Toda mi vida, desde que yo recuerdo, he deseado intensamente que existiera un más allá y que pudiéramos tocarlo, que hubiera una vida además del mundo visible. Porque, si la había, yo podría contactar con mis padres, y entonces el mundo volvería a tener sentido. El sentido que perdió cuando desapareció el símbolo de la seguridad de mi infancia, pequeño y enorme al mismo tiempo, la persona que me consolaba, me escuchaba, me alimentaba, me arropaba y me contaba cuentos, a la que tantas veces había desobedecido, rechazado o no hecho caso, pero en la que siempre había confiado. Amaba a mi madre. A mi padre también, supongo, pero a él no le necesitaba.
Cuando nos fuimos a vivir con mi tía Pat, ella me obligaba a acostarme todas las noches antes de tener sueño, me daba las «buenas noches, Cordelia», apagaba la luz y desaparecía por el pasillo. Ni siquiera tenía el consuelo de oír su taconeo porque jamás usó tacones. Aquella pena que sentía ante la injusticia tan flagrante de tener que acostarme sin cuentos, sin besos, sin caricias, sin luz, se disolvía como azúcar en agua con las visitas de mi madre. Yo me concentraba en llamarla, repetía su nombre una, dos, tres…, mil veces, y por fin, poco a poco, su imagen se materializaba. Al principio, difusa, suave, casi irreconocible, una sombra blanca. Después iba adquiriendo contornos más tangibles, más nítidos, hasta que la tenía frente a mí, tan viva como antes del accidente. Se sentaba en la cama y, sin hablar, me acariciaba el pelo con expresión de infinita ternura. Pensaréis que eran imaginaciones de niña, delirios, pero a día de hoy sigo creyendo que el espíritu de mi madre venía a verme, porque la necesitaba. Luego, poco a poco, dejó de acudir, hasta que sólo se aparecía en sueños. Así la sigo viendo a menudo. No tanto a mi padre, no estábamos tan unidos.
Con la muerte de Martin, esa necesidad desesperada de Fe, con mayúsculas, revivió. Necesitaba ardientemente una prueba de que aquél no era el final, sino el principio, y que de alguna forma volveríamos a reunimos en alguna parte, en algún lugar en el que mis padres me estaban esperando también.
Cuando nos dijeron que teníamos que dejar la casa de Martin, me hice a la idea de que volvería allí. Con infinita paciencia, removiendo piedras y quitando cal de las junturas con un taladro, hice estribos en el muro para facilitar la ascensión. A primera vista resultaba imposible advertir que, disimulada entre las piedras del muro, había una especie de escalera. Hice otra similar en la parte interna. Así sabía que, si quería volver, en cualquier momento podría saltar el muro y entrar en la casa.
Tras abandonar la casa de Martin conservé -como recordarás, Helena- las llaves. Una vez instaladas en Punta Teno, un día cogí la furgoneta y decidí volver. Sabía que sus hijos pasaban en la casa los veranos, las vacaciones de pascua y algunos fines de semana, pero que no vivían allí. Por supuesto, la puerta de acceso estaba cerrada, pero no me fue nada difícil saltar, como os he dicho.
No pensaba entrar en la casa, me bastaba con pasearme por el jardín, que estaba descuidado, porque el césped había muerto y sólo sobrevivía vegetación autóctona, de forma que aquello presentaba un aspecto completamente nuevo, pero no peor, sólo distinto. Quería quedarme meditando e invocando al espíritu de Martin mientras contemplaba la puesta del sol sobre el mar. Daba por hecho que los nuevos dueños habrían cambiado las cerraduras de las puertas pero, de todas formas, por si acaso, había llevado las llaves, y decidí probarlas. Efectivamente, no encajaban, ni las de la puerta principal, ni la del porche, ni la del enrejado que protegía el ventanal de la piscina. Sin embargo, para mi sorpresa, no habían considerado necesario cambiar la cerradura de la leñera.
Recordarás que ésta comunicaba con la cocina a través de un ventanuco. Apilé unos cuantos leños, rompí el cristal y luego, con paciencia, fui limpiando el marco de cristales para que no fuera peligroso atravesar el hueco. Como soy tan delgada, no me resultó difícil saltar a la cocina. Ya estaba dentro de la casa.
