Capítulo 2

El día que entré en los odiosos ascensores de Elias-Clark, esos transportadores de todas las cosas en vogue, para acudir a mi primera entrevista, lo ignoraba todo. No tenía ni idea de que los columnistas de la prensa rosa y los directivos de los medios de comunicación mejor relacionados de la ciudad estaban obsesionados con los pasajeros de aspecto impecable que entraban y salían de esos estilizados y silenciosos ascensores. Jamás había visto a mujeres con un cabello rubio tan radiante, ignoraba que mantener esas mechas de marca costaba seis de los grandes al año y que quienes estaban en el ajo podían identificar al autor con una sola mirada al producto final. Jamás había visto hombres tan hermosos. Perfectamente tonificados -sin excesivo músculo porque «no es sexy»-, lucían su dedicación eterna al gimnasio mediante jerseys de cuello cisne acanalados y pantalones de cuero ajustados. Bolsos y zapatos que jamás había visto en gente de verdad gritaban ¡Prada! ¡Armani! ¡Versace! Una amiga de una amiga -ayudante de redacción de la revista Chic- me había contado que a veces los complementos tropezaban con sus creadores en esos mismos ascensores, lo que generaba así encuentros conmovedores donde Miuccia, Giorgio o Donatella podían admirar, una vez más, sus tacones de cinco milímetros de espesor o su bolso de lágrimas para la primavera. Sabía que las cosas estaban cambiando para mí, pero no tenía claro que fuera para mejor.

Me había pasado los últimos veintitrés años encarnando la América provinciana. Toda mi existencia era un perfecto cliché. Crecer en Avon (Connecticut) había supuesto deportes en el instituto, reuniones de grupos juveniles y fiestas con alcohol en bonitas casas residenciales cuando los padres se ausentaban. Vestíamos pantalones de chándal en el colegio, vaqueros los sábados por la noche y atuendos algo más vaporosos en los bailes semiformales. ¡Y el college! Caray, aquello era un mundo de sofisticación comparado con el instituto. Brown ofrecía infinitas actividades, clases y grupos para toda suerte imaginable de artistas, inadaptados y locos de la informática. Cualquier disciplina intelectual o creativa, por muy esotérica o impopular que fuera, tenía mercado en Brown. Quizá la alta costura fuera la única excepción a esta regla de la que alardeaban. Después de cuatro años paseándome por Providence con forro polar y botas de montaña, estudiando a los impresionistas franceses y redactando trabajos interminables, no estaba preparada en modo alguno para mi primer empleo después del college.

Había conseguido retrasarlo al máximo. Después de licenciarme dediqué cinco meses a reunir todo el dinero que pude y me fui de viaje yo sola. Durante un mes recorrí Europa en tren, pasando mucho más tiempo en las playas que en los museos, y no me preocupé demasiado por mantener el contacto con los de casa, salvo con Alex, mi novio desde hacía tres años. Alex sabía que, transcurridas cinco semanas, empezaría a sentirme sola, y como su formación en Teach for America acababa de terminar y disponía de unos meses libres antes de que le asignaran un colegio, apareció por sorpresa en Amsterdam. Para entonces yo había recorrido gran parte de Europa, que él ya había visitado el verano anterior, de modo que tras una tarde no demasiado sobria en un café reunimos nuestros cheques de viaje y compramos dos billetes de ida a Bangkok.

Recorrimos gran parte del sudeste asiático gastando no más de diez dólares al día y hablando obsesivamente de nuestros respectivos futuros. Alex estaba impaciente por empezar a enseñar lengua en uno de los colegios marginados de la ciudad, y entusiasmado ante la idea de formar mentes jóvenes y orientar a los más pobres y desamparados como solo él podía entusiasmarse. Yo estaba decidida a encontrar trabajo en una revista. Aunque sabía que las probabilidades de que me contrataran en el New Yorker recién salida del college eran prácticamente inexistentes, me había propuesto estar escribiendo para ellos antes de mi quinta reunión de ex alumnos. Era lo que siempre había deseado hacer, el único lugar donde quería trabajar. Había abierto mi primer número del New Yorker después de oír decir a mi madre sobre un artículo que acababa de leer: «Está muy bien escrito, ya no se leen cosas así», y de oír el comentario de mi padre: «Es lo único inteligente que se escribe hoy día». La revista me encantó. Me encantaron las críticas mordaces, las ingeniosas viñetas y la sensación de haber sido admitida en un exclusivo club de lectores. Leí todos los números durante los siguientes siete años y conocía de memoria cada sección, cada redactor e incluso cada escritor.

