Tercera parte

XXXIX

12.15 h

Sam siguió a Meagan Morrison y a Stephanie Nelle a la taquilla de la Torre Eiffel. Las colas de las otras dos entradas, con ascensores que llevaban hasta la primera y la segunda plataforma, eran enormes y conllevaban una espera de al menos dos horas. Pero la de la columna sur era mucho más corta, ya que la única manera de acceder a la primera plataforma era ascender los trescientos cuarenta y siete escalones.

– No hay tiempo para colas -dijo Stephanie Nelle.

Sam había pasado la noche en una habitación de hotel de la orilla izquierda y Meagan en otra, con dos agentes del Servicio Secreto custodiando la puerta. Stephanie había escuchado la información que le había proporcionado Meagan y luego había hecho unas llamadas telefónicas. Al parecer, después de confirmar al menos parte de esa información, insistió en que le proporcionaran custodia.

– ¿Los agentes llevan siempre la misma ropa? -le preguntó Sam a Stephanie mientras subían las escaleras. No se había cambiado en tres días.

– Pocos esmóquines o prendas de diseño -respondió ella-. Improvisas y haces tu trabajo.

Los tres subieron una contrahuella que llevaba grabado el número 134. Cuatro inmensos pilares de enrejado, cuyo espacio interior superaba en extensión a un campo de fútbol, sostenían la primera plataforma, con cincuenta y siete metros de altura, como informaba un cartel situado a los pies de la escalera. Los pilones se estrechaban hasta llegar a una segunda plataforma, que tenía una elevación de ciento quince metros, y continuaban su ascenso hasta el mirador, ubicado a doscientos setenta y cinco metros. Era la estructura más alta de París, una larguirucha red de hierro visto, remachado y pintado de un gris marronoso, cuya imagen se había convertido en una de las más reconocibles del mundo.

Meagan realizó el ascenso sin esfuerzo, pero a Sam le dolían las pantorrillas. Anoche, la joven apenas había mediado palabra una vez que los llevaron al hotel. Pero Sam había elegido bien al abandonar el museo con ella. Ahora trabajaba con la jefa del Magellan Billet.

Tras diez minutos más de subida abordaron el tramo final.

La plataforma del primer piso estaba repleta de visitantes que se apiñaban en una tienda de recuerdos, una oficina de correos, una sala de exposiciones, un bar y un restaurante. Los ascensores situados al otro extremo conducían a la planta baja. Otros trescientos treinta escalones torcían a la derecha y llevaban al segundo piso. La plataforma del primer nivel se extendía alrededor de una abertura central que ofrecía una panorámica de la plaza.

Stephanie se apoyó en la barandilla de hierro. Sam y Meagan se le unieron. Juntos miraron a través de un muro y unas puertas de cristal, sobre las cuales unas letras anunciaban “La Salle Gustav Eiffel”.

– El Club de París se reunirá en esa sala mañana -susurró Meagan a Stephanie.

– ¿Lo sabes a ciencia cierta?

Habían mantenido la misma conversación el día anterior. Obviamente, Stephanie estaba poniendo en práctica el viejo adagio: “Formula la misma pregunta las veces suficientes y comprueba si obtienes la misma respuesta”.

– Mire, señorita Departamento de Justicia -repuso Meagan-. Le he seguido el juego y he soportado sus demostraciones de autoridad. Incluso he intentado ayudarle, pero si aun así no me cree, ¿qué hacemos aquí?

Stephanie no respondió al desafío. Por el contrario, siguió apoyada en la barandilla y mantuvo su mirada fija en el otro extremo.

– Sé que mañana estarán aquí -dijo Meagan al cabo de unos momentos-. Será un gran acontecimiento. El club completo se reunirá por Navidad.

– Curiosa fecha para una reunión -apostilló Sam.

– Aquí la Navidad es una celebración extraña. Lo sé desde hace mucho. A los franceses no les gusta demasiado eso de las alegrías navideñas. La mayoría pasan el día fuera de la ciudad y el resto van a restaurantes. Les gusta comer un pastel llamado bûche de Noël. Parece un tronco y sabe a madera con mantequilla glaseada por encima. Así que no me sorprende la reunión del club por Navidad.

– ¿La Torre Eiffel estará abierta? -preguntó Sam.

Meagan asintió.

– A partir de la una del mediodía.

– Cuéntame de nuevo lo que sabes -dijo Stephanie.

Meagan parecía irritada, pero accedió.

– Larocque ha alquilado la Sala Gustav Eiffel, justo ahí. La fiesta comienza a las once de la mañana y dura hasta las cuatro. Incluso ha encargado la comida. Debe de pensar que los doscientos metros de altura les otorgan a ella y a sus cómplices algo de privacidad.

– ¿Habrá seguridad? -preguntó Stephanie.

– ¿Y cómo voy a saber eso? Pero apuesto a que usted sí.

Stephanie pareció deleitarse con la mordacidad de Meagan.

– La ciudad es propietaria de la torre, pero la Société Nouvelle d’Exploitation de la Tour Eiffel gestiona el lugar. Cuentan con una empresa privada que se encarga de la seguridad junto con la policía de París y el ejército francés.

Sam había visto una comisaría bajo la entrada de la torre sur, además de algunos hombres de semblante serio, vestidos con uniforme de combate y pertrechados con rifles automáticos.

– Lo he comprobado -dijo Stephanie-. Para mañana hay programado un grupo en esa sala, a esa misma hora, y se ha contratado seguridad adicional. La sala de reuniones permanecerá cerrada. La torre no abre hasta la una. A partir de entonces, habrá tantos visitantes como hoy, lo cual es una cifra considerable.

– Como he dicho -aclaró Meagan-, es la primera vez que el club sale de su casa en Le Marais, la que le mostré a Sam ayer.

– ¿Y crees que eso es importante? -preguntó Stephanie.

– Tiene que serlo. Este club es un problema.

Malone salió de Le Grand Véfour y tomó un taxi frente al restaurante para recorrer el breve trayecto hasta el sur del Louvre. Pagó al conductor, cruzó el gran arco que llevaba hasta el Cour Napoleón y vio de inmediato la famosa pirámide de cristal que servía de claraboya para la entrada del museo, situada debajo. La fachada clásica del Louvre engullía la enorme plaza de armas por tres costados, mientras que el Arc du Carrousel, un pastiche de arco romano con columnas de mármol rosa, montaba guardia en el extremo oriental, que era un espacio abierto.

Siete pilones triangulares de granito rodeaban la pirámide de cristal. Al borde de uno de ellos estaba sentado un hombre esbelto con facciones delgadas y un espeso cabello rubio rojizo con pinceladas de gris en las sienes. Llevaba un abrigo oscuro de lana y guantes negros. Aunque el aire vespertino era más cálido que el de la mañana, Malone estimó que la temperatura rondaría los diez grados como máximo. Thorvaldsen le había dicho que el hombre lo esperaría allí una vez que consiguiera el libro, así que se acercó a él y se sentó en el frío borde.

– Usted debe de ser Cotton Malone -dijo el profesor Murad en inglés.

Siguiendo el ejemplo de Jimmy Foddrell, había llevado el libro al descubierto. Se lo entregó al profesor.

– Recién salido de los Inválidos.

– ¿Fue fácil robarlo?

– Estaba allí esperándome, tal como me dijeron.

Malone observó a Murad mientras este hojeaba las frágiles páginas. Ya las había estudiado durante los dos trayectos en taxi y sabía dónde dejaría de leer. La primera parada se produciría a mitad del libro, donde el manuscrito se dividía en dos partes. En una página en blanco, que ejercía de divisoria, se apreciaba:


CXXXV II CXLII LII LXIII XVII

II VIII IV VIII IX II


Entonces vio que el profesor fruncía el ceño en un gesto de contrariedad.

– No me esperaba eso.

Malone sopló aire caliente entre sus manos desnudas y observó el frenético bullicio del patio mientras centenares de turistas entraban y salían del Louvre.

– ¿Le importaría explicármelo?

– Es un Nudo Arábigo, un código que se sabe que utilizaba Napoleón. Estos números romanos hacen referencia a un texto específico. Página y línea, ya que hay solo dos series. Necesitaríamos conocer el texto que utilizó para saber las palabras exactas que forman un mensaje. Pero no aparece una tercera línea de números, los que identificarían la palabra correcta en la línea adecuada.

– No sé por qué, pero imaginaba que esto no sería tarea fácil.

Murad sonrió.

– Nada lo era con Napoleón. Le encantaba el teatro. Este museo es un ejemplo perfecto. Exigía tributos de cada lugar que conquistaba y los traía aquí, y convirtió esta colección en la mayor del mundo en su época.

– Por desgracia, los aliados lo recuperaron todo, al menos lo que pudieron encontrar, a partir de 1815.

– Conoce usted su historia, señor Malone.

– Lo intento. Y llámeme Cotton, por favor.

– Un nombre poco habitual. ¿De dónde viene?

– Como Napoleón, hay demasiado dramatismo en esa explicación. ¿Qué hay del Nudo Arábigo? ¿Hay manera de resolverlo?

– No sin saber qué texto se utilizó para generar los números. La idea era que remitente y receptor tuvieran el mismo manuscrito para cotejarlo. Y esa tercera serie de números que falta podría suponer un verdadero problema.

Thorvaldsen le había informado con todo lujo de detalles sobre el testamento de Napoleón y la relevancia que tenía el libro que Murad sostenía entre sus manos para esas últimas voluntades. Así que esperó mientras el profesor terminaba de evaluar las páginas restantes.

– Oh, Dios mío -exclamó Murad cuando llegó a las solapas finales. El anciano miró a Malone-. Fascinante.

Malone ya había estudiado la caligrafía cuidadosamente retorcida, en tinta negra desvaída, igual que la utilizada para anotar los números romanos.

– ¿Por casualidad sabe qué es esto? -preguntó.

– No tengo ni idea -respondió Murad.

Sam salió en defensa de Meagan.

– Por lo visto, ella no necesita demasiadas pruebas. Diría que tu presencia aquí es más que suficiente.

– Bien, bien -dijo Stephanie-. El señor Collins por fin ha empezado a pensar como un agente del Servicio Secreto.

A Sam no le gustó su actitud condescendiente, pero no estaba en posición de protestar. Stephanie tenía razón, debía empezar a utilizar el cerebro, así que dijo:

– Ha estado vigilando la página web de Meagan y también la mía. Sabe Dios cuántas más. Así que aquí tiene que estar sucediendo algo. Algo que ha captado la atención de todo el mundo.

– Es muy sencillo -dijo Stephanie-. Queremos que los miembros de ese Club de París vayan a la cárcel.

Sam no le creyó.

– Aquí hay algo más y lo sabe.

Stephanie Nelle no respondió, lo cual no hizo sino confirmar sus temores. Pero lo entendía. No era preciso contarles más que lo necesario.

Sam contempló a la gente apelotonada bajo el frío avanzando debajo de las escaleras. Otros entraban y salían de los ascensores que trepaban por el armazón abierto hasta la segunda planta. Una bulliciosa muchedumbre entró en el cercano restaurante. Una brisa gélida penetraba en el metal gris amarronado que tejía una tela de araña a su alrededor.

– Si quiere estar al tanto de la reunión que se celebrará mañana -dijo Meagan-, dudo que pueda instalar dispositivos de escucha. Mi fuente me ha dicho que el club revisa las salas antes, durante y después de las reuniones.

– No los necesitaremos -aclaró Stephanie.

Sam la miró y Stephanie le correspondió con una sonrisa que no le gustó.

– ¿Alguna vez han trabajado de camareros?

XL

Eliza estaba disfrutando de su conversación con Henrik Thorvaldsen mientras comían. Era un hombre inteligente e ingenioso que no malgastaba el tiempo parloteando. Parecía un oyente entusiasta que absorbía datos, los catalogaba en el orden adecuado y después extraía conclusiones con presteza. Igual que ella.

– Napoleón se dio cuenta -dijo Larocque- de que la guerra era buena para la sociedad. Incitaba como ninguna otra cosa a los mejores pensadores a reflexionar mejor. Descubrió que los científicos eran más creativos cuando existía una amenaza real. La fabricación se volvía más innovadora y productiva y la gente más obediente. Vio que la ciudadanía, en caso de sentirse amenazada, permitiría cualquier ultraje por parte del gobierno con tal de sentirse protegida. Pero demasiada guerra es destructiva. La gente solo la tolera hasta cierto punto, y los enemigos de Napoleón se aseguraron de que se libraran más guerras de las que él pretendía. Al final, perdió cualquier posibilidad de gobernar.

– No entiendo por qué puede considerarse que la guerra es algo positivo -observó Thorvaldsen-. Acarrea muchas consecuencias negativas.

– Hay muerte, destrucción, devastación y pérdidas, pero la guerra siempre ha existido. ¿Cómo puede prosperar algo tan nefasto? La respuesta es simple: la guerra funciona. Los mayores logros tecnológicos del hombre siempre han sido fruto de la guerra. Vea si no el último conflicto mundial. Aprendimos a dividir el átomo y a volar por el espacio, por no hablar de los incontables avances en la electrónica, la ciencia, la medicina y la ingeniería. Entretanto, nos masacramos unos a otros a una escala sin precedentes.

Thorvaldsen asintió.

– Hay algo de cierto en lo que dice.

– Es incluso más dramático que eso, Herre Thorvaldsen. Mire la historia de Estados Unidos. Su economía es tan rítmica como un reloj, un ciclo de auge, recesión y depresión. Pero hay un hecho constatado: todas las depresiones de Estados Unidos se han producido durante un período de gasto militar inadecuado. Hubo depresiones después de la guerra de 1812, la guerra civil de la década de 1860 y la guerra hispano-americana de principios del siglo xx. La Gran Depresión de los años treinta llegó tras la Primera Guerra Mundial, en un momento en que Estados Unidos se sumió en el aislacionismo y literalmente desmanteló su ejército. Necesitó otra guerra para salir de ella.

– Parece que ha estudiado usted la materia.

– Lo he hecho y las pruebas lo demuestran. La guerra posibilita el gobierno estable de la sociedad. Aporta una necesidad externa clara para que la sociedad acepte el gobierno político. Acabemos con la guerra, y la soberanía nacional también se acabará: este era un concepto que Napoleón comprendía. De hecho, puede que fuera el primer líder moderno que entendió su significado.

El comedor de Le Grand Véfour empezaba a vaciarse. La hora del almuerzo tocaba a su fin y Eliza observó a los clientes mientras estos se despedían y se marchaban lentamente.

– Napoleón pretendía que Francia -prosiguió- y todos sus territorios conquistados pasaran de ser un Estado bélico a convertirse en una sociedad orientada a la paz. Pero reconocía que, para hacerlo, necesitaba sustitutos adecuados de la guerra. Por desgracia para él, nada de eso existía en su época.

– ¿Qué podría ocupar el lugar de la guerra?

Eliza se encogió de hombros.

– Es difícil encontrarlo, pero no imposible. La idea sería crear un enemigo alternativo. Una amenaza, ya sea real o percibida, contra la cual la sociedad se una para defenderse. La destrucción masiva mediante armas nucleares, por ejemplo. En eso consistió la Guerra Fría. Ningún bando atacó realmente al otro, pero ambos gastaron miles de millones en preparativos. El gobierno prosperó durante la Guerra Fría. El sistema federal estadounidense creció hasta niveles insospechados. La civilización occidental alcanzó nuevas cotas entre los años cincuenta y los noventa. El hombre llegó a la Luna gracias a la Guerra Fría. Ahí tiene un ejemplo de un valioso sustituto de la guerra.

– Entiendo su argumento.

– Existen otros ejemplos, pero menos convincentes. El calentamiento global, una escasez percibida de alimentos o el control del agua potable. En los últimos años se ha intentado, pero por ahora no han vivido un auge ni se han interpretado como una amenaza suficiente.

“Unos programas masivos que amplíen drásticamente la atención sanitaria, la educación, la vivienda pública y el transporte podrían funcionar, pero tendrían que abarcarlo todo y absorber a toda la población, lo cual supondría un dispendio obsceno de recursos. Dudo que esto pueda llegar a suceder. Incluso una guerra de pequeña envergadura consume cantidades ingentes de recursos. El gasto y la preparación militar son un derroche sin mesura y ninguna inversión en Seguridad Social es comparable, aunque los diversos programas nacionales de sanidad que existen en el mundo gastan dinero a unos niveles extraordinarios. Pero, al final, no gastan lo suficiente para que la empresa sea un sustituto viable de la guerra.

Thorvaldsen soltó una carcajada.

– ¿Se da cuenta de que lo que dice es absurdo?

– Totalmente. Pero la transición a una paz mundial es un empeño difícil. Ignorar por un momento el desafío de gobernar: ahí radica la cuestión de canalizar la agresión colectiva.

– ¿Como hacían los romanos en el Coliseo con gladiadores, juegos y sacrificio?

– Los romanos eran inteligentes. Reconocían los conceptos que le estoy explicando. En una sociedad basada en la paz, si hemos de evitar la desintegración social, hay que crear alternativas a la guerra. Los juegos ofrecían esa alternativa al pueblo romano y su sociedad prosperó durante siglos.

Eliza notó que a Thorvaldsen le interesaba su discurso.

– Herre Thorvaldsen, hace tiempo que es obvio, incluso para los antiguos monarcas, que los súbditos no tolerarían en tiempos de paz lo que aceptarían gustosamente en tiempos de guerra. Este concepto es especialmente cierto hasta el día de hoy, en las democracias modernas. De nuevo, fíjese en Estados Unidos. En los años cincuenta, permitió que se pisoteara su Primera Enmienda cuando la amenaza de la invasión comunista se consideró real. La libertad de expresión perdió importancia frente al peligro imaginario que constituía la Unión Soviética. Más recientemente, tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, se aprobaron leyes que en cualquier otro momento los estadounidenses habrían considerado repulsivas. La Ley Patriota suprimió libertades e invadió el ámbito privado en una escala sin precedentes. Las leyes de vigilancia limitaban las libertades civiles y restringían el albedrío ya establecido. Entraron en vigor leyes de identificación que, hasta la fecha, los estadounidenses encontraban repugnantes. Pero permitieron esos agravios para poder vivir seguros.

– O al menos creerse seguros.

Eliza sonrió.

– De eso estoy hablando precisamente. Una amenaza externa creíble equivale a un mayor poder político mientras la amenaza sea verosímil -hizo una pausa-. Y dentro de esa fórmula existe el potencial de cosechar grandes beneficios.

Malone señaló el libro que sostenía el profesor Murad y las curiosas líneas de escritura.

– A Henrik no le gustará que no sepamos qué es eso.

Murad siguió examinando aquella anomalía.

– Tengo una idea. Entremos en el Louvre. Necesito comprobar una cosa.

Thorvaldsen absorbía todo cuanto le explicaba Eliza Larocque. Obviamente, aquella mujer había meditado mucho sus planes. Thorvaldsen decidió volver al tema de Ashby.

– No me ha preguntado absolutamente nada sobre su problema de seguridad -dijo con amabilidad.

– Supuse que me lo contaría cuando estuviese preparado.

Thorvaldsen bebió un poco de vino y ordenó sus pensamientos.

– Ashby tiene una deuda de casi treinta millones de euros. En su mayoría son préstamos personales no garantizados a un interés elevado.

– Lord Ashby me parece una persona franca y bastante entregada. Ha hecho todo lo que le he pedido.

– Lord Ashby es un ladrón. Como bien sabe, hace unos años formó parte de un grupo de coleccionistas ilícitos de obras de arte. Muchos miembros del grupo acabaron enfrentándose a la justicia.

– En el caso de lord Ashby nunca se demostró nada.

– Insisto, nada de eso lo exonera. Sé que estuvo implicado. Y usted también lo sabe. Por eso pertenece a su club.

– Y está realizando excelentes progresos en las misiones que le encargué. De hecho, ahora mismo está aquí, en París, siguiendo una prometedora pista que podría llevarnos directo a nuestro objetivo. Y por eso, Herre Thorvaldsen, estaría dispuesta a perdonar muchas cosas.

Malone siguió al profesor Murad hasta el interior de la pirámide de cristal y ambos bajaron por unas escaleras mecánicas. Allí dentro reinaba el grave rumor de la multitud que aguardaba para entrar en el museo. Malone no sabía adonde iban y agradeció que el profesor esquivara las largas colas que se formaban frente a las taquillas y se dirigiera a la librería.

Las dos plantas de la tienda estaban bien surtidas de información: miles de libros a la venta, todos ellos ordenados por país y época. Murad se dirigió a la amplia sección francesa y se acercó a varias mesas sobre las que se amontonaban tomos dedicados a la era napoleónica.

– Vengo aquí muy a menudo -dijo el académico-. Es una tienda fantástica. Tienen muchos títulos desconocidos que en las librerías normales no encontrarías jamás.

Malone comprendía aquella obsesión. Los bibliófilos eran todos iguales. Murad buscó presuroso entre los títulos.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó Malone.

– Estoy buscando una edición francesa -sus ojos no dejaban de escudriñar la mesa-. Trata de Santa Elena. Estuve a punto de comprarla hace unas semanas, pero… -Murad se agachó y cogió uno de los ejemplares de tapa dura-. Aquí está. Es demasiado caro, así que me conformé con admirarlo desde la distancia.

Malone sonrió. Le gustaba aquel hombre. No había nada pretencioso en él.

Murad apoyó el libro en la mesa y lo hojeó. Al parecer encontró lo que andaba buscando y pidió a Malone que abriera el libro de los Inválidos por la página en la que aparecían las curiosas líneas manuscritas.

– Justo lo que imaginaba -dijo Murad señalando una página-. Esta es una foto de algunas notas de Santa Elena, escritas durante el exilio de Napoleón. Sabemos que su administrador, Saint-Denis, reescribió muchos de los borradores de Napoleón, ya que la caligrafía del emperador era atroz -Murad señaló de nuevo-. Mire. Las dos muestras que tenemos aquí son prácticamente idénticas.