Me paseé por el interior recorriendo una a una las dependencias. La habían dejado más o menos tal y como estaba mientras vivíamos allí. La disposición de los muebles seguía siendo la misma. Incluso los libros y los cedes de Martin ocupaban su lugar exacto en las estanterías. No quería conducir de noche, así que no me pude quedar mucho tiempo. Recogí todo cuidadosamente para que nadie advirtiera que había estado allí. Como había retirado los cristales, pensaba que era posible que los hijos de Martin no se dieran cuenta de nada si sólo iban a pasar un fin de semana. Si no te fijabas mucho, no se notaba que la ventana ya no tenía cristal.
Nunca te lo dije, Helena, pero regresaba a la casa de vez en cuando para hablar con el espíritu de Martin. Necesitaba violentamente creer que él me escuchaba desde alguna parte. Estaba sedienta de esperanza. Vivir sin esa ilusión era como encerrarse en un cuarto estrecho y herméticamente cerrado: el suicidio por asfixia.
Heidi vino a apagar esa sed, fue la lluvia que riega un campo en el que la semilla ya ha sido sembrada. Desde el día que la conocí, su personalidad ejerció sobre mí una influencia extraordinaria. Se convirtió a mis ojos en la visible encarnación de esc ideal nunca visto pero tanto tiempo imaginado que me había obsesionado durante años. Sólo me sentía plena cuando estaba a su lado, y cuando estaba lejos pensaba en ella a todas horas. Creía que había visto la perfección cara a cara y el mundo se volvió maravilloso, demasiado maravilloso quizá, porque ahora entiendo que aquella adoración no era más que un delirio, un delirio peligroso. Yo vivía envuelta en una nube algodonosa, envenenada de opio. Porque cada vez que ella hablaba me transportaba a su mundo, a su cielo estupefaciente. Su elocuencia era espontánea, ardiente, improvisada. Si ella hablaba, sentía llamas de amor místico que me subían desde el corazón a la cabeza.
Cuando terminó aquel primer curso de meditación al que acudí, el entusiasmo y la fe se leían en todas las miradas, y yo sentí que la unción de Heidi corría a lo largo de la sala a modo de una influencia magnética, como si entre los que habíamos acudido fluyera una corriente que ella generaba. Si hubieras tocado a alguno, habrían saltado chispas eléctricas.
Pronto me di cuenta de que ella sentía algo por mí. Lo notaba en cómo me miraba, no como a una más de entre los discípulos, sino como a alguien especial, destacado, y ese saberme diferente y elegida entre los llamados me hacía aún más dependiente de su atención, de su mirada. Cuando me reflejaba en los ojos de Heidi veía a una mujer distinta, tocada por la gracia, destinada a algo grande y maravilloso. Ella me regalaba el oído y el alma con palabras de esperanza y de halago, con ofrecimientos de luz y poesía, de una historia importante empleada en algo digno, más grande que la vida. En Heidi estaba la garantía de una existencia plena de ocupaciones sublimes que exigían tanto esfuerzo y sacrificio como recompensas prometían.
Muchas veces íbamos juntas a una cala desierta que estaba en el norte. Casi nadie conocía aquel retiro secreto, y allí nos sentíamos a gusto, lejos de las miradas del resto del grupo. Contemplábamos el crepúsculo tomadas de la mano y ella me repetía que yo era especial, su discípula más amada.
Sin embargo, tenía una promesa hecha, un pacto, y no quería faltar a él. Por eso me negué durante tanto tiempo a vivir en la casa. Porque no quería dejar sola a Helena pese a que, poco a poco, su imagen se fuera empequeñeciendo más y más en mi paisaje, a medida que la de Heidi iba adquiriendo mayor protagonismo. De todas maneras, ella no insistía. Muchos de los discípulos no vivían en la casa, aunque acudían casi a diario para las sesiones de meditación y los rituales. Creo, además, que existía otra razón para que Heidi no insistiera: Ulrike. Ella toleraba mi presencia y la evidente fascinación mutua que existía entre Heidi y yo, pero no habría soportado compartir su puesto en la casa.
Cuando casi llevaba más o menos un año bajo el influjo de Heidi, uno de los discípulos falleció en la casa. Apareció muerto una mañana y nadie se planteó el porqué. Resulta sorprendente que nadie se hiciera preguntas, que nadie sugiriera que había que llamar a un médico para averiguar la causa de la defunción. Pero así era. La voluntad y las ideas de Heidi no se discutían. Ella anunció que Willem había ascendido a un estado superior y que debíamos alegrarnos por él. Más tarde, Ulrike trajo algo de beber, una especie de vino especiado que se consumía a veces en los rituales, y todos brindamos por él, para que despertara contento en la dimensión superior. Después de que varias mujeres hubieron lavado el cadáver con trapos impregnados en aceites esenciales, llevaron el cuerpo a la sala de meditación y uno a uno nos fuimos despidiendo de él.
