UNO

Para conocer el quilate desta gente mexicana el qual aun no se a conocido porque fueron tan atropellados, y destruyaos, ellos y todas sus cosas, que ninguna apparentia les quedo de lo que eran antes. Ansi están tenidos por barbaros, y por gente de baxissimo quilate: como según verdad, en las cosas depolitia, echan el pie delante, a muchas otras naciones: que tienen gran presuntion de políticos…

Fray Bernardino de Sahagún


1 Los jardines flotantes

Desde el lago soplaba una brisa fresca que traía el perfume de las flores que crecían en las chinampas, las islas artificiales que hicieron de ese suelo pantanoso una majestuosa ciudad flotante. El sol todavía no era más que un fulgor rojizo tras las montañas y la gran metrópoli ya estaba en pie. Las canoas, decoradas con mascarones que representaban aves o serpientes pintadas de rojo estridente, de verde y amarillo, iban y venían repletas de maíz, de frutas y de hortalizas. Aquellos jardines ocultaban bajo la alfombra de los sembradíos su estructura de troncos unidos por cieno y limo, anclándose al lecho cenagoso con las raíces de los tupidos ahuejotes.

La plaza del mercado, rodeada de canales, se iba poblando a medida que llegaban las barcazas cargadas. Era aquél el corazón del Imperio Mexica, el centro cosmopolita hasta donde llegaban los mercaderes desde las ciudades más lejanas. Allí se negociaba toda clase de mercancías en numerosas lenguas y podían verse ropajes de todas las regiones. El alboroto de los comerciantes que pregonaban a viva voz sus ofertas, se mezclaba con la música ritual proveniente de los templos. El sonido de los timbales y las flautas anunciaba la proximidad de la ceremonia más esperada por algunos y la más fatídica para otros. No era aquél un día cualquiera; sin embargo, nada podía hacer que la gran ciudad detuviera su marcha.


Un grupo de zopilotes encaramados en la cima del Cerro del Peñón escuchaba el sonido de los tambores como si estuviesen encantados; y tenían buenos motivos para estar atentos. Sabían que eran los principales convidados de aquel rito. Esperaban impacientes que de una buena vez comenzaran a sonar los atecocolliy unas trompetas hechas de caracol ahuecado, que indicaban el comienzo de la ceremonia. Ese día iban a ser sacrificados tres mancebos y un niño. Como si aquellos pájaros carroñeros supieran que eran los intermediarios entre los hombres y los dioses, esperaban el momento en que los sacerdotes les arrojaran los corazones todavía palpitantes de las víctimas. Luego de devorarlos, levantarían vuelo y, así, en sus vientres satisfechos, llevarían las ofrendas al Dios de la Guerra.

Por fin sonaron las caracolas. Sólo entonces, los zopilotes se lanzaron al vuelo desde lo alto del cerro. Para llegar hasta la ciudad, una isla dorada en medio del lago rodeado por montañas, debían surcar una enorme distancia sobre las aguas. Volaron por encima del extenso muro que protegía a la isla de los desbordes, y desde allí pudieron divisar las cumbres de las pirámides de las ciudades gemelas: Tlatelolco y, más allá, Tenochtitlan. Fatigadas pero con el ánimo renovado por la proximidad, las aves volaron por encima de la majestuosa Calzada de Tepeyac. Atravesaron los puentes levadizos que unían los monumentales edificios erigidos entre las aguas y desde allí tuvieron un panorama completo: las montañas que rodeaban al lago se veían pobres e imperfectas en comparación con la doble pirámide de Huey Teocalli, el Templo Mayor. Al pie de la Gran Pirámide bicéfala, en la explanada del centro ritual, los pájaros vieron a los sacerdotes afilando los negros cuchillos de obsidiana contra la piedra de los sacrificios. Como si los zopilotes conociesen el ceremonial, ocuparon su lugar en lo alto de la pirámide, justo por encima del tlatoani, el monarca.


Por aquellos días gobernaba Axayácatl. Para muchos era un rey justo comparado con su antecesor, quien había incrementado los impuestos a los vasallos de un modo humillante; cierto era que el sucesor redujo los tributos pero sólo a expensas de aumentar aún más el dominio del Imperio y someter a sus vecinos. Por otra parte, todo le parecía propicio para celebrar sacrificios: si tenía que emprender una acción militar, ofrecía prisioneros al Dios de la Guerra; si eran tiempos de sequía, entregaba niños al Dios de la Lluvia; si en cambio diluviaba, ofrendaba vidas al Dios del Sol. Los sacrificios dividían la opinión de los hijos de Tenochtitlan; dado que provenían de una tradición guerrera, tal vez la mayor parte los aprobaba; sin embargo, eran muchos los que repudiaban secretamente los sacrificios humanos y se negaban a beber la sangre de sus hermanos. Ésta era una división que se remontaba muy lejos en el tiempo y ya había desmembrado a sus antepasados, los toltecas. Una parte de ellos adoraba a Tez-catlipoca, Dios de la Guerra y el Sacrificio. Otros veneraban a Quetzalcóatl, a quien consideraban el Dios supremo que se oponía a la Muerte y la Destrucción. Ambos dioses, en su antagonismo, fueron los creadores del mundo; constituían una dupla inseparable, una deidad única que contenía en sí misma la vida y la destrucción, la guerra y la paz, la noche y el día. A medida que los hombres iban tomando partido por uno u otro aspecto de esta deidad, fueron dividiéndola hasta que dio lugar a dos dioses diferentes y opuestos. Enzarzados en una guerra interna, los partidarios del Dios sombrío resultaron vencedores. Los derrotados fueron expulsados de Tula y se exiliaron en la mítica y por entonces abandonada Teotihuacan. Ciertamente, tenían pocas posibilidades de salir victoriosos de una guerra quienes, de hecho, se oponían a ella, siendo sus armas la persuasión y la palabra contra la lanza y la flecha.


De esta estirpe provenía Tepec, por entonces un anciano venerable que había hecho suficientes méritos para pertenecer al Consejo de Sabios. Pese a que sus opiniones raramente se ajustaban a los caprichos de los monarcas, su voz solía ser atendida. Jamás se había entregado a la genuflexión para alcanzar un cargo, ni decía lo que los poderosos querían oír. De hecho, no había conseguido su lugar en el Consejo por el solo hecho de haber llegado a viejo, como era el caso de la mayoría de los integrantes. Tepec era un hombre realmente sabio: fue él quien ideó el sistema de diques que defendía a la isla del avance de las aguas y quien segmentó la calzada de Chapultepec, uniendo sus tramos mediante puentes levadizos para impedir la entrada del enemigo, o bien cortarle la retirada una vez dentro. Era un verdadero oriundo de Aná-huac.un hombre del agua, obsesionado por hacer que el lago conviviera en forma armoniosa con la ciudad.

Tepec, término que significaba "cerro", tenía una apariencia completamente distinta de la que indicaba su nombre. Era un hombre sumamente delgado. Tenía una nariz espléndida: inmensa, aguileña y de fosas generosas, le confería un aire de distinción y alcurnia tolteca que llamaba al respeto. Su pelo era plateado, muy lacio y tan largo que podía cubrirse el torso y las espaldas si quería. Por lo general lo llevaba recogido con una vincha. Pese a su posición social, Tepec se mostraba austero: vestía un taparrabo de cuero, unas sandalias de piel de ciervo y llevaba el pecho cubierto por collares. Sólo usaba su pechera de cobre y el tocado de plumas multicolor cuando asistía a las sesiones del Consejo de Sabios.

Aunque no pudiese admitirlo de forma pública, el viejo Tepec se oponía a los sacrificios humanos. Y ahora, mientras veía a los cuatro elegidos siendo conducidos a la piedra ceremonial, no podía evitar un sentimiento de piedad, sobre todo por el niño que todavía no había cumplido los dos años y se veía sumamente enfermo. Siempre hacía lo que estaba a su alcance para intentar salvar la vida de los más pequeños, aunque esta vez no parecía haber clemencia alguna por parte de los sacerdotes. Había hablado con todos ellos, pero se mostraron inflexibles: eran tiempos de sequía y el Dios de la Lluvia exigía que los ofrendados fuesen niños.

El pequeño avanzaba a lo largo de la calzada conducido por un sacerdote que lo llevaba de la mano. Andaba con el paso vacilante de los niños de su edad, pero, además, cargaba con el peso de una enfermedad que le abultaba el abdomen y le confería un gesto de dolor. Apenas había aprendido a caminar y esos primeros pasos eran, también, los últimos. Detrás iban los mancebos, quienes se habían ofrecido a los dioses por propia voluntad. Habiendo sido agasajados durante todo el año con manjares, festejos y regalos, después de haber cohabitado con vírgenes en fiestas orgiásticas, ahora debían pagar con su vida los placeres que les habían sido concedidos. No podía compararse su situación con la del niño que no tuvo la oportunidad de elegir su destino. Ataviado con ropajes coloridos y plumas, el pequeño se acercaba con los ojos llenos de asombro, sin saber lo que le esperaba unos pasos más adelante.

Los sacerdotes comenzaron la danza ritual ante la multitud reunida alrededor del centro ceremonial que, enfervorizada, gritaba el nombre del Dios de la Guerra. Por fin recostaron al niño sobre la superficie pulida de la piedra y uno de los sacerdotes levantó su brazo empuñando el cuchillo afilado.

Los zopilotes, cebados igual que la muchedumbre, se balanceaban de un lado al otro. El emperador, sentado en su trono de piedra, se dispuso a dar la orden para que comenzaran los sacrificios.

2 El elegido

En el mismo instante en que el cuchillo estaba por enterrarse en la carne del niño, el viejo Tepec saltó del estrado reservado al Consejo de Sabios, elevó su bastón, caminó hacia el centro del templo y, como si la edad no le pesara, ascendió los peldaños de la pirámide hasta llegar, contra todo protocolo, a los pies del emperador. La multitud enmudeció. Los guardias quedaron expectantes a la espera de una orden; nunca antes nadie se había atrevido a semejante cosa. El anciano se inclinó respetuosamente y, sin mirarlo a los ojos, cosa prohibida a los subditos, se dirigió al rey con firmeza. Señalando al niño, le dijo que aquel esperpento escuálido y barrigón era muy poca cosa para ofrendar a los dioses, que ese pequeño provocaría la ira de Huitzilopotchtli, Dios de la Guerra, y lo vomitaría sobre la ciudad enviando pestes, desdichas e inundaciones.

– No hará más que traer la desgracia sobre Tenochtitlan -concluyó el viejo.

Si aquellas palabras hubiesen sido pronunciadas por cualquier otra persona, Axayácatl lo habría mandado a ejecutar de inmediato. Pero viniendo de quien tanto había hecho por el Imperio, tal vez hubiera motivos para dudar. El sacerdote que empuñaba el cuchillo pidió a los gritos al rey que no escuchara al anciano y se dispuso a descargar la punta afilada sobre aquel pecho diminuto y agitado. La multitud acompañó el pedido con una aclamación unánime. A un ápice estaba la cuchilla del cuerpecito enfermo, cuando Axayá-catl le ordenó al clérigo que se detuviera. Los zopilotes presenciaban la escena desesperados y lanzaban graznidos de indignación. El sacerdote se acercó hasta el monarca e intentó hacerle ver que no era posible cumplir la petición de clemencia de un mortal, por muy venerable que fuese.

– No lo hago por compasión -le replicó el anciano, y le dijo que, al contrario, resultaría una imperdonable ofensa obsequiar a los dioses un niño evidentemente corrompido por la enfermedad.

El sacerdote se llamaba Tapazolli, nombre que significaba "nido de pájaros". Era un hombre de gesto severo y se caracterizaba por ser un mal verdugo: la muerte, en las manos de Tapazolli, era una lenta agonía. A diferencia de la mayoría de los sacerdotes, que ejecutaban sacrificios con mano veloz y separaban el corazón del pecho en unos pocos movimientos, él lo hacía con una minuciosidad tal, que parecía deleitarse en el sufrimiento. Tapazolli, igual que Tepec, también descendía de los antiguos toltecas y, a diferencia del anciano del Consejo, traía el legado de los guerreros que adoraban a Tezcatlipoca, advocación del Dios Huitzilopotchli a quien estaba dedicado el sacrificio que se disponía a ejecutar si, de una vez por todas, se lo permitían.

Tapazolli opuso que había que matar al pequeño de todos modos, ya que era huérfano, efectivamente estaba enfermo y de todas formas iba a morir.

– Entonces eres tú el que pide clemencia -le dijo el rey al sacerdote.

Era inadmisible anteponer la piedad humana a las voluntades divinas. Había que ofrendar a los mejores, no a los desahuciados. Axayácatl ordenó que liberaran al niño. El sacerdote bajó la cabeza e igual que la muchedumbre agolpada al pie de la pirámide, guardó silencio. Tapazolli nunca iba a olvidar aquella humillación pública. Ya habría tiempo para cobrarse esa deuda.


No era la primera vez que el viejo Tepec lograba salvar una vida; ya otras veces había conseguido disuadir a los sacerdotes con distintos ardides. Pero nunca había tenido que llegar a interceder ante el mismísimo monarca para devolver un niño a sus padres. Sólo que esta vez no había a quien restituirlo, ya que el pequeño era huérfano. El rey, considerando esta situación, llamó aparte al anciano y, señalando al niño, le dijo:

– Es cierto; es poca cosa para ofrendar a los dioses. Pero lo que resulta poco para los dioses, puede ser mucho para los hombres. Viejo terco… -murmuró el soberano.

Tepec sonrió ante el afectuoso reto del monarca. Pero la sonrisa se le trasformó en una mueca de espanto cuando Axayácatl completó la frase:

– … a partir de ahora te harás cargo del niño.

3 La calle de los herbolarios

El viejo Tepec maldecía su suerte. Sentado en la poltrona de su casa, contemplaba al niño que lloraba sin parar mientras se revolcaba en el suelo. Se preguntaba cómo se le había ocurrido semejante idea. Tenía la edad en que los hombres sólo aspiran a la tranquilidad, y ahora debía empezar todo de nuevo. Ya había criado dos hijos y no parecía dispuesto a pasar otra vez por eso. Con el único propósito de dejar de oír esos berridos, alzó al niño y consiguió que se distrajera con los collares que adornaban su pecho; las numerosas cuentas con las que jugaba el pequeño como si fuesen una sonaja, indicaban que su dueño era un hombre de casta superior y un funcionario con grado de ministro. El sonido de las piedras y las cuentas de oro chocando entre sí, hacía que el niño se calmara por breves momentos. Pero al rato se retorcía dando unos alaridos agudos y estridentes, lo cual, en cierto modo, resultaba una buena señal para el viejo, ya que era la prueba de que, al menos, los pulmones funcionaban bien. Sin embargo, el vientre estaba muy hinchado y contrastaba con la extrema flacura del resto del cuerpo. No había hueso que no se hiciera notar detrás de la piel que, ciertamente, estaba bastante irritada. Tepec palpó aquel abdomen inflamado y comprobó que estaba lleno de parásitos. No sin fastidio, envolvió al pequeño en una red de cáñamo, se lo colgó por delante del pecho y salió de la casa. Si se apuraba, todavía podía llegar a conseguir algunas medicinas antes de que oscureciera.

El anciano vivía en el barrio de Mollonco Itlillan, un cal-pulli al Sudoeste del Gran Templo, habitado por la nobleza mexica más rancia. La mayor parte de las construcciones eran palacetes que surgían desde los canales y jardines floridos que perfumaban el aire. La casa de Tepec era amplia y sólida, estaba hecha de piedra, cantería y madera. Contaba con cinco aposentamientos y un gran jardín flotante sobre el canal, con un embarcadero en el que amarraban varias canoas. Tenía por servidumbre siete esclavos, tres hombres y cuatro mujeres, que eran casi tan viejos como él y, de hecho, eran su familia. Había tenido dos esposas y, a lo largo de su vida, cerca de cuarenta concubinas, aunque ya no conservaba ninguna. Había enviudado dos veces, con cada esposa tuvo un hijo varón, aunque prefería no recordar esa parte de su vida: sus dos hijos habían muerto.

Hacía muchísimos años que no cargaba un niño en brazos y al principio sintió pánico, como si temiera que la criatura fuera a desarmarse o que se le resbalara de las manos. Pero cuando la tuvo afirmada en la red por delante del pecho, pudo sentir el pequeño corazón latiendo y el suyo se conmovió. Quiso evitar un recuerdo, pero no pudo. Un nudo le cerró la garganta.

Desde su casa, Tepec podía ir hasta el mercado a pie por una de las avenidas pero, dado el apuro, resultaba más rápido ir en la canoa. Era una eminencia y todo el mundo lo conocía. La noticia de que el viejo debió hacerse cargo del niño por abrir la boca cuando no debía, había corrido velozmente. Su cargo público obligaba a los demás a inclinar la cabeza a su paso, sin que pudiesen mirarlo a los ojos. Sin embargo, a medida que avanzaba por los canales llevando al crío colgado como si fuese una madre, provocaba risas socarronas. El anciano podía escuchar los comentarios, pero seguía con la vista al frente simulando no darse por enterado. Por fin amarró en uno de los tantos muelles del mercado y apuró el paso hasta la calle de los herbolarios.

En el mercado nada estaba librado al azar: cada rubro tenía su propia calle. Pese a la inmensidad de la plaza por la que a diario pasaban decenas de miles de almas, era imposible perderse. Cualquier cosa, por más rara que fuese, podía hallarse rápidamente. Tepec descendió de la canoa y atravesó la calle de los peluqueros, donde los hombres se hacían lavar la cabeza, se rapaban o mandaban hacerse complejos arreglos en el pelo. Más allá estaba la calle donde se sucedían los comedores en los que servían toda clase de platos, fríos y calientes, carnes y pescados. Por esa hora, la gente se reunía también a beber, cosa que no estaba permitida, de modo que debían hacerlo de forma más o menos clandestina. El viejo apuró el paso, cruzó la calle de las telas y la de la loza, pasó por los ruidosos corrales donde se exhibían los pájaros y, por fin, llegó hasta la calle de los herbolarios: de un lado estaban las tiendas que vendían las hojas, raíces y hierbas sueltas; enfrente se ofrecían los preparados, tales como ungüentos, emplastos, lociones, bálsamos y pociones. El anciano entró en una de estas últimas y saludó con afecto al dueño de casa, un viejo casi ciego que se movía, sin embargo, sin ninguna dificultad. El herbolario examinó al pequeño con sus manos y, al llegar al vientre, no pudo evitar un gesto de preocupación. Palpó cada ápice de ese abdomen inflamado y luego colocó al niño en tal posición que consiguió que regurgitara un líquido amarillento/Olió profundamente aquel fluido viscoso y hediondo y, por fin, dio su veredicto:

– No creo que vaya a vivir -dijo terminante. El viejo, con una cara impertérrita, reclamó:


– Tiene que haber un remedio.

El herbolario guardó silencio y le extendió a su antiguo cliente una redoma alargada que contenía una pócima y un atado de ramas muy delgadas de ahuejote. Luego le explicó cómo debía administrar el remedio. Tepec supo que no iba a poder dormir durante los próximos tres días: debía encender una de aquellas pajuelas dejando que el ambiente se ahumara; una vez consumida, tenía que darle de beber un sorbo de la medicina al niño, de inmediato encender otra ramita y repetir la toma al volver a quemarse por completo. Eso debería hacer durante los próximos tres días con sus noches. El viejo ignoraba si el humo tenía alguna utilidad terapéutica o si sólo indicaba la continuidad y frecuencia de la toma de la pócima; sea como fuere, cada día se consumían cerca de veinticuatro ramas. Tepec pagó con una bolsita llena de polvo de oro y al día siguiente le haría llegar tres sacas de cacao.

Antes de que el viejo saliera de la tienda con el niño, el herbolario repitió:

– No creo que vaya a vivir.

Tepec ya había perdido a sus dos hijos y no estaba dispuesto a entregar esa última e inesperada posibilidad de dejar descendencia. Lo alzó nuevamente en su brazos y se aferró al pequeño desahuciado como si fuese la única esperanza de vida para él.

4 Otoño en primavera

El viejo tenía buenos motivos para negarse a rendirle culto al Dios de la Guerra y los Sacrificios. Hacía muchos años, sus hijos habían partido con el gran ejército mexica a la conquista de los territorios que ocupaban los vixtotis en el Sur. Así como antes habían conseguido dominar a sus antiguos opresores, todo hacía prever una campaña militar exitosa y una aplastante victoria sobre el enemigo. Sin embargo, el tiempo pasaba y no llegaban noticias de las huestes.

