CAPÍTULO 19

Las siguientes semanas fueron horribles. Turner comenzó a hacer que le enviaran su comida al estudio, estar sentado al otro lado de Miranda durante una hora cada tarde era más de lo que podía soportar. Esta vez la había perdido, era una agonía mirar dentro de sus ojos y verlos tan vacíos y carentes de emoción.

Si Miranda ya no era capaz de sentir nada más, en ese momento Turner sentía demasiado.

Se sentía furioso con ella por ponerlo en una situación crítica y que intentara forzarlo a reconocer emociones que no estaba seguro de sentir.

Estaba enrabietado ya que ella había decidido abandonar su matrimonio después de determinar que no había pasado alguna clase de prueba que había dispuesto para él.

Se sentía culpable de haberla hecho tan miserable. Estaba confuso acerca de cómo tratarla y aterrorizado de no poder reconquistarla nunca.

Estaba enfadado consigo mismo por su incapacidad para decirle sencillamente que la amaba y consideraba, de alguna manera, inadecuado no saber cómo hacerlo hasta determinar si estaba enamorado.

Pero sobre todo, se sentía solo. Estaba solo y triste por su esposa. La echaba de menos a ella y a todos sus pequeños comentarios graciosos y expresiones raras. De vez en cuando se la cruzaba en el pasillo, y se obligaba a examinar su cara, tratando de vislumbrar a la mujer con la que se había casado. Pero ella se había ido. Miranda se había convertido en una mujer diferente. Parecía que ya no se preocupaba. Por nada.

Su madre, que había venido para quedarse hasta que el niño naciera, lo había buscado para decirle que Miranda apenas picoteaba su comida. Había jurado por lo bajo. Ella debería darse cuenta de que era malo para su salud. Pero no se sentía con el valor suficiente como para buscarla e inculcarle algo de sentido común. Simplemente dio instrucciones a algunos de los criados para que mantuvieran un ojo vigilante sobre ella.

Le daban informes a diario, por lo general, en las horas tempranas de la tarde, cuando se sentaba en su estudio, considerando el alcohol y los efectos amnésicos de este. Esta noche no era diferente; iba por su tercer brandy cuando oyó un brusco golpecito en la puerta.

– Entre.

Para gran sorpresa suya, su madre entró.

La saludó con la cabeza cortésmente.

– Has venido a regañarme, imagino.

Lady Rudland se cruzó de brazos.

– ¿Y exactamente por qué piensas que necesitas que te regañe?

Su sonrisa careció de todo humor.

– ¿Por qué no me lo dices tú? Estoy seguro que tienes una extensa lista.

– ¿Has visto a tu esposa a lo largo de la semana pasada? -exigió.

– No, no creo que… ¡Ah!… ¡ah!, espera un minuto. -Tomó un sorbo del brandy-. Me la crucé en el pasillo hace unos días. El martes, creo que fue.

– Está de más de ocho meses de embarazo, Nigel.

– Te aseguro que soy consciente.

– Eres un canalla por dejarla sola en un momento de necesidad.

Él tomó otro trago.

– Sólo para aclarar las cosas, ella me dejó solo, no al revés. Y no me llames Nigel.

– Te llamaré como malditamente me plazca.

Turner alzó sus cejas ante el uso de la primera blasfemia que en toda su vida había oído escaparse de los labios de su madre.

– Felicidades, te has rebajado a mi nivel.

– ¡Dame eso! -Se abalanzó hacia adelante y agarró el vaso de su mano. El líquido ámbar salpicó sobre el escritorio-. Me tienes horrorizada, Nigel. Eres tan malvado como cuando estabas con Leticia. Eres odioso, grosero… -Se quedó sin acabar cuando la mano de él se envolvió alrededor de su muñeca.

– Nunca cometas el error de comparar a Miranda con Leticia -dijo él con voz amenazante.

– ¡No lo hice! -Sus ojos se abrieron de par en par por la sorpresa-. Jamás se me ocurriría.

– Bien. -La soltó de repente y caminó hacia la ventana. El paisaje era tan desapacible como su humor.

