DOS

Diario de viaje de Quetza Cartas a Ixaya

* Traducción de Cuauhtémoc Zarza Villegas.


En el nombre de Quetzalcóatl Mi amadísima Ixaya:


Nunca te he confesado que era mi sueño, al término del Calmécac, pedir a tus padres que aceptaran entregarte en matrimonio y que fueras mi esposa. Pero nada de esto pude ver concretado: no me fue permitido concluir mis estudios, ni me han autorizado a verte siquiera antes de que el rey me obligara a partir al exilio. No he podido, tampoco, despedirme de mi padre, Tepec.

Tengo la certeza, como tantas veces te he dicho, de que hacia el Levante existe otro mundo. Muchos honores me serán dados, así me lo ha dicho el rey, si hallo en mi empresa las tierras de Aztlan u otras donde extender los dominios del Imperio. Se me ha prometido, también, que sería nombrado príncipe de todas las islas y tierras que yo descubriese y ganase de aquí en adelante. Pero ni los honores, ni el afán de someter a otros pueblos, ni el de extender el Imperio, ni los títulos o cargos tendrían para mí importancia alguna si eso significara renunciar a ti.

Nada desearía más en este mundo que estuvieses a mi lado, como en los viejos tiempos, cuando éramos niños y, recostados sobre la cima de la gran Tenochtitlan, a la que tanto añoro, contemplar las estrellas del firmamento. Las mismas estrellas que hoy me guían en este mar con el que he soñado toda mi vida.

Se me ha dicho que sea conmigo Huitzilopotchtli, que me acompañe y me asista en las batallas, si las hubiere, y lleve su poder a los confines del mundo y que encuentre yo siervos para ofrendarlos a él. Pero no es al Dios de la Guerra a quien debo encomendarme, sino a Quetzalcóatl, Dios de la Luz y de la Vida, el Dios de mis antepasados, el Dios de mi padre, Tepec.

Se me ha dicho que lleve a los nuevos mundos que encontrare el legado del pueblo mexica, que extienda el poder de Huitzilopotchtli a las tierras anexadas, de igual manera que lo hicimos en la Huasteca. Pero, así la paradoja, la mitad de mis compañeros de viaje son buenos huastecas y, la otra mitad, malos mexicas. ¿A quiénes ha de preferir el tlatoanñ De esta respuesta depende la victoria o el fracaso de la empresa.

Traigo conmigo cincuenta libros de tela de maguey y de piel de cordero, que resisten mejor que el papel las inclemencias del mar, en cuyas páginas habré de escribir todas las alternativas de este viaje. Mi amada Ixaya, además de apuntar todo lo que mis ojos vean y lo que mi corazón sienta, tengo propósito de hacer mapas nuevos, en los que situaré todos los mares y las tierras que en medio encontrare. Y así te lo habré de describir todas las noches, igual que, cuando niños, en la cima de la gran Pirámide de Huey Teocalli, imaginábamos cómo sería el mundo mientras contemplábamos el cielo. Serán esas mismas estrellas las que me conducirán hacia el Nuevo Mundo y las que me habrán de traer de vuelta hacia ti.


Serpiente 5


Zarpamos desde la punta de la bahía de Atototl cuando el sol comenzaba a despuntar. El mar estaba calmo y una brisa suave henchía el velamen. Cuatro remeros eran suficientes para mantener una velocidad considerable. A bordo reinaba la misma tranquilidad que en las aguas; los ánimos de la tripulación estaban tan serenos que tal vez fuese aquel el presagio de una calamidad. Mexicas y huastecas, viejos enemigos, remaban acompasadamente y trabajaban juntos en las faenas. Pero todo lo hacían sin dirigirse la palabra, sin sí-quiera mirarse; cualquier pequeña rispidez podía significar la chispa que encendiera la hoguera. Los huastecas, expertos navegantes, se movían seguros de aquí para allá por la cubierta sin perder el equilibrio; en cambio los mexicas se mostraban vacilantes, por momentos sufrían mareos y se arqueaban sobre la baranda para vaciar las tripas. Considerando la superioridad de los antiguos dominados en esta pequeña patria flotante, los reclusos liberados debían admitir para sí que su vida dependía ahora de aquellos a quienes solían avasallar. Era una calma forzada por las circunstancias. Pero temía yo que no durara demasiado.

Pasado el mediodía noté de pronto una expresión de pánico en la cara de los mexicas. Giré mi cabeza para mirar en la misma dirección que ellos y mi corazón se estremeció: la angosta línea de tierra sobre el horizonte había desaparecido por completo a mis espaldas. Adonde mirara no veía más que agua. Todas mis creencias, todas mis convicciones han quedado suspendidas sin tener en dónde afirmarse.

Cráneo 6

El mar y los ánimos a bordo continúan calmos. Pusimos el Sol hacia el Norte, después al Noreste y al Norte cuarta Noreste. Nos dirigimos hacia las islas de los tainos, donde habremos de tomar provisiones. Ése era el plan para navegar ligeros buena parte del viaje. Mi segundo, Maoni, resultó ser un gran navegante; según su descripción, pude hacer un mapa del conjunto de islas.

Los huastecas solían tener comercio con los isleños hasta la ocupación mexica. Los tainos, tal el nombre que se dan los nativos, y que significa en su lengua "hombres buenos", guardan gran recelo de nuestros compatriotas al ver el modo en que fueron sometidos los pueblos de la Huasteca. Habrá que andar con cuidado y hacer buena diplomacia con ellos. Son grandes navegantes y fabrican excelentes canoas.

Otras islas más pequeñas están habitadas por los canibas, palabra que en idioma taino significa "hombres malos". Estos nativos mantienen permanente acechanza hacia los tainos. Son muy guerreros y acostumbran comer enteros a sus enemigos, según me relató mi segundo, Maoni. Además de expertos navegantes, los canibas son los mejores constructores de naves, a las que llaman "piraguas", las cuales están hechas con un solo y gran tronco, y pueden transportar hasta doscientos guerreros, veinte veces más que los tripulantes que llevamos a bordo.

Tanto los tainos como los canibas y los demás nativos deberán entender que no es la nuestra una misión de conquista sobre sus tierras. Pero tampoco habremos de revelar nuestro verdadero propósito para no alentar suspicacias ni ambiciones o codicias sobre nuestra expedición.

Venado 7

Mí amada Ixaya: no tengo palabras para describir la noche en medio del océano. Nunca he visto nada comparable. No tengo palabras. Desearía que estuvieras aquí.


Conejo 8


Hoy hemos vuelto a ver tierra. El sol se alzó por encima de una delgada franja verde. Los pájaros nos acompañan revoloteando en torno del barco. La espesura que se ve hacia el Este es la isla de Kuba y las montañas que se divisan son las de Ku-banacán. No es nuestra intención tocar tierra, pues no es necesario aún hacernos de provisiones ni establecer contacto con los nativos; deberemos, en lo posible, evitar encuentros que puedan provocar confrontaciones. Si bien ésta es tierra de tainos, nunca se sabe cuándo acechan los canibas.