Tepec había criado a sus hijos en los antiguos principios de sus antepasados toltecas, término este último que significaba "hombres sabios". Y así consideraba Tepec a sus ancestros antes de que triunfara la nueva facción de los guerreros. A juicio del anciano, la guerra no sólo había hecho que los toltecas dejaran de ser sabios, sino que, sencillamente, hizo que dejaran de ser. Tepec nada podía hacer para impedir que sus hijos marcharan al frente de batalla; al contrario, era su obligación como funcionario entregarlos para que sirvieran al ejército del emperador. El día que se despidió de ellos se recriminó el hecho de haberlos educado en la ciencia, la poesía y el conocimiento, en lugar de templarlos en la lucha y el arte militar. Finalmente, la guerra parecía ser el único destino que podía esperar un hombre joven.


Todo esto recordaba el viejo, mientras encendía una rama de ahuejote, velando por la recuperación del pequeño, que descansaba con un sueño frágil, quebrado por el dolor. Y cuanto más miraba al niño, tanto menos podía olvidar a sus hijos. Cuántas veces había tenido que pasar la noche despierto para atenderlos cuando estaban enfermos. Y ahora, se decía Tepec, en«l otoño de su existencia, debía empezar nuevamente. No pensaba en el sacrificio que significaba criar un hijo, sino que se resistía a la idea de que el pequeño sufriera. Por otra parte, sabía que él no viviría muchos años más y que, de hecho, lo estaba condenando, nuevamente, a la orfandad.

Mientras el humo de la rama ardiente invadía el aire, en la misma medida se iba poblando de recuerdos la memoria del viejo. Jamás iba a olvidar el día en que recibió la terrible noticia. Después de varias lunas sin saberse nada, corrió la voz: desde la montaña estaban llegando, por fin, las tropas. La gente salía de las casas o interrumpía sus trabajos para ir a recibir a los heroicos hijos de Tenochtitlan. Entre ellos, claro, corrían también Tepec y sus esposas. Sin embargo, en lugar de encontrarse con un ejército victorioso, pudieron comprobar que se trataba de unos pocos hombres devastados por la fatiga y la vergüenza. Habían sido derrotados. Sólo había logrado sobrevivir ese puñado de soldados. Traían las armas quebradas, los ropajes hechos jirones y las peores noticias. Tepec supo por boca de ellos que uno de sus hijos, el mayor, había sido alcanzado por una flecha enemiga que le atravesó el cuello y murió sin sufrir. En cambio el menor, de apenas trece años, había caído prisionero y su corazón fue ofrendado al Dios de la Guerra. Aquel Dios infausto al que su propio pueblo rendía pleitesía. Unos y otros se estaban matando en nombre de las mismas deidades. Si había un Dios tan ignominioso para exigir la vida de propios y ajenos, de los hijos de los unos y los otros, entonces el enemigo no podía ser otro más que ese Dios. Así pensaba el viejo.

Tepec creía que habría de ser imposible vivir con semejante dolor. Pero no sólo sobrevivió a eso, sino también a la muerte de sus dos esposas; ése era el precio de la longevidad. Recostado con el niño sobre su pecho, el viejo miraba atento la brasa de la rama para darle el remedio no bien dejara de arder.

Tres días con sus noches pasó Tepec peleando contra el sueño. Tres días con sus noches sin que se le pasara una sola toma de la medicina. Tres días con sus noches velando, literalmente, para que la madera no dejara de arder. Tres días con sus noches consolando al niño cada vez que lloraba. Y al cabo de esos tres interminables días con sus noches, el niño se restableció. Contra todos los pronósticos y los sombríos augurios de los sacerdotes, se curó por completo. El viejo Tepec consiguió arrancarlo de las garras sangrientas del Dios de la Guerra primero y de las manos mórbidas de la enfermedad después.

Al término de tres días con sus noches, el anciano pudo ver, por fin, cómo aquel hijo que Quetzalcóatl, el Dios de la Vida, puso en sus manos, dormía con un sueño plácido. Con esas mismas manos sarmentosas, huesudas y arrugadas, Tepec alzó al niño hacia el cielo de la madrugada y le puso por nombre Quetza, que significaba "El resucitado".

5 Las voces del valle

A diferencia de la mayoría de los padres de Tenochtitlan, quienes consideraban a sus hijos como un regalo de los dioses, Tepec creía, al contrario, que había que protegerlos de ellos para que no se los arrebataran en guerras o sacrificios. Antes de ingresar al Telpochcalli o al Calmécac, los dos fundamentos de la educación mexica, la instrucción de los niños durante los primeros años, quedaba en manos de la familia: las mujeres educaban a las hijas y los padres a los hijos varones.

Tal vez porque ya tenía edad sobrada para ser abuelo, quizá porque el hecho de haber perdido a sus hijos ablandó más aún su corazón, Tepec crió a Quetza en el cariño y el consentimiento y no en el rigor propio de la crianza de los mexicas. La educación familiar solía ser muy dura y los castigos, en ocasiones, llegaban a la crueldad: era frecuente el azote con varas de caña verde, las punzadas con púas de maguey o la sofocación mediante el humo de pimientos quemados, que causaba un ardor insoportable en ojos y nariz. La educación de las mujeres era menos rigurosa en cuanto a los castigos corporales pero, en cambio, incluía grandes humillaciones morales. A menos que se tratara de las hijas de las akíiianis, las prostitutas, y siguieran los pasos de sus madres, las niñas que eran sorprendidas en una actitud no ya de lascivia, sino de simple seducción, debían barrer al anochecer fuera de la casa en señal de repudio, una suerte de condena pública mucho más oprobiosa que una paliza.

Desde los cuatro años los niños debían comenzar a trabajar: al principio se trataba de tareas simples y, a medida que iban creciendo, los trabajos se hacían más complejos y pesados. Los varones, por lo general, heredaban el oficio del padre y las mujeres se ocupaban de las tareas de la casa.

Quetza tuvo una infancia feliz. El único rigor que le imponía Tepec era el intelectual. El modo de enseñanza de los padres a los hijos dentro del hogar se ajustaba al enunciado de los huehuetlatolli, las Palabras de los Sabios. Se trataba, por regla general, de una cantidad de apotegmas, proverbios y discursos que resumían los principios mexicas. Ningún aspecto de la existencia escapaba a estos postulados trasmitidos a través de las generaciones. Se pronunciaban oraciones para recibir a los que venían al mundo y para despedir a los que lo abandonaban. Los niños escuchaban con atención los consejos de sus padres con relación al trabajo, a la guerra y a la observancia de los dioses. Las madres decían fórmulas a sus hijas acerca de la preparación para el matrimonio, y la crianza de los hijos.

La mayor parte de los huehuetlatolli, según se creía, provenían de los fundadores de Tenochtitlan; sin embargo, Tepec, fiel a su ascendencia, recitaba a Quetza los antiguos proverbios de los toltecas. El viejo solía alzar en brazos al pequeño cuando éste aún ni siquiera sabía hablar y, junto al fuego, pronunciaba las oraciones dedicadas a los huérfanos adoptados:


Pequeña semilla del cardo abandonada al viento, perdida en la brisa sin abrigo y sin amparo. Óyeme, chiquito, polen de la flor que se ha marchitado, náufrago del aire, soy yo ahora tu padre, la tierra fecunda en la que habrás de echar raíces y alzarte al cielo con verdes ramas. Soy tu suelo firme para que en mí reposes y encuentres el sostén. Soy ahora tu padre, el colibrí que tomó el polen de la flor marchita, mi pequeño, para mostrarte el camino de las demás flores y no estés nunca más en soledad. Chiquito, soy ahora tu padre, soy la casa para darte cobijo y el fuego y el agua. Te ofrezco un nido, pequeño quetzal perdido, para que nunca más me alcance a mí la soledad [1]


Y así, el viejo con el pequeñito recostado sobre su pecho, que aunque duro y lleno de huesos le resultaba a Quetza tan mullido y cálido como un lecho de plumas, ambos se dormían.

Quetza era hijo de prisioneros acohuas; su padre, un soldado capturado durante la campaña de conquista, había sido sacrificado al Dios de la Guerra. Su madre había muerto cubriendo con su cuerpo a sus tres hijos de la lluvia de flechas y lanzas. La guerra no era para los mexicas sólo una disputa territorial tendiente a dilatar los dominios del Imperio. Era, ante todo, la manera de mantener la fuente de ofrendas para los dioses; en cada batalla, el bando victorioso tomaba la mayor cantidad de prisioneros para ofrecerlos en sacrificio ritual. Ése fue el destino no sólo del padre de Quetza, sino también el de sus dos hermanos. Tal vez por haber sido arrancado tan tempranamente de los brazos de su madre, quizá por haber presenciado aquel acto brutal en el que fue muerta, Quetza necesitaba tener la certeza de que no iba quedar nuevamente abandonado. Todo el tiempo reclamaba la proximidad de Tepec y, cuando el viejo estaba lejos, el niño no podía evitar un sentimiento de pavor que lo sumía en un silencio tal, que ni siquiera podía llorar. Viendo que debía fortalecer el corazón temeroso de su hijo, el anciano le recitaba aquellos huehuetlatolli de sus antepasados toltecas que no buscaban la exaltación de la muerte y el miedo, sino, al contrario, llamaban a la calma frente al misterio de la existencia y a morigerar el temor ante la certeza de la muerte.


Oye, mi pequeño, no hay por qué temer a la sombra porque nos recuerda que es sombra de luz. Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla.

Y a medida que Quetza crecía y aprendía a hablar, aquellas palabras se le hacían carne y su corazón se iba templando poco a poco. Tepec creía, igual que sus ancestros, que era el miedo el único enemigo del hombre y que el temor, hijo del oscurantismo, era la mejor herramienta de dominación.

Mira, oye, entiende, así son las cosas en la Tierra. No vivas de cualquier modo, no vayas por donde sea. ¿Cómo vivirás, por dónde has de ir? Se dice, niño mío, quetzal, chiquito, que la Tierra es en verdad un lugar difícil, terriblemente difícil. Pero eso sólo es verdad para quienes andan a tientas en las tinieblas, en la ignorancia. Si te encomiendas a Quetzalcóatl, Dios de la Luz, no hay nada que temer. El conocimiento, mi niño, no consiste en echar oscuridad sobre la luz, como hacen tantos, sino en caminar con la antorcha de la razón por delante. Se teme lo que se desconoce; igual a la luz de la antorcha es el afán del conocimiento y donde arde ese fuego se quema el miedo, todo miedo, para siempre.

Quetza se convirtió en un niño de porte robusto y estatura breve. Tenía una sonrisa blanca y unos ojos sagaces que, más que mirar, indagaban. Ningún vestigio quedó en su cuerpo ni en su ánimo de la vieja enfermedad. Tepec nunca le ocultó la tragedia que había signado sus días; sabía cuál había sido el destino de sus padres verdaderos y el de sus hermanos. Su espíritu, antes temeroso, se robusteció, sin que por eso se endureciera su corazón. Pese a que Quetza sabía que no era un mexica y que, al contrario, fueron ellos los que lo arrancaron de su familia y de su pueblo, jamás sintió que viviera en el seno del enemigo. Tepec lo había criado en la idea de que todos los pueblos que compartían el valle y la lengua náhuatl, alguna vez habían sido un solo pueblo y, más tarde o más temprano, debían volver a serlo, que aquellas matanzas demenciales tenían que terminar, que esas luchas para la obtención de corazones jóvenes no hacían más que cebar de sangre al Dios de la Guerra. Sin embargo, Quetza no ignoraba que sus vecinos de calpulli lo trataban como si fuese distinto de ellos. En rigor, en aquel barrio habitado por la nobleza mexica, todos aquellos que no fueran pipiltin eran considerados inferiores. Mucho más, si se trataba de oriundos de los pueblos que circundaban el lago, fuesen o no tributarios de Tenochtitlan. Por muy respetado que fuese Tepec, nadie ignoraba que el niño que había tomado bajo su cuidado era un acohua y que, por lo tanto, por sus venas no corría la sangre de los hijos de Tenoch. Quetza recibía la indiferencia, cuando no el rechazo de los demás niños del calpulli, hecho al que, desde luego, no era insensible. NcLsucedía lo mismo con los hijos de los esclavos, con quienes se sentía a gusto y lo recibían como si fuese uno de ellos. De hecho, el viejo Tepec muchas veces reunía a varios de los hijos de los esclavos e, invitándolos a que se sentaran en torno de él, les recitaba también huehuetlatolli.

Los dos grandes amigos de Quetza eran Huatequi e Ixa-ya. Ambos eran hijos de dos esclavas de la casa. Hautequi, cuyo nombre significaba "golpear madera" ya que, cuando pequeño, la única forma de calmarlo para que dejara de llorar era dándole dos palitos que hacía sonar golpeándolos una y otra vez, era todo lo contrario de Quetza: era alto, muy delgado y un tanto torpe de movimientos. Ixaya era una niña de una belleza infrecuente; tal como indicaba su nombre, tenía unos ojos muy redondos, claros y grises como las nubes después de la tormenta. Llevaba su hermosura con naturalidad, como si no le otorgara ninguna importancia. Quetza y Huatequi eran amigos inseparables; sin embargo, la presencia de Ixaya agregaba a su relación fraterna un componente de rivalidad; a veces, sin advertirlo, competían por su atención y podían hacer cualquier cosa para ganar una mirada de aquello ojos grises, desde trepar un árbol y hacer equilibrio en lo alto, hasta arrojarse de cabeza a las aguas heladas del lago en pleno deshielo.

Quetza se reunía con sus amigos en los jardines del cal-pulli y pasaban las tardes jugando Tlachfli. En rigor, se trataba de un remedo infantil del juego ceremonial reservado a los adultos. El verdadero Tlachtli se jugaba en el campo delimitado por el Templo Mayor y el recinto consagrado a los caballeros Águila. En lugar del alto aro de piedra ubicado en el muro de la pirámide, usaban una canasta colocada sobre la rama de un árbol. Y no sólo golpeaban la pelota con las caderas, el pecho, los pies y los codos, como se hacían en el juego verdadero, sino que se ayudaban con las manos. Tepec acostumbraba sentarse al borde del improvisado campo de juego y, con mucha seriedad, estudiaba el curso del juego. Por momentos instaba a los niños a que prescindieran de las manos e impulsaran la pelota como correspondía. Como si no se tratara de un simple juego infantil, el viejo los exhortaba a que planificaran tácticas y a que se distribuyeran de manera estratégica en el campo. Tal vez porque él mismo había sido jugador en su juventud, quería que, si acaso Quetza llegaba a jugar alguna vez en el campo ceremonial, estuviese preparado de la mejor forma: el equipo vencido debía honrar la derrota con la vida de sus integrantes. Y, en efecto, además de divertirse, Quetza jugaba Tlachtli como si en cada partido le fuera la vida.

Otro de los juegos era la lucha de los caballeros Águila y los caballeros Jaguar. También era un imitación pueril de otro rito que despertaba el fervor de la gente. Para los chicos se trataba de una suerte de combate entre los dos clanes guerreros; se disfrazaban con máscaras talladas por ellos mismos y se cubrían con telas pintadas que semejaban las plumas del águila y la piel del jaguar. Así ataviados, armados con espadas de madera de filo romo, Quetza y Huatequi se trenzaban en una lucha que consistía en tocar con la hoja cualquier parte del cuerpo del contrincante. Ixaya presenciaba el combate sentada con las piernas cruzadas, lo cual ciertamente exacerbaba los ánimos de los contendientes hasta la brutalidad. Si bien este juego por momentos parecía violento, el verdadero era, lisa y llanamente, atroz: eran sólo tres participantes, un caballero Águila, un caballero Jaguar y un prisionero enemigo, por lo general un tíaxcalteca, rivales tradicionales de los mexicas. Los dos primeros estaban armados con espadas de filo de obsidiana, capaces de cortar una cabeza de cuajo con un sablazo certero, mientras que el prisionero sólo tenía una espada sin filo alguno. Luego de una danza que imitaba el vuelo del águila y los saltos del jaguar, los guerreros atacaban al soldado mal armado, que se defendía tanto como le era posible. Ante los gritos fanatizados del público que previamente había apostado por uno de los dos clanes, quien conseguía dar la estocada letal resultaba el ganador. Tepec abominaba de aquel juego aunque, a regañadientes, toleraba el remedo infantil porque, finalmente, constituía una práctica temprana de las batallas reales. Y quería que, si le tocaba ir a la guerra, su hijo estuviese bien preparado.

Fue por estos días de infancia cuando Quetza descubrió la vocación que habría de signar su existencia.

6 Madera de navegantes

Desde muy pequeño Quetza demostró un talento notable para diseñar y armar embarcaciones. Al principio construía canoas de juguete, ahuecando pequeños troncos con una cuña de obsidiana. Eran éstas réplicas tan exactas que, viéndolas sin otra referencia, no se diferenciaban de las auténticas. Podía pasarse horas en la orilla de los canales estudiando cómo se comportaban sus naves frente a las adversidades que él mismo les deparaba, fabricando tempestades con sus manos. Examinando cuáles eran las causas que las hacían zozobrar, las iba perfeccionando hasta que pudiesen mantenerse a flote ante las peores calamidades. A la copia en escala de las canoas de troncos, siguió la compleja técnica de armar los cascos con juncos entrelazados.

Quetza solía ir hasta el mercado y allí se quedaba, mirando cómo trabajaban los armadores de canoas, desde la mañana hasta el anochecer. Con el tiempo llegó a hacerse amigo de uno de ellos, un hombre envejecido por el desánimo más que por los años; pese a su apariencia senil, tenía las manos jóvenes y veloces para ahuecar la madera o entrelazar los tallos secos. Le decían Machana, nombre que significaba "tejer caña". Era una amistad silenciosa. Casi no se hablaban. Quetza lo ayudaba en pequeñas tareas como ir a buscar esparto para unir cañas o amarrando las canoas terminadas a los embarcaderos. Pronto se convirtió en su aprendiz y el hombre, al fin del día, le regalaba un puñado de juncos seleccionados para que pudiese construir sus pequeñas embarcaciones. Quetza sentía por su maestro una mezcla de admiración y cierta silenciosa pena: no se explicaba cómo podía sustraerse a la tentación de navegar en las maravillosas canoas que él mismo hacía y, en cambio, se pasaba el día entero doblado sobre sus espaldas sentado en el mismo sitio. Habiendo fabricado miles de canoas, nunca había cruzado el lago y, de hecho, decían, jamás salió de la isla. Y como vivía junto a la tienda, ni siquiera tenía una canoa propia. Cierta vez, tímidamente, Quetza le hizo ver esta paradoja, a lo cual el viejo contestó:

– Se es lo que se hace.

Con aquellas escuetas palabras, Quetza entendió que el viejo Machana podía navegar en torno del lago, por todos los ríos que de él salían y por las costas del mar en el que los ríos convergían, sin haberse movido jamás de ese mercado.

Machana le decía a su aprendiz que cuánto más esmero pusiera en la construcción de una canoa, tanto más lejos habría de llegar. Y, ciertamente, Quetza quería llegar lejos. No sólo soñaba con ir más allá del lago y surcar los ríos que en él confluían; quería llegar hasta al mar y, no conforme, saber qué había al otro lado. Y para eso debía construir una nave capaz de soportar mareas, vientos y tempestades.

Un día, al llegar al mercado, vio que Machana lo esperaba sentado sobre un tronco. Con una expresión como nunca le había visto, le dijo que había llegado el gran momento: en pago por la ayuda que le había dado durante todo ese tiempo, había decidido regalarle la mejor de todas las canoas.

– Aquí está -dijo el viejo.

Quetza miró en todas las direcciones pero no vio nada. Se asomó hacia el embarcadero y tampoco distinguió ninguna acalli nueva. Viendo que la alegría inicial de su discípulo se diluía en un gesto de desconcierto, el viejo le dijo:

– Lo primero que tiene que aprender un armador de canoas es a mirar. Está frente a tus ojos.

