Bosch soñó con la jungla. Estaba Meadows, así como el resto de soldados de su álbum de fotos. Los muchachos se habían congregado alrededor de un agujero en una trinchera cubierta de hojas. Sobre el dosel que formaba la vegetación, caía una neblina gris. El ambiente todavía era tranquilo y cálido. Mientras Bosch sacaba fotos de las otras «ratas» con su cámara, Meadows anunció que iba a meterse en el túnel. Pasar del azul al negro. Miró a Bosch a través de la cámara y le dijo:
– Recuerda la promesa, Hieronymus.
Antes de que pudiera aconsejarle que no bajara, Meadows saltó por el agujero y se esfumó. Bosch se precipitó hacia el borde, pero no vio nada; sólo la oscuridad, negra como la pez. De repente comenzaron a perfilarse rostros que tan pronto aparecían como desaparecían: Meadows, Rourke, Lewis, Clarke… Detrás de él, oyó una voz conocida, a la que, sin embargo, no logró poner una cara.
– Harry, venga, tío. Tengo que hablar contigo.
Bosch notó un dolor intenso en el hombro que se extendía hasta el codo y el cuello. Alguien le estaba dando unos golpecitos suaves en la mano, por lo que Bosch abrió los ojos. Era Jerry Edgar.
– Así, muy bien -dijo Edgar-. No tengo mucho tiempo. El tío de la puerta dice que llegarán en cualquier momento y además está a punto de terminar su turno de guardia. Quería hablar contigo antes de que lo hicieran los mandamases. Habría venido ayer, pero este lugar estaba infestado de burócratas. Y me dijeron que estuviste inconsciente casi todo el día. Delirando.
Bosch simplemente lo miró.
– En estos casos -prosiguió Edgar-, siempre he oído que es mejor decir que no recuerdas nada. Déjales que pongan lo que quieran. Si te han disparado no pueden decir que mientes. La mente desconecta cuando el cuerpo recibe una herida traumática. Lo he leído en algún sitio.
Para entonces Bosch había comprendido que se hallaba en la sala de un hospital y comenzó a mirar a su alrededor. Vio cinco o seis jarrones de flores y notó un olor dulzón; empalagoso y desagradable. También se dio cuenta de que estaba amarrado a la cama con unas correas en el pecho y la cintura.
– Estás en el Martin Luther King, Harry. Los médicos dicen que te pondrás bien, aunque todavía tienen que curarte el brazo. -Edgar bajó la voz-: Yo me he colado. Me parece que las enfermeras tienen un cambio de turno. Hay un poli en la puerta, de la patrulla de Wilshire. Me ha dejado entrar porque quiere vender su casa y sabe que yo me dedico a eso. Le he prometido que lo haría por un dos por ciento si me dejaba entrar cinco minutos.
Bosch todavía no había hablado, ya que no estaba seguro de poder hacerlo. Se sentía como si flotara en una nube de aire y le costaba concentrarse en las palabras de Edgar. ¿Qué era todo aquello de un dos por ciento? ¿Y por qué estaba en el centro sanitario Martin Luther King, cerca de Watts? El último lugar que recordaba era Beverly Hills. En el túnel. El hospital de la Universidad de California o el Cedars Sinai habrían quedado mucho más cerca.
– Bueno -continuó Edgar-, como te decía, estoy intentando explicarte todo lo que pueda antes de que lleguen los burócratas e intenten joderte. Rourke ha muerto. Lewis ha muerto. Clarke está mal, enchufado a la máquina, y según dicen lo están manteniendo vivo para aprovechar los órganos. En cuanto encuentren a la gente que los necesita, lo desenchufarán. ¿Te imaginas acabar con el corazón, el ojo o cualquier cosa de ese imbécil? Bueno, como te decía, tú te recuperarás. De todos modos, con ese brazo, podrás jubilarte tranquilamente y cobrar un ochenta por ciento de la paga. «Herido en cumplimiento del deber.» Tienes el futuro asegurado.
Edgar sonrió a Bosch, que lo miró sin decir nada. Harry tenía la garganta seca y, cuando habló, su voz sonó cascada.
– ¿Martin Luther King?
Le salió un poco flojo, pero bien. Edgar le sirvió un vaso de agua de una jarra que había en la mesita de noche y se la pasó. Cuando Bosch se aflojó las correas y se incorporó para beber, le invadió una sensación de náusea. Edgar no lo notó.
– Esto es un club de tiro, tío. Aquí es donde traen a los pandilleros después de los tiroteos. Es el mejor sitio para una herida de bala. Nada de esos doctores pijos de la Universidad de California; aquí entrenan a médicos del ejército para que atiendan a bajas de guerra. Te trajeron en un helicóptero.
– ¿Qué hora es?
– Las siete y unos minutos, domingo por la mañana. Has perdido un día.
Entonces Bosch recordó a Eleanor. ¿Fue ella la que apareció en el túnel al final? ¿Qué había pasado? Edgar le leyó el pensamiento, algo que todo el mundo parecía hacer últimamente.
– Tu compañera está bien. Tú y ella sois héroes, tío.
Héroes. Bosch pensó en ello. Al cabo de unos segundos, Edgar añadió:
– Tengo que largarme. Si se enteran de que he hablado antes contigo, me mandarán a Newton.
Bosch asintió. A la mayoría de policías no les importaría trabajar en la División de Newton, ya que nunca había escasez de movimiento. Pero no a Jerry Edgar, agente inmobiliario.
– ¿Quién viene?
– Los de siempre, supongo. Asuntos Internos, el equipo de Agentes Implicados en Tiroteos, el FBI, el departamento de Beverly Hills… Creo que todo el mundo se pregunta qué cono pasó ahí abajo y sólo os tienen a ti y a Wish para explicárselo. Seguramente quieren comparar vuestras versiones de los hechos. Por eso te aconsejo que les digas que no recuerdas una mierda. Te han disparado, tío. Eres un agente herido en cumplimiento del deber. Estás en tu derecho de no recordar lo que pasó.
– ¿Tú sabes lo que pasó?
