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HELENA

– Supongo que lo mejor es que empiece por el principio… Verás… Fue, naturalmente, la casualidad la que determinó nuestro encuentro, como toda circunstancia humana crucial. Yo llevaba trabajando dos años en el hotel Botánico y había decidido irme de allí a cuenta de una historia un poco absurda. Me había enamorado del maître del restaurante, me había ido a vivir con él y… la cosa había acabado mal, muy mal. Y, bueno, él sabía un poco de mis horarios, a qué horas entraba y salía del lobby para recoger a los grupos, así que siempre me lo acababa encontrando por allí. Empecé a agobiarme y finalmente dejé el trabajo, con muchísima pena por mi parte, porque adoraba aquel lugar. No tenía casa donde ir, para colmo, y cuando acabó aquella relación me instalé en la de una amiga, pero se trataba de una situación provisional; yo dormía en el sofá, ya sabes. Y estando en esa situación vino la casualidad en mi auxilio. Una noche conocí en un bar, a altas horas de la mañana, a un inglés que me ofreció un empleo en el preciso momento en el que más necesitada estaba de él. Se trataba de un puesto en un hotel en el sur de la isla. En realidad no es exactamente un hotel, sino más bien una especie de casa rural de lujo, nada que ver con los establecimientos turísticos que ves por aquí. Esa es una opción que no ofrecerán nunca los tour operators. Como eran pocas habitaciones, de la recepción y la administración se ocupaban el dueño y su mujer, pero ella había enfermado y él necesitaba a alguien de confianza, con experiencia, que hablara idiomas y que pudiera hacerse cargo de todo mientras su esposa estaba en el hospital. No sé por qué aquel inglés, amigo del dueño, decidió que yo le parecía digna de confianza, pero el caso es que me dieron el trabajo. Me pagaban muy, muy bien, y además me dejaban dormir allí. De hecho, estaban encantados con que durmiera en el hotel, porque así, si surgía cualquier contratiempo por las noches, siempre podía ocuparme yo. Allí solían alojarse estrellas de cine, actores, músicos, escritores, artistas, caras famosas que no querían ni rumores ni paparazzi y que buscaban sobre todo tranquilidad, descanso y discreción. Yo me había tomado la oferta como unas vacaciones más que como un trabajo propiamente dicho. Después, cuando la dueña se recuperara, no sabía qué iba a hacer con mi vida.

»Llevaba tres semanas trabajando allí cuando se registró en el hotel una pareja de ingleses muy curiosa. Al principio pensamos que eran padre e hija, pero no compartían apellido. El tendría unos cincuenta años y era un hombre realmente atractivo y elegante, aunque de mirada triste y preocupada. Ella era muy joven, parecía menor de edad pero, según su pasaporte, no lo era. Era espectacularmente guapa, el tipo de chica que hace volver cabezas a su paso. Ambos iban siempre muy bien vestidos. Durante diez días casi no salieron de la habitación, no bajaban al comedor, encargaban las comidas en el cuarto… Muy pocas veces, al atardecer o por la noche, los veíamos pasear por el jardín, sin alternar nunca con los demás. El parecía encandilado con ella, no podía apartar los ojos de la chica. Se hacían muchos arrumacos y carantoñas, tanto más llamativos porque, como bien sabes, los británicos no son muy dados a las efusiones en público, y también por la diferenda evidente de edad y la llamativa belleza de ella. Pero cuando paseaban parecía que algo les preocupara o deprimiera, ella hablaba mucho y él escuchaba cabizbajo y meditabundo, sin dejar de cogerle la mano. En alguna ocasión él bajaba solo al salón y se pasaba horas sentado en un sofá, fumando en silencio. No leía prensa ni libros, se limitaba a observar cómo las volutas de humo ascendían hacia el techo. Muchas mañanas ella se levantaba antes que él y se dedicaba a hacer largos en la piscina. Alguna vez sorprendí a una de las limpiadoras mirando embelesada cómo la chica emergía del agua y se secaba el pelo con la toalla. Porque aquella joven poseía una belleza extraordinaria pero muy terrena, no era una de esas diosas del cine que intimidan con el hechizo de la perfección. Tenía un cuerpo esbelto y elegante, bien definido y armonioso, y una piel maravillosa, dorada, nada que ver con el tono blanco lechoso que suelen tener las inglesas, que más tarde pasa a rojo pero que nunca llega a ser un verdadero bronceado.

»Yo entonces seguía trabajando en la recepción, una tarea facilísima en un establecimiento con tan pocas habitaciones y que me dejaba muchos tiempos muertos. Cuando no había nada que hacer, me entretenía leyendo. En cualquier otro hotel no me habrían permitido hacerlo por una cuestión de imagen, pero allí no les importaba, incluso creo que al contrario, al dueño le parecía de buen tono que la recepcionista leyera. Una tarde estaba enfrascada en mi libro cuando noté una presencia frente a mí y al alzar la cabeza me encontré a la inglesa. En seguida me sacó ella del error: no era inglesa, me aclaró, sino escocesa, aunque yo no le había notado el acento.

– Es cierto que habla de una manera muy particular, en un tono muy relajado -repuso Gabriel-, pero, pese a que no tuviera acento, no creo que le gustara nacía que la tomaran por inglesa…

– Por entonces yo estaba leyendo el Siddhartha de Hermann Hesse, y ella comentó que el libro le encantaba…

– Cordelia adoraba, a-do-ra-ba a Hermann Hesse. El Siddhartha, en particular, era uno de sus libros fetiche.

– Eso me dijo y, luego, nos presentamos. Me dijo que se llamaba Cordelia. «¿Te lo pusieron por El rey Lear?», le pregunté. Pareció muy sorprendida de que conociera el origen del nombre: no mucha gente lo adivinaba a la primera, me explicó. Yo le dije que me llamaba Helena por El sueño de una noche de verano. No era cierto, pero a mí me apetecía que lo fuera. Quería inventar algo que nos uniera, una señal de que estábamos predestinadas.

»Su compañero, me dijo, aún dormía en la habitación. Me contó cómo y por qué había llegado hasta allí con él. Habló de una historia de amor muy profunda que había vivido en Escocia y que le había destrozado, y de cómo, tras ella, se aferró a aquel hombre mayor con el que compartía habitación como un náufrago a una tabla de salvación; al hombre que la había acompañado a la isla, un hombre que llevaba tantos años detrás de ella…

– Sé quién es él, o estoy casi seguro, por lo que cuentas. Richard, no puede ser otro. Era amigo de mis padres, venía a visitarnos a menudo. Al principio pensé que venía animado por alguna promesa que le hubiera hecho a mi padre, no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde de que estaba fascinado por Cordelia.

– Tu hermana me contó que no estaba enamorada de él, que nunca lo había estado, y que sabía desde el momento de iniciar la historia que ésta tenía fecha de caducidad porque, cuando ella tuviera treinta, cuarenta años, ¿querría cuidar de un viejo? Pero, según me dijo Cordelia, eso mismo lo había comentado con él, y él le decía que no importaba. Podrían casarse, él aceptaría que ella tuviera amantes de su edad, heredaría toda su fortuna cuando él muriera, podría ser una mujer rica… A Cordelia esa perspectiva la animaba poco porque ya era rica, me dijo. No inmensamente rica, no tanto como su amante, pero al cumplir los veintiuno heredaría la mitad del patrimonio de sus padres, lo suficiente como para vivir sin trabajar durante una larga temporada, quizá incluso el resto de su vida, si sabía administrarse. «No quiero volver a Escocia», me dijo, «no me queda nada allí, la persona a la que amaba más que a nadie no quiere saber nada de mí».

– Conozco esa historia. Cuando era muy joven, casi una niña, Cordelia se encaprichó de un imposible y, tozuda como es, no entendió que no podía tenerlo.

– Sí, es tozuda. Bastante. Y se le había metido en la cabeza que a Escocia no volvía. Me dijo: «He estado pensando y me gustaría quedarme aquí por un tiempo.» «¿En el hotel?», pregunté yo. «No, en la isla.» «¿Tienes dinero?», pregunté entonces. «No mucho. Calculo que lo suficiente para sobrevivir un mes.» «¿Hablas español?» «Sí», me dijo, «se me dan bien los idiomas, hablo muy bien francés y español y entiendo algo de alemán».

– ¿No te dijo que su madre era española? Nuestra madre era canaria, supongo que precisamente por eso Cordelia escogió Tenerife como destino para su escapada romántica, o su huida, o lo que fuera.

– No, en aquel momento no dijo nada. Lo haría más tarde, pero no entonces. No le gustaba hablar de su familia ni de su pasado. No me explicó hasta mucho después por qué hablaba tan bien español. Siempre pensé que lo había aprendido en el colegio.

– Lo aprendió de mi madre, claro, pero ella murió cuando Cordelia era pequeña, así que más tarde tomó clases particulares. Siempre se le dieron bien los idiomas. En su colegio era la mejor en francés, no sé dónde aprendió el alemán -dijo Gabriel-, probablemente lo aprendió sola. Cordelia era de ese tipo de chicas, ya sabes.