Alex y yo hablábamos de la nueva etapa que se abría ante nosotros y de lo afortunados que éramos de poder abordarla juntos. Con todo, no teníamos ninguna prisa por regresar a casa, como si presintiéramos que ese viaje sería el último período de calma antes de la tormenta, así que extendimos nuestros visados en Delhi para pasar unas semanas recorriendo los exóticos paisajes de India.

Pues bien, no hay nada como una disentería amebiana para volver bruscamente a la realidad. Aguanté una semana en un mugriento hotel indio suplicando a Alex que no me dejara morir en tan infernal lugar. Cuatro días después aterrizábamos en Newark y mi angustiada madre me sentaba en el asiento trasero de su coche y cloqueaba durante todo el trayecto a casa. En cierto modo mi estado era el sueño de toda madre judía, una buena razón para ir de médico en médico y asegurarse de que hasta el último parásito abandonaba a su niña. Tardé cuatro semanas en recuperarme y otras dos en darme cuenta de que vivir en casa se me hacía insoportable. Mamá y papá eran geniales, pero acabé hartándome de que me preguntaran adonde iba cada vez que salía y de dónde venía cada vez que volvía. Telefoneé a Lily y le pregunté si podía instalarme en el sofá de su minúsculo estudio de Harlem. Gracias a su bondadoso corazón, aceptó.

Desperté en el minúsculo estudio neoyorquino empapada en sudor. La frente me palpitaba, el estómago me ardía, hasta el último nervio de mi cuerpo bailaba el shimmy de una forma muy poco seductora. ¡Oh, no, han vuelto!, pensé horrorizada. Los parásitos habían logrado entrar de nuevo en mi cuerpo y estaba predestinada a sufrir eternamente. ¿Y si se trataba de algo peor? ¿Había contraído lo último en dengue? ¿Malaria? ¿Ébola quizá? Me recliné para intentar hacer frente a mi muerte inminente cuando me vinieron a la mente algunas imágenes de la noche anterior. Un bar lleno de humo en el East Village. Algo llamado música trance. Una bebida picante de color rosa en una copa de martini. Por favor, náuseas, deteneos. Amigos que se acercaban para darme la bienvenida. Un brindis, un trago, otro brindis. Por lo visto no padecía una especie extraña de fiebre hemorrágica, sino una simple resaca. No había tenido en cuenta que mi tolerancia etílica no era la misma después de haber perdido nueve kilos a causa de la disentería. Un metro ochenta de estatura y cincuenta y dos kilos de peso no eran la mejor combinación para una noche de juerga (aunque, mirando atrás, sí lo fue para encontrar empleo en una revista de moda).

Me despegué valientemente del abarquillado sofá en el que llevaba una semana instalada y concentré toda mi energía en no vomitar. La adaptación a Estados Unidos -la comida, los modales, las gloriosas duchas- no había sido difícil, pero lo de ser la invitada de la casa empezaba a cantar. Calculé que cambiando los bahts y siclos que me habían sobrado podía aguantar una semana y media antes de quedarme sin blanca, y la única forma de obtener dinero de mis padres era volver al interminable circuito de segundas opiniones. Fue justamente eso lo que me hizo levantarme de la cama un fatídico día de noviembre una hora antes de mi primera entrevista de trabajo. Había pasado la última semana apalancada en el sofá de Lily, todavía débil y exhausta, hasta que al final me había pedido que saliera cada día de casa aunque solo fuera unas horas. No sabiendo qué hacer con mi persona, había comprado una tarjeta de viaje y había recorrido toda la red de metro entregando desganadamente mi curriculum a los conserjes de todas las redacciones de las grandes revistas, con una fría carta adjunta donde explicaba que quería ser ayudante de redacción y obtener experiencia como escritora de prensa. Me sentía demasiado débil para que me importara que alguien la leyera y lo último que esperaba era una entrevista. Con todo, el teléfono de Lily había sonado justo el día anterior y, por sorprendente que parezca, alguien de recursos humanos de Elias-Clark quería tener una «¡charla!» conmigo. Ignoraba si se trataba de una entrevista formal, pero lo de «charla» sonaba mucho más apetecible.

