador corso y en la actualidad un héroe nacional, había acuñado el nombre en el siglo xviii. Paoli necesitaba un sistema para comunicarse eficientemente con sus aliados que además garantizara una privacidad absoluta, de modo que adaptó un método que aprendió de los árabes, quienes, durante siglos, habían asaltado el litoral como filibusteros.

– Adquieres dos libros idénticos -explicó Ashby-. Conservas uno y regalas el otro a la persona a la que deseas enviar el mensaje. Dentro del libro encuentras las palabras adecuadas para el mensaje y luego comunicas la página, la línea y el número de palabra al destinatario por medio de una serie de cifras. Los números por sí mismos resultan inútiles a menos que cuentes con el libro correcto.

Ashby se terminó el ron, buscó una hoja de papel que guardaba doblada en su bolsillo y la alisó sobre el cristal de la mesa.

– Estas son las cifras que le proporcioné la última vez que hablamos.

Su cautivo examinó la hoja:


XCV CCXXXVI CXXVII CXCIV XXXII

IV XXXI XXVI XVIII IX

VII VI X II XI


– No me dicen nada -respondió el corso.

Ashby movió la cabeza en un gesto de incredulidad.

– Déjelo ya. Sabe perfectamente que es la localización del oro de Rommel.

– Lord Ashby, esta noche me ha tratado con una absoluta falta de respeto al colgarme de esa torre, llamarme embustero y decir que Gustave le mintió. Sí, tenía este libro, pero estos números no tienen nada que ver con él. Ahora navegamos hacia algún lugar que usted no ha tenido la cortesía de desvelarme. Su ron es delicioso y el barco magnífico, pero debo insistir en que me dé alguna explicación.

Durante toda su vida adulta, Ashby había buscado tesoros. Aunque su familia se dedicaba a las finanzas desde siempre, le gustaba más la búsqueda de cosas perdidas que el mero desafío de ganar dinero. A veces descubría las respuestas que buscaba trabajando con ahínco. A veces, los informadores le proporcionaban lo que quería saber a cambio de dinero. Y a veces, como en esta ocasión, simplemente tropezaba con la solución.

– Estaré encantado de explicarme.

VII

Dinamarca, 1.50 h

Henrik Thorvaldsen examinó el cargador y se aseguró de que el arma estuviese preparada. Satisfecho, depositó suavemente el rifle de asalto sobre la mesa de banquete. Estaba sentado en el gran salón de su casa solariega, bajo un techo de vigas de roble, rodeado de armaduras y cuadros que irradiaban una atmósfera de residencia noble. Todos sus antepasados se habían sentado a la misma mesa, que tenía casi cuatrocientos años de antigüedad.

Faltaban menos de tres días para Navidad. ¿Cuántos años habían pasado desde que Cai se encaramaba a aquella mesa? ¿Casi treinta?

Baja de ahí -ordenó la mujer de Thorvaldsen-. Ahora mismo, Cai.

El muchacho correteó por la larga mesa y pasó las manos por el alto respaldo de las sillas dispuestas a ambos lados. Thorvaldsen vio a su hijo esquivar un centro de mesa y seguir corriendo para saltar a sus brazos.

Son imposibles -dijo su mujer-. Totalmente imposibles.

Lisette, es Navidad. Deja jugar al chico -Thorvaldsen lo sentó en su regazo y lo estrechó contra él-. Solo tiene siete años y la mesa lleva mucho tiempo aquí.

Papá,¿vendrá Nisse este año?

A Cai le encantaba el travieso elfo que, según la leyenda, llevaba ropa de lana gris, sombrero, medias rojas y zuecos blancos. Moraba en los desvanes de viejas granjas y disfrutaba gastando bromas.

Para estar tranquilos -dijo el niño-, tendremos que dejar gachas de avena.

Thorvaldsen sonrió. Su madre le había contado esa misma historia. Por lo visto dejar fuera un cuenco de avena en Nochebuena disuadía a Nisse de gastar bromas. Por supuesto, eso fue antes de que los nazis asesinaran a casi todos los Thorvaldsen, incluido su padre.

Pondremos avena -dijo Lisette-. Y oca asada, calabaza roja, papas doradas y pudín de arroz con canela.

– ¿Con una almendra mágica dentro?-preguntó Cai con asombro.

Su madre le acarició el fino cabello castaño.

Sí, preciosidad. Con la almendra mágica. Y si la encuentras, habrá premio.

Él y Lisette siempre se cercioraban de que Cai diera con la almendra mágica. Aunque Thorvaldsen era judío, su padre y su esposa eran cristianos, así que aquella festividad se había hecho un hueco en su vida. Cada año, él y Lisette decoraban un abeto aromático con juguetes caseros de madera y paja y, por tradición, jamás permitían que Cai viera su creación hasta haber finalizado la cena de Nochebuena, cuando todos se reunían y cantaban villancicos. Cómo le gustaba la Navidad. Hasta que Lisette falleció. Entonces, cuando Cai fue asesinado hace dos años, la festividad perdió todo su significado. Los últimos tres años, incluido aquel, habían sido una tortura. Cada año se encontraba allí sentado, presidiendo la mesa, preguntándose por qué la vida había sido tan cruel.

Aquel año, no obstante, era distinto.

Extendió el brazo y acarició el metal negro del arma. Los rifles de asalto eran ilegales en Dinamarca, pero las leyes no le interesaban. Justicia; eso era loque él quería.

Permaneció sentado en silencio. No había ni una sola luz encendida en las cuarenta y una habitaciones de Christiangade. En realidad, lo atraía la idea de un mundo en penumbra. Allí, su columna deforme pasaría desapercibida. Su curtido rostro jamás sería visto. Su tupida cabellera plateada y sus erizadas cejas no precisarían arreglos. En la oscuridad solo importaban los sentidos de una persona. Y los suyos estaban excelentemente afinados.

Sus ojos escrutaban el oscuro salón mientras su mente seguía rememorando. Veía a Cai y a Lisette por todas partes. Era un hombre de una riqueza, un poder y una influencia incalculables. Pocos jefes de Estado o coronas imperiales rechazaban sus peticiones. Su porcelana y su reputación se contaban entre las mejores del mundo. Nunca había practicado seriamente el judaísmo, pero era un amigo devoto de Israel. El año anterior lo había arriesgado todo para impedir que un fanático destruyera aquel bendito Estado. En privado apoyaba causas benéficas en todo el mundo con millones de euros de la familia. Pero él era el último Thorvaldsen. Solo quedaban los parientes más lejanos, y bien pocos. Aquella familia, que había persistido durante siglos, estaba al borde de la desaparición. Pero no antes de impartir justicia.

Thorvaldsen oyó el ruido de una puerta al abrirse y pasos en el lóbrego salón. En algún lugar, un reloj anunció las dos de la madrugada. Los pasos se detuvieron a unos metros de distancia y una voz dijo:

– Los sensores se han activado.

Jesper llevaba mucho tiempo con él y había sido testigo de toda su alegría y su dolor, un dolor que, como Thorvaldsen sabía, su amigo también había sentido.

– ¿Dónde?

– Cuadrante sureste, cerca de la costa. Dos intrusos se dirigen hacia aquí.

– No tienes por qué hacer esto -le dijo a Jesper.

– Debemos prepararnos.

Thorvaldsen sonrió, contento de que su viejo amigo no pudiera verlo. Durante los dos últimos años había lidiado con oleadas casi constantes de emociones contradictorias y se había implicado en búsquedas y causas que, sólo temporalmente, le permitían olvidar ese dolor, esa angustia y esa tristeza que se habían convertido en sus compañeros.

– ¿Qué hay de Sam? -preguntó.

– No tenemos noticias desde su llamada. Pero Malone ha telefoneado dos veces. Dejé que sonara el teléfono, como usted indicó.

Lo cual significaba que Malone había hecho lo que Thorvaldsen necesitaba que hiciera. Había tendido aquella trampa con sumo cuidado. Ahora su intención era ponerla en práctica con la misma precisión. Thorvaldsen cogió el rifle.

– Ha llegado el momento de dar la bienvenida a nuestros invitados.

VIII

Eliza se inclinó hacia adelante en su asiento. Necesitaba captar toda la atención de Robert Mastroianni.

– Entre 1689 y 1815, Inglaterra estuvo en guerra durante sesenta y tres años. Eso significa uno de cada dos años en combate, y los años de descanso invertidos en prepararse para más combates. ¿Se imagina lo que costó eso? Y no fue algo atípico. De hecho, en aquella época era bastante habitual que las naciones europeas estuviesen en guerra.

– Y, según usted, muchos se aprovecharon de ello, ¿no es así? -preguntó Mastroianni.

– Desde luego. Y ganar aquellas guerras no importaba, pues cada vez que se libraba un conflicto, los gobiernos incurrían en más deudas y los financieros amasaban más privilegios. Es lo que hacen hoy en día las empresas farmacéuticas. Tratar los síntomas de una enfermedad, pero sin curarla, y de esta manera poder seguir cobrando.

Mastroianni se terminó su pastel de chocolate.

– Yo tengo acciones en tres de esas empresas farmacéuticas.

– Entonces sabrá que lo que acabo de decir es cierto.

Eliza lo miró con dureza. Él le devolvió la mirada, pero pareció decidir no enfrentarse a ella.

– El pastel estaba exquisito -dijo al final-. Confieso que los dulces me resultan irresistibles.

– Le he traído otro.

– Ahora me está sobornando.

– Quiero que forme parte de lo que está a punto de ocurrir.

– ¿Por qué?

– Los hombres como usted son poco comunes. Posee una gran riqueza, poder e influencia. Es inteligente e innovador. Como el resto de nosotros, está harto de compartir un elevado porcentaje de sus beneficios con gobiernos avaros e incompetentes.

– ¿Y qué está a punto de suceder, Eliza? Desvele el misterio.

No podía llegar tan lejos. Todavía no.

– Permítame responderle explicando otra historia sobre Napoleón. ¿Sabe muchas cosas de él?

– Era bajito. Llevaba un sombrero raro y la mano metida siempre en el abrigo.

– ¿Sabía que se han escrito más libros sobre él que sobre cualquier otra figura histórica, excepto Jesucristo, quizá?

– Ignoraba que fuese usted historiadora.

– Ignoraba que fuese usted tan obstinado.

Eliza conocía a Mastroianni desde hacía años. No era amigo suyo, sino más bien un socio informal. Él era único propietario de la planta de aluminio más grande del mundo. También poseía importantes negocios de auto-moción, reparación de aviones y, como él mismo había dicho, sanidad.

– Estoy harto de que me acechen -dijo-. Sobre todo una mujer que quiere algo pero no puede decirme ni qué ni por qué.

Eliza también optó por ignorarlo un poco.

– Me gusta lo que escribió Flaubert en una ocasión: “Si volvemos la vista atrás, la historia es profecía”.

Mastroianni se echó a reír.

– Lo cual ilustra perfectamente la peculiar visión francesa que tiene usted. Siempre me ha parecido irritante el modo en que los franceses resuelven sus conflictos sobre los campos de batalla del ayer. Es como si un pasado glorioso fuese a arrojar la solución precisa.

– Eso también irrita a mi mitad corsa, pero, de vez en cuando, uno de esos antiguos campos de batalla puede resultar instructivo.

– Entonces, Eliza, hábleme de Napoleón.

Eliza prosiguió por la mera razón de que aquel descarado italiano era la incorporación perfecta para su club. No podía permitir que el orgullo interfiriera en una cuidadosa planificación.

– Napoleón creó un imperio como no se había visto desde los tiempos de Roma. Setenta millones de personas se hallaban bajo su dominio personal. Se sentía cómodo con el olor a pólvora y pergamino. En realidad, se autoproclamó emperador. ¿Se lo imagina? Con solo treinta y cinco años, desaira al Papa y se impone la corona imperial -Eliza dejó que sus palabras surtieran efecto y luego dijo-: Sin embargo, pese a su ego, Napoleón sólo hizo construir dos monumentos dedicados a su persona, ambos teatros, de pequeñas dimensiones que ya no existen.

– ¿Y qué hay de todos los edificios y monumentos que erigió?

