Cuarta parte

LVIII

Ashby bajó como una exhalación las escaleras hacia la planta baja. Había calculado su huida con escaso margen, consciente de que dispondría de solo unos preciados minutos. El plan era cruzar la avenida Gustave Eiffel y abrirse paso por el Champ de Mars hasta la Place Jacques Rueff, el núcleo de la antigua plaza de armas. Justo al este, en la avenida J. Bouvard, le aguardaba un auto, en el que viajaba Caroline. Al final, Ashby tendría que dar ciertas explicaciones, habida cuenta de lo que su compañera estaba a punto de presenciar, pero tenía preparadas algunas mentiras.

Continuó bajando las escaleras.

Su acuerdo con Peter Lyon había sido muy claro. No había contratado al surafricano para hacer lo que Larocque quería: estrellar un avión contra la iglesia del Domo y perpetrar otros dos atentados simultáneos en Aviñón y Burdeos. Por el contrario, Ashby había limitado su acuerdo a París y había convertido la Torre Eiffel en su objetivo. Nunca había entendido cuáles eran las pretensiones de Larocque, aunque, tras escuchar su presentación, comprendía algunas cosas. Al parecer, el terror podía resultar provechoso.

Ashby llegó al último tramo de escaleras. Se había quedado sin resuello, pero se alegraba de pisar tierra firme. Se convenció de que debía tranquilizarse y caminar a paso lento. Varios hombres de aspecto viril vestidos de camuflaje y empuñando rifles automáticos patrullaban el asfalto. Bajo la base de hierro, centenares de personas formaban largas colas, a la espera de que los ascensores abrieran a la una del mediodía. Por desgracia, eso no iba a suceder. La Torre Eiffel estaba a punto de desaparecer.

En su versión alterada del plan de Eliza Larocque, había pactado con Lyon que los Inválidos fuese una distracción, una manera de generar tanta confusión como fuese posible. A Lyon se le había dicho en todo momento que la torre era su objetivo primordial. No necesitaba saber que acabaría con el Club de París por completo, Larocque incluida. Eso no era importante. ¿Y qué más le daba a Lyon? Él tan solo proporcionaba los servicios que un cliente solicitaba. Y, para él, Ashby era el cliente. Culpar a Lyon de lo que estaba a punto de ocurrir sería tarea fácil. Justificar su ausencia en la torre ante los estadounidenses también. Larocque lo había excusado de la reunión para el resto del día. Le había encargado una misión. ¿Quién iba a contradecirla?

Ashby pasó por debajo del arco suroeste y abandonó la torre. Siguió andando, contando los segundos en su cabeza. Consultó su reloj. Era mediodía. No tenía ni idea de la ruta que seguiría el avión, tan solo que estaría allí en cualquier momento. Cruzó la avenida Gustave Eiffel y se adentró en el Champ de Mars.

Ya se había alejado bastante, así que se relajó. Peter Lyon era uno de los asesinos más experimentados del mundo. Sí, a pesar de la intervención de los estadounidenses, nunca llegarían hasta Lyon. Y ahora, con la tragedia que estaba a punto de acontecer, tendrían que lidiar con muchas más cosas. Él había informado sobre los Inválidos, había cumplido su parte del trato. El carro en llamas que había visto enfrente de la iglesia del Domo sin duda formaba parte del espectáculo de Lyon, que también había de proporcionarle la excusa perfecta que daría a los estadounidenses. Lyon había cambiado de planes. Por lo visto, el surafricano los había engañado a todos, incluido él.

¿Y cuál sería el resultado? Se libraría de los estadounidenses y de Eliza Larocque y, si todo seguía su curso, conservaría todos los depósitos del club y encontraría el tesoro perdido de Napoleón, con el que también se quedaría. Era una buena recompensa. Su padre y su abuelo estarían orgullosos de él.

Ashby no dejó de andar, esperando la explosión, preparado para reaccionar como lo haría cualquier transeúnte sobrecogido. Oyó el rumor cada vez más fuerte de un avión y el zumbido de unos rotores. ¿Un helicóptero?

Se detuvo, dio media vuelta y miró al cielo justo cuando un monomotor que volaba casi en perpendicular al suelo erraba el impacto contra la plataforma del tercer piso por varios centenares de metros. Un helicóptero militar seguía al aparato a toda velocidad. Ashby abrió los ojos alarmado.

Thorvaldsen salió del ascensor con los demás miembros del Club de París. Ahora todos habían regresado a la plataforma del primer piso. Los agentes de seguridad que abrieron las puertas de cristal de la planta superior no habían ofrecido explicación alguna sobre el motivo por el que quedaron atrapados, pero él conocía la respuesta. Graham Ashby había planeado otro asesinato en masa.

El danés vio a los otros entrar en la sala de reuniones. La mayoría estaban agitados, pero mantenían una apariencia de tranquilidad. Mientras habían estado en lo alto, Thorvaldsen no se había guardado sus comentarios y había percibido la reacción de los demás al escuchar sus observaciones sobre Graham Ashby. También había notado el enfado de Larocque, tanto con él como con Ashby.

Thorvaldsen se hallaba cerca de la barandilla exterior, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, y vio que Larocque se dirigía hacia él.

– Acabemos de una vez con esta farsa -dijo Thorvaldsen-. Se me ha agotado la paciencia para complacerla.

– ¿Es eso lo que ha estado haciendo?

– Graham Ashby ha intentado asesinarnos a todos.

– Lo sé. ¿Era necesario decírselo a todo el mundo?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– Debían saber lo que les deparaba el futuro. Y yo me pregunto: ¿qué planeaba usted? No subimos allí simplemente para disfrutar de la vista.

Larocque le dedicó una mirada burlona.

– No pensará en serio que yo iba a tomar parte de esta locura. Lo que está insinuando es ridículo.

Larocque parecía a un tiempo asombrada, horrorizada, repugnada y fascinada por la indignación de Thorvaldsen.

– He venido por Graham Ashby -confesó el danés-. La he utilizado para acercarme a él. Al principio creí que lo que estaba maquinando usted merecía la pena. Quizá sea así, pero ya no me importa. No después de lo que acaba de intentar Ashby.

– Le aseguro, Herre Thorvaldsen, que no se puede jugar conmigo, como pronto descubrirá lord Ashby.

Thorvaldsen adoptó un tono de fría determinación.

Madame,permítame aclararle algo. Debería estar agradecida de que ya no sienta interés alguno por sus planes. De lo contrario, me interpondría en su camino, pero me da absolutamente igual. No es asunto mío. Sin embargo, usted tiene varios problemas. El primero es Ashby. El segundo es el gobierno estadounidense. Ese avión iba pilotado por un ex agente del Departamento de Justicia llamado Cotton Malone. Su jefa, que pertenece a ese mismo departamento, está aquí y supongo que conoce al detalle sus intrigas. Sus planes ya no son ningún secreto.

El danés se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.

Ella lo agarró del brazo.

– ¿Quién se ha creído que es? A mí no se me puede despreciar a la ligera.

Thorvaldsen se aferró a la ira que agitaba su fuero interno. La gravedad de lo que había sucedido había supuesto un duro golpe para él. Cuando el avión se aproximó a la cúspide de la torre se dio cuenta de que su falta de atención podría haberle impedido cumplir su objetivo último. En cierto sentido, se alegraba de que Malone hubiese impedido la colisión. Por otro lado, la enfermiza y paralizante idea de que su amigo le había traicionado le dolía más de lo que nunca hubiese imaginado.

Necesitaba encontrar a Malone, a Stephanie y a Ashby y terminar con todo aquello de una vez. El Club de París ya no era parte de la ecuación, ni tampoco aquella ridícula mujer que le miraba con un odio irrefrenable.

– Suélteme -le dijo apretando los dientes.

Larocque hizo caso omiso. Thorvaldsen se zafó.

– Apártese de mi camino -la exhortó.

– No pienso aceptar órdenes suyas.

– Si quiere seguir viva, será mejor que lo haga, porque si interfiere de cualquier manera, la mataré.

Entonces el danés se marchó.

Ashby vio el carro esperando en la acera con Caroline dentro. El tráfico empezaba a colapsar en los bulevares paralelos al Champ de Mars. Las puertas de los vehículos se abrían y la gente señalaba al cielo.

La preocupación lo invadió. Necesitaba irse. El avión no había destruido la Torre Eiffel. Peor aún, Eliza Larocque sabía que había intentado matarlos a todos. ¿Cómo no iba a saberlo?

¿Qué había ocurrido? ¿Lo había traicionado Lyon? Había pagado la primera mitad de sus honorarios. El surafricano tenía que saberlo. ¿Por qué no había cumplido, sobre todo teniendo en cuenta que había sucedido algo en la iglesia del Domo, donde el humo que emanaba de la cara este confirmaba que el fuego seguía ardiendo? Y luego estaba la cuestión del pago restante. Tres veces los honorarios habituales. Era mucho dinero. Ashby entró en el carro. Caroline iba sentada frente a él en la parte posterior y Guildhall al volante. Necesitaba mantener a Guildhall cerca de él.

– ¿Has visto lo cerca que ha pasado ese avión de la torre? -preguntó Caroline.

– Sí, lo he visto -Ashby se alegró de no tener que dar más explicaciones.

– ¿Has acabado con tus negocios?

Eso quisiera él.

– Por ahora -Ashby miró el rostro sonriente de Caroline-. ¿Qué pasa?

– He resuelto el acertijo de Napoleón.

LIX

Malone estaba tumbado sobre la hierba, que el frío invernal había teñido de marrón, y vio aterrizar el helicóptero. La puerta del compartimento trasero se abrió y Stephanie bajó de un brinco seguida del soldado. Malone se soltó el arnés, se puso en pie y vio que Stephanie lo miraba con inquietud.

– Dile a los franceses que estamos empatados.

Stephanie sonrió.

– O, mejor aún -agregó-. Diles que me deben una.

Malone vio cómo el soldado recogía el paracaídas, todavía inflado.

– Lyon ha sido muy arrogante dándoselas de listo en nuestra cara -dijo Malone-. En Londres fue muy agudo con las torres en miniatura y no se esforzó en ocultar sus ojos ámbar. De hecho, se tomó la molestia de enfrentarse a mí. En cualquier caso, no tenía nada que perder. Si impedíamos el ataque, le endosaba el muerto a Ashby. Si fallábamos, hacía feliz al cliente. Dudo que le importara realmente el resultado final -eso explicaba las distracciones de los Inválidos y los otros aviones-. Tenemos que encontrar a Ashby.

– Hay un problema más urgente -repuso Stephanie-. Cuando pasamos junto a la cúspide de la torre vi a Henrik.

– Ha tenido que verme en la cabina.

– Eso mismo pienso yo.

El soldado llamó a Stephanie y señaló su radio portátil. Ella respondió a la llamada y volvió a toda prisa.

– Tenemos algo -dijo haciendo un gesto en dirección al helicóptero-. Han triangulado las señales enviadas a esos aviones. Tenemos una localización en tierra.

Sam escapó de lo alto de la torre cuando un destacamento de seguridad desbloqueó las salidas del mirador, cumpliendo las instrucciones de Stephanie, que le había ordenado que no corriera peligros innecesarios. Regresó a la primera plataforma mucho antes de que el Club de París bajara y de que los miembros entraran de nuevo en la sala de reuniones. Había presenciado el enfrentamiento entre Eliza Larocque y Henrik. Aunque no alcanzó a escuchar lo que decían, no era difícil percibir la tensión, sobre todo cuando el danés se zafó de las garras de Larocque. No había recibido noticias de Stephanie y no había manera de colarse otra vez en la sala de reuniones, de modo que decidió marcharse.

Alguien había intentado estrellar un avión contra la Torre Eiffel y había estado a punto de conseguirlo. El ejército obviamente estaba al corriente, como demostraba el helicóptero que volaba por encima del aparato. Necesitaba contactar con Stephanie.

Sam se quitó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa. Su ropa y su abrigo estaban en la comisaría de policía, debajo del pilón sur, donde él y Meagan se habían cambiado.

El joven se detuvo en el centro de la primera plataforma y miró a la gente que se agolpaba abajo. Centenares de personas hacían cola. Una explosión doscientos setenta y cinco metros por encima de sus cabezas habría sido terrible. Era curioso que las autoridades no estuviesen evacuando el lugar. De hecho, el caos que reinaba arriba se había visto reemplazado por una calma absoluta, como si nada hubiese ocurrido. Sam intuyó que Stephanie Nelle había influido en esa decisión.

Sam se apartó de la barandilla e inició el descenso por los escalones metálicos. Henrik Thorvaldsen había desaparecido. El joven había decidido no enfrentarse a él. No podía, allí no.

A medio camino, el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo empezó a vibrar. Stephanie les había entregado uno a cada uno y había introducido en la agenda los números de Sam y Meagan, además del suyo. Sam cogió el aparato y respondió.

– Estoy en un taxi -dijo Meagan-. Siguiendo a Ash-by. He tenido suerte de encontrar uno. Huyó, pero se entretuvo el tiempo suficiente para ver pasar el avión. Estaba alterado, Sam.

– Todos lo estábamos.

– No me refiero a eso -su voz denotaba sorpresa-. Parecía no creer que el avión hubiese errado el blanco.

Eliza miró al grupo, pero en su mente se arremolinaban tantos pensamientos contradictorios que era difícil concentrarse.

– ¿Qué ha pasado ahí arriba? -preguntó uno de los miembros.

– El personal de seguridad está investigando, pero parece que el avión ha sufrido una falla mecánica. Por suerte, el problema ha podido rectificarse a tiempo.

– ¿Por qué estaban cerradas las puertas de salida?

Eliza no podía decirles la verdad.

– Pronto sabremos la respuesta a eso también.

– ¿A qué se refería Herre Thorvaldsen cuando dijo que aquel avión era nuestro destino, que íbamos a morir y que lord Ashby estaba implicado?

Eliza se temía aquella pregunta.

– Al parecer existe una enemistad personal entre lord Ashby y Herre Thorvaldsen que yo desconocía hasta hace unos momentos. Debido a esa animosidad, he pedido a Herre Thorvaldsen que renuncie a formar parte del grupo y ha aceptado. Se ha disculpado por el nerviosismo o los inconvenientes que haya podido ocasionar.

– Eso no explica lo que ha dicho en el mirador -espetó Robert Mastroianni.

– Creo que más bien estaba pensando en voz alta. Siente una gran aversión por lord Ashby.

Su miembro más reciente no parecía satisfecho.

– ¿Dónde está Ashby?

Eliza inventó otra mentira.

– Se ha marchado, a petición mía, para hacerse cargo de otro asunto de vital importancia. Puede que no esté presente en lo que queda de reunión.

– Eso no es lo que ha dicho usted arriba -señaló uno de ellos-. Preguntó dónde estaba.

Eliza se dio cuenta de que aquellos hombres y mujeres no eran estúpidos. “No los trates como tales”.

– Sabía que iba a marcharse. Simplemente, ignoraba que ya lo hubiese hecho.

– ¿Adonde ha ido?

– Lord Ashby está buscando ese tesoro no documentado del que les he hablado y ha encontrado una nueva pista. Hace un rato pidió que lo excusaran para poder estudiar sus posibilidades.

Eliza se expresaba con tranquilidad y firmeza, pues había aprendido hacía mucho tiempo que no solo importaba lo que uno dijera, sino cómo lo dijera.

– ¿Vamos a seguir adelante con el club? -preguntó otro miembro.

Eliza detectó el matiz de sorpresa que encerraba la pregunta.

– Por supuesto. ¿Por qué no?

– ¿Quizá porque hemos estado a punto de ser asesinados? -apostilló Mastroianni.

Eliza tenía que aliviar sus temores y la mejor manera de acallar cualquier especulación era hablar del futuro.

– Estoy convencida de que todos ustedes experimentan riesgos a diario, pero ese es precisamente el motivo por el que estamos aquí: para minimizar ese riesgo. Todavía hay mucho de que hablar y muchos millones de euros que ganar. ¿Qué tal si aunamos esfuerzos y nos preparamos para el futuro?

Malone se acomodó en el asiento trasero del helicóptero y disfrutó del chorro de aire de la calefacción.

– La señal enviada a los aviones procede de un tejado cercano a Notre Dame -le dijo Stephanie a través de los auriculares-. En la Île St. Louis, una isla situada detrás de la catedral. La policía parisina ha sometido el edificio a vigilancia. Hemos utilizado puestos de seguimiento de la OTAN para determinar con precisión el lugar.

– Lo cual nos lleva a hacernos una pregunta obvia.

Malone vio que Stephanie lo entendía.

– Lo sé -dijo ella-. Demasiado sencillo. Lyon va dos pasos por delante de nosotros. Estamos persiguiendo su sombra.

– No, peor aún. Las sombras nos persiguen a nosotros.

– Lo sé, pero es lo único que tenemos.

Sam se bajó del taxi y pagó al conductor. Se encontraba a una manzana de distancia de los Campos Elíseos, en un barrio comercial de lujo que acogía firmas como Louis Vuitton, Hermès, Dior y Chanel. Siguió las indicaciones que le había facilitado Meagan y ahora se hallaba frente al Four Seasons, un hotel de ocho plantas caracterizado por su arquitectura de los años veinte.

El joven miró alrededor y vio a Meagan al otro lado de la calle. No se había entretenido en cambiarse, aunque había recuperado el abrigo y su ropa antes de escapar de la Torre Eiffel. Ella todavía llevaba la camisa y los pantalones del uniforme de camarero. También había traído la ropa de Meagan.

– Gracias -dijo ella mientras se ponía el abrigo.

Estaba temblando. Cierto, el aire era frío, pero Sam intuyó que había algo más. Le pasó una mano por la espalda para tranquilizarla, cosa que ella pareció agradecer.

– ¿Estabas arriba? -preguntó.

Sam asintió.

– Estuvo cerca, Sam.

El joven coincidió, pero todo había terminado.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Ashby y su séquito han entrado en el hotel.

– ¿Qué se supone que debemos hacer ahora?

Meagan pareció reunir fuerzas y echó a andar hacia un estrecho callejón situado entre dos edificios.

– Piensa en ello, Sherlock, mientras me cambio.

Sam sonrió ante aquella muestra de confianza e intentó serenarse él también. Llamar a Stephanie o Malone podía ser un problema. Le habían ordenado que no siguiera a nadie. Por supuesto, Stephanie Nelle no había previsto que un avión estaría a punto de estrellarse contra la Torre Eiffel. Había hecho lo que le había parecido más adecuado y, hasta el momento, había pasado desapercibido. O tal vez no. Puede que Thorvaldsen lo viera en la sala de reuniones, pero nadie mencionó que el danés estaría allí. Sam tomó una decisión: pedir consejo a la única persona que se lo había pedido a él.

Malone saltó del helicóptero cuando el aparato aterrizó en tierra sobre un frondoso césped detrás de Notre Dame. Un oficial de policía uniformado los esperaba mientras ellos se alejaban del vendaval que levantaban las aspas.

– Tenía usted razón -le dijo el policía a Stephanie-. El propietario del edificio ha confirmado que un hombre de ojos ámbar dejó un apartamento de la cuarta planta hace una semana. Pagó tres meses por adelantado.

– ¿El edificio es seguro? -preguntó ella.

– Lo tenemos rodeado. Con discreción, como usted pidió.

Malone percibió de nuevo los impedimentos que parecían frenarlos a él y a Stephanie. No iban por buen camino. Una vez más, Lyon no se había tomado la molestia de borrar sus huellas.

Malone ya no llevaba el sucio overol de vuelo. Se enfundó de nuevo su chaqueta de cuero y recuperó su Beretta. Tenía pocas opciones, así que echó a andar.

– Veamos qué nos tiene preparado ese hijo de puta esta vez.

LX

Ashby estaba sentado en una de las suites reales del Four Seasons.

– Traiga a los Murray -ordenó a Guildhall-. Los quiero en Francia antes de que anochezca.

Caroline parecía leerle los pensamientos con la mirada. Ashby tenía la cara roja e hinchada, tanto por el frío como por los nervios, y su voz sonaba cansada y gutural.

– ¿Qué pasa, Graham? -preguntó.

Ashby quería a aquella mujer como aliada, de modo que respondió contándole parte de la verdad.

– El negocio ha salido mal. Me temo que madame Larocque estará bastante molesta conmigo, lo suficiente para querer hacerme daño.

– ¿Qué has hecho?

Ashby sonrió.

– Simplemente tratar de huir de las incesantes garras de otros.

En ese momento dejó que sus ojos recorrieran las piernas bien formadas de Caroline y la curva de sus caderas. El mero hecho de contemplar aquellas líneas perfectas liberaba su mente de las tribulaciones, aunque fuese solo por unos instantes.

– No puedes culparme por eso -añadió Ashby-. Por fin hemos vuelto a aguas poco profundas. Yo sólo quería terminar con Eliza. Está loca, ya lo sabes.

– ¿Y necesitamos a los Murray y al señor Guildhall?

– Y posiblemente a más hombres. Esa zorra está muy enfadada.

– Entonces démosle algo que la hará subirse por las paredes.

Ashby había estado esperando que le explicara su descubrimiento. Caroline se levantó y cogió una cartera de piel que había en una silla cercana. En su interior encontró una hoja de papel en la que aparecían escritas las catorce líneas del libro merovingio, anotadas por el propio Napoleón.

– Es igual que el que encontramos en Córcega -dijo Caroline-. El de la letra alzada que reveló el salmo treinta y uno, escrito también por Napoleón. Cuando coloqué una regla debajo de las líneas lo entendí todo.

Caroline sacó una regla y se lo demostró. Ashby comprobó de inmediato que unas letras eran más altas que otras.

– ¿Qué dice?

Caroline le dio otro trozo de papel y allí vio todas las letras destacadas.

ADOGOBERTROIETASIONESTCETRESORETILESTLAMORT

– No ha sido fácil formar las palabras -dijo Caroline-. Sólo hay que añadir algunos espacios. Entonces mostró otra hoja.


A DOGOBERT ROI ET A SION EST CE

TRESOR ET IL EST LA MORT


Caroline tradujo del francés.