Malone comparó los libros y vio que la caligrafía era, en efecto, similar. Las mismas emes redondeadas – - y es forzadas – -. La curvatura en la base de las efes – -. La extraña forma de las aes – -, que parecían des inclinadas.

– ¿Así que el contenido del libro merovingio es obra de Saint-Denis? -preguntó Malone.

– No, no lo es.

Malone estaba confuso.

Murad señaló el libro del Louvre.

– Lea la leyenda que aparece al pie de la foto.

Malone lo hizo y entonces cayó en la cuenta.

– ¿Esa caligrafía es la de Napoleón?

Murad asintió y señaló el texto merovingio.

– Escribió personalmente el contenido de este libro y después lo dejó a cargo de Saint Denis. Eso confiere a este escrito su importancia.

Malone recordó lo que Henrik le había contado sobre la conversación entre Ashby y Caroline Dodd sobre una carta que ella había encontrado, escrita también por el propio Napoleón. Era inusual ver la caligrafía del emperador, según dijo Caroline a Ashby. Malone mencionó aquello a Murad.

– Yo estaba pensando lo mismo -dijo el profesor-. Henrik también me lo contó. Es muy curioso.

Murad estudió las catorce líneas de letras extrañas y otras marcas aleatorias escritas por el mismísimo Napoleón Bonaparte.

– Aquí hay un mensaje -dijo Malone-. Tiene que haberlo.

Thorvaldsen decidió azuzar un poco más a Eliza Larocque.

– ¿Y qué ocurrirá si Ashby no puede darle lo que usted quiere?

Ella se encogió de hombros.

– Pocos, aparte de mi antepasado, han buscado el tesoro de Napoleón. Se suele considerar un mito. Espero que estén equivocados. Dudo que sea culpa de Ashby si fracasa. Al menos lo intenta.

– Y mientras tanto la engaña sobre sus finanzas.

Eliza tocó su copa de vino con los dedos.

– Reconozco que eso es un problema. No me alegro de ello -hizo una pausa-. Pero todavía no he visto ninguna prueba.

– ¿Y qué pasa si Ashby encuentra el tesoro y no se lo dice?

– ¿Cómo iba a saberlo?

– No lo sabría.

– ¿Qué pretende con este acoso?

Thorvaldsen vio que Eliza había percibido el atisbo de una promesa no verbalizada.

– Busque lo que busque Ashby aquí, en París, parece importante. Usted misma dijo que podría ser la clave. Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa. Usted deberá juzgar si es verdad o mentira.

XLI

Malone dejó al doctor Murad en el Louvre después de fotocopiar las dos páginas del libro merovingio con la caligrafía de Napoleón y dejarle las copias al profesor. Necesitaba conservar el libro.

Cogió un taxi, cruzó el Sena y se dirigió a la Torre Eiffel. Bajo el armazón de hierro, entre una bulliciosa muchedumbre de visitantes que formaban cola para montarse en los ascensores, vio a Stephanie, a Sam y a otra mujer, Meagan Morrison.

– Me alegra comprobar que estás bien -le dijo a Sam-. Por supuesto, no hiciste caso de lo que te dije en el museo.

– No podía quedarme allí de brazos cruzados.

– En realidad, podías y debías hacerlo.

Malone se volvió hacia Morrison. Era exactamente como Stephanie la había descrito: de corta estatura, nerviosa, atractiva e interesante.

Meagan señaló a Stephanie.

– ¿Es siempre tan insistente?

– Lo cierto es que se ha suavizado con los años.

– ¿Nos perdonan un minuto? -preguntó Stephanie. Agarró a Malone del brazo y lo apartó-. ¿Qué has encontrado en los Inválidos?

Malone se llevó la mano al interior de la chaqueta y le mostró el libro.

– Lord Ashby no se alegró de su desaparición. Lo observé mientras leía mi nota. Pero también noté que esquivaba las preguntas de Caroline Dodd y culpaba de todo a Larocque.

– Lo cual explica por qué Thorvaldsen ignora que Ashby trabaja para nosotros. Lo ha vigilado de cerca. Pero no creo que Henrik haya podido hacer seguir al hombre veinticuatro horas al día ni escuchar todas sus conversaciones.

Malone sabía que una vigilancia intensiva, por muy profesional que fuera, al final era detectada. Lo mejor era ser selectivo y cuidadoso.

– Nuestros agentes no han vigilado correctamente a Ashby -dijo ella-. Ha tenido vía libre y actuado sin ningún impedimento.

Malone observó a Sam y Meagan Morrison, que se encontraban a cien metros de distancia.

– ¿Sam está bien?

– Quiere ser un agente en activo, así que tendré que darle una oportunidad.

– ¿Está preparado?

– Es lo único que tengo ahora mismo, así que tendrá que estarlo.

– ¿Y ella?

– Es impulsiva y presuntuosa, como un gato callejero.

– Está claro que acabarán tirándonos de los pelos.

Stephanie sonrió.

– Tengo espías franceses trabajando para mí. Les han hablado de Peter Lyon. Lo quieren a toda costa. Está relacionado con tres atentados que se cometieron aquí hace una década, en los que perdieron la vida cuatro policías.

– ¿Todavía siguen molestos por lo de Cluny?

Stephanie soltó una carcajada.

– El directeurgénérale de la sécurité extérieure lo sabe todo sobre ti. Me habló del abad de Belén y de la catedral de Aquisgrán. Pero es un hombre razonable. Por eso tú y Ashby entraron y salieron de los Inválidos sin problemas. Créeme, la seguridad es bastante mejor de lo que parecía aquel día.

– Necesito algo más -Malone blandió el libro-. Un artículo de prensa sobre el robo. Nada importante, solo lo suficiente para que aparezca en el periódico de mañana. Eso ayudaría.

– ¿Con Henrik?

Malone asintió.

– Necesito mantenerlo a raya. Tiene pensado utilizar el robo para dar más argumentos a Larocque sobre Ashby. No veo qué daño puede ocasionar, así que satisfagámoslo.

– ¿Dónde está?

– Agrandando la brecha entre Eliza Larocque y Ashby. Como ves, estoy jugando a dos bandas, como él.

– Si actuamos como es debido, quizá todos consigamos lo que queremos.

Malone estaba cansado y la tensión de las dos últimas semanas se dejaba sentir de nuevo. Se pasó la mano por el pelo. También tenía que llamar a Gary. Al día siguiente era Navidad, un momento en que los padres tenían que hablar con sus hijos.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Tú y yo nos vamos a Londres.

Sam se metió las manos en los bolsillos del abrigo y se fundió con Meagan entre la multitud. El sol brillaba en un despejado cielo invernal.

– ¿Por qué haces esto? -preguntó Sam.

– Tu amiga dijo que me arrestarían si no lo hacía.

– Ese no es el motivo.

El agradable rostro de Meagan no mostró aprensión, algo que Sam había advertido a menudo desde el día anterior. No había negatividad en ella, o al menos no la dejaba aflorar.

– Por fin entramos en acción -dijo Meagan-. Basta de cháchara. Estamos aquí, Sam, haciendo algo.

Sam había sentido también esa exaltación.

– Podemos detenerlos. Sabía que era cierto y tú también. No estamos locos, Sam.

– ¿Eres consciente de que lo que nos ha encomendado Stephanie es peligroso?

Meagan se encogió de hombros.

– No creo que sea peor que lo de ayer en el museo. ¿Qué hay de malo en ser un poco temerario?

– ¿Qué significa esa palabra?-preguntó a Norstrum.

Imprudente, un tanto descuidado.

Sam dejó que su cerebro de quinceañero absorbiera la definición. Había roto otra norma y se había arriesgado a escalar libremente la cara de la roca. Norstrum le había dicho que utilizara una cuerda, pero no le había obedecido.

Sam, todos corremos riesgos. Así es como triunfas. Pero no hay que cometer riesgos estúpidos. El éxito es fruto de minimizar riesgos, no de acrecentarlos.

Pero la cuerda no era necesaria. Lo he hecho bien.

– ¿Y qué hubiese ocurrido si se te hubiera resbalado una mano o un pie o hubieras sufrido una rampa?-las sucintas preguntas de Norstrum eran un claro indicativo de que se sentía, si no disgustado, sí descontento-. Te habrías caído. Habrías quedado lisiado de por vida, quizá habrías muerto. ¿Y qué habrías ganado corriendo semejante riesgo?

Sam intentó asimilar la información, permitiendo que la reprimenda flotara en su mente mientras se decidía por una respuesta adecuada. No le gustaba decepcionar a Norstrum. Cuando era más joven no le importaba, pero ahora que ya era mayor no quería defraudar a aquel hombre.

Lo siento. Ha sido una estupidez.

El hombre lo agarró del hombro.

Recuerda, Sam, la estupidez te matará.

La advertencia de Norstrum resonó con nitidez en su cabeza mientras reflexionaba sobre las preguntas de Meagan. Diecisiete años antes, cuando escalaba la roca sin cuerda de seguridad, se había dado cuenta de que Norstrum tenía razón.

“La estupidez te matará”.

Ayer, en el museo, había olvidado esa lección. Hoy no. Stephanie Nelle lo había seleccionado para un trabajo. ¿Entrañaba riesgos? Muchos. Pero había que mesurarlos y calcularlos. Nada de temeridades.

– Quiero actuar con cautela, Meagan. Tú también deberías hacerlo.

XLII

Inglaterra, 14.40 h

Ashby consultó su reloj y vio que al Bentley le había llevado poco más de una hora recorrer el trayecto desde el Aeropuerto de Heathrow hasta Salen Hall. También advirtió que los trabajadores de su finca estaban ocupados con el mantenimiento del terreno, aunque la fuente del caballo de mar, el estanque del canal y la cascada permanecían inactivos durante el invierno. Con la salvedad de un establo ampliado, una cocina y el ala del servicio, la vivienda principal no había sufrido cambios desde el siglo xviii. También seguían allí los mismos árboles y pastos. Las tierras circundantes antaño habían sido un páramo que los ancestros de Ashby hicieron retroceder, y que habían domesticado con hierba y vallas. Se enorgullecía de su belleza e independencia, pues era una de las últimas casas solariegas británicas de propiedad privada que no dependían del turismo para obtener beneficios. Y nunca lo haría.

El Bentley se detuvo en mitad de un camino sin salida cubierto de grava. El ladrillo naranja y los cristales en forma de diamante relucían bajo el intenso sol. Las gárgolas observaban de soslayo desde el tejado con sus hachas en ristre, como adviniendo a los invasores.

– Voy a investigar un poco -le dijo Caroline al entrar en la casa.

Bien. Ashby necesitaba pensar. Él y Guildhall se fueron directo a su estudio y Ashby se sentó al escritorio. Aquel día había sido un desastre.

Ashby había guardado silencio durante el breve vuelo desde París y había demorado lo inevitable. Ahora levantó el auricular y marcó el número de móvil de Eliza Larocque.

– Espero que tenga más buenas noticias -dijo ella.

– Lo cierto es que no. El libro no estaba allí. Quizá lo hayan trasladado durante las obras de remodelación. Encontré la vitrina y los demás objetos, pero el libro sobre los merovingios no.

– La información que me facilitaron era bastante explícita.

– El libro no estaba allí. ¿Puede verificarlo de nuevo?

– Por supuesto.

– Por la mañana, cuando vuelva a París para nuestra reunión, ¿le importaría si antes hablamos en privado?

– Estaré en la torre a las diez y media.

– Hasta entonces.

Ashby colgó el teléfono y miró el reloj. Faltaban cuatro horas para la reunión con su contacto estadounidense. Esperaba que aquella fuese su última conversación; ya estaba harto de juegos malabares. Quería el tesoro de Napoleón y pensaba que el libro de los Inválidos contendría la llave. Ahora estaba en posesión de los malditos estadounidenses. Aquella noche tendría que regatear. Mañana sería demasiado tarde.

Eliza colgó el teléfono y pensó de nuevo en lo que Henrik Thorvaldsen había predicho: “Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa”, y en lo que le había dicho una vez más, justo antes de terminar la comida y abandonar el restaurante: “Usted deberá juzgar si es verdad o mentira”.

Se sentía segura en su hogar de Le Marais, cerca del lugar de reunión del Club de París. Su familia era propietaria de la casa desde mediados del siglo xix. Se había criado entre aquellas elegantes paredes y ahora pasaba gran parte del tiempo allí. Sus fuentes en el gobierno francés le habían asegurado que el libro que andaba buscando se encontraba en el museo. Se trataba de una reliquia menor de escasa importancia histórica, al margen de que pertenecía a la biblioteca personal de Napoleón y de que este la mencionaba en su testamento. Sus fuentes habían formulado pocas preguntas y tampoco la interrogarían cuando supieran que el libro había desaparecido, ya que habían aprendido hacía tiempo que agradecer la generosidad de Eliza significaba mantener la boca cerrada.

Eliza había ponderado qué hacer con Thorvaldsen desde que se marchó de Le Grand Véfour. El multimillonario había aparecido de la nada con una información que sencillamente no podía ignorar. Sin duda, Thorvaldsen conocía sus negocios y el oráculo había confirmado sus intenciones. Ahora el propio Ashby había corroborado los pronósticos del danés. Eliza no tenía intención de seguir ignorando las advertencias.

Cogió el número de teléfono que Thorvaldsen le había facilitado el día anterior y lo marcó. Cuando el danés respondió, Eliza le dijo:

– He decidido extenderle una invitación para unirse al grupo.

– Es usted muy generosa. Supongo, entonces, que lord Ashby la ha decepcionado.

– Digamos que el señor Ashby ha despertado mi curiosidad. ¿Está libre mañana? El club se reúne para una importante sesión.

– Soy judío. Para mí la Navidad no es un día importante.

– Ni para mí. Nos encontraremos por la mañana en La Salle Gustav Eiffel, en la primera plataforma de la torre, a las once. Tienen una maravillosa sala de banquetes y hemos programado una comida para después de la reunión.

– Suena muy bien.

– Nos vemos mañana.

Eliza colgó el teléfono.

Mañana. Un día que Eliza había esperado desde hacía mucho tiempo. Pensaba explicar con todo lujo de detalle a sus cohortes lo que los pergaminos habían enseñado a su familia. Había confiado parte de ello a Thorvaldsen durante la comida, pero había omitido intencionadamente una advertencia. En una sociedad basada en la paz, sin guerras, estimular el miedo a través de amenazas políticas, sociológicas, ecológicas, científicas o culturales podría resultar casi imposible. Hasta la fecha, ningún intento había tenido suficiente credibilidad o magnitud durante mucho tiempo. Algo como la peste negra, que había supuesto una amenaza a escala global, estuvo cerca, pero un peligro como ese, concebido a partir de condiciones desconocidas, con poco o ningún control, era poco práctico. Y cualquier amenaza tendría que ser contenible.

A fin de cuentas, esa era la idea. Asustar a la gente para que obedeciera y sacar provecho de su miedo. La mejor solución era la más sencilla. Inventar la amenaza. Ese plan conllevaba multitud de ventajas, como un regulador de voltaje en una lámpara de araña que pudiera ajustarse a grados infinitos de intensidad. Por suerte, en el mundo actual existía un enemigo creíble y ya había galvanizado el sentir ciudadano: el terrorismo.

Como le había dicho a Thorvaldsen, esa amenaza había funcionado en Estados Unidos, así que debería funcionar en cualquier lugar. Al día siguiente vería si los pergaminos eran correctos. Ella culminaría ahora lo que Napoleón pretendió en su día.

A lo largo de doscientos años, su familia se había aprovechado del infortunio político de otros. Pozzo di Borgo descifró suficiente contenido de los pergaminos para enseñar a sus hijos, como estos enseñaron a los suyos, que realmente no importaba quién redactara las leyes: “Controla el dinero y tendrás poder”. Para hacer eso, Eliza necesitaba controlar los acontecimientos. Lo del día siguiente sería un experimento. ¿Y si funcionaba? Entonces habría más.

XLIII

Londres, 18.40 h

Ashby buscó en la oscuridad, entre el centenar de rostros, una bufanda verde y dorada de Harrods. La mayoría de los que lo rodeaban eran turistas, a los que su guía estaba explicando algo sobre “la atmósfera de la luz de gas y la niebla” y agosto de 1888, cuando Jack el Destripador “sembró el terror entre las prostitutas borrachas del East End”.

Ashby sonrió. Jack el Destripador parecía interesar solo a los extranjeros. Se preguntaba si, en su país, esa misma gente pagaría dinero por una visita a los lugares que frecuentaba un asesino en serie.

Ashby caminaba por una concurrida acera de Whitechapel, al este de la ciudad. A su izquierda, al otro lado de una calle abarrotada, se alzaba la Torre de Londres, con sus piedras de color gris oscuro bañadas en una vaporosa luz esmeralda. Desde el Támesis soplaba una fría brisa hacia el interior de la isla, con el Puente de la Torre iluminado a lo lejos.

– Buenas noches, lord Ashby.

La mujer que apareció junto a él era menuda, con el pelo corto, de unos sesenta años, estadounidense, y llevaba una bufanda verde y dorada alrededor del cuello. Exactamente como le habían dicho.

– Es usted nueva -le dijo Ashby.

– Estoy al mando.

Esa información le llamó la atención. Se había reunido con su contacto habitual del espionaje estadounidense en varios paseos por Londres. Habían recorrido el British Museum, el Londres de Shakespeare, Old Mayfair y ahora los lugares frecuentados por Jack el Destripador.

– ¿Y quién es usted? -preguntó.

– Stephanie Nelle.

El grupo se detuvo para que el guía explicara algo sobre el edificio de enfrente, donde se había hallado a la primera víctima del Destripador. Stephanie lo agarró del brazo y, mientras los demás prestaban atención al guía, ellos se situaron detrás.

– Muy oportuno que nos hayamos citado en esta salida guiada -dijo Stephanie-. Jack el Destripador aterrorizaba a la gente y nunca lo atraparon.

Ashby no sonrió ante su intento de mostrarse irónica.

– Si ya no necesita mi ayuda, puedo terminar mi colaboración ahora mismo y marcharme.

El grupo avanzó de nuevo.

– Soy consciente de que el precio que tendremos que pagar es su libertad, pero eso no significa que me guste.

Ashby se forzó a guardar la calma. Había que satisfacer a aquella mujer y a quienes representaba, como mínimo durante veinticuatro horas más, y al menos hasta que obtuviera el libro.

– Lo último que supe es que estábamos juntos en esta empresa -afirmó Ashby.

– Prometió usted facilitar cierta información hoy. He venido para escuchar en persona lo que tiene que ofrecer.

El grupo hizo un alto en otro lugar destacado.

– Mañana, Peter Lyon pondrá una bomba en la iglesia del Domo, en los Inválidos -dijo en voz baja-. El día de Navidad, a modo de demostración.

– ¿Demostración de qué?

– Eliza Larocque es una fanática. Posee una sabiduría ancestral de la que su familia ha vivido durante siglos. Es bastante compleja y, para mí, en general irrelevante, pero existe un grupo extremista francés – ¿no hay siempre uno?- que quiere lanzar un mensaje.

– ¿Quiénes son esta vez?

– Se trata de la discriminación contra los inmigrantes que promueve la ley francesa. Norteafricanos que llegaron en tropel a Francia hace años, recibidos en su momento como trabajadores invitados. Ahora representan un diez por ciento de la población y están hartos de la opresión. Quieren dar a conocer su postura. Larocque cuenta con los medios y no quiere honores, así que Peter Lyon ejerció de intermediario en la sociedad.

– Me gustaría entender el objeto de esta sociedad.

Ashby suspiró.

– ¿Es que no lo entiende? Francia se halla en mitad de un cambio demográfico. Esos inmigrantes argelinos y marroquíes se están convirtiendo en un problema. Ahora son mucho más franceses que africanos, pero la derecha xenófoba y la izquierda laicista los odia. Si la tasa de natalidad mantiene esta tendencia, dentro de dos décadas esos inmigrantes superarán en número a los franceses nativos.

– ¿Y qué tiene que ver hacer estallar los Inválidos con esa inevitabilidad?

– Es un símbolo. A esos inmigrantes les ofende su estatus secundario. Quieren sus mezquitas, su libertad, su voz política. Influencia, poder. Lo que todos los demás tienen. Pero el francés nativo no quiere que lo tengan. Me han informado de la aprobación de muchas leyes que pretenden mantener a esa gente a cierta distancia. -Ashby hizo una pausa-. Y el antisemitismo también ha vivido un marcado ascenso en toda Francia. Los judíos vuelven a ser presa del miedo.

– ¿Y dichos inmigrantes tienen la culpa de eso?

Ashby se encogió de hombros.

– Tal vez algunos. A decir verdad, para mí los franceses radicales son más responsables. Pero la derecha política y la extrema izquierda han hecho un buen trabajo a la hora de culpar a esos inmigrantes de todos los males que asolan al país.

– Todavía espero una respuesta.

La visita se detuvo en otro punto de interés y el guía siguió parloteando sin interrupción.

– Eliza está llevando a cabo un experimento -repuso Ashby-. Es una manera de canalizar la agresividad nacional francesa hacia algo distinto de la guerra. Un ataque de un presunto elemento radical contra un monumento nacional francés, la tumba de su amado Napoleón -al que desprecia, por cierto-, canalizaría, según ella, esa agresividad colectiva. Al menos así lo explica.

– ¿Por qué odia a Napoleón?

– ¿Cómo voy a saberlo? Tradición familiar, supongo. Uno de sus antepasados libró una vendetta corsa contra Napoleón. Nunca he acabado de entenderlo.

– ¿Se reunirá mañana el Club de París en la Torre Eiffel?

Ashby asintió.