– Ninguno se creó en su honor ni lleva su nombre. La mayoría de ellos ni siquiera se finalizaron hasta mucho después de su muerte. Incluso llegó a prohibir que la plaza de la Concordia fuese rebautizada como plaza Napoleón.

Elizabeth observó que Mastroianni estaba aprendido algo. Buena señal. Había llegado el momento.

– En Roma ordenó que se retiraran los escombros del Foro Palatino y que se restaurara el Panteón, sin añadir jamás una placa que dijese que el responsable había sido Napoleón. En incontables ciudades de toda Europa ordenó una mejora tras otra y, sin embargo, nada conmemoró jamás su figura. ¿No es extraño?

Eliza vio cómo Mastroianni se llevaba el chocolate de su paladar con un trago de agua embotellada.

– Y hay algo más -señaló Eliza-. Napoleón se negó a endeudarse. Despreciaba a los financieros y los culpaba del déficit de la República francesa. No le importaba confiscar dinero, arrebatarlo o incluso depositarlo en bancos, pero se negaba a solicitar préstamos. Eso le distinguía de quienes le precedieron o llegaron después.

– No es una mala política -musitó Mastroianni-. Todos los banqueros son sanguijuelas.

– ¿Le gustaría deshacerse de ellos?

Eliza advirtió que aquella posibilidad le resultaba agradable, pero su invitado no medió palabra.

– Napoleón coincidía con usted -dijo-. Rechazó de plano la oferta norteamericana para comprar Nueva Orleans. Por el contrario, les vendió todo el territorio de Luisiana y utilizó el dinero de la venta para fraguar su ejército. Cualquier otro monarca se habría quedado la tierra y habría pedido a las sanguijuelas el dinero para la guerra.

– Napoleón murió hace mucho tiempo -apostilló Mastroianni-. Y el mundo ha cambiado. El crédito es la economía de hoy en día.

– Eso no es cierto. Robert, lo que aprendió Napoleón de esos papiros de los que le hablaba todavía es relevante en la actualidad.

Eliza vio que había despertado el interés de Mastroianni a medida que se aproximaba al meollo de la cuestión.

– Pero, evidentemente -dijo él-, no lo sabré hasta que acepte su propuesta, ¿no es así?

Eliza vio que estaba perdiendo el control de la situación.

– Puedo contarle otra cosa. Tal vez le ayude a decidirse.

– ¿Cómo puedo negarme a una mujer que, aunque no me cae bien, me ha ofrecido tan confortable vuelo de regreso a casa y me ha servido la mejor ternera, la mejor champaña y, por supuesto, el mejor pastel de chocolate?

– Insisto, Robert. Si no le caigo bien, ¿por qué está aquí?

Mastroianni clavó sus ojos en los de ella.

– Porque estoy intrigado, y usted lo sabe. Sí, me gustaría deshacerme de los banqueros y los gobiernos.

Eliza se levantó, se acercó a un sofá de piel y abrió su bolso de Louis Vuitton. En su interior guardaba un pequeño libro encuadernado en cuero, publicado por primera vez en 1822 con el título El libro del destino, anteriormente en posesión de y utilizado por Napoleón.

– Esto me lo regaló mi abuela corsa, quien a su vez lo recibió de su abuela -Eliza dejó el delgado tomo sobre la mesa-. ¿Cree en los oráculos?

– Poco.

– Este es bastante especial. Supuestamente fue descubierto en una tumba del Valle de los Reyes, cerca de Luxor, por uno de los sabios de Napoleón. Estaba escrito en jeroglíficos y fue entregado al emperador. Este consultó con un sacerdote copto, que se lo tradujo de viva voz al secretario de Napoleón, quien a su vez lo tradujo al alemán por cuestiones de secretismo y luego se lo regaló a Napoleón -Eliza hizo una pausa-. Todo mentiras, por supuesto.

Mastroianni se echó a reír.

– ¿Por qué no me sorprende?

– Es cierto que el manuscrito original se halló en Egipto, pero, a diferencia del papiro que mencioné antes…

– Del que no me ha contado nada -interrumpió él.

– Eso conlleva un compromiso.

Mastroianni sonrió.

– Muy misterioso su Club de París.

– He de andarme con cuidado -Eliza señaló el oráculo que reposaba sobre la mesa-. El texto original fue escrito en griego y probablemente formaba parte de la biblioteca perdida de Alejandría. Allí se almacenaban cientos de miles de pergaminos similares, todos ellos desaparecidos en el siglo v después de Cristo. Napoleón ordenó transcribirlo, en efecto, pero no al alemán. No conocía ese idioma. A decir verdad, se le daban bastante mal las lenguas extranjeras, así que pidió que lo tradujeran al corso. En todo momento guardó este oráculo en una caja de madera. Hubo que deshacerse de aquella caja tras la desastrosa batalla de Leipzig de 1815, cuando su imperio empezó a desmoronarse. Cuentan que Napoleón arriesgó su vida tratando de recuperarla. Al final, un oficial prusiano la encontró y se la vendió a un general francés cautivo, quien la reconoció como una de las posesiones del emperador. El general pensaba devolverla, pero falleció antes de poder hacerlo. La caja acabó en manos de la segunda mujer de Napoleón, la emperatriz María Luisa, que no acompañó a su marido al exilio forzado en Santa Elena. Tras la muerte de Napoleón en 1821, un hombre llamado Kirchenhoffer pidió el manuscrito a la emperatriz para publicarlo.

Eliza abrió el libró y pasó con cuidado las primeras páginas.

– Observe la dedicatoria: su alteza imperial, la emperatriz de francia.

A Mastroianni no parecía interesarle.

– ¿Le gustaría probarlo? -le preguntó.

– ¿Para qué?

– Para predecir su futuro.

IX

El cálculo inicial que había realizado Malone sobre Sam Collins era correcto. Tenía poco más de treinta años y un rostro ansioso que transmitía una mezcolanza de inocencia y determinación. Su pelo de color rubio rojizo, corto y enmarañado, parecía un plumaje. Hablaba con un cierto acento que Malone había detectado enseguida, australiano, o quizá neozelandés, pero su dicción y sintaxis eran estadounidenses. Era ansioso y engreído, como tantos otros treintañeros, igual que el propio Malone lo había sido en su día, y quería que lo trataran como si tuviese cincuenta años. Pero había un inconveniente: a esos treintañeros, como también le ocurriera a Malone en su día, les faltaban veinte años de experiencia plagados de errores.

Al parecer, Sam Collins había aplazado su carrera en el Servicio Secreto, y Malone sabía que si fracasabas en una rama de seguridad, ninguna otra acostumbraba a tenderte la mano.

Malone tomó otra curva cerrada mientras la autopista costera se adentraba en una oscura y boscosa extensión del interior. A lo largo de varios kilómetros, toda la tierra que mediaba entre la carretera y el mar era propiedad de Henrik Thorvaldsen. Dos de esas hectáreas pertenecían a Malone, un regalo inesperado que le hizo su amigo danés unos meses antes.

– No vas a contarme qué haces en Dinamarca, ¿verdad? -le preguntó a Collins.

– ¿Podemos hablarlo con Thorvaldsen? Estoy convencido de que él responderá a todas sus preguntas.

– ¿Más instrucciones de Henrik?

Collins vaciló por un momento.

– Eso es lo que me dijo que respondiera si usted me preguntaba.

Le ofendía que lo manipularan, pero sabía que ese era el estilo de Thorvaldsen. Si pretendía averiguar algo, tendría que seguirle el juego.

Malone aminoró la marcha frente a una verja abierta y pasó entre dos casas de campo blancas que servían de entrada a Christiangade. La finca tenía cuatro siglos de antigüedad y había sido construida por un antepasado de Thorvaldsen que, muy inteligentemente, en el siglo xvii convirtió toneladas de turba inservible en combustible para fabricar porcelana fina. En el siglo xix, Adelgate Glasvaerker fue declarada proveedora de cristal de la Casa Real danesa. Todavía ostentaba ese título y sus objetos de vidrio se vendían en toda Europa.

Malone recorrió un sendero cubierto de hierba y jalonado de árboles deshojados por el invierno. La casa solariega era un perfecto ejemplo del barroco danés: tres plantas de ladrillo coronadas por un tejado de cobre. Un ala apuntaba tierra adentro, mientras que la otra daba al mar. No se apreciaba ninguna luz en las ventanas, algo normal teniendo en cuenta que era de noche. Sin embargo, la puerta principal estaba entreabierta. Eso sí era inusual.

Malone estacionó, salió del carro y se dirigió a la entrada, pistola en ristre. Collins le siguió. En el interior, el aire cálido rezumaba un aroma a tomates hervidos y tabaco. Eran olores familiares en una casa que había visitado con frecuencia durante los dos últimos años.

– Henrik -llamó Collins.

Malone miró al joven y susurró-.

– ¿Eres idiota o qué?

– Ellos deben saber que estamos aquí.

– ¿Quiénes son ellos?

– La puerta estaba abierta.

– Precisamente por eso. Cállate y quédate detrás de mí.

Malone avanzó sobre las baldosas pulidas y la madera noble de un pasillo cercano, recorrió un amplio vestíbulo y atravesó el invernadero y la sala de billar hasta llegar a un estudio de la planta baja, iluminado únicamente por la luz de la luna en cuarto creciente que se filtraba por los ventanales.

Malone necesitaba comprobar algo. Esquivó los muebles hasta llegar a un elaborado mueble para armas, fabricado en el mismo arce robusto que cubría el resto del salón. Sabía que en él siempre había al menos doce escopetas de caza, además de varias pistolas, una ballesta y tres rifles de asalto.

La puerta de cristal biselado se abrió. Dos escopetas de caza y una de las armas automáticas habían desaparecido. Cogió una de las pistolas. Era un revólver Welby con acabados en azul y tambor de 150 mm. Sabía que Thorvaldsen sentía una especial predilección por aquella arma. No se había fabricado ninguna desde 1945. Un olor amargo a aceite inundó su nariz. Comprobó el tambor. Seis balas. Estaba cargada. Thorvaldsen jamás exponía un arma vacía.

Malone se la dio a Collins y preguntó:

– ¿Sabes utilizarla?

El joven asintió.

Abandonaron la sala por la puerta más cercana. Malone, que conocía la distribución de la casa, recorrió otro pasillo hasta llegar a una intersección. Puertas con elaborados marcos con molduras bordeaban ambos lados del salón, y el espacio existente entre ellas denotaba que las habitaciones eran espaciosas. Al fondo se vislumbraba una entrada con frontón. Era el dormitorio principal. Thorvaldsen odiaba subir escaleras, así que ocupaba desde hacía mucho tiempo la planta baja. Malone se acercó a la puerta, giró lentamente el pomo y abrió la plancha de madera tallada sin hacer un solo ruido.

Miró en el interior y estudió la silueta de los altos y robustos muebles y las cortinas abiertas a la noche argentada. El centro de la habitación estaba ocupado por una alfombra, que terminaba a unos cinco pasos de la puerta. Malone miró el edredón y advirtió un bulto que parecía indicar que había alguien durmiendo. Pero algo iba mal. Notó un movimiento a su derecha. Una forma apareció en el umbral y la luz inundó el dormitorio. Malone se protegió los ojos con una mano y vio a Thorvaldsen apuntándole directamente con un rifle. Jesper salió del vestidor empuñando una pistola. Entonces vio los cuerpos. Dos hombres yacían en el suelo al otro lado de la cama.

– Me tomaron por un idiota -dijo Thorvaldsen.

A Malone no le gustaba que le tendieran una trampa. El ratón nunca solía divertirse demasiado.

– ¿Por qué me has hecho venir?

Thorvaldsen bajó el arma.

– Has estado fuera.

– Asuntos personales.

– Hablé con Stephanie, me lo ha contado todo. Lo lamento, Cotton. Ha tenido que ser un infierno.

Malone agradeció la preocupación de su amigo.

– Ya se ha acabado.

El danés se apoyó en la cama y apartó los cobertores, bajo los cuales se ocultaban solo dos almohadas.

– Por desgracia, esas cosas nunca se acaban.

Malone señaló los cadáveres.

– ¿Son los dos que atacaron la librería?

Thorvaldsen negó con la cabeza y Malone intuyó el dolor en sus ojos cansados.

