Muo mira las vías del tren, que se pierden en la distancia y relucen con los últimos sedosos reflejos del día que muere, en la estación de Chengdu. Está en el despacho de billetes, junto a una ventana que tiene los cristales rotos y cubiertos de telas de araña, por las que se filtra una luz de un amarillo cristalino. Los roñosos barrotes de la ventana tienen un color de cobre antiguo, de un verde magnífico. «Allí -se dice Muo-, en la prisión de Volcán de la Vieja Luna y de su nueva compañera, la Embalsamadora, ¿se demorará esta misma luz, tan suave y tan pura, sobre las garitas? (¿cuántas serán?, ¿cuatro?, ¿una en cada esquina del recinto?) y los centinelas armados que hacen guardia en ellas, inmóviles como estatuas?»
Lleva media hora haciendo cola ante la ventanilla, con el rostro oculto bajo una capucha gris. A su lado discuten dos mujeres, a las que acaban uniéndose los miembros de sus familias, en confusión generacional. Rumor de voces indistintas, anuncios por los altavoces, olor a sudor, a tabaco, a fideos instantáneos… La larga cola avanza unos centímetros, pero vuelve a pararse y se eterniza con exasperante somnolencia.
Al otro lado de la ventana de los cristales rotos, la noche empieza a envolver el mundo en su misterioso abrazo. A lo largo de las vías, los semáforos verdes y rojos, irisados en la tenue bruma como el resplandor de los fuegos fatuos en las cuentos de hadas, le traen a la mente los faros giratorios de las furgonetas de la policía, que seguramente patrullan la ciudad a la busca de un psicoanalista con gafas, convertido en el enemigo jurado del juez Di.
«Debes recuperar las fuerzas y conservar la Calma, Muo -se dice procurando tranquilizarse-. Nadie vendrá a detenerte a estas horas. Todos los policías están cenando en los restaurantes.»
Pese a ello, cuando aparece una figura en uniforme en la puerta de la sala, un temblor incontenible le sacude las piernas. A medida que el recién llegado avanza entre la gente y se acerca a él, el temblor da paso a una intensa crispación muscular justo encima de las rodillas. Por suerte, el agente, apremiado por la necesidad, aprieta el paso hacia el lavabo, que está al fondo de la sala.
Cuanto más cerca está la ventanilla, más necesario se hace el uso de los codos y más seguro se siente Muo en medio del gentío, que se empuja, se apelotona, se apretuja y se asfixia. Una mujer ha perdido un zapato, un escarpín con el contrafuerte roto y la suela agujereada. La mano de Muo roza los barrotes cromados de la ventanilla.
– Un billete para Kunming! -grita-. Para el tren de esta noche a las nueve.
– ¡Hable más alto, no oigo nada! -aúlla el empleado por el micrófono-. Un billete, ¿adónde?
– ¡Kunming!
De pronto, empujado por la gente, Muo suelta el barrote, desaparece de la vista del empleado y vuelve a aparecer gritando el nombre de su estación de destino. Cuando al fin consigue pedir el billete, ya no hay plazas en los coches litera; sólo queda sitio en los vagones de asientos duros, como la noche en que le robaron la maleta Delsey, hace unos meses.
Minutos más tarde, con la cabeza cubierta por la capucha gris (prenda impropia para la estación, que le da un aspecto grotesco), cena de incógnito en la penumbra de un restaurante de comida rápida china, uno de los innumerables establecimientos que jalonan las altas columnatas de la estación, coronadas por una bóveda del estilo soviético de los años cincuenta y transformadas en galería mal iluminada, ocupada por pequeñas tiendas de alimentación y recuerdos, consignas de equipajes, quioscos de periódicos y revistas con atractivas estrellas occidentales o chinas en las portadas.
Se oye zumbar una mosca.
Nada de platos ni de cuencos. En una caja rectangular de poliestireno, trozos de pollo frito y frío, rodajas de calamar cubiertas de puré de guindilla, igualmente frías, lo mismo que los fideos salteados y chorreantes de aceite. Todo muy barato. Cinco yuans, incluido un vaso de leche de soja. Menos que un billete de metro en París. A fugitivo pobre, comida económica. El pollo no sabe a nada. Un auténtico desastre. Prueba un trozo de calamar frito. Peor aún. Lo muerde con rabia, pero la carne, dura como una piedra, se resiste. No hay manera. Oye el sonido del altavoz y presta atención. Buscan a un tal Mao, un nombre parecido al suyo. La carne del calamar acaba cediendo, y Muo la masca como si fuera chicle. «¿Qué me pasa?», se pregunta de pronto con la sensación de que el interior de su boca ya no es lo que era, de que ha entrado en una fase que un historiador o un biógrafo bautizarían «poscalamar». ¿Una caries? La lengua de Muo inspecciona minuciosamente los dientes, los toca uno tras otro… Ha desaparecido un incisivo.
Zumbido de la mosca.
Con la punta de la lengua, Muo explora el hueco del incisivo, de una anchura y una profundidad que lo dejan sorprendido. Curiosamente, no hay una sola gota de sangre.
Siguiendo con la exploración, busca el diente perdido en el interior de su boca, pero en vano. Teme habérselo tragado, como ocurre a veces con un huesecillo o una espina. Se angustia. La saliva, que traga poco a poco, pasa Con dificultad. ¿Dónde está el diente? ¿Todavía en su garganta? ¿Ya en su estómago? ¡Qué alivio cuando al fin lo encuentra en la caja de poliestireno, medio oculto entre los fideos salteados! Intacto, del color del té, oscuro en algunos sitios y totalmente negro en el extremo. Es la primera vez que ve uno de sus dientes «en directo», en vez de su imagen en el espejo. Le sorprende su fealdad: es largo, de al menos tres centímetros, tiene una raíz puntiaguda, en forma de tacón de aguja, y le hace pensar en los incisivos de los vampiros de las películas de terror; en cuanto al otro extremo, cuyo cortante filo ha utilizado durante cuarenta años para morder, parece un hacha de sílex mellada por el uso.
Con precaución y ternura de arqueólogo, Muo envuelve el diente en un trozo de servilleta de papel. Luego, enciende un cigarrillo, pero el sabor del humo, a través de la nueva cavidad, ya no es el mismo.
Colérico, abandona el restaurante de comida rápida, sale fuera y cruza la plaza de la estación. El recuerdo de la chica con la que coincidió hace meses en el tren nocturno acude a su mente, como un fogonazo. Decide comprar una esterilla de bambú, que esta noche extenderá bajo el asiento duro, como ella.
De pronto, una vaharada de mal aliento le inunda la nariz, y el susurro de una voz femenina junto a su oreja le hace dar un respingo:
– ¿Busca hotel, jefe?
– Lo siento, salgo de viaje dentro de una hora.
– En tal caso -insiste la mujer, excesivamente maquillada poniéndose a su paso-, tenemos un karaoke lleno de chicas guapas. ¡Vamos, jefe, dese un capricho! La vida es corta.
– No, gracias. Por cierto, no soy jefe.
– Es la palabra de moda para decir «señor». ¿Quiere que le llame de alguna otra forma, más íntima tal vez?
– ¡Déjame en paz! -grita Muo violentamente acercando la cara a la de la mujer.
El efecto es inmediato: agrandado por la escasa luz de una farola, el agujero negro en el centro de su boca, abierta de par en par, asusta a la mujer, que desaparece súbitamente.
Frente a la estación, en una tienda que sigue abierta, Muo busca en vano la esterilla y acaba comprando un impermeable de plástico rosa pálido tan fino como una hoja de papel, pensado para ir en bicicleta.
El tren con destino a Kunming sale con sólo diez minutos de retraso. Viendo desfilar ante la ventanilla las calles de Chengdu, la ciudad del juez Di, Muo disfruta de unos momentos de respiro, de un alivio momentáneo. Saca el cuaderno y escribe: «Cuando lo detuvieron, Ezra Pound cogió un fruto de eucalipto como recuerdo. Yo, en cambio, en memoria de mi huida conservaré un diente.»
Es la primera noche que la Embalsamadora va a pasar en prisión. Su detención se produjo la mañana siguiente a la resurrección del juez Di, una mañana tranquila, de cielo sereno y azul. En la sala de embalsamamiento, el leve soplo del aire acondicionado hacía tintinear las persianas venecianas. Sonó el teléfono. Era el director del tanatorio. Con voz despreocupada, pidió a la Embalsamadora que acudiera a su despacho para comentar una petición de reembolso de gastos médicos. Tras quitarse los guantes, pero con la bata blanca puesta, la mujer se presentó en el despacho, donde fue detenida por dos agentes de paisano. Algunos testigos afirmaron que, cuando subió al furgón negro del tribunal aparcado a la entrada, la Embalsamadora estaba esposada.
– Creí que era un coche fúnebre -le dijo un empleado del tanatorio a Muo, que fue a buscarla a mediodía para invitarla a comer.
Los doscientos metros que recorrió para volver al taxi se le hicieron interminables. Las rodillas le flaqueaban como si estuviera a punto de sufrir un ataque cardiaco. Presa de incontenibles contracciones, las pantorrillas le temblaban como hojas al viento; cuando al fin consiguió sentarse en el vehículo, no pudo dominar los temblores más que agarrándose los descontrolados músculos con ambas manos.
Qué dilema el suyo… ¿Se presentaba ante la policía, como un criminal arrepentido, o se daba a la fuga, como un sujeto indeseable? Tras echar mano de todos los recursos del sentido común, optó por la primera alternativa y, con admirable sangre fría, decidió hacer algunas compras, ante la perspectiva de una larga condena. Con voz de sonámbulo, pidió al taxista que lo llevara a la librería La Ciudad de los Libros, en el centro de Chengdu. Compró los siete tomos de la traducción al chino de las obras completas de Freud (¡cuánto había cambiado durante su estancia en Francia, y qué lejos estaba de la realidad! Ni siquiera se había preguntado si se podía leer a Freud, o a cualquier otro, en las cárceles chinas); los dos volúmenes del Dictionnaire de la psychanalyse en francés, en un estuche azul que le costó un ojo de la cara, y una recopilación de comentarios a la obra de Chuang-tse, su autor chino preferido. Repartió aquellos alimentos espirituales de futuro preso en las dos grandes bolsas que le dio el dependiente. Por último, para no volver a casa y evitar tener que despedirse de sus padres, se compró ropa interior, toallas, un cepillo de dientes y unas zapatillas de tenis negras, muy resistentes que le servirían de calzado de trabajo. Al menos sabía, por haberlo oído decir, que en las prisiones chinas se trabajaba.
Cogió otro taxi y se apeó en la plaza del mercado de mulas y caballos, cercana al tribunal. (Era demasiado peligroso, pensó ir a entregarse en taxi. Con lo loco que estaba el juez Di, podía considerarlo una provocación.) Haría el último tramo a pie. A cada paso que daba, el peso de las bolsas aumentaba de tal modo que Muo caminaba cada vez más encorvado, con la sensación de que las asas de plástico que iban estirándose y adelgazando, acabarían rompiéndose y, con un estrépito que haría Volverse a todo el mundo, los libros se desparramarían por el suelo, cubierto de hojas secas, escupitajos y excrementos de perro. En el instante en que la colina del Palacio de Justicia apareció ante sus ojos, las contracciones musculares volvieron a asaltarlo y un calambre en la pantorrilla, que habría hecho aullar al hombre más sufrido, lo paralizó casi del todo. Muo se detuvo, dejó las bolsas en el suelo, se sentó encima y esperó a que se le pasara el dolor, para reanudar la marcha con una cojera que le daba un aspecto cómico.
Cuarenta y ocho palabras, había leído en algún sitio, cuarenta y ocho, ni una más ni una menos, bastaban para vivir en cualquier cuartel del mundo. ¿Cuántas harían falta para vivir en una cárcel china? ¿Cien? ¿Mil? Fueran las que fuesen, aquellos diez tomos de libros en francés y chino lo colocarían sin duda entre los presos más ricos, entre la aristocracia de la prisión.
La dolorosa rigidez de sus piernas se atenuó ligeramente. Con paso renqueante, siguió avanzando por la acera cargado con las dos bolsas. «Si algún día me hago millonario -se prometió Muo-, compraré libros, libros y más libros, y los distribuiré geográficamente por materias. Todas las obras de literatura china y occidental las guardaré en un piso de París, que me compraré seguramente en el quinto distrito, al lado del Jardín de las Plantas o en el corazón del Barrio Latino. Los libros de psicoanálisis los tendré en Pekín, donde viviré la mayor parte del año, en el campus universitario, al borde del lago Sin Nombre (sí, así es como se llama ese hermosísimo lago). El resto, las obras de Historia, de Pintura, de Filosofía etc., las dejaré en un pequeño estudio que me servirá de despacho en Chengdu, cerca de casa de mis padres.»
De pronto se dio cuenta de su pobreza y comprendió que nunca había tenido nada en este mundo y probablemente seguiría sin tener nada, ni siquiera una buhardilla o un diminuto cuchitril en el que amontonar sus libros. «Puede que estos diez libros sean mi última adquisición -se dijo-, toda la riqueza de mi vida.» Bruscamente, se echó a llorar. Cojeaba con las lágrimas rodándole por el rostro. Trató de evitar que lo vieran así, pero sus manos, ocupadas con las pesadas bolsas, no podían acudir en su ayuda. Quería dejar de llorar, pero no había manera. Sollozaba. Los viandantes lo miraban. Lo mismo que los conductores de los coches y los autobuses. Algunos parecían inquietos. Pero el mundo exterior era algo muy lejano para él.
– ¡Increíble! -masculló Muo-. ¡Estoy lloriqueando por culpa del dinero! ¡Mierda de dinero! ¿No puedes concederme un segundo de tregua, y evitarme dar este lamentable espectáculo en plena calle, ni siquiera en el momento en que van a meterme en chirona?
A través de las lágrimas, se veía avanzar a trancas y barrancas, lenta y penosamente, con una bolsa en cada mano como una solitaria hormiga que trepa y trepa cargada con una miga de pan.
Guionista de la escena culminante de su película autobiográfica, se imaginaba entrando momentos después en el Palacio de Justicia y oyendo resonar el eco de sus pisadas en el largo pasillo abovedado y flanqueado de columnas de mármol. El sol salpicaba de oro los cristales de sus gafas. En unos instantes, bajaría al subterráneo de los despachos de los jueces, que se encogían y oscurecían a medida que se hundían en el subsuelo. Atravesaría una región en la que se escalonaban los diversos grados del horror. En cuanto abriera la puerta del juez Di, éste se pondría a gritar con la voz histérica del hombre que tiene miedo a morir, creyendo que las dos bolsas de plástico estaban repletas de explosivos. Le suplicaría que le perdonara la vida. Pero Muo (tras una serie de primeros planos, en campo contracampo) se quitaría las gafas con aire cansado, se limpiaría los empañados cristales en una manga y se limitaría a decir: «¡Póngame las esposas y libere a la Embalsamadora!» Hablaría como el capitán del Titanic, cuando, decidido a perecer con su barco, envió en primer lugar a mujeres y niños a los botes salvavidas. (Es increíble la de tonterías que puede llegar a inspirarte el cine, incluso cuando estás a punto de entregarte a la justicia.) Luego, se veía escribiendo la primera página de su diario íntimo, en francés, a la siniestra luz de una celda superpoblada, en medio del concierto de ronquidos de sus compañeros de preventiva: «¿Qué diferencia existe entre la civilización occidental y la mía? ¿Qué ha aportado el pueblo francés a la Historia mundial? En mi opinión no fue la revolución de 1789, sino el espíritu caballeresco. Eso es lo que yo he hecho hoy: un gesto de caballero.»
El Palacio de Justicia, edificio ultramoderno construido por un arquitecto australiano sobre una colina que, según la leyenda albergaba la tumba del general Zhang Fei, de la época de los Tres Reinos, era un resplandeciente castillo de cristal. El sol caía a plomo sobre el inmenso diamante, lo bañaba, plateaba la lluvia artificial que asperjaba el césped y suspendía gotas de agua en la punta del Benchai, la enorme atalaya que dominaba el palacio como la torre del homenaje de una fortaleza y enseñaba al cielo azul su reloj de sol de mármol, cuyas agujas marcaban las tres. (El arquitecto no carecía de sentido del humor: la atalaya recordaba a todos los habitantes de la ciudad este proverbio chino atribuido al poderoso rey de los Infiernos: «Cuando es la hora, es la hora.»)
Uno, dos, tres… Con la cabeza baja, Muo contaba sobre la marcha los escalones de la escalinata que llevaba a la entrada del castillo de cristal, en la que varios soldados de uniforme, algunos de ellos armados, miraban en silencio las bolsas de plástico, que crujían bajo el peso de los libros. Jadeando, pendiente del cómputo de los escalones, Muo subía lentamente. En mitad de la escalinata, las fuerzas lo abandonaron y tuvo que detenerse. Recuperó el aliento y miró, en contrapicado, las oscuras siluetas de los soldados, que se recortaban contra los cristales de la fachada. Uno de los que no portaban armas bajó unos peldaños y, con las manos en jarras cual autoritario cómitre, le espetó:
– ¿Estás cansado?
– Agotado.
– Ánimo, que falta poco. -El soldado cruzó los brazos y, con expresión divertida, siguió con la mirada la ascensión de Muo-. ¿Qué llevas en esas bolsas?
– Libros -respondió Muo, bastante satisfecho del tono neutro y tranquilo de su voz-. Vengo a ver al juez Di. Supongo que lo conoce.
– No estás de suerte. Acaba de salir.
– Puedo esperarlo en su despacho -dijo Muo, antes de añadir en tono solemne-: Estoy citado con él.
Todavía le quedaba una decena de escalones, los últimos por subir, cuando se produjo un incidente cómico. Sudaba tanto que las gafas le resbalaron nariz abajo. Con un movimiento reflejo, soltó las bolsas y cogió las gafas -de pura casualidad- en plena caída, pero las obras maestras de Freud se salieron de la bolsa izquierda y los comentarios de Chuang-tse, de la derecha. Con el corazón encogido, los vio, o mejor dicho los Oyó, rodar escaleras abajo, al principio juntos y luego cada uno por su lado.
Como marionetas a las que les hubieran cortado los hilos, los soldados rieron y se agitaron. Uno de ellos se llevó la culata del fusil a la cara, apuntó a un libro e hizo como que apretaba el gatillo. Imitó el retroceso de la culata contra el hombro, encañonó a otro libro, hizo el ruido de un disparo de bala y fingió la alegría de quien ha dado en el blanco.
El tubo de espuma de afeitar Gillette, el champú anti caspa y el cepillo de dientes que Muo acababa de comprar siguieron su loca carrera, sobre todo la espuma Gillette, que rebotó con el ruido metálico de un cascabel, volvió a rebotar y acabó aterrizando al pie de la escalinata, a donde Muo bajó a recogerla. Cuando volvía a subir, exhausto, con los artículos de aseo de su futura vida penitenciaria en las manos, vio a un hombre alto y enteco de unos cincuenta años, que llevaba una cartera de cuero repleta de documentos debajo del brazo, encorvado sobre uno de sus libros. Para verlo mejor, se inclinaba exageradamente hacia el suelo. Tenía la cabeza pequeña, estrecha y picuda, y el cuello largo. Parecía una cigüeña.
– ¿Conoces estos libros? -le preguntó a Muo. Este se limitó a asentir con la cabeza-. Se da el caso, muchacho, de que quiero que respondas sí o no -replicó la Cigüeña con voz débil y ronca. Voy a repetirte la pregunta.
– Sí, los conozco -dijo Muo.
– Responde sólo cuando haya repetido la pregunta. ¿Conoces estos libros?
– Sí.
– ¿Son tuyos?
– Sí.
– Sígueme. Me he dejado las gafas en el despacho. Las necesito para comprobar ciertos detalles -dijo el hombre sacando su carnet, provisto de una foto-. Se da el caso de que soy el juez Huan, presidente de la Comisión Antipublicaciones Clandestinas. Los libros de Freud están estrictamente prohibidos.
– Pero acabo de comprarlos en la librería…
– Justamente. Se da el caso de que quiero ver quién los edita, quién los imprime y con qué número de autorización falso.
A diferencia de su colega el juez Di, que prefería tener el despacho en el sótano, la Cigüeña había anidado en el quinto piso, el más alto del castillo de cristal.
En el ascensor, se produjo un malentendido. Muo mencionó el nombre de Di, y la Cigüeña lo tomó por un huésped del juez o su consejero en psicología. Queriendo hacerse perdonar su brusquedad anterior, se mostró más distendido y charlatán, y empezó a quejarse de la falta de personal en su juzgado y del hecho de que tuviera que trabajar tan duro, en una soledad monacal y a menudo hasta horas intempestivas. La cháchara habitual, la gimnasia cotidiana de todos los funcionarios, con su lenguaje estereotipado y su vocabulario oficial, salpicado de risas teatrales que hacían vibrar la caja acristalada y transparente del ascensor. Una conversación un poco exasperante, por otro lado, porque la Cigüeña no sabía decir tres frases sin añadir un «se da el caso» (expresión frecuentemente utilizada por el Secretario General del Partido, y también jefe del Estado, en las entrevistas televisadas). Habló de sus modestos orígenes y de su trayectoria: la fulgurante ascensión de un maestro comunista, reconvertido en funcionario de la Justicia a las órdenes del Partido a finales de los noventa. Con resignación, reconoció que era imposible competir con algunos de sus colegas, procedentes del ejército.
– Se da el caso, por ejemplo -confesó en un tono en el que se mezclaban la amargura y la adulación-, de que el todopoderoso juez Di, con el que estás citado, a veces me asusta.
La puerta de su despacho ostentaba el nombre de la comisión y tenía tres cerraduras: una en la pesada y reluciente verja de seguridad y las otras, en los dos batientes de cristal, a diferentes alturas. La Cigüeña sacó un manojo de llaves, que tintineó en el silencio del pasillo, y desconectó la alarma marcando un número en un pequeño teclado empotrado en la pared. El clic de las cerraduras, el chirrido de la verja, el deslizamiento de las hojas de cristal… Todos esos ruidos se encadenaron y culminaron en el zumbido del climatizador.
Sin embargo, la corriente del aire acondicionado no consiguió eliminar el penetrante olor que invadió las fosas nasales de Muo en cuanto se abrió la puerta. Un tufo a virtud, a moral, a poder, a vidas secretas, a cuerpos encerrados, a cadáveres exquisitamente momificados.