– Sí, justo, de ese tipo de chicas… Sea cual sea. Yo iba a dejar el hotel al cabo de quince días. Le dije que si se quedaba podía venir conmigo al Puerto. Tenía pensado alquilar un apartamento, ya sabía en qué restaurante iba a trabajar yo, y estaba segura de que a una chica como ella no le resultaría difícil encontrar trabajo de camarera. En el Puerto hay muchos bares, pubs y restaurantes que sólo tienen clientela alemana e inglesa, no le costaría encontrar algo. Resulta increíble que le hiciera esa propuesta a una chica a la que acababa de conocer, pero, como te he dicho, la conexión fue inmediata. No sé si te ha pasado alguna vez -a mí, muy pocas- que a partir de una mirada, de una voz, te mareas, como si ya conocieras a esa persona, como si la hubieras echado de menos mucho tiempo. Me lo repetía con la certeza de quien ha encontrado la respuesta al acertijo al que ha estado dándole vueltas en la cabeza durante años, como un repentino arrebato de fe: había encontrado una verdadera amiga, una hermana. Había leído cosas parecidas en algunas novelas, o las había visto en películas, pero siempre había pensado que los autores exageraban el influjo de la primera mirada. Licencia poética, ya me entiendes. Además, cuando hablaban de esa experiencia se referían siempre al enamoramiento y en mi caso el deseo nada tenía que ver con aquella afinidad tan intensa e instantánea. Porque yo, como la mayoría de las personas de este mundo, no puedo decirte exactamente qué es el amor, pero sí puedo decirte que creo en el amor, que creo en su poder, y que creo que no siempre se manifiesta de la misma manera, que no siempre tiene que ver con las palabras sexo, pareja, exclusividad o compromiso, ni con la fuerza que empareja a las personas y fecunda la materia del mundo, pero sé que, sea cual sea el aspecto en el que se manifieste o la variedad en la que aparezca, es lo único que puede proporcionar sentido a una persona, una sensación de pertenencia, y que, cuando aparece, la simple existencia se transforma radicalmente y empieza a ser, por fin, verdaderamente vida.

»Lo cierto es que un mes después ambas estábamos instaladas en el Puerto, y empezó para mí uno de los períodos más felices y plenos, esos días maravillosos que sólo pueden vivirse en la primera juventud, cuando estás cruzando el puente entre los últimos días de la primera adolescencia y los albores de la vida adulta. Éramos jóvenes, guapas, nos comíamos el mundo. Yo sentía que había tenido una suerte enorme al haber podido reunir el valor para irme de mi casa y empezar a recorrer un camino propio, sin sentimiento de deuda hacia unos padres o una familia. Para muchos jóvenes resulta tan poderosa la influencia de los dogmas y la tradición; tan intenso el miedo al rechazo, al ridículo o a sentirse indignos o desagradecidos, a las responsabilidades implícitas en cualquier intento sincero de cambio y de autonomía; tan profunda la ignorancia juvenil, tan largo el alcance de las mentiras sobre el pasado y el presente que les han inculcado toda la vida, que rara vez reúnen el valor suficiente para manifestarse, para expresar su auténtica voluntad, sus ideas, sus deseos, sus fantasías, sus opiniones, y acaban casándose por el rito de una iglesia en la que no creen y a la que ni siquiera respetan para no defraudar a sus padres o estudiando una carrera que no les interesa para cumplir unos sueños que ni siquiera eran suyos: prefieren mentirse y mentir a afrontar la verdad sobre sí mismos. Y a mis veinte años, con Cordelia, tomé conciencia de que durante toda mi vida había ido creciendo dentro de mí un temor, una inquietud, una angustia inexpresable que me había impedido ver el mundo tal como era y afrontarlo tal como estaba capacitada para hacerlo. Cuando ese temor se acabó me encontré de pronto nadando en las turbulentas aguas de un mar de ansiedad y novedades, en un mundo muy distinto del que yo había vivido, mucho más rico, mucho más complejo, al que tenía que enfrentarme buscando nuevos ideales y deshaciéndome de los antiguos.

»Empezamos a trabajar en el mismo restaurante, en el turno de noche. Cordelia hablaba el suficiente español como para poder desenvolverse, incluso más o menos bien, con los clientes locales. Al cerrar, nos íbamos de juerga, salíamos todas las noches, todas, y cada amanecer nos bañábamos en la playa, era como un ritual, incluso si hacía frío o llovía. Al fin y al cabo. Cordelia estaba acostumbrada al frío escocés. Esta ciudad es pequeña y parece muy tranquila, pero en realidad es mucho más animada de lo que imaginarías a primera vista, y bulle por dentro como un volcán. Está llena de extranjeros y de millonarios, hay mucho viajero de paso, es un continuo trasiego de gente, no te aburres nunca si no quieres. Nos conocían en todas partes, nos invitaban a copas en cada local, los dueños, los camareros, los clientes. Cordelia era muy sociable, tenía una palabra amable para cualquiera que se le acercara. Era como un imán, como una luz de referencia. Cordelia poseía una combinación de belleza, ingenio y simpatía verdaderamente explosiva, que la convertía a ella en el centro de atención, y no pocas veces yo tenía que sobrellevar el hecho de quedarme aislada cuando ella acababa rodeada de gente. Sin embargo, no le daba mayor importancia; no era tan estúpida como para dejarme arrastrar a la trampa de los celos y las envidias. «Lo curioso», me decía Cordelia, «es que en Escocia nunca conocí este éxito, más bien al contrario. Allí era la rara del colegio y del barrio, nadie me entendía, nadie quería hablar conmigo, apenas tenía amigos ni amigas. Mi hermano era el popular, no yo».

– Es cierto -confirmó Gabriel-, pero sólo hasta cierto punto. 1la verdad es que ella era demasiado madura para entenderse con la gente de su edad, y no tenía muchas oportunidades de conocer otro tipo de personas. Supongo que aquí, en la isla, podía hablar con gente de todas las edades, de todos los ambientes, gente que entendiera sus lecturas, su obsesión por la astronomía, por las ciencias ocultas, por Blake, esas cosas que los chicos de nuestro colegio y nuestro barrio no entendían.

– Sí. Muchas veces se enredaba en profundísimas charlas sobre filosofía, literatura, astronomía o poesía, o sobre el sentido de la vida con el primero que estuviera dispuesto a darle réplica. En esta isla no era difícil encontrar a quien quisiera debatir sobre temas semejantes. Ya te he dicho que es un ir y venir de gente, siempre encuentras a tipos nuevos, caras desconocidas y, desde luego, si buscas quien esté dispuesto a hablar sobre esoterismo, enigmática o ciencias ocultas, da por hecho que aquí lo vas a encontrar. «Al mundo hay que infundirle alma», decía Cordelia, «me es imposible pertenecer a un mundo sin alma, sin conciencia, me es imposible pertenecer a un mundo muerto y agonizante, me es imposible pertenecer a un mundo al que sólo otros han infundido alma. Y aquí, en Canarias, es fácil encontrar el alma del mundo».

– No sé si citas la frase de memoria pero hablas con la retórica típica de Cordelia.

– Pero no estaba tan equivocada. Puede que aquí no esté el alma del mundo, pero al menos aquí se han reunido muchos de sus buscadores, porque, como quizá sepas, Canarias tiene una larga tradición de brujas y, además, aquí se instalaron muchísimos hippies en los años setenta, así que siempre habrá alguien para hablarte de runas, de tarot, del I Chingo del horóscopo egipcio o maya. Esos temas que le encantaban a tu hermana.

– Lo sé.

– Además, la mujer canaria es muy supersticiosa. No es que se trate de una isla de brujas y vudú, no te equivoques, ni que te metan grisgrís entre la ropa, pero aquí hay…, no sé cómo decirte, mucha magia. La magia es algo vivo, como el mar, aquí se vive con mucha naturalidad. En cada pueblo siempre hay alguna mujer que practica brujería blanca, que no pasa de hacer predicciones y conjuros de amor, males de ojo, etc. Hay curanderas también, adivinas, pitonisas, lectoras de cartas… A tu hermana le encantaba acudir a esas señoras para que le leyeran el futuro (en esta isla son legión las mujeres mayores que se arrogan ese don), incluso si tenía que hacer cien kilómetros hasta algún pueblo perdido del interior en busca de alguna anciana de la que le hubieran hablado, y muchos de los libros que leía Cordelia trataban sobre ciencias ocultas. Cordelia tenía una capacidad enorme para creer en lo increíble. Estaba abierta, se entregaba a cualquier superchería. Pero un poco de incredulidad no le habría venido mal, le habría servido de primera línea de defensa…

– Creo que esa obsesión suya tenía mucho que ver con el deseo de ponerse en contacto con mis padres. Perderlos tan pronto no es agradable para nadie, menos para una niña tan sensible como ella.