– El departamento no ha dicho ni mu; ni siquiera corren rumores. En cuanto me enteré de lo que había ocurrido, me fui para allá, pero me topé con Pounds y me echó. El muy cabrón no me contó nada. Lo único que sé es por la prensa: la típica mierda de siempre. Ayer por la noche la tele no tenía ni puta idea y el Times de esta mañana tampoco dice mucho. Parece que el departamento y el FBI se han aliado para glorificaros a todos.
– ¿A todos?
– Sí. A Rourke, a Lewis, a Clarke… Según ellos, todos cayeron en acto de servicio.
– ¿Wish ha dicho eso?
– No, ella no entra. Quiero decir, que no la han citado. Supongo que la están manteniendo en secreto hasta que termine la investigación.
– ¿Cuál es la versión oficial?
– Según el Times, el departamento dice que Lewis, Clarke y tú formabais parte del equipo de vigilancia del FBI. Yo sé que es mentira porque tú nunca dejarías que esos payasos participaran en una de tus operaciones. Además, son de Asuntos Internos. Creo que el Times sospecha que hay gato encerrado. Ese tal Bremmer me llamó el otro día para preguntarme lo que sabía, pero no le dije nada. Si mi nombre sale en el periódico me enviarán a un lugar peor que Newton, si es que existe.
– Sí -dijo Bosch. Apartó la mirada de su antiguo compañero. Se había deprimido, lo cual parecía aumentar el dolor que sentía en el brazo.
– Mira, Harry -dijo Edgar al cabo de medio minuto-. Más vale que me vaya. No sé cuando vendrán, pero lo harán. Tío, cuídate y hazme caso: amnesia. Te coges tu ochenta por ciento de baja y que se jodan.
Edgar hizo un gesto conminándole a pensárselo bien y Bosch asintió distraídamente. Cuando Edgar se fue, Harry vio un oficial de uniforme sentado en una silla fuera, al lado de la puerta.
Al cabo de un rato, Bosch cogió el teléfono que estaba junto a su cama. No consiguió línea, así que apretó el botón para llamar a la enfermera. Esta apareció unos minutos más tarde y le informó de que el Departamento de Policía había dejado órdenes de mantenerlo desconectado. Cuando pidió un periódico, ella negó con la cabeza. Lo mismo.
Bosch se desanimó aún más. Sabía que tanto la policía como el FBI se enfrentaban a enormes problemas de imagen por lo que había ocurrido pero no comprendía cómo pretendían ocultarlo. Había demasiadas agencias involucradas, demasiadas personas. Les resultaría imposible mantener el secreto. ¿Serían tan idiotas como para intentarlo?
Bosch se desabrochó la correa que le rodeaba el pecho e intentó incorporarse por completo, pero se mareó y su brazo le pidió a gritos que lo dejara en paz. Al sentir náuseas de nuevo, alargó la mano para coger un recipiente de acero inoxidable de debajo de la mesilla de noche. Aunque las ganas de vomitar se le pasaron, aquella sensación le recordó su conversación con Rourke de la mañana anterior. Comenzó a encajar los retazos de nueva información con lo que ya sabía. Entonces se preguntó si habrían encontrado los diamantes -el botín del robo al WestLand- y dónde. Por mucho que admirara la organización del golpe, no podía admirar a su máximo artífice: Rourke.
Bosch sintió que la fatiga le invadía como una nube que tapa el sol. Recostó su cabeza contra la almohada. Y la última cosa en que pensó antes de dormirse fue el comentario que Rourke le había hecho en el túnel sobre su parte del botín. Según él, ésta había aumentado gracias a la muerte de Meadows, Franklin y Delgado. Fue entonces, al deslizarse por el agujero de la jungla en el que se había metido antes Meadows, cuando comprendió lo que implicaban las palabras de Rourke.
El hombre sentado en la silla de las visitas llevaba un traje a rayas de ochocientos dólares, gemelos de oro y un anillo de ónix rosa en el dedo meñique. Pero no era un disfraz.
– Asuntos Internos, ¿no? -le dijo Bosch con un bostezo-. Me despierto de un sueño y entro en una pesadilla.
El hombre se sobresaltó. No había visto a Bosch abrir los ojos. Se levantó y se marchó sin decir una palabra. Bosch volvió a bostezar y buscó un reloj. No había ninguno. Se aflojó la correa del pecho e intentó sentarse. Esta vez se sintió mucho mejor. No se mareó ni le entraron ganas de vomitar. Miró los ramos de flores que adornaban la repisa de la ventana y la cómoda, y pensó que habían aumentado mientras dormía. Se preguntó si algunas serían de Eleanor. ¿Habría venido a verlo? Seguramente no se lo habrían permitido.
Al cabo de un minuto, Traje a rayas volvió a entrar armado con una grabadora y al frente de una procesión que incluía otros cuatro hombres trajeados. Uno era el teniente Bill Haley, jefe de la Brigada de Agentes Implicados en Tiroteos de la policía de Los Ángeles, y otro el subdirector Irvin Irving, jefe de Asuntos Internos. Bosch dedujo que los otros dos serían miembros del FBI.
– Si hubiera sabido que tenía a tantos trajes esperándome habría puesto el despertador -dijo Bosch-, aunque no me han dado ninguno, ni un teléfono que funcione, ni un periódico.
– Bosch, ya sabe quién soy -afirmó Irving y señaló a los demás-: Y también conoce a Haley. Este es el agente Stone y éste es el agente Folsom, del FBI.
Irving miró a Traje a rayas e indicó la mesilla de noche con la cabeza. El hombre dio un paso adelante, puso la grabadora en la mesa, un dedo sobre el botón y se volvió hacia Irving. Bosch lo miró y preguntó:
– ¿Tú no te mereces que te presenten?
Traje a rayas le hizo caso omiso, al igual que todos los demás.
– Bosch, quiero hacer esto rápido, obviando su sentido del humor -dijo Irving. Movió los enormes músculos de su mandíbula, haciendo un gesto a Traje a rayas para que encendiera la grabadora. Irving pronunció secamente la fecha, el día y la hora. Eran las 11.30 de la mañana. Bosch sólo había dormido un par de horas, pero se sentía mucho más fuerte que cuando Edgar había venido a verlo.