– Ha estado usted ocupada. ¿No habría sido más prudente formularme una pregunta directa para ver si decía la verdad?

– Tengo prisa y, de todos modos, no creo necesariamente todo lo que dice.

Ashby negó con la cabeza.

– Impertinente y arrogante. ¿Por qué? He cooperado con su gente…

– Cuando usted ha querido. Ha ocultado deliberadamente esta información sobre el atentado.

– Como habría hecho usted si estuviera en mi lugar. Pero ahora ya lo sabe, con tiempo de sobra para prepararse como es debido.

– No sé nada. ¿Cómo van a cometer el atentado?

– Por el amor de Dios, ¿cómo voy a saber esa información?

– Usted fue quien cerró el trato con Lyon.

– Créame, ese diablo da muy pocos detalles. Solo quiere saber cuándo y si le han transferido el dinero. Aparte de eso no explica nada.

– ¿Eso es todo?

– Los Inválidos permanecerá cerrado por Navidad. Al menos no habrá nadie de quien preocuparse.

Stephanie no parecía más tranquila.

– Todavía no ha respondido a mi pregunta sobre el Club de París.

– Nos reunimos mañana en la Torre Eiffel. Eliza ha alquilado la sala de banquetes de la primera planta y tiene previsto llevarnos a todos a la cúspide hacia mediodía. Como ya he dicho, a Lyon le gusta cronometrarlo todo. La explosión se producirá a mediodía y el club gozará de una panorámica perfecta.

– ¿Saben los miembros lo que va a suceder?

– No, por Dios. Solo ella, nuestro surafricano y yo. Imagino que la mayoría se sentirían horrorizados.

– Aunque no les importará aprovecharse de ello.

El grupo de turistas se adentró más en la oscura zona oriental de Londres.

– La moralidad rara vez interviene en la búsqueda de beneficios -respondió Ashby.

– Bien, cuénteme lo que realmente quiero saber. ¿Cómo nos pondremos en contacto con Lyon?

– Como hice yo.

– No es suficiente. Quiero que me lo entregue.

Ashby se detuvo.

– ¿Y cómo quiere que haga eso? Tan solo lo he visto una vez e iba disfrazado. Se comunica conmigo cuando a él le va bien.

Ambos hablaban en voz baja y caminaban por detrás del grupo principal. Aunque Ashby llevaba su abrigo de lana más grueso y unos guantes forrados de piel, tenía frío. Cada exhalación se evaporaba ante sus ojos.

– Teniendo en cuenta que no lo procesaremos, seguro que se le ocurre algo -dijo Stephanie.

Ashby captó la amenaza velada.

– ¿Por eso me honra esta noche con su presencia? ¿Ha venido a darme un ultimátum? ¿Su representante no tenía autoridad suficiente?

– El juego ha terminado, Ashby. Usted cada vez nos es menos útil. Le sugiero que haga algo para acrecentar su valor.

En realidad, Ashby acababa de hacerlo, pero no pensaba decirle nada a aquella mujer, así que preguntó.

– ¿Por qué se llevó su gente el libro de los Inválidos?

Stephanie se echó a reír.

– Para demostrarle que en nuestro bando se ha producido un cambio en la directiva. Ahora hay unas nuevas normas.

– Es una suerte para mí que esté tan dedicada a su profesión.

– ¿Realmente cree que existe el tesoro perdido de Napoleón?

– Eliza Larocque desde luego sí lo cree.

Stephanie se llevó la mano al interior del abrigo, sacó algo y se lo entregó.

– Esta es mi muestra de buena fe.

Ashby cogió el libro. Bajo la luz ambiental de una farola cercana leyó el título: Los reinos merovingios 450-751 d. C. El libro de los Inválidos.

– Ahora -dijo Stephanie-, déme lo que quiero.

Los turistas se acercaron al pub Ten Bells y Ashby oyó al guía explicar que el establecimiento había acogido a muchas víctimas de Jack el Destripador, quizá incluso al propio asesino. Se anunció un descanso de quince minutos, con la posibilidad de tomar algo en el interior.

Ashby debía volver a Salen Hall con Caroline.

– ¿Hemos terminado?

– Solo hasta mañana.

– Haré todo lo posible para que consiga lo que desea.

– Eso espero -respondió Stephanie-. Por su bien.

Y con eso, la mujer llamada Stephanie Nelle se marchó en mitad de la noche. Ashby contempló el libro. Por fin las cosas se ponían en su lugar.

– Buenas noches, lord Ashby.

Aquella voz inesperada y próxima procedía de su derecha. Era grave y gutural y se impuso al rítmico sonido de las suelas que golpeaban el asfalto a su alrededor. Ashby se dio la vuelta y, bajo el brillo de otra farola, vio un cabello espeso y unas delgadas cejas teñidos de un matiz rojizo. Advirtió una nariz aguileña, una cara con cicatrices y unas gafas. El hombre, como los que lo rodeaban, iba vestido con gruesa ropa de invierno, bufanda y guantes. En una mano sostenía las asas de cuerda de una bolsa de Selfridges.

Entonces vio aquellos ojos. Ámbar quemado.

– ¿Alguna vez conserva el mismo aspecto? -preguntó a Peter Lyon.

– Casi nunca.

– Debe de ser difícil no tener identidad.

– No tengo ningún problema con mi identidad. Sé exactamente quién y qué soy -esta vez, el acento parecía casi estadounidense.

Ashby estaba preocupado. La presencia de Peter Lyon allí era inesperada.

– Tenemos que hablar, lord Ashby.

XLIV

París, 20.50 h

Sam siguió a Meagan por una escalera de caracol que se hundía en la tierra. Habían cenado en un café del Barrio Latino después de que Stephanie Nelle los liberara temporalmente de su custodia.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Sam mientras descendían hacia la negra oscuridad.

– Al subsuelo de París -respondió.

Ella iba delante y la luz de su linterna se disolvía en la oscuridad que acechaba a sus pies. Cuando llegaron abajo, Meagan le dio otra linterna.

– Aquí no hay linternas para intrusos como nosotros.

– ¿Intrusos?

Meagan enfocó con su haz de luz.

– Es ilegal estar aquí.

– ¿Dónde estamos?

– En las canteras. Doscientos setenta y cinco kilómetros de túneles y galerías, formados cuando se arrancó la piedra caliza y se utilizó para construir edificios y fabricar yeso, arcilla para los ladrillos y tejas. Todo lo necesario para levantar a París; esto es lo que queda. El subsuelo de París.

– ¿Y por qué hemos venido?

Meagan se encogió de hombros.

– Me gusta este lugar. Creí que a ti también te gustaría.

Meagan reanudó la marcha por un húmedo pasadizo esculpido en roca sólida y apoyado en un armazón calcáreo. El aire era fresco, pero no hacía frío, y el terreno era desigual e impredecible.

– Cuidado con las ratas -dijo Meagan-. Pueden contagiar leptospirosis.

Sam se detuvo.

– ¿Disculpa?

– Una infección bacteriana. Mortal.

– ¿Estás loca?

Meagan se detuvo también.

– A menos que tengas pensado dejar que te muerdan o te rocíen los dedos con su orina, diría que no habrá problema.

– ¿Qué hacemos aquí?

– ¿Eres siempre tan impaciente? Tú limítate a seguirme. Quiero enseñarte una cosa.

Ambos retomaron el camino por el pasadizo con el techo rozándoles la cabeza. El haz de luz de Meagan alumbraba unos quince metros por delante.

Norstrum -gritó a la oscuridad.

Sam se preguntaba por qué había desobedecido e ido allí, pero la promesa de vivir una aventura era demasiado atractiva para ignorarla. Las cuevas no se encontraban demasiado lejos de la escuela y todo el mundo sabía de su existencia. Era curioso que nadie utilizara jamás el término orfanato. Siempre decían la escuela o el instituto. ¿Quiénes eran sus padres? No tenía ni idea. Lo habían abandonado nada más nacer y la policía nunca llegó a determinar cómo había llegado a Christchurch. La escuela insistía en que los estudiantes supieran todo lo que pudieran sobre sí mismos, sin secretos -en realidad, Sam agradecía esa norma-, pero sencillamente no había nada que averiguar.

Sam.

Era la voz de Norstrum.

Le habían dicho que cuando llegó a la escuela, Norstrum lo había bautizado con el nombre de Sam Collins por un tío al que profesaba gran estima.

– ¿Dónde estás? -gritó en medio de la oscuridad.

No muy lejos.

Sam enfocó con su linterna y siguió caminando.

– Es justo ahí -dijo Meagan cuando llegaron a lo que parecía una espaciosa galería con múltiples salidas y techos altos. Pilares de piedra sostenían un tejado curvo. Meagan apuntó con la linterna a las bastas paredes y observó una miríada de pinturas, inscripciones, dibujos, mosaicos, poesía e incluso letras de canciones.

– Es un collage de la historia social -dijo Meagan-. Estos dibujos datan de la época de la Revolución Francesa, el sitio prusiano de finales del siglo xix y la ocupación alemana de los años cuarenta. El subsuelo parisino siempre ha sido un refugio de guerra, muerte y destrucción.

Un dibujo llamó la atención de Sam. Era un boceto de una guillotina.

– Del Grande Terreur-dijo Meagan-. Tiene doscientos años de antigüedad. Es un testamento de una época en que las muertes sangrientas formaban parte de la vida cotidiana del lugar. Eso se hizo con humo negro. Los picapedreros de aquellos tiempos llevaban velas y lámparas de aceite y acercaban la llama a la pared para endurecer el carbón contra la piedra. Bastante ingenioso.

Sam enfocó con su linterna.

– ¿Esa es de la Revolución Francesa?

Meagan asintió.

– Esto es una cápsula del tiempo, Sam. Todo el subsuelo es así. ¿Entiendes ahora por qué me gusta?

Sam observó las imágenes. La mayoría parecían concebidas con sobriedad, pero el humor y la sátira también eran evidentes, además de varias adiciones pornográficas perturbadoras.

– Este lugar es increíble -dijo Meagan mirando hacia la oscuridad-. Vengo aquí a menudo. Es tranquilo y silencioso, como regresar al útero. Para mí, volver a la superficie puede ser como un renacer.

Sam se sintió desconcertado por su franqueza. Al parecer su infranqueable máscara tenía algunas grietas. Entonces lo entendió.

– Tienes miedo, ¿verdad?

Meagan lo miró y, bajo el brillo de la linterna, Sam vio sinceridad en sus ojos.

– Sabes que sí.

– Yo también.

Está bien tener miedo -le había dicho Norstrum cuando por fin lo encontró en la cueva-. Pero no deberías haber venido aquí solo.

Ahora lo sabía.

El miedo puede ser un aliado -dijo Norstrum-. Llévalo siempre contigo, sea cual sea el combate. Es lo que te mantiene alerta.

Pero yo no quiero tener miedo. Odio estar asustado.

Norstrum le puso una mano en el hombro.

No hay elección, Sam. Son las circunstancias las que crean el miedo. Lo único que puedes controlar es cómo te enfrentas a él. Concéntrate en eso y siempre triunfarás.

Sam le tocó el hombro con suavidad. Era la primera vez que había contacto físico y Meagan no se apartó. Sam se alegró de ello, lo cual lo sorprendió.

– Todo irá bien -le dijo a Meagan.

– Esos hombres que fueron ayer al museo… creo que al final me habrían hecho daño.

– ¿Por eso forzaste las cosas cuando yo estaba allí?

Meagan dudó un momento y luego asintió.

Sam agradecía su honestidad. Finalmente dijo:

– Parece que los hemos irritado bastante.

Meagan sonrió.

– Eso parece.

Sam retiró la mano y ponderó la muestra de vulnerabilidad de Meagan. Se habían comunicado en numerosas ocasiones durante el último año por medio de correos electrónicos. Sam creía estar hablando con un hombre llamado Jimmy Foddrell. Por el contrario, al otro lado de la red se encontraba una misteriosa mujer. Volviendo la vista atrás, Meagan le había tendido la mano en algunos de aquellos mensajes. Nunca de aquella manera, pero lo suficiente para que Sam sintiera una conexión.

Meagan enfocó los pasillos con su linterna.

– Al final de esos pasadizos se encuentran las catacumbas. Allí se amontonan los huesos de seis millones de personas. ¿Has estado alguna vez allí?

Sam negó con la cabeza.

– Estos dibujos -explicó Meagan- fueron hechos por gente corriente, pero son un ensayo histórico. Aquí, los muros están cubiertos de pinturas a lo largo de kilómetros y kilómetros. Muestran la vida y la época de la gente, sus miedos y supersticiones. Son un archivo completo -Meagan hizo una pausa-. Sam, tenemos la oportunidad de hacer algo real, algo que podría cambiar las cosas.

Se parecían mucho. Ambos vivían en un mundo virtual de paranoia y especulación y tenían buenas intenciones.

– Pues hagámoslo -dijo él.

Meagan se echó a reír.

– Ojalá fuese tan sencillo. Tengo un mal presentimiento con todo esto.

La joven parecía sacar fuerzas de aquel espectáculo subterráneo. Quizá cierta sabiduría, también.

– ¿Te importaría explicarme eso?

– La verdad es que no puedo. Es solo una intuición.

Ella se acercó a escasos centímetros de él.

– ¿Sabías que un beso acorta la vida tres minutos?

Sam reflexionó sobre su extraña pregunta y luego negó con la cabeza.

– Un beso en la mejilla, no. Un beso de verdad, con ganas, provoca palpitaciones hasta el punto de que el corazón late más rápido en cuatro segundos de lo que lo haría en tres minutos.

– ¿En serio?

– Lo dice un estudio. Caray, Sam, hay estudios para todo. Cuatrocientos ochenta besos, de los de verdad, acortan la vida de una persona un día. Dos mil trescientos te cuestan una semana. ¿Y ciento veinte mil? Un año perdido.

Meagan se acercó todavía más.

Sam sonrió.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Puedo prescindir de tres minutos de mi vida si tú también puedes.

XLV

Londres

Malone vio que Stephanie desaparecía en la oscuridad y que otro hombre se acercaba de inmediato a Graham Ash-by con una bolsa de Selfridges en la mano. Malone se había mezclado con el grupo de visitantes, camuflándose entre la parlanchina muchedumbre. Su misión era cubrirle las espaldas a Stephanie, vigilar de cerca, pero puede que ahora finalmente hubieran dado con algo importante.

Malone se fijó en los rasgos del compañero de Ashby. Cabello rojizo, nariz fina, estatura media y entre setenta y cinco u ochenta kilos. Iba vestido como todos los demás, con abrigo de lana, bufanda y guantes. Pero algo le decía que aquel era distinto.

Muchos de los turistas se dirigieron hacia el pub Ten Bells y el rumor de una multitud de conversaciones resonó en la quietud de la noche. En la calle, los comerciantes vendían camisetas y tazas conmemorativas de Jack el Destripador. Ashby y el pelirrojo callejeaban y Malone los acechaba a unos diez metros, conun torrente de bulliciosos transeúntes entre ellos. Las luces de los flashes iluminaban la penumbra cuando los integrantes del grupo hacían una foto ante la colorista fachada del pub.

Malone se unió al jolgorio y compró una camiseta a uno de los vendedores.

Ashby estaba preocupado.

– Creí que sería mejor que habláramos esta noche -le dijo Peter Lyon.

– ¿Cómo supo que me encontraría aquí?

– Por la mujer. ¿Es una conocida suya?

Ashby recordó su conversación con Stephanie Nelle. Habían hablado en voz baja y se habían apartado del grupo. No había nadie cerca. ¿Habría oído algo Lyon?

– Tengo muchas conocidas.

Lyon soltó una carcajada.

– Estoy seguro de ello. Las mujeres procuran el mayor de los placeres y el peor de los problemas.

– ¿Cómo ha dado conmigo? -insistió.

– ¿De verdad creía que no descubriría lo que se trae entre manos?

A Ashby empezaron a temblarle las piernas, y no a causa del frío. Con un gesto, Lyon le indicó que echaran a andar y se alejaran del pub para ir a un lugar más oscuro donde hubiera menos gente. Ashby caminaba con inquietud, pero se dio cuenta de que Lyon no haría nada con tantos testigos. ¿O sí?

– Tengo constancia de sus contactos con los estadounidenses desde el primer momento -le dijo Lyon con voz grave y controlada-. Es curioso que se crea usted tan listo.

Era absurdo mentir.

– No tenía elección.

Lyon se encogió de hombros.

– Todos la tenemos, pero eso me da igual. Quiero su dinero y usted quiere un servicio. Imagino que eso sigue en pie.

– Más que nunca.

Lyon lo señaló con el dedo.

– Entonces le costará el triple de mis honorarios iniciales. El primer cien por cien es por su traición. El segundo por el embrollo en el que me ha metido.

Ashby no estaba en posición de discutir. Además, estaba utilizando dinero del club de todos modos.

– Podré arreglarlo.

– Ella le entregó un libro. ¿Qué es?

– ¿Eso es parte del nuevo trato? ¿Quiere conocer todos mis negocios?

– Debería usted saber, lord Ashby, que me ha costado resistir la tentación de meterle una bala entre los ojos. Detesto a los hombres sin carácter y usted, señor, no tiene ninguno.

Era una actitud interesante para tratarse de un asesino de masas, pero Ashby se guardó su opinión para él.

– Si no fuera por su dinero… -Lyon hizo una pausa-. Le aconsejo que no siga poniendo a prueba mi paciencia.

Ashby aceptó el consejo y respondió la pregunta.

– Es un proyecto en el que he estado trabajando. Un tesoro perdido. Los estadounidenses me confiscaron una pista vital para que obedeciese. Ella me lo ha devuelto.

– ¿Un tesoro? Me dijeron que en su día fue usted un ávido coleccionista, que robaba objetos ya robados y se los quedaba. Es usted bastante listo, pero la policía le paró los pies.

– Temporalmente.

Lyon se echó a reír.

– De acuerdo, lord Ashby, céntrese usted en su tesoro. Pero transfiérame el dinero al amanecer. Lo comprobaré antes de que ocurra lo que usted y yo sabemos.

– Lo tendrá.

Ashby oyó que el guía reunía al grupo para anunciar que había llegado el momento de seguir adelante.

– Creo que terminaré la visita -dijo Lyon-. Jack el Destapador es bastante interesante.

– ¿Y mañana qué? Sabe que los estadounidenses lo estarán vigilando.

– En efecto. Será todo un espectáculo.

Malone se mezcló con el grupo cuando sus integrantes, incluido el pelirrojo, siguieron al guía y se perdieron en la oscuridad. Mantuvo al pelirrojo dentro de su campo de visión, pues le pareció mucho más interesante que Ashby.

La visita continuó otros veinte minutos por unas calles negras como el carbón y terminó en una estación de metro. En su interior, el pelirrojo utilizó una tarjeta para franquear el torniquete. Malone se dirigió a toda prisa a una máquina expendedora para comprar cuatro tiquetes y se abrió paso hasta el acceso a las escaleras mecánicas justo cuando su presa llegaba al final. No le gustaba la intensa iluminación y la escasez de viajeros, pero no tenía elección.

Malone salió de la escalera y recorrió el andén. El pelirrojo se encontraba a diez metros de distancia y aún tenía la bolsa en la mano.

Una pantalla electrónica indicaba que faltaban setenta y cinco segundos para la llegada del tren. Malone estudió un mapa del metro de Londres colgado en la pared y vio que aquella estación enlazaba con la línea de District, que discurría en paralelo al Támesis y recorría toda la ciudad de este a oeste. Aquel andén era para trenes con destino al oeste y la ruta los llevaría hasta Tower Hill, por debajo de Westminster, pasando por Victoria Station y más allá de Kensington.

Cuando llegó el tren descendió más gente desde el piso superior.

Malone mantuvo la distancia, se posicionó muy por detrás de su presa y la siguió hasta el vagón. Una vez dentro, se agarró a una barra de acero inoxidable, a diez metros del pelirrojo. En el vagón se apiñaba gente suficiente para que ninguna cara llamase mucho la atención.

Mientras el tren traqueteaba por debajo de la ciudad, Malone estudió a su objetivo. Parecía un hombre mayor que había salido a disfrutar de la noche londinense. Pero entonces vio aquellos ojos. Eran de color ámbar.

Sabía que Peter Lyon poseía una anomalía. Le encantaban los disfraces, pero un defecto genético en los ojos no solo confería una extraña tonalidad a su iris, sino que también lo volvía muy proclive a infecciones y le impedía llevar lentes de contacto. Lyon solía llevar gafas para ocultar sus singulares ojos color ámbar, pero aquella noche no llevaba.

Malone observó cómo Lyon entablaba conversación con una anciana que viajaba junto a él. Vio un ejemplar de The Times en el suelo. Preguntó si el periódico era de alguien y, puesto que nadie lo reclamó, lo recogió y leyó la portada, apartando de vez en cuando la mirada del texto. Tampoco perdió de vista las estaciones.

Se detuvieron en quince ocasiones antes de que Lyon se apeara en Earl’s Court. La parada la compartían las líneas de District y Piccadilly, y carteles azules y verdes guiaban a los pasajeros hacia las respectivas rutas. Lyon siguió las indicaciones azules de la línea de Piccadilly, en dirección oeste, y se montó en un vagón. Malone subió al siguiente compartimento. No le pareció prudente compartir de nuevo el mismo espacio y pudo espiar a su presa a través de las ventanas.

Una mirada furtiva a un mapa colgado sobre las puertas confirmó que iban directo al Aeropuerto de Heathrow.

XLVI

París

Thorvaldsen estudió las dos páginas de caligrafía del libro merovingio. Esperaba que Malone entregara el libro a Murad cuando se reunieron en el Louvre, pero, por alguna razón, no había sido así.

– Solo me fotocopió dos páginas -le dijo Murad-. Se llevó el libro.

Se encontraban de nuevo en el Ritz, en el atestado Bar Hemingway.