– He tardado dos años, Cotton, pero por fin he encontrado a los asesinos de mi hijo.

X

– Napoleón creía firmemente en los oráculos y las profecías -le explicó Eliza a su compañero dé vuelo-. Era el corso que llevaba dentro. En una ocasión, su padre le dijo que la suerte y el destino estaban “escritos en el cielo”. Tenía razón.

Mastroianni no parecía impresionado, pero Eliza no estaba dispuesta a rendirse.

– Josefina, la primera mujer de Napoleón, era una criolla de Martinica, un lugar en el que florecieron el vudú y las artes mágicas. Antes de abandonar aquella isla y viajar a Francia, fue a que le leyeran el futuro. Le aseguraron que se casaría joven, sería infeliz, enviudaría y más tarde sería algo más que la reina de Francia -Eliza hizo una pausa-. Se casó a los quince años, fue extremadamente desdichada, enviudó y en el futuro no se convertiría en reina, sino en emperatriz de Francia.

– Otra vez esa actitud francesa de mirar al pasado en busca de respuestas.

– Tal vez. Pero mi madre vivió su vida según este oráculo. Antes yo también era igual de escéptica que usted, pero ahora he cambiado de opinión.

Eliza abrió el delgado libro.

– Hay treinta y dos preguntas entre las que escoger. Algunas son básicas. “¿Llegaré a viejo? ¿Se recuperará el paciente de su enfermedad? ¿Tengo algún enemigo o muchos? ¿Heredaré propiedades?”. Pero otras son más concretas. Debe leer las preguntas y formular una. Puede incluso modificar una palabra o dos -deslizó el libro hacia él-. Elija una. Algo que quizá ya sepa. Ponga a prueba su poder.

Mastroianni dio a entender que aquello lo divertía encogiéndose de hombros y guiñándole un ojo.

– ¿Tiene algo mejor que hacer? -preguntó Eliza.

Él se rindió, examinó la lista de preguntas y al final señaló una.

– Aquí. ¿Tendré un hijo o una hija?

Ella sabía que Mastroianni se había vuelto a casar el año anterior. Era su tercera esposa, una marroquí veinte años más joven, si no le traicionaba la memoria.

– No tenía ni idea. ¿Su mujer está embarazada?

– Veamos qué dice el oráculo.

Eliza advirtió la desconfianza de Mastroianni por su manera de arquear ligeramente las cejas.

Le entregó un bloc de notas.

– Coja el lápiz y trace como mínimo doce líneas verticales sobre el papel. A partir de doce, deténgase cuando quiera.

Mastroianni la miró con extrañeza.

– Funciona así -dijo ella.

Él hizo lo que le indicó.

– Ahora dibuje otras cuatro hileras de líneas verticales, cada una de ellas debajo de la primera. No lo piense, simplemente hágalo.

– ¿Doce como mínimo?

– No, las que quiera -dijo mientras observaba a Mastroianni marcar la página.

– Ahora cuente las cinco líneas. Si el número es par, dibuje dos puntos a un lado. Si es impar, un punto.

Mastroianni se tomó un momento y realizó el cálculo, cuyo resultado fue una columna de cinco líneas de puntos.

Eliza estudió el resultado.

– Dos impares, tres pares. ¿Es lo bastante aleatorio para usted?

Mastroianni asintió. Eliza abrió el libro por una página que contenía una gráfica.

– Ha elegido la pregunta treinta y dos -dijo y señaló la correspondiente línea al pie de la página-. Aquí, arriba de todo, están los puntos posibles. En la columna de la combinación que usted ha elegido, dos impares, tres pares, la respuesta a la pregunta treinta y dos es R.

Eliza hojeó el libro y se detuvo en una página con una erre mayúscula en la cabecera.

– En la página de respuestas aparecen las mismas combinaciones de puntos. La respuesta del oráculo a la combinación de dos impares y tres pares es la tercera empezando por arriba.

Mastroianni cogió el libro y se dispuso a leer. Una mirada de estupefacción invadió su rostro.

– Es asombroso.

Eliza esbozó una sonrisa.

– “Nacerá un niño que, si no es tratado a tiempo, puede causarle grandes preocupaciones”. Voy a tener un hijo, es cierto. De hecho, nos enteramos hace solo unos días. Unas pruebas han desvelado un problema de desarrollo que los médicos quieren corregir mientras el bebé esté en el útero. Es arriesgado para la madre y para el niño. No hemos hablado con nadie de ello y todavía no hemos tomado una decisión sobre el tratamiento.

Su consternación inicial se desvaneció.

– ¿Cómo es posible?

– Suerte y destino.

– ¿Puedo probar de nuevo? -preguntó.

Eliza negó con la cabeza.

– El oráculo advierte que quien lo utiliza no puede formular dos preguntas el mismo día, ni volver a preguntar por ese tema dentro del mismo mes lunar. Además, las preguntas formuladas bajo la luz de la luna tienden a obtener respuestas más precisas. ¿No es casi medianoche? Nos dirigimos hacia el este, en dirección al sol.

– Así que pronto comenzará un nuevo día.

Eliza sonrió.

– Debo decir, Eliza, que es impresionante. Hay treinta y dos respuestas posibles a mi pregunta y, sin embargo, elijo la correcta.

Eliza cerró el libro y lo abrió por una nueva página.

– Hoy no he consultado el oráculo. Déjeme probar.

Señaló la pregunta veintiocho.

“¿Tendré éxito en mi actual empresa?”.

– ¿Eso se refiere a mí? -dijo Mastroianni, cuyo tono se había suavizado.

Eliza asintió.

– He venido a Nueva York sólo para verle a usted -respondió-. Será una excelente incorporación a nuestro equipo. Yo elijo cuidadosamente, y le he elegido a usted.

– Es usted una mujer implacable. Qué digo, es usted una mujer implacable con un plan.

Ella se encogió de hombros.

– El mundo es un lugar complicado. Los precios del petróleo suben y bajan sin motivo o previsión. O bien la inflación o bien la recesión se extienden por todo el planeta. Los gobiernos están desamparados. O acuñan más dinero, lo cual genera más inflación, o regulan la situación y acaban sumiéndose en otra recesión. La estabilidad parece algo del pasado. Tengo un modo de lidiar con todos esos problemas.

– ¿Funcionará?

– Eso espero.

La faz morena de Mastroianni parecía dura como el hierro y sus grandes ojos transmitían al fin determinación. Aquel empresario, aquejado de los mismos dilemas que ella y que los demás, lo comprendía. El mundo estaba cambiando, no cabía duda. Había que hacer algo y puede que ella tuviese la solución.

– Entrar a formar parte del grupo tiene un precio -dijo Eliza-. Veinte millones de euros.

– No hay problema. Pero imagino que tendrá usted otras fuentes de ingresos.

Eliza asintió.

– Miles de millones. Intactos e imposibles de encontrar.

Su acompañante señaló el oráculo.

– Adelante, haga sus marcas y conozcamos la respuesta a su pregunta.

Eliza cogió el lápiz y dibujó cinco hileras de líneas verticales; a continuación, contó cada hilera. Todos eran números pares. Consultó la gráfica y vio que la respuesta era Q. Fue a la página pertinente y buscó el mensaje.

Contuvo las ganas de reír al ver que él estaba cada vez más entusiasmado.

– ¿Le gustaría que se lo leyera?

Él asintió.

– “Indague profundamente la disposición de quien pretende que sea su socio y, si coincide con la suya, no tema, la felicidad los acompañará a ambos”.

– Parece que el oráculo sabe lo que voy a hacer -respondió Mastroianni.

Eliza permaneció en silencio y dejó que el rumor de los motores del avión invadiera la cabina. Aquel escéptico italiano acababa de descubrir lo que ella había sabido durante toda su vida adulta, algo que su madre y su abuela corsas le habían enseñado: que la transmisión directa de los orígenes era la forma de conocimiento más poderosa.

Mastroianni le tendió la mano. Ella le correspondió y sintió la ligereza y el sudor de la mano de su acompañante.

– Puede contar conmigo para lo que sea que tenga en mente.

– ¿Sigo sin caerle bien?

– Permítame que me reserve mi opinión sobre eso.

XI

Malone pensó que un paseo por la plaza le aclararía las ideas. La audiencia había comenzado temprano y no se había suspendido hasta bien entrado el mediodía. No tenía hambre, pero estaba sediento, y divisó un bar al otro lado de la plaza. Aquel era un encargo sencillo. Algo distinto. Cerciorarse de que la condena de un traficante de drogas convertido en asesino se aplicaba sin problemas. La víctima, un supervisor del Departamento Antidroga de Estados Unidos oriundo de Atizona, había sido ejecutado al norte de México. El agente era amigo personal de Danny Daniels, presidente de Estados Unidos, de modo que Washington estaba siguiendo el proceso muy de cerca. Era el cuarto día de juicio, y probablemente se alargaría hasta el día siguiente. Hasta el momento, el fiscal había hecho un buen trabajo. Las pruebas eran abrumadoras. En privado, Malone había sido informado de que el acusado y varios de sus competidores mexicanos estaban enfrentados por una lucha sobre el territorio, y al parecer el juicio era un excelente medio para que algunos tiburones de arrecife eliminaran a un depredador de aguas profundas. De una torre cercana llegó el diabólico clamor de las campanas, apenas discernible entre el rumor cotidiano de Ciudad de México. Alrededor de la plaza cubierta de césped, la gente estaba sentada bajo los tupidos árboles, cuyo vibrante color atemperaba la severidad de los fuliginosos edificios aledaños. Una fuente de mármol azul disparaba finas columnas de agua espumosa al caluroso aire.

Malone oyó una detonación. Luego otra. Una monja ataviada con una falda negra cayó al suelo a unos metros de él. Se escucharon dos detonaciones más. Una mujer se desplomó. Los gritos atravesaron el aire. La gente huía en todas las direcciones, como si se hubiese activado una alarma de ofensiva aérea.

Malone vio a niñas vestidas con sobrios uniformes grises. Más monjas. Mujeres con faldas de colores chillones. Hombres con trajes oscuros. Todos huían.

Malone observó el caos mientras seguían cayendo cuerpos. Al final, vio a dos hombres armados con pistolas a cincuenta metros de distancia, uno de rodillas y el otro de pie, ambos disparando. Tres personas más cayeron al suelo.

Buscó su Beretta bajo chaqueta. Los mexicanos le habían permitido conservarla mientras estuviese en el país. Malone levantó el arma y efectuó dos disparos, que acabaron con los pistoleros.

Vio más cuerpos. Nadie ayudaba a nadie. Todo el mundo se limitaba a correr. Malone bajó la pistola.

Se oyó otro restallido y notó que algo le atravesaba el hombro izquierdo. Al principio no sintió nada, y luego una carga eléctrica le recorrió el cuerpo y estalló en su cerebro con una dolorosa agonía que no le era ajena. Había recibido un disparo.

De entre unos setos apareció un hombre. Malone apenas pudo verle la cara, excepto el pelo oscuro y rizado que asomaba bajo un raído sombrero ladeado.

El dolor se hizo más intenso. La sangre que brotaba de su hombro le empapó la camisa. Supuestamente aquella era una misión judicial de bajo riesgo. La ira se apoderó de él y lo armó de valor. Su atacante lo miró con insolencia y en su boca se dibujó una sonrisa sardónica. Parecía estar debatiéndose entre quedarse allí y terminar lo que había empezado o huir. El pistolero se dispuso a dar media vuelta. A Malone le fallaba el pulso, pero reunió todas sus fuerzas y disparó.

Todavía no recordaba haber apretado el gatillo. Más tarde le dijeron que había disparado tres veces; dos de las balas dieron en el blanco y acabaron con la vida del tercer atacante. ¿Balance final? Siete muertos y nueve heridos.

Cai Thorvaldsen, un joven diplomático asignado al consulado danés, y Elena Ramírez Rico, una fiscal mexicana, habían perdido la vida. Estaban disfrutando de su almuerzo debajo de uno de los árboles. Diez semanas después, un hombre encorvado fue a verle a Atlanta. Se sentaron en el estudio de Malone y este no se molestó en preguntarle a Henrik Thorvaldsen cómo había dado con él.

He venido a conocer al hombre que disparó al asesino de mi hijo -anunció Thorvaldsen.