Irving mencionó los nombres de las personas presentes en la habitación. De esta manera Traje a rayas pasó a tener nombre propio: Clifford Galvin Júnior, igual que uno de los subdirectores del departamento -excepto el «Júnior»-. Clifford estaba siendo mimado, pensó Bosch. Una carrera meteórica, bajo la tutela de Irving.
– Empecemos por el principio -dijo Irving-. Detective Bosch, quiero que nos cuente todo lo que sepa sobre este asunto desde el momento en que usted entró en escena.
– ¿Tiene un par de días?
Irving caminó hacia la grabadora y pulsó el botón de pausa.
– Bosch -dijo-, todos sabemos lo listo que es usted, pero no estamos dispuestos a aguantar sus salidas de tono. Esta es la última vez que paro la cinta. Si lo vuelve a hacer, el martes por la mañana habré acristalado su placa. Y eso porque mañana es fiesta. Y olvídese de su pensión de invalidez. Me encargaré personalmente de que reciba un ochenta por ciento de nada.
Irving se refería a la normativa del departamento que prohibía que un policía retirado se quedara con su placa. A los jefes y al ayuntamiento no les gustaba la idea de que viejos policías se pasearan por la ciudad mostrando credenciales falsas. Estafas, comidas gratis…; era un escándalo que podía olerse a kilómetros. Así que si querías llevarte tu placa podías; magníficamente envuelta en cristal tallado, con un reloj decorativo. Era un bloque de unos treinta centímetros de ancho; demasiado grande para que cupiera en el bolsillo.
A una señal de Irving, Galvin volvió a oprimir el botón, Bosch lo contó todo tal y cómo había ocurrido, deteniéndose tan sólo cuando Galvin Júnior tuvo que darle la vuelta a la cinta. Los burócratas le preguntaron alguna cosa, pero prefirieron dejarle hablar. Irving quiso saber lo que Bosch había arrojado al agua en el muelle de Malibú. Bosch casi ni se acordaba. Nadie tomó notas, sólo le observaron mientras hablaba. Finalmente terminó la historia una hora y media después de empezar. Irving miró a Júnior e hizo un gesto con la cabeza; Júnior paró la cinta.
Cuando no tuvieron más preguntas, Bosch hizo las suyas:
– ¿Qué encontrasteis en casa de Rourke?
– Eso no es de su incumbencia.
– ¿Cómo que no? Es parte de una investigación de homicidio. Rourke era el asesino; me lo confesó.
– Bosch, el caso ya no está en sus manos.
Bosch no dijo nada. La ira atenazó su garganta. Miró a su alrededor y observó que nadie, ni tan siquiera Júnior, quería mirarle a los ojos.
– Yo que usted me aseguraría de conocer los hechos antes de empezar a insultar a colegas muertos en el cumplimiento del deber. Y me cercioraría de que tengo pruebas para respaldar esos hechos. No queremos que corran rumores que puedan comprometer el honor de hombres justos.
Bosch no pudo resistir más.
– ¿Creéis que os vais a salir con la vuestra? ¿Y vuestros dos payasos? ¿Cómo lo vais a explicar? Primero me pinchan el teléfono, luego entran en el banco como elefantes en una cacharrería y consiguen que los acribillen. Y vosotros queréis convertirlos en héroes. ¿A quién pretendéis engañar?
– Detective Bosch, eso ya ha sido explicado, no se preocupe. Su trabajo no consiste en contradecir las declaraciones públicas del departamento o el Buró al respecto. Eso, detective, es una orden. Si habla con la prensa sobre esto, será la última vez que lo haga como detective de la policía de Los Ángeles.
Ahora era Bosch quien no podía mirarlos a la cara. Con la vista fija en las flores de la mesa, inquirió:
– Entonces, ¿por qué la cinta, la declaración y todos estos burócratas? ¿De qué sirve cuándo no se quiere saber la verdad?
– Queremos saber la verdad, detective. Pero usted la confunde con lo que elegimos contarle al público. No obstante, de puertas adentro, le garantizo que tanto yo como el Buró Federal de Investigación esclareceremos el caso y emprenderemos acciones cuando sea apropiado.
– Eso es patético.
– Y usted también, detective. Usted también. -Irving se inclinó sobre la cama y su cara quedó tan cerca de Bosch que éste pudo oler su aliento-. Ésta es una de esas raras ocasiones en que uno tiene el futuro en sus manos, detective Bosch. Si hace lo correcto, tal vez se encuentre de nuevo en Robos y Homicidios. O puede coger ese teléfono (sí, voy a decirle a la enfermera que lo conecte), y llamar a sus amigos de ese periodicucho en Spring Street. Pero si lo hace, más le vale preguntar si les sobra algún empleo para un ex detective de homicidios.
Los cinco hombres se fueron y dejaron a Bosch a solas con su rabia. Se incorporó y estaba a punto de pegarle un manotazo a la jarra de margaritas que descansaba sobre la mesilla de noche, cuando la puerta se abrió y entró Irving. Solo. Sin grabadora.
– Detective Bosch, esto es extraoficial. Les he dicho a los otros que me había olvidado de darle esto.
Irving se sacó una tarjeta de felicitación del bolsillo de la chaqueta y la colocó sobre la repisa. En la cubierta había una policía tetuda con la blusa del uniforme desabotonada hasta el ombligo. Se golpeaba la mano con la porra de forma impaciente y de su boca salía un bocadillo que decía: «Cúrate pronto o si no…» Bosch tendría que leer el interior para enterarse del chiste.