– ¿Por casualidad mencionó adonde iba?

– Ni media palabra. He pasado el día en el Louvre comparando más muestras caligráficas. Esta página, con las catorce líneas de letras, sin duda fue escrita por Napoleón. Deduzco que los números romanos también son de su puño y letra.

Thorvaldsen miró el reloj de pared que había detrás de la barra. Eran casi las once. No le gustaba que le ocultaran cosas. Él se lo había hecho a otros, pero cuando le llegaba su turno era otra cosa.

– La carta de la que me habló -dijo Murad-. La que Ashby encontró en Córcega con las letras más altas y codificada siguiendo el salmo treinta y uno. Cualquier carta escrita por Napoleón a su familia habría sido un ejercicio de futilidad. En 1821, su segunda esposa, María Luisa, dio a luz a un hijo que tuvo con otro hombre mientras seguía casada con Napoleón. Desde luego, el emperador no llegó a saberlo, porque conservaba un retrato de ella en su casa de Santa Elena. La idolatraba. Por supuesto, ella estaba en Austria con su padre, el rey, que se alineó con el zar Alejandro y ayudó a derrotar a Napoleón. No existen pruebas de que la carta que Napoleón escribió llegara alguna vez a su destinataria o a su hijo. De hecho, tras su muerte, un emisario viajó a Viena llevando algunos de los últimos mensajes del emperador y ella ni siquiera se dignó a recibirlo.

– Por suerte para nosotros.

Murad asintió.

– Napoleón era un bobo en lo que a mujeres se refiere. Abandonó a la que verdaderamente podría haberle ayudado, Josefina. Era estéril y Napoleón necesitaba un heredero, así que se divorció de ella y se casó con María Luisa -el profesor agitó las dos fotocopias-. Sin embargo, aquí lo tenemos, enviando mensajes secretos a su segunda esposa, considerándola todavía una aliada.

– ¿Alguna pista sobre lo que significa la referencia al salmo treinta y uno que contiene la carta que encontró Ashby? -preguntó Thorvaldsen.

El erudito negó con la cabeza.

– ¿Ha leído ese salmo? Parece su manera de lamentarse de su situación. Sin embargo, esta tarde he descubierto algo interesante en uno de los textos que venden en el Louvre. Después de que Napoleón abdicara en 1814, el nuevo gobierno de París envió emisarios a Orleans para confiscar la ropa de María Luisa, sus cuberterías imperiales, diamantes y cualquier objeto de valor. La interrogaron largo y tendido sobre la riqueza de Napoleón, pero ella les dijo que no sabía nada, cosa que probablemente fuese cierta.

– ¿De modo que la búsqueda del tesoro comenzó en ese momento?

– Eso parece.

– Y continúa hasta hoy.

Ello le hizo pensar en Ashby. Al día siguiente se encontrarían por fin cara a cara. ¿Y Malone? ¿Qué estaría haciendo?

Malone se bajó del tren y siguió a Lyon hasta la Terminal 2 de Heathrow. Le preocupaba que estuviese a punto de abandonar Londres, pero aquel hombre no se acercó a ningún mostrador o control de seguridad. Por el contrario, atravesó la terminal y se detuvo en una puerta de acceso para mostrar lo que parecía ser una identificación fotográfica. No había manera de que Malone pudiera seguirlo sin correr riesgos, ya que el pasillo estaba vacío y al fondo había una solitaria puerta, de modo que se escondió en un rincón, sacó el teléfono móvil del bolsillo de su abrigo y marcó el número de Stephanie.

– Estoy en el Aeropuerto de Heathrow, en el control 46-B. Necesito pasarlo y rápido. Solo hay un guardia con una radio.

– No te muevas. Lo soluciono en un momento.

A Malone le gustaba la habilidad de Stephanie para asumir un problema sin preguntas ni discusiones y encontrar una solución.

Malone salió de su escondite y se acercó al joven guardia. Lyon había desaparecido por la puerta que se encontraba al final del pasadizo. Le dijo al guardia quién era, le mostró su pasaporte y le explicó que necesitaba pasar.

– De ninguna manera -dijo el hombre-. Tiene que figurar usted en la lista -con un huesudo dedo tamborileaba en un cuaderno abierto sobre la mesa.

– ¿Quién era el hombre que acaba de pasar? -preguntó.

– ¿Por qué iba a decírselo? ¿Quién demonios es usted?

En ese preciso instante, la radio crepitó. Un pinganillo impedía a Malone oír nada, pero por el modo en que lo miraba el guardia, supuso que aquello le concernía. El guardia terminó su conversación.

– Yo soy quien ha hecho esa llamada -dijo Malone-. Dígame, ¿quién era el hombre que acaba de pasar por aquí?

– Robert Pryce.

– ¿A qué se dedica?

– Ni idea, pero ya ha estado aquí antes. ¿Qué necesita, señor Malone?

A Malone no le quedó más remedio que admirar el respeto que mostraban los ingleses por la autoridad.

– ¿Adonde va Pryce?

– Sus credenciales lo asignan al hangar 56-R.

– Indíqueme cómo llegar hasta allí.

El guardia bosquejó rápidamente un mapa en un trozo de papel y señaló la puerta que se encontraba en la otra punta de la sala.

– Por ahí se llega a la pista.

Malone echó a andar y salió fuera, en mitad de la noche. No tardó en encontrar el hangar 56-R, en el que tres de sus ventanas estaban bañadas de una luz naranja y blanca. Motores de avión rugían en la distancia, por encima del bullicioso Heathrow. Malone estaba rodeado de edificios de varios tamaños. Aquella zona parecía el territorio de empresas privadas de aviación y jets corporativos.

Decidió que asomarse rápidamente a una de las ventanas era el camino más seguro. Rodeó el edificio y franqueó la puerta retráctil. Cuando llegó al otro lado, trepó hasta una ventana, miró a través de ella y vio un Cessna Skyhawk monomotor. El hombre que se hacía llamar Robert Pryce, pero que sin duda era Peter Lyon, estaba ocupado inspeccionando las alas y el motor. El fuselaje era blanco, con rayas azules y amarillas, y Malone memorizó los números de identificación impresos en la cola. No había nadie más en el hangar y Lyon parecía concentrado en su inspección. La bolsa de Selfridges descansaba sobre el suelo de cemento, cerca de una puerta de salida.

Malone vio cómo Lyon se subía al avión, permanecía allí unos minutos y a continuación salía y cerraba la puerta de la cabina. Lyon cogió la bolsa y apagó las luces del hangar.

Malone debía batirse en retirada mientras pudiese. De lo contrario era muy posible que lo descubrieran. Oyó cómo se abría y se cerraba una puerta metálica. Permaneció inmóvil, con la esperanza de que su presa fuera hacia la terminal. Si venía hacia él, no habría escapatoria.

Malone se aproximó a la esquina y lanzó una rápida mirada. Lyon regresaba a la terminal, pero antes se desvió hacia un contenedor de basura situado entre unos oscuros hangares y arrojó en su interior la bolsa de Selfridges.

Malone quería aquella bolsa, pero no podía perder a su objetivo, de modo que esperó a que Lyon entrara de nuevo en la terminal y fue corriendo hacia el contenedor. No había tiempo de meterse dentro, así que se precipitó hacia la puerta, vaciló unos momentos y luego giró el pomo con sumo cuidado. Solo se divisaba al guardia, todavía sentado a su mesa.

Malone entró y preguntó:

– ¿Adonde ha ido?

El guardia señaló la terminal principal.

– Fuera hay una bolsa de Selfridges en un contenedor. Guárdela en un lugar seguro. No la abra ni manipule el contenido. Volveré. ¿Entendido?

– No hay problema.

Le gustó la actitud de aquel joven.

Malone no veía a Peter Lyon en el corazón de la terminal. Corrió hacia la estación de metro y comprobó que no estaba prevista la llegada de otro tren hasta al cabo de diez minutos. Malone desanduvo el camino y buscó en los varios mostradores de alquiler de vehículos, en las tiendas y en la ventanilla de cambio de divisas. Para ser las diez y Nochebuena, había bastante gente por allí.

Malone se dirigió a los baños de caballeros. Nadie ocupaba la docena de orinales y las baldosas blancas relucían bajo la intensa luz de los fluorescentes. El cálido aire olía a lejía. Malone utilizó uno de los retretes y se lavó las manos y la cara con jabón. El agua fría le sentó bien. Se aclaró la espuma y cogió una toalla de papel para secarse las mejillas y la frente y enjugarse el agua jabonosa de los ojos. Cuando los abrió, vio en el espejo a un hombre situado detrás de él.

– ¿Quién es usted? -preguntó Lyon con una profunda voz gutural, más estadounidense que europea.

– Alguien a quien le gustaría meterle una bala en la cabeza.

El intenso color ámbar de sus ojos le llamó la atención, como si su brillo oleaginoso lanzara un sortilegio. Lyon sacó lentamente la mano del bolsillo de su abrigo y mostró una pistola de pequeño calibre.

– Es una lástima que no pueda hacerlo. ¿Ha disfrutado de la visita? Jack el Destripador es fascinante.

– Entiendo que para usted lo sea.

Lyon soltó una carcajada contenida.

– También me gusta el ingenio cáustico. Y ahora…

Un niño entró a toda prisa a los baños y volvió a cruzar la puerta que conducía a la terminal llamando a su padre. Malone aprovechó aquella inesperada distracción para golpear con el codo derecho la mano con la que Lyon empuñaba la pistola. El arma se disparó con gran estruendo y la bala impacto en el techo.

Malone se abalanzó sobre Lyon y ambos chocaron contra un tabique de mármol. Con la mano izquierda le agarró la muñeca y apuntó la pistola hacia arriba. Oyó al niño gritar y después más voces. Malone intentó propinarle un rodillazo en el abdomen, pero su contrincante pareció adivinar el movimiento y lo esquivó.

Al parecer, Lyon se vio acorralado y se dirigió a la puerta. Malone salió corriendo detrás de él y le rodeó el cuello con el brazo, cubriéndole el rostro con la mano y tirando hacia atrás, pero, de repente, la culata de la pistola lo golpeó en la frente. La sala empezó a centellear.

Le fallaron el equilibrio y las fuerzas. Lyon se zafó y desapareció por la puerta.

Malone se puso en pie con dificultad e intentó ir detrás de él, pero un intenso mareo lo obligó a tumbarse en el suelo. A través de una neblina vio a un guardia uniformado que entró corriendo a los baños. Malone se masajeó las sienes y trató de recobrar el equilibrio.

– Hace un momento había un hombre aquí. Pelirrojo, de mediana edad, armado -Malone notó que tenía algo en la mano, algo que había cedido cuando intentaba frustrar la huida de Lyon-. Será fácil encontrarlo.

En la mano llevaba un trozo de silicona, modelado y coloreado como una fina nariz humana. El guardia estaba boquiabierto.

– Lleva una máscara. Aquí tengo un trozo.

El guardia salió corriendo y Malone entró tambaleándose en la terminal. Se había congregado una multitud y aparecieron otros guardias. Uno de ellos era el joven de antes.

Malone se le acercó y le dijo:

– ¿Tiene la bolsa?

– Sígame.

Dos minutos después, el guardia y él se hallaban en una pequeña sala de entrevistas situada cerca de la oficina de seguridad. La bolsa de Selfridges yacía sobre una mesa laminada. Malone la sopesó. Era ligera. Metió la mano dentro y sacó una bolsa de plástico verde que al parecer contenía varios objetos de formas extrañas que hacían ruido al chocar entre sí. Dejó el bulto sobre la mesa. No le preocupaba que fueran explosivos, ya que Lyon había desechado claramente lo que había en su interior. Dejó que el contenido rodara sobre la mesa y se asombró al ver cuatro pequeñas réplicas metálicas de la Torre Eiffel, la clase de recuerdo que se puede comprar en cualquier rincón de París.

– ¿Qué demonios significa esto? -preguntó el joven guardia.

Justo lo que Malone estaba pensando.

XLVII

Salen Hall, 23.40 h

Ashby contempló a Caroline mientras examinaba el libro que Stephanie Nelle le había proporcionado tan oportunamente. Mintió y le dijo a su compañera que había hablado con Larocque y que finalmente había accedido a entregárselo, enviándolo al otro lado del canal a través de un correo personal.

– Es la caligrafía de Napoleón -dijo Caroline con excitación-. Sin duda.

– ¿Y eso es importante?

– Tiene que serlo. Poseemos información de la que antes carecíamos, mucha más de la que Pozzo di Borgo recabó nunca. He repasado todos los escritos que nos ha facilitado Eliza Larocque. Allí no hay gran cosa. Di Borgo trabajaba más con rumores y chismorreos que con hechos históricos. Creo que su odio hacia Napoleón empañaba su habilidad para estudiar con efectividad el problema y encontrar una respuesta.

El odio bien podía afectar a la capacidad crítica. Por eso Ashby rara vez permitía que esa emoción lo dominara.

– Se está haciendo tarde y debo estar en París por la mañana.

– ¿Puedo acompañarte?

– Son negocios del club y es Navidad, así que las tiendas estarán cerradas.

Ashby sabía que uno de los pasatiempos favoritos de Caroline era pasearse por la Avenue Montaigne y su zona de tiendas de diseño. Normalmente satisfacía sus deseos, pero mañana no podía ser.

Ella siguió estudiando el libro merovingio.

– No puedo evitar pensar que tenemos todas las piezas.

Pero Ashby todavía estaba turbado por la charla que había mantenido con Peter Lyon. Ya había realizado la transferencia de dinero como le exigió, aterrorizado por las posibles consecuencias que sobrevendrían si se negaba. Increíblemente, el surafricano sabía lo de los estadounidenses.

– Estoy seguro de que lograrás hacer encajar las piezas -le dijo a Caroline.

– Esto solo lo dices para que me quite la ropa.

Ashby sonrió.

– Confieso que se me había pasado por la cabeza.

– ¿Puedo ir contigo mañana?

Ashby percibió la picardía en sus ojos y supo que no tenía elección.

– De acuerdo. Siempre que… esta noche quede plenamente satisfecho.

– Creo que eso tiene arreglo.

Pero vio que Caroline no podía apartar de su mente el libro y el mensaje de Napoleón. La joven señaló el texto manuscrito.

– Es latín, de la Biblia. Trata de la historia de Jesús y los discípulos comiendo en Sábat. Existen tres versiones de esa historia, en Lucas, Mateo y Marcos, respectivamente. He anotado las catorce líneas para que podamos leerlas.


ET FACTUM EST EUM IN

SABBATO SECUNDO PRIMO A

BIRE PER SCCETES DISCIPULI AUTEM ILLIRUS COE

PERUNT VELLER SPICAS ET FRINCANTES MANIBUS +

MANDU

CABANT QUIDAM AUTEM DE FARISAEIS DI

CEBANT EI ECCE QUIA FACIUNT DISCIPULI TUI SAB

BATIS + QUOD NON LICET RESPONDENS AUTEM INS

SE IXIT AD EOS NUMQUAM HOC

LECISTIS QUOD FECIT DAVID QUANDO

ESURUT IPSE ET QUI CUM EO ERAI + INTROIBOT IN

DOMUM

DEI EE PANES PROPOSITIONIS

MANDUCA VIT ET DEDIT ET QUI

CUM ERANT UXIIO QUIBOS NO

N LICEBAT MANDUCARE SI NON SOLIS SACERDOTIBUS

– Hay multitud de errores. Discipuli se escribe con ce y no con ge, así que lo he corregido a partir del original que aparece en el libro. Napoleón se equivocó también con ipse dixit. Y las letras uxiio no tienen sentido. Pero, teniendo en cuenta todo eso, el significado es este:

“Y sucedió que en el segundo Sábat atravesó un campo de trigo. Pero sus discípulos empezaron a arrancar las espigas y, frotándolas entre sus manos, se las comían. Unos fariseos le dijeron: “Alerta, pues tus discípulos están haciendo en Sábat lo que es ilegítimo”. Él respondió: “¿Alguna vez habéis leído lo que hizo David cuando tenía hambre? Él y sus acompañantes entraron en la casa de Dios y comieron el pan del sacramento y se lo dieron a quienes estaban con él, para los que no era legítimo comer, a excepción de los sacerdotes”.

Caroline levantó la mirada.

– Es extraño, ¿no te parece?

– Cuando menos.

– No coincide con ninguno de los tres versículos de la Biblia. Es más bien una amalgama, pero hay algo todavía más extraño,

Ashby aguardó.

– Napoleón no sabía latín.

Thorvaldsen se despidió del profesor Murad y se retiró a su suite. Se acercaba la medianoche, pero París parecía no dormir nunca. El vestíbulo del Ritz era un hervidero de actividad, con gente entrando y saliendo de los ruidosos salones. Al salir del ascensor una vez que llegó a su planta, vio a un hombre de semblante serio, complexión gruesa y cabello oscuro y lacio esperando en un sofá. Lo conocía bien, ya que dos años antes había contratado a su empresa, con sede en Dinamarca, para que investigara la muerte de Cai. Sus contactos acostumbraban a ser telefónicos y, de hecho, lo creía en Inglaterra supervisando la vigilancia de Ashby.

– No esperaba verle aquí -dijo.

– He llegado de Londres hace un rato, pero he estado al corriente de lo que ocurría allí.

Algo iba mal.

– Acompáñeme.

Ambos recorrieron el silencioso pasillo.

– Hay cierta información que debería usted conocer.

Thorvaldsen se detuvo y miró a su investigador.

– Hemos seguido a Ashby desde que abandonó París. Pasó unas horas en casa y salió al anochecer. Participó en una visita turística a pie dedicada a Jack el Destripador.

Thorvaldsen se percató de lo inusual que resultaba aquello, teniendo en cuenta que Ashby era londinense.

El visitante le entregó una instantánea.

– Se ha reunido con esta mujer. Logramos sacar una foto.

Thorvaldsen necesitó solo unos momentos para reconocer aquel rostro. Era Stephanie Nelle. En su cerebro se dispararon las alarmas y se esforzó por disimular su preocupación.

– Malone también estaba allí.

¿Había oído bien?

– ¿Malone?

Su investigador asintió y le mostró otra fotografía.

– Entre la multitud. Se marchó en el mismo momento que la mujer.

– ¿Habló Malone con Ashby?

– No, pero siguió a un hombre que sí habló con él. Decidimos dejar que se marcharan los dos para no causar problemas.

A Thorvaldsen no le gustaba la mirada de aquel hombre.

– ¿Hay noticias aún peores?

El investigador asintió.

– La mujer de la foto le dio un libro a Ashby.

XLVIII

París, martes, 25 de diciembre, 10.30 h

Malone exploró la iglesia del Domo, situada en el Hotel des Invalides. Seis capillas nacían de un núcleo central, cada una de las cuales albergaba a sus respectivos héroes militares y estaba dedicada bien a la Virgen María, bien a uno de los padres de la Iglesia católica romana. Se encontraba seis metros por debajo del nivel principal, bordeando la tumba de Napoleón. Todavía no había llamado a Gary y estaba enojado consigo mismo por ello, pero la noche anterior había sido larga.

– ¿Hay algo? -oyó que decía desde arriba Stephanie, que lo miraba apoyada en una balaustrada de mármol.

– En este mausoleo no hay lugar donde esconder nada y mucho menos una bomba.

Los perros ya habían rastreado todos los nichos sin encontrar nada. Ahora se estaba registrando los Inválidos, hasta el momento sin éxito. Pero puesto que Ashby había asegurado que la iglesia era el blanco principal, se estaba escudriñando de nuevo hasta el último centímetro cuadrado.

Malone se detuvo en la entrada de una pequeña galería iluminada con lámparas de cobre antiguas. En su interior, un monumento identificaba la cripta de Napoleón II, rey de Roma, 1811-1832. Sobre la tumba se erguía una estatua de mármol de su padre, engalanada con una túnica de coronación y sosteniendo un cetro y un orbe con una cruz.

Stephanie consultó su reloj.

– Se acerca la hora de la cita. Este edificio está limpio, Cotton. Algo va mal.

Habían entrado en el hangar de Heathrow la noche anterior, después de que Peter Lyon huyera de la terminal, y habían registrado el avión. El Cessna pertenecía a una empresa belga no identificada, propiedad de una compañía checa ficticia. La Europol intentó contactar a alguna persona, pero todos los nombres y direcciones seguían un rastro que no conducía a ninguna parte. El hangar había sido alquilado a la misma empresa checa y se habían abonado tres meses por anticipado.

– Lyon se enfrentó a mí por una razón -dijo Malone-. Quería demostrarnos que sabía de nuestra presencia. Dejó aquellas pequeñas Torres Eiffel para nosotros. Maldita sea, ni siquiera se puso unas gafas para cubrirse los ojos. La cuestión es si Ashby es consciente de que lo sabemos.

Stephanie negó con la cabeza.

– Está en la Torre Eiffel. Ha llegado hace unos minutos. Si así fuera, a estas horas ya lo sabríamos. Me han dicho sus mediadores que nunca se ha mostrado reacio a airear sus opiniones.

Malone barajó mentalmente todas las posibilidades. Thorvaldsen había intentado telefonearle tres veces, pero no le había devuelto las llamadas. La noche anterior se había quedado en Londres para evitar las numerosas preguntas sobre el libro que sencillamente no podía responder. Ya hablarían más adelante. El Club de París se había reunido. La Torre Eiffel permanecería cerrada hasta la una del mediodía. Solo los miembros del club, el personal de servicio y los vigilantes ocuparían la primera plataforma. Malone sabía que Stephanie había decidido no introducir a miembros del espionaje francés en el personal de seguridad. En lugar de eso, había infiltrado a dos personas en la sala de reuniones.

– ¿Están Sam y Meagan en sus puestos? -preguntó Malone.

Stephanie asintió.

– Y ambos bastante nerviosos, por cierto.

– Eso siempre es un problema.