– Al rey Dagoberto y a Sión pertenece el tesoro y él está muerto allí.

Ashby se encogió de hombros en señal de pesimismo.

– ¿Qué significa?

Los seductores labios de Caroline dibujaron una sonrisa maliciosa.

– Mucho.

Malone entró en el edificio empuñando la pistola y subió las escaleras. Stephanie lo siguió.

La policía parisina esperaba fuera.

Nadie sabía con certeza con qué se iban a encontrar, así que cuanta menos gente entrara, mejor. La contención se estaba convirtiendo en un problema, sobre todo teniendo en cuenta que dos monumentos nacionales habían sido atacados y que se habían derribado dos aviones. El presidente Daniels les había asegurado que los franceses se ocuparían de la prensa.

– Ustedes céntrense en atrapar a Lyon -ordenó.

Llegaron a la cuarta planta y encontraron la puerta del apartamento que había dejado el hombre de los ojos ámbar semanas antes. El propietario les había proporcionado una llave maestra.

Stephanie se situó a un lado, pistola en mano. Malone balanceó su cuerpo hacia el otro lado y llamó a la puerta. No esperaba que nadie respondiese, así que metió la llave en la cerradura, giró el pomo y abrió. Esperó unos segundos y entonces miró por el costado de la jamba. El piso estaba totalmente vacío, salvo por un objeto.

En el suelo de madera yacía un computador portátil con la pantalla mirando hacia ellos y un contador en marcha.

Dos minutos.

1.59.

1.58.


Thorvaldsen había llamado siete veces al teléfono móvil de Malone y siempre le había saltado el contestador automático, lo cual le angustiaba cada vez más. Necesitaba hablar con él y, lo que era más importante, necesitaba encontrar a Graham Ashby. No había ordenado a sus investigadores que siguieran al británico cuando este había abandonado Inglaterra por la mañana. Supuso que tendría controlado a Ashby en la Torre Eiffel hasta última hora de la tarde. Para entonces, sus hombres estarían en Francia listos para entrar en acción. Pero Ashby tenía otros planes. Thorvaldsen estaba solo en su habitación del Ritz. ¿Qué debía hacer ahora? Estaba desorientado. Había planeado su estrategia al detalle, previéndolo casi todo, excepto el asesinato en masa del Club de París. Debía reconocer que Ashby había sido innovador. Eliza Larocque debía de estar confusa. Sus meticulosos planes se habían ido al traste. Al menos se había dado cuenta de que el danés le decía la verdad sobre el supuestamente fiable lord británico. Ahora Ashby tenía a dos personas que deseaban acabar con él, lo cual le trajo de nuevo a la mente a Malone, el libro y Murad. ¿Quizá el profesor sabía algo?

En ese momento sonó su teléfono móvil. La pantalla advertía que era un número oculto, pero respondió de todos modos.

– Henrik -dijo Sam Collins-. Necesito su ayuda.

Thorvaldsen quería saber si todos los que lo rodeaban eran unos embusteros.

– ¿Qué has estado haciendo?

Al otro lado del aparato se hizo el silencio. Finalmente, Sam respondió:

– He sido reclutado por el Departamento de Justicia.

El danés se alegró de que el joven le dijera la verdad, así que decidió corresponderle.

– Te he visto en la Torre Eiffel. En la sala de reuniones.

– Eso me pareció.

– ¿Qué está ocurriendo, Sam?

– Estoy siguiendo a Ashby.

Era la mejor noticia que había oído.

– ¿Para Stephanie Nelle?

– En realidad no, pero no tenía elección.

– ¿Tienes manera de contactarla?

– Me ha facilitado un número directo, pero no sabía si llamar. Quería hablar primero con usted.

– Dime dónde estás.

Malone se acercó al computador mientras Stephanie registraba las otras dos habitaciones del piso.

– Aquí no hay nada -gritó.

Malone se arrodilló. La pantalla proseguía la cuenta atrás, que se acercaba a un minuto. Vio una tarjeta de datos insertada en un puerto USB lateral, la fuente de la conexión sin cables. En la parte superior derecha de la pantalla, el indicador de batería indicaba un ochenta por ciento. La máquina no llevaba en marcha mucho tiempo.

Faltaban cuarenta y un segundos.

– ¿No deberíamos irnos? -preguntó Stephanie.

– Lyon sabía que vendríamos. Como en los Inválidos, si quisiera matarnos, hay maneras más sencillas que esta.

Veintiocho segundos.

– ¿Te das cuenta de que Peter Lyon es un cabrón sin escrúpulos?

Diecinueve segundos.

– Henrik ha llamado siete veces -le dijo a Stephanie mientras observaban la pantalla.

– Hay que ocuparse de él -respondió.

– Lo sé.

Doce segundos.

– A lo mejor te equivocas y sí hay una bomba aquí -musitó Stephanie.

Nueve segundos.

– No sería la primera vez.

Seis segundos.

– Eso no es lo que dijiste en el patio de honor.

Entonces apareció un cinco, después un cuatro, un tres, un dos, un uno.

LXI

Ashby esperó a que Caroline se explicara. Sin duda estaba disfrutando.

– Si vamos a creer en la leyenda -dijo ella-, solo Napoleón conocía el paradero de su tesoro. No confió esa información a nadie, que nosotros sepamos. Cuando se dio cuenta de que iba a morir en Santa Elena, tuvo que decírselo a su hijo.

Caroline señaló las catorce líneas.

– “Al rey Dagoberto y a Sión pertenece el tesoro y él esta muerto allí”. Es bastante simple.

Quizá para alguien con varios títulos en historia, pero no para él.

– Dagoberto era un merovingio que gobernó a principios del siglo vii. Unificó a los francos y convirtió a París en su capital. Fue el último merovingio que tuvo algún poder real. Después de eso, los reyes merovingios se convirtieron en gobernadores ineficaces que heredaban el trono de niños y solo vivían lo suficiente para engendrar un heredero varón. El auténtico poder estaba en manos de las familias nobles.

Ashby seguía pensando en Peter Lyon y Eliza Larocque y en la amenaza que suponían. Él quería pasar a la acción, no escuchar, pero se obligó a ser paciente. Caroline nunca lo había decepcionado.

– Dagoberto construyó la basílica de Saint-Denis al norte de París. Fue el primer rey enterrado en la iglesia -Caroline hizo una pausa-. Aún sigue allí.

Ashby intentó recordar lo que pudo de la catedral. El edificio se había construido sobre la tumba de San Dionisio, un obispo local martirizado por los romanos en el siglo iii y adorado por los parisinos. Era un edificio excepcional tanto por su construcción como por su diseño, y estaba considerado como uno de los primeros ejemplos de arquitectura gótica del planeta. Ashby recordó a un conocido suyo de origen francés que en una ocasión se jactó de que la mayor concentración de monumentos funerarios reales se encontraba en aquel lugar. Como si a él le importara. Aunque quizá debería importarle, sobre todo una tumba real en particular.

– Nadie sabe si Dagoberto está enterrado realmente allí -aclaró Caroline-. El edificio se erigió en el siglo v. Dagoberto gobernó a mediados del siglo vii. Donó tantas riquezas para la mejora de la basílica que en el siglo ix fue reconocido como su fundador. En el siglo xiii, los monjes le dedicaron un nicho.

– ¿Está allí Dagoberto o no?

Caroline se encogió de hombros.

– ¿Y qué más da? Ese nicho todavía se considera la tumba de Dagoberto, donde él yace muerto.

Ashby comprendió la importancia de sus palabras.

– ¿Eso es lo que creía Napoleón?

– Dudo que pensara otra cosa.

Malone miró fijamente el computador y la única palabra que aparecía en mayúsculas, enfatizada por tres signos de exclamación.

¡¡¡BAM!!!

– Qué interesante -dijo Stephanie.

– Lyon está obsesionado con las bombas.

La pantalla cambió y en ella apareció un nuevo mensaje.


¿CÓMO DICE LA EXPRESIÓN?

TARDE, MAL Y NUNCA.

QUIZÁ LA PRÓXIMA VEZ.


– Eso sí que es irritante -dijo Malone, pero vio algo más que frustración en los ojos de Stephanie y supo lo que le pasaba por la cabeza.

“Ni Club de París, ni Lyon, ni nada”.

– No es tan grave -agregó.

Stephanie pareció ver el brillo en los ojos de su compañero.

– ¿En qué estás pensando?

Malone asintió.

– En una manera de atrapar por fin a esta sombra.

Ashby miró la foto del monumento funerario de Dagoberto que Caroline había encontrado en la red. Un aire gótico dominaba su abigarrado diseño.

– Representa la leyenda de Juan el Ermitaño -dijo Caroline-. Soñó que unos demonios arrebataban el alma de Dagoberto, que después arrancaron de sus garras los santos Dionisio, Mauricio y Martín.

– ¿Y esto se encuentra dentro de la basílica de Saint-Denis?

Ella asintió.

– Adyacente al gran altar. De algún modo escapó a la ira de la Revolución Francesa. Antes de 1800, todos los monarcas franceses eran enterrados en Saint-Denis. Pero la mayoría de las tumbas de bronce se fundieron durante la Revolución Francesa y el resto fueron destruidas y apiladas en un jardín situado detrás del edificio. Los restos de todos los reyes Borbones se arrojaron a una fosa cercana.

Esa salvaje venganza le hizo pensar en Eliza Larocque.

– Los franceses se toman su ira bastante en serio.

– Napoleón atajó el vandalismo y restauró la iglesia -respondió Caroline-. La convirtió de nuevo en un camposanto imperial.

Ashby comprendió la importancia de todo aquello.

– ¿De modo que conocía la basílica?

– La conexión merovingia sin duda despertó su interés. Varios merovingios están enterrados allí, incluido, según él, Dagoberto.

La puerta de la suite se abrió y Guildhall apareció de nuevo. Un discreto gesto de cabeza anunció a Ashby que los Murray estaban en camino. Se sentiría mejor cuando estuviese rodeado de gente leal. Había que hacer algo con Eliza Larocque. No podía mirar siempre atrás, preguntándose si aquél sería el día en que por fin lo atraparía. Quizá podrían llegar a un acuerdo. Era viable negociar con ella. Pero Ashby había intentado matarla, algo que sin duda Larocque ya sabía en aquel momento. No importaba. Se ocuparía de ella más tarde.

– De acuerdo, cariño. Cuéntame. ¿Qué pasará cuando visitemos Saint-Denis?

– ¿Qué te parece si respondo a eso cuando lleguemos?

– ¿Tienes la respuesta?

– Creo que sí.

Thorvaldsen salió del taxi y vio a Sam y a una mujer al otro lado de la calle. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y cruzó. El tráfico era escaso en el bulevar bordeado de árboles, pues todas las boutiques de lujo estaban cerradas por Navidad. Sam parecía nervioso. Le presentó a aquella mujer y le explicó quién era.

– Parece que se han metido en un buen lío -dijo el danés.

– No teníamos muchas opciones -respondió Meagan Morrison.

– ¿Ashby sigue dentro? -preguntó Thorvaldsen señalando el hotel.

Sam asintió.

– Si es que no ha decidido marcharse por otra puerta.

Thorvaldsen contempló el Four Seasons y se preguntó cuál sería el siguiente movimiento de aquel confabulador.

– Henrik, yo estaba en lo alto de la torre -dijo Sam-. Subí después de que Ashby se fuera. Ese avión venía por el club, ¿verdad?

– Sin duda. ¿Qué hacías allí?

– Estaba preocupado por usted.

Aquellas palabras le hicieron pensar en Cai. Sam tenía más o menos la edad que tendría él si estuviese vivo. Muchas cosas de aquel joven estadounidense le recordaban a su hijo. Quizá por eso gravitaba hacia él. Eran el amor perdido y todos aquellos disparates de la sicología que, dos años atrás, no significaban nada para él. Ahora lo consumían. Pero, a través de la densa nube de amargura que parecía envolver cada uno de sus pensamientos, todavía podía escuchar una voz casi imperceptible que le decía que se calmara y pensara, así que miró a Sam y dijo:

– Cotton ha impedido que ocurriera ese desastre. Él piloteaba el avión.

Thorvaldsen percibió incredulidad en los ojos del joven.

– Como habrás visto, él y Stephanie son de lo más ingeniosos. Por suerte, estaban al corriente de todo -el danés hizo una pausa-. Igual que tú, por lo que veo. Lo que hiciste fue muy valiente. Te lo agradezco -entonces reveló por fin el objeto de su visita-. Me dijiste que podías contactar con Stephanie Nelle, ¿verdad?

Sam asintió.

– ¿La conoce? -le preguntó Meagan.

– Hemos trabajado juntos en varias ocasiones. Somos… viejos conocidos.

La joven no se mostró impresionada.

– Es una zorra.

– Puede serlo, sí.

– No sabía si llamarla -dijo Sam.

– Deberías haberlo hecho. Probablemente sepa lo de Ashby. Marca el número y hablaremos con ella.

LXII

Eliza se despidió de los últimos miembros del Club de París, que abandonaron La Salle Gustav Eiffel. Había logrado contenerse toda la tarde y frenar el maremoto de ansiedad que había barrido la sala. Cuando finalizó la sesión, las acusaciones de Thorvaldsen parecían olvidadas, o al menos aclaradas. Sin embargo, no podía decir lo mismo de sus temores. Por ello, dos horas antes había hecho una llamada durante una pausa.

El hombre al que buscaba pareció encantado de tener noticias suyas. Su monótona voz no dejó entrever ninguna emoción y se limitó a confirmar que estaba disponible y dispuesto a hacer negocios con ella. Eliza lo había conocido años atrás, cuando solicitó ayuda para lidiar con un deudor, alguien que creyó que la amistad le daba derecho a incumplir una obligación. Eliza hizo indagaciones sobre las capacidades de aquel hombre, se puso en contacto con él y, cuatro días después, el moroso pagó los varios millones de euros que debía. Nunca preguntó cómo lo había conseguido; simplemente se sintió satisfecha de que hubiese ocurrido. Desde entonces se habían dado otras tres “situaciones” parecidas. En todas ellas se había puesto en contacto con él. En todas ellas, la misión llegó a buen puerto. Esperaba que aquel día no fuese una excepción.

El hombre vivía en Montmartre, a la sombra de las cúpulas y los campanarios que se alzaban en el punto más alto de París. Eliza encontró el edificio en la Rue Chappe, una oscura calle con casas del Segundo Imperio, poblada ahora de tiendas modernas, bares y áticos de lujo.

Eliza subió las escaleras hasta el tercer piso y llamó suavemente a la puerta, identificada con un cinco de latón. El hombre que respondió era bajo y delgado, con un finísimo pelo gris. La curvatura de la nariz y la angulosidad de la mandíbula le recordaban a un halcón, que parecía un símbolo apropiado para Paolo Ambrosi. El hombre la invitó a entrar.

– ¿Qué puedo hacer hoy por usted? -preguntó Ambrosi con voz calmada.

– Siempre directo al grano.

– Es usted una persona importante. El tiempo es oro. Supongo que no ha venido aquí, en Navidad, para algo trivial.

Eliza captó el mensaje.

– ¿Y pagar los honorarios que usted merece?

Ambrosi asintió levemente con la cabeza, que era algo pequeña para su cuerpo.

– Esto es especial -dijo Eliza-. Hay que actuar con rapidez.

– ¿Qué significa con rapidez?

– Hoy.

– Supongo que dispondrá de la información necesaria para prepararlo como es debido.

– Lo llevaré directo al objetivo.

Ambrosi llevaba un jersey de cuello vuelto negro, un abrigo de tweed negro y gris y pantalones oscuros de pana que contrastaban con su tez pálida. Eliza se preguntaba cuáles eran las motivaciones de aquel siniestro personaje, pero pensó que probablemente fuese una larga historia.

– ¿Prefiere algún método en particular? -preguntó.

– Tan solo que sea lento y doloroso.

Los fríos ojos de Ambrosi eran inexpresivos.

– Su traición ha debido de ser inesperada.

Eliza apreciaba la habilidad de aquel hombre para leer sus pensamientos.

– Por no decir algo peor.

– ¿Tan grande es su necesidad de satisfacción?

– Desmedida.

– Entonces conseguiremos la absolución total.

Sam marcó el número en su teléfono móvil. No tardó en hallar respuesta al otro extremo de la línea.

– ¿Qué ocurre, Sam? -dijo Stephanie.

– Tengo a Ashby.

Le contó con todo lujo de detalles lo que había sucedido desde que abandonó la Torre Eiffel.

– Se suponía que no debías seguirle -dijo Stephanie.

– También se suponía que un avión no debía precipitarse sobre nosotros.

– Agradezco tu atrevimiento. No te muevas de donde estás…

Henrik le cogió el teléfono. Sin duda, su amigo quería hablar con Stephanie Nelle, y Sam quería saber por qué, así que dio un paso atrás y escuchó.

– Me alegra saber que el gobierno estadounidense interviene de forma directa -dijo Thorvaldsen.

– Y yo me alegro de hablar con usted, Henrik -respondió Stephanie con un tono que evidenció que estaba lista para la batalla.

– Ha interferido usted en mis asuntos -espetó el danés.

– Al contrario. Usted ha interferido en los nuestros.

– ¿Cómo es posible? Nada de esto concierne a Estados Unidos.

– No esté tan seguro. No es el único que está interesado en Ashby.

Thorvaldsen sintió un vacío en el estómago. Lo sospechaba, pero esperaba equivocarse.

– ¿Es valioso para ustedes?

– Como comprenderá, no puedo confirmar ni negar eso.

No necesitaba que Stephanie reconociera nada. Lo que acababa de acontecer en la Torre Eiffel lo explicaba todo.

– No cuesta imaginar lo que está pasando aquí.

– Digamos que hay más en juego que su venganza.

– No para mí.

– ¿Serviría de algo si le digo que lo entiendo, que yo haría lo mismo en su lugar?

– Aun así ha interferido.

– Le hemos salvado la vida.

– Le entregó el libro a Ashby.

– Lo cual fue buena idea. Le hizo bajar la guardia. Y le ha traído suerte, debo añadir. De lo contrario, ahora estaría usted muerto.

Thorvaldsen no estaba de humor para agradecimientos.

– Cotton me ha traicionado. En este momento no tengo tiempo para ocuparme de esa decepción, pero lo haré.

– Cotton utilizó la cabeza. Usted también debería hacerlo, Henrik.

– Mi hijo está muerto.

– No es preciso que me lo recuerde.

– Pues lo parece -Thorvaldsen hizo una pausa, cogió aire y se tranquilizó-. Esto es asunto mío, no suyo, ni de Cotton, ni del gobierno de Estados Unidos.

– Henrik, escúcheme. No se trata de usted. Hay un terrorista implicado en todo este asunto, un hombre llamado Peter Lyon. Llevamos diez años intentando darle caza. Por fin está al descubierto, donde podemos verle. Tiene que dejarnos acabar con esto, pero necesitamos a Ashby para hacerlo.

– ¿Y cuándo acabará?¿Qué hay del asesino de mi hijo?

Al otro lado del teléfono se impuso el silencio, lo cual le confirmó lo que ya sabía.

– Justo lo que pensaba. Adiós, Stephanie.

– ¿Qué piensa hacer?

Thorvaldsen colgó el teléfono y se lo devolvió a Sam. El joven y Meagan Morrison permanecían en silencio, mirando al danés con preocupación.

– ¿Ustedes también me traicionarán? -le preguntó a Sam.

– No.

La respuesta fue rápida. Quizá demasiado. Pero la anhelosa alma del joven deseaba demostrar su valía.

– Está saliendo alguien -dijo Meagan.

Thorvaldsen se dio media vuelta y miró el hotel, situado al otro lado del bulevar. En ese momento apareció Ashby y habló con el portero, quien rápidamente llamó a un taxi con un gesto. Thorvaldsen se volvió hacia los edificios que quedaban a su espalda. Podían verle.

– Va en ese taxi -dijo Sam.

– Llama a uno.

LXIII

En el muelle del Pont de l’Alma, Ashby subió al barco turístico. Al este, un carillón daba las tres de la tarde. Nunca había navegado por el Sena, aunque imaginaba que los cruceros eran bastante populares. Aquel día, solo una veintena de extranjeros ocupaban los asientos bajo una fuliginosa bóveda de plexiglás, que tenía capacidad para el doble de pasajeros. Ashby no entendía por qué Peter Lyon había insistido en reunirse en un sitio tan vulgar. La llamada se había producido una hora antes y una voz ronca le había dado las instrucciones sobre la hora y el lugar. Le pidió a Caroline que siguiera trabajando en lo que había descubierto y le dijo que volvería pronto. Había barajado la posibilidad de ignorar la cita con Lyon, pero no era tan estúpido. Además, había sido Lyon quien había fracasado, no él. Y luego estaba la cuestión de los honorarios que ya había pagado y la suma que aún adeudaba.

Ashby se sentó en la última fila y esperó diez minutos hasta que los motores se pusieron en marcha y el barco empezó a deslizarse sobre el agua en dirección a la Île de la Cité, situada al este. A través de un altavoz, una mujer describía en inglés las dos orillas y la panorámica mientras se oía el ruido de las cámaras fotográficas.

Un golpecito en el hombro llamó su atención y, al darse la vuelta, vio a un hombre alto y rubio de apariencia cosmopolita. Parecía rondar los sesenta y cinco años y llevaba el rostro cubierto por una espesa barba y un bigote. Era un aspecto muy distinto al del otro día, pero los ojos eran del mismo color ámbar. El hombre iba vestido con un abrigo de tweed y pantalones de pana, lo cual le daba un aire bastante europeo, como era habitual en él. Ashby lo siguió hasta la popa, fuera del cercado de plexiglás, donde quedaron a merced del frío. La guía turística seguía atrayendo la atención del público.

– ¿Cómo debo llamarlo hoy? -preguntó Ashby.

– ¿Qué le parece Napoleón? -su voz era ronca, gutural, más estadounidense en esta ocasión.

El barco pasó frente al Gran Palais, sito en la orilla derecha.

