El diario de viaje de Quetza se interrumpió desde su llegada a las nuevas tierras. A partir de entonces ya no escribía todos los días, sino cuando las circunstancias se lo permitían. La mayor parte de las crónicas de sus avatares en el continente nuevo surge de recuerdos muy posteriores a su hazaña y de los relatos de los acompañantes que sobrevivieron a la gesta.
Cuando los tripulantes, exhaustos algunos, moribundos otros, después de navegar durante unas setenta jornadas, divisaron por fin una franja irregular de color incierto sobre el horizonte, recobraron la llama vital que, por entonces, era apenas un rescoldo £ punto de extinguirse. Eran demasiados los indicios de la proximidad de tierra firme para que pudiera tratarse de una falsa percepción. Las gaviotas sobrevolando el barco y los juncos cada vez más abundantes flotando sobre el agua, eran señales indudables. Y a medida que se acercaban a esa franja que se ofrecía hospitalaria hacia el Levante, podían distinguir el generoso verdor de la vegetación. El aroma de la tierra húmeda y el de los bosques pronto se hizo perceptible. Una columna de humo grisáceo oliente a carne asada se elevaba hasta el cielo. Todos se llenaron los pulmones con aquel perfume que se presentaba como una promesa. Navegaron paralelos a la costa, hasta que encontraron una suerte de muro natural de rocas, donde podían fondear y alcanzar tierra sin siquiera tener que nadar. El primero en pisar suelo fue Quetza. Puso una rodilla en tierra y con los brazos abiertos agradeció a Quetzalcóatl. Nadie nunca había llegado tan lejos.
Quetza ordenó que todos vistieran sus ropas de guerra. Así, ataviados con sus pecheras, los brazaletes que protegían sus antebrazos, las máscaras con forma de animal que les guarecía rostro y cabeza y, empuñando sus negras espadas, avanzaron a través de una pradera. A poco de andar descubrieron un rebaño de ovejas pastando. Tal era el hambre que, todos a una vez, se arrojaron sobre una de ellas y, en el instante, la carnearon con el filo de la piedra de obsidiana. Estaban realmente famélicos; tanto que ni siquiera encendieron fuego para cocinarla: la comieron todavía palpitante. Tan embriagados estaban con aquella carne tibia, que no vieron al pastor que permanecía sentado sobre una mata de forraje, observando aterrado el espectáculo. Era un jovencito que no podía dejar de temblar como una hoja mientras veía cómo aquellos hombres de piel cobriza, con cabeza de felinos, cubiertos con petos y armados con espadas, devoraban crudo su ganado. Se incorporó despacio apoyándose sobre su cayado y, en el momento en que estaba por huir despavorido, fue descubierto por los visitantes. Quetza, eufórico al ver que en las nuevas tierras existían hombres, le hizo una seña con el brazo y quiso alcanzarlo para presentarse. Por un instante se quedaron contemplándose el uno al otro. Tenían la misma edad e idéntica sorpresa. Quetza se detuvo en la piel blanca y en el pelo, tan extraño, repleto de rizos claros. Pese al palo que sostenía en la mano, parecía inofensivo. El capitán mexica comenzó a decir en su lengua: "Me llamo Quetza. Vengo en nombre de mi rey, el emperador de Tenochti-tlan. Desde ahora eres su subdito…" Pero antes de que pudiera terminar la frase, el muchacho se lanzó a correr tan rápido como podía hasta desaparecer en el fondo del camino. Quetza ordenó a su gente avanzar en la misma dirección que el chico con el propósito de hacerle entender que no tenía motivos para temer.
Pronto dieron con un angosto sendero y, de inmediato, vieron una casa muy precaria, semejante a las chozas más pobres de las afueras de Tenochtitlan. Hacia allá fueron para presentarse ante los pobladores. Los moradores de la casa, un matrimonio dé campesinos, no bien los vieron aparecerse con sus atavíos de guerra y ahora ungidos con la sangre de la oveja que acababan de devorar, avanzando en formación marcial hacia ellos, huyeron a toda carrera igual que el pastor. Más tarde Quetza apuntaría: "Los nativos de estas tierras son gentes muy cobardes que escapan ante nuestra sola pre-■ sencia. Nunca pensé que podríamos entrar sin encontrar resistencia alguna. Tan temerosos son, que aún no me imagino cómo establecer contacto con ellos. No bien nos ven, huyen como liebres". Y con ese nombre bautizó Quetza aquellas primeras tierras habitadas por gentes blancas y asustadizas: Tochtlan, que significaba "el lugar de los conejos".
Aunque sus habitantes habían huido, Quetza decidió entrar en la casa para conocer un poco más de aquellos nativos. Era una vivienda muy pobre comparada con su casa de Tenochtitlan: el piso era de tierra apisonada, las paredes de un adobe muy rústico y el techo de paja. De pronto se sobresaltó al ver, sobre la cabecera del lecho, la figura moribunda de un hombre que se desangraba clavado de pies y manos sobre dos maderos cruzados. Le resultó una visión macabra. Evidentemente, esos nativos no sólo practicaban crueles sacrificios sino que, además, hacían imágenes que recordaban aquellas sangrientas ceremonias. Más allá, sobre un estante, descubrió la estatuilla de otro ídolo: cuando se acercó pudo distinguir que se trataba de una mujer con la cabeza cubierta, cargando un niño entre sus brazos. Se dijo que debería ser ésa una Diosa de la Fertilidad. Cuando miró hacia atrás, vio que sus hombres, incluido Maoni, bebían algo de color rojizo. Temiendo que fuese sangre humana, les ordenó que dejaran esa vasija. Todos obedecieron no sin lamentarse en silencio, ya que era un licor delicioso. Sedientos, debieron conformarse y bebieron agua hasta saciarse.
Considerando la imposibilidad de establecer contacto con los lugareños y al ver el impacto que parecía producir en ellos su aspecto y sus ropajes, Quetza tomó unos vestidos que encontró, telas y sábanas y dijo a todos que se vistieran con ellos. Así lo hicieron. Quetza se colocó un largo manto negro que tenía una capucha y con ella se cubrió la cabeza. Maoni hizo lo mismo con una túnica de tela rústica de color amarillento. Sin saber que hombres y mujeres vestían de diferente modo, algunos se pusieron unas faldas amplias, vestidos con escotes y corsetes por debajo de las pecheras. Así, ataviados como los lugareños, salieron a reconocer el lugar.
Pese a que habían comido una oveja entera, tanta era el hambre que habían pasado durante el viaje, que el olor de la carne asada proveniente de aquella columna de humo que habían visto antes de desembarcar hacía que sus pies los condujeran mecánicamente hacia ese lugar. A medida que avanzaban por el camino, las casas se hacían más numerosas y mejor construidas. Los atavíos, pese a lo inadecuado de algunos vestidos, hacían que las huestes de Tenochtitlan pasaran inadvertidas. El tránsito de gente se hacía más nutrido conforme el pueblo se iba convirtiendo en ciudad. Todo el mundo parecía dirigirse hacia el mismo sitio. Aquí y allá podían escuchar el dulce idioma de los nativos que, desde luego, les resultaba por completo incomprensible. Quetza intentaba sin fortuna deducir el significado de los caracteres que se repetían sobre los dinteles de las puertas, grabados en la piedra, y que aparecían, enormes, sobre un arco que atravesaba la calle. "HUELVA": tales eran los signos que copiaría Quetza, luego, en sus notas. Y aunque no podía inteligir el sentido de esa grafía, infirió que se trataba del nombre con que los nativos llamaban a esa ciudad.
De pronto el suelo cimbró, se oyeron unos pasos atronadores y la comitiva mexica, sobresaltada, giró sobre su eje. Lo que vieron los hombres de Quetza fue la monstruosidad más espantosa que jamás hubieran podido imaginar: a toda carrera se acercaba un ser con cuerpo de bestia, semejante a una llama pero mucho más grande, lleno de bríos, músculos y cubierto de un pelaje negro azabache. Pero lo más aterrador era que se trataba de dos entidades en una: del lomo de la bestia surgía el cuerpo de un hombre. "De pronto se apareció un animal con dos cabezas, una de bestia, otra de humano, que corría en sus cuatro patas haciendo temblar el suelo a su paso", escribiría Quetza, antes de comprender de qué se trataba en realidad. Mayor aún fue la sorpresa de los mexicas cuando vieron que la bestia se detenía y, de repente, se dividía en dos: "por un lado iba el hombre y, por otro, el animal". Lo primero que pensaron era que estaban asistiendo a la metamorfosis de un nahualli. Los nahualli eran nigromantes que, bajo determinadas circunstancias, abandonaban su apariencia humana para transformarse en animales. Pero Quetza no tardaría en descubrir que la bestia, a la que los nativos llamaban caballo, era una entidad independiente del hombre que lo montaba. Los mexicas no habrían de dejar de admirarse del modo en que aquellos animales, tan grandes y fuertes, se sometían mansamente a los arbitrios de los hombres. Pero hasta que los soldados venidos de Tenochtitlan lograron comprender semejante cosa, no podían evitar un sentimiento de pánico cada vez que junto a ellos pasaba un caballo.
Y así, ocultos bajo los ropajes que habían tomado de la casa, llegaron hasta el corazón de la ciudad. Allí vieron una multitud reunida en la plaza, en cuyo centro estaba el foco del fuego cuyo humo habían visto desde el barco. La gente se veía exaltada y gritaba con una mezcla de furia y entusiasmo. Se abrieron paso entre el gentío para ver cuál era el motivo de tanto fervor. Sobre uno de los lados de la plaza se erigía un edificio cuya cúpula parecía querer alcanzar el cielo; la to-rreta estaba rematada por una cruz que, de inmediato, le recordó a Quetza aquella sobre la cual estaba el ídolo clavado, desangrándose. El líder de los mexicas no tuvo dudas de que ése era un templo y todo aquello, una ceremonia. Cuando consiguió acercarse un poco más a la fogata, pudo comprobar lo que ya sospechaba. El olor de la carne asada provenía del cuerpo calcinado de una persona que, atada a un palo,-había sido inmolada. La multitud, al unísono, vociferaba una y otra vez: "¡Viva Cristo Rey!" Junto a la hoguera, Quetza distinguió un grupo de hombres vestidos de púrpura en cuyos pechos reposaba, otra vez, una cruz. Dedujo que eran los sacerdotes. "Igual que en Tenochtitlan, aunque mucho más pequeño, hay aquí un centro ceremonial junto al teocalli. En este lugar de ceremonias se reúnen los nativos para asistir a los sacrificios humanos. La manera de ofrendar hombres a su Dios es clavándolos en una cruz, según atestiguan varias estatuillas, o bien quemándolos con leños verdes para prolongar la agonía, tal como yo mismo he podido ver. El Dios al cual hacen la ofrenda se llama Cristo Rey. Los nativos gritan su nombre mientras los sacerdotes hacen el sacrificio, del mismo modo que en Tenochtitlan el pueblo invoca el nombre de Huitzilopotchtli."
A la luz de la cruel ceremonia que estaban presenciando y, temiendo que la multitud pudiese descubrirlos en su condición de extranjeros, la reducida avanzada mexica decidió abandonar cautamente la plaza. Tiempo después Quetza aprendería el nombre de ese rito que, en el idioma de aquellos salvajes, tenía una pronunciación compleja para una lengua acostumbrada al náhuatl: Santa Inquisición.
Algunos vestidos de hombre y otros de mujer, ese puñado de soldados que constituía la pequeña vanguardia de las huestes de Quetzalcóatl aprovechó que todo el mundo estaba en la plaza para poder entrar en el templo. "El teocalli de estos nativos es mucho, más pequeño que nuestras pirámides. Al pie del templo hay una torre que está formada por dos cuerpos cúbicos, rematados en una extremidad piramidal, semejando una miniatura de nuestro Huey Teocalli. Estas gentes veneran a muchos ídolos y, a juzgar por la enorme cantidad de imágenes diseminadas por todas partes, adoran a numerosos dioses. El más importante de ellos, el Cristo Rey, que parece ser el Dios de los Sacrificios y que está por todas partes, dentro y fuera del templo, es el que ocupa el lugar principal del teocalli. Luego, también con mucha profusión, se ve la imagen de la Diosa de la Fertilidad, representada como una mujer que lleva un niño en brazos; asimismo, puede vérsela rodeada de animales en señal de abundancia." Eso apuntaría Quetza más adelante en sus crónicas. Y a medida que iban avanzando por el centro del templo veían, a uno y otro lado, la sucesión de retablos colmados de imágenes, pinturas y tallas. "El número de Dioses e ídolos de estos nativos es verdaderamente incontable", escribiría. Conforme descubría sobre las paredes la imagen de un santo, una escena celestial o, al contrario, la representación del infierno, creía ver en ellos distintas divinidades. Pronto se formó Quetza una idea de cómo estaba constituido el Panteón de los aborígenes: el Cristo Rey y la Diosa de la Fecundidad ocupaban el lugar más encumbrado de esa creencia; luego venían unos personajes alados que surcaban los cielos y, detrás, los semidioses, cuyo origen terrestre parecía indudable de acuerdo a las representaciones. Luego aprendería Quetza que a estos seres alados les decían "ángeles" y a los semidioses "santos". Y, desde luego, no faltaban los Dioses del Mal. El más importante, según podía adivinarse, era aquel que gobernaba sobre los demonios de las profundidades, el que martirizaba a quienes caían en sus dominios. Fácilmente podía Quetza establecer las analogías con su propia religión.
Luego de esa rápida recorrida por el templo, decidieron que era tiempo de salir, antes de que terminara la ceremonia de los sacrificios y la gente se dispersara.
La anónima comitiva mexica se escabulló velozmente para perderse por las calles de esa ciudad que, en lengua de los nativos, se llamaba Huelva y a la que Quetza bautizó Toch-tlan. "Se trata de una ciudad pequeña, que no ha de alcanzar la vigésima parte de Tenochtitlan. Las plazas y calles son completamente secas: no se ven plantas ni agua, no hay chinampas dentro de la ciudad y no he visto un solo canal que la atraviese." Dado que Huelva era una ciudad portuaria, no era extraño ver extranjeros por sus calles y tabernas. Por allí, hacía mucho tiempo, habían ingresado varias y diversas civilizaciones que, sucesivamente, conquistaron la ciudad. Pero era por completo inédita la presencia de hombres con aquellos rasgos tan diferentes de los de la multitud de etnias que solían desembarcar en aquellas playas. Por eso Maoni les insistía a los hombres que no dejaran que nadie viera sus rostros, que se mantuviesen siempre ocultos si no querían terminar en la hoguera.
La primera impresión que se formó Quetza de los nativos estaba signada por el contraste con su propia gente. "La mayoría de los aborígenes presenta una piel de color tan pálido, que se diría que estuviesen gravemente enfermos", anotó. Sin embargo, desde el primer día, percibió el numeroso. componente moro que habitaba la región. "Aunque también se ven hombres y mujeres de rasgos muy diferentes que visten distinto, hablan de otro modo y sus costumbres difieren de las de los primeros. Estas gentes son verdaderamente bellas, su piel es más oscura y su mirada suele ser franca y penetrante", apuntaría el adelantado mexica. Pero lo que más llamó la atención de Quetza eran los atavíos que usaban. "Hay un elemento realmente sorprendente en la forma de vestir de esos aborígenes: a pesar de que en este momento del año hace un calor agobiante, todos andan cubiertos de pies a cabeza. Nadie exhibe una sola parte de su cuerpo. Y no sólo las partes pudendas; las mujeres andan con los pechos tapados, se cubren las piernas y hasta los brazos. Las hay, incluso, que llevan una túnica que les oculta desde el rostro hasta la punta de los pies. Los trajes de los hombres tienen muchas y muy complejas piezas. En general estos nativos huelen muy mal y no tienen la costumbre del baño diario; de hecho, me atrevería a afirmar que algunos no se han bañado jamás. De modo que, si se suma la falta de higiene al exceso de ropa y la abundancia de secreción, el resultante es un hedor que invade cada rincón de la ciudad", escribiría Quetza. La escasa disposición de los nativos hacia el aseo se hacía palpable, también, en las calles: "A diferencia de Tenochtitlan, que está provista de acueductos que traen el agua limpia y devuelven las aguas servidas, aquí el agua es muy escasa, se acarrea en cubos y las aguas de desperdicio son arrojadas por las ventanas junto con los excrementos". Otra cosa que llamaría la atención de Quetza y sus hombres, era el excesivo tono de la voz que empleaban los nativos para comunicarse. En su patria era regla de educación dirigirse al prójimo con respeto, reverencia y delicadeza. Jamás podía mirarse a los ojos a los mayores, a los funcionarios o a cualquiera de jerarquía superior. Y, en todos los casos, luego de cada frase, se dedicaba una reverencia. "Aquí todo el mundo grita. No alcanzo a comprender la razón. Las mujeres se reúnen en las puertas de las casas y hablan entre ellas emitiendo sonidos que, más que palabras, parecieran graznidos de alotW
Quetza, a cada paso, tomaba conciencia de la importancia crucial que tenía su descubrimiento. Su propósito no era sólo develar los secretos del Nuevo Mundo, sino trazar los planes para su conquista. De modo que tenía que ver cuáles eran los recursos militares con los que contaban los nativos.
Durante aquella primera jornada en las nuevas tierras, Quetza y su tropa habían hecho varios descubrimientos. De vuelta en el barco, que dejaron amarrado en una ría recóndita y deshabitada, lejos de los ojos de cualquier aborigen, Quetza y sus segundo, Maoni, trazaron mapas; luego hicieron un recuento de los acontecimientos más importantes que atestiguaron y sacaron las primeras conclusiones. Sin dudas, el recurso militar más significativo con el que contaban los nativos era el caballo; las ventajas que les otorgaba el uso del caballo eran inmensas: velocidad para transportarse de un punto a otro, mayor altura y, en consecuencia, mayor distancia con el soldado enemigo durante el combate; no sólo les daba capacidad para llevar un jinete, sino también un carri^ con varios hombres; asimismo, les permitía desplazar víveres y toda clase de carga. Y, tan inédito como el caballo, era el carro o, más precisamente, las ruedas que lo movían. En los dominios de Tenochtitlan y en los pueblos vecinos, el transporte de mercancías y, de hecho, de todo tipo de productos, lo hacían los tamemes, hombres cuyo oficio era el de acarrear cargas sobre sus espaldas. Del mismo modo, el arado de los campos se hacía con el esfuerzo humano; en cambio, en las nuevas tierras, eran todas tareas delegadas a las bestias. Quet-za no dejaba de admirarse y, a la vez, reprocharse su incapacidad por no haber imaginado algo tan básico, pero tan esencial, como la rueda. Se dijo que había estado tan cerca de alcanzar aquel concepto y que, quizá por esa misma razón, no había podido vislumbrarlo. Su calendario, el más perfecto que hombre alguno hubiera podido ingeniar, era… ¡una rueda! Si se lo despojaba de los símbolos interiores, de todos los cálculos que contenía y se lo consideraba sólo en su forma y no en su complejo contenido conceptual, nada lo diferenciaba de aquellas rústicas ruedas que permitían desplazar enormes pesos con menor esfuerzo y mayor velocidad. Pensándolo mejor, se dijo, no era que desconocieran la rueda, de hecho, tenían una inmensa cantidad de artefactos provistos con esa forma; tampoco ignoraban las ventajas de hacer rodar los objetos, prueba de lo cual eran los rodillos sobre los cuales sus mayores habían podido mover los gigantescos bloques de piedra para construir los monumentales templos. Entonces encontró la clave del problema: nunca habían conseguido unir estas dos nociones, el disco y el rodillo, es decir, la rueda y el eje.
Maoni estaba convencido de que estos descubrimientos volcaban el futuro en su favor: si a las civilizaciones descendientes de los Hombres Sabios, los olmecas, los toltecas, los mexicas, los pueblos del lago Texcoco, los de la Huasteca, los tainos y los demás pueblos del valle sumaban sus conocimientos y a ellos se agregaban los que la expedición iba a llevar desde las nuevas tierras, tales como el caballo, la rueda y el carro, toda esta sumatoria los haría invencibles. Pero era imprescindible la unidad de todos sus pueblos del Anáhuac y aún más allá. Sin embargo, Quetza sabía que era ésta una idea difícil de llevar a la práctica: la historia de todos ellos era la historia de las divisiones, las luchas y las guerras.
Maoni propuso a Quetza la construcción de otra nave, en la cual llevar varias parejas de caballos y cuanta cosa nueva pudiesen mostrarle al tlatoani. Si los mexicas se dedicaban a la crianza de caballos a partir de los que ellos llevaran a Tenochtitlan, en poco tiempo podrían contar con una gran cantidad de animales para afrontar una campaña militar.
Algo que también llamó la atención de la avanzada mélica, era el formidable conocimiento de los nativos en materia de navegación; durante su breve recorrida por la ciudad habían estado en el puerto. Quetza no cabía en su admiración al ver los enormes barcos que entraban y salían de las ensenadas y la destreza de los marineros para maniobrar aquellos monstruos de madera. Los velámenes, monumentales, se desplegaban con una rapidez sorprendente; veían cómo los marinos arrojaban cuerdas aquí y allá con tanta precisión que podían amarrar sin siquiera bajar a tierra. La comitiva mexica miraba todo con ojos no ya extranjeros, sino extraviados: se sentían perdidos en aquel mundo nuevo y desconocido. Observaban a esos hombres rústicos, brutales, que hablaban a los gritos, que se emborrachaban y peleaban entre sí a punta de cuchillo por cualquier nimiedad como si pertenecieran a una especie distinta. Nunca, ni siquiera los mexicas que salieron de la prisión, habían visto gentes tan poco educadas. Fue en ese instante, en el puerto, cuando Quetza tuvo una revelación: considerando la superioridad naval de los nativos, se dijo que si ellos no procedían con premura, no tardaría en llegar el día en que esos salvajes alcanzaran el otro lado del océano con sus inmensas naves. Entonces sería el fin de Tenochtitlan. La necesidad de conquistar aquellas tierras no nacía del afán de expansión, sino, más bien, para evitar que, en un futuro próximo, sus tierras fuesen tomadas por asalto.
A la mañana siguiente, sin haber podido pegar un ojo durante la noche, Quetza le expuso sus planes a Maoni: dado que no había posibilidades materiales de construir un nuevo barco para cargar en él caballos y cuantas cosas pudieran enseñarle al tlatoani, ya que no tenían herramientas adecuadas ni un sitio donde trabajar secretamente, debían apoderarse de un barco nativo. Sin dudas era una tartü arriesgada, aunque mucho menos peligrosa que intentar construir una nave en aquellas condiciones. Tenían dos alternativas: la primera, llegarse hasta el puerto y, subrepticiamente, robar un barco fondeado, cuyos tripulantes se hallaran en tierra; la segunda, hacerse mar adentro y, lejos de cualquier testigo, interceptar una nave pequeña y lanzarse al abordaje por asalto. Quetza y Maoni analizaron detenidamente ambas posibilidades: la primera, a simple vista, parecía la más fácil; sin embargo, presentaba serias dificultades: el puerto estaba atestado de gente, de barcos que entraban y salían, había demasiados testigos eventuales; en caso de ser descubiertos, serían rápidamente alcanzados antes de que pudiesen escapar. La segunda alternativa, pese a que parecía más compleja y, ciertamente, más cruenta, ya que implicaba una lucha franca, cuerpo a cuerpo, presentaba menos problemas. Las huestes mexicas, enfrentadas a igual número de nativos, tenían mayores posibilidades de resultar victoriosas en un combate: todos ellos tenían, en mayor o menor grado, una formación militar, espadas de obsidiana superiores a las de acero que usaban los aborígenes, arcos, flechas y lanzas, que les permitían atacar con mucha precisión a la distancia.
