Aproximadamente una semana después de su regreso de Hainan, hacia la una de la mañana, el teléfono suena en el piso de los padres de Muo.
Al otro lado del hilo, se oye la voz de su vecina, la Embalsamadora.
– Se ha muerto. Acabo de llegar de su chalet.
– ¿Quién se ha muerto?
– El juez Di. Se acabó. ¡Qué locura!
(En ese instante, lo único que siente es un picor por todo el cuerpo. Un sudor frío que brota de todos los poros de su piel. Tiene miedo. «¿El juez Di? ¿Habrá muerto haciendo el amor, le habrá fallado el corazón durante el encuentro erótico que le he organizado? ¿Me detendrán, no como corruptor, sino como instigador de un asesinato premeditado? Seguro. Un momento, recuerdo haber leído algo que trataba de una situación más o menos parecida. ¿Una novela? No. Un relato. Pero ya no recuerdo ni el título ni el nombre del autor. ¿Qué me pasará? ¿Cómo liberar a Volcán de la Vieja Luna? Ahora, lo que debo hacer es escuchar la historia de la Embalsamadora. Pero tengo la cabeza como un suelo poroso, como el techo de una cueva Cada una de sus palabras me pone los pelos de punta; pero tomadas en su conjunto, se filtran por los minúsculos intersticios de mi cerebro como un líquido invisible, caen de cabeza en mi interior, dan saltos mortales en mis tímpanos, mi pulso, mi cráneo… Me llegan como una extraña mezcla: el alivio del final de una misión imposible y la escalofriante sombra de una amenaza de detención. Una voz interior resuena en mi cabeza: «¡Ve a entregarte a la policía!»
– Escucha -sigue diciendo la voz de la Embalsamadora al otro lado del hilo-. Me habías dicho que, hacia las ocho de la tarde, vendría alguien a buscarme; pero a las siete se presentó un hombre en el tanatorio. Afirmó ser el sexto secretario del juez Di. Un hombre bajito y nervioso. Dijo que debíamos irnos enseguida, que el juez tenía prisa. No tuve tiempo de cambiarme ni darme una ducha. «¡Qué más da! -me dije-. El viejo juez Di no espera una estrella de cine. Cuando antes acabemos, antes se quedará tranquilo Muo.» Nos fuimos de inmediato. Sólo me pinté un poco con el pintalabios Chanel que me regalaste por mi cumpleaños. Bajamos del edificio de embalsamamientos y, en la puerta de entrada, el secretario llamó un taxi. No paró de hablar por el móvil durante diez minutos, pero del taxi, nada. El hombre tenía un miedo increíble. ¿Y de quién? Del juez Di. ¡Pobre diablo! Acaba de volver a China, después de estudiar Derecho en Estados Unidos, y hace todo lo posible por que se sepa. Tiene la manía de meter palabras en inglés en cada frase que dice. Es realmente penoso. Para sacarlo del apuro, le propuse que cogiéramos una de las furgonetas del tanatorio, ya sabes, esas que se emplean para transportar los cadáveres. Lo dije más que nada para bromear, porque casualmente había una aparcada delante de la puerta. Se la señalé y le dije que se parecía a los furgones blindados del tribunal en los que llevan a los condenados a muerte, con sus faros independientes como dos grandes ojos desorbitados. Era una vieja furgoneta con el parabrisas dividido en dos por un listón metálico. El yanqui de pacotilla se lo tomó en serio. Llamó al hotel en el que Di estaba jugando al mah-jong con sus amigos para pedirle autorización, pero le dijeron que el juez había vuelto a casa. Lo llamó al chalet, pero curiosamente no cogieron el teléfono. Eran las siete y media. Para tomar una decisión, se sacó del bolsillo una moneda de cinco yuans, la lanzó al aire. La moneda cayó al suelo de cemento, rebotó r volvió a caer. Salió cruz, así que cogimos la furgoneta. Cuando ahora lo pienso, se me ponen los pelos de punta. ¡Qué presagio! ¿Te das cuenta? Si la moneda del secretario hubiera caído del otro lado, o si en ese momento hubiera aparecido un taxi, o si simplemente no le hubiera hablado de la furgoneta o no hubiera tenido la llave, puede que el juez Di todavía estuviera vivo. Me siento culpable. Y eres tú quien me ha metido en este berenjenal.
(La voz de la Embalsamadora zumba y zumba… Pugna con la imagen de una sala de proyección y de un pantalón mojado que surgen en la aterrada mente de Muo: una proyección privada para Stalin en el Kremlin, en los años cincuenta, de una película titulada Lenin en octubre. El director estaba sentado varias filas detrás de Stalin. Durante la proyección, vio que el Padrecito de los Pueblos volvía la cabeza hacia su vecino y le murmuraba algo que, según se supo más tarde, era: «Esta película es una mierda.» La sala ya estaba a oscuras, pero, de pronto, ante los ojos del director la oscuridad se hizo total. Se desmayó, se deslizó de la butaca y cayó al suelo. Cuando los guardias lo sacaron de la sala, vieron que tenía el pantalón mojado de pis. Muo se asombra al recordar esa anécdota en esos momentos y se alegra de que a él la muerte del juez Di no le haya provocado más que sudor frío.)
– En cuanto arranqué la furgoneta, fui yo la que empecé a ponerme nerviosa y de mal humor. Estaba tensa ante la idea de lo que me esperaba en el chalet del juez Di. Tú no me lo habías explicado todo, pero no soy idiota, lo había comprendido. Muo, me gustaría decirte una cosa…
– Adelante.
– Estoy dolida. Durante el trayecto, sentí odio hacia ti, no puedes imaginar cuánto. En el fondo, eres duro, cruel. Para ser feliz, tú eres capaz de cualquier cosa.
– No sé qué decir para defenderme. Puede que tengas razón, no sé.
– ¡Cerdo! Continúo. Mientras yo conducía, el secretario del juez iba recobrando el aplomo. No paraba de darme órdenes, de elegir el itinerario, de contarme chismes sobre el juez Di… ¿Sabes cuánto tiempo estuvo jugando al mah-jong? Adivina.
– ¿Antes de volver al chalet?
– Sí.
– Veinticuatro horas.
– Tres días con sus noches. Setenta y dos horas. Llevaba pegado a la mesa de la habitación del hotel, con sus compañeros de partida, desde el jueves por la noche. El hotel Holiday Inn, no sé si lo conoces; un hotel de Cinco estrellas, con columnas griegas de mármol falso, que está en el centro. Es un hotel impresionante, con dos alas de veinticinco plantas cada una, un jardín con una fuente en medio y un césped primoroso. Tiene un aspecto pulcro, ero frio, impersonal, con su puerta giratoria en la entrada. El secretario me dijo que, en el vestíbulo y en las plantas, hay mostradores de granito negro y que los ascensores son de bronce pulido. Pero lo más alucinante, según él, es cuando llegas a la puerta de la habitación. El número no figura en ella; es una luz tamizada que llega del techo y proyecta la sombra negra de una cifra en la gruesa moqueta del pasillo. Es como si estuvieras en una película policíaca. El secretario dijo que no había visto nada parecido ni en Estados Unidos. Hace tres o cuatro años, cuando inauguraron el hotel, el juez Di fije uno de los invitados de honor. En esa ocasión, estuvo veinticuatro horas en la mesa de juego, sin comer ni beber. Estaba loco de atar. Lo que buscaba era una excitación semejante a la que sentía en otros tiempos, cuando apuntaba con el fusil a un condenado, con el índice en el gatillo. Tú lo sabías, y aun así me arrojaste a las garras de ese pervertido.
(Mientras la escucha, Muo busca a tientas en la oscuridad, pero no consigue dar con el interruptor de la lámpara de cabecera. Se pone el pantalón y la chaqueta. Tiene que ir a comisaría, o al menos estar preparado para ir. Está empapado en sudor. ¿Debe cambiarse de camisa? Oye algo que se le cae de un bolsillo de la chaqueta y golpea el parquet. En ese instante, se acuerda de lo que no conseguía recordar hace un rato: ¡Singer! El autor del relato que cuenta una situación igual de angustiosa es Isaac Bashevis Singer. Muo recuerda la trama principal, pero no los nombres de los personajes. La historia transcurre en un país comunista. ¿Polonia? ¿Hungría? Da igual. Un joven encantador, seductor, vividor, multiplica las conquistas femeninas. Un día, por piedad, se acuesta con una institutriz de cincuenta años, delgada como un palo de escoba, frágil, delicada, que lo admira apasionadamente. La mujer lo espera en casa de él hasta medianoche; luego, saca un pijama y un par de zapatillas del bolso, se ducha y se mete en la cama con él. Pero, en pleno coito, su cuerpo se tensa y, tras un violento espasmo, la mujer muere. El seductor sumido en un abismo de angustia, teme que lo detengan por asesinato. Una situación muy parecida a la suya. Muo recuerda que la continuación del relato describe los intentos del joven por deshacerse del cadáver de la institutriz en mitad de la noche, en las calles desiertas de una gran ciudad. Rumores confusos, ruido de pasos, coches patrulla, vagabundos, borrachos sedientos de alcohol, prostitutas… Llega a la orilla de un estanque en pleno deshielo, junto al que un perro rebusca entre la basura… Lo que tiene que hacer es eso, desembarazarse del cuerpo del juez Di, se dice Muo jadeando en la oscuridad. Pero vuelve a prestar atención a la Embalsamadora, que parece hablar para no volverse loca después de haber tenido a un juez muerto entre los brazos.)
– ¿Sabes, Muo? Hace un momento te he dicho que, mientras iba al volante de la furgoneta, te odiaba a muerte. No es del todo cierto. Durante todo el trayecto, no he parado de preguntarme: «¿Consiste en esto la locura? ¿Pasar mi “primera noche”, a los cuarenta años, con un juez loco por el mah-jong? ¿En qué historia me he metido?» No he gritado ni llorado, como quien pierde la cabeza, pero he tenido alucinaciones. Me parecía que las farolas de la calle arrojaban una luz de un amarillo anormal, fantasmagórico. Los toques de claxon de los otros vehículos se me antojaban extrañamente lejanos, como si estuviera soñando; o, más bien, tenía la sensación de recordar un paseo en coche que ya había dado en sueños. Por otra parte, ahora mismo tampoco estoy segura de no estar soñando. Mientras conducía, acunada por mi tranquila y muda locura, la voz del sexto secretario me zumbaba en los oídos. Estaba de excelente humor, y me ha hecho un numerito que siempre le ha brindado muchos éxitos en las reuniones y con el que se ganó la simpatía del juez Di: con movimientos de la boca, los labios y la lengua, sabe imitar los ruidos de una partida de mah-jong. La verdad es que es increíble. Por momentos, crees estar oyendo las ensordecedoras olas de un río y, en otros, parece el ruido de dos o tres fichas de mah-jong que se encuentran, que se emparejan con una suavidad taimada, un ruido que aumenta, se queda en suspenso y luego estalla con una alegría que es puro éxtasis, o se hunde en una negrura desesperada. Tenía la sensación de estar viendo las fichas blancas, que se separaban, se juntaban, se atacaban… Ha sido extraño. Ese tío ha conseguido que me relajara. Todavía estaba un poco tensa, pero no con la misma tensión. Era como cuando alguien tiene un dolor insufrible y le ponen una inyección de morfina. Eso no elimina la causa del dolor, pero ¡qué alivio!
(¿Cómo hacer desaparecer los restos del juez Di? Las típicas escenas de película se atropellan en la mente de Muo, el instigador del crimen. Primero surge la imagen de un pesado cuerpo que rompe la ondulada superficie del agua y se hunde lentamente hasta el fondo, donde la cuerda con la que está atado se desanuda. Los faldones de la guerrera del juez de la República hinchan y su vientre se dilata como un globo. Sus pies siguen agitándose, por reflejo, para acabar aquietándose, inmovilizándose; uno de los zapatos se sale del pie y aterriza en el cieno. Hierbas de color verde oscuro, hojas, desechos, desperdicios y trozos podridos de corteza se agitan y se alzan como una bandada de nubes negras. Arrastrado por la corriente el juez Di adopta una pose inflexible de maniquí de madera flota con los largos y rígidos brazos extendidos en cruz se dirige hacia uno de los pilares del puente que atraviesa el río. Un pilar de hormigón cuyo tajamar pondrá fin a esa trayectoria delirante y a la vida del ex tirador de élite loco por el mah-jong. El choque que dislocará ese cuerpo pecador es inminente, pero, en el último momento, un remolino atrapa el cadáver, que empieza a girar como una hoja seca en el ojo de un huracán. No, semejante verdugo, hombre con las manos tan manchadas de sangre, no se merece ese funeral acuático, que los tibetanos practican desde hace siglos, como no se merece el agua del Yangtse, de la que ascienden las plegarias más antiguas del mundo, «con acentos enlazados de dos en dos, olas emparejadas con verbos». ¿Quién escribió eso? ¿Joyce? ¿Valéry? ¿He citado correctamente de memoria?)