– ¿Puedo saber qué ha ocurrido?

– No, no puede -respondió Lyon.

Ashby no estaba dispuesto a aceptar aquella respuesta.

– Es usted el que ha fallado. Y no solo eso, sino que me ha delatado. Los estadounidenses están presionando. ¿Tiene idea de la situación que ha provocado?

– Son los estadounidenses los que han interferido,

– ¿Y le sorprende? Ya sabía que estaban implicados. Le pagué el triple de sus honorarios para compensar la intervención de los estadounidenses -su exasperación era manifiesta, pero no le importaba-. Dijo que sería todo un espectáculo.

– Todavía no sé a quién culpar -dijo Lyon-. Había planificado hasta el último detalle.

Ashby percibió aquel tono condescendiente que había llegado a odiar. Puesto que no podía revelar que había utilizado a Lyon para que hiciera el trabajo sucio, preguntó:

– ¿Qué se puede hacer para rectificar la situación?

– Eso es problema suyo. Yo ya he cumplido mi parte.

Ashby no podía creer lo que oía.

– Es usted…

– Quiero saber una cosa -le interrumpió Lyon-. ¿Qué esperaba conseguir matando a aquella gente en la torre?

– ¿Cómo sabe que quería matarlos?

– De la misma manera que sé lo de los estadounidenses.

Aquel hombre había averiguado muchas cosas, pero notó que Lyon no se mostraba tan confiado como de costumbre. Era agradable saber que incluso el diablo fracasaba de vez en cuando. Ashby decidió no restregarle el desastre por la cara. Todavía necesitaba a Lyon.

– Nunca habría podido deshacerme de ellos -dijo-. De Larocque en especial, así que decidí terminar con la relación de un modo que ella apreciaría.

– ¿Y cuánto dinero había de por medio?

Ashby se echó a reír.

– Le gusta ir al grano, ¿eh?

Lyon se levantó y se apoyó en la barandilla de popa.

– Siempre es una cuestión de dinero.

– Tengo acceso a varios millones en fondos del club depositados en mi banco. Así fue como le pagué. Me daba absolutamente igual cuánto cobrara. Por supuesto, ese dinero, o lo que queda de él, habría sido mío si su vuelo hubiese sido un éxito -Ashby dejó que sus palabras calaran, insinuando de nuevo quién era el responsable de la estafa. Se estaba cansando de aquel teatro y le molestaba la arrogancia de aquel hombre, y con cada segundo que pasaba ganaba aplomo.

– ¿Qué había realmente en juego, lord Ashby?

No pensaba responder.

– Más de lo que pueda imaginarse. Lo suficiente para compensar los riesgos que conlleva matar a esa gente.

Lyon no dijo nada.

– Yo le he pagado -aclaró Ashby-, pero no he recibido el servicio como prometió. A usted le gusta hablar de reputación y de lo importante que es para usted. Cuando fracasa, ¿se queda con el dinero de la gente?

– ¿Todavía quiere verlos muertos? -Lyon hizo una pausa-. Suponiendo que todavía me interese continuar con nuestra asociación.

– No tiene que asesinarlos a todos. ¿Qué tal solo a Larocque? Por lo que ya ha recibido y por el pago restante que le debo.

Thorvaldsen no había podido embarcar con Ashby. Sus agentes habían partido desde Inglaterra y llegarían en las próximas horas, así que no podía utilizarlos para seguirlo. En lugar de eso, optó por seguir a la lenta embarcación circulando en taxi por un concurrido bulevar paralelo al Sena.

En un primer momento consideró la opción de enviar a Sam o Meagan, pero le preocupaba que Ashby pudiera reconocerlos después de la reunión. Ahora tenía claro que no había elección.

– Quiero que subas en la próxima parada y averigües qué está haciendo Ashby. Entérate también de la ruta y llámame inmediatamente -le dijo a Sam.

– ¿Por qué yo?

– Si has podido disfrazarte para Stephanie Nelle, seguro que también puedes hacer esto por mí.

Thorvaldsen vio que su respuesta había hecho mella en el joven, como él pretendía.

Sam asintió.

– Sí, pero puede que Ashby me viera en la sala de reuniones.

– Ese es un riesgo que debemos correr. Aun así, dudo que preste mucha atención al servicio.

La carretera pasaba entre el Louvre, a la izquierda, y el Sena, a la derecha. El danés vio que el barco turístico se dirigía hacia un muelle situado justo debajo de la carretera e hizo una señal al conductor para que se detuviera en la curva. Abrió la puerta y Sam se bajó.

– Ve con cuidado -le dijo. Después cerró la puerta e indicó al conductor que se pusiera en marcha lentamente y que no perdiera de vista el barco.

– Todavía no ha respondido a mi pregunta -le dijo Lyon a Ashby-. ¿Qué es lo que está en juego?

Ashby se dio cuenta de que si pretendía contar con la ayuda de Lyon tendría que ceder un poco.

– Un tesoro incalculable, mucho mayor que los honorarios que yo le he pagado.

Ashby quería que aquel demonio supiera que ya no le intimidaba.

– ¿Y necesitaba que Larocque y los demás desaparecieran para conseguirlo?

Ashby se encogió de hombros.

– Solo ella. Pero pensé que, puestos a matar a gente, ¿por qué no acabar con todos?

– Le he subestimado, lord Ashby.

Hablaba en serio.

– ¿Y qué hay de los estadounidenses? ¿También los ha engañado?

– Les conté lo que debía y, dicho sea de paso, jamás lo habría delatado. Si las cosas hubieran salido bien, yo habría tenido mi libertad, el tesoro y el dinero del club y usted hubiera servido a su próximo cliente con el triple de sus honorarios en el bolsillo.

– Los estadounidenses fueron más listos de lo que esperaba.

– Parece que fue un error por su parte. Yo he cumplido y estoy dispuesto a pagar el resto. Siempre que…

El barco atracó junto al Louvre. Nuevos pasajeros subieron a bordo y tomaron asiento bajo la bóveda. Ashby guardó silencio hasta que los motores se pusieron en marcha y devolvieron la embarcación a las rápidas aguas del Sena.

– Lo escucho -dijo.

Sam decidió no sentarse demasiado cerca de la popa. Por el contrario, optó por mezclarse entre los dispersos viajeros pertrechados con sus cámaras de fotos. Bajo la bóveda se disfrutaba de cierto confort que procuraba el aire cálido de la calefacción del barco. Ashby y el otro hombre, el extraño enfundado en lana inglesa que lucía un cabello rubio peinado majestuosamente, estaban fuera, donde, imaginaba, debía de hacer un frío terrible.

El joven centró su atención en las orillas mientras un guía hablaba por los altavoces sobre la Île de la Cité y sus numerosas atracciones, que se encontraban justo enfrente. Sam fingió contemplar el paisaje para vigilar lo que acontecía. El guía mencionó que tomarían la ruta de la orilla izquierda para bordear la Île, pasando por Notre Dame en dirección a la Bibliothéque Francois Miterrand. En ese momento, Sam cogió el teléfono e informó rápidamente sobre el trayecto.

Thorvaldsen escuchó, colgó el teléfono y estudió la carretera.

– Cruce el río -le dijo al conductor-, luego gire a la izquierda hacia el Barrio Latino. Pero sígalo de cerca.

No quería perder de vista el barco turístico.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Meagan Morrison.

– ¿Cuánto hace que vives en París?

Meagan pareció sorprendida por la pregunta y se dio cuenta de que el danés estaba ignorando la suya.

– Varios años.

– Dime, ¿hay algún puente más allá de Notre Dame que lleve a la orilla izquierda?

Meagan vaciló. Thorvaldsen se percató de que la joven no desconocía la respuesta, sino que quería saber por qué era importante aquella información.

– Hay un puente pasada la basílica. El Pont de l’Archevêché.

– ¿Hay mucha circulación?

Meagan negó con la cabeza.

– Sobre todo transeúntes y algunos carros que cruzan en dirección a la Île St. Luis, que queda detrás de la catedral.

– Vaya allí -indicó al conductor.

– ¿Qué piensa hacer, jefe?

El danés ignoró la pulla y, sin inmutarse, dijo:

– Cumplir con mi deber.

LXIV

Ashby esperó a que Peter Lyon le dijera lo que quería oír.

– Puedo eliminar a Larocque -aseguró el surafricano en voz baja.

Se encontraban de cara al río, viendo cómo la estela espumosa del barco se disolvía en el agua gris amarronada. Les seguían dos barcos turísticos y varias embarcaciones privadas.

– Tiene que ser hoy mismo -aclaró Ashby-. Mañana como muy tarde. Larocque se va a poner muy desagradable.

– ¿Ella también quiere el tesoro?

Ashby decidió mostrarse contundente.

– Más de lo que imagina. Es una cuestión de honor familiar.

– Quiero saber más acerca de ese tesoro.

Ashby no quería responder, pero no tenía elección.

– Son las riquezas perdidas de Napoleón, un tesoro incalculable. Lleva desaparecido doscientos años, pero creo haberlo encontrado.

– Tiene suerte de que su tesoro no me interese. Prefiero la moneda de curso legal.

La expedición pasó frente al Palais de Justice y por debajo de un puente atestado por el tráfico.

– Imagino que no tengo que pagar el resto hasta que termine con Larocque -dijo Ashby.

– Para demostrarle que soy un hombre de palabra, acepto. Pero estará muerta mañana -Lyon hizo una pausa-. Y debe saber algo, lord Ashby. Rara vez fallo, así que no me gustan los recordatorios.

Ashby captó el mensaje, pero él también quería poner énfasis en algo.

– Usted mátela.

Sam decidió sentarse en la última fila de asientos de la zona cubierta. Divisó la característica silueta de Notre Dame aproximándose a la izquierda. A su derecha estaban el Barrio Latino y Shakespeare & Company, donde había empezado todo el día anterior. El guía turístico, a quien solo se oía por los altavoces, hablaba en dos lenguas sobre la Conciergerie, situada en la orilla derecha, donde María Antonieta fue encarcelada antes de su ejecución.

Sam se levantó y se dirigió hacia la fila trasera mientras contemplaba la vista. Observó a los turistas charlando, haciendo fotos y señalando; todos excepto uno, sentado al final de un pasillo, en la antepenúltima hilera de asientos. Su rostro parecía marchito, blando; tenía las orejas grandes y una barbilla casi inexistente y llevaba un abrigo verde, pantalones téjanos negros y botas. Llevaba la oscura melena recogida en una coleta. Estaba sentado con las manos en los bolsillos, mirando al frente, desinteresado, disfrutando aparentemente del trayecto.

Sam se apoyó en la pared exterior y franqueó una barrera invisible donde el frío proveniente de la popa se imponía al aire cálido que se respiraba en el interior. Miró hacia adelante y vio otro puente que cruzaba el Sena. Algo empezó a rodar por la cubierta y golpeó el costado de la embarcación. Era un pote metálico.

Había recibido la suficiente instrucción sobre armamento durante su formación en el Servicio Secreto para saber que no se trataba de una granada. No, era una bomba de humo.

En ese momento miró al hombre del abrigo verde, que lo estaba mirando con una sonrisa en los labios. De la lata empezó a brotar un humo púrpura.

Ashby sintió aquel olor.

Se dio la vuelta y vio que el espacio que cubría la bóveda de plexiglás estaba lleno de humo. Se oyeron gritos. La gente escapaba de aquel velo neblinoso en dirección a la parte abierta del puente donde él se encontraba, tosiendo por el humo que había inhalado dentro.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -murmuró.

Thorvaldsen pagó al taxista y se apeó en el Pont de l’Archevêché. Meagan Morrison tenía razón. No había demasiado tráfico en los dos carriles y solo un puñado de transeúntes se había detenido para disfrutar de la pintoresca vista de la parte posterior de Notre Dame.

El danés dio cincuenta euros de más al conductor y le dijo:

– Lleve a esta joven adonde ella quiera -Thorvaldsen miró hacia el asiento trasero-. Buena suerte. Adiós.

Y tras decir eso cerró la puerta.

El taxi reanudó la marcha y Thorvaldsen se acercó a la barandilla que separaba la acera de una caída de diez metros hasta el río. En el bolsillo del abrigo palpó la pistola, que Jesper le había enviado el día anterior desde Christiangade junto con algunas revistas.

Divisó a Graham Ashby y a otro hombre fuera de la bóveda del barco turístico, apoyados en la barandilla de popa, justo como Sam le había dicho. La embarcación se encontraba a doscientos metros de distancia y se dirigía hacia él a contracorriente. Tenía que disparar a Ashby, tirar la pistola al Sena y marcharse antes de que nadie se percatara de lo ocurrido. Estaba familiarizado con las armas. Podría cometer aquel asesinato. Entonces oyó un frenazo y se dio la vuelta. El taxi se había detenido. La puerta trasera se abrió y de ella salió Meagan Morrison. Se abrochó el abrigo y fue directa hacia él.

– ¡Jefe! -gritó-. Está a punto de cometer una estupidez, ¿no?

– Para mí no lo es.

– Si es irrevocable, al menos déjeme ayudarle.

Sam se dirigió a toda prisa a la popa con el resto de pasajeros. Del barco se elevaba una columna de humo, como si estuviese en llamas. Pero no lo estaba. El joven salió de la zona cubierta y vio al hombre del abrigo verde abriéndose paso a codazos en medio del pánico y encaminándose hacia la barandilla en la que todavía estaban apoyados Ashby y su acompañante.

Thorvaldsen cogió la pistola que llevaba en el bolsillo y vio el humo que salía del barco.

– Eso no se ve todos los días -dijo Meagan.

El danés oyó más frenazos y al darse media vuelta vio dos vehículos bloqueando el tráfico a ambos extremos del puente. En ese momento pasó un auto a toda velocidad y se detuvo en seco a mitad de la estructura. Se abrió la puerta del acompañante.

Era Stephanie Nelle.

Ashby vio que un hombre enfundado en un abrigo verde aparecía entre la multitud y propinaba un puñetazo a Peter Lyon en la garganta. Oyó cómo el surafricano dejaba de respirar y se desplomaba sobre la cubierta.

El hombre del abrigo verde empuñaba una pistola y le ordenó a Ashby:

– Salte por la borda.

– Estará bromeando.

– Salte por la borda -El hombre señaló el agua.

Ashby se volvió y vio una pequeña embarcación, equipada con un solo motor fuera de borda y fondeada cerca del barco turístico con un hombre al timón. Ashby miró de nuevo al hombre del abrigo verde.

– No se lo volveré a repetir.

Ashby se encaramó a la barandilla y se descolgó un metro por la borda hasta caer sobre la otra embarcación. El hombre del abrigo verde se dispuso a seguirlo, pero no llegó abajo. Su cuerpo se precipitó hacia atrás.

LXV

Sam vio cómo el hombre vestido de tweed se ponía en pie y tiraba del hombre del abrigo verde, que estaba encaramado a la barandilla. Ashby ya había saltado por la borda. Se preguntaba qué habría allí abajo. El río debía de estar casi helado. Era imposible que aquel tonto se hubiera lanzado al agua.

Los dos desconocidos cayeron sobre la cubierta. Los asustados pasajeros les dejaron espacio.

Sam decidió hacer algo con la bomba de humo. Respiró hondo y entró de nuevo a la zona cubierta. Encontró la lata, la cogió y, una vez rebasada la última hilera de asientos, donde terminaba la bóveda, la tiró por la borda.

Los dos hombres seguían peleando en cubierta y el humo que quedaba se disipó rápidamente en el aire frío y seco. Sam quería hacer algo, pero estaba desorientado.

Los motores se apagaron. En el compartimento delantero se abrió una puerta y salió a toda prisa un miembro de la tripulación. Los desconocidos continuaban peleándose y ninguno de los dos llevaba ventaja. El que iba vestido de tweed se desembarazó del otro, rodó por el suelo y se levantó. El del abrigo verde también se puso en pie, pero en lugar de arremeter contra su oponente, se abrió paso entre los curiosos que lo rodeaban y saltó por la borda. Su enemigo corrió detrás de él, pero ya había desaparecido.

Sam cruzó la cubierta y en la popa vio una pequeña embarcación que perdía velocidad y después se alejaba en dirección opuesta. El hombre vestido de tweed también la vio. Entonces, se quitó la peluca y se arrancó el vello facial de las mejillas y la barbilla. Sam reconoció al instante el rostro que se ocultaba debajo. Era Cotton Malone.

Thorvaldsen relajó la mano con la que empuñaba la pistola en el bolsillo, la sacó disimuladamente y vio a Stepha-nie Nelle dirigirse hacia él.

– Esto tiene mala pinta -farfulló Meagan.

Thorvaldsen asintió.

El barco turístico se aproximaba al puente. Vio cómo arrojaban el objeto humeante por la borda y cómo dos hombres -uno de ellos Ashby- saltaban a una embarcación más pequeña que se alejó en dirección contraria, siguiendo la corriente por el tramo en que el Sena se adentraba en París.

El barco turístico pasó por debajo del puente y el danés vio a Sam y a Cotton Malone rodeados de gente junto a la barandilla de popa. El ángulo ascendente y el hecho de que Sam y Malone estuviesen mirando hacia la lancha motora impidió que ellos lo vieran a él. Meagan y Stephanie también los vieron.

– ¿Entiende ahora en que está interfiriendo? -preguntó Stephanie mientras se detenía a un metro de distancia.

– ¿Cómo supo que estábamos aquí? -preguntó Meagan.

– Por sus teléfonos móviles -respondió Stephanie-. Llevan localizadores incorporados. Cuando Henrik llamó ayer, supe que habría problemas. Hemos estado vigilando.

Stephanie miró a Thorvaldsen.

– ¿Qué va a hacer? ¿Disparar a Ashby desde aquí?

El danés le devolvió una agresiva mirada de indignación.

– Parecía fácil.

– No va a permitir que nosotros nos ocupemos de esto, ¿verdad?

Thorvaldsen sabía perfectamente a qué se refería con “nosotros”.

– Cotton no parece tener tiempo para responder a mis llamadas, pero sí para formar parte de su operativo.

– Intenta resolver todos nuestros problemas, incluidos los suyos.

– No necesito la ayuda de Cotton.

– ¿Entonces por qué lo involucró?

Porque en aquel momento lo había considerado un amigo que estaría a su lado, como él lo había estado con Malone.

– ¿Qué ha ocurrido en ese barco? -preguntó Thorvaldsen.

– No pienso explicárselo, y menos delante de ella -repuso señalando a Meagan-. ¿Pensabas dejarlo matar a un hombre?

– No trabajo para usted.

– Tienes razón -Stephanie hizo un gesto a uno de los policías franceses apostados junto al auto-. Llévesela de aquí.

– Eso no será necesario -dijo Thorvaldsen-. Nos vamos juntos.

– Usted viene conmigo.

Thorvaldsen intuía la respuesta, motivo por el cual se metió la mano derecha en el bolsillo y sacó la pistola.

– ¿Qué piensa hacer? ¿Dispararme? -dijo Stephanie sin alterarse.

– Le recomiendo que no me apriete las tuercas. Ahora mismo no parezco más que un obediente artífice de mi propia humillación, pero eso es problema mío, Stephanie, no suyo, y tengo intención de acabar lo que he empezado.

Ella no respondió.

– Consigue un taxi -le ordenó a Meagan.

La joven corrió hacia el final del puente y detuvo al primer taxi que pasaba por el concurrido bulevar. Stephanie permaneció en silencio, pero Thorvaldsen vio en sus ojos una actitud defensiva, introspectiva y, sin embargo, vigilante. Y algo más. No tenía intención de frenarlo.

El danés actuaba por impulsos, más por pánico que por planificación, y Stephanie parecía entender su dilema. Aquella mujer, llena de experiencia y cautela, no podía ayudarle, pero en el fondo tampoco quería detenerlo.

– Váyase -susurró.

Thorvaldsen corrió hacia el taxi tan rápido como le permitía su encorvada columna. Una vez dentro, le dijo a Meagan:

– Tu teléfono móvil.

Ella le dio el aparato. Thorvaldsen bajó la ventanilla y lo arrojó.

Ashby estaba aterrorizado. La lancha motora continuó su huida por la Île de la Cité, esquivando a toda velocidad otros barcos que navegaban en dirección opuesta. Todo había ocurrido muy rápido. Estaba hablando con Peter Lyon y, de repente, se había visto envuelto en una nube de humo. Ahora, el hombre del abrigo verde empuñaba una pistola, que desenfundó en el instante en que saltó del barco turístico. ¿Quién era? ¿Uno de los estadounidenses?

– Es usted un estúpido -le dijo aquel hombre.

– ¿Quién es usted?

El desconocido equilibró la pistola. Entonces vio aquellos ojos ámbar.

– El hombre al que le debe mucho dinero.

Malone se arrancó el pelo y el adhesivo que todavía llevaba adherido a la cara. Se quitó las pestañas y los lentes de contacto de color ámbar. El barco turístico había atracado en el muelle más cercano y dejó que los atemorizados pasajeros se bajaran. Malone y Sam desembarcaron de últimos, mientras Stephanie los esperaba en lo alto de una escalera de piedra, al nivel de la calle.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Ha sido un auténtico caos -respondió Malone-. No ha salido como planeaba.

Sam parecía perplejo.

– Teníamos que arrinconar a Ashby -le explicó Malone-. Así que lo llamé haciéndome pasar por Lyon y organicé una cita.

– ¿Y el disfraz?

– Los franceses nos han ayudado. Sus espías nos han buscado un maquillador. También llevaba micrófonos para grabar la conversación, pero Peter Lyon tenía otros planes.

– ¿Era él? -preguntó Sam-. ¿El del abrigo verde?

Malone asintió.

– Al parecer, él también anda detrás de Ashby. Has hecho un buen trabajo al tirar la bomba de humo.

– Henrik ha estado aquí -le dijo Stephanie.

– ¿Está muy molesto?

– Está dolido, Cotton. No piensa con claridad.