El plan general era sencillo: capturar un barco, cargar en él los elementos más importantes que habían descubierto, hacer una breve travesía de reconocimiento sin ser sorprendidos por los nativos, establecer mapas, trazar rutas de navegación y volver a Tenochtitlan con ambas naves. Una vez ano-ticiados, el tlatoani y la alta oflcialidad del ejército mexica concebirían el plan de conquista. Entonces volverían con centenares de barcos y miles de hombres armados, preparados para un largo combate. Así, provistos de caballos y carros, vencerían a los nativos con sus propias armas.
A una distancia prudencial de la costa y cerca de la ruta que conducía hacia el puerto, Quetza y sus hombres esperaban que se acercara un barco de pequeño porte para tomarlo por asalto. Hacia el mediodía, desde el horizonte vieron aparecer la silueta de una nave. Entonces el joven capitán dio la orden de desplegar las velas y remar a su encuentro a toda velocidad. Estaba ya dispuesto el plan de abordaje cuando, desde el Poniente, se hizo visible un segundo barco. En ese momento los tripulantes de la reducida armada mexica se percataron de dos cosas a una vez: que la embarcación que habían avistado primero no era precisamente pequeña, tal como aparentaba a la distancia, y que la segunda nave era aun mayor. Por añadidura, parecían constituir ambas una misma escuadra. El número de marineros de las dos naves multiplicaba por mucho a las huestes de Tenochtitlan. Pero ahora estaban demasiado próximos para abortar la maniobra: habían sido descubiertos por los nativos. Quetza comprobó que aquella flota no sólo había visto su barco, sino que acababa de poner proa hacia él, acercándose con decisión. Sin embargo, el capitán mexica y su segundo no iban a rendirse sin pelear: ordenaron a todos preparar arcos y flechas. En el mismo momento en que iba a dar la orden de atacar, vieron un destello intenso como un.jlámpago sobre el casco de uno de los barcos y escucharon una explosión semejante a un trueno. De inmediato percibieron un zumbido sobre sus cabezas y, al instante, vieron algo que caía en el mar haciendo brotar columnas de agua; la nave se sacudió como por efecto de un torbellino. Quetza, aún sin saber de qué se trataba, no tardó en comprender que estaban ante la presencia del arma más letal que jamás hubiesen podido imaginar. Si aquella cosa lanzada con fuego y estruendo hubiera caído sobre su nave, sin dudas habría quedado reducida a un puñado de astillas. Entonces, considerando la superioridad numérica y armamentística, Quetza ordenó bajar las armas: era, otra vez, la hora de la diplomacia.
Cuando la nave mayor estuvo más cerca, la armada mexica pudo ver que el lugar en el cual se había originado la explosión era una suerte de tubo, en cuyo extremo había una boca desde la cual todavía surgía humo. Sobre la cubierta, cerca de la proa, Quetza distinguió a quien parecía capitanear la nave: era un hombre que llevaba un sombrero que lo distinguía de los demás y estaba observándolo a través de un adminículo semejante a una caña corta. Quetza vio con asombro que el capitán, lejos de mostrar una actitud belicosa, le hacía señas amistosas saludándolo con la mano. También el otro barco se acercó y ambos lo condujeron afablemente hacia el puerto. Quetza no tenía otra alternativa que ir tras ellos, aunque temía que al desembarcar y ser descubiertos como extranjeros, fuesen inmediatamente ofrendados a Cristo Rey, Dios de los Sacrificios de aquellos nativos.
Aquel recibimiento inicial, lleno de fuego y estruendo, había sido una salva de bienvenida. Una vez en tierra, Quet-za y sus hombres fueron acogidos con la mayor ceremonia. La reducida armada mexica avanzaba a lo largo de una explanada que le había sido especialmente dispuesta. Caminaban entre dos hileras nutridas de hombres que se deshacían en saludos y reverencias. Mal podían Quetza y Maoni disimular la sorpresa, aunque intentaban devolver los saludos con naturalidad. Era como si aquella recepción estuviese largamente planificada. Al final de la explanada los esperaban las autoridades de la ciudad. De hecho, Quetza pudo reconocer a los sacerdotes que, el día anterior, presidían la ceremonia de los sacrificios. Tal vez, tanta bienvenida no era sino el prólogo de la despedida para aquellos que iban a ser ofrendados a Cristo Rey. También en Tenochtitlan se agasajaba a los mancebos antes de entregarlos a Huitzilopotchtli. Cuando finalmente estuvieron frente a quien parecía ser el cacique de aquellos nativos, la autoridad puso en manos de Quetza una suerte de plato dorado con piedras preciosas engarzadas alrededor de la omnipresente figura de la cruz Quetza agradeció inclinando la cabeza y, de inmediato, mandó a uno de sus hombres a buscar un saco de cacao y unas piezas de obsidiana. Consideró que era un regalo modesto en comparación con el que acababa de recibir, pero no tenía otra cosa. Sin embargo, cuando entregó el obsequio, vio que los ojos de los nativos brillaban con la luz del asombro, como si jamás hubiesen visto un vulgar grano de cacao o una piedra de obsidiana. Entonces, el cacique habló mirando a los ojos de Quetza. Desde luego, la avanzada mexica no entendió una palabra. Pero detrás del hombre surgió un pequeño personaje que presentaba rasgos semejantes a los suyos: la piel cobriza, los ojos rasgados y una complexión física parecida, aunque su nariz era notoriamente pequeña. Cuando el hombre blanco hizo una pausa, le cedió la palabra al otro para que tradujera; Quetza no podía explicarse cómo alguien podía conocer su lengua, a menos que otros mexicas hubiesen estado allí antes que él. Sin embargo, cuando el hombre pequeño habló, lo hizo en un idioma también indescifrable para mexicas y huastecas. Quetza de pronto comprendió todo: era evidente que aquella recepción no era para ellos, las autoridades estaban esperando a otra delegación extranjera, la cual, sin dudas, hablaba el idioma del lenguaraz.
Por una parte resultaba éste un hecho auspicioso, ya que, al menos por el momento, estaban a salvo. Por otro lado, era imperioso para Quetza mantener en secreto el lugar del cual provenían, si quería evitar la invasión por parte de aquellos nativos. Pero cuánto tiempo podía durar la farsa si ni siquiera sabía de qué país era la delegación que esperaban los aborígenes. Sin embargo, resultaba claro que alguna cosa en común deberían tener con aquéllos, al punto que los habían confundido. Tal vez estuviesen esperando a los lejanos parientes de los mexicas, los habitantes de Aztlan. La existencia de las míticas tierras del origen volvían a ser para Quetza una esperanza.
El lenguaraz, al comprobar que los musitantes no entendían sus palabras, habló en otro idioma; pero resultó un intentó tan vano como el anterior. Ei pequeño hombre que asistía al cacique trató de comunicarse sin éxito en media docena de lenguas. Quetza y Maoni notaron que el caci que se impacientaba con su intérprete, como si él fuese el responsable de que la comitiva no pudiese comprender.
Después de un largo intercambio de gestos, monosílabos y dibujos sobre un papel, Quetza entendió que estaban siendo confundidos con viajantes que venían desde el Oriente. El joven jefe mexic;\ desde luego, no contradijo esta certidumbre de los aborígenes; al contrario,'señalaba con su índice hacia el Levante para indicar su procedencia. Y, sin proponérselo, decía la verdad, ya que sabía que si se iba muy al Occidente se llegaba al Oriente y viceversa. El mundo, se dijo Quetza, era más extenso de lo que imaginaba. Creyó entender que el cacique le preguntaba cuál era el nombre de su patria, de qué tierras provenían; entonces Quetza contestó sin dudarlo:
– Aztlan -dijo.
Y no mentía.
De pronto, Quetza y sus hombres eran tratados por los nativos a cuerpo de rey. Como si fuesen verdaderos príncipes, aquellos ladrones mexicas que habían sido sacados de las cárceles, aquel grupo de desterrados, ahora era conducido por una guardia de honor. Los huastecas, pobres hasta la miseria, sojuzgados y masacrados, eran agasajados como dignatarios. Después de haber sido soltados a la buena de Dios, luego de haber navegado durante setenta jornadas terribles, habiendo sobrevivido a las peores tempestades, a los motines y al hambre, ahora todo era homenajes, lujos y buena vida. La pequeña armada mexica fue alojada en un palacete cercano al del cacique y le fueron ofrecidos toda clase de manjares y cortejos.
Quetza no ignoraba que nada era gratis en este mundo, ni aunque fuese otro y pareciera nuevo, que en algún momento todo se pagaba, que cuanto mayor era la lisonja, más alto era el precio. Ni siquiera a los dioses se les hacía una ofrenda sin esperar algo a cambio. Pero aún no sabía qué esperaba el cacique de ellos. Y necesitaba saberlo cuanto antes.
En el curso de esos primeros días en el Nuevo Mundo, supo Quetza que aquellas tierras que él había bautizado como Tochtlan, eran nombradas por los nativos con una breve palabra, Huelva, y pertenecían a un reino llamado Sevilla. Su llatoani había conseguido liberar a su pueblo del largo yugo de unos invasores venidos del Oriente Medio: los moros. También pudo saber Quetza que, más al Levante todavía, existían otros pueblos y que los reinos peninsulares que él había descubierto tenían relaciones comerciales con los orientales desde hacía mucho tiempo, especialmente con unos reinos llamados Cipango, Catay, la India y las Islas Molucas. Las finas telas que vestían los reyes, los tapices que decoraban sus palacios, las perlas que lucían las mujeres de la nobleza, las porcelanas donde bebían las infusiones, las mismas hojas con las que hacían estas tisanas, los perfumes, las delicadas especias con las que condimentaban sus banquetes, provenían del Oriente. Por otra parte, supo Quetza que, así como en Tenochtitlan los mexicas usaban el polvo de oro y los granos de cacao como medio de pago, en estas tierras las gentes acuñaban el oro y la plata en forma de pequeños discos para cambiarlos por productos. Pero sucedía que los yacimientos de estos metales se estaban consumiendo; y como en Oriente los había en abundancia, buscaban estos nativos fortalecer los lazos comerciales con aquéllos. Pero, a consecuencia de los largos e intensos combates con los moros, las rutas hacia las Indias estaban bloqueadas por las huestes provenientes del Oriente Medio. Y aquellos comerciantes que conseguían pasar, debían pagar altísimos peajes, impuestos y tributos.
Con el curso de los días, Quetza y Maoni empezaban a entenderse con algunos de los nativos. Dado que éstos estaban convencidos de que la pequeña avanzada era una comitiva procedente de uno de los reinos orientales, los mexicas no hicieron nada por disuadirlos de esa creencia y, por el contrario, la alimentaban. Cuando Quetza dijo que el nombre de su patria era Aztlan, los aborígenes entendieron Xian Sian. Y, en rigor, fue lo que quisieron escuchar, ya que estas tierras pertenecientes a Catay eran riquísimas en oro, plata y especias, según constaba en las crónicas de los viajeros florentinos. Eso explicaba el trato privilegiado que recibían por parte de los nativos: era evidente que querían establecer nexos comerciales con aquellos presuntos dignatarios del Oriente. Y descubrió Quetza que no estaban esperando especialmente una determinada comitiva venida desde el Levante, sino que su llegada coincidió con sus esperanzas: al ver aparecer una nave presidida por un mascarón semejante a un dragón emplumado y unos marinos de piel amarillenta y ojos rasgados, pensaron que era aquél un hecho auspicioso, tal vez el inicio de unas fluidas relaciones comerciales. Quetza notó algo que, en rigor, saltaba a la vista: aquellos nativos estaban hambrientos de oro y plata.
También descubrió el joven jefe mexica que los aborígenes tenían un serio problema: hablaban más de lo que escuchaban, hecho este que Quetza supo aprovechar tomando atenta nota cada vez que hablaban y simulando no entender toda vez que le hacían una pregunta. Así, se enteró de que las vías a Oriente eran el centro de una vieja disputa con un reino vecino llamado Portugal. Intentando hallar nuevas rutas hacia el Este, unos y otros se disputaban mapas, cartas de navegación y crónicas de viajeros que les permitieran el acceso a las enormes riquezas de las Indiaj^sorteando el bloqueo de los moros y el peligro de los otrora indómitos mongoles.
Ahora bien, se preguntaban Quetza y Maoni: siendo aquél un pueblo que contaba con animales de combate y armas que, con gran estruendo, disparaban bolas de fuego, por qué no se había lanzado a la conquista de las riquezas orientales por la fuerza, tal como lo hacían los emperadores de Tenochtitlan sobre los ricos territorios del valle. Mientras aprendía rápidamente algunos rudimentos del idioma Se los nativos, a la vez que disfrutaba de su hospitalidad, Quetza indagaba más y más sobre el poderío militar de sus anfitriones. Así, supo que esos hombre blancos, por mucho que lo intentaron, jamás pudieron conquistar a los pueblos orientales bajo la advocación de su Dios, Cristo Rey. Los estados del Levante, que tenían una tradición milenaria y una cultura mucho más vasta y avanzada, supieron resistir todos los embates. Pero era evidente el afán expansivo de los hombres blancos. Entonces supo Quetza que no sólo debía mantener en secreto la existencia de Tenochtitlan, sino, sobre todo, de la ruta que unía ambos continentes. Su tierra era, acaso, más rica en oro, plata y especias que las Indias y el camino hacia ella era menos tortuoso que el que implicaba evadir el bloqueo moro. Era sólo una cuestión de tiempo que la codicia de los nativos les hiciera encontrar la ruta hacia los dominios mexicas. Pero Quetza contaba con dos ventajas: por una parte, él había llegado antes a las tierras de los nativos; por otra, los salvajes aún ignoraban que la Tierra era una esfera. De modo que si quería ganar tiempo para evitar una invasión inminente, debía asegurarse de asestar el primer golpe.
Fue durante su estancia en Huelva cuando Quetza conoció a Carmen. Durante el día, el joven jefe de los mexicas dedicaba sus recuerdos y añoranzas a Ixaya. La evocación de sus ojos grises y redondos, su pelo negro y su voz dulce, hacían que el corazón de Quetza se llenara de nostalgia. Pero durante las noches, antes dormirse, lo asaltaba el recuerdo de la muchacha ciguaya que, entregada por el cacique, le había hecho conocer las delicias carnales del cocomordán; entonces su cuerpo se estremecía y se dormía pensando en aquellos pezones oscuros y sus labios inferiores, tan silenciosos como sabios y hospitalarios. Estos pensamientos, a diferencia de los que albergaban los nativos, no entraban en conflicto: Quetza soñaba con el día del regreso; entonces tomaría a Ixaya como esposa y volvería a la islas de Quisqueya a buscar dos o tres mujeres para hacerlas sus concubinas. El capitán menea no alcanzaba a comprender por qué los nativos sólo podían tomar una sola mujer como esposa y ninguna concubina, aunque luego pagaran con monedas de oro para cohabitar con otras mujeres a espaldas de sus esposas. Quetza notó que la mentira tenía la fuerza de una institución entre los aborígenes blancos: tan aceptada estaba que apenas si la diferenciaban de la verdad. El engaño no se limitaba al matrimonio: mentía el gobernante y también el subdito, se mentían los amigos, mentía el monje y el fiel; hasta al propio Cristo Rey y a todos los otros dioses llamados santos, ángeles o demonios se les mentía.
Entre ¡os agasajos que a diario le brindaban a la presunta comitiva oriental, un día, antes del anochecer, se hizo presente una mujer que venía a ofrecerles "cualquier cosa que quisieran". Quetza, Maoni y sus hombres supieron de inmediato en qué consistía el convite; comprendieron que el trato que les dispensaban no era diferente del que recibían los mancebos antes de ser sacrificados, agasajos que incluían, desde luego, fiestas con jóvenes doncellas. Sin embargo, la mujer, lejos de parecer una joven virgen, tenía el aspecto de haber perdido la virtud hacía tanto tiempo, que se diría que ya ni siquiera recordaba dónde podía haberla dejado. De hecho, las mujeres blancas resultaban poco atractivas a los mexicas; pero aquella "gentileza" lindaba con la falta de respeto, era un atropello al protocolo. Viendo la cara de espanto de los visitantes, la mujer comprendió al instante el malentendido, de modo que, de inmediato, hizo sonar una campanilla y, entonces sí, entró en el salón un grupo de mujeres jóvenes y hermosas. Para que los convidados estuviesen a gusto y no añoraran las delicias de sus tierras, el cacique blanco les había enviado una decena de doncellas traídas especialmente desde Cipango. Claro que lo de "doncellas" era un eufemismo.
Así como en Tenochtitlan la prostitución estaba firmemente legislada, también lo estaba en el Nuevo Mundo. En ambos casos la actividad de las prostitutas no solamente era legal, sino que dependía de las autoridades religiosas. En la capital de los mexicas existía la prostitución ritual, destinada a sacerdotes y guerreros, y era llevada a cabo por sacerdotisas que recibían un pago por sus servicios. Pero también podían acudir a las casas de las ahuianis los hombres solteros sin cargo militar ni religioso. Las prostitutas mexicas, siempre adornadas con piedras, plumas y pintadas de colores estridentes, tenían la protección de la diosa Xochiquétzal. Ellas conocían secretas fórmulas para preparar afrodisíacos y dominaban distintas técnicas para despertar el apetito sexual, incluso en hombres muy ancianos. Antes de partir a la guerra, los soldados debían hacer uso de las prostitutas. Por su parte, los clientes debían encomendarse a Tlazoltéotl, Diosa de la Voluptuosidad, para poder tener un desempeño, cuanto menos, decoroso.
Supo Quetza que en el Nuevo Mundo las cosas no eran muy diferentes. La prostitución estaba legislada en el reino de Sevilla por las Ordenanzas de Mancebías. Las mancebías, o puterías, como las llamaba el pueblo, estaban regidas por un "padre" y supervisadas por la autoridad eclesiástica. Debían cumplir con una reglamentación semejante a la que regía en Tenochtitlan. Las prostitutas tenían que residir y ejercer exclusivamente en la Mancebía y sólo podían acudir a ella hombres solteros. Estaba prohibido establecer tabernas y jugar juegos de azar dentro de la putería. Las pupilas no podían trabajar los días de fiestas de guardar. El "padre" podía contratar a un hombre armado que vigilase la puerta.
En cuanto a las prostitutas, antes de ser admitidas por la Mancebía debían comparecer ante una comisión comunal; podían ser aceptadas una vez comprobado el cumplimiento de toda la requisitoria. Las condiciones eran: que no fuesen naturales de Sevilla ni tuviesen familia en la ciudad; que no estuviesen casadas ni fuesen negras o mulatas. Una vez incorporadas a las puterías tenían que observar una conducta rigurosa: no ejercer su oficio fuera de la Mancebía; acudir a misa en pos de la salvación de sus almas y llevar, siempre que saliesen por las calles, mantillas amarillas sobre las sayas.
Claro que en los dominios de los hombres blancos las normas parecían estar hechas para ser transgredidas; en el Nuevo Mundo no existía la prostitución ritual; de hecho, los sacerdotes tenían prohibido cohabitar con las rameras y, en rigor, con cualquier otra mujer. Sin embargo, era sabido que, durante las supervisiones, los religiosos no sólo constataban el orden del interior del local; tan escrupulosos eran con su trabajo que, por lo general, también verificaban el interior de las propias pupilas. Y aunque las ordenanzas establecían claramente que las mujeres no podían ejercer fuera de la Mancebía, en casos excepcionales, sobre todo cuando se quería evitar que algún alto dignatario fuese visto entrando al lupanar, las pupilas podían molestarse hacia algún sitio neutral. Y así habían hecho en el caso de la pequeña comitiva extranjera.
Quetza y sus hombres comprobaron con entusiasmo que las doncellas eran verdaderamente hermosas. Ignoraban, sin embargo, cuan exóticas resultaban esas mujeres de piel amarilla y ojos rasgados. No había sido tarea fácil para el cacique blanco conseguir aquellas bellezas orientales; sin dudas, era una muestra del empeño que ponían los nativos para congraciarse con los visitantes.
El primero en elegir mujer, como correspondía al orden jerárquico, fue Quetza. Y no sabía cuánto se equivocaba al extender su índice seguro. Eligió a la muchacha cuya figura había cautivado la mirada de todos los hombres: era la más alta y espigada, tenía unos ojos almendrados y misteriosos. Ignoraba el joven capitán el error que estaba cometiendo al escoger a esa mujer de apariencia aniñada pese a su estatura. No sabía lo que hacía cuando, encandilado por ese pelo tan negro como la obsidiana y esa sonrisa luminosa, la separó del grupo. Ignoraba que a partir de ese momento nunca más iba a olvidar a esa mujer.
Supo Quetza que Carmen era el nombre con que habían re bautizado en la Mancebía a esa mujer que tenía la piel del color del azafrán. Pero su verdadero nombre era Keiko. Por alguna extraña razón, aquellos hombres blancos no toleraban los nombres ajenos a su lengua y se veían en la obligación de encontrar un equivalente que les resultara familiar. Incluso, Quetza notaba no sin cierta gracia que a él lo llamaban César y a su segundo, Maoni, Manuel. Los nativos encontraban que Carmen se adecuaba a Keiko, nombre que en su tierra, Cipango, significaba "respeto". Y eso fue, exactamente, lo que cautivó al joven jefe de los mexicas. Keiko no parecía proceder como una prostituta, sino como un ángel dispuesto a concederle todo lo que él le pidiera. La niña de Cipango y el joven jefe mexica hablaban con dificultades el idioma de Castilla. Pero se comprendían como si se conocieran desde siempre. Ni siquiera hizo falta que Quetza le rogara que no revelara su secreto. Keiko, según le había adelantado el padre de la Mancebía, esperaba encontrarse con un grupo de asiáticos. Pero no bien los vio, supo que no eran de Cipango ni de Catay ni de las Indias Mayores o las Menores. Keiko advirtió que ni su lengua ni su escritura pertenecían a ninguno de los mundos conocidos. Ell^ venía del confín oriental del mundo y en su tortuoso viaje hacia el mar Mediterráneo había conocido innumerables reinos. Por otra parte, su trabajo en una ciudad portuaria como Huelva la obligaba a conocer toda clase de gente y de cuantas nacionalidades existían. Ignoraba por qué razón mentía Quetza, pero jamás le pidió explicaciones. La única certeza que tenían ambos era que, desde el momento en que se conocieron, nunca más iban a poder separarse. Mientras el resto de la tripulación saciaba su largo apetito carnal luego de tanto tiempo sin ver mujer alguna, Quetza y Keiko se contemplaban en silencio como si así se aferraran a una patria que les era común: la añoranza.
Sin embargo, ni por un solo día Quetza olvidó a Ixaya. Al contrario: cuanto más se enamoraba de Keiko, pensaba en la felicidad que significaría para todos vivir bajo un mismo techo. Imaginaba su futura casa de Tenochtitlan y la idea del regreso empezaba a acicatearlo con insistencia. Pero aún tenía un largo camino por delante.
