CAPÍTULO 7

Habiendo terminado una vela y después de tres vasos de brandy, Turner se encontraba sentado en la penumbra del estudio de su padre, mirando a través de la ventana, escuchando el crujido de las hojas de un árbol cercano que, azotadas por el viento, golpeaban el vidrio.

Aburrido, tal vez, pero justo en ese momento se aferraba al aburrimiento. Algo aburrido era precisamente lo que deseaba después de un día como el que había tenido.

Primero fue Olivia, acusándolo de desear a Miranda. Luego fue Miranda, y él había…

Dios querido, la había deseado.

Sabía el momento exacto en el que lo comprendió. No fue cuando chocó contra él. No fue cuando le rodeó con las manos la parte superior de los brazos para estabilizarla. Se había sentido bien, sí, pero no lo había tomado en cuenta. No de esa forma.

El momento… el momento que muy probablemente fue su perdición había ocurrido medio segundo más tarde, cuando ella levantó la vista.

Fueron sus ojos. Siempre habían sido sus ojos. Sencillamente había sido demasiado estúpido para darse cuenta de ello.

Y mientras permanecían allí, durante lo que pareció una eternidad, sintió cómo cambiaba. Sintió que su cuerpo se enrollaba y que su respiración cesaba, todo al mismo tiempo, y luego apretó los dedos y los ojos de ella… se agrandaron más aún.

Y la deseó. La deseó como nunca se hubiera podido imaginar, de una forma que no era ni apropiada ni buena.

Nunca había estado tan enfadado consigo mismo.

No la amaba. No podía amarla. Estaba bastante seguro que no podía amar a nadie, no después de la muerte que Leticia había labrado en su corazón. Era lujuria, pura y simple, y era lujuria por la mujer que probablemente fuera la menos conveniente de toda Inglaterra.

Se sirvió otro trago. Decían que lo que no mataba a un hombre lo fortalecía, pero esto…

Esto iba a matarlo.

Y entonces, cuando estaba allí sentado, pensando en su propia debilidad, la vio.

Era una prueba. Sólo podía tratarse de una prueba. Alguien en algún lugar estaba decidido a probar su temple como caballero, y él iba a fallar. Trataría, se contendría tanto tiempo como le fuera posible, pero muy profundamente en su interior, en un pequeño rincón de su alma que no tenía un interés particular en examinar, lo sabía. Fallaría.

Se movía como un fantasma, casi brillando vestida con algún tipo de ondulante camisón blanco. Era liso y de algodón y estaba seguro que era recatado, apropiado y perfectamente virginal.

Hizo que se desesperara por ella.

Se aferró a los costados del sillón y se sostuvo con todas sus fuerzas.

Cuando Miranda entró en el estudio de Lord Rudland, se sentía un poco intranquila, pero no había encontrado lo que estaba buscando en el salón rosa, y sabía que tenía una botella en un estante cercano a la puerta. En menos de un minuto podría entrar y salir; seguro que unos meros segundos no constituían una invasión a la privacidad.

– Entonces, ¿dónde están esos vasos? -murmuró, dejando la vela en la mesa-. Aquí están. -Encontró la botella de jerez y se sirvió un poco.

– Espero que no esté habituándose a esto -dijo una voz pausada.

El vaso se deslizó de sus dedos y aterrizó en el suelo con un fuerte estrépito.

– Tsk, tsk, tsk.

Siguió la voz hasta que lo vio a él, sentado en un sillón orejero, con las manos extrañamente aferradas a los brazos del mismo. La luz era tenue, pero aún así, podía ver la expresión de su rostro, sarcástica y seca.

– ¿Turner? -susurró tontamente, como si quizás fuera posible que se tratara de otra persona.

– El mismo.

– Pero, qué está… ¿Por qué está aquí? -Avanzó un paso-. ¡Ouch! -Una astilla de cristal le perforó la piel de la planta del pie.

– Pequeña tonta. Bajar descalza. -Se levantó del sillón y atravesó la habitación a zancadas.

– No tenía planeado romper un vaso -respondió Miranda a la defensiva, inclinándose y sacándose la astilla.

– No importa. Cogerá un resfriado de muerte correteando por ahí de esa forma. -La levantó en brazos y la apartó de los vidrios rotos.