La primera sala de la Comisión Antipublicaciones Clandestinas era muy grande y muy oscura, porque tenía los estores bajados. Muo seguía a la Cigüeña paso a paso. Al principio, tuvo la sensación de haber entrado en una cueva. Sus ojos miopes apenas distinguían sombras indistintas y claridades débiles y dispersas; pero segundos después comprendió que lo rodeaban todos los libros prohibidos por la Comisión, algunos de enorme valor amontonados de cualquier manera en estanterías que, en algún caso, llegaban hasta el techo. La sala estaba saturada de olor a papel mohoso. Como en las casas tradicionales chinas, en medio del cielo raso había una pequeña abertura que proyectaba un haz de rayos de luz en forma de cono gris pálido sobre una reducida zona del centro de la sala y dejaba el resto en penumbra. Muo tenía la sensación de estar en una biblioteca abandonada. Los anchos anaqueles sin numeración, en contrachapado de pésima calidad, se habían alabeado bajo el peso de los libros, que, a su vez, carecían de signaturas. Las líneas paralelas de las estanterías que cubrían las paredes ondulaban en diversa medida: algunas trazaban un arco, mientras que otras, sobre todo las de abajo, habían cedido bajo el peso de los volúmenes y besaban las polvorientas alfombras.
Al llegar al centro de la sala, la zona mejor iluminada, Muo aprovechó un momento de distracción de la Cigüeña para dejar las bolsas en el suelo y coger un libro de un anaquel, al azar. Eran las Memorias secretas del médico personal de Mao, con una portada en la que aparecía una foto en blanco y negro del facultativo en pantalón corto, sonriendo con beatitud al lado de Mao, que, vestido con camisa de tela caída y pantalón largo, entrecerraba los ojos para protegerse de un sol demasiado brillante. Muo lo abrió furtivamente y topó con una página que aludía a una enfermedad de Mao debida a la fimosis y de la que era portador pasivo, pero que transmitía a todas sus parejas sexuales. Un día, el médico autor del libro le aconsejó (¿con una sonrisa de beatitud?) que se lavara el miembro con frecuencia, a lo que el Presidente respondió que prefería mojarlo en el sexo de las mujeres. Muo cerró el libro y lo dejó en su sitio. Siguiendo su camino, pasó junto a la estantería de las obras políticas, en su mayoría, testimonios o análisis sobre los acontecimientos acaecidos en 1989 en la plaza Tiananmen, pero también documentos sobre las luchas por el poder en el seno de la dirección del Partido, sobre la sospechosa muerte de Lin Biao, sobre la auténtica personalidad de Chu En-lai, las hambrunas de los años sesenta, las matanzas de intelectuales, los campos de reeducación, el canibalismo revolucionario. Con la cabeza dándole vueltas, Muo se perdió en aquel laberinto atestado de libros, archivos e informes sobre episodios sangrientos llenos de crueldad y complots, antes de verse nadando, chapoteando, naufragando en un océano de novelas eróticas, de obras licenciosas escritas por monjes libertinos, al lado de la obra de Sade, de antiguos manuales editados clandestinamente, de colecciones de xilografías pornográficas de la dinastía Ming, de diversas ediciones del kamasutra chino, de varias decenas de versiones del Jing Ping Mei (que Muo había leído en Francia y que le había impresionado de tal modo que decidió elaborar una tesis psicoanalítica sobre él, proyecto que no pasó el estadio de pequeñas notas desperdigadas por cuadernos.) Había incluso dos estanterías abarrotadas de obras muy antiguas en papel de la época, cosidas con hilo. Muo le preguntó a la Cigüeña cuál era su contenido y por qué habían sido prohibidas.
– Son las investigaciones secretas de los taoístas sobre la eyaculación -respondió el juez.
– ¿No será sobre la masturbación?
– No, no, sobre la eyaculación, o más bien sobre la no eyaculación. Se pasaron centenares de años tratando de descubrir el modo de hacer circular el esperma por el cuerpo durante el acto sexual, para llevarlo hasta el cerebro y transformarlo allí en una especie de energía sobre natural.
Muo estuvo a punto de sacar su cuaderno para apuntar las referencias. «Qué lástima que no pueda llevármelas a la cárcel… -se dijo-. Habría escrito volúmenes y más volúmenes de comentarios…»
La segunda sala, más pequeña que la primera, tenía idéntica iluminación. Allí, en lugar de estanterías y libros, había cajas cromadas de películas, bañadas por una luz sepulcral. Los rollos de celuloide se amontonaban, se apilaban, se superponían, se apoyaban unos en otros, se ocultaban mutuamente… Los había por centenares, por miles. El cono luminoso del centro de la sala daba un brillo siniestro a aquel espantoso amontonamiento de cadáveres. Algunas pilas se habían venido abajo y las tiras de celuloide se habían salido de sus cajas y enroscado como serpientes muertas, formando bucles y círculos, enredándose en enormes nudos, parcialmente quemadas o cubiertas de una capa de moho verdoso.
El despacho de la Cigüeña, presidente y único miembro de aquella comisión, ocupaba la tercera sala. Mientras, con las gafas caladas, el cuello estirado y el cuerpo encorvado sobre las obras de Freud, el magistrado examinaba volumen tras volumen y apuntaba las referencias sospechosas en una libreta alargada con tapas de imitación de cuero, Muo descubrió documentos que le pusieron los pelos todavía más de punta que los de las salas precedentes. Había cartas de denuncia por todas partes.
– Mi colección personal -declaró la Cigüeña con orgullo.
Las que ya había leído estaban cuidadosamente etiquetadas, clasificadas y guardadas como objetos de museo en siete vitrinas de ébano adornadas con figuras primorosamente esculpidas. Cada vitrina estaba destinada a una especialidad.
La primera a las cartas de denuncia entre padres e hijos; la segunda, entre maridos y mujeres; la tercera, entre vecinos; la cuarta, entre compañeros de trabajo, y la quinta y la sexta, a las denuncias anónimas. En el interior de cada vitrina, las cartas estaban clasificadas por temas en carpetas de distintos colores que formaban una especie de arco iris. El rojo correspondía a los asuntos políticos; el amarillo, a los económicos; el azul, a las relaciones sexuales fuera del matrimonio; el violeta, a la homosexualidad; el añil, a las violaciones sexuales; el naranja, al juego clandestino, y el verde, a los robos y estafas.
La séptima vitrina contenía las cartas de «autodenuncia». Como la llave estaba en la cerradura, Muo la abrió tras pedir permiso al juez. La mayoría databan de la Revolución Cultural y eran largas; algunas tenían más de cien páginas y se parecían a esas novelas autobiográficas en las que el autor hurga sin piedad en los recovecos más oscuros de su existencia, con sus ideas lascivas, sus deseos ocultos y sus secretas ambiciones.
En una esquina había una pila de carpetas con etiquetas rojas llenas de cartas a la espera de ser leídas y clasificadas. Era evidente que la Cigüeña, desbordada por su pasión personal, no daba abasto.
– Tal vez pueda añadir una carta a su colección -dijo Muo.
– ¿A quién quieres denunciar?
– Al juez Di.
La Cigüeña no pudo evitar echarse a reír. Antes de volver a enfrascarse en su trabajo, respondió:
– Se da el caso de que sé por qué te ha hecho venir el juez Di con esos libros de Freud.
Esta vez fue Muo quien rió de buena gana.
– Lo escucho.
– Está buscando a un criminal, a una especie de psicoanalista que organiza asesinatos en los tanatorios de la ciudad. Puede que los libros de Freud le proporcionen la clave…
La risa se heló en los labios de Muo. De nuevo, al comprender la situación, un fuerte dolor le atravesó los tobillos y le subió hasta los riñones.
– Supongo que el juez Di no lo hará fusilar…
– Como poco, y nunca mejor dicho, lo condenará a cadena perpetua.
– ¿Podría decirme dónde está el lavabo? -preguntó Muo procurando mantener la calma.
– Al fondo del pasillo a la izquierda.
En cuanto salió del despacho, Muo se precipitó hacia la escalera cojeando para no arriesgarse a topar con el juez Di en el ascensor. Bajó los escalones de tres en tres hasta la planta baja del castillo de cristal. Tenía que huir. «Seguro que el juez ya ha cerrado el aeropuerto -se dijo-. La única salida es coger un tren.»
Olvidándose de la cojera, trazó mentalmente un itinerario de huida: de Chengdu a Kunming en tren y de Kunming a la frontera con Birmania en autobús. Luego, Rangún-París en avión.
Una locomotora surge de las tinieblas, se agranda con un bramido nervioso y llena todo el marco de la ventana antes de desaparecer. Luego, unas masas gigantescas, vacilantes, como ebrias, proyectan sus sombras sobre la ventanilla. Vagones de mercancías. El cruce con el otro tren finaliza con la fugaz imagen de unos guardias armados, sentados en el vagón de cola, alrededor de una pantalla verde, único punto luminoso que palpita débilmente.
El reflejo de un hombre maduro aparece en el cristal, borroso e impreciso al principio; luego, cuando el tren penetra en un túnel, se perfila como una foto en un baño de revelador. En ese reflejo, se ve una topografía dental bastante nítida, la punta de una lengua que se desliza por los grisáceos arrecifes y un agujero negro, como una brecha abierta en el centro de la boca, que parece enorme y modifica la fisonomía del personaje.
«Mi reflejo -constata Muo con una fascinación narcisista y los ojos arrasados en lágrimas-. La imagen premonitoria de lo que será, dentro de veinte años, el abuelo Muo, tal vez Muo el viejo prisionero del juez Di, agonizando como un esclavo en una mina. Por el momento, todo va bien. Seguir huyendo es seguir vivo.»
De pronto, en el cristal, cree ver a una chica a la que conoció o vio ya no sabe dónde, una muchacha de apenas dieciocho años, que hace un alto en el pasillo, delante del compartimento, y parece reconocerlo. Instintivamente, Muo se quita las gafas, se pone la capucha, baja la cabeza y finge sumirse en un sueño instantáneo. Sin atreverse a volver la cabeza ni siquiera un segundo, permanece en esa actitud hasta que el tren sale del túnel. La joven ha desaparecido. Muo respira de nuevo libremente, a pleno pulmón, y se da el lujo de escuchar a sus vecinos, que charlan animadamente.
¡Los lolos! El tema de su cháchara es la minoría étnica de los lolos -o los yi, en mandarín-, que viven en la región montañosa que desfila en esos momentos delante de la ventanilla. Muo apenas sabe nada sobre ellos, aunque por supuesto ha oído hablar de la famosa y gran capa que visten los hombres, una especie de abrigo de fibra de cáñamo que no se quitan en todo el día con el que se echan a dormir en el suelo, cerca del hogar excavado en la tierra que hay en el centro de sus casas. Aunque la verdadera casa de un lolo, ha oído decir Muo, es su capa. A su lado, un obrero habituado a hacer ese viaje cuenta con una sonrisa neutra, impersonal, una aventura que le ocurrió hace un mes, en pleno día, entre las estaciones de Emei y Ebin. El tren en el que viajaba fue objeto de un asalto, «moneda corriente» en la región: una quincena de lolos cubiertos con capas negras y armados con largos cuchillos irrumpieron en el coche. Tres se quedaron guardando la puerta de la derecha, otros dos o tres la de la izquierda y el resto de los bandidos recorrió el vagón. No gritaron. Ningún viajero se movió. Ni siquiera lloraron los niños. Como si fueran revisores, los lolos se dividieron en dos grupos. Uno empezó por una punta del coche y el otro por la opuesta. Viéndose con el cuchillo en el cuello, los viajeros no pudieron hacer otra cosa que obedecer como dóciles y silenciosos corderos. Los bolsillos de las chaquetas, los pantalones y las camisas, los bolsos, las carteras, las cestas de los campesinos, las maletas… Nada escapó al registro de los lolos, que tienen los dedos duros como barras de hierro. Les encanta chasquearlos sobre ti, tu rostro, tus gafas, tu pecho, tus partes íntimas… Hace auténtico daño. Si una maleta era demasiado grande o estaba demasiado llena, le daban la vuelta y volcaban el contenido en el suelo. El botín fue considerable, porque en la región apenas se usan los cheques bancarios y todo el mundo viaja con dinero en metálico, a veces con los ahorros de toda una vida o de una familia. La operación duró unos diez minutos. ¿Y cómo se marcharon los lolos? Sencillamente, saltando del tren. Ni siquiera esperaron a que subiera una cuesta y redujera la velocidad. No, les daba igual. Saltaron cuando el tren iba a toda marcha. Fue increíble, totalmente increíble.
«A mí ya me persigue la policía -se dice Muo-. Si encima me despluman los lolos, apaga y vámonos.»
El terror se insinúa en el corazón de Muo. Teme por los dólares ocultos en el bolsillo secreto de su calzoncillo. El paisaje nocturno que desfila ante la ventanilla, suntuoso nostálgico hasta hace un momento, le parece súbitamente hostil. Tiene la sensación de estar atravesando un país extranjero: montañas escarpadas, montañas cortadas a pico, montañas hasta donde alcanza la vista… Todas se parecen en su recuerdo, a las capas de los lolos, grises, negras o pardas. Los bosques, las ciénagas, las gargantas se suceden al otro lado de la ventanilla como sombras fantasmagóricas que lo miran con ojos llenos de odio racial, el más implacable de todos. Hasta las escasas y débiles luces que palpitan en una aldea suspendida en la ladera de una montaña o en el interior de pueblos acurrucados en el fondo de los valles le parecen llenas de rencor.
¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Que el tren deje atrás esta región!
La charla de sus compañeros de compartimento sube de tono. Muo se levanta del asiento y se va al rincón de los fumadores.
Decididamente, los cigarrillos no saben igual desde que se le cayó el diente. La primera calada lo irrita por su regusto inhabitual, su falta de sabor, de sutileza. En lugar de deslizarse entre los dientes, de girar en la boca, de acariciar la lengua y el paladar, el humo se cuela por el agujero del diente en forma de chorro insípido, indefinible, que desciende directamente al fondo de su garganta. Su boca ya no es una boca, sino un canal, un grifo, una chimenea.
El rincón de los fumadores, entre las puertas de dos coches, está al abrigo de las miradas. Muo saca el diente de su envoltorio de papel. A tientas, se lo pone en su antiguo sitio y hunde la raíz en la encía. El milagro se produce: el diente se queda ahí, encajado entre otros dos. El agujero ha desaparecido.
Muo vuelve a percibir el sabor del Marlboro, que fuma a pequeñas caladas, como si fuera un manjar exquisito. Al lado, el viento mueve la puerta del váter (un usuario somnoliento ha olvidado cerrarla), que deja escapar un olor fétido. Pero nada puede echarle a perder el placer de fumar. El tren vuelve a entrar en un túnel, y un corte de corriente sume el coche en la oscuridad. En la momentánea negrura, Muo ve una brasa roja, que reconoce de inmediato. Es la del primer cigarrillo de su lejana adolescencia. Trece años. No, catorce. Un cigarrillo Jin Sha Jiang (Río de las Arenas de Oro, una marca que costaba treinta fens el paquete). El comienzo de un poema que escribió en la época, con palabras torpes e ingenuas, para hacer el elogio de su primer cigarrillo resuena en su cabeza. Lo tituló «El cuatro ojos».
¡Ah, mi beso ansioso y sonoro
en el humeante trasero
de un Río de las Arenas de Oro
una noche de febrero!
Muo saborea el vibrante eco del tren en el túnel, la alegría de su dentadura restaurada y los recuerdos de su lejana infancia, sin advertir que ha vuelto la luz. De pronto, oye una voz femenina a su espalda:
– ¡Buenas noches, señor Muo!
Se hace el silencio. El terror lo congela todo: el aire, el tren, el cuerpo de Muo, su cerebro… «Ya está -se dice sintiendo que el alma se le cae al suelo-. Un policía.»
La voz repite el saludo, acompañada por un misterioso tintineo. ¿De qué? ¿De un manojo de llaves? De unas esposas, seguro. «¡Cielos! ¡Mi viejo corazón late como si fuera a estallarme en el pecho! ¡Estoy perdido!» Muo levanta los brazos y, con una lentitud teatral, gira sobre los talones, esperando ver a una Jodie Foster china apuntándole con una pistola a la sien, en una versión sichuanesa del Silencio de los corderos.
– Lléveme ante… -dice con voz ahogada.
Quiere decir «el juez Di», pero no acaba la frase. No puede dar crédito a sus ojos: es la chica a la que ha visto hace un rato en el cristal de la ventanilla
Está plantada ante él, la boca muy abierta. Demasiado. En realidad, todo es un poco excesivo en ella: la cazadora vaquera, el pantalón rojo con lunares blancos, el bolso, de un amarillo chillón, Y hasta el par de latas de cerveza que se agitan en sus manos al ritmo del tren. Ese es el origen del misterioso tintineo.
– ¿No se acuerda de mí, señor Muo? -le pregunta la chica-. Interpretó usted uno de mis sueños en el mercado de las muchachas de servicio.
– Yo no me llamo Muo -le espeta Muo con rudeza-. Se equivoca de persona.
Apenas acaba la frase, con la cabeza gacha, aplasta la colilla en un cenicero atornillado a la pared del vagón y, sin atreverse a mirarla a la cara, da media vuelta, aturullado. Para que no parezca que se escabulle como un vulgar ratero, se esfuerza en imitar los andares y la dignidad de un caballero. Pero está tan nervioso que se equivoca de camino y, cuando quiere darse cuenta, está en el váter. Colérico, cierra de un portazo.
– Me estoy volviendo majara -se dice con el cuerpo doblado en dos y las manos apoyadas en el lavabo, como si fuera a vomitar-. Estoy como una auténtica regadera. ¡Claro que es ella! ¿Cómo he podido no reconocerla? Es la joven campesina que soñaba que salía en una película. ¡Me decepciono! Debería haberla puesto verde: ¡Mierda, idiota! ¿Cómo te atreves a interrumpir una meditación, la cosa más sagrada del mundo, la expresión más noble del espíritu?
Mientras suelta barbaridades, algo sale volando de su boca y cae al lavabo. Muo tarda unos segundos en comprender que es el diente. Por suerte, el lavabo está embozado desde Dios sabe cuándo, y el diente se hunde en el fondo de una charca negruzca cubierta de espuma blanca. Tras una larga y paciente exploración subacuática, consigue encontrarlo con la punta de los dedos. Lo limpia, lo seca, vuelve a limpiarlo… Pero la pieza dental conserva un olor a cloaca, a tren y urinario del que parece imposible librarla.
De pronto, oye voces destempladas, mezcladas con el ruido de pasos, de movimientos bruscos, de pies que se arrastran. Pega la oreja a la puerta del retrete y escucha. Tres revisores hablan alzando el tono y la chica que sueña con besos de cine les responde con voz débil y llorosa. Viaja sin billete. El tono de los revisores sigue subiendo. La tratan como a una ladrona cogida in fraganti. Ella no sabe cómo defenderse. No tiene dinero. Farfulla que en sus veinte años de vida es la primera vez que hace algo así. Promete no reincidir. Los revisores le dicen que les dé las latas de cerveza en prenda. Con voz suplicante, ella les explica que son un regalo de cumpleaños para su padre, comprado con el sueldo de dos meses como chica de la limpieza. Pero los hombres no se dejan ablandar. Les han apetecido las cervezas. Uno de ellos intenta arrancárselas de las manos. La chica se resiste. Un grito de desesperación brota de su garganta y estalla, desgarrador, doloroso, estremecedoramente animal. (Durante mucho tiempo, cada vez que Muo se acuerde de la chica, el grito volverá a resonar en sus oídos y le producirá el mismo pavor.)
Muo abre la puerta y sale del retrete, decidido a intervenir en favor de la chica, pero sin saber cómo hacerlo. Ella lo interpela:
– Señor Muo, por favor, explíqueles lo que ha ocurrido hace un, rato, cuando estaba enredando con el billete. Usted es mi único testigo. Lo he dejado en el borde de la ventanilla y un golpe de viento se lo ha llevado.
Muo confirma sin vacilar, se saca tres billetes de diez yuans de la cartera y los reparte entre los tres revisores.
– Esto es para ustedes, señores -les dice-. Un billete para cada uno, y no se hable más.
Olas. Las voces de los viajeros parecen venir de muy lejos, de tan lejos como el Narcissus, el barco descrito por Conrad, o el que llevó a Marlow a través del Corazón de las tinieblas en su búsqueda de Kurtz. Voces confusas, somnolientas. Los hombres charlan, espigando en el vasto campo de las anécdotas. Sus voces flotan, se mezclan, tan pronto se alzan entre risas, toses y algún estornudo espectacular, como bajan, se alejan y mueren con un suspiro o un bostezo. Ya no se sabe quién cuenta y quién escucha.
Ola. El ruido de las ruedas que resuena en la cabeza de Muo, tumbado bajo uno de los bancos de madera, con una oreja pegada al suelo del coche. Cuando el tren inicia la ascensión de una larga pendiente montañosa, las oye patinar en los raíles y gruñir sordamente como un trueno que se apaga, o bien estalla con una violencia que amenaza con romperle los tímpanos, transformando su litera secreta en un nido de pájaro en el ojo del huracán. Casi puede ver las ruedas surcadas de ilegibles chispas. Pero cuando el tren desciende una montaña devorando la noche, el ruido de las ruedas es suave, aterciopelado, apenas perceptible. El eco de la montaña es lejano, confuso, como el rumor de una concha de nácar pegada a una oreja. Es un rumor de olas tranquilas, regulares, que lamen un lecho de lisos guijarros de un gris azulado a la luz del amanecer. Lo más bonito es cuando el tren se detiene en una estación. Se oye un suspiro que recorre las ruedas una tras otra, como la respiración de alguien que duerme. Es como si debajo viviera alguien. Es un hálito humano. Un aliento cálido.