Su madre permaneció silenciosa un rato, pero entonces preguntó:

– ¿Cómo vas a hacer para intentar salvar tu matrimonio, Turner?

Él soltó un desalentado suspiro.

– ¿Por qué estás tan segura de que soy yo quien necesita hacer por salvarlo?

– Por el amor de Dios, sólo mira a la muchacha. Está claramente enamorada de ti.

Sus dedos agarraron el alféizar hasta que los nudillos se le volvieron blancos.

– No he visto ninguna indicación de eso últimamente.

– ¿Cómo podrías? No la has visto en semanas. Por tu bien, espero que no hayas matado lo que fuera que ella sentía por ti.

Turner no dijo nada. Sólo quería que la conversación terminara.

– No es la misma mujer que era hace unos meses -siguió su madre-. Era tan feliz. Habría hecho cualquier cosa por ti.

– Las cosas cambian, Madre -dijo concisamente.

– Y pueden volverse atrás -dijo Lady Rudland con voz suave aunque insistente-. Ven a cenar con nosotras esta noche. Es terriblemente incómodo sin ti.

– Será mucho más incómodo conmigo, te lo aseguro.

– Déjame ser el juez en esto.

Turner se quedó de pie erguido, hizo una larga y temblorosa inhalación. ¿Estaba su madre en lo cierto? ¿Podrían Miranda y él resolver sus diferencias?

– Leticia está todavía en esta casa -dijo su madre suavemente-. Déjala ir. Deja que Miranda te cure. Ella lo haría, lo sabes, si tan sólo le dieras la posibilidad.

Sintió la mano de su madre en su hombro pero no se giró, era demasiado orgulloso para dejarle ver la cara de su dolor.


El primer dolor apretó su vientre aproximadamente una hora antes de que fuera a bajar para la cena. Asustada, Miranda se puso la mano sobre el abdomen. El doctor le había dicho que muy probablemente daría a luz en dos semanas.

– Vaya, parece que te vas a adelantar -dijo suavemente-. Sólo quédate dentro para la cena, ¿vale? Realmente estoy hambrienta. No lo he estado durante semanas, ya sabes, y necesito algo de alimento.

El bebé pateó en respuesta.

– Así que éste es el modo en que va a ser, ¿verdad? -susurró Miranda con una sonrisa tocando sus rasgos por primera vez en semanas-. Cerraré un trato contigo. Tú me dejas pasar la cena en la paz, y te prometo no ponerte un nombre como Iphigenia.

Sintió otra patada.

– Si eres una chica, por supuesto. Si eres un chico, entonces prometo no llamarte… ¡Nigel! -Se rió, el sonido poco familiar y… agradable-. Prometo no llamarte Nigel.

El bebé se quedó quieto.

– Bueno. Ahora, vayamos a vestirnos, ¿nos vestimos?

Miranda llamó a su criada, y una hora más tarde, bajaba la escalera hacia el comedor, sujetando fuertemente el pasamanos en todo su descenso. No estaba segura de por qué no quería decirle a nadie que el bebé estaba en camino, quizás sólo era su natural aversión a armar alboroto. Además, salvo por un dolor cada diez minutos más o menos, se sentía bien. Ciertamente no tenía ningún deseo de ser confinada en su cama aún. Sólo esperaba que el bebé pudiera conseguir refrenarse durante la comida. Había algo vagamente bochornoso respecto al parto, y ella no tenía ningún deseo de enterarse del por qué directamente en la mesa de comedor.

– Ah, ahí estás, Miranda -gritó Olivia-. Justamente estábamos bebiendo en el salón rosado. ¿Te unes a nosotros?

Miranda asintió con la cabeza y siguió a su amiga.

– Pareces un poco rara, Miranda -continuó Olivia-. ¿Te sientes bien?

– Sólo grande, gracias.

– Bueno, te encogerás pronto.

Más pronto de lo que cualquiera se daría cuenta, pensó Miranda irónicamente.

Lady Rudland le dio un vaso de limonada.