– Dudo que corran ningún peligro. Larocque insistió en que se registrara a todo el mundo por si llevaban armas o dispositivos de escucha.

Malone contempló la enorme tumba de Napoleón.

– ¿Sabes que ni siquiera está hecha de pórfido rojo? Es venturina de Finlandia.

– No se lo digas a los franceses -respondió ella-. Pero creo que es como lo del cerezo y George Washington.

En ese momento sonó el teléfono móvil de Stephanie, que atendió la llamada y colgó instantes después.

– Otro problema -dijo.

Malone la miró.

– Henrik está en la Torre Eiffel y se dispone a entrar en la reunión del club.

Sam llevaba la chaquetilla y los pantalones negros del personal de servicio, todo ello cortesía de Stephanie Nelle. Meagan lucía un atuendo similar. Eran dos de las once personas que montarían la sala de banquetes con solo un par de mesas circulares, ambas vestidas con hilo dorado y adornadas con porcelana fina. La sala debía de medir unos veinte metros por quince y había un escenario en un extremo. Tenía capacidad para unos doscientos comensales, así que aquellas dos mesas parecían solitarias.

Sam estaba preparando tazas de café y condimentos y asegurándose de que un humeante samovar siguiera funcionando sin problemas. Desconocía los mecanismos de aquel artilugio, pero lo mantenía cerca de los miembros del club, que empezaban a entrar a la reunión. A su derecha, un extenso tabique de cristal brindaba una espectacular panorámica del Sena.

Tres hombres mayores y dos mujeres de mediana edad ya habían llegado. Otra imponente mujer enfundada en un traje gris salió a su encuentro. Era Eliza Larocque.

Tres horas antes, Stephanie Nelle le había mostrado fotografías de los siete miembros del club y él había relacionado cada rostro con su correspondiente imagen. Tres de ellos controlaban importantes instituciones de préstamo y otro pertenecía al Parlamento europeo. Todos habían pagado veinte millones de euros por formar parte de aquello, lo cual, según Stephanie, les había reportado ya más de ciento cuarenta millones en beneficios ilícitos.

Allí estaba la personificación viviente de algo cuya existencia había intuido durante mucho tiempo.

Él y Meagan debían limitarse a observar y escuchar. Sobre todo, les advirtió Stephanie, no debían correr riesgos innecesarios que pudieran desenmascararlos.

Sam terminó de manipular la cafetera y dio media vuelta. En ese momento llegó otro invitado, vestido de forma similar a los demás. Lucía un lujoso traje gris marengo, camisa blanca y corbata amarillo pálido. Era Henrik Thorvaldsen.

Thorvaldsen entró en la Salle Gustav Eiffel y la anfitriona le dio la bienvenida de inmediato. Él le tendió la mano y Larocque se la estrechó suavemente.

– Me alegro mucho de que haya venido -dijo ella-. Lleva un traje muy elegante.

– Rara vez los llevo, pero me pareció lo más apropiado para una ocasión como la de hoy.

Larocque asintió en señal de gratitud.

– Agradezco su consideración. Es un día importante.

Thorvaldsen no había apartado la mirada de Larocque. Era importante que ella le creyese interesado. El danés aguzó el oído para captar la intrascendente conversación que mantenían los demás miembros, agrupados en otra parte de la sala. En el pasado había aprendido una valiosa lección: dos minutos después de entrar en cualquier lugar, averigua si estás entre amigos o enemigos.

El danés reconoció al menos la mitad de las caras, hombres y mujeres de los negocios y las finanzas. En un par de casos, la sorpresa fue mayúscula, pues jamás hubiese imaginado que fueran conspiradores. Todos eran ricos, pero no desmesuradamente, desde luego no tanto como él, así que tenía cierto sentido que se aferraran a un plan que posiblemente generaría beneficios rápidos y fáciles con los que no contaban.

Antes de que pudiera sondear a fondo aquel entorno, se acercó un hombre alto y atezado con una barba entreverada de canas e intensos ojos grises. Larocque sonrió y extendió el brazo con la intención de que se acercara más y dijo-.

– Me gustaría que conociera a alguien.

Larocque lo miró.

– Henrik, le presento a lord Graham Ashby.

XLIX

Malone ascendió desde la cripta de Napoleón por una escalera de mármol, flanqueada en el tramo superior por dos estatuas funerarias de bronce. Una llevaba la corona y la mano de la justicia y la otra una espada y un orbe. Stephanie lo esperaba ante el gran altar de la iglesia, con su dosel de columnas retorcidas que recordaban a las de Bernini en la basílica de San Pedro.

– Por lo visto, los esfuerzos de Henrik no han sido en vano -dijo Stephanie-. Ha conseguido una invitación para entrar en el club.

– Tiene una misión. Tienes que entenderlo.

– Sí, pero yo también tengo una, como comprenderás. Quiero a Peter Lyon.

Malone barrió con la mirada la iglesia desierta.

– Todo esto pinta mal. Lyon sabe que vamos por él. Desde el principio ese avión en Heathrow era una pista falsa.

– Pero también sabe que no podemos mostrar nuestras cartas.

Ese era el motivo por el que la iglesia del Domo no estaba cercada de policías y el hospital y el centro de retiro de los Inválidos no habían sido evacuados. Su ultramoderna unidad quirúrgica atendía a ex combatientes y aproximadamente un centenar vivían allí de forma permanente, en unos edificios situados a uno y otro lado de la iglesia. La búsqueda de explosivos había comenzado con discreción la noche anterior, sin alertar a nadie de que pudiese haber algún problema. Había sido una búsqueda discreta. Una alarma a gran escala habría dado al traste con la caza de Lyon y el Club de París. Pero hasta el momento las tareas habían resultado desalentadoras. Los Inválidos abarcaba cientos de miles de metros cuadrados repartidos en docenas de edificios de varias plantas. Había demasiados lugares donde esconder un explosivo.

Stephanie oyó su nombre por radio y una voz anunció:

– Tenemos algo.

– ¿Dónde? -respondió ella.

– En la cúpula.

– Vamos para allá.

Thorvaldsen le estrechó la mano a Graham Ashby, forzó una sonrisa y dijo:

– Un placer conocerle.

– Lo mismo digo. Conozco a su familia desde hace muchos años. También admiro su porcelana.

Thorvaldsen asintió en un gesto de agradecimiento por el cumplido. En ese momento se percató de que Eliza Larocque vigilaba cada uno de sus movimientos, analizándolos a él y a Ashby, así que echó mano de todo su encanto y siguió interpretando su papel.

– Eliza me ha dicho que quiere usted unirse a nosotros.

– Parece que merecerá la pena el esfuerzo -repuso Thorvaldsen.

– Creo que le gustará el grupo. Estamos empezando, pero en estas reuniones lo pasamos muy bien.

Thorvaldsen examinó de nuevo la sala y contó siete miembros, incluidos Ashby y Larocque. Los camareros deambulaban como fantasmas extraviados. Cuando terminaron sus quehaceres, desaparecieron uno a uno por una puerta situada al fondo de la sala.

La intensa luz del sol entraba a raudales por un tabique de cristal e impregnaba de un brillo dorado la alfombra roja y el lujoso entorno.

Larocque animó a todos a tomar asiento. En ese momento, Ashby se ausentó.

Thorvaldsen se dirigió a la mesa más cercana y entonces vio a un camarero guardando sillas detrás del escenario que tenía a su derecha. Al principio creyó que era un error, pero cuando el joven regresó para cargar más sillas, sus dudas se disiparon. Sam Collins estaba allí.

Malone y Stephanie subieron una escalera metálica que conducía a un espacio situado entre los muros interiores y exteriores. La cúpula no era de una sola pieza. Por el contrario, desde dentro solo se apreciaba una de las dos hileras de ventanas visibles desde el exterior del cilindro. Una segunda cúpula, completamente cercada por la primera y visible a través de la abertura superior de la bóveda más baja, capturaba los rayos de sol por una segunda fila de ventanas e iluminaba el interior. Era un ingenioso diseño de encajes, solo evidente desde arriba.

Encontraron una plataforma apoyada en la cúpula superior, entre el dermatoesqueleto zigzagueante de vigas de madera y los tirantes de acero más recientes del edificio. Otra escalera metálica se inclinaba hacia el centro, entre los soportes, hasta alcanzar una segunda plataforma que anclaba una última escalera que conducía a la linterna. Se hallaban cerca de la cima de la iglesia, a unos noventa metros de altura. En la segunda plataforma, por debajo de la linterna, vieron a un miembro del personal de seguridad francés, que había entrado en los Inválidos hacía unas horas, señalando hacia arriba.

– Ahí.

Eliza estaba encantada. Habían asistido los siete miembros, además de Henrik Thorvaldsen. Todo el mundo buscaba asiento. Ella había insistido en que hubiera dos mesas para que nadie se sintiera agobiado. Odiaba sentirse agobiada. Quizá era porque había vivido sola durante toda su vida adulta. No es que un hombre no pudiera ofrecerle de vez en cuando una agradable distracción, pero le repugnaba la idea de una relación personal íntima, alguien con quien deseara compartir sus pensamientos y sensaciones y que quisiera que ella hiciese lo mismo.

Había observado sin perder detalle el encuentro entre Thorvaldsen y Graham Ashby. Ninguno de los dos había mostrado reacción alguna. Sin duda, eran dos extraños que se veían por primera vez.

Eliza consultó su reloj. Era hora de empezar.

Antes de que pudiera atraer la atención de todo el mundo, Thorvaldsen se le acercó y le dijo en voz baja:

– ¿Ha leído Le Parisién esta mañana?

– Lo haré más tarde. He tenido una mañana ajetreada.

Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó un recorte de periódico.

– Entonces debería ver esto. Desde la página 12A. Columna superior derecha.

Eliza echó un vistazo rápido al artículo, que recogía un robo que se había producido el día anterior en el Hotel des Invalides y su Musée de l’Armée. De una de las galerías en proceso de remodelación, los ladrones habían sustraído un objeto de la exposición dedicada a Napoleón. Se trataba de un libro, Los reinos merovingios 450-751 d. C,importante por el mero hecho de que el emperador lo mencionaba en su testamento, aunque por lo demás carecía de excesivo valor, lo cual explicaba su presencia en la galería. El personal del museo estaba confeccionando un inventario con los objetos restantes para averiguar si faltaba algo más.

Eliza miró a Thorvaldsen.

– ¿Cómo sabe usted que esto podría ser relevante para mí?

– Como dejé claro en su château,los he estudiado a usted y a él con sumo detalle.

La advertencia que había lanzado Thorvaldsen el día anterior resonó en los oídos de Eliza.

“Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa”.

Y eso era exactamente lo que le había dicho Graham Ashby.

L

Malone trepó hasta la linterna por una abertura que había en el suelo. Al salir al exterior, lo recibieron un aire gélido y la luz de aquel radiante mediodía. La panorámica era espectacular dondequiera que mirara. El Sena serpenteaba a través de la ciudad en su periplo hacia el norte, el Louvre se alzaba al noreste y la Torre Eiffel unos tres kilómetros al oeste. Stephanie lo siguió. El vigilante subió de último, pero se quedó en la escalera, de modo que solo podían verle la cabeza y los hombros.

– Decidí registrar la cúpula personalmente -dijo-. No encontré nada, pero me apetecía un cigarrillo, así que trepé hasta aquí y lo vi.

Malone miró hacia donde apuntaba el dedo del vigilante y vio una caja azul de unos veinticinco centímetros cuadrados adosada al techo de la linterna. Una barandilla decorativa de cobre protegía cada uno de los cuatro arcos de la cúpula. Con cuidado, Malone se subió a una de las barandillas y se acercó a escasos centímetros de la caja. En un lateral de la caja vio un cable delgado, que mediría unos treinta centímetros de largo, balanceándose con la brisa.

Malone miró a Stephanie.

– Es un transpondedor, una baliza para atraer a ese avión hasta aquí -dijo mientras tiraba del artilugio, que estaba sujeto con un fuerte adhesivo-. Se activa por control remoto, no puede ser de otra manera. Pero colocarlo aquí les habrá supuesto un gran esfuerzo.

– Eso no es un problema para Peter Lyon. Ha logrado cosas más difíciles.

Malone se agachó, sosteniendo todavía el transpondedor, y lo apagó accionando un interruptor situado en un lateral.

– Eso debería complicarle las cosas -Malone le entregó el dispositivo a Stephanie-. Ha sido demasiado fácil. Lo sabes, ¿no?

Ella asintió.

Malone se acercó a otra barandilla y miró hacia el punto en el que dos calles confluían en una plaza vacía situada frente a la fachada sur de la iglesia. El día de Navidad había alejado buena parte del tráfico diario. Para no alertar a nadie en la cercana Torre Eiffel, desde la que se podía ver claramente los Inválidos, la policía había decidido no acordonar las calles.

Malone divisó una furgoneta de color claro que recorría el Boulevard des Invalides en dirección norte. Circulaba a una velocidad inusual. La furgoneta torció a la izquierda hacia la Avenue de Tourville, que discurría perpendicular a la entrada principal de la iglesia del Domo. Stephanie advirtió su interés.

La furgoneta aminoró la marcha, giró a la derecha, se salió de la calzada y subió una corta escalinata de piedra en dirección a las puertas principales de la iglesia.

Stephanie cogió su radio.

La furgoneta rebasó los escalones y continuó por la acera, entre las islas de césped, antes de detenerse en la base de otra escalinata. En ese momento se abrió la puerta del conductor.

Stephanie activó su radio para transmitir un mensaje de alerta, pero antes de que pudiese mediar palabra, un hombre salió del vehículo y echó a correr hacia un carro que había irrumpido en la calle. El hombre se metió en el carro y ambos se alejaron.

Entonces, la furgoneta saltó por los aires.

– Permítanme desearles a todos una feliz Navidad -dijo Eliza-. Me alegro mucho de tenerlos aquí. Este local me pareció excelente para la reunión de hoy. Un lugar distinto. La torre abre a la una, así que gozaremos de privacidad hasta entonces -hizo una pausa-. Y además tenemos preparado un delicioso almuerzo.

La anfitriona se alegraba especialmente de que Robert Mastroianni hubiese asistido a la reunión, cumpliendo así la promesa que le había hecho en el avión.

– Disponemos de aproximadamente una hora para nuestros negocios, y luego he pensado que podríamos subir hasta arriba antes de que llegue la multitud. Será maravilloso. No es frecuente tener la oportunidad de estar en la cima de la Torre Eiffel con tan poca gente. Me aseguré de que lo incluyeran en el contrato.

Su propuesta fue acogida con entusiasmo.

– También es un privilegio que nos acompañen nuestras dos últimas incorporaciones.

En ese momento presentó a Mastroianni y a Thorvaldsen.

– Es maravilloso que ambos formen parte de nuestro grupo. Con eso somos ocho y creo que nos quedaremos en esa cifra. ¿Alguna objeción?

Nadie dijo nada.

– Perfecto.

Eliza observó aquellos rostros ávidos y atentos. Incluso Graham Ashby parecía eufórico. ¿Había mentido a Eliza acerca del libro merovingio? Por lo visto sí. Se habían reunido antes de que llegaran los demás y Ashby le había reiterado que el libro no se hallaba en la vitrina. Ella había escuchado con atención, había valorado cada detalle y había concluido que, o bien decía la verdad, o bien era uno de los mayores embusteros que había conocido en su vida.

Pero, en efecto, alguien había robado el libro. El periódico más importante de la ciudad se hacía eco de ello. ¿Cómo sabía tanto Thorvaldsen? ¿Era realmente Ashby un problema de seguridad? No había tiempo para responder a aquellos interrogantes por el momento. Debía centrarse en la tarea que tenía entre manos.

– He pensado que empezaré contándoles una historia. El signore Mastroianni tendrá que excusar que me repita. Le expliqué esto mismo hace un par de días, pero para el resto de ustedes será aleccionador. Es sobre lo que le ocurrió a Napoleón en Egipto.

Malone y Stephanie salieron corriendo de la iglesia del Domo por la devastada entrada principal. La furgoneta continuaba ardiendo a los pies de la escalinata. Aparte de las puertas de cristal, la iglesia no había sufrido grandes daños. Malone se percató de que una furgoneta cargada de explosivos a tan corta distancia habría destruido toda la fachada sur, por no hablar de los edificios cercanos que albergaban el hospital y el centro de ex combatientes.

– Esa bomba no era gran cosa -dijo-. Otra maniobra de distracción.

Las sirenas ulularon a los lejos. Los bomberos y la policía se dirigían hacia allí. El calor de la furgoneta en llamas templaba el gélido aire del mediodía.

– ¿Es posible que algo haya salido mal? -preguntó Stephanie.

– Lo dudo.

Las sirenas rugían cada vez con más fuerza. En ese momento sonó la radio de Stephanie. Malone escuchó la información que proporcionó el hombre que se encontraba al otro lado.

– Tenemos una terrorista suicida en el patio de honor.

Thorvaldsen prestó atención mientras Larocque terminaba su historia sobre Egipto. La anfitriona explicó el concepto original del Club de París que había ideado Napoleón y resumió el contenido de los cuatro papiros. La oradora no mencionó que el danés había facilitado buena parte de la información, cosa que no le pasó por alto. Sin duda, Larocque quería que sus conversaciones fuesen privadas. Leer el recorte de prensa la había afectado. ¿Cómo no iba a hacerlo? Su reacción le dijo algo más. Ashby no había mencionado que, gracias a Stephanie y Cotton, ahora estaba en posesión del libro.

Pero ¿qué significaba el Magellan Billet en todo aquello?

Thorvaldsen había intentado establecer contacto con Malone por la noche y a lo largo de la mañana, pero su amigo no respondía al teléfono. Le había dejado mensajes y ninguno obtuvo respuesta. Malone no había pasado por su habitación del Ritz la noche anterior. Y aunque sus investigadores no alcanzaron a ver el título del libro que Stephanie le entregó a Ashby, sabía que era el de los Inválidos. ¿Qué podía ser si no?

Tenía que haber una buena razón para que Malone entregara el libro a Stephanie, pero no se le ocurría ninguna.

Ashby estaba sentado tranquilamente al otro extremo de la mesa, mirando a Larocque con atención. Thorvaldsen se preguntaba si los hombres y mujeres presentes en aquella sala sabían en qué se habían metido. Dudaba de que a Eliza Larocque le interesaran únicamente los beneficios ilícitos. Por las dos reuniones que habían mantenido dedujo que era una mujer con una misión, decidida a demostrar algo, tal vez a justificar la herencia que le fue negada a su familia. ¿O tal vez pretendía reescribir la historia? Fuese lo que fuese, ganar dinero no era su única aspiración. Había reunido a aquel grupo en la Torre Eiffel el día de Navidad por alguna razón.

Así, pues, decidió olvidarse por el momento de Malone y concentrarse en el problema que tenía ante él.

Malone y Stephanie llegaron a toda prisa al patio de honor y observaron la elegante plaza. En el centro había una joven de unos treinta y pocos años, con una melena oscura, pantalones de pana y una camisa roja desteñida bajo un abrigo negro. En una mano sostenía un objeto.

Dos vigilantes de seguridad armados con pistolas se hallaban apostados bajo los soportales del otro lado, cerca del andamio por el que Malone había entrado en el museo el día anterior. Otro hombre armado se encontraba a su izquierda, en los arcos que conducían al exterior a través de la fachada norte de los Inválidos, cuyas rejas de hierro estaban cerradas.

– ¿Qué demonios es esto? -murmuró Stephanie.

Detrás de ellos apareció un hombre que se dirigió a los soportales por las puertas de cristal que daban acceso al museo. Llevaba un chaleco antibalas y el uniforme de la policía francesa.

– La mujer ha llegado hace un momento -les informó el agente.

– Creía que habían registrado estos edificios -repuso Stephanie.

Madame,son cientos de miles de metros cuadrados. Hemos ido lo más rápido que hemos podido sin llamar la atención, tal como usted ordenó. Si alguien quería esquivarnos, no iba a ser difícil.

El policía tenía razón.

– ¿Qué quiere esa mujer? -preguntó Stephanie.

– Les ha dicho a los hombres que controla una bomba y que no se muevan. Fui yo quien avisó por radio.

– ¿Ha aparecido antes o después de que la furgoneta estallara frente a la iglesia? -preguntó Malone

– Justo después.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Stephanie.

Malone la miró. Ella se volvió hacia los agentes que continuaban apuntando a la terrorista con sus armas. En una maniobra inteligente, la mujer no cesaba de mover la mano con la que sostenía el detonador.

Gardez vos distances et baissez les armes -gritó.

Malone tradujo en voz baja. Mantengan la distancia y bajen las armas. Nadie siguió las instrucciones.

Ilse pourrait que la bombe soit a lhôpital. Ou à lhospice. Faut il pendre le risque? -exclamó la terrorista mostrando el detonador. “La bomba podría estar en el hospital o en el hogar de pensionistas. ¿Se arriesgarán?”.

– Hemos registrado esos dos edificios palmo a palmo. No hay nada allí -susurró el policía a Malone y Stephanie.

Je ne le redirai pas -gritó la mujer. “No pienso repetirlo”.

Malone se dio cuenta de que la decisión estaba en manos de Stephanie, y que no le gustaban las fanfarronerías. Sin embargo, ordenó a los agentes que bajaran las armas.

LI

Eliza caminó hacia el estrado situado en un extremo del salón. Una rápida mirada a su reloj confirmó la hora; eran las 11.35. Faltaban veinticinco minutos.