– ¿Por qué?

Para darle las gracias.

Podría haber telefoneado.

Tengo entendido que estuvo a punto de morir.

Malone se encogió de hombros.

Y que ha abandonado su trabajo en el gobierno, ha renunciado al servicio y se ha retirado del ejército.

Sabe usted muchas cosas.

El saber es el más grande de los lujos.

Malone no se inmutó.

Le agradezco la visita. Pero tengo un agujero en el hombro que me está matando. Ahora que ya ha dicho lo que tenía que decir,¿le importaría marcharse?

Thorvaldsen no se movió del sofá. Simplemente escrutó el estudio y las habitaciones contiguas, visibles a través de un pasadizo abovedado. Todas las paredes estaban revestidas de libros. La casa no parecía más que el telón de fondo de las estanterías.

A mí también me encantan -dijo su invitado-. He coleccionado libros durante toda mi vida.

– ¿Qué quiere?

– ¿Se ha planteado su futuro?

Malone señaló la habitación.

He pensado en abrir una librería de viejo. Tengo muchos para vender.

Una idea excelente. Yo tengo una a la venta, si le interesa.

Malone decidió seguirle la corriente. Pero había algo en los ojos centelleantes de aquel anciano que le decía que su visitante no bromeaba. Las robustas manos rebuscaron en el bolsillo del abrigo y Thorvaldsen dejó una tarjeta de visita en el sofá.

Es mi número privado. Si le interesa, llámeme.

Aquello fue hace dos años. Ahora tenía delante a Henrik Thorvaldsen, pero los papeles se habían invertido. Era su amigo quien estaba en aprietos. El danés permanecía sentado al borde de la cama con un rifle de asalto apoyado en el regazo y una mirada de derrota absoluta.

– Antes he soñado con Ciudad de México -dijo Malone-. Siempre es lo mismo. Nunca puedo abatir al tercer tipo.

– Pero lo hiciste.

– Por alguna razón, en el sueño soy incapaz.

– ¿Estás bien? -le preguntó Thorvaldsen a Sam Collins.

– Acudí directo al señor Malone…

– No empieces con eso -dijo él-. Se llama Cotton.

– De acuerdo. Cotton se ocupó de ellos.

– Y mi tienda ha quedado destruida. Una vez más.

– Está asegurada -apostilló Thorvaldsen.

Malone miró a su amigo.

– ¿Por qué perseguían aquellos hombres a Sam?

– Esperaba que no lo hicieran. La idea era que viniesen por mí, por eso lo envié a la ciudad. Al parecer me llevaban ventaja.

– ¿Qué estás haciendo, Henrik?

– He pasado los dos últimos años buscando. Sabía que detrás de lo sucedido aquel día en Ciudad de México había algo más. Aquella masacre no fue un acto de terrorismo. Fue un asesinato.

Malone lo dejó continuar.

Thorvaldsen señaló a Sam.

– Este joven es bastante brillante. Sus superiores no se dan cuenta de lo inteligente que es.

Malone vio que las lágrimas asomaban a los ojos de su amigo, algo que nunca había visto antes.

– Le echo de menos, Cotton -susurró Thorvaldsen, mirando todavía a Sam.

Este puso su mano en el hombro del anciano.

– ¿Por qué tuvo que morir? -musitó.

– Dímelo tú -repuso Malone-. ¿Por qué murió Cai?

Papá,¿cómo te encuentras hoy?

Thorvaldsen esperaba con ansia las llamadas semanales de Cai y le gustaba que su hijo, pese a tener treinta y cinco años y formar parte del cuerpo diplomático de élite danés, todavía le llamara papá.

Me siento solo en esta casa, pero con Jesper siempre hay cosas interesantes que hacer. Está podando el jardín y discutimos sobre cuánto debe cortar. Es muy testarudo.

Pero Jesper siempre tiene razón. Lo sabemos desde hace mucho.

Thorvaldsen se echó a reír.

Sí, pero no pienso decírselo jamás. ¿Cómo va todo al otro lado del océano?

Cai había solicitado una plaza en el consulado danés de Ciudad de México y se la habían concedido. Desde una edad muy temprana a su hijo le fascinaban los aztecas y disfrutaba estando cerca de aquella cultura ancestral.

México es un lugar increíble. Frenético, abarrotado y caótico, y al mismo tiempo fascinante, desafiante y romántico. Me alegro de haber venido.

– ¿Y qué hay de aquella joven a la que conociste?

Elena es maravillosa.

Elena Ramírez Rico trabajaba para la oficina del fiscal federal en Ciudad de México y la habían destinado a una unidad especial de investigación. Cai le había hablado de la vida profesional de la joven, pero se explayaba mucho más en lo personal. Al parecer, estaba bastante enamorado.

Deberías traerla de visita.

Sí, lo hemos estado hablando. Quizá en Navidad.

Sería maravilloso. Le gustará cómo la celebramos los daneses, aunque quizá le resulte incómodo nuestro clima.

Me ha llevado a muchos yacimientos arqueológicos. Conoce muy afondo la historia de su país.

Parece que te gusta.

Así es, papá. Me recuerda a mamá. Su calidez, su sonrisa.

Entonces tiene que ser encantadora.

– Elena Ramírez Rico -dijo Thorvaldsen-, investigaba delitos culturales, principalmente el robo de objetos de arte. Es un gran negocio en México. Estaba a punto de condenar a dos hombres, un español y un británico. Ambos eran personas importantes en el mercado de los objetos robados. Elena fue asesinada antes de que eso ocurriera.

– ¿Por qué tenían tanto interés en matarla? -preguntó Malone-. Habrían asignado a otro fiscal de todos modos.

– Y así fue, pero rehusó continuar con el caso. Se retiraron todos los cargos.

Thorvaldsen estudió a Malone. Vio que su amigo lo comprendía perfectamente.

– ¿Quiénes eran los dos hombres a los que se juzgaba? -preguntó Malone.

– El español es Amando Cabral. El británico es lord Graham Ashby.

XII

Córcega

Ashby estaba sentado en el sofá dando pequeños sorbos a su ron y observando al corso mientras el Arquímedes proseguía su trayecto por la costa, bordeando el rocoso litoral al este del cabo Corso.

– Esos cuatro alemanes dejaron algo a su otro compañero -dijo por fin Ashby-. Es un viejo rumor, pero he podido corroborar su veracidad.

– Gracias a la información que yo le facilité hace meses.

Ashby asintió.

– Así es. Usted controlaba las piezas que faltaban. Por eso vine y le ofrecí generosamente lo que sabía, además de un porcentaje del hallazgo, y usted accedió a compartir lo que descubriera.

– Sí, pero no he encontrado nada. Así que, ¿qué sentido tiene alargar esta conversación? ¿Por qué estoy cautivo?

– ¿Cautivo? Nada de eso. Simplemente estamos dando un breve paseo en mi barco. Dos amigos pasando un rato juntos.

– Los amigos no se atacan el uno al otro.

– Ni tampoco se dicen mentiras.

Ashby se había puesto en contacto con aquel hombre un año antes, tras conocer su conexión con ese quinto alemán que había estado allí en septiembre de 1943. Cuenta la leyenda que uno de los cuatro soldados a los que Hitler ejecutó codificó el paradero del tesoro y trató de utilizar la información como baza. Por desgracia para él, los nazis no negociaban, o al menos nunca lo hacían de buena fe. El corso que estaba sentado frente a él, que sin duda intentaba descubrir hasta dónde podía llegar aquel farol, había tropezado con lo que el desventurado alemán había dejado atrás: un libro, un volumen inocuo sobre Napoleón, que el soldado había leído mientras se hallaba prisionero en Italia.

– Ese hombre -dijo Ashby- conocía la existencia del Nudo Arábigo. -Señalando a la mesa, añadió-: Así que redactó esas cartas. Después de la guerra fueron descubiertas por ese quinto participante en los archivos confiscados a Alemania. Lamentablemente, no llegó a descubrir el título del libro. Pero usted sí lo hizo, lo cual resulta sorprendente. Yo redescubrí esas cartas y la última vez que nos vimos se las entregué, lo cual demuestra mi buena fe. Pero usted no mencionó que sabía cuál era el título del libro.

– ¿Y quién le ha dicho que lo sé?

– Gustave.

Ashby advirtió desconcierto en el rostro de aquel hombre.

– ¿Le ha hecho daño? -preguntó el corso.

– Le pagué por la información. Gustave es un charlatán con un optimismo contagioso. Ahora también es bastante rico.

Ashby observó a su invitado mientras este digería la traición. El señor Guildhall entró en el salón y asintió. Ashby sabía lo que eso significaba. Estaban cerca. Los motores se apagaron y la embarcación ralentizó la marcha. Ashby hizo un gesto y su acólito se fue.

– ¿Y si descifro el Nudo Arábigo? -preguntó el corso después de atar cabos.

– Entonces usted también será rico.

– ¿Qué tan rico?

– Un millón de euros.

El corso prorrumpió en una carcajada.

– El tesoro vale cien veces esa cantidad.

Ashby se levantó del sofá.

– Si es que existe. Incluso usted reconoce que podría ser una leyenda.

Ashby cruzó el salón y cogió un macuto negro. Al volver vertió su contenido sobre el sofá. Eran fajos de euros. El burócrata abrió unos ojos como platos.

– Un millón. Es suyo. Se ha acabado la cacería para usted.

El corso se inclinó hacia adelante y cerró el libro.

– Es usted de lo más convincente, lord Ashby.

– Todo el mundo tiene un precio.

– Estos números romanos no dejan lugar a dudas. La fila superior son números de página. La serie intermedia son números de línea. La última muestra la posición de la palabra. El ángulo une las tres líneas.


XCV CCXXXVI CXXVII CXCIV XXXII

IV XXXI XXVI XVIII IX

VII VI X II XI


Ashby estudió al corso mientras este hojeaba el viejo libro y localizaba la primera página: noventa y cinco, cuarta línea, séptima palabra.

– ”Santa”. Eso no tiene sentido. Pero si añadimos las dos palabras anteriores y la posterior, sí lo tiene. “Torre de Santa María”.

Siguió los mismos pasos cuatro veces más.

“Torre de Santa María, convento, cementerio, indicador, Ménéval”.

Ashby lo miró y entonces dijo:

– Un libro bien elegido. El texto describe el exilio de Napoleón en Santa Elena, así como sus primeros años en Córcega. Las palabras correctas estaban todas allí. Ese alemán era inteligente.

El corso se recostó.

– Su secreto ha permanecido oculto durante sesenta años. Ahora lo tenemos ante nosotros -dijo esbozando una amigable sonrisa para endulzar la atmósfera.

El corso examinó los euros.

– Me pica la curiosidad, lord Ashby. Obviamente, es usted rico. No necesita ese tesoro.

– ¿Por qué dice eso?

– Lo busca usted por placer, ¿no es así?

Ashby caviló sobre sus meticulosos planes y sus riesgos calculados.

– Me interesan las cosas perdidas.

El barco se detuvo.

– Yo busco por dinero -dijo el corso sosteniendo un fajo de billetes-. No tengo un barco tan grande como este.

Las preocupaciones que asolaban a Ashby mientras navegaba hacia el sur desde la costa francesa al fin se habían disipado. Se preguntaba si el premio merecería todos aquellos quebraderos de cabeza. Aquel era el inconveniente de las cosas perdidas: a veces el fin no justificaba los medios. Aquí tenía un buen ejemplo.

Nadie sabía si había seis cofres de madera esperando a ser encontrados y, de ser así, qué contenían realmente. Puede que solo unas cuberterías de plata y un puñado de joyas de oro. Los nazis no eran muy exigentes con lo que expoliaban. Pero a él no le interesaba la chatarra, porque el corso se equivocaba: él necesitaba aquel tesoro.

– ¿Dónde estamos? -preguntó el corso.

– Frente a la costa, al norte de Macinaggio. En la reserva natural de la Capandula.