– Gracias -dijo Miranda-. De repente tengo mucha sed. -Desatendiendo las buenas formas, Miranda lo engulló de un trago. Lady Rudland no dijo una palabra mientras le rellenaba el vaso. Miranda bebió aquel casi igual de rápido-. ¿Crees que la cena estará lista? -preguntó-. Estoy terriblemente hambrienta. -Ésta era, en realidad, sólo la mitad de la historia. Iba a dar a luz al bebé en la mesa del comedor si se demoraban mucho más tiempo.

– Seguramente -contestó Lady Rudland ligeramente desconcertada por la impaciencia de Miranda-. Ve delante. Después de todo, ésta es tu casa, Miranda.

– Así es. -Curvó la cabeza bruscamente y se sujetó el abdomen como si esto pudiera contenerlo todo, y salió al pasillo.

Caminó directamente hacia Turner.

– Buenas noches, Miranda.

Su voz era rica y ronca, y ella sintió que algo revoloteaba profundamente en su corazón.

– Confío que estés bien -dijo.

Asintió con la cabeza, tratando de no mirarlo. Había pasado el mes anterior entrenándose para no derretirse en un charco de deseo y anhelo cada vez que lo viera. Había aprendido a educar sus rasgos en una máscara impasible. Todos sabían que él la había destrozado; no necesitaba que todo el mundo lo notara cada vez que él entraba en una habitación.

– Discúlpame -murmuró, pasando por delante de él hacia el comedor.

Turner agarró su brazo.

– Permíteme que te escolte, gatita.

El labio inferior de Miranda comenzó a temblar. ¿Qué trataba de hacer él? Si hubiera estado sintiéndose menos confusa -o menos embarazada- probablemente habría hecho un intento de soltarse de su agarre, pero tal como estaba, consintió y le permitió conducirla a la mesa.

Turner no dijo nada durante los primeros platos, lo cual fue mejor así para Miranda, que estaba contenta de evitar toda conversación en favor de su comida. Lady Rudland y Olivia trataron de involucrarla en la conversación, pero Miranda siempre lograba tener la boca llena. Se salvó de responder masticando, tragando, y después murmurando:

– Realmente estoy muy hambrienta.

Esto funcionó para los tres primeros platos, hasta que el bebé dejó de cooperar. Había pensado que estaba logrando bastante bien no reaccionar ante los dolores, pero debió haberse estremecido, porque Turner miró bruscamente en su dirección y preguntó:

– ¿Algo va mal?

Sonrió pálidamente, masticó, tragó, y murmuró:

– En absoluto. Pero realmente estoy muy hambrienta.

– Ya lo vemos -dijo Olivia con sequedad, ganándose una reprobadora mirada de su madre.

Miranda tomó otro bocado de su pollo con almendras y luego se estremeció de nuevo. Esta vez Turner estaba seguro de haberlo visto.

– Has hecho un ruido -dijo firmemente-. Te oí. ¿Qué pasa?

Ella masticó y tragó.

– Nada. Aunque estoy muy hambrienta.

– Quizás estás comiendo demasiado deprisa -sugirió Olivia.

Miranda se lanzó sobre la excusa.

– Sí, sí, debe ser eso. Iré más despacio. -Por suerte, la conversación cambió de dirección cuando Lady Rudland hizo entrar a Turner en un debate sobre el proyecto de ley que él había apoyado recientemente en el Parlamento. Miranda estaba agradecida de que su atención estuviera ocupada en otra parte; había estado mirándola demasiado detenidamente, y le resultaba difícil mantener la cara serena cuando sentía una contracción.

Su vientre se apretó de nuevo, y esta vez perdió la paciencia.

– Para-susurró mirando hacia abajo a su cintura-. O de seguro serás Iphigenia.

– ¿Has dicho algo, Miranda? -preguntó Olivia.

– Oh, no, creo que no.

Pasaron otros pocos minutos, y sintió otro apretón.

– Para, Nigel -susurró-. Teníamos un trato.

– Estoy segura de que has dicho algo -dijo Olivia bruscamente.

– ¿Me llamaste precisamente Nigel? -preguntó Turner.

Gracioso, pensó Miranda, como el llamarlo Nigel parecía trastornarlo más que su marcha de la cama de matrimonio.