Los hombres se han visto más tranquilos al ver suelo firme nuevamente, a pesar de que ahora resulta más peligroso navegar cerca de la tierra.

Por la noche, estando el cielo estrellado, hemos visto caer una lluvia de fuego sobre el mar. Fue algo maravilloso, aunque mis hombres sentían miedo de ser alcanzados por las gotas de fuego. Parecía furia desatada por Huitzilopotchtli. De pronto todo cesó. El mar, el cielo y las estrellas, todo fue quietud. Maravilloso.

Agua 9

Hoy ha sido un día difícil. Sucedió lo que yo tanto temía. La cercanía de tierra firme hizo que algunos de los mexicas recuperaran un poco de seguridad y hubo un altercado con los huastecas; todo comenzó con un intercambio de palabras, luego unos insultos y, finalmente, dos hombres terminaron trenzados en lucha. Uno de ellos, un mexica pendenciero llamado Michoani, quitó uno de los remos del seguro y lo descargo con ferocidad contra el otro hombre. Cerca estuvo de romperle la cabeza; el agredido pudo esquivar el golpe, pero el remo quedó destruido, parte de la cubierta dañada y un tramo de la cuerda para lanzar flechas, cortada. Por primera vez tuve que hacer valer mi autoridad: ordené a los otros hombres que los separasen y detuvieran la pelea; obedecieron de inmediato, de otro modo la expedición hubiese zozobrado en ese mismo instante, ya que Michoani, enceguecido por la furia, blandía el remo sin importarle destruir todo lo que estaba a su alcance. Una vez reducido por los tripulantes, le advertí que si no entraba en razones lo castigaría haciendo que lo ataran de pies y manos y lo encerraran bajo la cubierta.

Contrariando mis planes, ahora deberíamos tocar tierra para reparar el casco y construir un nuevo remo. De modo que debimos cambiar el curso de la nave con rumbo Este cuarta Sureste.

Estábamos cerca de la isla de Quisqueya. Las montañas que se veían corresponden a Hay-ti, que en idioma taino significa "tierras altas".

Divisamos una lengua de arena junto a un pequeño acantilado de piedra y creí que era ése un buen lugar para fondear. Mandé a los dos hombres que habían reñido a que nadaran hacia la tierra firme para ver que no hubiese peligros. Los elegí en parte como castigo por lo que habían hecho, y en parte para que, compartiendo una tarea riesgosa, estuviesen obligados a protegerse el uno al otro.

No habían terminado de alcanzar la costa cuando vimos surgir de entre los arbustos una enorme cantidad de nativos armados con lanzas y flechas de punta roja, cuyo color vivaz, igual que la piel de las serpientes, advertía que tenían veneno. Estaba seguro que eran esos los canibas que devoran hombres.


Perro 10


Es en estas circunstancias extremas cuando realmente se ve quién es quién. Al ver a los amenazantes nativos que surgían de entre el follaje, algunos de los mexicas exigían que desplegáramos velas y huyéramos remando con todas las fuerzas antes de ser alcanzados por las flechas. No les importaba en absoluto dejar allí a sus compañeros. Ninguno de los huastecas se sumó a la exhortación y los demás mexicas tampoco estaban dispuestos a abandonar a los dos hombres.

Mi segundo, Maoni, me dijo que me tranquilizara, que no eran los temibles canibas, sino sus más encarnizados enemigos, los ciguayos. Maoni, desde el barco, les habló en la lengua de ellos, el taino. Después de cambiar algunas palabras con su jefe, los nativos bajaron sus armas y, con gestos amigables, vinieron hacia nosotros. Se mostraban maravillados por nuestro barco; lanzándose al agua, nadaban en torno de la nave señalando la enorme serpiente emplumada que la adornaba, cuyos colmillos antes los habían llenado de miedo. Maoni me dijo que no era conveniente que nosotros, los mexicas, nos presentáramos como tales, ya que, como he dicho, nos guardan un temor hostil.

Muchos de los nativos mostraban gran interés en subir a bordo del barco para conocerlo por dentro. Quizás esta actitud naciera de la franca curiosidad; pero sospechaba yo que tal vez su jefe los había mandado para examinar qué teníamos en la nave y así descubrir cuáles eran nuestros propósitos. Maoni, en señal de amistad, invitó a un grupo de hombres a que subieran a cubierta y les tendió una cuerda para que pudiesen trepar. Los huastecas se dirigían a los ciguayos como si fuesen viejos amigos. Y de alguna forma lo eran, ya que hasta no hacía mucho tenían un comercio fluido con ellos. Yo bajé a la bodega y volví con algunos regalos: unos cuantos sacos de cacao y algunas piedras de obsidiana. A cambio, y como muestra de buena voluntad, ellos se acercaban en canoas trayéndonos papagayos, hilo de algodón en ovillos, azagayas, piedras del color del mar que nunca antes había visto y muchas otras cosas.

Todos se mostraban muy amigables, salvo el cacike, palabra que en idioma taino designa al "jefe grande", que, sin embargo, no se corresponde con nuestro tlatoani.

Este cacique era un hombre muy extraño. Era un hombre viejo, algo gordo y extremadamente bajo, que fumaba una hoja enrollada de piciyetl, que aquí llaman coiba, quien permanecía en actitud desconfiada. El hombre estaba sentado en una gran silla de red, llamada por los nativos hamaca, sostenida por dos hombres que sujetaban los extremos del palo de la cual pendía. El jefe grande no podía permitirse tocar tierra con sus pies, de modo que, cuando quería dirigirse a la espesura donde no cabía la hamaca, era cargado como un niño por alguno de sus edecanes. Incluso vi cómo era pasado de mano en mano entre varios hombres para desplazarse de aquí para allá.

Mientras los huastecas hacían buenas migas e intercambiaban saludos, brazaletes y collares con los ciguayos, los me-xicas se mostraban atemorizados y algo hostiles. Yo temía que pudiesen tener alguna actitud belicosa u ofensiva que derivara en violencia. En estas circunstancias de tensa y excesiva cordialidad las cosas pueden cambiar de un momento a otro: las altisonantes declaraciones de afecto pueden convertirse en agravios y las palmadas de amistad en puñetazos.

Bajé a tierra con Maoni llevando bien visible mi espada a la cintura. El negro filo de la obsidiana siempre es bueno para amedrentar o prevenir algún acto de hostilidad. Nos presentamos ante el jefe y nos inclinamos ante su hamaca en señal de respeto. Maoni, sin mirarlo a los ojos, le hablaba en su lengua. Yo no podía entender qué decían, pero advertía en la expresión y el tono del cacique cierta gravedad. El jefe era un hombre muy inquieto, por así decir, y, mientras conversaba, exigía que lo llevaran de un lado a otro. Y así iba Mao-ni detrás del cacique que estaba montado a horcajadas sobre los hombros de su edecán.