– Circulaba detrás de un camión, por un camino que tomo todos los días desde hace más de veinte años y, sin embargo, tenía la sensación de estar entrando en una ciudad desconocida, sin saber si podría encontrar el camino de regreso. Cruzamos el mercado al aire libre, con sus carniceros descuartizando reses… Las hojas de los cuchillos brillaban bajo las bombillas desnudas, que oscilaban encima de sus cabezas. Al verlos, empecé a sentir los primeros síntomas de la jaqueca. Parecían envueltos en un halo de un amarillo pálido e irreal. Pasamos junto a la tapia del Conservatorio. Detrás del muro y de los árboles, alguien, seguramente un estudiante, tocaba el piano en uno de los edificios de ladrillos grises. «¡Es precioso!», exclamó el sexto secretario del juez Di, añadiendo que se trataba de la Sonata nº 29 de Beethoven. Por primera vez, me impresionó favorablemente. Estaba tan contento de poder exhibir sus conocimientos musicales que empezó a hablarme de sus años en Estados Unidos, donde pasaba las noches de insomnio oyendo la radio. Se enamoró del jazz y luego del piano. Le dije que tenía buen gusto. Él me dio las gracias y me hizo una confesión: en Estados Unidos se convirtió al cristianismo. Me dije: «Este tío que me escolta como un policía escolta a un preso al tribunal o al lugar de ejecución es cristiano.» No podía creérmelo. Sentí pena por él. Me contó que en Estados Unidos le habían salido hemorroides y que ahora eran incurables. Se le han extendido por los intestinos y a veces explotan y sangran como si tuviera la regla. Y aquí, en nuestra ciudad, aún le causan más problemas. Como los episodios de crisis son imprevisibles, no puede participar en las maratonianas partidas de mah-Jong de sus superiores, que a veces duran varios días con sus noches. Nunca ha podido entrar en el círculo íntimo del juez Di, que elige a sus colaboradores entre sus compañeros de partida. Profesionalmente, lo tiene crudo.
»Dejamos atrás la fábrica y tomamos el camino que lleva al puente de la Puerta del Sur. Ya no tiene tantas piedras como en la época en que mi marido iba a buscarme para llevarme a casa en bicicleta. Pasamos por delante de los urinarios públicos. ¿Recuerdas que te hablé de ellos por teléfono? Ya no es una pequeña caseta, sino una construcción con cubierta de tejas y paredes de azulejos blancos. No sabes cómo odio esos grotescos urinarios… Allí fue donde oí la palabra “homosexual” por primera vez y por feos y apestosos que sean, están ligados a él y a mí. Forman parte de mi vida. A veces pienso que, después de muerto, tiene citas amorosas, no sé dónde. De pronto me dio por preguntarle a mi escolta, que se llama Li: “Li, tu, que eres cristiano, ¿habrás estudiado la Biblia y todo eso?» ¿Qué quieres decir con ‘todo eso’?”, replicó él. “cosas como lo del Cielo -le contesté-. ¿Has reflexionado sobre eso?” “¿Sobre qué voy a reflexionar?” “¿Tú dirías que en el Cielo hay urinarios? Más bonitos, claro… “Me interrumpió bruscamente: “¿Tú crees que tengo tiempo para pensar en gilipolleces como ésa, joder?” Parecía enfadado así que lo dejé correr. Seguí conduciendo con las dos manos en el volante, concentrada. Pero, delante del Parque del Pueblo, me dijo: “Mira, yo soy jurista y me gusta usar palabras claras. Lo que mea y caga es tu cuerpo. Y, después de la muerte, tu cuerpo no va a ninguna parte. Lo único que va al Cielo es el alma. Y las almas, que viven rodeadas de ángeles, ni mean ni cagan. Así que no necesitan urinarios.”“¿Y en el Infierno?”, insistí. Respondió que no lo sabía. Durante un rato, no dijimos nada más. Al llegar al centro, me detuve un momento para comprar algo de beber. Cuando regresé a la furgoneta y volví a arrancar, de buenas a primeras, como si siguiera dándole vueltas en la cabeza a mi pregunta, me soltó: “En la Ciudad Prohibida, en Pekín, no tenían urinarios.” Me cogió desprevenida. “¿Ah, no?” “No. ¿Has estado allí? Entonces no los habrás visto ni en la zona del palacio reservada a la administración, ni en el patio interior del emperador, la emperatriz y las concubinas, ni en las casas de los eunucos. No hay urinarios en ninguna parte. Pues así es el Cielo.” “Entonces -dije yo-, ¿dónde hacían sus necesidades? ¿En cubos?” Él volvió a enfadarse. “¡Joder! ¡Un cubo es un cubo, no un urinario!”
(La mano derecha de Muo sostiene el auricular, mientras la izquierda busca el lugar exacto de su espalda donde apuntará el tirador de élite para dispararle una bala al corazón. Da por sentado que su doble crimen de corruptor e instigador del asesinato de un juez le costará la pena capital. Una apacible mañana, el pelotón de ejecución lo llevará hasta el pie de la Colina del Molino, al descampado en el que ya ha estado, quizá no por casualidad. Habrá un hoyo cavado el día anterior por dos soldados pertenecientes al último nivel de la escala. Lo harán arrodillarse y lo atarán con gruesas cuerdas de espaldas al tirador, que le apuntará al cuadradito entre el índice y el dedo medio a través de una mira. «¿Te mearás en el pantalón, como el director de cine ruso?», se pregunta Muo mientras se recorre la espalda con la punta de los dedos y se toca el omoplato izquierdo. Una paletilla triangular, delgada, puntiaguda y huesuda. Se da unos golpecitos con el dedo en la columna vertebral. Se palpa el cuerpo en busca del punto fatídico. ¿Explotarán los huesos del tórax en el instante en que la bala lo atraviese? La bala asesina, despiadada, popularmente conocida como «cacahuete». ¿Por qué? ¿Porque tiene una forma parecida? De pronto piensa que hay que pagarla. Siendo joven, oyó decir que se la cobraban a la familia del muerto. Condición sine qua non para tener derecho a recuperar el cuerpo del fusilado. Si el susodicho tenía la suerte de morir del primer disparo, la familia sólo pagaba una bala, es decir, en aquella época, setenta fens en Chengdu, un yuan en Pekín y un yuan veinte en Shanghai. Hoy, con lo que ha subido la vida, una bala puede alcanzar fácilmente los diez o veinte yuans. «¡Dios mío! -se dice Muo-. ¿Tendrán mis pobres padres, a su edad, que atravesar la ciudad y presentarse en la Colina del Molino después de que me hayan fusilado para pagar los gastos de la ejecución? ¡Qué horror! ¡Eso jamás!»)
– ¿Nunca has estado en casa del juez Di? Está bastante lejos. A diez kilómetros de Chengdu, en dirección oeste hacia Wenjiang. Se va bordeando el Yangtse hasta el Lago de las Espadas, ya sabes, el lago artificial en forma de anillos olímpicos que sirve de pantano para la región. La carretera es estrecha, pero está impecable. Asciendes hasta una colina arbolada y atraviesas un barrio de nuevos ricos, con casas de estilo occidental, grandes terrazas, porches luminosos, largas arcadas, estatuas en el césped, fluentes, tejados en pendiente y torres bulbosas, a imitación de los campanarios rusos. A cual más vulgar y más kitsch. Un horror. Volvía a tener la sensación de estar soñando. Estuve a punto de dar media vuelta muchas veces; me sentía mal, la jaqueca iba en aumento y se me extendía desde el cuello a las sienes. Todavía no había explotado, pero temía que acabara haciéndolo.
»El chalet del juez está en el centro de la colina, detrás de un muro de dos metros de altura. Nos detuvimos ante el portón y el secretario bajó de la furgoneta para llamar por el interfono. Se encendió un foco, y el haz de luz me deslumbró. La puerta metálica se abrió pesada, casi teatralmente.
»Al principio, no vi la casa. Le pregunté a mi escolta si era de estilo occidental. Me respondió que era un chalet de dos pisos. Avanzamos con la furgoneta por un sendero que estaba a oscuras, entramos en un bosquecillo de bambúes, giramos, torcimos y volvimos a girar casi en ángulo recto. No había iluminación. De pronto, a la luz de los faros, vi una forma, un animal extraño, fantasmagórico, que se parecía a un dragón o a una serpiente tropical, con una cabeza aplastada que se meneaba a un metro del suelo. Me pareció que abría las fauces y enseñaba unos dientes de sierra, y solté un grito de terror. Mi escolta se echó a reír y me dijo que era un crisantemo que le habían regalado al juez, tan valioso que hacían falta cuatro jardineros para cuidarlo permanentemente, podarlo y regarlo con un agua especial, cuya composición era secreta, con el único fin de mantener su forma de dragón. Era una flor que no tenía precio. Me apeé para verla de cerca. Era realmente un crisantemo, pero con las hojas inusualmente anchas y los pétalos curvados sobre sí mismos, formando una espiral de escamas. Los toqué con la punta de los dedos, y me dejaron las manos perfumadas. Al lado había otras plantas de la misma especie, una en forma de caballo y otras, menos fáciles de identificar.
»Tras tomar otra curva, el secretario me dijo que estábamos pasando por el jardín de las peonías. La luz de los faros atravesaba unos setos bajos de bambú, pero como no es la estación no se veía gran cosa. La segunda vez que me quedé sin respiración fue cuando atravesamos el jardín de los bonsáis. Daban un poco de aprensión. No te puedes imaginar la cantidad que había; cubrían toda una pendiente dividida en terrazas. Plantas retorcidas, encanijadas, que parecían cuerpos torturados, con escamas salientes y erizadas de espinas. Me recordaron esos fetos monstruosos que los científicos conservan en tarros. A algunos los habían esculpido hasta darles formas perfectamente simétricas. No hay cosa que me horrorice más que la naturaleza que ya no tiene nada de natural. Esa vez no me dieron ganas de bajar. Al contrario, aceleré. Pero aquellas plantas enanas estaban por todas partes, no había manera de librarse de ellas: tejos retorcidos en forma de vasijas y liras; acónitos cubiertos de espinas venenosas; higueras chumbas diminutas, cuyas palas se inclinaban hacia la tierra, echaban raíces y daban otra higuera; olmos de negras ramas; incluso vi un minúsculo papayo, cuyo tronco, en forma de columna cargada de diminutos melones verdes, carecía de ramas pero acababa en una corona de manojos de hojas que le daba aspecto de paraguas. Y también sóforas tilos, tulipanes claveros y girasoles ridículamente canijos. Los más fáciles de reconocer erar los cipreses, porque, por pequeños que sean, conservan siempre su forma de huso. Había muchas especies cuyo nombre desconozco. Algunas habían sufrido una transformación demasiado radical. Por ejemplo, creí reconocer un haya, porque tenía la corteza gris, pero no estoy segura de que lo fuera. Y lo mismo puedo decir de los que parecían magnolias, azufaifos, acebos o robles Ver des.
»Al fin, apareció el chalet del juez, recortado sobre la negrura del cielo. Creía que habíamos escapado de la emboscada de los bonsáis, pero vi unos alerces enanos que descendían por una pendiente como una tribu de salvajes tocados con penachos de hojas verdes. Bajé la ventanilla. El aire estaba saturado del olor a resina e incienso. De pronto, ocurrió algo inesperado. Un policía de uniforme surgió de la oscuridad y nos cerró el paso. Para gran sorpresa de mi escolta, nos indicó que aparcáramos en un recodo y nos apeáramos de la furgoneta. Tras un momento de desconcierto, el secretario del juez Di montó en cólera, sacó del bolsillo su documentación y la agitó ante los ojos del policía. El agente acabó cediendo y le permitió, sólo a él, acercarse a la casa a pie.
»Yo no estaba nada molesta por el imprevisto. Me quedé sentada al volante, como quien llega a una cita antes de hora. A través del parabrisas, contemplé la casa que iba a cambiar mi vida y poner fin a mi virginidad. Se alzaba al otro lado de un estanque cubierto de nenúfares y era un edificio de ladrillos, mezcla del estilo occidental y el chino, con plantas que formaban un dosel en torno a la puerta principal, trepaban por la fachada e invadían la galería de arcos del piso superior. A través del encañado, se veían grandes ventanas abiertas, iluminadas con farolillos rojos de forma cilíndrica, como si se celebrara una gran fiesta. De vez en cuando, una silueta surgía en el hueco de la ventana, desaparecía y volvía a aparecer en la siguiente habitación.
»Como el secretario del juez tardaba en volver, bajé de la furgoneta con lentitud calculada, casi penosa. El policía me miraba sin decir nada. Empecé a dar vueltas alrededor del vehículo. Las piñas de los pinos crujían bajo mis pies, y también las vainas de retama, abiertas desde Dios sabe cuándo. Me acerqué a un bosquecillo de eucaliptos porque me encanta su olor, sobre todo cuando se mezcla con el de la retama y huele a almendra amarga.
»Volví a mirar hacia los farolillos rojos del chalet y de nuevo vi a gente que corría de una habitación a otra. Parecían nerviosos. Hablaban haciendo aspavientos, pero la pantalla de enredaderas y la distancia ahogaban sus voces. Empecé a darle vueltas a aquel detalle, como solemos hacer en momentos de nuestra vida en los que presentimos un peligro vago, una amenaza, que el miedo cambia de campo. Mi jaqueca había desaparecido. En ese momento, otro vehículo se acercó por el sendero. Lo oí frenar, obedeciendo a la orden del policía. Era una ambulancia; el faro giraba y el haz de luz barría los troncos de los árboles. Al cabo de unos instantes, mi escolta, el secretario del juez, se acercó corriendo. Di había muerto. Se había pasado tres días y tres noches jugando al mah-jong, pero se había quedado con ganas de seguir jugando. Así que había reunido a su personal y había echado otras cinco partidas; pero, antes de empezar la siguiente, había caído del sillón, fulminado.
»¿Qué te parece, Muo? ¡Es realmente increíble! ¿Te sientes aliviado? Yo también. En estos momentos estoy en el tanatorio. Tengo que embalsamarlo esta noche. Mañana debe estar todo acabado, antes de que lleguen los jefazos y su familia… De acuerdo, aquí te espero. Hasta ahora… ¡Espera, tráeme algo de comer! Tengo un hambre que no te puedes imaginar.
Un olor a descomposición ofende el olfato de Muo en cuanto empuja la puerta de servicio de la sala de embalsamamientos. ¿Estiércol? ¿Toronjiles podridos? ¿Sales de alcanfor? ¿Incienso? No, es un tufo acre que quema las fosas nasales como la guindilla quema la boca. ¿Qué es? ¡Mirra! La Embalsamadora debe de haber quemado barritas de mirra para disimular el olor del formol, que, como bien sabe, repele al neófito y se le agarra a la garganta.