Bajé los comprimidos de Advil con Pepto y logré ponerme una chaqueta y un pantalón que no combinaban ni formaban un traje pero que, al menos, no resbalaban por mi famélica silueta. Una blusa azul, una coleta no demasiado vivaz y unas manoletinas con algunas rozaduras completaban mi aspecto. No era nada del otro mundo, de hecho rayaba en la fealdad suprema, pero tenía que servir. No me contratarán o rechazarán solo por mi indumentaria, recuerdo que pensé. Evidentemente, había tenido días más lúcidos.

Llegué puntualmente para mi entrevista de las once y no me entró el pánico hasta que tropecé con la cola de cuerpos de largas piernas y constitución enclenque que esperaban para entrar en los ascensores. (¡Los ascensores!) Inspira, espira, recordé. No vomitarás. No vomitarás. Estás aquí para hablar de tu deseo de trabajar como ayudante de redacción y luego volverás al sofá. No vomitarás. «¡Por supuesto que me encantaría trabajar en Reaction! No, supongo que el Buzz tampoco estaría mal. ¿Cómo? ¿Que puedo elegir? En ese caso necesitaré una noche para decidirme entre esas dos y Maison Vous. ¡Fabuloso!»

Al poco rato luzco una pegatina de «invitada» nada favorecedora en mi nada favorecedor pseudotraje (demasiado tarde descubrí que los invitados con rodaje pegan el pase en el bolso o incluso se deshacen de él, que solo los perdedores ignorantes lo llevan puesto) y me dirijo a los ascensores. Entonces… subo. Subo, subo, subo, cruzando el espacio y el tiempo y el erotismo infinito rumbo a… recursos humanos.

Durante el rápido trayecto me permití relajarme unos instantes. Perfumes intensos se mezclaban con el olor a cuero fresco, lo que daba a esos ascensores meramente funcionales una cualidad casi erótica. Por el camino nos deteníamos en una u otra planta para dejar salir a las bellezas de Chic, Mantra, The Buzz y Coquette. Las puertas se abrían con un sigilo casi reverente a recepciones de un blanco absoluto. Mobiliario chic de líneas limpias y sencillas desafiaba a la gente a sentarse, dispuesto a aullar de pavor si alguien -¡horror!- derramaba algo. El nombre de cada revista cubría las paredes del vestíbulo con caracteres negros y singulares. Gruesas puertas de cristal opaco protegían las oficinas. Eran nombres que el estadounidense medio reconoce pero nunca imagina girando bajo un elevadísimo tejado urbano.

Aunque servir yogur helado había sido mi trabajo más interesante hasta la fecha, mis amigos recién incorporados al mundo laboral me habían contado suficientes historias para saber que la vida de empresa no tenía nada que ver con eso. Ni mucho menos. Aquí faltaban las nauseabundas luces fluorescentes, las moquetas que disimulan las manchas. Donde hubiera debido ver secretarias desaliñadas había jovencitas de pómulos altos y trajes de diseño. Tampoco había rastro de material de oficina. La presencia de artículos tan básicos como archivadores, papeleras y libros era, sencillamente, nula. Observé cómo desaparecían seis plantas de blanca perfección antes de oír una voz cargada de odio.

– ¡Es. Una. Auténtica. Hija. De. Puta! No la aguanto más. ¿Quién la aguanta, dime? ¿Quién la aguanta? -siseó una chica de veintitantos años ataviada con una falda de piel de serpiente y una diminuta camiseta sin mangas, más apropiada para una noche caliente en Lotus que un día (¡de invierno!) en la oficina.