Al atardecer encendimos velas e incienso mientras uno de los chicos más jóvenes empezaba a tocar la guitarra y entonábamos cánticos. Las llamas cálidas iluminaban el rostro de Willem, que parecía dormir plácido y tranquilo. Reunidos en torno al cadáver, celebramos los dones que nos había dado en vida. De vez en cuando alguien traía un cuenco lleno de vino especiado y nos lo íbamos pasando de mano en mano y bebiendo. A medida que la noche avanzaba, algo sagrado y solemne se iba apoderando de nosotros. Entramos en un trance mágico y durante algunas horas experimentamos la realidad sin tiempo ni espacio del alma.
En cuanto aparecieron las primeras luces tenues y blancas del alba, nos subimos todos a los coches que alguien había preparado y reunido durante la noche y emprendimos una excursión. Seguíamos al primero, que iba conducido por Heidi y Ulrike. Llegamos a Punta Teno. Aparcamos y estuvimos ascendiendo durante largo rato. Tres hombres cargaban el cuerpo de Willem, amortajado con trapos blancos. Por fin llegamos a un lugar desierto, un acantilado altísimo desde el cual se tenía acceso a una vista realmente increíble del mar. Alguien agitaba un pebetero y pesados vapores de incienso se mezclaban con el aire marino oscureciendo el cerebro. La simple cadencia de los cánticos, la extraña monotonía de la música, toda llena de repeticiones complicadas y de movimientos sabiamente repetidos, evocaba en el ánimo una especie de trance enfermizo. Me atraía aquel ritual tanto por su soberbio desdén de la evidencia de los sentidos como por la sencillez primitiva de sus elementos. Llevaba dos noches sin dormir, y aquel vino -que llevaba algún tipo de droga, ahora estoy segura- se me había subido a la cabeza, dejando mi conciencia liviana y flotante. Si Heidi me hubiera dicho en aquel momento que me arrojara al mar, lo habría hecho de buen grado, feliz y gozosa de sumergirme en el agua y bucear hacia el vacío absoluto, un vacío lleno de todo lo que contiene el universo, nada y todo a la vez, para hacerme inmortal.
Finalmente, entre todos alzamos el cuerpo de Willem, cubierto aún con el blanco sudario, y lo arrojamos al agua. Ni siquiera me fijé en si flotó o no. Aquélla era una pared recta, no había rocas ni playas visibles en el fondo, el cuerpo debió de caer directamente al agua, y supongo que la corriente lo arrastró mar adentro. Si alguna vez llegó a la costa, no tengo ni idea. Pero, si lo hizo, debía de hallarse en un estado tal de descomposición, comido por los peces, que nadie lo reconocería. En aquel momento ni siquiera se me ocurrió pensar que lo que hacíamos era ilegal, que deberíamos haber dado parte a las autoridades, que alguien debería haberse puesto en contacto con los familiares de Willem para comunicarles la noticia. Te digo que entonces sólo veía por los ojos de Heidi. Ahora pienso que lo más posible es que él, como tantos de los que vivían en la casa Meyer, hubiera cortado por completo los lazos con su familia. Ni siquiera deben de saber que ha muerto.
Había pasado año y medio desde mi primer encuentro con Heidi cuando ella me propuso hacer un viaje muy especial, pero me hizo prometer que de ninguna de las maneras revelaría lo que sucediera en el viaje a nadie, ni tampoco nuestro destino. Le di mi palabra y entonces tomamos el ferry desde Santa Cruz de Tenerife a Puerto del Rosario, íbamos en su Land Rover. Condujimos por la isla durante lo que a mí me parecieron horas, hasta que llegamos a Cofete, a la casa de un medianero. Heidi y Ulrike acudían al menos una vez al mes, y Heidi se retiraba allí largas temporadas para meditar y escribir. Además de ella, en el grupo sólo Ulrike sabía de su existencia. Y, a partir de entonces, también yo.