Malone debía hablar con su amigo, pero no había tenido un momento libre en todo el día. Buscó su teléfono móvil, que había silenciado antes de subirse al barco turístico, y vio más llamadas perdidas de Henrik y tres de un número que reconoció. Era el doctor Joseph Murad. Malone pulsó la tecla de rellamada. El profesor respondió al primer tono.

– Lo tengo -dijo Murad-. Lo he descubierto.

– ¿Conoce el paradero?

– Eso creo.

– ¿Ha llamado a Henrik?

– Acabo de hacerlo. No daba con usted, así que lo he llamado a él. Quiere que me reúna con él.

– No puede hacer eso, profesor. Dígame dónde y yo me ocuparé de ello.

LXVI

15.40 h

Ashby fue obligado a salir de la lancha a punta de pistola cerca de la Île Saint Germain, al sur del casco antiguo. Ahora sabía que el hombre que le retenía era Peter Lyon y que el del barco turístico probablemente fuese un agente estadounidense. En la calle los esperaba un carro, en cuyo interior había dos hombres. Lyon hizo un gesto y salieron. Uno de ellos abrió la puerta trasera y sacó a Caroline.

– El señor Guildhall no vendrá con nosotros -dijo Lyon-. Me temo que ya no nos causará más molestias.

Sabía lo que eso significaba.

– No había necesidad de matarlo.

Lyon soltó una carcajada.

– Al contrario. Era la única opción.

La situación acababa de pasar de grave a desesperada. Obviamente, Lyon había estado controlando todos los movimientos de Ashby y sabía dónde podía encontrar a Caroline y Guildhall.

Ashby detectó el temor incontenible en las encantadoras facciones de Caroline. Él también estaba asustado.

Lyon lo empujó y susurró:

– Creí que tal vez necesitaría usted a la señorita Dodd. Esa es la única razón por la que sigue con vida. Le sugiero que no desaproveche la oportunidad que le he brindado a ella.

– ¿Quiere el tesoro?

– ¿Y quién no?

– Ayer por la noche me dijo en Londres que esas cosas no le interesaban.

– Es una fuente de riqueza que los gobiernos desconocen, no contabilizada. Podría hacer muchas cosas con eso y no tendría que tratar con estafadores como usted.

Se hallaban al otro lado de una transitada calle, con el carro estacionado entre unos árboles descoloridos por el invierno. No había nadie en los alrededores. La zona estaba ocupada mayoritariamente por un centro comercial y unas instalaciones dedicadas a la reparación de barcos que habían cerrado por vacaciones. Lyon sacó de nuevo la pistola de debajo de su abrigo y enroscó el silenciador en el cañón.

– Métela en el auto -ordenó Lyon cuando se acercaban.

Caroline recibió un empujón y cayó en el asiento trasero. Lyon se acercó a la puerta abierta, metió el brazo dentro y le apuntó con la pistola.

– No, por favor -dijo Caroline entrecortadamente.

– Cállate -exclamó Lyon.

Caroline rompió a llorar.

– Lord Ashby -dijo Lyon-. Y usted también, señorita Dodd. Se lo voy a preguntar solo una vez. Si no obtengo una respuesta sincera, clara y concisa de inmediato, dispararé. ¿Entendido?

Ashby no dijo nada.

Lyon lo miró directamente a los ojos.

– No le he oído, Lord Ashby.

– No hay nada que oír.

– Dígame dónde está el tesoro -exigió Lyon.

Cuando Ashby había dejado a Caroline un rato antes, todavía andaba enfrascada en los detalles, aunque al menos había determinado un punto de partida. Esperaba, por el bien de los dos, que ahora supiese mucho más.

– Está en la catedral, en Saint-Denis -respondió ella al instante.

– ¿Sabe dónde? -preguntó Lyon con los ojos clavados en Ashby y apuntando todavía al interior del auto.

– Creo que sí, pero tengo que ir allí para cerciorarme. Tengo que verlo. Acabo de descubrir todo esto…

Lyon retiró el brazo y bajó la pistola.

– Por su bien, espero que pueda concretar el lugar.

Ashby permaneció inmóvil.

Lyon le apuntó con la pistola.

– Su turno. Le haré dos preguntas y quiero respuestas claras. ¿Tiene línea de comunicación directa con los estadounidenses?

Aquella era fácil. Ashby asintió.

– ¿Tiene teléfono?

Asintió de nuevo.

– Déme el teléfono móvil y el número.

Malone estaba con Sam, tratando de adivinar qué rumbo tomarían los acontecimientos, cuando sonó el teléfono móvil de Stephanie. Ella miró la pantalla y dijo:

– Es Ashby.

Malone no era tan ingenuo.

– Al parecer, Lyon quiere hablar contigo.

Stephanie activó el altavoz.

– Tengo entendido que es usted quien está al mando -dijo una voz masculina.

– Si nada ha cambiado desde la última vez… -respondió ella.

– ¿Estuvo en Londres ayer por la noche?

– Sí, era yo.

– ¿Le ha gustado el espectáculo de hoy?

– Lo hemos pasado muy bien persiguiéndolo.

Lyon se echó a reír.

– Me he asegurado de que estuviese entretenida para poder ocuparme de lord Ashby. No es de fiar, como estoy convencido de que ya sabrá.

– Él probablemente piense lo mismo de usted en estos momentos.

– Debería estar agradecida, le he hecho un favor. Le permití que escuchara mi conversación con Ashby en Westminster. Aparecí en la visita guiada de Jack el Destripador para que pudiera seguirme. Dejé las torres en miniatura para que las encontrara. Incluso ataqué a su agente. ¿Qué más necesitaba? Si no hubiera sido por mí, jamás hubiera sabido que la torre era el verdadero blanco de Ashby. Supuse que encontraría la forma de impedirlo.

– Y si no lo hubiéramos hecho, ¿qué importaba? Aun así hubiese tenido su dinero y habría podido encargarse de su siguiente trabajo.

– Tenía fe en usted.

– Supongo que no esperará sacar nada de esto.

– Por Dios, no. Simplemente no quería ver triunfar al cretino de Ashby.

Malone se dio cuenta de que estaban siendo testigos de la despreciable arrogancia de Peter Lyon. No tenía bastante con ir un paso por delante de sus perseguidores; necesitaba restregárselo por la cara.

– Tengo otra información para usted -dijo Lyon-. Y esta vez es cierta, no es una pista falsa. Los fanáticos franceses a los que había que culpar de toda esta empresa pusieron una condición a su participación, una condición que no le he mencionado a lord Ashby. Son separatistas, y están indignados por el trato injusto que les ha procurado el gobierno francés. Desprecian sus numerosas regulaciones opresivas, que consideran racistas. También están hartos de protestas. Al parecer no les sirven de mucho y varias de sus mezquitas han sido clausuradas en París durante los últimos años como castigo por su activismo. A cambio de ayudarme en los Inválidos, quieren enviar un mensaje más contundente.

A Malone no le gustó lo que oía.

– Está a punto de producirse un atentado suicida -anunció Lyon.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Malone.

– Durante los oficios de Navidad, en una iglesia de París. Les pareció apropiado, ya que cada día les cierran sus centros de culto.

Había literalmente cientos de iglesias en París.

– Después de tres artimañas es difícil tomarlo en serio -dijo Stephanie.

– Lo entiendo, pero esta vez es verdad. Y no puede ir allí con la policía. El atentado se produciría antes de que nadie pudiera impedirlo. De hecho, es casi inminente. Solo usted puede evitarlo.

– Patrañas -dijo Stephanie-. Está ganando tiempo.

– Por supuesto. Pero, ¿puede asegurar que lo que digo es mentira?

Malone vio en los ojos de Stephanie lo que él también estaba pensando.

“No tenemos elección”.

– ¿Dónde? -preguntó ella.

Lyon soltó una carcajada.

– No es tan sencillo. Será una especie de cacería. Por supuesto, una iglesia llena de gente cuenta con que usted llegué a tiempo. ¿Dispone de transporte por tierra?

– Sí.

– Me pondré en contacto con usted en breve.

Stephanie colgó el teléfono. Parecía exasperada, pero pronto dio muestras de la confianza que le conferían sus veinticinco años en el Servicio Secreto.

– Busca a Henrik -ordenó a Sam.

El profesor Murad ya les había dicho que la Cathédrale de Saint-Denis era el destino de Thorvaldsen.

– Intenta controlarlo hasta que lleguemos allí.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Invéntate algo.

– Sí, señora.

Malone sonrió ante su sarcasmo.

– Así la llamaba yo también, hasta que me cortó las alas. Puedes ocuparte de él. Simplemente tienes que aguantar, tener las cosas bajo control.

– Con Henrik es muy fácil decirlo.

Malone puso una mano sobre el hombro del joven.

– Le caes bien. Está en un aprieto. Ayúdale.

LXVII

Eliza Larocque deambulaba por su piso de París e intentaba ordenar sus caóticos pensamientos. Ya había consultado el oráculo, al que había formulado una pregunta específica: “¿Triunfarán mis enemigos?”. La respuesta que arrojaron sus líneas verticales resultó desconcertante. “El prisionero pronto será recibido en casa, aunque ahora esté mortificado por el poder de sus enemigos”.

¿Qué significaba aquello?

Paolo Ambrosi esperaba su llamada; estaba listo para actuar. Larocque quería a Graham Ashby muerto, pero no sin antes obtener respuestas a sus numerosas preguntas. Tenía que conocer el alcance de su traición. Solo entonces podría evaluar los daños potenciales. La situación había cambiado. La imagen de aquel avión abalanzándose sobre ella en lo alto de la Torre Eiffel seguía viva en su recuerdo. También necesitaba recuperar el control de los cientos de millones de euros del Club de París que Ashby conservaba en su banco. Pero aquel día era festivo. No había manera de conseguirlo. Se ocuparía de ello a primera hora de la mañana.

Había depositado demasiada confianza en Ashby. ¿Y Henrik Thorvaldsen? Le dijo que los estadounidenses estaban al corriente de lo sucedido. ¿Significaba eso que había quedado totalmente al descubierto? ¿Corría peligro todo? Si le habían seguido la pista a Ashby, sin duda llegarían hasta ella.

De repente sonó el teléfono fijo de la mesita. Pocos tenían el número, a excepción de algunos amigos y personal relevante. Y también Ashby. Larocque respondió.

Madame Larocque, soy el hombre al que contrató lord Ashby para gestionar su exhibición de esta mañana.

Larocque no medió palabra.

– Yo de usted me andaría con cuidado -dijo la voz-. He llamado para informarle que tengo a lord Ashby bajo mi custodia. Él y yo tenemos algunos asuntos pendientes. Cuando hayamos terminado, pienso matarlo. Así que puede estar tranquila, su deuda quedará saldada.

– ¿Por qué me cuenta todo esto?

– Me gustaría poder ofrecerle mis servicios en el futuro. Sé quién paga realmente la factura. Ashby era tan solo su agente. Esta es mi manera de disculparme por el desafortunado suceso. Baste decir que nuestro amigo británico también me mintió a mí. Pretendía matarla a usted y a sus socios y acusarme a mí. Por suerte, nadie ha salido herido.

Físicamente no, pensó Larocque. Pero sí hubo daños.

– No es preciso que hable, madame. Sepa que solucionaré el problema.

El teléfono enmudeció.

Ashby escuchó mientras Peter Lyon se mofaba de Larocque, paralizado por su amenaza de muerte. Caroline también lo oyó. Su temor devino instantáneamente en terror, pero Ashby la tranquilizó con una mirada.

Lyon cerró el teléfono móvil y sonrió.

– Si quería quitársela de encima, ya lo ha conseguido. Larocque no puede hacer nada y lo sabe.

– La subestima.

– En realidad, no. Lo subestimé a usted y no volveré a cometer ese error.

– No tiene por qué matarnos -dijo Caroline.

– Eso depende de su grado de cooperación.

– ¿Y qué le impedirá eliminarnos si cooperamos? -preguntó Ashby.

El rostro de Lyon parecía el de un maestro ajedrecista, esperando con frialdad el próximo movimiento de su oponente, sabedor ya del suyo propio.

– Absolutamente nada. Pero, por desgracia para ustedes dos, cooperar es su única opción.

Henrik salió del taxi frente a la basílica de Saint-Denis, contempló la única torre lateral de la iglesia y se fijó en la ausencia de su gemela; el edificio parecía un amputado que había perdido un apéndice.

– La otra torre ardió en el siglo xix -le dijo Meagan-. La alcanzó un relámpago y nunca fue sustituida.

De camino hacia el norte, Meagan le había explicado que allí era donde fueron enterrados los reyes franceses durante siglos. La iglesia, cuya construcción dio comienzo en el siglo xii, cincuenta años antes que Notre Dame, era un monumento nacional. La arquitectura gótica había nacido allí. Durante la Revolución Francesa, muchas de las tumbas fueron destruidas, pero después se restauraron. Ahora era propiedad del gobierno.

Los andamios cubrían los muros exteriores, envolviendo tres cuartas partes de lo que parecían ser la fachada norte y oeste. Una barrera de contrachapado erigida apresuradamente rodeaba la base e impedía el acceso a las puertas principales. Dos remolques de construcción estaban estacionados a cada lado de la improvisada valla.

– Parece que están trabajando -dijo Henrik.

– En esta ciudad siempre están trabajando en algo.

El danés miró hacia arriba. Unas oscuras nubes grises cubrían el cielo, proyectaban unas densas sombras y hacían bajar las temperaturas. Se avecinaba una tormenta de invierno.

El barrio se encontraba a unos diez kilómetros de París, surcado por el Sena y un canal. Al parecer, aquella zona de la periferia era un centro industrial, ya que habían pasado frente a varias fábricas. Empezó a formarse una neblina.

– El tiempo va a empeorar en breve -dijo Meagan.

En la plaza pavimentada que se extendía frente a la iglesia la gente empezó a acelerar el paso.

– Este es un barrio obrero -señaló Meagan-. No es una zona de la ciudad que guste a los turistas. Por eso no se oye hablar a menudo de Saint-Denis, aunque a mí me parece más interesante que Notre Dame.

A Henrik no le interesaba la historia, a no ser que guardara relación con la búsqueda de Ashby. Murad le había contado lo que había podido descifrar, algo que probablemente Ashby también sabía, teniendo en cuenta que Caroline Dodd era tan experta como el profesor. La neblina se convirtió en lluvia.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Meagan-. La basílica está cerrada.

Henrik se preguntaba por qué Murad no había llegado todavía. El profesor había llamado hacía casi una hora y dijo que salía en ese momento.

El danés cogió el teléfono, pero este sonó antes de que pudiera llamar. Miró la pantalla, creyendo que podía ser Murad, pero se trataba de Cotton Malone. Respondió.

– Henrik, tienes que escuchar lo que voy a decirte.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Solo quiero ayudarte.

– Tienes una extraña forma de hacerlo. Darle ese libro a Stephanie era innecesario. Lo único que has conseguido es ayudar a Ashby.

– Sabes que no es así.

– No, no lo sé.

Henrik alzó el tono de voz, lo cual sorprendió a Meagan, pero intentó guardar la compostura.

– Lo único que sé es que le entregaste el libro. Luego estabas en el barco, con Ashby, haciendo lo que tú y tu ex jefa consideran correcto, lo cual no me incluía a mí. Estoy harto de hacer lo correcto, Cotton.

– Henrik, deja que nosotros nos ocupemos de esto.

– Cotton, creía que eras mi amigo. En realidad, te consideraba mi mejor amigo. Siempre he estado ahí cuando me has necesitado, para lo que fuese. Te lo debía -Henrik intentó contener la emoción-. Por Cai. Estuviste allí, detuviste a sus asesinos. Yo te admiraba, te respetaba. Hace dos años viajé a Atlanta para darte las gracias y encontré un amigo -Hizo una nueva pausa-. Pero no me has tratado con el mismo respeto. Me has traicionado.

– He hecho lo que debía.

Henrik no quería oír ninguna explicación.

– ¿Quieres algo más?

– Murad no vendrá.

La falsedad de Malone le cayó como un mazazo.

– Haya lo que haya en Saint-Denis, tendrás que encontrarlo sin él -aclaró Malone.

Henrik contuvo sus emociones.

– Adiós, Cotton. No volveremos a hablar nunca más.

Y colgó el teléfono.

Malone cerró los ojos.

Aquellas hirientes palabras -“no volveremos a hablar nunca más”- le ardían en las entrañas. Un hombre como Henrik Thorvaldsen no decía esas cosas a la ligera. Acababa de perder a un amigo.

Stephanie lo observaba desde el otro lado del asiento trasero del carro. Se alejaban de Notre Dame hacía la Gare du Nord, una concurrida terminal ferroviaria, siguiendo las primeras instrucciones que les había facilitado Lyon después de su contacto inicial. La lluvia salpicaba el parabrisas.

– Lo superará -dijo Stephanie-. No podemos preocuparnos por sus sentimientos. Ya conoces las normas. Tenemos trabajo.

– Es amigo mío. Y además, odio las normas.

– Le estás ayudando.

– Él no lo ve así.

El tráfico era denso y la lluvia se sumaba a la confusión. Los ojos de Malone oscilaban entre las barandillas, los balcones, los tejados y las majestuosas fachadas que se elevaban a ambos lados de la calle hacia el cielo grisáceo. Vio varias librerías de segunda mano, con escaparates llenos de carteles publicitarios, manidos grabados y títulos arcanos.

Malone pensó en su negocio, que le había comprado a Thorvaldsen, su casero, su amigo, en sus cenas de los jueves en Copenhague, en sus numerosos viajes a Christiangade, en sus aventuras. Habían pasado mucho tiempo juntos.

– Sam va a tener trabajo -murmuró.

Un torrente de taxis anunciaba la llegada a la Gare du Nord. Las instrucciones de Lyon eran llamar cuando divisaran la estación de ferrocarriles. Stephanie marcó el número.

Sam salió de la estación de metro y echó a correr bajo la lluvia, aprovechando los salientes de las tiendas para guarecerse. Se dirigía a una plaza identificada como Place Jean Jaurès. A su izquierda se encontraba la basílica de Saint-Denis, cuya armonía estética medieval se echaba a perder por la ausencia de la aguja. Había optado por el metro como el medio más rápido para llegar hasta el norte y evitar así el tráfico de última hora de la tarde.

Buscó a Thorvaldsen en la gélida plaza. El pavimento mojado, que parecía charol negro, reflejaba la luz amarilla de las farolas. ¿Habría entrado en la iglesia?

Sam paró a una pareja joven que se dirigía hacia el metro y preguntó por la basílica. Le dijeron que el edificio estaba cerrado desde el verano por una profunda remodelación, cosa que confirmaba el andamiaje que cubría el exterior. Entonces vio a Thorvaldsen y Meagan cerca de uno de los remolques estacionados unos doscientos metros a la izquierda y fue hacia ellos.

Ashby se subió el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia y recorrió la calle desierta con Caroline y Peter Lyon. El cielo encapotado envolvía el mundo en un manto de estaño. Habían utilizado la lancha y habían surcado el Sena en dirección oeste, hasta el tramo en que el río iniciaba su trayecto hacia el norte para alejarse de París. Al final se habían desviado a un canal y habían atracado en un muelle de cemento cercano a un paso elevado situado varias manzanas al sur de la basílica de Saint-Denis.

Pasaron frente a un edificio con columnas identificado como “Le Musée d’Art et d’Histoire”, y Lyon los llevó por debajo del pórtico. En ese momento sonó su teléfono. Lyon contestó, escuchó unos momentos y dijo:

– Tomen el Boulevard de Magenta en dirección norte y giren en el Boulevard de Rochechouart. Llámenme cuando encuentren la Place de Clichy.

Lyon finalizó la conexión.

Caroline seguía aterrorizaba. Ashby se preguntaba si entraría en un estado de pánico e intentaría huir. Sería una estupidez. Un hombre como Lyon la mataría en un abrir y cerrar de ojos, aunque ello supusiera quedarse sin el tesoro. Lo más inteligente, lo único que podían hacer, era esperar que cometiera un error. Si eso no ocurría, tal vez podría ofrecer a aquel monstruo algo que le fuera de utilidad, como un banco a través del cual blanquear dinero sin que nadie hiciese preguntas.

Se ocuparía de ello cuando fuese necesario. Ahora mismo solo esperaba que Caroline conociera las respuestas a los interrogantes que le formulara Lyon.

LXVIII

Thorvaldsen y Meagan recorrieron un camino de grava adyacente a la cara norte de la basílica situado lejos de la plaza.

– Hay una antigua abadía en la fachada sur -le dijo Meagan-. No es tan antigua como la basílica. Data del siglo xix, aunque algunas secciones son anteriores. Ahora es una especie de colegio universitario. La abadía es el núcleo de la leyenda que rodea este lugar. Después de ser decapitado en Montmartre, el evangelista san Dionisio, el primer obispo de París, supuestamente echó a andar portando su cabeza. Una mujer santa lo enterró en el mismo lugar donde se desplomó. En aquel lugar se erigió una abadía -señaló la iglesia- que al final se convirtió en esta monstruosidad.

Thorvaldsen intentaba descubrir cómo podrían entrar. En la fachada norte había tres portales, todos cerrados con barras de hierro. Más adelante vio lo que sin duda era el deambulatorio, medio círculo de piedra salpicado de ventanas con cristales de colores. La lluvia seguía cayendo. Necesitaban encontrar cobijo.

– Doblemos esa esquina -dijo el danés-, y probemos en la cara sur.

Ashby admiró la basílica, una auténtica maravilla de destreza y artesanía. Caminaban por un sendero de gravilla en la cara sur del edificio y habían accedido a la iglesia por una abertura en la improvisada barrera de construcción.

Tenía el cabello y la cara empapados y las orejas le ardían de frío. Gracias a Dios que llevaba un abrigo y unos guantes de lana gruesos y ropa interior larga. Caroline también iba preparada para aquel clima, pero tenía el cabello rubio pegado a la frente. Pilas de mampostería rota, bloques de travertino y fragmentos de mármol se amontonaban junto al camino, que discurría entre la basílica y un muro de piedra que separaba la iglesia de varios edificios adyacentes. Más adelante había un remolque de construcción apoyado en unos bloques de cemento y detrás de él se alzaba el andamiaje frente a los muros articulados. Al otro lado del remolque, en lo alto de varias docenas de escalones de piedra, se atisbaba un portal gótico que iba estrechándose hasta llegar a dos puertas dobles cerradas con unas placas de hierro de color azul.