– Lo que te digo: podía hablar de esos temas durante horas si encontraba quien la escuchara. Por las noches, muchos se quedaban escuchándola atraídos por su belleza, incluso los que no tenían el menor interés en lo que ella contaba, esperando conseguir algo si resistían con paciencia sus soflamas. Aunque pocos lo conseguían. Es cierto que Cordelia podía llegar a ser muy provocativa si quería y que, a partir de cierta hora, y sobre todo si había bebido, cada inflexión de su voz y cada uno de sus gestos se convertían en un reto incitante y prometedor, pero no parecía sentir el menor deseo de ver crecer las semillas que tan alegremente plantaba. Practicaba el flirteo como quien se mete en un juego que comienza con pequeñas insinuaciones y prosigue con apasionadas indirectas, pero casi siempre lo abortaba antes de llegar a término. El acercamiento a Cordelia no existía porque uno no podía acercarse o alejarse de ella. Había que esperar a que ella viniera a buscarte, a que ella quisiera. Creo que gozaba con la sensación de dominio, pero que, sobre todo, deseaba llamar la atención y rodearse de esa atmósfera de alegre y cálido interés que se supone que uno vive en la infancia, pero que ninguna de las dos habíamos experimentado cuando éramos pequeñas, y que ella echaba a faltar desesperadamente. Cordelia era infantil en el sentido más literal de la palabra. No parecía particularmente interesada en el sexo, ni en encontrar una historia de amor, decía que seguía pensando en aquel amor que dejó en Escocia y que le sería muy difícil o casi imposible olvidarlo, parecía obsesionada con lo que había dejado en Aberdeen.

– Como te he dicho, creo que sé de quién hablas, estuvo verdaderamente trastornada por él, en el peor sentido.

– Pero, por otra parte, se la veía verdaderamente feliz, estaba encantada con Tenerife, decía que había descubierto otra vida, incluso otra Cordelia que ella misma no conocía. «En Escocia», me decía, «me sentía completamente diferente de los que me rodeaban, y siempre imaginaba que debía de haber otro lugar con otra gente que viviera de una forma más parecida a la que yo quería vivir, que compartiera mis ideas. Durante años Aberdeen ha sido mi cárcel, mi rutina, y como no podía luchar me rendía al silencio y me reservaba el derecho a odiar en silencio a mi tirano, y de vivir de sueños».

– Nunca le gustó Aberdeen. Supongo que debió de contártelo: nos mudamos allí cuando yo tenía diez años y Cordelia seis, a casa de una hermana soltera de mi padre, después de que mis padres murieran. Nuestra tía no era una solterona clásica. Era una mujer muy adelantada para su época, profesora en la universidad. Leía mucho, iba al cine, salía, tenía muchas amigas y muy pocos amigos. De mayor me di cuenta de que era lesbiana, pero de ese tipo de temas, por entonces, no era algo que se hablara mucho. No es que fuera particularmente cariñosa con nosotros, aunque tampoco era desagradable. Pero siempre viví con la impresión de que la molestábamos, de que habíamos invadido su rutina, su vida perfectamente hecha. Por ejemplo, cada noche que salía al cine o a donde fuera, a ver a sus amigas, al pub, nos dejaba solos, a dos niños no tan pequeños ya, pero sí lo suficiente como para que ahora, con mis ojos de adulto, me resulte increíble que lo hiciera. Durante el invierno, en Aberdeen, el viento puede llegar a ser muy fuerte, y en el jardín había un árbol cuyas ramas azotaban por las noches las ventanas del piso superior. Cordelia tenía auténtico terror a quedarse sola en aquella casa, y cuando mi tía se iba, dormía conmigo. Más tarde, cuando nos hicimos adolescentes, yo no tuve demasiado problema en encajar. Estaba en el equipo de rugby, y además era el chico más alto de la clase, me hice muy popular. Cordelia también era más alta que la media, pero eso en una chica no era ninguna ventaja. Casi no tenía amigos. Odiaba a todas las chicas con las que yo salía. Se pasaba horas encerrada en su cuarto, leyendo con el alma agarrada a las letras. No era una chica sociable, y al principio me ha sorprendido cuando me has dicho que aquí lo era, pero creo que tienes razón, necesitaba un cambio de aires, alguien que la escuchara, y supongo que en una isla como ésta, en la que todo el mundo viene y va y nadie te cuelga una etiqueta, en la que nadie ha decidido desde hace años que «ésta es Cordelia, la rara, no tenemos nada de qué hablar con ella», todo es más fácil.


– A los tres años de instalarse aquí, Cordelia conoció a un hombre, inglés también, que tenía un programa de radio en una de las muchas emisoras de habla inglesa de la isla, programa que mantenía por amor al arte, porque ni él necesitaba el dinero ni tampoco creo que le pagaran mucho. Se trataba de un tipo muy parecido a aquel hombre con el que tu hermana llegó a la isla.

– ¿Te refieres a Richard?

– Sí, se parecía a Richard. Frisaba la cincuentena, era atractivo, rico, educado, tranquilo. Rubio, de ojos azules y algo acuosos que reflejaban la mirada de alguien que ha vivido mucho mundo y que ha aprendido a observar con distancia, sin rastro de ironía o soberbia. Creo que aquella cortés benevolencia fue la que cautivó a Cordelia. Para entonces, ella va no trabajaba, había heredado y no sé muy bien cómo se había dispuesto la cosa, pero recibía una asignación mensual desde Escocia.

– Sí -confirmó Gabriel-, tenía un gestor que invertía su dinero, que era, precisamente, el mismo Richard. Ella confiaba a ciegas en él, sabía que la amaba y que no la engañaría.

– El hombre del que te hablo, Martin, andaba por los cincuenta años, y al parecer había hecho inversiones inmobiliarias en Manchester en su juventud y se había hecho razonablemente rico. Tenía un pequeño apartamento en el Puerto, pero su casa estaba hacia Tacoronte, por la playa de los Patos, en una loma que divide las dos playas, sobre un acantilado. Una casa realmente espectacular, con una piscina enorme y vistas al mar. Nos invitó a vivir allí a las dos porque Cordelia insistía en que no se iba a separar de mí bajo ninguna circunstancia. Sé que resulta raro de explicar, pero ella dependía enfermizamente de mí, no tenía ninguna otra amiga íntima en la isla, ni siquiera, diría yo, en el mundo, y me había colocado en el papel de la hermana. Habíamos hecho un pacto: nunca nos separaríamos. Martin estaba tan enamorado que aceptó el acuerdo, y supongo que yo quería tanto a Cordelia que tampoco vi nada raro en trasladarme con ellos clos a la casa de Tacoronte. Comprende que yo nunca, hasta entonces, en ninguna relación humana, había experimentado la extraña proximidad que me unía a Cordelia. Sentía que ella, de alguna manera, me revelaba el sentido oculto de la existencia, que todo lo que nos sucedía adquiría un sentido peculiar en sus palabras, que necesitaba de ella para explicarme a mí misma, para verme. Además, nuestro apartamento no era gran cosa, y la casa de Martin era muy cómoda: enormes habitaciones blancas, suelos inmaculados de madera caldeada por el sol, el aire fresco del cuidadísimo jardín que entraba por las ventanas abiertas transportando sal y yodo desde el mar… La casa estaba situada sobre un acantilado y, desde el ventanal, el mar resultaba mucho mayor que visto desde la playa, más pacífico, más solemne, profundo y terso, como si se moviera al ritmo de una canción sublime, de secretas vibraciones sonoras. Muchas tardes, cuando contemplaba la puesta del sol, no me creía la suerte que tenía de poder disfrutar de aquel momento mágico, sin patetismo rimbombante ni sentimentalismo chillón. Me sentía una con aquel mar, de un verde efervescente y oscuro, que guardaba tantos secretos en su fondo, que descubría rocas si bajaba la marea, que arrastraba despojos silenciosos, que hilaba bajo el sol su tejido flotante de algas y de redes y de conchas. Prestaba atención a su rumor secreto y escuchaba crecer sus peces y sus plantas.

»Era un lugar maravilloso, y al principio fuimos muy felices los tres, en solidaridad cálida y franca. Yo sentía correr por mis venas el flujo del placer más noble y desinteresado, me sentía feliz sólo porque Cordelia lo era. Al principio. Pero, con el tiempo, algo empezó a oler a podrido en nuestro pequeño paraíso.