– Por supuesto que no. Estás imaginándote cosas. Pero juro que estoy cansada. Creo que me retiraré, si a ninguno de vosotros os importa. -Comenzó a levantarse, entonces sintió un torrente de líquido entre sus piernas. Volvió a sentarse-. Tal vez espere al postre.

Lady Rudland se excusó, afirmando que estaba haciendo un régimen de adelgazamiento y que no podía soportar verles comer el pudín. Su partida hizo más difícil a Miranda el evitar la conversación, pero hizo todo lo posible, pretendió estar concentrada en la comida y esperó que nadie le hiciera una pregunta. Finalmente, la cena terminó. Turner se puso de pie y caminó hacia su lado, ofreciéndole el brazo.

– No, creo que me quedaré sentada aquí durante un momento. Estoy un poco cansada, ya sabes. -Podía sentir un rubor subiendo a lo largo de su cuello. ¡Cielos!, nadie había escrito alguna vez un libro de buenas costumbres concerniente a lo que hacer cuando el bebé de alguien quería nacer en un comedor formal. Miranda estaba completamente mortificada y tan asustada que le parecía imposible levantarse de la silla.

– ¿Quieres otra porción? -El tono de Turner fue seco.

– Sí, por favor -contestó ella con voz cascada.

– Miranda, ¿estás segura de que te encuentras bien? -preguntó Olivia cuando Turner mandó llamar a un sirviente-. Estás muy rara.

– Haz que venga tu madre -graznó Miranda-. Ahora.

– ¿Es…?

Miranda asintió con la cabeza.

– ¡Oh, Dios mío! -dijo Olivia tragando saliva-. Es el momento.

– ¿Qué momento? -preguntó Turner con irritación. Entonces atisbó la expresión aterrorizada de Miranda-. ¡Por todos los santos! Ese momento. -Cruzó con largos pasos el cuarto y cogió en brazos a su esposa, inconsciente del modo en que sus faldas empapadas manchaban el fino tejido de su chaqueta.

Miranda se agarró a su poderoso cuerpo, olvidando todos sus votos de permanecer indiferente ante él. Sepultó su cara en el recodo de su cuello, permitiendo que su fuerza se filtrara en ella. Iba a necesitarla en las horas venideras.

– Pequeña tonta -murmuró-. ¿Cuánto tiempo llevas ahí sentada con dolores?

Decidió no contestar, sabiendo que la verdad sólo le proporcionaría una reprimenda.

Turner la llevó arriba a un dormitorio de invitados que había sido preparado para el alumbramiento. En el momento en que la posó en la cama, Lady Rudland se precipitó dentro.

– Muchas gracias, Turner -dijo rápidamente-. Manda llamar al médico.

– Ya se ha encargado de ello Brearley -contestó, mirando hacia abajo a Miranda con expresión ansiosa.

– Bien, entonces, vete a mantenerte ocupado. Tómate una copa.

– No tengo sed.

Lady Rudland suspiró.

– ¿Tengo que explicártelo más detalladamente, hijo? ¡Vete!

– ¿Por qué? -Turner parecía incrédulo.

– No hay sitio para los hombres en un parto.

– Ciertamente hubo suficiente sitio para mí con anterioridad -refunfuñó.

Miranda se sonrojó con un profundo carmesí.

– Turner, por favor -rogó.

Él la miró.

– ¿Quieres que me vaya?

– Sí. No. No lo sé.

Se colocó las manos en las caderas y afrontó a su madre.

– Creo que debería quedarme. También es mi hijo.

– Oh, muy bien. Sólo acércate a aquella esquina y quédate fuera del camino. -Lady Rudland agitó sus brazos, espantándolo.

Otra contracción agarró a Miranda.

– Eeeengh -gimió.

– ¿Qué fue eso? -Turner salió disparado a su lado de un salto-. ¿Esto es normal? Si ella está…

– ¡Turner, cállate! -dijo Lady Rudland-. Vas a preocuparla. -Se inclinó hacia Miranda y presionó con un paño húmedo su frente-. No le hagas caso, querida. Es absolutamente normal.