Quetza estaba convencido de que Aztlan estaba muy cerca de la isla de Cipango. Además de la belleza de Keiko, de su dulzura y su dócil naturaleza, Quetza veía en ella la materialización de sus propias convicciones. Se había enamorado no sólo de aquella mujer, sino de sus certezas sobre el mundo. Keiko completaba el mapa del universo que imaginaba hacia el Levante y se había convertido en su nueva carta de navegación. Conforme se iban conociendo, cada vez podían comunicarse con mayor fluidez. Así, ella le relataba la historia de su tierra y, a través de sus narraciones, Quetza podía entender el mundo de los hombres blancos, el de los moros y el de los asiáticos. Comprendió que Europa, el Oriente Medio y el Oriente Lejano vivían en una relación tan permanente como conflictiva. Los dominios de los mexicas y sus vecinos del Norte y del Sur eran la pieza que faltaba para completar el mapa del mundo. Sería mejor, se decía Quetza, que su pueblo no entrara en contacto con los hombres blancos; pero sabía que eso era imposible: más tarde o más temprano los españoles o los portugueses, hambrientos de oro, plata, especias y tierras donde expandir sus fronteras, habrían de alcanzar la orilla opuesta del mar. Estaba convencido de que los mexicas debían adelantárseles.
Keiko era la única persona en la que podía confiar en las nuevas tierras. Siete pedidos hizo Quetza al cacique de los hombres blancos: un barco, cuatro caballos buenos -dos machos y dos hembras-, la rueda de un carruaje y unas cuantas semillas de plantas de frutos, flores y hortalizas que le habían resultado exóticas. Y por último, rogó que le dejasen llevarse a Keiko con él. Era un precio bajo para establecer el comienzo de unas relaciones comerciales duraderas y fructíferas. El cacique estuvo de acuerdo; sólo le pidió una cosa a cambio: que le diese el mapa de la ruta que había seguido para llegar desde Catay sorteando el bloqueo musulmán.
Era la única condición. Sólo que Quetza no tenía forma de cumplirla.
Las cartas de navegación que había trazado Quetza durante el viaje eran el secreto que mejor debía guardar; tanto lo sabía que, de hecho, había pensado en destruirlas. Pero era aquel el tesoro más valioso de su epope*ya. En sus mapas aparecía con toda precisión la ruta que unía su patria, desconocida todavía por los nativos blancos, con el Nuevo Mundo. Si alguien descubría esas cartas significaría, tal como estaba en ese momento la relación de fuerzas, el fin de Tenochtitlan y los demás pueblos del valle. Sea como fuere, el pedido del cacique blanco era irrealizable: Quetza y Maoni habían esbozado los mapas de su tierra, las islas del golfo, parte de la península del Nuevo Mundo y la ruta que unía cada uno de los puntos que tocaron. Esas cartas incluían distancias, corrientes marinas, vientos y accidentes costeros, y señalaban con exactitud cuántas jornadas de navegación separaban cada jalón. Pero Quetza ignoraba cómo era la parte oriental del mundo. De manera que mal podía trazar una ruta sobre una cartografía para él desconocida. Aunque tuviera noticias de las Indias, Catay, Cipango y las Islas Molucas, no tenía modo de imaginar la forma de esos territorios, los cursos de los ríos, los océanos ni los mares interiores. Pero, además, ignoraba cuáles eran los puntos donde los moros habían impuesto los bloqueos.
Abatido, Quetza le dijo a Keiko que ya no había esperanzas para que pudiese llevarla con él: no tenía manera de cumplir la condición que había impuesto el cacique blanco. La niña de Cipango sonrió como siempre lo hacía y pidió que le consiguiese papel y tintas.
Esa misma noche, Keiko, doblada sobre sí misma, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, emprendió la obra pictórica más hermosa que jamás hubiese visto Quetza. Sosteniendo tres pinceles de distinto grosor entre los dedos, dibujó sin otro modelo que el de su memoria, el mapa de las tierras que había recorrido y los mares que había navegado cuando, después de que la arrancaran de su casa, la llevaron desde Cipango hasta la península ibérica. Su curiosidad ilimitada y su habilidad para la pintura y la caligrafía, le permitieron conocer las cartas de los marinos que conducían las embarcaciones en las que recorrió la mitad del mundo. Sus manos iban y venían por el papel con la gracia de dos bailarinas, trazando bahías, penínsulas e islas que, como perlas, iban formando collares. Ríos, mares interiores, lagos, desiertos y cadenas de montañas aparecían mágicamente sobre la superficie del papel. Y mientras Quetza la contemplaba, iluminada por la tenue luz de un candil, separando las aguas de las aguas, más y más se enamoraba. Viéndola crear aquel mundo con la misma espontánea naturalidad con que lo hiciera una deidad, Quetza le rendía un silencioso culto. Así, conforme Keiko pintaba, igual que en los relatos sobre la creación, iban apareciendo tierras de nombres desconocidos y maravillosos: Gog y Magog, Cauli, Mangi, Tibet, Maabar, Melibar, Reobar, Soncara, Sulistan; nombres que Keiko iba pronunciando con sus labios sonrientes y su voz delicada como un susurro. Y entre las tierras se abrían los mares interiores: Mar de Ghelan y Mar Mayor. Y al Sur de las tierras se veían los mares abiertos y los océanos: Mar de Cin, Con Son, Mar de India y otros nombres tan extraños que Quetza ni siquiera podía memorizar. Viendo cómo Keiko trazaba aquellas cartas sorprendentes, terminaba de dar forma al universo que él siempre había imaginado; pero, sobre todo, tenía la certeza de que aquella muchacha había aparecido en su vida para completar la mitad desolada de su alma.
Quetza asistía a la creación total de la esfera terrestre. Uniendo los mapas que él había trazado con los que tenían los hombres blancos y, añadiendo los que Keiko acababa de hacer con sus manos prodigiosas, era él, Quetza, el primer y único hombre que tenía frente a sus ojos la representación completa de la Tierra. No había oro, ni plata ni especias que pudiesen pagar esas cartas. Quien tuviese esos mapas y un ejército poderoso podría adueñarse del mundo.
Una vez que Keiko concluyó su prodigiosa tarea, trazó la ruta que unía el extremo de Oriente, Cipango, con el de Occidente, Sevilla: la línea surcaba las aguas formando una suerte de gargantilla cuyas cuentas eran Jingiang, Tolomán, Pen-tán, Cail, Semenat, Aden, Babilonia, Alejandría y, una vez en el mar Egeo, a las puertas del Mediterráneo, el camino a la península ibérica quedaba por fin allanado.
Era aquélla la ruta que seguían los piratas y muchos mercaderes, un camino conocido pero que sólo podían transitar quienes tenían trato con los guerreros de Mahoma y muchas de las temibles hordas que asolaban a los viajeros en el Oriente Medio y el Lejano. Quetza no podía presentar aquel derrotero como si fuese inédito. Entonces llevó el trazado del pe-riplo mucho más al Sur, muy cerca de los confines del mundo. De hecho, marcó en el mapa este falso límite con dibujos de abismos, remolinos y monstruosidades. No hizo más que llevar al papel los miedos más arcaicos de los nativos, quienes suponían que el mundo era una llanura que finalizaba abruptamente. Pero además, tomó otra precaución: no sólo eliminó del mapa sus verdaderas tierras, sino que, en el océano Atlántico, dibujó una cadena de tempestades perpetuas, precipicios de agua, dragones marinos y barreras de fuego. De este modo se aseguraba que ningún marino se atrevería a navegar tan cerca del borde donde las aguas se despeñaban hacia los abismos, de manera que él mismo sería el osado capitán que comandaría las escuadras que transitarían esta ruta; así, su persona se hacía imprescindible. Por otra parte, los escollos que presentaba su carta hacia el Poniente, desalentarían al más valiente de los almirantes a aventurarse en aquel océano plagado de peligros y, en consecuencia, quedaría cerrado, al menos por el momento, el camino hacia Te-nochtitlan.
Al cacique blanco le temblaban las manos de emoción cuando sostuvo el mapa que indicaba la ruta hacia las Indias y, más allá, hasta la mismísima Cipango. Sin embargo, su expresión se llenó de inquietud al ver los riesgos que presentaba ese camino. Pero allí, frente a él, estaba el valeroso capitán que no sólo consiguió superar todos aquellos obstáculos, sino que estaba dispuesto a repetir la hazaña para volver a unir Oriente con Occidente. Tal era la euforia que embargaba al cacique, que le prometió al joven visitante llevarlo a que se entrevistase en audiencia privada con el mismísimo rey. Ciertamente, no era aquél un exceso de gentileza: quería asegurarse, ante todo, de que el marino extranjero no vendiera su secreto a los portugueses.
Quetza había logrado uno de sus cometidos más trascendentales: internarse en el corazón mismo del enemigo.
En el camino hacia la capital del reino, Quetza pudo conocer numerosas provincias. De inmediato comprendió que aquello que el cacique blanco llamaba España, era, en realidad, una suma de naciones diversas, singulares, en las que, incluso, se hablaban distintos idiomas. En un territorio mucho más pequeño que el que comprendía el Imperio Mexi-ca, cuyos pueblos mayoritariamente hablaban el náhuatl, se escuchaban más lenguas que las que él pudo conocer en toda su vida. Quizás el factor que sirvió como aglutinante fue la guerra contra las huestes de Mahoma, la larga lucha contra los moros quienes, durante tantos siglos, permanecieron en la península. La expulsión de los musulmanes, el enemigo común, había plasmado un orgullo de nación que, de otro modo, jamás se hubiese consolidado. De hecho, hasta entonces la historia de esos pueblos estaba signada por la lucha constante. En sus apuntes Quetza escribió la primera estrategia para posesionarse de esos territorios: "Tochtlan, llamada por los nativos España, constituye una unión artificial de distintos reinos que poco tienen en común; al contrario, estos pueblos guardan una rivalidad contenida, latente como la vida dentro de una semilla, tendiente a desatarse. La primera medida que habrá de tomarse al arribar con nuestros ejércitos, será intentar exacerbar los viejos enconos para romper esta frágil unidad". Y las observaciones de Quet-za no sólo valían para los españoles: los moros que ahora bloqueaban el tránsito comercial hacia el Oriente, fuente de los más grandes tesoros, cometieron el mismo error que aquellos a quienes habían sojuzgado: fragmentados en luchas intestinas entre caudillos de tribus rivales, pagaron el error con la derrota.
Quetza también advirtió otro hecho crucial para cuando llegara la hora de desembarcar con sus tropas: según sostenían los nativos, la lucha contra el moro no era sólo de índole territorial, política y económica, sino, ante todo, se trataba de una guerra entre sus dioses. Si el Dios más importante de los españoles era el Cristo Rey de la guerra, aquel a quien ofrecían sacrificios, el de los moros era uno al que llamaban Mahoma. Igual que Quetzalcóatl, Mahoma fue, antes que un Dios, un hombre, un profeta. Como el sacerdote Tenoch, aquel que condujo a su pueblo hacia el lago sobre el cual fundó Tenochtitlan, Mahoma supo hacer de su ciudad de nacimiento, La Meca, el centro desde donde irradiaba su poder. También comprendió Quetza que en el extraño panteón de aquellas religiones, Mahoma era la advocación de un Dios mayor llamado Alá. Cristo Rey era el Hijo del Gran Dios Padre, cuyo nombre, en los antiguos libros sagrados de los judíos, era Jehová. Pero lo que más sorprendía a Quetza era el hecho de que unos y otros reconocían en Alá, Dios Padre y Jehová al mismo y único Dios. Por otra parte, los musulmanes aceptaban al Cristo Rey como un profeta y a Abraham, el gran patriarca del antiguo pueblo de Israel, de donde provenía Cristo, como su propio padre fundador. De hecho, el templo de la ciudad de La Meca, cuna de Mahoma, había sido erigido por Abraham. Entonces, se preguntaba Quetza, cuál aa el motivo último de aquella guerra interminable. Acaso, se respondía el joven jefe mexica, el nombre de los dioses fuese la excusa para disputarse territorios, riquezas y voluntades.
En efecto, Quetza notaba no sin asombro que aquellas tres religiones eran tan semejantes que hasta compartían dioses y libros sagrados. La España a la que había llegado Quetza era la del orgullo católico hecho de triunfo y prepotencia, la de quienes habían expulsado a los moros y perseguían ahora a los judíos. Si aquellos nativos no se mostraban dispuestos a aceptar de buen grado religiones tan semejantes, si luego de tantos siglos de ocupación musulmana, rechazaban a Mahoma en nombre de Cristo Rey, si aun teniendo por sagrados sus libros, los judíos eran perseguidos, expulsados y asesinados, cómo habrían de aceptar la religión de Quetzal-cóatl el día que desembarcaran las tropas mexicas. Quetza no ignoraba que era imposible dominar a un pueblo si no se le imponían, por la fuerza de la fe, los dioses de los vencedores.
El joven jefe de los mexicas podía encontrar puntos i' a comunión entre Abraham, Cristo, Mahoma y Tenoch. Igual que los tres primeros, Tenoch era un hombre que había sabido hablar a sus semejantes, uno a uno, hasta convencer a todo un pueblo de marchar a lo desconocido para encontrar su propio destino; lo mismo que aquéllos, Tenoch pudo guiar a los suyos hasta encontrar un sitio en este mundo o, acaso, en otro; un mortal que, sabiendo entender los mensajes de los dioses, había podido encontrar cada signo para erigir la ciudad de Dios en la tierra prometida. Tal vez, pensó Quetza, si los sacerdotes mexicas llegados con las tropas conseguían convencer a los nativos de que sacrificar hombres a Huitzilopotchtli resultaría más provechoso que ofrendarlos inútilmente al Cristo Rey, Dios en cuyo nombre se lanzaban a la guerra y a quien entregaban vidas humanas para que se consumieran en la hoguera, la conquista del Nuevo Mundo se vería facilitada. Pero cada vez que lo asaltaban estos pensamientos, Quetza se asustaba de sí mismo: él era un sobreviviente del hambre voraz de Huitzilopotchtli; todavía tenía el cuerpo marcado por las pezuñas del Dios de la Guerra y los Sacrificios. Entonces rememoraba la voz de su padre, quien le había enseñado a enaltecer la vida y menospreciar la muerte. Recordaba los preceptos de Tepec, aquel que lo liberó del verdugo poco antes de que el filo de la obsidiana le atravesara el pecho cuando era apenas un niño. Si alguien en este mundo no tenía derecho a pronunciarse en favor de los sacrificios, ése era Quetza. Se dijo entonces que si algún sentido tenía la conquista del Nuevo Mundo, debía ser el de sembrar la semilla olvidada de los viejos principios de sus antepasados, los Hombres Sabios, los toltecas. Nunca estuvo en el espíritu de Quetza tener gloria ni poder; pero si el poder que le otorgaba el hecho de haber descubierto las nuevas tierras servía para desterrar los sacrificios, se hicieran en el nombre del Dios que fuese, quizá sí valiera la pena ejercer esa potestad. Pero los españoles, cuyos tlatoanis eran llamados los Reyes Católicos, no sólo no parecían dispuestos a aceptar mansamente nuevos dioses sino, por el contrario, se diría que estaban resueltos a imponer los suyos más allá de sus fronteras. Al capitán mexica volvió a ensombrecerlo la idea que sobrevolaba con el lento acoso de un pájaro agorero: más tarde o más temprano esos salvajes iban a alcanzar Tenochtitlan si los suyos no atacaban antes.
En su viaje a Ciudad Real, Quetza y sus huestes, a las cuales se había sumado Keiko, eran conducidos por una comitiva diplomática que el cacique blanco había puesto a su disposición. Los mexicas, acostumbrados a recorrer enormes distancias a pie, a subir y bajar montañas, a cargar armas y pertrechos sin más auxilio que el de sus propios cuerpos, se veían encantados mientras viajaban cómodamente sentados, protegidos del viento y la lluvia dentro del carruaje. Las distancias se hacían más breves y las agotadoras jornadas de marcha se convertían en un amable paseo. Quetza podía imaginar la nueva ciudad de Tenochtitlan surcada por caminos construidos para la circulación de carros y caballos. Mecido por el grato vaivén del carruaje y el sonido acompasado de los cascos de los caballos, se ensoñaba pensando cómo habría de ser el Imperio Mexica luego de la conquista del Nuevo Mundo: unida a las distintas ciudades tributarias por rutas terrestres y marítimas, Tenochtitlan sería la colosal capital de todos los dominios a uno y otro lado del océano. Y mientras miraba el paisaje de la campiña por los ventanucos del carruaje, imaginaba esos mismos campos adornados con pirámides erigidas en honor a Quetzalcóatl. Huelva, la primera ciudad a la que arribó y a la que habría de bautizar como Tochtlan, sería la cabecera del puente náutico que uniría ambos mundos. El puerto debería ser ampliado y remozado para recibir a los numerosos contingentes llegados de la capital. Quetza también había notado que los mercados de España eran demasiado pequeños en comparación con el de Tenochtitlan y no podrían contener la avalancha de mercancías que provocaría la anexión del nuevo continente. De modo que, se dijo, sería necesario construir un mercado acorde con las nuevas dimensiones del mundo: debía ser más grande que cualquier otro, dado que, bajo el nuevo orden, allí habrían de converger mercaderías provenientes de todos los puntos de la Tierra, cuya superficie se vería multiplicada. Para que el extenso Imperio Mexi-ca fuese realmente grande, poderoso y duradero debía, ante todo, ser magnánimo con los nuevos subditos: el puerto no podía ser concebido como un mero punto de evacuación de las riquezas en un solo sentido, sino como el factor de intercambio entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Por eso era necesaria la construcción de un mercado. Por otra parte, el descubrimiento de las nuevas tierras implicaba una mirada inédita sobre la propia estructura del Imperio: Tenochtitlan y Tlatelolco, protegidas por el lago y las montañas, seguirían siendo el infranqueable centro político. Pero resultaba imperiosa la construcción inmediata de otra ciudad sobre la costa, un centro portuario y militar fortificado que permitiese una ágil salida hacia el Nuevo Mundo y que, a la vez, estuviese protegida de eventuales ataques en el marco de la guerra que se avecinaba.
Y así, entre ensoñaciones y planes de conquista, iba Quetza recorriendo los caminos del mundo que acababa de descubrir.
Quetza y su comitiva llegaron a Sevilla poco después del mediodía. Lo primero que llamó la atención del joven jefe mexica fueron las enormes murallas que defendían la ciudad. A diferencia de las grandes ciudades del valle, como Tenoch-titlan, Tlatelolco y la antiquísima Teotihuacan, que eran abiertas, surcadas por grandes calzadas, enormes plazas verdes, jardines y anchos canales, las ciudades de las nuevas tierras eran bastiones cerrados por fortificaciones, murallas y fosos. Quetza dedujo que esos muros no habían sido hechos de una sola vez, ya que no era una construcción uniforme, sino una suerte de sumatoria de diferentes épocas y estilos. Había tramos muy viejos, hechos con troncos afilados en las puntas, unidos entre sí por barro. Otras partes eran más altas, sólidas y estaban reforzadas por torreones que servían como puntos de vigilancia. Y los segmentos que parecían más recientes guardaban el estilo propio de los moros que tanto había visto Quetza en Huelva. Estas últimas murallas eraj mucho más gruesas, macizas y elevadas que las demás. La ciudad quedaba protegida entre los muros y un río serpenteante y caudaloso; para entrar o salir había que hacerlo a través de postigos y portones que sólo se abrían en horarios precisos. Más adelante, Quetza escribiría: "Las ciudades del Nuevo Mundo están rodeadas de murallas para evitar ser tomadas por asalto. Es éste un verdadero problema para cualquier ejército. Sin embargo, nuestras tropas supieron imponerse a obstáculos mucho mayores como montañas, volcanes y lagos helados. Pero lo que deberá comprender el tlatoani cuando lidere esta campaña es que un pueblo no se conquista sólo derribando muros y tomando ciudades. No es fácil trasponer murallas, pero más difícil es penetrar en los corazones de quienes viven tras ellas. Y en este punto debe radicar el plan de conquista. Arduo es asaltar una ciudad, pero mucho más lo es aún ganar la voluntad de sus pobladores. Y esto es lo que no han podido hacer los moros en tantos siglos de ocupación. Estas tierras están arrasadas por las guerras constantes, las divisiones, las matanzas, las persecuciones y los sacrificios. Nuestros ejércitos deberían traer la paz y no más lucha y destrucción. Será en el pacífico nombre de Quetzalcóatl como se conquiste el corazón de estos salvajes y no en el del Huitzilopotchtli, Señor de la Guerra y el Sacrificio, que ya mucho tienen de esto último".
No bien traspusieron la fortificación, Quetza pudo confirmar su certeza. El primer calpulli al que entraron era uno llamado Santa Cruz. Era un barrio que mostraba vestigios de su antiguo esplendor; sin embargo, en esa sazón no era sino una pálida sombra de lo que, según se percibía, había llegado a ser. Las calles estaban desiertas y las casas, deshabitadas, habían sido evidentemente saqueadas. Una brisa fantasmal era lo único que la animaba, agitando las puertas y los postigos que ya nada tenían que proteger. Palacetes o humildes casas familiares estaban ahora igualados en un sórdido abandono. Solares que hasta hacía poco eran jardines floridos, habían quedado reducidos a tristes baldíos. Quetza pudo saber que ese calpulli hecho de calles estrechas y tortuosas, otrora próspero y esplendoroso, era el barrio que ocupaban antes los fieles de Jehová, los llamados judíos. Pero cuando los tlatoanis Católicos decidieron la expulsión de quienes habían desconocido al Cristo Rey, se produjo una sangrienta persecución en su contra. Así, los judíos que no marcharon al destierro fueron ofrendados al Dios de los Sacrificios. Esta ceremonia en la que se quemaban vivas a las víctimas, llamada Inquisición, y que los mexicas pudieron conocer no bien pisaron tierra, se cobró la vida de más de seis mil hombres y mujeres sólo en Sevilla, y otras veinte mil personas sufrieron distintas vejaciones, tormentos y cárcel. Pero además, todos sus bienes fueron saqueados por los sacerdotes para acrecentar las arcas de los templos del Cristo Rey. Las calles desiertas y las casas vacías que recorrían Quetza y su comitiva eran el mudo testimonio de la masacre reciente.
En contraste con este calpulli, el que circundaba al palacio se veía majestuoso. Sin embargo, toda la estructura de la ciudad tenía para Quetza una escala reducida en comparación con las calles y las construcciones de Tenochtitlan. Dominaba el paisaje una torre alta que presentaba doce aristas y se distinguía de '. is demás torreones de la muralla, no sólo por su estatura, sino por su resplandor dorado. Era la llamada Torre de Oro, aunque de inmediato percibió Quetza que aquel nombre no obedecía al material sino a la apariencia, ya que, en rigor, estaba revestida con unas cerámicas que imitaban al oro. Las construcciones mexicas, en cambio, brillaban con auténtico oro. Si aquellos nativos supieran de la generosidad aurífera de sus montañas, se dijo Quetza, no dudarían en lanzarse a nado al océano.