Las conversaciones de los insomnes llegan a los oídos de Muo a retazos. Según uno de ellos, cuya voz baja recuerda a la de los contadores de cuentos de antaño, cada cadena de montañas, cada región montañosa engendra un pueblo distinto, como los océanos sus marinos. Los lolos de esta región están especialmente dotados para saltar de los trenes. Es un don físico, no el resultado de un entrenamiento. Una habilidad innata que, en algunos casos, raya en la genialidad, cuando ejecutan esos saltos espectaculares, acrobáticos, que les permiten subirse a un tren a priori inabordable, lanzado a toda velocidad, o bajar de él. Esa habilidad distingue a los lolos de cualquier otro pueblo. Lo más asombroso es verlos asaltar los trenes de mercancías, porque sus vagones, desprovistos de puertas y estribos, están cerrados con barras de hierro aseguradas con candados. Ves a los lolos andando por el arcén de la vía despreocupada, tranquilamente, con cara de cansancio o de haber bebido. Pasa el tren. Y, de pronto, uno de ellos echa a correr. Tras recorrer unos metros, toma impulso y salta. Un movimiento de enorme belleza, cuya curva, perfectamente calculada, finaliza en una de las barras de hierro, a la que el hombre se aferra con el cuerpo pegado a la pared del vagón y la gran capa negra restallando al viento. Luego, saca un martillo de un bolsillo, rompe el candado, retira la barra de hierro, descorre la pesada puerta y entra en el vagón. Al cabo de unos instantes, reaparece en la puerta con un televisor en los brazos. Otro salto, esta vez para bajar. Un salto en caída libre, o más bien un vuelo lírico, con la capa flotando en el aire y el botín en los brazos. Como un esquiador, toca tierra sin caerse, lo más lejos posible de su trampolín. Cuando sus compañeros llegan junto a él, les entrega el televisor. Ellos se lo atan a la espalda con cuerdas, y todo el mundo se va. A veces, la policía se lanza en su persecución y les dispara, pero cuando los lolos galopan por la montaña, incluso con un televisor a la espalda, no hay quien les dé alcance. Los fusiles disparan a ciegas o demasiado tarde, y yerran esos blancos móviles, zigzagueantes, mágicos como pájaros.
– ¿Está usted ahí, señor Muo?
Está tan oscuro que Muo no ve nada. Su mente tarda dos segundos en reaccionar y luego reconoce la voz: es la chica de antes, la que sueña con besos de cine. Desaparición inmediata y total del sueño. Recordando su anterior descalabro, en otro tren nocturno de similares características, decide quedarse callado. Fugitivo, sí, pero virtuoso. Un asceta.
La chica repite su nombre dos o tres veces. Por miedo a despertar a los demás viajeros, lo hace en un susurro. Pero ni siquiera ese susurro puede enmascarar su alegría, su carácter afectuoso. Muo, el fugitivo-asceta, prueba a simular un ronquido, pero su respiración cambia de tono y ritmo demasiado a menudo. Aunque no la ve, sabe que está a punto de deslizarse a su litera secreta.
– No está mal este rinconcito -dice la chica.
La falta de altura y de espacio la obliga a avanzar a gatas. En la oscuridad, choca con Muo. Los dos gritan a la vez.
– ¡Más bajo! -le susurra Muo.
– No se preocupe. Están todos dormidos.
– Podemos tuteamos. ¿Qué quieres? -le pregunta Muo con voz fría como el hielo.
– ¿Te gustan las azufaifas? Te he traído un puñado.
– Mientes.
– ¿Conoces Birmania? Ahí es a donde quiero ir. Un país formidable en el que te pasas la vida mascando nueces de areca y escupiendo al suelo el jugo, que es rojo como la sangre. Hay templos por todas partes. Entraré en uno y me haré monje. Allí, los monjes budistas pueden comer carne. Me encanta la carne.
– No me hagas reír. En un templo nunca admitirán a un intérprete de sueños como tú. Estas huyendo. Salta a la vista. Hace un rato, has llegado a negar que te llamas Muo. -La chica hace una pausa y cambia de tema- ¿Puedo echarme a tu lado? Estoy muerta.
– Adelante, pero coge un trozo de impermeable. El suelo está sucio.
Muo no dice nada más. En la oscuridad, la oye masticar azufaifas invisibles. Come como una niña o una campesina, haciendo un ruido tan fuerte con la boca que Muo está convencido de que se oye en la otra punta del coche. Poco a poco, el ruido de masticación se hace más lento y acaba dando paso a una respiración, prueba de que la chica se ha dormido. Ola, el ruido del tren, que corre en la noche. Olas, las voces de los viajeros que siguen charlando. Olas, los ronquidos. De pronto, Muo la despierta y le dice:
– Ni siquiera sé cómo te llamas.
– Todo el mundo me llama la pequeña hermana Wang. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Vas a bajar?
– No. Voy a hacerte una pregunta, pero, si no quieres contestar, lo entenderé.
– Dime.
– ¿Eres virgen?
– ¿Cómo?
– Virgen. Si no has hecho nunca el amor con un hombre.
– Sí, soy virgen.
En la oscuridad, Muo la oye aguantar la risa.
– ¿En serio?
– Por supuesto.
– Si aceptas salvarnos a mis amigas y a mí, te llevaré a Francia.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Un magistrado de Chengdu, el juez Di, ha metido a dos amigas mías en la cárcel, y ahora me busca a mí. Le ofrecí dinero, pero lo rechazó. Ya tiene mucho. Lo que le interesa es encontrar a una chica virgen.
Muo acaba la frase y espera -incluso cree oírlo- que la chica suelte un grito desgarrador, uno de esos gritos que te rompen los tímpanos, como hace un rato, ante los revisores. Un chillido horripilante, casi animal. Pero nada. Ni una palabra. Ni siquiera la oye respirar. Una tensión insoportable flota en el aire; Muo pierde la esperanza y, con una sonrisa forzada en las comisuras de los labios, se asombra de que la chica siga allí. De pronto, con voz dubitativa, ella le pregunta:
– ¿De verdad me llevarás a Francia después?
– Sí.
– Acepto…
En la oscuridad, Muo teme desmayarse. Olvidándose del fugitivo-asceta, coge a la chica en sus brazos sin darle tiempo a acabar la frase.
– Gracias -farfulla en tono paternal-. Mil veces gracias. Te enseñaré francés.
En ese momento, versos de Hugo, Verlaine y Baudelaire que había olvidado hacía mucho tiempo le acuden a la boca y brotan de ella sin que pueda contenerlos. Muo deja que abandonen sus labios, que, a tientas, cubren de besos el pelo, los ojos y la nariz de la muchacha. Ella permanece cabizbaja en la oscuridad. Pero no lo rechaza. De pronto, Muo la besa en la boca con fogosidad. ¡Ah, qué azufaifa silvestre, rebosante de jugo!
– ¿Qué es esto? -murmura ella-. Se me ha metido algo en la boca. Estaba en la tuya.
– ¡Mi diente! -grita Muo tan fuerte que suelta un chorro de saliva por el hueco de la encía-. ¡No te lo tragues!
Chengdu, 5 de octubre
Mi muy querida Vieja Luna, mi espléndido Volcán:
¿Siguen gustándote los enigmas? ¿No te ha quitado la afición a ellos tu largo encarcelamiento? Mi querida campeona de adivinanzas de la 75ª promoción de nuestra universidad, la más inteligente de todas las estudiantes, la gran rival de Edipo, que en el concurso del primer año ganó -¿lo recuerdas?- una sandía de cinco kilos, roja y jugosa, que compartimos con tus ocho compañeras de habitación en vuestro dormitorio de ocho metros cuadrados. No teníamos cuchillo. Nos abalanzamos sobre la pobre sandía, empujándonos y riendo, con sendas cucharas en la mano. Al año siguiente ganaste un diccionario, que me regalaste, el diccionario de las palabras de argot en las novelas de la dinastía Ming, un libro raro que me encanta hojear, que he leído y releído tanto que podría escribir una novela a la manera de un autor de aquel período.
Aquí tienes un enigma para descifrar: ¿Por qué escribo esta carta -todavía ignoro qué longitud tendrá- en una lengua de la que su admirable destinataria no sabe una maldita palabra: el francés?
Un pequeño enigma que tintinea con el dulce sonido de la felicidad, claro como el de una moneda. Al ver que la primera palabra que trazaba mi entumecida mano estaba en francés, he dado un respingo; me he quedado estupefacto ante la ingeniosidad de ese gesto espontáneo, que me embriagaba, me hacía sentir respeto, casi admiración por mí mismo. No era para menos. Lamento que no se haya producido antes y me regocijo pensando en los gorilas de tu prisión encargados de censurar las cartas. ¿Qué cara pondrán ante la correspondencia en francés de un epistológrafo infatigable, amante loco y misterioso? Dado el reducido presupuesto y el creciente número de reclusos, estoy seguro de que no contratarán a un traductor para que descifre esta cabalística misiva. (En Chengdu, los tres o cuatro únicos profesores que conocen la lengua de Voltaire y Hugo están en la Universidad de Sichuan. «Dígame, señor profesor, ¿a cuánto es la página traducida?» «Entre cien y ciento veinte yuans. Es la tarifa.»)
Ahora, mi querida Vieja Luna, mi espléndido Volcán, una lengua extranjera nos une, nos reúne, nos ata con un nudo que, bajo sus mágicos dedos, se ensancha en dos alas de mariposa exótica. Una escritura alfabética del otro extremo del mundo. Sus signos ortográficos, apóstrofes, acentos agudos, graves y circunflejos le dan una dimensión esotérica. Imagino que tus compañeras de celda estarán celosas de ti, que te pasarás las horas muertas leyendo mis cartas de amor, intentando adivinar su significado. ¿Recuerdas aquellos momentos maravillosos de nuestra vida de estudiantes durante los que escuchábamos juntos a nuestros poetas favoritos: Eliot, Frost, Pound, Borges…? Sus voces, cada cual con su personalidad y su belleza sonora, nos envolvían, nos hacían soñar, nos transformaban, pese a que ni tú ni yo entendíamos una sola palabra de inglés ni de español. Esos acentos, esas frases incomprensibles siguen siendo para mí, todavía hoy, la música más hermosa del mundo. La música de las élites, de los románticos, de los melancólicos. Nuestra música.
Mientras escribo estas palabras, ¿sabes qué me bulle en la cabeza y me encoge el corazón? Un agudo pesar, no por haber aprendido esta lengua, sino por no saber otras, mucho más difíciles, que aún comprende mucha menos gente. El vietnamita, por ejemplo. Me inicié en el estudio de ese idioma, sus seis tonos, su gramática llena de ambigüedades y sutilezas. Supón que te mando cartas en vietnamita. Aun en el caso de que el juez Di estuviera dispuesto a pagar espléndidamente a un traductor, sencillamente le sería imposible encontrarlo, ni siquiera en la Universidad de Sichuan. U otra lengua aún más cabalística, el catalán. ¿Quién puede descifrar una carta en catalán en nuestra provincia de ciento cincuenta millones de habitantes? ¿Sabes lo que me gustaría hacer? Aprender lenguas famosas por su esoterismo: el tibetano, el mongol, el latín, el griego, el hebreo, el sánscrito, la escritura jeroglífica de los egipcios… Me gustaría penetrar en esos herméticos santuarios, arrodillarme con tres barritas de incienso encendidas y rezar por nosotros dos en esas lenguas del santo de los santos.
Ahora éramos dos, la pequeña hermana Wang, con sus cervezas en las manos, y yo, Muo, el fugitivo de sonrisa beatífica y dentadura mellada, buscado por el juez Di y la policía, Muo, que acababa de renunciar a su plan de huida a Birmania y que, tras varias horas de tren, había salido de su escondite, duro como la roca, para dar media vuelta con su nueva socia, su potencial salvadora, una virgen auténtica y estimabilísima.
Eran las tres de la madrugada cuando nos apeamos del tren en la estación de Meigou. El andén, de tierra batida, estaba cubierto de charcos dejados por un reciente chaparrón. Una estación miserable, encajonada entre dos montañas negras. Cuando el tren volvió a arrancar y desapareció en la noche, el largo eco de los pitidos del jefe de estación se prolongó durante unos instantes, rebotó entre las rocas y acabó muriendo en el viento, el rumor de las hojas de los árboles y el confuso chapoteo de un río invisible.
Lo más urgente era contactar con el yerno del alcalde de Chengdu, ya sabes, ese amigo del que te he hablado a menudo, con quien empezó la pesadilla de las vírgenes, hace unos meses. Sólo él podía llegar a un arreglo con el juez Di; pero había que esperar hasta la mañana siguiente para llamarlo, porque, aunque durante el día es restaurador, pasa las noches en la celda de una prisión, como tú, con el móvil apagado.
Meigou es el nombre del río que discurre al pie de las montañas y rodea la pequeña ciudad del mismo nombre, situada no muy lejos de la estación. Los gruesos y largos troncos de los árboles talados en los bosques de alta montaña que arrastra su corriente, se empujan y chocan entre sí produciendo extraños ruidos, un tanto ahogados, sobre un ritmo fantasmal. Cuando caminas por la orilla del río, tus pasos te parecen los de otro. Tu respiración, las frases que pronuncias, adquieren un ritmo diferente. Sientes miedo, como si estuvieras penetrando en un país desconocido poblado por sombras y ruidos hostiles, y tú mismo fueras un fantasma intruso. A la entrada de la ciudad, en el puente, hay una estela antigua cuyas inscripciones, en chino y en lolo, aún legibles, explican que la fuente de la que nace el río se encuentra en la cima de la montaña del mismo nombre, al norte de la ciudad. Una fuente muy profunda, de una limpidez sobrenatural. Durante las grandes sequías, basta con arrojar basura a ella para que llueva a cántaros de inmediato en toda la región.
Tuvimos suerte. En la calle principal, había un karaoke todavía abierto. Nunca hubiera pensado que en un pueblucho tan remoto, tan pequeño, tan pobre, pudiera encontrar un karaoke -el Sanghai Blues- abierto a las tres de la madrugada. Extraordinario. Me habría gustado que vieras cantar a la pequeña hermana Wang. De su hermoso rostro irradiaban tres luces: la juventud, la coquetería y el amor a la música. Allí dentro hacía calor. La sala era oscura y no se veía a los demás clientes. La chica se quitó la cazadora y avanzó hacia la pantalla, como una estrella moviéndose por el escenario. Para ser una campesina, no es nada tímida. Su frágil torso, que apenas llena la camiseta, su pecho liso, sus delicados brazos, todo su cuerpo deliciosamente delgado tiene una gracia adolescente que incluso mis ojos de miope saben apreciar. Cuanto más la miraba, más me hacía pensar en ti. No digo que se te parezca, pero en su perfil hay un eco tuyo, especialmente en la curva de su cabeza, en su frente despejada, sus ojos rasgados, su forma de rascarse la raíz del pelo, cortado a ras de oreja, como el tuyo. Su voz también tiene un eco de la tuya: baja, un poco ronca. Imitando a una cantante de blues negra, no tenéis igual. Conoce un montón de canciones de éxito, que habrá aprendido haciendo faenas en casa de gente con equipo de karaoke. La mayoría de las que cantó eran horribles, pero una estaba realmente bien: «No cojo este pequeño camino más que una vez cada mil años.» La melodía, la letra, su voz, todo me encantó. Con decirte que hasta yo, que desafino que es un gusto, cogí un micrófono y canturreé con ella… Por supuesto, destrocé la canción. La felicité. Estaba radiante. Sabe que tiene una voz bonita y que canta bien. Todavía bajo su hechizo, le dije que como nombre artístico «Pequeño Camino» le iba mucho más que «Pequeña Hermana». Que tenía más clase. Ella repitió las palabras «Pequeño Camino» varias veces.
– De acuerdo -dijo muy seria-. A partir de mañana me llamarás por ese sobrenombre.
Supersticioso como soy, cada vez que pienso en lo que pasó al día siguiente, me pregunto si la canción no sería premonitoria. Un camino rarísimo, que sólo se coge una vez en la vida, nunca dos.
El dueño del karaoke, un simpático treintañero, parecía haberle echado el ojo a Pequeño Camino. Cuando se fue todo el mundo, le preguntó si le gustaba bailar. Ella dijo que sabía bailar hip-hop; lo había aprendido trabajando en una casa cuyo balcón daba al patio de un instituto. Todos los días observaba a los chicos mientras bailaban hip-hop durante el recreo, así que había acabado aprendiendo los movimientos. El patrón se ofreció a hacer de disc-jockey para acompañarla. Puso en la platina un disco de Cui Jian, el rockero chino de los años ochenta: «No tengo nada en este mundo.» Los gritos roncos, desesperados de Cui Jan se modernizaron bajo los mágicos dedos del improvisado pinchadiscos y se volvieron más ásperos, más rítmicos. A decir verdad, es el mejor disc-jockey aficionado que he visto. Sus dedos no estaban moviendo los mandos constantemente; primero dejaba que Cui jan soltara sus desgarradores gritos y luego atacaba. Tocaba los mandos casi como un músico de jazz la batería. Animada por la música, con una sonrisa en los labios, Pequeño Camino atravesó la sala dando pasos cortos y girando graciosamente sobre sí misma. Primero hizo ondular los hombros; luego, súbitamente, los brazos, las piernas, las caderas, todas las partes de su cuerpo se desarticularon, se dislocaron y, una tras otra, como embrujadas, como si hubieran entrado en trance, fueron presa de movimientos convulsivos Cambio de disco. El pincha puso en la platina el de un rapero chino. Seguro que conoces el famoso poema de la novela Sueño en el pabellón rojo, que empieza diciendo:
«Todo el mundo adora el dinero.» En rap, es magnífico. Pequeño Camino dio una voltereta hacia atrás. Al saltar, la camiseta se le subió y le dejó al aire el estómago, tan plano que se le ven las costillas. Era la señal de que iba a producirse un cambio de ritmo y de movimientos. Haciendo el pino con la cabeza pegada al suelo, la chica giró sobre las manos. Con las piernas en el aire, estiradas o plegadas, giró y giró cada vez más deprisa, hasta que, ¡tatachán!, la cabeza sustituyó a las manos como pivote y el cuerpo, ¡qué cuerpo!, delgado pero vigoroso, se enderezó en el aire, totalmente recto y con los pies bien altos. Le aplaudí. Y, antes de que se pusiera a hacer más acrobacias, decidí divertirme con ellos.
– El abuelo os va a bailar una danza revolucionaria -les anuncié.
Y bailé algo que se remonta muy lejos; ya sabes, aquella danza que aprendíamos en la escuela, una danza casi grotesca, que interpreta el criado de un malvado terrateniente que va a exigir el alquiler a los campesinos pobres. (Seguramente debido a mi fealdad, durante toda la adolescencia siempre me tocó en suerte ese papel, que acabó convirtiéndose en mi imagen de marca, en mi emblema, y me sumió en una soledad tal que no me convertí en homosexual de milagro.) Con el cinturón a modo de látigo y el diente de menos en la boca, resolví la papeleta la mar de bien: andares de cangrejo, piruetas, saltos, chasquidos de látigo… Pero, al final, al ejecutar una cabriola, pisé mal y me pegué un trompazo. ¿Sabes con qué disco me acompañó el pincha? Con el ballet revolucionario La muchacha del cabello blanco. Te lo juro. En el Shanghai Blues tienen discos para todos los gustos: desde los Beatles, U2, Michael Jackson y Madonna hasta Sol rojo de nuestro corazón, El Oriente Rojo o discursos del presidente Mao cantados por estrellas de Hongkong con música electrónica.
Por suerte, conseguí dar con el yerno del alcalde a la primera llamada, justo después del desayuno. El príncipe de los condenados a muerte estaba en un taxi, cumpliendo su dura pena. Me dio la impresión de que le sorprendía volver a saber de mí, pero no lo demostró. Me dejó hablar sin interrumpirme. Al final, le pregunté si pensaba que un encuentro entre el juez Di y una segunda virgen -Pequeño Camino- podría cambiar la situación, o facilitaría al menos la liberación de la Embalsamadora.
Se produjo un momento de silencio. Supuse que estaba reflexionando.
De pronto, me soltó:
– ¿Qué tal va tu vida sexual?
La pregunta me cogió desprevenido.
– Va tirando -le respondí con modestia-. He hecho algún progreso en ese terreno.
Se echó a reír. No fue una risa homérica, pero se rió.
– ¡Bravo! Mira, según el viejo Sun, el preso más listo que haya conocido jamás, la vida se reduce a tres cosas: comer, cagar y joder. Si haces las tres cosas, todo va bien.
– Es una sentencia muy divertida.
– Ven con la chica en cuanto puedas. ¿Cómo se llama? ¿Pequeño Camino? Bonito nombre. Cuando lleguéis, llámame sin pérdida de tiempo. Entre tanto, yo arreglaré el asunto con el juez. -Luego añadió una frase, pero no en nuestro dialecto, sino en mandarín. Me dio la sensación de que imitaba a un compañero de la prisión-: Colega, realmente eres un jodido grano en el culo.
Y, sin más, colgó. El corazón me daba botes de alegría. Tenía ganas de gritar como un idiota. Sabía que mis padres ya estaban en el hospital, para las inyecciones de la mañana; pero, como no tenía a nadie más a quien llamar, les pegué un telefonazo. Por supuesto, no estaban. Pero eso bastó para tranquilizarme. Decidí concentrarme en el nuevo viaje. Y así fue como topamos con la Flecha Azul.
La Flecha Azul -ya sabes, la marca de camionetas chinas- estaba aparcada a la entrada de la ciudad, cubierta de barro y con la pintura tan descascarillada que más bien habría que llamarla «flecha amarilla», de puro irreconocible. Tras la cabina del conductor, la caja descubierta estaba tan abollada que habían tenido que atar la puerta trasera con cuerdas. Pequeño Camino y yo habíamos coincidido con el conductor en la tasca en la que habíamos desayunado: un sujeto de edad indefinida, que tanto podía tener treinta como cincuenta años, barbudo, o más bien mal afeitado, con la cara demacrada y el cuerpo encorvado y sacudido regularmente por ataques de tos. Cuando acababa de toser, se aclaraba la garganta, escupía sus cochinadas al suelo delante de uno y, por último, ponía el pie encima del escupitajo y lo restregaba contra el suelo con la suela del zapato, sin dejar de parlotear, Era una caricatura de camionero, que no se cansaba de poner en evidencia sus peores rasgos.
Como el único tren con destino a Chengdu no llegaba a Meigou hasta cinco o seis horas más tarde y cualquier retraso podría comprometer los planes del yerno del alcalde decidí viajar con la Flecha Azul. Tras una rápida negociación y un billete de veinte yuans, el camionero nos aceptó a bordo.