Al cabo de una extensa y agotadora conversación, Mao-ni me tradujo el diálogo: el jefe quería saber cuál era el propósito de nuestra expedición; él le explicó que era un simple viaje de reconocimiento sin propósitos militares ni comerciales; que, de hecho, no teníamos intenciones de tocar tierra: tuvimos que hacerlo por razones de fuerza mayor y solicitábamos su permiso para poder reparar la nave y así seguir viaje. El jefe no se mostró muy convencido de la explicación de Maoni, pero nos autorizó a tomar lo que necesitáramos para reparar la nave y partir cuanto antes. Según le dijo a mi segundo, su preocupación no era nuestra expedición, sino que el barco pudiera haber llamado la atención de sus enemigos, los canibas, que estaban acechando y hostigando sus asentamientos durante los últimos tiempos.

La noticia no era tranquilizadora, ya que los canibas sí podían representar un verdadero peligro para nuestra expedición. De modo que, habiendo obtenido el permiso del jefe, le agradecí con una reverencia y ordené a mis hombres que pusieran manos a la obra cuanto antes. Maoni se internó en la espesura con el propósito de encontrar una madera adecuada para fabricar un nuevo remo, mientras yo me quedé junto al cacique en señal de respeto.

Mucho había llamado mi atención la belleza de las mujeres taínas.Sólo usaban un taparrabos y nada cubría sus pechos. Su piel era del color de la madera de un árbol muy precioso y abundante por estas playas llamado caoba. Siempre con una sonrisa a flor de labios, su mirada resultaba sugerente y sensual. Mi amada Ixaya, si tuviese lugar en mi barco, no dudaría en llevar una o dos de estas mujeres como concubinas; si las vieras coincidirías conmigo. Con gusto las acogerías si fueses mi esposa.

El cacique, que había sido colgado con un artefacto que lo sostenía desde la entrepierna y los hombros, iba y venía con mucha velocidad a lo largo de una cuerda sujeta por los extremos a dos árboles, impulsado por dos hombres que lo arrojaban con fuerza. En un momento se detuvo junto a mí y, tal vez advertido de la forma en que yo miraba a sus mujeres, me preguntó algo que no llegué a comprender. Señalaba a un grupo de jovencitas y repetía con insistencia la palabra cocomordán. Finalmente, deduje que me estaba preguntando si conocía yo el cocomordán. Negué con la cabeza. Nunca antes había escuchado esa palabra. El cacique sonrió, llamó con un gesto de su mano a una de las jóvenes y le dijo algo al oído. La muchacha rió con ganas, me miró, se acercó hasta mí, me tomó de la mano y me condujo hacia la espesura.

Mi amada Ixaya, no tengo palabras para describirte las delicias del cocomordán. Lo que sí es seguro, es que volveré a esta bendita isla para tomar a esta mujer y llevarla a Tenoch-titlan. Será una excelente concubina y tendrá mucho que enseñarte cuando seas mi esposa.

Había pasado ya el mediodía y Maoni todavía no había regresado. Empecé a inquietarme. Pese a su juventud, era el más experimentado e inteligente de la tripulación, de modo que me tranquilicé en la idea de que no era posible que pudiera perderse en la selva. Por otra parte, era poco probable que lo atacaran los ciguayos o los tainos, ya que, además de dominar perfectamente su lengua, sabía cómo ganarse el respeto. Un posible encuentro con los canibas, me dije, era aún menos factible, dado que, de presentarse éstos, lo harían por mar y no por tierra. No acabé de imaginar semejante cosa cuando, como por efecto de mi propio pensamiento, vi aparecerse desde el horizonte el mástil de una embarcación. De inmediato, los ciguayos entraron en pánico: daban gritos y corrían de aquí para allá, sin atinar a tomar una resolución unánime. Un edecán descolgó rápidamente a su cacique de la cuerda, lo colocó sobre sus hombros y corrió con él. Pero en la caótica huida no calculó la altura de una rama, haciendo que el jefe golpeara su cabeza y cayera a tierra. No alcancé a ver si llegaron a recogerlo.

Cuando volví a mirar hacia el mar pude comprobar que, detrás de aquel primer barco, surgían decenas de mástiles iguales. Ahora, sí, se trataba de los temidos canibas. Las prevenciones del cacique tenían fundamento: nuestra nave, fondeada cerca de la costa de la isla, había conseguido llamar la atención de los hombres más peligrosos que asolaban las islas.

Viendo la enorme cantidad de barcos, e imaginando el número de hombres que podía transportar cada uno, un capitán ciguayo ordenó a los suyos un rápido repliegue hacia la selva. Mientras veía cómo los nativos se perdían en la espesura, yo no resolvía qué hacer: si huíamos junto a ellos nuestra nave quedaría a merced de los atacantes, si los enfrentábamos, la inferioridad numérica nos depararía una segura derrota. La alternativa que nos quedaba era la más débil pero, finalmente, la única: la diplomacia. Cuando miré hacia tierra firme, pude ver que sólo habíamos quedado mi tripulación y yo, repartidos entre el barco y la playa. Apenas un puñado de hombres contra decenas de barcos hostiles. De pronto comprendí que la salida diplomática presentaba una enorme dificultad: mi virtual canciller, Maoni, nunca había vuelto de su excursión a la espesura. Era él quien mejor hablaba el taino, lengua propia también de los canibas, quien conocía sus costumbres y protocolos, y sabía cómo dirigirse a sus jefes. Mis compatriotas no eran hombres precisamente educados en la política; al contrario, se diría que carecían de toda educación.

Mientras pensaba todas estas cosas, sus canoas ya estaban fondeando junto a nuestro barco. Eran doce naves, en cada una de las cuales había entre diez y quince hombres. Se veían temibles. Tenían sus rostros pintados con fieros motivos y alrededor del cuello llevaban collares con dientes y huesos que parecían humanos. Al verlos comprendí por qué los demás nativos los llamaban karibes, palabra que, como he dicho, en taino significa "hombres malos". Ordené a mis hombres que no empuñaran las armas y permanecieran quietos y en silencio. Ellos, por su parte, nos apuntaban con sus flechas y enar-bolaban las lanzas. Me dije que si los ciguayos, aun siendo superiores numéricamente, huyeron ante la sola mención de la palabra "caniba", tal vez no deberíamos ocultar nuestra condición de mexicas. Los pueblos de estas islas han oído hablar del poderío militar de Tenochtitlan y han visto el efecto devastador de nuestros ejércitos sobre varios de los pueblos de la costa continental. El nombre de Huitzilopotchtli tiene para ellos resonancias aterradoras y nadie se enfrenta a sus huestes sin saber a qué atenerse. De modo que, señalando hacia la serpiente emplumada que mostraba sus amenazantes colmillos, le dije con voz firme al que parecía ser el jefe: "Yo te saludo en el nombre de Quetzalcóatl. Me llamo Quetza y soy el enviado de Tizoc, tlatoani de Tenochtitlan".

