Capítulo 10

– Hola, me alegro de dar contigo -dijo Cara al otro lado de la línea.

¿Qué hacía jadeando a las 7.45?

– Oh, oh, nunca llamas tan pronto. ¿Qué ocurre?

Durante los pocos segundos que tardé en pronunciar esas palabras pensé en media docenas de cosas que Miranda podría necesitar.

– Nada, solo quería avisarte de que MUSYC va camino de la oficina para verte y hoy está espececialmente hablador.

– Vaya, qué gran noticia. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me interrogó sobre cada aspecto de mi vida? ¿Una semana? Empezaba a preguntarme qué había sido de mi mayor fan. -Terminé de escribir el texto que tenía entre manos y pulsé «imprimir».

Debo admitir que eres una chica afortunada. MUSYC ha perdido todo el interés por mí. -Cara suspiró con fingido dramatismo-. Solo tiene ojos para ti. Le oí decir que iba a verte para hablar de los detalles de la fiesta del Met.

– Genial. Estoy impaciente por conocer a su hermano. Por ahora solo he hablado con él por teléfono y parece un auténtico capullo. ¿Estás segura de que MUSYC viene hacia aquí? ¿Crees que un espíritu bondadoso podría salvarme hoy de este desdichado encuentro?

– No, hoy no, seguro que va para allá. Miranda tiene hora con el pedicuro a las ocho y media y no creo que llegue con él.

Consulté rápidamente la agenda que descansaba sobre la mesa de Emily y confirmé la cita. Tenía por delante una mañana sin Miranda.

– Qué bien. No se me ocurre nadie mejor con quien intimar esta mañana que con MUSYC. ¿Por qué habla tanto?

– La única respuesta que me viene a la cabeza es que, si se casó con ella, es evidente que le falta un tornillo. Llámame si dice algo especialmente absurdo. Tengo que dejarte. Caroline acaba de aplastar una barra de labios Stila de Miranda contra el espejo del cuarto de baño sin motivo aparente.

– Qué vida tan emocionante la nuestra, ¿no te parece? En fin, gracias por la información. Te llamaré más tarde.

– De acuerdo, adiós.

Mientras esperaba a MUSYC repasé el texto que acababa de redactar. En él Miranda pedía permiso al Consejo de Administración del Metropolitan Museum of Art para celebrar, a finales de abril, una cena en una de las galerías, en nombre de su cuñado, un hombre que yo intuía que ella despreciaba pero que, desafortunadamente, era pariente. Jack Tomlinson, el hermano menor y más alocado de MUSYC, acababa de anunciar que abandonaba a su mujer y sus tres hijos para casarse con su criada mexicana. Aunque él y MUSYC habían sido la quinta esencia de la aristocracia universitaria de la costa Este, al acercarse a la treintena Jack se despojó de su personalidad «harvardiana» y se mudó a Dallas, donde enseguida hizo una fortuna con el negocio inmobiliario. Según me había contado Emily, se transformó en un auténtico chico texano, roedor de pajitas y escupidor de tabaco, algo que, naturalmente, horrorizaba a Miranda, personificación de la clase y la sofisticación. MUSYC le había rogado que organizara una fiesta de pedida para su hermano pequeño y Miranda, cegada de amor, no había tenido más remedio que aceptar. Y ya que estaba obligada a hacer algo, lo haría como es debido. Y hacerlo como es debido significaba hacerlo en él Met.

Estimados miembros del Consejo, bla, bla, bla, me dirijo a ustedes a fin de solicitar su autorización para celebrar una pequeña velada, bla, bla, bla, naturalmente solo contrataremos lo mejor en servicio de comida, floristería y música, bla, bla, bla, apreciaría sus consejos, bla, bla. Tras comprobar por última vez que el texto no contenía errores obvios, falsifiqué la firma de Miranda y llamé a un mensajero.

Poco después llamaron a la puerta de la oficina -a esas horas de la mañana la tenía cerrada porque todavía no había nadie- y me sorprendió la rapidez del servicio, pero cuando la puerta se abrió apareció MUSYC. Mostraba una sonrisa excesivamente entusiasta para no ser aún las ocho.