»Hasta que conocimos a Martin, ni Cordelia ni yo habíamos consumido drogas en serio. No te digo que alguna vez no aceptáramos una calada a un porro si nos lo pasaban o esnifáramos una raya esporádica, pero jamás consumíamos en casa ni comprábamos. Con Martin, todo cambió. El fumaba porros como otros fuman cigarrillos. Se levantaba con uno y a lo largo del día iba fumando más y más. Y, por la noche, cuando salía, bebía mucho y se metía mucha coca. También pastillas de cuando en cuando. Todo ese consumo no parecía afectarle mucho, aunque lo cierto es que, al no haberle conocido en otras circunstancias, no podíamos saber cómo habría sido si no consumiese. En fin, resultó inevitable que empezáramos a seguirle el juego. Yo no me metía tanto, porque a mí las drogas siempre me han dado igual, nunca me han llamado gran cosa la atención, pero tu hermana se sumó a los hábitos de Martin con devoción de conversa. Y, como sabes, Cordelia tenía una vena depresiva muy fuerte. Bueno, supongo que es lo normal en alguien que se ha quedado huérfana tan pequeña. El caso es que para un depresivo lo menos aconsejable del mundo es consumir drogas. La cocaína da unos bajones tremendos, doy por hecho que estarás al corriente, bueno, al menos ésa es la explicación que yo encuentro ahora, porque no puedo encontrar otra a semejante cambio de actitud, y entonces, desde luego, no encontraba ninguna. Cuando Cordelia salía de fiesta era todo ebullición y torbellino, alegría hirviente, pero cuando se levantaba al día siguiente te la podías encontrar en la piscina hecha un mar de lágrimas, doblándose entre unos sollozos que le partían el pecho. Apareció de pronto una Cordelia que yo desconocía, una Cordelia lúgubre y oscura que vivía encenagada en una especie de marea negra que la iba envolviendo y que amenazaba con ahogarla del todo. Una Cordelia que, de pronto y sin venir a cuento, podía encerrarse durante horas en su cuarto, con las persianas echadas, pretextando que le dolía mucho la cabeza.

– Me estás hablando de la Cordelia que yo he conocido; mi hermana puede ser muy depresiva, muy intensa.

– Intensa. Esa es la palabra. Martin no podía entender lo que pasaba. Yo tampoco, pero yo la conocía un poco más y me imaginaba las razones. El estaba verdaderamente loco por ella, y verla en ese estado le desesperaba. Lo único que Martin sabía hacer, en lugar de acercarse a ella e intentar ayudarla, era fumar cada vez más e intentar anestesiarse con más drogas. El problema es que él era demasiado inglés, demasiado contenido, timorato, dando vueltas de puntillas alrededor de Cordelia, murmurando, susurrando, aplazando, cediendo, pero sin confrontarla nunca, mientras la distancia oscura y profunda que le separaba de ella se iba agrandando cada vez más. Los dos se iban encerrando en sus respectivas soledades y apartándose el uno del otro, y yo me sentía una espectadora pasiva e impotente, incapaz de aportar una solución, atrapada en la presión del sentido común que me decía que aquello no podía llevar a nada bueno y aplastada por el fardo de mi ignorancia en ciertos temas. Intentaba hablar con Cordelia y ella siempre me hablaba de lo mismo, de la soledad de su infancia y adolescencia, de aquella historia de amor no correspondido, de una especie de vacío profundo que sentía dentro y que no sabía cómo llenar, de una vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil.

»Pero tampoco creas que todo era tan horrible. En realidad vivíamos instalados en una especie de subeybaja emocional. A veces salíamos los tres juntos hasta el amanecer. Martin nos llevaba a los mejores restaurantes del Puerto y Cordelia volvía a ser la chica expansiva de siempre, parecía completamente olvidada de tristezas y depresiones pero, por supuesto, al día siguiente descendía de nuevo a sus infiernos particulares. Yo intentaba convencer a tu hermana de que teníamos que cambiar de estilo de vida, y ella parecía hacerme mucho caso, escuchaba atentamente las palabras como si bebiera de mi boca, pero al final acababa siempre siguiendo a Martin como un corderito, y apoyando cualquier plan que él propusiera. A mí me daba la impresión de que estábamos sentados sobre un volcán que no estaba dormido, o dentro de un mecanismo de relojería que podía estallar en cualquier momento, pero no podía prever cómo o cuándo explotaría o estallaría, y entretanto me dejaba llevar, sin más. Ni Cordelia ni yo trabajábamos ya, entre el dinero de Martin y el suyo nos daba de sobra para vivir. Yo a veces hablaba de buscarme un trabajo porque no me gustaba depender de ellos, pero Cordelia insistía en que aquello era una tontería, que el trabajo no dignificaba, sino que embrutecía, que al menos dejara pasar el verano y, más tarde, que dejara pasar el invierno, y luego el siguiente verano… Y así se nos escaparon entre los dedos dos años huecos de días, viviendo unas vacaciones eternas: daiquiris en la piscina, larguísimas siestas, ver películas por las noches, salir a restaurantes, fumar, beber, esnifar… Supongo que te estarás preguntando si había algo más entre los tres, porque todo el mundo se lo preguntaba en la isla. Nos habíamos resignado a que hablaran de nosotros, lo soportábamos con estoicismo, con dignidad, e incluso con cierto orgullo porque sabíamos que, de no haber sido nosotras dos tan llamativas y Martin tan rico, nadie habría perdido el tiempo en cotorrear sobre nosotros tres. Sí, había algo, un círculo secreto que nos encerraba dentro de una amistad incomprensible a ojos ajenos, pero ni yo sentía nada profundo por Martin ni Martin por mí, el centro de todo era Cordelia y los dos lo sabíamos, y ése era un acuerdo sobreentendido del que nunca hablábamos.

»La noche en la que se desmoronó la frágil estructura que habíamos construido no fue en principio diferente de otras, ni tampoco especial. Habíamos estado cenando en un restaurante carísimo, y luego estuvimos hasta las tantas en un bar jugando al billar con otros ingleses y bebiendo cervezas. Ellos desaparecían cada cinco minutos en dirección al cuarto de baño y regresaban con el pelo revuelto, aspirando por la nariz y ventilándose las cervezas en dos tragos. Yo ya suponía lo que hacían, ningún hombre heterosexual va al cuarto de baño acompañado por otro hombre heterosexual si no es por esa razón. Luego le pasaron la cocaína a Cordelia, ella me ofreció acompañarla, pero a mí no me apetecía. Cuando cerraron el bar decidimos volver a casa. Conducía Martín. Había bebido muchísimo pero nosotras nunca dábamos importancia al hecho de que condujera borracho, ni siquiera pensábamos en ello, aunque ahora, creo, me habría escandalizado de haberme encontrado en semejante situación. Sobre todo, cuando recuerdo la escarpadísima cuesta en espiral que había que ascender para llegar a su casa. La verdad, me sorprende que no nos matáramos.

»Llegamos y estuvimos bañándonos en la piscina hasta el amanecer. En realidad, no era más que una modificación del antiguo ritual de baño en el mar que seguíamos Cordelia y yo. Ellos dos tenían una resistencia al frío casi inhumana, o al menos así me lo parecía a mí; supongo que sería una cuestión de nacionalidades. Después nos fuimos a dormir. Cada uno a nuestra habitación. Martin y Cordelia, por supuesto, dormían juntos a menudo, pero no siempre, porque ella insistía en disponer de su propio espacio. Yo estaba tan borracha que caí desplomada en la cama, vestida, como tantas otras veces. Cuando me desperté, el día ya estaba muy avanzado. Tenía la boca sequísima y a la vez pastosa, como si hubiera comido serrín. Hacía un sol de justicia. Desde la ventana vi a Martin en la piscina. Estalla sentado en una tumbona, con las manos sujetándose la cabeza, me recordaba a aquella estatua… El pensador de Rodin. Me dirigí a la cocina en busca de agua fría. Creo que me bebí entera una botella de Perrier. Desde el ventanal comprobé que Martin continuaba en la misma posición, y me pareció extraño. Abrí la puerta, salí al jardín. Con la botella en la mano, me acerqué a la piscina y lo llamé, pero no pareció oírme. Cuando le toqué, le noté extrañamente rígido y, sobre todo, helado. Un frío muy extraño, como mineral. Le sacudí y el cuerpo cayó hacia un lado. Al principio no entendí lo que pasaba porque no había visto un cadáver en mi vida. Luego corrí hacia la casa y llamé a urgencias. Para cuando llegó la ambulancia, Martin ya llevaba varias horas muerto y Cordelia aún no se había despertado. El trasiego de gente de la casa la sacó del profundo sueño en el que se había sumido, inducido, supongo, por el hachís. Todo lo que siguió resultó excesivamente ruidoso, febril y burdo: una ambulancia, desconocidos trajinando por la casa, preguntas, apuntar nuestros nombres y nuestro número de pasaporte, Cordelia llorando incoherente… Como paralizada por un hechizo de impotencia, yo contemplaba sus lágrimas sin derramar ninguna, sujetando firmemente su mano, y a la espera.

»No conocíamos a ningún familiar de Martin, no sabíamos a quién debíamos avisar, y nosotras no podíamos encargarnos de los trámites del entierro o del funeral, puesto que no éramos familiares directos. Pero alguien tenía que hacerlo, claro. Al final, resultó que el gestor de Martin tenía firma autorizada en sus cuentas, así que él dispuso de todos los trámites y se ofició una cremación a la que Cordelia asistió completamente drogada, porque le habían dadoValium suficiente como para dormir a un ejército. Iba colgada de mi brazo y no se enteraba de nada. Yo estaba muy tranquila, como si la muerte de Martin hubiera sido algo anunciado con anterioridad, como si se tratara de lo más natural e inevitable del mundo y en realidad nos hubiera invitado a nosotras dos a su casa para que se produjera la tragedia y así nosotras fuéramos las testigos, como si participáramos de su vida en calidad de actrices de reparto. En cierto modo, sentí a la vez horror y alivio ante la muerte de Martin porque sabía que la situación inevitablemente tendría que degenerar en una catástrofe, aunque no había previsto que se desencadenara tan pronto.