Sólo entonces Quetza reparó en el tronco: era una madera de forma tortuosa y aspecto deslucido. Percibiendo la decepción de su aprendiz, Machana le hizo notar que un buen naviero, antes que el tronco, debía ver la canoa que él contenía. Pero además de su forma caprichosa y compleja, a Quetza le resultó una madera mucho menos vistosa que las que usaba a diario. Entonces el viejo le dijo que, aun antes que la nave y el tronco, un armador debía aprender a ver la madera que se escondía bajo la corteza.

El viejo Machana se incorporó, arrancó un pedazo de cascara negruzca y ajada y, como si acabara de abrir una caja que contuviera un tesoro, apareció una madera dorada, suave y de una textura tan lisa como la superficie del lago.

– Es un cacayactli, vale más que el oro. No existe otra madera igual para construir canoas. Es tuyo -le dijo al tiempo que le extendía una cuña de obsidiana- quiero que me muestres el barco que oculta el tronco.

Fueron cuarenta jornadas de trabajo arduo. Quetza se pasaba el día tallando, ahuecando, puliendo y midiendo. A la noche, exhausto y con las manos ampolladas, se dormía pensando en su canoa, soñaba con ella y se levantaba al alba para volver a poner manos a la obra. Trabajaba en soledad dentro de una tienda en la que el viejo dejaba secar los troncos; vigilaba con escrúpulo que nadie viese su barcaza hasta que estuviera completamente terminada.

Al cabo de esos cuarenta días de trabajo, Quetza saiió por fin de la tienda. Agitado y sudoroso, llamó a Machana y lo invitó a que viera la obra. El viejo, en silencio, caminaba en torno de la canoa pasando la palma de su mano por la superficie. Se sintió homenajeado. Era una embarcación como nadie antes imaginó: la quilla, dorada y pulida, tenía la terminación de la piedra. Sobre el casco había un habitáculo de junco enlazado y, debajo, un depósito para guardar vituallas. Los cuatro remos podían fijarse al casco mediante trabas y se accionaban desde dentro, sin que los remeros tuviesen que asomar los brazos. Sin embargo, Machana no podía dar un veredicto antes de probarla. Sólida y a la vez ligera, la botaron al lago y, al abordarla, la sintieron estable, segura y acogedora. Remaron de forma acompasada y comprobaron que era veloz y muy dúctil. Luego de dar una vuelta completa a la isla, como si lo hicieran en el aire y no en el agua, regresaron, desembarcaron y se quedaron de pie en tierra contemplándola sin hablar. Quetza supo que el mutismo de su maestro era el mejor veredicto que podía esperar. Entonces, sin decir palabra, Quetza amarró la canoa, giró sobre sus talones y se fue. Ya había aprendido todo lo que debía saber.

Machana guardó silencio y Quetza, mientras se perdía entre el follaje, supo que el viejo aceptaba el regalo. Era hora de que tuviese su propia canoa. Ya tendría tiempo el discípulo para armar su barco.

Toda una vida.

7 El adelantado de las estrellas

Al cumplir los quince años, Quetza era un hombre de cuerpo fuerte y macizo. No era demasiado alto ni especialmente agraciado. Sin embargo, sus ojos negros y rasgados tan llenos de curiosidad le conferían una expresión inteligente y vivaz. Tenía la sonrisa generosa, pero la nariz era demasiado pequeña e insignificante. Quetza se lamentaba de no ser dueño de una nariz prominente, de fosas dilatadas y aletas amplias como les gustaba a las mujeres. Suponía que ése era el motivo por el cual Ixaya nunca se había fijado en él más que como un gran amigo. La vieja rivalidad infantil con Huate-qui parecía haberse diluido con el paso de los años; sin embargo, ésta era sólo una apariencia: en lugar de trabarse en luchas e interminables juegos de pelota, ahora que eran adultos, competían para ver quién era más hombre. Huatequi tenía el porte de un guerrero: era alto, delgado y su cuerpo presentaba el aspecto de una talla labrada. Su nariz, enorme como el pico de un tenancalin, le daba un aspecto viril e imponía respeto. Quetza había sorprendido varias veces a Ixaya contemplando su perfil, viendo de soslayo cómo se tensaban los músculos de su abdomen mientras su amigo practicaba puntería con el arco y la flecha. Entones Quetza sufría en silencio. Sin embargo, también Huatequi podía jurar que los ojos grises de Ixaya se obnubilaban cada vez que ella escuchaba hablar a Quetza sobre el cielo, la Tierra y los mares. Ninguno de ellos conocía el mar; su sola idea despertaba fascinación y temor entre los habitantes de Tenochtitlan, quienes se sentían protegidos entre el lago y las montañas. El mar era un concepto complejo, inabarcable como el infinito y tan temible como el Dios de los Dioses, dueño de la creación y de la destrucción. Quetza creía, sin embargo, que el mar era el único puente entre el pasado y el futuro, el nexo entre los distintos mundos. Cada vez que hablaba del mar, Ixaya abría sus enormes ojos grises y así se quedaba mirando absorta a su pequeño amigo. Huatequi sabía que Ixaya no era indiferente a su apariencia de guerrero, a su nariz prominente y a sus brazos fuertes, de la misma manera que Quetza no ignoraba que a ella la cautivaban sus palabras. Por cierto, se diría que los tres lo sabían. Hubiese sido natural que alguno de ellos estuviese enamorado de dos mujeres y, de hecho, podría casarse con ambas si había acuerdo entre las familias. Si además pertenecía a la rica nobleza, aparte de sus esposas, un hombre podía tener tantas concubinas como pudiese mantener. Pero el caso inverso era inconcebible. Si una mujer era sorprendida cometiendo adulterio, le correspondía la pena de muerte. Por ese motivo, aquella amistad infantil entre los tres, ahora que eran adultos, podía resultar peligrosa.

Las noches de luna nueva, cuando todos dormían, Quetza e Ixaya solían escaparse de la casa. Luego de una furtiva travesía en canoa se llegaban hasta el pie del Templo Mayor y, con paso sigiloso, ascendían hasta lo más alto de la pirámide. El cielo negro con todas sus estrellas fulgurando ante la ausencia de la luna sobre aquella metrópolis que brotaba del medio de las aguas, aquellas pirámides que competían con las montañas, era una visón que conmovía y abrumaba. Para Quetza el cielo era el espejo de la Tierra. Desde muy pequeño sentía una inquietante fascinación por las cosas del cielo. Sus ojos buscaban en la bóveda nocturna la explicación de todas las cosas. Siendo todavía un niño podía dibujar de memoria las constelaciones y los astros más luminosos. Sospechaba que en la comprensión de los hechos celestes podía encontrar la razón de todos los asuntos terrestres. Acostados boca arriba sobre la cúspide de la pirámide del Templo Mayor, Quetza le contaba a Ixaya el resultado de sus cavilaciones: era evidente, le decía, que todos los astros del cielo no eran redondos y planos, sino esféricos. Bastaba con observar las fases creciente o menguante de la Luna para establecer este hecho. Un disco jamás proyectaría una sombra parcial y semicircular sobre sí mismo; eso sólo ocurría con los cuerpos esféricos. Por otra parte, resultaba evidente que el Sol era también una esfera: era notorio que el Sol cambiaba su órbita durante el año; en los meses de verano describía una curva en línea con el cénit, le decía a Ixaya dibujando un semicírculo en el aire con su índice, mientras que en invierno este recorrido se inclinaba hacia el horizonte y era más breve. Si el Sol fuese un disco plano, durante esta estación debería verse ovalado, tal como se vería un medallón escorzado mostrando su canto. Sin embargo, donde estuviese, siempre se veía perfectamente redondo. Entonces, si la Luna y el Sol eran esféricos, también debería serlo Cemtlaltipac, la Tierra. Este hecho se veía confirmado durante los eclipses, momento privilegiado en que los hombres podían ver la sombra de la Tierra proyectada en la superficie de la Luna.

Para los mexicas el mundo tenía dos límites: el cielo y el mar. Así como el cielo era la frontera insuperable con aquellos astros que se veían en el firmamento, el mar era el límite absoluto, ya que ni siquiera se percibía que hubiese algo más allá. Entonces Quetza, echado boca arriba, le decía a Ixaya que la Tierra no podía ser muy diferente de los mundos que se veían en aquel cielo nocturno. Que así como resultaba claro a simple vista que había otros mundos desperdigados por el cielo, era seguro que existían otras tierras dispersas en el mar, que si no se llegaban a divisar, como las estrellas, era porque la Tierra era esférica. Quetza estaba convencido de que si alguien se aventuraba mar adentro, después de algunos días de navegación, se toparía con otro mundo. Ignoraba si había otros pueblos en las demás tierras al otro lado del mar pero existían relatos que así lo señalaban. No sabía cuánto había de cierto en los cuentos que hablaban de los hombres barbados de cara roja que solían verse a veces cerca de las costas a bordo de barcos de innumerables remos, pero eran todos muy coincidentes. El mar, según su concepción, era el nexo del presente con el pasado y el futuro. Mientras hablaba Quetza,. Ixaya por momentos cerraba los ojos imaginando cómo serían las tierras al otro lado del mar, qué aspecto tendrían aquellos hombres barbados. Entonces, sin dejar de hablar, Quetza contemplaba el perfil de su amiga, su frente alta y el pelo negro, largo y pesado, coronado por una pluma azul de alotl; mientras ella permanecía con sus enormes ojos grises cerrados, él, sin interrumpir el relato, miraba sus facciones suaves, su cuello largo y los hombros tersos. Y así, como un adelantado de los sueños, poniendo nombre a los mundos desconocidos, Quetza veía los labios encarnados de Ixaya y debía llamarse a la cordura para no besarla. Muchas veces estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevía a correr el riesgo de que todo lo que había construido, se derrumbara en un segundo. Sabía que la única forma de mantener aquellos encuentros furtivos era conservando vivo aquel fuego alimentado con la crepitante leña de los relatos. Pero por más que intentaran soslayarlo, ambos sabían que iban a tener que separarse por un largo tiempo.


La infancia de Quetza junto al viejo Tepec y a sus grandes amigos, Ixaya y Huatequi, fue un remanso de felicidad entre la tragedia que signó los primeros días de su existencia y el momento en que debió abandonar la casa. El ingreso al Calmécac fue para Quetza un inmerecido castigo.

8 Blanco, rojo, negro

Tepec no quería repetir los errores que había cometido con sus dos hijos; a ellos los había mandado a estudiar al Tel-pochcalli, la escuela a la que acudían los hijos de las familias que no pertenecían a la nobleza. Recibían una educación figurosa, militar y religiosa, aunque de allí no salían los futuros generales ni los clérigos, sino los soldados rasos que engrosaban las filas de los ejércitos. En su afán para que sus hijos no fuesen militares o sacerdotes, Tepec hizo que terminaran integrando la tropa más expuesta a las flechas enemigas. Jamás iba a perdonarse semejante desatino. De modo que, para evitar que Quetza corriera la misma suerte, lo enviaría a estudiar al Calmécac, escuela a la que acudían los hijos de la nobleza, los pipiltin. De allí egresaban los futuros gobernantes, generales y sacerdotes.

Al cumplir los quince años, Quetza se vio obligado a dejar la casa e internarse en el Calmécac. Por una parte, le resultaba sumamente difícil separarse de Tepec y, por otra, no concebía el hecho de que no pudiera ir al Telpochcalli junto a sus amigos. Huatequi, que era casi como un hermano, y los demás niños que habían crecido junto a él, dado que eran macehuates hijos de esclavos, debían ir al Telpochcalli. Por más que Quetza le imploró a su padre, no hubo forma de convencerlo. Era una decisión tomada: Tepec quería que recibiera una sólida instrucción militar para que no le ocurriera lo que a sus otros dos hijos. Por otra parte, las mujeres no tenían derecho a más educación que la que les daban sus madres en sus casas, a menos que tuviesen talento para el canto, en cuyo caso podían ingresar al cuicalli, la Casa de los Músicos. La sola idea de verse obligado a dejar de ver a Ixaya, era para Quetza un dolor inconcebible.

Como correspondía al ceremonial, el primer día de clases Tepec acompañó a Quetza hasta el Calmécac. Vestidos con sus ropajes rituales, ambos avanzaban en la canoa hacia el Templo Mayor. Navegaban serenamente entre las chinampas repletas de flores blancas como la nieve que cubría los picos de las montañas que circundaban el lago. Todo se veía blanco en ese día inaugural: la capa ritual del viejo, los collares de plata y oro pálido y la vincha de plumas de cisne que le cubrían la cabeza hasta la espalda. Y a medida que avanzaban por el canal, el ánimo de Quetza se hundía igual que los remos en el agua. Al viejo lo embargaba una mezcla de congoja y orgullo: tristeza porque sabía que no vería a su hijo durante mucho tiempo y, a la vez, mientras lo miraba hecho todo un adulto, ataviado para el acto de iniciación, no podía evitar que su pecho se dilatara. Lo contemplaba vestido con su nueva túnica blanca, las sandalias de piel de ciervo y el arreglo de plumas y recordaba cuando, trece años atrás, tuvo que cargarlo, moribundo, en esa misma canoa, para conseguir el remedio que pudiera salvarle la vida. Tepec remaba contemplando en silencio a su hijo y se decía que su misión en la vida ya estaba cumplida.

Al fin llegaron al centro ceremonial. Cuando entraron en la plaza se encontraron con un espectáculo maravilloso: al pie de la gran pirámide había miles de jóvenes que ocupaban la totalidad de la enorme explanada, todos vestidos de blanco de pies a cabeza. Sonaban timbales y caracoles; qué diferente se veía el centro de ceremonias, ahora lleno de vida, de cuando se lo destinaba a los sacrificios. Qué distinto resultaba ver a los hijos de Tenochtitlan disponiéndose para el rito de iniciación a la vida y el conocimiento, y no convertidos en una turba sedienta de sangre que se disputaba un trozo de carne humana para devorarlo cual animales, se decía Tepec. No parecía el mismo sitio. No parecía el mismo pueblo. Al fin llegó el momento: Tepec y Quetza se debían separar; se estrecharon en un fuerte y largo abrazo y evitaron derramar lágrimas. Quetza giró sobre sus talones y caminó hacia donde estaban sus futuros compañeros, sin atreverse a volver la cabeza sobre el hombro. Como un copo de nieve que cayera sobre un campo nevado, leve y despacioso, así Quetza se mezcló entre la multitud de jóvenes.

Los futuros alumnos eran conducidos por los sacerdotes, quienes les daban precisas instrucciones para organizarse conforme al ceremonial. Los iban ordenando de acuerdo con la estatura: los más altos debían ascender primero por la escalinata central hacia la cima de la pirámide. Quetza debió esperar su turno cerca del final. De un momento a otro la pirámide, majestuosa, se volvió blanca por completo tapizada por miles de jóvenes en formación perfecta. En tanto, al pie, la multitud se maravillaba con el espectáculo. Un extranjero se hubiese visto ciertamente intimidado ante semejante visión: era una ciudad imponente, monumental, con un pueblo enorme en número y organización. Luego, los sacerdotes condujeron a los alumnos agrupados en formación marcial al interior de la ermita en lo alto de la pirámide. Quetza, entre temeroso y confundido, marchó tras uno de los oficiantes. En ese instante tuvo cabal conciencia de que por mucho tiempo no volvería a ver a los suyos.

Si fuera del templo todo era blanco, una vez dentro todo se tornó negro y rojo, sombra y penumbra. A medida que los ojos de los jóvenes se iban acostumbrando a la oscuridad, podían ver las figuras monstruosas de los demonios tallados en la piedra que, con sus bocas repletas de colmillos, protegían el recinto. El corazón de Quetza latía con la fuerza de la inquietud; miró la cara de sus compañeros que avanzaban junto a él y pudo ver en sus expresiones un miedo igual al suyo. Los sacerdotes les ordenaban a los gritos que se quitaran las ropas. Una vez desnudos, les cubrían el cuerpo y el rostro con tinta negra. Lo hacían de manera brutal, ungiéndolos con las manos, aferrandolos por el cuello, hundiendo sus cabezas en cuencos repletos de un líquido negro y viscoso hasta sofocarlos. Y los que tenían la mala idea de quejarse o resistirse, eran golpeados en el abdomen o en los testículos para doblegarlos. Y así, confundidos con la oscuridad, se chocaban unos con otros a medida que intentaban seguir avanzando. Sólo podían distinguirse por el blanco de los ojos y el de los dientes, o por los sollozos de pánico y dolor. De pronto todo se había tornado macabro: parecía aquello un desfile fantasmal. A medida que los jóvenes se iban sometiendo, después de tanta crueldad, un sacerdote les acariciaba la cabeza y les ponía un collar de piedras a cada uno. Cuando el suplicio parecía haber terminado, otro religioso los inmovilizaba trabando sus brazos por detrás del cuello y un asistente, sin que se lo esperaran, les perforaba el lóbulo de las orejas con una púa. Entonces, los jóvenes veían con espanto cómo la sangre que brotaba de las heridas era arrojada sobre las tallas de los demonios. Si al menos estuviese allí con Huatequi, se decía Quetza, algún amigo para infundirse valor. Pero todos eran extraños: no sólo los sacerdotes, los oficiantes y los asistentes, sino sus mismos compañeros de tormento. Así, desnudo, con el cuerpo negro de tinta, lastimado y solo en medio de la multitud, Quetza avanzaba sin saber qué más le esperaba todavía. Y, por lo visto, lo que le deparaba el Calmécac no era más auspicioso; a medida que iban entrando de a grupos en un nuevo recinto, junto a la puerta encontraron un sacerdote que, con voz imperativa, le decía a cada contingente:

– Olvida que naciste en un lugar de abundancia y felicidad.

Había caído el sol. Todos debían permanecer en un inmenso patio amurallado, desnudos, negros de tinta, tiritando de frío y sin pronunciar palabra. Si alguno de los sacerdotes escuchaba el más mínimo murmullo, de inmediato separaba al contraventor del resto y le descargaba azotes de vara de maguey hasta dejarlo inconsciente. Muchos caían de rodillas, víctimas de la extenuación. Cuando Quetza estaba a punto de perder el equilibrio, vio cómo el Sumo Sacerdote ascendía a una tarima de piedra y se disponía a hablar. Después de guardar un largo silencio para concitar la atención de todos, por fin, comenzó su alocución.

Naciste del vientre de tu venerable madre, en virtud de la simiente de tu padre. Pero debes olvidar ahora que tienes familia. Deberás honrar y obedecer a tus maestros como a tus verdaderos padres. Ellos tienen la autoridad para castigarte pues son quienes te abrirán los ojos y te destaparán los oídos para que aprendas a ver y a escuchar. Hoy te separaste de tus padres y tu corazón está triste. Pero tenemos que presentarte al templo al que te ofrecimos cuando aún eras una criatura y tu madre te hacía crecer con su leche. Ella te cuidó cuando dormías y te limpió cuando te ensuciabas; por ti padeció dolor, cansancio y sueño. Ahora eres un hombre; es el momento de ir al Calmécac, lugar de llanto y pena donde has de encontrar tu destino. Pon mucha atención: en vano tendrás apego a las cosas de tu casa. Tu nuevo hogar y tu nueva familia están aquí en el templo del señor Quetzalcóatl. Recuerda que alguna vez fuiste un niño feliz, porque aquí se templará tu cuerpo y tu alma con dolor y sacrificio.

Aquellas palabras, comparadas con los dulces huehuetla-tolli que le decía Tepec, eran una invocación al terror y el enunciado de lo que le esperaba. Sin embargo, había otro hecho que, por poco, paraliza el corazón de Quetza. Aquél, el Sumo Sacerdote, era Tapazolli, el mismo que, cuando él era un niño, por poco le hunde el puñal en el pecho para entregarlo en sacrificio.

Quetza habría jurado que mientras pronunciaba aquellas sombrías palabras, el sacerdote tenía los ojos fijos en los suyos, como si estuviese reclamándole la vieja deuda.

9 El jardín de las ortigas

Aquella primera noche en el Calmécac iba a ser apenas una muestra de lo que serían los próximos años. Fueron cinco años que a Quetza le resultaron cinco siglos. Todas las madrugadas, antes de que saliera el sol, el día se iniciaba con un baño en las aguas heladas del lago. Así, todavía húmedos y completamente desnudos, los alumnos recibían un desayuno frugal, sólo compuesto por pan de maíz y agua. Luego debían limpiar todos los aposentos, comenzando por el de los sacerdotes. Solía suceder que algún joven se quedara dormido, en cuyo caso era despertado por un religioso a golpes de vara de cardo o arrojándole agua fría.