– Subiremos muy pronto, pero antes quiero exponer mi propuesta a corto plazo -dijo mirando al grupo-. Durante la última década hemos presenciado numerosos cambios en los mercados financieros de todo el mundo. Los futuros sobre acciones, que en su día eran una herramienta que empleaban los fabricantes para proteger sus productos, ahora son simplemente un juego de azar en el que los bienes no existen y se venden a precios que no guardan ninguna relación con la realidad. Lo comprobamos hace unos años cuando el petróleo alcanzó un máximo de más de ciento cincuenta dólares el barril. Ese precio no tenía nada que ver con el suministro, que por entonces había alcanzado unas cotas históricas. Al final, ese mercado estalló y los precios cayeron en picado.

Eliza vio que muchos asistentes coincidían con su valoración.

– La culpa de ello la tiene sobre todo Estados Unidos -precisó-. En 1999 y 2000 se aprobó una legislación que allanó el terreno para una ofensiva especuladora. En realidad, esa legislación derogaba estatutos anteriores ratificados en los años treinta y concebidos para impedir otra debacle del mercado bursátil. Ahora que habían desaparecido las salvaguardas, se reproducían los mismos problemas de los años treinta. Las devaluaciones del mercado bursátil global que sobrevinieron no deberían haber sorprendido a nadie.

La oradora advirtió expresiones de curiosidad en algunos rostros.

– Es elemental. Las leyes que anteponen la avaricia y la irresponsabilidad al trabajo duro y el sacrificio tienen un precio -hizo una pausa-. Pero también generan oportunidades.

En la sala reinaba el silencio.

– Entre el 26 de agosto y el 11 de septiembre de 2001, un grupo de especuladores vendieron al descubierto una lista de treinta y ocho valores cuya cotización podía bajar a consecuencia de un ataque contra Estados Unidos. Trabajaban en las bolsas canadiense y alemana. Las empresas incluían a United Airlines, American Airlines, Boeing, Lockheed Martin, Bank of America, Morgan Stanley Dean Witter y Merrill Lynch. En Europa, sus objetivos eran compañías de seguros como Munich Re, Swiss Re y AXA. El viernes anterior a los atentados, se vendieron diez millones de acciones de Merryll Lynch. En un día normal no se venden más de cuatro millones. Tanto United Airlines como American Airlines vivieron una actividad inusual en los días previos al atentado. Ninguna otra aerolínea experimentó algo semejante.

– ¿Qué insinúa? -preguntó un miembro del grupo.

– Solo lo que un grupo de expertos antiterroristas de Israel concluyó cuando estudió las cuentas de Bin Laden. Con los atentados del 11-S, Bin Laden obtuvo casi veinte millones de dólares de beneficios.

Malone oyó el estruendo de un helicóptero sobre su cabeza y vio un Westland Lynx de la Armada Real británica volando a baja altura.

– La OTAN -dijo Stephanie.

Siguiendo sus instrucciones, los hombres que rodeaban a la terrorista en el patio habían bajado las armas.

– He hecho lo que quería -gritó Stephanie en francés.

La terrorista no respondió. Se encontraba a diez metros de distancia y no apartaba la vista de los soportales que cercaban el patio de honor. Seguía nerviosa, vacilante, y no dejaba de mover las manos.

– ¿Qué quiere? -le preguntó Stephanie.

Malone no dejaba de mirar a la mujer y aprovechó unos segundos de confusión para buscar en su cazadora la Beretta que Stephanie le había proporcionado horas antes.

– He venido a demostrar una cosa -gritó la mujer en francés-. A todos aquellos que quieren tratarnos con odio.

Malone sujetó la pistola con firmeza. La terrorista no paraba de mover las manos y, con ellas, el detonador, y sacudía la cabeza de un lado a otro.

– ¿A quiénes se refiere? -preguntó Stephanie.

Malone sabía que su ex jefa estaba actuando según el manual. Mantener al atacante ocupado, ser paciente y esperar a que cometiera un error.

La mujer y Stephanie intercambiaron una mirada.

– Francia debe saber que no nos puede ignorar.

Malone esperó a que la terrorista mirara de nuevo el adoquinado, como había hecho antes.

– ¿A quién…? -dijo Stephanie.

La mano que sostenía el detonador se balanceó hacia la izquierda. Justo cuando la terrorista volvió la cabeza hacia los soportales del otro extremo del patio, Malone desenfundó la pistola y apuntó.

Sam se escondió detrás del escenario de la sala de reuniones, donde nadie pudiera verlo. Había logrado quedarse dentro mientras el resto del personal salía. La idea era que uno de los dos se situara en un lugar desde el que pudiera escuchar. Meagan lo había intentado, pero se vio acorralada por los demás camareros, que le pidieron que los ayudara a retirar unos carros. Su mirada de frustración le indicó que todo quedaba en sus manos y Sam entró en acción.

En el interior no quedaba ni un solo vigilante de seguridad. Todos se habían apostado fuera. Era imposible que alguien entrara por las puertas que daban al mirador, pues este se hallaba a casi sesenta metros de altura.

Sam había escuchado el discurso de Eliza Larocque y comprendido todas y cada una de sus palabras. Una venta al descubierto se producía cuando alguien vendía un activo que no era de su propiedad con la esperanza de recomprarlo más adelante por un precio más bajo. La idea era aprovecharse de una caída inesperada del precio.

Era una empresa arriesgada en muchos aspectos. En primer lugar, los valores que en principio han de venderse al descubierto deben tomarse prestados de su propietario y luego venderlos al precio actual. Una vez que el precio ha caído, se compran de nuevo por un valor menor, se devuelven al propietario y el vendedor se queda con los beneficios. Si el precio sube en lugar de bajar, las acciones deben adquirirse a un precio más elevado, lo cual genera pérdidas. Por supuesto, si el vendedor sabe que el precio de unas acciones determinadas va a caer e incluso el momento exacto en que eso ocurrirá, el riesgo de pérdida es nulo y los beneficios potenciales, enormes. Era uno de los ardides financieros de los que advertían las páginas web de Sam y Meagan.

En el Servicio Secreto, Sam había oído rumores sobre la posible manipulación de Bin Laden, pero esas investigaciones eran confidenciales y se gestionaban muchos escalafones por encima del suyo. Quizá sus publicaciones sobre el tema fueron lo que motivó a sus superiores a presionarlo. Oír a Eliza Larocque mencionar muchos argumentos sobre los que él había especulado públicamente no hicieron sino confirmar lo que sospechaba desde hacía tiempo: estaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.

Ashby escuchó con sumo interés las palabras de Larocque y empezó a dilucidar lo que esta maquinaba. Aunque le había pedido que negociara con Peter Lyon, Larocque no le había hecho partícipe de la esencia del plan.

– El problema de la maniobra de Bin Laden -afirmó- es que no previo dos cosas. En primer lugar, el mercado de valores estadounidense permaneció cerrado cuatro días después de los atentados. Y, en segundo lugar, existen procedimientos automáticos para detectar la venta al descubierto. Uno de ellos, los “informes azules”, analiza los volúmenes de negocio e identifica amenazas potenciales. Esos cuatro días de cierre dieron tiempo a que las autoridades del mercado se percataran de la maniobra, al menos en Estados Unidos. Pero en el extranjero, los mercados continuaron funcionando y se obtuvieron beneficios rápidamente antes de que nadie pudiera detectar la manipulación.

Ashby rememoró los días posteriores al 11 de septiembre de 2001. Larocque tenía razón. Munich Re, la segunda compañía reaseguradora más importante de Europa, perdió casi dos mil millones de dólares por la destrucción del World Trade Center y sus acciones cayeron en picado después de los ataques. Un vendedor al descubierto con conocimientos podría haber ganado millones.

También recordó lo ocurrido en otros mercados. El Dow Jones cayó un 14 por ciento, el Standard & Poor’s 500 Index se contrajo un 12 por ciento y el NASDAQ Composite un 16 por ciento: esos mismos resultados se reflejaron en todos los mercados extranjeros durante las semanas posteriores a los atentados. Su propia cartera había sufrido una sacudida y, de hecho, fue el comienzo de una espiral descendente que empeoró de manera progresiva.

Y lo que decía Larocque sobre los derivados era cierto. No eran más que apuestas arriesgadas con dinero prestado. Tipos de interés, divisas extranjeras, acciones, fracasos empresariales: los inversores, los bancos y los corredores de bolsa jugaban con todo ello. Sus analistas financieros le dijeron en una ocasión que cada día se ponían en riesgo ochocientos billones de euros en todo el mundo. Ahora se daba cuenta de que tal vez pudiera sacar rédito de todo aquel riesgo. De haberlo sabido antes…

La mujer había visto la pistola y Malone lo sabía. Los ojos de la terrorista se clavaron en los suyos.

– Adelante -gritó en francés-. Hazlo.

La mujer pulsó el detonador. No ocurrió nada.

Lo hizo una vez más. Nada.

El desconcierto se apoderó de su rostro.

LII

Thorvaldsen estaba sentado con rigidez en la silla, aunque le costaba mantener la compostura. Allí estaba aquella mujer, explicando tranquilamente cómo un terrorista sacaba provecho del asesinato de miles de personas inocentes. Hablaba sin agravio, sin disgusto. Al contrario, Eliza Larocque sentía admiración por semejante gesta.

Graham Ashby también parecía impresionado. Eso no era ninguna sorpresa. Su personalidad amoral no tendría reparos en aprovecharse de la desgracia ajena. Thorvaldsen se preguntaba si Ashby había pensado alguna vez en los siete muertos de Ciudad de México. ¿O simplemente habría respirado hondo porque sus problemas al fin habían quedado resueltos? Desde luego, ignoraba el nombre de los muertos. De lo contrario, habría reaccionado cuando los presentaron. Pero no dio muestras de reconocerlo. ¿Por qué iba a conocer a las víctimas? ¿Por qué iban a importarle? Amando Cabral había recibido la orden de arreglar el agravio y cuantos menos detalles conociera Ashby, mejor.

– ¿Por qué no hemos oído hablar nunca de esto? -preguntó Ashby.

– En Internet circulan rumores desde hace años -dijo Larocque-. Les Echos,un periódico económico francés que goza de bastante reputación, publicó un artículo sobre el tema en 2007. Varios periódicos estadounidenses han recogido esa historia. Algunas personas próximas al gobierno de Estados Unidos a las que conozco personalmente, aseguran que esta cuestión se ha clasificado como confidencial. Imagino que los estadounidenses no quieren que esos rumores sean corroborados. Oficialmente, la Comisión de Bolsa y Valores ha declarado que no hubo transferencia de información privilegiada.

Ashby soltó una carcajada.

– Típico de los yanquis. Entierran las cosas con la esperanza de que desaparezcan.

– Cosa que ocurrió -dijo otro miembro del grupo.

– Pero podemos aprender de esa iniciativa -repuso Larocque-. De hecho, llevo algún tiempo estudiándola.

Malone bajó el arma mientras los hombres de seguridad se abalanzaban sobre la mujer como un enjambre. Le inmovilizaron los brazos y las manos y la sacaron del patio de honor.

– ¿Cómo sabías que era un farol? -preguntó Stephanie.

– Esa bomba no era nada. Podrían haber hecho estallar toda la iglesia. Lyon contaba con una red de seguridad y la aprovechó -Malone señaló con la Beretta el detonador que descansaba sobre el pavimento-. Ese trasto no activa nada.

– ¿Y si llegas a estar equivocado?

– No lo estaba.

Stephanie meneó la cabeza.

– Lyon no nos trajo hasta aquí para matarnos -dijo Malone-. Sabía que Ashby juega a dos bandas. Lo hizo porque quería que estuviésemos aquí.

– Esa mujer no sabía nada. Su mirada lo decía todo. Estaba dispuesta a hacer saltar algo por los aires.

– Siempre hay un tonto dispuesto a hacer el trabajo sucio. Lyon la utilizó para ganar tiempo. Quiere mantenernos ocupados, al menos hasta que esté preparado para nosotros.

Desde el interior del patio, rodeados por los edificios de cuatro plantas de los Inválidos, no podían ver la Torre Eiffel. ¿Qué estaría ocurriendo allí con Sam y Henrik? Malone pensó de nuevo en la cúpula y el transpondedor.

– Supongo que cuando apagamos ese dispositivo de búsqueda dimos la señal para que comenzara el espectáculo.

La radio de Stephanie se activó.

– ¿Está ahí? -la voz tenía un registro de barítono grave reconocible al instante. Era el presidente Danny Daniels.

Stephanie se mostró sorprendida.

– Sí, señor, aquí estoy -respondió.

– ¿Cotton está con usted?

– Sí.

– El Estado Mayor pretendía comunicarse con usted, pero me ha parecido más oportuno hablarle yo mismo. No tenemos tiempo para interpretaciones. Hemos estado realizando un seguimiento y tiene usted un buen problema ahí. Aquí va otro contratiempo: hace seis minutos, un pequeño avión se ha apartado de su ruta y no ha aterrizado en el Aeropuerto de París-Le Bourget como estaba previsto.

Malone conocía el aeródromo. Estaba situado al noroeste a unos once kilómetros de allí. Durante décadas fue el único aeropuerto de París, famoso por ser el lugar donde tomó tierra Charles Lindbergh a su regreso de la travesía transatlántica de 1927.

– Ese avión se dirige hacia ustedes -dijo Daniels.

Malone ató todos los cabos y dijo:

– Para eso quería ganar tiempo Lyon.

– ¿Qué quiere que hagamos? -preguntó Stephanie.

– Mientras hablamos, un helicóptero de la OTAN está aterrizando al norte de los Inválidos. Súbanse a él. Me pondré en contacto con ustedes cuando hayan llegado.

Eliza estaba disfrutando del momento. La impresión que causaban sus palabras en el público constataba que había elegido bien. Todos ellos eran audaces e intrépidos empresarios.

– Bin Laden fracasó porque permitió que el fanatismo se impusiera al buen criterio. No fue cuidadoso. Quería transmitir su mensaje y deseaba que el mundo supiera cómo lo había hecho. No puedes generar beneficios a largo plazo siendo tan estúpido.

– A mí no me interesa matar gente -espetó Robert Mastroianni.

– A mí tampoco. Y no es necesario. Solo hace falta una amenaza creíble que la ciudadanía tema. Nosotros sacaremos tajada de ese miedo.

– ¿No tiene miedo suficiente el mundo? -preguntó otro de los asistentes.

– Desde luego -respondió ella-. Lo único que tenemos que hacer es utilizarlo en nuestro provecho.

Eliza recordó algo que le había enseñado su madre: “La mejor manera de ganarse la confianza de quien te escucha es hacerle creer que le has confiado un secreto”.

– Contamos con la sabiduría de los papiros. Estos papiros le enseñaron a Napoleón muchas cosas y, créanme, también pueden guiarnos a nosotros.

La oradora adoptó un semblante reflexivo.

– El mundo ya está asustado. El terrorismo es real. Nadie puede cambiar eso. La cuestión es cómo puede utilizarse esa realidad.

Cui bono -dijo uno de ellos.

Eliza sonrió.

– Eso es. ¿Quién se beneficia? Ese principio latino describe a la perfección esta empresa -en ese momento alzó un dedo para dar más énfasis a su discurso-. ¿Alguna vez se han planteado quién se beneficia del terrorismo? Se produce un incremento inmediato de la seguridad en los aeropuertos y edificios. ¿Quién controla todas esas instalaciones, el tráfico aéreo y, por supuesto, la información? Los beneficios los cosechan quienes proporcionan esos servicios esenciales. La economía de las aseguradoras se ve afectada de manera directa. La militarización de nuestro aire, tierra, agua, océanos y espacio se intensifica. Nada es demasiado caro para protegernos de una amenaza. El negocio del apoyo logístico, la ingeniería y los servicios de construcción relacionados con la guerra contra el terrorismo es enorme. En esta guerra, combaten más los contratistas privados que el propio ejército. En ella se obtienen unos beneficios casi impensables. Desde 2001 hemos visto cómo el valor de las acciones de las empresas que ofrecen servicios de apoyo a la guerra se ha incrementado entre un quinientos y un ochocientos por ciento.

Eliza sonrió y arqueó levemente la ceja.

– Soy consciente de que algunas de esas cosas resultan obvias, pero hay otras maneras más sutiles de sacar provecho. De ellas les hablaré después de comer.

– ¿Qué tiene planeado? -preguntó Ashby-. Me mata la curiosidad.

Eliza no puso en duda esa observación. Ella también sentía curiosidad. Se preguntaba si Ashby era un amigo o un enemigo.

– Permítanme que lo explique de este modo. A finales de los años noventa, Corea del Sur, Tailandia e Indonesia experimentaron lo que prácticamente era una debacle económica. El Fondo Monetario Internacional acabó sacándolos del apuro. Nuestro Roben Mastroianni trabajaba para el FMI por aquel entonces y sabe a qué me refiero.

Mastroianni asintió.

– Mientras tenía lugar esa operación de rescate, los inversores saquearon esas tres economías y cosecharon grandes beneficios. Si posees la información adecuada en el momento adecuado, puedes ganar millones incluso en los arriesgados mercados de los derivados y los futuros sobre acciones. He realizado algunas proyecciones preliminares. Con los casi trescientos millones de euros de que disponemos ahora mismo, cabe esperar un rendimiento de entre cuatro mil cuatrocientos y ocho mil millones de euros en los próximos veinticuatro meses. Y eso siendo precavidos. Todas esas cifras son libres de impuestos, claro está.

Eliza comprobó que al grupo le había gustado esa predicción. A una persona con dinero nada la atraía más que la posibilidad de ganar más dinero. Su abuelo tenía razón cuando decía: “Gana todo el dinero que puedas y gástalo, porque se puede ganar mucho más”.

– ¿Y cómo vamos a salir airosos de todo esto? -preguntó uno de ellos.

Eliza se encogió de hombros.

– ¿Por qué no íbamos a hacerlo? El gobierno es incapaz de gestionar el sistema. Dentro del gobierno, pocos entienden el problema y mucho menos cómo encontrar una solución. Y la ciudadanía es absolutamente ignorante. Si no, mire lo que hacen los nigerianos cada día. Envían millones de correos electrónicos a incautos en los que aseguran que pueden obtener grandes beneficios a través de unos fondos no reclamados siempre que abonen una pequeña tasa administrativa. Gran cantidad de gente en todo el mundo cae en esta estafa. Cuando se trata de dinero, pocos piensan con claridad. Yo propongo que pensemos con claridad cristalina.

– ¿Y cómo se hace eso?

– Se lo explicaré todo después de comer. Baste decir que estamos garantizando una fuente de financiación que debería proporcionarnos muchos más billones en recursos no declarados. Se trata de una riqueza no documentada que puede invertirse y utilizarse para nuestro provecho colectivo. Ahora es el momento de que subamos a lo alto de la torre para disfrutar de la vista.

El grupo se levantó.

– Les garantizo que el viaje valdrá la pena.

LIII

Malone oyó cómo el turboeje Rolls-Royce impulsaba las hélices del Wesland Lynx. La Armada le había enseñado a pilotar cazas y acumulaba un respetable número de horas de vuelo en reactor, pero nunca había estado al mando de un helicóptero. Se acomodó en el compartimento trasero mientras el aparato se ladeaba en el frío cielo del mediodía. Stephanie viajaba junto a él.

Un golpecito en la ventanilla de la puerta de la cabina llamó su atención. El piloto señaló sus auriculares y los dos que colgaban de la pared. Un soldado entregó los auriculares a Malone y a Stephanie.

– Ha llegado un mensaje encriptado para ustedes -dijo el piloto.

Se oyó un crepitar y una voz anunció:

– Estoy de vuelta.

– ¿Le importaría decirnos qué ocurre? -le preguntó Malone a Danny Daniels.

– El avión se ha desviado de su rumbo. Primero se ha dirigido hacia el norte, alejándose de la ciudad, y ahora ha virado hacia el sur. No se puede establecer contacto por radio. Quiero que lo verifiquen antes de que lo hagamos saltar por los aires. Tengo al presidente francés por la otra línea. Ha conseguido un caza. Ahora mismo el objetivo no sobrevuela ninguna zona poblada, de modo que podemos abatirlo. Pero no queremos hacerlo, obviamente, a menos que sea imprescindible. Habría que dar muchas explicaciones.

– ¿Está seguro de que esta amenaza es real? -preguntó Malone.

– Maldita sea, Cotton, no estoy seguro de nada. Pero Lyon tenía un avión en Heathrow. Usted lo descubrió. Por lo visto, quería que lo encontráramos…

– De modo que usted sabe lo que sucedió ayer noche.

– Hasta el último detalle. Quiero a ese hijo de puta. Algunos amigos míos murieron cuando puso una bomba en nuestra embajada en Grecia y ha asesinado a muchos otros. Vamos a acabar con ese tipo.

Uno de los pilotos abrió la puerta de la cabina y señaló al frente. Malone escudriñó el cielo. Las nubes se estampaban como huellas sobre el paisaje francés. El extrarradio de París pasó como una exhalación bajo el tren de aterrizaje del helicóptero. Malone divisó un fuselaje a rayas azules y amarillas en la distancia, un Cessna Skyhawk idéntico al que había visto la noche anterior, volando a unos cinco mil pies.

– Acérquese -le indicó al piloto a través de los auriculares.

– ¿Lo ven? -preguntó Daniels por radio.

Malone sintió el poder de los rotores cuando el helicóptero aceleró. La chapa metálica del avión brillaba bajo la luz del sol.

– Manténgase detrás, fuera de su campo de visión -le ordenó Malone al piloto.

Vio los números de identificación rojos en la cola, que se correspondían con los de la noche anterior.

– ¿Cree que Lyon va en ese avión? -preguntó Daniels.

– Me sorprendería -respondió Malone-. Es más director que miembro de la orquesta.

– Está virando -dijo el piloto.

Malone miró por la ventana y vio al Skyhawk poner rumbo al este.

– ¿Dónde estamos? -preguntó al piloto.

– Al norte de París, a unos seis kilómetros tal vez. Con esa maniobra el aparato se ha alejado del centro de la ciudad. Eso nos llevará fuera de la zona metropolitana.