– Andrea -trinó acercándose de inmediato a mi mesa y sonriendo con tanta franqueza que me sentí culpable por no tenerle un mayor aprecio.

– Buenos días, señor Tomlinson, ¿qué le trae tan pronto por aquí? -pregunté-. Lamento comunicarle que Miranda aún no ha llegado.

Soltó una risita y su nariz tembló como la de un roedor.

– Creo que no vendrá hasta después del almuerzo. Hay que ver, Andy, ha pasado tanto tiempo desde nuestra última charla. Cuéntale al señor T. cómo te van las cosas.

– Deje que le ayude -dije en tanto le cogía la bolsa de la ropa sucia de Miranda.

También le liberé del bolsito Fendi que había reaparecido recientemente. Era un bolsito único, con un elaborado diseño de cuentas de cristal cosidas a mano, regalo de Silvia Venturini Fendi a Miranda como agradecimiento a su apoyo. Una ayudante de moda lo había valorado en casi diez de los grandes. Advertí que una de las finas asas de cuero había vuelto a romperse, a pesar de que el departamento de complementos lo había devuelto a Fendi una docena de veces para que la cosieran a mano. El bolso estaba diseñado para transportar un delicado billetero de mujer y puede que unas gafas de sol o, en caso absolutamente necesario, un móvil. Pero a Miranda eso le traía sin cuidado. Había metido un frasco de perfume Bulgari grande, una sandalia con un tacón roto que yo debía enviar a reparar, una agenda electrónica más pesada que un ordenador portátil, un collar de púas que todavía estaba intentando dilucidar si era de su perro o lo quería para un reportaje y el Libro que yo le había entregado la noche anterior. De haber sido mío ese bolso de diez mil dólares, lo habría empeñado y pagado el alquiler de un año, pero Miranda prefería utilizarlo de papelera.

– Gracias, Andy, eres una gran ayuda para todos. Y ahora al señor T. le encantaría saber cosas de ti. ¿Qué hay de tu vida?

¿Qué hay de mi vida? ¿Qué hay de mi vida? Mmm, veamos. En realidad no mucho, supongo. Me paso los días tratando de sobrevivir al período de servidumbre contratado con su sádica mujer. Los pocos minutos al día que Miranda no me está pidiendo algo humillante me los paso bloqueando el lavado de cerebro que me inflige su eficiente primera ayudante. Durante las cada vez más raras ocasiones en que me encuentro fuera de los confines de esta revista, intento convencerme de que no tiene nada de malo comer más de ochocientas calorías al día, o me concentro en recordarme que el hecho de gastar la talla 38 no me coloca en la categoría de tallas grandes. Por lo tanto, supongo que la respuesta es: no mucho.

– Pues no mucho, señor Tomlinson. Trabajo duro y cuando no estoy trabajando salgo con mi mejor amiga o con mi novio. También veo a mi familia.

Antes leía mucho, quise decirle, pero ahora me puede el cansancio. Y aunque el tenis siempre ha sido una parte importante de mi vida, ya no tengo tiempo para practicarlo.

– Así que tienes veinticinco, ¿eh?

Ignoraba a qué venía ese comentario.

– No, veintitrés. Me licencié en mayo.

– Ajá, conque veintitrés… -Tuve la impresión de que estaba dudando en si decir algo y me puse en guardia-. Andy, cuéntale al señor T qué hacen en esta ciudad las chicas de veintitrés años para divertirse. Ya sabes, restaurantes, discotecas, esas cosas.

Sonrió de nuevo y me pregunté si necesitaba tanta atención como aparentaba. Su interés no parecía ocultar nada turbio, solo una necesidad insaciable de hablar.

– Mmm, bueno, muchas cosas, supongo. No voy a discotecas, sino a bares, pubs y sitios así. Salgo a cenar, voy al cine.