Lyon subió los escalones y forcejeó con el pestillo. Estaba cerrado.

– ¿Ven ese trozo de cañería de hierro? -dijo Lyon señalando el montón de escombros-. Lo necesitamos.

– ¿Piensa forzar la puerta? -preguntó Ashby.

Lyon asintió.

– ¿Por qué no?

Malone observó a Stephanie mientras esta marcaba el número del teléfono móvil de Ashby una vez más. Habían llegado a la Place de Clichy, un ajetreado nudo vial.

– Diríjanse al sur por la Rue d’Amsterdam, pasada la Gare St. Lazare -indicó Lyon a través del altavoz-. La iglesia que buscan está enfrente de esa estación de trenes. Yo de ustedes me daría prisa. Va a ocurrir en los próximos treinta minutos. Y no llamen más. No responderé.

El conductor oyó la dirección y aceleró. La Gare St. Lazare apareció en menos de tres minutos. Al otro lado de la concurrida estación había dos iglesias, una junto a la otra.

– ¿Cuál? -murmuró Stephanie.

Sam rodeó la cara norte de la basílica siguiendo a Henrik y Meagan bajo la lluvia. Ya habían doblado la esquina que quedaba cien metros más adelante. La cara opuesta de la basílica era redondeada, llena de curvas, carente de los ángulos rectos de la fachada que daba a la plaza.

Sam avanzaba con cuidado; no quería alertar a Thorvaldsen de su presencia. Siguió el medio círculo que describía la iglesia y giró hacia la cara sur. Al momento vio a Thorvaldsen y Meagan, apiñados bajo una sección cubierta que sobresalía de la basílica y conectaba con una estructura contigua. Oyó un ruido que llegaba a lo lejos, más allá de donde se encontraba Thorvaldsen. Después, más ruidos.

Ashby golpeó el cerrojo con la pesada tubería metálica. A la cuarta embestida, el cerrojo cedió. Con la siguiente arremetida, la palanca de hierro negra cayó rodando por los escalones de piedra.

Lyon abrió la puerta.

– Ha sido fácil.

Ashby arrojó la tubería al suelo. Lyon empuñaba su pistola, motivo suficiente para no hacer ninguna tontería, y apuntó con ella a Caroline.

– Ha llegado el momento de descubrir si sus sospechas eran ciertas.

Malone tomó una decisión.

– No pensarías que Lyon iba a ponernos las cosas fáciles, ¿verdad? Acércate a la iglesia por la derecha, yo iré por la izquierda.

El auto se detuvo y ambos salieron bajo la lluvia.

Ashby se alegraba de estar dentro. El interior de la basílica era cálido y seco. Sobre sus cabezas solo ardían un puñado de artefactos luminosos, pero bastaban para apreciar la majestuosidad de la nave. Imponentes columnas estriadas de unos treinta metros de altura, elegantes arcos y una bóveda puntiaguda infundían una sensación de sobrecogimiento. Las innumerables vidrieras de colores, oscurecidas por aquel día deprimente, no proyectaban el sensual poder que sus luminosos tonos sin duda podían transmitir. Pero la impresión de que los muros eran ingrávidos se veía acentuada por la ausencia de elementos visibles que mantuvieran erguido algo tan alto. Ashby sabía, por supuesto, que los arbotantes se encontraban en el exterior. Se obligaba a sí mismo a concentrarse en los detalles para mantener la calma. Necesitaba pensar, estar listo para actuar llegado el momento.

– Señorita Dodd -dijo Lyon-. ¿Y ahora qué?

– No puedo pensar con esa pistola apuntándome -le espetó Caroline-. Así no hay manera. No me gustan las pistolas. No me gusta usted. No me gusta estar aquí.

Lyon entrecerró sus embrutecidos ojos.

– Si le sirve de ayuda -dijo mientras guardaba el arma bajo el abrigo y le enseñaba las manos enfundadas en unos guantes-. ¿Mejor?

Caroline trató de recobrar la compostura.

– Va a matarnos de todos modos. ¿Por qué debería decirle algo?

La simpatía se esfumó del rostro de Lyon.

– Una vez que hayamos encontrado lo que hay aquí, tal vez cambie de parecer. Además, lord Ashby está vigilando todos mis movimientos, esperando a que cometa un error. Entonces comprobaremos si es un hombre de verdad.

Ashby se aferró a los últimos resquicios de valor que le quedaban.

– Puede que tenga la oportunidad de hacerlo.

Lyon esbozó una sonrisa divertida.

– Eso espero. Y ahora, Miss Dodd, ¿adonde vamos?

Thorvaldsen escuchó desde la puerta entreabierta que Ashby había golpeado con la barra de hierro. Él y Meagan entraron detrás de Ashby, Caroline Dodd y el hombre del abrigo verde. Estaba razonablemente seguro de que el desconocido era el segundo hombre que había saltado del barco turístico con Ashby.

– ¿Qué hacemos? -le susurró Meagan al oído.

Thorvaldsen tenía que acabar con aquello. Con un gesto les indicó que se retiraran. Ambos se dirigieron hacia el pórtico, de nuevo bajo la lluvia, y ocuparon su posición bajo una pasarela cubierta. El danés vio unos lavabos y una oficina y supuso que era allí donde la gente compraba las entradas para visitar la basílica.

En ese momento agarró a Meagan del brazo.

– Quiero que salgas de aquí. Ahora mismo.

– No es usted tan duro, jefe. Puedo arreglármelas sola.

– No tienes por qué involucrarte.

– ¿Va a matar a la mujer y al otro hombre?

– Si es preciso, sí.

– Ha perdido el juicio.

– Sí, así es. Lárgate.

Seguía cayendo un aguacero que se precipitaba por los tejados y salpicaba el pavimento justo enfrente de ellos. Todo parecía desarrollarse en una hipnótica cámara lenta. Una vida guiada por la racionalidad estaba a punto de quedar borrada por una tristeza inconmensurable. Cuántos sustitutos de la felicidad había probado desde la muerte de Cai. ¿Trabajo? ¿Política? ¿Filantropía? ¿Almas perdidas como Cotton y Sam? Pero ninguno había aplacado la desesperación que parecía arder constantemente en su interior. Aquella era su misión. Nadie más debía participar.

– No quiero que me maten -le dijo al fin Meagan.

Sus palabras estaban teñidas de desprecio.

– Entonces márchate -Thorvaldsen le lanzó su teléfono móvil-. No lo necesito.

El danés se dio la vuelta.

– Viejo testarudo -dijo Meagan.

Thorvaldsen se detuvo sin mirarla.

– Cuídese -su voz, lenta y suave, dejaba entrever una preocupación real.

– Tú también -repuso él y se alejó bajo la lluvia.

LXIX

Malone franqueó una pesada puerta de roble y entró en la iglesia de St. André, una construcción típica de París, con un ábside con aguilones coronado por una galería y un muro alto que rodeaba el deambulatorio. Robustos contrafuertes sostenían los muros desde el exterior. Esplendor gótico en estado puro.

La gente ocupaba los bancos y se congregaba en los cruceros situados a ambos lados de una larga y estrecha nave. Aunque había calefacción, el aire era lo bastante frío para que se viesen abundantes abrigos. Muchos feligreses llevaban bolsas de la compra, mochilas y grandes bolsos, lo cual significaba que la búsqueda de una bomba o cualquier tipo de arma acababa de tornarse mil veces más difícil.

Malone caminó entre los presentes. El interior era un cuadro de nichos y sombras. Las altas columnas no solo aguantaban el techo, sino que brindaban todavía más cobertura a un atacante. Él iba armado y estaba preparado. Pero ¿para qué?

Su teléfono vibró. Se parapetó detrás de una de las columnas, en una capilla lateral vacía, y respondió en voz baja.

– Los oficios han terminado -dijo Stephanie-. La gente se va.

Malone tenía un presentimiento que le había asaltado en el preciso instante en que entró en aquel lugar.

– Ven aquí -susurró.

Ashby se encaminó hacia el gran altar. Habían accedido a la basílica por una entrada lateral situada cerca de una escalinata interior que conducía al presbiterio y de otra que descendía a una cripta. Desde el altar se sucedía una hilera tras otra de bancos de madera en dirección al crucero norte y las entradas principales, y la cara septentrional estaba perforada por un inmenso rosetón, oscurecido por las últimas luces del día. Los bancos y los cruceros estaban repletos de tumbas, en su mayoría adornadas con incrustaciones de mármol. Los monumentos se extendían de un extremo a otro de la nave, a lo largo de unos cien metros de espacio cerrado.

– Napoleón quería que su hijo tuviese el tesoro -dijo la atemorizada Caroline-. Ocultó sus riquezas con esmero, donde nadie pudiera encontrarlas, excepto quienes él quisiera.

– Como debería hacer cualquier persona con poder -observó Lyon.

La lluvia no cesaba y su constante repiqueteo sobre el techo de cobre resonaba por toda la nave.

– Después de cinco años en el exilio, se dio cuenta de que jamás regresaría a Francia. También sabía que se acercaba el final, así que intentó decirle a su hijo dónde estaba el tesoro.

– ¿El libro que le entregó la estadounidense en Londres es relevante? -le preguntó Lyon a Ashby.

Este asintió.

– ¿No dijiste que el libro te lo había dado Larocque? -preguntó Caroline.

– Mentía -aclaró Lyon-. Pero eso ya no importa. ¿Por qué es importante el libro?

– Porque esconde un mensaje -respondió Caroline.

Estaba revelando demasiado, y demasiado rápido, pero Ashby no tenía manera de decirle que echara el freno.

– Puede que haya descifrado el mensaje final de Napoleón -dijo ella.

– Cuénteme -respondió Lyon.

Sam vio que Thorvaldsen dejaba sola a Meagan y que esta volvía a sumergirse en la lluvia y corría hacia donde él se encontraba, junto a uno de los muchos salientes del muro exterior. Sam pegó la espalda a la fría y mojada piedra y esperó a que ella doblara la esquina. Debería estar congelado, pero tenía los nervios a flor de piel, y eso le entumecía los sentidos El clima era la última de sus preocupaciones. En ese momento apareció Meagan.

– ¿Adonde vas? -le preguntó en voz baja.

Ella se detuvo de golpe, claramente sorprendida.

– Maldita sea, Sam. Me has dado un susto de muerte.

– ¿Qué pasa?

– Tu amigo está a punto de cometer una estupidez.

Sam lo suponía.

– ¿Qué era ese ruido?

– Ashby y otros dos han entrado en la iglesia.

Sam le preguntó quiénes eran las personas que acompañaban a Ashby. Meagan describió a la mujer, a la que el joven no conocía, pero el segundo hombre coincidía con el del barco turístico. Era Peter Lyon. Necesitaba llamar a Stephanie. Rebuscó en el bolsillo de su abrigo y encontró el teléfono.

– Llevan localizadores -dijo Meagan señalando el aparato-. Probablemente ya sepan dónde estás.

No necesariamente. Stephanie y Malone estaban ocupados lidiando con la nueva amenaza que había gestado Lyon. Pero lo habían enviado a cuidar de Thorvaldsen, no a enfrentarse a un terrorista fugitivo. Y además había otro problema. El trayecto hasta allí le había llevado veinte minutos en metro. Estaba muy lejos del centro de París, en un barrio casi desierto, y calado hasta los huesos por una tormenta. Eso significaba que él debía resolver aquel contratiempo.

“Nunca lo olvides, Sam. La estupidez te matará”. Norstrum -que Dios le bendiga- tenía razón, pero Henrik lo necesitaba. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

– No pensarás entrar ahí, ¿verdad? -preguntó Meagan como si le hubiera leído el pensamiento.

Incluso antes de responder, Sam se dio cuenta de lo absurdo que parecía, pero era la verdad.

– Tengo que hacerlo.

– ¿Como en lo alto de la Torre Eiffel, cuando estuviste a punto de morir junto a los demás?

– Algo así.

– Sam, ese viejo quiere matar a Ashby. Nada se lo va a impedir.

– Yo sí.

Meagan meneó la cabeza.

– Sam, me caes bien, de verdad. Pero estás loco. Esto es demasiado peligroso.

La muchacha estaba bajo la lluvia, con el rostro contraído por la emoción. Sam pensó en su beso de la noche anterior, bajo tierra. Había algo entre ellos. Una conexión. Una atracción. Todavía podía verlo en sus ojos.

– No puedo -dijo ella con la voz rota antes de dar media vuelta y marcharse.

Thorvaldsen eligió cuidadosamente el momento para entrar. Ashby y sus dos acompañantes no aparecían por ninguna parte; se habían esfumado en la sombría nave. Fuera, la oscuridad era comparable al tenue interior, así que pudo entrar sin ser visto aprovechando el viento y la lluvia.

La puerta de entrada estaba situada prácticamente en el centro de la extensa fachada sur de la iglesia. Thorvaldsen giró hacia la izquierda y se agazapó detrás de un elaborado monumento funerario que incluía un arco del triunfo, bajo el cual yacían recostadas dos figuras talladas en mármol manchado por el paso del tiempo. Ambas eran representaciones demacradas, más parecidas a un cadáver que a un ser vivo. Una placa de metal identificaba a las efigies como Francisco I y su reina, que vivieron en el siglo xvi.

El danés oyó un clamor de voces agudas detrás de las columnas que se erguían en una vertiginosa muestra de arte gótico. Más tumbas aparecieron bajo la frágil luz, así como sillas vacías dispuestas en ordenadas filas. El sonido llegaba en breves ráfagas. Su capacidad auditiva no era tan buena como antaño y la lluvia que azotaba el tejado no ayudaba. Tenía que acercarse más.

Thorvaldsen abandonó su escondite y correteó hacia el siguiente monumento, una delicada escultura femenina, más pequeña que la primera. Cerca de allí, un aire cálido brotaba de una reja que había en el suelo. Su abrigo goteaba sobre la piedra caliza. Con cuidado, se desabrochó los botones y se quitó aquella prenda empapada, pero antes sacó la pistola de uno de los bolsillos. Se deslizó hacia una columna situada a escasos metros, que separaba el crucero sur de la nave, procurando no tocar ninguna de las sillas. Un solo ruido y su ventaja se iría al traste.

Ashby observó cómo Caroline, que se esforzaba por reprimir sus temores, le contaba a Peter Lyon lo que quería saber y sacaba una hoja de papel del bolsillo.

– Estos números romanos son un mensaje -dijo-. Se llama Nudo Arábigo. Los corsos aprendieron la técnica de los piratas árabes que saqueaban su costa. Es un código.

Lyon cogió el papel.


CXXXV II CXLII LII LXIII XVII

II VIII IV VIII IX II


– Normalmente hacen referencia a una página, una línea y una palabra de un manuscrito en particular -explicó Caroline-. El remitente y el receptor tenían el mismo texto. Como solo ellos sabían qué manuscrito estaba siendo utilizado, era casi imposible que otra persona descifrara el código.

– ¿Y cómo lo ha conseguido usted?

– Napoleón envió estos números a su hijo en 1821. El chico tenía solo diez años por aquel entonces. En su testamento, Napoleón legó al muchacho cuatrocientos libros y nombró uno en concreto. Pero su hijo no había de recibir los libros hasta su decimosexto cumpleaños. Este código es extraño, ya que consiste solo en dos series de números, de modo que han de ser una página y una línea. Para descifrarlos, el hijo, o más bien su madre, pues en realidad era ella a quien escribió Napoleón, tenía que saber qué texto había utilizado. No puede ser el que figura en el testamento, ya que ellos desconocían su contenido cuando Napoleón envió este código. Al fin y al cabo, el emperador seguía vivo.

Caroline divagaba a causa del miedo, pero Ashby la dejó continuar.

– Así que conjeturé que Napoleón había elegido un texto universal al que siempre se pudiera acceder, un texto fácil de encontrar. Entonces me di cuenta de que había dejado una pista.

Lyon parecía verdaderamente impresionado.

– Es usted una auténtica detective.

El cumplido apenas logró templar su ansiedad. Ashby ignoraba todo aquello y sentía tanta curiosidad como Lyon.

– La Biblia -dijo Caroline-. Napoleón utilizó la Biblia.

LXX

Malone estudió uno por uno los rostros de los feligreses. Su mirada se desvió hacia las puertas procesionales de la entrada principal, por la cual deambulaba más gente. Muchos se detenían a mojar un dedo y persignarse en una fuente decorativa. Estaba a punto de darse la vuelta cuando un hombre pasó de largo, ignorando la fuente. Era bajo, de piel blanca, con el pelo oscuro y una nariz larga y aguileña. Llegaba un abrigo negro que le llegaba a la altura de la rodilla y unos guantes de piel, y tenía una expresión solemne. De sus hombros colgaba una abultada mochila.

Un sacerdote y dos acólitos aparecieron ante el gran altar. Una lectora ocupó el pulpito y pidió atención a los fieles, con una voz que resonó a través de un sistema de altavoces. La multitud calló.

Malone avanzó hacia el altar, sorteando a la gente que escuchaba los oficios detrás de los bancos. Por suerte, ninguno de los cruceros estaba abarrotado. En el crucero opuesto vio al hombre narigudo, cuya imagen aparecía y desaparecía entre las columnas.

Otro objetivo despertó su curiosidad, también en el crucero opuesto. Era un hombre de piel color de oliva y cabello corto que llevaba un abrigo varias tallas grande y las manos desnudas. Malone se maldijo a sí mismo por permitir que aquello estuviese ocurriendo. No lo había preparado, no había reflexionado y había dejado que un asesino de masas jugara con él. Perseguía fantasmas, que bien podían ser ilusorios. Aquella no era forma de dirigir una operación.

Volvió a centrar su atención en el segundo hombre. Llevaba la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo y el brazo izquierdo pegado al cuerpo. A Malone no le gustaba la mirada de ansiedad de aquellos ojos, pero se preguntaba si estaba llegando a conclusiones irracionales.

Una voz perturbó la solemnidad. Era una mujer. Rondaría los treinta y cinco años y tenía el pelo oscuro y una faz áspera. Se levantó de uno de los bancos, chillando algo al hombre que tenía al lado. Malone entendió algo en francés. Era una discusión. La mujer gritó algo más y luego se alejó del banco.

Sam entró en Saint-Denis agachado, con la esperanza de que nadie le viese. Todo estaba en silencio en el interior. No había rastro de Thorvaldsen, Ashby o Peter Lyon. Iba desarmado, pero no podía permitir que su amigo afrontara aquel peligro solo. Había llegado el momento de devolver el favor que el danés le había hecho.

Apenas podía distinguir nada bajo aquella tenue luz, y el viento y la lluvia del exterior hacían difícil oír algo. Miró a la izquierda y vio la característica silueta curvada de Thorvaldsen a cincuenta metros de él, cerca de una de las enormes columnas. Oyó voces que provenían del centro de la iglesia. Las palabras llegaban entrecortadamente. Tres formas se movían bajo la luz. No podía arriesgarse a ir a hacia Thorvaldsen, así que se agachó y avanzó unos metros.

Ashby esperó a que Caroline explicara lo que había hecho Napoleón.

– Más concretamente -dijo-, utilizó salmos. -Señaló la primera serie de números romanos.


CXXXV

II


– Salmo 135, verso 2 -dijo-. Lo he anotado.

Caroline buscó en el bolsillo de su abrigo y encontró otro trozo de papel.

– “Tú, que estás en la casa del Señor, en la sala de la casa de nuestro Dios”.

Lyon sonrió.

– Inteligente. Continúe.

– Los dos números siguientes hacen referencia al salmo 142, verso 4. “Mira a mi derecha y verás”.

– ¿Cómo sabe…? -dijo Lyon cuando un ruido proveniente del gran altar y de la puerta por la que habían entrado llamó su atención.

Lyon cogió la pistola con la mano derecha y se volvió para enfrentarse al desafío.

– ¡Ayúdennos! -gritó Caroline-. ¡Ayúdennos! ¡Aquí hay un hombre con una pistola!

Lyon apuntó directamente a Caroline. Ashby tenía que actuar. La mujer dio un paso atrás, como si pudiera evitar la amenaza retrocediendo, y sus ojos se iluminaron con un miedo poco común.

– Matarla sería una estupidez -dijo Ashby-. Ella es la única que conoce el escondite.

– Dígale que no se mueva y que cierre la boca -ordenó Lyon apuntando todavía a la mujer.

La mirada de Ashby se clavó en su amante. Alzó una mano indicándole que se detuviera.

– Por favor, Caroline. Basta.

Su compañera percibió la urgencia de la petición y se quedó quieta.

– Con tesoro o sin tesoro -dijo Lyon-, un solo ruido más y está muerta.

Thorvaldsen acechaba mientras Caroline Dodd tentaba al destino. Él también había oído el ruido procedente del portal situado a unos quince metros de distancia, más allá de unas tumbas que formaban una carrera de obstáculos. Alguien había entrado y anunciaba su presencia.

Sam se volvió al oír el ruido que llegaba desde la puerta. Cerca del muro exterior vio una silueta que se aproximaba a una escalinata que conducía a otro nivel situado tras el gran altar. La envergadura y la forma de aquella sombra confirmaron su identidad. Era Meagan.

Ashby se dio cuenta de que el viento y la lluvia habían arreciado, como si las puertas por las que habían accedido a la iglesia se hubiesen abierto de par en par.

– Está cayendo una buena tormenta ahí fuera -dijo a Lyon.

– Cállese usted también.

Lyon empezaba a mostrarse agitado. Ashby sintió el impulso de sonreír, pero no era tan estúpido. Los ojos ámbar de Lyon eran tan vigilantes como los de un dóberman, y escudriñaron la caverna de tenue luz que los envolvía mientras se giraba lentamente empuñando la pistola.