– ¿Estás sola? -le pregunta Muo-. ¿No hay nadie más en todo el edificio? ¿No te da miedo?
– Sí, sobre todo cuando es tan tarde como hoy -responde la Embalsamadora sin interrumpir sus preparativos.
Lleva la ropa de trabajo y unos guantes de caucho que le llegan hasta los codos.
– He olvidado darte las buenas noches.
– ¿Aún es de noche?
– No tardará en amanecer.
La sala es todo lo contrario de lo que Muo había imaginado. No está ni desnuda ni vacía, y no es blanca. Incluso le parece menos siniestra que una habitación de hospital psiquiátrico. Hay cinco o seis lámparas de poca potencia, todas encendidas. Grandes cortinas de tela cubren las paredes, en las que brillan objetos de metal cromado y cerraduras de cobre. Un ambiente de camarote o bodega de barco, un ambiente submarino, acentuado por el ruido del agua que cae en la bañera que reluce en un rincón en penumbra. De pronto, Muo recuerda haber soñado que entraba en una casa sumergida bajo el agua cuyo techo de tejas estaba totalmente cubierto de conchas blancas. Los pequeños cangrejos rojos que pululaban e el agua se deslizaban en auténticas manadas por la puerta y las ventanas, y sus irisados caparazones llenaban la vivienda de incandescentes reflejos.
Aunque Muo camina por el enorme damero que forman las baldosas negras y blancas de la sala de embalsamamiento, no se sorprendería lo más mínimo si oyera crujir cangrejos bajo sus pies. Tiene la sensación de que todo lo que lo rodea es del color del agua profunda.
– ¿Dónde dejo el almuerzo? -le pregunta a la Embalsamadora acercándose a ella-. A esta hora, lo único que hay abierto es la tienda del Puente del Sur. Te he traído un sándwich de jamón con guindillas y dos huevos duros al té.
– Me encantan los huevos al té. Estoy muerta de hambre. ¿Te importa pelarlos? Con estos guantes, no puedo hacer nada.
Los de la tienda habían roto la cáscara de los huevos para que el té penetrara en ellos durante la cocción. Muo retira cuidadosamente los trozos de cáscara hasta que aparece el huevo, en cuya superficie el té ha dibujado escamas de color café parecidas a las de las piñas de pino.
– Le quitaré la yema. Por lo visto es mala para el colesterol -dice Muo.
– Vale. – La Embalsamadora echa la cabeza hacia atrás, abre bien la boca y recibe de la mano de Muo un trozo de huevo, que cae en su rosado paladar, desaparece bajo su lengua y vuelve a aparecer triturado por los dientes-. Más -le dice a Muo. Se come los dos huevos con una rapidez pasmosa. Durante el inocente juego, la glotona y cálida lengua de la mujer roza los dedos de Muo, que contempla su rostro, tan familiar: la abombada frente, las finas arrugas de las comisuras de los ojos, el mentón, que acusa cierta relajación-. Ven -le dice ella-. Despídete de tu amigo el juez Di y luego espérame fuera.
Muo la sigue hasta el centro de la sala, donde hay una cama, en la que descansa una funda de plástico lechoso, iluminada por una pequeña lámpara con pantalla de seda. La tenue luz le hace pensar en una exposición arqueológica en un museo. Como al ralentí, la cremallera abre una rendija en la funda con un chirrido metálico que resuena en la sala y le desgarra los tímpanos, como el crujido de una nuez entre las pinzas de un cascador. Primero aparece la cabeza y, luego, el torso del juez, vestido con una camisa negra.
– ¡Mierda, se ha atascado! -farfulla la Embalsamadora-. ¿Puedes ayudarme?
– ¿Lo dices en serio?
– No, en broma. ¡Vamos, tira!
Pese a los esfuerzos, ora coordinados, ora descoordinados, de la Embalsamadora -que se ha quitado los guantes- y su ayudante, la cremallera se niega a avanzar ni un milímetro: dos dientes se han empeñado en no engranarse. Muo oye su propia respiración y, acto seguido, un gorgoteo que no sabe identificar. A veces, su mano roza la camisa del juez, que es de seda fina, suave, casi sensual. A esa distancia, puede distinguir, entre el penetrante aroma de la mirra, un olor a cerrado y a tabaco, a vino y miseria, que le recuerda a los mendigos de París. Seguro que aquel loco del mah-jong llevaba más de tres días sin lavarse cuando le dio el ataque al corazón. Puede que hasta una semana.
– Espera -le dice la Embalsamadora-. Voy a buscar unas tijeras para cortar la maldita funda.
La mujer se aleja. Muo, su solícito ayudante, sigue intentando deslizar la pequeña corredera de metal cromado primero hacia arriba, sentido en el que los dos dientes se engranan sin dificultad, y luego hacia abajo, milímetro a milímetro. La cremallera va abriéndose, así que, en el último milímetro, Muo da un tirón con todas sus fuerzas, pero el movimiento de la corredera se detiene en seco en el mismo lugar. Exasperado, Muo sigue luchando con la tozuda cremallera, pero, cuando cree estar a punto de alzarse con la victoria, siente que lo están mirando y, cuando comprende de dónde viene esa mirada, el pecho se le cubre de sudor frío, como un estanque en pleno deshielo. Es el juez Di. Muo no le ha visto abrir los ojos, pero ahora sus párpados están espantosamente entornados y sus vidriosas pupilas giran y luego lo miran fijamente, como alguien que acaba de volver de muy lejos, con una mirada turbia, sin brillo. Muo se queda paralizado. El terror lo mantiene inclinado sobre el rostro del juez, pero el alma entera, aterrada, se le escapa del cuerpo. ¿Visión? ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Resurrección? ¿Se habrá equivocado el médico que ha firmado la defunción? ¿Será otro milagro de los comunistas? Todas esas preguntas sin respuesta sacuden su mente como otros tantos seísmos, mientras algo brilla entre los párpados del juez: es ella, la Embalsamadora, que vuelve tijera en mano. Aparta la pantalla de la lámpara y, de pronto, se queda inmóvil, como fulminada. Las tijeras se le escapan de la mano, caen al suelo, rebotan… El juez se levanta enérgicamente y extiende los brazos hacia ella. La Embalsamadora suelta un grito, el anciano se agarra a ella, se levanta, la abraza… La Embalsamadora suelta otro grito, se debate como una posesa…
– ¿Eres tú, la Embalsamadora? -le pregunta el juez.
Ella asiente sin dejar de forcejear. El la cubre de besos y de baba-. No tengas miedo -le susurra-. A todas las vírgenes les pasa igual antes de convertirse en auténticas mujeres.
Las palabras del juez explotan como una bomba en los oídos de Muo, que está casi totalmente paralizado. Tiene los brazos como si fueran de algodón, pero intenta separar a la pareja. El juez lo rechaza, pero él vuelve a la carga y con una violencia que le sorprende a él mismo, agarra al anciano por el cuello de la camisa y se la desgarra.
– ¡Huye! -le grita a la Embalsamadora.
De pronto, miles de estrellas giran ante sus ojos, y ve que está tendido en el suelo, derribado por el esquelético y puntiagudo codo del juez. La Embalsamadora ha puesto pies en polvorosa. Muo se levanta, pero le sangra la nariz y le fallan las piernas. Vuelve a caerse. En ese instante, el juez baja de la cama con movimientos lentos.
– ¿Dónde estoy? -pregunta mirando a su alrededor-. ¡Mierda! ¡Estoy en el tanatorio!
Tumbado en el suelo, Muo lo oye precipitarse hacia la puerta y desaparecer. No sabe cuánto tiempo ha permanecido en esa posición. Cuando vuelve en sí, constata los daños: tiene la cara ensangrentada, como un héroe del Oeste, pero también el pantalón mojado, sin que sepa decir cuándo se ha meado encima, como el director de cine ruso en la sala de proyección del Kremlin.
«Bravo, Muo -se dice-.Tú solito encarnas a las dos superpotencias mundiales juntas.»
No le queda más remedio que abandonar el tanatorio vestido con la ropa de trabajo de la Embalsamadora, que ha encontrado en un armario y gracias a la cual puede deshacerse del pantalón y el calzoncillo, humillantemente mojados. Es un mono azul claro de tela gruesa y resistente, solemne y ridículo a un tiempo, que lleva impresa delante y detrás la inscripción «Cosmos. Empresa de pompas fúnebres» (en blanco), con un dibujo que representa a un astronauta en un cohete (en amarillo) y los números de teléfono y fax y la dirección de la empresa (en rojo). Lo que le gusta a Muo es que tiene bolsillos por todas partes, en los que guarda todo el bazar que llevaba en el pantalón: los cigarrillos, el mechero, la cartera, el llavero y el móvil nuevo, que se ilumina y parpadea en la oscuridad.
Todavía es de noche. La idea de volver a casa no le hace mucha gracia. Teme despertar a sus padres a esas horas y asustarlos con su femenino y macabro disfraz. (Ya está oyendo lo que le dirá su madre: «¿De dónde vienes a estas horas? ¿Cuándo nos vas a dar la alegría de casarte, hijo mío?») Sin saber adónde ir, en vez de coger un taxi, inicia un paseo a pie por la ciudad dormida. Conscientemente, sigue el itinerario de la Embalsamadora, que lo lleva hasta la puerta del conservatorio; luego, gira a la derecha y sigue el muro hasta un barrio obrero, en el que no se ve a nadie. Le gustaría mirarse en algún escaparate para ver qué aspecto tiene, pero allí no hay ni tiendas ni farolas. De vez en cuando, un perro cruza la calle, se para, lo mira y lo sigue por la acera de enfrente. Oye ratas peleándose entre los cubos de basura.
Al llegar a un cruce, se pregunta si ha perdido la razón. Con las mejillas acariciadas por un viento cálido, se esfuerza en vano por identificar el lugar en el que se encuentra. Un escalofrío le recorre la espina dorsal. ¿Qué me pasa? He nacido en esta ciudad, me he criado en ella, conozco este barrio como la palma de mi mano… Y resulta que me he perdido. Consigue mantener la calma. Resignado, se consuela constatando los cambios que el capitalismo salvaje ha impuesto a la ciudad. Recorre todo el cruce, explorando una tras otra aquellas calles nuevas, que se parecen como gotas de agua, con sus edificios estucados, casi todos idénticos. Tras un cuarto de hora de dudas, decide seguir en dirección norte. Pero, por más que observa el cielo, no consigue descubrir dónde está el norte y, para colmo de males, empieza a llover. Así que reanuda la marcha por la misma calle, flanqueada, como todas las otras, por eucaliptos jóvenes, si bien los de ésta parecen más sanos, y decide seguirla hasta el final.
«¿Qué diría Volcán de la Vieja Luna si le hiciera una visita inesperada en la cárcel, con el mono de la Embalsamadora?», se pregunta Muo. ¿Se reiría? Sí, se partiría de risa. Siempre ha tenido esos ataques de risa que sorprenden o incomodan a la gente. Le diría por teléfono, desde el otro lado del cristal de separación (¡Joder que un país tan pobre tenga prisiones tan ultramodernas es para volverse loco!); le diría: «Mira este cohete y este astronauta.
Es mi nueva pasión.» No, le diría algo mejor. Le diría que he decidido entrar a formar parte de una nueva categoría de ángeles: escolta de seres humanos durante el largo peregrinaje hacia el Cielo. Para explicarle qué es un embalsamador, le diría: un esteticista para muertos. Ella respondería: «No me hagas reír, tú no tienes ni idea de estética.» Yo acercaría el pecho al cristal y, al otro lado, ella extendería la mano para tocar con sus largos y finos dedos al hombrecillo de la escafandra impreso en el mono. Luego, como es tan lista, me interrogaría con la mirada entrecerrando los maliciosos ojos. Se preguntaría si le estaba diciendo la verdad o había perdido la chaveta. Pero, de repente, se echaría a llorar, porque lo habría comprendido todo sin necesidad de que yo le dijera una palabra. Es más lista que el hambre. Comprendería que he tenido otro fracaso. Un fracaso fatal. El definitivo. Apoyaría los brazos en la mesa y escondería la cara en ellos. La mantendría así -lo sé- hasta que los gorilas vinieran a buscarla. Y a ellos tampoco se lo pondría fácil. Cuando está en esa postura, no es fácil ni para unos policías puros y duros. Se vuelve extrañamente fuerte. La lucha para arrancarla de allí sería encarnizada. Es mejor no visitarla ahora, ni en unos días. No necesita esto. Casi me entran ganas de llorar también a mí, aquí, en esta porquería de laberinto de edificios baratos.