Heidi me explicó que su padre había sido en cierto modo el alma de Thule Solaris, el que había mantenido Thule viva durante muchos años en los que la orden zozobraba, y que había iniciado a su hijo, el hermano mayor de Heidi, para sucederle en esa misión. Pero éste había fallecido muy joven y el plan se había truncado, así que hubo que modificarlo. Nadie esperaba de Heidi que fuera iniciada, pero al morir su hermano su padre la instruyó en todos los ritos y ceremonias y la preparó para continuar su camino. Más tarde, debería haber concebido un heredero para que perpetuase la tradición, pero no había podido hacerlo. No había encontrado, me dijo, a lo largo de su vida, al padre adecuado. Los hombres no le atraían y, aunque se había acostado con algunos para quedarse embarazada, nunca lo había conseguido. Visitó a varios médicos y aparentemente no encontraron nada en su constitución ni en su aparato reproductor que la hiciera estéril o infértil, pero en cualquier caso el ansiado embarazo nunca llegó. Cuando la inseminación artificial se presentó como la solución al problema, resultó que ya era demasiado mayor. No sé exactamente la edad que podría tener Heidi, he calculado que unos sesenta y tantos años, aunque se mantenía en una forma física excelente, gracias a la dieta estricta, al ejercicio y al yoga, y no aparentaba ni cincuenta. El caso es que las nuevas técnicas de reproducción asistida llegaron tarde para ella, y no consiguió tampoco por ese método concebir al tan ansiado heredero o heredera. Pero yo era joven, inteligente, creativa. Y aria pura. Porque Heidi me aseguraba que yo descendía de los vikingos por la parte escocesa y de los guanches por la canaria. Los antiguos pobladores de la isla eran rubios, me juraba que su padre lo había demostrado fehacientemente. «La mujer más beila de entre todas mis discípulas -decía Heidi-, probablemente la más bella de la isla, y dotada de un cerebro excepcional.» Sólo teníamos que casarnos y después ir a una clínica de Estados Unidos y elegir el esperma de un donante ario e inteligente. La orden había encontrado un nuevo camino y Heidi iba a llevar adelante la construcción de un nuevo mundo, un nuevo orden de cosas que estaría más en armonía con la naturaleza, contra las fuerzas oscuras que había que derribar a fin de conseguirlo. Ordnung. Me hechizaba con esa palabra que mantenía en pie todo el edificio de su pensamiento, me embelesaba con ella. «¿Y Ulrike?», pregunté. «Ulrike tendrá que aceptarlo -me dijo-. Ella es demasiado mayor para poder concebir, y lo sabe, y la Sociedad de Thule necesita un delfín.»Sé que tal y como lo cuento suena exactamente a lo que era: una locura, pero cuando estás en un entorno de locos la mayor locura consiste en permanecer cuerdo. Cegada como estaba por el hechizo de Heidi, y lavado y centrifugado mi cerebro a través de todos los rituales de la secta, la proposición no sólo me pareció lógica, sino, además, un honor. Me entusiasmé con aquel caudal de palabras nuevas, de proposiciones dulces, y yo misma pronuncié palabras que no había usado en la vida: compromiso, fidelidad, matrimonio. Me sentía exultante de felicidad. Asentí con un sí trémulo, y sentí un estallido dentro de mi ser, un gozo que se deshizo en chispas brillantes: Yo era la Elegida.
En cuanto regresamos a Tenerife me trasladé a vivir a la casa. No me llevé nada conmigo, Heidi me aseguró que no necesitaría de posesiones terrenales. Yo era su favorita, pese a que Ulrike siguiera siendo su mano derecha, de modo que me adjudicaron un dormitorio individual, un gesto que entrañaba un enorme privilegio desde el momento en que en la casa sólo Ulrike y Heidi disponían de uno y, aunque nadie lo explicité, se daba por hecho que gozaba de un estatus especial en la jerarquía de la casa.
La vida allí era aburrida y monótona, todo estaba reglado. Despertarse, estudiar, trabajar en el huerto, estudiar la interpretación de las runas, almorzar en el refectorio, meditar, charlas y comentarios sobre la historia de Thule, meditar, tertulia guiada por Heidi, estudiar las gestas de los antiguos guerreros germanos, estudiar gnosis, meditar… La vida era aburrida y lo que estudiábamos, absurdo. Pero para mí, en cambio, la vida estaba llena de emociones, me dispensaban un trato especial y pasaba mucho tiempo encerrada en mi dormitorio, meditando con los ojos cerrados mientras veía con tanta evidencia una dimensión superior que, cuando volvía en mí, me costaba trabajo reconocer la realidad.