– No me la había olvidado, pero quería decirle algo en privado. -Irving se quedó mudo al pie de la cama hasta que Bosch asintió con la cabeza-. Es usted bueno en lo que hace, detective Bosch. Todo el mundo lo sabe, pero eso no quiere decir que sea un buen agente de policía. Se niega a formar parte de la «familia». Y eso no es bueno. Yo, en cambio, tengo que proteger este departamento. Para mí ése es el trabajo más importante del mundo. Y una de las mejores formas de hacerlo es controlar a la opinión pública; tener a todo el mundo contento. Si eso significa hacer públicos unos cuantos comunicados de prensa y organizar un par de funerales con el alcalde, las cámaras de televisión y todos los jefazos, eso haremos. La protección del departamento es más importante que el hecho de que dos policías torpes cometieran un error. -Irving hizo una pausa-. Lo mismo ocurre con el Buró Federal de Investigación. Ellos preferirán crucificarle a usted antes que flagelarse públicamente con lo de Rourke. Le estoy diciendo que la primera regla que tiene que aprender es que la mejor manera de no tener problemas es no darlos.
– Eso es mentira y lo sabe.
– No, no lo sé. Y en el fondo, usted tampoco lo sabe. Déjeme preguntarle algo. ¿Por qué cree que Lewis y Clarke se echaron atrás en la investigación del caso del Maquillador?
Cuando Bosch no dijo nada, Irving asintió con la cabeza.
– Como ve, tuve que tomar una decisión. ¿Era mejor ver a uno de nuestros detectives vilipendiado por los periódicos y con cargos criminales contra él o lograr que le suspendieran y trasladaran discretamente? -Irving dejó que la pregunta flotara en el aire unos segundos antes de proseguir-. Otra cosa. Lewis y Clarke me vinieron a ver el otro día para contarme lo que les hizo. Lo de esposarlos a esa palmera. Fue horrible, pero ellos estaban más felices que unas animadoras después de una noche con el equipo de fútbol. Le tenían cogido por los huevos y estaban a punto de denunciarle allí mismo.
– Ellos me tenían, pero yo los tenía a ellos.
– No. Eso es lo que le estoy diciendo. Me vinieron a contar esa historia de la escucha telefónica, lo que usted les dijo. Pero la cuestión es que ellos no le pincharon el teléfono, como usted creía. Lo comprobé. Eso es lo que trato de decirle. Ellos le tenían a usted.
– Entonces quién… -Bosch se calló. Ya sabía la respuesta.
– Les dije que esperaran unos cuantos días. Para seguir vigilando y averiguar qué pasaba, porque claramente estaba pasando algo. Esos dos siempre fueron difíciles de controlar cuando se trataba de usted, Bosch. Se pasaron cuando pararon a ese tal Avery y le pidieron que les llevara a la cámara acorazada. Pero pagaron el precio.
– ¿Y el FBI, qué dijeron ellos del micrófono?
– No lo sé y no quiero preguntar. Si lo hiciera me dirían: «¿Qué micrófono?» Ya lo sabe.
Bosch asintió e inmediatamente se cansó de aquel hombre. Un pensamiento pugnaba por entrar en su cabeza, pero no quería dejarlo pasar. Apartó la vista de Irving y miró por la ventana.
Éste le repitió que pensara en el departamento antes de hacer algo y se marchó. Cuando estuvo seguro de que Irving había salido al pasillo, Bosch le pegó un golpe al jarrón de margaritas y lo derribó. Como era de plástico, no se rompió; los únicos daños fueron el agua derramada y las flores. La cara de hurón de Galvin Júnior se asomó un segundo a la puerta. No dijo nada, pero Bosch dedujo que estaba apostado en el pasillo. ¿Para su protección? ¿O para la del departamento? Bosch no lo sabía. Ya no sabía nada.
Bosch retiró una bandeja con comida que no había tocado. Era un clásico menú de hospital: pastel de pavo con salsa, maíz, batatas, un panecillo duro que debería estar blando y una tartaleta de fresas con una capa de nata aplastada.
– Si te comes eso, no volverás a salir de aquí.
Bosch alzó la vista. Era Eleanor, que sonreía junto a la puerta abierta. El también sonrió. No pudo evitarlo.
– Ya lo sé.
– ¿Cómo estás, Harry?
– Bien. Seguramente no podré volver a hacer más flexiones, pero creo que sobreviviré. ¿Y cómo estás tú, Eleanor?
– Yo estoy bien -contestó, con aquella sonrisa que lo mataba-. ¿Te han pasado por la picadora?
– Sí, me han hecho picadillo. Los mejores y más listos de mi magnífico departamento y un par de tus colegas me han tenido contra las cuerdas toda la mañana. Aquí hay una silla.
Ella dio la vuelta a la cama, pero no se sentó. Miró a su alrededor y frunció el ceño ligeramente, como si conociera la habitación y pensara que faltaba algo.
– A mí también me cogieron, ayer por la noche. No me dejaban venir a verte hasta que hubieran hablado contigo. Órdenes. No querían que nos pusiéramos de acuerdo sobre la historia, pero supongo que al final nuestras versiones coincidieron. Bueno, al menos no me han vuelto a interrogar después de que hablaran hoy contigo. Me han dicho que ya estaba.
– ¿Han encontrado los diamantes?
– Que yo sepa no, pero no me han contado gran cosa. Tienen a dos equipos trabajando en el asunto, pero yo estoy completamente fuera. Me han puesto en una mesa hasta que se enfríe el asunto y los de Tiroteos terminen su trabajo. Seguramente siguen registrando el piso de Rourke.
– ¿Y Tran y Binh? ¿Están cooperando?
– No, no han soltado prenda. Lo sé por un amigo que estuvo en el interrogatorio. Siguen diciendo que no saben nada de los diamantes. Seguramente tienen a su propia gente buscándolos. A la caza del tesoro.
– ¿Y dónde crees tú que está el tesoro?
– No tengo ni idea. Todo esto, Harry, me ha confundido. Ya no sé lo que pienso sobre nada.
Bosch sabía que eso incluía lo que pensaba sobre él. Al no decir nada, el silencio acabó tornándose incómodo.
– ¿Qué pasó? -preguntó finalmente-. Irving me ha dicho que Lewis y Clarke interceptaron a Avery, pero eso es todo lo que sé. No lo entiendo.