En ese momento a Miranda se le cruzó por la mente que estaba más cerca del cielo de lo que jamás había estado en su corta vida. Su cuerpo era cálido, y podía sentir el calor fluyendo a través del camisón. Le cosquilleaba la piel por su cercanía, y el aliento comenzó a salirle en pequeños y anómalos jadeos.

Era su aroma. Debía ser eso. Nunca antes había estado tan cerca de él, nunca lo suficientemente cerca como para oler su esencia extraordinariamente masculina. Olía como madera caliente y brandy, y un poco de algo más, algo que no podía precisar exactamente. Algo que era sencillamente Turner. Aferrándose a su cuello, se permitió acercar la cabeza a su pecho sólo lo justo como para poder inhalar profundamente su aroma una vez más.

Y entonces, cuando estaba convencida de que la vida era lo más perfecta que se podía pedir, la tiró bruscamente en el sofá.

– ¿Por qué hizo eso? -Le preguntó, luchando para sentarse derecha.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– ¿Qué está haciendo usted aquí?

Se sentó en una mesa baja enfrente de ella.

– Yo pregunté primero.

– Parecemos un par de niños -dijo, sentándose sobre las piernas. Pero no obstante, le respondió. Parecía absurdo discutir sobre semejante asunto-. No podía dormir. Pensé que un vaso de jerez podría ayudarme a conseguirlo.

– Porque ha llegado a la madura y anciana edad de veinte años -dijo él en son de burla.

Pero ella no mordió el anzuelo. Sólo inclinó la cabeza con un gracioso movimiento de reconocimiento y dijo:

Exactamente.

Él se rió.

– Pues, no faltaría más, permítame asistirla en su caída. -Se puso de pie y caminó hacia el cercano mueble-. Pero si va a beber, entonces, por Dios, hágalo adecuadamente. Un brandy es lo que necesita, preferentemente del francés que se obtiene de contrabando.

Miranda lo observó mientras tomaba dos copas del estante y las ponía sobre la mesa. Sus manos eran firmes y… -¿las manos podían ser hermosas?- al servir dos considerables medidas.

– Cuando era pequeña, mi madre, ocasionalmente, me daba brandy. Cuando me pescaba la lluvia -explicó-. Sólo un traguito para calentarme.

Turner se volvió a mirarla, aunque estaba oscuro sentía que sus ojos la perforaban.

– ¿Tiene frío ahora?

– No. ¿Por qué?

– Está temblando.

Miranda bajó la vista a sus brazos traidores. Estaba temblando, pero no era el frío lo que lo causaba. Se abrazó a si misma, con la esperanza de que no siguiera con el tema.

Él volvió a su lado y le entregó el brandy, su cuerpo imbuido de una enjuta elegancia masculina.

– No lo tome de un trago.

Antes de tomar un sorbo, Miranda le lanzó una mirada extremadamente irritada por el tono de condescendencia que había en su voz.

– ¿Por qué está usted aquí? -Le preguntó.

Se sentó enfrente de ella y perezosamente apoyó un tobillo sobre la rodilla opuesta.

– Tenía que discutir unos asuntos de la heredad con mi padre, así que me invité a mi mismo a compartir un trago con él después de la comida. Nunca me fui.

– ¿Y ha estado aquí sentado solo en la oscuridad?

– Me gusta la oscuridad.

– A nadie le gusta la oscuridad.

Se rió con ganas, haciéndola sentir terriblemente inmadura y joven.

– Ah, Miranda -dijo, aún riéndose-. Gracias por eso.

Ella entrecerró los ojos.

– ¿Cuánto ha bebido?

– Una pregunta muy impertinente.

– Ajá, así que ha tomado demasiado.

Él se inclinó hacia delante.

– ¿A usted le parece que estoy borracho?

Ella se alejó involuntariamente, no estando preparada para la intensidad de su mirada.

– No -dijo lentamente-. Pero usted es mucho más experimentado que yo, y me imagino que sabe cómo beber. Probablemente pueda beber ocho veces más que yo sin que se le note en absoluto.

Turner rió ásperamente.

– Muy cierto, todo lo que dijo. Y usted, querida niña, debería aprender a permanecer apartada de hombres que son “mucho más experimentados” que usted.

Miranda tomó otro sorbo de su bebida, resistiendo apenas el impulso de bajársela de un trago. Pero la quemaría, y seguramente se atragantaría, y luego él se echaría a reír.

Y ella se querría morir de vergüenza.