La cafetera avanzaba a trompicones por la carretera con más baches del mundo. En la vida olvidaré aquella travesía de los Montes del Gran Frío. El asiento estaba despanzurrado y parcheado en diversos sitios con cinta adhesiva. Uno tenía la sensación de estar sentado directamente sobre los muelles, que chirriaban como los de un colchón viejo y, a cada sacudida, te lanzaban hacia el techo de la cabina. Peor que una barca balanceándose entre las olas en medio del mar. Lo más cómico era la radio, de la que habían desaparecido todos los mandos y que llevaba fatal lo de las sacudidas. De repente, el sonido se interrumpía, volvía tímidamente, titubeante y tembloroso, se interrumpía de nuevo durante tanto rato que acababas olvidándote de él y, cuando menos te lo esperabas, aullaba a grito pelado, en la anarquía más total. La casualidad quiso que estuvieran radiando ese himno revolucionario titulado Pulvericemos a los enemigos americanos, ya sabes, el que cuenta la historia de un soldado gravemente herido que se lanza, metralleta en mano, hacia el frente estadounidense bajo una lluvia de balas que silban en sus oídos, entre impactos de obús que explotan a sus pies y en medio de un tiroteo y un ruido infernales. A veces, uno tenía la impresión de que había caído, alcanzado por una bala. La radio se callaba, y no se oía más que un siniestro chisporroteo, que tal vez simbolizaba su agonía. Pero, a la siguiente sacudida, el trasto volvía a la carga. Como si hubiera resucitado, el soldado seguía cantando, y la metralleta expulsando casquillos vacíos. ¡Grandioso! En determinado momento, advertí que la ventanilla de la puerta del lado izquierdo, la del conductor, no cerraba completamente; dejaba una abertura de unos cinco centímetros, por la que el viento se colaba en la cabina. Decidí no fumar, por miedo a que el humo o las cenizas fueran a parar al rostro de Pequeño Camino, que estaba sentada a mi derecha. No podía imaginar las graves consecuencias que tendría aquella rendija aparentemente inofensiva. Decididamente, la vida está llena de peligros.
El camionero me pidió que contara historias verdes, porque la noche anterior no había pegado ojo y, mecido por las sacudidas de aquella «mierda de carretera», corría el riesgo de dormirse al volante.
– Ya sabes, historias que te la pongan dura -dijo el muy pirado.
Le respondí, fríamente, que mi profesión me daba acceso a los sueños de la gente y que algunos tenían una fuerte coloración sexual, pero que en ningún caso podían considerarse historias verdes.
¡Si hubieras visto la cara que puso! Resignado, me esforcé en recordar las gilipolleces que se contaban en las duchas colectivas o en los vestuarios. Pero, por más que busqué en los rincones de mi cerebro, fue en vano.
– Esa clase de historias son un poco como el psicoanálisis -dije al fin.
– ¿Y eso qué quiere decir? -me preguntó el camionero con desconfianza.
– Que hay que buscar en el inconsciente. En ese momento, en la ladera de enfrente aparecieron unas manchas de colores, azaleas y rododendros en flor, en medio de un bosque de abetos recientemente asolado por el fuego.
– ¿Puedo intentarlo yo? -propuso Pequeño Camino.
– ¿Qué puede contar una criatura como tú? ¿Una historia de la guardería? -rezongó el rey de la carretera con una sonrisa repulsiva que se creía seductora.
Para mi sorpresa, Pequeño Camino me preguntó si me quedaban cigarrillos. Quería uno para «refrescarse la memoria».
A decir verdad, no parece campesina. Nadie diría que procede de una familia pobre. Si hubieras visto con qué estilo fumaba… No aspiraba el humo a pleno pulmón, como yo, sino en pequeñas cantidades, que saboreaba y después expulsaba por la nariz lentamente, de una forma encantadora. Sus dedos, finos y con las uñas sin pintar, acercaban graciosamente el cigarrillo a «la flor entreabierta de sus labios».
Esta es la historia que contó: hace tiempo, mucho tiempo, un monje que vivía en una ermita, en una remota montaña, crió a un huérfano que le habían confiado a la edad de tres años. Pasaron los años. El niño creció sin contacto con el exterior. Cuando tenía dieciséis, su maestro lo llevó a ver cómo era el mundo de cerca. Bajaron de la montaña y, tras tres días de marcha, llegaron a una llanura. Como el muchacho no sabía nada, cuando veían un caballo, el monje le decía: «Eso es un caballo.» Y, de este modo, le mostró una mula, un búfalo, un perro… Al cabo de un rato, vieron a una mujer que avanzaba hacia ellos. El chico le preguntó al monje por el nombre de aquella criatura.
– Baja los ojos -dijo Pequeño Camino remedando la voz de un anciano-. No la mires, es una tigresa, el animal más peligroso del mundo. No te acerques a ellas nunca, si no quieres que te devoren.
Esa noche, ya de vuelta en su montaña, el viejo monje advirtió que el novicio no conseguía conciliar el sueño; daba vueltas y más vueltas en su cama, como sobre un lecho de carbones al rojo. Era la primera vez que lo veía así. El anciano le preguntó qué lo atormentaba.
– Maestro -contestó el novicio-, no puedo dejar de pensar en esa tigresa que devora a los hombres.
Me eché a reír. La pequeña tenía sentido del humor. Pero nuestro dichoso príncipe de la Flecha Azul no reaccionó. Quiero decir que esta bonita historia no le produjo ningún efecto. Intenté prolongar mi risa, con la esperanza de que se le contagiara. Pero siguió impasible. Así que empecé a reír como un crío, dándole palmadas en la espalda. Ni por ésas. Al fin, el señor pronunció su veredicto:
– Es gracioso, pero demasiado vegetariano para mi gusto. A mí las historias me gustan más picantes.
Miré afuera. La anárquica radio volvió a difundir su programa musical. Estábamos a mucha altura. El río Meigou, que habíamos bordeado hasta hacía poco, discurría ahora por el fondo de la garganta y parecía una estrecha cinta amarilla, salpicada de minúsculos y espejeantes destellos. El camionero anunció que nos iba a contar una historia.
– Estoy seguro de que os morís de ganas de oír una de las mías.
Y ahí fue donde empezaron los problemas.
A través de las gafas, vi un montón de gruesas piedras, tan negras como las rocas de alrededor, justo en mitad del puerto hacia el que nos conducía la carretera. Era un montículo oscuro, que se recortaba contra el fondo azul del cielo y la tierra amarilla del camino.
– ¡Mierda! -exclamó el camionero-. ¡Los lolos! ¡Cerrad la ventanilla, rápido!
Mientras Pequeño Camino ejecutaba su orden, él intentó subir el cristal de su lado, pero siempre quedaba una abertura de cinco centímetros.
A medida que la camioneta se aproximaba al puerto, las piedras negras, que veíamos en contrapicado, aumentaban de tamaño e iban haciéndose imponentes, soberbias, casi majestuosas; las enormes capas de los lolos flotaban en el aire como estandartes de antiguos guerreros.
– ¿Son bandidos? -preguntó Pequeño Camino.
– Lolos puros y duros -le respondí.
– ¿Duros? -rezongó el camionero-. Ahora veremos quién es más duro, si esos bárbaros primitivos o mi Flecha Azul.
¿Y qué hizo este representante de una potencia moderna? Pisó a fondo el acelerador haciendo sonar el claxon sin parar para obligar a los lolos a apartarse. Pero era imposible subir la cuesta a mucha velocidad; la cafetera era demasiado vieja, jadeaba, sufría… En el corazón de aquellos Montes del Gran Frío, los bocinazos del claxon, que resonaban en la lejanía, hacían pensar en los prolongados y quejumbrosos relinchos de un camello exhausto en el desierto del Takla-Makan, el desierto de la muerte, el desierto del infinito.
Ninguno de los bolos se movió. Sus estáticas sombras se recortaban sobre la tierra amarilla de un modo extraño. Cuando la camioneta se lanzó hacia ellos, se produjo un curioso efecto óptico: las sombras se alargaron bajo las ruedas. Le grité al camionero que frenara. Pequeño Camino, también. Pero parecía no escucharnos. Los lolos permanecían inmóviles. Como auténticas rocas negras. Momento crucial. Ciega embestida de la Flecha Azul. Violento traqueteo sobre el suelo desigual. Con un salto, la camioneta se lanzó como un tigre sobre los lolos. Los muelles de la banqueta nos lanzaron hacia el techo de la cabina.
Cerré los ojos. El camionero frenó. Alivio. La catástrofe se había evitado por muy poco. Los lolos eran una treintena, de entre dieciocho y treinta años, hombres jóvenes, altos, delgados, fibrosos, sin duda campeones del salto al tren. Se arrojaron sobre el parabrisas y las ventanillas de las puertas enseñando los puños, insultando al conductor que había puesto sus vidas en peligro con chorros de palabras en lolo, incomprensibles, pero también en chino, no en mandarín, sino en sichuanés, como «canalla», «te vamos a dar tu merecido», «te vamos a partir la cara», etc. Sus rostros se agitaban ante la furgoneta, unos rostros curtidos por el sol y el viento, tan rudos que parecían tallados en madera. Los pendientes relucían en sus orejas. Al fin, retrocedieron y se agruparon alrededor de un joven, que bebía cerveza del gollete de la botella y parecía ser el jefe. Tendió la botella a los otros, que la fueron pasando de mano en mano. Ya no se oía más que un murmullo vago.
Disimuladamente, el camionero se sacó la cartera del bolsillo y la deslizó bajo sus nalgas entre la borra y los muelles del desvencijado asiento. ¿Qué hacía yo con los dólares que llevaba escondidos en el calzoncillo? Estaba claro que era demasiado tarde.
El jefe de la tribu se acercó. Una larga cicatriz surcaba su anguloso rostro. Saltaba a la vista que tenía malas pulgas. Golpeó el parabrisas con la cerveza. La espuma blanca salió volando y chorreó por el cristal.
– ¡En mi vida había visto un penco tan viejo y tan feo! -exclamó en sichuanés, y soltó una carcajada triunfal enseñando los dientes negros y el fondo de la garganta. Sus compinches empezaron a mofarse de la Flecha Azul-. ¿Qué pretendías, cabrón? ¿Atropellarnos? ¡Si tu camioneta llega a rozarnos un pelo, te hago una cara nueva! -Humillado, el camionero no abrió la boca, pero, bajo la tensión de su cuerpo, una vibración recorrió el asiento. Vi que ponía el pie en el acelerador. Aquel loco Consiguió asustarme-. ¿Sabes dónde estás? -siguió diciendo la Cicatriz-. En la montaña de la Cabeza del Dragón. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Aquí es donde nosotros, los lolos, matamos a miles de soldados de la dinastía Qin. -Sobre el acelerador, el pie crispado del camionero tenía espasmos perceptibles, como si se resistiera a las órdenes del cerebro-. Queremos volver a nuestro pueblo -dijo la Cicatriz-. ¿Nos llevas?
– Vamos, subid a la caja -respondió el camionero sin atreverse a afrontar la negra mirada del lolo ni una sola vez.
La camioneta reanudó la marcha.
Como había dicho la Cicatriz, la montaña se llamaba la Cabeza del Dragón. Fuimos descubriéndola a medida que avanzábamos: tras el fatídico puerto, el terreno se elevaba y adquiría, a ojos vista, la forma de un animal prehistórico extraño, reptante, con un cuerpo enorme que se extendía de oeste a este y parecía moverse en la tenue bruma, como si estuviera al acecho. Bruscamente, este animal depredador que se alzaba ante nosotros levantó la cabeza -¿un efecto óptico?-, una cabeza orgullosa, espléndida, amenazadora, en la que se distinguía la rocosa cresta, la escamosa frente, el mentón, erizado de exuberantes helechos que crecían entre las rocas, se asomaban al vacío y ondeaban al viento. De lejos, parecía la gran barba del dragón de los tebeos de mi infancia, o del que mis padres tienen pegado en la puerta.
– ¿Sabes lo que quiere decir «huir de la quema»? -le dije al camionero, que me miró como si me hubiera vuelto loco-. Da media vuelta en cuanto puedas y regresa a Meigou. Los lolos no pueden impedirnos que volvamos por donde hemos venido.
– Eres un maldito cagueta.
El dueño de la polvorienta cafetera rechazó mi sensata sugerencia. Si hay algo que no me gusta de la gente es que, en cuanto se pone al volante, la mayoría se vuelve arrogante, irritable, violenta. Ya no es sólo un volante lo que tienen en las manos, sino también una autoridad, un poder omnímodos. Hasta Pequeño Camino estaba inquieta; no paraba de taparse la boca con las manos. Debería haberle ofrecido un dinero extra al camionero para animarlo a cambiar de itinerario. Cada vez que pienso en esta historia, me reprocho no haberlo hecho. No fue por tacañería, te lo juro, sino porque necesitaba el dinero para más adelante. Puede que tuviera que huir a Birmania. ¿Quién sabe? Y, además, ya no me quedaba demasiado.
La Flecha Azul escalaba trabajosamente la Cabeza del Dragón y, antes de llegar a la cima, tuvo que detenerse varias veces para recuperar el resuello. Cuando la coronamos, nos quedamos boquiabiertos. Otras dos Cabezas de Dragón, ocultas tras la primera y de un parecido con el animal mítico que te dejaba pasmado, nos esperaban con el mismo implacable desprecio en lo alto de sendas paredes rocosas de varios cientos de metros de altura. ¡Ah, cuando pienso que los lolos se pasan la vida en estas montañas, no puedo evitar admirarlos! A mí me deprimiría. Con sólo mirarlas ya tenía mal cuerpo.
– ¡Eh, vosotros dos! -dijo el rey de la Flecha Azul-. ¿A que no sabéis lo que me ha venido a la cabeza hace un momento, delante de esos bárbaros? -Nosotros no respondimos, y él insistió-: ¿En qué habríais pensado vosotros, en mi lugar? -Nuestro silencio no lo desanimó-. Os lo voy a decir: pensaba en una historia guarra de verdad. ¿Qué os parece? La historia que os quería Contar -aclaró mirándome como si me hubiera ganado seis a cero en un partido de fútbol-. Con todos esos bolos gritando como locos, me había olvidado siguió diciendo-. Eso era lo que estaba intentando recordar.
Me habría gustado fingir que roncaba, hacerme el sordo o cualquier otra cosa con tal de impedir que contara una de sus gilipolleces en ese preciso momento.
– Ahí atrás, los lolos están gritando -le advirtió Pequeño Camino-. Se diría que quieren bajar cuando lleguemos arriba.
En ese preciso instante, en la parte de atrás, un lolo golpeó el techo de la cabina con todas sus fuerzas. Pero al camionero, regocijado con la historia que nos iba a contar, le traía sin cuidado. Era una anécdota autobiográfica, de dos años antes, cuando estaba sirviendo en el ejército (en el que había permanecido ocho años) como conductor para el estado mayor de un regimiento de infantería. En una ocasión, llevó a un comandante comunista de unos cincuenta años a inspeccionar las tropas. El viaje duraría cuatro días. La segunda noche, se alojaron en un hotel cochambroso de una pequeña ciudad. El comandante, que era un hombre con temperamento, pasó la noche con la única puta del hotel, gorda y fea. Había que estar realmente necesitado para hacérselo con ella. Para el camionero fue una noche «vegetariana».
La voz del camionero, entrecortada por ataques de tos, estaba acompañada por los golpes procedentes de la parte de atrás, donde los lolos aporreaban con pies y manos la cabina. Cuando la camioneta se acercaba a la cima de la segunda Cabeza del Dragón, le dije que parara, porque los lolos querían bajar. El volvió la cabeza y me lanzó una mirada furibunda:
– Pero tú, ¿de qué vas? Eres un jodido miedica. Ese es el sitio que han elegido para atacarnos y quitarnos hasta los calzoncillos. Me han tomado por un idiota…
– rezongó pisando el acelerador. La Flecha Azul salió disparada por la pista, que bajaba en pronunciada pendiente, y él continuó con su historia-: Al día siguiente, durante el viaje, el comandante me explicó que la puta le había costado doscientos cincuenta yuans y que había que idear algo para cargar el polvo en la cuenta del ejército. En principio, parecía imposible. Pero él estaba tranquilo. Al rato va y me dice: «Tengo una idea. Contaremos, bajo palabra de honor, que hoy, en el Camino de la visita de inspección, hemos atropellado una cerda vieja y que hemos tenido que darle doscientos cincuenta yuans al dueño en concepto e indemnización.»
Y el camionero se echó a reír. Empezó alto, en falsete; luego, su voz subió y se alteró hasta hacerse insoportablemente aguda, entrecortada, como un llanto nervioso.
– Tienes un gran sentido del humor, ¿sabes? -le dije-. Pero ¡escucha! Hay alguien encima de nuestras cabezas. Lo estoy oyendo.
– ¡Ah, no puedo más! ¡Me ahogo! -gritó él sin parar de reírse a mandíbula batiente. Echado sobre el respaldo del asiento, se llevaba una mano a las costillas y sujetaba el volante con la otra-. ¡Cuánta razón tenía! ¡Una cerda vieja! Estoy seguro de que la noche anterior, mientras se la estaba tirando, era eso lo que veía. ¡Una cerda vieja!
De pronto, la oscuridad invadió la cabina, como si se hubiera producido un eclipse de sol brutal, violento, maléfico. Un abrigo negro, no, la capa negra de un lolo, sostenida por una mano invisible, intentaba tapar el parabrisas. Aquella pantalla negra y móvil cortó en seco las risas del camionero y nos dejó sin respiración a nosotros dos.
– Ya te había dicho que había alguien andando sobre nuestras cabezas.
– Para la camioneta -suplicó Pequeño Camino tapándose la boca con la mano.
Pero el camionero no se dio por vencido. Al contrario. Farfulló una sarta de insultos sin reducir la velocidad y moviendo la cabeza para encontrar los ángulos que la capa no tapaba. He dicho que era un pirado, ¿recuerdas? Un pirado que había pasado ocho años en el ejército, ocho años de entrenamiento en guerra de guerrillas, conduciendo cacharros del año catapún por pistas llenas de baches.
En una de las innumerables sacudidas que nos lanzaban hacia el techo, la radio, que llevaba un rato callada, volvió a ponerse en marcha súbitamente, y el Bolero de Ravel sonó a todo volumen. Por desgracia para el ex militar y para nosotros, la pista ya no bajaba; ahora trepaba en zigzag hacia la tercera Cabeza del Dragón. La Flecha Azul, empezó a jadear y a perder velocidad. Era evidente que los lolos habían interpretado el cambio como la señal para un nuevo ataque. En lo alto del parabrisas apareció una cabeza. Aunque estaba del revés, era fácil reconocerla, gracias a la impresionante cicatriz que cruzaba el rostro. Era él, el jefe de la tribu, que se había subido al techo de la cabina para enredar con la capa. Sus compañeros, de pie en la caja de la camioneta, debían de sujetarlo por los pies.
La Cicatriz orientaba la capa a placer para tapar la vista al conductor. Un carácter endemoniado, un odio milenario, un desprecio racial, un acusado gusto por la violencia y la sangre alteraban su rostro y movían sus músculos de acero. Hasta cierto punto, me daba más miedo que el juez Di. Ravel lo acompañaba. ¡Qué música! Las trompetas de Jericó, las trompetas de los lolos, sonaban, ensordecedoras.
– ¡No hagas tonterías!
Mi voz temblaba como una hoja al viento.
– ¡Que te den, lolo de mierda! -le gritó el camionero a la Cicatriz por la ventanilla.
Como un boxeador esquivando puñetazos, aquel loco se inclinaba tan pronto a la izquierda como a la derecha. A veces, nos quedábamos completamente a oscuras; no se veía nada, y el camionero conducía a ciegas. Su cabeza se lanzaba hacia el sitio en que menos lo esperaba la Cicatriz, recuperaba la visibilidad y enderezaba la Flecha Azul en el último momento, al borde de la cuneta. Además, trataba de aprovechar cualquier bache de la pista terrón o pedrusco, para intentar provocar la fatal caída de su adversario mediante una fuerte sacudida.
De vez en cuando, Yo volvía la cabeza hacia Pequeño Camino. Excluidos del combate, ambos teníamos la misma mirada asustada, atónita, perdida, casi ausente. El Bolero daba ritmo a los movimientos de la Cicatriz y los transformaba en una coreografía minuciosamente pautada una danza de la capa negra. Al son de la música, los dos enemigos se lanzaban insultos y terribles amenazas, aunque en realidad ninguno de los dos oía al otro.
Aprovechando la fuerza del viento, que venía de cara, la Cicatriz consiguió que la capa se quedara pegada al parabrisas; era como si hubiera caído un telón. Un telón negro con un ribete de sol. El camionero loco respondió con una acrobacia escalofriante: con el cuerpo casi horizontal, la cara apoyada en mis rodillas, los brazos totalmente estirados y las manos aferradas al volante por encima de él, miraba la pista a través del ribete, luminoso pero sumamente estrecho, de aquel telón negro. Al fin, el viento se calmó. La capa volvió a ondear. El camionero se levantó.
– ¡No podrás conmigo, maldito cariacuchillado! -juró haciendo rechinar los dientes.
A continuación se aclaró la garganta y, con auténtico virtuosismo, lanzó un gargajo por la rendija de su ventanilla. Un gesto de más. El gesto fatal. Vi un destello de odio en la mirada de la Cicatriz.
Poco después, la pista empezó a ascender entre dos murallas de varias decenas de metros de altura. De repente, la capa de la Cicatriz desapareció. La perplejidad flotaba en el ambiente de la cabina. De vez en cuando, las paredes rocosas se apartaban para dejar espacio a campos de tierra amarilla plantados con maíz o trigo, o daba paso a abruptas pendientes en cuyas terrazas los arrozales se escalonaban milagrosamente. Al fin, nos aproximamos a la cima de la tercera Cabeza del Dragón. Una vez más, se trataba de una pared cortada a pico de varios centenares de metros, salpicada de tupidos arbustos, rocas desnudas y sombras. Y, en el fondo del precipicio, el río Meigou, como un cordón de zapato amarillo. El eco de su lejana corriente llegaba a nuestros oídos mezclado con la música de Ravel.
Pasada la cima, iniciamos el descenso de la Cabeza del Dragón por una pista zigzagueante. De pronto, una sombra oscureció la ventanilla del lado del conductor, algo chocó contra la puerta y dos manos se introdujeron por la rendija de cinco centímetros y se aferraron al cristal. Al principio, no se veían más que los dedos, de piel oscura, escamosa, y nudosos como garras de águila. Bajo su presión, el cristal vibraba y amenazaba con ceder. Al cabo de un momento, un hombre se alzó a pulso en el vacío, y el rostro de la Cicatriz, que decididamente era incombustible, apareció en el marco de la ventanilla. En ese instante, la historia de los lolos salteadores de trenes me acudió a la memoria.