– Lo sé, lo séee. ¿Qué crees que he estado soportando yo los últimos seis meses? Una auténtica hija de puta. Y encima tiene un gusto pésimo -convino su amiga con una vigorosa sacudida de su adorable melena.

Afortunadamente llegué por fin a mi planta y las puertas del ascensor se abrieron. Interesante, pensé. Sin embargo, si comparas este posible entorno de trabajo con un día normal en la vida de una chica de instituto, podría ser más que eso. ¿Estimulante? Bueno, quizá no. ¿Acogedor, bonito, alentador? No; no exactamente. ¿La clase de lugar que te anima a sonreír y a querer hacer un buen trabajo? ¡De acuerdo! En cualquier caso, si buscas lo delgado, lo sofisticado, lo último y lo supermodemo, Elias-Clark es la Meca.

Las joyas y el maquillaje impecable de la recepcionista de recursos humanos no aliviaron mi abrumadora sensación de que no estaba a la altura. Me dijo que me sentara y, «si quieres, puedes echar una ojeada a algunas de nuestras publicaciones», como si fueran a interrogarme sobre ellas. ¡Ja! Ya conocía a Stephen Ale-xander, de la revista Reaction, y no me costó mucho memorizar el nombre de Tanner Michel, del Buzz. Supuse que era lo único interesante que publicaban. Todo irá bien.

Una mujer menuda y esbelta se presentó como Sharon.

– De modo, querida, que quieres abrirte camino en las revistas -comentó mientras dejábamos atrás una hilera de clones de largas piernas y entrábamos en su frío despacho-. Supongo que sabes que es difícil conseguirlo recién terminados los estudios. Ahí fuera hay mucha, muchísima competencia para muy pocos trabajos. Y estos no están lo que se dice bien pagados, ya me entiendes.

Contemplé mi atuendo barato y que no conjuntaba, mis inoportunos zapatos, y me pregunté por qué me había tomado siquiera la molestia de ir. Viéndome de vuelta en el sofá con suficientes cigarrillos y Cheeze-Its para dos semanas, apenas la oí cuando añadió casi en un susurro:

– Sin embargo, debo decir que ahora mismo hay una oportunidad fabulosa, ¡y no durará mucho!

Desplegué las antenas e intenté que Sharon me mirara directamente a los ojos. ¿Oportunidad? ¿No durará mucho? La mente me iba a cien. ¿Esa mujer quería ayudarme? ¿Le había caído bien? ¿Cómo, si aún no había abierto la boca? ¿Cómo podía caerle bien? ¿Y por qué tuve la sensación de que empezaba a hablar como un vendedor de coches?

– Querida, ¿podrías decirme el nombre de la directora de Runway? -preguntó mirándome atentamente por primera vez desde que nos sentamos.

Blanco. Totalmente en blanco. No recordaba nada. ¡No puedo creer que me esté interrogando! No había leído un solo número de Runway en toda mi vida. Esa mujer no podía hacerme esa pregunta. A nadie le importaba Runway. Era una revista de moda, maldita sea, una revista que hasta dudaba que contuviera texto alguno, una revista donde solo aparecían anuncios lustrosos y un montón de modelos de aspecto famélico. Tartamudeé unos instantes mientras los nombres de los redactores que me había obligado a memorizar bailaban desparejados en mi cabeza. Estaba segura de que algún lugar recóndito de mi mente conocía el nombre de esa directora. ¿Quién no iba a conocerlo? Sin embargo, el nombre se negaba a cuajar en mi debilitado cerebro.

– Vaya, parece que ahora mismo no consigo recordarlo, aunque sé que lo sé, naturalmente que lo sé. ¡Todo el mundo lo sabe! Es solo que, en fin, que parece que ahora mismo no lo sé.

La mujer clavó por fin la mirada de sus enormes ojos en mi rostro, ahora sudoroso, y me observó por un instante.

– Miranda Priestly -dijo, casi en un susurro, con una mezcla de veneración y miedo-. Se llama Miranda Priestly.