Había estado de malhumor toda la velada. Cortante y burlón cuando estaban a solas, y silencioso y desabrido cuando no lo estaban. Maldijo su traicionero corazón por amarlo tanto; hubiera sido mucho más fácil adorar a Winston, cuya sonrisa era alegre y abierta, y que se había mostrado encantador con ella toda la noche.

Pero no, lo deseaba a él. Turner, cuyos humores eran como el mercurio, y en un momento estaba riendo y bromeando con ella, y al siguiente la trataba como si la odiara.

El amor era para los idiotas. Los tontos. Y ella era la mayor tonta de todos.

– ¿En que está pensando? -le demandó él.

– En su hermano -le dijo, sólo para ser perversa. De todas formas, era un poco cierto.

– Ah -dijo él, añadiendo más brandy a su copa-. Winston. Buena persona.

– Sí -contestó. Un poco desafiante.

– Alegre.

– Encantador.

Joven.

Se encogió de hombros.

– Yo también lo soy. Tal vez seamos una buena pareja.

No dijo nada. Ella terminó su bebida.

– ¿No está de acuerdo? -le preguntó.

Él siguió sin hablar.

– Acerca de Winston -lo presionó-. Es su hermano. Quiere que sea feliz ¿verdad? ¿Piensa que sería buena para él? ¿Piensa que podría hacerlo feliz?

– ¿Por qué me está preguntando eso? -le preguntó él, con la voz baja y casi ajena en el silencio de la noche.

Miranda se encogió de hombros, luego deslizó el dedo dentro de la copa para recoger las últimas gotas. Después de lamerse la piel, levantó la vista.

– A su servicio -murmuró él, y le sirvió dos dedos más de brandy en la copa.

Miranda asintió a forma de agradecimiento y luego contestó su pregunta.

– Quiero saber -dijo sencillamente-, y no sé a quien más preguntarle. Olivia está tan ansiosa de verme casada con Winston, que dirá cualquier cosa que piense que me llevará más rápidamente al altar.

Esperó, contando los segundos hasta que él habló. Uno, dos, tres… y luego tomó aliento entrecortadamente.

Fue casi como una rendición.

– No lo sé, Miranda. -Sonaba cansado, afligido-. No veo razón para que no lo haga feliz. Haría feliz a cualquier hombre.

¿Hasta a usted? Miranda se moría por decir esas palabras, pero en cambio preguntó.

– ¿Piensa que él me hará feliz?

Le tomó aún más tiempo responder esa pregunta. Y luego finalmente, en un tono lento y mesurado dijo:

– No estoy seguro.

– ¿Por qué no? ¿Que hay de malo con él?

– No tiene nada de malo. Es simplemente que no estoy seguro de que vaya a hacerla feliz.

– Pero, ¿por qué? -Estaba siendo impertinente, lo sabía, pero si podía hacer que Turner le dijera por qué Winston no la haría feliz, tal vez se diera cuenta de por qué él sí lo conseguiría.

– No lo sé, Miranda. -Se pasó la mano por el cabello hasta que los mechones dorados quedaron en un ángulo desmañado-. ¿Es necesario que tengamos esta conversación?

– Sí -dijo ella con intensidad-. Sí.

– Muy bien. -él se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos como para prepararla para darle noticias desagradables-. No entra dentro de los modelos de hermosura que la sociedad estima actualmente para ser considerada bella, es demasiado sarcástica por no decir más y no le gusta particularmente sostener una conversación educada. Francamente, Miranda, no puedo imaginarla deseando un típico casamiento social.

Ella tragó con fuerza.

– ¿Y?

Él apartó la vista por un largo minuto antes de volverse finalmente a mirarla de frente.

– Y la mayoría de los hombres no la apreciarían. Si su esposo trata de amoldarla a algo que no es, será espectacularmente infeliz.

Hubo una corriente eléctrica en el aire, y Miranda fue bastante incapaz de sacarle los ojos de encima.

– ¿Y cree usted que ahí afuera habrá alguien capaz de apreciarme? -Susurró.

La pregunta colgó pesadamente en el aire, hipnotizándolos a los dos hasta que Turner finalmente contestó.

– Sí.

Pero sus ojos bajaron hacia la copa, y luego acabó el resto del brandy. Su mirada era la de un hombre satisfecho por la bebida, no la de un hombre concentrado en el amor y el romance.