De pronto, frente sus ojos, Quetza pudo ver una construcción tan enorme en su proporción, como compleja en su edificación. Era el equivalente al Santuario Mayor de Tenochtitlan, la obra más grande de España toda, erigida en honor al Cristo Rey. Jamás había visto Quetza semejante profusión de ídolos decorando las paredes externas. Una cantidad de cúpulas angostas como agujas se elevaban hacia el cielo como si quisieran rasgar las nubes. Supo Quetza que aquel templo se había levantado sobre las ruinas del santuario de los musulmanes. Hasta tal punto llegaba el orgullo de los llamados cristianos que llegaron a derribar templos para construir los suyos encima de los despojos. Y todo para adorar al mismo Dios. Como muestra de aquella jactancia irracional, uno de los diplomáticos que conducía a la delegación mexica reprodujo a Quetza la frase que pronunció uno de los sacerdotes antes de decretar la construcción de la iglesia: "Hagamos un templo tal e tan grande, que los que le vieren acabado, nos tengan por locos". Y ésa fue, exactamente, la impresión que tuvo Quetza, aunque no por las dimensiones del templo, que de hecho era mucho menor que el de Huey Teocalli, sino por el afán de destrucción que dominaba el espíritu de aquellos salvajes. Quetza se preguntaba qué no serían capaces de hacer esos nativos si entraran en Tenochtitlan; la respuesta se imponía ante la evidencia: no dejarían piedra sobre piedra.
Por fin llegaron al palacio del tlatoani. Pese a la reconquista, la casa real todavía conservaba su nombre musulmán: Al-Casar. La delegación mexica estaba maravillada: los jardines, cuyos arbustos formaban figuras geométricas, les recordaban a las cuidadas chinampas de las casas de la nobleza de Tenochtitlan. Los espacios amplios y abiertos, el perfume de las flores y la profusión de agua que brotaba de las fuentes, todo los hacía sentir como en su tierra. Tan gratamente impresionado quedó Quetza con aquel paisaje que rebautizó a Sevilla con el nombre de Xochitlan, "el lugar de los jardines".
Quetza y Keíko fueron recibidos por el cacique de Sevilla como si se tratara de un embajador y su esposa. Y, ciertamente, viéndolos caminar juntos, parecían verdaderos príncipes del Oriente. Keiko, quien de acuerdo con las tradiciones de su tierra iba siempre un paso detrás de él, se preguntaba de qué lugar del mundo provendría ese príncipe de piel oscura y decir sereno, de dónde había venido ese joven capitán que se imponía por sus convicciones y su modo de expresarlas y que jamás levantaba la voz a sus hombres. No lo sabía, ni iba a preguntárselo. Pero estaba dispuesta a acompañarlo adonde fuese, sin importarle cuan lejos quedara su reino, ni cuan peligrosa pudiese resultar la travesía. Mientras lo seguía a través de las distintas estancias del Alcázar, la niña de Cipango pensaba que nunca se podría separar de ese príncipe dulce, sabio y extraño. Por otra parte, Keiko se preguntaba qué había sucedido en su vida; hasta hacía poco tiempo era una simple y despreciada pupila de Mancebía, y ahora, de pronto, todo el mundo se inclinaba a su paso, era recibida por los representantes del rey de Castilla y ante sus pies se extendían alfombras rojas aquí y allá. Lo cierto era que desde ese lejano día en que, siendo una niña, fue robada de su casa, vendida y luego embarcada hacia Occidente, nadie la había tratado con tanta bondad y ternura. Nadie, desde entonces, había vuelto a valorar sus talentos para la caligrafía, el dibujo y la pintura, virtudes que, en su tierra, estaban entre las más preciadas, lo mismo que en Tenochtitlan.
Tampoco Quetza conocía las circunstancias que habían traído a Keiko desde el Oriente Lejano. Pero podía adivinar en los ojos de la niña una tristeza oceánica, tan extensa como la distancia que la separaba de su Cipango natal. Eran dos almas unidas por el azar y el desconsuelo y, sin embargo, los únicos que conocían la forma completa de ese mundo que los había desterrado. Y tal vez ésa fuese la clave de su descubrimiento. Quizá, se decía Quetza, para conocer el mundo tal cual era, había sido necesario estar fuera de él, tan lejos como sólo puede estarlo un exiliado.
Y así, entre incrédulos y maravillados, Quetza y Keiko llegaron ante el representante del rey de Castilla, el gran cacique de Sevilla. Se hubiera dicho que en Huelva los habían recibido con los máximos honores; sin embargo, considerando el trato que ahora les dispensaban en el Alcázar, todo lo anterior parecía poco. Quetza no ignoraba que cuanto más grandes eran los honores, tanto mayor era el rédito esperado. Y no se equivocaba. Así como Huelva dependía de Sevilla, Sevilla estaba bajo la autoridad de la Corona castellana. Tanto el pequeño cacique de Huelva como el gran cacique de Sevilla, ambos esperaban sacar el mayor provecho del visitante. Las nuevas rutas comerciales que, suponían, iban a inaugurar con el ilustre extranjero, debían tenerlos como principales convidados: tendrían que ser sus puertos y ciudades, y no otros, los puntos de acceso al Reino de Castilla. No podían dejar que las enormes ganancias aduaneras derivadas del comercio con Oriente quedaran en otros pueblos vecinos. Ciertamente, existían demasiadas ciudades a lo largo de la costa mediterránea y en el extremo opuesto del reino, sobre el mar Cantábrico, que estarían encantadas de convertirse en la cabecera del nuevo puente con Catay. Pero si el cacique de Sevilla quería quedarse con esa prerrogativa debía ganarse no sólo el favor de su tlatoani, sino, antes, el del ilustre embajador oriental. Y para eso debía el cacique ofrecer a Quetza mejores condiciones, ventajas y privilegios que los demás reinos; no sólo había que tentar a los gobernantes de Catay, sino, primero, a su digno representante. Quetza descubrió entonces que el corazón de esos nativos estaba corrompido y sus ojos enceguecidos por la ambición ilimitada de oro, especias y todos los tesoros que guardaba el Oriente. No tuvo dudas de que las invocaciones del cacique al Cristo Rey y a todos sus dioses, no eran más que un subterfugio para ocultar sus verdaderos propósitos: saltar el cerco musulmán para acceder a las riquezas que existían hacia el Poniente. Tan ciegos estaban, que ni siquiera habían sospechado que él no sólo no era un dignatario de Catay, sino que jamás había pisado las tierras orientales. Más adelante apuntaría Quetza: "Tanta es la codicia de estos salvajes, que se encandilan ante la sola idea del oro, se embriagan con la promesa del aroma de las especias y enloquecen con la tersa ilusión de la seda. Sus almas están putrefactas y no dudarían en traicionar a sus reyes y a sus dioses por unas pocas piezas de oro. El pequeño cacique de Tochtlan me ha propuesto negocios para timar al gran cacique de Xochitlan y el gran cacique me ha murmurado al oído negocios que no podría confesar a su tlato-ani. Y he sabido que en estas tierras guerrean los padres contra los hijos, conspiran las reinas contra los reyes y asesinan los monarcas a sus propias esposas. Tan enfermos de codicia están".
Y a medida que el gran cacique de Xochitlan se deshacía en lisonjas, honores y favores, Quetza podía hacerse una perfecta composición de cómo se manejaban los asuntos políticos en esa orilla del mar. Cierto era, pensaba, que la urdimbre con que se tejía la política no era en sus tierras menos espuria que allí: la guerra y los sacrificios eran la fuente y a la vez el propósito último de todos los actos de gobierno. No menos cierto era, también, que en Tenochtidan y sus dominios los reyes, la nobleza y los sacerdotes gozaban de tantos y tan injustos privilegios como en las nuevas tierras: Quetza lo sabía mejor que la mayoría de sus compatriotas, ya que pertenecía al selecto grupo de los pipiltin. Pero eso no le impedía tener una mirada imparcial sobre ambos mundos. Era consciente de que los asuntos de la política eran tan oscuros aquí como allá. Pero cuanto más hablaba con los caciques y la nobleza de las tierras por él descubiertas, mayor era su asombro: nunca había visto tanta intriga y contubernio, tanta falta de escrúpulos y corrupción; jamás pensó que el ser humano fuera capaz de semejante grado de sutileza para el mal, tanto ingenio para el robo y tanta exquisitez para la rapacidad. Pero eso tenía que servir a las tropas mexicas en sus planes de conquista. Luego de su encuentro con el gran cacique, Quetza escribió: "La corrupción de estos gobernantes ha de ser nuestra aliada a la hora de entrar con nuestros ejércitos. Poco les importa el bien de sus pueblos o el honor de sus nombres; hay aquí una palabra que impera sobre cualquier otra: oro. Muchas batallas nos ahorraríamos si pudiésemos comprar la voluntad de estos caciques por un precio superior al que paga su rey".
Luego de su visita a Sevilla y aprovechando la interesada hospitalidad de sus anfitriones, Quetza pidió que le hicieran conocer los dominios de la corona. Su propósito era el de trazar un mapa completo de las nuevas tierras, establecer los puntos estratégicos, mensurar el poderío militar, estudiar potenciales alianzas y conocer el carácter de los nativos comunes, futuros subditos del Imperio Mexica. Encarnando su papel de marino venido de Catay visitó Córdoba, Jaén y Murcia. Llegó al Norte de la Corona de Castilla y tuvo audiencias con los caciques de Galicia, Compostela, Oviedo, Viscay y Pamplona. Hacia el Poniente, anduvo por Cartagena, pasó al Reino de Aragón y conoció Valencia y Cataluña. Antes de llegar a Ciudad Real estuvo en Toledo. Acompañado por Keiko y su comitiva recorrió cada rincón de la Corona de Aragón y Castilla. Por entonces, Granada era una tierra en disputa; último bastión de los musulmanes, el rey Abu Abd Allah, o Boabdil, resistía la embestida de los Reyes Católicos. Quetza se preguntaba si los mahometanos podrían ser buenos aliados para los mexicas a la hora de invadir el Nuevo Mundo. Mucho discutieron este punto Quetza y Maoni. Al jefe mexica le importaba particularmente el punto de vista de su segundo, ya que él era un subdito de la Huasteca, un extranjero en relación con Tenochtitlan. Maoni sostenía que sería una alianza condenada al fracaso, ya que habían sido derrotados, expulsados u obligados a convertirse al cristianismo en la mayor parte de la península. Quetza le hacía ver que tal vez llegaran a sumar un número importante a la hora de rebelarse contra la Corona, que muchos de los conversos se volverían contra los tlatoanis católicos llegada la hora oportuna. Maoni le recordaba a su jefe que, por más enemigos que fuesen, cristianos y musulmanes tenían una historia común, cuyos dioses y profetas eran, en muchos casos, los mismos. Entonces Quetza respondía que, siendo cierto lo que decía su segundo, el orgullo herido de las huestes de Mahoma, al verse recientemente derrotadas, hacía que se mantuviese viva la sed de venganza. Y era ése un elemento que podía volcarse a favor de los mexicas. Entonces Maoni señalaba que la fe de los mahometanos les impedía admitir nuevas deidades como Quetzalcóatl, Tláloc o, en las antípodas, Huitzilopotchtli. Pero Quetza sostenía que los árabes tenían una visión del universo que no se diferenciaba demasiado de la de los mexicas; de hecho, el calendario de los moros era mucho más semejante al que él había concebido que al de los cristianos. En fin, concluían, eso se vería a la hora de medir armas con las huestes del Cristo Rey.
Quetza no olvidaba cuál era el íntimo propósito que lo guiaba en su derrotero; ya había probado que existían tierras al otro lado del mar. Por otra parte, estaba en condiciones de demostrar a los incrédulos que, si continuaba su travesía hacia el Levante, podía llegar al punto de partida. Es decir, estaba muy cerca de poner frente a los ojos de todos el hecho incontestable de que la Tierra era una esfera. Gracias a sus mapas y a los de Keiko, tenía en sus manos casi la. totalidad de la carta terrestre. Pero aún faltaba probar lo más importante: la existencia del lugar de origen de su pueblo: la mítica Aztlan. No sospechaba por entonces que, en su ansiada audiencia con los reyes de Aragón y Castilla, iba a encontrar una inesperada respuesta.
Quetza llegó a la audiencia con los reyes acompañado no sólo de su propia comitiva, sino de una cohorte de funcionarios y caciquejos de las ciudades que visitó: ninguno quería quedar excluido de las futuras rutas de las especias que uniría a la Corona con Oriente.
Para asombro de Quetza, a diferencia del tlatoani de Te-nochtitlan, los Reyes Católicos no tenían una residencia fija, ni un palacio permanente. Ejercían su reinado de modo itinerante, siempre viajando. Habida cuenta de que su corte y su séquito eran muy poco numerosos en comparación con el de otras coronas, podían alojarse en las distintas ciudades del reino. Pronto comprendió Quetza que esto no era una muestra de austeridad, ya que, en rigor, debería decirse que no tenían una residencia sino muchas. Los más imponentes palacios que había visitado Quetza en su viaje eran, de hecho, los aposentos reales. El joven jefe mexica supo que algunos castillos solían ser más visitados que otros por los reyes, tales como los alcázares de Toledo, Segovia y Sevilla. Durante algunas épocas del año solían alojarse en conventos que estaban bajo su patronazgo, como el Convento de Guadalupe. Pero había un lugar que era el preferido de la reina: el Palacio de la Mota, en Medina del Campo. Y en ese sitio los reyes le concederían la audiencia al joven jefe extranjero.
Ningún otro palacio, ni aun el Alcázar de Sevilla, impresionó tanto a Quetza como aquel que se destacaba sobre una suerte de meseta en medio de una llanura terracota. A medida que se iban acercando al castillo, el jefe mexica tenía la ■ impresión de estar adentrándose en los inciertos terrenos de los sueños. Era una visión más cercana a las vaporosas formas de las alucinaciones que a los pedestres asuntos de la vigilia. Una suerte de inquietud y desolación invadió a Quetza. Tales eran las dimensiones del palacio, que, pese a que los caballos avanzaban con paso firme, se diría que no se acercaban un ápice. La gigantesca construcción no parecía obedecer a las proporciones de un palacio, sino a las de una ciudad amurallada. Delante del muro había un foso que se asemejaba al cauce de un río seco, antediluviano. Todo el conjunto presentaba el mismo color terroso del suelo, como si la obra hubiese brotado de las entrañas de la tierra. Tenía la materialidad de una montaña y la natural apariencia de una formación telúrica. Eso era, se dijo Quetza, lo que le confería ese aspecto temible. Entonces el jefe mexica experimentó la misma angustia frente a la propia insignificancia que sentía cada vez que contemplaba las pirámides de su tierra. Por encima de las murallas surgían, apiñados, multitud de torreones, almenares, domos, agujas y cúpulas. Todo el conjunto estaba presidido por una enorme torre cilíndrica, maciza y pétrea, apenas horadada por angostísimas hendijas hechas para la defensa de los artilleros.
A medida que se acercaban al palacio, el corazón de Quetza latía con más y más fuerza. Estaba a punto de internarse en el centro mismo del poder político del Nuevo Mundo. Desde ese castillo habían surgido las decisiones que consiguieron extender los dominios del Cristo Rey, expandiéndose sobre el imperio de los guerreros de Mahoma. Quetza sabía que los designios de aquel reino dependerían, en un futuro próximo, de su propio destino. A partir de su descubrimiento, el mundo no sólo había multiplicado su superficie, sino que, al manifestarse en su totalidad, dejaba al descubierto los viejos misterios mexicas.
Según la tradición de los Hombres Sabios, el mundo había sido precedido por otros cuatro, cada uno regido por un sol cuyo nombre presagiaba su destrucción. Los distintos dioses de la creación luchaban por la supremacía, cada uno con un elemento que le era propio: tierra, fuego, viento o agua. En la medida en que esas fuerzas se mantuviesen equilibradas, el mundo podía subsistir bajo la potestad de un sol. Pero al producirse un desequilibrio en el cosmos, el Sol, la Tierra y los seres humanos de esa era, desaparecían. Así, a la destrucción del primer sol creado por el dios Tezcatlipoca, Dios de la Tierra, le siguió uno nuevo creado por Quetzalcóatl. Luego de exterminado éste, sobrevino una nueva génesis, cuyo creador fue Tláloc, Dios de la Lluvia. A este sol, una vez extinto, sobrevino el mundo erigido por Chalchiuh-tlique, la Diosa del Agua. El quinto mundo estaba regido por Nanáhuatl. Los demás dioses se dieron cuenta de que Naná-huatl hecho sol no se alzaría en el cielo hasta que no recibiese el alimento que necesitaba: corazones para comer y sangre para beber. Así, esos dioses se inmolaron ofrendando su sangre para dar vida al quinto sol. Ahora bien, de acuerdo con el calendario que creara el propio Quetza, el fin de este quinto sol se estaba aproximando. Pero para el joven sabio mexi-ca, la génesis y el apocalipsis de cada sol no eran un designio sobre el universo, sino una alegoría del surgimiento y la caída de las sucesivas dinastías que gobernaron a los mexicas y sus antepasados más remotos. Cada mundo coincidía, para él, con el imperio de las generaciones de emperadores que, según fuesen más benévolos o más crueles, atribuían sus decisiones a tal o cual Dios.
Pero ahora, a la luz de su crucial descubrimiento, podía ver que su calendario también coincidía con el ascenso y el derrumbe de los imperios del Nuevo Mundo. A medida que Quetza conocía la historia de las batallas de los dioses de las ¿ierras descubiertas, deducía que el choque entre ambos mundos estaba escrito en el silencioso peregrinar de los astros. El Imperio Romano, el Turco, el dominio Mongol, las luchas entre los monarcas que actuaban bajo la advocación de sus dioses, eran parte de una misma historia que, más tarde o más temprano, habría de unificarse cuando el mundo fuese sólo uno. Y en la medida en que él, representante del tlatoani de Tenochtitlan, contara con ese conocimiento, estaba llamado a hacer del pueblo mexica el nuevo Imperio Universal.
A medida que se aproximaba al palacio, tenía la convicción de que la historia estaba en sus manos. Después de surcar el mar, había alcanzado esas tierras lejanas con la bendición de su emperador y ahora iba a reunirse con los reyes del Nuevo Mundo.
Quetza y Keiko fueron recibidos por la reina en una sala austera pero íntima. El rey no se hallaba en Medina del Campo, sino en Segovia. Pocos fueron los testigos de aquel encuentro trascendental. Durante la audiencia no estuvo presente la comitiva del joven capitán, ni los caciques y caciqueóos que se habían sumado durante la marcha a través de las distintas ciudades de la Corona. Quetza se ajustaba al protocolo de su patria; no miraba a Su Alteza a los ojos y permanecía con la cabeza gacha. Sin embargo, la reina procedía con familiaridad, sin otorgarle demasiada importancia al ceremonial. No estaba apoltronada en un trono, tal como podía esperarse, sino sentada a una mesa de madera rústica y noble.
La impresión que se formó Quetza cuando la vio, rápida y casi accidentalmente, fue súbita pero terminante: era aquél el rostro de una mujer común que en nada se diferenciaba del de las campesinas. En sus ojos oscuros habitaba una fatiga que se abultaba debajo de los párpados inferiores. Tenía una palidez tal, que se diría artificial. Las mejillas, generosas, pugnaban hacia abajo confiriéndole una expresión melancólica que contrastaba con su carácter encendi-* do. Sobre su pecho pendía un enorme crucifijo en el que desfallecía el Cristo Rey.
La reina tenía un sincero interés por sus visitantes. No mostró ningún disimulo en hacerle ver al capitán extranjero que su Corona necesitaba establecer urgentes lazos comerciales con su patria, que, suponía, era Catay. No apelaba a sutilezas ni a las astucias a las que suelen recurrir quienes se sientan a negociar. La reina expuso la situación a Quetza sin ambages: cuanto más exitosa era la campaña contra las huestes de Mahoma, más férreo se hacía el bloqueo con Oriente. Desde el comienzo de su reinado habían echado a casi la totalidad de los moros de la península. Pero al replegarse éstos hacia sus originales dominios en el Levante, el paso hacia las Indias, Ceilán, Catay y Cipango se había vuelto costosísimo, cuando no imposible. Era urgente para la Corona establecer una ruta, por mar o por tierra, que pudiese eludir el cerco impuesto por los musulmanes, Las ropas que vestía la reina, el fino tul que le cubría la cara, las alfombras que recubrían el suelo, los cortinados de seda, el té que bebían a diario, los condimentos con que sazonaban sus comidas, el incienso, el alcanfor, el sándalo, las hierbas con las que se preparaban las medicinas, el cobre, el oro y la plata, todo provenía del Oriente. Era imperioso, en fin, restablecer los lazos rotos por los mahometanos. La reina se puso de pie, obligando a todo el mundo a imitarla, caminó hasta el joven capitán y, tomando sus manos, le dijo que era una verdadera bendición su visita; luego le suplicó que le hiciera conocer las cartas de navegación que le habían permitido llegar hasta la península. Quetza ya había entregado los mapas al pequeño cacique de Huelva, pero podía reproducirlos para la reina y así se lo di-;o. Entonces la emperatriz hizo un gesto hacia un rincón oscuro de la sala y, desde la penumbra, se presentó un hombre que vestía las ropas de los navegantes. Debajo del brazo llevaba varios mapas, notas y cartas. Tenía una mirada experimentada, la frente alta y una convicción que se hacía evidente en cada gesto, en cada palabra. Sentados frente a frente ante la mirada de Su Alteza, luego de cambiar algunas palabras de cortesía, ninguno de ambos se atrevía a dar el primer paso, como si temieran, involuntariamente, revelar un secreto. El marino de la reina hundió una pluma en el tintero y dibujó con mano hábil un mapa que abarcaba las tierras desde España hasta la isla de Cipango. Pero Quetza notó una particularidad en el dibujo: el mundo que contenía el mapa era un círculo perfecto y marcadamente plano, como si hubiese cierta deliberación en esa llanura. Era una representación extraña en comparación con otras que había visto; no era ésa la usanza para granear la Tierra en el Nuevo Mundo. Quetza sabía que la Tierra era una esfera, pero, desde luego, no podía ponerlo en evidencia. Muchas más razones aún tenía para ocultar que existían otras tierras, sus tierras. El navegante le pidió a Quetza que trazara en la carta que él había dibujado la ruta que lo trajo desde Catay hasta el Mediterráneo. Entonces no pudo evitar poner a prueba a su interlocutor. Unió los mismos puntos que había enlazado en el mapa hecho por Keiko y que, más tarde, entregara al cacique de Huelva. Esta vez el periplo se alejaba tanto de las tierras, que llegaba hasta los mismos confines del mundo que había demarcado el almirante. El hombre examinó detenidamente la carta y destacó la audacia del capitán extranjero al aventurarse navegando tan lejos de tierra firme. Sin dudas era una ruta segura, pues el enemigo jamás se atrevería a ir a una distancia semejante. Entonces Quetza confirmó lo que sospechaba: nadie que estuviese en su sano juicio podría señalar el peligro en la distancia de la tierra firme, sino en la cercanía al fin del planeta, allí donde las aguas se precipitaban a un abismo sin fin. A menos que supiera que, en efecto, el, mundo no tenía un confín abismal. Se miraron a los ojos y, entonces, en ese destello, en ese silencioso choque de espíritus, supieron que ambos eran dueños del mismo secreto: la Tierra no era plana, sino esférica. Pero no pronunciaron una sola palabra. El navegante de la reina plegó sus mapas, hizo una reverencia al ilustre visitante y dio por concluida la reunión. Quetza pidió que le repitieran el nombre de aquel hombre inquietante.