– Nos observaron toda la noche mientras nosotros vigilábamos la cámara -explicó Eleanor-. Debieron de creer que éramos espías de los ladrones. Si supusieras que tú eras un policía corrupto, tal como hicieron ellos, quizás habrías llegado a la misma conclusión. Así que cuando vieron que habías mandado a Avery y la patrulla a casa, pensaron que habían descubierto tu juego. Cogieron a Avery por banda en Darling's y él les contó lo de tu visita del día anterior y los de las alarmas durante la semana. Entonces soltó que no querías que él abriera la cámara acorazada y ellos comprendieron que podía hacerlo. Sin pensárselo dos veces, pusieron rumbo al Beverly Hills Safe & Lock.
– Sí. Creían que iban a ser héroes. Que iban a cazar a los policías corruptos y los ladrones al mismo tiempo. Un plan muy bonito, pero un mal final.
– Pobres idiotas.
– Pobres idiotas.
El silencio volvió, pero esa vez Eleanor no dejó que durara.
– Bueno, sólo quería saber cómo estabas.
Él asintió.
– Y… decirte que…
«Aquí está -pensó-, el beso de despedida.» -… he decidido irme. Voy a dejar el Buró. -¿Pero… qué harás?
– No lo sé, pero me marcho. Como tengo algo de dinero ahorrado, viajaré un poco y después ya veré lo que quiero hacer.
– ¿Por qué, Eleanor?
– No…, no sé explicarlo. Por todo lo que ha pasado. De pronto mi trabajo se ha convertido en una mierda. Y no creo que soporte volver a trabajar en esa oficina después de lo que ha ocurrido.
– ¿Volverás a Los Ángeles?
Ella bajó la vista y después miró a su alrededor.
– No lo sé, Harry. Lo siento. Me parecía que… No lo sé. Ahora mismo no sé muy bien lo que pienso sobre las cosas.
– ¿Qué cosas?
– No lo sé. Nosotros. Lo que ha pasado. Todo.
El silencio se tornó tan audible que Bosch esperaba que una enfermera o incluso Galvin Júnior asomaran la cabeza para ver si todo iba bien. Necesitaba un cigarrillo. Bosch se dio cuenta de que era la primera vez ese día que había pensado en fumar. Eleanor bajó la vista y él miró su comida intacta. Después cogió el panecillo y empezó a lanzarlo al aire como una pelota de béisbol. Al cabo de un rato, los ojos de Eleanor volvieron a recorrer la habitación sin encontrar lo que estaba buscando. A Bosch ya le estaba intrigando.
– ¿No te han llegado las flores que te mandé?
– ¿Flores?
– Sí, te mandé unas margaritas. Como las que hay debajo de tu casa. No las veo por ninguna parte.
«Margaritas», pensó Bosch. El jarrón que había estrellado contra la pared.
– Seguramente llegarán más tarde. Sólo suben cosas una vez al día -contestó, controlándose para no gritar: «¿Dónde están mis malditos cigarrillos?»
Ella frunció el ceño.
– Hay algo que no entiendo -comentó Bosch-. Si Rourke sabía que habíamos encontrado la segunda cámara acorazada y la estábamos vigilando, y sabía que Tran había entrado a vaciar su caja, ¿por qué no sacó a su gente de ahí? ¿Por qué tiró adelante el asunto?
Ella sacudió la cabeza lentamente.
– No lo sé. Tal vez…, bueno, he estado pensando que quizá quería que los atrapáramos. Rourke era consciente de que esos hombres no se dejarían coger vivos y, sin ellos, él podría quedarse todos los diamantes del primer robo.
– Sí. Pero ¿sabes qué? Yo he estado recordando todo el día trozos de nuestra conversación en el túnel. Poco a poco me va volviendo, y no mencionó que se lo quedaría todo. Me dijo que su parte aumentaría ahora que Meadows y los otros dos habían muerto. Todavía usaba la palabra «parte», como si hubiera otra persona con quién compartir el botín.
Ella arqueó las cejas, sorprendida.
– Podría ser, aunque también es una forma de hablar -contestó.
– Es posible.
– Tengo que irme. ¿Sabes cuánto tiempo te tendrán aquí?
– No me lo han dicho, pero creo que mañana me daré el alta. Estoy pensando en ir al funeral de Meadows en el cementerio de veteranos.
– Un entierro en el día de los Caídos. Qué apropiado.
– ¿Quieres acompañarme?
– Em… no creo. No quiero volver a saber nada del señor Meadows. Pero mañana iré al Buró a recoger mi mesa y escribir informes sobre los casos que tengo que pasar a otros agentes. Vente si quieres y te haré un buen café, como antes. Aunque la verdad es que no creo que te dejen salir tan rápido, Harry. No con una herida de bala. Necesitas descansar, curarte.
– Sí -replicó Bosch. Sabía que se estaba despidiendo de él.
– Vale, pues hasta pronto.
Ella se inclinó y le dio un beso, y él supo que era una despedida a todo lo que había habido entre ellos. Cuando abrió los ojos, ella estaba en el umbral.
– Una última cosa -dijo él y ella se volvió-. ¿ Cómo me encontraste, Eleanor? En las alcantarillas.
Wish dudó y sus cejas se arquearon de nuevo.
– Bueno, bajé con Hanlon, pero nos separamos al salir del túnel excavado por los ladrones. El fue en una dirección y yo en la otra. Supe que había acertado cuar do vi la sangre. Entonces encontré a Franklin, muerto. Y después tuve un poco de suerte. Oí los disparos y la voces, bueno, sobre todo la de Rourke. Así que la seguí. ¿Por qué lo dices?
– No lo sé, se me acaba de ocurrir. Me salvaste la vida.
Se miraron. La mano de ella sujetaba el pomo de la puerta entreabierta, dejando ver a Galvin Júnior sentado en el pasillo.
– Sólo quería darte las gracias.
Ella se llevó un dedo a los labios.
– No hace falta.
– No te vayas.
Bosch vio que la abertura de la puerta desaparecía y, con ella, Galvin Júnior. Ella se quedó parada, en silencio. -No te vayas -repitió Bosch. -Tengo que irme. Hasta pronto, Harry. Ella abrió la puerta del todo. -Adiós -dijo, y se fue.