El cabo Corso, al norte de Bastia, estaba salpicado de antiguas atalayas, conventos vacíos e iglesias románicas. El extremo más septentrional comprendía un parque natural con pocas carreteras y todavía menos gente. Solo las gaviotas y los cormoranes lo consideraban su hogar. Ashby había estudiado su geografía. La Torre de Santa María era una ruinosa edificación de tres niveles que se alzaba sobre el mar, a solo unos metros de la costa. Fue construida por los genoveses en el siglo xvi como puesto de vigilancia. A escasa distancia de la torre, tierra adentro, se encontraba la capilla de Santa María, que databa del siglo xi y que había sido un convento; en la actualidad era una atracción turística.

“Torre de Santa María, convento, cementerio, indicador, Ménéval”.

Ashby consultó su reloj.

Todavía no.

Un poco más.

Señaló el vaso del corso.

– Disfrute de la copa. Cuando termine, hay un bote listo para llevarnos a la costa. Ha llegado el momento de encontrar el oro de Rommel.

XIII

Dinamarca

Sam miró a Thorvaldsen con preocupación, recordando lo que uno de sus instructores del Servicio Secreto le había enseñado: “Provoca a una persona y pensará. Enójala y lo fastidiará todo”.

Thorvaldsen estaba enojado.

– Esta noche has matado a dos hombres -afirmó Malone.

– Sabíamos que llegaría este momento -respondió Thorvaldsen.

– ¿Quiénes lo sabían?

– Jesper y yo.

Sam vio que Jesper asentía, demostrando su obediencia.

– Te estábamos esperando -dijo Thorvaldsen-. Intenté ponerme en contacto contigo la semana pasada, pero estabas fuera. Me alegro de que hayas vuelto. Necesito que cuides a Sam.

– ¿Cómo averiguaste lo de Cabral y Ashby? -preguntó Malone.

– Unos detectives privados llevan dos años trabajando en el caso.

– No lo habías mencionado nunca.

– No era relevante para nosotros.

– Eres mi amigo. Yo diría que eso lo hace relevante.

– Tal vez tengas razón, pero decidí guardármelo para mí. Hace unos meses me enteré de que Ashby había tratado de sobornar a Elena Rico. Cuando fracasó en su intento, Cabral contrató a unos hombres para que la mataran a ella, a Cai y a muchos otros para enmascarar el crimen.

– Un poco grandilocuente.

– Aquello fue un aviso para el sucesor de Rico. Y funcionó. Su sustituto se mostró mucho más colaborador.

Sam escuchaba, asombrado de lo mucho que había cambiado su vida. Dos semanas antes era un miembro anónimo del Servicio Secreto que buscaba transacciones financieras cuestionables en un laberinto de aburridos archivos electrónicos, una labor accesoria, secundaria para los agentes. Él deseaba trabajar como agente, pero nunca le habían brindado esa posibilidad. Creía estar a la altura del desafío -había reaccionado bien en la librería de Malone-, pero al ver los cadáveres esparcidos por la habitación le invadieron las dudas. Thorvaldsen y Jesper habían matado a aquellos hombres. ¿Qué se necesitaba para hacerlo? ¿Sería él capaz?

Sam observó cómo Jesper extendía dos bolsas para cadáveres en el suelo. Nunca había visto a una víctima de un tiroteo. Sintió el mohoso olor a sangre. Miró aquellos ojos vidriosos. Jesper manipulaba los cuerpos con indiferencia. Los metió en las bolsas sin que pareciera importarle. ¿Sería él capaz de hacer algo así?

– ¿Qué ocurre con Graham Ashby? -preguntó Malone-. Sam se creyó en la obligación de mencionármelo. Imagino que fue por insistencia tuya.

Sam advirtió que Malone estaba irritado y preocupado.

– Puedo responder a eso -respondió el joven-. Es un británico adinerado. Su riqueza le viene de familia, pero su valor real es una incógnita. Muchos bienes ocultos. Hace unos años se vio involucrado en cierto asunto turbio. Retter der Verlorenen Antiquitäten. Recuperadores de Antigüedades Perdidas, un grupo de gente que robaba obras de arte previamente robadas y comerciaba con ellas.

– Lo recuerdo -dijo Malone-. Fue entonces cuando descubrieron la Sala de Ámbar.

Sam asintió.

– Y también una tonelada de tesoros perdidos cuando registraron las casas de sus miembros. Ashby estaba implicado, pero no pudo demostrarse nada. Amando Cabral trabajaba para uno de los miembros. Adquisidores, los llamaban. Eran los que coleccionaban las obras. -Hizo una pausa-. O las robaban, según cómo se mire.

Malone asintió.

– ¿Así que Ashby tuvo problemas con el coleccionismo en Ciudad de México?

Thorvaldsen asintió.

– Se estaba preparando el caso y Elena Ramírez Rico iba por buen camino. Al final había relacionado a Cabral y Ashby, de modo que este decidió que había que eliminarla.

– Aún hay más -dijo Sam.

Malone volvió la vista hacia él.

– Ashby también pertenece a otro grupo secreto que trabaja en una conspiración a gran escala.

– ¿Habla el agente o el webmaster? -preguntó Malone.

Sam ignoró su tono escéptico.

– Hablo en serio. Pretenden causar grandes estragos en los sistemas financieros mundiales.

– Parece que eso ya está sucediendo sin su intervención.

– Ya veo que me toma por un chiflado, pero la economía puede ser un arma poderosa. Podría decirse que es el arma de destrucción masiva definitiva.

– ¿Cómo conociste la existencia de este grupo secreto?

– Lo hemos estado investigando. Tengo un conocido en París que descubrió este grupo. Están empezando. Han enredado aquí y allá con los mercados de divisas. Minucias. Cosas de los que poca gente se percataría, a menos que prestara mucha atención.

– Cosa que tú y tus amigos al parecer sí han hecho. Probablemente se lo comunicaste a tus superiores y no te creyeron. Doy por hecho que el problema es la falta de pruebas.

Sam asintió.

– Están ahí. Lo sé, y Ashby es parte del grupo.

– Cotton -dijo Thorvaldsen-. Conocí a Sam hará cosa de un año. Descubrí su página web y sus originales teorías, sobre todo sus opiniones con respecto a Ashby. Muchas de las cosas que dice son ciertas -el anciano sonrió a Sam-. Es brillante y ambicioso. ¿Podrías reconocerle esas cualidades?

Malone sonrió también.

– De acuerdo, yo también fui joven una vez. Pero parece que Ashby sabe que andas detrás de él. Y conoce a Sam.

– Eso ya no lo sé. Los de esta noche eran hombres de Cabral. Le provoqué intencionadamente. No sabía si Sam se convertiría en su objetivo. Esperaba que la ira de Cabral se centrara en mí, pero le dije a Sam que acudiera a ti si precisaba ayuda.

Jesper sacó a rastras uno de los cuerpos de la habitación.

– Han llegado en barca -dijo Thorvaldsen-. La encontrarán mañana a la deriva en el Øresund, muy lejos de aquí.

– ¿Y qué piensas hacer ahora? -dijo Malone.

Thorvaldsen suspiró varias veces seguidas. Sam se preguntó si su amigo se encontraba bien.

– A Ashby le gusta adquirir obras de arte y tesoros desconocidos, no reclamados o robados -dijo Thorvaldsen finalmente-. Sin abogados, sin batallas legales y sin presiones de las que preocuparse. He investigado a los Recuperadores de Antigüedades Perdidas. Existen desde hace mucho tiempo. En realidad son bastante inteligentes. Robar lo que ya ha sido robado. El adquisidor de Ashby era un hombre llamado Guildhall, que todavía trabaja para él. Ashby contrató a Cabral para que desempeñara ciertas labores especializadas después de que los recuperadores fuesen descubiertos. Cabral buscaba algunos objetos que no fueron incautados cuando dieron caza a los recuperadores y cuya existencia Ashby conocía. La lista de lo incautado cuando los recuperadores fueron descubiertos es asombrosa. Pero puede que Ashby se haya interesado por otras cosas, que haya cambiado la búsqueda de tesoros por algo de mayor envergadura -Thorvaldsen miró a Sam-. Tu información tiene sentido. Hasta la fecha, tus análisis sobre Ashby han dado en el clavo.

– Pero tú no ves ninguna nueva conspiración económica -dijo Malone.

El danés se encogió de hombros.

– Ashby tiene muchos amigos, pero eso es de esperar. Al fin y al cabo, dirige uno de los bancos más importantes de Inglaterra. Para ser honesto, he limitado mi investigación a su asociación con Cabral…

– ¿Por qué no lo matas y asunto resuelto? ¿A qué vienen todos estos juegos? -preguntó Malone.

Sam ofreció de inmediato la respuesta a ambas preguntas.

– Porque tú sí me crees. Tú también piensas que existe una conspiración.

El semblante de Thorvaldsen irradiaba una leve satisfacción, el primer indicio de jovialidad que Sam había visto en el rostro de su amigo desde hacía tiempo.

– Yo nunca he dicho que no fuese así.

– ¿Qué sabes, Henrik? -preguntó Malone-. Tú nunca andas a tientas. Cuéntame lo que te estás reservando.

– Sam, cuando Jesper regrese, ¿podrías ayudarlo con esa última bolsa? Hay un largo trecho hasta el barco. Aunque nunca lo confesará, a mi viejo amigo le empiezan a pesar los años. Ya no es tan fuerte como antes.

A Sam no le gustaba que lo dejaran fuera, pero se dio cuenta de que Thorvaldsen quería hablar con Malone a solas. Era consciente del lugar que ocupaba; era un extraño y no estaba en posición de discutir. Aquello no distaba mucho de lo que le ocurría cuando era niño, o cuando estaba en el Servicio Secreto, donde también era el último mono. Había hecho lo que Thorvaldsen quería y había establecido contacto con Malone. Pero también había ayudado a detener a los atacantes en la librería de Malone. Había demostrado de qué era capaz. Sintió el impulso de protestar, pero decidió guardar silencio. Durante el año anterior había dicho muchas cosas a sus supervisores en Washington, las suficientes para ganarse el despido. Necesitaba desesperadamente participar en los planes de Thorvaldsen. Eso era suficiente para tragarse el orgullo y cumplir sus órdenes, de modo que cuando Jesper regresó, Sam se agachó y dijo:

– Permítame que le ayude.

Malone vio cómo Sam agarraba unos pies envueltos en plástico grueso y transportaba un cadáver por primera vez en su vida y le dijo:

– ¿Sabes muchas cosas sobre ese grupo financiero del que hablas constantemente?

– Mi amigo francés sabe más.

– ¿Al menos sabes cómo se llama?

Sam asintió.

– El Club de París.

XIV

Córcega

Ashby desembarcó en la desolada costa del cabo Corso, cuya sucia arena estaba cubierta de hierba y sus rocas rodeadas de espinosa maleza. Al este, divisó en el horizonte las luces de Elba. La devastada Torre de Santa María se elevaba sobre el agua a unos veinte metros de allí. Aquellas ruinas sombrías, desgarradas y convulsas tenían el aspecto de un lugar absolutamente desolado. Aquella noche de invierno el termómetro marcaba unos agradables dieciocho grados, algo típico del Mediterráneo y el principal motivo por el que tantos turistas llegaban en tropel a la isla en aquella época del año.

– ¿Vamos al convento? -le preguntó el corso.

Ashby hizo un gesto y el bote se alejó de allí. Llevaba una radio y podía contactar con el barco más tarde. El Arquímedes estaba anclado en un lugar tranquilo frente a la costa.

– Desde luego. He consultado un mapa, no está lejos.

Él y su cohorte se abrieron paso entre el granito, siguiendo un sendero perfilado en el monte bajo. Ashby percibió el característico aroma de la maleza, una mezcla de romero, lavanda, jara, salvia, enebro, lentisco y mirto. En aquella época del año no era tan intenso como en primavera y en verano, cuando Córcega estallaba en una llamarada de flores rosas y amarillas, pero aun así resultaba agradable. Recordó que Napoleón, durante su primer exilio en la cercana isla de Elba, decía que en ciertos días, si soplaba viento del oeste, podía oler su patria. Se imaginaba a sí mismo como uno de los numerosos piratas árabes que asaltaron aquella costa durante siglos, utilizando la maleza para borrar su rastro y proteger su retirada. Para defenderse de aquellas incursiones, los genoveses habían erigido atalayas. La Torre de Santa María era una de las muchas que construyeron, todas ellas circulares, de casi veinte metros de altura, muros de más de un metro de grosor, un aljibe en la parte baja, estancias en el centro y un observatorio y una plataforma de combate en la parte superior. Una magnífica obra de ingeniería.