– Colombo, Cristophoro Colombo -susurró a su oído uno de los edecanes de la reina.
Antes de retirarse del palacio, Quetza tuvo la certidumbre de que acababa de iniciarse una secreta carrera por la posesión del mundo. Y ninguno de ambos capitanes iba a ceder un ápice de mar ni de tierra.
Quetza y su pequeña avanzada, a la que se había sumado Keiko, volvieron a embarcarse. El cacique de Huelva, cumpliendo su promesa, intercedió ante la reina para que pusiera a su disposición una nave en la que Quetza pudiese llevar todo lo que había pedido a cambio de los mapas: algunos caballos y yeguas, distintos tipos de carros y carretas, ruedas de diferentes maderas y circunferencias, frutas disecadas, semillas y, tal vez el pedido más delicado, varias armas de fuego. Desde el día en que lo recibieron con una honorífica salva de cañones, Quetza supo que las armas con las que contaba el enemigo eran temibles. Poco podrían hacer sus espadas de obsidiana, sus arcos, flechas, lanzas y su destreza física para el combate, contra aquel armamento que lanzaba bolas de hierro con una fuerza y velocidad tal, que se tornaban invisibles en el aire. Por otra parte, las estruendosas explosiones de fuego y humo resultarían aterradoras para un ejército cuyos métodos para infundir temor eran los alaridos y los pigmentos en la piel. Supo, gracias a Keiko, que no debía mostrarse sorprendido ante la magia de esas explosiones, ya que quien había creado el polvo que desataba el fuego era su propio pueblo o, más bien, aquel del que decía provenir: el de Catay. Por eso, cuando pidió que le diesen pólvora y algunos pertrechos, los españoles pensaron que se trataba de un reaprovisionamiento para defenderse durante el peligroso retorno hacia el Oriente, o, tal vez, del capricho de un coleccionista. La carga de la pequeña carabela que dieron a Quetza sería la semilla que, plantada en suelo mexica, haría brotar la nueva civilización hecha de la mezcla de los Hombres Sabios a uno y otro lado del mar.
La tripulación se dividió en dos: la mitad iría en la gran embarcación mexica y, la otra, en la pequeña galera española. La primera sería capitaneada por Maoni y la segunda por Quetza. La ínfima escuadra fue despedida desde el puerto de Huelva con los mayores honores; los españoles se dirigían al joven jefe llamándolo Almirante César. Quetza rápidamente aprendió a navegar su nuevo barco; no era tan veloz ni tan estable como el que él había construido, pero tal vez tuviese mayores comodidades, sobre todo pensando en Keiko. El timón resultaba una herramienta novedosa, aunque le costaba acostumbrarse a él.
Una vez que perdieron de vista la costa, Quetza detuvo la marcha. Se preguntaba hacia dónde apuntar las proas. Tenía que pensar con calma pero con rapidez. Luego del encuentro con el navegante de la reina, confirmó su convicción de que la llegada de los europeos a Tenochtitlan era sólo una cuestión de tiempo. En su carrera desesperada por encontrar rutas hacia el Oriente se toparían, por fuerza, con el continente que aún desconocían. Y, por cierto, sus tierras eran tanto o aún más ricas que las orientales: cobre, plata, oro, especias y toda clase de riquezas los esperarían al otro lado del mar. Con sus caballos, armas y carros no tardarían en apoderarse de los vastos territorios del valle y los que estaban aún más allá, sembrando la muerte y la destrucción tal cual lo hacían en las hogueras del Cristo Rey con musulmanes y judíos. ¿Por qué razón habrían de comprar en Oriente lo que podían obtener, con la facilidad con que se arranca una fruta de un árbol, en Occidente? Era urgente anoticiar a su tlatoani de todo lo que había visto en el Nuevo Mundo. Resultaba perentorio hacerse de armas, barcos, carros y criar caballos para lanzarse sobre aquellas playas antes de que ellos lo hicieran. Debían evitar que el quinto sol se derrumbara sobre sus propias cabezas y construir la nueva civilización de Quetzalcóatl antes de que el Apocalipsis los sorprendiera inermes.
El capitán mexica se hallaba frente a una verdadera encrucijada: por una parte, la urgencia de volver cuanto antes a Tenochtitlan, pero, por otra, la necesidad de avanzar sobre el Nuevo Mundo para conocer los demás pueblos, establecer alianzas y ver el rostro de los futuros enemigos. El regreso por Oriente sería mucho más largo y acaso más tortuoso que la ruta que los condujo de ida. Acaso aquellas jornadas de diferencia fuesen vitales para adelantarse a una hipotética aventura del almirante de la reina. Pero también se preguntaba si era necesario renunciar a su propósito de dar la vuelta al mundo. Sin embargo, había un argumento que obligaba a mantener el rumbo firme hacia el Levante: llegar al lugar del origen, allí donde estaban las raíces del pueblo mexica. De pronto un viento vigoroso se alzó desde el Poniente, un viento que parecía el aliento de sus compatriotas para que siguiera viaje hacia donde ningún mexica había llegado: las tierras de Aztlan.
De modo que el joven almirante desplegó las velas y se dejó llevar por el viento.
La pequeña escuadra compuesta por las dos naves avanzaba resuelta hacia el corazón del Mediterráneo. A su paso, bordearon las islas pertenecientes a la Corona de Aragón y Castilla. Quetza se dijo que tal vez fuera aquel archipiélago una buena cabecera de playa donde establecerse para iniciar las acciones militares. Pero por lo visto no era el primero en pensarlo: al acercarse un poco más a la costa de Ibiza pudo ver claramente unas enormes murallas que defendían el acceso a la isla, serpenteando la colina hasta su cima, sobre la cual se alzaba el castillo. Tan fortificada como Ibiza estaban Mallorca, Menorca y hasta la pequeña Formentera.
Keiko, a medida que avanzaban hacia el Este, no podía despegar la vista de la línea del horizonte, como si esperara ver surgir de pronto las costas de su tierra. Quetza, desde el timón, la contemplaba en silencio y se decía que, tal vez, había emprendido ella aquel viaje sólo para escapar de su destino. Quizá, pensaba, Keiko se había aferrado a él como el naufrago a un resto de madera que quedara flotando luego del desastre. Veía su figura recortada contra el cíelo, su cara al viento como un pequeño y delicado mascarón de proa, y entonces intentaba adivinar de qué estaba hecho aquel mutismo. Pero Quetza no dudaba del amor de Keiko. ¿Acaso, él mismo no había salido de Tenochtitlan escapando dé las garras sangrientas de Hutzilopotchtli? Huir no significaba abandonar la lucha ni, mucho menos, las convicciones. Su vida, se dijo Quetza, había sido una permanente lucha desde el mismo día en que nació. Era un guerrero valiente y ganó todas y cada una de las batallas: junto a su padre, Tepec, había conseguido escapar del sacrificio y derrotar a la enfermedad y a su implacable verdugo, el sacerdote Tapazolli. Quetza sabía que no tenía derecho a dudar de Keiko. ¿Acaso él mismo no había emprendido la travesía buscando la respuesta a la pregunta por su propia existencia? La búsqueda de las míticas tierras de Aztlan tal vez no tuviese el único propósito de encontrar las raíces del pueblo mexica, sino, quizá, fuese un intento de hallarse con sus propios orígenes. Él no ignoraba que sus verdaderos padres fueron asesinados por las tropas mexicas, ni que el tlatoani al que servía era sucesor del que ordenó matarlos. Sabía que la ciudad que amaba, Tenochtitlan, era la culpable de su tragedia pero también le había dado lo que más quería: a su padre adoptivo, Tepec, a una de sus futuras esposas, Ixaya, y a sus entrañables amigos, los vivos y los que llevaba en la memoria hasta los confines del mundo. Y le había ofrecido la posibilidad de ir hasta donde nadie había llegado. Aunque adoptado, él era un extranjero en Tenochtitlan; aun perteneciendo a la nobleza, llegó a ser un desterrado. Tal vez por eso se sentía cerca de los sometidos, de los esclavos, de los macehuates, de los más pobres. Por esa razón buscaba la unión de los pueblos del valle, porque creía que eran todos hermanos provenientes de Aztlan, que nada los diferenciaba, que Huitzilopotchtli no hacía más que someterlos a guerras inútiles y fratricidas. Y mientras miraba a Keiko, de pie en la cubierta, luchando sola y en silencio contra el destino y la añoranza, más se convencía de que aquel viaje debía hacerse en el nombre del Dios de la Vida.
Era consciente de que era aquél el prolegómeno de la más grande de todas las guerras. Pero esa batalla no podría librarse en el nombre de Huitzilopotchtli, sino en el de Quetzalcóatl; de otro modo estaría perdida antes aun de comenzar.
Todo esto pensaba Quetza, cuando, desde lo alto del mástil, uno de sus hombres volvió a gritar:
– ¡Tierra!
Al aproximarse a la costa, Quetza pudo divisar un promontorio en cuya cima había un templo erigido en honor del Cristo Rey. Tal vez a causa de la añoranza, el joven capitán mexica creyó que aquella colina era obra del hombre: estaba seguro de que se trataba de una pirámide y no se deshizo de aquella idea por mucho tiempo. Fue por esa razón que bautizó aquel puerto como Ailhuicatl Icpac Tlamcmaca-lli, voz que significaba "La pirámide sobre el mar". Nombre este que a Quetza le resultaba más fácil de pronunciar que Marsella, tal como indicaba en ese punto una de las cartas que el capitán mexica había obtenido de manos del almirante de la reina.
A diferencia de su entrada en Huelva, furtiva y en un re-' codo escondido, Quetza ingresó a Marsella por la ensenada principal del puerto. Luego del recibimiento con salvas y honores que le habían dado en España, no tenía motivos para ocultarse como un ladrón. Después de todo, se dijo, era un verdadero dignatario y venía con la bendición no sólo de su tlatoani, sino también con la de los reyes de Aragón y Castilla. A medida que se iba acercando, Quetza podía comprobar que Marsella era un puerto rodeado por una pequeña ciudad, como si las hermosas y sencillas casas blancas de techos rojos diseminadas a uno y otro lado de la gran dársena hubiesen sido traídas por los barcos desde algún lugar remoto. Pese a la enorme cantidad de naves que entraban, salían y fondeaban, la pequeña escuadra mexica se hizo notar de inmediato: todos los marineros, los que estaban embarcados y los que se hallaban en tierra, giraban la cabeza para ver esa extraña embarcación presidida por una serpiente emplumada. No podían disimular su asombro al ver a los tripulantes vestidos con aquellos ropajes extraños: Quetza llevaba puesta su pechera de guerrero, sus collares y brazaletes, pero en lugar de la vincha con plumas, tenía la cabeza cubierta por un sombrero de capitán español, obsequio del cacique de Sevilla. El resto de la tripulación mezclaba sin demasiado criterio las ropas que habían traído de la Huasteca con otras que intercambiaron con los nativos en España. Jamás habían visto los lugareños un barco como aquél y no se explicaban cómo esos extranjeros de piel amarilla y atuendos estrafalarios comandaban una carabela de origen español. Los marinos nativos hubiesen encontrado graciosa aquella escuadra insólita, de no haber sido por los armamentos que exhibían: cañones, arcabuces, arcos, flechas y lanzas.
Avanzaban por el ancho fondeadero y, cuando se disponían a soltar amarras, fueron flanqueados por tres naves que los escoltaron hasta una escollera. Quetza y Maoni, comandando sendos barcos, agradecieron con gestos grandilocuentes el recibimiento. Desde una de la embarcaciones nativas se vio el destello de un arcabuz, al que siguió una cantidad de estruendos y refucilos. El capitán mexica creyó que se trataba de una salva igual a la que recibieron al llegar a Huelva, pero al ver que uno de los proyectiles había alcanzado la cubierta, destruyendo parte de la balaustrada de la pequeña goleta, comprendió que no eran aquéllas muestras de bienvenida. Maoni esperó las órdenes su capitán; estaba dispuesto a contestar el ataque si así lo decidía. Sin embargo, Quetza creyó prudente conservar la calma y explicar a los nativos que venían sin ánimos de iniciar hostilidades. Uno de los barcos se acercó y su capitán, en una lengua extraña, repleta de sonidos guturales que parecían modulados con la glotis y no con la lengua, interrogó a Quetza en forma imperativa. El comandante mexica no sabía qué contestar porque, en rigor, no había entendido una sola palabra; apenas si balbuceaba algo de castellano. Pero para sorpresa de todos los tripulantes, Keiko se dirigió al capitán nativo en aquel idioma indescifrable. A Quetza se le hizo evidente que, a pesar de su juventud, su futura esposa había vivido mucho más que cualquier otra muchacha de su edad.
Los miembros de la tripulación fueron obligados a dejar todas las armas a bordo y, una vez en tierra, los condujeron hacia un recinto sombrío cercano al puerto. Las explicaciones que dio Keiko no parecían convencer a los nativos. El hombre que los interrogaba quería saber de dónde venían y cómo obtuvieron la carabela española, sugiriendo que la habían tomado por asalto, asesinando a su auténtica tripulación y robando su valioso cargamento. El hombre rió con una carcajada sonora cuando Quetza, a través de Keiko, le dijo que venían de España, que fue la propia reina Isabel de Castilla quien le había obsequiado el barco con su carga y los armamentos. Aquellas palabras fueron suficientes para que el capitán nativo ordenara que las naves fuesen decomisadas de inmediato. El hombre separó a Keiko del resto, sospechando que tal vez la mujer había sido secuestrada por aquellos extravagantes piratas, y dispuso que los encarcelaran sin más trámite.
Habiendo recorrido la mitad del globo luego de haber sobrevivido a los tainos y a los canibas, a las mareas, a las tempestades y a las hogueras del Cristo Rey, Quetza veía cómo su empresa zozobraba de pronto en un abrir y cerrar de ojos.
Sin poder hacer nada, vio cómo un grupo de hombres se llevaba a Keiko.
Los sueños de Quetza y su pequeña avanzada se estrellaron de pronto contra los muros de una prisión fría, húmeda y hedionda. Aquellos salvajes tan poco hospitalarios no parecían dispuestos a creer que los extranjeros viniesen de Catay, tal como afirmaban. El comandante mexica hizo prometer a cada uno de sus hombres que no revelarían la verdadera procedencia bajo ninguna circunstancia, ni aunque fuesen sometidos a tormentos. Era preferible que los creyeran piratas a que supieran quiénes eran y de dónde venían. Debían estar dispuestos a morir antes de que esos nativos averiguaran que existía un mundo al otro lado del océano. Tal vez ninguno de ellos hubiese podido cumplir esa promesa antes de emprender la travesía; pero ahora, luego de la hazaña que habían protagonizado, ya no eran los mismos que zarparon. Habían comprobado que la épica no era solamente un género poético que recitaban sus mayores, sino que acababan de escribir, acaso, la página más gloriosa de la historia luego de la fundación de Tenochtitlan. Aquellos mexicas ladrones, asesinos, desterrados, esos huastecas sometidos, humillados, despreciados, se habían convertido en héroes.
Maoni le sugirió a Quetza que, perdido por perdido, organizaran un plan de rebelión y fuga; le hizo ver a su jefe que si habían sido capaces de surcar los mares y superar todas las adversidades que les deparó la travesía, podían doblegar a sus captores como guerreros que eran. Los mexícas habían vivido la mayor parte su vida en una cárcel más sombría que aquélla y los huastecas eran cautivos en su propia tierra hacía mucho tiempo. De manera que nadie podía mostrarse sorprendido, ni menos aún desesperado, ante una circunstancia que le era casi natural. De hecho, todos ellos habían protagonizado revueltas, fugas y motines. Quetza le dijo a Maoni que, bajo otras circunstancias, ya hubiese dado la orden para que se rebelaran, pero le hizo ver a su segundo que los nativos tenían a Keiko de rehén y que ante el menor intento de fuga, sin duda la utilizarían como pieza de cambio para disuadirlos. Entonces, luego de un largo silencio, el más viejo de los tripulantes mexicas dijo lo que todos pensaban: entendían lo que sentía por la niña de Cipango, pero ella no era parte de la tripulación. Él, como capitán de la escuadra, no podía traicionarlos por una mujer. No tenía derecho a supeditar los altos intereses de Tenochtitlan por asuntos sentimentales. Le dijo que los dioses no perdonarían su egoísmo, si, por ir detrás de una muchacha, desobedecía el mandato de su tlatoani. Quetza escuchó con la cabeza gacha. Cuando el subordinado terminó su discurso, el joven capitán se puso de pie y, furioso como nadie lo había visto antes, lo tomó del cuello con una fuerza tal que llegó a levantarlo en vilo. Para que nadie tuviese dudas de que él seguía siendo el capitán y que no estaba dispuesto a tolerar una insubordinación, se dirigió a toda su tripulación mirando alternativamente a cada uno de sus hombres. Con las venas del cuello inflamadas, les dijo que el rescate de Keiko no se trataba de una cuestión sentimental, sino de un asunto militar. Les recordó que si ahora sabían cómo era la Tierra, era gracias a los mapas que había trazado Keiko. La vida de la niña de Cipango no era un capricho de un hombre enamorado, sino una razón de Estado: ella conocía, quizá como nadie, la ruta que conducía al Oriente Extremo y en sus manos estaban las llaves de las míticas tierras de Aztlan, lugar del origen de todos los pueblos del valle de Anáhuac.
Entonces Quetza creyó que era ése el momento de revelar sus planes a la tripulación. Un poco más calmo, pero aún con el pecho convulsionado por la ira, les dijo a todos lo que ni siquiera le había confesado a su segundo, Maoni: no volverían a Tenochtitlan por la misma ruta por la que habían llegado a España, sino que seguirían navegando hacia el Levante; irían hasta Aztlan y harían el mismo camino que hiciera el sacerdote Tenoch para llegar hasta el valle de Anáhuac. Y no podrían hacer la travesía sin la guía de Keiko. De manera que, tal como pedían, dijo Quetza, quizá lo más sensato fuese organizar un plan de fuga, siempre y cuando el propósito último fuese conseguir la liberación de Keiko. No esperó a que sus hombres le manifestaran su acuerdo: era una orden.
Del otro lado de la reja había dos guardias armados con sables, que vigilaban la celda. Ninguno de los mexicas había podido ocultar en sus ropas ni siquiera una punta de obsidiana. Habían sido despojados de cuanta cosa pudiese resultar punzante o contundente: brazaletes, collares y piedras les fueron incautados. Por otra parte, ambos guardias, sentados a más de diez pasos de la reja, estaban fuera del alcance de los presos. Ni siquiera se acercaban para traerles agua y comida: hacían esto arrimando un cuenco y una fuente repleta de pan ácimo y granos con una suerte de pala provista de un mango, equivalente a dos brazos de largo. De modo que los presos estaban completamente inermes y no tenían forma de hacer contacto con los guardias. O al menos, así lo creían los nativos.
Quetza señaló los labios de Tlantli Coyotl, un muchacho muy delgado que tenía una boca desmesurada, y no hizo falta que le hablara para que entendiera el plan: asintió sonriente mostrando su dentadura temible de animal salvaje. Tlantli Coyotl significaba "dientes de Coyote" y no era este nombre metafórico. Para asombro de los desprevenidos, el chico se quitó entera la dentadura superior, que estaba hecha con auténticos colmillos de coyote engarzados en una falsa encía de cerámica, que encajaba sobre la quijada. Quitó dos de los afiladísimos dientes de la cuña, los puso en la palma de su mano y volvió a colocarse el resto de la dentadura. Lo que hizo luego impresionó aún más a quienes no conocían sus secretos: se llevó las manos hacia el soporte del cuello y, a través de un orificio en la piel, comenzó a extraerse, lentamente, el hueso de la clavícula. Cuando lo hubo sacado por completo, los demás pudieron ver que el hueso estaba ahuecado en su centro. Entonces tomó uno de los colmillos y lo introdujo dentro de la falsa clavícula que ocultaba bajo el pellejo, resultando el diámetro de uno perfectamente coincidente con el de la otra. Ahora tenía una mortífera cerbatana. Sólo había que esperar que el guardia que tenía las llaves se acercara un poco para arrimarles agua y comida.
Pasaron varias horas hasta que esto sucedió. El hombre avanzó unos pasos y, a prudente distancia, se detuvo, cargó los víveres en aquella suerte de bandeja y, echando levemente el cuerpo hacia delante, la empujó con el mango. En el mismo momento en que el guardia inclinó el cuerpo, Tlantli Coyotl sopló con fuerza y el colmillo, afiladísimo, se incrustó en medio de la garganta del hombre que, azul de asfixia, cayó cuan largo era. En el preciso instante en que el otro nativo se levantó para auxiliar a su compañero caído, recibió e| segundo colmillo cerca de la nuez. El primer tiro fue pre-clso: al muchacho no le preocupaba su puntería -jamás fallaba-, sino el momento: el guardia no debía caer ni para atrás ni para un costado, sino para adelante, de otro modo no podrían alcanzarlo para quitarle las llaves. Y así sucedió. Estirando mucho los brazos pudieron tomarlo por los cabellos y acercarlo hasta la reja para quitar las llaves que pendían de su cuello perforado por el diente.
Una vez fuera de la celda, tomaron los sables de los guardias y todas las armas que encontraron a su paso. Avanzaron por un corredor y, con la misma llave, abrieron las puertas de las demás celdas liberando a todos los prisioneros nativos. El propósito de soltar a todos los presos era crear la mayor confusión a la hora de salir del edificio, haciendo que, en su huida desordenada, les sirvieran de vanguardia y retaguardia. Tal como supuso Quetza, en el exterior había muchos más guardias custodiando las puertas y, al ver la estampida, la emprendieron con sus armas sin discriminar quién era quién. Así, en medio del tumulto, los mexicas consiguieron escapar entre la multitud de incautos nativos que intentaban fugarse y, sin plan ni método, caían a manos de los soldados.
Ocultos en un pequeño establo en las afueras de Ailhui-catl Icpac Tlamanacalli, tal el nombre con que Quetza había bautizado a Marsella, el ejército mexica deliberaba sobre el modo en que habrían de rescatar a Keiko del cautiverio del cacique y luego recuperar sus barcos para continuar el peri-plo hacia las tierras de Aztlan.
Fue una lucha heroica. Aquel puñado de hombres armados sólo con espadas, cerbatanas, palos afilados, arcos y flechas construidos con los elementos que encontraron en la campiña, tomó por asalto el palacio del cacique de Marsella. No entraron arrasando ni derribando muros y portones, como hacían los ejércitos cuyas tropas se contaban por miles. Lo hicieron con el sigilo de los felinos y la sutileza de los pájaros. El clan de los caballeros Jaguar y el de los caballeros Águila acababa de posar sus garras silenciosas en el Nuevo Mundo. Fue aquella la primera operación militar del ejército mexica. Tan importante como las armas eran para ellos los atuendos. Un guerrero no sólo debía ser temible: antes, debía parecerlo; sabían que el miedo, para que se instalara en el alma, debía entrar por los ojos. Con cortezas de abetos tallaron las máscaras que cubrían sus rostros. Ennegrecieron sus cuerpos con barro y humo y así, sombras entre las sombras, primero redujeron a ¡os guardias del palacio y luego treparon las altas murallas como felinos y se elevaron como pájaros. Los caballeros Águila saltaban impulsándose con sus lanzas a guisa de pértiga.