Bosch permaneció inmóvil en la cama del hospital durante casi una hora, pensando en dos personas: Eleanor Wish y John Rourke. Con los ojos cerrados, se concentró en la expresión de Rourke al hundirse en el agua negra. «Yo también estaría sorprendido -pensó Bosch-, pero había algo más.» Era algo que no lograba identificar con exactitud; como si Rourke hubiera reconocido o comprendido algo, no referente a su muerte, sino a otra cosa.
Al cabo de un rato, Bosch se levantó y dio unos pasos por la habitación. Aunque su cuerpo estaba débil, tras aquellas treinta y seis horas de sueño, se sentía inquieto. Después de orientarse y de que su hombro se adaptara con un cierto dolor a la gravedad, comenzó a caminar junto a la cama. Por suerte, le habían puesto un pijama verde pálido, no una de esas batas abiertas por detrás que le parecían totalmente humillantes. Bosch paseó por la habitación con los pies descalzos, parándose a leer las tarjetas que le habían enviado con las flores. La Liga de Protección había enviado uno de los ramos. Los otros eran de un par de policías conocidos, pero no íntimos, de la viuda de un antiguo compañero, de su abogado y de otro viejo compañero que vivía en Ensenada.
Bosch se alejó de las flores y se dirigió a la puerta. Cuando la entornó, confirmó que Galvin Júnior seguía ahí sentado, leyendo un catálogo de equipamiento policial. Bosch abrió la puerta. Galvin levantó la cabeza de golpe, cerró la revista y la deslizó en un maletín a sus pies, pero no dijo nada.
– Clifford (espero que no te importe que te llame así), ¿qué haces aquí fuera? ¿Es que estoy en peligro?
El joven policía continuó sin decir nada. Bosch comprobó que no había nadie en el pasillo hasta llegar al mostrador de las enfermeras, a unos quince metros de distancia. Luego se fijó en su puerta y descubrió que estaba en la habitación 313.
– Detective, por favor, vuelva a su cuarto -le rogó Galvin-. Sólo estoy aquí para mantener alejada a la prensa. El subdirector cree que seguramente intentarán entrevistarle. Mi trabajo es impedirlo, bueno, evitar que le molesten.
– ¿Y si usan el astuto truco de… -Bosch miró exageradamente a ambos lados del pasillo- usar el teléfono?
Galvin suspiró profundamente, sin mirar a Bosch en ningún momento.
– Las enfermeras filtran las llamadas. Sólo puede recibir llamadas de familiares y, como usted no tiene familia, nada de teléfono.
– ¿Y cómo pasó esa agente del FBI?
– Irving le dio permiso. Vuelva a su habitación, por favor.
– Muy bien.
Bosch se sentó en la cama e intentó repasar el caso mentalmente. Sin embargo, cuantas más vueltas le daba, mayor era la sensación de que perdía el tiempo sentado en la cama de un hospital. Sentía que estaba a punto de comprender algo, de solucionar el caso completamente. El trabajo del detective consiste en recorrer el camino dejado por las pruebas, examinar cada una de ellas y meterlas en una cesta. Al final del trayecto, lo que ha recogido es lo que determina la resolución de la investigación. En aquel momento Bosch tenía la cesta llena, pero ahora sospechaba que le faltaban piezas. ¿Qué se le había pasado por alto? ¿Qué había querido decir Rourke al final? No tanto con sus palabras, como con su expresión de sorpresa. Pero ¿sorpresa por qué? ¿Acaso le sorprendió la bala? ¿O su procedencia? Podrían haber sido las dos cosas, decidió Bosch. En cualquier caso, ¿cuál era su significado?
El comentario de Rourke sobre el aumento de su parte debido a las muertes de Meadows, Franklin y Delgado continuaba preocupándole. Bosch intentó ponerse en el lugar de Rourke. Si todos sus socios estuvieran muertos y él fuera el único beneficiario del asalto a la primera cámara, ¿habría dicho: «Mi parte ha aumentado» o «Ahora todo es mío»? Bosch se inclinó por esta última opción, a no ser que existiera alguien más con quien compartir el botín.
Decidió que tenía que hacer algo. Tenía que salir de aquella habitación. No estaba bajo arresto domiciliario, pero sabía que si se marchaba Galvin lo seguiría e informaría a Irving. Bosch buscó el teléfono y comprobó que había sido conectado, tal como le prometió Irving. No podía recibir llamadas, pero podía telefonear.
Bosch se levantó y miró en el armario. Allí estaba su ropa, o lo que quedaba de ella. Zapatos, calcetines y unos pantalones; nada más. Los pantalones estaban muy rozados en las rodillas, pero habían sido lavados y planchados en el hospital. Probablemente, habrían tenido que cortarle la cazadora y la camisa en Urgencias y las habrían tirado o guardado como prueba. Cogió la ropa y se vistió, metiéndose la chaqueta del pijama por dentro del pantalón como si fuera una camisa. Tenía un aspecto ridículo, pero cumpliría su función hasta que consiguiera otra cosa.
El hombro le dolía menos cuando colocaba el brazo sobre el pecho, así que comenzó a ponerse el cinturón alrededor de los hombros a modo de cabestrillo. Pero decidió que aquello llamaría demasiado la atención y volvió a pasar el cinturón por las trabillas del pantalón. Finalmente registró el cajón de la mesilla de noche, donde encontró su cartera y su placa, pero no su pistola.
Cuando estuvo listo, cogió el teléfono y pidió por el mostrador de enfermeras de la tercera planta. Le contestó una voz de mujer, tras lo cual Bosch se identificó como el subdirector Irvin Irving.
– ¿Se puede poner mi detective, el hombre sentado en el pasillo? Tengo que hablar con él.
Bosch depositó el auricular en la cama y se dirigió sigilosamente hasta la puerta, que entreabrió lo suficiente para atisbar a Galvin sentado leyendo el catálogo. En ese instante la enfermera lo llamó al teléfono y Galvin se levantó. Bosch esperó diez segundos antes de asomarse. Galvin caminaba hacia el mostrador de las enfermeras, momento que Bosch aprovechó para salir de la habitación y echar a andar en dirección contraria.