Durante el primer año, todas las mañanas, cuando comenzaba a clarear, luego del baño helado, los chicos eran conducidos hacia un campo sembrado de ortigas donde se los obligaba a caminar descalzos durante horas. Dado que eran todos hijos de las castas acomodadas, no acostumbraban a andar sin sandalias, como sí lo hacía la mayoría de la población. La primera vez que Quetza posó la planta del pie sobre las espinosas hojas, pensó que jamás iba a poder soportar tanto dolor durante tanto tiempo. Pero mucho peor era rendirse, caer y llenarse el cuerpo de abrojos, como era el caso de muchos; los gritos eran tan fuertes que podían oírse al otro lado del lago. Era tal el ardor que, después de la primera hora, la piel ya ni siquiera se sentía. A la segunda hora se padecía más el cansancio de la caminata ininterrumpida que las espinas de las ortigas. Pero cuando el suplicio terminaba para todos los demás, Quetza debía caminar, él solo, todavía un poco más. Aquel privilegio, desde luego, debía agradecérselo al Sumo Sacerdote, quien siempre tenía al hijo de Tepec en sus pensamientos.

A Quetza no le resultaba fácil hacerse amigos: acostumbrado a relacionarse con los hijos de los macehuates, no conocía muchos de los códigos de \os pipiltin, usaban términos que le eran ajenos o se reían de chistes que él no entendía. De hecho, muchos de ellos ya eran amigos entre sí o se conocían de antes. Algunos tenían visto a Quetza del calpulli y lo creían hijo de alguna esclava de Tepec, de modo que se sorprendían al verlo en el Calmécac. Como fuera, Quetza podía sentir la hostil indiferencia de sus compañeros.

Durante aquel primer año las tareas parecían completamente inútiles y carentes de cualquier sentido educativo; de hecho, Quetza no acertaba a ver qué se aprendía exactamente en ese lugar. Bajo el sol abrasador de la tarde eran conducidos al campo. Pero en lugar de enseñarles a trabajar la tierra, sembrar o cosechar, un grupo debía abrir zanjas y otro, con la misma tierra de la excavación, tenía que tapar los surcos que el grupo anterior acababa de abrir. Luego, de acuerdo con ese mismo método, debían levantar paredes de piedra para más tarde derribarlas sin dejar nada en pie. Aquellos durísimos trabajos ni siquiera tenían la gratificación de la tarea cumplida. Resultaba desesperante: al agotamiento físico se sumaba el abatimiento demoledor de la humillación.

Y así fue casi todo el año: al caer la noche, hambrientos y exhaustos, otra vez los esperaba una magra ración de pan y agua. Dormían sobre el piso, apenas separados del suelo frío por una manta. Agotados y con el cuerpo entumecido, esa simple ruana les resultaba tan deliciosa como un lecho de plumas.

A medida que pasaba el tiempo, Quetza percibía que el trato de sus compañeros para con él pasaba de la indiferencia a la provocación. Dado que no pertenecía al selecto grupo de los pipiltin, durante los breves momentos de descanso era blanco de burlas y comentarios venenosos. También notaba que algunos de los sacerdotes lo trataban con más rigor que al resto, o que miraban para otro lado cuando los demás jóvenes lo hacían objeto de segregación y maltrato. Todo el tiempo le recordaban a Quetza que debía pagar el deshonor que su padre, Tepec, le había provocado al Sumo Sacerdote; Tapazolli nunca iba a olvidar el lejano día en que el viejo le arrebató de los brazos a ese niño, cuyo destino ahora volvía a estar en sus manos.

Como solía suceder, rápidamente empezó a destacarse en el grupo la figura de un líder, a quien la mayoría parecía obedecer sin restricciones; era un chico flaco, alto, al que le faltaban algunos dientes, llamado Eheca, nombre que significaba "viento frío". Y así era: penetrante, hábil para encontrar el resquicio por donde entrar y molestar, veloz con las palabras, cortante e, igual que el viento, podía empujar a todos como barcazas, de aquí para allá, a su entera voluntad. Rápidamente capitalizó la natural extrañeza que generaba Quetza, transformando la indiferencia en hostilidad y la hostilidad en odio. El primer y obvio apodo que le pusieron a Quetza fue Macehuatl, pero viendo que el apelativo no le hacía mella, ya que sinceramente se sentía uno de ellos, Eheca rápidamente encontró el punto débil:

– Pitzahuayacatl -le dijo en tono burlón, mientras vanamente levantaban una empalizada en el campo.

El apodo no era particularmente ofensivo o, más bien, no para cualquiera; pero para Quetza fue como si le hubiesen hundido un puñal en su ya lastimado orgullo. Lo habían llamado "nariz chata", hecho que, por otra parte, saltaba a la vista. Sin embargo, no pudo menos que tomarlo como un menoscabo a su virilidad. Era como si le hubiese dicho "pene pequeño". Intentó mantenerse indiferente y continuar con su tarea; de hecho, así lo hizo, pero una furia visceral le surgió desde el vientre y se le instaló en la cara dejando sus mejillas rojas y los labios rígidos. Eheca, como el viento frío, había encontrado el intersticio justo por donde entrar para hacer daño.

Entonces, cuando ya había pasado buena parte de aquel largo y árido año, se produjo algo inesperado. A su pesar y sin que se lo hubiese propuesto, Quetza se convirtió en el líder de todos aquellos que, por diferentes razones, no rendían pleitesía a Eheca. Por el solo hecho de que el único cabecilla del grupo lo había tomado como rival, los demás empezaron a ver en Quetza a una suerte de adalid de los que sufrían el maltrato o simplemente la indiferencia del jefe del grupo.

Por motivos que luego nadie recordaría, un incidente sin importancia, se originó una rencilla que terminó en una batalla campal en la que, a los golpes de puño, se sumaron palos y piedras. Los jefes y los bandos habían quedado claramente diferenciados. Si un sacerdote no hubiese intervenido en el momento oportuno, alguien podía haber terminado malherido.

– Deberían sentirse avergonzados -empezó a decir el religioso, sin dejar de golpear el bastón contra el suelo.

– No es el modo de resolver las diferencias -continuó lentamente el sacerdote mientras caminaba entre los jóvenes jadeantes, algo tullidos y sedientos de guerra.

– Si realmente lo que quieren es pelear como hombres, deberán hacerlo como corresponde.

El religioso caminó hasta la puerta y agregó:

– No ahora, cuando concluya el año será el combate; tendrán espadas, verdaderas espadas con filo de obsidiana. Ahora, todo el mundo a dormir.

Era aquel el temido anuncio. En el Calmécac había dos grandes acontecimientos: la lucha inicial, que era el primer paso en la formación militar de los alumnos primerizos, y la lucha final: el último de los combates que completaba el ciclo.

Por sí alguien tenía alguna duda, antes de abandonar el pabellón, de pie bajo el dintel, el sacerdote anunció:

– Será una lucha a muerte.

Nadie durmió esa noche.

10 La tierra de las garzas

Aquel incidente coincidió con el término del décimo mes del año. La dos lunas siguientes fueron una larga y angustiosa espera durante la cual Quetza, siempre a su pesar, afianzó su liderazgo. Sabía que el momento del combate, aunque todavía lejano, se.acercaba inexorable. Todos eran conscientes de que una espada de obsidiana podía arrancar una cabeza de cuajo y que a Eheca no le temblaría el pulso a la hora de matar. Pero lo que más los inquietaba era que no sabían cómo sería ese combate, quiénes y cuántos iban a ser los contrincantes, ni bajo qué reglas pelearían. El sacerdote había mencionado la palabra "muerte". Ésa era la única certeza.

El bando de Quetza no podía calificarse precisamente de temible; no sólo era menor en número, sino que, además, sus integrantes no lucían como verdaderos titanes: la mayoría tenía una estatura mediana, y los demás eran jóvenes poco acostumbrados al ejercicio físico, cosa que se revelaba en su complexión inconsistente, cuando no adiposa. Sin embargo, había una excepción: el chico más corpulento del grupo estaba de su lado. Era un muchacho inconmensurable, tenía un cuello toruno y el torso de un ídolo de piedra. Pero se llamaba Citli Mamahtli. Aquel nombre no ayudaba mucho a infundir temor a los rivales, ya que significaba "liebre asustada". Y parecía hacer honor a su nombre; pese a su tamaño, Citli Ma-mahtli, se veía manso como una criatura e incapaz de pelear. Ante cualquier provocación por parte de los miembros del bando opuesto, no podía evitar un llanto infantil. Se diría que cargaba con una tristeza indescifrable; por otra parte, no tenía demasiadas luces, era un poco lento de entendederas y algo tartamudo. Pero no sólo era la tropa con la que contaba Quetza, sino que, con el tiempo, llegó a tomarle un afecto fraternal, como si aquella mole inabarcable fuera el hermano menor que nunca tuvo. Ése era su pequeño ejército.

Si Quetza podía distraer su cabeza en otra cosa que no fuese el combate que se avecinaba, era porque durante el curso de aquel mes las cosas parecían haber tomado un nuevo rumbo. Ahora que se aproximaba el fin de año, luego del baño de agua helada de la mañana, al magro desayuno compuesto sólo por pan y agua se sumaba una ración de frutas y verduras. Todos habían perdido mucho peso y el refuerzo de comida que recibían les daba más energía y mejores ánimos. La caminata sobre el campo de ortigas ahora se había reducido a la mitad y dedicaban el resto de la mañana al estudio. Si el primer año en el Calmécac tenía como objetivo curtir el cuerpo y forjar el corazón de los chicos, en el segundo año aprendían Historia, estudiaban el calendario y los arcanos de la religión. De modo que durante el último mes del año, un poco a manera de descanso y un poco a modo de introducción, los chicos conocían a sus futuros maestros, quienes les adelantaban los rudimentos de lo que verían el año próximo. Los alumnos se sentaban en el suelo del gran recinto lindero al Templo Mayor. De pie frente a ellos, Pollecatl, un sacerdote viejo de hablar sereno y pausado, sosteniendo un grueso tlahtoamat!, un libro de historia pintado con pictogramas leía y, alternativamente, comentaba cada pasaje.

La historia de los mexicas se iniciaba con un gran enigma. Ese misterio que estaba en el origen parecía ser lo que impulsaba todos sus emprendimientos. No había libro alguno que pudiera contestar ese interrogante y hasta sus propios dioses parecían negarse a responder aquella pregunta. Los mexicas, a diferencia de los demás pueblos que habitaban la región, ignoraban quiénes eran, desconocían su filiación y su procedencia. Aquella suerte de orfandad esencial se revelaba en la tristeza de sus canciones y en las letras de su poesía. El carácter guerrero de los mexicas, su afán de conquista, el anhelo de apropiarse de un porvenir, parecían encontrar su razón en la imposibilidad de ser dueños de un pasado. Creían poder adivinar el futuro en el calendario, predecir acontecimientos y adelantarse a sus consecuencias, pero no había oráculo que les hablara del misterio de sus orígenes.

Pollecatl, el más viejo de los sacerdotes, mientras sostenía el pesado libro entre sus manos, preguntaba a los alumnos si sabían cuál era el lugar originario de los mexicas. Entonces, en un susurro tímido pero unánime se escuchaba:

– Aztlan.

– Muy bien -decía el sacerdote, y volvía a preguntar:

– ¿Alguien sabe dónde queda Aztlan?

Entonces se hacía un silencio absoluto.

Los mexicas eran oriundos de aquella lejana y enigmática tierra. El término Aztlan podía significar "lugar de las garzas", "sitio de la blancura" o "comarca del origen". Hacía mucho tiempo, por motivos que también ignoraban, habían tenido que abandonar aquella ciudad. Conducidos por un sacerdote llamado Tenoch, iniciaron un largo éxodo, primero en barco, a través de las aguas, y luego por tierra cruzando valles, ríos y montañas. Así, encomendados a Huizilopochtli, luego de una marcha sin rumbo preciso, llegaron hasta las orillas del lago de Texcoco. Ese pueblo, nuevo a los ojos de las demás tribus que habitaban el valle, aquellos peregrinos perdidos que no sabían adonde iban ni recordaban de dónde habían partido, fueron los últimos en llegar desde el Norte hasta el Anáhuac.

Con los ojos fijos en los pictogramas del libro, el sacerdote, elocuente en los gestos y declamando, casi con un tono épico, por momentos dramático, narraba cómo sus antepasados, sumidos en la desesperanza, la pobreza y la incerti-dumbre, siempre se mantuvieron fieles y obedientes a Te-noch, pese a que éste sólo parecía ofrecerles sufrimiento. Cuando llegaron al valle, ciertamente no fueron bienvenidos por sus habitantes. Sin embargo, al repudio respondieron primero con humildad, aceptando la-ley de los pueblos ya establecidos, adaptándose a sus costumbres y tendiendo puentes de amistad. De esta voluntad de confraternizar surgieron los primeros lazos, mezclando su sangre en matrimonios. Sin embargo, no consiguieron establecerse ni fundar una ciudad propia; igual que los coyotes, vagaban cerca de los poblados pero sin poder acercarse demasiado, a riesgo de ser atacados. Ni siquiera dejaron que se afincaran en las tierras menos fértiles. Así, siempre guiados por Tenoch, erraron durante años. Un día el sacerdote los reunió y les dijo que debían buscar una señal que les indicara el sitio exacto donde fundar su ciudad; era una señal clara e inconfundible: tenían que encontrar un águila y una serpiente posados sobre un nopal.

Si bien todos conocían esa historia, el histrionismo de Po-Uecatl, su modo de narrar, sus gestos, conseguían que los alumnos siguieran el relato como si lo escucharan por primera vez.

Así, continuó el sacerdote, un día, durante una cacería, un grupo de hombres descubrió la señal esperada: en un islote despoblado, en medio del lago, vieron un águila comiéndose una serpiente sobre una tuna. La tierra prometida no era un edén ni un valle fértil; no se trataba siquiera de un modesto pedazo de suelo firme: era apenas un pequeño pantano no ya inhabitado, sino inhabitable. Tenoch bendijo ese lugar y agradeció a los dioses como si le hubiesen legado el paraíso.

Entonces Pollecatl posó el libro y ordenó a todos los alumnos que lo siguieran. Salió de aquel recinto monumental y caminó hacia la plaza central. Luego, seguido por la multitud de chicos, cruzó el centro ritual, se detuvo un momento al pie del Templo Mayor, se llenó los pulmones y comenzó el ascenso a la pirámide. Una vez que alcanzaron la cima, les dijo a todos que se ubicaran en lo alto. Señalando hacia abajo y en derredor, dando vueltas sobre su eje, instó a los alumnos a que miraran en silencio.

Allí estaba la gran Tenochtitlan, la ciudad más grandiosa de todas. Más esplendorosa que Tula y que la misma Teo-tihuacan, la ciudad de los dioses. Así, en ese silencio sólo quebrado por el viento, miraban el sueño de Tenoch hecho realidad. El pecho de Quetza se expandió: sintió orgullo por esa patria nacida del barro, de la nada, cuyos palacios ensombrecían ahora a las montañas. Veía aquella ciudad dorada y se convencía de la ilusoria certeza de que no había obstáculo que pudiera interponerse a la voluntad. Desde la cima, miraba las piedras sobre las que se apoyaban sus pies y recordaba que, en ese mismo lugar, había sido el hombre más feliz de la Tierra cuando hasta allí se escapaba con Ixa-ya. La añoranza se convirtió en tristeza. La extrañaba. Por otra parte, el combate que se avecinaba era como un pájaro negro, cuya sombra todo lo oscurecía. Entonces buscó con la mirada entre sus compañeros hasta encontrar a Eheca. Sólo quería ver su expresión ante la magnificencia de la historia plasmada allí abajo, a los pies de la pirámide, extendiéndose por el lago hasta las montañas. Tuvo la esperanza de que en aquel sitio sagrado, en la cima de la gran Tenochti-tlan, sus miradas se encontraran para reconciliarse. Pero sólo vio en sus ojos indiferencia y un rencor indescifrable. Sus miradas finalmente se encontraron, sí; Eheca le dedicó una sonrisa desdentada, amenazadora y llena de malicia. Entonces Quetza volvió a contemplar la ciudad que unía la tierra con el agua y el agua con el cielo, se llenó los pulmones con aquel viento de las alturas y se dijo que, si así lo decidía el destino, podía morir en paz.

11 La espada sobre la piedra

El combate inicial se aproximaba. En esta lucha, la primera de una serie, los oficiales podían ver las aptitudes de los chicos en estado puro y prefigurar quiénes serían los guerreros más bravos, observar las tempranas disposiciones a atacar, defender, ordenar y obedecer. Podían ver la fuerza física y la agudeza estratégica de cada uno de los alumnos. Tal vez el primer combate fuese más importante que el último, aquel que significaba el término del Calmécac.

Y, precisamente, el combate final, protagonizado por los alumnos que estaban por concluir sus estudios en el Calmécac, tendría lugar el día anterior al combate inicial entre los nuevos. Casi no había contacto entre los alumnos mayores y los menores; se movían en distintos ámbitos y nunca coincidían en los lugares comunes. De manera que los más chicos recibían con absoluta sorpresa cada acontecimiento. Pero la lucha final entre los alumnos que estaban por egresar era un acto solemne, al cual asistían como espectadores los chicos de todo el Calmécac. Se hacía en una de las grandes explanadas adyacentes al Gran Templo, del lado opuesto al centro ceremonial. Las escalinatas de la pirámide servían de graderías donde se ubicaba el público: en la base se formaban los alumnos y en la franja central, las autoridades del Calmécac. Quetza, que había quedado casualmente muy cerca de Eheca, escuchó cómo sonaban las caracolas y quedó estupefacto cuando, precedido por una guardia numerosa y compacta, apareció el emperador, quien ocupó el trono en lo alto de la pirámide. Por entonces el monarca era Tízoc, sucesor de Axayácatl, aquel tlatoani que había accedido a perdonarle la vida. Quetza no quería perderse de nada, debía estar atento a todo; al día siguiente le tocaría a él ocupar el campo de batalla. Tenía que aprender cuanto pudiera, ya que aún ni siquiera sabía en qué consistiría la lucha. Se dijo que era aquella la única oportunidad-para develar el gran misterio, antes de que llegara el momento, cada vez más cercano, de su propia batalla.

Los caracoles se acallaron de pronto; se hizo un silencio estremecedor y luego empezaron a sonar los tambores con insistencia, haciendo un largo preámbulo que acrecentaba el ansia del público. Entonces sí, desde el interior del templo ingresaron al campo los luchadores. Era un grupo de catorce jóvenes. Usaban sólo un taparrabos y nada los diferenciaba entre sí; no se advertían bandos opuestos. Habían entrado en formación marcial y quedaron alineados frente al público. A una orden de uno de los sacerdotes, todos hicieron una reverencia al tlatoani. Los cuerpos de todos ellos estaban perfectamente tallados en el rigor del ejercicio. Tal como se percibía, no había todavía contendientes. El sacerdote iba anunciando a viva voz cada una de las reglas; primero el grupo debía elegir líderes en sucesivas tandas: los dos que resultaran más votados, independientemente del número y la diferencia de sufragios, serían quienes encabezarían ambos bandos. Fue éste un trámite rápido; resultaba evidente que los líderes ya estaban largamente definidos desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos era un muchacho de una flacura esquelética y no demasiado alto. Sin embargo, había algo en su expresión, en lo más profundo de su mirada, que infundía miedo. A Quetza le recordó la actitud de un coyoth igual que los coyotes, detrás de esa apariencia semejante a la de un perro famélico, se escondía un carácter feroz y artero. El otro presentaba el aspecto de un atleta: sus brazos, piernas y pectorales parecían la obra de un tlacuicuilg, un escultor avezado. Sin embargo, en contraste con su porte de guerrero, se lo veía intranquilo, gesticulante y lleno de vacilación. Enfrentados cara a cara, se medían e intentaban intimidarse con gestos como animales que exhibieran sus dientes. Pero todavía debían contenerse. El sacerdote les recordó a voz en cuello que aún tenían que seleccionar a su tropa.