Sin que el cacique de Marsella lo sospechara, mientras bebía vino junto al fuego del hogar, rodeado por sus hombres de confianza, la protección del edificio ya había sido sordamente quebrada a merced de los soldados mexicas. Después de haber interrogado sin éxito a Keiko, ante el cerrado mutismo de la muchacha, el cacique decidió que tenía mejores planes para con ella. Poco le interesaba ya saber quién era y de dónde había venido, si era cautiva o cómplice de aquellos ladrones de barcos que, de seguro, ya la habían abandonado luego de huir de la cárcel. Después de todo, Marsella era uno de los puertos con mayor tráfico del Mediterráneo y era frecuente que llegaran toda clase de bandidos desde los lugares más lejanos. Lo único cierto era que aquella niña misteriosa era en verdad hermosa y nadie reclamaba por ella. Y a medida que el vino se iba metiendo en la sangre del cacique, menos le interesaba el enigma y más la certeza de aquella carne joven envuelta en esa piel tersa y exótica. Por otra parte, el cacique se caracterizaba por ser un hombre generoso, siempre dispuesto a compartir los placeres con sus amigos y allegados. Y así, acalorados todos por el fuego y el alcohol, le ordenaron a la niña de Cipango que se desnudara. Pero tuvieron que hacerlo ellos mismos, ya que Keiko se resistió con todas sus fuerzas. Los hombres parecían disfrutar mientras veían cómo se revolvía intentando alejarlos como un pequeño animal acorralado. Procedían con la impunidad que les otorgaba el hecho de creerse protegidos, poderosos y dueños de la vida y de la muerte. Pero ignoraban que el palacio ya estaba invadido. Jugaban como un grupo de gatos con un pobre ratón, pero no sabían que había coyotes al acecho.
En el mismo momento en que aquel grupo de salvajes tenía a Keiko sujeta con los brazos por detrás de la espalda, con la ropa hecha jirones, golpeada e indefensa, en el preciso instante en que estaban por abalanzarse sobre ella, el vitral que * adornaba uno de los ventanucos estalló en lo alto y, azorado, el cacique pudo ver cómo un grupo de fantasmas negros volaba sobre su cabeza. Sus secuaces miraban con los ojos llenos de pánico aquellas entidades que parecían venidas del infierno: hombres-pájaros que descendían armados con espadas, seres mitad humano, mitad felino que se descolgaban por las paredes. Uno de los salvajes, a medio vestir, intentó desenfundar su sable, pero no llegó a asomar siquiera de la vaina, cuando su pecho fue atravesado por una flecha. Otro quiso tomar un arcabuz que estaba colgado horizontal sobre el hogar, pero su mano, perforada por una lanza, quedó clavada en la pared. El cacique, con sus delgadas piernas desnudas enredadas entre la ropa, cayó al suelo suplicando clemencia con voz temblorosa. Quetza, detrás de una máscara de caballero Jaguar, pudo ver que el hombre que tenía sujeta a Keiko, la tomó por el cuello amenazando ahorcarla; entonces el capitán mexica saltó desde la ventana, surcó el aire del recinto, se colgó con sus piernas de la araña que pendía del techo y, aprovechando el movimiento pendular, arrebató a Keiko de los brazos del salvaje que, al verse sin pieza de cambio, intentó huir antes de ser alcanzado por el filo de la espada que empuñaba Maoni. El único nativo que había quedado con vida, aterrado pero vivo, era el cacique. Entonces Quetza le ordenó que se pusiera de pie: debían conversar sobre algunos asuntos atinentes al futuro de su reino.
Sentados frente a frente, Quetza, con el auxilio de Keiko, le repitió al cacique lo que ya le había dicho cuando decidió encarcelarlos a él y a sus hombres e incautar sus naves. Sin embargo, antes de que el capitán mexica comenzara a hablar, el cacique le dijo que no era necesaria ninguna explicación: podía, si así lo quería, tomar lo que quisiera del palacio, luego era libre para abordar otra vez sus barcos e irse con su amiga. Quetza tuvo que hacer esfuerzos para conservar la calma: no estaba dispuesto a tolerar que se dirigiera a él como si fuese un ladrón y a sus tropas como a un grupo de piratas. Pero tal era el pánico que mostraba el jefe nativo, que parecía no poder comprender las razones de esos hombres que cubrían sus rostros con aquellas máscaras temibles. Miraba aterrado los cuerpos horizontales de sus colaboradores que, a medio vestir, flotaban en los charcos hechos con su propia sangre y lo único que quería era que aquellos bandoleros se fuesen cuanto antes. La violación era un crimen que en su patria se pagaba con la vida, le dijo Quetza al cacique, haciéndole ver que debía agradecer el hecho de que no lo hubiese matado. Pero ahora tenían que hablar de cuestiones de Estado.
En primer lugar, Quetza le exigió que se disculpara con Keiko, cosa que el cacique hizo de inmediato con gestos ampulosos y palabras exageradas. Luego el jefe mexica repitió al cacique de Marsella que no eran ladrones ni piratas, que era la suya una misión oficial, que venían con la bendición de su rey y que tenían, también, la aprobación de la reina de España. Tal como había hecho en Huelva, sin mentir del todo ni decir la verdad completa, le explicó que venían de Aztlan, un reino del Oriente, y que el propósito del viaje era el de establecer la ruta que uniera ambos mundos. Con la voz entrecortada, el cacique preguntó si Aztlan era vecino de Catay; entonces Keiko se apuró a contestar que, en realidad, era un reino perteneciente a ese gran imperio. El cacique palideció, se arrojó a los pies de Quetza y suplicó compasión. Estaba dispuesto a hacer lo que él le ordenara.
La sola mención de las tropas de Catay erizaba la piel de cualquier gobernante europeo: los ejércitos de la Galia e Inglaterra, en el momento más alto de la Guerra de los Cien Años, contaban con unos cincuenta mil hombres; Catay, bajo la dinastía Ming, en tiempos de paz, mantenía dos millones de soldados permanentes en sus filas. Eso explicaba el respeto reverencial que despertaban las huestes orientales: sólo por una cuestión numérica resultaban imbatibles. Y, desde luego, era ésa la razón por la cual ningún emperador se había atrevido a lanzarse sobre las riquezas de Catay. Al contrario, debían sentirse agradecidos por el hecho de que las hordas del Levante no arrasaran sus dominios, tal como hiciera el Gran Khan algunos siglos antes. Quetza sabía que el factor cuantitativo resultaría crucial a la hora de conquistar el Nuevo Mundo: la ciudad de Tenochtitlan tenía unos doscientos mil habitantes, cuya cuarta parte estaba en condiciones de combatir, cantidad ciertamente escasa para imaginar un ejército de ocupación. Razón esta que hacía indispensable la alianza no sólo con los demás pueblos del Anáhuac, sino con aquellos que estaban más allá del valle y los que sumaran al otro lado del mar.
Los mexicas debían sellar la paz con sus antiguos enemigos y, al contrario, ahondar las diferencias de los pueblos europeos que guerreaban entre sí.
Y ése era el caso de aquellas tierras cuya entrada era el puerto de Marsella. Quetza supo que aquel conjunto de reinos, que se iniciaba en el Mediterráneo en Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli, se estaba desangrando luego de una larga guerra que había durado más de un siglo contra una poderosa Corona ubicada en una isla al Norte del continente: Inglaterra. Esa vieja disputa, sumada al temor que significaba la amenaza de las tropas de Catay, fue la cuña por donde entró en la Galia el ejército mexica. Si aquella guerra, cuyos rescoldos todavía crepitaban, volvía a encenderse, más valía que el reino de Aztlan estuviese a favor de Francia y no de Inglaterra, pensó.el cacique de Marsella. Un ejército de millones de tropas mitad hombre, mitad animal lanzándose sobre las ciudades por asalto con la misma facilidad con que habían tomado el palacio, resultaba una idea escalofriante. De modo que ambos jefes dieron por superado aquel malentendido que llevó a la cárcel a los visitantes; dejaron atrás el percance que provocó unas pocas bajas en el palacio y, reconociendo al capitán extranjero como un dignatario, el cacique de Marsella lo invitó a conocer las ciudades más importantes de la Corona.
Así, Quetza y su avanzada iniciaron un viaje al interior de la Galia.
Lo primero que vio el capitán mexica antes aun de tocar tierra, fue un templo del Cristo Rey en lo alto de lo que creyó una pirámide. Más tarde, en su silenciosa incursión por la ciudad, había visto gran número de capillas, iglesias y monasterios e, incluso, dentro del palacio del cacique había gran profusión de imágenes del Cristo Rey y la María, Diosa de la Fertilidad, de manera que, supuso, esos nativos debían estar combatiendo contra las huestes de Mahoma. Pero supo Quet-za que los moros habían sido derrotados hacía varios siglos. La expulsión de las huestes de Mahoma de Francia fue la razón por la cual se instalaron en la península ibérica. Los motivos de la guerra contra los anglos eran muy diferentes y tenían un origen territorial antes que religioso: dirimir el control y la propiedad de las vastas posesiones de los tlatoa-nis ingleses en territorio galo desde tiempos remotos.
La rivalidad entre francos y anglos era tan antigua como salvaje/En su estancia en la Galia, Quetza supo que, en el pasado, un gran cacique del Norte de Francia, Guillermo de Normandía, llamado el Conquistador por unos y el Bastardo por otros, se había adueñado de Inglaterra. Los normandos pretendían que el rey de Francia reconociera a sus propíos monarcas y les diera un trato acorde con su investidura. Desde luego, Francia no estaba dispuesta a semejante concesión. Los caciques Normandos, vasallos del tlatoani, consideraban que no tenían por qué cambiar su condición de subditos de la Corona de París por el hecho de haber ascendido desde su cacicazgo hasta la cumbre del trono de la isla de los anglos.
Tiempo después, los caciques normandos fueron sucedidos por otra dinastía, los Anjou, señores poderosos y dueños de grandes territorios en el Oeste y Sudoeste de Francia. El tlatoani Anjou, Enrique II, era, paradójicamente, más rico que su señor, el rey de Francia, ya que regía sobre un imperio mucho más opulento. El sucesor de Enrique, su hijo menor Juan, era sumamente endeble e incapaz de mantener las heredades de su padre. Así, el tlatoani de Francia, Felipe II, tomó su reino por asalto: Francia invadió Normandía y en sus manos quedaron todas las posesiones inglesas en el continente, con la excepción de los territorios situados al Sur del río Loira.
El ascenso de Enrique III al trono de Inglaterra significó una verdadera catástrofe, cuyo corolario fue el Tratado de París. El nuevo tlatoani renunciaba a todos los dominios de sus ascendientes normandos, concluyendo en la pérdida de Nor-mandía y Anjou.
El sucesor de Enrique, Eduardo, se rebeló a estas circunstancias patéticas, construyendo un ejército poderoso, a la vez que reforzaba la economía, factores ambos que consideraba imperiosos para volver a hacer pie en las tierras continentales. Con estas nuevas armas inició las hostilidades contra Francia. Pero la guerra contra los galos se vio interrumpida por un nuevo hecho: otro reino hostil a Inglaterra, el de Escocia, iba a lanzarse sobre los anglos, matando al sucesor de Eduardo, Eduardo II.
Las guerras sucesivas entre Inglaterra y Francia se'prolongaron durante más de un siglo. Pero Quetza indagaba no sólo en los hechos históricos y políticos, sino también en las tácticas y estrategias de guerra de sus futuros enemigos. Los salvajes europeos eran guerreros terriblemente crueles; el rey Eduardo había aprendido de las sanguinarias técnicas de su adversario: lanzaba sus tropas sobre la campiña desguarnecida y tomaba los poblados rurales. Entonces asesinaba a todos los varones, fueran niños, jóvenes o ancianos. Luego quemaba y saqueaba las casas de los campesinos. Así, los vasallos cuya protección dependía de Felipe de Francia, se sentían abandonados por su tlatoani: no sólo dejaba el monarca que los despiadados extranjeros se apropiaran de sus tierras, sino que la autoridad del rey se veía socavada ante sus subditos. La verde campiña por la que avanzaba el ejército mexica había sido tierra arrasada a manos de propios y extraños. Quetza descubrió que la táctica defensiva de los franceses era, acaso, más cruel que la de los anglos: para evitar que el enemigo se hiciera fuerte en la campiña, el propio ejército galo, antes de la llegada del enemigo, incendiaba campos, bosques y cosechas para que el extranjero no encontrase provisiones y así las tropas murieran de hambre y enfermedad. Las huestes mexicas debían estar preparadas para estas tácticas militares. Quetza se decía que los soldados de Tenochtitlan contaban con una enorme ventaja: el hecho de no tener hasta entonces carros ni caballos, paradójicamente, hacía que fuesen mucho más resistentes a las inclemencias del terreno; si habían podido atravesar cordilleras a pie, surcar desiertos sin la ayuda de la rueda, avanzar por el curso de los riachuelos sin el auxilio del caballo, una vez que aprendieran a montar, nada los detendría. Los ejércitos europeos sin su caballería no eran nada.
Quetza tomaba escrupulosa nota de todo lo que veía y escuchaba sobre las guerras entre aquellos pueblos salvajes, ya que sobre ellas habría de construir su estrategia de conquista. De inmediato advirtió que sus potenciales aliados debían ser, por una parte, aquellos pueblos sometidos por los tlato-anis de una y otra Corona, y, por otro, los caciques que siempre se mostraban dispuestos a traicionar a sus reyes.
La avanzada mexica, entusiasmada por la primera y exitosa operación militar sobre el palacio del cacique de Ailhukatl Icpac Tlamanacalli, estaba confiada en que las tropas de Tenochtitlan resultarían victoriosas en el futuro; de hecho, aquel puñado de hombres hubiese podido apoderarse de Marsella con absoluta facilidad, si su propósito hubiera sido ése.
Con el ánimo de los héroes, llegaron a su segundo punto en Francia, la mismísima sede del Cristo Rey, ciudad en la que habitaba el sacerdote mayor de la cristiandad. Estaban a las puertas de Aviñón.
La avanzada mexica, acompañada de una cohorte diplomática, bordeó el Ródano y, sobre la margen izquierda del río, cortadas contra el fondo de un cerro, aparecieron de pronto las cúpulas más altas de la ciudad. Aviñón era propiedad del sumo sacerdote, o, como llamaban al máximo teo-pixqui los nativos, el "Papa". Por increíble que pudiese resultarle al capitán mexica, uno de los teopixqui, Clemente VI, había comprado la ciudad a una emperatriz de un reino vecino llamado Sicilia. Quetza supo que allí habían residido siete papas y otros dos, algo distraídos, permanecieron en la ciudad luego de que el papado volviera a su lugar de origen: Roma. Igual que las demás ciudades que había visitado desde su desembarco en Huelva, también Aviñón estaba amurallada. Por sobre las murallas sobresalía una construcción cuyas dimensiones la destacaba del resto: las altas paredes de piedra, las torres fortificadas, las cúpulas que se alzaban hacia el cielo, los minaretes y las angostas ventanas, la convertían en un bastión inexpugnable. El pequeño ejército mexica supo que era aquel el Palacio de los Papas. Sin embargo, tantas defensas parecían ahora inútiles, ya que desde que el máximo teopixqui había vuelto a Roma, aquella ciudadela no era más que una barraca repleta de frutas y vegetales desde donde se abastecía el mercado de la ciudad.
Ajuicio de Quetza, los franceses eran algo presumidos; el curioso modo de pronunciar desde el fondo de la garganta y cierta afectación en los gestos les confería a los galos un aire de superioridad contrastante con la alegre simpleza de los españoles. De hecho, la reina Isabel de España le resultó menos engreída que cualquier oscuro funcionario francés. Y, a juzgar por el modo en que los habían recibido en Marsella, a los mexicas no les faltaban razones para encontrar a sus anfitriones, al menos, poco hospitalarios. Todo el tiempo parecían querer diferenciarse de los ingleses, como si encontraran su propia esencia en oposición a los anglos. Este desvelo por sus antiguos adversarios, la exagerada animosidad que le dedicaban al enemigo, era propia de los pueblos que, en lo más recóndito de su alma, se sienten inferiores. Quetza se dijo que Francia jamás llegaría a ser un imperio o, peor aún, que siempre sería un imperio frustrado.
En su viaje hacia eL Norte de la Galia, remontando el Ródano, las huestes de Tenochtitlan pasaron por Valence, Gre-noble, Saint-Étienne y Lyon.
Quetza pudo ver que Lyon estaba dominada por dos colinas separadas por una hondonada. Era una ciudad de un trazado acogedor: podía llegarse de una calle a otra atravesando los patios de las casas. Y, a diferencia de Marsella, se diría que los moradores eran tan hospitalarios como sus calles y jardines. La hipotética delegación oriental fue recibida por el cacique de Lyon con sumo interés. Era una ciudad verdaderamente próspera, el centro comercial donde confluían mercaderías de toda Europa. A pesar de que las dimensiones del mercado no podían compararse con las del de Tenochtitlan, era quizás el más grande que había visto Quetza desde su llegada al Nuevo Mundo. De manera que significaba un acontecimiento ciertamente auspicioso para la ciudad establecer lazos comerciales con Catay. De hecho, la seda lionesa era una de las más codiciadas del mundo y podía serlo más aún si se manufacturaba en Francia el finísimo hilo traído de Oriente.
Y así, sellando tratados comerciales ilusorios, haciendo ver espejismos a los ambiciosos caciques de Francia, desplegando los oropeles de aquellas quiméricas rutas de la seda, el oro y las especias, Quetza llegó por fin a París.
A la reducida avanzada mexica, París le resultó una suerte de pequeña Tenochtitlan. Igual que en la capital de su patria, el templo principal estaba erigido en una isla, pero, en lugar de estar enclavada en un lago, quedaba abrazada por un río caudaloso. Semejante a Huey Teocalli, con sus tabernáculos gemelos en la cima, el templo mayor de París estaba rematado en dos altas torres idénticas. Tal fue la curiosidad que despertó la supuesta delegación de Catay, que el sacerdote los recibió a las puertas del templo y los invitó a conocerlo. Por primera vez Quetza tuvo la oportunidad de conversar con un sacerdote del Nuevo Mundo. El joven capitán mexica no podía evitar un molesto temor cada vez que estaba frente a un religioso, tal vez porque la historia de su vida era la de huir de su verdugo, el sacerdote Tapazolli. Lo cierto era que todos los sacerdotes, fueran de aquí o de allá, despertaban en él aquel antiguo terror infantil que sintió cuando a punto estuvo de perder la vida en la piedra de los sacrificios. A diferencia de los religiosos de su patria, que usaban el pelo largo y enmarañado, los de las nuevas tierras llevaban por lo general la cabeza rapada o, en algunos casos, afeitada sólo en la coronilla. Por otra parte, los ropajes de los sacerdotes mexicas eran sencillas túnicas que apenas cubrían sus partes pudendas, mientras los representantes del Cristo Rey llevaban vestidos bordados en hilo de oro, capas color púrpura, finísimas sedas y collares de piedras preciosas que formaban la consabida cruz que tanto había visto. Sin embargo, tenían la misma expresión solemne e idéntica manera de conducirse con los feligreses. Quetza no podía evitar un enorme desagrado en el modo afectadamente paternal con que se dirigía a él, como si todo el tiempo estuviese disculpándolo del hecho desgraciado de no haber nacido francés, de no tener la piel blanca y de hablar un idioma tan alejado del latín. Lo conducía por el centro del templo mostrando su grandeza y parecía compadecerse de que, en su patria, nunca alcanzarían aquel grado de majestuosidad para honrar a sus precarios ídolos. Quetza admiraba la belleza de la edificación, aunque, en términos de magnificencia, el templo bicéfalo de Huey Teocalli, construido en lo alto de la pirámide, no podía compararse con ninguna de las iglesias que el jefe mexica había visto en el Nuevo Mundo. Mientras el sacerdote hablaba con semejante presunción, Quetza se limitaba a asentir en silencio. Al joven capitán mexica lo invadió de pronto un grato sentimiento de sosiego al ver la luz, llena de colores, entrando a través de los cristales del gran rosetón que presidía el recinto. Aquella penumbra quebrada tenuemente por los haces violáceos y azulinos producía un efecto seráfico. Entre la multitud de cosas novedosas que había descubierto Quetza en su viaje, el vidrio fue uno de los elementos que más lo deslumhraron. Imaginaba los palacios de Tenochtitlan decorados con cristales de colores, las ventanas con vidrios que dejaran pasar la luz pero no el fuerte viento de la montaña, y se decía que su patria sería otra cuando llegara con sus barcos repletos de novedades. Fascinado con el rosetón circular, no podía dejar de ver en su circunferencia y en la disposición de los cristales, el calendario que él mismo había concebido. El sacerdote lo condujo hasta las escaleras que se iniciaban al pie de la torre Sur y, luego de un largo ascenso por la ensortijada escalinata de piedra, llegaron por fin a la cima. Desde allí podían dominar toda la ciudad de París. Acodados en la balaustrada conversaron como lo harían dos jefes que representaran dioses enemigos.
El sacerdote le explicó a su invitado que la iglesia estaba erigida en honor de Santa María, Madre de Dios. Quetza, que ya había visto numerosas imágenes de aquella Diosa de la Fertilidad, no tardó en identificar a María con la Diosa Coafli-que. El jefe mexica le dijo al sacerdote que, tanto María, madre del Cristo Rey, como Coatlique, madre de Quetzalcóatl, habían concebido sin perder la virginidad. María, la diosa virgen, había sido fecundada de manera milagrosa, igual que Coatlique y como ella había dado a luz al Dios hijo de Dios. El sacerdote sacudió la cabeza y, sonriendo con una mezcla de indulgencia y sofocada indignación, le contestó que no podía hacerse semejante comparación: había un solo Dios, pero ese único Dios Padre obró el milagro en la Virgen para encarnarse en hombre. Entonces se deshizo en explicaciones para hacerle comprender a Quetza que el Padre era el Hijo, que el Hijo era hombre, pero el Hijo de Hombre era el mismo Dios Padre. Quetza, que ya había escuchado acerca del misterio de la Trinidad, no entendía por qué los sacerdotes nativos ponían tanto énfasis en explicar, como si se tratara de un complejo cálculo matemático, la unicidad del Hijo, el Padre y el Espíritu Santo. A los mexicas, la Trinidad les resultaba un concepto tan sencillo como familiar; de hecho, su complejo panteón estaba construido con dioses coincidentes con distintos significados o, al contrario, distintos dioses podían representar la misma cosa según las circunstancias. Así, la diversidad de dioses y la pluralidad de atribuciones de un mismo dios les era por completo natural. En la concepción de un determinado dios podían confluir distintos aspectos relacionados. Quetzalcóatl, por ejemplo, podía ser
Ehécatl, Dios del Viento; o bien Tlahuizcalpantecuchtli, Dios de la Vida; en ocasiones era también Ce Ácatl, Dios de la Mañana y, en otras, Xólotl, el planeta Venus. Sin embargo, nunca dejaba de ser Quetzalcóatl, la serpiente emplumada o el hombre blanco y barbado venido desde el otro lado del mar. De modo que no presentaba ninguna dificultad conceptual el simple hecho de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fuesen entidades diferentes e idénticas a la vez. Desde luego, Quetza no dijo hada de esto al sacerdote: se limitaba a asentir cada vez que él le hablaba. No solamente no podía revelarle sus deidades sin delatar su origen, sino que sabía que en Francia ardían también las hogueras de la Inquisición: por mucho menos que el hecho de poner en duda los dogmas de los libros sagrados, varios habían sido quemados vivos. Pero también sabía Quetza que los negocios estaban por delante de la fe; en España había podido comprobar que nadie se había escandalizado por su paganismo y ni siquiera los muy fervientes Reyes Católicos mostraban prurito alguno a la hora de establecer nexos comerciales con pueblos sacrilegos que ni siquiera conocían al Cristo Rey o, lisa y llanamente, lo habían repudiado. Incluso, había podido comprobar que el tan odiado enemigo musulmán dejaba de serlo cuando de negocios se trataba. Para mantener el control del comercio, las distintas coronas de Europa establecieron relaciones sumamente amistosas con los heréticos gobernantes mamelucos de Egipto y con los grandes señoríos turcos de las costas del Asia Menor. Más aún, cuando los cruzados del Cristo Rey se enfrentaban entre sí, no dudaban en aliarse con estados mahometanos como el reino Nazarí o el de los Mariníes. En su paso por Aviñón, Quetza supo que aun los mismos papas que allí habían residido estaban bajo la influencia de los reyes de ¿rancia y de Ñapóles, quienes tenían fluidos vínculos comerciales con los infieles. De manera que el religioso, sabiendo que por encima de su espíritu evangelizador estaban los negocios que, entre otras cosas, hicieron posible la construcción de la mismísima catedral desde cuya torre ahora admiraban la ciudad, prefirió no discutir con el visitante extranjero. Por su parte, el jefe mexica había aprendido que mientras pudiese prometer suculentos negocios y escudarse bajo la supuesta protección del enorme ejército de Catay, nada lo detendría para adentrarse en el Nuevo Mundo.