No podíamos quedarnos en la casa. No sólo no era nuestra, sino que resultó que Martin había estado casado y tenía dos hijos en Manchester, que lógicamente heredarían la casa. Sin título que justificara la posesión a nuestro favor más allá del derecho de uso, los herederos acudieron al juzgado para desahuciarnos. Como estos trámites son largos, transcurrió más de un año hasta que llegó la ejecución de la sentencia.

»Entretanto, hubo muchos comentarios respecto al hecho de que Martin viviera con dos chicas jóvenes y a que hubiera muerto, precisamente, de un ataque al corazón. Además, el hecho de que fuésemos una tan rubia y la otra tan morena… Nos convertimos en la comidilla de ciertos ambientes, si es que no lo éramos ya antes de que Martin falleciera. Esta ciudad es más endogámica de lo que crees. Es como si estuviera hecha de capas de cebolla. La capa externa es la de los turistas que van y vienen, y esa capa es libre, abierta y permeable: puedes convertirte en quien quieras sin miedo a las opiniones ajenas. Pero hay otra capa interna de los residentes permanentes, que no son tantos, y al final muchos te conocen, camareros de bares, directores de hotel, maîtres de restaurantes, dueños de tiendas, encargadas de boutique, médicos, abogados, gestores… Esos rumores y el hecho de que Cordelia estuviera tan afectada por lo pasado nos decidieron a cambiar de aires.

»A nosotras nos gustaba ir a bañarnos a Punta Teno en días laborables, cuando casi no había nadie. Es uno de los sitios más bonitos de la isla, con una cala de aguas turquesa rodeada de una pradera en la que crecen flores amarillas. La zona está protegida, no se puede edificar, y la única vivienda que se alza allí, y que llegaría a ser nuestra, es una antigua caseta de aparcero remodelada. Cordelia se empeñó en ir a vivir a aquella casa. Alguien le había contado que los dueños la ocupaban sólo en verano, en pascua y algunos fines de semana, y que de vez en cuando la alquilaban para rodar películas o anuncios. Ya sabes cómo era Cordelia cuando se le metía algo en la cabeza. Consiguió el teléfono de los dueños e incluso se fue a verlos a Madrid, donde ellos vivían, y pactó un acuerdo: nos alquilaban la casa pero siempre y cuando nos comprometiéramos a dejarla libre si los dueños venían o si la alquilaban para un rodaje. Cuando eso pasaba, nos íbamos a una pensión de Buenavista. A ellos les beneficiaba el acuerdo porque una casa emplazada en un lugar tan aislado necesita estar cuidada y vigilada de forma permanente, y así se ahorraban el gasto del jardinero, puesto que nosotras nos hacíamos cargo del jardín. El alquiler, por supuesto, nos lo dejaban muy bajo. Supongo que el encanto y la belleza de Cordelia tuvieron mucho que ver en las condiciones tan ventajosas del acuerdo.

Cordelia quería irse por una temporada. Quería olvidarse de cualquier cosa que le recordara a Martín y además quería apartarse de las drogas y el alcohol, y sabía que en el Puerto no lo conseguiría. Con el dinero qtte ella recibía cada mes tendríamos más que de sobra para vivir las dos. Tu hermana no tuvo que esforzarse mucho en convencerme.

Yo tampoco tenía una idea muy clara de qué hacer y no quería quedarme en el Puerto, mareada por aquel chismorreo burdo pero creíble de que entre las dos habíamos matado a nuestro novio a polvos. Así que compramos una furgoneta de segunda mano, recogimos nuestras cosas y nos dirigimos hacia Punta Teno. La casa estaba, está, muy aislada, pero no tanto, desde allí se puede ir andando a Buenavista. Buenavista es el pueblo contiguo a Punta Teno. No es excesivamente turístico, aunque, por supuesto, sí que vivían allí ingleses y alemanes; no creo que a estas alturas quede un solo enclave de la isla en el que únicamente vivan canarios. Es un pueblo bonito -pintoresco, según las guías de viajes- muy tranquilo y mucho más barato que el Puerto.

»Como te he dicho, en realidad podríamos haber vivido perfectamente del dinero de Cordelia, pero yo estaba harta de mi existencia parasitaria. De forma que busqué un trabajo y lo encontré a las dos semanas de estar allí, en una tienda naturista en Buenavista que era a la vez herbolario, centro new age y puesto de venta de artesanía. Entre la clientela había algunos ingleses y alemanes que se habían retirado allí, de forma que los dueños estaban encantados de contar con una chica joven que hablara idiomas.

»Cordelia se adaptó muy bien. Se compró una bicicleta de montaña con la que iba y venía de Buenavista todos los días. Leía mucho y también pintaba, cocinaba y se dedicaba al jardín. Se supone que las mujeres que no trabajan se convierten pronto en unas neuróticas de tomo y lomo, pero ése no era en absoluto su caso. Al contrario, Cordelia pareció florecer en aquel primer año en Punta Teno. Ya no atravesaba las crisis depresivas de antaño y había engordado bastante. Pero lo cierto es que nuestra vida comenzaba a ser un poco aburrida y yo ya empezaba a pensar en volver al Puerto antes o después.

»Fue en el herbolario precisamente donde oí hablar por primera vez de Thule Solaris. Un día un chico rubio vestido de negro de arriba abajo nos dejó unos folletos en el local para que los repartiéramos entre los clientes. Recuerdo que me impresionó lo largo que tenía el pelo rubio, por la cintura, como un caballero medieval. Se trataba de unos trípticos escritos en alemán, muy bien presentados y maquetados, en los que se anunciaba un curso de meditación en una casa rural, impartido en lo que, a juzgar por las lotos, debía de ser un entorno paradisíaco. Se veía una casa con un enorme jardín, y un círculo de hombres y mujeres vestidos de blanco y sentados en posición de loto entre malas de lavanda. (Ahora sé, por cierto, que las fotos no mostraban ni la casa de Heidi ni el tipo de meditación que se practicaba allí. Supongo que las obtuvieron de un banco de imágenes, o de Internet.) Le llevé el folleto a Cordelia con la idea de que ambas nos apuntáramos al curso que se impartía durante una semana en aquella casa rural. Al final, yo no pude acompañarla, dado que mi trabajo en el herbolario era incompatible con el horario, pero también porque era demasiado caro y no podía pagármelo. Cordelia se ofreció a hacerlo, pero yo estaba cansada de vivir a costa del dinero de otros, me había sentido una sanguijuela mientras vivíamos en casa de Martin, y ahora que por fin había recuperado mi independencia económica (por escaso que fuera mi sueldo) no quería arriesgarme a perderla de nuevo. Me pareció de todas formas excelente, que ella asistiera al curso sin mí. A pesar de que no se pasaba el día en casa, no me gustaba que estuviera tanto tiempo sola, y pensaba que cualquier actividad en la que conociera a gente le sentaría bien.

»Tu hermana regresó completamente transfigurada de aquella experiencia, incluso le había cambiado la cara, te lo juro, tenía otro color de ojos, otra expresión. Hasta el tono de voz y las locuciones que utilizaba eran distintos. La antigua Cordelia transmitía una impresión de difusa fragilidad; la nueva presentaba contornos que parecían más rectos, más definidos. A cada momento cambiaba de gesto, de postura, de tono de voz, de mirada, e incluso de movimiento de cejas y de ojos: parecía que hubiera tomado anfetaminas. Cada uno de los mechones de cabello de aquella mujer era de Cordelia; la nariz, las cejas, las orejas y todas las facciones eran también los de ella, pero era como si tuviera ante mí una gemela y no a la propia Cordelia. Pequeños matices de percepción, datos captados en la brumosa periferia de la conciencia y entre un mar de menudos elementos que jamás habían sido reconocidos ni clasificados con claridad la hacían diferente. Me refiero a esas indefinibles distinciones percibidas vagamente en reacciones lógicas o mediante esa facultad que llamamos intuición. El lenguaje que manejaba, por ejemplo, no era el de la Cordelia que yo había conocido. Por pedante o enrevesada que Cordelia pudiera ser, nunca la había oído emplear expresiones como el «Todo Cósmico Universal» o la «Fuerza Mística». Podía imaginar a Cordelia en actitudes para mí desconocidas e incluso aceptar imprevistos y profundos cambios de modo de pensar, pero en aquella mujer que estaba frente a mí casi nada me recordaba a la chica que había salido de mi casa ocho días antes. A medida que la observaba, me parecía que iba cambiando incluso el color de los ojos (más azules) y el cabello (aún más rubio), y que tanto las facciones como las líneas de su cuerpo se iban haciendo más angulosas. Mi asombro era tanto más profundo y desconcertante cuanto que mi razón se resistía a admitir que dichos cambios se hubieran operado de una forma tan repentina y no de un modo más lento y gradual, como habría sido lo normal. Fue entonces cuando la verdad empezó a hacerse visible en las profundidades de mi conciencia, como cuando buceas y ves un brillo en el fondo que poco a poco se va convirtiendo en un objeto. Pero sólo más tarde me atrevería a aventurarme hasta el fondo para recuperarlo. Porque por entonces sólo albergaba una difusa sospecha.