Ashby lo vio en el mismo momento que Lyon: un movimiento, a treinta metros de distancia, en la escalera que se elevaba a la derecha del altar y conducía al presbiterio y el deambulatorio. Había alguien allí.

Lyon disparó dos veces. Por toda la nave se oyó un restallido sordo, como si fueran dos balones explotando. Entonces una silla voló por los aires e impactó en Lyon. Después lo impactó otra.

LXXI

Malone no apartaba la mirada de la mujer, que se abrió paso a codazos para salir del banco. El hombre con el que discutía empezó a seguirla. Ambos se alejaron del altar en dirección a la puerta principal. Él llevaba un delgado abrigo de nailon desabotonado y Malone no detectó nada sospechoso.

Su mirada volvió a escrutar a los feligreses. Vio al hombre narigudo que llevaba la mochila acercándose a un banco medio lleno situado en la parte delantera de la iglesia. Luego se persignó y se arrodilló para rezar.

Vio también al hombre de la piel color de oliva saliendo de entre las sombras cerca del altar, todavía en el crucero opuesto. Sorteó al último feligrés y se detuvo ante unas telas de terciopelo que bloqueaban el acceso. A Malone aquello no le daba buena espina. Se llevó la mano al interior de la chaqueta y cogió la pistola.

Sam vio a Lyon disparar en dirección a Meagan. Oyó cómo las balas mordían la piedra; tenía la esperanza de que eso significara que habían errado el blanco. Otro ruido invadió la iglesia, y luego otro.

Ashby vio cómo las dos sillas plegables golpeaban al desprevenido Lyon, que empezó a tambalearse. Caroline las había arrojado aprovechando un momento de distracción de su captor, que se volvió para ver quién había entrado en la iglesia. Después se perdió en la oscuridad.

Lyon se recuperó y se dio cuenta de que Caroline había desaparecido. Apuntó a Ashby con la pistola.

– Como bien ha dicho, ella es la única que conoce el escondite. A usted no lo necesito.

Al parecer, Caroline no había tenido eso en cuenta.

– Tráigala de vuelta.

– ¡Caroline! -gritó Ashby-. ¡Tienes que volver!

Era la primera vez que alguien le apuntaba con un arma. Era una sensación aterradora que no le gustaba.

– Ahora mismo, por favor.

Thorvaldsen vio cómo Caroline Dodd le lanzaba las sillas a Lyon y luego desaparecía en la oscuridad del crucero oeste. Debía de estar avanzando en dirección a él, utilizando las tumbas, las columnas y la oscuridad como parapeto. No había otra ruta, ya que el otro crucero estaba demasiado cerca de Peter Lyon y mucho más iluminado. El danés estaba acostumbrado a la oscuridad, así que mantuvo su posición, con un ojo clavado en Lyon y Ashby y el otro en la quietud que reinaba a su izquierda. Entonces la vio, caminando lentamente hacia él. Probablemente se dirigía al portal sur, que estaba abierto. Allí, el viento y la lluvia seguían anunciando su presencia. Era la única salida. El problema era que Lyon también debía de saberlo.

Malone cogió la Beretta. No quería hacerlo, pero dispararía al desconocido de la piel color de oliva si era necesario. Su objetivo se encontraba a treinta metros de distancia y esperó a que hiciera un movimiento. Una mujer se le acercó y entrelazó el brazo con el suyo. Lo besó suavemente en la mejilla y el hombre se mostró claramente sorprendido, hasta que la reconoció y ambos empezaron a hablar. Luego dieron media vuelta y caminaron en dirección a la entrada principal. Malone relajó la mano. Falsa alarma.

Volvió la mirada hacia la nave justo cuando comenzaba la misa. Vio al hombre narigudo salir del banco y dirigirse al pasillo central. Malone seguía buscando posibles contratiempos. Debía ordenar la evacuación del lugar, pero aquello podía ser otra falsa alarma.

Una mujer que sostenía una mochila se levantó del banco que el narigudo acababa de abandonar. Con un gesto le indicó al hombre que había olvidado algo. Él la ignoró y siguió andando. La mujer salió al pasillo central y echó a correr tras él. Malone permaneció en el crucero.

El narigudo se dio la vuelta y vio a la mujer yendo hacia él con la mochila en la mano. Se le acercó a toda prisa, le arrebató de las manos el bulto de nailon negro y lo arrojó hacia delante. La mochila se deslizó por el suelo de mármol y se detuvo en la base de dos pequeños escalones que conducían al altar. El hombre se giró y empezó a correr hacia la salida. Los recuerdos de Ciudad de México volvieron a la mente de Malone. Allí estaba.

“Haz algo”.

LXXII

Thorvaldsen esperó a que Caroline Dodd se acercara más. Estaba aprovechando con destreza los recovecos de la pared, protegiendo su avance hacia el portal sur de la basílica. El danés se agachó y se colocó en posición esperando a que pasara. Con una mano sostenía la pistola; la otra estaba lista para agarrar a su presa. No podía permitir que se fuera. Durante el año anterior había escuchado montones de cintas en las que ella y Ashby conspiraban. Aunque posiblemente no conociera todos los ardides de Ashby, Caroline no era inocente.

Thorvaldsen se aferró al flanco corto de un sarcófago de mármol coronado por una elaborada escultura renacentista. Dodd bordeó la cara más larga de la tumba, el monumento y una de las enormes columnas que les impedían verse. El danés aguardó hasta que Caroline trató de dirigirse hacia el siguiente monumento y entonces le rodeó el cuello con un brazo y le tapó la boca con la mano.

Derribándola, le puso la pistola en el cuello y susurró:

– Silencio, o dejaré que ese hombre sepa dónde estás. Haz un gesto si me has entendido.

Caroline asintió y Thorvaldsen la soltó. Ella retrocedió.

– ¿Quién diablos es usted? -preguntó en voz baja.

Thorvaldsen notó que tenía la esperanza de que fuese un amigo. Decidió aprovecharlo.

– La persona que puede salvarle la vida.

Ashby se mantuvo firme y miró la pistola, preguntándose si sus días acabarían allí mismo. Lyon no tenía ningún motivo para mantenerlo con vida.

– ¡Caroline! -gritó Ashby-. ¡Tienes que volver, te lo ruego! ¡Este hombre me matará si no lo haces!

Thorvaldsen no podía permitir que Peter Lyon hiciera lo que él había venido a hacer.

– Dígale a Lyon que venga por usted -susurró.

Caroline Dodd negó con la cabeza.

Necesitaba un argumento tranquilizador.

– No vendrá, pero Ashby ganará tiempo.

– ¿Cómo sabe usted quiénes somos?

Thorvaldsen no tenía tiempo para explicaciones, así que le apuntó con la pistola.

– Hágalo o disparo.

Sam decidió moverse. Debía comprobar si Meagan se encontraba bien. No veía actividad en lo alto de las escaleras, por detrás del altar. Lyon parecía más preocupado por Caroline Dodd y obligó a Ashby a hacerla regresar al extremo oeste de la nave. Mientras Lyon estuviese distraído podía ser el momento de actuar.

– ¡Eh, hijo de puta! -gritó Meagan en medio de la oscuridad-. ¡Estás acabado!

¿Qué demonios era aquello?

– ¿Y tú quién eres? -preguntó Lyon.

Ashby también quería conocer la respuesta a esa pregunta.

– No le gustará saberlo.

El eco que rebotaba en las paredes de piedra hacía imposible ubicar a la mujer, pero Ashby dio por sentado que era la misma figura que habían visto subir las escaleras hacia el deambulatorio.

– Voy a matarte -dijo Lyon.

– Primero tendrás que encontrarme. Y eso significa que tendrás que matar a lord Ashby.

Sabía su nombre. ¿Quién era?

– ¿También sabes quién soy yo?

– Peter Lyon. Terrorista extraordinario.

– ¿Estás con los estadounidenses? -preguntó Lyon.

– Estoy conmigo.

Ashby miró a Lyon. Estaba claramente desconcertado. Seguía apuntándole con la pistola, pero su atención se centraba en la voz.

– ¿Qué quieres? -preguntó Lyon.

– Tu pellejo.

Lyon se echó a reír.

– Muchos codician ese trofeo.

– Eso me han dicho. Pero yo soy la única que va a conseguirlo.

Thorvaldsen escuchó la conversación entre Meagan y Lyon y se dio cuenta de que la joven estaba creando confusión, obligando a Lyon a cometer un error. Era una imprudencia por su parte, pero tal vez hubiese hecho lo correcto. Ahora, la atención de Lyon se debatía entre tres posibles amenazas: Ashby, Caroline y la voz desconocida. Tendría que elegir.

Thorvaldsen continuaba apuntando a Caroline Dodd. No podía permitir que Meagan corriera el riesgo que sin duda había asumido. Señaló con la pistola hacia adelante y susurró.

– Dígale que va a entregarse.

Caroline negó con la cabeza.

– No va a hacerlo de verdad. Sólo necesito que venga hacia aquí para dispararle.

Caroline pareció considerar la propuesta. Después de todo, él tenía una pistola.

– ¡De acuerdo, Lyon! -gritó finalmente Dodd-. ¡Voy hacia allí!

Malone se abrió paso en el banco más próximo, ocupado por varios fieles. Conjeturó que dispondría de al menos un minuto o dos. Por lo visto, el narigudo planeaba sobrevivir al ataque, lo cual significaba que se había dado tiempo suficiente para abandonar la iglesia. Pero la buena samaritana que intentó devolverle la mochila había consumido parte de ese tiempo.

Malone encontró el pasillo central y se dirigió hacia el altar. Se dispuso dar la voz de alarma, pero no logró emitir ningún sonido. Cualquier aviso seria fútil. Su única posibilidad era sacar la bomba de allí.

Mientras estudiaba a la multitud, analizó también la geografía del lugar. Una escalera adyacente al gran altar conducía a lo que parecía ser una cripta. En todas las iglesias viejas había una. En aquel momento, vio al sacerdote interrumpir el oficio, consciente de la conmoción.

Malone llegó adonde se encontraba la mochila. No había tiempo para saber si tenía razón o no. Cogió el pesado bulto del suelo y se fue a la izquierda para lanzarlo escaleras abajo, donde, a tres metros de distancia, una puerta de hierro daba acceso a un espacio mal iluminado. Tenía la esperanza de que no hubiera nadie allí.

– ¡Todo el mundo al suelo! -gritó en francés-. ¡Es una bomba! ¡Al suelo, detrás de los bancos!

Muchos se agazaparon, otros permanecieron en pie, perplejos.

– ¡Agáchense!

Entonces, la bomba estalló.

LXXIII

Ashby respiró de nuevo cuando Lyon oyó a Caroline y bajó el arma.

– Siéntese en la silla -ordenó Lyon-. Y no se mueva.

Puesto que había solo una salida en la basílica y en ningún momento había visto clara la huida, decidió jugar sobre seguro y obedecer.

– ¡Eh! -gritó la primera voz femenina en medio de la oscuridad-. No creerás que se va a dejar ver, ¿no?

Lyon no respondió y se dirigió al altar.

Sam no podía creer que Meagan estuviera atrayendo a Lyon hacia ella. ¿Qué había ocurrido con el “no puedo” que había pronunciado fuera, bajo la lluvia? Observó a Lyon mientras recorría el pasillo central, entre las hileras de sillas vacías, con la pistola al costado.

Si todos mis amigos saltaran de un puente -dijo Norstrum-, yo no saltaría con ellos. Me quedaría abajo, con la esperanza de recogerlos.

Sam intentó comprender lo que acababa de oír.

Los verdaderos amigos resisten y caen juntos.

– ¿Somos amigos de verdad?-preguntó.

Por supuesto.

Pero tú siempre dices que llegará el momento en que tenga que marcharme.

Sí, puede que eso ocurra. Pero a los amigos solo los separa la distancia, no el corazón. Recuerda, Sam, todo buen amigo fue en su día un desconocido.

Meagan Morrison era una desconocida dos días antes. Ahora se estaba poniendo en peligro. ¿Por él? ¿Por Thorvaldsen? No importaba. Resistirían o caerían juntos.

Sam decidió utilizar la única arma de que disponía, la misma que había elegido Caroline Dodd. Así que se quitó el abrigo empapado, cogió una silla de madera y se la arrojó a Peter Lyon.

Thorvaldsen vio cómo la silla describía un arco en dirección a Lyon. ¿Quién más había allí? Meagan se encontraba detrás del altar, en el deambulatorio superior. La aterrorizada Dodd estaba a un metro de distancia y Ashby se hallaba cerca del crucero oeste.

Lyon vio la silla, se volvió rápidamente y consiguió apartarse justo antes de que golpeara el suelo. Entonces apuntó y disparó hacia el coro y el trono episcopal.

Sam abandonó su escondite justo cuando Lyon esquivaba la silla. Fue hacia la izquierda, agachado entre las columnas y las tumbas, avanzando en dirección a Ashby. Se oyó otro disparo. La bala impactó en la piedra a escasos centímetros de su hombro derecho, lo cual significaba que Lyon lo había descubierto. Otro disparo. Le bala rebotó en la roca y sintió algo punzante en el hombro izquierdo. Un intenso dolor le recorrió el brazo y perdió el equilibrio; entonces cayó al suelo. Se echó a rodar y evaluó los daños. La manga izquierda de su camisa estaba rasgada.

Empezó a brotar sangre. Un agudo dolor le martilleaba por detrás de los ojos. Examinó la herida y se dio cuenta de que no lo habían alcanzado. Era solo un rasguño, pero suficiente para que doliera como mil demonios. Con la mano derecha intentó detener la hemorragia y se puso en pie.

Thorvaldsen trataba de vislumbrar a quién disparaba Lyon. Alguien había lanzado otra silla. Entonces vio una silueta negra pasando a toda prisa al otro lado del monumento que le había servido de escondite. Dodd también la vio. Presa del pavor, salió corriendo y dejó atrás una procesión de tumbas.

Thorvaldsen atisbo fugazmente el rostro de aquella forma veloz. Era Sam. Oyó dos disparos más y luego un ruido sordo de carne y huesos topando contra el suelo. Dios mío, no, por favor. Otra vez no. Entonces apuntó a Peter Lyon y disparó.

Ashby se agachó. La nave había estallado en un intenso fuego cruzado. Vio a Lyon arrojarse al suelo y utilizar las sillas para protegerse. ¿Dónde estaba Caroline? ¿Por qué no había vuelto?

Thorvaldsen no podía permitir que a Sam le ocurriese nada. Bastante malo era que Meagan se hubiese visto involucrada. Caroline Dodd había desaparecido; sin duda había huido por el portal, donde el viento y la lluvia mantenían su envite. Lyon solo tardaría unos momentos en recuperarse y reaccionar, de modo que escapó hacia el mismo lugar al que se dirigía Sam.

Malone se protegió la cabeza con los brazos cuando la deflagración retumbó por toda la nave e hizo temblar las paredes y las ventanas. Pero había arrojado la mochila a la cripta con precisión y la intensa fuerza de la explosión se concentró abajo. Solo una nube de humo y polvo ascendía por la escalinata. Malone miró a su alrededor. Todo el mundo parecía estar bien.

Entonces cundió el pánico y la gente corrió en manada hacia la salida. El sacerdote y los dos monaguillos desaparecieron en el coro. Él se encontraba ante el gran altar observando el caos, consciente de que el terrorista probablemente hubiese escapado. Cuando la multitud se disipó, pudo ver a Stephanie al fondo del pasillo central, apuntando con su pistola a las costillas del hombre de la nariz prominente.

Tres policías parisinos aparecieron por la puerta principal. Uno de ellos vio la pistola automática en la mano de Stephanie e inmediatamente desenfundó su arma. Los otros dos lo imitaron

Baissezvotre arme,Immédiatement! -gritó uno de los agentes a Stephanie. “Baje el arma. Ahora mismo”.

En ese momento entró otro agente no uniformado y ordenó a los policías que bajaran las armas. Luego se abalanzaron sobre el desconocido y lo esposaron. Stephanie echó a andar por el pasillo central.

– Buena parada -le dijo Malone.

– El lanzamiento ha sido todavía mejor.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó él-. No volveremos a tener noticias de Lyon.

– Cierto.

Malone se metió la mano en el bolsillo y cogió el teléfono móvil.

– Quizá haya llegado el momento de intentar razonar con Henrik. Sam debería estar con él.

Había activado el modo silencioso en el trayecto en taxi hasta la iglesia, y vio una llamada perdida de hacía unos veinte minutos. Era Thorvaldsen. Había telefoneado después de su charla. Vio el icono del buzón de voz y escuchó el mensaje.

– Soy Meagan Morrison. Hoy he estado con Sam en la Torre Eiffel cuando usted ha venido. Henrik me ha dado este teléfono, así que llamo desde el mismo número al que usted lo llamó. Espero que sea Cotton Malone. Ese viejo loco ha entrado en Saint-Denis detrás de Ashby. Hay otro hombre y una mujer allí. Sam me ha dicho que el hombre es Peter Lyon. Sam también ha entrado. Necesitan ayuda. Creía que podría dejar que Sam hiciera esto solo. Pero… no puedo. Le van a hacer daño. Voy a entrar. Creí que debería saberlo.

– Debemos ir -dijo Malone.

– Está a solo doce kilómetros, pero el tráfico es denso. He informado a la policía de París. Han enviado varios hombres ahora mismo. Un helicóptero viene hacia aquí. Debería estar fuera. Han despejado la calle para que pueda aterrizar.

Stephanie había pensado en todo.

– No puedo enviar allí a la policía con las sirenas en marcha -dijo-. Quiero a Lyon. Puede que esta sea nuestra última oportunidad. Van hacia allí sin armar escándalo.

Malone sabía que era lo más inteligente que podían hacer, pero no para quienes estaban dentro.

– Deberíamos atacarles allí -dijo Stephanie.

– Adelante, entonces.

LXXIV

Sam se agarró el brazo y siguió avanzando hacia el fondo de la iglesia, que, supuso, debía de dar a la plaza. Había conseguido llamar la atención de Peter Lyon y desviarla de Meagan, pero también había resultado herido. Sólo esperaba que todos ellos pudieran entretener a Lyon el tiempo suficiente hasta que llegaran refuerzos.

Al parecer Thorvaldsen había acudido en su ayuda, disparando contra Lyon y brindándole la posibilidad de huir. Pero ¿dónde estaba el danés ahora?

Sam encontró la última columna de la hilera que sostenía la bóveda. Más adelante se perfilaba un espacio abierto. Se apoyó con fuerza en el pilar y dirigió una mirada furtiva a la nave. Lyon corría hacia una escalinata situada a la izquierda del altar que conducía al escondite de Meagan.

– ¡No! -gritó Sam.

Ashby no podía creer lo que oía. Lyon se alejaba por fin hacia el otro extremo de la iglesia, lo bastante lejos para que él pudiera huir hacia la puerta. Había aguardado pacientemente, viendo cómo el demonio esquivaba a quien le disparaba desde el crucero sur. No sabía quién era, pero se alegraba mucho de que estuviera allí. Ahora alguien gritaba a su derecha, como diciéndole a Lyon: “Ahí no. Aquí”.

Thorvaldsen disparó una vez más, molesto por el afán de protagonismo de Sam. Lyon buscó refugio tras una de las tumbas situadas cerca del gran altar. No podía dejar que Lyon se acercara al deambulatorio, donde Meagan se había escondido, así que recorrió a toda prisa el crucero sur, alejándose de Ashby y Sam y dirigiéndose hacia Lyon.

Ashby salió de detrás de la silla y buscó protección entre la sombras. Lyon se hallaba a treinta metros de distancia y los enemigos se multiplicaban a su alrededor. Caroline no había vuelto a dar señales de vida, por lo que imaginó que se habría marchado. Debía seguir su ejemplo. El tesoro ya no importaba, al menos por el momento. Ahora su única preocupación era escapar, de modo que se agachó e inició la huida hacia la puerta por el crucero sur.

Malone se abrochó el cinturón justo cuando el helicóptero despegaba. Empezaba a caer la noche y solo unos tímidos rayos de luz traspasaban las nubes de lluvia. Stephanie iba sentada junto a él. Ambos estaban sumamente preocupados. Un padre amargado, lleno de ira y decidido a vengarse y un agente novato no eran los más idóneos para enfrentarse a un hombre como Peter Lyon. Uno no pensaba y el otro todavía no había aprendido a pensar. Con todo lo que había sucedido, Malone no había tenido ni un segundo para meditar su ruptura con Thorvaldsen. Había hecho lo que juzgaba correcto, pero esa decisión había herido a un amigo. Él y Thorvaldsen jamás habían tenido una trifulca. Alguna mala palabra, algún que otro malentendido, pero nunca un verdadero enfado. Necesitaba hablar con Henrik y solucionarlo.

Malone miró a Stephanie y supo que estaba castigándose en silencio por haber enviado a Sam. En el momento había sido la decisión apropiada. Ahora podía resultar fatídica.

Sam se alegró de que Lyon vacilara y que todavía no hubiese aprovechado su ventaja y llegado a la escalinata que llevaba al deambulatorio. El brazo derecho le dolía mucho y su mano izquierda seguía aferrándose a la herida.

– Piensa -se dijo.

Entonces tomó otra decisión.

– Henrik, ese hombre de la pistola es un terrorista buscado por la policía. Reténgalo hasta que lleguen refuerzos.

Thorvaldsen se tranquilizó al comprobar que Sam se encontraba bien.

– ¡Se llama Peter Lyon! -gritó Meagan.

– Es fantástico que todo el mundo me conozca -dijo Lyon.

– ¡No puedes matarnos a todos! -exclamó Sam.

– Pero sí a uno o dos.

Thorvaldsen sabía que era cierto, sobre todo si tenía en cuenta que él y Lyon parecían ser los únicos que iban armados. Un movimiento llamó su atención. No era Lyon.