El azar decidiría quién sería el primero en elegir: el sacerdote hizo girar una espada sobre la superficie de una piedra rectangular a cuyos lados, en extremos opuestos, estaban ambos líderes. Después de dar varias vueltas sobre sí misma, la espada se detuvo señalando con su hoja hacia el muchacho más fornido; él sería el primero en escoger a uno del grupo, quien ocuparía el cargo de subjefe o edecán. Esos dos primeros puestos eran los más importantes, no sólo en relación con el mando: si el jefe o el edecán caían, de inmediato se daba / por finalizado el combate. Así, eligiendo alternativamente primero un jefe y luego el otro, quedaron conformados los dos bandos integrados por siete hombres cada uno. Emulando al clan de los caballeros Águila, los miembros de uno de los grupos se vistieron con capas que semejaban el plumaje de un pájaro, pero, habida cuenta de que eran todavía estudiantes, en lugar de águilas imitaban a los tohtli, los ágiles halcones que abundaban en la isla. El traje lo completaba una máscara de madera que, con un pico afilado, representaba la cara ceñuda del ave. El otro bando se atavió con trajes y máscaras que, remedando al clan de los caballeros Jaguar en versión juvenil, figuraba al tlacomiztli, el gato montes. Quetza no pudo evitar el recuerdo*de cuando, con Huatequi, jugaban a ese mismo juego con varas que semejaban espadas. Sólo que ahora pudo comprobar con preocupación que los combatientes estaban provistos de armas verdaderas: los jefes de cada bando con espadas que lucían el negro filo de la obsidiana, y el resto, con largas lanzas afiladas, todos protegidos con escudos como auténticos guerreros. Así, al pie de la pirámide del Templo Mayor, todo estaba dispuesto para el combate final. El emperador, desde lo alto, bajando su brazo ordenó que se iniciara la lucha.

12 Mariposas de obsidiana

Los dos grupos enfrentados cerraron filas. Los caballeros Gato, liderados por el muchacho más delgado, comenzaron lo que parecía una danza que imitaba los finos movimientos de un felino: el grupo se desplazaba como un único animal, avanzando de la misma forma que un gato hacia su presa. Se adelantaban con un paso unánime, la cabeza y las armas hacia adelante, los escudos a un lado, los ojos atentos y tensos como la cuerda de un arco. Extendían primero una pierna, obteniendo un equilibrio tan perfecto sobre la otra que se dirían exentos de peso alguno. Los tambores acompañaban el paso de los luchadores. Conforme avanzaban lentamente los caballeros Gato, en la misma proporción retrocedían los caballeros Halcón. Estos últimos, tal vez contagiados de las vacilaciones de su jefe, parecían replegarse en posición contraria a sus oponentes: tenían el escudo por delante del cuerpo y las armas hacia atrás. Ambos bandos, sin embargo, se movían al mismo ritmo: los caballeros Halcón agitaban suavemente sus brazos flexionados por debajo de la capa, imitando el movimiento de las alas de un ave. Quetza intuía que estas acciones tendían a distraer la atención del otro grupo. Y a medida que los halcones retrocedían, los gatos avanzaban cada vez más confiados hasta que, al fin, dieron el salto lanzándose contra los halcones acorralados contra la ladera de la pirámide. Entonces se produjo algo que cortó el aliento del público: como si realmente los dioses les hubiesen otorgado la virtud de los pájaros, los caballeros Halcón volaron por encima de los gatos. Fue un movimiento veloz y largamente estudiado; luego de una rápida y corta carrera se frenaron contra el piso con la punta de las lanzas y así, sujetos al mango, se elevaron hasta volar, literalmente, por sobre las asombradas cabezas de los oponentes. Aterrizaron de pie, formando un círculo en torno de los felinos, de pronto desorientados y cubriéndose con los escudos. Entonces los caballeros Halcón, ahora a la ofensiva, descargaron una lluvia de golpes de lanza, patadas y puñetazos sobre el lomo erizado de los hombres gato. Quetza notó que no se trataba, sin embargo, de una andanada caótica, sino que era una embestida bien calculada. Uno de los caballeros Gato quedó tendido en el piso y fue retirado por dos sacerdotes.

Los grupos volvieron a formar como al principio. La baja producida al pequeño ejército se hacía notar. El jefe de los gatos miró a su oponente con odio y, sin decir palabra, le juró venganza. Entonces dio un grito de furia y de pronto se lanzó a la carga a toda carrera blandiendo la espada. Sus huestes corrieron tras él. Fue todo tan imprevisto, que la reacción de los halcones resultó caótica: algunos intentaron el ardid anterior, saltando con sus cañas pero, ya prevenidos, los felinos los esperaron caer ensartándolos con sus lanzas. En las gradas se hizo un silencio absoluto. Los chicos no podían disimular un gesto de pavor al ver la sangre brotando a chorros de las heridas, corriendo como un río sobre el campo de lucha. Un sacerdote detuvo el combate. Tres caballeros Halcón quedaron tendidos en el piso y, como el joven gato, fueron retirados. Quetza buscó el rostro de Eheca y, por primera vez, pudo percibir el miedo. Sus miradas volvieron a cruzarse pero, esta vez, Quetza fue quien le dedicó una mirada desafiante. Realmente no estaba asustado. No era miedo, sino otro sentimiento: le parecía todo tan salvaje, tan brutal e injustificado, que su espíritu se llenó de una indignación tal, que experimentó un odio infinito. Era una conmoción contradictoria: pero de qué otra forma puede alguien rebelarse ante la injusticia sin sentir el acicate del odio. Quetza, tal como le enseñara su padre, se llamó a la calma recordando que si se estaba realmente en contra de los sacrificios, por esa misma razón, no podía desearse ni siquiera la muerte del verdugo. Y también su padre le había enseñado que los peores sentimientos, los peores pensamientos son hijos del miedo, que si conseguía derrotar el temor, podría pensar con claridad. Entonces Quetza comprendió que aquella ceremonia tenía por propósito llenarlos de miedo, sojuzgarlos por el temor al dolor y a la muerte. "El ser humano y la muerte nunca llegan a conocerse. Nadie asiste a su propio funeral", solía decir Tepec. Desde que era un niño le repetía el viejo proverbio tolteca: Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla. Y así, recordando las enseñanzas de su padre, Quetza se despojó de aquel odio que lo horadaba. Jamás iba a olvidar a aquellos chicos tendidos en el campo entre convulsiones, regando la tierra con su sangre; pero no iba a agregar sentimientos de muerte sobre la muerte.

El combate se restableció hasta que sólo quedaron ambos jefes. Estaban extenuados. La sangre se mezclaba en sus rostros con el sudor, formando un líquido rosado que caía desde las máscaras, evidenciando que el gesto de entereza de los disfraces no era más que una apariencia. Solos, frente a frente, blandiendo sus espadas y sosteniendo los escudos, ejecutaban los pasos de la danza final. Como al principio, el gato se lanzó sobre el halcón dando un zarpazo de espada. El hombre ave detuvo la estocada con su escudo, saltó, giró varias veces sobre su eje y acertó una patada con el empeine en pleno rostro del hombre gato. Viendo que el felino caía al piso, el pájaro descargó la hoja de obsidiana con el propósito de cortarle el cuello. Pero, igual que los gatos, aquél se arqueó, se impulsó y se aferró, como si en realidad tuviese garras, al cuerpo del caballero Halcón. Luego, afirmándose con sus pies a los hombros del pájaro, el gato saltó hacia arriba, muy alto y, al caer, le pegó con el codo en medio del pecho, aprovechando el enorme impulso. Ahora era el caballero Halcón el que estaba en el piso. El gato insinuó un sablazo en el vientre del ave, pero cuando éste se cubrió el abdomen con el escudo, redirigió el curso de la espada hacia el arma de su oponente. El golpe de la piedra con la piedra fue tan duro que la espada del halcón se soltó de la mano de su dueño, salió despedida en forma vertical y, después de dar varias vueltas en el aire, cayó en la mano del enemigo. Ahora el caballero Gato tenía ambas espadas y, bajo su pie, inerme, derrotado, yacía el caballero Halcón. La lucha estaba terminada. Así lo decidió el sacerdote. Entonces le recordó que en las manos del vencedor estaba el destino del perdedor. El hombre gato se quitó la máscara para que nadie olvidara su rostro y, agitando ambos brazos, celebró la victoria. Miró hacia lo alto de la pirámide bicéfala, se llenó los pulmones, gritó el nombre del Dios de la Guerra y, en un movimiento exacto, clavó ambas espadas en el vientre de quien, hasta hacía poco, era su compañero de estudios.

El combate final se había cobrado cinco heridos y tres muertos. El corazón de los muertos fue ofrendado a Hutzi-lopotchtli.


El viento del anochecer, como un lamento, se cortó en el filo de las espadas verticales que surgían Jel cuerpo, despojado del corazón, que yacía al pie de la pirámide.

Ahora los chicos sabían, por fin, en qué consistía el combate.

13 Asuntos pendientes

El gran día se aproximaba. Las horas que restaban eran para Quetza un largo suplicio. Nunca había imaginado el sombrío desenlace de la lucha final. El tiempo había quedado suspendido entre el deseo de que el momento del combate no llegara nunca y la angustia de la espera. Por su parte, a Eheca se lo veía reconcentrado, su sonrisa desdentada y desafiante había dejado lugar a un gesto duro, hierático, y ni siquiera s‹_ acercaba a conversar con sus acólitos. Citli Mamahtli permanecía sumido en un ensimismamiento rayano con la locura: musitaba para sí frases ininteligibles con la mirada perdida en lo más profundo de sus propios pensamientos. Pero había un hecho que a Quetza le infundía una extraña tranquilidad: era aquella una noche como cualquier otra. Los sacerdotes se conducían hacia los alumnos como si nada hubiese ocurrido, ni nada especial fuese a suceder. Mientras comían comentaban cómo serían las actividades del día siguiente: luego de la habitual caminata por el campo y las tareas de agricultura tendrían clase de Historia y, más tarde, estudiarían el calendario; los alumnos acababan de presenciar cómo habían muerto esos chicos, ignoraban si ellos mismos sobrevivirían al primer gran combate y debían hacer como si nada sucediera.

Quetza decidió seguir el ejemplo de los sacerdotes y no volver a pensar en la lucha. Igual que sus compañeros, se preguntaba si estaría vivo a la misma hora del día siguiente. Se dijo que ya una vez, a poco de nacer, había estado cara a cara con la muerte: conocía el rostro sediento de sangre de Huitzilopotchtli. Si aún permanecía con vida era por un hecho fortuito y providencial. Hacía quince años que residía en este mundo sin que lo hubiesen invitado; tal vez er? hora de que el anfitrión se diera cuenta: más tarde o más temprano sería expulsado del Reino de los Vivos. Sin embargo, aún tenía algunas cosas pendientes. El tiempo que le quedaba no era mucho, pero quizá le alcanzara para saldar algunas deudas.

Era noche cerrada. Todos sus compañeros dormían. Quetza se levantó con sigilo. Como un gato salió del pabellón por una angosta ventana que daba a la galería que circundaba el patio. Desde aquella enorme plaza seca e interna no había comunicación alguna con el exterior; la única puerta que conducía hacia afuera estaba en el pabellón de los sacerdotes y no había manera de entrar allí. Quetza ya había trazado un plan, aunque sabía que si fracasaba ni siquiera iba a tener la oportunidad de combatir por su vida: si lo sorprendían intentando fugarse sería el primero en dar su sangre en sacrificio. Durante la cena se había hecho de una soga. Era demasiado corta para alcanzar el techo monumental de la galería. Pero servía para rodear una de las columnas. Así lo hizo; abrazado a una de las innumerables pilastras rectangulares, ayudándose con la cuerda como si fuese una extensión de sus brazos, comenzó el ascenso. Se impulsaba con las piernas y se sostenía con la soga semejando los movimientos de un ozomatli, unos monos pequeños que solían verse en las copas de los árboles. Avanzaba sin obstáculos hacia lo alto. Estaba promediando la ascensión, cuando desde la oscuridad surgió la figura de un sacerdote que venía por la galería directo hacia donde estaba él. Tal vez advertido por los ruidos, quizá porque estaba desvelado o, sencillamente, porque su tarea fuese la de vigilar, el sacerdote parecía haberlo sorprendido. Quetza se aferró a la columna apretándose de tal modo que se diría parte de la piedra, confundiéndose con los bajorrelieves que la adornaban. Los pasos del religioso resonaban cada vez más cercanos, hasta que los escuchó junto a él. Estaba perdido. Quetza cerró los ojos con la esperanza infantil de que, al dejar de mirar, fuese a conseguir el mismo efecto en el sacerdote. Como si milagrosamente lo hubiese logrado, pudo comprobar que los pasos se alejaron sin detenerse; el hombre pasó al otro lado de la columna sin verlo. Una vez que recuperó el aliento, Quetza continuó ascendiendo hasta que, por fin, alcanzó el gran alero de piedra y se descolgó por el lado opuesto, bajando por otra de las columnas con la misma técnica. Cuando estuvo fuera del Calmécac, Quetza huyó a toda carrera hasta perderse al otro lado de los dominios del templo.

Ixaya dormía profundamente cuando unos ruidos provenientes del canal la despertaron. Se incorporó sobresaltada y, en puntas de pies, caminó hacia la entrada de la casa, corrió la cortina de juncos y, con terror, vio que un hombre salía de las aguas heladas. Sus enormes ojos grises observaron cómo el hombre, empapado, trepaba por el borde de la chinampa y, una vez en tierra firme, avanzaba directo hacia la casa dejando un rastro de agua tras de sí. La chica colocó un postigo de madera y se apoyó de espaldas sobre él, como si el peso del miedo pudiese detener a un intruso. Y así, en su espalda, sintió el tacto del hombre que tocaba la tabla. No lo hacía de manera violenta; ni siquiera había golpeado. Ixaya sentía en sus pulmones agitados que alguien estaba pasando su mano sobre la superficie de la madera. En un movimiento rápido, estiró el brazo, tomó una estaca que se usaba para colgar la carne al sol, la empuñó como un arma, dejó caer el postigo y descargó la punta afilada sobre el pecho del intruso. Pero el hombre detuvo la mano de Ixaya tomándola suavemente por la muñeca.

– Soy yo, Quetza.

A la muchacha le costó reconocerlo. Había pasado cerca de un año desde la última vez que lo vio. Llevaba el pelo mucho más largo, la rigurosa vida del Calmécac lo había vuelto más flaco y atlético. Hasta se veía más alto. Ixaya desahogó entonces una mezcla de sentimientos diversos, antagónicos: se abrazó a su amigo y lloró liberando el miedo, la emoción de volver a verlo y el cariño desatado como un.torrente. Aferrada contra su pecho, vio que Quetza estaba completamente mojado y tiritando de frío. Había tenido que nadar en las aguas heladas del canal para escapar sin ser visto. Ixaya fue a buscar unos lienzos y, junto al fuego, secó su cuerpo entumecido. Sin pronunciar una sola palabra, ambos sabían adonde tenían que ir.

14 La cima del mundo

Recostados en la cima del mundo, en lo alto de la pirámide, abrazados, las manos enlazadas, Ixaya y Quetza conversaban como si se hubiesen visto el día anterior, como si jamás hubieran tenido que separarse. La luna llena iluminaba la ciudad que descansaba hermosa y resplandeciente. Bajo el cielo estrellado, él le contaba la historia del universo; una historia diferente de la de los dioses mitológicos. Imaginaba en voz alta cómo serían aquellos lejanos mundos luminosos. Si escapar del recinto sagrado fue una tarea riesgosa, volver a entrar en los dominios del Templo y llegar a lo alto resultó aún mucho más peligroso. Pero ahora que volvían a estar juntos, nada parecía importarles. Quetza podía sentir la tibia respiración de Ixaya, olía el perfume de su pelo, veía su perfil delicado y sus labios encarnados, y entonces el universo entero se opacaba igual que esas estrellas ante la luna llena. Aunque hablaba con calma, el corazón de Quetza repiqueteaba con fuerza. Tal vez fuera aquella la última vez que la viera. Desde luego, no le dijo una sola palabra acerca del combate, ni de la lucha que había presenciado el día anterior, ni de los chicos muertos. Ixaya permanecía con los ojos cerrados. Quetza aproximó sus labios a los de ella y sintió pánico; le temía menos a la muerte que al rechazo. Pero no estaba dispuesto a abandonar este mundo sin saber qué guardaba el corazón de su amiga.

Cuando sintió que los brazos de Ixaya se aferraban a su cuerpo, que sus manos recorrían su cuello, acariciaban sus hombros y se refugiaban entre su pelo, Quetza tuvo que contener un llanto inexplicable. Sus cuerpos se reclamaban, pero ambos, por distintas razones, sabían que no debían obedecer a ese llamado. Quetza no iba a despojar a su amiga del último vestigio de niñez para llevárselo al Reino de los Muertos. No podía hacer eso. Los brazos de Ixaya eran su último refugio, el lugar donde nada ni nadie podía hacerle daño. Por ese mismo motivo, se dijo, no tenía derecho a herirla. Por su parte, aunque ella ignoraba que quizá fuese la última vez que se verían, no iba a permitir que las cosas se le escaparan de las manos: todavía quedaba mucho tiempo de Calmécac por delante y se negaba a sufrir más de lo que ya estaba sufriendo; si hasta entonces mantenerse lejos de su amigo era un padecimiento, no quería que, desde ese momento, la espera se convirtiera en un martirio. Pero los pensamientos iban por un camino y los demonios del cuerpo por otro. Los humores adolescentes invadían la sangre, corrían por las venas, se crispaban en la piel y se resistían al llamado de la razón. Quetza olvidó por completo las estrellas y, dándoles la espalda, reptó por el cuerpo generoso de Ixaya que lo esperaba con las piernas separadas. El pequeño taparrabos de pronto no alcanzaba para impedir que el impetuoso guerrero, inflamado, quisiera librar su primera y acaso última batalla. Allí, en la cima del mundo, Quetza e Ixaya, abrazados y jadeantes, obedecían al llamado de la vida sobre el Templo del Dios de la Muerte, sobre la mismísima cabeza de Huitzilopotchtli. Ella lo atraía sujetándolo con las piernas y a la vez lo rechazaba alejándolo con los brazos. Él intentaba apaciguarse, silenciar con sus labios los gemidos de su amiga, pero no hacía más que conseguir el efecto contrario. En el mismo momento en que estaban por traicionar sus íntimas promesas, escucharon pasos acercándose por una de las laderas de la pirámide. Quetza se deslizó, acostado como estaba, tal como lo haría una iguana, y pudo comprobar que el mismo sacerdote que, momentos antes, estuvo a punto de sorprenderlo mientras trepaba la columna, ahora estaba subiendo rápidamente por la escalinata. Era aquella una visión fantasmagórica: el religioso enfundado en una túnica negra, con su cabellera larga, blanca y enmarañada, ascendía a paso firme con unos ojos encendidos que, a la luz de la luna, se veían rojizos como si estuviesen hechos de fuego.

Quetza tomó de la mano a su amiga y, corriendo, la condujo cuesta abajo por la ladera contraria de la pirámide. Impulsados por la inercia del precipitado descenso, siguieron a toda velocidad hasta cruzar el centro ceremonial y perderse por una callejuela interna del Calmécac que salía al canal. Allí se. despidieron. Quetza tenía que llegar al pabellón antes de que el sacerdote, que había visto una sombra fugitiva en lo alto del templo, iniciara la segura inspección para comprobar si faltaba algún alumno. Fue una despedida apresurada; se saludaron sin abrazarse porque sabían que, de otro modo, no iban a poder separarse jamás. Se alejaron mirando hacia adelante, sin atreverse a girar la cabeza por sobre el hombro. Ixaya nunca iba a saber que quizá fuese aquella la última vez que se verían.

Quetza corrió tan rápido como pudo. Palpitante y sudoroso, entró en el pabellón a través del mismo ventanuco por el que había salido. En el exacto momento en que acababa de meterse entre las cobijas, el sacerdote ingresó en el aposento; luego de una minuciosa recorrida, para su desconcierto comprobó que nadie faltaba. Salió del cuarto rascándose el mentón. Quetza se hubiese dormido satisfecho de no haber sido porque que ya estaba clareando. Faltaban pocas horas para el combate.

15 El combate

El momento llegó.