La primera vez que Muo asistió a una escena dolorosa, en la que Volcán de la Vieja Luna se echó a llorar, fue en la época en que eran compañeros de estudios en la Universidad de Sichuan. El invierno estaba siendo duro y, excepcionalmente en aquella ciudad del sudoeste chino, había nevado durante varios días. Una tarde de finales de noviembre, Muo fue a ver al profesor Li, que daba clases sobre Shakespeare y sentía una predilección especial por él. Como la sala de estar del profesor era enorme y glacial, y la única habitación que tenía estufa de carbón era el despacho (un despacho de cinco metros cuadrados las paredes enteramente cubiertas de libros), se refugiaron en él para charlar de todo y de nada, como dos amigos. Muo le enseñó una traducción que acababa de hacer, y el profesor Li se caló las gafas, que tenían una patilla rota sustituida por un cordón, para leerla, comparándola palabra por palabra con el original. Llamaron a la puerta. El profesor Li salió del despacho, que daba directamente a la sala, en la que Muo vio entrar a Volcán de la Vieja Luna. Se quedó sorprendido, porque ella nunca había mostrado interés por la lengua de Shakespeare, y menos aún por Shakespeare. Estaba desconocida, pálida, con los ojos hinchados, en un estado de intenso sufrimiento físico o moral. Permaneció callada. Peor aún, permaneció muda incluso cuando el profesor la saludó. Todo lo que hizo fue acercarse con paso vacilante a la mesa, situada en el centro de la sala, sentarse en una silla con respaldo, apoyar los brazos en la mesa y echarse a llorar con la cara oculta en ellos. Desde donde estaba, Muo no le veía más que la larga melena, que tan pronto se estremecía sobre sus hombros, entre sollozo y sollozo, como ondulaba a cada nuevo ataque de llanto. Muo empezó a dar vueltas por el reducido despacho, sin acabar de decidirse a cruzar la puerta. Oía hablar al profesor Li, cuya voz había perdido la habitual calma y la magnífica sonoridad que tan maravillosamente dominaba las aulas. Era una voz de colegial, que pedía excusas por lo que su hijo (estudiante de Filosofía de extraordinaria y noble belleza, con fama de don Juan en todo el campus, y cuyo nombre acudía constantemente a los labios de las estudiantes, a las que al parecer visitaba a menudo en sueños) había hecho. La chica no decía nada. El profesor Li calificó a su hijo de infame canalla, de desaprensivo sin moral en quien no se podía confiar, etc. Muo se acercó a la ventana y, en el reflejo del cristal traslúcido, descubrió rastros de lágrimas en su propio rostro, completamente demudado. La estufa, que momentos antes ronroneaba como un viejo gato fiel, se había apagado. Muo intentó reavivarla añadiendo carbón y soplando por la portezuela, pero lo único que consiguió fue levantar una polvareda, que le saltó a la cara y le impidió respirar. El humo llenó el despacho y se extendió a la sala. El profesor acudió en su ayuda, y Muo salió del despacho tosiendo. El ruido interrumpió el llanto de Volcán de la Vieja Luna. La chica lo miró sorprendida, mientras él se acercaba envuelto en una nube de humo. Habría sido difícil decir quién estaba más apurado, si ella, que se encontraba en una situación embarazosa, o él, que la veía en esa situación. Muo intentó limpiarse el rostro con el dorso de una manga, pero sólo consiguió extender el tizne. Con la cara como un bufón de ópera china, farfulló unas palabras de excusa que ni él mismo entendió. La chica había dejado de llorar. Muo cogió una silla con la intención de sentarse a su lado, pero sin saber cómo ni por qué se encontró arrodillado ante ella.
– No pienses más en él -le suplicó-. Olvídalo.
Ella asintió y puso las manos en los hombros de Muo. Sin duda, para hacer que se levantara. Muo sintió que la chica se abandonaba. Le habría gustado decirle: «Volcán de la Vieja Luna, soy miope, feo, bajo, soso y pobre, pero orgulloso, y te ofrezco todo lo que tengo, hasta mi último aliento.» Pero, paralizado por tan ardua tarea, no conseguía decir nada. Alzó la cara. Allí, a la altura de sus ojos, estaba su pecho, y dentro, latiendo, su desgraciado corazón. Cuando ella se inclinó hacia él para levantarlo, Muo consiguió murmurar su nombre.
– Levántate, nos va a ver -dijo la chica.
La frase quedó interrumpida a causa de sus esfuerzos por retener las lágrimas, que no obstante no tardaron en rebosar de los ojos y resbalarle por las mejillas y los labios. Muo quiso secárselas, pero tenía las manos demasiado sucias, demasiado tiznadas de ceniza y carbón. Así que dejándose llevar por un impulso, la besó en la boca. No fue un beso propiamente dicho, sino sólo un roce inocente, un breve contacto de sus labios. Muo probó el sabor amargo de sus lágrimas y, al ver que ella se apartaba, retrocedió. La chica se quedó inmóvil. No apartaba de él sus hinchados ojos; sin embargo, no lo veía, y Muo lo sabía. Parecía una enferma sentada entre extraños en la sala de espera de un hospital. Al fin, Volcán de la Vieja Luna se levantó, llena de gracia, y se marchó tras despedirse del profesor Li en el despacho inundado de humo.
Ahora, veinte años después, atravesando a pie la ciudad, o al menos todo un barrio, vestido de embalsamador, Muo rememora ese beso tan lejano en el tiempo, su primer beso, un beso de amor y deseo, un beso complejo con amargo sabor a lágrimas. Recuerda su chaqueta de pana negra, que contrastaba con la palidez de su hermoso rostro, su pantalón negro, sus zapatos negros y su jersey de cuello vuelto de una blancura que ofendía la vista. Ese día de noviembre fue un hito en su vida; Muo lo ha convertido en una especie de aniversario secreto, que celebra todos los años en una soledad conmovedora, poniéndose el abrigo azul marino que llevaba aquel día mayúsculo, ahora casi reducido a un guiñapo, y el mismo sombrero, hoy reluciente de grasa. (Ha llegado el momento de revelar el secreto de nuestro amigo psicoanalista: en términos vulgares, aún no se ha estrenado, pero tampoco parece tener prisa, como se advierte cuando se lo ve en presencia de mujeres.) Cargados de pesados recuerdos sentimentales, ese abrigo y ese sombrero de mendigo le proporcionan un calor romántico durante esas citas anuales del corazón, en el mes de noviembre, en China o en París.
Apenas se ve que llueve. Sin embargo, las gotas de agua caen de las hojas de los árboles sobre el uniforme de la Embalsamadora y empapan los cabellos de Muo, que lamenta que su mono, a diferencia de los de esquí, no tenga capucha. Un taxi se acerca por detrás, reduce la velocidad y se desliza junto a la acera, esperando que le haga una señal. Pero no se la hace. Sencillamente, no le apetece. Cree haber encontrado el camino, porque un punto de referencia infalible -los urinarios, antiguo paraíso secreto de los homosexuales- surge bruscamente detrás de una hilera de espectrales plátanos, casi sublimes en la lluviosa neblina, con las letras «W.C.» en tubos de neón encendidas en el tejado. Muo pasa por delante y, llevado por una curiosidad de historiador, entra en el edificio. En su interior, reina un ambiente irreal. Ahora, el lugar está al cuidado de un melancólico patriarca con bolsas debajo de los ojos y un uniforme parecido al del tanatorio, que permanece sentado tras una ventanilla acristalada, como un demacrado fantasma, bajo una lámpara de escasa potencia.
– Son dos yuans -le dice a Muo, como un vigilante de museo.
Al pasar ante la fábrica de caramelos, Muo saca el móvil del bolsillo, pero se limita a mirar con perplejidad el pequeño aparato, que brilla en la oscuridad, porque no sabe a quién llamar. Volcán de la Vieja Luna, la única persona con la que tiene ganas de hablar, está en la celda de una prisión. Piensa en Michel, su psicoanalista francés. Dada la diferencia horaria, sabe que estará despierto. Marca su número, protegiéndose de la lluvia bajo un haya de hojas temblorosas como su corazón y copa tan agitada como su mente. Oye un clic, seguido de un «sí» pronunciado por la remotísima voz de su antiguo mentor, un sí neutro, frío, como dicho con la punta de los labios. Michel, acosado demasiado a menudo por las llamadas de pacientes al borde del ataque de nervios, suele responder al teléfono con un «sí» lo más neutro posible y espera en un silencio defensivo. A Muo se le quitan las ganas de hablar con él. Corta la comunicación sin ni siquiera saludarlo. Pasados apenas unos segundos, oye el sonido en el bolsillo del mono.
– Perdona, Michel -farfulla Muo-. Siento haberte molestado, pero es que estoy de mierda hasta el cuello.
Pero lo que suena al otro lado del hilo es la voz de una mujer china. Muo da un respingo, como si lo hubieran despertado en mitad de un sueño, pero, en la confusión de su mente, cree reconocer a su madre.
– ¿Dónde estás? ¿Te has vuelto loco, Muo? ¿Por qué me hablas en otro idioma?
Es la Embalsamadora. Sorprendido, Muo se pregunta cómo ha podido olvidarse totalmente de ella. Se deshace en excusas y le propone ir a verla de inmediato.
La Embalsamadora. Muo no sabría decir cuándo le adjudicaron ese mote a su vecina de arriba, ni quién lo hizo. Ahora todo el mundo se ha acostumbrado y la llama así, incluidos sus padres, el señor y la señora Liu, dos profesores de anatomía jubilados desde hace un decenio, que le han cedido su piso. Un modesto apartamento de dos habitaciones debajo mismo del tejado, en un edificio de seis plantas sin ascensor, un inmueble de hormigón enlucido y adornado con líneas de cemento en relieve y ventanas provistas de rejas antirrobo, como jaulas de zoo. Encima de la puerta de entrada al edificio, un obrero, un campesino y un soldado de estuco blanco rosa levantan Juntos una rueda dentada que parece una guirnalda. Ese es el inmueble de cuyo Sexto piso se arrojó el «marido» de esta viuda, aún virgen, la noche de su boda.
Tras apagar el móvil, Muo comprende que va a tener que hacer auténticos prodigios en la escalera para subir a casa de la Embalsamadora sin que lo oigan sus padres que viven en el tercer piso.
Imaginando posibles estratagemas, entra en el enorme complejo de la Universidad de Medicina. La calle de la Pequeña India, flanqueada de exuberantes plátanos que forman una bóveda verde de un kilómetro de longitud divide en dos la universidad: el sur está ocupado por los edificios de la facultad y el campus, y el norte, por las viviendas de los profesores y los empleados. (Las universidades chinas siempre han proporcionado alojamiento a sus asalariados, y siguen proporcionándoselo. Sus rectores gozan de un poder con el que sus colegas occidentales ni siquiera se atreverían a soñar. Desde la contratación, la remuneración y la promoción profesional, pasando por el reembolso de gastos médicos, las reparaciones de fontanería, electricidad y hasta los desatascamientos de váteres, los menús y precios de los numerosos comedores, la planificación de los embarazos programados y la inscripción de los niños en guarderías y escuelas primarias, hasta la distribución de los alojamientos, todo depende de ellos. Son auténticos reyes. Además, a principios de los años noventa, en la época de la ola de reformas, la universidad vendió las viviendas a sus ocupantes, lo que, sólo para la facultad de Medicina de Chengdu, supuso la venta de varios miles de pisos.)
Los edificios de viviendas están repartidos en cinco barriadas: el Jardín del Oeste, la Paz, la Luz, el Bambú y el Bosque de los Melocotoneros. Cada una de ellas comprende varias decenas de inmuebles prácticamente iguales, de entre cinco y siete plantas sin ascensor, agrupados en bloques. La travesía de ese reino dormido es larga y penosa. Muo camina bajo la lluvia por la calle de la Pequeña India durante al menos un cuarto de hora, cruza la barriada de la Paz y la del Bosque de los Melocotoneros y llega al fin a la de la Luz.
Pese a su hermoso nombre, el portón de entrada, herméticamente cerrado, está sumido en la penumbra. Muo lo aporrea y llama al vigilante con gritos que resuenan en la noche. Cuando empieza a quedarse sin voz, una lámpara se enciende sobre su cabeza y el portón aparece en toda su solemne grandeza: bajo el inclinado tejadillo de tejas barnizadas, decorado con capiteles y figuras mitológicas, la inmensa puerta alza sus dos hojas de madera, cubiertas por varias capas de pasquines multicolores que ocultan la descascarillada pintura roja: las horas de apertura y cierre, las prohibiciones, los reglamentos, las fotos de criminales en busca y captura, el programa de reuniones políticas de los residentes, autocríticas de ladrones, carteles de películas estadounidenses, anuncios publicitarios, peticiones de dinero para los enfermos de sida, pequeños anuncios, cartas de denuncia pública que datan de hace mucho tiempo pero que siguen siendo perfectamente legibles, artículos de periódico recientes o viejos que abarcan el mundo y abarcan el tiempo… De pronto, con un ruido pesado, el pequeño portillo practicado en una de las hojas gira sobre sus herrumbrosos goznes, y el vigilante, un joven que no conoce a Muo, aparece en el umbral arrebujado en un capote de soldado del Ejército Popular.
– Gracias por levantarse, es usted muy amable -le dice Muo al pasar poniéndole discretamente en la mano un billete de dos yuans.
El vigilante coge el dinero y vuelve a cerrar el portillo. Luego levanta el pesado madero que sirve de cerrojo y se vuelve hacia Muo.
– ¿Se ha muerto alguien? -le pregunta con los ojos suspicazmente clavados en su mono.
– Sí, Liao, el cojo del edificio número once del tercer bloque -responde Muo, sorprendido de la frase que sale de su boca.
Liao el Cojo, antiguo vecino de rellano de la familia Muo, lleva muerto una década. Pero el vigilante nuevo asiente con la cabeza a modo de condolencia y exhala un largo suspiro de telenovela americana, como si el cojo fuera uno de sus mejores amigos.
– ¿Cómo va a transportar el cuerpo? ¡No tiene coche! -grita hacia la espalda de Muo.
– ¡No hace falta! ¡Vengo a recoger su alma!
Clavado al suelo por la enigmática respuesta, el vigilante sigue con la mirada la silueta de Muo, que se aleja bajo la lluvia como un fantasma. Avanza hacia el primer bloque y pasa ante la verja sin dedicar una sola mirada a los seis edificios de hormigón, de una similitud encomiable. Luego, cuando el camino se bifurca delante del segundo bloque, Muo toma el de la izquierda y sale del campo de visión del vigilante.
Otras dos verjas perforan sendos muros de ladrillos que se alzan frente a frente en perfecta simetría: las del tercero y cuarto bloque, ambas cerradas, con sus barrotes de acero cromado azotados por la lluvia, su cadena metálica pintada de verde, como una planta trepadora, y su chorreante candado de cobre, como si los edificios albergaran tesoros de incalculable valor.