– Qué divertido. Yo también hacía esas cosas cuando tenía tu edad. Ahora solo asisto a actos de trabajo y fiestas benéficas. Disfrútalo mientras puedas, Andy.

Me guiñó un ojo como un padre bonachón.

– Bueno, eso intento.

Vete, vete, vete, supliqué para mis adentros mientras contemplaba con ansia el bollito que estaba gritando mi nombre. Apenas disponía de tres minutos de paz al día y ese hombre me los estaba robando.

Abrió la boca para decir algo pero en ese momento entró Emily. Llevaba puestos los auriculares y vibraba al ritmo de la música. Al vernos se detuvo en seco.

– ¡Señor Tomlinson! -Se quitó los auriculares y guardó el iPod en su bolso Gucci-. ¿Va todo bien? No le pasa nada a Miranda, ¿verdad?

Parecía realmente preocupada. Una actuación magistral, la ayudante siempre atenta y cortés.

– Hola, Emily. No, todo va bien. El señor T. solo ha venido a dejar las cosas de Miranda. ¿Cómo estás?

La cara de Emily se iluminó. Me pregunté si podía ser cierto que le gustara la compañía del señor Tomlinson.

– Muy bien, gracias por su interés. ¿Y usted? ¿Le ha sido útil Andrea?

– Desde luego -respondió enviándome la sonrisa número mil-. Quería comentar algunos detalles de la fiesta de pedida de mi hermano, pero supongo que aún es demasiado pronto.

Por un momento pensé que se refería a la hora y estuve a punto de gritar ¡sí!, pero entonces me percaté de que se refería al día.

Se volvió hacia Emily.

– Tienes una segunda ayudante extraordinaria, ¿no crees?

– Desde luego -farfulló Emily entre dientes-. Es la mejor.

Sonrió.

Sonreí.

El señor Tomlinson sonrió todavía más y pensé que tal vez sufría un desequilibrio químico, quizá manía crónica.

– En fin, será mejor que el señor T. se ponga en marcha. Siempre es un placer hablar con vosotras, chicas. Que tengáis un buen día las dos. Adiós.

– ¡Adiós, señor Tomlinson! -exclamó Emily mientras él ponía rumbo a recepción.

Me pregunté si le tocaría el culo a Sophy antes de entrar en el ascensor.

– ¿Por qué has estado tan antipática? -me preguntó Emily al tiempo que se quitaba su ligera chaqueta de cuero para desvelar un top de gasa aún más ligero que se ataba por delante como un corsé.

– ¿Antipática? Le he ayudado con las cosas que traía y hemos estado charlando hasta que has llegado. ¿A eso lo llamas estar antipática?

– En primer lugar, no le has dicho adiós. Y en segundo lugar, tenías esa expresión tan tuya.

– ¿Qué expresión?

– Esa expresión que deja bien claro a todo el mundo lo mucho que desprecias todo esto, lo mucho que te disgusta. Conmigo pase, pero con el señor Tomlinson no. Es el marido de Miranda, no puedes tratarle así.

– Em, ¿no crees que es un poco… raro? No para de hablar. ¿Cómo puede ser tan simpático cuando ella es una… no tan simpática?

Emily se asomó al despacho de Miranda para asegurarse de que yo había colocado correctamente los periódicos.

– ¿Raro? Qué va, Andrea. Es uno de los abogados especialistas en temas fiscales más importantes de Manhattan.

Era una pérdida de tiempo.

– Olvídalo, no sé lo que digo. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te fue anoche?

– Muy bien, estuve con Jessica comprando los regalos de sus damas de honor. Fuimos a todas partes, a Scoop, Bergdorf's, Infinity, y me probé un montón de ropa para cuando vaya a París, aunque sé que es un poco pronto.

– ¿París? ¿Te vas a París? ¿Insinúas que vas a dejarme sola con ella? -Esto último no quise decirlo en voz alta, pero se me escapó.

Otra mirada como si estuviera loca.