»Desde que regresó del curso de meditación, una o dos veces por semana Cordelia cogía la furgoneta y se marchaba a aquella casa, ya que había intimado con la psicologa que dirigía el grupo. De pronto, Cordelia sólo veía a través de los ojos de Heidi. Cada conversación incluía a Heidi de una manera u otra. Heidi dice, Heidi opina, el otro día Heidi me dijo… Incluso una vez, en una conversación, se refirió a ella como «el ser espiritual más elevado de la tierra». Cordelia parecía muy orgullosa de que Heidi le prestara a ella especial atención. «Heidi dice que pocas veces ha conocido a una alumna tan perceptiva como yo», decía, y parecía que se hinchaba de orgullo al contármelo. Me acostumbré a que esas conversaciones se repitieran todos los días; las anécdotas que me contaba variaban poco, los comentarios menos, y las frases de efecto, nada de nada. Casi podía anunciarse qué iba a decir y cuándo lo diría. Me hablaba de un mundo de paz y felicidad, decía que notaba que su vida adquiría un nuevo sentido, que el grupo la apoyaba v compartía sus valores. «Heidi me trata como a una persona instruida», me decía, «cita a autores o usa palabras técnicas dando por supuesto que los conozco o las entiendo, conmigo no necesita detenerse en explicaciones como hace con los demás», me decía, orgullosa de que tan elevado ser espiritual la tratase como una persona culta y leída. A menudo me repetía que Heidi le había enseñado a ver el ascetismo como una senda escarpada pero accesible, porque (y esto lo repetía como un mantra) «nuestro yo esencial está siempre dentro de nosotros, no hay más que saber llamarle para que acuda». «La virtud», añadía citando a Heidi, «empieza por un esfuerzo ligero, si bien contrario al hábito adquirido. Al día siguiente el esfuerzo es menos costoso, y su eficacia mayor». Así, siempre con el nombre de Heidi prendido a flor de labios, Cordelia dejó de fumar, de beber alcohol, de comer carne, de consumir alimentos enlatados o envasados y de usar vestimentas de fibra sintética, buscando, según ella, el equilibrio estable del alma. Vivía convencida de que la virtud era cuestión de arte, de habilidad, que se hallaba a través del ayuno y el ascetismo, de las lecturas adecuadas, de la meditación. A mí al principio me gustó el cambio, en lo que significaba de dejar las drogas, pero después me asusté. Porque, poco a poco, la vida de Cordelia se separó de todo lo que la había condicionado y dado sentido hasta entonces para ir girando alrededor del grupo de Heidi mientras yo permanecía en una órbita externa, como si una fuerza centrípeta me hubiera expulsado de los alrededores emocionales de mi mejor amiga, de mi hermana.

»Cordelia, lo veo ahora, era una presa fácil. Sin familia, extremadamente sensible, desesperadamente necesitada de amor, de que la vieran, de que la admiraran, de que la entendieran, siempre se había sentido atraída por figuras paternas, siempre se había enamorado de hombres mayores, siempre en busca del padre que no había tenido. Y Heidi, evidentemente, era la madre que tampoco había tenido. Era una pieza fácil, tu hermana, ya te digo, pero también valiosa. Porque Cordelia tenía dinero. Heidi debía de saberlo desde el principio, y fue tejiendo a su alrededor la tela de araña, lenta pero inexorablemente.

»Por supuesto, tu hermana intentó hacer proselitismo. Una y mil veces me animó a que asistiera a una de las reuniones del grupo, pero una fuerza interna muy poderosa me decía que no debía acudir. Yo pretextaba los horarios de la tienda y mi propio cansancio, hasta que dejó de insistir. En cierto modo la entendía, porque comprendía su necesidad de asidero, de refugio. Yo incluso compartía esa urgencia. Cuanto mayor era mi experiencia del mundo, más aumentaba aquella ansia de fe pero, a la vez, más disminuía mi capacidad para creer a ciegas. Deseaba ver lo invisible pero no me sentía con fuerzas para hacerlo.

»Me temo que en algún instante Heidi previno a Cordelia contra mí. Eso es lo que suelen hacer en ese tipo de grupos respecto a familiares o amigos muy cercanos que puedan mostrarse reticentes a sus ideas. Ya partir de cierto momento, todo fue secretismo. Dejó de pedirme que la acompañara, y se volvió más reservada, más distante. Cuando le preguntaba dónde estaba la casa de Heidi, me respondía con evasivas. Tampoco me hablaba mucho de lo que hacían en los retiros, ni de sus actividades.

»La transformación de Cordelia prosiguió inexorablemente a lo largo de los meses. Empezó a adelgazar a ojos vista, y se le marcaron unas ojeras casi negras. Cambió las camisetas y las minifaldas por unos blusones holgados, siempre oscuros, en los que parecía que su delgado cuerpo flotara. Solía llevar en la mano una especie de rosario que no hacía sino toquetear, como si se tratara de un tic obsesivo. Y se enganchó a las runas, esas piedras con signos que se usan como método de adivinación. Llevaba siempre un juego de runas consigo, en una bolsa colgada de un cinturón que le recogía el blusón a la cintura, y las consultaba obsesivamente, a todas horas. A menudo desaparecía una semana entera para ir a alguno de aquellos retiros y volvía siempre más delgada, más pálida, más… ¿cómo decirlo? Flotante, etérea. Poco a poco se iba enajenando de todo, no sólo de mí, sino de su entorno, y de sí misma, de su propia humanidad, de su propio sentido de pertenencia al mundo. Los ojos le brillaban con una luz opaca, como si siempre mirara hacia otra parte, hacia un mundo cuya existencia no se manifestara en objetos.

»Después empezó a hablar del fin del mundo. Decía que el cambio climático destruiría el planeta en poco tiempo. Esa afirmación no parecía excesivamente disparatada, dado que era la misma tesis que sostenían y sostienen numerosos grupos ecologistas, algunos de ellos muy respetados. Pero más tarde empezó a decir auténticas barbaridades. Decía que cuando llegara el fin del mundo sólo los seres espiritualmente preparados podrían viajar a otra dimensión, porque una nave los recogería para llevarlos a la Última Tierra de Thule. Entendí con el tiempo que se refería a una nave espacial, y entonces me di cuenta de que tu hermana estaba perdiendo la cabeza. El problema es que, como quizá sepas, aquí en Tenerife es fácil creer en ovnis, esta isla es uno de los lugares más mencionados en los estudios sobre ufologia. Son incontables las historias sobre avistamientos e incluso contactos con extraterrestres que han tenido a Tenerife por escenario, y en el Parque Nacional del Teide se organizan incluso expediciones ufológicas. Así pues, no había forma de rebatirle las ideas a Cordelia, ella estaba segura de que los extraterrestres existían y que de alguna manera habían contactado con Heidi. Tu hermana estaba cada día más extraviada, y cuando me vaciaba su alma, cuando me iba enseñando las diversas piezas del rompecabezas que componían su mundo interior, esperando quizá que fuera yo capaz de resolverlo, de colocarlas en orden, yo no entendía nada, y no podía sino fijar en aquel rostro excepcional una mirada llena de esperanza, creyendo que debería suceder un cambio, un milagro, pero no el milagro que Cordelia buscaba, no. Yo simplemente quería que tu hermana recuperara la cordura.

»Empezó a alejarse de mí con un movimiento lento, discreto, irresistible y regular, como el gato de Cheshire, que en el cuento de Alicia se desvanecía en el aire poco a poco. Primero se difuminaron los ojos azules, que pasaron de ser vivaces e inquisitivos a descoloridos y casi transparentes cuando dejaron de mirarme, de fijarse en mí. Después, todo su cuerpo se disgregó, sus miembros adelgazaron, sus rasgos se confundieron, incluso su aroma se alteró cuando dejó de usar el perfume de ámbar que siempre había llevado y empezó a oler a tina extraña mezcla de hinojo e incienso. Por fin, se fue su espíritu. Porque Cordelia podía estar en casa, pero su espíritu no estaba, estaba con Heidi. Cordelia iba de una habitación a otra impregnada de Heidi, marcada por ella, pensando en ella, y así atravesaba la casa como una sombra, como un recuerdo, con una sonrisa fija e inexpresiva en los labios y la cabeza en otra parte.