Silencio. Durante un minuto entero ninguna de las dos abrió la boca, pero por lo visto Sharon decidió pasar por alto mi crucial tropiezo. En aquel entonces yo no sabía que deseaba desesperadamente contratar otra ayudante para Miranda, no podía saber que deseaba desesperadamente evitar que esa mujer siguiera llamándola de día y de noche para interrogarla sobre las posibles candidatas. Que deseaba desesperadamente encontrar a alguien, no importaba quién, que Miranda no rechazara. Y si yo -por improbable que pareciera- tenía la más mínima posibilidad de ser contratada y, por lo tanto, de liberarla, había que prestarme atención.

Sharon esbozó una sonrisa breve y me anunció que iba a presentarme a una de las dos ayudantes de Miranda. ¿Dos ayudantes?

– Por supuesto -respondió con cierta exasperación-. Miranda necesita dos ayudantes. Su primera ayudante, Allison, ha ascendido a redactora de belleza de Runway, y Emily, su segunda ayudante, ocupará el puesto de Allison. ¡Así pues, la plaza de segunda ayudante ha quedado vacante! Andrea, sé que acabas de li-cenciarte y probablemente no estás del todo familiarizada con los entresijos del mundo editorial… -Hizo una pausa dramática mientras buscaba las palabras adecuadas-. Creo que es mi deber, mi obligación, decirte que tienes delante una oportunidad de oro. Miranda Priestly… -Hizo otra pausa igual de dramática, como si estuviera haciendo una reverencia mental-. Miranda Priestly es la mujer más influyente de la industria de la moda y una de las directoras de revista más importantes del mundo. ¡Del mundo! La oportunidad de trabajar para ella, de verla dirigir a escritores y modelos famosos, de ayudarla a lograr cuanto logra cada día, en fin, huelga decir que es un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas.

– Mmm, sí, parece fantástico -convine mientras me preguntaba por qué Sharon quería convencerme de algo por lo que millones de chicas darían un ojo de la cara.

Sin embargo, no había tiempo de pensar en eso. Descolgó el teléfono, pronunció unas palabras y a los pocos minutos ya me acompañaba a los ascensores para que acudiera a mis entrevistas con las dos ayudantes de Miranda.

Pensaba que Sharon hablaba como un robot, pero todavía no había tenido mi reunión con Emily. Bajé hasta la decimosegunda planta y esperé en la recepción absolutamente blanca de Runway. Transcurrió algo más de media hora antes de que una chica alta y delgada cruzara las puertas de cristal. De sus caderas caía una falda de cuero hasta la pantorrilla, mientras que un ingobernable cabello pelirrojo coronaba su cabeza formando uno de esos moños despeinados pero glamourosos. La piel, pálida e impecable, sin una sola peca o mancha, cubría a la perfección los pómulos más elevados que había visto en mi vida. No sonrió. Se sentó a mi lado y me echó una ojeada de forma aplicada pero mecánica, carente de interés. De repente, sin haberse presentado aún, la que supuse era Emily procedió a describirme el trabajo. El tono monótono de su voz me dijo más que todas sus palabras juntas: había pasado por esa situación docenas de veces, dudaba mucho que yo fuera diferente de las demás y, por consiguiente, no estaba dispuesta a perder demasiado tiempo conmigo.

– Es duro, de eso no hay duda. Habrá jornadas de catorce horas, no muchas pero las suficientes -prosiguió sin mirarme aún-. Y es importante tener presente que no habrá trabajo de redacción. Como segunda ayudante de Miranda, serías únicamente responsable de prever sus necesidades y satisfacerlas. Eso supone desde encargar sus sobres favoritos hasta ir con ella de compras. Sea lo que sea, siempre resulta divertido. Te permite pasar un día tras otro, una semana tras otra, con esta mujer absolutamente increíble. Porque es increíble -añadió con un suspiro, y pareció un tanto animada por primera vez desde el inicio de la entrevista.

– Parece estupendo -dije, y hablaba en serio.