Aunque el jefe no entendía el náhuatl, resultó evidente que sí había comprendido que éramos mexicas. Pude advertir un gesto de preocupada indecisión. Entonces agregué: "Venimos en paz. Sólo nos detuvimos a reparar el barco para poder volver a las posesiones que nos legara Huitzilopotchtli, Señor de la Guerra, en la Huasteca". Estas últimas palabras produjeron un efecto inmediato: la invocación del nombre del Dios de los Sacrificios hizo que les temblara el pulso. Sin embargo, el jefe no ordenaba a sus hombres que bajaran las armas. Gritó una palabra para mí incomprensible hacia una de las canoas y esa voz se fue pasando de una a otra embarcación, hasta que uno de los barcos que estaban más alejados se acercó hasta nosotros. Un hombre bajo, de aspecto algo diferente del resto, se pasó a la canoa del jefe y se paró junto a él. El cacique le dijo unas palabras y, para mi asombro, el otro hombre, dirigiéndose a mí, las tradujo a mi lengua. "Te saludo en el nombre de los Dioses de la Buenaventura para que te protejan de Juracán, Dios de los Vientos y las Tempestades." Ése fue su saludo que, ciertamente, dejaba entrever una velada amenaza: así como yo había invocado el temible nombre de Huitzilopotchtli, él me advertía que estaba dispuesto a atacar bajo la advocación de su Dios, Juracán.

De manera poco amistosa y sin que sus hombres dejaran de apuntarnos con sus armas, nos invitó a que bajáramos a tierra para conversar. Así lo hicimos. Mientras él, su lenguaraz y dos de sus oficiales se acomodaban sobre una manta, hicieron que nosotros nos sentáramos sobre la arena para dejar en claro quién tenía la voz de mando. Mientras tanto, sus huestes desembarcaban adueñándose del lugar sin resistencia alguna, dado que de los ciguayos no había quedado rastro alguno. Con asombro, vi que detrás de la tropas canibas iban decenas de animales, aunque no sé si merecen ser llamados así: tenían el tamaño y el cuerpo de un perro pequeño, pero sobre sus cuellos caninos se erguían cabezas humanas. Iban de aquí para allá olisqueando todo, pero no presentaban hocico, sino una clara y prominente nariz de hombre. No ladraban, más bien emitían un sonido semejante a un murmullo. Solían disputarse a dentelladas los restos de comida que habían dejado los ciguayos en su huida. En estos casos, adoptaban expresiones fieras y gruñían algo similar a las palabras. Ignoro con qué propósito los utilizaban los canibas pero, pese a su pequeño porte, estas bestias inspiraban mucho miedo en mis hombres.

Si hasta antes de la llegada de los canibas me preocupaba la larga ausencia de mi segundo, Maoni, ahora me inquietaba que pudiese aparecer, inadvertido de la nueva situación, y que le dieran muerte. De modo que me pareció oportuno avisar al cacique sobre la incursión de Maoni en la selva, para que no fuese confundido con un ciguayo. Así se lo hice saber y me dijo que no me preocupara por él, que en muestra de buena voluntad lo mandaría a buscar y lo traería conmigo. De inmediato quiso conocer el motivo de nuestra visita a esas lejanas islas. Sabiendo yo que los canibas llevaban largo tiempo intentando dominar las islas, le dije que veníamos con la misión de establecer con ellos lazos comerciales. El lenguaraz tradujo mis palabras y, para mi estupor, el cacique largó una carcajada estruendosa y prolongada.iRepi-tió las palabras a sus hombres y entonces todos se contagiaron su risa. Los perros con rostros humanos se acercaron, inexpresivos, aunque moviendo sus colas en señal de alegría y dando saltos en torno del cacique. Yo no entendía cuál era el motivo de esas risotadas, si habían comprendido otra cosa, si era un gesto amistoso de satisfacción por la propuesta o si, al contrario, era un sonoro desplante. Parecía aquella una actitud llena de malevolencia. Después de meditar un rato y todavía sacudido por espasmos de risa, comenzó a hablar al intérprete sin dejar de mirarme, a la vez que señalaba su abdomen. Una vez que concluyó, contuvo la risa para que el hombre tradujera sus palabras: "Lo mismo dijimos nosotros a los ciboneyes, a los macorixes y a los ciguayos: «venimos en son de paz para hacer buenos negocios». Y con algunos hicimos tratos muy apetecibles", decía sin dejar de tocarse el vientre y mostrando sus collares con dientes y huesos humanos. De pronto la risa se le borró de la cara y, con un gesto súbitamente grave, volvió a hablar: "Lo primero que dice un jefe antes de invadir es: «venimos a hacer negocios»". Luego dio una orden a sus oficiales y pude ver cómo tomaban prisioneros a todos mis hombres atándolos de pies y manos. Los perros con cara humana corrieron tras ellos en actitud intimidante. Le dije al cacique que liberara de inmediato a mis hombres y que, en cambio, me tomara prisionero a mí. De inmediato le advertí que si la misión que había enviado mi tlatoani no volvía de regreso a Tenochti-tlan durante los próximos días, él y su gente iban a tener que atenerse a las consecuencias. Le hice ver que aquel episodio podía significar el comienzo de una guerra. Si, al contrario, aceptaba nuestra amistad, mi tlatoani podía convertirse en su principal aliado en su lucha contra los demás pueblos de las islas. El cacique guardó silencio y me prometió que habría de considerar la propuesta. Mientras tanto mantendría bajo su protección a mis hombres, lo cual, en términos diplomáticos, significaba que permanecerían como prisioneros hasta que tomara una decisión. Un par de perros-hombre me daban vueltas sin dejar de olisquearme con sus narices humanas.

En pocas horas los canibas habían levantado un campamento y me invitaron a que descansara en una de aquellas chozas a las que llamaban "bohíos". Todavía no tenía noticia de Maoni. Contra mi voluntad, me dormí profundamente.


Mono 11


Desperté sobresaltado a causa de un sacudón. Cuando abrí los ojos pude ver que un caniba, nada amigable, pintado como para el combate, me zarandeaba por los hombros. Tardé en comprender que era el que oficiaba de lenguaraz; me costó reconocer sus rasgos detrás de las líneas de pigr. lentos blancos y rojos que le daban a su expresión un sino de fiereza. Aproveché que estábamos en soledad para preguntarle cómo conocía el náhuatl. Pero por toda respuesta, sólo me dijo que me preparara, que el cacique había tomado una resolución y quería comunicármela. Era para mí un enigma por qué aquel hombre, cuya fisonomía era indudablemente mexica, vivía entre aquellos lejanos nativos con quienes jamás habíamos tenido trato. Sin embargo, había otros interrogantes para mí más urgentes: saber si Maoni había vuelto y conocer la decisión del cacique, en cuyas manos estaba nuestra vida. Pero el hombre no me dijo una sola palabra; sólo me condujo hasta su jefe.