– Sí, en octubre iré a París con Miranda para los desfiles de primavera de prêt-à-porter. Cada año lleva a su primera ayudante para que conozca cómo funcionan. Ya sé que he estado en millones de desfiles de Bryant Park, pero los europeos son diferentes.

Hice un cálculo rápido.

– Faltan siete meses para octubre. ¿Te estuviste probando ropa para un viaje que harás dentro de siete meses?

No era mi intención ser tan directa y Emily enseguida se puso a la defensiva.

– Pues sí, aunque, como comprenderás, no pretendía comprar nada, porque para entonces habrá cambiado mucho la moda, pero quería empezar a pensar en ello. No es ninguna tontería, ¿sabes? Vuelos en primera, hoteles de cinco estrellas y las fiestas más impresionantes que hayas visto en tu vida. Además, asistiré a los desfiles de moda más exclusivos del mundo.

Emily ya me había contado que Miranda viajaba a Europa tres o cuatro veces al año para asistir a los desfiles. Siempre se saltaba Londres, como hacía todo el mundo, pero visitaba Milán y París en octubre para el prêt-à-porter de primavera, en julio para la alta costura de invierno y en marzo para el prêt-à-porter de otoño. A veces iba a Resort, pero no siempre. Nosotras nos habíamos matado preparando a Miranda para los desfiles que iban a tener lugar a finales de ese mes. Me pregunté por qué en este caso no planeaba llevarse una ayudante.

– ¿Por qué no te lleva a todos los desfiles? -inquirí aun sabiendo que me esperaba una larga explicación, pero me complacía la idea de que Miranda se ausentara de la oficina dos semanas enteras y de perder de vista a Emily. Imágenes de hamburguesas con queso y beicon, de tejanos raídos accidental y no deliberadamente, de zapatos planos y puede que hasta zapatillas de deporte cabalgaron en mi cabeza-. ¿Por qué solo en octubre?

– Porque, como comprenderás, ya cuenta con ayuda. Los Runway italiano y francés siempre le envían ayudantes y la mayoría de las veces la atienden hasta los propios redactores. Pero en el desfile de primavera Miranda siempre ofrece una gran fiesta. Todo el mundo la describe como el mejor acontecimiento del año. Y quién mejor que yo para ayudarla, naturalmente.

Naturalmente.

– Es fantástico. ¿Significa eso que yo me quedaré aquí defendiendo el fuerte?

– Más o menos, pero no creas que podrás escaquearte. Probablemente serán tus dos semanas más duras, porque Miranda necesita mucha ayuda cuando viaja. Te llamará sin cesar.

– ¡Qué ilusión! -exclamé.

Emily puso los ojos en blanco.

Dormí con los párpados abiertos y la mirada fija en la pantalla del ordenador hasta que la oficina empezó a llenarse y hubo otras personas a las que mirar. A las diez en punto llegaron las primeras ayudantes de moda y los sorbos sigilosos de café con leche desnatada para apaciguar las resacas del champán de la noche anterior. James se detuvo en mi mesa, como hacía siempre que Miranda no estaba en su despacho, y me anunció que había conocido a su futuro marido en Balthazar.

– Estaba sentado a la barra con la chaqueta de cuero rojo más impresionante que he visto en mi vida, y qué arte a la hora de quitársela. Tendrías que haber visto cómo hacía resbalar las ostras en su lengua… -Soltó un gemido audible-. Fue sensacional.

– ¿Le sacaste el número de teléfono? -pregunté.

– ¿Si le saqué el número de teléfono? ¡Le saqué los pantalones! A las once ya lo tenía con el culo al aire en mi sofá y, chica, déjame que te cuente…

– Encantador, James, encantador. No eres de los que se hacen de rogar, ¿eh? Me pareces un poco zorra, la verdad. Estamos en la era del sida, por si no lo sabías.

– Cielo, hasta tú, señora del último ángel llegado a este mundo, habrías caído de rodillas ante ese tío. Es sencillamente impresionante. ¡Impresionante!