Las escalinatas de la pirámide, convertidas en graderías, albergaban al público: alumnos, sacerdotes, funcionarios y militares esperaban impacientes el comienzo del combate. La lucha inicial era un acontecimiento más trascendental aún que el combate final; de aquella arena iban a surgir los próximos héroes del pueblo mexica. Era el momento en que los futuros guerreros harían sus primeras armas. Representaba un orgullo para los mayores haber visto pelear de niños a quienes eran hoy los más valientes generales. Los funcionarios más viejos podían jactarse de haber presenciado el primer combate de aquel que hoy ocupaba el trono en lo alto del Templo. El emperador, sentado ya en su sitial, iba a asistir a la primera batalla de quien, quizás, en el futuro, llegara a ser su sucesor; tal vez el elegido estuviese entre aquel grupo de chicos. Y aún por encima del rey, el Dios de la Guerra, Huitzilopotchtli, estaba ávido de la sangre que habría de serle ofrendada; era aquella la sangre que más le gustaba: la de los jóvenes caídos en el acto marcial de iniciación, el primero y, acaso, el último. No se trataba de la sangre del enemigo, apenas necesaria como la comida para los hombres, sino la de sus propios hijos que le ofrendaban su corazón por amor.


Sonaron por fin las caracolas. Los guerreros salieron al campo en medio de la ovación. Formaron › se inclinaron ante el rey. En un trámite expeditivo, fueron elegidos los dos jefes. La elección no deparó sorpresas: tal como era de esperarse, los chicos eligieron por un lado a Eheca y, por otro, a Quetza. Un sacerdote hizo girar la espada sobre la piedra para que el azar decidiera quién había de ser el primero en escoger a su edecán. La negra hoja de obsidiana se detuvo señalando a Eheca. Nadie tenía dudas de que habría de elegir a su secuaz más cercano, un muchacho fuerte, astuto y sumamente fiel a su jefe. Sin embargo, sucedió algo que dejó mudo a todo el mundo: levantó su índice y, mirando con una sonrisa maliciosa a su oponente, apuntó hacia aquel que Quetza había adoptado como su hermano menor: Citli Ma-mahtli. Ese chico enorme y a la vez tan frágil como una mariposa, acababa de ser designado subjefe de su acérrimo enemigo. El elegido, petrificado, parecía no comprender y miraba a Quetza como rogándole que le explicara qué estaba sucediendo. Pero su amigo, su hermano, estaba tan absorto como él. Habían quedado en bandos opuestos en una batalla a muerte y la decisión era inapelable. Ahora debía elegir Quetza. Era una verdadera encrucijada, ya que tenía previsto elegir a Citli Mamahtli como su edecán. Llegó a considerar la posibilidad de proceder con la misma lógica que Eheca y escoger al más fiel aliado de su oponente. Pero no tenía sentido: la estrategia era usar a los amigos de Quetza como escudo, sabiendo que éste sería incapaz de hacerles daño. En cambio, Eheca carecía de escrúpulos: no le temblaría el pulso a la hora de matar a sus propios acólitos. De manera que Quetza debía escoger entre los suyos. Así lo hizo: guiado siempre por el afán de proteger a su tropa, se decidió por un chico bajo y muy delgado. La maniobra de Eheca se hizo evidente al elegir a otro miembro del pequeño ejército de su contrincante. Era mucho más cruel e infame de lo que nadie podía imaginar. Y procedió del mismo modo del primero al último; su bando, casi en su totalidad, quedó compuesto por aquellos que respondían a Quetza y dos de los más bravos, que eran adeptos a él. Era el ejército perfecto: el jefe y sus dos secuaces constituían la punta de lanza y el resto sería usado como escudo humano.

Mientras se vestía con las ropas del caballero Gato, a Quetza, todavía sin poder creer lo que acababa de suceder, no se le ocurría de qué manera quebrar la trampa que le había tendido Eheca. Sólo una cosa tenía en claro: no estaba dispuesto a pelear contra sus propios compañeros. No sabía aún qué iba a hacer, pero sí sabía lo que no podía hacer.

Otra vez en el campo de batalla, ambos bandos, con sus respectivos atavíos de aves y felinos, estaban formados uno frente al otro. Sólo entonces, Quetza comprendió el porqué de las máscaras: era para impedir que se reconocieran. Tras la máscara no podía adivinarse quién había sido amigo hasta ese momento y quién no. Pero para Quetza no era suficiente: la mayoría de quienes se ocultaban tras la máscara de los caballeros Halcón seguían siendo sus amigos, aunque hubiesen quedado en el bando opuesto. Y, en rigor, no quería que se derramara una sola gota de sangre. Pero Eheca había dispuesto las cosas de modo tal que aquello resultara una carnicería. Sin dudas, no bien dieran la orden, él con su espada, y sus dos secuaces con las lanzas, iban a arrojarse al ataque sin piedad matando a la mayor cantidad posible, usando de escudo al resto de la propia tropa. Las reglas eran claras: la lucha terminaba de inmediato al morir un jefe o un edecán. Entonces Quetza tuvo una idea: Eheca se exhibía tan seguro, que ni siquiera se tomó la molestia de protegerse con el escudo; si en el mismo momento en que dieran la orden, él arrojaba certera y velozmente su espada, tal vez pudiese acertarle al pecho y herirlo de muerte. De ese modo acabaría la lucha con sólo una baja y todos sus amigos, y aún sus enemigos, quedarían a salvo. Quizá lo mejor fuese dejarse morir. Pero en ese caso, tal vez murieran varios de sus compañeros. Todo eso pensaba cuando, finalmente, el emperador dio la orden bajando su brazo.

La arena quedó regada de sangre mucho antes de lo que todos imaginaban. El público dejó escapar una exclamación sorda y unánime. El emperador se levantó de su trono. Los sacerdotes estaban absortos. Quetza dio un grito desesperado, al tiempo que se quitó la máscara. Eheca se negaba a creer lo que acababa de suceder y su rostro se descomponía en una mueca de espanto. El combate había terminado antes de empezar: en el preciso momento en que el tlatoani indicó el inicio, Citli Mamahtli, aquella montaña de infantil candidez, esa mole de inocencia, con toda su fuerza atravesó su propio corazón con su lanza, dándole el triunfo a su verdadero jefe: Quetza. Siendo edecán, al quitarse la vida, su ejército quedaba derrotado y el combate se daba por finalizado. Eran las reglas. En un instante había conseguido dar por tierra con el funesto plan de Eheca. Y así, gigantesco como era, cayó como lo hiciera un miccacocone, un ángel. Cayó con la levedad de un niñito, liviano, despojado de todo peso. Y así, mientras caía como una hoja otoñada, se deshacía de todo el sufrimiento indescifrable que hasta entonces lo atormentaba. Murió con la tranquilidad de los héroes. Murió con la misma pureza con la que había nacido. Su nombre, Citli Mamahtli, nunca más habría de significar "liebre asustada".

Pero Quetza jamás iba a poder quitar de su conciencia la muerte de su amigo, de su hermanito y juró vengarse. Ahora, de acuerdo con las reglas, la vida del jefe rival quedaba en las manos del jefe victorioso. Quetza, con la cara descubierta para que todos lo vieran, caminó hacia el aterrado Eheca, que se arrojó al piso implorando piedad. Elevó su negra espada de obsidiana y, con gesto feroz, Quetza miró al público. En el momento en que estaba por descargar la hoja afilada, entre la gente, en el lugar reservado al Consejo de Sabios, distinguió a su padre. Tepec lo miraba con una expresión adusta pero neutral, como si no quisiera influir en su decisión. Entonces, dando un grito de furia que nadie olvidaría, un grito que se hizo eco en la pirámide, en el lago, en la montaña, un grito que sacudió a todo Tenochtitlan, Quetza hizo girar la espada por encima de su cabeza y la arrojó tan lejos y con tanta fuerza que la obsidiana se quebró como un cristal contra la piedra del Templo.

Ya volvería a enfrentarse con Eheca cuando llegara la batalla final.

Entonces no tendría piedad.

16 El círculo perfecto

A partir de ese momento, Quetza se convirtió en el único e indiscutido jefe. Los antiguos adictos a Eheca, que habían, sido traicionados por su líder al asignarlos al bando enemigo, se hicieron incondicionales de Quetza. El hecho de haberle perdonado la vida al responsable de la muerte de su mejor amigo hizo que todos vieran en él a un hombre ecuánime y bondadoso. Pero, por sobre sus cualidades, encontraban que era, sencillamente, un hombre; desde entonces dejaron de considerarlo como un chico. Quetza tenía un parecido asombroso con su padre. Aunque no estuviesen unidos por la sangre, el vínculo era tan fuerte que se diría que el cariño se hubiese hecho carne: los mismos gestos, la misma manera de hablar y una mirada idéntica. Y, ciertamente, Tepec tenía motivos para estar orgulloso de su hijo. El mismo Eheca sentía por su antiguo adversario un respeto reverencial hecho de temor e incomprensión: no se explicaba por qué le había perdonado la vida. El mismísimo emperador exaltó el comportamiento de Quetza. Todos en el Calmécac le tenían un gran respeto. Salvo una persona: Tapazolli.

El sumo sacerdote rumiaba en silencio su indignación. Había hecho todo lo posible para ver al hijo de su enemigo mordiendo el polvo de la humillación y ahora tenía que soportarlo convertido en una eminencia. Jamás había olvidado la vieja afrenta; si hasta entonces el solo hecho de ver a Quetza con vida representaba un insulto a su autoridad, escuchar su nombre en boca del emperador era más de lo que estaba dispuesto a tolerar. Era ya un hombre muy viejo, pero se prometió vivir hasta el día en el que pudiera lavar la ofensa. Y sabía cómo hacerlo; sólo debía esperar.

Para coronar la secreta furia de Tapazolli, Quetza resultó ser un alumno brillante. Se destacaba en todas las disciplinas: el arte de los números, las letras y la oratoria. Su natural relación con las cosas del cielo hizo que pudiera aprender con facilidad el riguroso sistema astronómico que regía el calendario. Y no sólo logró comprenderlo en toda su complejidad, sino que, además, lo perfeccionó. Mostrando sus habilidades de tlacuilo, talló en una pieza de plata del tamaño de un medallón el calendario que él mismo concibió: era un disco en cuyo centro estaba Tonatiuh, el Sol, adornado con las galas propias de su excelencia. En torno de él estaban dispuestos los cuatro soles que representaban cada ciclo. Luego se veía un primer anillo conformado por veinte partes iguales con figuras que marcaban los días del mes. El segundo anillo, compuesto por ocho segmentos, simbolizaba los rayos solares. El tercer anillo estaba repartido en dos tiras enlazadas de papel amatl. En la parte superior aparecía la fecha de terminación del Calendario, adornado con plantas, flores y la cola de dos serpientes. En la parte inferior se veían dos víboras de fuego escamadas formando trece segmentos. Por debajo, superpuestas, las cabezas de las dos serpientes, desde cuyas fauces surgían Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Las serpientes teman garras y una cresta con siete círculos divididos por la mitad, simbolizando la Constelación de las Pléyades. El cuarto anillo representaba a las estrellas sobre el cielo nocturno y contenía ciento cincuenta y ocho círculos rematados en las bandas de papel amad.

El calendario comprendía dieciocho meses de veinte días cada uno y cinco días de inactividad o nemontemi. En total, sumaban trescientos sesenta y cinco días. Cada cuatro años se agregaba un día nemontemi, equivalente al año bisiesto, y cada ciento treinta años había que suprimir un nemontemi. De esta manera, Quetza concibió una aproximación al año solar trópico de una exactitud mayor aun a la del calendario de sus antepasados olmecas, toltecas y todos los que habrían de hacerse incluso después.

Cuando Quetza presentó la obra de plata a su maestro, éste se mostró tan sorprendido que se lo hizo llegar al emperador. Viendo la perfección del sistema y la belleza de la talla, el tlatoani lo sometió al arbitrio de su Consejo y se deci: dio que sería aquél el nuevo calendario oficial del Imperio. De inmediato mandó a que los mejores tlacuicuilos reprodujeran en piedra la pequeña pieza de Quetza, de lo cual resultó un monumento espléndido, labrado en bajorrelieve en un monolito basáltico de cuatro pasos de diámetro y tan pesado que había que moverlo con un pequeño ejército. Fue colocado en la Plaza Mayor sobre el templo de Quauhxicalco.

Todavía no había completado el Calmécac y Quetza ya gozaba del mismo prestigio que los sabios del Consejo de Ancianos. Muchos veían en aquel jovencito de mediana estatura y nariz exigua al posible sucesor del rey.

17 El oráculo de piedra

Menos interesado en los asuntos de la política que en los del conocimiento, al tiempo que continuaba sus estudios, Quetza caía en largas ensoñaciones de las cuales emergía pleno de inventiva. Continuando la obra de su padre, mejoró el sistema de represas para contener el lago cuando, durante las crecidas, inundaba parte de la isla. Siempre desvelado por la navegación, perfeccionó los puentes móviles de la ciudad; aplicando las enseñanzas del viejo Machana, diseñó distintas naves, hasta entonces inéditas. Las embarcaciones de los mexicas eran pequeñas canoas hechas con troncos ahuecados o con juncos entrelazados; en algunos casos se impulsaban por medio de pequeños remos y, en otros, gracias a unas velas tejidas con tallos. Estas balsas y canoas que se utilizaban para la pesca o, sencillamente, para desplazarse entre los canales, podían transportar sólo tres o cuatro personas. Quetza dibujó los planos de unos barcos de dimensiones nunca vistas, que podían albergar más de cincuenta hombres y tenían una bodega para llevar igual peso de pertrechos que de tripulantes. Eran livianos y veloces. La parte inferior, la que sustentaba la nave, estaba hecha con varios troncos ahuecados y unidos entre sí con una técnica semejante a la de la fabricación de las chinampas; la parte superior debía ser de juncos para que la estructura resultara más liviana. Estos barcos tenían fines militares, tanto de ataque como de defensa. La nave, en todo su perímetro, estaba rodeada por una soga que semejaba una baranda pero, en realidad, era una cuerda tensada que servía para disparar flechas; de este modo no era necesario que cada hombre llevara consigo el arco, ya que esta misma balaustrada, que tenía además una guía de caña bajo la cuerda, era un arco gigantesco en sí mismo. Y no solamente podían arrojarse flechas, sino que, entre dos o tres hombres, era posible despedir una lanza con una fuerza capaz de destruir una edificación de madera. Era una verdadera fortaleza flotante.

Estos planos provocaron la admiración de los jefes guerreros aunque nunca fueron construidos, ya que, según creían, jamás iba a existir un enemigo tan grande que hiciera necesaria semejante defensa. Quetza no pensaba de igual forma; sin embargo, sus argumentos en contrario fueron desoídos.

Por aquellos días las campañas militares de los mexicas sufrieron algunos duros reveses. Luego de la conquista del centro de las zonas costeras de Oaxaca, siguió el dominio del territorio de Soconusco, a las puertas mismas del Imperio de los mayas. Sin embargo, en las diversas tentativas de ocupación sufrieron el rechazo y la derrota a manos de los peurépechas, los tlaxcaltecas y los mishtecas. Para completo asombro de Quetza, y alimentando la furia de Tapazolli, el emperador hizo llamar al joven y brillante alumno. Quería su consejo. Si había sido capaz de perfeccionar el más preciso calendario xihuitl, solar y astronómico, debía saber interpretar sus designios mediante el tonalpohuaUi, el calendario astrológico y adivinatorio.

Mientras era conducido hasta el recinto del monarca, los guardias recordaban a Quetza las reglas de protocolo: por ningún motivo debía mirar el rostro del emperador. Cuando por fin, después de mucho andar por entre los salones del palacio estuvo frente al trono, se inclinó y permaneció en silencio. El rey le habló sin preámbulos: quería saber el porqué de las recientes derrotas. ¿Acaso, le preguntó, no estaban ofrendando suficientes corazones al Dios de la Guerra? Viendo que Quetza guardaba un pensativo silencio, el tlatoani volvió a interrogar: ¿Tal vez fuese que los sacrificados no estaban a la altura de la magnificencia de Huitzilopotchtli? ¿Qué vaticinaba el calendario, qué les deparaba el futuro?

Quetza no se atrevía a dar su opinión. Sin embargo, sentía la obligación de no ocultarle la verdad. Aunque aquella verdad pudiera costarle la vida.

– La respuesta no hay que buscarla en el futuro sino en el pasado -contestó Quetza con humildad pero sin vacilación.

No era necesario consultar ningún oráculo. La afirmación del joven sabio estaba fundamentada en los libros de historia que leía en el Calmécac.

Hacía muchos años, cuando los mexicas que acompañaban a Tenoch fundaron su poblado en aquel islote que parecía inhabitable, quedaron por algunas décadas bajo el dominio de Azcapotzalco, a quien ofrecían sus servicios como soldados a sueldo. Los mexicas, habiendo tomado la sabiduría de los evolucionados pueblos de la región y convertidos en un poderoso ejército, decidieron rebelarse contra su señor, a quien finalmente derrotaron. Así se transformaron en uno de los señoríos más poderosos del valle. En sólo setenta años, con una política militar ofensiva, consiguieron construir el más grande imperio que haya habido en el valle y aún más allá.

Detrás de esta meteórica campaña había un nombre que, luego, se pronunciaría con el tono reverencial de las leyendas: Tlacaélel. Él fue quien volvió a escribir la historia de los mexicas, haciendo destruir los libros hasta entonces sagrados. Fue Tlacaélel quien trocó el orden y la jerarquía de las deidades. En su nuevo panteón, Huitzilopotchtli fue ascendido al mismo pedestal de Quetzalcóatl, Tláloc y Tezcatlipoca. Así instauró los sacrificios humanos permanentes. Pero, tal vez sin proponérselo, creó el germen de su propia destrucción: las Guerras Floridas. Eran éstas batallas artificialmente creadas para los tiempos de paz, hechas con el único propósito de mantener abierta la usina de prisioneros para ofrendar a Huitzilopotchtli. A partir de entonces, el mundo comenzó a girar en torno de los sacrificios humanos y los hombres se transformarpn en la mera leña que alimentaba vivo su fuego. De esta manera quedaría sepultada la tradición de los Hombres Sabios, los tol-tecas, y Quetzalcóatl, Dios de la Vida, sería eclipsado por Huitzilopotchtli, Dios de la Muerte. Era ese fuego el que se estaba devorando a los mejores hombres del Imperio.

El problema no era entonces la insuficiencia de las ofrendas, sino todo lo contrario. Así se lo hizo saber Quetza al emperador. Se lo dijo de forma descarnada, con entera franqueza, sin evasivas ni eufemismos. Pero además le dijo otra cosa a modo de advertencia. Habló sin medir las consecuencias, sin pensarlo; era como si las palabras surgieran de su boca a pesar de su voluntad. Le dijo que el calendario le indicaba algo tan terrible como impronunciable.

– La próxima guerra no será entre hombres, sino entre dioses.

El rey palideció. Sin mirarlo a la cara, Quetza continuó:

– Será preciso dar un paso más allá del lago y de las montañas. El futuro está al otro lado del mar. Si no emprendemos su conquista, el futuro vendrá por nosotros y nos convertirá en pasado -concluyó Quetza.

El emperador guardó silencio. No se atrevió a preguntar más. De todas formas, Quetza tampoco hubiese podido agregar otra cosa. Todo lo que dijo se le impuso de manera misteriosa. Sin embargo, era aquello lo que le decían los astros del nuevo calendario.

Se aproximaban tiempos en los que había que tomar decisiones. Y el emperador debía saberlo.

Quetza había cumplido con su conciencia. Pero antes de abandonar el recinto imperial, aún se atrevió a más:

– Estoy dispuesto, mi señor, a cruzar el mar para ir al encuentro del futuro.

18 Un día perfecto

Quetza marchaba con paso firme hacia un porvenir que se adivinaba promisorio. Faltaba poco tiempo para que finalizara el Calmécac cuando un hecho inesperado cambiaría de pronto el rumbo de las cosas.

Durante el curso del último año los chicos podían salir dos veces para reunirse con sus familias. En la primera salida, cuando concluyeron los primeros diez meses, se reencontró con su padre. Ambos estaban cambiados. Quetza se había ido siendo un niño y ahora era un hombre. Tepec tenía el mismo aspecto, aunque caminaba algo encorvado y su paso era más lento. Pero no podía quejarse: tenía noventa años.