Todo ocurrió tan deprisa, con una rapidez tan fulgurante y una violencia tan inaudita, que ya no recuerdo si hubo intercambio de palabras entre el lolo y el camionero. A este último le faltó tiempo para intentar desaferrar las garras de águila, primero con un mano y luego, al ver que no lo conseguía, golpeándolos con el puño, con tal fuerza que los golpes resonaban en la cabina. La Cicatriz resistía. Quería meter toda la mano dentro para alcanzar la maneta de la puerta. Pero la rendija era demasiado estrecha. Tenía los dedos atrapados. El camionero soltó el volante y volvió a intentar desprenderlos del cristal. Durante el duelo, la Flecha Azul empezó a hacer anárquicas eses. El camionero la enderezó. En ese instante, en la siguiente curva, vio un promontorio que formaba un saliente y pisó el acelerador. La camioneta se lanzó hacia la roca. El camionero pensaba frenar en el último segundo para que su adversario chocara contra la arista rocosa y se matara. ¡Estaba loco de atar! A unos metros del saliente, la Cicatriz soltó el cristal, saltó en el aire y aterrizó, sano y salvo, en una roca cercana, mientras que el camionero erraba la maniobra y la Flecha Azul chocaba contra el saliente. Con un estrépito ensordecedor, el parabrisas saltó hecho añicos. Apenas me dio tiempo a coger a Pequeño Camino entre los brazos y hacerle bajar la cabeza para protegerla del choque. Yo, por mi parte, me golpeé en la sien, el pecho y las rodillas, pero no perdí el conocimiento. Una lluvia de cristales cayó sobre nosotros. Tras golpear el saliente, la camioneta salió despedida; pero el camionero había perdido el control del vehículo, que chocó contra un árbol del otro lado de la pista, al borde del precipicio, y rebotó en otra roca. Nuevo choque, aunque menos violento. Derrape hacia la izquierda. El precipicio. Unos metros más, y la caída sería inevitable. Por suerte, la camioneta, envuelta en humo, se detuvo sin volcar.
Yo tenía el cuerpo paralizado; no podía moverme, pero estaba consciente. Había escapado de la muerte.
Un dolor terrible en el cráneo. ¿Me habría herido en la cabeza durante el choque? ¿Me quedaría deficiente mental? Hay gente que se queda tonta a resultas de un accidente. La peor tragedia, el fin del mundo. Hacer un test. De inmediato. Un test de memoria, por ejemplo. Hazte una pregunta. ¿Año del nacimiento de Freud? La pregunta me sorprendió. No sabía qué responder. Estaba desesperado. De pronto, aparecieron cuatro cifras.
– Mil ochocientos cincuenta y seis. -Con el tono severo de un profesor, continué-: ¿Año de su muerte? Mil novecientos treinta y nueve -me respondí. El test autoprogramado fue interrumpido por unos gemidos que sonaban a mi lado. Era Pequeño Camino, la virgen propiciatoria. De su garganta salían penosamente palabras sin ilación-. ¿Recuerdas tu fecha de nacimiento?
La chica puso cara de no entender. Gemía. Decía que le dolía. Yo no sabía qué hacer. Era la primera vez en mi vida que una chica gemía de dolor entre mis brazos. Como un idiota, persistí en mi test de memoria:
– Concéntrate y dime dónde naciste.
– Tengo la pierna izquierda rota.
La frase explotó en mis oídos como una bomba.
Pero la situación empeoró aún más. Los lolos se abalanzaron sobre la puerta de la camioneta, que tenía la manecilla rota y la cerradura bloqueada, y se negaba a abrirse. Querían sacar al camionero, que, con la cabeza entre los brazos y el cuerpo apoyado sobre el volante, parecía otro hombre. Aparentemente, no estaba herido, pero no decía palabra, y no reaccionó cuando los lolos descargaron una lluvia de puñetazos sobre su cabeza. Se agarraba al volante con todas sus fuerzas. Fuera, entre las rocas, la Cicatriz y algunos de sus hombres recogían gruesas piedras, que sostenían en las manos o alzaban en el aire. En sichuanés mal chapurreado, condenaron a muerte al camionero:
– ¡Aplastar cráneo tuyo con piedras nuestras, desparramar sesos suelo, arrojar cadáver inmundo buitres, perros y ratas!
Aparté las astillas de cristal y a cuatro patas, salí del vehículo accidentado por el parabrisas. Antes de saltar al suelo, alcé los brazos y grité:
– ¡Socorro, mi hija tiene una pierna rota!
Aunque falsa, aquella súbita paternidad me llenó los ojos de lágrimas. Pero nadie me escuchaba. El suelo de la caja estaba cubierto de regueros de sangre. Dos o tres lolos estaban gravemente heridos. Uno de ellos, que tenía la cabeza ensangrentada y una mejilla y una ceja abiertas, tuvo que ser bajado por sus compañeros. Campesinos lolos, hombres, mujeres y niños, surgidos de no se sabía dónde, llegaban de todas partes. Sus capas, negras, pardas, grises, ocres, ondeaban por todos lados. Algunos descendían por paredes cortadas a pico y se acercaban corriendo, gritando, blandiendo azadas y otros útiles agrícolas, como si persiguieran a enemigos invisibles. En un abrir y cerrar de ojos, un mar de coléricas cabezas negras invadió la pista y rodeó la Flecha Azul.
Me acerqué a la Cicatriz, que estaba rodeado por sus paisanos, y le supliqué como un mendigo, insistiendo en que lo más urgente no era castigar al camionero, sino socorrer a los heridos, «a los vuestros y a mi hija».
Un anciano lolo corrió hacia mí abriéndose paso entre el gentío. Tenía al menos sesenta años y llevaba un «cuerno lolo», es decir, un pañuelo negro enrollado alrededor de la cabeza, que formaba una especie de cuerno. Los demás le dijeron que yo no era el causante del accidente, en el que había resultado herido su hijo. Pero no los escuchó. Con el puño crispado y alzado en el aire, temblaba de cólera. Pero tardó tanto en reunir las fuerzas necesarias para golpearme, que me dio tiempo a quitarme las gafas. Todo lo que sentí fue un terrible golpe en la oreja derecha. Faltó poco para que me cayera al suelo, porque el anciano tenía el puño duro y huesudo. Yo no oía más que un zumbido en el interior de mi cabeza. Grité. Lo llamé viejo cretino, o algo por el estilo, y me pegó una patada en la entrepierna. Yo no esperaba un golpe tan traicionero de un viejo tan tradicional, con su cuerno en la cabeza. La patada me dejó sin respiración. Con el cuerpo doblado, esperé a que se me pasara el dolor.
¡Qué vergüenza! Las lágrimas me brotaron de los ojos y me resbalaron por la cara. Lágrimas calientes de niño cobarde. Me erguí y, lloroso, humillado, loco de rabia, me oí gritar:
– ¿Por qué me has pegado? ¿Por qué golpeas a un francés? -Era patético. Lo sabía. Me odiaba. Pero habría dicho lo que fuera para salvar el pellejo. Una vez empezada la mentira, ya no pude parar-. No soy un chino de ultramar, sino un francés que ha venido a buscar a su hija adoptiva. ¡Le has pegado a un francés! ¿Sabes dónde vas a pudrirte? ¡En la cárcel! Estás avisado: el juez Di se ocupará de ti. ¿Sabes quién es el juez Di? ¡El rey de los Infiernos!
La palabra «Francia» circuló entre los lolos, que se la pasaban de boca en boca. Algunos la conocían, otros no.
– ¿Puedes probarlo? -me preguntó la Cicatriz con suspicacia.
– No te creo -dijo el viejo del cuerno; luego, me ordenó-: Dinos algo en francés.
Obedecí al instante. Habría podido insultarlo en esa lengua, pero no lo hice. Sencillamente dije, aún lo recuerdo:
– Francia está situada al oeste de Europa. Sus antiguos habitantes se llamaban galos. Todavía existe una marca de cigarrillos que lleva ese nombre. La mayor contribución que el pueblo francés ha aportado a la civilización mundial es el espíritu caballeresco…
Ésta es la monserga que les endilgué, como un profesor en un aula de universidad. Durante mi perorata, no los miré. Estaba tranquilo; con los ojos entrecerrados, contemplaba las tres cimas, las tres cabezas oscuras y salvajes de los dragones. Los lolos me escuchaban. Dejaron las piedras en el suelo, se sentaron sobre ellas y se dejaron acunar por las palabras, la pronunciación, el acento, la entonación, el ritmo de mis frases, con cierta curiosidad, e incluso respeto. Ninguno pensó que podía estar insultándolos. Me saqué la cartera del bolsillo, extraje el permiso de residencia y se lo mostré a la Cicatriz. Por supuesto, no dije la verdad.
– Este es mi carnet de identidad francés -afirmé.
La Cicatriz soltó la piedra para examinarlo como un aduanero, comparándome con la foto. Luego, se lo pasó a los otros. Mientras circulaba por sus manos, atezadas, callosas, manchadas de tierra, mostré a la Cicatriz el resto de mi documentación: el carnet de estudiante, el de la biblioteca, la tarjeta de crédito, etc. En un departamento de la cartera, algo atrajo su atención.
– Y eso, ¿qué es?
– Mi tarjeta naranja. Sirve para subir al metro de París -respondí, tendiéndosela. Sus ojos se iluminaron. Después de todo, era un as del salto al tren-. El metro es un tren que circula bajo tierra, por túneles.
– ¿Sólo por túneles?
– Sólo por túneles.
Me miró como si fuera un extraterrestre.
– ¿Nunca al aire libre?
– Sólo por túneles. Kilómetros y kilómetros de túneles excavados bajo tierra.
– Es un país para nosotros -concluyó la Cicatriz.
Tenía sentido del humor.
Los otros, sin duda virtuosos del salto al tren como él, se echaron a reír, asintiendo.
– Eso, seguro, es un país para los lolos.
¿Son realmente los feroces bandidos que el camionero pretende que son? Yo no estoy tan seguro. Una cosa sí es cierta: no atacan a los occidentales, ni siquiera a los falsos, que no tienen ni los ojos azules, ni el pelo rubio ni la nariz grande. Los lolos tienen ciertas virtudes. Son caballerosos a su manera, mundialistas y también prudentes: no quieren correr riesgos, sabiendo como saben que la policía china no bromea con la seguridad de los turistas y que el menor delito lleva aparejada la pena capital.
Tras entregarles doscientos yuans como indemnización (que pagué en lugar del camionero) por sus heridos, el francés, su hija adoptiva y su chófer fueron autorizados a partir, dejando en el lugar del siniestro los restos de la intrépida Flecha Azul, que el camionero vendría a recoger más adelante. Mejor aún, la Cicatriz y sus compañeros detuvieron, con piedras, el primer vehículo que pasó, el minibús de una central hidráulica. «Llévenlos rápidamente al hospital. ¡La muchacha tiene una pierna rota!» Parecía que toda la montaña lo repetía.
Durante el trayecto, permanecí de rodillas junto a Pequeño Camino, que iba tumbada en un asiento, para sostenerle la pierna fracturada con las dos manos, pues la menor sacudida le hacía aullar de dolor. Poco a poco, el mundo volvía a ser normal, sin más gritos, amenazas o llantos, con el sol, el ruido del motor, del aire acondicionado, y los carraspeos de nuestro camionero. («¡Ah, casi me cago en los pantalones, del miedo que he pasado!», me confesó.) Como un inmenso pájaro plateado, el minibús volaba sobre la pista amarilla, entre las rocas negras, los bosques oscuros, la hierba verde, las azaleas en flor… Un pájaro en libertad, ligero como la luz.
El ex rey de la camioneta contó al conductor su historia sobre la cerda. En determinado momento, mi mirada atravesó el cristal trasero del minibús. En el exterior, vistos desde la ladera por la que circulábamos, los Montes de la Cabeza del Dragón ya no eran ese enorme animal tumbado de oeste a este. Orientadas de norte a sur, tres cimas descollaban sobre las sombras verdes de los bosques. La del centro tenía forma de cono, y las otros dos, menos altas y abruptas, parecían los pechos, magníficos y sombreados de negro, de una diosa crepuscular. Me acordé de este poema que leímos juntos en otros tiempos, pero cuyo título y autor he olvidado:
Y el sol alto sobre el horizonte
escondido en un banco de nubes
las espolvorea de azafrán
Dove sta memora.
Durante los días y las noches posteriores a los sucesos de la Cabeza del Dragón, Pequeño Camino ve en sueños una enorme cobra de color parduzco enroscada sobre sí misma, que levanta la cabeza a cincuenta metros del suelo, abre las mandíbulas, la ataca por detrás y le clava unos dientes de sierra en una pierna; o una flecha que vibra en el aire y vuela hacia ella, con la punta plateada, lo que indica que está envenenada. Oye, en sueños, la vibración de un arco invisible, que resuena y se propaga como una nota de violonchelo. La flecha le atraviesa la pierna. También la izquierda. A veces, el reptil y la flecha se confunden con un hueso desprovisto de carne, un hueso fosforescente, su tibia fracturada, tal como aparece en las radiografías.
Radiografías hechas en el mejor hospital de Sichuan: el Hospital de China del Oeste, famoso por su departamento de cirugía osteológica, que ocupa un edificio de diez pisos, con miles de camas y varios bloques quirúrgicos equipados con material estadounidense, alemán y japonés.
A quinientos metros en dirección norte, se encuentra el Palacio de Justicia. Desde la ventana de la habitación de Pequeño Camino, puede verse el castillo de cristal, a menudo envuelto en densa niebla, sobre todo por la mañana.
El juez Di no está allí. Según el yerno del alcalde, todos los grandes magistrados del país se encuentran en Pekín, celebrando un coloquio de dos semanas.
– A mi regreso -le dijo al yerno del alcalde por teléfono-, recibiré encantado el regalo de tu amigo psicoanalista.
(-El juez Di estaba tan excitado -le contó el yerno del alcalde a Muo- que, al otro lado del hilo, noté que sus amorcillados dedos de tirador de élite hacían ejercicios de calentamiento, impacientes por verificar cuanto antes la virginidad de la chica.)
Con su pelo plateado, su impecable y almidonada bata blanca, y sus gafas de montura fina pendientes de una cadenilla, el doctor Xiu, jefe médico del departamento de cirugía osteológica, emana autoridad. Su éxito en el primer injerto de dedos, a finales de los años sesenta, le valió la fama nacional. Corre el rumor de que todavía hoy, a sus sesenta años, se entrena en casa (¿en la cocina?) reimplantando extremidades seccionadas a conejos muertos.
Seguido de un ejército de médicos y enfermeras, el doctor Xiu hace una visita matinal a una decena de habitaciones de la octava planta, precisamente la de Pequeño Camino. Es el día siguiente al de su hospitalización. El jefe médico saluda con un movimiento de cabeza casi imperceptible cuando le presentan a Muo, el padre adoptivo llegado de Francia. Examina las placas y emite un diagnóstico rápido, seguro y definitivo: fractura de tibia que requiere una intervención, con colocación de clavos, en los días inmediatamente posteriores. Luego, tablillas durante dos meses, y una segunda operación para retirar los clavos. Previsible acortamiento del hueso fracturado, que acarreará a la paciente una probable e irreversible cojera.
El rostro de Pequeño Camino se ensombrece, palidece y por último enrojece un poco. Pregunta al doctor Xiu si quiere decir que se quedará coja para toda la vida. El jefe médico evita una respuesta directa y, sin mirarla a los ojos, le tiende las radiografías:
– Mira, pequeña, está destrozada.
Muo tiene la sensación de que todo se paraliza a su alrededor. El doctor Xiu y su séquito desaparecen, dando paso a los condescendientes y fatalistas comentarios de los otros enfermos, sus familiares y la enfermera que ha entrado a tomar nota de los desayunos. Oyéndolos, Muo comprende lo que ha ocurrido y cuáles son sus consecuencias.
Muo corre hacia la puerta para dar alcance al doctor Xiu.
– Se lo suplico, doctor. Ayúdeme. Ya he comprado los billetes de avión para mi hija y para mí. Tenemos que estar en París dentro de dos semanas sin falta.
– Sea serio, caballero. Usted, que viene de Francia, conoce sin duda mejor que yo la obra de Flaubert titulada Madame Bovary. En ella, al doctor Bovary se le considera un excelente osteópata porque le compone la pierna a su futuro suegro, el padre de Emma, en cuarenta días. En nuestro campo, se han hecho grandes progresos. Pero la fractura del anciano francés era simple, sin complicaciones de ningún tipo. La de su hija es mucho más grave. El hueso está partido en dos. Lo más que puedo hacer por usted es encargarme yo mismo de la operación y poner todo de mi parte para que las secuelas sean lo menos visibles que se pueda.
Todas las noches, el yerno del alcalde regresa a la prisión provincial nº 2 y duerme en una habitación particular.
La prisión es un edificio de ladrillos renegridos construido en forma del ideograma chino «ri»=
(el sol, o el día). Los trazos horizontales superior e inferior representan las alas sur y norte del edificio. La sur está totalmente ocupada por una imprenta en la que trabajan los presos que ya han sido juzgados. La norte, por una conservería en la que trabajan los detenidos en régimen preventivo. Los trazos verticales, el este y el oeste, representan los dormitorios de los tres mil internos. Cada ala tiene tres plantas. En cuanto a los espacios Vacíos, entre los talleres y los dormitorios, representan los patios de paseo. El trazo central sólo tiene planta baja. En ella se encuentran las celdas de los presos privilegiados, que, a diferencia de los demás, no tienen la cabeza afeitada ni número de registro. (Normalmente, cuando alguien entra en prisión, la administración le adjudica un número, el 28.543, por ejemplo. Este número es su única identificación hasta el final de pena. No se le llama por su nombre, sino «28.543». Cuando un guardia entra en su celda, grita: «28.543, a comer o «¡28.543, interrogatorio!».)
Esa noche de octubre, alrededor de las diez, en la celda 518 del quinto piso del ala este, el número 28.543, apodado «el Calmuco», está sentado en su camastro, absorto en la confección de un «calcetín volante», un recurso con el que todos los presos están familiarizados.
El Calmuco tiene el privilegio de trabajar dos días a la semana fuera de la prisión, en uno de los restaurantes que dirige el yerno del alcalde.
Con un bolígrafo, escribe el mensaje que su jefe y amigo le ha dictado: «El yerno del alcalde busca un médico capaz de componer una pierna rota en diez días.»
Introduce el papel en el calcetín y, a continuación, mete un tubo de dentífrico medio lleno para darle peso. Luego, ata un cordón alrededor del cuello del calcetín y aprieta el nudo para cerrarlo como si fuera una bolsa. Por último, ata otro cordón, más grueso y largo, al primero y comprueba su resistencia con los dientes.
Finalizada la operación, canta a grito pelado una canción de una ópera revolucionaria, «El bajo salario de mi marido no afecta en nada a mi fe en el Partido», código secreto que anuncia el lanzamiento de un calcetín volante.
Uno de sus compañeros de celda, que ha permanecido de pie junto a la puerta, vigilando el pasillo, le hace un gesto con la cabeza. Con el calcetín en la mano, el Calmuco se sube a los hombros del otro, el más fornido de la celda, que lo aúpa hasta la ventana enrejada, cuyos barrotes están tan juntos que apenas dejan espacio para pasar la mano. No obstante, con habilidad, centímetro a centímetro, el Calmuco consigue sacar la mano fuera, luego la muñeca y, por último, con enorme esfuerzo, todo el antebrazo. En su mano, al final del cordón, el calcetín pende sobre el vacío.
Sus dedos, como los de un marionetista, hacen oscilar el cordón lentamente. El calcetín se balancea ante las ventanas de las celdas de la cuarta planta, donde surge otra mano, que atrapa el calcetín al vuelo. El Calmuco espera. Con la mano inmóvil, canta otro himno revolucionario:
El amante comunista
se parece a los termos:
frío y duro por fuera
pero ardiente por dentro.
Como un pescador de caña, el Calmuco siente vibrar el calcetín volante al final del cordón, lo que indica que el otro preso ha leído el mensaje. El Calmuco tira y lo recupera. Cuando lo abre, dentro no hay otra cosa que el tubo de dentífrico Y el mismo trozo de papel. Vuelve a cerrar el calcetín y lanzarlo al vacío, donde, una vez más, deja que se balancee, con la precisión de un metrónomo, en esta ocasión ante las ventanas de la tercera planta. Una más abajo. Ventana tras ventana… Vuelven a coger el calcetín. A veces, el viento interviene, y el calcetín empieza a agitarse anárquicamente y describir curvas irregulares, como un gorrión que revolotea y choca con una ventana. Otras veces, el calcetín (que es de nailon) se engancha en una reja o en las asperezas de un ladrillo, y no hay manera de soltarlo.
Pasa una hora. Al fin, el Calmuco vuelve a subir el calcetín y, al abrirlo, encuentra dentro otro mensaje: «El número 96.137, celda 251, conoce a uno. Cien yuans por la información.»
Una radiografía cruje en la mano de un hombre, conocido como el Viejo Observador, que la levanta hacia la luz de la mañana. Una mano salvaje, de piel oscura, rugosa, despellejada, descarnada hasta el hueso, de dedos deformes, torcidos como raíces de árbol, de uñas gruesas, angulosas (¿cortadas con hoz?), de color ceniza, con tierra ¿o mierda?) en las puntas.
La luz atraviesa las manchas blancas que los huesos de Pequeño Camino han impreso en el negativo y disipa la sombra sobre el rostro del Viejo Observador. Los ojos de Muo escrutan sus arrugas, profundas como barrancos, surcos terribles de la vejez, su bigote blanco y ralo, sus labios delgados, su nariz aplastada… Espía el menor movimiento de los músculos de ese rostro, una expresión, un brillo en los ojos. Están sentados en un tronco de árbol, en el barro apenas seco, delante de la casa del viejo, encaramada en lo alto de una montaña de mil metros de altura, lejos del sendero principal, en un claro rodeado de bambúes gigantes. Encima de la puerta de dos hojas, hay una tabla pintada de blanco en la que puede leerse: «Observatorio de los excrementos de panda del Bosque de los Bambúes.»