Aquellos amigos míos que habían empezado a trabajar nada más licenciarse ya llevaban seis meses en sus puestos de aprendiz y todos estaban descontentos. Bancos, agencias de publicidad, editoriales, lo que fuera, todos estaban sumamente descontentos. Se quejaban de las largas jornadas, de los compañeros, de la política de la empresa, pero sobre todo del aburrimiento. Comparadas con el college, las tareas que les encomendaban en sus respectivos trabajos eran absurdas e innecesarias, idóneas para un chimpancé. Hablaban de muchas, muchísimas horas introduciendo números en bases de datos y haciendo visitas inesperadas a gente que no quería recibirlas. O clasificando años enteros de información en una pantalla de ordenador e investigando asuntos de todo punto intrascendentes durante meses para que sus supervisores pensaran que eran productivos. Todos juraban que se habían vuelto más tontos de lo que eran en el breve periodo de tiempo transcurrido desde su licenciatura y no veían ninguna solución a corto plazo. La moda no me atraía especialmente, pero prefería hacer algo «divertido» durante todo el día a hundirme en un trabajo tedioso.

– Sí, es estupendo, sencillamente estupendo. Lo que quiero decir es que es estupendo de verdad. En fin, ha sido un placer conocerte. Avisaré a Allison para que la conozcas. Ella también es estupenda.

En cuanto hubo desaparecido tras el cristal con un frufrú de cuero y rizos, asomó por la puerta una figura juvenil. Esta impresionante muchacha negra dijo ser Allison, la primera ayudante de Miranda recién ascendida, y enseguida me percaté de que estaba delgadísima (instinto cultivado en mi época fallida como miembro de clubes estudiantiles femeninos). No obstante, no conseguí concentrarme en la forma en que se le hundía el vientre y le sobresalía la pelvis porque el simple hecho de que enseñara el vientre en el trabajo ya me tenía alucinada. Vestía un pantalón de cuero negro tan suave como ajustado. Un top de pelo blanco le ceñía el pecho y terminaba a cinco centímetros del ombligo. La larga melena era negra como la tinta y le caía por la espalda como una manta espesa y brillante. Llevaba los dedos de las manos y los pies pintados de blanco luminiscente, de modo que daban la sensación de que brillaban por dentro, y las sandalias proporcionaban ocho centímetros más a su armazón de metro ochenta y dos de estatura. Era increíblemente sexy y elegante al mismo tiempo, pero a mí me producía, sobre todo, frío. Literalmente. Después de todo, era noviembre.

– Hola, soy Allison, como probablemente sabes -comenzó mientras recogía una pelusa blanca del cuero que ceñía su exiguo muslo-. Acaban de ascenderme a un cargo de redacción y eso es precisamente lo fenomenal de trabajar con Miranda. Son muchas horas, es cierto, y el trabajo es duro, pero también increíblemente glamouroso. Millones de chicas darían un ojo de la cara por conseguirlo. Además, Miranda es maravillosa como mujer, directora y persona, y cuida mucho de sus chicas. Un solo año con ella te ahorrará años y años de esfuerzo para ascender en la jerarquía laboral. Si tienes talento, te enviará directa a la cumbre y… -Allison siguió parloteando sin molestarse en levantar la vista o fingir un mínimo de entusiasmo por lo que decía.

Aunque no tuve la impresión de que fuera especialmente tonta, sus ojos poseían ese brillo opaco característico de los miembros de las sectas y de las personas a quienes han lavado el cerebro. Tuve la sensación de que si me dormía, me metía el dedo en la nariz o, sencillamente, me marchaba, no se daría ni cuenta.

Cuando por fin cerró el pico y fue a avisar a otra entrevistadora, estuve a punto de desplomarme en los lujosos sofás de la recepción. Todo ocurría demasiado deprisa, fuera de mi control, y sin embargo estaba ilusionada. ¿Qué importaba que no supiera quién era Miranda Priestly?, pensé. Todo el mundo parecía encantado con ella. De acuerdo, es una revista de moda, no algo un poco más interesante, pero es mucho mejor trabajar en Runway que en una publicación industrial, ¿no? El prestigio de tener Runway en mi curriculum me daría más credibilidad a la hora de solicitar trabajo en el New Yorker que, digamos, Popular Mechanic. Además, estoy segura de que millones de chicas darían un ojo de la cara por tener este empleo.