Era noche cerrada. El cacique permanecía sentado sobre la misma manta como si el tiempo no hubiese pasado. Se lo veía tranquilo; ya no tenía aquel rictus encrespado con el que me había hablado durante la tarde. Encendió una hoja enrollada de coiba y me invitó a que la compartiera con él. Era este un gesto de amistad que podía deparar buenas nuevas. Mientras aspiraba el humo espeso de la hoja ardiente, le pregunté por mi segundo, Maoni. Consultó a uno dé sus oficiales, intercambió algunas palabras, pero no dio respuesta alguna. En cambio me preguntó cómo había descansado. Su silencio me llenó de miedo, pero supe que no sería bueno insistir. Luego pregunté por el resto de mi tripulación; entonces me señaló hacia un sitio: para mi tranquilidad, pude ver que mis hombres ya no estaban atados y que se hallaban sentados en torno de otra fogata, mezclados con varios canibas, fumando e intercambiando gestos y sonidos, ya que era la única forma en que podían entenderse. Parecían haber entrado en confianza también con los perros-hombre, con quienes jugueteaban alegremente. El cacique me invitó a que me sentara y, con calma, me dijo que ya tendríamos tiempo para conversar y hacer negocios mientras comíamos. Me sirvieron una bebida amarga pero sabrosa. Bebí con una sed largamente contenida, tanto que vacié el cuenco de un solo trago. Entonces un hombre lo volvió a llenar y, con la misma facilidad, lo volví a vaciar. Descubrí que estaba plácidamente mareado. Sabía que eso no era bueno y, sin embargo, quise beber más. Estaba yo al corriente de que existían pueblos para los cuales beber no era condenable y éste, evidentemente, era uno de ellos. Pero en Tenochtitlan beber licor de maguey o de cualquier otra cosa estaba prohibido. Sin embargo, me parecía una descortesía no aceptar el homenaje que, para los canibas, significaba ofrecer licor. Cuando miré mejor hacia la fogata alrededor de la cual se reunían mis hombres, comprobé que aquella tranquilidad y camaradería con sus captores nacía de la más profunda de las borracheras. Entonces decidí dejarme llevar por las circunstancias. Nunca antes había experimentado yo los efluvios del licor y comprendí el porqué del peligro: tan grato era su efecto que no resultaría nada difícil quedar preso de sus engañosos encantos. Aquel agasajo que nos daban los canibas no podía significar sino una aceptación de mi amistad. Mientras llenaban otra vez mi vasija, me sirvieron un cuenco con comida. E›escubrí que estaba hambriento. Vaciaba en mi boca aquel adobo caliente y delicioso. Tomaba con mis dedos la carne sumergida en ese caldo con tanta voracidad que no me importaba quemarme un poco. El cacique me preguntaba cosas sobre mi barco y me hacía saber que jamás había visto una "piragua", así lo llamaba, tan adornada y bien construida. Mientras le agradecía sus palabras y le devolvía sus adulaciones, alabando a mi vez sus naves, seguía yo comiendo y bebiendo. De pronto me atoré con algo duro, carraspeé y quité de mi boca lo que supuse un hueso. Lo puse en mi mano y cuando vi de qué se trataba, creí morir de espanto. Era la inconfundible argolla de obsidiana que Maoni siem: pre llevaba prendida en el cartílago de la nariz. Recuerdo que me puse de pie y arrojé aquel cuenco sobre el cacique, que se reía otra vez con sus carcajadas maléficas. Todo me daba vueltas y apenas podía mantenerme en pie. Empuñé mi espada dispuesto a matar a quien fuera cuando, desde el follaje, vi a un grupo de canibas que, también riendo a carcajadas, traían un hombre con la cara cubierta. Cuando le quitaron la tela que ocultaba su rostro, pude ver que era mi segundo. Estaba sano y salvo. Sólo le faltaba su nariguera, la cual, ciertamente, estaba en mi mano.

Hierba 12

Zarpamos a la madrugada llevando con nosotros todas la provisiones que nos hacían falta para los próximos cincuenta días, plazo que estimaba para alcanzar las tierras al otro lado del mar. Luego del mal momento que me hiciera pasar el cacique caniba, decidí evitar acercarme a las demás islas. La broma, sin embargo, no resultó inocente: más tarde me enteraría de que aquella carne deliciosa era la del cacique ciguayo, aquel que había caído de los brazos de su edecán durante la huida. Me sentía terriblemente mal con mi cuerpo y mi conciencia: así le había pagado yo su cortesía, de ese modo le agradecía los deleites del cocomordán.

El cacique caniba nos dejó partir sabiendo que era mejor estar bien con las huestes de Huitzilopotchtli, que enfrentados al poder de Tenochtitlan. Por otra parte, para que nos fuésemos en paz, nos dio gran cantidad de un pan que ellos llaman casabe, hecho con yuca, que resultaría muy provechoso, ya que puede almacenarse durante mucho tiempo sin echarse a perder.

Mi tripulación estaba completa, la bodega cargada de avíos, la cubierta reparada y el remo sustituido. Si bien aquellos ingratos episodios se debieron a la irreflexión de un par de marineros, sirvieron para que la tripulación quedara cohesionada. Desde entonces pudieron comprobar que el enemigo y el peligro no estaban precisamente a bordo.


Caña 13

Atrás quedaron las islas. Nuevamente el horizonte se convirtió en un círculo extenso y perfecto de agua. A partir de ese momento todo fue incertidumbre. Nadie antes se había aventurado más allá de la isla de Quisqueya; al menos, no existía crónica de viajero alguno, ni carta que indicara qué había en adelante. Yo nunca tuve dudas sobre la forma de la Tierra: si nada se interponía en nuestro camino, debíamos poder dar la vuelta completa y llegar a las costas occidentales de los dominios mexicas. Sin embargo, ignoraba yo con qué podíamos encontrarnos. Las tierras de Aztlan, si realmente existían, y según mis conjeturas, debían estar más cerca de Oriente que de Occidente, de modo que estábamos haciendo el camino más largo; era muy probable que encontráramos antes otras tierras.

Con la excepción de Maoni, eran pocos los que entendían claramente mis ideas. Luego de muchas explicaciones e incontables ejemplos con frutas redondas y cuanto objeto esférico había en el barco, viendo que era imposible hacerles entender que navegando hacia el Este podía llegarse al Oeste, decidí renunciar a ser comprendido por mi propia tripulación. Ellos se tranquilizaban cen la idea del regreso, sea por Oriente o por Occidente. Para los mexicas el principal aliciente, aquello que hacía que remaran con entusiasmo, era la idea de convertirse en señores de las tierras que pudiésemos conquistar. A los huastecas, en cambio, los animaba un anhelo de libertad; la aventura era para ellos el modo de escapar del cruel dominio que sufrían en su propia tierra. Aquellas ilusiones todavía podían imponerse sobre las creencias de unos y otros acerca del mundo: la mayoría suponía que si llegábamos hasta el horizonte nos despeñaríamos hacia un abismo sin fin. Otros creían en la existencia de un maléfico Dios del Mar que impedía que los hombres se adentraran en sus dominios. Algunos habían mencionado a Amalinalli, el Gran Remolino, una suerte de ojo en torno del cual las aguas se precipitaban en una violenta espiral hacia las profundidades, hasta mezclarse con la lava que hervía en el centro de la Tierra.