Muo vuelve a barajar diversos guiones dialogados para el caso de que tope con sus padres, sobre todo con su madre. Mecánicamente, llama a la verja de la izquierda. Nadie responde. Grita y vuelve a llamar, pero esta vez menos fuerte, y trata de disfrazar la voz por miedo a que lo oiga su madre. No se atreve a levantar la vista hacia los edificios de hormigón, que se alzan ante él como perfectos dobles, con imprecisos contornos que se pierden en la lluviosa bruma. Desde niño, siempre que llega ante esa verja (entonces estaban oxidadas y se cerraban a las ocho y media de la tarde, en vez de a las once y media actuales), le asalta el mismo miedo a su madre.
El vigilante que llega a abrirle también es un joven con capote de soldado, pero más bajo y más delgado que el de la barriada de la Luz. Se guarda el billete de dos yuans sin mirar al donante ni la inscripción «Pompas fúnebres» impresa en su mono, cierra detrás de Muo y corre hacia su garita para seguir con lo suyo. La sombra de una duda atraviesa la mente de Muo. «Cuando he salido hacia el tanatorio, me ha abierto un vigilante de unos sesenta años, del estilo del de los urinarios de pago. Este debe de ser un hijo o un yerno, un joven que lo sustituye y todavía no ha aprendido a dar las gracias, pero quiere ganar unos yuans para redondear el fin de mes.»
A esa hora, todo el mundo sigue durmiendo. Los únicos testigos de su llegada son el obrero, el campesino y el soldado de estuco blanco y rosa de encima de la puerta de entrada. Muo se desliza en silencio al interior del vestíbulo, desierto e impregnado de un hedor familiar, como si alguien acabara de vomitar. Está tan empapado que tiene la sensación de que el agua le cae a litros por la cara, el cuello y el mono. Tiritando de frío, aguza el oído. No se oye una mosca.
Más tranquilo, empieza a subir la escalera de puntillas. Al llegar al segundo piso, al amante y miedoso hijo le fallan las fuerzas, la voluntad, los nervios. Ahora, en lugar de tiritar, suda de tal modo que el pecho vuelve a convertírsele en un estanque en época de deshielo. La transición del segundo al tercer piso es particularmente penosa. A medida que avanza, el olor del domicilio paterno le llega con más fuerza. Un olor que no sabría definir, pero que conoce perfectamente e identifica incluso en la total oscuridad.
Imaginemos que en el rellano del tercer piso hay dos puertas, como en los demás edificios: la de la familia de Muo a la izquierda y la de la familia del cojo muerto a la derecha. Muo sube de puntillas sin atreverse a mirar ni la una ni la otra. De todas formas, no ve nada y está condenado a no encender la luz. Avanza lentamente, procurando no dar ningún paso en falso. Con la punta del pie, comprueba que ha llegado al último peldaño. Confirmado Empieza a cruzar sigilosamente el rellano. Sabe que su padre no oye desde hace años, porque tiene un tímpano medio perforado. Cuando pone la televisión, sube el volumen al máximo. En cambio, su madre tiene el oído muy fino, sobre todo desde que perdió la vista por culpa de la diabetes; lo oye todo, incluso los estornudos del gato del edificio de enfrente y las carreras de las cucarachas encima del frigorífico. En el instante en que cree estar pasando ante su puerta, su tensión nerviosa alcanza el apogeo. Ya no se atreve ni a respirar. Pero, de pronto, tropieza y no se cae de milagro. Ha golpeado una bolsa de basura con el pie izquierdo. Los desperdicios se desparraman, con una lata de Coca-Cola en cabeza, que cae escalera abajo estrepitosamente, llega al segundo piso, golpea la puerta de los vecinos y rebota. Es una auténtica catástrofe, que lo deja sin respiración. Tiene el corazón a punto de estallar.
Inmóvil en la oscuridad, espera a que el ruido cese durante unos instantes que se le hacen eternos. Cuando vuelve el silencio, se queda sorprendido y aliviado al ver que nadie, ni siquiera su madre, se ha despertado. ¡Es un milagro! Deben de estar demasiado acostumbrados a las correrías nocturnas de las ratas.
– En casa, en el edificio de mis padres -le confió un día a su psicoanalista-, hay ejércitos de ratas. Y le aseguro que son las más grandes del mundo.
Se desliza hasta el cuarto piso y en el quinto, exultante, ebrio, en el estado de ligereza física de quien acude a una cita amorosa, acelera el paso. Se pasa los dedos por el pelo se peina como puede, ahueca la mano delante de la boca para olerse el aliento y se seca los cristales de las gafas.
En la sexta planta hay cuatro pisos de dos habitaciones. El de la Embalsamadora está a la derecha, al final del pasillo junto a una ventana por la que penetra el resplandor de una farola. La débil luz proyecta sobre la puerta un discreto reflejo que detiene la mano de Muo cuando está a punto de llamar y la deja suspendida en el aire. Es un reflejo extraño, una tenue mancha amarillenta que brilla con una claridad nacarada y cristalina. Muo toca la puerta con la punta de los dedos. ¡Está acristalada! El día anterior, cuando vino a proponerle a la Embalsamadora la cita con el juez Di, esa puerta, blindada como todas las demás, era de metal, con sus goznes, su picaporte, su cerradura y su mirilla.
«¿Me habré vuelto loco por culpa de la resurrección del juez?», se pregunta Muo.
El encendedor desechable suelta una chispa y prende con una débil llama, que se acerca a la puerta, tímida pero suficientemente. No sólo está acristalada, sino que además tiene al lado un pequeño rectángulo de cartón clavado en la pared que lleva el nombre del señor y la señora Wang, no el de la Embalsamadora.
Muo se lleva tal sorpresa que retrocede en la oscuridad y vuelve a bajar varios peldaños.
«¡Estoy listo! -se dice-. Médicamente hablando, he perdido la razón.»
Sin pérdida de tiempo, Muo comprueba el funcionamiento de su cerebro. Lo más simple y lo más eficaz, le parece a él, es empezar con un test de memoria, como por ejemplo buscar palabras en francés. Ni por un segundo se atreve a imaginar que sus conocimientos de lengua francesa, tan difícil de aprender, hayan podido desvanecerse en el aire. Ruega a Dios que no lo abandone.
La primera palabra francesa que le acude a la cabeza es «merde». Recuerda Los miserables y recita: «Un general inglés les gritó: «¡Bravos franceses, rendíos!” A lo que Cambronne respondió: “¡M…!” Dado que a los lectores franceses les gusta que los respeten, la respuesta quizá más hermosa que un francés haya dado nunca no se les puede repetir.»
¡Qué alivio! Saboreando esta hermosa demostración de su memoria, Muo piensa en otra palabra que le encanta, una palabra que cambia de significado según las circunstancias y que le ha traído a la mente Victor Hugo: «Hélas.» Recuerda la conocida discusión entre Paul Valéry (su poeta francés preferido) y André Gide. Al afirmar éste que el poeta francés más grande de todos los tiempos era Hugo, Valéry respondió: «Hélas!» Hay otra palabra, entre tantas, que a Muo le parece más bonita, más tierna que su equivalente en chino o en inglés: «L’amour.» Una vez, durante una de sus visitas semanales a la prisión de Volcán de la Vieja Luna, a través del cristal que los separaba, Muo le había confesado esa preferencia lingüística personal, y ella había repetido la palabra varias veces. Como no conseguía distinguir la ene de la ele, suprimió el artículo y dijo solamente «amour», primero con la punta de los labios, luego cada vez más fuerte, hasta que la gracia y la magia de la palabra resonaron como una nota musical en el locutorio abarrotado de presos y familiares, que se quedaron todos encantados, del más joven al más viejo. ¡Qué embriagador y voluptuoso perfume emanaba de aquella palabra extranjera! Fue necesario que intervinieran los gorilas para que la gente no la repitiera a coro.
Verificada su memoria, Muo vuelve sobre sus pasos para desentrañar el misterio. Por segunda vez, ilumina el cartón clavado al lado de la puerta con el nombre de los señores Wang. Se imagina el efecto que les causaría verlo con el mono del tanatorio y como no quiere provocarles una parada cardíaca, saca el móvil y llama a la Embalsamadora. Al otro lado del hilo, la voz de la mujer denota pánico.
– ¿Dónde estás? ¡No! ¡Pues claro que conozco a los Wang! Enseñan Educación Física. ¿Que estás delante de su puerta?… Pero ¡si viven en el cuarto bloque, y nosotros, tus padres y yo, en el tercero! ¡Pues sí que estás bueno! ¡Ya no eres capaz ni de encontrar tu casa!
Muo baja los escalones de tres en tres, pasa como una exhalación delante de la puerta del que creía era su piso, se para, se echa a reír y le pega una vengativa patada a la bolsa de basura, que yace, medio vacía, en medio del rellano. El resto de los desperdicios sale volando y se desparrama por la escalera. Fuera sigue lloviendo. Cuando, al fin, Muo llega a su edificio, está otra vez empapado: las gotas de agua le resbalan por la nariz y hacen que parezca una nutria que ha salido de una madriguera, se ha zambullido en un lago y ha reaparecido delante de otra madriguera.
Todo tiene un aspecto submarino. No sólo le cuesta respirar, sino que para colmo los peldaños de hormigón, que no devuelven el ruido de sus pasos, ceden bajo sus pies, se encogen, vuelven a dilatarse y recuperan su forma inicial, como si fueran de goma, de modo que Muo tiene la sensación de caminar por un terreno pantanoso, blando, feraz y pestilente, como en aquel sueño en el que avanzaba por un suelo de mármol veteado de gris y negro que iba ablandándose bajo sus largas zancadas y acababa convirtiéndose en un inmenso pedazo de queso curado.
Es la Embalsamadora quien ha dejado a nuestro sutil y sensible psicoanalista en ese estado: sube la escalera con él, llevándolo de la mano.
Al entrar en el edificio, hace apenas unos minutos, Muo ha buscado a tientas el interruptor y, al no encontrarlo, se ha visto obligado, como anteriormente, a subir a oscuras, con el sigilo de un ladrón. Pero, cuando estaba llegando al primero, alguien ha encendido la luz en uno de los pisos de arriba, y Muo ha oído el traqueteo de unas chancletas de plástico que bajaban en su dirección. Un escalofrío de temor le ha recorrido la espalda.
Conteniendo la respiración, ha intentado identificar el ruido, para esconderse en caso de que fuera su madre. Pero, lleva tanto tiempo viviendo fuera de China, que ya no es capaz de reconocer, por el ruido que hacen en los peldaños de una escalera, el material del que están fabricadas las chancletas (¿plástico?, ¿cuero?, caucho?, ¿látex?), a quién pertenecen (¿un hombre?, ¿una mujer?, ¿un tímido?, ¿un violento?, ¿un sensible?, ¿un severo?) y, a veces, incluso el estado anímico de su propietario. Cuando alguien era admitido en el Partido Comunista, su chancleteo cambiaba de tono, de resonancia, casi de significado, y durante mucho tiempo parecían cantar el himno nacional.
Las chancletas que bajaban hacia él hacían pensar en una curiosa mezcla de fogosidad y desgana. Las luces de la escalera volvieron a apagarse, pero la oscuridad no alteró el ritmo de los pasos, que recorrieron el rellano del tercer piso a la misma velocidad. Muo reemprendió tímidamente la ascensión, y el ruido de sus zapatos, de timbre grave y apagada sonoridad, acabó uniéndose al de las chancletas, de tono más agudo y cristalina crepitación para formar juntos una serenata de una discreción que parecía concertada.
La escalera subía, giraba tras una veintena de escalones y seguía subiendo. Muo oyó preguntar a la Embalsamadora:
– ¿Eres tú?
– Baja la voz -respondió él haciendo lo propio-. Vas a despertar a mi madre. -A apenas unos metros, en el rellano del tercero, Muo vio destacar una sombra, ligeramente pálida en la negrura inhabitualmente densa de la escalera. El chancleteo no aminoró ni aceleró; la tenue silueta descendía, sin vacilar, aquel tramo de la empinada escalera. Mantenía el mismo ritmo, las mismas zancadas regulares. Sin entender por qué, se oyó decir con voz ahogada:
– Cuidado, mi madre tiene el oído muy fino…
No le dio tiempo a acabar la frase. El traqueteo de las chancletas cesó. En el silencio, Muo percibió una sorda resonancia en el interior de su cabeza. La mano de la Embalsamadora cogió la suya. Su palma, tersa y caliente, se estremeció y sus dedos apretaron nerviosamente los de Muo, que notó algo duro, y comprendió que era una alianza. El rostro de la Embalsamadora, pegado al suyo, olía a producto farmacéutico. Muo se lo tocó.
– ¿Qué perfume llevas? -susurró.
– Ninguno. Debo de oler a formol.
– No.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– Mejor. No me gusta oler a formol después del trabajo.
– Parece tintura de yodo. ¿Te has hecho una herida?
– No. Sólo me he puesto una mascarilla hidratante. Tu amigo el juez Di me ha dado tal susto que, cuando he llegado a casa, todavía estaba temblando. Así que me he puesto una mascarilla. Quema un poco la piel, pero me calma, no sabes cómo me calma. La prueba es que ya no tiemblo. La horrible historia de esta noche se me ha ido de la cabeza.
– Yo casi me muero del susto.
Escalada vacilante, con las manos cogidas, en la oscuridad, extrañamente impenetrable. Hablando en un susurro, avanzan a tientas o dando traspiés, como dos bailarines de comedia. Cuando pasan por delante de la puerta de Muo, advierte que está cerrada y no se ve luz, pero Muo cree oír toser a su madre.
– Pobrecito, qué fría tienes la mano… No consigo calentártela.
– Estoy empapado. ¿Has visto mi mono? Llevo el uniforme oficial del tanatorio. Puede que sea el tuyo, porque es demasiado pequeño. Me aprieta.
– Ya te cambiarás en mi casa. Aún conservo la ropa de mi marido, como recuerdo. Debíais de tener la misma talla.
Minutos más tarde, los pies de Muo están calzados con un par de pantuflas de ante azul oscuro adornadas tres florecillas bordadas de tres tonos malva distintos: una a agrimonia una estatice y una escabiosa. Pantuflas viejas, con suelas que chapalean.