La historia tenía algo que le apasionaba. Le gustaba seguir sus pasos.

Una oscura noche de 1943, cinco hombres habían conseguido algo extraordinario, algo que hasta hacía tres semanas no alcanzaba a comprender. Por desgracia, el estúpido y apático personaje que caminaba delante de él había interferido en su triunfo. Aquella empresa debía terminar. Allí. Aquella noche. El futuro le deparaba aventuras mucho más importantes.

Se distanciaron del rocoso litoral y atravesaron una loma hasta llegar a un bosque de robles, castaños y olivos. Entre él y su acompañante se había instalado el silencio. Delante de ellos se erigía la capilla de Santa María. El convento llevaba en pie desde el siglo xi. Era un alto rectángulo de piedra vitrificada de color gris pólvora con tejado de madera y un campanario.

El corso se detuvo.

– ¿Adonde vamos? Nunca he estado aquí.

– ¿Nunca ha estado en esta reserva natural? A mí me parece una visita obligada para cualquier habitante de esta isla.

– Yo vivo en el sur. Allí tenemos nuestras propias maravillas naturales.

Ashby señaló a la izquierda, entre los árboles.

– Me han dicho que hay un cementerio detrás del convento.

Ahora él iba a la cabeza y la Luna, casi llena, iluminaba el camino. No había ni una sola luz. El pueblo más próximo se encontraba a varios kilómetros de distancia.

Bordearon el viejo edificio y hallaron un arco de hierro que daba a un cementerio. Durante su investigación había descubierto que los señores medievales de cabo Corso gozaban de cierta libertad con respecto a sus amos genoveses. Posicionados tan al norte, en un terreno montañoso e inhóspito que se adentraba en el mar, aquellos señores corsos se habían aprovechado tanto de los franceses como de los italianos. Dos familias locales, los Da Gentile y los Da Mare, compartían a la sazón el control territorial. Algunos Da Mare fueron enterrados allí, tras el convento, en unas tumbas que tenían varios siglos de antigüedad.

De súbito, aparecieron tres haces de luz en la oscuridad. Eran linternas que se habían encendido al advertir su presencia.

– ¿Quién anda ahí? -gritó el corso.

Uno de los haces de luz desveló un rostro pétreo. Era Guildhall.

El corso miró a Ashby.

– ¿Qué significa todo esto?

Ashby señaló hacia adelante.

– Yo se lo mostraré.

Ambos caminaron hacia la luz, esquivando una cincuentena de indicadores de piedra deteriorados y cubiertos de fragante soto. Al acercarse, las luces descubrieron un rectángulo cavado en la tierra de un metro y medio de profundidad. Junto a Guildhall había dos hombres más jóvenes que empuñaban sendas palas. Ashby sacó una linterna y apuntó con su haz a una lápida en la que se leía el nombre de Ménéval.

– Era un Da Mare del siglo xvii. Aquellos cuatro soldados alemanes utilizaron su tumba como escondite. Enterraron seis cofres aquí, como revelaba el Nudo Arábigo a partir del libro. “Torre de Santa María, convento, cementerio, indicador, Ménéval”.

Ashby inclinó la linterna e iluminó el interior de una tumba recién excavada. Estaba vacía.

– Ni cofres, ni Ménéval, ni nada. ¿Puede explicármelo?

El corso no dijo nada.

Ashby tampoco esperaba una respuesta. Alumbró con la linterna la cara de los otros dos hombres y dijo:

– Estos caballeros llevan mucho tiempo trabajando para mí, al igual que su padre. En su día, también lo hicieron sus tíos. Su lealtad es absoluta. ¡Sumner!

De la oscuridad aparecieron más siluetas y una linterna iluminó a otros dos hombres.

– Gustave -dijo el corso al descubrir que uno de aquellos rostros pertenecía a su amigo conspirador-. ¿Qué haces aquí?

– Este hombre, Sumner, me ha traído hasta aquí.

– Me has vendido, Gustave.

El otro se encogió de hombros.

– Tú habrías hecho lo mismo.

El corso se echó a reír.

– Desde luego, pero ambos nos hemos enriquecido.

Ashby se dio cuenta de que hablaban en corso, así que dijo en su idioma:

– Disculpen las molestias, pero necesitamos privacidad para concluir nuestro negocio. Y tengo que saber si realmente había algo que encontrar.

El corso señaló el agujero vacío.

– Como puede observar, lord Ashby, no hay ni cofres ni tesoro, como usted se temía.

– Lo cual es comprensible, dado que ambos encontraron recientemente los cofres y se los llevaron.

– Eso es ridículo -dijo el corso-. Es completamente falso.

Había llegado el momento de acabar con aquella farsa.

– Me he pasado tres años buscando el oro de Rommel. Me ha costado mucho tiempo y dinero. Hace seis meses localicé por fin a la familia de ese quinto alemán. Vivió una larga vida y murió en Bavaria hace una década. Su viuda me permitió entrar en su casa, a cambio de dinero, por supuesto. Entre sus pertenencias, encontré los números romanos.

– Lord Ashby -dijo el corso-, no le hemos traicionado.

– Sumner, si es tan amable, informe a estos caballeros de lo que ha encontrado.

La oscura silueta apuntó a Gustave con su linterna.

– En el patio de este cabrón había enterrados seis cofres -se produjo una pausa momentánea-. Estaban llenos de lingotes de oro con la esvástica grabada.

Ashby saboreó aquella revelación. Hasta el momento ignoraba qué habían descubierto. Mientras él ejercía de huésped del corso, Sumner Murray y sus hijos localizaron a Gustave a las afueras de Bastia y corroboraron si sus sospechas eran fundadas. Y mientras navegaban hacia el norte, los Murray recorrieron la autopista de la costa. Después, Guildhall desembarcó y cavó la tumba.

– Negocié con ustedes de buena fe -dijo Ashby a los dos embusteros-. Les ofrecí un porcentaje del hallazgo y habría respetado el acuerdo. Decidieron engañarme, así que no les debo nada. Retiro el millón de euros que les ofrecí.

Ashby había leído sobre las célebres vendettas corsas, sangrientas guerras que estallaban entre familias y ocasionaban un grado de mortalidad que normalmente se asociaba a las guerras civiles. Aquellas mortíferas batallas, por lo común desatadas por asuntos triviales de honor, podían prolongarse durante décadas. A lo largo de los siglos, los Da Gentile y los Da Mare habían luchado entre sí y algunas víctimas de aquellos enfrentamientos se descomponían en el terreno sobre el que se encontraba Ashby. Oficialmente, las vendettas ya no existían, pero sus vestigios manchaban todavía la política corsa. El asesinato y la violencia eran algo habitual. La táctica política incluso tenía un nombre: règlement de comte. Ajuste de cuentas. Había llegado el momento de ajustar aquella.

– Normalmente le pediría a mi abogado que se encargara de ustedes.

– ¿Un abogado? ¿Piensa denunciarnos? -demandó el corso.

– No, por Dios.

El corso se echó a reír.

– Empezaba a dudarlo. ¿No podemos llegar a un acuerdo? A fin de cuentas, le dimos parte de la respuesta. ¿A cambio podemos quedarnos con el dinero que ya nos ha entregado?

– Para hacer eso tendría que perdonarle su engaño.

– Es mi naturaleza -argumentó el corso-. No puedo evitarlo. ¿Qué le parece la mitad del dinero por las molestias que le hemos ocasionado?

Ashby observó cómo Guildhall se alejaba lentamente de los cautivos. Sumner y los dos Murray más jóvenes ya se habían apartado, percibiendo lo que estaba a punto de acontecer.

– La mitad me parece un poco excesivo -respondió. ¿Qué tal…?

Dos disparos resonaron en mitad de la noche. Los corsos empezaron a tambalearse cuando las balas de Guildhall les atravesaron el cráneo. Sus cuerpos se inclinaron hacia adelante y cayeron en la fosa. Problema resuelto.

– Tapen esto y asegúrense de que pasa desapercibido.

Ashby sabía que los Murray se ocuparían de ello.

Guildhall se acercó y Ashby le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo nos llevará recuperar el oro?

– Ya lo tenemos. Está en la camioneta.

– Excelente. Cárguenlo en el Arquímedes. Debemos irnos. Mañana tengo negocios pendientes en otro lugar.

XV

Dinamarca

Malone y Thorvaldsen salieron del dormitorio y se dirigieron al vestíbulo principal de Christiangade. Allí, Thorvaldsen subió una escalera hasta el siguiente piso, donde siguió un amplio pasillo adornado con obras de arte y antigüedades danesas hasta llegar a una puerta cerrada. Malone sabía adonde iban: a la habitación de Cai.

Era una estancia íntima, con techos altos, paredes de yeso en colores suaves y una cama inglesa con dosel.

– Él siempre decía que era su lugar de reflexión -dijo Thorvaldsen mientras encendía tres lámparas-. Esta habitación fue redecorada muchas veces. Al principio fue la habitación de juegos, luego la habitación de un niño, más tarde el refugio de un joven y al final la guarida de un adulto. A Lisette le encantaba reformarla.

Malone sabía que el tema de la difunta esposa de Thorvaldsen era tabú. En los dos años que llevaban juntos solo habían hablado de ella en una ocasión y de manera fugaz. Su retrato seguía presente en la planta baja y había fotografías de ella repartidas por toda la casa. Era como si solo estuvieran permitidos los recordatorios visuales de aquella memoria sagrada.

Malone nunca había entrado en la habitación de Cai y en ella vio más fotografías en unas estanterías atestadas de adornos.

– Vengo aquí a menudo -dijo Thorvaldsen.

– ¿Te sirve de consuelo? -se vio obligado a preguntar.

– Probablemente no. Pero tengo que aferrarme a algo y esta habitación es lo único que me queda.

Malone quería saber lo que pasaba, así que mantuvo la boca cerrada y los oídos bien abiertos y se mostró comprensivo con su amigo. Thorvaldsen se inclinó sobre un tocador adornado con fotografías familiares. Un abismo de tristeza insondable pareció engullirlo.

– Lo asesinaron, Cotton, lo mataron cuando estaba en la flor de la vida, y todo por intentar demostrar algo.

– ¿Qué pruebas tienes?

– Cabral contrató a cuatro pistoleros. Tres fueron a esa plaza…

– Y yo los maté.

Su propia vehemencia lo alarmó.

El danés se volvió hacia él.

– E hiciste bien. Encontré al cuarto y me contó lo ocurrido. Vio lo que hiciste, cómo mataste a aquellos dos hombres. Él debía cubrir al tercero, el que te disparó, pero huyó de la plaza cuando abriste fuego. Cabral lo aterrorizaba, así que desapareció.

– ¿Y por qué no llevas a juicio a Cabral?

– No es necesario. Está muerto.

Entonces cayó en la cuenta.

– ¿Está en una de esas bolsas?

Thorvaldsen asintió.

– Vino para acabar conmigo.

Malone sabía que Thorvaldsen no se lo había dicho todo.

– Cuéntame el resto.

– No quería hablar delante de Sam. Es muy impetuoso, tal vez demasiado. Está convencido de tener razón y quiere venganza o, para ser más precisos, reconocimiento. Lamento que estuvieran a punto de herirlo.

Thorvaldsen miró de nuevo el tocador. Malone percibió que al viejo danés lo embargaba la emoción.

– ¿Qué has descubierto? -preguntó Malone en voz baja.

– Algo que no me esperaba.

Sam se encaramó al barco mientras Jesper ataba el bote a la popa. El frío aire invernal de Escandinavia le quemaba la cara. Sacaron los cuerpos de las bolsas, los tendieron en el bote y lo remolcaron hacia mar abierto. Jesper ya le había dicho que las fuertes corrientes arrastrarían el bote hacia Suecia, donde sería descubierto al alba.

Qué noche tan agotadora. Habían ocurrido muchas cosas. Tres días antes, Thorvaldsen había pronosticado que la situación se agravaría y, sin duda, así había sido.

– Hace muchas cosas por Henrik -le dijo Sam a Jesper, tratando de imponerse al ruido del fueraborda.