Yo podía ver con exactitud en qué momentos se imponían las negras creencias sobre sus ilusiones de gloria y viceversa. Mientras avanzábamos sobre aguas tranquilas, los ánimos se mantenían optimistas y todas las conversaciones giraban en torno de sus futuras riquezas. Pero si en algún momento las corrientes que nos impulsaban se tornaban un poco turbulentas y el barco se sacudía de un lado a otro, se hacía un silencio mortuorio, las caras se llenaban de pálido terror y las oscuras convicciones de la tripulación se hacían carne, mientras invocaban la protección de todos los dioses.


Y todavía ni siquiera imaginábamos la furia que podía albergar el Señor de los Mares.

Como he dicho, cada quien tenía sus motivos para haber emprendido esta travesía. A los huastecas los impulsaba un afán de libertad largamente contenido, la firme voluntad de desembarazarse del humillante yugo de los invasores, una suerte de huida hacia un futuro incierto, aunque nunca tan aciago como el pasado inmediato. A los mexicas, además del anhelo de ser libres, los guiaba la ambición: no sólo querían convertirse en los dueños de las tierras descubiertas, sino investirse de un señorío que ocultara su pelaje de ladrones y asesinos. Podía adivinar cuáles eran las razones de cada uno de mis hombres, pero aún no lograba ver con claridad qué me impulsaba a mí.

Mi querida Ixaya, te he dicho ya que no me lleva el deseo de adueñarme de las tierras descubiertas, ni el de extender los dominios del Imperio. Oscuros designios están escritos en 11 calendario y, tal como le dijera yo al tlatoanu si nuestro pueblo no avanza hacia el futuro, él vendrá por nosotros para convertirnos en pasado. Tengo la íntima y aún inexplicable certeza de que este viaje podría salvar a Tenochtitlan de la destrucción que vaticina el calendario. Muchas veces te he dicho que el mar es la puerta que une el pasado con el futuro y que navegando hacia Levante se llega al Poniente, es decir, que el lugar del origen puede coincidir con el del ocaso. Y eso es lo que me propongo: navegar, exactamente, hacia el Lugar del Principio: Aztlan. Guardo la certeza de que allí, en la lejana Tierra de las Garzas, conociendo por fin nuestro origen, podremos evitar el ocaso de nuestra propia patria. Por el momento no puedo decir más que esto; tal vez, al avanzar, mis vacilaciones se conviertan en certezas y mis preguntas en respuestas.


Jaguar 1


Las calmosas corrientes que nos habían impulsado hasta el momento, los suaves vientos que henchían los juncos de las velas y el cielo diáfano, soleado de día y estrellado por las noches, de pronto nos abandonaron. Mientras navegábamos con rumbo Este, divisamos una tormenta que venía veloz a nuestro encuentro. Por más que cambiáramos el curso en el sentido que fuese, no había forma de escapar de ella. El cielo se veía negro; como si fuésemos a entrar en una caverna, el firmamento no parecía hecho de nubes sino un alto techo de piedra. Un viento frío soplaba de frente y tuvimos que arriar las velas para que no se volaran llevándose el mástil. Los relámpagos caían al mar tan cerca de nosotros que los truenos sonaban al mismo tiempo que los rayos, levantando paredes de agua aquí y allá. Todas las juntas del barco crujían con un estrépito ensordecedor, como si fuese a partirse en mil pedazos. De no haber sido por las innumerables tareas que había que hacer a bordo para que el barco se mantuviese a flote, me habría invadido el terror. Tal como me enseñó mi padre, sabía que el miedo se vence con la razón, manteniendo la cabeza ocupada con pensamientos de orden práctico, tendientes a salir del atolladero y no entregándose al pánico que enceguece y se convierte en nuestro verdugo. Por otra parte, veía que cuantas más órdenes daba a mis hombres, mientras más faenas les encomendaba, por inútiles que fuesen, mejor sobrellevaban también ellos el temor.

Nunca había visto el mar tan furioso: de pronto la nave se elevaba como si fuese a echarse a volar; en un momento estábamos en la cima de una montaña de agua y de inmediato nos precipitábamos hasta caer en un pozo tan profundo que parecía no tener fin. Las olas estaban hechas de una espuma como salida de la boca de un animal furibundo. El viento llevaba al barco a su antojo, de aquí para allá. Por mucho que remaran mis hombres, por más que hundieran los remos verticales, de punta, no había forma de darle dirección. Temiendo que los remos pudiesen quebrarse, ordené que los alzaran y dejáramos que la corriente nos guiara. Debíamos mantenernos bien sujetos, incluso agarrándonos entre nosotros, para no salir despedidos de la nave: las olas entraban a la cubierta con tal fuerza que, una vez que pasaban, teníamos que comprobar que no se hubiesen llevado a nadie. Jamás vi un cielo tan espantoso: no podía distinguirse si era día o noche; estábamos iluminados por la hoguera que ardía dentro de las nubes, así se veían los relámpagos. Los rayos arreciaban de tal forma que parecían querer incinerar el mástil. Se hubiera dicho imposible que el barco se mantuviera a flote. Lejos de cesar, la lluvia se hacía tan intensa que ya no se distinguía cuáles aguas venían del mar y cuáles del cielo.

Mis hombres imploraban a sus dioses: los tainos suplicaban clemencia a Juricán, Señor de los Vientos, y los mexicas rogaban a Tláloc, el Dios de la Lluvia, que se apiadara de nosotros. Tan exhaustos estaban todos, que algunos parecían desear la muerte para terminar de una vez con ese martirio. Pero no podía permitir yo que se impusiesen esos pensamientos: había que pelear contra la tormenta si realmente queríamos salir con vida.

Dos días enteros anduvimos bajo esa tempestad. De pronto, con la misma espontaneidad con la que se había gestado, la tormenta se extinguió. Dejó de llover, las aguas se calmaron y el cielo comenzó a despejarse. Una brisa suave barría las nubes, dejando al descubierto un cíelo tan azul como el que nos había acompañado durante los primeros días. Pude ver lágrimas en los ojos de varios de los marinos. Aquellos mexicas duros, ladrones algunos, asesinos otros, cegados por la ambición todos, de pronto no tenían pudor en mostrarse llorando como niños. Había sido tanta la angustia, tanto el miedo y el esfuerzo, que aquellas lágrimas estaban hechas con la mezcla del padecimiento y la felicidad. El desempeño de los huastecas fue heroico; jamás habían enfrentado una tempestad semejante en altamar, aunque conocían los peligros que entrañaba el océano; de hecho, se criaron sobre una canoa. Pero los mexicas habían protagonizado una verdadera epopeya. Para estos hombres nacidos en medio de la montaña, acostumbrados a las aguas quietas del lago que rodeaba Tenochtitlan, el mar era algo extraño y ajeno.