El viejo herborista sigue observando la placa con mirada ausente, rayana en el embrutecimiento. La radiografía de una adolescente, futura estrella de la danza, que, según su padre adoptivo, debe participar en el concurso nacional de ballet dentro de diez días, se agita en el viento. Alrededor de los dos hombres, las hojas de bambú sisean.
El rostro de Muo se ensombrece cuando advierte que el viejo sostiene la placa del revés. Cruel revelación. Se la arranca de las manos, la pone del derecho y le señala con el dedo la cabeza de la tibia.
El viejo reanuda el examen con la misma mirada ausente, sin cambiar de expresión, como si no viera ninguna diferencia.
– ¿Cómo llama usted al hueso grande partido en dos? -le pregunta Muo.
– No sé.
– Por favor, no me torne el pelo. He hecho quince horas de autobús para venir aquí. ¿No le suena la palabra «tibia»?
– No.
– Uno de sus antiguos compañeros de celda, el número 96.137, asegura que hace diez años, con una simple cataplasma, le compuso la tibia, que se había partido en la imprenta de la prisión.
– No me acuerdo.
– 96.137… ¿No le dice nada? Un condenado a cadena perpetua. Puso usted una condición para curarlo: que su familia pagara los gastos de escolarización de su hija, que vivía con su madre, en su país natal.
– No recuerdo nada de eso.
Cuando, tras abandonar el Observatorio, Muo baja por el camino que lleva a la carretera provincial por la que el autobús pasa dos veces al día, llueve a cántaros. Se resguarda bajo una roca. Luego, como es tarde y está calado hasta los huesos, decide buscar refugio en el dormitorio colectivo de los obreros solteros de una fábrica de muebles de bambú.
La fábrica, de estilo medieval, no está muy alejada del Observatorio, y todo el mundo conoce al viejo, vecino solitario, taciturno, perseguido por su pasado, condenado a cinco años de prisión por intentar cruzar clandestinamente la frontera del país. Al parecer, trató de pasar a Hongkong, tras los acontecimientos de 1989. (Se pasó toda una noche nadando en el mar. Ya veía las luces de Hongkong. Pero fracasó.)
Según los obreros, su trabajo consiste en recorrer el bosque en el que vive el último panda de la región, uno de los últimos mil que quedan en todo el mundo. El animal, todavía más solitario que él, no se deja ver nunca. El viejo tiene que recoger los excrementos y hacerlos llegar a las autoridades regionales, que los analizan y deciden si hay que proporcionar ayuda alimentaria o médica al animal.
La lluvia ha cesado, pero de los árboles siguen cayendo gruesas gotas de agua sobre las chapas onduladas del tejado. Un riachuelo murmura detrás del dormitorio. Dentro, los obreros juegan a las cartas, las luces de las lámparas de petróleo palpitan, el aire está saturado de humo… Muo pone agua a hervir dentro de una abollada tetera de cobre, en un hogar excavado en la misma tierra. El fuego crepita. Con las rodillas pegadas al cuerpo, Muo se adormece en un banco de madera, junto a la tetera, que silba. Tiene un sueño en el que oye «Bei Le», un nombre muy antiguo con dos sílabas de brillante sonoridad, en un suntuoso palacio (¿ La Ciudad Prohibida o el palacio de cristal de Chengdu?), donde el Emperador, vestido de amarillo en su trono, concede su audiencia matinal a sus ministros, generales y cortesanos. Bei Le es el mejor experto en caballos del país.
Como está en edad de retirarse de la corte, recomienda al Emperador como sustituto a un tal Ma.
– Es un genio, Excelencia -asegura Bei Le-. Sabe más de caballos que yo. No hay nadie más capacitado que él para reemplazarme.
Picado por la curiosidad, el Emperador hace venir al tal Ma a la capital y le ordena que se presente en las cuadras imperiales y seleccione la mejor montura entre los centenares, miles, de caballos que posee. El Emperador es un tirano violento, caprichoso e imprevisible. Para Ma (sus facciones, su cuerpo y su indumentaria recuerdan poderosamente a los del Viejo Observador de los excrementos del panda), el menor error sería fatal. Se presenta en las cuadras, examina los caballos y elige uno sin dudar. Cuando comunica su elección al Emperador, éste y toda su corte sueltan la carcajada: el animal en cuestión no sólo carece del famoso mechón de pelo blanco en la frente, signo clásico de la pureza de sangre y de la nobleza de la raza, sino que además es un jamelgo escuálido, oscuro y feo. El Emperador convoca a Bei Le y le dice:
– ¿Cómo te has atrevido a engañarme, a mí, el soberano supremo del país? Tu crimen merece la muerte. El hombre que has recomendado ni siquiera sabe distinguir entre un penco y un semental.
Antes de ser ejecutado, el viejo Bei Le solicita ver el animal elegido por Ma. Cuando lo llevan ante él, suelta un profundo suspiro.
– Ma es realmente un genio. Yo no le llego a la suela de los zapatos -le dice al Emperador.
En efecto, dos años más tarde, muerto el tirano durante un alzamiento popular, su sucesor elige el jamelgo como montura y comprueba que es la más veloz del país, capaz de recorrer mil lis [3] al día, como el caballo alado de la leyenda.
Muo se despierta en el instante en que comprende que el Emperador no es otro que el juez Di; Bei Le, el yerno del alcalde, y Ma -el mayor experto en caballos de todos los tiempos-, el Viejo Observador de los excrementos del panda. El nuevo Emperador, rodeado de guardias con armadura, deja caer su disfraz y su falsa barba y resulta ser el propio Muo; el caballo alado, oculto bajo la piel del jamelgo, se confunde con la radiografía de la tibia fracturada.
«Si para Ma las apariencias no tienen ninguna importancia -se dice Muo-, ¿qué pretendía ver el Viejo Observador en una radiografía puesta del revés?»
Al amanecer vuelve a subir el sendero hasta el Observatorio. El viejo está a punto de iniciar su ronda, con un cesto a la espalda.
– ¿Puedo acompañarlo? Será mi oportunidad de ver un panda en estado salvaje, en vez de en el zoo.
– ¿Para hacer fotos idiotas?
– No, no tengo cámara.
– Le advierto que perderá el tiempo.
Muo ya no recuerda dónde ha leído esta frase: todos los hombres de acción son taciturnos. Desde ese punto de vista, el Viejo Observador de los excrementos del panda es un gran hombre de acción. Cuando le habla, Muo tiene la sensación de que al viejo le gustaría taparse los oídos con las manos. Al principio, interpreta su actitud como una muestra de desprecio. Pero, a medida que se adentran en el Bosque de los Bambúes, tan denso que el sol apenas penetra en él y para avanzar es necesario que el viejo corte las ramas que les cierran el paso, comprende que ese silencio le viene impuesto por su trabajo. Todo lo que no se ve, el viejo lo oye. Sus orejas, grandes y llenas de pelo, son extraordinariamente finas. De pronto, se detiene, escucha y dice que el panda está en un bosque de pinos. Los dos hombres se dirigen allí y, tras veinte minutos de marcha rápida, llegan a un pinar, en el que descubren las huellas del animal, frescas y nítidas en el suelo, mojado y blando, entre agujas rojizas y piñas podridas de olor húmedo y perfumado. Huellas del tamaño de la palma de una mano, con el pulgar separado de los demás dedos y orientado en otra dirección. En algunas, mejor dibujadas, se distinguen las formas del talón y las uñas.
– ¿Lo ha oído andar desde la otra ladera de la montaña, a más de un kilómetro de distancia? -Como el viejo permanece impasible ante el testimonio de admiración, Muo añade-: Ya estoy medio ciego, pero hoy, gracias a usted, me he enterado de que también estoy sordo. -Sin responder, el Viejo Observador se agacha, saca un metro de su cesto, se inclina hacia el suelo y, como un sastre midiendo una tela, determina la longitud y anchura de una huella. Muo vuelve a romper el silencio-: Usted no quiere curar a la gente porque carece de título de médico y tiene miedo de pagar caro el menor error. Pero le garantizo, le juro y, si quiere, se lo pongo por escrito, que si no consigue componerle la pierna a la futura estrella de la danza, no se lo echaré en cara.
Como quien oye llover, el Viejo Observador desenrolla el metro y mide escrupulosamente la distancia entre dos huellas. Es un paso corto, lo que hace pensar que el animal estaba corriendo. Finalizada la operación, el viejo se levanta y sigue las huellas impresas en el barro.
Muo intenta ponerse a su paso, pero el viejo camina deprisa, como si quisiera darle esquinazo y dejarlo solo en el bosque, para castigarlo. Cruza riachuelos, salta entre las rocas o franquea precipicios con una habilidad que a Muo le recuerda la de los lolos. Le cuesta seguirlo. A veces, lo pierde de vista y se ve obligado a buscar también él el rastro del panda en el suelo húmedo. De vez en cuando, las pisadas se multiplican caóticamente, como si, inquieto a causa del hambre u otro motivo, el animal no supiera qué camino tomar o se hubiera puesto a jugar al escondite, para fastidiar. Puede que el panda se burle del Viejo Observador, su único compañero, dejando esas huellas que se bifurcan, giran en redondo bruscamente, desandan lo andado con toda intención, vagan, se dividen y desaparecen a la orilla de un torrente. Muo acaba encontrando al viejo junto a un árbol. Parece estar examinando algo. Un humilde abedul. Corriente y moliente. Alrededor, se ven lianas mordidas y hojas pisoteadas. La lisa y plateada corteza de la base del árbol está arañada, descortezada, parcialmente arrancada. Su olor anisado flota en el aire.
– No es tan fácil darme esquinazo -dice Muo jadeando ruidosamente-. Pero no se preocupe. Tengo que decirle una última cosa, y después lo dejo tranquilo. -Sin dignarse mirarlo, el Viejo Observador acerca la nariz a la corteza. Con las fosas nasales dilatadas, olfatea el acidulado aroma de la savia-. Voy a hacerle una confesión.
– Muo se interrumpe y reprime el impulso que lo anima a contar la verdad: que la curación de la pierna rota puede cambiar la vida de varias personas, incluida la suya. Se lo calla, convencido de que para el ex convicto la palabra «juez» es sinónimo de espantosa desesperación, tortura, hierro, sangre y fuego-. Hace diez años que estudio psicoanálisis en Francia -empieza a decir-. Voy a proponerle un trato. Si en diez días le ha curado la pierna a la chica, le enseñaré de la A a la Z esta nueva ciencia que ha revolucionado el mundo. -Por primera vez, el viejo vuelve la cabeza y le lanza una mirada que parece enjuiciarlo-. Una ciencia fundada por Freud, que revela el secreto del mundo.
– ¿Y qué secreto es ése?
– El sexo.
– ¿Puede repetir?
– EL SEXO.
El viejo suelta una carcajada. Intenta aguantarse, pero la risa estalla, lo sacude, se apodera totalmente de él y a punto está de hacerlo caer al pie del abedul.
– Habría que hacer venir al señor Freud -dice señalando el tronco descortezado-. El nos explicaría por qué se restriega el panda contra este árbol.
– Puede que tenga hambre. Freud nos diría que padece una frustración material.
– De eso nada, joven. Lo único que quería el panda era arrancarse los cojones. Atónito, casi patidifuso, Muo se queda petrificado ante aquella prueba de autocastración, noción que sólo conoce por los libros. El sol dispara sus rayos, que proyectan manchas de leopardo sobre el silencioso, radiante, encantado tronco. Muo se siente decepcionado al constatar que, como de costumbre, su interpretación era errónea. Mientras se lo reprocha, el Viejo Observador se aleja por el sendero.
Una hora más tarde, se produce otro hecho asombroso. Las innumerables mariposas, de diferentes especies, a cual más hermosa, que han ido viendo por el camino desde esa mañana no han despertado el menor interés en el Viejo Observador; pero, de pronto, se detiene en seco e indica a Muo que haga lo propio y permanezca en silencio. En el embarrado sendero flanqueado de bambúes, ha visto una mariposa insignificante, minúscula, sobre unas matas de centauras negras y de tanacetos amarillos, plantas que suelen crecer en el agua y el barro. Con la sonrisa satisfecha del entomólogo que al fin ha dado con la especie que buscaba, el viejo anuncia:
– Hoy voy a volver pronto a casa.
Muo desconfía y se pregunta qué nueva sorpresa le prepara el viejo, mientras procura concentrar toda su atención, con el fin de mostrarse digno y brillante discípulo de Freud. Los dos hombres siguen silenciosamente a la mariposa, que es azul y negra con rayas grises tirando a blancas. Vuela bajo, a menudo a ras de los hierbajos, las setas venenosas y los haces de fibras que cruzan el sendero tachonado de sol y cubierto de barro, en el que Muo se hunde a veces hasta los tobillos. De tanto mirar a la mariposa, acaba por no verla. Sus manchas y franjas se confunden con los helechos, que posan sus dientes sobre las blancas, retorcidas y nudosas raíces de los bambúes y los líquenes verde oscuro.
De pronto, la mariposa acelera los movimientos de las alas y empieza a girar y planear, más hermosa, más feliz, como embriagada por algo. ¿Un olor exquisito? ¿El perfume de una hembra? Justo cuando Muo va a hacer un comentario freudiano al respecto, el insecto, para su gran decepción, desciende hacia una zanja y se posa en un montón de excrementos. Está excitado, sus alas se agitan nerviosamente.
– ¡Qué suerte! -exclama el viejo saltando a la zanja. Luego, observa a la frágil criatura y le murmura dulcemente-: Que aproveche, pequeña. Ya sé que te encanta la mierda de panda.
La escena, apenas creíble, sacude a Muo en lo más profundo. Los excrementos de un animal, una mariposa, un viejo ex convicto… Esa trinidad fuera del tiempo tiene algo de sublime, de casi eterno. Su vida, sus libros, sus diccionarios, sus cuadernos de notas, sus emociones, sus angustias, le parecen fútiles y superficiales. Y otro tanto puede decir de su traición sexual, de su tacañería en la montaña de los lolos y, sobre todo, de su pretensión de volver a China en plan salvador.
El vapor húmedo que flota en el bosque deposita un barniz parduzco sobre los excrementos. Finalizado el banquete de la mariposa, el Viejo Observador saca sus útiles, recoge los excrementos y los guarda en una bolsa de plástico. Muo lo observa mientras lo coloca todo en el interior del cesto.
Los dos hombres recorren el camino inverso hasta el Observatorio. En cuanto llegan, el viejo saca una esterilla de bambú trenzado, la extiende en el suelo delante de la casa y vierte en ella los excrementos recogidos, para exponerlos al sol. Luego, regresa al interior de la vivienda y vuelve a salir con más sacos llenos de materias fecales, cada uno con su fecha.
– Mi casa es demasiado húmeda. Tengo que ponerlos a secar constantemente -explica el viejo-. El centro no manda a alguien a buscarlos más que cada quince días.
Los excrementos del panda están extendidos sobre la esterilla. El viejo los separa y los coloca por orden cronológico. Todavía conservan su color, pero debido a la humedad se han esponjado e incluso permiten distinguir restos de hojas de bambú mal digeridas. Tras separar las muestras, el Viejo Observador le espeta:
– ¿Estaría dispuesto a pasar el resto de su vida con una campesina?
– ¿De qué me habla? No entiendo qué quiere decir.
– Si consigo componerle la pierna a la bailarina en un plazo de diez días, ¿aceptaría casarse con mi hija?
Desde su llegada a Pekín, al hotel de cuatro estrellas La Nueva Capital, en el que se celebra el coloquio de juristas y magistrados chinos, el juez Di hace una vida austera, casi ascética, y sigue el estricto régimen a base de cohombros de mar que le ha prescrito un sexólogo, con vistas al festín sexual que el psicoanalista Muo le ofrecerá a su regreso.
Para un tragaldabas sin modales como el juez Di, la privación del placer cotidiano que constituye la ingestión ilimitada de alimentos acaba convirtiéndose en un suplicio cruel e insoportable, que lo consume a fuego lento, tanto en el plano físico como en el metafísico. Siendo niño, ya tenía fama de tragón. Antes de las comidas, su madre apartaba un huevo, un trozo de carne y un muslo de pollo, que escondía para dárselos posteriormente a su hija más enclenque, que, incapaz de disputar los alimentos al ogro de su hermano, tenía graves problemas de crecimiento. En esa época, el gran talento del futuro juez Di residía en el índice y el corazón de su mano derecha, que manejaban los palillos divinamente (se trata del mismo índice de hierro que, años más tarde, apretará gatillos de fusil sin desfallecer jamás). Hundiendo los palillos en una cacerola, era capaz de pescar de una sola tacada una libra de fideos, sin dejar ni uno para los demás. De una sola vez, jamás de dos. Un auténtico genio. Como la suya era una familia modesta y poco cultivada, no utilizaban platos. La madre dejaba la comida en las cazuelas, sartenes o cacerolas, que ponía directamente en la mesa y de las que comía todo el mundo. Cuando los palillos del futuro juez Di se paseaban por encima de los grasientos y ennegrecidos cacharros, que dejaban escapar un delicioso humillo, sus hermanos y hermanas, con el corazón en un puño, se precipitaban a presentarle feroz batalla, sin piedad ni tregua. Pero siempre perdían. Convertido en adulto y tirador de élite en los pelotones de ejecución, Di conservó la misma supremacía en los cuarteles, donde los soldados comían acuclillados alrededor de una palangana colectiva llena de rancho de mala calidad.
En esa época, le gustaba pasearse solo por la ciudad y hacer una visita a La Cazuela del Asno. Iba derecho a la cocina, en la que invariablemente un enorme cuarto de asno cocía en una inmensa cazuela. El cocinero conocía sus gustos: sin decir palabra, cogía un gancho, lo sumergía en la cazuela y sacaba un trozo de carne grasienta, espumosa, humeante. Luego, con un enorme y pesado cuchillo, lo cortaba en pedazos sobre un cuenco lleno de caldo, al que añadía cebolleta bien picada, sal y pimienta, tras lo cual formulaba la pregunta ritual, una especie de código entre los dos hombres:
– ¿Añado sangre del asno hoy?
Si el juez Di respondía afirmativamente, significaba que había ejecutado a uno o varios condenados a muerte. El cocinero cogía el cuenco, salía de la cocina y, sentado en un taburete bajo, cortaba trozos de sangre coagulada, que flotaban en el caldo como pedazos de gelatina roja. Al juez le encantaba -y le sigue encantando- saborear esos tiernos coágulos de sangre, que se funden en la boca. Luego, se comía la carne, se tragaba el cartílago sin masticarlo, como si estuviera muerto de hambre, partía una costilla y chupaba la médula, antes de beberse la sopa a tragos haciendo mucho ruido. Años más tarde, cuando su vida resplandecía bajo el sol (no de Mao, como dice la canción más popular que han cantado mil millones de chinos durante medio siglo: «El rojo se extiende por el cielo, al este. Es él, Mao, nuestro presidente…», sino de Occidente, el del capitalismo al estilo comunista), se puso la toga de juez y, aureolado con el halo del poder, del dinero, del indiscreto encanto de la burguesía, se inició en la gastronomía occidental, servilleta blanca al cuello, en medio del tintineo de tenedores, cuchillos, cucharas y platos cambiados innumerables veces, con una escrupulosa atención a la etiqueta. Conejo a la cazadora, col rizada a la duquesa, riñones al Madeira, salmón a la crema… Para él, esta exótica cocina es un espectáculo, una película, un show (sabe un poco de inglés y le encanta la palabra show, que pronuncia «su», con marcado acento dialectal). Ha descubierto que en la cocina de los occidentales todo es «su», lo mismo que en su civilización; incluso cuando declaran la guerra es ante todo para hacer un «su». El es todo lo contrario. Le gusta lo concreto, no el «su»; condena a la gente. Todas las noches, al volver a casa, piensa que ha vuelto a destrozar vidas, familias enteras, y se siente rejuvenecido. Camina con más decisión. Cuando entra en su chalet y sube la escalera, sus pies golpean con tanta fuerza los peldaños que parece que todo un ejército hubiera invadido la casa. Al oírlo subir, su mujer sale de su habitación, se arroja a sus brazos y, arrastrando la voz como en las óperas chinas, exclama:
– ¿Ya ha vuelto su señoría?
(Nota del autor para las lectoras chinas que están a punto de casarse: en el presente caso, llamar al marido utilizando el tratamiento de respeto me parece excesivo y atípico, incluso en la intimidad. En cambio, la pregunta formulada es particularmente ingeniosa. Esa es la clave del arte conyugal que permite preservar la solidez de nuestras familias desde hace miles de años: nunca hagáis preguntas incómodas. Jamás preguntéis a un hombre de dónde viene ni qué ha hecho. Jamás. Limitaos a constatar el hecho en forma de pregunta, mostrando, no sólo vuestra solicitud hacia él, sino también que su vuelta a casa es una especie de maravilloso milagro que no acabáis de creeros. Embargadas por la emoción, apenas os quedan fuerzas para constatar, con la punta de los labios, un hecho a tal punto maravilloso. Y lo mismo vale para la vida social. Si os dirigís a una persona que está almorzando, no le preguntéis qué come; si ha elegido un menú barato, la pregunta podría hacer que se sintiera incómoda. Limitaos a decir: «¿Está comiendo?» Es muy sutil, y es perfecto.)
De la cocina occidental, el juez Di aprecia especialmente la charcutería. De vez en cuando, desayuna en el Holiday Inn, el mejor hotel de la ciudad. Su bufet está instalado en un jardín rectangular, en el que el magistrado come salchichón, al que es muy aficionado, a discreción, pero también jamón, costillas empanadas, pechuga ahumada, salami, longaniza… En su opinión, son aperitivos simpáticos, pero no lo bastante consistentes para una comida o una cena, sobre todo cuando se trata de saciar el apetito tanto físico como moral que le dan las sentencias que pronuncia. Esos momentos son aún más intensos, más excitantes que la ejecución de una condena a muerte, en la que el tirador se limita a cumplir las órdenes y la voluntad de otros. El placer de matar es único y muy masculino, pero durante las sesiones del tribunal, al goce masculino del poder, cuyas apuestas son la vida y la muerte, se suma el placer del juego, bastante femenino, lleno de inocente candor, de infantil crueldad, en el que Di es como un gato que tiene un ratón entre las patas: lo suelta un poco, no demasiado, sólo lo suficiente para darle una pizca de esperanza. El ratón, que no se atreve a creer en su suerte, tiembla y se encoge. El gato afloja un poco más, a modo de invitación. El roedor aprovecha para huir a un rincón de la pared. El gato espera, lo vigila y, en el último segundo, cuando el ratón empezaba a creer al fin en su libertad, le planta encima las despiadadas garras y, ¡paf!, se acabó el juego. Tras semejante estimulación, todo su cuerpo, sus órganos y sus músculos exigen ser saciados, como esos hombres que, después de hacer el amor, necesitan comer y se abalanzan sobre el frigorífico con ansia de bulímicos.