Para cuando dieron las once todo el mundo había repasado a todo el mundo y anotado mentalmente quién se había marcado un tanto con los nuevos tejanos tostados de Michael Kors o los cuellos de pico de Celine imposibles de encontrar. Descanso a las doce, momento en que la conversación versaba sobre prendas de ropa concretas y tenía lugar, generalmente, junto a los largos percheros alineados contra las paredes. Todas las mañanas, Jeffy, uno de los ayudantes a cargo del ropero, adelantaba todos los percheros con los vestidos, bañadores, pantalones, camisas, abrigos y zapatos propuestos para los anuncios de moda a doble página. Paseaba cada perchero por toda la planta para que los redactores buscaran lo que necesitaban sin tener que revolver en el ropero.

El ropero no era, en realidad, un ropero. Parecía más bien un teatro. A lo largo de su perímetro había murallas de zapatos de todos los números, colores y estilos, una auténtica fábrica de Willy Wonka para modelos con docenas de sandalias, zapatos de salón, manoletinas, botas altas, tacones con cuentas y demás. Montañas de cajones, algunos empotrados y otros apilados en los rincones, contenían toda clase imaginable de medias, calcetines, sujetadores, braguitas, calzoncillos y corsés. ¿Necesitas un sujetador realzador de tela de leopardo La Perla? Mira en el ropero. ¿Qué tal unas mallas de color carne o unas gafas de sol de Dior? Mira en el ropero. Los estantes y los cajones para complementos ocupaban las dos paredes del fondo y la cantidad de artículos -por no mencionar su coste- era escalofriante. Plumas estilográficas. Joyas. Sábanas. Bufandas, guantes y gorros de esquiar. Pijamas. Capas. Chales. Objetos de escritorio. Flores de seda. Sombreros, muchos sombreros. Y bolsos. ¡Los bolsos! Había bandoleras y bolsos de asa corta, mochilas, carteras y bolsos de mano, maletines y bolsas de mensajero, cada uno con su etiqueta exclusiva y un precio superior a la hipoteca mensual del estadounidense medio. Y luego estaban los percheros -tan apretados entre sí que era imposible sortearlos-, los cuales ocupaban hasta el último centímetro del espacio restante.

Así pues, durante el día Jeffy intentaba hacer del ropero un lugar semiutilizable donde los modelos (y ayudantes como yo) pudieran probarse la ropa y llegar a los zapatos y bolsos del fondo después de sacar los percheros a los pasillos. Todavía no había visto un solo visitante -ya fuera escritor, novio, mensajero o estilista- que no se detuviera en seco al ver los pasillos inundados de alta costura. Unas veces, los percheros estaban ordenados por reportajes (Sidney, Santa Barbara) y otras por artículos (biquinis, trajes de falda), pero por lo general aquello parecía un revoltijo de ropa muy cara. Aunque todo el mundo se paraba a mirar y tocar el sedoso cachemir y los vestidos de noche, eran las ayudantes de moda las que revoloteaban posesivamente alrededor de su ropa y hacían comentarios constantes sobre cada prenda.

– Maggie Rizer es la única mujer del mundo que puede ponerse estos pantalones tan ajustados -aseguró Hope, ayudante de moda de 52 kilos de peso y 1,84 de estatura, desde la puerta de nuestra oficina mientras sostenía los pantalones delante de sus piernas y suspiraba-. Con ellos mi culo parecería aún más enorme de lo que es.

– Andrea, por favor -intervino su amiga, una chica que apenas conocía y que trabajaba en complementos-, di a Hope que no está gorda.

– No estás gorda -obedecí mecánicamente.

Me habría ahorrado muchísimas horas si me hubiera hecho imprimir una camiseta con esa frase, o incluso si me la hubiera tatuado directamente en la frente. Siempre me estaban pidiendo que asegurara a diferentes empleadas de Runway que no estaban gordas.

– Dios mío, ¿es que no me has visto la tripa? Parezco una tienda de neumáticos Firestone. ¡Estoy gordísima!