Habíamos acordado que me quedaría a vivir en la casa unos meses antes de tramitar el matrimonio e iniciar el viaje a Estados Unidos. Ulrike quería que en la casa me conocieran y me aceptaran antes de anunciar el cambio de gobierno, por así decirlo. Creo que, sobre todo, deseaba que fuera Ulrike la que me aceptara.
Pero Ulrike estaba furiosa de celos, la competencia silbaba en su interior saltando como una serpiente, y para colmo tenía que sufrir el tormento de disimular sus furores delante de todo el mundo. Me espiaba, vigilaba mis acciones y mis pasos, interpretaba mis sonrisas y mis silencios. Dondequiera que fuera me seguían sus miradas como cuchilladas, miradas que se convertían en un desafío, miradas de esas que daban bofetadas. Esas miradas de soslayo me revelaban con muda insolencia la envidia más desnuda en sus carnes amarillas.
Alguna noche escuchaba las discusiones de aquellas dos, largas conversaciones en alemán, disputas frías, articuladas en susurros, para que nadie se enterara. Sabía queHeidi hubiera deseado librarse de Ulrike, pero no podía, conocía demasiado, sabía de su refugio secreto, de su pasado, de su vida, manejaba además las cuentas de Thule en complicadas ingenierías financieras y jurídicas, y no iba a dejar comerse el terreno así como así. Yo, que dormía en el cuarto contiguo al de Heidi y que escuchaba aquellas riñas cada noche, era la única que tenía asido el cabo de aquella madeja de discordia, pero no estaba dispuesta a soltarlo.
En el grupo tampoco aceptaron precisamente con alegría mi ingreso en la casa, pese a que Heidi hubiera tenido favoritas antes. El esquema había sido siempre el mismo: Ulrike era su gestora, su mano derecha, su lugarteniente, pero había una mujer joven que recibía atenciones especiales y a la que Heidi trataba con particular consideración. Cuando se cansaba de una, la reemplazaba por otra, y así las favoritas iban rotando como cultivos. Pero mi caso era diferente. Yo era la primera a la que se concedía el privilegio de disponer de una habitación contigua a la suya, y la primera a la que permitía sentarse a comer a su derecha en el refectorio. Pese al supuesto espíritu de armonía, concordia, paz y hermandad que presidía aquella comunidad, las envidias y los celos crecían como en cualquier otro grupo humano, y por tanto hablaban mal de mí muchas mujeres y me despellejaban también muchos hombres. Mi nombre pasaba de boca en boca como una golosina que lamían todos, saboreando el placer pegajoso de la maledicencia. En los cuchicheos que dejaba tras de mí, como una estela, incluso en la manera de bajar los ojos a mi paso, notaba aspereza, espinas, una sorda enemistad, una insolencia mal disfrazada de respeto. Yo sentía el hielo en el ambiente y paladeaba la amargura de sentirme odiada, pero a la vez temida. En ese odio había también admiración, lo sabía, odiar exige energía, y esa energía sólo se emplea contra algo que brilla mucho. Me sabía poderosa y protegida porHeidi, no tenía nada que temer, o eso creía, y ni siquiera me tomaba la molestia de despreciar a las que tanto me odiaban. Sentía que tenía una misión más elevada y noble que la de hacer caso a aquellos miserables dignos de lástima.
Había pasado algo más de un mes desde que me había instalado en la casa, pero parecía que llevaba allí años. Cuando estás encerrada y sometida a rutinas, la vida pierde sus contornos y se hace mucho más larga. Empecé a sentirme mal. Al principio fueron náuseas, ganas de vomitar, mareos. Después llegaron unos calambres en el vientre que me hacían doblarme en dos. Más tarde, una diarrea ligera, soportable. Y de repente una mañana me desperté con la sábana manchada de un líquido parduzco, en medio de unos dolores que parecían desgarrarme el estómago. El dolor quemaba y me abría en canal, crecía dentro de mí como un ser que poseyera vida propia dentro de la mía y que jugueteaba con mi cuerpo como un gato con su presa. A veces se callaba, se recogía y se escondía, y yo experimentaba instantes de paz, pero luego volvía con renovado ardor, de forma inesperada, con una crueldad imprevista, hacía incursiones inesperadas en los intestinos y me obligaba a vomitar.