Tras media hora de reflexiones de esa índole otra chica alta y delgadísima entró en la recepción. Me dijo su nombre, pero yo solo era capaz de concentrarme en su cuerpo. Vestía una falda tejana ajustada con varios jirones, una blusa blanca transparente y sandalias plateadas de tiras. Lucía un bronceado y una manicura perfectos, así como un desnudo parcial en pleno invierno. No fue hasta que me indicó por señas que cruzara con ella las puertas de cristal y, por lo tanto, tuve que levantarme, cuando me percaté de lo horrendo e inadecuado que era mi atuendo, de la languidez de mi pelo y de la ausencia total de complementos y joyas. Actualmente mi imagen de aquel día -y el hecho de que portara algo parecido a un maletín- todavía me atormenta. Noto cómo la cara me arde de rubor cuando recuerdo mi pinta birriosa al lado de las mujeres más conjuntadas y modernas de la ciudad de Nueva York. No supe hasta mucho después, cuando me hallaba a las puertas de convertirme en una de ellas, cuánto se habían reído de mí durante la ronda de entrevistas.

Tras el obligado repaso Chica Despampanante me condujo al despacho de Cheryl Kerston, redactora ejecutiva de Runway y una lunática adorable. También ella habló durante horas, pero esta vez escuché. Escuché porque parecía amar su trabajo, porque hablaba con entusiasmo del tema de las «palabras» dentro de la revista, de los maravillosos textos que leía, de los escritores con los que trataba y de los redactores que supervisaba.

– No tengo nada que ver con la parte relativa a la moda -declaró con orgullo-, de modo que será mejor que dejemos esas preguntas para otro.

Cuando le dije que era justamente su puesto el que más me atraía, que no tenía experiencia ni un interés especial por la moda, esbozó una sonrisa amplia y sincera.

– En ese caso, Andrea, quizá seas precisamente lo que necesitamos aquí. Creo que es hora de que conozcas a Miranda. ¿Puedo darte un consejo? Mírala directamente a los ojos y véndete. Véndete bien y te respetará.

Como si hubiera estado aguardando su turno, Chica Despampanante entró justo a tiempo para acompañarme al despacho de Miranda. El trayecto duró apenas treinta segundos, pero noté todas las miradas clavadas en mí. Me observaban desde el otro lado del cristal esmerilado y desde el espacio abierto donde las ayudantes tenían sus cubículos. Una hermosura que estaba en la foto-copiadora se volvió para darme un repaso, y lo mismo hizo un hombre absolutamente magnífico, aunque a todas luces gay e interesado tan solo en examinar mi indumentaria. Justo cuando me disponía a cruzar el umbral de la oficina de las ayudantes situada frente al despacho de Miranda, Emily me arrebató el maletín y lo metió debajo de su mesa. Tardé unos instantes en comprender el mensaje: «Entra con eso y perderás toda credibilidad». Acto seguido allí estaba, en el despacho de Miranda, un amplio espacio con enormes ventanales y una luz deslumbrante. Ese día no reparé en ningún otro detalle, pues no podía apartar la vista de ella.

Como nunca había visto una foto de Miranda Priestly, me sorprendió su delgadez. La mano que tendió era menuda, femenina, suave. Tuvo que alzar la cabeza para mirarme a los ojos, pero no se levantó para recibirme. Llevaba el pelo perfectamente teñido y recogido en un moño muy chic, deliberadamente flojo para parecer despreocupado, a pesar de lo cual resultaba muy elegante, y aunque no sonrió, no me pareció especialmente intimidadora. Parecía más bien amable y algo menuda detrás de su inquietante mesa negra; aunque no me invitó a sentarme, me sentí lo bastante cómoda para ocupar una de las incómodas sillas negras que había frente a ella. Entonces lo noté: me estaba observando con atención, anotando mentalmente con aparente regocijo mis atentados contra la elegancia y el buen gusto. Condescendiente, sí, pero no especialmente perversa, me dije. Ella habló primero.