La palabra «gorda» se hallaba en la mente de todas, pero no en sus cuerpos. Emily juraba que sus muslos tenían «un perímetro mayor que una secoya». Jessica creía que sus «brazos flácidos» parecían los de Roseanne Barr. Hasta James se quejaba de que esa mañana se había visto el culo tan enorme al salir de la ducha que había «contemplado la posibilidad de no ir a trabajar por gordo».

Al principio yo daba a esa miríada de preguntas sobre la gordura una respuesta, en mi opinión, muy lógica.

– Si tú estás gorda, Hope, ¿cómo estoy yo? Mido cuatro centímetros menos que tú y peso más.

– Oh, Andy, no digas tonterías. Yo estoy gorda. Tú estás delgada y estupenda.

Yo, naturalmente, pensaba que mentía, pero no tardé en comprender que Hope -como todas las chicas anoréxicas de las oficina y la mayoría de los tíos- era capaz de evaluar con objetividad el peso de las demás personas. Era cuando llegaba el momento de mirarse al espejo cuando veía el reflejo de un ñu.

Como es lógico, por mucho que intentara recordarme una otra vez que yo era normal y ellas no, los constantes comentarios sobre la gordura habían hecho mella en mí. Apenas llevaba unos meses en Runway y mi mente ya estaba lo bastante desvirtuada -por no decir paranoica- para pensar que esos comentarios iban dirigidos a mí. O sea, yo, la alta y esbelta ayudante de moda, hago ver que me creo gorda para que tú, la rechoncha y achaparrada ayudante de Miranda, te des cuenta de que en realidad la gorda eres tú. Con mi metro ochenta y mis 56 kilos (por fortuna había recuperado el peso perdido por la disentería, aunque tenía la sensación de que estaba adelgazando de nuevo gracias a mi estilo de vida Runway, basado en solo-una-sopa-pero-muchos-cigarrillos), siempre me había considerado entre las chicas delgadas de mi edad. También me había sentido siempre más alta que el noventa por ciento de las mujeres que conocía y que el cincuenta por ciento de los tíos. No fue hasta que empecé a trabajar en ese engañoso lugar cuando supe lo que era sentirse baja y gorda todo el día, cada día. Yo era, sin lugar a dudas, el gnomo del grupo, la más achaparrada y la más ancha, y tenía la talla 38. Y por si corría el riesgo de olvidarlo en algún momento, los cuchicheos y las charlas diarias se encargaban de recordármelo.

– La doctora Eisenberg afirmó que la dieta Zone solo funciona si también evitas la fruta -intervino Jessica mientras sacaba del perchero una falda de Narciso Rodríguez. Recién prometida a uno de los vicepresidentes más jóvenes de Goldman Sachs, Jessica acusaba la presión de su inminente boda de sociedad-. Y tiene razón. Yo he perdido otros cuatro kilos desde mi última prueba.

Le perdonaba que se matara de hambre pese a apenas tener suficiente grasa en el cuerpo para funcionar con normalidad, pero no que hablara de ello. Me era imposible fingir que el tema me interesaba, por muy rimbombantes que fueran los nombres de los médicos o numerosos sus éxitos.

En torno a la una la oficina se animaba porque todo el mundo empezaba a prepararse para el almuerzo. No porque durante esa hora corriera la comida, sino porque era el momento del día destinado a los invitados. Yo observaba ociosamente el habitual desfile de estilistas, colaboradores independientes, amigos y amantes que pasaban para admirar y empaparse del glamour proyectado por cientos de miles de dólares de ropa, docenas de caras bonitas y lo que parecía una cantidad ilimitada de piernas larguísimas.

Jeffy se acercó a mi mesa en cuanto comprobó que Miranda y Emily se habían marchado a comer y me tendió dos bolsas de plástico enormes.

– Toma, échale un vistazo. No estará mal para empezar.