Precisamente por eso se ha convertido en un ferviente partidario de las entrañas de cerdo. Tras una sesión en el tribunal, o una interminable partida de mah-jong, se atiborra de corazones, pulmones, estómagos, riñones, hígados, intestinos, lenguas, colas, orejas, pies y sesos de cerdo. Con cargo al tribunal, incluso tiene contratado a un cocinero que puede prepararle, en cualquier momento del día o de la noche, una «cazuela de tripas al aguardiente», una especialidad de Shanghai -de donde es originario el cocinero-, guisada a fuego lento con jengibre picado, flores de helecho, anís estrellado, canela, tofu asado y enmohecido, vino turbio y arroz glutinoso del que normalmente se utiliza como fermento alcohólico. Ahora, en su habitación de hotel en Pekín, cree haber soñado con ese festín. Las paredes de la cazuela de barro, chorreantes de luminosa grasa, los informes trozos de entrañas, rojos, viscosos, grasientos, porosos, saturados de especias y hierbas de fortísimo sabor agridulce y fuerte olor a alcohol, cada uno de los cuales parece un enjambre en el que unos gusanos destilan moho, le hacen babear de hambre.
El cohombro de mar que le ha aconsejado el sexólogo pekinés está en las antípodas de su plato favorito: es un molusco invertebrado de la familia del erizo y la estrella de mar que vive en el fondo del océano, pegado a los arrecifes de coral. Es un plato raro, caro y exótico, puesto que procede fundamentalmente del Índico y el Pacífico oeste, donde los pescadores de coral descienden a profundidades submarinas y buscan a ciegas en los arbustos coralinos, en medio de los arrecifes, para arrancar de sus espinosas aristas esa falsa hortaliza de los mares. Luego, el buceador vuelve a subir a la superficie y la pone a secar en la playa. El cohombro de mar, que se parece a un ciempiés, tiembla al aire, se funde al sol y se transforma en una materia viscosa. El pescador debe espolvorearle sal sin pérdida de tiempo para que se solidifique y adquiera la forma de un miembro masculino de entre diez a quince centímetros, del color de la piel humana y cubierto de serpenteantes venas, surcos, arrugas y protuberancias. Para cocinarlo, se echa en una cacerola de agua hirviendo, en la que se hincha, con un extremo en forma de glande.
Debido a su aspecto fálico, la antigua farmacopea china situaba al cohombro de mar a una altura sublime, en un solitario trono. En la corte, los emperadores, agotados por sus miles de concubinas, lo utilizaban como vigorizante. Durante la dinastía Tang lo llamaban «virilidad marina» y, varios siglos más tarde, tomó el nombre oficial que se le da hoy: «ginseng de mar». El proceso de su democratización fue extremadamente largo. En el período dinástico, los emperadores lo regalaban a veces, en pequeñas cantidades, a ministros o generales de cuya fidelidad querían asegurarse en momentos de crisis políticas o conflictos militares. A principios del siglo XX, tras la caída de la última dinastía, He Gonggong, un eunuco cocinero (las malas lenguas afirmaban que era un eunuco peluquero) abrió el restaurante La Virtud Alegre, al lado de la puerta norte de la Ciudad Prohibida, y, por primera vez en la historia de los afrodisíacos chinos, el olor del ginseng de mar franqueó las murallas del palacio para flotar sobre Pekín. Pero aún habría que esperar cien años y la llegada del capitalismo a la china para que progresara su democratización y pudiera encontrarse ginseng de mar de pasable calidad en los banquetes de los nuevos ricos.
La única pega de este raro manjar, de este fabuloso remedio, es que no sabe a nada. Los esfuerzos de generaciones de cocineros imperiales, que probaron toda clase de especias, resultaron invariablemente fallidos. El cohombro de mar es soso, terriblemente soso, soso hasta la náusea. Es fácil imaginar lo mucho que debe de sufrir el juez Di siguiendo semejante dieta. Por las mañanas, un camarero del restaurante de enfrente se presenta en su habitación con un recipiente de metal cromado herméticamente cerrado que contiene un cuenco de caldo de arroz con ginseng de mar. El caldo, al que se añade agua regularmente, hierve durante horas, hasta que no se puede distinguir un solo grano de arroz, siguiendo la receta de los mejores restaurantes de Hongkong. Pero el ginseng de mar sigue igual de insípido. A mediodía, el mismo camarero llega con el mismo recipiente, que ahora contiene «ginseng de mar con aceite rojo», es decir, rodajas de cohombro de mar con jugo de zanahoria, uno de los platos imperiales que ya figuraban en la carta de La Virtud Alegre de He Gonggong. Pero el gusto no cambia: sigue siendo tristemente nulo. Por la noche, bajo el mismo recipiente, hay sopa de ginseng de mar con champiñones aromatizados y tallos de bambú. Insulso como para echarse a llorar.
Sin embargo, al cuarto día de régimen, se manifiestan los primeros síntomas positivos. El juez Di siente que su miembro, frío como un témpano desde el incidente del tanatorio, se anima tibiamente.
«Tengo que adelantar mi vuelta a Chengdu», se dice riendo de buena gana.
Aunque las cataplasmas elaboradas por el viejo herborista observador de los excrementos del panda están guardadas en una lata de conserva, un tarro de mermelada y un frasco herméticamente cerrados y tan insignificantes como botes de sal, pimienta o guindilla en polvo, su presencia en la mesilla de noche de Pequeño Camino desata las iras de los médicos y enfermeras del departamento de osteología del hospital de Chengdu. Adeptos de un dogma monoteísta cuyo dios supremo es el bisturí, advierten a la joven paciente y a Muo, su tutor, primero de palabra y después por escrito, de la elevada multa y la expulsión en que incurrirán si no se deshacen inmediatamente de esos dudosos, charlatanescos, escandalosos y anticientíficos productos.
La prohibición, la intolerancia y el apremio de tiempo, los llevan a instalarse en el Cosmopolitan, un hotel modesto, tranquilo, casi vacío, de la periferia sur. Una pareja de campesinos enriquecidos con el cultivo de flores de invernadero han transformado su casa en hotel de ocho habitaciones, con un altar dedicado al dios de la riqueza en el vestíbulo y relojes con la hora de Nueva York, Pekín, Tokio, Londres, París, Sidney y Berlín en las paredes. En el patio, entre la entrada y el edificio, hay una enorme jaula, pero no una de esas de madera que se cuelgan de la pared con un clavo, ni una de bambú de las que se suspenden de los árboles, sino una de hierro en forma de pagoda, de dos metros de alto y pintada de verde oscuro, en cuya percha dormita un pájaro. Es una oropéndola. De pronto, se despierta y, al ver a dos nuevos clientes cruzando el umbral del hotel y atravesando el patio, canta unas notas. La chica da saltitos sobre un pie ayudándose de unas muletas. El hombre de las gafas, cargado de maletas, se ofrece a ayudarla; pero ella rehúsa con un gesto de soberano desdén y salta más deprisa. Parece una jovencita noble accidentada, seguida por su viejo, miope y torpe criado.
Hace días que Muo ha notado los cambios de Pequeño Camino. Se ha vuelto caprichosa, irritable, picajosa. Y él paga sus cambios de humor. Cuando le pregunta:
«¿Qué quieres comer a mediodía?», ella responde: «¡Me trae sin cuidado!» Y no dice una palabra más. Se muerde los labios, se enrosca un mechón de pelo en un dedo y le lanza una mirada de rencor, por no decir de odio; una mirada de niña mimada. Muo acepta con paciencia el cambio radical de su relación. Todos los enfermos se vuelven irritables. El dolor cambia el humor. Con la pierna fracturada, no se le puede pedir que conserve su alegría, su vivacidad, su malicia, su inocente coquetería de muchacha que sueña con besos de cine, cuando el menor movimiento le provoca terribles punzadas de dolor.
La habitación de Pequeño Camino está en el primer piso y es tan oscura que hay que tener encendida la bombilla desnuda del techo todo el día. Las paredes rezuman debido a la insalubre falta de luminosidad.
La joven está tumbada en la cama, con la pierna izquierda destapada. Muo entra con una palangana de agua caliente, que deja en el suelo. Se agacha y le remanga cuidadosamente la pernera del pijama hasta la rodilla: tiene la pierna muy hinchada, y la piel, cubierta de manchas negras, reluce con un brillo extraño, casi fosforescente.
– Aún tengo más moretones que ayer -refunfuña Pequeño Camino-. Lo odio. Tengo la pierna que parece un mapamundi.
Muo sonríe. Es verdad que las manchas, que se ensanchan, se solapan, se confunden, se desperdigan y van del azul al negro pasando por toda la gama de violetas, cada cual con su particular configuración y unas más extensas que otras, adquieren a veces la topografía de un territorio.
– Voy a empezar por el África Negra -dice Muo.
Y vuelve a sonreír, contento de la frase, que le sirve para disimular su apuro ante esa pierna irreconocible, que lo hace sentir culpable. Desliza una toalla bajo la pantorrilla de Pequeño Camino, empapa una compresa en el agua caliente y limpia con sumo cuidado una mancha en medio del mapa, una mancha horriblemente negra, con vetas moradas, azules y rojas, que parece una tortuga muerta suspendida boca abajo, con el largo cuello estirado y la cabeza triangular sumergida en el agua.
En el corazón del tenebroso continente, hay una falla, una depresión claramente perceptible, con dos pliegues nítidos y escalonados. «Ahí es donde la tibia se ha partido en dos», se dice Muo. Como un consumado enfermero, evita el foco del dolor.
– Dicen que el Viejo Observador realizó su hazaña más espectacular con un cazador desfigurado. Se había fracturado el pómulo izquierdo y lo tenía tan hundido que formaba un hueco. El viejo no sólo consiguió que el hueso volviera a soldar, sino también hacerlo subir para que desapareciera el hoyo.
– ¿Y cómo se hace eso, sin operar?
– Simplemente, utilizando la misma cataplasma que me dio para ti. Contiene hierbas magnéticas que actúan como imanes y atraen los fragmentos de hueso.
Tras lavar la pierna fracturada, Muo saca de un bolsillo un manojo de llaves del que también pende una navaja, que usa para levantar la tapa de la lata de conserva. Un hedor a cieno, fétido, pestilente, un tufo a moho, a lodo, a ciénaga, escapa a bocanadas de la lata y apesta la habitación.
– Eso huele fatal -protesta Pequeño Camino-. Es como si estuviéramos en el fondo del viejo pozo ciego de mi pueblo.
La lata de conserva, que perdió su etiqueta y el recuerdo de su contenido original hace mucho tiempo, está llena de un ungüento negro, pastoso, más bien blando.
– Es la primera etapa, según el viejo.
Utilizando la navaja, Muo coge un poco de ungüento y lo extiende sobre una compresa, que dobla varias veces. El lienzo pierde su inmaculada blancura de inmediato. Luego, con delicadeza, Muo coloca la compresa sobre la pierna de la muchacha y la sujeta con vendas de gasa.
Esa noche, Pequeño Camino lo despierta golpeando el tabique que separa sus habitaciones.
– ¿Te duele? -le pregunta Muo acercándose tanto a la pared que roza la pintura con los labios.
– Sí, pero no demasiado. ¿Puedes dar de comer a ese pobre pájaro? Tiene hambre.
– ¿Qué pájaro, mi princesita coja?
– La oropéndola de la jaula. -Muo aguza el oído. Una rata corretea por el piso de arriba. Una mariposa nocturna choca contra el cristal de la ventana. Croa una rana. Suena un claxon lejano. En el patio, los silbidos de la oropéndola, metálicos, agudos, angustiados, resuenan en la noche como el quejido de una sierra-. Se nota que es una oropéndola domesticada -dice Pequeño Camino al otro lado del tabique-. Las salvajes no se quejan así.
– ¿Y cómo se quejan?
A modo de imitación, la chica emite unos silbidos que recuerdan el piar de un gorrión, lo que hace reír a Muo y lo despierta definitivamente. Se levanta, saca unas galletas de su bolso y baja al patio, donde las desmigaja para dárselas al pájaro. Pequeño Camino tenía razón, está muerto de hambre. Baja de la percha y se lanza hacia él con tal precipitación que parece una flecha de oro surgida de la oscuridad. De paso, lo salpica con el agua del bebedero. Tiene las plumas caídas, menos lustrosas en el cuerpo que en las alas. Con las garras aferradas a los barrotes de la jaula, se estremece de placer picoteando en la mano de Muo. Devora las galletas hasta la última miga y, luego, sin un gesto de gratitud, se aparta y vuelve a su percha. Saciado, se alisa las plumas de las alas, de las que al parecer está muy orgulloso, sin dignarse mirar a su benefactor. Decepcionado, Muo se dispone a marcharse, cuando oye una voz, remedo de la humana, procedente del interior de la jaula. Sorprendido, vuelve sobre sus pasos. El granuja narcisista repite lentamente palabras, incomprensibles, inarticuladas. La cosa no dura más de dos segundos, durante los que el pájaro emite una docena de elegante silabas, claras como un diamante.
A la mañana siguiente, Muo pregunta a los dueños del hotel. La mujer le dice que los padres de la oropéndola, pájaros de noble especie, pertenecían a un pastor cristiano. Numerosos aficionados acudían a verlo con sus propias oropéndolas y le ofrecían dinero y otros regalos sólo por poder colocar sus jaulas al lado de la suya, a fin de que sus volátiles oyeran a los del pastor, recibieran su influencia, fueran educados por ellos y llegaran a cantar igual. Pero el pastor siempre se negó. Cuando murió, los padres de la oropéndola no le sobrevivieron mucho tiempo. Ahora el joven huérfano ha crecido y, de vez en cuando, suelta una frase que le enseñaron sus progenitores. Una frase en latín, al parecer, que el pastor pronunciaba al final de cada misa. Según parece, fueron las últimas palabras de Cristo.
Como sus colegas occidentales, Muo ha estudiado la Biblia, pero en esos momentos no consigue recordar la última frase de Cristo. Toma nota, muy serio, en un cuaderno nuevo y se promete indagar el origen secreto del enigma. Pero lo olvida.
Pese al espesor de las vendas de gasa, el hedor a cieno no desaparece de la habitación de la princesa coja en tres días. Cuando quiere darse una ducha, arrodillado a sus pies, su fiel, servicial y miope enfermero le envuelve la pierna mala con un plástico transparente, que sujeta con gruesas gomas de color rosa. La cataplasma apesta de tal modo que tiene que volver la cabeza.
Al cuarto día, cuando Muo retira las vendas ennegrecidas y lava la pierna para volver a aplicarle el ungüento, comprueba que los moretones son menos oscuros. África ya no es negra, sino de un gris relativamente oscuro con zonas más lívidas, y su superficie, como la de los otros continentes, ha menguado considerablemente. La tortuga colgada boca abajo se ha quedado sin cuello. Sólo queda la cabeza, que forma un islote triangular en el océano.
La emoción y la alegría se apoderan de la paciente mientras Muo abre el tarro de mermelada: segunda etapa del tratamiento. El cristal esmerilado del viejo tarro ha perdido todo el lustre. El nuevo ungüento, de color marrón oscuro, despide un olor extraño, que sorprende por su heterogeneidad. Es una caótica mezcla de olor a grasa, opio, cera, incienso, corteza de árbol, raíces, hierba, setas venenosas, tinta, éter y resina, con ligeros efluvios de estiércol. Al extender la pasta por la compresa, Muo descubre trocitos de hojas de árbol y de tallos de hongo.
– ¿Es cierto que tu viejo recogedor de mierda arregló un pómulo roto que formaba un hoyo en una cara?
– Sí. ¿Y sabes cuál fue la clave de su éxito? La radiografía, me dijo. Descubrió que existía un hilo de tejido casi invisible que no se había partido y seguía uniendo los trozos de hueso rotos. Su ungüento consiguió aspirar (ésa es la palabra que usó él, «aspirar») los huesos, para volver a soldarlos.
– ¿Lo de mi tibia es parecido?
– Creo que sí.
– ¿Dónde aprendió todo eso? ¿Te lo ha contado?
– De joven, durante su aprendizaje de herborista, frecuentaba a un médico tradicional de la ciudad. Aquel hombre era único para curar las cataratas clavando una aguja de acupuntura en determinado punto de las encías.
Le propuso revelarle su secreto a cambio de que se casara con su hija. El aprendiz aceptó y heredó el preciado secreto. Años más tarde, durante la Revolución Cultural, se refugió en los montes Emei. Un día, mientras buscaba plantas medicinales, se cayó a una zanja y se rompió una pierna. Un monje budista se la compuso en diez días. Se hicieron amigos, y él le reveló al monje su secreto de acupuntor a cambio de que éste le revelara el suyo de osteópata.
Pasaron otros dos días. Al tercero, el yerno del alcalde dio la voz de alarma: el juez Di había decidido adelantar la vuelta. Una catástrofe. Afortunadamente, unas horas después anuló la alerta, y todo volvió a la normalidad.
El estado de la pierna de la princesa coja mejora de hora en hora.
– Me sale una corriente de aire de la tibia, la noto en cada poro -asegura Pequeño Camino-. Hace un momento tenía la sensación de que un gusano se arrastraba bajo las vendas, desde el tobillo hasta la rodilla. Y ahora vuelve a deslizarse muy despacio pierna abajo.
La aplicación de la tercera y última cataplasma se efectúa el sexto día, conforme a las indicaciones del Viejo Observador. Tras el lavado de los restos del anterior ungüento (ahora el enfermero Muo conoce la pierna hasta el último detalle), llega la colocación de las toallas bajo la pantorrilla y la apertura del frasco (la muchacha quiere quitar el corcho con los dientes, pero el enfermero se lo prohíbe tajantemente: «El viejo me dijo que contiene vesícula de pavo real en polvo; es un ingrediente esencial, pero tóxico, si no letal. Antaño, los nobles mongoles y manchúes se suicidaban tomándolo»).
El frasco, prudentemente descorchado con una navaja, despide un olor a explosivo intenso, salvaje, picante. La pasta, de color verde oscuro, es más consistente, más compacta, más difícil de extender sobre las compresas que las otras dos.
– ¿Cómo dices que se llama ese veneno?
– Vesícula biliar de pavo real.
– Qué bonito… Los pavos reales lo tienen todo bonito, aunque no sé qué es la vesícula biliar.
– Un saquito negro que se encuentra en el hígado. Si le has sacado las tripas a algún pollo, lo habrás visto.
– Me gustan los pavos reales. Son auténticos reyes…
– Parece ser que la muerte causada por el polvo de vesícula de pavo real es dulce, plácida, indolora. Eso me recuerda un verso de un viejo poema: «Muerto en el tachonado abanico de una enorme cola de pavo real.»
Aparece una cabeza de hombre, alargada, angulosa, oscura como un fusil.
¿El juez Di? La luz del patio está apagada. Imposible identificarlo. Puede que estas gafas ya no me sirvan. Puede que haya seguido perdiendo vista. Si la cosa sigue así, al final de esta aventura estaré ciego.
El cuero de unos zapatos cruje sobre la gravilla del patio. ¿Unos zapatos italianos nuevos que se ha comprado en Pekín? ¿O un regalo de una de sus víctimas, más afortunada que yo?
Los pasos hacen temblar la escalera como si por ella subiera un ejército vencedor. El hombre no anda, levanta un pie, hace una pausa y lo deja caer en el peldaño con todas sus fuerzas. Las pisadas resuenan en el pasillo y se detienen ante la habitación de Pequeño Camino. Golpes de nudillo en la puerta, que se abre con un chirrido. Un chirrido prolongado, agudo, acompañado por la voz del juez, que habla de sí mismo en tercera persona.
– Señorita, tiene ante usted al juez Di.
– Entre, por favor. Siéntese, señor juez.
– ¿No habrá algún micrófono o cámara oculta?
– (Ruido de pasos que recorren la habitación y luego se acercan a la cama. Aparentemente, el juez se arrodilla y mira debajo)-. ¿Sabes de dónde acaba de llegar el juez Di? De Pekín. Quería volver antes. Pero no hubo manera.
– (El ruido de una silla de madera, en la que se sienta)-. Los organizadores del coloquio le pidieron que pronunciara un discurso. Todos los juristas y magistrados de China querían que contara cómo fingió estar muerto para dilucidar un asunto criminal en el tanatorio de Chengdu. Una historia apasionante, que al parecer van a convertir en telefilm.
– ¿Hará usted de sí mismo en él, señor?
– ¿Por qué no? Si quieren llevar el realismo hasta el final… Pero, dime, pequeña… No tienes muy buena cara…
– Es verdad. No estoy muy en forma. Acabo de pasar por una operación.
– Ya ves lo penetrantes que son los ojos del juez Di. No se les escapa nada. ¿Cómo te llamas?
– Pequeño Camino.
– No me gusta. Hoy nuestra patria es rica y próspera, ya no vamos por pequeños caminos. Avanzamos con paso orgulloso, decidido, por el gran camino soleado del socialismo. Cámbiate el nombre. A partir de ahora, el juez Di te llamará Gran Camino.
(Silencio. Hace bien en no responder. Pero ¿dónde está? ¿Sentada en la cama? ¿De pie contra la pared? El tirano se levanta.)
– Ven, Gran Camino. Toma mi chaqueta. Ponla en una percha y cuélgala en el armario.
– No hay armario. La colgaré en la puerta.
(Por primera vez, los pasos de Pequeño Camino se alejan del tabique y se dirigen lentamente hacia la puerta.)
– Pero ¿a qué juegas? Andas como una viejecita con los pies vendados. Acércate, que… -De pronto, la chica suelta un gemido prolongado, que interrumpe la voz del juez-: ¡Ah! ¿Ves el efecto que te causa el hermoso, viril y seductor juez Di? ¿Tanto te impresiona?
– Perdone, es que los lolos…
– ¡Increíble! ¡Una lolo! Gran Camino de los Lolos, ése será tu nombre completo. Me encanta ver bailar a las muchachas lolo. Siempre tan llenas de brío, de ritmo, de alegría… ¡Venga, baila!