Quetza y su comitiva salieron de Francia con la convicción de que la conquista era una posibilidad cierta y no ya una quimera; de hecho, aquel puñado de hombres mal armados llegaron a adueñarse por unas horas del palacio del cacique de Marsella. Si con sus escasos recursos, pensaban, pudieron doblegar primero a los soldados de la cárcel, escapar y luego tomar el control del castillo, provistos en el futuro de caballos, armas de fuego, una flamante armada y numerosas tropas bien pertrechadas, ningún ejército podría detenerlos.
La escuadra mexica zarpó del puerto de Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli con rumbo Sur Sureste. Navegaron a través del estrecho formado entre Genova y la isla de Córcega, bordearon las costas de Módena y llegaron a la península itálica. Según puede inferirse de las esporádicas notas de Quetza, recorrieron los diversos reinos y ciudades diseminados en todo su perímetro costero y, ocasionalmente, se aventuraban tierra adentro. Navegaron de Norte a Sur por la costa Oeste, y luego ascendieron por la costa Este. Muchos de los reinos de la península tenían ya un fluido comercio con Oriente Medio y una frondosa historia de relaciones con el Oriente Lejano; de modo que aquellos príncipes y comerciantes que conocían el beneficio del rentable negocio con las Indias querían profundizar los lazos, y los que aún no habían rubricado convenios comerciales estaban desesperados por reunirse con la delegación. Quetza otorgaba audiencias a los mercaderes como si fuese un verdadero dignatario. Así, vendiendo sueños de prosperidad eterna, estuvo en Liguria, Toscana y Umbría. Prometió montañas de oro a su paso por Lazio, Campania y Basilicata. Endulzó los oídos de los príncipes de Ñapóles, Calabria y Sicilia. Encandiló con los fulgores de las piedras preciosas a los comerciantes de Palermo, Catania y Messina. Hizo sentir los perfumes de las especias a los gobernantes de Bari, Foggia y Pescara. Se comprometió a proveer tanta seda como para tapizar las paredes de todos los palacios de los nobles de Pe-rugia, Ancona y Rímini e ilusionó con la blancura del marfil a los mercaderes de Bologna, Verona y Trieste.
Pero tampoco Quetza pudo escapar a la fascinación que produjeron en su espíritu las ciudades de la península. Los reinos de Italia competían entre sí en belleza, prosperidad y florecimiento de las artes. Dos ciudades iban a quedar impresas para siempre en su memoria y en su corazón: Florencia y Venecia. Si hasta entonces la avanzada mexica supo de la capacidad bélica, política y comercial del Nuevo Mundo, en estas tierras podía proyectar hacia Tenochtitlan el potencial de la pintura, la escultura y la arquitectura. Si en España y Francia la palabra que imperaba era Inquisición, en los reinos de la península el verbo era renacer. El Renacimiento iluminaba cada rincón que la Congregación para la Doctrina de la Fe se empeñaba en oscurecer. La Inquisición era para Quetza obra de Huitzilopotchtli, Dios de los Sacrificios; el Renacimiento, en cambio, estaba bajo la protección de Quet-zalcóatl, Dios de la Vida.
Pero lo que más impresionó de Italia a los mexicas fueron los italianos. Los españoles eran hospitalarios, sencillos y, en ocasiones, algo inocentes. Los franceses, engreídos, belicosos y malhumorados; sin embargo, tanto unos como otros eran profundamente devotos, disciplinados y obedientes de las normas del Estado y la comunidad. Los italianos, en cambio, hacían un verdadero culto del individuo. Cada quien parecía darse su propia ley y hacerse su destino; eran creyentes, sí, pero no de la forma ciega de aquel que sigue in-condicionalmente a un sacerdote como la oveja al pastor. Creían fervientemente en sus dioses, pero querían prescindir de intermediarios en su relación personal con ellos. Aunque buenos trabajadores y sumamente imaginativos, eran algo indolentes y poco metódicos. Las notas de Quetza se llenaban de adjetivos, muchas veces antagónicos, para describir a los habitantes de los reinos de la península: alegres, holgazanes, embrollados, apasionados, lascivos, vulgares, exquisitos. Su lengua, llena de musicalidad, estaba hecha con los despojos del "volgare", jerga del latín. Lo que más sorprendía a los mexicas era que el resultado de tantos atributos banales, pedestres y ramplones fuese tan sublime. Se dejaban llevar por la intuición antes que por la reflexión sistemática, ponían manos a la obra antes de sentarse a desplegar teorías. Se indignaban con sus dioses y llegaban a maldecirlos elevando los puños amenazantes hacia el cielo. Pero también les rendían los homenajes más sinceros y sentidos sin arreglo a protocolo ni a liturgia. Se atrevían a mirar a sus dioses a los ojos, de igual a igual. Se animaban, incluso, a intentar imitar sus obras. Eran, ante todo, artistas. Los mexicas entendieron por qué aquel renacer del hombre no podía originarse en otro lugar.
Tal vez la fascinación de los mexicas surgiera del hecho de que los italianos eran su exacto opuesto. El hombre común de Tenochtiüan era el último eslabón de la cadena; su sangre servia para aplacar el hambre de los dioses y la ira de los reyes, para regar las tierras de los nobles y permitir, en fin, el funcionamiento de la maquinaria de Estado. Era un sistema que se nutría, sin metáforas, de sangre. En Italia, en cambio, todo parecía estar animado por la alegre vitalidad del vino. Los mexicas aborrecían el licor; sin embargo, Quetza y su avanzada se reencontraron con el fruto de la tierra y lo celebraron como lo hacían sus anfitriones. Aquella primavera era la celebración de la vida, la ruptura con las convenciones y los dogmas, la reafirmación de la existencia del hombre por delante de los dioses. Los mexicas vivían y morían para servir a sus dioses; los italianos vivían para que sus dioses los sirvieran.
Toda la poética mexica podía resumirse en una frase, por momentos formulada como pregunta y, por otros, como amarga afirmación: "Sólo se vive en la Tierra". Aquel lamento por la brevedad de la existencia, el desconsuelo por la fugacidad del paso por el mundo, la incredulidad en un más allá que los condenaba a la intrascendencia, era un puñal doloroso en el corazón de los mexicas. Así lo expresaba su poesía:
¿Es verdad, es verdad que se vive en la Tierra?
¡No para siempre aquí: un momento en la Tierra!
Si es jade, se hace astillas, si es oro, se destruye;
si es un plumaje de quetzal, se rasga.
¡Nopara siempre aquí: un momento en la Tierra!'
* De Nezabualcóyotl.
El Renacimiento ofrecía a los mexicas, si no una respuesta a la pregunta por la trascendencia, al menos un modo de sobrellevar la angustia de la insignificancia de la vida en este mundo y del misterio de la muerte.
¿A dónde iremos que muerte no haya?
Por eso llora mi corazón.
¡Tened esfuerzo: nadie va a vivir aquí!
Aun los príncipes son llevados a la muerte:
así desolado está mi corazón.
¡Tened esfuerzo: nadie va a vivir aquí! *
La pequeña avanzada mexica encontraba en aquel alegre espíritu de los italianos el llamado al goce, a disfrutar, al menos el breve tiempo que durase la existencia en la Tierra. Así lo reclamaban, tímidamente, los versos anónimos nacidos en los calpullis pobres de los macehuates:
¡Oh flores que portamos, oh cantos que llevamos,
nos vamos al Reino del Misterio!
¡Al menos por un día estemos juntos, amigos míos!
¡Debemos dejar nuestras flores,
tenemos que dejar nuestros cantos:
y con todo la Tierra seguirá permanente!
¡Amigos míos, gocemos: gocémonos, amigos!"
* Anónimo de Tenochtitlan. ** Anónimo de Chalco.
Si la existencia era una efímera llama entre dos eternidades hechas de nada, de pura nada: una antes de nacer y la otra luego de la muerte, entonces sobraban motivos para celebrar la vida y mantener el fuego encendido. Eso era el Renacimiento: la renuncia a la nada y la entrega apasionada a la vida, por breve que ésta fuera. Los mexicas compartían este punto de vista con los italianos, sólo que invertían la duración del festejo y el duelo: los unos penaban la mayor parte del año y celebraban en contadas ocasiones; para los otros, festejar era la regla y la pena, la excepción.
Encandilados por los frescos que adornaban los templos de Florencia, se llevaron grabada en la memoria aquellos murales cuyas figuras parecían querer despegarse de las paredes y cobrar vida.
Quetza definió a Venecia como la ciudad de las chinampas doradas; aquellos canales, tan semejantes a los de su patria, los palacios y los puentes, las barcazas y los mercados flotantes, hacían de Venecia la ciudad melliza de Tenochti-tlan, como si ambas hubiesen sido concebidas por un mismo Dios.
La avanzada mexica dejó atrás la península itálica con el corazón renacido y la convicción de que, cuando llegara la hora de la conquista, Venecia sería la capital del nuevo Imperio Mexica de Oriente.
Era una decisión tomada: pese a la urgencia del regreso, Quetza determinó que no habrían de volver por la misma ruta que habían seguido para llegar al Nuevo Mundo, sino navegando siempre hacia el Levante. De acuerdo con sus cálculos y según los mapas que había trazado junto a Keiko, el camino de las Indias era mucho más extenso y plagado de obstáculos; sin embargo, era tan imperativo conocer los pueblos del Oriente como anticiparse al seguro arribo de los europeos a Tenochtitlan. Y, sobre todas las cosas, alcanzar las tierras de Aztlan.
Los comerciantes de Venecia guardaban una larga aunque muchas veces interrumpida relación con Oriente. A su paso por la ciudad de los canales, Quetza obtuvo algunas de las cartas que había establecido un célebre mercader, acaso uno de los primeros en recorrer los caminos entre las tierras de los tártaros y el extremo de Catay.
Muy pocos apuntes quedaron del viaje de la avanzada mexica por Oriente. Sin embargo, pueden deducirse los puntos que fueron uniendo a su paso y las maravillas que descubrieron en cada reino. La piel amarilla de los mexicas y el origen y apariencia de Keiko por momentos facilitaron la travesía y, por otros, fue un obstáculo casi insalvable. A diferencia de Marco Polo, quien se vio forzado a viajar hacia el Oriente por tierra, ya que las rutas marítimas estaban cerradas para los venecianos, la escuadra mexica necesitaba de sus barcos, por cuanto no existía forma de regresar a Tenochti-tlan si no era por mar.
Así, partieron de Venecia y navegaron por el mar Adriático hasta llegar a la isla de Negroponte, también llamada Eu-bea. Allí Quetza conoció el origen de los dioses que crearon no ya a los hombres, sino a los propios dioses que se expandieron en Europa, convertidos en diferentes entidades. Y, en efecto, aquellas tierras fabulosas en medio de un mar turquesa nunca visto, parecía la morada de las deidades. Los libros de los poetas decían que en esa isla Zeus, el Dios de los Dioses, se había casado con su tercera esposa, Hera, y que allí, de la divina unión, habían nacido Hefesto, Ares, Ilitía y Hebe. Así, la escuadra mexica descubrió que las epopeyas de los dioses que habían creado el Valle de Anáhuac no eran diferentes de aquellos dioses a los que cantaban los griegos. Luego de unir las islas que, como gemas preciosas, formaban un collar en el mar Egeo, llegaron a Turcomania a través del mar de Mármara y, por fin, quedaron a las puertas mismas del Oriente: el Bosforo, la estrecha antesala que conducía a la magnífica Constantinopla.
Supo Quetza que aquella ciudad, también llamada Bizan-cio, en la que los minaretes y las angostas agujas de los palacios competían por alcanzar el cielo, había sido la capital de aquel mundo que acababan de descubrir. O, más bien, había sido el centro de los imperios más grandes del Nuevo Mundo: el Imperio Romano, el Bizantino y, por aquellos días, el Turco. Constantinopla era la puerta entre Oriente y Occidente y, por entonces, los mahometanos se ocupaban de que permaneciera bien cerrada para los pueblos infieles. El templo mayor, Ayasofia o Santa Sofía, según quien estuviese en el poder, era no sólo el emblema de la ciudad, sino que sus ladrillos eran el testimonio mudo de su historia: el Cristo Rey y Mahoma se la habían disputado desde su construcción; fue iglesia, luego mezquita y, se dijo Quetza, terminaría siendo el templo de Quetzalcóatl. La avanzada mexica supo que Constantinopla, o Necoc, tal como la bautizaron, término este que significaba "Ambos lados", era, acaso, el punto más importante; de hecho, quien tenía la llave de aquella puerta privilegiada tenía el dominio del mundo.
La escuadra mexica se internó en el Ponto Euxino, conocido en las cartas venecianas como Mar Mayor, a cuyo Norte se extendía la temible Provincia de la Oscuridad. Pasaron por el puerto de Samsun y tocaron tierra en Trebisonda. En Turcomania, Quetza recibió como obsequio de uno de los grandes caciques mahometanos un caballo y una yegua que superaban en hermosura y pureza a los que traían de España; de hecho, allí se criaban los mejores caballos de la Tierra.
A su paso por la Gran Armenia, le regalaron las más be-lías telas que jamás hubiese visto y conoció las fabulosas minas de plata que, otrora, proveían del metal a los europeos. Pudo ver con sus ojos la gigantesca montaña que mencionaban los libros sagrados como el lugar donde descansaban los restos de la gran barca que, según los nativos, salvó la vida de la faz de la Tierra cuando un diluvio asoló al Nuevo Mundo.
Resulta un verdadero enigma el modo en que la flota capitaneada por Quetza pudo llegar con sus barcos desde el Ponto Euxino hasta el río Eufrates; pero lo cierto es que las notas dejaban constancia de que estuvo tanto en uno como en otro, siendo que no había curso de agua conocido que uniera el gran mar interior con el río mesopotámico. Navegaron las aguas que los libros sagrados de los nativos señalaban como uno de los ríos del Paraíso y, en su curso, visitaron Mosul, donde fueron obsequiados con finas sedas, especias y perlas. Estuvieron en Muss, en Meredin y llegaron a la gran Baudac.
La ciudad de Baudac, llamada en los libros Susa, estaba habitada por un sinnúmero de pueblos: judíos, paganos y sarracenos convivían en paz. Allí le fue obsequiada una pareja de camellos. Quetza y su comitiva quedaron maravillados con esas bestias: no sólo eran capaces de llevar en su lomo a un jinete con sus pertrechos igual que los caballos, sino que podían atravesar desiertos enteros con el agua que cargaban en sus gibas. Con esos animales fuertes, ágiles y nobles podrían franquear las barreras desérticas que existían más allá de Tenochtitlan y serían un gran instrumento a la hora de conquistar el Nuevo Mundo.
Navegaron luego durante dieciocho jornadas y llegaron al golfo de Persia. Entraron, por fin, en el Mar de la India. El primer punto que tocaron a la salida del golfo fue Curmós. Aquella pequeña ciudad constituía la segunda puerta, si se consideraba a Constantinopla como la primera, ya que, en ese preciso lugar, se iniciaba la ruta hacia el Oriente Lejano y, según consideraba Quetza, hacia la mismísima Tenochtitlan. No fue fácil para la escuadra atravesar ese estrecho que era una vieja guarida de piratas, cuyos barcos acechaban a las naves que entraban o salían cargadas de mercancías. Según se desprende de las escasas crónicas de este tramo de la epopeya, debieron luchar con denuedo no sólo para proteger el valioso cargamento, sino también para conservar sus propias vidas.
Una vez en mar abierto, pusieron rumbo hacia el Levante y, sin obstáculos, arribaron a la India. Quetza pudo haber escrito libros enteros sobre las maravillas que vio en la India y, de hecho, taí vez así haya sido. Sin embargo, son muy pocas las notas que de este tramo del viaje han podido reconstruirse. Se sabe que quedó deslumhrado con sus templos, tan semejantes a los de su propia patria y con sus palacios majestuosos que tanto se parecían a los de su tlatoani. Si para la sociedad mexica el Estado estaba por delante de cada uno de sus miembros, en aquellas tierras el universo entero parecía girar en torno de cada individuo. Pero a diferencia de los italianos, quienes compartían la experiencia individual entregados al goce de la existencia, aquí cada quien parecía vivir encerrado dentro de sí. Podían caer ciudades, derrumbarse dinastías, surgir y desaparecer imperios, establecerse alianzas, ocurrir pestes y hambrunas, y, sin embargo, nadie parecía inmutarse. Todos se entregaban a la contemplación de su propio espíritu. Si para los mexicas no existía un más allá luego de la muerte, para los indios la muerte era sólo una circunstancia fugaz, una pequeña nada entre dos eternidades hechas de vida. La vida continuaba en sucesivas y eternas encarnaduras, transmigraciones de cuerpo en cuerpo hasta alcanzar el saber verdadero. De este permanente y doloroso renacer habría de surgir, al fin, la redención. Si aquel Nuevo Mundo vivía bajo la disputa feroz entre los cruzados del Cristo Rey y las huestes de Mahoma, en la India toda disputa parecía caer dentro del enorme y beatífico vientre del Buda; en su colosal abdomen todo se armonizaba.
En la ciudad de Cail, a Quetza le fue obsequiada una pareja de elefantes pero, viendo que las dimensiones de las bestias no se ajustaban a la capacidad de las naves, finalmente le dieron sólo una elefanta preñada que asegurara la descendencia: sabían adivinar en la forma de su vientre si lo que llevaba sería un macho o una hembra. Los mexicas jamás habían imaginado que pudiera existir un monstruo de semejante tamaño, fortaleza y mansedumbre. La carabela que le había regalado la reina Isabel parecía aquella mítica arca que, decían, estaba en la cima del monte Ararat. Caballos, camellos, elefantes, aves, perros, roedores y hasta insectos se hacinaban en la bodega de la segunda nave de la reducida escuadra. Y así, cargados con todas esas novedades, zarparon de Cail con rumbo al Oriente.
Luego de varias jornadas, tocaron el extremo de la Pequeña Java, en Sumatra, también llamada Isla de Oro. Quet-za y sus hombres supieron que había en la isla montañas doradas y acaso tanto oro como en el valle de Anáhuac. Era aquella ciudad uno de los dos extremos del puente marítimo que conducía a la mismísima Catay; por fin iban a conocer la tierra que les había prestado la identidad frente a los ojos de todos los pueblos que visitaron. Durante tanto tiempo los habían creído cataínos, que los mexicas casi llegaron a convencerse de que eran oriundos de allí. Y acaso no se equivocaran.
Navegaron en torno del vientre henchido que formaba el extremo del continente oriental sobre el mar de Cin, tocando las costas de (Jaitón, Fugiú, Cianscián, Ciangán, Ciangiú y Tigiú. Y a medida que iban conociendo las ciudades y los pueblos de Catay, no podían evitar la extraña certeza de que, aunque jamás habían estado antes en esas tierras, todo les era familiar. Certidumbre que se convirtió en pasmo cuando, tallado sobre la entrada de un palacio de Tundinfú, vieron la figura inconfundible de Quetzalcóatl.
Allí, frente a los azorados ojos de la avanzada mexica, estaba la serpiente emplumada, representación de Quetzal-cóatl, cuya imagen aparecía con tanta insistencia en los dominios de Tenochtitlan como en la lejana Catay, tal como podían comprobar a medida que avanzaban por los poblados diseminados a lo largo de la costa. Era la misma, exacta e idéntica figura: su rostro feroz, los colmillos surgiendo de los belfos, las fauces abiertas formando un cuadrado, ios ojos amenazadores, su cuerpo ondulante de serpiente y las plumas coloridas de ave, eran la réplica de Quetzalcóatl. Por primera vez, Quetza tuvo la certidumbre de que las tierras de Aztlan estaban cerca.
Las esculturas que adornaban los palacios, los motivos de las pinturas y las pagodas escalonadas, todo tenía reminiscencias conocidas para los mexicas. Si a su paso por Europa el pequeño ejército capitaneado por Quetza tenía la impresión de avanzar por un territorio inédito, desconocido, a medida que regresaban por Oriente, el mundo comenzaba a resultar algo familiar. Impresión que se convirtió en certeza al llegar al pie de un puente que unía las orillas de un río ancho y caudaloso: la construcción era igual a la que daba acceso a Tenochtitlan desde tierra firme; no sólo tenía la misma apariencia, sino que estaba hecha con similar técnica y materiales: la caña, la piedra y la madera habían sido utilizadas de la misma forma. Como el gran puente que unía la capital del Imperio Mexica con las tierras del valle, aquel que se extendía frente a sus ojos tenía unos quinientos pasos de largo y una anchura tal, que podían pasar diez hombres de a caballo uno al lado del otro. A medida que la avanzada mexica cruzaba el puente, no podía evitar la certidumbre de que estaba atravesando el tiempo y la distancia que los conducía hacía su propio origen: el lugar desde donde había partido el sacerdote Tenoch.