»Al final, sabía que Cordelia acudía casi a diario a la casa de Heidi mientras yo estaba trabajando en la tienda, pero me sentía impotente. Por último, desesperada, una mañana colgué en la puerta de la tienda un cartel que decía «Vuelvo dentro de una hora» y me fui a casa a media mañana, cuando sabía que ella no estaría allí. Me puse a registrar su habitación, cosa que no había hecho jamás en todos los años en los que habíamos compartido espacio juntas. Encontré en un cajón un cuaderno lleno de notas garrapateadas, de anotaciones sin sentido que venían a componer una especie de historia o leyenda mágica. Hablaba de que el cosmos se creó del enfrentamiento entre el frío y el calor, y de que cuando los bloques de hielo cósmico chocaron con el Sol, se crearon los planetas. Decía que la Tierra había tenido cuatro lunas y que durante el período cuatrilunar había surgido una raza blanca de semidioses de grandes poderes físicos, intelectuales, psíquicos y mágicos, creadores de la civilización de Hiperbórea, cuva capital era la isla de Thule. Pero, paulatinamente, cada luna fue cayendo, y en los períodos que siguieron a la destrucción por el cataclismo lunar surgieron las razas inferiores. Al destruirse Hiperbórea, los thulianos viajaron al sur, a Europa, y de ellos descenderían los modernos indoeuropeos. Pero algunos se escondieron bajo tierra, esperando que la energía de la Fuerza Mística de Vryl fuera redescubierta para así poder salir de su civilización subterránea, y reconquistar el mundo.

– Es curioso… Lo de esconderse bajo tierra. Algo así venía a decir Manson. Que habría un cataclismo y que los negros se harían con el mando. Pero los blancos se esconderían bajo tierra y, llegado el momento, saldrían a la superficie y recuperarían el poder. Creo que todas las historias de apocalipsis que cuentan los líderes de sectas con intenciones mesiánicas deben de nutrirse de las mismas fuentes… Una especie de inconsciente colectivo, quizá.

– Puede ser. No sé gran cosa de sectas, la verdad. Ni tampoco de Charles Manson. Pero hubo una frase en todo aquel galimatías que me llamó mucho la atención v que cobra nuevo sentido ahora, a la luz de todo lo que ha sucedido. Te la cito casi de memoria, porque me impresionó tanto que me la aprendí. Decía así: «El valor del sacrificio no depende de si la víctima, voluntaria o no, cree en la redención. En todas las culturas, en todas las religiones, se proclama la necesidad de sacrificio».

– La frase tiene bastante sentido. Y da miedo.

– Encontré también los extractos bancarios de Cordelia. Había innumerables transferencias emitidas a una cuenta a nombre de una sociedad, la Sociedad de Thule. Parecía que tu hermana le estaba transfiriendo toda su herencia a esa mujer.

»Por último, y como era de esperar, una noche Cordelia me anunció que se marchaba. Me explicó que Heidi le había rogado desde el principio que ingresara en la comunidad pero que ella, por respeto a nuestro pacto, había insistido en seguir viviendo conmigo. Sin embargo, anunció solemne, había llegado la Hora de la Separación, y juro que pude ver las mayúsculas cuando hablaba, como si las estuviera fonando en tipos negros. Me lo contaba desapasionadamente, con tono seco y mecánico, sin rastro de sentimentalismo ni de pena o disgusto en sus ojos azules, que me observaban con una mezcla de desprecio e indiferencia, y en los que ya no pude entrever matiz alguno de afecto. Con aquella voz no se podía discutir. Su tono, sereno y decidido, me impresionó e impidió que la rebatiera, que intentara convencerla para que se quedara. Hablaba como quien ya no tiene tiempo, como la que ya ha superado la fase del debate y no está dispuesta a discutir por mera cortesía porque ya ha tomado una decisión inamovible e inapelable. Traté de conservar la calma, como si habláramos de algo interesante pero que no nos concernía personalmente, porque sabía que ya hacía tiempo que la había perdido y que me estaba enfrentando a lo inexorable.

»No se llevó nada, excepto sus cuadernos. Dejó su ropa, sus cédés, sus deuvedés, sus libros, incluso sus álbumes de fotos. Dejó toda su vida tras de sí y no hubo forma de convencerla de que hacía una locura.

»No habían pasado diez días siquiera desde que Cordelia se había ido cuando empecé a echarla de menos tan desesperadamente como si me hubiesen amputado un miembro y a culparme por mi pasividad, por el hecho de no haber hecho nada para retenerla. El cuaderno que había leído me había dejado bastante claro que no se había marchado a un simple centro de meditación, que en la casa de Heidi se movían asuntos más turbios, aunque una especie de nebulosa mental me impedía adivinar o ver nada más claro que eso, pero sabía bien que no se trataba de una simple sospecha, que mi intuición no erraba, que Cordelia estaba en peligro y que yo no podía quedarme cruzada de brazos esperando a la debacle. Llamé al número que figuraba en el folleto que los de Thule Solaris dejaron en el herbolario, el cebo a partir del cual se había desencadenado toda aquella extraña historia de seducción. Era un número de móvil. Un mensaje grabado me comunicó que el propietario había restringido las llamadas entrantes. No tenía manera de localizar a Cordelia, pues, como ya te he dicho, ella no me dijo nunca dónde estaba la casa de Heidi, y eludía todas mis preguntas sobre el particular. Pero la isla es pequeña, y yo contaba con pistas para localizar la casa. Me senté a la mesa de la cocina y, bolígrafo y papel en mano, hice una lista de toda la información que Cordelia me había dado sobre la casa, salpicada inadvertidamente en sus conversaciones, y que podía ayudarme a localizar su emplazamiento.

»Como ya te he dicho, habíamos comprado una furgoneta de segunda mano para organizar la mudanza de Taroconte a Buenavista y para movernos por la isla, y en esa furgoneta se desplazaba Cordelia hasta la casa. Yo casi nunca la utilizaba: solía ir al herbolario en bicicleta y, algunas veces, si hacía un día muy bueno, incluso andando. Tenía mi coche, pero apenas lo usaba. Así pues, la casa de Heidi no podía estar muy cerca de Buenavista, ya que, de lo contrario. Cordelia habría ido y vuelto en bicicleta, como yo. Y me llamaba la atención que no llevara el coche, sino la furgoneta, que era más resistente, lo que implicaba que probablemente no iba a un sitio urbanizado. Además, tu hermana se había comprado unas botas de montaña muy duras porque, según me explicó, para llegar a la casa había que atravesar por un largo camino sin asfaltar. Había mencionado alguna vez que Heidi usaba un Land Rover para recorrer el camino hasta la carretera y las hectáreas de terreno alrededor de la casa. Las ruedas de la furgoneta y las botas de Cordelia solían traer adheridas cacas de oveja. Además, traía mucho hinojo cuando iba allí, lo usábamos para cocinar. Me decía que en casa de Heidi el hinojo crecía salvaje.

»Otra pista me la dieron las mantas. Cuando Cordelia iba a pasar algunas noches en aquella casa para uno de los que ella llamaba sus retiros de meditación se llevaba siempre mantas, incluso en verano, porque decía que, de noche, podía hacer mucho frío.

De forma que concluí que estaba buscando una casa que se encontraba en un lugar de la isla no muy cercano a Buenavista en el que había ovejas y crecía hinojo, una casa rodeada de hectáreas de terreno a la que se accedía a través de un camino sin asfaltar, situada en algún lugar de la isla que podía ser muy frío de noche, incluso en verano.

»Esta isla no es tan grande, y además no hay tantas villas rodeadas de terreno. Un agente inmobiliario, probablemente, tendría localizadas todas las grandes villas de Tenerife. O un cartógrafo, quizá. Y entonces se me iluminó una bombilla en la cabeza, como en las películas. En Tenerife habíamos conocido a un chico que era el encargado de buscar localizaciones de rodajes. No sé si lo sabes, pero en esta isla se ruedan muchas películas. Es barata, hay muchos paisajes diferentes (desierto, paisaje tropical, playas) y muchas zonas sin urbanizar. Manuel, que así se llamaba el chico, se conocía la isla palmo a palmo porque llevaba años ayudando a diferentes equipos de rodaje de todos los países en la tarea de buscar localizaciones, trabajando para la Tenerife Film Comission. Llamé a Manuel y quedamos a la noche siguiente en un bar del Puerto.

»Resultó casi increíble lo de prisa que Manuel dedujo dónde podía estar la casa de Heidi. En el valle de la Esperanza, el único lugar de toda la isla en el que hacía frío de noche incluso en verano, que está sembrado de hinojo y en el que se pastorean ovejas. Manuel me dijo que no había tantas villas allí, y que a él se le ocurrían dos o tres que respondían a la descripción. Pero una en particular parecía ser la que yo estaba buscando.