Al llegar a una intersección de pasillos, giró a la izquierda. Aquel corredor le llevó a un ascensor con un rótulo que decía: «Para uso exclusivo del personal hospitalario.» Bosch lo llamó y, cuando las puertas se abrieron, se encontró en una cabina con puertas en ambos extremos y capacidad para dos camillas. Bosch pulsó el botón de la planta baja y la puerta de acero inoxidable? imitación de madera se cerró. Su tratamiento había terminado.
El ascensor dejó a Bosch en la sala de urgencias. El detective la atravesó y se internó en la noche. De camino a la comisaría de Hollywood, le pidió al taxista que se detuviera delante de su banco, donde sacó dinero del cajero automático, y frente a un supermercado, donde compró una camisa deportiva barata, un cartón de cigarrillos, un mechero (ya que no podía encender cerillas), algodón, vendas y un cabestrillo azul marino; perfecto para un funeral.
Al llegar a la comisaría de Wilcox, Bosch pagó al taxista y entró por la puerta de delante, donde sabía que habría menos posibilidades de que lo reconocieran o hablaran con él. En la recepción había un novato con la misma cara de boy scout, cubierta de granos, que el chico que le había llevado la pizza a Tiburón. Bosch le mostró su placa y pasó sin decir una palabra. La oficina de detectives estaba oscura y totalmente vacía, como la mayoría de domingos por la noche, a pesar de tratarse de Hollywood. Bosch tenía un flexo en la mesa de Homicidios y lo usó para no encender las lámparas del techo, que podrían atraer a agentes curiosos de la oficina de guardia. A Harry no le apetecía contestar preguntas, aunque fueran bienintencionadas y vinieran de las tropas de uniforme.
Primero se dirigió al fondo de la sala y encendió la cafetera. Luego se metió en una de las salas de interrogatorios para ponerse la camisa nueva. Cuando se quitó el pijama del hospital, un fogonazo le recorrió el pecho y el brazo. Bosch se sentó en una de las sillas de la sala para examinar el vendaje. Buscaba rastros de sangre, pero no había nada. Con cuidado, y con mucho menos dolor, se puso la nueva camisa, de talla grande. El bolsillo del pecho izquierdo estaba decorado con un pequeño dibujo de una montaña, un sol, el mar y las palabras «Ciudad de Ángeles». Bosch se lo tapó con el cabestrillo, que ajustó para que le aguantara firmemente el brazo contra el pecho.
Cuando terminó de cambiarse, el café estaba listo. Bosch se llevó la taza de líquido hirviendo hasta la mesa de Homicidios, encendió un cigarrillo y sacó del archivador la carpeta del asesinato de Meadows y otros documentos relacionados con el caso. Hojeó la pila de papeles sin saber por dónde empezar ni qué buscaba. Al final decidió releerlo todo, esperando que algo le llamara la atención. Buscaba cualquier cosa: un nombre nuevo, una discrepancia en la declaración de alguien, algo que hubieran considerado irrelevante, pero que ahora hubiera adquirido un nuevo significado.
Bosch leyó por encima sus propios informes porque recordaba casi toda la información. Entonces releyó el expediente militar de Meadows. Era la versión abreviada, la del FBI. No tenía ni idea de lo que le había ocurrido al archivo más detallado que le habían enviado de San
Luis y que dejó en el coche cuando salió corriendo hacia la cámara acorazada. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco conocía el paradero de su coche.
El expediente militar no le proporcionó ninguna pista nueva. Mientras hojeaba unos documentos sueltos del fondo del archivo, las luces se encendieron y un viejo policía llamado Pederson entró en la oficina con un informe en la mano, en dirección a la máquina de escribir. Al oler los cigarrillos y el café, Pederson miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en el detective del cabestrillo.
– Harry, ¿qué tal? Qué pronto te han soltado. Por aquí decían que te habían jodido de verdad.
– Nada, un rasguño, Peds. Son peores los arañazos de los travestis que tú arrestas los sábados por la noche. Al menos con una bala no tienes que preocuparte de la mierda del sida.
– Dímelo a mí. -Pederson se masajeó instintivamente el cuello donde aún eran visibles las señales que le había dejado aquel travestí infectado con el virus. El viejo policía las había pasado canutas soportando una prueba cada tres meses durante dos años, pero al final descubrió que no se había contagiado. Era una historia legendaria en la división y probablemente la única razón por la que la media de ocupación de las celdas de travestis y prostitutas de la comisaría había bajado a la mitad. Nadie quería arrestarlos, a no ser que fuera por asesinato.
– Bueno -prosiguió Pederson-, siento mucho que todo saliera tan mal, Harry. Me han dicho que el segundo policía pasó a código 7 hace un rato. Dos policías y un «fede» muertos en un tiroteo. Y eso sin contar tu brazo. Seguramente es una especie de récord en esta ciudad. ¿Te importa si me tomo una taza?
Bosch señaló la cafetera. No sabía que Clarke había muerto. Código 7; estaba fuera de servicio, pero para siempre. Bosch aún no había logrado sentir lástima por la pareja de Asuntos Internos. Aquello le entristecía, ya que le hizo pensar que su corazón se había endurecido totalmente. Ya no era capaz de mostrar compasión por nadie, ni siquiera por unos pobres idiotas que habían muerto por una metedura de pata.
– Aquí no te cuentan una mierda -decía Pederson mientras se servía el café-, pero cuando leí esos nombres en los periódicos pensé: «¡Ah! Lewis y Clarke: los conozco. Ésos son de Asuntos Internos, no de Robos.» Los llamaban los exploradores; siempre excavando, buscando mierda para joder a alguien. Creo que todo el mundo sabe quiénes son excepto la televisión y el Times. Es curioso que estuvieran allí, ¿no?
Bosch no iba a morder el anzuelo. Pederson y los demás policías tendrían que averiguar lo que había ocurrido por otra fuente. De hecho, comenzaba a preguntarse si Pederson realmente tenía que hacer un informe o si el novato de la recepción habría corrido la voz de que él estaba allí y los demás habían enviado al viejo policía para sonsacarle.