– Herre Thorvaldsen ha hecho mucho por mí.

– Matar gente es un tanto excesivo, ¿no cree?

– No, si lo merecen.

El mar estaba picado por la fuerte brisa del norte. Por suerte, Jesper le había proporcionado un grueso abrigo de lana, guantes térmicos y una bufanda.

– ¿Matará Thorvaldsen a Cabral y Ashby? -preguntó.

– El señor Cabral está muerto.

Sam no comprendía.

– ¿Cuándo ha ocurrido?

Jesper señaló el bote que remolcaban.

– Subestimó a Herre Thorvaldsen.

Sam contempló el oscuro casco que contenía los dos cadáveres. No le gustaba quedarse al margen y ahora sentía todavía más curiosidad por la conversación que estaban manteniendo Thorvaldsen y Malone. Jesper aún no había respondido a su pregunta sobre la muerte de Cabral y se dio cuenta de que tampoco pensaba hacerlo. Aquel hombre era absolutamente leal y responder significaría infringir ese compromiso con Thorvaldsen, pero su silencio era elocuente.

– Ashby está buscando un tesoro -dijo Thorvaldsen-. Un tesoro que se ha mostrado esquivo durante mucho tiempo.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– La tiene. Todavía no sé por qué, pero la tiene.

Malone esperó.

– El joven Sam tiene razón cuando habla de una conspiración. No se lo he dicho, pero mis investigadores han confirmado que cinco personas se han estado reuniendo periódicamente en París.

– ¿Su Club de París?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– La gente tiene derecho a reunirse.

Malone vio unas gotas de sudor en la frente de Thorvaldsen, aunque en la habitación no hacía calor.

– Esa gente no. Por mis pesquisas he podido saber que están haciendo experimentos. El año pasado, en Rusia, incidieron en el sistema nacional de banca. En Argentina, devaluaron artificialmente las acciones; compraron bajo y después lo revirtieron todo y obtuvieron grandes beneficios. Lo mismo ocurrió en Colombia e Indonesia. Son pequeñas manipulaciones. Es como si estuviesen tanteando el terreno, viendo qué se puede hacer.

– ¿Qué daños pueden ocasionar? La mayoría de las naciones cuentan con una protección más que adecuada para sus sistemas financieros.

– Eso no es cierto, Cotton. Es una bravuconada que buena parte de los gobiernos no puede demostrar, sobre todo si quienes atacan el sistema saben lo que se traen entre manos. Y fíjate en los países que eligieron. Son lugares con regímenes opresivos y una democracia limitada o inexistente, naciones que prosperan con un gobierno centralizado y escasos derechos civiles.

– ¿Crees que eso importa?

– Sí. Estos financieros están muy preparados. Los he investigado y están bien dirigidos.

Malone detectó cierto tono de burla.

– Elena Rico iba por Ashby y Cabral. He averiguado muchas cosas sobre Graham Ashby. Él habría llevado el asunto de la muerte de Rico con más discreción, pero encargaron el asesinato a su aliado y este lo hizo a su manera. Supongo que a Ashby no le complació aquella matanza en la plaza, pero tampoco tenía margen para protestar. Se había cumplido la misión.

A Malone no le gustaba aquella sensación de vacío en el estómago, que parecía empeorar a cada minuto que pasaba.

– ¿Piensas matarlo como has hecho con Cabral?

Thorvaldsen no apartó la mirada de las fotografías.

– Ashby no está al corriente de que Cabral ha intentado matarme esta noche. Lo último que habría querido Cabral es que su socio supiera que lo habían descubierto. Por eso ha venido en persona.

Thorvaldsen hablaba mecánicamente, como si todo estuviese decidido. Pero Malone notaba que faltaba algo más.

– ¿Qué está pasando realmente aquí, Henrik?

– Es una historia complicada, Cotton, que comenzó el día en que murió Napoleón Bonaparte.

XVI

Ashby estaba encantado. Ahora el oro de Rommel se encontraba a buen recaudo a bordo del Arquímedes. Según un cálculo rápido, aplicando el precio actual, aquel botín tenía un valor de al menos sesenta o setenta millones de euros, quizá incluso cien. La predicción del corso había resultado correcta. Ashby descargaría los lingotes de oro en Irlanda, donde podría guardarlos en uno de sus bancos, a salvo de los inspectores británicos. No había necesidad de convertir el duro metal en moneda, al menos por el momento. La cotización internacional seguía en ascenso, los pronósticos prometían más incrementos y, además, el oro era siempre una buena inversión. Ahora poseía contravalor suficiente para garantizar cualquier financiación inmediata que necesitara. En general había sido una noche excelente.

Entró en el gran salón del Arquímedes. El ron del corso todavía descansaba sobre la mesita situada entre los sofás. Ashby cogió el vaso, salió a la cubierta y lo arrojó al mar. La idea de beber del mismo vaso que aquel embustero le repugnaba. El corso pretendía apropiarse del oro y recibir un millón de euros. Aun viéndose descubierto, el mentiroso burócrata había continuado con aquella farsa.

– Señor.

Ashby se dio la vuelta. Guildhall acababa de entrar en el salón.

– Ella está al teléfono.

Ashby esperaba aquella llamada y se dirigió a un salón contiguo, una cálidahabitación adornada con madera pulida, suaves tejidos y paredes cubiertas de marquetería de paja. Se sentó en una butaca y levantó el auricular.

Bonsoir,Graham -dijo Eliza Larocque.

– ¿Todavía en el aire? -preguntó en francés.

– Así es. Pero ha sido un viaje tranquilo. El signor Mastroianni ha aceptado firmar el pacto. Depositará la fianza de inmediato, de modo que dentro de poco recibirá una transferencia.

– Su instinto no le ha fallado.

– Será una buena incorporación. Hemos mantenido una interesante conversación.

Si algo caracterizaba a Eliza Larocque era su poder de convicción. Se había presentado en su finca de Inglaterra y se había pasado tres días seduciéndolo con las posibilidades del proyecto. Según sus investigaciones, Larocque descendía de una antiquísima familia acomodada. Sus ancestros corsos fueron rebeldes antes que aristócratas y tomaron la inteligente decisión de huir de la Revolución Francesa y regresar en el momento adecuado. La economía la apasionaba. Poseía títulos de tres universidades europeas. Gestionaba los negocios familiares con pragmatismo y dominaba los sectores de las comunicaciones inalámbricas, el petroquímico y el inmobiliario. Forbes estimaba su riqueza en casi 20.000 millones. Ashby juzgaba aquella cifra un tanto elevada, pero constató que Larocque jamás había corregido aquella mención en la prensa. Alternaba su lugar de residencia entre París y una finca familiar situada en el valle del Loira, al sur de la capital, y nunca había contraído matrimonio, lo cual también extrañaba a Ashby. Sus pasiones declaradas eran el arte clásico y la música contemporánea. Curiosas contradicciones también. ¿Y su defecto? Su propensión a la violencia. Para Larocque, era el medio para alcanzar prácticamente cualquier fin. Ashby no se oponía a utilizarla -aquella noche había demostrado su inherente necesidad-, pero la ejercía con mesura.

– ¿Qué tal el fin de semana hasta el momento? -le preguntó Larocque.

– He disfrutado de un tranquilo crucero por el Mediterráneo. Me encanta mi barco. Es un placer que rara vez saboreo.

– Es demasiado lento para mí, Graham.

A ambos les encantaban sus juguetes. A Larocque le gustaban los aviones. Ashby había oído hablar de su nuevo Gulfstream.

– ¿Asistirá a la reunión del lunes? -preguntó Larocque.

– Ahora mismo navegamos rumbo a Marsella. Tomaré un avión desde allí.

– Nos vemos el lunes.

Ashby colgó el teléfono.

Él y Larocque formaban un buen equipo. Ashby se había unido al grupo cuatro años antes, tras abonar los honorarios iniciales, que ascendían a veinte millones de euros. Por desgracia, desde entonces su cartera financiera había acusado un enorme revés, lo cual le había obligado a esquilmar las reservas de su familia. Su abuelo le habría castigado por correr tantos riesgos. Su padre habría dicho: “¿Y qué más da? Coge más”. Esa dicotomía explicaba en muchos sentidos su actual precariedad económica. Ambos llevaban mucho tiempo muertos, pero Ashby se empeñaba en complacerlos.

Cuando los recuperadores de antigüedades perdidas fueron desenmascarados, recaudaron todo lo que pudieron para intentar mantener a raya a la Europol. Por suerte, las pruebas escaseaban y los contactos políticos de Ashby eran sólidos. Su colección de arte privada no había sido descubierta y todavía la conservaba. Sin embargo, aquel preciado tesoro no podría figurar jamás en su línea de rentabilidad. Afortunadamente, ahora controlaba un alijo de oro. Problema resuelto. Al menos en un futuro inmediato.

Ashby vio sobre la silla que tenía a su lado el libro del corso, Napoleón, de las Tullerías a Santa Elena. Uno de los sirvientes lo había traído del salón, junto con el maletín, que volvía a estar repleto de euros.

Ashby cogió el libro. ¿Cómo era posible que un niño corriente, hijo de unos padres modestos originarios de Córcega, alcanzara semejante grandeza? En su cúspide, el Imperio francés comprendía 130 départements,había desplegado más de 600.000 tropas, gobernaba a 70 millones de personas y mantenía una formidable presencia militar en Alemania, Italia, España, Prusia y Austria. Merced a esas conquistas, Napoleón amasó el mayor tesoro de la historia de la humanidad. Atesoraba botines de cada nación conquistada en cantidades inusitadas. Metales preciosos, cuadros, esculturas, joyas, insignias, tapices y monedas, cualquier objeto de valor incautado para mayor gloría de Francia. Gran parte de este botín fue devuelto después de Waterloo, pero no todo, y lo que quedaba se había convertido en leyenda.

Ashby abrió el libro por una sección que había leído días atrás. Gustave le había cedido su copia previo pago del millón de euros prometido. Louis Etienne Saint-Denis fue el ayuda de cámara de Napoleón entre 1806 y 1831. Se ofreció voluntario para partir al exilio junto al emperador, primero en Elba y después en Santa Elena. Se encargaba del mantenimiento de la biblioteca de Napoleón y, dado que las aptitudes literarias del emperador eran atroces, preparaba copias en limpio de todos sus dictados. Casi todos los relatos escritos desde Santa Elena eran de su puño y letra. Ashby se sintió atraído por las memorias de Saint-Denis. Un capítulo en particular había despertado su interés. Encontró de nuevo la página.

Su Majestad odiaba Santa Elena, una mota británica en el mapamundi, situada al oeste de África, azotada por el viento y la lluvia y rodeada de escarpadas colinas. Los pensamientos de Napoleón al ver la isla que sería su prisión en 1815 no cambiaron en ningún momento. “Deshonroso. Un lugar nada atractivo. Habría hecho mejor quedándome en Egipto”.

Pero, pese a las tribulaciones que Napoleón hubo de sufrir, el recuerdo de su poder fue siempre un sueño placentero. “Consagré toda mi gloria -decía- a convertir a Francia en el primer pueblo del universo. Todo mi deseo, toda mi ambición, era que superara a los persas, los griegos y los romanos, tanto en las armas como en las ciencias y las artes. Francia ya era el país más hermoso y fértil. En una palabra: ya era tan merecedor de dominar el mundo como lo fue la antigua Roma. Habría alcanzado mi meta si conspiradores, gente opulenta y hombres inmorales no hubiesen alzado un obstáculo tras otro y coartado mi camino. Es un logro nada desdeñable el haber gobernado la región más importante de Europa y haberla sometido a una unidad legislativa. Las naciones dirigidas por un gobierno justo, inteligente e ilustrado habrían atraído con el tiempo a otras naciones y todas habrían formado una gran familia. Una vez que todo se hubiese asentado, yo habría establecido un gobierno en el que la gente no habría tenido que temer a una autoridad arbitraria. Todo hombre habría sido un hombre y habría estado sujeto simplemente a la ley común. No habría habido privilegios, solo méritos. Pero hay quienes no lo habrían aceptado. Magnates prestamistas que prosperan a costa de la avaricia y la estupidez de los demás. Mi objetivo fue siempre despojar a Francia de la deuda. Su deseo era hundir cada vez más a Francia en el abismo. Los préstamos nunca iban destinados a satisfacer gastos del momento, ya fuesen civiles o militares. Solo hay que considerar adonde pueden llevar los préstamos para darse cuenta del peligro que entrañan. Yo luché contra ellos. La economía nunca habría tenido poder para avergonzar al gobierno, pues, de lo contrario, habrían sido los banqueros, y no los líderes del gobierno, los que habrían tenido el control. La mano que da está por encima de la mano que toma. El dinero no tiene patria. Los financieros carecen de patriotismo y decencia. Su único propósito son las ganancias”.