Ella apartó la vista. El momento -si alguna vez hubo uno, si no había sido sólo producto de su imaginación- había pasado, y el silencio que siguió no fue un silencio cómodo. Era embarazoso y torpe, y ella se sintió avergonzada y torpe, y así, ansiosa por llenar la distancia entre ellos, balbuceó la primera cosa trivial que se le pasó por la mente.

– ¿Piensa asistir al baile de los Worthington la semana entrante?

Él se volvió, una de sus cejas enarcada a modo de interrogación por su inesperada pregunta.

– Es probable.

– Me gustaría que lo hiciera. Siempre tiene la amabilidad de bailar conmigo dos veces. Si no fuera así me faltarían muchas parejas. -Estaba balbuceando, pero no estaba segura de que le importara. En cualquier caso, no parecía capaz de detenerse-. Si Winston pudiera ir, no lo necesitaría, pero tengo entendido que él tiene que regresar a Oxford por la mañana.

Turner la miró extrañamente. No era una verdadera sonrisa, y no era una burla, y ni siquiera era un gesto irónico. Miranda odiaba que fuera tan inescrutable; no le daba absolutamente ninguna señal de cómo proceder. Pero de todas formas siguió. A esas alturas, ¿qué tenía que perder?

– ¿Irá? -Preguntó-. Lo apreciaría mucho.

La miró por un momento, y luego dijo:

– Allí estaré.

– Gracias. Le estoy muy agradecida.

– Es un placer ser de utilidad -dijo él con sequedad.

Ella asintió, sus movimientos guiados más por una energía nerviosa que por cualquier otra cosa.

– Sólo debe bailar conmigo una vez, si eso es todo lo que puede tolerar. Pero si lo hiciera al principio, lo apreciaría. Otros hombres parecen seguir su ejemplo.

– Extraño como pueda parecer -murmuró él.

– No es tan extraño -dijo Miranda dedicándole el encogimiento de un solo hombro. Estaba comenzando a sentir los efectos del alcohol. Aún no estaba desequilibrada, pero se sentía bastante caliente, tal vez un poco atrevida-. Usted es bastante apuesto.

Turner pareció no saber qué responder. Miranda se felicitó a si misma. Era muy raro ingeniárselas para desconcertarlo.

El sentimiento fue impetuoso, así que tomó otro trago de su brandy, y esta vez tuvo cuidado de dejarlo deslizarse lentamente por la garganta, y dijo:

– Es bastante parecido a Winston.

– Discúlpeme.

Su tono fue escarpado, y probablemente ella debería haberlo tomado como una advertencia, pero parecía no ser capaz de salir del pozo que se estaba cavando rápidamente a su alrededor.

– Bueno, ambos tienen ojos azules y cabello rubio, aunque supongo que el de él es un poco más claro. Y también su postura es similar, aunque…

– Es suficiente, Miranda.

– Oh, pero…

– Dije que es suficiente.

Se calló ante el tono cáustico, luego murmuró:

– No hay necesidad de sentirse ofendido.

– Ha bebido demasiado.

– No sea tonto. No estoy para nada borracha. Estoy segura que usted ha tomado diez veces más que yo.

Él la miró con una engañosa mirada indolente.

– Eso no es del todo cierto, pero como dijo antes, tengo mucha más experiencia que usted.

– Yo dije eso, ¿verdad? Creo que tenía razón. No creo que esté ni un poquito borracho.

Él inclinó la cabeza y le dijo con suavidad.

– Borracho no. Sólo un poquito atolondrado.

– Atolondrado, ¿eh? -Murmuró ella, probando la palabra en la lengua-. Que descripción más interesante. Creo que yo también estoy atolondrada.

– Ciertamente debe estarlo, o se habría ido de vuelta a la planta alta en el momento que me vio.

– Y no lo hubiera comparado con Winston.

Sus ojos brillaron con un color azul acerado.

– Definitivamente no hubiera hecho eso.

– No le molesta, ¿verdad?

Hubo un largo y mortal silencio, y por un momento Miranda pensó que había ido demasiado lejos. ¿Cómo podía haber sido tan tonta, tan engreída para pensar que él podría desearla? ¿Por qué en nombre de Dios le importaría a él que ella lo comparara con su hermano menor? Para él, no era más que una niña, la pequeña niña rústica con la que había hecho amistad porque le daba lástima. Nunca debería haber soñado que tal vez algún día llegara a encariñarse con ella.

– Discúlpeme -musitó, poniéndose torpemente de pie-, me sobrepasé. -Y luego, como todavía estaba allí, se terminó el resto del brandy y salió corriendo hacia la puerta.