Procedía de su derecha, cerca de la puerta. Era una silueta solitaria que iba directo a la salida. Primero creyó que se trataba de Caroline Dodd, pero entonces se dio cuenta de que aquella figura pertenecía a un hombre. Era Ashby. Por lo visto había aprovechado la confusión para deslizarse sigilosamente desde el otro extremo de la nave. Thorvaldsen apartó la mirada de Lyon y se precipitó hacia la puerta. Como se encontraba más cerca que Ashby, llegó primero. Se apoyó de nuevo en el monumento de Francisco y esperó que el británico se acercara en medio de la penumbra.

El suelo de mármol estaba empapado a causa del aguacero. Thorvaldsen no llevaba abrigo y tenía frío. Oyó a Ashby detenerse al otro lado del monumento. Probablemente estaba cerciorándose de que podría recorrer los últimos diez metros sin ser visto.

Thorvaldsen se asomó. Ashby reemprendió su avance. El danés bordeó el flanco corto de la tumba y apuntó a Ashby en la cara con su pistola.

– No irás a ninguna parte.

Ashby, claramente sorprendido por la amenaza, perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo mojado.

LXXV

Ashby se sentía confuso.

– ¿Thorvaldsen?

– Levántese -le ordenó el danés.

Ashby se puso en pie. La pistola seguía apuntándole.

– ¿Fue usted quien disparó a Lyon? -preguntó.

– Quería impedir que él cumpliese mi cometido.

– ¿Y cuál es?

– Matarlo.

Sam podía oír voces a cien metros de allí, cerca de la salida, pero la tormenta y el eco de la nave hacían difícil discernir sus palabras. Thorvaldsen estaba allí, eso lo sabía. Ashby había huido, así que dio por hecho que Henrik había frustrado la huida del británico y por fin se había enfrentado a su némesis. Pero Lyon seguía allí.

Quizá Lyon se había dado cuenta de que solo uno de los tres iba armado, ya que ninguno de los otros dos rivales le había disparado. Sam vio que Lyon abandonaba su escondite y caminaba por la nave, utilizando el altar y los monumentos circundantes para guarecerse. Se dirigía al lugar del que parecían provenir las voces. Él también fue hacia allí.

Malone consultó el reloj. Un fuerte viento zarandeaba el helicóptero y la lluvia se deslizaba por las ventanas. Su mente estaba en tensa comunión con el zumbido de los rotores. París se extendía a sus pies en su trayecto hacia el barrio periférico de Saint-Denis, situado al norte de la ciudad. No había sentido semejante desesperación en mucho tiempo. Stephanie miró su reloj y mostró cuatro dedos. Quedaban menos de cinco minutos.

Thorvaldsen sabía que debía actuar con rapidez, pero quería que aquel bastardo supiera por qué estaba a punto de morir.

– Hace dos años -dijo-, en Ciudad de México, mi hijo fue una de las siete víctimas de un tiroteo que usted ordenó y que Amando Cabral llevó a cabo. Ya he terminado con él. Ahora ha llegado su turno.

– Herre Thorvaldsen, está usted completamente equivocado…

– Ni lo intente -interrumpió el danés alzando la voz-. No me insulte a mí ni a la memoria de mi hijo con mentiras. Conozco hasta el último detalle de lo que ocurrió. Llevo dos años buscándolo. Ahora ya lo tengo.

– Ignoraba cuáles eran las intenciones de Cabral. Tiene que creerme. Yo sólo quería amedrentar a aquellos fiscales.

Thorvaldsen reculó hasta la tumba de Francisco, protegiéndose del acecho de Lyon entre las elaboradas columnas y arcos.

“Acaba con esto -se dijo-. Ahora”.

Sam seguía agarrándose el brazo. Había perdido a Lyon, al que había visto por última vez caminando frente al gran altar, a unos quince metros de Thorvaldsen y Ashby. Debía alertar a su amigo, así que decidió arriesgarse.

– Henrik, Lyon va hacia ustedes.

Ashby estaba aterrorizado. Debía marcharse de aquel maldito lugar. Dos hombres armados querían acabar con él y alguien acababa de alertar de la presencia de Lyon.

– Thorvaldsen, escúcheme. Yo no maté a su hijo.

Un disparo resonó por toda la iglesia y sacudió sus oídos. Dio un salto y se dio cuenta de que Thorvaldsen había disparado al suelo, cerca de su pie izquierdo. El silbido del metal contra la piedra le hizo retroceder hacia la puerta, pero sabía que no era inteligente echar a correr. Estaría muerto antes de dar siquiera un paso.

Sam oyó un disparo.

– ¡No se mueva! -gritó Thorvaldsen, imponiéndose al rumor del viento y la lluvia-. No merece llamarse hombre. ¿Sabe lo que hizo? Era el hijo más extraordinario del mundo y le disparó como si nada.

Sam se detuvo para sopesar la situación. Debía ser inteligente, actuar como lo hubiera hecho Norstrum. Él siempre era ingenioso. Se aproximó a una de las columnas y miró un instante hacia la nave. Lyon estaba a la derecha del altar, cerca de otra columna, observando, escuchando.

– Le he dicho que no se mueva -insistió Thorvaldsen-. La próxima bala no irá al suelo.

El danés había pensado en aquel momento durante mucho tiempo, preguntándose qué sentiría al enfrentarse por fin al asesino de Cai. Pero también había oído la advertencia de Sam y le preocupaba que Lyon pudiese andar cerca.

– Thorvaldsen -dijo Ashby-. Sea razonable. Lyon nos va a matar a los dos.

Thorvaldsen tenía la esperanza de que Sam y Meagan le guardaran las espaldas, aunque ninguno de los dos debería estar allí. Era curioso. Era multimillonario, pero ni uno solo de sus euros podía ayudarle en aquel momento. Había entrado en un lugar gobernado solo por la venganza. En la oscuridad vio imágenes de Cai cuando era un bebé y un adolescente. Por la memoria de Lisette debía asegurarse de que el muchacho se hiciera un hombre. Durante cuatro siglos, los Thorvaldsen habían vivido en Dinamarca. Los nazis hicieron todo lo posible por aniquilarlos, pero sobrevivieron a sus ataques. Cuando Cai nació, se sintió extasiado. Era un bebé. Para seguir adelante. Niño o niña. No le importaba. Solo le preocupaba que estuviese sano. Rezaba por ello.

“Papá, cuídate. Te veré en unas semanas”. Fueron las últimas palabras de Cai durante su conversación telefónica. En efecto, vio a Cai unas semanas después. En un ataúd. Y todo por culpa de la despreciable criatura que tenía a unos metros de él.

– ¿De verdad pensaba que esta muerte no tendría represalias? -le preguntó a Ashby-. ¿Tan listo se creía? ¿Tan importante? ¿Pensaba que podría asesinar a gente y que nunca habría consecuencias?

Ashby no dijo nada.

– ¡Conteste! -gritó Thorvaldsen.

Ashby había llegado al límite. Aquel anciano estaba loco, consumido por el odio. Decidió que la mejor manera de evitar el peligro era afrontarlo, sobre todo teniendo en cuenta que había visto a Peter Lyon detrás de una columna, observando con frialdad el encuentro. Obviamente, Thorvaldsen sabía de la presencia de Lyon. Y el resto de los presentes parecían ser aliados del danés.

– Hice lo que debía -afirmó Ashby.

– Exacto, y mi hijo murió.

– Debe saber que esa no era mi intención. El fiscal era lo único que me interesaba. Cabral fue demasiado lejos. No había necesidad de matar a toda aquella gente.

– ¿Tiene hijos? -preguntó Thorvaldsen.

Ashby negó con la cabeza.

– Entonces es imposible que lo entienda.

Tenía que ganar tiempo. Lyon todavía no se había movido. Seguía detrás de la columna. ¿Y dónde estaban los otros dos?

– Lo he vigilado durante dos años -dijo Thorvaldsen-. Usted fracasa en todo lo que hace. Todas sus empresas han perdido dinero. Su banco está en apuros. Sus activos están prácticamente agotados. Me he entretenido viendo cómo usted y su amante intentaban dar con el tesoro de Napoleón. Y ahora está aquí, buscándolo todavía.

Aquel idiota estaba ofreciendo demasiada información a Peter Lyon. Sin embargo…

– Se equivoca. Poseo abundantes activos depositados en un lugar al que no tiene acceso. En los últimos días he ganado cien millones de euros en oro.

Quería que Lyon supiera que existían muchas razones por las que no debía matarlo.

– No quiero su dinero -le espetó Thorvaldsen.

– Pero yo sí -dijo Lyon mientras aparecía entre las sombras y disparaba a Henrik Thorvaldsen.

Sam se detuvo al oír lo que parecía ser una pistola con silenciador. No podía entender lo que decían, pues se encontraba a unos quince metros de ellos. Miró hacia la nave. Peter Lyon había desaparecido.

Thorvaldsen no sintió cómo la bala penetraba en su pecho, pero al salir le causó un dolor insoportable. Entonces, toda coordinación entre la mente, el sistema nervioso y los músculos se perdió. Sus piernas cedieron y la agonía inundó su cerebro.

¿Sería aquello lo que había sentido Cai? ¿Se habría visto consumido su hijo por semejante dolor? Era terrible.

Puso los ojos en blanco, su cuerpo cedió y su mano derecha soltó la pistola. Se desvaneció como una masa palpitante y su cabeza impactó lateralmente en el pavimento. Cada inspiración le desgarraba los pulmones. Intentó controlar las punzadas que sentía en el pecho. Los sonidos se desvanecieron. Perdió el sentido de la orientación y luego los colores del mundo se disiparon.

LXXVI

Malone vio la basílica de Saint-Denis a través de la lluvia, a un kilómetro y medio de distancia. En el exterior no había vehículos policiales y la plaza que se extendía frente a la iglesia estaba desierta. Alrededor del edificio todo estaba a oscuras, en calma, como si hubiese arrasado la peste negra.

Encontró su Beretta y dos cargadores. Estaba preparado. Solo necesitaba que hicieran aterrizar aquel maldito helicóptero.

Ashby se sintió aliviado.

– Ya era hora de que me sacara de esta.

Thorvaldsen yacía en el suelo y la sangre brotaba de su herida en el pecho. A Ashby no podía importarle menos aquel idiota. Lo único que importaba era Lyon.

– ¿Cien millones de euros en oro? -preguntó Lyon.

– El tesoro de Rommel, perdido desde la guerra. Lo he encontrado.

– ¿Y cree que eso le salvará la vida?

– ¿Y por qué no?

Un nuevo sonido interrumpió el monótono rumor de la tormenta. Era cada vez más fuerte. Lyon también lo oyó. Era un helicóptero.

Sam se acercó a Ashby y Lyon y vio la pistola en la mano de este. Entonces vio a Thorvaldsen en el suelo, con la sangre saliendo a borbotones. Oh, Dios. No.

– ¿Dónde está ese oro? -le preguntó Lyon a Ashby.

– En un sótano al que solo yo tengo acceso.

Eso debía valerle un indulto.

– Nunca me ha caído bien -dijo Lyon-. Ha manipulado esta situación desde el principio.

– ¿Y a usted qué le importa? Lo contraté y le pagué. ¿Qué más le da cuáles sean mis intenciones?

– Si he sobrevivido no es porque sea idiota -aseguró Lyon-. Ha negociado con los estadounidenses y los ha incluido en nuestro acuerdo. Usted tampoco les cae bien, pero ellos harían cualquier cosa por capturarme.

Los rotores sonaban cada vez con más fuerza, como si estuviesen justo sobre sus cabezas.

– Tenemos que irnos -dijo Ashby-. Ya sabe quiénes son.

Una luz maligna iluminó aquellos ojos ámbar.

– Tiene razón. Debo irme.

Lyon disparó.

Thorvaldsen abrió los ojos. Las manchas negras desaparecieron, pero el mundo parecía estar envuelto en una neblina. Oyó voces y vio a Ashby cerca de otro hombre que empuñaba una pistola. Era Peter Lyon. Vio cómo aquel ser maligno disparaba a Ashby. Maldita sea.

Intentó moverse, encontrar su arma, pero los músculos de su cuerpo no le respondían. La sangre le salía a chorros del pecho. Le fallaban las fuerzas. Oyó el viento, la lluvia y un ruido grave y profundo.

Entonces se oyó otro ruido. Thorvaldsen fijó su mirada. Ashby torció el gesto en una mueca de dolor. Dos ruidos más. La sangre manaba de dos agujeros en la frente del hombre que había asesinado a su hijo. Peter Lyon había terminado lo que Thorvaldsen comenzó.

Mientras Ashby caía al suelo, el danés dejó que la sorprendente calma que recorría su sistema nervioso se apoderara de él.

Sam recobró el aliento y se levantó. Tenía las piernas paralizadas. ¿Estaba asustado? No, era algo más. Un terror mortal atenazaba sus músculos y su mente.

Lyon había disparado a Ashby cuatro veces. Así de sencillo. Bam, bam, bam, bam.

Sin duda, Ashby estaba muerto. Pero, ¿y Thorvaldsen? A Sam le pareció que el danés se movía justo antes de que Ashby exhalara su último suspiro. Tenía que llegar hasta su amigo. La sangre encharcaba el suelo de mármol con una rapidez alarmante, pero sus piernas no reaccionaban. Un grito recorrió la iglesia. Meagan apareció en la oscuridad y se abalanzó sobre Peter Lyon.

Papá, papá.

Thorvaldsen oyó la voz de Cai tal como era hace años, durante su última llamada telefónica.

Estoy aquí, papá.

– ¿Dónde, hijo?

En todas partes. Ven a mí.

He fracasado, hijo.

Tu venganza no es necesaria, papá. Ya no. Está muerto. Tanto como si lo hubieras matado tú.

Te he echado de menos, hijo.

Henrik.

Era una voz femenina que no había escuchado en mucho tiempo. Lisette.

Cariño-dijo-. ¿Eres tú?

Yo también estoy aquí, Henrik. Con Cai. Te esperábamos.

– ¿Cómo puedo encontrarte?

Tienes que de dejarte ir.

Thorvaldsen meditó aquellas palabras, su significado. Pero las consecuencias de sus peticiones lo asustaban. Quería saber más.

– ¿Cómo es aquello?

Tranquilo -dijo Lisette.

Es maravilloso -añadió Cai-. Aquí no estarás solo.

Apenas recordaba un momento en que la soledad no lo hubiese consumido. Pero allí estaban Sam y Meagan. Seguían en la iglesia, con Lyon.

Un grito interrumpió aquella sensación de paz. Intentó ver lo que ocurría. Meagan había atacado a Lyon. Estaban forcejeando en el suelo. Sin embargo, aún no podía moverse. Tenía los brazos extendidos a ambos lados de su pecho ensangrentado. Sus piernas parecían no existir. Tenía las manos y los dedos helados. Nada funcionaba. Sentía un profundo dolor detrás de los ojos.

Henrik.

Era Lisette.

No puedes ayudarlos.

Tengo que hacerlo.

Sam vio que Meagan y Lyon rodaban por el suelo.

– ¡Hijo de puta! -oyó gritar a Meagan.

Debía unirse a la pelea, ayudarla, hacer algo. Pero el terror lo había inmovilizado. Se sintió débil, apático, cobarde. Tenía miedo. Entonces ordenó sus contradictorios pensamientos y obligó a sus piernas a ponerse en movimiento.

Lyon se desembarazó de Meagan. La joven chocó contra la gruesa base de una de las tumbas. Sam buscó en la oscuridad y vio la pistola de Thorvaldsen a tres metros de su amigo, que permanecía inmóvil. Se acercó y cogió el arma.

Malone y Stephanie se desabrocharon los cinturones justo cuando las ruedas del helicóptero rozaban el pavimento. Él cogió el tirador, abrió la puerta y saltó, pistola en mano. La fría lluvia le azotaba las mejillas.

Sam alzó el arma, buscando el gatillo con su dedo ensangrentado. Estaba rodeado de sombras, más allá de donde yacían Henrik y Ashby. Se volvió justo cuando Lyon le propinaba a Meagan un puñetazo en la cara y esta se golpeaba la cabeza contra la base de una tumba. Su cuerpo cayó al suelo en un ángulo poco natural. Lyon buscó su pistola.

Fuera, el ruido de los rotores había cesado, lo cual significaba que el helicóptero había aterrizado en la plaza. Lyon también debió de darse cuenta, pues cogió su pistola, se puso en pie y echó a correr hacia la salida.

Sam pugnó por resistir el dolor de su hombro izquierdo, salió de la penumbra y levantó el arma.

– ¡Se acabó!

Lyon se detuvo, pero no se dio la vuelta.

– La tercera voz.

– No te muevas -ordenó apuntándole a la cabeza.

– Imagino que apretarás el gatillo si hago el más mínimo movimiento -dijo Lyon.

A Sam le impresionó que Lyon hubiese percibido con tanta claridad la presencia de su arma.

– Has encontrado la pistola del viejo.

– Esa cabeza tuya es un blanco maravilloso.

– Pareces joven. ¿Eres un agente estadounidense?

– Cállate -ordenó Sam.

– ¿Qué tal si suelto el arma?

La pistola seguía en la mano derecha de aquel hombre, con el cañón apuntando al suelo.

– Suéltala.

Lyon abrió la mano y la pistola cayó causando un gran estrépito.

– ¿Mejor? -preguntó Lyon dándole la espalda.

Lo cierto es que sí lo era.

– Nunca has disparado a un hombre, ¿verdad? -preguntó Lyon.

– Cierra el pico -dijo Sam.

– Me lo imaginaba. Déjame adivinar. Me voy a ir. No te atreverás a disparar a un hombre desarmado por la espalda.

Sam estaba harto de aquella pantomima.

– Date la vuelta.

Lyon ignoró la orden y dio un paso al frente.

Sam disparó al suelo justo delante de él.

– La próxima bala irá directo a tu cabeza.

– Lo dudo. Te he visto antes de dispararle a Ashby. Te has quedado mirando. Estabas allí y no has hecho nada.

Lyon dio otro paso. Sam disparó de nuevo.

Malone oyó dos disparos provenientes de la iglesia.

Él y Stephanie corrieron hacia una abertura de la valla de madera que rodeaba la fachada sur de la iglesia. Tenían que encontrar la puerta por la que habían entrado los demás. Las tres que había en el acceso principal estaban cerradas. La fría lluvia seguía golpeándoles la frente.

La segunda bala rebotó en el suelo.

– ¡Te he dicho que no te muevas! -gritó Sam.

Lyon tenía razón. Nunca había disparado a nadie. Le habían enseñado a hacerlo, pero no a prepararse mentalmente para algo tan horrendo. Ordenó con dificultad sus ideas y se preparó. Lyon se movió otra vez.

Sam dio dos pasos y apuntó.

– Te lo juro, voy a disparar -el joven hablaba pausadamente, pero el corazón le latía con fuerza.

Lyon siguió avanzando.

– Eres incapaz de dispararme.

– No me conoces.

– Tal vez no, pero puedo oler el miedo.

– ¿Quién dice que tengo miedo?

– Lo noto.

Meagan se retorció soltando un gemido de dolor.

– Algunos, como yo, podemos matar a una persona sin pestañear y otros, como tú, son incapaces a menos que los provoquen, y yo no te estoy provocando.

– Has disparado a Henrik.

Lyon se detuvo.

– Ah, así se llama. Henrik. Sí, lo he hecho. ¿Es amigo tuyo?

– Quieto -Sam odiaba el tono de súplica que transmitían sus palabras.

Tres metros separaban a Lyon de la puerta. Su adversario dio otro paso al frente, con unos movimientos tan controlados como su voz.

– No te preocupes -dijo Lyon-. No le contaré a nadie que no has disparado.

Un metro y medio para llegar al umbral.

Papá, ven con nosotros -dijo Cai envuelto en un trémulo resplandor azul.

A Thorvaldsen lo abrumaban unos extraños y maravillosos pensamientos, pero era imposible que estuviera hablando con su mujer y su hijo. Su conversación había de ser una divagación de una mente en estado de shock.

Sam me necesita -gritó.

No puedes ayudarle, cariño-repuso Lisette.

Una cortina blanca descendió silenciosamente. Sus últimas fuerzas de disiparon. Se esforzaba por respirar.

Es la hora, papá. Ha llegado el momento de que estemos todos juntos.

Sam se sentía contrariado; su conciencia afrontaba un desafío. En realidad era un gesto inteligente por parte de Lyon suscitar una reacción sabiendo que quizá así conseguiría que no sucediese nada. Al parecer, Lyon era un experto en analizar la personalidad de la gente, pero eso no le daba necesariamente la razón. Además, Sam había arruinado su carrera desafiando a la autoridad.

Lyon seguía acercándose a la puerta. Un metro. Medio. Que te jodan, Lyon. Sam apretó el gatillo.

Malone vio un cuerpo precipitándose por las puertas dobles y golpeando el pavimento mojado. Él y Stephanie subieron a toda prisa los resbaladizos escalones de piedra. Ella le dio la vuelta al cuerpo. Era el hombre del barco, el que había secuestrado a Ashby. Peter Lyon. Y tenía un agujero en la cabeza.

Malone levantó la mirada. Sam apareció por la puerta, con una pistola en la mano y sangre en el hombro.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

El joven asintió, pero su semblante triste echó por tierra todas las esperanzas que abrigaba Malone en su corazón. Sam dio un paso atrás. Él y Stephanie entraron. Meagan trataba de ponerse en pie con dificultad y Stephanie corrió en su ayuda. Malone vio un cuerpo, el de Ashby, y luego otro. Era Thorvaldsen.

– ¡Necesitamos una ambulancia! -gritó.

– Está muerto -dijo Sam en voz baja.

Un escalofrío recorrió los hombros y la nuca de Malone. Se obligó a realizar un movimiento vacilante y torpe. Los ojos de Thorvaldsen le decían que Sam tenía razón. Se acercó y se arrodilló junto a su amigo. Manchas de sangre se pegaban a la carne y la ropa. Le buscó el pulso, pero no lo encontró. Movió la cabeza en un gesto de profunda tristeza.

– Al menos hay que intentar llevarlo a un hospital -dijo.

– No servirá de nada -repuso Sam.