Si el mundo terrenal de los pobladores de Catay tenía muchos puntos de contacto con el de los mexicas, la concepción del universo era sorprendentemente parecida. El calendario de los europeos era sumamente impreciso, requería permanentes correcciones y era mucho más precario que el de los pueblos del Valle de Anáhuac. Quetza pudo comprobar con sorpresa que uno de los calendarios de Catay, el denominado Yi, era. idéntico al que él mismo había concebido. El calendario Yi tenía trescientos sesenta y cinco días agrupados en dieciocho meses de veinte días, en el que habían cinco días aciagos, tal como el que había quedado plasmado en la piedra circular que ideó Quetza. El emblema de la nacionalidad Yi era el tigre, mientras que el de los mexicas era su equivalente, el jaguar. En el sistema cataíno había dos festividades: la Fiesta de la Antorcha y la Fiesta del Cénit de las Estrellas, en las que se celebraba el año nuevo. Entre las dos fiestas había ciento ochenta y cinco días. Los mexicas celebraban ambas fiestas en las mismas fechas. Por otra parte, ambos calendarios representaban ciclos de sesenta y de cincuenta y dos años, basados en un sistema de círculos. El ciclo de sesenta años consistía en dos ruedas concéntricas superpuestas, una con diez troncos celestes y otra con doce ramas terrestres. El desplazamiento de ambos círculos extendía el ciclo de sesenta años para contar el tiempo. El ciclo de cincuenta y dos años utilizaba dos ruedas concéntricas, una con cuatro símbolos y otra con trece, o una con trescientos días y otra con doscientos sesenta. Por otra parte, resultaba notable el hecho de que cinco jeroglíficos del calendario me-xica coincidían con los del calendario Yi: serpiente, perro, mono, tigre (jaguar) y conejo aparecían en ambos calendarios dispuestos de igual mismo modo.
Bajo aquel cielo, cuyos astros estaban guiados por el mismo calendario del Valle de Anáhuac, el pequeño ejército me-xica continuaba su epopeya hacia el Levante con la certeza de que el lugar del origen estaba cada vez más próximo. El corazón de Quetza latió con una fuerza inusitada cuando, por fin, vio las costas de aquellas tierras que muchos creían míticas, legendarias e inexistentes. Allí, frente a los ojos empañados de los mexicas, estaba el lugar del inicio, el sitio de las garzas, el punto desde donde había partido el sacerdote Tenoch: la fabulosa patria de Aztlan.
Siete pirámides conformaban el centro ceremonial. Al pie del monumento mayor, idéntico a Huey Teocalli, se extendía la plaza desde la cual surgía una amplia calzada que conducía a la piedra de los sacrificios. Quetza y Keiko caminaban a lo largo del camino como quienes transitaran las extrañas calles construidas por los arquitectos que habitan en los sueños. La avanzada mexica tenía la impresión de haber andado ya sobre aquellas piedras tan familiares y desconocidas a la vez. Igual que en Tenochtitlan, a cada lado del Gran Templo había sendas construcciones piramidales. Y a medida que avanzaban, el sueño parecía convertirse en pesadilla. Ese lejano centro ceremonial era igual al de su tierra, sólo que estaba derruido. Roída por el viento y el abandono, aquella ciudad deshabitada parecía ser el espejo del tiempo. Era como ver a Tenochtitlan sumida en ruinas. Caminaban con el terror instalado en sus rostros, como si estuviesen viendo sus propios cadáveres. Allí estaba, reconocible, el Templo del sol. Una plataforma circular reducida a restos de piedras derrumbadas, coincidía con el Templo de Ehécatl-Quetzalcóatl, el Dios del Viento. Al Sur del equivalente de Huey Teocalli, se veían las ruinas del Templo de Tezcatlipoca que, al igual que el de los mexicas, estaba orientado hacia el Poniente. Frente a esta construcción, en la misma ubicación que en Tenochtitlan, había un pedestal, ahora despojado de la escultura en honor del tlatoani. Dispuesta de Este a Oeste, siguiendo el recorrido del Sol, había una escalinata a cuyos pies se veían, claramente, la figura de una serpiente y la de un pájaro. Al ver esta escultura, los ojos de Quetza se anegaron: allí, al otro lado del océano, a tanta distancia de su casa, descubrieron el origen de la señal que había marcado los pasos de Tenoch. Ahora la historia cobraba sentido: cuando los seguidores del sacerdote descubrieron la escena del águila devorando a la serpiente, estaban, en realidad, viendo aquella escultura. Para Tenoch no fue aquella visión una señal caprichosa, sino la materialización de esa escena escultórica que adornaba su antigua ciudad. Aquí y allá podían verse figuras de felinos protegiendo los templos, animales acaso más grandes y temibles que los jaguares.
La vanguardia mexica caminaba hacia adelante y, sin embargo, se diría que, a cada paso, avanzaban en el espacio pero retrocedían en el tiempo. Habían llegado al sitio del origen, a la ciudad desde la cual habían partido los pioneros que fundaron todas las civilizaciones del Valle de Anáhuac y, acaso, todas las otras que se extendían hacia el Norte y el Sur del Imperio. Sobre una de las escalinatas descubrieron un nicho circular formado por piedras. Se inclinaron con respeto y, al remover una de las rocas, pudieron ver un esqueleto envuelto con unos atuendos muy semejantes a los que usaban los sacerdotes que, en Tenochtitlan, pertenecían a la orden de Tláloc.
La disposición de esa ciudadela era igual a la de la capital del Imperio Mexica; desde el recinto mayor del centro ceremonial partían cuatro calzadas que, tal como la de Iztapa-lapa hacia el Sur, la de Tepeyac hacia el Norte, la de Tacuba que unía la isla con la tierra firme y la pequeña calle que iba hacia el Este, parecían estar calcadas de éstas. La plaza de las ceremonias, los edificios, los monumentos y palacios, igual que en Tenochtitlan, estaban dispuestos como los astros en el Cosmos. A medida que avanzaban entre aquellas ruinas, los mexicas no sólo podían reconocer su ciudad, sino su propio universo. Pero, qué había provocado el fin de la civilización de sus ancestros, se preguntaban para sí con silencioso temor. Por qué Tenoch se vio impulsado a partir y abandonar la ciudad. No había ningún indicio de destrucción ni saqueo, nada hacía ver que la ciudad hubiese sido atacada, invadida y sus habitantes sojuzgados. No había vestigio alguno de cataclismo o desastre natural; sólo el calmoso trabajo del viento, la lluvia y la soledad, lentos gusanos de las ciudades muertas, habían horadado el estuco y los pigmentos hasta el hueso pétreo de las pirámides. Era como si todo el mundo hubiese partido obedeciendo a un insondable mandato de los dioses. Y quizás así hubiera sido. Ninguna otra explicación pudo encontrar Quetza en los restos mortuorios de la ciudad. Las garzas caminado sobre las ruinas, hundiendo sus largas patas en los lagos hechos de lluvia y tristeza, tal vez tuviesen la respuesta al enigma.
Y así, sin atreverse a llevar siquiera una piedra de la Ciudad del Origen, temerosos de que sus pasos provocaran una profanación, la avanzada mexica, igual que sus antepasados, abandonó la ciudad cargando con el peso de la congoja y el misterio.
La escuadra mexica abandonó Catay, navegando siempre hacia el Levante. Quetza y Keiko, en la pequeña carabela que les diera la reina de España, iban en silencio sabiendo que se aproximaban a un final que aún no podían precisar. La niña de Cipango se había convertido, tal vez, en el marino más valioso de la tripulación. De hecho, sin los conocimientos de Keiko, sin los mapas que podía trazar con su mano sutil y su memoria prodigiosa, quizá jamás hubiesen llegado hasta donde llegaron. Y nunca habrían de alcanzar el destino al cual se dirigían ahora. Aquella muchacha, en apariencia tan frágil, se había comportado como un guerrero más del pequeño ejército y, cuando las circunstancias lo requirieron, supo combatir en las batallas como cualquiera de los hombres y, acaso, con más valor que muchos de ellos. Si estando en tierra firme se aferraban el uno al otro como la única esperanza en este mundo, en medio del mar, en aquella arca que se diría bíblica, en cuya bodega, de a pares, iban caballos, camellos y hasta una elefanta preñada, Quetza y Keiko creían ser el último hombre y la última mujer. Igual que las bestias que llevaban a bordo, serían ellos quienes habrían de perpetuar la especie si un cataclismo borraba la vida de la faz de la Tierra y sólo ellos sobrevivieran.
Y así, lentamente, avanzaban las dos naves dejando tras de sí una estela de espuma que se fundía con las olas hasta desaparecer. Entonces, hacia el Este, otra vez divisaron tierra. Pero por primera vez ante un nuevo descubrimiento, el espíritu conquistador de Quetza se desgarró de pena. Eran aquellas las costas de la lejanísima Cipango. Los ojos de Keiko se anegaron bajo una silenciosa tormenta de sentimientos antagónicos: por primera vez desde que era una niña, cuando la robaron de su casa y la embarcaron hacia un mundo hostil y desconocido, volvía a ver las costas de su patria.
Quetza adivinó en la mirada de Keiko una recóndita voluntad que ni siquiera ella podía descifrar. Tal vez algún día fuese su esposa. Quizá, si alguna vez el mundo fuese uno, si Quetzalcóatl y los demás dioses de la vida llegaran a reinar por sobre los dioses de la muerte y la destrucción, si acaso el único imperio fuese el Imperio del Hombre, entonces no habría fronteras ni océanos que pudieran separarlos. Pero mientras tanto, cada uno era apenas un fragmento de patria que pugnaba por fundirse, otra vez, con la tierra de donde habían partido. Quizás, el sentido último de los viajes fuese el regreso. "Se viaja para volver", había anotado Quetza en algún lugar de sus crónicas. El capitán mexica se dijo que no tenía derecho a arrancar a Keiko de su casa por segunda vez; esa delgada isla, tan sutil como el trazo de un pincel, era su hogar. Sólo entonces Quetza descubrió que había recorrido medio mundo no para descubrir y conquistar nuevas tierras, sino para devolver a la niña que había sido robada de su casa.
La pequeña carabela tocó tierra junto a un muelle. Keiko posó sus pies sobre la explanada y, sin girar la cabeza, caminó con su paso breve hacia la villa de pescadores que se extendía paralela al mar. La niña de Cipango se alejó hasta perderse al otro lado de un seto de cañas mecido por el viento.
Un silencioso cataclismo devastó el universo que Quetza y Keiko habían logrado concebir.
No existía obstáculo que se interpusiera entre Cipango y la costa Oeste del Imperio Mexica, las tierras situadas al Norte de Oaxaca. De acuerdo con los cálculos de Quetza, la distancia entre ambos puntos era apenas mayor que la que había desde el lugar de partida en la Huasteca hasta Huelva. Las crónicas del viaje en este punto se redujeron casi hasta la extinción. Apenas unas pocas notas reflejan el ánimo desolado de Quetza al dejar a sus espaldas la isla de Cipango. Ni siquiera la idea del reencuentro con la otra mujer que amaba, su futura esposa, Ixaya, alcanzaba para confortarlo. Tampoco el hecho de saber que habría de ser recibido con honores por el tlatoani como el hombre que escribió la página más gloriosa de la historia de Tenochtitlan, sólo comparable con la remota epopeya de Tenoch, le servía de consuelo. Lo impulsaba el anhelo de encontrarse con su padre, Tepec, y la certeza de que si dilataba su arribo a la capital del Imperio Mexica por el Oeste, tal vez llegaran antes los españoles o los portugueses por el Este.
Cerca de noventa jornadas tardó la escuadra capitaneada por Quetza y Maoni en cruzar el océano. Si durante el tramo de ida hacia el Nuevo Mundo los ánimos de la tripulación, azuzados por el miedo, la desconfianza y la avaricia, habían puesto en riesgo la travesía, ahora, luego de probar su propia valentía y seguros de la sabiduría de su capitán, regresaban con el temple de los héroes. Navegaron sobre un mar sereno, sin sobresaltos, hasta que vieron flotando entre las olas algunas ramas, señal segura de tierra firme. El graznido de las gaviotas volando sobre la escuadra era la confirmación de la proximidad de la costa. Cuando al fin divisaron los acantilados del Norte de Oaxaca precipitándose al mar, en el momento mismo en que estaban buscando una playa donde desembarcar, se desató un oleaje furioso. Verdaderas paredes de agua venían desde el mar, chocaban contra las rocas y volvían con una fuerza tal que los barcos se elevaban quedando virtualmente suspendidos en el aire y luego caían como enormes peces muertos. Las olas golpeaban contra el casco de las naves haciendo que las maderas crujieran amenazando con quebrarse. El relincho de los caballos y los espantados alaridos del elefante agregaban patetismo a ese súbito pandemonio. La nave mexica comandada por Maoni y presidida por la serpiente emplumada, acaso porque era más liviana y versátil, parecía resistir mejor los embates que la carabela capitaneada por Quetza. Como un dragón luchando contra la furia del mar, pugnando por mantenerse a flote, el barco mexica ofrecía una tenaz resistencia. De pronto la nave española fue arrastrada por el oleaje y despedida contra una roca afilada que surgía desde el lecho del mar: el golpe hizo que se partiera a la mitad, convirtiendo en astillas las duras maderas del casco. La elefanta preñada intentaba desesperadamente nadar hacia la costa, pero a merced de los arbitrios de las corrientes iba y venía, giraba sobre su eje con la trompa en alto para poder respirar, hasta que desapareció por completo dentro de un remolino. Los caballos daban una lucha denodada y fue aún más penoso: uno de ellos llegó a alcanzar la orilla y subirse a un peñasco que sobresalía del acantilado. Pero viendo que no tenía modo de ascender por aquel muro de piedra, ni un resquicio por donde avanzar o retroceder, se entregó a la furia del mar, desapareciendo con una ola que lo golpeó sin piedad. Los camellos no resistieron ni un instante y se hundieron tan pronto como tomaron contacto con el agua, emitiendo un sonido doliente. En un abrir y cerrar de ojos, nada había quedado de la embarcación, de su cargamento y su tripulación.
Maoni, que había conseguido guiar su nave hacia un remanso formado por una escollera natural de piedras, ordenó a sus hombres que desembarcaran y nadaran hacia la costa. De pie en la cubierta, la palma de la mano sobre los ojos, buscaba con desesperación a los tripulantes escudriñando cada ola, viendo en el interior de las correntadas, a la vez que gritaba el nombre de su capitán. Maoni consiguió sacar del mar a cuatro hombres; el resto de la tripulación, incluido Quetza, habían desaparecido entre las aguas.
La carabela obsequiada por la reina de España, aquellos animales fabulosos nunca vistos, las ruedas sobre las que se deslizaban los carros, los carros, las terroríficas armas de fuego, la pólvora que impulsaba las bolas de acero, las sedas de Oriente Medio, las semillas de las plantas más exóticas, los pájaros de Catay, los vidrios de colores, los mapas y varios de los amoxtli en los que habían quedado escritas muchas de las crónicas, luego de dar la vuelta a la Tierra, todo fue a dar al fondo del mar, justo frente a las costas de Oaxaca a las puertas mismas del gran Imperio Mexica. Si en la superficie el mar era un monstruo furioso, en las profundidades, sobre el lecho pedregoso, allí donde reposaba el cuerpo yaciente de Quetza, todo era calma. El capitán mexica, a medida que dejaba escapar de sus pulmones las últimas burbujas de aire, veía cómo a su lado caía una lluvia alucinatoria: elefantes, camellos, caballos, pedazos de barco y cuantas maravillas habían traído de su viaje, se abatían como una lluvia que tenía la lentitud de lo ilusorio. Tendido en el fondo del mar, Quetza era consciente de que estaba muriendo y aquella certeza parecía liberarlo de una congoja tan extensa como la distancia que había navegado. Solamente quería descansar, mientras veía precipitarse esa lluvia extrañamente bella. Se sentía feliz y era aquélla la muerte que habría elegido si le hubieran concedido esa gracia. Por fin, se dijo, había podido escapar para siempre de las garras de Huitzilopotchtli. Eso pensaba cuando pudo sentir un brazo que lo rodeaba. Y luego no sintió nada más.
Cuando volvió a abrir los ojos, Quetza vio un cielo diáfano y escuchó un graznido de gaviota. La arena tibia sobre la espalda lo reconfortaba un poco del frío que surgía del tuétano de sus propios huesos y se irradiaba hacia la piel. La cara de Maoni eclipsó el sol que iluminaba el rostro de Quetza y entonces él capitán mexica quiso que el recuerdo de la carabela partiéndose por la mitad no fuese más que una pesadilla. Se incorporó, giró la cabeza hacia el mar y al ver fondeada la nave presidida por la serpiente emplumada sin su compañera de escuadra, comprendió que aquella evocación era verdadera. Lloró con un desconsuelo infantil cuando supo que cinco de sus hombres habían muerto, que todo se perdió en el fondo del océano, a las puertas mismas de su patria. Tal vez, si la tragedia lo hubiese sorprendido en medio del mar, lejos de su tierra, no sentiría ese dolor inconsolable. Pero el hecho de estar él en el suelo firme de Oaxaca y sus hombres ahogados a pocos pasos, sin haber podido alcanzar la costa al fin de la hazaña, era un golpe del que jamás habría de reponerse.
El diezmado ejército mexica entró en Tenochtitlan después de haber cruzado la cadena de montañas, al cabo de una caminata que duró varias semanas. La ilusión de Quetza de entrar en la ciudad por sobre el puente que conducía a la plaza ceremonial montado a caballo ante los ojos azorados del pueblo, quedó sepultada bajo el mar. El imaginado desfile triunfal exhibiendo los camellos, el elefante y los atuendos que les obsequiaran en los distintos países, desapareció en el lecho pétreo del océano. Habían conseguido dar la vuelta completa alrededor de la Tierra y, sin embargo, llegaban como un ejército derrotado. Los pobladores que asistían al regreso de aquellos hombres fatigados, hambrientos y adelgazados hasta el hueso, salían a su encuentro para asistirlos piadosamente. Y no era piedad lo que merecían. Con sus últimas fuerzas, Quetza, Maoni y sus hombres pudieron ver, otra vez, la magnífica Tenochtitlan desde las montañas. Ahora sí tenían fundamentos para asegurar que era el sitio más sublime de la Tierra. Parecía la misma ciudad de la que habían partido hacía tanto tiempo. Pero era otra.
Quetza recorría la distancia que lo separaba de su casa; tenía los pies llagados, dolientes y, así y todo, corría aunque con paso impar. El capitán mexica llegó más tarde que los rumores que, de boca en boca, anunciaban su regreso. Cuando por fin estuvo bajo el vano de la entrada de su casa, lo esperaba la más fiel de las esclavas de Tepec, la madre de Ixaya, su futura esposa. La mujer lo abrazó como si fuese su hijo y, cuando le preguntó por su padre, por toda respuesta, recibió un llanto amargo. El viejo Tepec había muerto. Quetza la separó extendiendo sus brazos, quería convencerse de que no era cierto lo que decían esas lágrimas. Pero en el rostro descompuesto de la esclava podía verse la confirmación. Y viendo aquella expresión, Quetza supo que aún había otra noticia que no se atrevía a darle. Entonces le preguntó por Ixaya. En el silencio de la mujer estaba la respuesta. El capitán, aunque quisiera convencerse de lo contrario, sabía que era el precio que debía pagar por su larga ausencia. Ixaya se había casado y esperaba un hijo de Huatequi, el mejor amigo y, a la yez, el más antiguo rival de Quetza.
Quetza había perdido uno de sus barcos, parte de la tripulación y las pruebas de su epopeya. Había perdido a su padre y a las dos mujeres que amaba. Pero aún podía perder mucho más: su patria. Tenochtitlan estaba en peligro. Debía hablar cuanto antes con el tlatoani. Con el corazón quebrado, intentando recomponer su paso enclenque y su investidura de capitán, marchó hacia el Templo Mayor.
No bien Quetza se presentó en Huey Teocalli, supo que el emperador Tízoc, quien había apadrinado su expedición, había muerto y ahora lo sucedía Ahuízotl. El nuevo tlatoani ni siquiera estaba al tanto de la empresa que su antecesor confiara al joven capitán. Quetza narró al emperador cada detalle del viaje. Le habló de las tierras que se hallaban a ochenta jornadas navegando hacia el Este, relató las ambiciones territoriales de España y Portugal y su encuentro con la reina Isabel. Con gesto impávido, buscando posición en su trono, Ahuízotl permanecía en silencio. Quetza le habló a su rey del poderío naval de los reinos de Europa, de aquellas bestias maravillosas, fuertes y sumisas, los caballos, que hacían que los ejércitos pudieran avanzar veloces y contundentes. Le describió los carros que se deslizaban sobre ruedas, las armas de fuego capaces de demoler muros y castillos de piedra. Le dijo que si las tropas mexicas contaran con una caballería y aquel armamento, no podrían ser derrotadas por ningún otro ejército. Le relató el modo en que se habían apoderado por algunas horas de la ciudad de Marsella, haciendo prisionero al cacique luego de haber derrotado a su guardia y tomado su palacio. Las palabras se le agolpaban en la boca para describirle al tlatoani las maravillas que había visto en Venecia, ciudad que definió como gemela de Tenochtitlan, en Florencia y en todos los reinos de la península itálica. Quetza intentaba no mirar a los ojos del rey, pero tal era la emoción que imprimía al relato que, por momentos, se olvidaba del protocolo. De rodillas ante Su Majestad, le habló de la Puerta de Ambos Mundos, la increíble Constantinopla, de las ciudades que se diseminaban a lo largo de los ríos de la Mesopotamia, le describió los camellos, aquellas bestias que podían cruzar desiertos llevando agua dentro de unas gibas que tenían en su lomo; le relató sus impresiones de la India y de Catay. De pronto Quetza guardó un silencio recogido para encontrar las palabras más adecuadas y entonces, por fin, incorporándose, le dijo a Ahuízotl que había estado en las lejanas tierras de Aztlan, el lugar del origen desde donde había partido el sacerdote Tenoch. El capitán mexica esperaba que en este punto el emperador dijera algo, pero ante su cerrado silencio, continuó: luego de acariciar las costas de una isla llamada Cipango, navegó hacia el Este hasta completar la vuelta a la Tierra, llegando a los territorios del Imperio por Oaxaca.
Pero el tlatoani no pronunció palabra. Sólo entonces, una silueta agostada y temblorosa surgió desde las sombras, elevándose lentamente detrás del trono de Ahuízotl. Quetza pudo reconocer en esa figura marchita a su viejo verdugo: el sacerdote Tapazolli. Apoyándose en un bastón, el religioso caminó con paso trémulo y con aquella misma voz que tanto le conocía dijo:
– Imagino que debes haber traído alguna de todas esas maravillas.
Quetza, de rodillas como estaba, se derrumbó en un llanto silencioso. Hecho un infantil ovillo de tristeza, lloraba como nunca lo hizo. No creyó necesario decir que todas las pruebas de su travesía habían quedado sepultadas en el fondo del océano. No creyó necesario decir eso ni ninguna otra cosa. De hecho, decidió no volver a pronunciar una sola palabra más.
Desterrado por segunda vez, Quetza fue nuevamente obligado a partir a la Huasteca y confinado en la Ciudadeía de los Locos. Maoni y los compatriotas que lo acompañaron fueron sacrificados en Huey Teocalíi como enemigos de Te-nochtitian. Los demás, volvieron a la misma cárcel de la que habían salido…
Quetza solía encaramarse sobre los techos, en el lugar más alto, y desde allí, en cuclillas, contemplaba el mar sin pausa desde el amanecer hasta el ocaso. Mientras abajo los demás reclusos deambulaban cargando con sus espantajos invisibles, discutiendo a los gritos con los demonios que anidaban en sus cabezas, Quetza, con los ojos abiertos, sin parpadear, esperaba el momento en que, desde el horizontey surgieran ios mástiles de las naves del almirante de la reina, trayendo consigo los dioses de la muerte y la destrucción.
Aquel centinela agazapado sobre lo alto era el único que lo sabía: la guerra de los dioses estaba por comenzar.