– No puedo.
– ¡No te hagas la vergonzosa! Todas las lolo saben hacer eso, con un brazo echado hacia delante. Ven, vamos a bailar juntos, como los enamorados en la fiesta de las antorchas, en tu tierra. ¿Qué es ese olor? ¿Hueles a explosivos? Ven, vamos a bailar La montaña de oro de Pekín.
(El juez entona las primeras notas de la canción revolucionaria, pero la muchacha, traicionada por la pierna convaleciente, se cae al suelo.)
– ¿Qué pasa ahora? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Acabas de echar a perder la oportunidad de bailar con el juez Di. Está empezando a perder la paciencia. Ve a darte una ducha y vuelve aquí para meterte en la cama con él.
(La chica se levanta, sin duda con dificultad, a juzgar por sus gemidos. El ruido de sus pasos. Chirridos de la cama, en la que debe de haberse echado el juez Di. Bisbiseos. Luego, otro porrazo, y los quejidos de la chica, que ha vuelto a caerse.)
– No hagas comedia con el juez Di. No le gusta.
– No es comedia. Me rompí la pierna izquierda en un accidente.
– ¿Qué? ¿Ese cabrón de psicoanalista se ha atrevido a endilgarme una coja? ¡Qué humillación! ¡El juez Di no se acuesta con cojas!
(El magistrado se levanta de un salto y suelta una ristra de juramentos e insultos. Luego, sale de la habitación dando un portazo que hace temblar las paredes. Sus furibundos pasos se alejan por el pasillo, y Muo se despierta del sueño.)
Durante unos instantes, todavía medio atontado y con la mente embarullada, se pregunta si realmente se trata de un sueño. Los chillidos de la oropéndola, que se desgañita en la jaula-pagoda, lo tranquilizan. Pega la oreja al tabique y oye la acompasada respiración de Pequeño Camino al otro lado. Qué alivio. Era una pesadilla.
«¡Qué imagen tan hermosa!», piensa Muo contemplando una radiografía en la que los dos fragmentos de tibia aparecen al fin reunidos en una sola mancha luminosa, cuya fuerza, cuya potencial rebeldía, salvaje y mítica a un tiempo, evoca una bandera pirata.
A primera hora de la tarde, ha acompañado a Pequeño Camino al hospital para que le hicieran una placa. Como había que esperar tres horas para tener el resultado, la chica se ha ido la primera, con doscientos yuans que le ha dado Muo.
– Vete de tiendas y cómprate lo que te guste. Será mi regalo.
«¿Dónde estará ahora? -se pregunta Muo saliendo del hospital radiografía en mano-. ¿Todavía de tiendas? ¿Qué se habrá comprado? ¿Un lápiz de labios? ¿Unos pendientes? ¿Un vestido? ¿Un par de zapatos?»
Durante unos instantes, camina por la calle sin tener conciencia de que sus pies pisan el suelo. Flota. Vuela. Planea. Baja por la avenida más importante de la ciudad, el Camino del Pueblo, y luego gira a la izquierda y bordea el río de la Seda Satinada hasta el viejo Puente del Sur. Sonríe a la gente con la que se cruza, a hombres, mujeres, niños, viejos e incluso a los policías, que tanto le han hecho temblar. Le entran ganas de pararlos a todos para enseñarles la placa que prueba la hazaña del Viejo Observador, un auténtico milagro.
«Si me caso algún día… (¿Con quién? ¿Con Volcán de la Vieja Luna? ¿Con mi vecina la Embalsamadora? ¿Con Pequeño Camino? Ahora mismo, en este momento de euforia, estoy enamorado de las tres, o mejor dicho de las cuatro, si contamos a la hija del Viejo Observador, a la que todavía no conozco. Si ellas están de acuerdo, me casaré con todas, pese a la debilidad de mi constitución y sus muchas deficiencias.) Pero volvamos a nuestro asunto: si me caso algún día, colgaré esta placa en el salón de nuestro domicilio conyugal. La haré enmarcar y cubrir con un cristal, y la iluminaré con una luz discreta, suave, tamizada, para que todo el mundo admire esta obra maestra.»
Final de una tarde tibia. Sol velado. De las aguas contaminadas, turbias, enlodadas del río asciende una brisa cálida, que trae un olor confuso. Qué estrecho es ahora este río de la Seda Satinada de su infancia, antaño tan limpio, espejeante y ancho que nunca consiguió cruzarlo a nado… Cuántos buenos momentos pasados con los amigos, tumbado con ellos en el islote, ahora medio sumergido en el centro del cauce… Hoy es otro Muo, el fruto maduro de la semilla de un adolescente miope, torpe, que no paraba de hacer conquistas imaginarias. Ya de niño, en sus sueños recurrentes e ingenuamente eróticos, se enamoraba de varias chicas a la vez: una prima, su maestra, la hija de la criada, una compañera de clase… La lista de sus conquistas ficticias era muy larga. El destino ha querido que el juez Di le echara una mano, lo empujara a progresar, a acercarse a sus antiguos sueños, a convertirlos en realidades tangibles, consiguiendo de ese modo que, como deseaba Mao, romanticismo revolucionario y realismo proletario marchen de la mano. ¡Qué gran salto adelante! Con los comunistas, siempre se dan grandes saltos, pero esta vez por fin es realmente un salto adelante. Si al juez Di no le hubiera dado por buscar una virgen, seguramente él seguiría ídem y se pasaría el resto de su vida masturbándose intelectualmente con libros de psicoanálisis en versión francesa. Y, en cambio, ahí está, enamorado de cuatro mujeres la mar de reales y a cual más admirable. Cuando observa los rostros de los hombres de Chengdu que se cruzan con él en bicicleta o a pie, no puede evitar preguntarse si habrá alguno tan afortunado como él. No lo cree. Se les nota en la cara. Para la gente normal, querer a dos personas al mismo tiempo ya es un tremendo quebradero de cabeza. Cuatro amores en perfecta sincronía debe de ser un caso único. Mientras camina, Muo se recrea en esa idea, que hasta ahora no se había ofrecido a su mente bajo esa forma.
«Qué lástima que Volcán de la Vieja Luna no esté en el mismo centro penitenciario que el yerno del alcalde… (La Embalsamadora tampoco, pero ella abandona mi mente de vez en cuando, cosa que jamás hace Vieja Luna.) A lo mejor él conoce a alguna interna en la prisión de mujeres que podría hacer de intermediaria y poner en movimiento un “calcetín volador” para mí. Un pequeño calcetín de algodón azul -o de otro color-, todavía tibio con el calor de un pie anónimo, gastado en el talón y en la punta del dedo gordo, en cuyo interior irá esta nota: “Mensaje para la 1.479.437 de la celda 5.005. El juez Di vuelve mañana. Tú sales pasado mañana.” O bien, para no desvelar el asunto con palabras, dibujaría a una chica, mi Volcán de la Pequeña Luna, alcanzando el punto culminante de un salto con pértiga y pasando por encima de un muro coronado con alambre de espino. Debajo, añadiría simplemente: “J- 2.” Cuando estudiábamos, Volcán formaba parte del equipo de atletismo de la universidad, con el que llegó a ganar tres medallas de bronce en los juegos universitarios. Todavía me acuerdo de sus carreras preparatorias, de las nubes de polvo alrededor de sus pies y sus pantorrillas, de su camiseta, que acentuaba la forma de sus caderas y sus nalgas, y de la larga pértiga, que se clavaba en la pista y se flexionaba como un arco debido a la tensión nerviosa, la feroz voluntad que electrizaba su cuerpo y la alzaba en el aire. Siempre esperaba verla quedarse suspendida en el aire, diluirse en una voluta de humo o convertirse en golondrina.»
Desde hace algún tiempo, una espantosa pesadilla perturba el sueño de Muo cada dos o tres noches. Siempre empieza con una oscuridad total, un insoportable olor a agua inmunda y la jadeante voz de un hombre agotado por el esfuerzo: «Con lo estreñido que estoy, nunca conseguiré cagar en el cubo común.» Luego, se oye el ruido de unas heces al caer al agua, un ruido que llena la habitación a oscuras. La voz es la del antiguo director de la prisión de mujeres. Muo y él, el director K., comparten celda con un médico, que también trabajaba en la prisión de mujeres. El motivo es que una presa, la número 1.479.437, de la celda 5.005, encarcelada hace dos años, está de tres meses. Es Volcán de la Vieja Luna. Ellos tres son los únicos hombres que han tenido contacto con la interna en los últimos meses. El culpable de este crimen sin precedente en la historia de las prisiones chinas se encuentra forzosamente entre ellos. El director, que durante sus laboriosas defecaciones tiene la costumbre de embarcarse en largas confesiones, ha reconocido que estuvo en un tris de enamorarse de la chica, porque físicamente se parece a la señora Tian, la gran bailarina de los ballets revolucionarios chinos, ídolo de su juventud. K. la llamaba a su despacho y la obligaba a vestirse como la protagonista de La joven del pelo blanco y ponerse una peluca blanca hecha con crines de caballo, resultado de veinte años pasados en una montaña sin probar un grano de sal, para huir de un terrateniente deseoso de abusar de su virginidad. El director de la prisión ponía el disco del ballet, pero Volcán de la Vieja Luna era incapaz de bailar. «No tengo ni la voluntad ni los dedos de la señora Tian para aguantarme de puntillas.» La historia contada por el médico, que siempre estaba llorando en un rincón, era otra versión del eterno fantasma de la virginidad. Su interés por la 1.479.437 había despertado durante un examen ginecológico. Pese a tener treinta y dos años, seguía siendo virgen, situación que tiende a hacerse cada vez más rara en la China actual y que representaba un caso único en aquella prisión. Al principio, la joven sólo fue para él un objeto de curiosidad. Luego, cayó en sus manos la reedición de un libro antiguo, en la que leyó la receta secreta de la «píldora roja» que los alquimistas de la corte de los Ming elaboraban con sangre menstrual de muchachas vírgenes para prolongar la vida del Emperador. Ochocientos años después, el facultativo quiso repetir el experimento. Llamó a la prisionera y le ordenó que le proporcionara un frasco con sangre de sus menstruos, con el pretexto de haber visto algo extraño en la precedente exploración y de querer establecer un diagnóstico más preciso. El frasco nunca llegó a su despacho, porque la presa padecía amenorrea desde su encarcelamiento. Sin embargo, una buena mañana, como dice la primera frase del Proceso, el médico penitenciario fue detenido en su domicilio. Pero, pese a sus perversiones, ni el director ni el médico podían ser los causantes de aquel embarazo, puesto que, como virtuosos adeptos de la política del hijo único, hacía ya veinte años que habían respondido a la llamada del gobierno y se habían presentado en el hospital para que les pusieran un «preservativo eterno», es decir, para ligarse el canal deferente. Muo, aun más inocente que ellos, sólo había visto a su amiga en el locutorio, bajo la estricta vigilancia de las guardianas y en presencia de otras presas y sus familiares. La pesadilla siempre terminaba con el tintineo de un manojo de llaves, el chirrido de la puerta y la silenciosa entrada de un pelotón de tiradores, sombras de la muerte que portaban sobre la cabeza el emblema de China y cuyos ojos brillaban con el mismo destello frío que sus fusiles.
La primera vez que despertó de ese mal sueño, Muo sintió que la sangre se le subía a la cara. Se levantó y se asomó a la ventana. Estaba en el hotel Cosmopolitan. En el patio, la jaula en forma de pagoda. El lejano gemido de un coche. La mancha de luz amarilla en torno a la farola. Muo comprendía mejor que nadie que su inconsciente acababa de manifestarse y hacer, de forma onírica, una acusación contra Volcán de la Vieja Luna. Según la teoría de Freud, aquello era el «principio del fin de un amor». ¿Por qué ahora? ¿Provocado por qué? ¿Por la presencia de aquella chica que dormía al otro lado del tabique con una pierna vendada, aquella chica por la que velaba solícitamente las veinticuatro horas del día? Una corriente gélida -no, un presentimiento, un escalofrío premonitorio- le recorrió la columna vertebral.
En realidad, nadie puede comprender un sueño.
Ni siquiera Freud.
Una de las leyes del alma humana es la intermitencia. ¿Quién dijo eso? Proust. El autor de En busca del tiempo perdido (el equivalente francés de la novela china El sueño en el pabellón rojo). Los artistas, que son una raza aparte, tampoco comprenden los sueños, pero los crean, los viven y acaban convirtiéndose en el sueño de otros.
Muo el agnóstico. Muo el polígamo ficticio. Muo el políglota decide comprarle algo a Pequeño Camino al pasar ante el mercado al aire libre del Puente del Sur, que es un hervidero de olores, de voces, de colores… El cielo se oscurece. Gritos de los vendedores, que rebajan los precios, locos aleteos de las aves de corral, muertas de hambre en sus jaulas, saltos de los peces, que escapan de los lechos de hielo y se agitan en el suelo con las bocas muy abiertas… Canela. Anís estrellado. Absenta. Vermú. Guindillas. Frutas exóticas. Frutas transgénicas de Estados Unidos. Verduras de las granjas cercanas. ¿Qué hacer entrar por sorpresa en el corazón de Pequeño Camino?
Parece una gruesa gota de pintura negra que brilla en el agua como un renacuajo. Es la vesícula biliar de una serpiente de manchas blancas. El vendedor la ha puesto en una bolsa de plástico transparente llena de aguardiente chino. La vesícula se ha hundido en el fondo de la bolsa, ha rodado y ha girado sobre sí misma, pero ha conservado su forma en el aguardiente.
Muo no ha hecho esta elección a modo de eco de la vesícula de pavo real, mucho más valiosa y mortífera, sino debido a las virtudes de la vesícula de serpiente, bien conocidas por todos los chinos. Es un fortificante muy eficaz en caso de fractura ósea. Pero la leyenda según la cual este órgano proporciona un valor de kamikaze también ha influido en la elección. Desde ambos puntos de vista, como fortificante o estimulante del valor, la vesícula de la serpiente de manchas blancas pasa por ser lo mejor.
Pero Pequeño Camino, su destinataria, nunca la probará: media hora después de la compra, un mendigo ciego que camina por la acera percibe un delicioso olorcillo a alcohol. Centímetro a centímetro, rastrea las losas con su bastón hasta encontrar una bolsa de plástico abandonada en el suelo. Se agacha, la recoge y la husmea. El alcohol se ha salido, pero en el interior hay algo minúsculo. Con la bolsa en la mano, se acerca a una tienda cercana y pregunta a la dueña, que vende productos de alimentación, bebidas y tabaco, y ha hecho que le instalen líneas telefónicas nacionales e internacionales para redondear los fines de mes con una cabina pública.
– Debe de ser del señor de las gafas -dice la mujer, que ha reconocido la bolsa al primer vistazo-. Ha entrado a telefonear. Se le había acabado la batería del móvil y quería llamar a un hotel de la periferia. Le he dicho que las llamadas a la periferia se cobran según la tarifa provincial. Ha pagado. Me parece que le han dado una mala noticia. Se ha puesto muy pálido y ha gritado: «¡No puede ser! ¡Está usted bromeando! ¡Dígame que es una broma!» Al parecer, le han confirmado la noticia, porque ha soltado el teléfono y ha salido como una exhalación a parar un taxi. No lo han atropellado de milagro. El taxi estaba ocupado. Ha echado a correr, pero tenía tanta prisa que un poco más allá ha parado a un ciclista. Ha sacado dinero y le ha comprado la bicicleta. No he visto cuánto le daba. Debía de ser mucho, porque el hombre se miraba las manos llenas de billetes y no se lo podía creer. El hombrecillo de gafas se ha subido a la bicicleta de un salto y ha salido disparado. Se ha dejado un sobre con una radiografía al lado del teléfono. Cuando ha llegado, llevaba esa bolsa en la mano. Se le ha debido de caer sin darse cuenta.
– ¿Qué hay dentro? Hace siglos que no veo.
– Déjeme ver… ¿Qué será esa manchita negra? Espere, que voy a buscar las gafas. Tampoco ando muy bien de la vista…
– Es usted demasiado modesta. Oyéndola, yo diría que tiene los ojos estupendamente.
– Creo que es una vesícula biliar de serpiente.
– ¡Qué suerte! -El ciego vuelve a coger la bolsa, la pliega en forma de cono y aprisiona la punta entre los labios. Luego, levanta el cono y hace caer la vesícula al interior de su boca. La saborea con la punta de la lengua-. Es auténtica. ¡Cómo amarga!
La vesícula revienta entre sus amarillentos dientes y le llena la boca de jugo negro. Se pone a llover.
El agua resbala por los cristales de las gafas de Muo, que pedalea casi a ciegas. Apenas ve la rueda delantera, que se hunde en los charcos, salpica a la gente, deja atrás a un ciclista fantasmal y luego a otro, todavía más borroso. A toda velocidad, Muo enfila hacia la estación para dar alcance a Pequeño Camino, que, según el propietario del Cosmopolitan, se ha marchado hace un rato cojeando ligeramente.
– Llevaba unas gafas negras que acababa de comprar, y también un pack de cervezas. Me ha dicho que quería volver a casa y ver a sus padres. Antes de irse, nos ha comprado la oropéndola por cuarenta yuans, ha abierto la jaula, ha cogido al pájaro y lo ha soltado. Luego, se ha quedado mirando cómo alzaba el vuelo, hasta perderse de vista.
De momento, Muo no tiene tiempo para indagar en su memoria si ha habido signos premonitorios de la partida de Pequeño Camino. Cada segundo cuenta. El tren en dirección a la región natal de la muchacha, el mismo que cogió él hace dos semanas y en el que se encontraron, sale a las nueve.
Pero cuanto más cerca está de la estación, más admiración siente Muo por la fuerza de carácter de Pequeño Camino. Una decisión así, determinante para el resto de su vida, impone respeto.
«Yo en su lugar también huiría -se dice-. También me negaría a ser despojada de mi virginidad por el juez Di.»
Las piernas de Muo aflojan el ritmo. La lluvia se calma. Los cristales de las gafas se aclaran. Y, de pronto, para demostrarse a sí mismo que aún no se ha envilecido del todo, da media vuelta y empieza a pedalear en sentido contrario.
«¡Qué alivio! -se dice dando vueltas y más vueltas en la cama durante toda la noche-. Debe de ser la voluntad del cielo, que ha querido preservarme de mis inclinaciones polígamas. La moral del amor único está a salvo.»
En ese instante, cree oír la voz familiar de la oropéndola, huérfana de nobles padres, propiedad de un pastor cristiano. Sílabas elegantes, claras como un diamante.
«¡Qué pájaro! ¿Se habrá arrepentido por el camino? Tal vez anuncie otro regreso, el de su generosa liberadora…
La oropéndola y su misteriosa frase le recuerdan a Muo su plan de la joven virgen. («Lo bautizaré “el plan Helia” -se dice-, en honor a la diosa griega de la virginidad.») La cita con el juez Di está prevista para mañana; faltan menos de veinte horas.
Echa a correr escaleras abajo. La jaula en forma de pagoda se alza en medio del patio, solemne, solitaria, silenciosa y completamente vacía. Muo sonríe. Unos segundos espantosamente tranquilos y, después, la explosión de una crisis pueril: sacude la jaula con todas sus fuerzas, la golpea con la cabeza y los puños e intenta levantarla y volcarla, pero en vano. Salta en el aire, como en las películas de kung-fú, y le lanza patadas.
No puede desfogar su cólera durante mucho rato, porque la violencia de los golpes amenaza con desarticularle el pie y lo deja agotado. Así que Muo, el hombre maduro, con la sonrisa de beatitud de la infancia revisitada, abre la puerta de la jaula y se mete dentro.
– Soy un pájaro -dice, y suelta una carcajada.
Se golpea la cabeza en la percha violentamente y se le caen las gafas, que busca en vano. Se agacha y se queda en cuclillas, como una presa capturada.
Olores de otro mundo: barrotes metálicos helados, pintura descascarillada, excrementos, paja, bebedero, hojas muertas, granos de maíz…
– Mi noche de preparación, el simulacro de mi futura estancia en prisión. ¡La auténtica! ¡Ah, la cabeza me da vueltas! Tengo náuseas. ¿Por qué no me quito la vida esta misma noche? Si hace unos días me hubiera arrojado por la ventana de casa de la Embalsamadora, como su marido, me habría ahorrado nuevos y humillantes fracasos. Si Pequeño Camino llegara en este momento y me viera encerrado en la jaula, ¿me liberaría? ¿Dónde estará ahora ese demonio de cría? ¿En el tren? ¿Habrá sacado billete esta vez? Seguro que no. Viajar de gorra, el deporte de los pobres. ¿Y si no se ha marchado? Puede que en estos momentos esté paseando por la ciudad con algún chico, puede que haya encontrado trabajo como sirvienta o camarera en un restaurante. Volverá. Ciertos signos me dicen que está enamorada de mí. Puede que se haya ido porque me ama demasiado. Su amor es tan fuerte que todavía lo siento. Vuelve, por favor. ¿Quién viene a posarse en la percha de la jaula con sus alas de nacarado cristal? ¿Un saltamontes?
De repente, recuerda la frase que la memoria le niega desde hace días. La última frase de Cristo en la Cruz, la que repetía el pájaro: «Podéis iros, todo ha acabado.»
¡Qué pena no poder decirla en latín, como la oropéndola! Aprende latín, Muo. Ya lo aprenderé. En la cárcel. Incluso podré escribir poemas en latín, o mi testamento.
Al día siguiente, antes de ir a entregarse, Muo fue a pasar su último día de libertad con sus padres; pero, hacia las cuatro de la tarde, salieron de compras. Muo, solo en el piso, oye llamar a la puerta. Al principio desconfía. ¿Será una alucinación? Pero el ruido se repite. Abre la puerta. En el rellano hay una chica. Parece una campesina. Seguramente, una candidata para el puesto de asistenta que su madre al fin ha decidido contratar.
– Es un poco tarde -dice Muo.
Tímida, roja, la chica baja la cabeza. Con el pie derecho se restriega la pantorrilla izquierda.
– Mi padre me ha pedido que le diga…
– ¿Quién es su padre?
– El Viejo Observador.
Como si a su lado hubiera explotado una bomba, Muo está a punto de derrumbarse sobre el parquet. No olvidará ese extraño momento mientras viva. Apurado, quiere hacerla pasar e invitarla a un té, pero la lengua lo traiciona, y se oye decir:
– ¿Eres virgen?