»Addis Abeba, me explicó, había sido la sala de fiestas más grande de la isla en los años ochenta. Se trataba de una macrodiscoteca que abría hasta bien entrada la mañana, y a ella acudían coches desde todos los puntos de la isla. Al estar tan aislada, la música podía atronar tanto en el interior como en los jardines y la piscina sin molestar a vecinos que pudieran denunciar a la policía. Tras conocer un momento de esplendor, la discoteca había acabado cerrando por historias poco claras de peleas y tráfico de drogas. La villa que la había albergado se encontraba tan oculta en una de las hondonadas del valle que resultaba casi imposible reparar en ella si uno no iba buscándola expresamente. Se trataba, por tanto, del sitio ideal para alguien que no quisiera llamar la atención sobre sus actividades. El habría estado encantado de llevarme hasta allí, pero a la mañana siguiente tenía que acompañar al norte a un equipo inglés. Sin embargo, me dejó unas indicaciones muy precisas de cómo llegar, acompañadas de un mapa cuidadosamente dibujado. Se notaba que estaba acostumbrado a entregar y seguir instrucciones parecidas. Por si acaso, me dijo, lo mejor sería que preguntara en una gasolinera que me indicó. Estaba muy cerca de la casa, prácticamente a la entrada del camino.

»No me fue nada difícil encontrar la gasolinera y, tal y como me había dicho Manuel, la entrada a la antigua discoteca estaba prácticamente al lado. Allí había una garita con un vigilante jurado que me preguntó, en un español de acento cerradísimamente alemán, a quién estaba buscando. Le dije que buscaba a Heidi Meyer. El vigilante llamó por radio a alguien con quien se comunicó en alemán explicando que una mujer joven, sola, preguntaba por Heidi. No entendí lo que le respondían pero en cualquier caso me dejó pasar, indicándome que para llegar a la casa debía dejar el coche en un aparcamiento que encontraría a escasos doscientos metros. El camino, me advirtió, estaba sin pavimentar. Dejé el coche en una pequeña zona asfaltada que supuse era el aparcamiento y que se hallaba al lado del camino, en la que había aparcados otros dos o tres vehículos. Después me dispuse a recorrer el sendero que serpenteaba hacia el horizonte. Desde allí no se veía casa alguna pero supuse que, tal y como me había advertido Manuel, probablemente estaba disimulada entre la vegetación. Reconocí en los arbustos el hinojo que Cordelia solía traer a casa esparciendo su penetrante olor a través del viento de la mañana. Por fin, al cabo de unos quince minutos, divisé la casa, enorme, situada justo en la zona más honda del valle, al abrigo del viento, del frío y de miradas no deseadas.

»En el porche me esperaba una mujer madura, muy blanca, de unos cincuenta y muchos años y aspecto distante, pelo rubio, ojos de color azul acerado, facciones angulosas y rectas y una nariz puntiaguda y trémula, como un hociquito. Era esbelta, de figura armoniosa, y aún resultaría bastante guapa, pero de una belleza pálida y venenosa, ese tipo de atractivo nórdico, altivo y correcto que podía, pese a su edad, excitar todavía algún deseo pero difícilmente suscitar simpatías. Se presentó a sí misma como la «gestora de la comunidad». Yo sabía que se trataba de Ulrike porque tu hermana me había hablado de ella, y me había explicado que hacía veinte años llegó a la isla con Heidi, que juntas levantaron la casa y que, desde entonces, Ulrike administraba las finanzas de su amiga. Pregunté por Cordelia y aquella dama de hielo me dijo que estaba en su semana de retiro espiritual y que no deseaba hablar con nadie. Con voz clara y firme pero átona e incolora, se ofreció a enseñarme la finca.

»En el jardín se veía a muchos hombres y mujeres, algunos sentados en la postura del loto y otros rastrillando el huerto con los labios apretados y los ojos bajos. Transmitían una cualidad inmóvil, como de espera sin pensamiento, sin esperanza ni deseo. No vi en ellos vivacidad ninguna, sólo la carga enorme de su sumisión. Me llamó la atención el hecho de que prácticamente todos ellos eran rubios, muy blancos y con aspecto de extranjeros; parecía que Heidi no quisiera a morenos entre sus discípulos. Varios perros y gatos se paseaban a sus anchas o dormitaban al sol, como si aún recordaran la paradisíaca convivencia entre humanos y animales.

»-¿Quién vive aquí? -le pregunté a Ulrike.

»-El grupo. -Lo dijo sin énfasis, con la misma naturalidad con la que diría «el sol sale por el este», como si mencionara un hecho cotidiano de sobra conocido y le sorprendiera que yo hubiese preguntado por él.

»-Pero… ¿qué es el grupo? ¿Una iglesia, una secta?

»-No -me respondió muy tranquila, como si la pregunta no la hubiera ofendido lo más mínimo-, una secta es un grupo de personas que dependen de un líder y tienen que pagarle algo. No pueden pensar de manera diferente de él. Nosotros sólo somos amigos de Heidi.

»-Pues en el pueblo dicen que son ustedes una secta.

»-Hoy día en el mundo hay muchas tensiones, mucho miedo, muchas mentes enfermas, porque sin la relación vital con El Todo la vida no es más que una serie de temibles accidentes, y puede que sea ésa la causa de que nos tengan miedo. Heidi no puede recibirte hoy, pero si la conocieras te darías cuenta de que no tiene nada que ver con lo que sería la líder de una secta. Es muy tranquila, entiende a cualquiera que tenga problemas y ayuda a todos siempre. Nos muestra cómo podemos mejorar la mente de la gente. Y ésa es la base para mejorar el mundo.

»-¿De qué viven ustedes?

»Ulrike alzó la estrecha cabeza y sus fosas nasales se dilataron como las de una fiera que olfatea el peligro.

»-Comemos muchas veces nuestros propios alimentos, y algunos de nosotros vivimos del dinero de Heidi. La financiación de los cursos de meditación se realiza de forma individualizada; cada cual paga su cuota. Pero, para atender a quienes no tienen los medios económicos suficientes para pagarlos, se usan diferentes sistemas de apoyo, normalmente a través de la caridad de algún miembro adinerado, o de préstamos que se realizan entre amigos, sin intereses, porque la usura no encaja en el espíritu de la virtud.

»-¿No le pagan nada a ella?

»-Algunos amigos que vienen de vacaciones pagan cincuenta euros diarios por la comida, pero los que viven aquí no pagan, puesto que, como ves, la comida viene del huerto y los residentes trabajan en él. -La voz helada y controlada dejaba entrever una emoción subterránea que pugnaba por manifestarse: resentimiento, agresividad…

»-¿Y qué hacen todo el día, aparte de trabajar en el huerto?

»-Meditamos, escribimos, oramos… Escribimos reflexiones que vienen del Todo, de la energía que estamos creando. Ella dice que es más fácil sentirse libre de una tensión cuando se está escribiendo.

»-¿Ella? ¿Quién es ella?

»-Ella -pronunció el pronombre con tono solemne, como la sacerdotisa que se refiere a la divinidad-, Heidi. Heidi nos anima a escribir. Yo, por ejemplo, ahora mismo estoy escribiendo sobre mis otras vidas. He hecho regresiones y las he visto.

»Me impresionaba su mirada fija, como los ojos de cristal de una muñeca antigua, el tono mecánico de su voz, sus modales ceremoniosos v la fría sonrisa impresa en su delgado rostro de vestal. A medida que la señora peroraba yo iba lomando cada vez más conciencia de que la situación era grave. Ulrike me enseñó el huerto, los lavaderos, el gallinero, la piscina, que era más bien una alberca de agua sucia en la que no nadaba nadie, a excepción de algunos renacuajos, y el espacio de meditación, un antiguo establo remodelado, con suelo de pino y colchones por todas partes, que despedía un intenso olor a viciado que el incienso no lograba hacer desaparecer. Sin embargo, no quiso enseñarme el interior de la casa, pues allí, me dijo, estaban los dormitorios, y ésos eran espacios privados de cada residente. Imaginaba a Cordelia en aquel lugar, sin poder disfrutar siquiera del modesto lujo de la soledad, y el corazón se me encogía.

»No había rastro de tu hermana por ninguna parte.

»Finalmente, Ulrike me anunció agriamente que daba la visita por terminada porque en breve procederían a comer. Durante un largo momento que no podría haberse medido con un reloj, nos miramos fijamente y ella sostuvo mi mirada sin pestañear. Desde el fondo de un rostro que parecía una máscara refulgían los gélidos ojos azul cobalto, cortantes, hostiles.

»Regresé una semana después, pero el guardia se negó a dejarme pasar.

»Había perdido a Cordelia, con el mismo dolor de la rama joven a la que la arrancan de la planta que la alimenta. Sentí que algo había muerto en mi interior, que se había ido con ella. «Ahora que no la tendré, todo será distinto, yo misma seré diferente», pensé. Esa certeza me golpeó de repente, como si hubiera ido tranquilamente por la calle y me hubiera caído una maceta en la cabeza. ¿Qué podía hacer, si mi vida se partía en dos? En un terremoto el suelo se había abierto bajo mis pies y una grieta me había apartado de la mitad de mi casa, incapaz de regresar a la habitación en la que se guardaban mis pertenencias más queridas.

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