Sólo cuando todo hubo cesado, me dispuse a revisar la nave para comprobar si había daños. Con verdadera preocupación, Maoni y yo examinamos palmo a palmo cada ápice del barco. Después de inspeccionar hasta el último resquicio, para nuestra dicha pudimos verificar que el barco estaba realmente bien construido: salvo ligeras roturas que podían repararse fácilmente a bordo, no encontramos averías mayores. Supuse que podíamos continuar con nuestra empresa sin complicaciones.

Pero aún ignoraba que estábamos a las puertas de un peligro todavía mayor que la tormenta. La tempestad se había instalado en el corazón de mis hombres.

(…)


Mono 12


El cielo estaba claro y el viento calmo. Sin embargo, los rostros de muchos de los hombres estaban sombríos y sus ánimos se adivinaban tempestuosos. Nos acercábamos al plazo que yo había vaticinado para tocar nuevas tierras, pero nada indicaba que eso fuese a suceder en lo inmediato. La euforia que había producido en la tripulación el hecho de sobrevivir a la tormenta duró poco. Esa alegría pronto se transformó en rencor. Los hombres se preguntaban qué podía haber desatado la ira de los dioses. Yo podía notar que los mexicas murmuraban entre ellos, a la vez que me miraban de reojo sin disimular cierto encono. De modo que, para evitar que aquel sordo clima de deliberación pudiera crecer, ordené que todos guardaran silencio. Les advertí con firmeza que quien fuese sorprendido rumoreando sería confinado a la bodega, atado de pies y manos.

Un mexica viejo, el mayor de todos ellos, soltó el remo, se incorporó y se acercó hasta mí. Sin mirarme a los ojos, en señal de respeto, me dijo que los dioses tenían razones para estar enfurecidos: si queríamos tener éxito en nuestra empresa debíamos hacer alguna ofrenda a Tláloc. Era evidente, continuó, que aquella tormenta había sido una advertencia del Dios de la Lluvia. En el mismo tono, me dijo que habíamos cometido un error al no intentar tomar prisioneros en las islas para sacrificarlos. Entonces el hombre miró hacia uno y otro lado y, bajando la voz, acercó su boca a mi oído y, apelando a mi condición mexica, me dijo: "deberíamos entregar la sangre de uno de ellos para contentar a Tláloc y así obtener sus favores". Desde luego, al decir "uno de ellos", se refería a un huasteca. Al escuchar estas palabras mi sangre ardió como si estuviese hirviendo por un gran fuego. Tuve que contenerme para no apretar su cuello. Ni siquiera podía yo castigarlo; si así lo hacía pondría en evidencia sus palabras y, si eso sucedía y los huastecas se enteraban de sus deseos, sería el comienzo de una batalla mortal entre ambos bandos. De modo que nie contuve y le contesté que haría como si jamás hubiese escuchado yo sus palabras, que, si se atrevía a repetirlas, no me iba a temblar el pulso para matarlo con mis propias manos. El hombre volvió a su puesto y continuó remando. Pero sabía yo que la semilla de la rebelión acababa de ser sembrada.


Hierba 13


Navegamos con rumbo Este. Hay buenos vientos y el mar está calmo. Hemos avanzado una gran distancia. Los ánimos de los hombres están impacientes.

Caña 1

He comentado con Maoni, bajo promesa de que no dijera nada a los suyos, lo que estaban pensando los mexicas sobre la necesidad de ofrecer sacrificios al Dios de la Lluvia. Se ha mostrado muy preocupado. Su pueblo, sometido por el nuestro, viene nutriendo desde hace mucho tiempo la sed de sangre de los dioses mexicas. He podido adivinar, detrás de su gesto de inquietud, un dejo de irritación; tiene sobradas razones para guardar rencor: han sido muchos años de yugo y ahora, al fin, los huastecas están en igualdad de condiciones con sus viejos enemigos en esta pequeña patria flotante. Sé que muchos de ellos estarían dispuestos a morir con tal de hacer justicia.

Ruego a Quetzalcóatl mantenga la paz.


Jaguar 2


Unas nubes negras asomaron hoy desde el horizonte y todos miraron hacia el cielo con pánico. El recuerdo fresco de la tormenta reciente ha hecho estragos en la moral de mis hombres. El oleaje comenzó a ganar altura y los vientos arreciaban con furia. En el mismo momento en que el barco se quejó con un chirrido hondo, aquel mexica que me había increpado se puso de pie y, mirándome con odio, me exigió que le diese a Tláloc lo que estaba exigiendo. Dijo esto a viva voz, sin medir las consecuencias. Los huastecas, conocedores de los sentimientos de aquellos mexicas y acostumbrados al rigor con que solían ser tratados por ellos, comprendieron de inmediato esas palabras. La mayor parte de los mexicas soltaron sus remos y corrieron formando un círculo en torno de mí. De inmediato me increparon tratándome de loco y de mentiroso. Me decían que los estaba conduciendo hacia el lugar donde las aguas se precipitan a los abismos infinitos, que volviésemos de inmediato y que ofrendáramos en sacrificio a uno de los huastecas. En primer lugar, les dije que no iba a permitir que se derramase una sola gota de sangre; luego intenté convencerlos de que era más largo el camino de vuelta que el que teníamos por delante, hacia el Este; les dije que si continuábamos navegando hacia el Levante, tocaríamos tierra más pronto. Pero no había forma de convencerlos. A medida que se iban aproximando las nubes oscuras, los ánimos se impacientaban cada vez más. Los huastecas, encabezados por Maoni, se levantaron para interceder, pero en un rápido movimiento, uno de los mexicas, el mismo que había dañado el barco con un golpe de remo, me sujetó desde atrás y posó sobre mi cuello un cuchillo de obsidiana. Sabiendo que los huastecas guardaban gran aprecio por mí, les ordenó que no se acercaran, a menos que quisieran verme muerto. Así, teniéndome como garantía para que se hiciera su voluntad, le dijeron a Maoni que cambiara el curso en sentido opuesto y emprendiéramos el regreso. Mi segundo les dijo que eso significaría una muerte segura, ya que no teníamos comida ni agua suficiente para tantos días. Con sabiduría, les hizo ver que cada una de las vidas de quienes estábamos a bordo era indispensable para conducir la nave, que si habíamos podido sobrevivir a la tormenta fue por el trabajo de toda la tripulación: un hombre menos hubiese significado el fin. Yo podía sentir la helada hoja de obsidiana sobre mi garganta y la presión cada vez más intensa. Viendo el hilo de sangre que comenzó a brotar desde mi cuello, Maoni le dijo a mi captor que yo era el único que estaba en condiciones de darle curso preciso al barco, que si me mataba quedaríamos a la deriva. Fue éste un gesto noble y astuto, ya que mi segundo sabía navegar tan diestramente como yo. Pero todos los argumentos fueron en vano: "Huitzilopotchtli nos guiará si le damos lo que nos pide", opuso tercamente el más viejo de los mexicas. Y tras esta afirmación los demás comenzaron a gritar el nombre del Dios de los Sacrificios, del mismo modo que se hacía en Tenochtitlan antes del ritual de las ofrendas de sangre.