– Lo sé. Yo… -Hizo una pausa para coger un respiro-. ¿Podrías quitarme este vestido?

– ¡Oh, Dios mío!, por supuesto. Lo siento tanto. Se me olvidó por completo. Debes estar tan incómoda. Turner, ven aquí y échame una mano.

– ¡No! -exclamó Miranda bruscamente.

Él se paró en seco, y su cara se volvió fría.

– Quiero decir, o lo haces tú o lo hace él -le dijo Miranda a su suegra-. Pero no ambos.

– Es el parto el que habla -dijo Lady Rudland dulcemente-. No estás pensando con claridad.

– ¡No! Él puede hacerlo, si tú quieres, porque… me ha visto antes. O tú puedes hacerlo porque eres una mujer. Pero no te quiero mirándome mientras él me ve. ¿No lo entiendes? -Miranda agarró el brazo de la mujer mayor con una fuerza inusitada.

Detrás, en la esquina, Turner reprimió una sonrisa.

– Te dejaré hacer los honores, Madre -dijo manteniendo la voz inexpresiva para así no romper a reír. Con una brusca inclinación de cabeza, dejó la habitación. Se obligó a andar hasta la mitad del pasillo antes de dejarse llevar por la risa. Qué pequeña colección de escrúpulos tan graciosos tenía su esposa.

De vuelta en el dormitorio, Miranda estaba apretando los dientes ante otra contracción cuando Lady Rudland le sacó el vestido estropeado.

– ¿Se ha ido? -preguntó. No confiaba en que él no echara una miradita.

Su suegra asintió con la cabeza.

– No nos molestará.

– No es una molestia -dijo Miranda, antes de que pudiera pensar lo bueno de ello.

– Por supuesto que lo es. Los hombres no tienen sitio durante el parto. Es sucio y doloroso, y ninguno de ellos sabe qué hacer para ser útil. Lo mejor, dejarles que se sienten fuera y que cavilen todos los modos en que ellos deberían recompensarle a una por su arduo trabajo.

– Me compró un libro -susurró Miranda.

– ¿Él? Estaba pensando en diamantes, para una misma.

– También sería agradable -dijo Miranda débilmente.

– Dejaré caer una indirecta en su oído. -Lady Rudland terminó de meter a Miranda en el camisón y ahuecó las almohadas detrás de ella-. Aquí tienes. ¿Estás cómoda?

Otro dolor agarró su vientre.

– No. Realmente -apretó entre dientes.

– ¿Ha sido otra? -preguntó Lady Rudland-. ¡Dios mío! Vienen muy seguidas. Este puede ser un nacimiento extraordinariamente rápido. Espero que el Doctor Winters llegue pronto.

Miranda contuvo el aliento cuando remontó otra ola de dolor, asintiendo con la cabeza su acuerdo.

Lady Rudland tomó su mano y la apretó con su cara arrugada con empatía.

– Si te hace sentir un poco mejor -dijo-, esto es mucho peor con gemelos.

– No lo hace -jadeó Miranda.

– ¿Te hace sentir un poco mejor?

– No.

Lady Rudland suspiró.

– No pensé que lo haría realmente. Pero no te preocupes -añadió animándose un poco-. Todo acabará pronto.


Veintidós horas más tarde, Miranda quería una nueva definición de la palabra pronto. Su cuerpo entero estaba sacudido por el dolor, su respiración venía en boqueadas irregulares, y sentía como si verdaderamente no pudiera abastecer de suficiente aire a su cuerpo. Y las contracciones seguían viniendo, cada una peor que la última.

– Siento que viene una -gimió.

Lady Rudland inmediatamente restregó su frente con un paño frío.

– Sólo empuja, amor.

– No puedo… Estoy demasiado… ¡Maldita sea! -gritó usando el epíteto favorito de su marido.

En el pasillo, Turner se puso rígido cuando la escuchó gritar. Después de conseguir que Miranda se cambiara el vestido manchado, su madre lo había llevado fuera del alcance del oído y lo había convencido de que sería mejor para todos si se quedaba fuera en el pasillo. Olivia había traído dos sillas de una sala cercana y diligentemente le hacía compañía, tratando de no estremecerse cuando Miranda gritaba de dolor.