– ¡Aaaah!

– ¿Qué demonios? -Turner se puso de pie de un salto.

– Me olvidé de los vidrios -lloriqueó-. Los vidrios rotos.

– Oh, Cristo, Miranda, no llore. -Caminó rápidamente atravesando la habitación y por segunda vez esa noche la levantó en brazos.

– Soy tan estúpida. Tan condenadamente estúpida -dijo con un sollozo. Las lágrimas se debían más a la pérdida de dignidad que al dolor, y por esa razón eran más difíciles de controlar.

– No maldiga. Nunca la escuché maldecir antes. Tendré que lavarle la boca con jabón -bromeó, llevándola de vuelta hacia el sofá.

Su tono gentil la afectó más de lo que las palabras severas podrían hacerlo jamás, y tomó dos profundos alientos, tratando de controlar los sollozos que se cernían en algún lugar en el fondo de su garganta.

La dejó suavemente de vuelta en el sofá.

– Ahora déjeme ver ese pie, ¿le parece?

Ella negó con la cabeza.

– Puedo arreglármelas sola.

– No sea tonta. Está temblando como una hoja. -Fue hacia el estante donde estaban los licores y recogió la vela que ella había dejado antes.

Miranda lo observó mientras cruzaba la habitación para regresar a su lado y dejar la vela en el extremo de la mesa.

– Bien, aquí tenemos algo de luz. Déjeme ver el pie.

Reluctantemente, le dejó tomarle el pie y ponérselo sobre el regazo.

– Soy tan estúpida.

– ¿Quiere dejar de decir eso? Es la mujer menos estúpida que conozco.

– Gracias. Yo… ¡Ouch!

– Quédese quieta y deje de retorcerse.

– Quiero ver lo que está haciendo.

– Bueno, a no ser que sea contorsionista, no puede hacerlo, así que tendrá que confiar en mí.

– ¿Le falta poco?

– Poco. -Colocó el dedo alrededor de otra astilla de vidrio y tiró.

Ella se tensó por el dolor.

– Me quedan sólo una o dos.

– ¿Qué pasa si no las saca todas?

– Lo haré.

– ¿Y si no?

– Buen Dios, mujer, ¿alguna vez le he dicho que es muy insistente?

Ella casi sonrió.

– Sí.

Y él casi le devolvió la sonrisa.

– Si me dejo una, probablemente salga sola en unos pocos días. Las astillas generalmente lo hacen.

– ¿No sería lindo que la vida fuera tan simple como una astilla? -dijo ella tristemente.

Turner alzó la vista.

– ¿Encontrando su propio camino en unos pocos días?

Asintió.

Él le sostuvo la mirada otro instante, y luego volvió a su trabajo, arrancando una última astilla de vidrio de su piel.

– Ahí tiene. Estará como nueva en nada de tiempo.

Pero no hizo ningún movimiento para retirarle el pie de su regazo.

– Siento haber sido tan torpe.

– No lo sienta. Fue un accidente.

¿Era su imaginación o él estaba susurrando? Y sus ojos se veían tan tiernos. Miranda se retorció y se dobló para poder sentarse más cerca de él.

– ¿Turner?

– No diga nada -dijo él roncamente.

– Pero yo…

– ¡Por favor!

Miranda no entendía la urgencia de su voz, no reconocía el deseo entrelazado en sus palabras. Sólo sabía que estaba cerca, y que podía sentirlo, y que podía olerlo… y que deseaba saborearlo.

– Turner, yo…

– No diga más -dijo ásperamente, y la atrajo hacia él, aplastando sus pechos contra su firme y musculoso torso. Sus ojos brillaban con ferocidad, y súbitamente se dio cuenta -súbitamente supo- que nada iba a impedir el lento descenso de sus labios hacia los de ella.

Y entonces la besó, sentía sus labios calientes y hambrientos contra la boca. Su deseo era intenso, crudo y devorador. La deseaba. No podía creerlo, apenas lograba reunir la presencia de ánimo para pensarlo, pero lo sabía.

La deseaba.

La hizo sentir atrevida. La hizo sentir femenina. Rescató algún tipo de conocimiento secreto que había estado enterrado en ella, tal vez desde antes de nacer, y le devolvió el beso, moviendo los labios con ingenua incertidumbre, la lengua disparándose para probar el caliente sabor salado de su piel.