Nadie habló, por supuesto, de llamar a un médico. Eso se daba por sentado. La medicina occidental se consideraba herética en el grupo, un ataque frontal e invasivo a las energías primigenias. Heidi me impuso las manos, algunas mujeres me dieron friegas con aceites esenciales y la expeditiva Ulrike me traía tisanas y se esforzaba porque las bebiera. Mientras me introducía el líquido en la boca, sorbito a sorbito con paciencia y una cucharilla, ladeaba la cabeza y me miraba con reproche, como si yo no fuera inocente de lo que me ocurría. Me preguntaba solícita por mi estado, pero yo intuía algo malicioso en el fondo de su mirada, una ironía mal disimulada, una ausencia absoluta de compasión, un regocijo en mi desgracia y mi dolor. Después, Ulrike enjugaba el líquido que me rebosaba por la comisura de los labios y, sin decir nada y con gesto severo, salía de la habitación llevándose la taza vacía mientras la sentía irse triunfante y satisfecha.
En los días siguientes el dolor creció y se apoderó de mí, atacando nuevas zonas de mi organismo y avanzando con el arrojo de un descubridor. Empezaron a hormiguearme los brazos y las piernas y a dolerme la cabeza. Me sentía cada vez más cansada, pasaba la mayor parte del tiempo semiinconsciente, en un estado difuso entre el sueño y la vigilia. Todo mi cuerpo parecía haberse rendido de pronto como tras una larga marcha, y empecé a presentir que la muerte se acercaba. Y de pronto percibí una energía que irradiaba desde algún punto dentro de la casa. La señal tenía mucha fuerza, era estridente, quemaba, desde alguna emisora que enviaba un mensaje de odio y destrucción hacia mi cuerpo, cuyas ondas fluían y se esparcían con implacable uniformidad. Era una fuerza femenina, lo sentía, su aura era tan inconfundible como la diferencia que existe entre la suavidad y el tacto de la mejilla de una mujer en comparación con la de un hombre. Y entonces lo supe. No estaba enferma: estaba envenenada. Ulrike, probablemente en connivencia con alguna de las cocineras, había puesto algo en mi comida, y más tarde en las tisanas que me daba. Una parte de mí me decía que aquellas ideas no eran más que imaginaciones, e intentaba buscar en mi interior fervor, convicción, acendrada fe, pero la voluntad no me obedecía y dejaba al pensamiento obsesionarse con las sospechas que me asediaban. La devoción antigua se desvaneció, la fe se desmoronaba, las protestas y las censuras llegaban en tropel. Algo dentro de mí se rebelaba y se revelaba, y amenazaba con estallar.
«Si muero -pensaba-, me arrojarán al mar como hicieron con Willem. Nadie sentirá mi partida, no me llorarán. No derramarán lágrimas por mí, como yo no las derramé por él. No habrá autopsia, nadie sabrá nunca cuál fue el compuesto que envenenó mi organismo. Si algún día el cadáver llegara a tierra, habría pasado tanto tiempo que sería imposible determinar la causa de la muerte. No estamos en Miami, aquí no hay CSI, éste es el crimen perfecto.»Sabía que no podía plantearle a Heidi mis sospechas, no las creería jamás. Además, me temía que, si había de elegir entre nosotras dos, me sacrificaría a mí antes que a Ulrike. Yo no había sido sino un mero recipiente para gestar al heredero, recipientes podían encontrarse muchos. En cambio, Ulrike era indispensable, estaba unida a ella por una intrincada red de secretos y confidencias tejida alrededor de más de veinte años.
Entonces mi mente y mi cuerpo comprendieron que tenían que hacer lo imposible por salvarse y, como el soldado herido que en el último instante advierte que no puede cerrar los ojos porque aún no está decidida la batalla, saqué fuerzas de flaqueza y me rehíce. La disciplina actuó dentro de mí como una corriente eléctrica que revive un cuerpo muerto. Algo superior parecía dominarme, como si actuara movida por hilos invisibles. Mi instinto de supervivencia tenía más fuerza que mi organismo, más fuerza que mi enfermedad, más fuerza que cualquiera que fuera el veneno que Ulrike me estaba suministrando. Me agarraba a la vida como se agarra a un tablón un náufrago cansado de nadar contra el oleaje de la muerte oscura y amarga.
En el estado en el que me hallaba, ni siquiera podía soñar con escapar de allí. Desde la casa a la puerta de entrada había más de media hora de camino a pie, y no había forma de hacerse con un coche, porque Ulrike tenía las llaves de todos. Además, incluso si consiguiera llegar allí, no conseguiría saltar la altísima valla.