– Eso sonó a una mala -dijo nerviosamente, tratando de darle conversación.

Él la fulminó con la mirada. ¡Qué palabras más inoportunas!

– Estoy segura que todo terminará pronto -dijo Olivia con más esperanza que certeza-. No creo que esto pueda empeorar mucho.

Miranda gritó otra vez, claramente en agonía.

– Al menos no creo que tanto -añadió Olivia débilmente.

Turner enterró la cara en las manos.

– No voy a volver a tocarla jamás -gimió él.

– ¡No va a volver a tocarme jamás! -oyeron el rugido de Miranda.

– Bueno, no parece que vayas a tener mucha discusión con tu esposa sobre ese asunto -gorjeó Olivia. Le dio un golpecito en la barbilla con los nudillos-. Anímate, hermano mayor. Estás a punto de convertirte en padre.

– Pronto, espero -refunfuñó-. No creo que pueda soportar esto mucho más.

– Si tú piensas que es malo, sólo piensa cómo debe sentirse Miranda.

La clavó una penetrante mirada letal. De nuevo palabras inoportunas. Olivia cerró la boca.


En la habitación del alumbramiento, Miranda sostenía la mano de su suegra en un apretón firme.

– Haz que pare -gimió-. Por favor, haz que pare.

– Terminará pronto, te lo aseguro.

Miranda tiró hacia abajo de ella hasta que estuvieron casi cara a cara.

– ¡Dijiste eso ayer!

– Disculpe, ¿Lady Rudland?

Era el Doctor Winters, que había llegado una hora después de que los dolores hubieran comenzado.

– ¿Podría hablar con usted?

– Sí, sí, por supuesto -dijo Lady Rudland, rescatando con cuidado su mano de la de Miranda-. Volveré. Te lo prometo.

Miranda asintió sacudiendo la cabeza y se aferró sujetando las sábanas, necesitaba algo que apretar cuando el dolor alcanzaba su cuerpo. Su cabeza cayó de un lado al otro mientras trataba de respirar hondo. ¿Dónde estaba Turner? ¿Es que él no se daba cuanta de que lo necesitaba aquí? Necesitaba su calor, su sonrisa, pero sobre todo, necesitaba su fuerza porque no creía que tuviera bastante por ella misma para pasar por esta dura prueba.

Pero era obstinada y tenía su orgullo, y no se sentía con ánimo para preguntar a Lady Rudland donde estaba él. En lugar de eso apretó los dientes e intentó no gritar de dolor.

– ¿Miranda? -Lady Rudland la estaba mirando con un gesto de preocupación-. Miranda, querida, el Doctor dice que tienes que empujar más fuerte. El bebe necesita un poco de ayuda para salir.

– Estoy demasiado cansada -gimió-. No puedo hacerlo más. -Necesito a Turner. Pero ella no sabía como decir las palabras.

– Sí, puedes. Si empujas sólo un poco más fuerte ahora, acabarás mucho más rápidamente.

– ¡No puedo… No pued… ohhhh!

– Eso es, Lady Turner -dijo el Doctor Winters enérgicamente-. Empuje ahora.

– Yo… Oh, esto duele. Duele.

– Empuje. Puedo ver la cabeza.

– ¿Puede? -Miranda intentó levantar la cabeza.

– Shhh, no estires el cuello -dijo Lady Rudland-. De todos modos no serás capaz de ver nada. Confía en mí.

– Siga empujando -dijo el Doctor.

– Lo intento. Lo intento. -Miranda sujetó fuertemente sus dientes juntos y apretó-. Es… Puede usted… -Tomó unas bocanadas gigantescas de aire-. ¿De qué género es?

– No puedo decirlo aún -contestó el Doctor Winters-. Espere. Espere un minuto… Aquí estamos. -Una vez que la cabeza surgió, el cuerpo diminuto se deslizó rápidamente-. Es una niña.

– ¿Lo es? -Miranda respiró y suspiró cansadamente-. Por supuesto que lo es. Turner siempre consigue lo que quiere.