Las manos de Turner le presionaron la espalda, aprisionándola contra él, y entonces ya no pudieron permanecer erguidos, y se hundieron en los almohadones, Turner cubriendo el cuerpo de Miranda con el suyo propio.

Se había vuelto salvaje. Estaba enloquecido. Ésa era la única explicación, pero parecía que no se saciaba de ella. Sus manos vagaron por todos lados, probando, palpando, apretando, y en todo lo que podía pensar -cuando era capaz de pensar- era en que la deseaba. La deseaba de todas las maneras posibles. Deseaba devorarla. Deseaba adorarla.

Deseaba perderse dentro de ella.

Susurró su nombre, lo gimió contra su piel. Y cuando ella respondió susurrando el de él, sintió que sus manos se movían por voluntad propia hacia los pequeños botones del cuello del camisón. Cada uno parecía derretirse debajo de la punta de los dedos hasta que los abrió todos, y todo lo que faltaba era que deslizara la tela sobre su piel. Podía sentir la hinchazón de sus pechos debajo del camisón, pero deseaba más. Deseaba su calor, su olor, su sabor.

Le recorrió la garganta hacia abajo con los labios, siguiendo la elegante curva de la clavícula, justo donde el borde del camisón se encontraba con la piel. Corrió el borde hacia abajo, saboreando una nueva pulgada de ella, explorando la suave y salada dulzura, y estremeciéndose de placer cuando los planos llanos de su pecho dieron lugar a la suave turgencia de su seno.

Dios querido, la deseaba.

Ahuecó la mano sobre ella a través de la ropa, presionándola hacia arriba, acercándola a su boca. Ella gimió, y él apenas pudo contenerse, apenas pudo forzar su deseo a avanzar lentamente. Acercó la boca, aproximándose hacia el premio más codiciado, al mismo tiempo que deslizaba la mano por debajo del dobladillo del camisón, deslizándola sobre la sedosa piel de la pantorrilla.

Cuando su mano alcanzó el muslo, ella casi lanzó un grito.

– Shhh -canturreó, silenciándola con un beso-. Despertarás a los vecinos. Despertarás a mis…

Padres.

Fue como si le tiraran un balde de agua fría.

– Oh, Dios.

– ¿Qué sucede, Turner? -Su respiración salía en jadeos entrecortados.

– Oh, Dios. Miranda. -Dijo el nombre con toda la conmoción que le inundaba la mente. Fue como si hubiera estado dormido, soñando, y se hubiera despertado y…

– Turner, yo…

– Silencio -susurró él bruscamente, y rodó para salir de encima de ella con tanta fuerza que aterrizó en la alfombra a su lado-. Oh, Dios querido -dijo. Y luego otra vez, porque merecía ser repetido-. Oh. Dios. Querido.

– ¿Turner?

– Levántese. Tiene que levantarse.

– Pero…

Bajó la vista hacia ella, lo que fue un gran error. Su camisón todavía estaba enrollado cerca de sus caderas, y sus piernas -Dios querido, quien hubiera pensado que serían tan adorables y largas- y él sólo deseaba…

No.

Se estremeció con la fuerza de su propia negativa.

Ahora, Miranda -gruñó.

– Pero yo no…

Le dio un tirón y la puso de pie. No tenía ningún deseo de tomarle la mano; francamente, no confiaba en sí mismo para tocarla, por muy poco romántico que fuera el agarre. Pero tenía que ponerla en movimiento. Tenía que sacarla de allí.

– Váyase -le ordenó-. Por el amor de Dios, si tiene algo de sentido común, váyase.

Pero ella simplemente se quedó allí de pie, mirándolo conmocionada, con el cabello desordenado, y los labios hinchados, y él deseándola.

Dios querido, aún la deseaba.

– Esto no volverá a ocurrir -dijo, con la voz tensa.

Ella no dijo nada. Lo observó cautamente. Por favor, por favor, no permitas que se ponga a llorar.

Se mantuvo ferozmente inmóvil. Si se movía, era probable que la tocara. No sería capaz de evitarlo.

– Será mejor que suba -le dijo en voz baja

Ella asintió con una sacudida de cabeza, y huyó a su habitación.

Turner se quedó mirando fijamente la puerta. Maldito infierno sagrado. ¿Qué iba a hacer?


12 de Junio de 1819

Estoy sin palabras. Absolutamente.

Загрузка...