Sabía también que Heidi no permitiría que nadie me viera en semejante estado, porque de ser así me llevarían inmediatamente a un hospital y sobre ella podrían pesar cargos de imprudencia o de omisión de socorro.
Entonces rogué que viniera. Hice acopio de todos mis encantos. Recurrí a todas las frases cariñosas, a las más suaves inflexiones de voz, a los nombres que sólo utilizábamos en privado. Empleé con arte de maestra la dulzura, el mimo, la elocuencia y las caricias. Le dije que quería ir a contemplar la puesta de sol a nuestra cala secreta, que sentía que allí encontraría la energía necesaria para reponerme de mi enfermedad, que quería que ella me tornara de la mano y nos concentráramos las dos en mi curación. Me comporté como una actriz consumada y Heidi no sospechó nada.
Muy cerca de la garita de entrada había, y hay, una gasolinera. Se detuvo para repostar combustible como hacía siempre que íbamos a la cala. Le dije que necesitaba agua y que cogía dinero de su billetero para comprarla, que después iría al cuarto de baño. Ella no reparó en que saqué todos los billetes que había en la cartera. Estuve tan cariñosa que no sospechó absolutamente nada, creo. Fui al cuarto de baño y vomité una vez más. Después salí. Heidi, ocupada en llenar el depósito, no se dio cuenta de que me dirigía a un coche que se preparaba para marchar. Le pedí que me llevara. El conductor, sorprendido ante la visión de aquella joven esquelética, podría haberme tomado por una yonqui y no permitirme subir. Contaba con eso. Si no lo hacía, pensaba ponerme a gritar en la gasolinera y negarme a entrar de nuevo en el coche de Heidi. Nadie podría forzarme a hacerlo. Pero el conductor del coche fue muy amable. Creo que, pese a la enfermedad, aún era lo suficientemente atractiva como para conmover a un cincuentón. En cualquier caso, se trató de una casualidad mágica. La gasolinera no está tan frecuentada. Fue un milagro que hubiera otro coche, fue un milagro que me aceptara sin reparos. Fue un milagro que yo sobreviviera. Creo que tengo embajadores en lo Invisible, que Martin y mi madre intercedieron por mí.
En el camino le conté al conductor lo que me había sucedido. Le dije que había ingresado en una secta (era la primera vez desde que conocí a Heidi que calificaba al grupo por su verdadero nombre), que estaba enferma, desnutrida, que necesitaba urgentemente un hospital. La casualidad o la providencia estaban de mi lado, o quizá Martin y mi madre me ayudaban desde lo oscuro, porque la hermana de aquel hombre había vivido una historia parecida, en Los Niños de Dios, de modo que él creyó mi historia inmediatamente y entendió de lo que yo le estaba hablando. Me llevó al Hospital Universitario de La Laguna, no tardamos ni diez minutos en llegar. Ingresé en urgencias. Nunca hasta entonces había agradecido tanto residir en un país que contaba con seguridad social y que acogía en los hospitales a cualquier enfermo, incluso si llegaba sin papeles.
Estuve dos días sedada, con morfina y gotero.
Al tercer día, un médico muy amable entró en la habitación y me explicó que había sufrido una amebiasis aguda, lo que antaño se llamaba disentería, y que si no me hubieran tratado en el hospital, muy probablemente habría muerto. Los doctores atribuyeron el origen de mi enfermedad a las deficientes condiciones higiénicas del grupo, pero yo sabía que se equivocaban. En la casa reinaban un orden y una pulcritud extremos y glaciales, en el espacio y en el tiempo. Se respetaban tanto los horarios como las rutinas y la colocación de las cosas. Creo que Ulrike y las cocineras habían mezclado heces en mi comida. Nadie se planteó llamar a la policía, la amebiasis es una enfermedad grave pero relativamente corriente. Me dieron el alta y me rogaron que volviera al hospital con mi documentación para hacer los trámites necesarios.
Me vi en la calle y me sentí otra mujer. Observé el tráfico, la gente, con una parcela de razón recuperada, la misma con la que acogí gozosa el retorno a la vida. Era como respirar aire puro, sentir de nuevo la tierra bajo los pies, salir de aquel caos doloroso que había sido el hechizo de Heidi y volver a la evidencia de la lógica, el orden y la consistencia del mundo visible.