Vertí el contenido de una de las bolsas en el suelo, junto a mi mesa. Había dos pantalones Joseph -unos de color tostado y otros gris oscuro- estrechos y bajos de cintura, de una lana increíblemente suave, un pantalón Gucci de ante marrón capaz de convertir a una paleta en una supermodelo y dos tejanos Marc Jacobs perfectamente gastados que parecían confeccionados especialmente para mí. Había ocho o nueve tops, desde un ajustado jersey de cordoncillo y cuello alto de Calvin Klein hasta una blusa campesina diminuta y completamente transparente de Donna Karan. Sobre un traje pantalón de terciopelo azul de Tahari descansaba, cuidadosamente doblado, un vestido explosivo de Diane von Furstenberg. Enseguida me enamoré de una falda tejana plisada de Habitual que debía de quedarme justo por encima de la rodilla y que combinaba perfectamente con la floreada chaqueta de Katyone Adelie.

– ¿Toda esta ropa… es para mí? -pregunté procurando mostrarme ilusionada en lugar de ofendida.

– Ajá. No es nada; cosas que llevaban siglos en el ropero. Puede que hayamos utilizado algunas en los reportajes, pero no hemos devuelto ninguna a las firmas. Cada tres o cuatro meses hago una limpieza en el ropero y regalo todas estas cosas. Pensé que podrían interesarte. Tienes la talla 38, ¿verdad?

Asentí con la cabeza, todavía sin habla.

– Eso pensé. La mayoría de las chicas de por aquí tienen la 36 e incluso la 34, así que puedes quedártelo todo.

Ay.

– Qué bien, Jeffy, te lo agradezco de veras. ¡Me gusta todo!

– Mira en la otra bolsa -dijo señalándola con el dedo-. No creerás que puedes vestir este traje de terciopelo con la birria de bandolera que llevas siempre encima, ¿no te parece?

De la segunda bolsa, más hinchada aún, salió un río de zapatos, bolsos y abrigos. Había dos pares de botas de tacón de Jimmy Choo -unas hasta el tobillo y las otras hasta la rodilla-, dos pares de sandalias altas de Manolo, unos escarpines de charol de Prada y unos mocasines de Tod que Jeffy enseguida me advirtió de que no llevara a la oficina. Me colgué del hombro un bolso de ante rojo y enseguida reparé en las dos C grabadas en la solapa, pero más me gustó el cuero de color chocolate del bolso de Celi-ne que me colgué del otro brazo. Una trinchera larga, con los enormes botones característicos de Marc Jacobs, puso la guinda.

– No puede ser cierto -susurré acariciando unas gafas de sol Dior que Jeffy parecía haber metido en el último momento-. Me estás tomando el pelo.

Jeffy se alegró de mi reacción y agachó la cabeza.

– Solo te pido un favor: que lo uses, ¿de acuerdo? Y no digas a nadie que has sido la primera en elegir, porque esta gente solo vive para las limpiezas del ropero, ¿me oyes?

Al oír la voz de Emily por el pasillo salió disparado de la oficina y yo corrí a guardar la ropa debajo de mi mesa. Emily llegó del comedor con su almuerzo habitual: un zumo de frutas natural y un ensalada pequeña de brécol y lechuga iceberg con vinagre balsámico. No vinagreta, no. Vinagre. Miranda se presentaría en cualquier momento -Uri había telefoneado para comunicarmelo-, así que no pude disfrutar de mis habituales siete minutos de lujo para ir directa al puesto de las sopas, regresar con una taza y engullirla en mi mesa. Los minutos pasaban y tenía un hambre atroz, pero sencillamente no me quedaba energía para sortear a las ayudantes de moda, aguantar el examen de la cajera y preguntarme si me infligía un daño irreparable al beberme una sopa que ardía (¡y engordaba!) con tanta prisa que notaba cómo el calor corría por mi esófago. No vale la pena, pensé. No te morirás por saltarte una comida, me dije. De hecho, según mis sanos y equilibrados compañeros de trabajo, me volvería más fuerte. Además, los pantalones de dos mil dólares no sientan tan bien a las chicas comilonas, razoné. Me hundí en mi asiento y pensé en lo bien que acababa de representar a la revista Runway.

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