Al entrar en casa, como todos los asiáticos, la Embalsamadora ha dejado los zapatos en la estantería de un pequeño mueble. Sentado en un taburete de plástico en el diminuto vestíbulo, Muo se ha quitado los suyos, destaconados, hinchados por la lluvia y cubiertos de barro, y los ha alineado junto a unas zapatillas de baloncesto rojas y negras, unas alpargatas, unas chancletas de suela plana, unos botines blancos de tacón alto con cordones… Todos son de la misma talla, bastante más pequeños que las pantuflas de ante, propiedad del difunto marido de la Embalsamadora y también demasiado grandes para Muo. Cuando cruza las piernas, la pantufla correspondiente cuelga en el aire del dedo gordo de su pie desnudo. No le gustan, pero no puede elegir.
– No están mal, esas pantuflas -le dice la Embalsamadora-. Las compramos unas semanas antes de la boda, en el Centro Comercial del Pueblo. Cinco yuans y cinco fens, todavía me acuerdo. Las guardo en el zapatero desde que murió. De vez en cuando, las cepillo y me las pongo, pero me quedan demasiado grandes.
Casi como ocurría en la sala de embalsamamiento, el salón está iluminado por cinco o seis lámparas de escasa potencia, que forman otras tantas manchas luminosas, halos informes de un blanco mate, y crean un ambiente claustrofóbico, casi subterráneo. Con el rostro cubierto por la cremosa máscara, la Embalsamadora cruza la habitación con la levedad de un pájaro y la alegría de la juventud recuperada. (Lleva una bata corta de seda rosa que tiene bordado un paisaje dorado, con flores azules y pájaros blancos.)
– ¿Qué quieres comer? En la nevera tengo raviolis rellenos de apio y cordero congelados. ¿Te apetecen? -le pregunta a Muo y, sin esperar respuesta, desaparece tras la puerta de la cocina-. Al fin un hombre en casa -suspira una vez sola.
Una fría y triste melancolía de solterona sin hijos flota en el aire del piso como fino humo, polvo en suspensión o el olor a incienso. El suelo está protegido con una enorme esterilla de bambú finamente trenzado. En algunos sitios, ante el sofá, el televisor y los dos sillones de cuero, la esterilla está cubierta con trozos de moqueta de distintos colores. No hay mesa donde comer. ¿Comerá en la cocina? El tresillo conserva aún el envoltorio de plástico del fabricante. El televisor, colocado sobre un velador, está cubierto con una funda de terciopelo púrpura, y el mando a distancia, envuelto en papel de celofán que cruje al tocarlo. En cuanto al teléfono, está tapado con una toalla de felpa de color rosa pálido. Una foto familiar en color, ampliada y enmarcada, cuelga de una pared. No se ve ningún retrato individual de ella ni de su marido, aunque sí varias siluetas de él en papel recortado. La pareja aparece junta en una sola foto: él, pedaleando en su bicicleta con el viento de cara, los faldones del impermeable levantados y el cuerpo encorvado sobre el manillar, y ella, sentada detrás, en el portaequipajes, tejiendo un jersey que flota en el aire.
La Embalsamadora posee un tesoro, una colección de marionetas, por la que Muo siente una admiración sin límites. Se queda prácticamente alelado cada vez que ve los pequeños personajes, ataviados con sus trajes de satén o seda de colores: emperadores en túnicas con dragones bordados, emperatrices adornadas con joyas, cortesanos sosteniendo abanicos, generales armados con espadas y lanzas, mendigos, etc., lo miran a través del cristal mate de una vitrina que ocupa la parte alta de un mueble de cajones. Fue un regalo de su marido, que heredó la colección de uno de sus tíos abuelos. Son veinte, a cual más graciosa, «de una belleza que deja sin respiración». Muo podría pasarse horas contemplándolas. Poco antes de morir, el marido instaló luces tamizadas dentro de la vitrina. En un lado, disimulados en los pliegues del terciopelo que tapiza el fondo y las paredes del mueble, hay varios botones que accionan otras tantas bombillas diminutas. Muo se acerca y abre la vitrina. Casi de rodillas, literalmente extasiado, enciende una tras otra las bombillas, que, como los focos de un escenario teatral, proyectan haces de luz sobre las marionetas. La Embalsamadora se acerca a él y hace funcionar un ronroneante secador de pelo sobre su cabeza. La corriente de aire agita los vestidos de las marionetas, mueve los abanicos de los cortesanos y hace tintinear las joyas de las emperatrices. Muo, en un estado de puro embeleso, no puede evitar que su mano acaricie las chancletas de la Embalsamadora y, a continuación, su pie izquierdo, particularmente suave, cuyo huesudo empeine vibra bajo sus dedos.
El ruidoso siseo de los raviolis, que han rebosado de la cacerola, pone fin al idílico preludio. La Embalsamadora se aparta y corre a la cocina. En la vitrina, las marionetas tiemblan al contacto de las febriles manos de Muo, que sigue de rodillas. Se balancean, vacilan, levantan graciosamente las largas mangas de sus vestidos, mueven las cabezas, tocadas con coronas o altos sombreros, y saludan a su único y arrobado espectador. Muo, que tiene las gafas empañadas, sólo ve manchas de colores, que danzan, se funden y se transforman en miles de estrellas, en una llama que se alza, en nubes de luciérnagas que revolotean en esa excitante noche.
A instancias de su anfitriona (perfeccionista de la cocción de los raviolis, considera que el desbordamiento de la cacerola ha echado a perder el sabor del delicado alimento y ha puesto a hervir otro paquete), Muo se dispone a cambiar su uniforme mojado por ropa seca.
Ante el armario empotrado, se pierde entre la multitud de perchas, de las que cuelgan, a un lado, los vestidos de la Embalsamadora: combinaciones de satén con el bajo festoneado, un abrigo con forro sintético, blusas, trajes, faldas, etc., y, al otro, la ropa de su marido, que despide un penetrante olor a alcanfor: una chaqueta azul de cuello mao, un traje negro con chaleco a juego, una camisa blanca con una pajarita de seda negra alrededor del cuello almidonado, pantalones, una vieja cazadora de cuero, cinturones y gorras de soldado, pero ni una prenda de verano. Ante toda aquella ropa impecablemente colgada, que evoca el aspecto exterior del muerto, Muo se queda paralizado. Abre el armario de espejo. En las pilas de ropa interior que contiene flota un olor a lejía y dominan tres colores: el blanco, el rosa y el azul. Muo elige un chándal, lo saca y lo despliega, con la sensación de tener algo vivo y palpitante en las manos. Vuelve a cerrar la puerta del armario va a cambiarse al cuarto de baño.
El fluorescente del techo difunde una reverberación luminosa cuya gélida claridad, unida a los reflejos blancos de la bañera esmaltada, de la taza del váter y el lavabo, da a la habitación un aspecto crepuscular. Encima del lavabo y de un estrecho estante de cristal, en el que descansan un cepillo de dientes, un estuche de maquillaje, unos tubos de crema y varios frascos de lociones, un espejo oval le devuelve su reflejo de falso empleado de pompas fúnebres transformado, merced al chándal del marido de la Embalsamadora, en estudiante de los años ochenta. (El chándal, de terciopelo azul cielo, tiene las costuras abiertas debajo de los brazos y una antorcha roja y el emblema amarillo de la Liga de la Juventud Comunista estampados en el pecho. Muo recuerda que era el uniforme del equipo universitario de baloncesto.) Contempla su imagen en el espejo, fascinado por la metamorfosis. Rememora algunas expresiones del propietario del chándal y las imita, por diversión. El parecido que percibe en su mirada y en la mueca de su boca lo deja estupefacto.
El examen tiene la virtud de reavivar en su ánimo la cruel angustia que lo atenaza desde el incidente del tanatorio. «El paso a la acción. ¡Eso es lo que te espera, Muo! -se dice-. Pero no puedes poner término a tu largo celibato por una simple obligación moral, en pago de una deuda de gratitud. Tienes que escapar. Aunque sea una ocasión de oro para hacer una demostración sensacional de tu virilidad, debes mantenerte fiel a tus principios. No le debes nada a nadie. ¡Absolutamente nada!»
Sale del baño y, con fingida despreocupación, tira de la puerta, que se cierra con un ¡clic! sordo y metálico. Inclina la cabeza y oye a su anfitriona, atareada en la cocina. Si quiere darse a la fuga, no cabe duda de que es el mejor momento. Pero una frase de Freud, o de algún otro maestro (en su mente reina tal caos que ya no puede precisar de memoria, la fuente exacta de la cita), resuena en su cabeza: «Muchos asesinos se esconden tras la máscara de héroes de guerra, del mismo modo que a menudo los impotentes se disfrazan de ascetas.»
– Yo no soy impotente, gracias a Dios. Ni me disfrazo de asceta, sino de estudiante aficionado al baloncesto -murmura Muo, y ríe por lo bajo lamentando ser el único testigo de tan ocurrente salida-. Pero ¿tan seguro estoy de mi virilidad?
Baja la cabeza y constata la indiscreta protuberancia de su miembro bajo el pantalón del chándal del difunto. «Espera, reflexiona. Tal vez sea hoy o nunca la ocasión de adquirir una destreza que un día te será muy útil», se dice. La verdad es que, aunque se ha llenado la mollera de libros de psicoanálisis, estudios de costumbres, historias de los pechos e historias de la sexualidad desde la Antigüedad hasta nuestros días, adolece de una lamentable falta de experiencia.
Regresa a la sala de estar. Para su sorpresa, los pies no se le van hacia la derecha, o sea, hacia la puerta de la calle; por el contrario, se dirigen, con paso firme e impaciente de marido que acaba de volver del trabajo y está muerto de hambre, hacia la izquierda, es decir, hacia la cocina.
– ¿Están listos los raviolis? -pregunta el falso marido-. Huelen que alimentan.
De pie ante el quemador sobre el que descansa la cacerola, la Embalsamadora vuelve la cabeza. Ver la ropa de su marido sobre el cuerpo de otro hombre le parte el corazón. Deja escapar un gemido quejumbroso, aflautado, en el que se mezclan la aprensión y la alegría. Teme desmayarse. Cierra los párpados y siente que un escalofrío le recorre la espalda. Vuelve a abrir los ojos, contempla el traje de deporte de los años ochenta, roto y remendado en algunos sitios (reconoce su forma de zurcir), con su pequeño cuello alto y su escote en uve, en el que un botón pende de un hilo. Cuando Muo se acerca a ella, el botón se agranda en su campo de visión.
– Tendré que coserlo -murmura rozándolo con la mano, mientras la otra sigue removiendo los raviolis.
De pronto Muo la agarra por el talle y la besa, torpe pero tan apasionadamente que a punto está de derribarla sobre el aparador. Los flexibles músculos de la Embalsamadora ondulan y palpitan bajo sus manos. Su talle se cimbrea. Sus lenguas, primero con asombro cortés, un poco apurado, que se transforma rápidamente en cálida embriaguez, se mezclan, se acarician, se exploran, se entrelazan como dos delfines y pasan de una boca a otra. En su inocencia, Muo saborea el aroma a apio de los raviolis, el farmacéutico olor de la mascarilla de su amiga, el perfume de su boca, la dureza de sus dientes -escollos en el interior de una gruta-, el ronroneo de la nevera, el traqueteo del aparador, los gemidos que brotan de sus gargantas, el vapor que sale de la cacerola y envuelve sus cuerpos enlazados como un mosquitero de lechosa gasa, un velo flotante, una bruma paradisíaca… Con los ojos cerrados, la Embalsamadora gime voluptuosamente cuando Muo le acaricia los muslos. El se sorprende al verla en ese estado, casi irreconocible, con una expresión vaga y soñadora en el rostro, que emana una cándida lascivia, una felicidad que le da un encanto nuevo. Arden como dos trozos de madera seca en una hoguera. No les da tiempo a ir al dormitorio. La mano de la Embalsamadora se desliza al interior del pantalón del chándal, lo baja y lo hace caer al suelo, alrededor de los huesudos pies de Muo. Acto seguido, se quita el pantalón y las braguitas rosa, que arroja al aire de una patada. Hacen el amor de pie, contra el aparador, cuya puerta doble no resiste el seísmo, se abre y empieza a escupir puñados de palillos de bambú, cucharas y tenedores de plástico al ritmo de las sacudidas. Luego, la onda sísmica se propaga por la pared y agita el estrecho estante de madera que pende encima de sus cabezas. Una bolsa de harina se precipita, entre tarros apilados en vacilante pirámide, sobre la encimera, con un ruido sordo. El polvo blanco escapa a puñados (según la fuerza y el ritmo de los embates) y flota formando nubes, entre las que vuelan trozos de papel (¿notas?, ¿facturas pendientes?), que aterrizan en sus cabezas, sus hombros, sus caras y hasta sobre los raviolis en ebullición. Algunos se quedan pegados a la mascarilla hidratante de la Embalsamadora.
– Nieva -le susurra Muo.