Una vez más, Huitzilopotchtli venía a reclamarme y nada parecía poder impedir que me degollaran para luego, esta vez sí, entregarle mi corazón.

Águila 3

En el mismo instante en que se disponían a enterrar el cuchillo en mi garganta, se produjo un hecho que, bajo esas circunstancias, supuse una alucinación. Sin embargo, todas la miradas, absortas, confluyeron en el mismo punto. En dirección opuesta a la nuestra, venía una nave. Era un barco de madera negra, presidido por una cabeza de dragón en lo alto de la roda. Tenía las velas desplegadas y una extensa hilera de remos asomaba desde la cubierta. Navegaba con tal velocidad y ligereza que se diría que se deslizaba en el aire y que su quilla no tocaba siquiera el agua. La nave pasó tan cerca de la nuestra que, con asombro, pudimos ver el rostro inconfundible de quien la capitaneaba: Quetzalcóatl. Tenía unos inmensos cuernos en la cabeza, la piel muy blanca y una barba larga y roja que flameaba al viento. Exactamente así eran las tallas que representaban a Quetzalcóatl cuando era hombre. Él, el Dios de la Vida, nos miraba con unos ojos tan absortos como los nuestros. Cuando ambos barcos se cruzaron, Quetzalcóatl pronunció una palabra misteriosa: "Wodan".

(…)


Serpiente 7


Nadie tuvo dudas sobre quién era aquel que capitaneaba el barco. Los mexicas se pusieron de rodillas y sus labios cambiaron el nombre de Huitzilopotchtli por el de Quetzalcóatl. Ninguno sabía el significado de aquella misteriosa palabra, pero creyeron entender que el Dios de la Vida hecho hombre había aparecido para interceder en mi favor. De inmediato me liberaron y volvieron a ponerse bajo mis órdenes. La tormenta en ciernes se alejó de nosotros tan rápidamente como la barca de Quetzalcóatl, hecho este que reafirmó en ellos la convicción sobre el carácter divino de aquel que comandaba el barco. Desde ese momento navegamos con rumbo Este en aguas calmas y con vientos favorables.

Más tarde Maoni me llamó aparte y, en voz muy baja, me dijo que probablemente aquel barco fuera parte de una de aquellas míticas expediciones de los viquincatU de las que tantas veces escuchara hablar en la Huasteca. Nadie sabía de dónde prevenían estos hombres rojos que, según las crónicas, solían aparecer cerca de las costas del Norte. Yo, sin embargo, me inclinaba a pensar que era Quetzalcóatl, el Dios de la Vida, el que tantas veces me había rescatado de las manos ensangrentadas de Huitzilopotchtli. De cualquier manera, mi segundo iba a guardarse su sospecha para que ninguno de los mexicas dudara de que se trataba de una aparición divina y no volvieran a sublevarse.

(…)


Caña 2


Mucho he pensado en nuestro encuentro con Quetzalcóatl. Su prodigiosa aparición no sólo fue un advenimiento salvador, sino, además, una clara señal. Igual que las estrellas del firmamento, nos había indicado el camino; su llegada desde el Levante indicaba que venía desde algún sitio ubicado en el Este; es decir, tenía que haber tierra firme no muy lejos. Incluso, considerando la posibilidad sugerida por Maoni, si realmente se trataba de una expedición de los viquincatl, aun así, significaba un hecho alentador. Era una nave más pequeña que la nuestra, así que no podía llevar más provisiones que las que teníamos nosotros; de modo que, por fuerza, debía venir desde un lugar bastante próximo.

No era ésta una noticia menor, dado que los racionamientos empezaban a escasear. Era un secreto muy bien guardado por mí la cantidad de provisiones que traíamos. Las circunstancias me habían obligado a reducir las raciones de agua y comida. Todavía podía apelar a algunos recursos para que los hombres no notaran la mengua: hacía servir la comida en cuencos un poco más pequeños, de modo que la porción se viera desbordante. Lo mismo con el agua: daba de beber agua a mi tripulación con más frecuencia, pero en recipientes menos generosos. Pero, ¿cuánto tiempo podían funcionar estos trucos? Puede engañarse a los ojos por algún tiempo, pero el estómago termina por descubrir la verdad.


Jaguar 3


Todo continúa igual.


Águila 4


Mis hombres están empezando a dar muestras de hambre y debilidad. Los remeros se fatigan con rapidez. No estaríamos en condiciones de soportar otra tormenta. Yo me encuentro demasiado flaco y muy débil, ya que casi no he comido; prefiero reservar mis raciones para la tripulación. El hambre hace que la gente esté irritable y aparezcan aquí y allá conatos de discusiones. Ya no puedo ocultar que los víveres están escaseando; lo más preocupante es el agua: queda para muy pocos días. Apenas tengo ánimo para escribir.

Zopilote 5

Mis esperanzas empiezan a agotarse junto con las provisiones. El plazo que estimaba para tocar tierra se aproxima, inexorable, y nada indica que la haya cerca. Tres hombres han caído enfermos y temo por sus vidas. Maoni, mi fiel y querido Maoni, hace varios días que no come para que no le falte a nuestra tripulación. Si no ha habido un nuevo motín, es porque los potenciales rebeldes no tienen fuerzas para sublevarse.


Temblor 6


Mi querida Ixaya, es el fin. Ya no queda nada, ni agua ni alimentos. Los hombres están exhaustos y los enfermos, agonizantes. Soy el único culpable de esta tragedia. Quizá debí permitir que me entregaran en sacrificio.


Pedernal 7


Hoy, mientras estaba echado boca arriba esperando la muerte, he visto un pájaro que sobrevolaba la nave. Era un atotl. Tardé en comprender la importancia del hallazgo. Señalé hacia el cielo con mis últimas fuerzas y los que estaban tendidos junto a mí siguieron con la mirada la dirección de mi índice. Uno de mis hombres se incorporó y descubrió que cerca de la nave había algunas hierbas flotando. Eran indudables señales de tierra. Uno de los hombres, que hasta entonces parecía exánime, se levantó de un salto y, velozmente, trepó al mástil; con un brazo se sujetaba del palo y con la mano del otro se echaba sombra sobre los ojos para ver sobre la excesiva claridad. Giró su cabeza hacia uno y otro lado y, entonces, con la mirada puesta en el Este, gritó con todas sus fuerzas la palabra anhelada: "¡Tierra!"

Todos nos levantamos como si acabáramos de resucitar.

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