Saint-Denis no era consciente de las apasionadas convicciones de Napoleón sobre el préstamo de dinero. Monarcas franceses anteriores y posteriores sucumbieron fácilmente al señuelo de la deuda, lo cual no hizo sino precipitar su caída. Napoleón resistió, hecho que, irónicamente, quizá también desencadenó su fin.

Otro elemento del libro había captado su atención. Hojeó las quebradizas páginas amarillas y encontró la importante referencia de la introducción, escrita en 1922 por un catedrático de la Sorbona.

Saint-Denis falleció en 1856. Legó a la ciudad de Sens algunos de los artículos que había preservado en memoria de su emperador: dos volúmenes de Fleury de Chaboulon con notas escritas por Napoleón; dos atlas en los que Napoleón había realizado alguna anotaciones a lápiz; el volumen de las campañas de Italia; una copia de Los reinos merovingios 450-751 d. C; reliquias personales; un abrigo con insignias; la escarapela de un sombrero; un pedazo del ataúd de Santa Elena; y un fragmento de los sauces que crecieron sobre la tumba del emperador. Sus últimas palabras fueron inequívocas: “Mis hijas deben recordar siempre que el emperador fue mi benefactor y, por ende, el suyo. Buena parte de lo que poseo se lo debo a su bondad”.

Ashby conocía algunos de los objetos que Saint-Denis había donado a la ciudad de Sens, los dos tomos de Fleury de Chaboulon, los atlas y el volumen de las campañas de Italia. Pero ¿una copia de Los reinos merovingios 450-731 d. C? Eso era nuevo.

Tal vez la respuesta que andaba buscando se encontrara precisamente allí.

XVII

Dinamarca

Thorvaldsen había entrado en la habitación de Cai para recobrar fuerzas. Había llegado el momento de la resolución. Había trazado su camino con esmero, planificado cada detalle, previsto los posibles movimientos. Creía estar preparado. Lo único que faltaba era contar con la ayuda de Cotton Malone. Estuvo a punto de llamar a su amiga Cassiopeia Vitt, pero decidió no hacerlo. Ella intentaría disuadirle, decirle que había otro camino, mientras que Malone le entendería, sobre todo después de lo sucedido durante las dos últimas semanas.

– Napoleón murió en paz el 5 de mayo de 1821, justo después de las seis de la tarde -le explicó a Malone-. Un observador señaló: “Se apagó igual que se apaga la luz de una lámpara”. Fue enterrado en Santa Elena, pero su cuerpo fue exhumado en 1840 y devuelto a París, donde ahora yace en el Hotel des Invalides. Algunos dicen que fue asesinado, envenenado poco a poco. Otros dicen que murió por causas naturales. Nadie lo sabe. Tampoco importa.

El danés vio una cola con varios nudos extendida sobre una de las estanterías. Él y Cai habían hecho volar la cometa una lejana tarde de verano. Le invadió un destello de alegría, un sentimiento extraño, a un tiempo maravilloso e incómodo.

Thorvaldsen se obligó a concentrarse y continuó:

– Napoleón robó tanto que resulta difícil imaginárselo. De camino a Egipto, conquistó Malta y arrebató a los reyes monedas, obras de arte, cuberterías de plata, joyas y cinco millones de francos en oro. La historia cuenta que este tesoro se perdió en el mar, durante la batalla de la bahía de Abukir. ¿No es curioso cómo bautizamos las batallas, como si fuesen una gran obra épica? Cuando los británicos destruyeron la flota francesa en agosto de 1798, mil setecientos hombres perdieron la vida y, sin embargo, le damos un título, como si fuera una novela.

Thorvaldsen hizo una pausa.

– El tesoro de Malta supuestamente viajaba a bordo de uno de los barcos hundidos, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Existen muchas historias parecidas. Casas, castillos, tesoros nacionales enteros que fueron saqueados. Incluso el Vaticano. Napoleón todavía es, a día de hoy, la única persona que ha conseguido expoliar las riquezas de la Iglesia. Parte de ese botín regresó a Francia de manera oficial, pero otra parte no lo hizo. Nunca se llevó a cabo un inventario adecuado. Hasta la fecha, el Vaticano sostiene que hay objetos de los que no se tiene noticia.

Mientras hablaba, combatía a los fantasmas que albergaba aquella habitación sagrada, cuya presencia era como una cadena de oportunidades perdidas. Deseaba con todas sus fuerzas que Cai heredara sus derechos de primogenitura, pero su hijo quiso dedicarse ante todo al servicio público. Aceptó sus deseos porque de joven él también había satisfecho su curiosidad dando la vuelta al mundo. El planeta le parecía muy diferente por aquel entonces. La gente no recibía un disparo mientras disfrutaba de su almuerzo.

– Cuando Napoleón murió, dejó un testamento detallado. Es extenso, con numerosos legados monetarios. Alrededor de tres millones de francos. La mayoría nunca se cumplieron, ya que no había fondos con los que sufragarlos. Napoleón era un hombre en el exilio. Había sido destronado. Sus posesiones eran escasas, al margen de lo que había llevado consigo a Santa Elena. Pero leyendo su testamento, uno podría pensar que era rico. Recuerda que la intención fue que nunca saliera de Santa Elena con vida.

– Nunca entendí por qué los británicos no lo mataron -dijo Malone-. Constituía un gran peligro. Escapó de su primer exilio en Elba y causó estragos en Europa.

– Eso es cierto, y de hecho cuando por fin capituló ante los británicos, mucha gente se sorprendió. Napoleón quería ir a América y a punto estuvieron de permitírselo, pero cambiaron de parecer. Tienes razón, era un verdadero peligro. Y nadie quería más guerras. Pero acabar con él habría planteado otros problemas. El martirio, para empezar. Napoleón era venerado, incluso en la derrota, por muchos franceses y británicos. Por supuesto, también hay otra explicación.

Thorvaldsen vio su rostro en el espejo que colgaba sobre el tocador; sus ojos, por una vez, irradiaban energía.

– Se decía que guardaba un secreto que los británicos querían conocer. Una riqueza incalculable, todo aquel botín desaparecido, y los ingleses lo querían. Las guerras napoleónicas habían sido costosas. Por eso lo mantuvieron con vida.

– ¿Para negociar con él?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– Más bien esperaban que Napoleón cometiera un error que les permitiera averiguar la ubicación del tesoro.

– He leído libros acerca de sus días en Santa Elena -dijo Malone-. Fue una lucha constante de poder entre él y Hudson Lowe, el comandante británico, hasta el punto de que él se dirigía al emperador llamándolo general, mientras que todos los demás lo llamaban Su Majestad. Incluso después de su muerte, Lowe no permitió que los franceses grabaran “Napoleón” en la lápida. Quería el políticamente neutro “Napoleón Bonaparte”, de modo que lo enterraron en una tumba sin identificar.

– Napoleón era sin duda una figura controvertida -dijo Thorvaldsen-. Pero su testamento es de lo más aleccionador. Lo redactó tres semanas antes de morir. Hay una disposición para su ayuda de cámara, Saint-Denis, al que dejó cien mil francos, y luego le ordenó custodiar su copia de Los reinos merovingios 450-751 d. C. y cuatrocientos de sus libros favoritos hasta que el hijo de Napoleón cumpliera dieciséis años. En ese momento, debía entregar los libros a su hijo. Este vivió hasta los veintiún años, pero falleció siendo prácticamente un prisionero en Austria. Nunca llegó a verlos.

La voz de Thorvaldsen estaba ahora llena de ira. Pese a los errores de Napoleón, todos los relatos existentes reconocían lo mucho que amaba a su hijo. Se divorció de su amada Josefina y se casó con María Luisa de Austria simplemente porque necesitaba un heredero varón legítimo, cosa que Josefina no podía darle. El niño tenía apenas cuatro años cuando Napoleón fue enviado al exilio en Santa Elena.

– Cuentan que en aquellos libros se esconde la clave para encontrar el tesoro de Napoleón, lo que el emperador se guardó para él. Supuestamente, ocultó aquellas riquezas en un lugar que solo él conocía. Era un tesoro de una gran envergadura.

Thorvaldsen volvió a hacer una pausa.

– Napoleón tenía un plan, Cotton. Algo con lo que contaba. Tienes razón, mantuvo una lucha de poder con Lowe en Santa Elena, pero nunca llegó a resolverse nada. Saint-Denis fue su sirviente más leal y apuesto a quien Napoleón le confió el legado más importante de todos.

– ¿Y qué tiene que ver esto con Graham Ashby?

– Está buscando ese tesoro perdido.

– ¿Cómo lo sabes?

– Digamos que lo sé. De hecho, Ashby lo necesita desesperadamente. O, para ser más exactos, lo necesita ese Club de París. Su fundadora es una mujer llamada Eliza Larocque, y posee información que podría conducir a su descubrimiento.

Thorvaldsen apartó la mirada del tocador y la dirigió a la cama en la que Cai había dormido toda su vida.

– ¿Todo esto es necesario? -preguntó Malone-. ¿No puedes olvidarlo?

– ¿Era necesario encontrar a tu padre?

– No lo hice para matar a nadie.

– Pero tenías que encontrarlo.

– Ha pasado mucho tiempo, Henrik. Tienes que olvidarlo.

Las palabras de Malone destilaban un tono sombrío.

– El día que enterré a Cai juré que descubriría la verdad sobre lo ocurrido.

Me voy a México -le anunció Cai-. Seré subdirector de nuestro consulado.

Thorvaldsen detectó la emoción en los ojos del joven, pero no pudo evitar preguntar:

– ¿Y cuándo volverás? Necesito que te encargues de las empresas familiares.

Como si en realidad me dejaras decidir algo…

Thorvaldsen admiraba a su hijo, cuyos fornidos hombros eran rectos como los de un soldado y su cuerpo ágil como el de un atleta. Aquellos ojos eran idénticos a los suyos, de un azul claro, a primera vista algo infantiles, pero desconcertantemente maduros tras una mirada más detenida. En muchos sentidos era como Lisette. Muchas veces le daba la sensación de que estaba hablando con ella otra vez.

Te dejaría tomar decisiones -aclaró-. Estoy preparado para jubilarme.

Cai meneó la cabeza.

Papá, tú nunca te jubilarás.

Thorvaldsen había enseñado a su hijo lo que su padre le había enseñado a él. Se puede conocer a las personas evaluando lo que quieren en la vida. Y su hijo le conocía bien.

– ¿Qué te parece si estás un año más en el servicio público y luego vuelves a casa? ¿Lo aceptarías?

Thorvaldsen sintió remordimientos.

“Un año más”.

Miró a Malone.

– Cotton, Amado Cabral asesinó a mi único hijo. Ahora está muerto. Graham Ashby también es responsable.

– Pues mátalo y acaba con esto.

– Eso no es suficiente. Primero quiero arrebatarle todo lo que él ama. Quiero que se sienta humillado y desgraciado. Quiero que sienta el dolor que yo siento cada día -Thorvaldsen hizo una pausa-. Pero necesito tu ayuda.

– Puedes contar con ella.

Malone extendió el brazo y apoyó la mano en el hombro de su amigo.

– ¿Qué hay de Sam y su Club de París? -preguntó.

– También nos ocuparemos de eso. No podemos ignorarlo. Tenemos que descubrir qué ocultan. Sam obtuvo gran parte de la información de un amigo suyo que vive en París. Me gustaría que le hicieran una visita a ese hombre. Averigüen todo lo que puedan.

– Y cuando lo hayamos hecho, ¿los matarás a todos?

– No, me uniré a ellos.

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