Ella no responde. Muo vuelve a quedarse estupefacto al verla en semejante éxtasis. Sabe que no lo ha oído. En ese preciso instante cree captar la quintaesencia del arte contemporáneo. Por sí sola, su querida Embalsamadora encarna a todas esas mujeres pintadas con los dos ojos en un solo lado de la cara o el rostro fragmentado en planos curvados, angulares, rectilíneos, cuyos retratos se exponen en los grandes museos, y muy especialmente a la de un cuadro de Picasso del que ahora sabe que en adelante será un admirador incondicional: la Mujer con mandolina, con sus pechos que se funden y sus hombros que se dislocan con un frenesí, con una felicidad que sólo ahora comprende. Recuerda la cabeza, simplificada, depurada hasta no ser más que una minúscula forma cuadrada en cuyo centro un ojo inmenso brota de una mandolina de color oscuro. El primer acto sexual de Muo, que se desarrolla de forma tan ideal como en un manual, lleva camino de convertirse en tesis de doctorado sobre la obra de Picasso. Muo sueña en transformarse en el pintor, no por su genio o su fama sino por su mirada penetrante, cínica, descara. Con ojos de gran gozador, lanza una mirada picassiana a los raviolis, que borbotean en el agua cubierta de espuma, pecho blanco del caldo, oleaje, marea, cabellera de niveas crines que se encrespa, relincha, galopa… Cuando está todo a punto de derramarse, la Embalsamadora coge un cucharón y remueve el agua. Muo mira su mano y los raviolis, que vuelven a hundirse en el fondo de la cacerola, sorprendido por ese acto reflejo que tiende a probar que, pese a su apasionamiento su compañera sigue en contacto con el mundo exterior. Muo piensa en los cadáveres que ha tocado esa mano, esa mano pringosa de sudor y crema, esa mano reluciente, casi fosforescente, esa mano de virgen, empolvada de harina, a la que ha abandonado su sexo. La oye llamarlo «mi hombre» en un susurro jadeante y tórrido. La sensación es desconcertante y erótica a un tiempo. Muo descubre que está un poco enamorado de ella. Tiene ganas de decirle «te quiero», un gorgoteo brota del fondo de su garganta… De pronto, con la mirada fija y el cuerpo tenso, la Embalsamadora gime: «¡Marido mío!» Silencio total. Muo ya no oye ni el ronroneo del frigorífico ni el borboteo de los raviolis. Lo único que resuena en sus oídos es esa palabra sagrada.
No consigue decidir si el apelativo lo reviste de una futura responsabilidad de cabeza de familia, lo rebaja a la categoría de mero sustituto o bien lo reduce a la de víctima.
La mujer le quita las gafas, las deja en el aparador, le coge la cara entre las manos y lo cubre de besos.
– ¡Abrázame fuerte, marido mío! -exclama con voz ahogada por la pasión-. ¡No vuelvas a abandonarme jamás!
Sin gafas, y sin dejar de moverse, Muo vuelve los ojos hacia el techo y el suelo repetidas veces, respira hondo y responde:
– Tu marido te manda recuerdos.
La frase es tan inesperada que, por unos instantes la Embalsamadora la considera con cara de desconcierto luego, echa atrás la cabeza y estalla en una carcajada que los sacude a ambos. La deliciosa sacudida resulta fatal para Muo y le provoca el espasmo definitivo.
– ¿Ya? -le pregunta ella, sorprendida-. Los raviolis aún no están listos.
– Perdona -murmura Muo subiéndose el pantalón y buscando las gafas.
Su vista retorna a la vida. ¡Qué absurdo! Lo primero que contemplan sus ojos de recién desvirgado es un ravioli. Un ravioli agujereado que flota a la deriva como Una mariposa herida y desciende lentamente, en amplias espirales, al fondo de la cacerola, dejando tras sí una burbujeante estela de apio y carne cocida.
Muo se sienta en el suelo y se recuesta en el frigorífico, que sigue ronroneando. La Embalsamadora coge un trozo de papel de cocina, se inclina y se limpia un hilillo de sangre que le resbala por la pierna. Luego, con otro papel, seca unos restos de semen de la piel de Muo.
«Ya no soy virgen», se dice. Las lágrimas le resbalan por el rostro y trazan surcos en la costra azulada y salpicada de harina de la mascarilla hidratante.
– Ven -le dice Muo besándola en la mejilla-. Vamos a comer, tengo un hambre increíble.
– Espera, antes voy a lavarme.
Los raviolis tienen gusto a ceniza, pero la salsa que ha preparado la Embalsamadora con vinagre suave, cebolleta y ajo picados y unas gotas de aceite de sésamo está deliciosa. Sentados frente a frente a la mesita baja, cubierta con una hoja de periódico a modo de mantel, comen en silencio. Un silencio un tanto lúgubre. Muo se esfuerza por comer todo lo que ella le pone en el plato, por miedo a ofenderla. Afortunadamente, la Embalsamadora tiene la buena idea de sacar una botella de licor, un licor caro llamado «Fantasma de la ebriedad», famoso por su alta graduación, su exquisito aroma y su original presentación, un recipiente de cerámica dentro de una bolsa de papel arrugado. Unos cuantos sorbos bastan para levantar la moral del eyaculador precoz. El seminaufragio que acaba de sufrir su virilidad se difumina. Muo es así. No puede evitar desafiar peligros a los que ya ha sucumbido. Se ha pasado la vida encajando derrotas y volviendo a la carga, con idéntico resultado. Es su forma de ser. Con ojo picassiano acecha la ocasión de reanudar los retozos. Para lavar su honor y salvaguardar su amor propio.
Instintivamente, sabe que tiene dos o tres horas para recuperar el orgullo de su virilidad, antes de abandonar la vivienda y volver a enfrentarse al mundo exterior.
Para concentrar mejor la energía que le proporciona el «Fantasma de la embriaguez», se niega a compartir la sandía que la Embalsamadora saca del frigorífico y corta con un gran cuchillo de cocina. El jugo resbala por la afilada hoja y empapa el papel de periódico que hace las veces de mantel. La mujer escupe las pepitas en un cuenco de porcelana. Cada vez que clava los dientes en la raja de fruta, el jugo rojo le resbala hasta la barbilla. Muo se siente invadido por unas ganas de dormir como no ha tenido en la vida, una modorra plúmbea, en la que su mente se refugia con voluptuosidad, seguida por su cuerpo, que parece efectuar una caída vertical. Los párpados le pesan, las gafas le resbalan por la nariz y caen sobre las peladuras de sandía… Muo se esfuerza en no sucumbir a la somnolencia y, sonriendo, vuelve a ponerse las gafas sin limpiarlas, reprime un bostezo, se levanta y se dirige al lavabo con la botella de «Fantasma de la embriaguez» en la mano.
– Voy a darme un baño y vuelvo.
– Espera, no quiero quedarme sola.
Muo consigue espabilarse tras sumergir varias veces la cabeza en el agua caliente de la bañera. Duro combate el que ha entablado… Sigue teniendo el cuerpo aletarga do. Constata con angustia que el miembro se le sigue encogiendo, hasta desaparecer bajo una mata de pelos flotantes. Entretanto, sentada en una silla a su lado, con pies en el borde de la bañera, la Embalsamadora se pinta las uñas de los pies con un esmalte nacarado.
– Esta noche, en el tanatorio -le dice-, estaba muerta de miedo, con tu dichoso juez Di. En mis muchos años de profesión, es la primera vez que me pasa algo así. ¡Un muerto que resucita! Hasta ahora, sólo lo había visto en una película hongkonesa de terror. ¡Qué miedo!
Como un grifo abierto del que no para de salir agua, la Embalsamadora habla y habla, entregada a ese placer, viejo como el mundo, que sucede al amor: la confesión. No es consciente de que su monólogo no evoca más que a su difunto marido, sin conceder el menor espacio al pobre Muo. Ni una frase sobre él. Consternado por semejante transferencia de identidad, Muo se siente como si, tras la bofetada de su fracaso sexual, siguieran dándole mamporros. «¡Qué cruel es la mujer! ¡Qué maravillosa criatura!», se dice el desventurado suplente hundiéndose en el fondo de la bañera para que el agua sumerja el parloteo e inunde sus oídos.
– De todos los embalsamamientos que he efectuado, el que no olvidaré jamás es el de mi marido. Por lo general, en nuestra profesión, nunca tocamos el cuerpo de alguien próximo a nosotros, tanto si es un familiar como un conocido, o incluso un vecino. Es la regla de oro. El trabajo iban a hacerlo mis cuatro compañeros. Yo me quedé abajo. Esperando. Empezaron con el lavado del cuerpo y continuaron con el masaje. Como se había arrojado de un sexto piso las venas habían reventado. Hacía falta mucha paciencia y pericia para conseguir que la sangre coagulada volviera a fluir. Pero, de pronto, me dio por subir. Les pedí que se fueran y me dejaran continuar sola y hacer lo más difícil: reconstruir el cráneo. Se alegraron de poder evitarse ese trabajo, pesado y, sobre todo, difícil. Lo Comprendí perfectamente sabían que, por más que se esforzaran, el resultado nunca me satisfaría. Tenía el cráneo casi partido en dos, como una sandía cortada con un hacha. La sangre ennegrecida, el cerebro reseco y sobre todo, las numerosas fisuras que presentaba la cabeza hacían problemática su reconstrucción. Era como caminar por el filo de la navaja. Al primer paso en falso, el cráneo se desharía en pedazos. Y nadie podría volver a unirlos. Ni siquiera yo. Una auténtica pesadilla… Contuve la respiración y las lágrimas, y puse manos a la obra con el corazón en un puño. Cogí la aguja más fina. El hilo, importado de Japón, era el mismo que utilizan los cirujanos. Lo mordí, y no conseguí partirlo. Realmente era de buena calidad. El cráneo tenía una fisura de unos veinte centímetros, con una separación entre los bordes de al menos cinco. Empecé a coser por la parte más estrecha. En la planta baja, mis compañeros ensayaban pasos de baile con un magnetófono en el que sonaba un vals triste tocado al piano. (No sé si recuerdas que en esa época el vals se había puesto de moda. Lo bailaban millones de chinos. Eso fue antes de la locura del mah-jong.) Yo nunca había oído un vals tan triste, aún más triste que esos réquiem que cantan los occidentales en televisión, con velas en la mano y mujeres cubiertas con velos…
En un estado de semiinconsciencia, vencido por el sueño y el alcohol, Muo escucha la confesión de la Embalsamadora, pronunciada por una voz que parece venir de otro mundo y tiene menos de lenguaje humano que de vaga presencia sonora que flota en el aire. ¿Será así la voz de los fantasmas? Muo ya no sabe si está en un lugar real o imaginario, si la Embalsamadora habla realmente o si está soñando que habla. Por casualidad, abre los ojos y, a través de las ondulaciones del agua, ve una pequeña y ágil serpiente que culebrea entre sus muslos. Extiende lentamente la mano para sorprenderla. Pero falla. La serpiente consigue escapar y desaparece en el agua. Muo no atrapa más que un puñado de pelos negros, lo que le hace reír. Vuelve a coger la botella de «Fantasma de la ebriedad» y bebe a gollete, mientras su otra mano reanuda el juego del escondite con el misterioso animalejo.
– Las suturas craneanas fueron largas y laboriosas. Un auténtico maratón. Iba cosiéndole el cráneo puntada a puntada, milímetro a milímetro… Los huesos eran duros y el pelo estaba enmarañado, así que tuve que cambiar de aguja dos veces para poder acabar la operación. A continuación, le apliqué una capa de cera en el rostro. En esos momentos, el vals triste y lento que sonaba en el magnetófono dio paso a un tango, más animado. No obstante, aquella música, e incluso el ruido de los pasos de baile de mis compañeros, tenía algo de doloroso. Me eché a llorar mientras seguía trabajando. Imagina lo que lloraría, que la cera con la que le había cubierto el rostro, que debía resistir al tiempo y las variaciones climáticas, pero que de momento seguía estando blanda, quedó salpicada de agujeros (y eso que tenía dos milímetros de espesor) debido a las lágrimas que me rebosaban de los ojos y le caían encima gota a gota. Fue espantoso. Tuve que empezar de nuevo, procurando serenarme. Luego, lo maquillé. Le pinté los ojos para que los párpados tuvieran su color habitual. Lo peiné. Pero lo peor estaba por venir. Cuando me disponía a abandonar la sala, caí en un detalle y volví sobre mis pasos. Miré a mi marido y comprendí lo que le faltaba: la sonrisa. Me incliné sobre él y, con la punta de los dedos, le masajeé con suavidad las comisuras de los labios. Pero, en el instante en que empezaba a dibujarse una sonrisa, oí un ruido en el cráneo. Un crujido muy fuerte, lento y seguido, como el ruido de una vieja puerta vieja al abrirse. Di un respingo. Al mirar, vi que la fisura, negra, enorme, se había vuelto a abrir; todos los puntos de sutura se habían partido. Le cogí la cabeza entre las manos y me puse a gritar como una loca. Pero la música estaba demasiado alta para que me oyeran. Alguien había subido el volumen al máximo. La música del tango entraba en su fase romántica, adquiría tintes oníricos… Intenté recobrar la calma. Sólo Dios sabe cuánto me costó. Con un esfuerzo sobrehumano, volví a empezar de cero y, por segunda vez, cosí la fisura, que se negaba a cerrarse, que se empeñaba en… ¿Qué te pasa, Muo? ¿Estás llorando? Espera, dame las gafas. Cálmate… Dime por qué lloras. ¿Por mí? Pero ¡si estás empalmado! ¿Has visto? ¡Empalmado en el agua! Espera, ¿adónde me llevas? ¿Te has vuelto loco? ¡Mi ropa! (Ruido de las olas que provoca su entrada en la bañera.) Estamos locos los dos… Sí, tócamelas… ¿Te gusta? Quítame el sujetador, está empapado, se me pega… ¡Ay, me haces daño! No muerdas… Chúpalas con suavidad. Soy una loba. Tu loba. Sigue, sigue, ahora la otra… Qué bien me siento contigo… ¿No te peso demasiado? Tengo miedo de aplastarte con mi peso. Estoy un poco fuerte. Si no, no podría hacer mi trabajo. Para mover los cadáveres, hay que tener fuerza. Espera, déjame a mí… No es fácil de quitar. ¿Todavía tienes la cabeza clara? Porque yo ya no sé ni lo que hago… No sé ni dónde estamos…
No te muevas. Yo lo hago todo. Así, así me gusta. Hum, ya lo creo que me gusta… Eres mi hombre. Levántate un poco… Despacio, despacio… Sigue, por favor. Me muero de gusto. Me muero, me muero, me muero…
La ventana de la sala de estar, protegida con un mosquitero -un armazón de madera cubierto con gasa Oscura-, es lo bastante ancha para que Muo, vencido terrestre y héroe acuático, pueda sentarse en el alféizar sin dificultad, a pesar de estar bebido. Se inclina hacia el exterior tanto como le permite el mosquitero, pero sólo ve un oscuro y misterioso espejeo a sus pies.