Celebraron el encuentro haciendo las mismas cosas que cuando vivían juntos: salieron a navegar alrededor de la isla y luego desembarcaron en la falda de la montaña al otro lado del lago. Conversaban mirando la ciudad lejana. Tepec estaba orgulloso de su hijo. Mientras lo escuchaba hablar no pudo evitar felicitarse íntimamente: había hecho las cosas bien. Cuánto deseaba haber podido compartir ese momento con sus otros hijos, los que ya no estaban. Realmente los extrañaba; la muerte de ambos le había dejado la piel del espíritu tan lastimada, que ya ni siquiera podía sentir dolor; era sólo añoranza. Desde luego que Quetza no había llegado para sustituir a sus hijos; pero mientras veía la piedra del calendario brillando en lo alto del templo de Quauhxicalco, se dijo que su vida tenía un sentido. Y eso es lo que había sucedido con la llegada de Quetza: restituyó el porqué de su existencia.

Sucedió esa misma noche mientras Tepec y Quetza comían a la luz de una hoguera. Sin anunciarse entró corriendo en la casa una de las esclavas; estaba demudada. Con voz temblorosa le anunció al viejo que habían llegado dos guardias armados. Aterrada, le explicó que pretendían entrar por la fuerza: venían a buscar a Quetza por orden de Tapazolli. Los esclavos los estaban demorando pero iba a resultar difícil retenerlos más tiempo. El viejo Tepec comprendió todo de inmediato. De hecho, esperaba que eso sucediera más tarde o más temprano. Le dijo a Quetza que se ocultara en un entresuelo que sólo ellos conocían y que no se moviera de ahí hasta que él le avisara. Con un movimiento ágil, el joven se metió bajo el falso piso, llevándose los cuencos en los que c-mía para no dejar rastros. Los hombres irrumpieron por fin en la casa y le ordenaron a Tepec que les dijera dónde estaba su hijo. El viejo, con toda calma, les preguntó cuál era el motivo de tanta urgencia, los invitó a que se sentaran a compartir su mesa y les sirvió octli, un vino hecho con la planta del maguey. Los guardias no se atrevieron a despreciar el ofrecimiento y, de hecho, se diría que estaban encantados con el convite. Pero beber alcohol estaba vedado en los dominios mexicas; si bien en la mayoría de las casas los moradores ocultaban el licor que ellos mismos fabricaban, las leyes lo condenaban fuertemente. Y, más aún, si se trataba de soldados. Con su cortesía, Tepec no sólo pretendía intimidarlos haciéndoles ver que era él quien detentaba la autoridad, sino que, al hacerlos quebrar las leyes, los sometía a su complicidad; por otra parte, nadie ignoraba que era el miembro más antiguo del Consejo de Sabios y ese hecho, por cierto, inspiraba un respeto reverencial. Entonces le contestaron que era el Sumo Sacerdote quien reclamaba a Quetza. Quiso conocer el motivo del requerimiento, pero no obtuvo respuesta. Les dijo entonces que su hijo estaba en Tlatelolco y que allí pasaría la noche, pero que él estaba dispuesto a comparecer en su lugar ante Tapazolli. Los guardias no se atrevieron a contradecirlo. En el momento en que estaban por irse los tres de la casa, Quetza salió de su escondite. No iba a permitir que su padre tuviese que pagar por él. El viejo quiso evitar que lo aprisionaran, pero ya no hubo forma. Con desesperación e impotencia, Tepec vio cómo llevaban a Quetza hacia el Gran Templo. Sabía lo que estaba sucediendo.

Huitzilopotchtli había vuelto para reclamarlo.

19 La voz de los dioses

Jamás había entrado Quetza en los recintos prohibidos del Templo Mayor. Tenía que hacerlo solo, ya que a los guardias no les estaba permitida la entrada. Ciertamente eran pocos los que podían conocer el interior de Huey Teocalli. Cuando estuvo frente a la puerta, no pudo evitar que las piernas le temblaran. Apenas traspuso el pórtico de piedra, se internó en la más espesa de las penumbras. Tiritaba a causa del frío y la perplejidad. Tenía que avanzar tanteando las paredes: reinaba una oscuridad más profunda que la ceguera. De hecho, los bajorrelieves que adornaban los muros sólo podían ser apreciados al tacto. Así, a tientas, se internaba Quetza en la helada casa de los dioses. Después de mucho andar, pudo ver el lejano resplandor de una llama: era el ingreso al primer recinto. Atravesó el dintel que se alzaba apenas por encima de su cabeza y entonces, en aquella media luz, advirtió la inmensidad de ese ámbito. Era aterrador.

En el centro pudo ver la figura gigantesca de Tláloc, el Dios de la Lluvia. Tallado en enormes bloques rojizos de ángulos rectos, mostraba su rostro cubierto por dos serpientes que formaban la nariz y se enroscaban alrededor de los ojos. Las colas de los reptiles, al descender hasta la boca, se convertían en dos enormes colmillos. La llama tenue y vacilante de la antorcha hacía que proyectara unas sombras movedizas que parecían otorgarle vida. El ídolo tenía una altura abrumadora, mucho mayor de lo que imaginaba Quetza. Se hubiese dicho que estaba tallado en piedra; sin embargo, ese material tan sólido como la roca, era una argamasa hecha con los frutos que les otorgaba el Dios con su dádiva de lluvias: semillas y legumbres molidas, religadas con sangre humana. Eso era lo que le confería aquel color rojizo. Tláloc era un Dios exigente: para otorgar lluvias necesitaba de la sangre de los niños. Así lo testimoniaba su cara ungida con huellas rojas. A sus pies estaban los arcones abiertos que contenían centenares de pequeños esqueletos, algunos por completo desmembrados, de aquellos que le habían sido ofrendados. Al frío reinante en la cámara, pintada en distintos tonos de azul, se sumaba el que provocaba el terror. Quetza prosiguió su camino, entró en un pasillo angosto y, a ciegas, avanzó en la penumbra.

Ese estrecho corredor era el que unía, desde el interior, el templo de Tonacatépetl, que guarecía a Tláloc, con su gemelo, el templo de Hutzilopotchtli, Dios de la Guerra y los Sacrificios. Y a medida que Quetza avanzaba en medio de la oscuridad, podía sentir el aliento gélido de la muerte. Nuevamente vio un resplandor. Hacia allí se dirigió, cruzó la entrada y, una vez dentro del recinto, tuvo que cerrar los ojos ante la visión espantosa. Con una magnitud aún superior a la de Tláloc, en el centro del monumental oratorio se alzaba Huitzüopochtli. Estaba hecho en tres bloques de aquella argamasa pétrea. Sustentado en las pezuñas de sus patas de pájaro, el primer elemento estaba cubierto de plumas talladas en bajorrelieve. En el centro de la efigie se veía la cabeza, una calavera abriendo su boca sedienta de sangre, rodeada por cinco serpientes. Más arriba surgían cuatro manos ofreciendo sus palmas. El bloque superior representaba la cabeza de una serpiente exhibiendo sus fieros colmillos y un par de garras de ave. El conjunto, pese a las múltiples representaciones que contenía, se veía como un único ser compuesto por fragmentos de distintas monstruosidades. Resultaba pavoroso.

Desde la penumbra, una voz ordenó:

– Póstrate ante los pies de tu señor, que de él será tu sangre.

20 Deuda de sangre

Quetza hubiese asegurado que fue el propio Huitzilo-potchtli quien había hablado con esa voz cavernosa. Cautivo de la fascinación que produce el terror, no podía despegar la vista del calavérico rostro del Dios de la Guerra. La luz temblorosa de una antorcha creaba la ilusión de que la boca del ídolo se movía. Por otra parte, las altas paredes de piedra hacían que el sonido llegara de todas partes y de ninguna que pudiera precisarse. Quetza tardó en descubrir que, justo debajo de la efigie, sentado sobre su trono de piedra, estaba el mismísimo emperador. Era un extraño privilegio estar frente a él dos veces en tan breve tiempo. A su lado, sobre una tarima más baja, pudo ver a su antiguo verdugo: Tapazolli.

Quince años más tarde, con el pelo completamente blanco y tan largo que le cubría la espalda por completo, el sumo sacerdote conservaba intacta la herida que le había dejado la daga filosa de la humillación pública. Después de haber tenido que soportar la afrenta de Tepec y la consagración de Quetza en el Calmécac bajo su dirección, ahora, por fin, iba a cobrarse la venganza.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo el sacerdote-, recuerdo como si fuese hoy cuando eras un niño huérfano y enfermo.

Con un tono monocorde e inexpresivo le dijo que en esa oportunidad Huitzilopotchtli quiso que le ofrendara su corazón. Pero al considerarlo vio que era poca cosa para Su magnificencia.

– Así nos lo hizo ver sabiamente el honorable Tepec, que no en vano ha llegado a ser el más venerable de los miembros del Consejo de Ancianos -recordó Tapazolli.

El halago que acababa de regalar a su enemigo pretendía dar a sus palabras un carácter imparcial; no debía parecer un asunto personal. El emperador escuchaba con atención la ponencia de Tapazolli. Quetza, postrado de rodillas en el suelo, podía anticipar cada una de las palabras que pronunciaba el sacerdote. Sabía adonde quería llegar.

– Tepec te ha tomado generosamente a su cobijo, te salvó de la enfermedad y te dio alimento y educación. Hoy, Quetza, eres un hombre saludable y orgullo de los hijos Te-noch. Te has convertido en uno de los hombres más valiosos, en un ejemplo digno de la grandeza de Huitzilopotchtli -dijo señalando hacia la enorme escultura que estaba tras él.

El sacerdote se incorporó, fue hasta una de las numerosas arcas que guardaban centenares de huesos de los ofrendados y, caminando en torno de aquellos restos, prosiguió:

– A la educación que te prodigó Tepec se sumó la que yo mismo te he dado durante los últimos años.

De esa manera, el sumo sacerdote pretendía demostrar que gracias a los conocimientos que le fueron impartidos en el Calmécac, pudo Quetza legar a Tenochtitlan sus brillantes aportes, tales como el nuevo calendario, el sistema de contención de las aguas y el mejoramiento de los puentes móviles. Así, Tapazolli aprovechaba para atribuirse los méritos del talento y la inventiva del hijo de su enemigo. Con un gesto de beatitud, señalando hacia el rostro de la estatua, llegó finalmente al punto:

– Hoy Huitzilopotchtli te reclama otra vez. Debes sentirte orgulloso, sabiendo que es ése el destino más noble que puede esperar un mortal.

Le dijo que su pueblo se había hecho grande cuando fue generoso con él. Tal vez, sugirió, en los últimos tiempos no hubiesen sido tan desprendidos como en otras épocas; sin dudas, el motivo de que la victoria les fuese ahora tan esquiva era el hecho de que no estaban ofrendando los mejores hombres. Quetza había demostrado que era uno de los hijos más valiosos de Tenochtitlan. Además dé ser un joven lleno de conocimiento, dio prueba de un corazón de guerrero. Si era capaz de dar su sangre en el campo de batalla, también lo sería para entregarla a Huitzilopotchtli en el Templo.

El sacerdote caminó hasta Quetza y, tomándolo paternalmente por los hombros, le dijo:

– Mañana, al amanecer, entregarás tu corazón.

21 El veredicto

Quetza sabía que mientras Tapazolli viviera, iba a pretender cobrarse aquella vieja deuda. Le sorprendía que hubiese tardado tanto. Había quienes esperaban ser elegidos para el sacrificio; muchos padres, orgullosos, entregaban a sus hijos como ofrenda a los dioses. Pero Quetza no sólo había sido educado por Tepec en el repudio a los sacrificios, sino que era el testimonio viviente de aquella oposición. Y, por cierto, a diferencia de muchos, se resistía a entregar su sangre en vano. Quetza era un guerrero y no le temía a la muerte. Tapazolli no se equivocaba; en efecto, estaba dispuesto a entregar la vida por sus hermanos, por una causa o un ideal. De hecho, Quetza tenía una convicción sobre el destino de su pueblo. Pero necesitaba la vida para probarla.

Hacía pocos días le había dado su parecer al emperador. Y ahora el tlatoani se veía confundido. Estaba frente a una disyuntiva crucial y no se decidía a quién hacer caso. Resultaba curioso: luego de tanto tiempo volvía a enfrentarse al mismo dilema sobre si sacrificar o no a Quetza. En silencio, el monarca se decía que, a la luz de los hechos, había sido una sabia decisión mantener al niño con vida. En efecto, era hoy uno de los jóvenes más valiosos del Imperio. Pero en ese mismo enunciado residía el problema; el sumo sacerdote esgrimía un argumento indiscutible: si en su hora fue elegido y luego rechazado por su escasa valía, ahora, a causa de sus méritos, debía ser devuelto a Huitzilopotchtli.

Postrado como estaba, de rodillas en el suelo y con la cabeza inclinada, Quetza rompió el silencio y se dirigió al emperador sin mirarlo:

– Entrego mi sangre y mi corazón.

Le dijo que si él consideraba que su sacrificio servía a ios hijos de Tenochtitlan, se sentiría honrado de ser el elegido. Pero le insistió en su certidumbre:

– Huitzilopotchtli necesitará muchos guerreros vivos antes que muertos. Se acercan los días de las grandes batallas, de la gran guerra de los mundos. Ojos nunca vieron combates como los que habrán de avecinarse. Se derramará tanta sangre como a los dioses nunca fue ofrendada en semejante cantidad.

– ¡No lo escuches! -gritó Tapazolli, igual que lo hiciera tantos años atrás en las escalinatas de la pirámide.

El emperador levantó su brazo obligando a ambos a guardar silencio. Después de mucho pensar, se dijo que ambos tenían razones atendibles. Si Huitzilopotchtli estaba reclamando su sangre, no era justo negársela. Pero si el calendario de Quetza no se equivocaba en sus oscuros designios, los dioses no perdonarían haber sido desoídos. Había una sola salida: Quetza se había ofrecido para ir a los confines del mundo, ahí donde ningún hombre había llegado, en busca del futuro. Si estaba equivocado y la empresa fracasaba, el Dios de la Guerra habría de cobrarse la deuda. Viendo que era una solución justa y a la vez pragmática, el tlatoani dio su veredicto:

– Quetza, ordeno tu destierro.

Así, el hijo de Tepec debía partir a los confines del Imperio, sobre las costas del mar, a las tierras de la Huasteca. Allí, con la ayuda de los dioses, le dijo, habría de construir un barco y navegaría hacia el futuro antes de que se cumpliera la profecía del calendario. Quetza debía adelantarse al porvenir para que el Imperio no se convirtiera en pasado. Si la empresa resultaba exitosa, le dijo, habría servido a Huitzilopotch-tli; si, en cambio, la nave zozobraba, entonces el Dios de los Sacrificios habría de tomar su vida.

La Huasteca, territorio costero conquistado por el ejército mexica, era el sitio donde iban a dar los desterrados de Te-nochtitlan: conspiradores, asesinos, ladrones y locos eran enviados a esas tierras lejanas situadas en las orillas mismas del Imperio. Por otra parte, los habitantes originarios, los huastecas, sometidos a un humillante yugo por las tropas de ocupación, solían rebelarse desatándose así sangrientas revueltas que hacían de aquellos dominios naturalmente apacibles, un campo de batalla permanente. Quetza se hubiese sentido realmente condenado de no haber sido por la promesa que para él significaba el mar; tal vez para otros la Huasteca fu_ se como una gran celda, pero para Quetza habría de ser la puerta hacia los nuevos mundos.

Otra vez, el sumo sacerdote debía morder el polvo de la humillación y guardarse las ganas de arrancar con sus propias manos el corazón del hijo de su enemigo.

Quetza hizo una reverencia. Imaginó la extensa llanura del mar fundiéndose en el horizonte y su corazón se estremeció de alegría. Iba a ser el primer hombre en surcar los océanos en busca de otros mundos.

22 El país de los desterrados

Quetza partió al destierro junto a las tropas que iban a la campaña de conquista para extender los límites del Imperio hacia el Sur y mantener el dominio de los pueblos costeros de la Huasteca. Fue una marcha lenta y accidentada a través de las montañas. De no haber sido por la preparación en el Calmécac, cuando lo obligaban a caminar durante horas sobre el campo de ortigas, Quetza jamás hubiese podido tolerar aquella travesía. Apenas si tuvo tiempo de despedirse de su padre, Tepec, y no permitieron que viese a Ixaya ni a sus amigos. Siempre había guardado la secreta ilusión de tomar como esposa a su amiga de la infancia al término del Calmécac, pero jamás imaginó que ni siquiera iba a tener la posibilidad de terminar sus estudios. Su único consuelo era la proximidad del mar, aquella promesa lejana y tan ansiada.

Después de muchos días de caminata, por fin alcanzaron su destino. Todos los miembros del reducido grupo que había llegado a la Huasteca, exhaustos, se tendieron a la sombra de las palmeras. Pero Quetza, teniendo ante sus ojos aquella extensión azul, corrió y cruzó el médano. De pie sobre la arena tibia, se llenó los pulmones con el anhelado perfume del océano. Era la primera vez que veía el mar y, sin embargo, tuvo la certidumbre de que su procedencia y la de su pueblo estaban ligadas a aquellas aguas. Sus ojos recorrieron la raya perfecta del horizonte y su espíritu se expandió hacia el infinito vislumbrado en la conjunción del mar con el cielo. Se negaba a creer que aquella línea demarcaba el fin del mundo; por el contrario, se dijo, era ésa la puerta al Nuevo Mundo, al futuro. Sólo había que llegar más allá, atravesarla. Descubrió que el mar le otorgaba una placidez inédita e inmediatamente creyó descubrir el porqué. Él pertenecía a una isla rodeada por un lago que, a su vez, estaba fortificado por la montaña. Todo constituía un límite: la isla era un cerco, el lago un óbice para llegar a la montaña y la montaña un muro que le devolvía el eco de sus propios pensamientos. El horizonte, hasta ese momento, era para él una conjetura. El mar, en cambio, se abría a la inmensidad y entonces su espíritu podía dilatarse tan lejos como la mirada y su imaginación se adelantaba con paso firme a la aventura que se avecinaba.

La euforia de Quetza se disipó no bien giró sobre su eje y descubrió que un grupo de hombres lo miraba con expresión hostil. Entonces sí se sintió un desterrado, solo e indefenso en tierras extrañas habitadas por enemigos. El grupo se fue cerrando en torno de él. Pronunciaban palabras que no podía entender, aunque resultaba evidente que estaban llenas de beligerancia. Tenían una apariencia salvaje y aterradora: el cráneo deformado adrede, los dientes limados imitando los de un jaguar, llevaban todos la nariz perforada y atravesada con púas o argollas. Contribuía al gesto amenazador la forma en que se pintaban el cuerpo: las facciones estaban fieramente resaltadas con pigmentos que les surcaban las cejas, los pómulos y las mejillas. Los músculos del torso y los brazos estaban delineados por tatuajes que realzaban su volumen. Llevaban anillos, brazaletes y pecheras, todo hecho con caracoles de diversos tamaños. Cada vez los tenía más cerca; Quetza adoptó una posición de defensa separando las piernas y cubriéndose el pecho y la cara con los brazos; pero lejos de intimidarse, los nativos, armados con hojas filosas hechas con alguna clase de caparazón que escondían en la palma de las manos, se dispusieron a saltar sobre el extranjero. En ese preciso momento, en el aire tronó el chasquido de una penca; de inmediato los nativos se dispersaron en *ro-pel como animales asustados. Uno de ellos, en medio del tumulto, tropezó y luego cayó. Entonces recibió una andanada de golpes de vara, hasta que pudo incorporarse y huyó como una liebre. Sólo entonces Quetza elevó la vista y vio a quien empuñaba la caña.

– No hay que temerles. Son como los coyotes: muestran los dientes, pero si se les levanta la mano salen corriendo. Sólo hay que tener la precaución de andar siempre con una vara; le tienen pánico.

El hombre hablaba en perfecto náhuatl, aunque no tenía el aspecto de un mexica; de hecho, era bastante parecido a los hombres que acababa de ahuyentar: llevaba el cuerpo cubierto con caracoles y la cara pintada como un guerrero.

– Mi nombre es Papaloa -dijo inclinando levemente la cabeza-, soy el encargado de mantener el orden.

Aquél era un extraño nombre que significaba "relamerse". Aunque infrecuente, era una voz náhuatl que evidenciaba su origen mexica. Tal vez, a fuerza de convivir con los nativos, había adoptado algunas de sus costumbres.