Malone intentaba encontrarle un sentido a todo lo que sabía. Eran piezas desperdigadas, aleatorias y, sin embargo, conectadas.

– Está virando de nuevo -dijo el piloto-. Ahora se dirige al oeste. Se aleja por completo de París, va hacia Versalles.

Malone se quitó los auriculares.

– ¿Nos ha visto?

– Lo dudo -repuso el piloto-. La maniobra ha sido natural.

– ¿Podemos aproximarnos desde arriba?

El piloto asintió.

– Mientras no decida ascender…

– Hágalo.

La palanca de mando se inclinó hacia adelante y el helicóptero aceleró. La distancia con el Skyhawk empezó a acortarse.

El copiloto señaló los auriculares.

– El tipo de antes por radio.

Malone se los colocó de nuevo.

– ¿Qué ocurre?

– Los franceses quieren derribar ese avión -anunció Daniels-. ¿Qué les digo?

Malone sintió que Stephanie lo agarraba del brazo derecho. Estaba señalando hacia adelante, por el parabrisas. Él se volvió justo cuando la puerta izquierda de la cabina del Skyhawk se abría de par en par.

– ¿Qué pasa aquí?

En ese instante, el piloto saltó del avión.

Ashby fue el último en subir al ascensor. Los ocho miembros del Club de París ocupaban tres elevadores de cristal que subieron otros ciento setenta y cinco metros desde la segunda plataforma hasta la cumbre de la Torre Eiffel. El vertiginoso ascenso por el armazón de hierro abierto resultó un tanto angustioso.

La luz del sol se reflejaba en el mundo que quedaba a sus pies. Ashby contempló el Sena y su nombre le pareció apropiado; significaba “serpenteante”, y eso era exactamente lo que hacían sus tres meandros en su travesía por el centro de París. El tráfico de las avenidas normalmente atestadas de autos que discurrían en paralelo al río y lo cruzaban era escaso por Navidad. En la distancia se alzaba el armatoste de Notre Dame, engullida por otras cúpulas de iglesias, tejados de zinc y un bosque de chimeneas. Vislumbró momentáneamente La Défense y sus calles de edificios altos. También vio las luces adosadas a las vigas de la Torre Eiffel; la fuente, conjeturó, del brillo eléctrico que la iluminaba cada noche. Entonces consultó su reloj. Eran las 11.43. Ya faltaba poco.

Malone vio cómo se abría el paracaídas y el casquete se llenaba de aire. El Skyhawk seguía dirigiéndose al oeste y mantenía su altitud y velocidad. Más abajo había una vasta extensión de campo, bosque, pueblos y carreteras que salpicaban el paisaje rural de las afueras de París.

Malone señaló el avión y dijo al piloto:

– Acérquese para echar un vistazo.

El helicóptero se aproximó al Skyhawk. Malone pasó a babor y observó el avión monomotor.

– No hay nadie dentro -dijo a través del micrófono. A Malone aquello no le daba buena espina-. ¿Tiene unos prismáticos? -le preguntó al soldado.

El joven sacó unos rápidamente. Malone enfocó el Skyhawk, con el cielo despejado de fondo.

– Avance un poco más -le indicó al piloto.

Ahora, el helicóptero le llevaba una ligera ventaja al avión. Utilizando los prismáticos alcanzó a ver el interior de la cabina a través del parabrisas tintado. Los dos asientos estaban vacíos, pero la palanca de mando se movía con calculadas sacudidas. En el asiento del copiloto había algo, pero una luz deslumbrante impedía distinguirlo. El asiento trasero estaba atestado de paquetes envueltos en papel de periódico. Malone se apartó los prismáticos de la cara.

– Ese avión lleva algo -dijo-. No sé qué es, pero hay mucho.

El Skyhawk ladeó las alas y puso rumbo hacia el sur. El viraje era controlado, como si algo estuviera pilotando el aparato.

– Cotton -le dijo Daniels-. ¿Qué opina?

Malone no estaba seguro. Alguien los estaba dirigiendo, de eso no cabía duda, y él había pensado que aquel avión les daría la clave. Pero…

– Nuestro problema no es este -le dijo a Daniels por el micrófono.

– ¿Está de acuerdo, Stephanie? -preguntó Daniels.

– Sí.

A Malone le alegró comprobar que Stephanie todavía confiaba en su criterio, pues su expresión contradecía sus palabras.

– Entonces, ¿cuál es? -preguntó el presidente.

Malone tuvo una corazonada.

– Ordene al control del tráfico aéreo francés que rastree la zona. Necesitamos información de todos los aviones que estén en el aire.

– Entendido.

Eliza salió de ascensor y entró en el mirador desierto, situado a setenta y cinco pisos sobre el nivel del suelo.

– Es un poco inquietante estar aquí solos -dijo al grupo-. Esta plataforma suele estar abarrotada.

La anfitriona señaló las escaleras metálicas que llevaban a la planta superior.

– ¿Vamos? -dijo.

Eliza se quedó observando al grupo mientras subían las escaleras. Ashby esperó junto a ella. Cuando el último franqueó la puerta que conducía al exterior, se volvió hacia él y le preguntó:

– ¿Ocurrirá?

Ashby asintió.

– Exactamente en quince minutos.

LIV

Malone siguió al Skyhawk con la mirada y vio que el aparato cambiaba el rumbo una vez más. Esta vez se dirigía al sur, como si buscara algo.

– ¿Está aquí ese caza? -dijo a través del micrófono, preguntándose si todavía había alguien al otro lado.

– Está en posición -repuso Daniels.

Malone tomó una decisión.

– Derríbenlo. Abajo solo hay sembrados, pero nos estamos acercando a la ciudad.

Malone golpeó la ventana y dijo al piloto:

– Dé media vuelta, rápido.

El Skyhawk se alejó a gran velocidad mientras el helicóptero ralentizaba.

– Ya he dado la orden -dijo Daniels.

Thorvaldsen salió al exterior, donde le azotó el frío aire de diciembre. Nunca había visitado la cima de la Torre Eiffel. No había ninguna razón en particular. Lisette quiso ir hacía años, pero los negocios impidieron el viaje. “Iremos el verano que viene”, le dijo. Pero el verano transcurrió y después de aquel otros, hasta que Lisette falleció y ya no hubo más. Cai había visitado el lugar en varias ocasiones y le gustaba detallarle las vistas que, había que reconocerlo, eran increíbles. Una placa fijada en la barandilla, bajo una jaula que rodeaba el mirador, indicaba que en un día despejado, la vista se extendía sesenta kilómetros.

Aquel sin duda podía calificarse de despejado. Era uno de esos centelleantes días de invierno coronados por un cielo azul sin una sola nube. Se alegraba de llevar su abrigo de lana más grueso, guantes y bufanda, aunque los inviernos franceses no eran nada comparados con sus homólogos daneses.

París siempre le había desconcertado. Nunca le había causado una gran impresión. En realidad, le gustaba una frase de Pulp Fiction que decía el personaje de Travolta con desenfado: “Allí tienen las mismas cosas, pero con pequeñas diferencias”. Él y Jesper habían visto la película años atrás, intrigados por su premisa, pero a la postre sintieron rechazo por su violencia. Hasta hace dos días no se había planteado el uso de la violencia más que en defensa propia. Pero había disparado a Amando Cabral y a su cómplice sin un ápice de remordimiento, y eso le preocupaba. Malone tenía razón. No podía andar por ahí matando gente.

Pero al mirar a Graham Ashby, que se encontraba cerca de Larocque, contemplando París desde el gélido mirador, se dio cuenta de que asesinar a aquel hombre sería un placer. Era curioso cómo su mundo había llegado a definirse por el odio. Se obligó a pensar en cosas agradables. Su rostro y su estado de ánimo no debían dejar entrever lo que tenía en mente. Había llegado hasta allí. Ahora había que ir hasta el final.

Ashby sabía lo que esperaba Eliza Larocque. Quería que un pequeño avión cargado de explosivos se estrellara contra la iglesia del Domo, en el extremo sur de los Inválidos. Un gran espectáculo.

A los fanáticos que se habían ofrecido voluntarios para aceptar una responsabilidad absoluta sobre los hechos les encantaba la idea. Aquel gesto sería un macabro recuerdo del 11-S, aunque a menor escala y sin cobrar vidas humanas. Por eso se había elegido el día de Navidad: los Inválidos y la iglesia estarían cerrados.

Simultáneamente al atentado de París, otros dos monumentos nacionales, el Musée d’Aquitaine en Burdeos y el Palais des Papes en Aviñón, serían bombardeados. Ambos también estaban cerrados. Los tres actos eran puramente simbólicos.

Cuando dieron la vuelta al mirador, deleitándose con la vista, Ashby divisó un carro en llamas y una columna de humo elevándose delante de la iglesia de los Inválidos. Parecían haber acudido al lugar numerosos vehículos de policía, bomberos y emergencias. No fue el único que lo vio. Pudo oír algunos comentarios, pero nadie se mostró muy preocupado. La situación parecía controlada. Sin duda, Lyon tenía algo que ver con el fuego, pero ignoraba los planes del surafricano. No le había dado detalles y tampoco quería saberlos. El único requisito era que ocurriese a mediodía.

Ashby miró su reloj. Había llegado el momento de marcharse.

Se alejó de los demás mientras Larocque guiaba al grupo por el mirador. Observó que Larocque había empezado por la cara norte y que luego se había dirigido hacia la plataforma que daba al oeste. Cuando el grupo dio la vuelta en dirección sur, salió rápidamente por la puerta que conducía a la sala de observación cerrada. Lentamente, cercó el panel de cristal y colocó el candado en la parte inferior. Guildhall había efectuado un exhaustivo reconocimiento del piso superior y había descubierto que las dos puertas que llevaban arriba desde la parte cerrada estaban equipadas con cerrojos que se accionaban con un simple empujón y se abrían con una llave que solo llevaba el personal de seguridad.

Pero aquel día no.

Larocque había negociado que el club dispusiera de una hora en las alturas sin que nadie los molestara y esa hora terminaría hacia las 12.40, veinte minutos antes de que abrieran las taquillas situadas doscientos setenta y cinco metros por debajo y los visitantes empezaran a subir en tropel.

Ashby descendió rápidamente catorce escalones metálicos y cruzó hasta el lado este. Larocque y los demás se encontraban todavía en la cara sur, disfrutando de la vista. Subió las escalera metálicas hasta el segundo piso, movió silenciosamente el grueso panel de vidrio y echó el cerrojo.

El Club de París estaba encerrado arriba.

Bajó las escaleras, entró en uno de los ascensores y pulsó el botón.

– Tengo la información que me pediste -le comunicó Daniels a Malone-. En este momento seis aviones sobrevuelan el espacio aéreo parisino. Cuatro son aviones comerciales que se aproximan a Orly y al Charles De Gaulle. Los otros dos son privados -el presidente hizo una pausa-. Ambos actúan de forma extraña.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Stephanie.

– Uno de ellos no responde a las órdenes que se le han dado por radio. El otro sí, pero no ha seguido las indicaciones.

– Y ambos se dirigen hacia aquí -dedujo Malone adivinando la respuesta.

– Uno desde el sureste y el otro desde el suroeste. Podemos ver el que se acerca desde el suroeste. Es un Beechcraft.

Malone golpeó la ventana de la cabina.

– Rumbo al sureste -ordenó al piloto, que había escuchado la conversación.

– ¿Está seguro? -preguntó Daniels.

– Lo está -respondió Stephanie.

En ese momento, Malone vio una explosión aérea a su derecha, a unos ocho kilómetros de distancia. El Skyhawk había saltado por los aires.

– Me informan que el primer avión ha sido derribado -dijo Daniels.

– Y apuesto a que hay otro Skyhawk -repuso Malone-. Al sureste. Y viene hacia aquí.

– Correcto, Cotton -dijo Daniels-. Acabamos de verlo. Los colores y las insignias son iguales a los que llevaba el que acabamos de derribar.

– Ese es el objetivo -dijo Malone-. El que protege Lyon.

– Y tienen otro problema -dijo el presidente.

– Ya lo sé -repuso Malone-. No podemos derribar este avión. Está sobrevolando la ciudad.

Oyó a Daniels suspirar.

– Parece que ese hijo de puta lo ha planeado todo a conciencia.

Eliza oyó una explosión lejana al otro lado de la torre. Se encontraba en el tramo sur de la plataforma, mirando hacia el Champ de Mars. A ambos lados de la vieja plaza de armas había viviendas privadas, bloques de pisos de lujo y amplias avenidas.

A su izquierda vio los Inválidos y la cúpula dorada de la iglesia todavía intacta. Se preguntó qué había sido aquel ruido, consciente de que todavía faltaban unos minutos para lo que había planeado durante tanto tiempo. Ashby le había dicho que el avión llegaría del norte y sobrevolaría el Sena siguiendo un localizador oculto en la cúpula unos días atrás. El avión iría cargado de explosivos y, sumados a los tanques de combustible casi llenos, las explosiones resultantes prometían ser todo un espectáculo. Ella y los demás gozarían de una fantástica panorámica a casi trescientos metros de altura.

– ¿Vamos a la cara este a dar un último vistazo antes de bajar? -preguntó Larocque.

El grupo dobló una esquina. Larocque había planeado cuidadosamente su ruta por la plataforma para que fueran contemplando lentamente la vista de aquel precioso día y acabaran orientados a los Inválidos, situado al este.

Larocque miró a su alrededor.

– ¿Alguien ha visto a lord Ashby?

Algunos negaron con la cabeza.

– Iré a buscarlo -dijo Thorvaldsen.

El Westland Lynx voló en dirección al Skyhawk. Malone miró por la ventanilla y localizó el avión.

– Está en posición de las once en punto -le dijo al piloto-. Acérquese.

El helicóptero viró y no tardó en rebasar al avión monomotor. Malone examinó la cabina con los prismáticos y vio que los dos asientos estaban vacíos y que la palanca de dirección se movía, como en el otro avión, con golpes calculados. Igual que antes, había algo en el asiento del copiloto. La zona de popa estaba abarrotada de paquetes envueltos en papel de periódico.

– Es igual que el otro -dijo mientras bajaba los prismáticos-. Vuela automáticamente. Solo que este es el de verdad. Lyon lo ha calculado todo para que apenas tengamos ninguna posibilidad de detener el avión -Malone miró hacia tierra firme. Solo calles y edificios se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros-. Tenemos pocas opciones.

– Mira de qué nos han servido sus mensajes -observó Stephanie.

– No nos lo ha puesto fácil.

Por la ventanilla del helicóptero vio una cabria de salvamento con cable de acero. Tenía claro lo que debía hacer, pero no anhelaba que llegara ese momento. Malone se volvió hacia el soldado.

– ¿Tiene un arnés de cuerpo entero para ese torno?

El hombre asintió.

– Cójalo.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Stephanie.

– Alguien tiene que bajar a ese avión.

– ¿Cómo piensas hacerlo?

Malone señaló el exterior.

– Con un suave descenso.

– Ni lo sueñes.

– ¿Tienes alguna idea mejor?

– No, pero yo estoy al mando y es una orden.

– Cotton tiene razón -dijo Daniels-. Es la única opción. Tiene que hacerse con el control de ese avión. No podemos abatirlo.

– ¿No querías mi ayuda? -dijo Malone a Stephanie-. Pues déjame ayudar.

Stephanie lo miró como diciendo: “¿Es realmente necesario?”.

– No hay otra alternativa -repuso Malone.

Ella asintió.

Malone se quitó los auriculares y se enfundó un overol de vuelo térmico que le facilitó el soldado. Se subió la cremallera y se colocó un arnés alrededor del pecho. El soldado comprobó que estuviera bien ajustado con unos tirones bruscos.

– Sopla mucho viento -dijo el joven-. El cable dará algunas sacudidas. El piloto mantendrá la distancia adecuada para minimizar la oscilación.

El soldado le dio un paracaídas, que Malone se echó a la espalda por encima del arnés.

– Me alegro de que tengas sentido común -gritó Stephanie imponiéndose al ruido de las turbinas.

– No te preocupes, no es la primera vez que lo hago.

– Mientes muy mal -respondió ella.

Malone se puso un gorro de lana que, por fortuna, le cubría todo el rostro como si fuera un ladrón de bancos. Unas gafas tintadas de amarillo le protegían los ojos.

El soldado le preguntó con un gesto si estaba preparado. Malone asintió.

La puerta del compartimento se abrió y entró un aire gélido. Malone se puso unos gruesos guantes térmicos. Oyó un chasquido cuando el gancho de la cabria se fijó al arnés. Entonces contó hasta cinco y saltó.

LV

Thorvaldsen fue desde la cara norte hasta la parte oeste de la plataforma vallada. A su derecha dejó atrás unas ventanas que exponían figuras de cera de Gustave Eiffel y Thomas Edison, colocados como si estuviesen charlando en la antigua residencia del arquitecto. Reinaba la paz y el silencio y solo el viento lo acompañaba. No veía a Ashby por ninguna parte.

A medio camino se detuvo y vio que la puerta de cristal estaba cerrada. Cuando el grupo había pasado por allí unos minutos antes estaba abierta. Thorvaldsen agarró el pomo e intentó abrirla, pero no pudo.

Quizá la había cerrado algún trabajador. Pero ¿por qué? La torre pronto estaría abierta a los visitantes. ¿Por qué cerrar uno de los dos accesos a la plataforma superior?

Thorvaldsen regresó al lado este, donde los demás seguían contemplando el panorama. La segunda puerta de salida también estaba cerrada. Probó de nuevo con el picaporte, pero nada.

El danés oyó que Eliza Larocque destacaba algunos monumentos.

– Aquello es los Inválidos. Está a unos tres kilómetros de aquí. Es donde está enterrado Napoleón. Parece que se ha producido algún altercado.

Thorvaldsen vio un vehículo humeante frente a la iglesia y una multitud de camiones de bomberos y policías ocupando las avenidas que salían del monumento. En ese momento se preguntó si lo que estaba sucediendo allí guardaba relación con las dos puertas cerradas. Las coincidencias casi nunca eran fortuitas.

Madame Larocque -dijo intentando llamar su atención.

Ella se dio la vuelta.

– Las dos salidas están cerradas.

Thorvaldsen percibió la confusión en su rostro.

– ¿Cómo es posible?

Él decidió responder a su pregunta de otra manera.

– Y hay otra noticia preocupante.

Eliza le lanzó una mirada penetrante.

– Lord Ashby ha desaparecido.

Sam esperaba en la plataforma del primer piso y se preguntaba qué estaría ocurriendo ciento cincuenta metros más arriba. Cuando el Club de París había abandonado la sala de reuniones y el personal había vuelto a entrar para preparar el almuerzo, se había unido al ajetreo.

– ¿Cómo ha estado? -le susurró Meagan mientras colocaban la cubertería y los platos en la mesa.

– Esta gente tiene grandes planes -murmuró.

– ¿Te importaría explicarte?

– Ahora no. Digamos que teníamos razón.

Ambos terminaron de preparar las mesas. A Sam le llegó un delicioso aroma a verduras al vapor y ternera a la parrilla. Tenía hambre, pero de momento no había tiempo para comer. Colocó cada silla en su lugar correspondiente.

– Llevan arriba más de media hora -dijo Meagan mientras trabajaban.

Tres agentes de seguridad vigilaban al servicio. Sam sabía que esta vez no podría quedarse dentro. Había visto la reacción de Henrik Thorvaldsen cuando este se percató de su presencia. Todo aquello debió de extrañarle. Le habían dicho que Thorvaldsen no sabía que los estadounidenses estarían allí y Stephanie había dejado claro que quería mantenerlo en secreto. Él se preguntaba por qué, pero había decidido dejar de discutir con sus superiores.

El encargado ordenó a los camareros que se retiraran. Sam y Meagan salieron por la puerta principal con los demás. Esperarían la señal de regreso en el restaurante, situado cerca de allí, y recogerían los platos. Sam miró el enrejado de hierro marrón grisáceo. Un ascensor bajó del segundo piso. Vio que Meagan también se había dado cuenta.

En la barandilla central, cerca de la entrada del restaurante, ambos vacilaron mientras otros camareros entraban a toda velocidad para protegerse del frío. El ascensor se detuvo en su planta.

Las puertas se abrirían en el extremo opuesto de la plataforma, al otro lado de la sala de reuniones, y Sam y Meagan no podrían ver nada desde donde se encontraban. Sam se dio cuenta de que si dudaban unos instantes, despertarían las sospechas del encargado o los vigilantes, que habían retomado sus posiciones frente a las puertas de la sala de reuniones.

En ese momento apareció Graham Ashby. Iba solo. Se dirigió a la escalera que llevaba a la planta baja y se esfumó.

– Parece que tenía prisa -dijo Meagan.

Sam asintió. Algo iba mal.

– Síguelo -ordenó-. Pero que no te descubran.

Meagan le dirigió una mirada burlona, claramente sorprendida por la súbita aspereza de su voz.

– ¿Por qué?

– Tú hazlo.

Sam no tenía tiempo para discutir y echó a andar.

– ¿Adonde vas? -preguntó Meagan.

– Arriba.

Malone no oyó cómo se cerraba la puerta del helicóptero, pero sintió que el torno empezaba a soltar cable. Colocó los brazos a los lados y se inclinó boca abajo con las piernas extendidas. La sensación de caída era inexistente gracias a la firme tensión del acero.

Malone inició el descenso y, como había predicho el soldado, sintió una sacudida. El Skyhawk volaba quince metros por debajo. El torno continuaba soltando cable y poco a poco se fue aproximando a la superficie del ala.

Un aire helado le azotaba el cuerpo. El overol y el gorro de lana ofrecían cierta protección, pero empezaron a agrietársele la nariz y los labios. Sus pies tocaron el ala.