Presa del vértigo, decide sentarse a horcajadas y, Con una pierna en el interior del piso, se divierte balanceando despreocupadamente la otra sobre el misterioso vacío y la penumbra fosforescente, casi movediza del abismo, que lo atrae. Ha dejado de llover. Un pinzón invisible gorjea alegremente y un canario le responde con voz cristalina. A lo lejos, a la altura de un foco encaramado en la torre de la televisión, surge un haz de luz, que barre la oscuridad con su lechoso cono. Muo está seguro de haber visto esa imagen con anterioridad, pero no sabe dónde. ¿En la habitación de un hotel? ¿En casa de un amigo? ¿En una película?
¡Qué fuerte es ese «Fantasma de la ebriedad»! Muo tiene la garganta abrasada, y un hipo que apesta a alcohol le sacude el pecho a intervalos regulares.
«Ya está -se dice-. Me he vuelto loco.»
Lamenta no haber traído consigo el cuaderno. No ha apuntado nada sobre lo ocurrido en ese día tan agitado, ni una sola palabra, ni una simple idea. ¡Qué pérdida! Sabe que, por culpa del «Fantasma de la ebriedad», lo olvidará todo y mañana ya no se acordará de nada. Baja del alféizar, vuelve a ponerse las pantuflas del difunto y busca un bolígrafo y un papel por todas partes. La Embalsamadora, que sigue en el cuarto de baño, se lava la ropa interior -vestigios de su castidad- en la pila del lavabo, canturreando.
Muo regresa a la Ventana y vuelve a sentarse a horcajadas en el alféizar, en precario equilibrio. Esta vez se olvida de quitarse las pantuflas. En una de las enormes cajas de cerillas que ha encontrado en la cocina, garrapatea: «Yo no soy Fan Jing. Pero, desde luego, me he vuelto loco. No obstante, en este mundo, en el que el éxito pasa por virtud cardinal, mi locura no tiene nada que ver con mis éxitos sexuales, sino todo lo contrario.»
(Fan Jing, el individuo al que ha aludido Muo, es un viejo estudiante de pelo cano, famoso personaje de las Historias secretas de los funcionarios chinos, que año tras año, hasta cumplir los sesenta, intenta sin éxito aprobar el examen anual de mandarín. El día en que, al fin, le comunican que ha pasado con éxito los exámenes, a los sesenta y un años, siente tal alegría, tal emoción, que pierde la razón de inmediato.)
Muo alza la vista. Aunque el olor a lluvia sigue flotando en el aire, el cielo está despejado y cubierto de estrellas cuyo nombre ignora, pero que, sin embargo, parecen estar al alcance de su mano. La pintura blanca del armazón del mosquitero, descascarillada o roída por las ratas, se cae a trocitos. Muo contempla el reflejo de su rostro en el cristal. Tiene los pelos erizados como hierbas silvestres. Dos puntos luminosos, reflejos concentrados de las dos lámparas del salón, bailan en los cristales de sus gafas como dos minúsculos fuegos fatuos, ascienden hacia su frente, vuelven a descender hacia su nariz y desaparecen cuando baja la cabeza. Relee lo que ha escrito en la primera caja de cerillas, y se siente invadido por un sentimiento de orgullo que, como un bálsamo calmante, le refresca la ardiente cabeza y el embarullado corazón. Coge la segunda caja y escribe: «S.O.S. Me he vuelto loco. S.O.S.»
«Qué terrible es descubrir mi auténtica naturaleza amo a todas las mujeres con las que tengo ganas de hacer el amor. El reinado absoluto de Volcán de la Vieja Luna se ha venido abajo, el amor único es un campo de minas. Dentro de mí hay otro Muo, más joven, más vital, una especie de monstruo acuático… Acabo de asistir a uno de sus momentos culminantes. ¿Cuál de los dos es el auténtico?»
Un mosquito del tamaño de un moscardón revolotea a su alrededor zumbando como un reactor, choca con los cristales de sus gafas y acaba aterrizando sobre las gruesas venas de su muñeca izquierda.
– ¿Qué quieres, pequeñín mío? -le pregunta Muo al mosquito.
Suave, muy suavemente, con la punta de los dedos de la mano derecha, se estira la piel de la muñeca, en la que el pobre insecto se dispone a succionarle la sangre. De pronto, se relaja, los poros se le cierran y el mosquito, con la trompa atrapada, pugna por escapar. Durante unos segundos, Muo se divierte viéndolo plegar las alas y encogerse hasta que se vuelve tan minúsculo como los poros de su piel. Al fin, con un violento aleteo, alza el vuelo como un helicóptero, se eleva hasta las gafas de Muo, le pica en la nariz, desciende en picado y desaparece bajo sus pies.
Tras pensarlo un momento, Muo se dice que debería tomar ejemplo del juicioso mosquito y huir como él.
Siente por instinto y sabe por cinismo que la Embalsamadora, que tiene cuarenta años como él, no busca una simple aventura, sino otro marido. Lo que, en sí mismo, es totalmente legítimo y humano. Quiere fundar una familia. Ser la mujer del primer psicoanalista chino. ¡Sabia elección! En el fondo, si le hizo el enorme favor de aceptar la cita con el juez Di, fue con esa idea.
«¿Cómo escapar a estas complicaciones? -se pregunta Muo temblando de frío en el alféizar de la ventana-. ¿Cómo contarle todo esto a Volcán de la Vieja Luna?»
En ese instante, le entran ganas de atarse las cajas de cerillas alrededor del cuerpo, pegarles fuego como al detonador de una bomba, lanzarse de cabeza al vacío y, cual avión en llamas, dar volteretas en el aire y atravesar nubes y niebla dejando tras de sí una estela de humo negro.
Pero, a través de ese humo imaginario, Muo ve al «otro» -el monstruo acuático- pegando cabezazos contra una ventanilla y gritando que quiere salir.
A Muo se le pasa por la cabeza la idea de rezar.
No lo ha hecho nunca. ¿Cómo se hace? Duda. ¿Elegirá el budismo? ¿El taoísmo? En ambas religiones, los fieles utilizan los mismos gestos para rezar: se arrodillan y juntan las manos a la altura del pecho. En cuanto al cristianismo, no está muy seguro. Cuando era niño, la religión estaba tan estrictamente prohibida que sus padres nunca lo llevaron a un templo o una iglesia. La primera vez que vio rezar a alguien tenía siete años. Fue en plena Revolución Cultural. Un día, los guardias rojos se llevaron a su madre para someterla a interrogatorio. A medianoche, todavía no había vuelto. En aquella época, sus abuelos vivían con ellos, en el mismo piso. Aquella noche, Muo no pudo dormir. Se levantó y, al pasar ante la habitación de los dos ancianos, vio una extraña luz que lo sorprendió. Sus abuelos estaban arrodillados en la cama, rezando ante una vela (¿no se atrevían a dar la luz?). Nadie le había explicado en qué consistía rezar. Pero Muo comprendió enseguida que era precisamente aquello, aunque habría sido incapaz de decir de qué religión se trataba. Los gestos de sus abuelos se han borrado de su memoria, pero Muo recuerda bien aquella llama pálida y vacilante de la que emanaba una luz sagrada que aureolaba a los dos ancianos. Sus rostros, arrugados, tensos, dolorosos, desesperados, habían adquirido una expresión de apasionado interés, de veneración y de dignidad. Eran hermosos, los dos.
«¿Qué puedo pedirle al Cielo? -pensó Muo- ¿Que se interese por mí? ¿Que me ayude a huir? ¿Que me libre de esta mujer? ¿No es demasiado pretencioso creer que el Cielo o Dios, se ocupan de nosotros? Si me suicido ahora mismo, ¿le importará? ¿Le llegará el hedor que mi cuerpo esparcirá por el patio, como a todos los vecinos del edificio? ¿O se alegrará de mi liberación, del final de mis problemas, de esa purga total y radical?
»Probablemente la ventana ejerce una extraña influencia sobre mí -sigue diciéndose Muo-. La tentación de arrojarse por una ventana, ¿es un fenómeno raro? ¿O es ésta una ventana maldita, que me invita a saltar? Hace diez años tentó al marido homosexual de la Embalsamadora y lo convenció. Puede que, en vez de suicidarse, lo asesinara la llamada de la ventana, la hondura de su vergüenza. Yo también pertenezco a esa clase de gente (¿cuál es la proporción en el conjunto de los seres humanos?, ¿el cinco por ciento?, ¿el diez?) que siente una especie de llamada cuando está al borde de un abismo. Contra eso no pueden nada ni mis años de psicoanalista ni todos los libros de Freud, pese a estar llenos de sabiduría y perspicacia. Es un reflejo natural, ¡clic!, como el que hace que un hombre reaccione al olor de una mujer.»
Con la sensación de estar envuelto en una niebla fluida, Muo se pone a imitar los gestos que vio hacer a su abuelo aquella lejana noche de su infancia. Cambia de posición para acuclillarse en el alféizar, como un pájaro posado en una rama. Un pájaro con gafas, con patas huesudas, al borde de un precipicio de seis pisos. Intenta erguirse sin perder el equilibrio. Parece a punto de emprender el vuelo, pero, ¡uf!, consigue arrodillarse sobre el alféizar de ladrillos rosa pálido cubiertos con una capa de cemento húmeda de lluvia, cuya frescura atraviesa su pantalón prestado. Contempla el vacío como si se tratara de un estanque al que duda si arrojarse.
Una voz le murmura al oído. ¿Una ilusión? No. Un mosquito. «¡Será cabrón! -se dice Muo-. ¡Ha vuelto! Reconozco su zumbido.» El insecto se le posa en la punta de la nariz y se dispone a clavarle la trompa en una venilla. Muo agita la cabeza para espantarlo, con movimientos que tienen la precisión de un arriesgado número de acrobacia. Una pizca más bruscos, y se precipitaría al vacío.
Sopla un viento frío pero soportable. El cielo encapotado se refleja en los oscuros cristales de la ventana. Muo busca las palabras adecuadas para formular un voto. Con el corazón encogido, se dice que el voto más hermoso del mundo habría sido conservar su virginidad para ofrecérsela a Volcán de la Vieja Luna. Ahora es demasiado tarde. Vuelve a pensar en el juez Di y en la Embalsamadora, y la amargura lo inunda como una ola.
Se siente como un mosquito herido, encogido, con las alas plegadas, las patas -mucho más largas de lo que cree- dobladas sobre sí mismas, el minúsculo cuerpo, agonizante, apelotonado, tembloroso en la palma de un desconocido: el Destino. De pronto, Muo reza, con las manos juntas a la altura del pecho, como su abuelo. Pero lo que escapa de su boca es una vieja canción de la infancia, que no ha cantado desde hace años:
Mi padre es jefe de comedor,
lo acusan de robar vales.
Robar vales, ¿de qué?
Vales de aceite y arroz.
Mi padre está de rodillas
atado con gruesas cuerdas.
La gente le pide cuentas,
¡las cuentas, las cuentas!
Al principio, la voz de Muo, un poco pastosa por culpa del «Fantasma de la embriaguez», susurra, casi inaudible, con la punta de los labios, como si recitara una oración. Pero, poco a poco, se desmanda, se vuelve tan ronca como el canto del pájaro que, posado en el tejado, le responde. Es una voz teñida de ironía risueña, un eco confiado. Al acabar la primera estrofa, tararea el estribillo e hincha los carrillos para imitar a una trompeta, y ríe encantado al descubrir en su voz acentos del ídolo de su infancia, un vecino apodado el Espía, hijo de un catedrático de Patología, que durante los años de reeducación se convirtió en jefe de una banda de ladrones y fue condenado a veinte años de prisión por el atraco a mano armada de un banco, en los años setenta. Era la canción favorita del Espía; su sombrero flotaba sobre su exuberante cabellera y vibraba con una alegría salvaje cada vez que la tarareaba durante un paseo, la silbaba en una escalera o la cantaba a pleno pulmón para ligar con las chicas. ¡Pobre Espía! Tenía una forma de cantar muy suya, con unas florituras inconfundibles.
Al final de la segunda estrofa, con una serie de trémolos, Muo tararea el estribillo, triste y alegre a la vez, que libera su mente del peso de los fracasos y de su traición, y del recuerdo del juez Di, aficionado a las vírgenes. De pronto, ¡qué interrupción! Dos fuertes brazos le rodean las caderas. Muo suelta un grito de pánico, mientras el cielo estrellado gira, se vuelca, se pone del revés, y las pantuflas bordadas vuelan por los aires y se precipitan al vacío, como dos cuerpos etéreos.
El grito de Muo se propaga entre los edificios, mezclado con los trinos de dos pájaros, un tordo y un gorrión. La lluvia vuelve a la carga. Ruido de gotas en los cristales.
Quien lo ha cogido por la cintura es la Embalsamadora. Al salir del cuarto de baño y verlo en el alféizar de la ventana, ha creído ver a su difunto marido. Se ha acercado despacio, centímetro a centímetro, para no asustarlo, y luego, rápida como el rayo, ha saltado sobre él y lo ha sujetado con los brazos para hacerle caer al interior de la sala. Ambos han acabado rodando abrazados por el parquet.
La Embalsamadora es fuerte. No en vano sus compañeros masculinos la consideran la perla de la profesión. Llorando como una Magdalena, empuja a Muo al interior de un armario y cierra las hojas metálicas con un grueso candado.
– No quiero tener que coserte el cráneo -dice en respuesta a los gritos desesperados y las patadas de Muo-. Es por tu seguridad, te lo juro.