– ¿Qué te trae a Runway, An-dre-aaa? -preguntó con su acento británico de clase alta, sin apartar la vista de mí.

– He hablado con Sharon y ella me ha explicado que está buscando una ayudante -comencé con voz algo trémula. Al ver que asentía con la cabeza, gané confianza-. Ahora, después de hablar con Emily, Allison y Cheryl, creo que tengo una idea clara de la clase de persona que busca, y estoy segura de que yo sería perfecta para el puesto -proseguí recordando las palabras de Cheryl.

Miranda parecía divertida, aunque mantuvo el rostro impasible. Fue en ese momento cuando empecé a desear el trabajo con esa desesperación con que la gente quiere las cosas que considera inalcanzables. Quizá no fuera comparable a entrar en una facultad de derecho o publicar un ensayo en un periódico universitario, pero para mi mente hambrienta entonces de éxito era un auténtico desafío, un desafío porque yo era una impostora, y no muy buena. Nada más poner los pies en Runway había comprendido que no cuadraba en ese lugar. Mi atuendo y mi pelo desentonaban, eso estaba claro, pero másdesentonaba mi actitud. No sabía nada de moda ni me importaba lo más mínimo. Por lo tanto, tenía que conseguir ese empleo. Además, millones de chicas darían un ojo de la cara por él.

Continué respondiendo a sus preguntas sobre mi persona con una rotundidad y una seguridad sorprendentes. No tenía tiempo para sentirme intimidada. Además, Miranda parecía una mujer agradable y nada me hacía pensar lo contrario. Nos enredamos un poco cuando me preguntó por los idiomas. Cuando le dije que hablaba hebreo, hizo una pausa, colocó las palmas sobre la mesa y repitió fríamente:

– ¿Hebreo? Esperaba francés o por lo menos un idioma más útil.

Estuve a punto de disculparme, pero me detuve a tiempo.

– Por desgracia, no hablo ni una palabra de francés, pero estoy segura de que no será un problema.

Miranda juntó de nuevo las manos.

– Aquí dice que estudiaste en Brown.

– Así es. Me especialicé en filología inglesa y en escritura creativa. Escribir siempre ha sido mi pasión. -¡Qué cursi!, me regañé. ¿Era necesario que utilizara la palabra «pasión»?

– ¿Tu gusto por la escritura significa que la moda no te interesa?

Bebió de un líquido gaseoso y devolvió a la mesa el vaso. Una rápida ojeada a este me reveló que Miranda era de esas mujeres capaces de beber sin dejar una asquerosa marca de carmín. Siempre tendría los labios perfectamente delineados y pintados, fuera la hora que fuera.

– Oh, no; por supuesto que no, adoro la moda -mentí con tranquilidad-. Y estoy deseando aprender más acerca de ella, pues sería maravilloso poder escribir sobre moda algún día.

¿De dónde demonios había sacado eso? Empecé a tener la sensación de que no era yo quien hablaba, de que estaba pronunciando las palabras de otras personas.

La entrevista prosiguió con suavidad hasta que Miranda formuló su última pregunta: ¿qué revistas leía con regularidad? Me incliné ávidamente hacia delante y empecé a hablar.

– Solo estoy suscrita al New Yorker y Newsweek, pero leo regularmente The Buzz. A veces Time, aunque me aburre un poco, y U.S. News es demasiado conservador. Naturalmente, como un placer prohibido, echo una ojeada a Chic, y como acabo de llegar de viaje, leo todas las revistas de viajes y…

– ¿Lees Runway, An-dre-aaa? -me interrumpió inclinándose sobre la mesa y mirándome con mayor intensidad que antes.

La pregunta fue tan súbita, tan inesperada, que por primera vez me quedé sin habla. No mentí, y tampoco busqué excusas ni intenté explicarme.

– No.

Tras unos segundos de pétreo silencio Miranda llamó a Emily para que me acompañara a la salida. Entonces supe que el trabajo era mío.

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