Aquel comentario denotaba aprensión y, aunque Malone sabía que era cierto, no podía aceptarlo. Stephanie ayudó a Meagan. Los ojos de Thorvaldsen miraban sin ver.

– Intenté ayudar -dijo Meagan-. Pero ese viejo loco… Estaba decidido a matar a Ashby. Intenté… llegar hasta allí…

La joven prorrumpió en sollozos. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Thorvaldsen había entrado en la vida de Malone cuando realmente necesitaba un amigo. Dos años antes se había presentado en Atlanta y le había ofrecido empezar de nuevo en Dinamarca, cosa que él había aceptado gustoso y que nunca había lamentado. Habían compartido los últimos veinticuatro meses, pero las últimas veinticuatros horas habían sido muy distintas.

“No volveremos a hablar nunca más”.

Eran las últimas palabras que se habían dicho. Malone le agarró la garganta con la mano derecha, como si intentara llegar hasta su corazón. La desesperación se apoderó de él.

– Eso es, viejo amigo -susurró-. No volveremos a hablar nunca más.

LXXVII

París, domingo 30 de diciembre, 14.40 h

Malone entró en la basílica de Saint-Denis. La iglesia permanecía cerrada al público y a las cuadrillas de trabajo desde el día de Navidad, pues se había convertido en la escena de un crimen. Tres hombres habían muerto allí. Dos de ellos no le importaban lo más mínimo. La tercera muerte había sido más dolorosa de lo que nunca hubiera imaginado.

Su padre había fallecido hacía treinta y ocho años. Cuando sucedió él tenía diez años y la pérdida le supuso más soledad que dolor. La muerte de Thorvaldsen era distinta. El dolor anegaba su corazón con un implacable y profundo sentimiento de culpa.

Habían enterrado a Henrik junto a su esposa y su hijo en un oficio privado celebrado en Christiangade. Una nota manuscrita adjunta a sus últimas voluntades expresaba su deseo de que no hubiese un funeral público. Su muerte, no obstante, apareció en los noticieros de todo el mundo y llegaron numerosas muestras de condolencia. Se recibieron miles de tarjetas y cartas de empleados de sus varias empresas, un claro testimonio de lo que sentían por su jefe. Cassiopeia Vitt había asistido al oficio. Meagan Morrison también. Todavía tenía un moretón en el rostro, y mientras ella, Malone, Cassiopeia, Stephanie, Sam y Jesper echaban tierra sobre la sencilla caja de pino nadie pronunció ni una sola palabra.

Durante los últimos días Malone había ocultado su soledad, recordando los dos últimos años. Los sentimientos se arremolinaban en su fuero interno, alternando entre sueño y realidad. El rostro de Thorvaldsen estaba grabado indeleblemente en su cerebro y recordaría para siempre cada rasgo: los ojos oscuros y las pestañas pobladas, la nariz recta y ancha, la mandíbula robusta y la barbilla firme. La espalda encorvada no significaba nada. Aquel hombre siempre había caminado erguido.

Malone miró alrededor de la nave. Formas, figuras y diseños proyectaban un efecto abrumador de serenidad. La iglesia estaba bañada en la radiante luz que entraba por las vidrieras. Admiró varias figuras de santos, vestidas de zafiro oscuro, iluminadas con tonos turquesa; manos y cabezas hábilmente talladas emergían de las sombras con colores sepia, verde oliva, rosa y blanco. Era difícil no pensar en Dios, en la belleza de la naturaleza, en las vidas perdidas, terminadas prematuramente, como la de Henrik. Pero se obligó a no pensar en ello.

Encontró el papel en el bolsillo y lo desplegó.


CXXXV II CXLII LII LXIII XVII

II VIII IV VIII IX II


El profesor Murad le había indicado exactamente qué buscar; las pistas que urdió Napoleón y que luego dejó a su hijo. Empezó con el salmo 135, verso 2: “Tú, que estás en la casa del Señor, en la sala de la casa de nuestro Dios”. Luego el salmo 2, verso 8: “Yo haré de las naciones tu legado”. Típica grandilocuencia napoleónica. A continuación venía el salmo 142, verso 4: “Mira a mi derecha y verás”. El punto de partida era difícil de determinar. Saint-Denis era enorme; tenía la extensión de un campo de fútbol y casi la mitad de anchura. Pero el siguiente verso resolvía ese dilema. Salmo 52, verso 8: “Pero yo soy como un olivo que florece en la casa de Dios”.

La rápida lección de salmos que le había ofrecido Murad hizo pensar a Malone en uno que describía perfectamente lo que había ocurrido aquella última semana. Salmo 144, verso 4: “El hombre es como un suspiro, como una sombra efímera”. Esperaba que Henrik hubiese encontrado la paz.

“Pero yo soy como un olivo que florece en la casa de Dios”.

Malone miró a la derecha y vio un monumento. Diseñado en la tradición gótica, en su escultura destacaban elementos de un templo de estilo antiguo, y la plataforma superior estaba decorada con figuras en posición de rezo. Dos efigies de piedra, retratadas en los últimos momentos de su vida, yacían en lo alto. La base estaba ornamentada con relieves de inspiración italiana.

Malone se acercó con paso firme y sin hacer ruido. Justo a la derecha del monumento, en el suelo, vio una losa de mármol con un solitario olivo tallado. Una anotación explicaba que la tumba databa del siglo xi. Murad le había dicho que su ocupante era supuestamente Guillaume du Chastel. Carlos VII quería tanto a su sirviente que le concedió el honor de ser enterrado en Saint-Denis.

El salmo 63, verso 9, era el siguiente: “Quienes intenten destruir mi vida descenderán a las profundidades de la tierra. Serán entregados a la espada y serán comida para los chacales”.

Ya había obtenido permiso del gobierno francés para hacer cuanto fuese necesario para resolver el acertijo. Si eso significaba destruir algo dentro de la iglesia, que así fuera. Al fin y al cabo, la mayoría eran restauraciones y reproducciones de los siglos xix y xx. Había pedido que le dejaran herramientas y utensilios dentro, previendo lo que podía necesitar, y los vio cerca del muro oeste. Malone cruzó la nave y cogió una almádena.

Cuando el profesor Murad le facilitó las pistas, la posibilidad de que lo que buscaban estuviera debajo de la iglesia se convirtió en algo factible. Entonces, cuando leyó los versos, se convenció. Malone volvió al olivo tallado en el suelo.

La pista final, el último mensaje de Napoleón a su hijo. Salmo 17, verso 2: “Que mi justificación venga de ti; que tus ojos vean lo que está bien”.

Malone balanceó el martillo. El mármol no se rompió, pero sus sospechas se confirmaron. El sonido hueco le indicaba que debajo no había piedra sólida. Tres golpes más y la roca se resquebrajó. Otros dos y el mármol se rompió para revelar un rectángulo negro que se abría bajo la iglesia. De él brotaba una fría corriente de aire.

Murad le había contado que, en 1806, Napoleón puso freno a la profanación de Saint-Denis y la proclamó, una vez más, camposanto imperial. También restauró la abadía contigua, fundó una orden religiosa que supervisaría las reformas de la basílica y encargó a los arquitectos que repararan los daños. Para él habría sido fácil adaptar el lugar a sus directrices personales. Era fascinante que aquel hueco en el suelo hubiera permanecido en secreto, pero tal vez el caos de la Francia posnapoleónica era la mejor explicación, ya que nada ni nadie gozó de estabilidad una vez que el emperador fue desterrado a Santa Elena.

Malone dejó la almádena y cogió un rollo de cuerda y una linterna. Enfocó el interior con ella y vio que se trataba más bien de un conducto de un metro por un metro y medio aproximadamente, con una pendiente de unos seis metros de largo. En el suelo de roca estaban esparcidos los restos de una escalera de madera. Había estudiado la planta de la basílica y sabía que antaño existía una cripta bajo la iglesia, partes de la cual seguían allí, abiertas al público, pero nada llegaba hasta aquel lugar tan cercano a la fachada oeste. Quizá fuera así hacía mucho tiempo y Napoleón hubiese descubierto esa rareza. Al menos eso es lo que creía Murad.

Enroscó la cuerda en torno a la base de una de las columnas, situada a unos pocos metros de distancia, y comprobó su resistencia. Arrojó el resto de cuerda en el conducto, seguida de la almádena, que podía ser necesaria. Se amarró la linterna al cinturón. Utilizando sus suelas de goma y la cuerda, descendió por el conducto hacia la oscura tierra.

Cuando llegó abajo, enfocó la roca, de color marrón añejo. El gélido y polvoriento lugar se extendía hasta donde llegaba el haz de luz. Sabía que París estaba plagada de túneles, kilómetros y kilómetros de pasajes subterráneos tallados en la piedra caliza, bloque a bloque, hasta la superficie. La ciudad había sido construida literalmente desde el suelo.

Malone palpó los contornos, las grietas, las esquirlas que sobresalían, y siguió el retorcido pasadizo a lo largo de unos sesenta metros. Un olor como a melocotones calientes, que le recordaba a su infancia en Georgia, le provocó náuseas. La arenisca crujía bajo sus pies. Solo el frío parecía colmar aquel vacío; era fácil perderse en el silencio.

Supuso que había salido de la basílica y que se encontraba al este del edificio, quizá bajo la explanada de árboles y hierba de la parte posterior de la abadía, en dirección al Sena.

Malone vio un oscuro hueco a su derecha. Los escombros llenaban el pasadizo, en el que alguien se había abierto paso a través de la piedra caliza. Se detuvo y escudriñó el lugar con su linterna. En la tosca superficie de un tramo rocoso había un símbolo grabado, que reconoció por el escrito que Napoleón había dejado en el libro merovingio. Era parte de las catorce líneas garabateadas.

Alguien había colocado la piedra sobre el montículo a modo de indicador, una señal que había aguardado pacientemente bajo tierra durante más de dos siglos. En el hueco vio una puerta metálica entreabierta. Un cable eléctrico serpenteaba en el umbral, describía un giro de noventa grados y desaparecía en el túnel. Se alegró al comprobar que tenía razón. Las pistas de Napoleón lo guiaron hasta abajo. Una vez allí, el símbolo grabado mostraba exactamente el lugar en el que lo esperaba el tesoro.

Enfocó el interior con la linterna, encontró un cuadro eléctrico y accionó el interruptor. Unos dispositivos incandescentes de color amarillo repartidos por el suelo revelaron una cámara de unos quince metros por doce con un techo de tres metros de alto. Contó al menos tres docenas de cofres de madera y vio que algunos estaban abiertos.

En su interior descubrió una variedad de lingotes de oro y plata. Todos ellos llevaban impresa una ene culminada con una corona imperial, el símbolo oficial del emperador Napoleón. En otro había monedas de oro. Otros dos contenían vajillas de plata. En tres de ellos rebosaban lo que parecían ser piedras preciosas. A todas luces, el emperador había elegido su tesoro con sumo cuidado y había optado por los metales nobles y las joyas.

Malone contempló la habitación y examinó las antiguas y abandonadas posesiones de un imperio derrocado. Era el tesoro de Napoleón.

– Usted debe de ser Cotton Malone -dijo una voz femenina.

Él se dio la vuelta.

– Y usted debe de ser Eliza Larocque.

La mujer, apoyada en el quicio de la puerta, era alta y majestuosa, y tenía un aire leonino que apenas intentaba ocultar. Llevaba un abrigo de lana que le llegaba a la altura de las rodillas, una prenda elegante. Junto a ella estaba un hombre delgado y nervudo con un vigor espartano. Ambos rostros eran inexpresivos.

– Y su amigo es Paolo Ambrosi -dijo Malone-. Un personaje interesante. Un sacerdote que durante un corto espacio de tiempo fue secretario de Pedro II, pero que desapareció cuando ese papado terminó de forma abrupta. Circularon muchos rumores al respecto de su moralidad -Malone hizo una pausa-. Ahora lo tenemos aquí.

Larocque se mostró impresionada.

– Noparece sorprenderle nuestra presencia.

– Los estaba esperando.

– ¿Ah, sí? Me han dicho que es un magnífico agente.

– He tenido mis momentos.

– Y sí, Paolo realiza ciertas tareas que le encargo de vez en cuando -dijo Larocque-. Me pareció que lo más oportuno sería que estuviese conmigo después de todo lo ocurrido la semana pasada.

– Henrik Thorvaldsen ha muerto por su culpa -afirmó Malone.

– ¿De qué me está hablando? No conocía a ese hombre hasta que se interpuso en mis negocios. Me dejó en la Torre Eiffel y no volví a verlo nunca más -Larocque hizo una pausa-. No me ha dicho cómo ha averiguado que hoy estaría aquí.

– Hay gente más inteligente que usted en este mundo.

Malone vio que no le había gustado el insulto.

– He estado atento -añadió-. Encontró a Caroline Dodd más rápido de lo que imaginaba. ¿Cuánto tardó en descubrir este lugar?

– La señora Dodd fue bastante amable. Nos facilitó las pistas, pero decidí encontrar otro camino debajo de la basílica. Imaginé que habría otros accesos y salidas y estaba en lo cierto. Dimos con el túnel correcto hace unos días, abrimos la cámara y aprovechamos una línea eléctrica situada cerca de aquí.

¿YDodd?

Larocque negó con la cabeza.

– Me recordaba demasiado a la traición de lord Ashby, así que Paolo se ocupó de ella.

Ambrosi empuñaba un arma en la mano derecha.

– Aún no ha respondido a mi pregunta -dijo Larocque.

– Cuando abandonó su residencia hace un rato -respondió Malone- supuse que venía hacia aquí. Había llegado el momento de reclamar su premio, ¿no es así? Ha contratado ayuda para sacar esta fortuna de aquí.

– Lo cual no ha resultado fácil -dijo ella-. Por suerte, hay gente en este mundo dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. Tendremos que repartir esto en cofres más pequeños y cerrados y luego sacarlos a mano.

– ¿No le preocupa que puedan hablar?

– Los cofres estarán cerrados antes de que lleguen.

Asintiendo levemente, Malone reconoció la inteligencia de su previsión.

– ¿Cómo ha llegado hasta aquí? -preguntó Larocque.

Malone señaló hacia arriba.

– Por la puerta principal.

– ¿Todavía trabaja para los estadounidenses? -preguntó-. Thorvaldsen me habló de usted.

– Trabajo para mí -Malone señaló a su alrededor-. He venido por esto.

– No parece usted un cazatesoros.

Malone se sentó encima de un cofre y relajó unos nervios entumecidos por el insomnio y por su inseparable compañero, el desaliento.

– En eso se equivoca. Me encantan los tesoros. ¿Y a quién no? Disfruto sobre todo negándoselos a personas tan despreciables como usted.

Larocque se rió de aquel toque dramático.

– Diría que es usted el que se va a quedar sin él.

– Su juego ha terminado. Se acabó el Club de París. Se acabó la manipulación económica. Se acabó el tesoro.

– Lo dudo mucho.

Malone la ignoró.

– Por desgracia, no quedan testigos con vida y hay muy pocas pruebas para juzgarla por algún delito. Así que tómese esta conversación como su única manera de eludir la cárcel.

Larocque se rió de aquella ridiculez.

– ¿Es siempre tan sociable cuando lo acecha la muerte?

Malone se encogió de hombros.

– Soy una persona despreocupada.

– ¿Cree en el destino, señor Malone? -preguntó ella.

– La verdad es que no.

– Yo sí. De hecho, mi vida se rige por el destino. Mi familia ha hecho lo mismo durante siglos. Cuando supe que Ashby había muerto, consulté un oráculo que poseo y formulé una sencilla pregunta: “¿Se verá inmortalizado mi nombre y lo aplaudirá la posteridad?”. ¿Le gustaría saber la respuesta?

– Claro -respondió Malone siguiéndole el juego.

– ”Tu alegre compañero será un tesoro, que tus ojos se deleitarán en contemplar” -hizo una pausa-. Al día siguiente encontré esto.

Larocque señaló la caverna iluminada. Malone ya había escuchado suficiente. Levantó el brazo derecho, señaló con el índice hacia abajo e indicó a Larocque que se diera la vuelta. Ella captó el mensaje y miró por encima de su hombro derecho. Tras ella se encontraban Stephanie Nelle y Sam Collins, ambos empuñando una pistola.

– ¿Olvidé mencionar que no había venido solo? -dijo Malone-. Esperaron a que usted llegara para bajar.

Larocque lo miró. La ira que irradiaban sus ojos constataba lo que él ya sabía, así que dijo lo que probablemente estaba pensando:

– Deléitese contemplándolo, madame,porque es lo único que podrá hacer.

Sam le arrebató la pistola a Ambrosi, que no opuso resistencia.

– Mejor así -le dijo Malone a Ambrosi-. Sam resultó herido de bala. Le dolió mucho, pero está bien. Fue él quien disparó a Peter Lyon. Fue su primer asesinato. Le dije que el segundo sería mucho más fácil.

Ambrosi no dijo nada.

– También vio morir a Henrik Thorvaldsen. Todavía está deshecho. Stephanie y yo también. Los tres podríamos matarlos en cualquier momento. Por suerte para ustedes, no somos asesinos. Es una lástima que ustedes no puedan decir lo mismo.

– Yo no he matado a nadie -dijo Larocque.

– No, usted sólo anima a otros a hacerlo y se aprovecha de sus actos -Malone se levantó-. Ahora lárguense de aquí.

Larocque no se movió.

– ¿Qué pasará con esto?

Malone suprimió cualquier rastro de emoción en su voz.

– Eso no lo decidiremos ni usted ni yo.

– ¿Se da cuenta de que esto es un derecho legítimo de mi familia? El papel de mi antepasado fue esencial para destruir a Napoleón. Buscó este tesoro hasta el día de su muerte.

– Le he dicho que se largue.

Malone quería pensar que así es cómo Thorvaldsen habría afrontado la situación, y ese pensamiento le proporcionó cierto consuelo. Larocque pareció aceptar sus órdenes, sabedora de que poseía escaso poder de negociación, de modo que, con un gesto, indicó a Ambrosi que saliera de allí. Stephanie y Sam se hicieron a un lado y los dejaron marcharse.

En el umbral, Larocque titubeó y se dio la vuelta.

– Puede que nuestros caminos se crucen de nuevo.

– Sería divertido.

– Sepa que ese encuentro será bastante distinto al de hoy -afirmó antes de irse.

– Esa mujer no se rinde nunca -dijo Stephanie.

– Imagino que tienes gente ahí fuera.

Stephanie asintió.

– La policía francesa los acompañará fuera del túnel y lo cerrará.

Malone se dio cuenta de que por fin todo había terminado. Las últimas tres semanas habían sido unas de las más terribles de su vida. Necesitaba un descanso.

– Supongo que tienes una nueva carrera -dijo a Sam.

El joven asintió.

– Ahora trabajo oficialmente para el Magellan Billet como agente. Según tengo entendido, debo agradecérselo a usted.

– Tienes que agradecértelo a ti mismo. Henrik estaría orgulloso de ti.

– Eso espero -Sam señaló los cofres-. ¿Qué pasará con este tesoro?

– Los franceses se lo quedarán -respondió Stephanie-. No hay manera de conocer su procedencia. Está en su terreno, así que es suyo. Además, dicen que es una compensación por todos los daños que Cotton ha causado a sus propiedades.

Malone no estaba escuchando. Tenía la mirada clavada en la puerta. Eliza Larocque había pronunciado su última amenaza en un tono muy educado, una pausada declaración según la cual, si sus caminos volvían a cruzarse algún día, las cosas serían distintas. Pero no era la primera vez que recibía amenazas. Larocque era en parte responsable de la muerte de Henrik y del sentimiento de culpa que temía que se alojara para siempre en su interior. Tenía una deuda con ella y él siempre saldaba sus deudas.

– ¿Estás bien por lo de Lyon? -le preguntó a Sam.

El joven asintió.

– Todavía veo su cabeza estallando, pero podré vivir con ello.

– Nunca dejes que te resulte fácil. Matar es algo serio, aunque se lo merezcan.

– Me recuerda a alguien que conocí en una ocasión.

– ¿Él también era un tipo inteligente?

– Más de lo que imaginaba hasta hace poco.

– Tenías razón, Sam -dijo Malone-. El Club de París, todas esas conspiraciones. Al menos algunas cosas eran ciertas.

– Por lo que recuerdo, me tenía usted por un loco.

Malone soltó una carcajada.

– La mitad de la gente a la que conozco también me considera un chiflado.

– Meagan Morrison no dudó en hacerme saber que ella tenía razón -dijo Stephanie-. Es un verdadero problema.

– ¿La volverás a ver? -le preguntó Malone a Sam.

– ¿Quién ha dicho que me interesa?

– Lo noté en su voz cuando me dejó el mensaje en el contestador. Volvió allí por ti. Vi cómo la mirabas después del funeral de Henrik. Te interesa.

– No lo sé, tal vez sí. ¿Tiene algún consejo que darme al respecto?

Malone levantó las manos en un gesto de rendición.

– Las mujeres no son mi fuerte.

– Y que lo digas -apostilló Stephanie-. Arrojas a tus ex mujeres de los aviones.

Malone sonrió.

– Debemos irnos -dijo Stephanie-. Los franceses quieren tener esto controlado.

Los tres se dirigieron hacia la salida.

– Tengo una curiosidad -le dijo Malone a Sam-. Stephanie me dijo que te criaste en Nueva Zelanda, pero no hablas como ellos. ¿Por qué?

Sam sonrió.

– Es una larga historia.

Eso fue exactamente lo que él contestó el día anterior cuando Sam le preguntó por qué se llamaba Cotton. Era la misma respuesta que le había dado a Henrik varias veces, prometiéndole siempre que se lo explicaría más tarde. Pero, por desgracia, ya no podría hacerlo.

Le caía bien Sam Collins. Le recordaba mucho a él hacía quince años, cuando empezaba en el Magellan Billet. Ahora Sam era un agente hecho y derecho a punto de afrontar los incalculables riesgos asociados a ese peligroso trabajo. Cualquier día podía ser el último.

– Le propongo un trato -dijo Sam-. Yo se lo cuento si usted me lo cuenta.

– Trato hecho.

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