El Skyhawk se tambaleó ante aquel ultraje, pero no tardó en estabilizarse. Malone retrocedió lentamente y con un gesto pidió más cable mientras avanzaba hacia la puerta de la cabina, situada en el lado del piloto.

Una ráfaga de aire frío lo desequilibró y su cuerpo se balanceó. Malone se asió con firmeza al cable y consiguió acercarse de nuevo al avión. Una vez más, hizo un gesto y sintió que el cable se alargaba.

El Skyhawk era un aparato resistente a grandes rachas de viento, con los alerones montados en la parte superior del fuselaje y apoyados sobre montantes en diagonal. Para entrar tendría que deslizarse por debajo del ala. Con un gesto, Malone pidió que el helicóptero redujera la altura para poder bajar un poco más. El piloto pareció intuir sus pensamientos y descendió para que quedara al nivel de las ventanas de la cabina.

Malone miró en el interior. Los asientos traseros habían sido arrancados y los paquetes envueltos en papel de periódico se amontonaban hasta el techo. El viento lo zarandeaba con fuerza y, pese a las gafas, el aire le resecaba los ojos.

Malone pidió más cable y, cuando este se destensó, se agarró al borde del flap y maniobró para llegar al montante, afianzando los pies sobre el tren de aterrizaje y encajando el cuerpo bajo el ala. Su peso alteró la aerodinámica del avión y vio cómo los elevadores y los flaps lo compensaban.

La cabria continuó soltando cable y entonces se detuvo. Al parecer, el soldado se dio cuenta de que ya no había tensión.

Malone acercó la cara a la ventana de la cabina y miró en el interior. En el asiento del pasajero había una pequeña caja gris. Unos cables llegaban hasta el panel de instrumentos. Malone observó de nuevo los paquetes envueltos. En el espacio que quedaba entre los dos asientos delanteros los paquetes estaban al descubierto y revelaban un material de color lavanda. Se trataba de explosivos plásticos. Posiblemente C-83, dedujo. Eran potentes.

Malone debía entrar en el Skyhawk, pero antes de que pudiera decidir su próximo movimiento, notó que el cable retrocedía. Estaban remolcándolo hacia el helicóptero y, con el ala de por medio, no podía decirles que no lo hicieran. Ahora no podía volver. Antes de que el cable tirara de él, soltó la abrazadera y quitó el gancho, que continuó su ascenso.

Malone se asió al montante y extendió el brazo hacia el tirador. La puerta se abrió.

El problema era el ángulo. Él se encontraba posiciona-do hacia adelante, las bisagras quedaban a su izquierda y la puerta se abría hacia la parte frontal del avión. El aire que llegaba desde el morro por debajo del ala jugaba en su contra y cerraba la puerta.

Con los dedos de la mano izquierda, enfundados en unos guantes, agarró el borde exterior de la puerta y mantuvo la mano derecha en el montante. Por el ángulo del ojo vio cómo el helicóptero descendía. Malone consiguió abrir la puerta resistiendo la fuerza del viento, pero descubrió que las bisagras dejaban de ceder a noventa grados, lo cual le impedía deslizarse en el interior. Solo tenía una salida.

Malone se soltó del montante, cogió la puerta con las dos manos e inclinó el cuerpo hacia el interior de la cabina. La velocidad del aire presionó inmediatamente las bisagras, el paracaídas golpeó el fuselaje y el panel metálico lo lanzó contra la abertura de la puerta. Malone logró mantenerse y lentamente metió la pierna derecha en la cabina y luego el resto del cuerpo. Por suerte, el asiento del piloto estaba completamente reclinado. Cerró la puerta y suspiró aliviado.

La palanca de mando giraba a izquierda y derecha con un ritmo constante. En el panel de instrumentos localizó el radiogoniómetro. El avión mantenía su rumbo hacia el noroeste. Un GPS, que dedujo que estaría conectado al piloto automático, parecía controlar el vuelo pero, curiosamente, el piloto automático estaba desactivado.

Vio de soslayo un movimiento y al volverse divisó el helicóptero, que se aproximaba al extremo del ala izquierda. En la ventanilla de la cabina había un letrero con números. Stephanie señaló los auriculares y los números. Malone comprendió el mensaje.

La radio del Skyhawk se encontraba a su derecha. Encendió el aparato y encontró la frecuencia de los números que ella le había indicado. Se quitó el gorro de lana, se colocó los auriculares con micrófono y dijo:

– Este avión está lleno de explosivos.

– Justo lo que necesitaba escuchar -respondió Stephanie.

– Llévelo a tierra firme -añadió Daniels.

– El piloto automático está desactivado…

De repente, el Skyhawk viró a la derecha. No era un movimiento precipitado, sino un cambio de rumbo completo. Malone vio cómo la palanca de cambio se inclinaba hacia adelante y luego hacia atrás; los pedales funcionaban solos, controlando el timón en un abrupto viraje.

Con otro giro repentino, la lectura del GPS indicó que el avión había puesto rumbo al oeste y ascendía a ocho mil pies, con una velocidad algo inferior a los cien nudos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stephanie.

– Este trasto piensa por sí solo. Ha dado un giro de sesenta grados.

– Cotton -dijo Daniels-. Los franceses han calculado el rumbo. Va directo a los Inválidos.

De ningún modo. Estaban equivocados. Al recordar lo que había caído de la bolsa de Selfridges la noche anterior, Malone supo dónde terminaría aquella aventura. Miró por la ventana y vio el auténtico blanco a lo lejos.

– No es ahí adonde nos dirigimos. Este avión va hacia la Torre Eiffel.

LVI

Eliza se acercó a la puerta de cristal y movió el picaporte. Miró a través del grueso vidrio y vio que alguien había colocado un cerrojo por dentro. Era imposible que hubiese ocurrido de manera accidental.

Uno de los miembros del grupo apareció por la esquina.

– No hay ninguna otra salida en esta plataforma y no he visto ningún teléfono público.

Más arriba, cerca de la plataforma vallada, Larocque vio la solución al problema: una cámara de un circuito cerrado de televisión enfocada hacia ellos.

– Seguro que algún agente de seguridad nos está viendo. Solo tenemos que llamar su atención.

– Me temo que no será tan sencillo -observó Thorvaldsen.

Eliza lo miró, temiendo lo que pudiera decir, pero consciente de lo que se avecinaba.

– Sea lo que sea lo que ha planeado lord Ashby -dijo-, seguro que ha tenido eso en cuenta y también el hecho de que algunos de nosotros llevaríamos teléfonos. Tardarán algunos minutos en subir hasta aquí. Así que, ocurra lo que ocurra, será pronto.

Malone sintió cómo el avión descendía. Su mirada se clavó en el altímetro. Siete mil pies y bajando.

– ¿Qué diablos…?

La caída cesó a 5.600 pies.

– Propongo que envíen el caza -dijo-. Puede que sea necesario hacer estallar este avión en el aire -Malone miró los edificios, las carreteras y la gente-. Haré lo que pueda por variar el rumbo.

– Me informan que tendrá un caza escoltándolo en menos de tres minutos -dijo Daniels.

– ¿No dijo que eso era imposible en zonas pobladas?

– Los franceses le tienen cariño a la Torre Eiffel. Y lo cierto es que no les preocupa…

– ¿Lo que me pase a mí?

– Lo ha dicho usted, no yo.

Malone extendió el brazo hacia el asiento del pasajero, cogió la caja gris y estudió el exterior. Era una especie de dispositivo electrónico, como un computador portátil que no se abría. No se veían interruptores de control. Tiró de un cable que sobresalía pero no pudo arrancarlo. Dejó la caja en el suelo y, con ambas manos, desconectó el cable del panel de instrumentos. Una chispa eléctrica vino seguida de una violenta sacudida y el avión se inclinó primero a la derecha y luego a la izquierda.

Malone arrojó el cable a un lado y agarró la palanca. Puso los pies sobre los pedales e intentó recuperar el control, pero el alerón y la palanca de mando no funcionaban y el Skyhawk continuó su senda hacia el noroeste.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Stephanie.

– He matado al cerebro, o al menos a uno de ellos, pero este trasto sigue su curso y los controles no parecen funcionar.

Malone agarró de nuevo la palanca y trató de virar a la izquierda. El avión se resistía a su control. Entonces escuchó un cambio perceptible en el timbre de la hélice. Había pilotado suficientes monomotores para saber que aquello presagiaba problemas. De repente, el morro dio una sacudida y el Skyhawk inició un ascenso.

Malone manipuló la válvula de admisión e intentó cerrarla, pero el aparato no dejaba de elevarse. El altímetro indicaba 8.000 pies cuando el morro por fin descendió. No le gustaba lo que veía. La velocidad estaba alcanzando índices impredecibles. Las superficies de control eran erráticas. El avión podía detenerse en cualquier momento y eso era lo último que necesitaba con una cabina llena de explosivos sobrevolando París.

Malone miró hacia adelante. Con el rumbo y la velocidad actuales, se encontraba como mucho a dos minutos de la torre.

– ¿Dónde está ese caza? -preguntó.

– Mira a tu derecha -dijo Stephanie.

Un Tornado, con las alas retraídas y equipado con dos misiles aire-aire, se aproximaba al Skyhawk.

– ¿Mantienes comunicación con él? -preguntó.

– Está a nuestra disposición.

– Dígale que descienda y que esté preparado.

El Tornado retrocedió y Malone centró de nuevo su atención en el avión poseído.

– Saquen ese helicóptero de aquí -le dijo a Stephanie.

Malone cogió la palanca de mando.

– Muy bien, cariño -susurró-. Esto te va a doler más a ti que a mí.

Thorvaldsen buscó en el cielo. Graham Ashby se había tomado muchas molestias para dejar encerrado al Club de París. Al este, la policía y los bomberos seguían combatiendo las llamas en los Inválidos.

El danés recorrió la plataforma, primero hacia el este y luego hacia el sur, y entonces los vio: un avión monomotor, seguido de cerca por un helicóptero militar, y un caza virando e iniciando el ascenso. La cercanía de los tres aparatos auguraba problemas.

El helicóptero se alejó para dar espacio al monomotor mientras este balanceaba las alas. Thorvaldsen oyó a los otros acercarse por detrás.

– Ahí llega nuestro destino -dijo el danés señalando con el dedo.

Larocque miró hacia el cielo despejado. El avión descendía con el morro apuntando directamente a la plataforma en la que se encontraban. Thorvaldsen vio un rayo de sol reflejarse en el metal por encima del helicóptero y el avión. Era el caza militar.

– Parece que alguien se ocupa del problema -comentó Thorvaldsen con despreocupación. Pero se dio cuenta de que abatir el aparato no era una opción viable. Entonces, se preguntó: ¿cómo se decidiría su destino?

Malone tiró de la palanca hacia la izquierda y la mantuvo en posición, resistiendo la sorprendente fuerza que intentaba devolverla al centro. Al principio creyó que era la caja gris la que pilotaba el avión, pero al parecer el Skyhawk había sufrido numerosas modificaciones. En algún lugar había otro cerebro controlando la trayectoria, pues hiciera lo que hiciera, el avión mantenía el rumbo.

Malone pisó los pedales y trató de recuperar un poco el control, pero el avión no respondía. Ahora iba directo a la Torre Eiffel. Supuso que habían escondido otro dispositivo de autodirección allí, igual que en los Inválidos, y la señal era irresistible para el Skyhawk.

– Dígale al Tornado que prepare el misil -ordenó-. Y haga retroceder más ese maldito helicóptero.

– No vamos a derribar ese avión contigo dentro -dijo Stephanie.

– No sabía que te preocupara tanto.

– Hay mucha gente debajo de ti.

Malone sonrió con suficiencia. Entonces se le ocurrió una idea. Si el dispositivo electrónico que controlaba el avión no podía manipularse físicamente, quizá podría engañarlos para que soltaran las riendas. Malone pulsó el cierre de admisión. La hélice se detuvo por completo.

– ¿Qué diablos ha ocurrido? -le preguntó Stephanie.

– He decidido cortar el riego sanguíneo al cerebro.

– ¿Crees que los computadores podrían desconectarse?

– Si no lo hacen, tenemos un grave problema.

Malone miró hacia el Sena, de un tono gris amarronado. Estaba perdiendo altura. Sin el motor alimentando los controles, la palanca era más holgada, pero todavía estaba rígida. El altímetro registraba 5.000 pies.

– Si esto sale bien, será por poco.

Sam salió corriendo del ascensor en lo alto de la torre. No había nadie en el mirador vallado. Decidió actuar con cautela. Si se equivocaba con Ashby, tendría que dar unas explicaciones imposibles. Se arriesgaba a ser descubierto, pero algo le decía que había que correr ese riesgo.

Sam miró a través de las ventanas, primero al este, luego al norte y finalmente al sur, y vio un avión. Se acercaba a toda velocidad junto a un helicóptero militar. Al diablo con la cautela.

Subió dando zancadas una de las dos escaleras metálicas que conducían al último mirador. La puerta de cristal estaba cerrada a cal y canto. Vio el candado en la parte inferior. No había manera de abrirlo sin llave. Bajó los escalones de tres en tres, cruzó la sala y probó la otra ruta. Lo mismo. Propinó un puñetazo a la gruesa puerta de cristal. Henrik estaba fuera y no podía hacer nada.

Eliza vio cómo la hélice dejaba de girar y el avión perdía altitud. El aparato se hallaba a menos de un kilómetro de distancia e iba directo hacia ellos.

– El piloto está loco -dijo uno de los miembros del club.

– Eso está por verse -apostilló Thorvaldsen con tranquilidad.

A Eliza le impresionó el temple del danés. Parecía conservar la calma pese a la gravedad de la situación.

– ¿Qué está pasando aquí? -le preguntó Robert Mastroianni-. No me uní al grupo para vivir esta experiencia.

Thorvaldsen se volvió hacia el italiano.

– Por lo visto, vamos a morir.

Malone probó los controles.

– Enciende otra vez ese motor -dijo Stephanie por radio.

– Eso intento.

Luego manipuló el conmutador. Se oyó un petardeo, pero el motor no arrancaba. Lo intentó de nuevo y se vio recompensado con una explosión. Seguía descendiendo y la cúspide de la Torre Eiffel se encontraba a menos de un kilómetro y medio de distancia.

Probó una vez más y, con un estallido, el motor se puso en marcha y la hélice empezó a generar velocidad. Malone no dio tiempo a que los aparatos electrónicos reaccionaran y aceleró al máximo. Entonces realizó un viraje y esquivó la torre, donde vio a gente señalándolo desde lo alto.

LVII

Sam vio cómo se acercaba un pequeño avión. Echó a correr por las escaleras y se dirigió a los ventanales de la cara sur. El aparato pasó a toda velocidad por delante con un helicóptero siguiéndolo de cerca.

En ese momento se abrieron las puertas del ascensor y de él salieron hombres uniformados. Uno de ellos era el jefe de seguridad al que había conocido antes.

– Las puertas de acceso al piso superior están cerradas -les informó-. Necesitamos una llave.

Thorvaldsen se fijó en la cabina del Cessna que pasó a escasos metros de él. Solo necesitó un instante para reconocer al piloto. Era Cotton Malone.

– Me he hecho con el control -dijo Malone.

Estaba ganando altitud. Decidió nivelar el aparato a 3.000 pies.

– Ha sido por un pelo -dijo.

– Por un pelo es poco -repuso Stephanie-. ¿Está respondiendo?

– Necesito un aeropuerto.

– Estamos en ello.

Malone no quería correr el riesgo de aterrizar en Orly o en el Charles de Gaulle.

– Busquen un aeródromo en otro lugar. ¿Qué tengo por delante?

– Me han dicho que una vez que salgas de la ciudad hay un bosque y un pantano a unos pocos kilómetros. Hay un aeródromo en Créteil, otro en Lagney y otro en Tournan.

– ¿Cuánto falta para llegar a campo abierto?

– Unos treinta kilómetros.

Malone verificó el combustible. La aguja marcaba cincuenta litros, los tanques estaban casi llenos. Al parecer, quienquiera que hubiese planeado aquello pretendía que la carga de gasolina ayudara al C-83.

– Encuéntrame una pista de aterrizaje -dijo a Stepha-nie-. Este avión tiene que tomar tierra.

– Hay una pista privada en Evry, a cuarenta kilómetros de distancia. Está aislada, no hay nada allí. Los hemos alertado para que despejen la zona. ¿Cómo está el avión?

– Suave como una mujer.

– Ya te gustaría.

De repente, la hélice hizo un extraño ruido. Malone miró a través del parabrisas, por encima de la capota del motor, y vio cómo se detenía. El motor volvió a arrancar por sí solo. La palanca de mando se le escapó de las manos y el avión viró bruscamente a la derecha. El motor alcanzó su velocidad máxima y se desplegaron los flaps. Algo o alguien trataba de recobrar el control.

– ¿Qué sucede? -preguntó Stephanie.

– Supongo que a este cacharro no le ha gustado mi comentario despectivo. Tiene un cerebro propio.

Malone se revolvió en el asiento mientras la cabina se nivelaba y entonces el avión viró a la izquierda. Quizá su sistema electrónico estuviera dañado y el transceptor buscaba la señal que había seguido antes hacia la Torre Eiffel.

El Skyhawk buscaba altitud e inició un ascenso, pero se detuvo con la misma rapidez. La estructura del avión se sacudía como un caballo desbocado. La palanca de mando vibraba con fuerza. Los pedales oscilaban arriba y abajo.

– Esto no va a funcionar. Que el caza se prepare para disparar. Voy a levantar este trasto tanto como pueda y luego saltaré. Dile que me deje cierto margen y que abra fuego.

Por una vez, Stephanie no discutió.

Malone inclinó el morro hacia arriba. Forzó el retroceso de los flaps y resistió con brío, obligando al Skyhawk a ascender contra su voluntad. El motor empezó a funcionar, como un carro subiendo a duras penas una empinada cuesta. Sus ojos se clavaron en el altímetro. 4.000 pies. 5.000. 6.000. Sus oídos estallaron.

Decidió que 8.000 pies serían suficientes y cuando la aguja superó esa marca, soltó la palanca. Mientras esperaba que el avión se estabilizara, se quitó los auriculares y se puso de nuevo el gorro de lana. No le hacía ninguna gracia lo que podía pasar en los próximos minutos.

Malone giró el picaporte y abrió la puerta. Una ráfaga de aire frío entró en la cabina. Sin dar tiempo a que el miedo se apoderara de él, salió empujándose con los pies para que el impulso lo alejara del fuselaje.

Sólo había saltado de un avión en dos ocasiones, una de ellas en la escuela de pilotos y una segunda el año anterior, sobre el Sinaí, pero recordaba lo que le había enseñado la Armada. Debía arquear la espalda, extender brazos y piernas y no permitir que el cuerpo girara sin control. No llevaba altímetro y decidió calcular la caída libre contando. Debía abrir el paracaídas a unos 5.000 pies. Se llevó la mano derecha al pecho. “Nunca esperes”, le advertía siempre su instructor de vuelo, y tardó unos aterradores instantes en encontrar la anilla. Malone miró hacia arriba y vio que el Skyhawk proseguía su errático viaje, buscando su objetivo a una altura siempre cambiante. El tiempo pareció ralentizarse mientras caía. Un collage de campos y bosques se extendía a sus pies. Vio el helicóptero a su derecha, vigilándolo. Contó hasta diez y tiró de la anilla.

Eliza oyó pasos y, al darse la vuelta, vio a los agentes de seguridad doblando la esquina del mirador.

– ¿Están todos bien? -preguntó en francés el hombre que iba a la cabeza.

Eliza asintió.

– Sí. ¿Qué ha ocurrido?

– No estamos seguros. Al parecer alguien bloqueó las puertas de acceso a esta plataforma y ese pequeño avión ha estado a punto de estrellarse aquí.

Aquello no hacía más que confirmar las palabras de Thorvaldsen. Eliza miró al danés, pero este no prestaba atención. El anciano se encontraba al borde de la plataforma, con las manos en los bolsillos de su abrigo y mirando hacia el sur, donde el avión había estallado en el cielo. El piloto había saltado unos minutos antes y ahora descendía en paracaídas, mientras un helicóptero lo vigilaba atentamente describiendo círculos. Algo iba mal, e iba mucho más lejos que la traición de Graham Ashby.

El paracaídas se abrió bruscamente y Malone miró las cuerdas con la esperanza de que ninguna se enmarañara. Una potente ráfaga de viento se vio reemplazada al instante por el batir de la tela cuando la campana se llenó de aire. Todavía estaba a gran altura, probablemente a más de 5.000 pies, pero no le importaba. El paracaídas se había abierto y ahora descendía con suavidad hacia tierra firme.

A unos cuatrocientos metros de distancia divisó la estela de un misil y siguió su trayectoria. Momentos después se formó una enorme bola de fuego en el cielo, como una estrella convirtiéndose en supernova, y el C-83 destruyó el Skyhawk. La gran envergadura de la deflagración confirmó sus sospechas: aquel avión era el problema real.

El Tornado pasó por encima de su cabeza y vio que el helicóptero lo seguía a unos ochocientos metros de distancia.

Malone intentó elegir el mejor lugar para el aterrizaje. Agarró los tensores e inclinó el casquete rectangular hacia abajo, como unos flaps cerrándose sobre las alas, lo cual precipitó un descenso en espiral e incrementó la velocidad. Treinta segundos después, sus pies tomaban contacto con un sembrado y empezaba a rodar por el suelo. Sus orificios nasales se colmaron del olor mohoso de la tierra revuelta. No le importó. Estaba vivo.

Thorvaldsen observó el paracaídas en la distancia. No había necesidad de guardar las apariencias por más tiempo. Graham Ashby había mostrado su auténtica cara, pero Malone también lo había hecho. Lo que acababa de acontecer era obra de algún gobierno, lo cual significaba que Malone trabajaba con Stephanie, con los franceses o con ambos. Y esa traición tendría represalias.

Загрузка...