Pederson tenía el pelo blanco como la tiza y se le consideraba un policía viejo, aunque en realidad sólo era unos años mayor que Bosch. Había patrullado Hollywood Boulevard de noche, en coche o a pie, durante casi veinte años, un oficio que habría envejecido prematuramente a cualquiera. A Bosch le caía bien. Pederson era un pozo de información sobre la calle. En prácticamente todos los asesinatos cometidos en el Boulevard, Bosch acudía a él para averiguar qué sabían sus confidentes. Y Peds casi nunca le fallaba.
– Sí, es curioso -dijo Bosch. No añadió nada más.
– ¿Estás haciendo el informe del tiroteo? -preguntó después de colocarse detrás de una máquina de escribir. Cuando Bosch no contestó, Pederson añadió-: ¿Tienes más de esos cigarrillos?
Bosch se levantó y le llevó todo el paquete a Pederson. Lo depositó encima de la máquina de escribir del viejo policía y le dijo que se lo quedara. Pederson captó la indirecta. Harry no tenía nada contra él, pero no quería hablar del tiroteo y menos de la presencia de los policías de Asuntos Internos.
Cuando Pederson se puso a trabajar, Bosch volvió a su informe del asesinato, pero no se le encendió ni una triste bombilla de cuarenta vatios. En cuanto acabó de leerlo se quedó sentado, fumando y pensando qué más podía hacer. Con la máquina de escribir como música de fondo, Bosch concluyó que no había nada más. Estaba en un callejón sin salida.
Finalmente decidió llamar a su casa para comprobar si tenía mensajes en el contestador. Primero cogió su teléfono, pero luego se lo pensó dos veces y colgó. Fue hasta la mesa de Edgar y usó el aparato de éste, ya que había una remota posibilidad de que el suyo estuviera intervenido. Cuando le salió su contestador, Bosch marcó su código y comenzó a escuchar una docena de mensajes. Los primeros nueve eran de policías y de viejos amigos deseándole que se recuperara pronto. Los últimos tres, los más recientes, correspondían al médico que lo había estado tratando, a Irving y a Pounds.
– Señor Bosch, soy el doctor McKenna. Es muy irresponsable por su parte el haber abandonado el hospital. Y muy peligroso, puesto que se arriesga a sufrir daños más graves. Si recibe este mensaje, le ruego que vuelva al hospital. Le estamos guardando la cama. Si no lo hace, no podré tratarlo ni considerarle paciente mío. Por favor. Gracias.
Irving y Pounds, en cambio, no estaban tan preocupados por la salud de Bosch. El mensaje de Irving decía:
– Detective Bosch, no sé dónde está ni lo que está haciendo, pero espero que la razón de su escapada sea que no le gusta la comida de hospital. Recuerde lo que le he dicho y no cometa un error que ambos tengamos que lamentar.
Irving no se había molestado en identificarse, ni Pounds tampoco. Su mensaje fue el último: el estribillo.
– Bosch, llámame a casa en cuanto recibas este mensaje. Me han dicho que habías dejado el hospital y tenemos que hablar. Sobre todo no sigas, repito, no sigas con la investigación relacionada con el tiroteo del sábado. Llámame.
Bosch colgó. No pensaba contestar ninguna de las llamadas al menos por el momento. En la mesa de Edgar, Bosch reparó en una nota con el nombre y el número de teléfono de Verónica Niese, la madre de Tiburón. Edgar debía de haberla llamado para notificarle la muerte de su hijo. Bosch se la imaginó respondiendo al teléfono, convencida de que sería otro de sus clientes pajilleros, y descubriendo que era Jerry Edgar con la noticia de que su hijo había muerto.
Pensar en el chico le hizo recordar el interrogatorio. Bosch aún no había transcrito la cinta, así que decidió escucharla. Volvió a su asiento y sacó su grabadora de un cajón, pero la cinta no estaba. Entonces se acordó de que se la había dado a Eleanor. Bosch se dirigió al armario de material, intentando adivinar si la entrevista estaría en la cinta de emergencia. Dicha cinta se rebobinaba automáticamente cuando llegaba al final y luego volvía a grabarse encima. Si no habían usado mucho la sala de interrogatorios desde la sesión del martes con Tiburón, la entrevista con el chico podría estar intacta.
Bosch sacó la cinta de la grabadora y se la llevó a su mesa, donde la introdujo en su propio radiocasete y la rebobinó hasta el principio. Tras escucharla unos segundos buscando su voz, la de Tiburón, o la de Eleanor, Bosch la pasó un poco hacia delante. Repitió este proceso varias veces hasta que finalmente encontró el interrogatorio de Tiburón en la segunda mitad de la cinta.
Una vez lo hubo encontrado, Bosch rebobinó la cinta para poder escuchar la entrevista desde el principio. Sin embargo, se pasó y acabó oyendo medio minuto de otra entrevista que terminaba. Entonces sonó la voz de Tiburón:
– ¿Qué miras?
– No lo sé. -Era Eleanor-. Me preguntaba si me conocías. Tu cara me suena. No me había dado cuenta de que te estaba mirando.
– ¿Qué? ¿Por qué iba a conocerte, tía? Yo nunca he tenido problemas con los federales. No sé…
– No importa. Tú me sonabas a mí, nada más. Sólo me estaba preguntando si me reconocías. ¿Por qué no esperamos a que llegue el detective Bosch?
– Sí, vale. Guay.
Hubo un silencio en la cinta. Bosch se sintió confuso, pero en seguida comprendió que lo que acababa de oír había sucedido antes de que él entrara en la sala de interrogatorios.
¿Qué estaba haciendo Eleanor? El silencio de la cinta se terminó y Bosch oyó su propia voz.
– Tiburón, vamos a grabar esto porque puede resultarnos útil más adelante. Como te dije, no estás bajo sospecha así que…
Bosch paró el radiocasete, rebobinó hasta el principio de la conversación entre el chico y Eleanor, y la escuchó una y otra vez. Cada vez que la oía, sentía que le apuñalaban en el corazón. Las manos le sudaban, y los dedos le resbalaban en los botones de la grabadora. Finalmente se sacó los auriculares y los arrojó sobre la mesa.
– Mierda -dijo.
Pederson dejó de escribir y lo miró.