Lady Rudland abrió la puerta y sacó la cabeza al pasillo mientras el Doctor miraba al bebé.

– ¿Turner?

Alzó la vista con la cara demacrada.

– Ha terminado, Turner. Es una niña. Tienes una hija.

– ¿Una niña? -repitió Turner. La larga espera en el pasillo lo había consumido, y después de casi un día entero de escuchar a su esposa gritar de dolor, no podía creer totalmente que estuviera hecho, y fuera padre.

– Es hermosa -dijo su madre-. Perfecta en todos los sentidos.

– Una niña -dijo él otra vez, sacudiendo la cabeza maravillado. Se giró hacia su hermana, que había permanecido a su lado a lo largo de la noche-. Una niña. ¡Olivia, tengo una niña! -Y luego, sorprendiéndoles a ambos, le echó los brazos a su alrededor y la abrazó.

– Lo sé, lo sé. -Incluso Olivia tenía problemas para contener las lágrimas en los ojos.

Turner le dio un último apretón, entonces volvió la mirada a su madre.

– ¿De qué color tiene los ojos? ¿Son marrones?

Una divertida sonrisa se extendió por la cara de Lady Rudland.

– No lo sé, querido. No llegué a mirarla. Pero los ojos de los bebés a menudo cambian de color mientras son pequeños. Probablemente no lo sabremos con certeza hasta dentro de algún tiempo.

– Serán marrones -dijo Turner con firmeza.

Los ojos de Olivia se agrandaron ante el repentino conocimiento.

– Tú la amas.

– ¿Hmm? ¿Qué has dicho, mocosa?

– La amas. Amas a Miranda.

Gracioso, pero aquella estrechez en la garganta que siempre sentía ante la mención de la palabra que comenzaba por A había desaparecido.

– Yo… -Turner se paró en seco, su boca se abrió ligeramente en asombrada sorpresa.

– La amas -repitió Olivia.

– Eso creo -dijo perplejo-. La amo. Amo a Miranda.

– Ya era hora de que te dieras cuenta -dijo su madre descaradamente.

Turner se sentó con la boca abierta, asombrado de lo fácil que se sentía todo en ese momento. ¿Por qué le había llevado tanto tiempo darse cuenta? Debería haber sido claro como el día. Amaba a Miranda. Amaba todo de ella, desde sus delicadamente arqueadas cejas hasta sus habituales bromas sarcásticas y la forma en que ladeaba la cabeza cuando sentía curiosidad. Amaba su ingenio, su calidez, su lealtad. Incluso le gustaba la forma en sus ojos estaban ligeramente unidos. Y ahora le había dado una hija. Había yacido en aquella cama y parido durante horas bajo un tremendo dolor, todo para darle una hija. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

– Quiero verla. -Casi se ahogó con las palabras.

– El doctor tendrá lista a la niña en un momento -dijo su madre.

– No. Quiero ver a Miranda.

– Oh. Bueno, no veo que hay de malo. Espera sólo un segundo. ¿Doctor Winters?

Oyeron una maldición en voz muy baja, y entonces dejaron al bebé en los brazos de su abuela.

Turner abrió de golpe la puerta.

– ¿Qué ocurre?

– Está perdiendo demasiada sangre -dijo el Doctor con voz grave.

Turner bajó la vista a su esposa y casi tropezó por el dolor. Había sangre por todos lados; parecía salir de ella, y tenía el rostro mortalmente pálido.

– Oh, Dios -dijo con voz estrangulada-. Oh, Miranda.


Te di a luz hoy. Aún no sé tu nombre. No me han dejado sostenerte. Creía que podría ponerte el nombre de mi madre. Era una mujer encantadora, y siempre me abrazaba con fuerza a la hora de dormir. Su nombre era Caroline. Espero que le guste a Turner. Nunca hablamos de nombres.

¿Estoy dormida? Puedo oír a todo el mundo a mí alrededor, pero parece que no puedo decirles nada. Intento recordar estas palabras en mi cabeza para así poder escribirlas luego.

Creo que estoy dormida.

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