Quetza le contestó que, por lo visto, hacía bien su trabajo.

El hombre sonrió sin darle demasiada importancia al halago.

– Soy Quetza, hijo de Tepec -se presentó el recién llegado devolviendo la inclinación de cabeza.

– Lo sé, lo sé -dijo Papaloa-, te estaba esperando.

23 El quetzal entre los coyotes

El pequeño poblado en el que habría de vivir Quetza se llamaba Tlatotoctlan; aunque pudiera parecer una paradoja, este término significaba la Tierra de los Desterrados. Y, por cierto, aquel nombre sombrío se ajustaba bien a esa aldea. Pese a su apariencia paradisíaca, aquella franja de chozas levantadas con cañas y techumbres de hojas de palma, era un enclave en torno de un presidio, un campamento militar y una ciudadela llamada Tlahueliloquecalli, la Casa de los Locos. A causa de la abundancia y la fecundidad de sus tierras, la Huasteca siempre había despertado la codicia de sus vecinos de tierra adentro. Las guerras por su conquista fueron sangrientas y prolongadas, pero finalmente los mexicas lograron vencer y adueñarse de esos territorios. Por entonces estaba bajo el señorío de Tenochtitlan. Viendo que no resultaba fácil mantener sometidos a los bravos huastecas, quienes solían rebelarse contra la autoridad central, los mexicas debieron levantar un asentamiento militar permanente para mantener el orden. Por otra parte, habida cuenta del rigor y la violencia que reinaba en aquella zona, los gobernantes decidieron trasladar las cárceles de la capital del Imperio hacia esos asentamientos alejados: uno de los peores castigos que podía recibir un hombre era el destierro a la Huasteca. En tiempos de paz, los condenados permanecían confinados en el presidio y, en tiempos de rebeliones, debían combatir en el frente contra los nativos.

Tlahueliloquecalli era un villorrio miserable en los confines de la ciudad, adonde iban a parar los ^ue habían sido atrapados por los demonios de la locura. Deambulando de aquí para allá, lidiando a los gritos con los fantasmas in rsi-bles que habitaban en sus almas atormentadas, se resignaban a la reclusión con más docilidad que a sus propios espectros.

Si los huastecas, humillados y sometidos a la condición de animales de trabajo, resultaban una amenaza constante para Quetza, sus propios compatriotas, los criminales desterrados, iban a convertirse en un peligro aun mayor. Por otra parte, los lamentos de los confinados en la Casa de los Locos, era la música sombría que completaba el asfixiante cuadro del exilio. Quetza se dijo que tenía que construir su embarcación cuanto antes y escapar hacia el mar. Pero las cosas no serían tan sencillas. Quetza no ignoraba que iba a necesitar una tripulación. Y, por cierto, era aquella la única gente con la que podía contar el futuro navegante.

El trato que los soldados mexicas daban a los nativos era degradante hasta la humillación. Quetza no toleraba ver cómo la tropa al mando de Papaloa apaleaba a los huastecas y el modo brutal en que eran obligados a rendir tributo al tlatoani. Ante tanta crueldad los coyotl, tal como los llamaba Papaloa, podían convertirse en bravos jaguares y levantarse en revueltas; entonces, cuando las cosas se salían de madre, eran liberados los reclusos quienes, llenos de violencia contenida, resultaban más sanguinarios que los soldados. Descargando todo su resentimiento, los condenados mataban sin piedad, saqueaban las chozas y abusaban de las mujeres para luego volver a sus celdas saciados de sangre.

En esas ocasiones el hijo de Tepec se avergonzaba de ser un mexica.

Por otra parte, Quetza sentía un profundo desagrado por Papaloa, pese a que éste se presentaba como su protector. El jefe del campamento, por su parte, sabía que el recién llegado era un desterrado con demasiadas prerrogativas: hijo de un noble miembro del Consejo de Sabios y una suerte de protegido del emperador. Había recibido órdenes de que lo asistiera en todo lo que necesitara. Pero no pudo menos que sorprenderse cuando supo de los proyectos navales de aquel jovencito. La idea de construir una embarcación le parecía, cuanto menos, excéntrica. ¿Para qué querría un barco? Las canoas eran asuntos de salvajes desnudos que iban pescando de isla en isla. Y, por cierto, Quetza encontraba en el espíritu navegante de los huastecas un punto de comunión. Estaba admirado por la solidez de sus canoas; con ellas podían enfrentarse a las olas del mar y atravesarlas fácilmente, sin que sus estructuras sufrieran daño alguno. Además, los nativos mostraban una enorme valentía al internarse mar adentro, incluso cuando las aguas estaban embravecidas. Manejaban los remos como nunca antes había visto y eran capaces de encaramarse sobre la cresta de las enormes olas y trasladarse así por largas distancias.

Poco a poco, en la medida en que se iba diferenciando de sus compatriotas, Quetza fue ganándose la confianza de algunos nativos. Y cuanto más se relacionaba con ellos, tanto más los valoraba. No eran los salvajes que pretendía Papaloa ni, mucho menos, los fieros coyotes que había que tratar a punta de caña. Al contrario, muchos de ellos dominaban varias lenguas, incluso el náhuatl, y mostraban una tradición acaso más antigua que la de los mexicas. Pronto Quetza encontró en varios de ellos los aliados perfectos para construir su barco; el conocimiento de los huastecas en materia de embarcaciones y navegación era mucho más vasto de lo que supuso al principio y se remontaba a tiempos muy lejanos. Mientras seleccionaba las maderas y los juncos junto a los nativos, entendió por qué se los llamaba toueyomes, término que significaba "pariente" o "prójimo". En ¡calidad huastecas y mexicas tenían una historia común. También ellos provenían de una tierra lejana y fueron conducidos por un sacerdote hacia aquellas playas. Lo mismo que los mexicas, ignoraban dónde estaba su lugar de origen. Sin embargo, tenían una sola certeza que a Quetza le resultó una revelación: estaban seguros de que sus ancestros llegaron hasta allí a bordo de una gran embarcación con la que cruzaron el mar. Un grupo se estableció definitivamente en ese lugar, pero otros siguieron viaje por la ruta de los volcanes, llegando hasta un sitio llamado Tamoanchan, en cuyas cercanías luego erigirían Teotihuacan. Si esto era cierto, los huastecas, hoy sometidos y humillados, resultaban ser sus hermanos mayores, Pero, por otra parte, esto confirmaba las sospechas de Quetza: tal vez hubiese otro mundo al otro lado del mar.

Mientras trabajaban en la embarcación, Quetza llegó a hacerse amigo de un joven que tenía su misma edad llamado Maoni. Pese a que se entendían con dificultades, ya que sus idiomas, aunque emparentados, eran diferentes, compartían las mismas inquietudes. Maoni le enseñó a Quetza sus técnicas de navegación; como si fueran niños, se pasaban parte del día viajando con sus canoas en la cresta de las olas. Cuando anochecía salían a navegar guiándose por las estrellas. Así se enteró Quetza de que aquel pueblo sometido a condiciones menos que humanas tenía un calendario más antiguo que el de los mexicas y muy semejante al que él mismo había perfeccionado.

Papaloa veía con preocupación el modo en que el visitante se relacionaba con los nativos. No era su política tratarlos como semejantes: temía que si se les prestaba cierta consideración, por mínima que fuese, pudieran luego exigir algún derecho. Así se lo hizo saber el jefe del campamento a Quet-•'za. Muy respetuosamente Quetza le dijo que, a la luz de los hechos, su política no podía calificarse precisamente de exitosa, en vista de que todas las semanas había una rebelión.

– Estos salvajes sólo obedecen al látigo, si no fuese por el rigor tendríamos motines todos los días -replicó Papaloa.

Sin embargo, contestó Quetza, desde que había incluido a los huastecas en su proyecto, al menos el grupo que colaboraba con él no había participado de los motines. Entonces Papaloa soltó una de sus carcajadas sardónicas y le dijo que no se daba cuenta de que lo estaban utilizando, que al colaborar con él se evitaban hacer tareas más pesadas bajo el azote de la caña.

– El problema no son las tareas sino el azote -repuso secamente Quetza.

Luego le hizo notar que el trabajo que implicaba la construcción del barco era realmente pesado: talar, cargar y cortar troncos no resultaba una tarea liviana; al contrario, podía ser tanto o más agotadora que trabajar en los cultivos. Pero Papaloa no estaba dispuesto a discutir. En rigor, no veía la hora de que aquel joven acostumbrado al buen pasar de la ciudad, a las comodidades que significaba ser el hijo de un miembro del Consejo de Ancianos, hiciera su barco, embarcara a sus amigos nativos y se hundiera de una buena vez en medio del mar.

24 La nave de los desterrados

Al cabo de diez largos meses de trabajo ininterrumpido, la nave estuvo por fin terminada. Quetza y los huastecas habían trabajado en soledad, y casi en secreto, en un pequeño claro enclavado en medio de la selva a la orilla de un río que desembocaba en el mar. Quetza no sólo quería evitar miradas indiscretas, sino, ante todo, preservar su obra de los saqueos que a menudo llevaban a cabo los presos bajo el control de Papaloa. Era una faena demasiado ardua para correr riesgos; no iba a exponer la nave a la convulsionada existencia de la villa. Su plan original había sido modificado varias veces por las acertadas sugerencias de su amigo Maoni, quien parecía llevar la marinería en la sangre.

Resultó un barco imponente. Desrizándolo por un corredor de troncos, lo botaron al río. Tal era su peso que, al caer en el agua, formó un oleaje que sacudió los juncos, provocando que una cantidad de animales diversos huyeran de la orilla hacia el monte. Sin embargo, el barco ni siquiera se conmovió; se mantuvo erguido como si estuviese afirmado al lecho. Tan inamovible se veía, que muchos creyeron que estaba encallado. Pero no bien lo abordaron pudieron comprobar que flotaba con una estabilidad tal que semejaba la de tierra firme. Quetza y Maoni tomaron los remos delanteros y las otras diez plazas fueron ocupadas por el resto de los constructores. A la voz del joven capitán remaron acompasadamente y entonces la nave se desplazó suave y ligera como si fuese una pequeña canoa y no el inmenso monstruo que era. Al comprobar que aquel coloso no sólo se sostenía perfectamente a flote sino que navegaba sin dificultades, todos gritaron de tal forma que se oyó hasta el poblado. Una vez que alcanzó la desembocadura, varias canoas que pescaban cerca de la orilla se acercaron al barco; en comparación con ellas se veía como una ballena que nadara acompañada por pequeños peces. Otros nativos corrían por la playa señalando la nave con ojos incrédulos.

El barco tenía veinte pasos de eslora y la parte que estaba por sobre la línea de flotación era equivalente a cinco hombres parados uno sobre otro. El casco, que a la luz del crepúsculo se veía dorado, era de madera de teocuahuitl, una rara especie de cedro que abundaba en aquella selva. No estaba hecho con los troncos unidos entre sí, sino con listón, prolijamente cortados, pulidos y ensamblados mediante muescas. Una técnica jamás utilizada, concebida por Maoni y mejorada por Quetza. La embarcación tenía una amplia cubierta, debajo de la cual estaba el habitáculo donde se ubicaban los remeros guarecidos de la intemperie y había también un espacio para que varios hombres pudieran dormir. Por debajo de la línea de flotación, lugar al que se llegaba a través de un hueco, había una suerte de cava destinada a guardar víveres para muchos días. El nervio central semejaba el cuerpo de una serpiente emplumada: en la proa estaba el rostro de afilados colmillos y fauces amenazantes y, en la popa, la cola enroscada sobre sí misma. Mientras avanzaba paralela a la playa, una multitud se reunía para verla pasar; era hermosa y a la vez atemorizante. El movimiento de los remos, sumado a su aspecto de animal, le confería la materialidad de un ser animado. Las olas no parecían producirle el menor sobresalto; se rompían en la quilla sin conmoverla en absoluto. Quetza trepó al mástil que se erguía en el centro de la nave, soltó una cuerda y entonces se desplegó un enorme velamen de juncos que le daba una apariencia colosal. El capitán saludó desde lo alto y entonces la multitud reunida en la playa lanzó un grito unánime de euforia, se agitaban brazos y se veían hombres y niños saltando. Aquel bar. j, como nunca antes nadie había visto, era la prueba de que mexicas y huastecas, los viejos parientes, podían volver a ser hermanos.

Pero un hombre permanecía quieto y silente. Papaba no parecía dispuesto a permitir que eso sucediera. Agitó la caña en el aire, giró sobre sus talones y se alejó del bullicio.

No tenía nada que festejar.

25 El sueño de los derrotados

Todo parecía avanzar con la misma facilidad que el barco sobre las aguas. Pero de pronto Quetza cayó en la cuenta de que aún no tenía tripulación. Sólo contaba con su mano derecha, Maoni, quien, además de ser un excelente marino, compartía con él su particular visión del universo. Gracias a su amistad podía sobrellevar la ausencia de aquellos que más quería: Tepec, Huatequi y los compañeros del Calmécac; pero sobre todo, había encontrado un confidente a quien contar su dolor por la lejanía de Ixaya. Maoni solía consolar a Quetza diciéndole que al regreso del viaje, después de extender las fronteras del Imperio al otro lado del mar, volvería a Tenochtitlan convertido en un verdadero héroe, que entonces habría de casarse con Ixaya y con todas las mujeres que quisiera. Maoni le decía esto con un dejo de amargura, ya que sabía que nada de aquella gloria habría de tocarle a él: pertenecía al bando de los derrotados, era un coyotl sin derecho alguno. Por muy amigos que fuesen, por más hermandad que.se declararan, provenían de pueblos enfrentados y él, Maoni, tenía el estigma de los vencidos. Comparado con su situación, Quetza no tenía derecho a quejarse. Lejos de resultarle un alivio, las palabras de su amigo eran un puñal que le atravesaba el pecho y se sumaban al dolor de la añoranza.

Salvo Maoni y tres de los hombres que colaboraron en la construcción del barco, no parecía haber otros voluntarios dispuestos a participar de la travesía. Y debían ser, cuanto menos, doce tripulantes para hacer todas las tareas de a bordo. Durante los días calmos en que el viento les fuera favorable, podían valerse de las velas y un par de remeros Pero en las jornadas de tormentas y vientos contrarios, necesitarían ocuparse de los diez remos. Según los cálculos de Quet-za, si no hubiese tierras en el medio, partiendo hacia el Levante, podrían dar la vuelta al mundo y regresar por el Poniente en aproximadamente ochenta días. Sin embargo, no era una tarea sencilla convencer a la gente de que la Tierra era una esfera igual que los demás astros que se veían en el firmamento. El horizonte infundía un miedo ancestral; muchos pensaban que era el límite después del cual el mundo se despeñaba hacia un abismo sin fin, o que había una tierra habitada por demonios o dioses malignos desterrados del panteón. Ellos mismos, mientras pescaban, solían ver naves inmensas con dioses de barbas rojas, los viquincatl, como los llamaban, que se veían fieros y temibles. Si bien Maoni jamás los había visto, estos relatos venían desde generaciones y él les daba crédito. Tal vez era ésta la confirmación de que, en efecto, había otro mundo al otro lado del mar. Quetza les recordaba que, según su propia tradición, los huastecas habían llegado conducidos por el sacerdote Cuextecatl desde ultramar a bordo de una gran nave. Por otra parte, fue en la Huasteca donde surgió por primera vez el culto a Quetzalcóatl. La enorme cantidad de antiquísimas imágenes labradas en piedra eran el testimonio de su relación con el Dios de la Vida. Pero lo que resultaba realmente notable era el modo en que se lo representaba: era el Señor de la Tierra de la Blancura y se lo veía como un hombre de barba roja, muy semejante a los viquincatl. Hecho este que abonaba la antigua creencia tolteca según la cual, todos los hombres, al margen del color de su piel o procedencia, de las tierras que habitaran, las costumbres que tuviesen o la lengua que hablaran, provenían de la obra de los mismos dioses, de la lucha entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca.

Pero por muy convincentes que fueran los argumentos de Quetza, no había forma de persuadirlos de participar en la empresa. Aunque les ofreciera la libertad o quitarles el yugo del tlatoani, así les prometiera ser dueños de parte de las tierras por conquistar, sólo contaba con cinco hombres. Sin embargo, cuando la noticia llegó a oídos de los reclusos meneas, varios se mostraron dispuestos a escuchar las propuestas de su joven compatriota. Pasar de presos desterrados a nobles señores, dueños de grandes extensiones, era una idea tentadora. Pero, claro, antes había que negociar con Papaloa.

– Tengo los hombres para tu tripulación -le dijo a Quetza el jefe de aquellas posesiones.

El joven capitán estaba en una encrucijada. La gente que le ofrecía Papaloa eran los peores ejemplares del pueblo mexica: ladrones, asesinos y delincuentes de la más baja laya. Habían sido delincuentes antes de ser desterrados y lo eran más todavía aun presos. Pero existía un problema mayor: eran, además, los peores enemigos de los huastecas. Ellos se encargaban de tomar venganza luego de las rebeliones asesinando a los insurrectos, violando a sus mujeres y saqueando sus casas. ¿Cómo hacer convivir en una pequeña isla flotante a víctimas y verdugos sin que se mataran a poco de zarpar?

– El problema no son las tareas sino el azote -le contestó Papaloa con las mismas palabras que Quetza había usado para poner en duda su eficacia para imponer el orden en la villa-, imagino que ha de ser más fácil mantener la armonía en un barco habitado por doce personas que en un poblado de mil habitantes compuesto por rebeldes, asesinos y locos -concluyó, soltando una de sus carcaiadas sarcásticas.

Los voluntarios, por otra parte, no tenían la menor experiencia en materia de navegación. A diferencia de los huastecas, que eran hombres de mar, los reclusos provenían, en su mayoría, de las montañas que rodeaban Tenochtitlan; a lo sumo, y en el mejor de los casos, alguna vez habían recorrí Jo los canales de la capital en canoa. Por otra parte, los nativos que se habían ofrecido para la travesía, como era de esperarse, se negaban a ser camaradas de susverdugos. Sin embargo, pensó Quetza, ambos grupos tenían una cosa en común: el hambre de libertad. Si conseguía que unos y otros se aceptaran entre sí, una vez en alta mar no tendrían otra alternativa que la convivencia pacífica, a menos que se decidieran por el suicidio: un enfrentamiento mortal resultaría en el naufragio de la expedición, ya que todos y cada uno serían imprescindibles. De modo que Quetza resolvió aceptar el ofrecimiento de Papaloa. El jefe de la colonia sólo pedía una condición: si realmente encontraban tierras al otro lado del mar, exigía la mitad de las comarcas que le tocaran a cada uno de los hombres que estaban bajo su custodia. En rigor, Papaloa no apostaba ni un puñado de cacao por el éxito de la expedición; pero no tenía nada que perder, al contrario, se quitaba de encima a los reclusos más revoltosos; en cuanto a los nativos, no representaban ningún valor para él. Pero, lo más importante, podía despedirse para siempre de aquel jo-vencito con ínfulas de conquistador, de aquel pilli protegido del emperador que había llegado a la villa para poner en duda su autoridad. Si, en cambio, las afiebradas ideas del hijo de Tepec tenían algo de cierto, se aseguraba un futuro de riqueza y poder.

En una semana, cuando brillara la luna llena, el barco habría de zarpar.

Al cabo de arduas negociaciones entre Quetza, Papaloa, los huastecas y los presidiarios mexicas, la tripulación quedó finalmente conformada. Habida cuenta de que no existían jerarquías militares navales, los grados se establecieron de acuerdo con los rangos del ejército. La lista, en orden de escalafón, estaba encabezada por Quetza como achtontecatl (comandante), luego venían Maoni y un presidiario llamado Itzcoatl, ambos con el grado de achcauhtli (capitanes). Subordinados a ellos había cuatro teyaotlani (oficiales), dos nativos y dos mexicas, y por último seis acaüanelotl (soldados rasos), tres de cada bando.

El propósito de tal formación tenía por objeto no sólo ser ecuánime en cuanto a la distribución de cargos para cada grupo, sino que, al establecer mandos compartidos, cambiaría la lógica horizontal de los grupos antagónicos por una lógica vertical en la que un grupo no quedara subordinado al otro. Así, en lugar de dos grupos, ahora habría tres, cada uno de los cuales estaba integrado por igual número de mexicas y huastecas, todos ellos supeditados al poder superior de Quetza.

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