Sopesé volver a Punta Teno pero no me atreví. Tenía miedo de Heidi y Ulrike. Pensé que el primer lugar al que irían a buscarme sería a mi casa. Estaba convencida, y sigo estándolo, de que Ulrike había intentado asesinarme y temía…, no sé qué temía, que me acosasen, que me hicieran la vida imposible, que te la hicieran a ti, Helena. Pero había algo que me daba más miedo aún: que Heidi volviera a seducirme con su hechizo, que me convenciera de que toda la historia había sido producto de mi imaginación, que nadie había intentado envenenarme, que sólo había sufrido una intoxicación alimentaria, que me esperaban, que me necesitaban tener para concebir al heredero, al Conductor, que no podían vivir sin mí. Heidi era muy magnética, irradiaba un aura especial, poseía una capacidad de convicción sobrenatural, y a mí me daba pánico, me aterraba más que nada en el mundo, la posibilidad muy real de que volviera a atraerme hacia su órbita con sus palabras de azúcar y su mirada de serpiente, no estaba preparada para volver a saber nada de ella. Pero tampoco estaba preparada para regresar a Punta Teno como si nada hubiera pasado.
Cogí la guagua al Puerto y luego caminé hasta la playa de los Patos. Me fui a casa de Martin. No tenía las llaves, pero tampoco fue nada difícil forzar la puerta de la leñera. La abrí a patadas. Me llevó una media hora, pese a que en las películas derriben las puertas de un golpe. Pero al final lo conseguí. Cuando la puerta cedió pensé que aquello era una señal: la casa parecía sonreírme, darme la bienvenida, acogerme como una madre, y nadie había repuesto el cristal que había destrozado la primera vez que estuve allí. El espíritu de Martin estaba de mi parte.
En la despensa, como recordarás, había alimentos como para dar de comer a un regimiento. Cuando vivíamos allí yo misma cultivaba el pequeño huerto que nos surtía de vegetales frescos, lechugas, patatas, tomates, hierbabuena… En el huerto aún había patatas y tomates, las lechugas no habían sobrevivido. Pero la pasta, la harina, las conservas, todos los alimentos imperecederos, estaban en la despensa, y allí seguían. Calculé que podía sobrevivir en la casa por lo menos un mes, tiempo suficiente para decidir el siguiente movimiento. Si en algún momento aparecían los hijos de Martin, ya se me ocurriría alguna explicación para justificar mi presencia. Pero nunca aparecieron.
Los dos primeros días los pasé dormida, reponiendo fuerzas, pero a partir del tercero la vida empezó a ser fácil. Encontré mi vieja bicicleta en el garaje y, aunque estaba oxidada, la engrasé con aceite de oliva. Con ella bajaba hasta la playa y me bañaba. Leía mucho y de vez en cuando veía alguna película de la colección de Martin. Sentía de pronto una alegría de niña satisfecha en sus caprichos más sencillos, contenta de la vida que sentía otra vez circular por mis venas. «Vivir es esto -pensaba-, gozar del placer dulce de vegetar al sol, sin responsabilidades ni obligaciones, sin controles ni intrusiones, sin posesión ni chantajes, sin culpas ni cargas. Sin amenazas ni miedo.»Recordarás que en casa de Martin no había televisión, de la misma forma que nunca tuvimos en Punta Teno. Nos habíamos acostumbrado a vivir sin ella y no la necesitábamos. Teníamos pantalla, eso sí, pero sólo servía para ver películas, y las noticias las leíamos en Internet. En casa de Martin habían desconectado la conexión, era lo lógico, teniendo en cuenta que los nuevos dueños no la frecuentaban mucho. Yo tampoco quería noticias del mundo, no quería saber nada de lo que pasaba, ni tenía la más mínima idea de lo que iba a hacer con mi vida. Pensaba en reunir fuerzas y, más tarde, presentarme en el consulado, decir que me habían robado el pasaporte, conseguir que me repatriaran, iniciar una nueva vida en Londres. Adoraba Canarias pero, como os dije, necesitaba olvidar todo lo que había pasado.
Por fin, una noche, hace tres días, volví a soñar con mi madre. En los sueños, casi nunca habla. Me mira y sonríe, eso es todo. Pero esta vez habló. Me acarició la cara y el pelo y me dijo: «Todo ha pasado, todo va a ir bien, ahora debes volver con Helena.» Y supe que había llegado la hora de regresar.
Bajé hasta el Puerto en bicicleta. Compré un periódico. Había varias páginas dedicadas a la detención de Ulrike y Heidi, todo muy sensacionalista. Después, en bicicleta, llegué hasta aquí.