CUARTA PARTE

Miércoles, 23 de mayo

A las diez de la mañana ya estaban en la autopista de Ventura, una de las arterias de entrada y salida de la ciudad, que atraviesa la parte baja del valle de San Fernando. Bosch iba al volante y avanzaban en sentido contrario al tráfico, hacia el condado de Ventura. Atrás quedaba la contaminación, que cubría el valle como una capa de nata sucia.

Se dirigían a Charlie Company. El año anterior el FBI se había conformado con una comprobación de rutina sobre Meadows y el programa de inserción. Wish explicó que lo habían considerado de escasa importancia porque la estancia de Meadows había terminado casi un año antes del robo al banco. Aunque el FBI había solicitado una copia del expediente de Meadows, no había investigado los nombres de otros convictos en su mismo programa. Bosch le dijo a Wish que aquello había sido un error, ya que la lista de empleos de Meadows indicaba que el golpe formaba parte de un plan a largo plazo. El robo al WestLand podía haberse concebido en Charlie Company.

Antes de salir, Bosch había llamado al oficial encargado de supervisar la libertad condicional de Meadows, Daryl Slater, quien le habló de Charlie Company; se trataba de una granja agrícola cuyo propietario y director era un coronel del ejército que había iniciado una nueva vida tras su jubilación. El ex coronel trataba directamente con las prisiones estatales y federales para acoger casos de libertad condicional, poniendo como única condición que fueran veteranos de combate en Vietnam. No era un requisito, difícil, dijo Slater. Como en cualquier estado del país, las cárceles de California estaban llenas de ex combatientes de aquella guerra. A Gordon Scales, el ex coronel, no le importaban los delitos que hubieran cometido los veteranos, comentó Slater. Su único objetivo era que se reformaran. El sitio contaba con una plantilla de tres personas, Scales incluido, y sólo albergaba a veinticuatro hombres al mismo tiempo. La estancia media era de nueve meses. Los hombres trabajaban en los campos de las seis a las tres, parando sólo para comer a mediodía. Después de la jornada de trabajo, tenían una sesión de una hora llamada «diálogo espiritual», luego cenaban y veían la tele. Después había otra hora de religión antes de apagar las luces. Slater explicó que Scales se valía de sus contactos en la comunidad para conseguir trabajo a los veteranos cuando éstos estaban listos para incorporarse al mundo exterior. En seis años, Charlie Company ostentaba un récord de sólo un once por ciento de reincidentes, una estadística tan envidiable que Scales había obtenido una mención del presidente durante su última campaña electoral en el estado.

– Ese hombre es un héroe -opinó Slater-. Y no por la guerra, sino por lo que ha hecho después. Cuando mueves a unos treinta o cuarenta convictos al año y sólo uno de cada diez vuelve a la trena, estamos hablando de un exitazo. A Scales lo conocen todos los comités de libertad condicional a nivel estatal y federal, y la mitad de directores de prisiones de California.

– ¿Quieres decir que puede escoger quién va a Charlie Company? -preguntó Bosch.

– Quizás escoger no, pero tener la última palabra, sí -respondió el oficial-. Ha corrido la voz. Lo conocen en todas las celdas donde haya un veterano cumpliendo condena. Los hombres le envían cartas, Biblias, lo llaman por teléfono o contactan con él a través de sus abogados. Todo con tal de que Scales los patrocine.

– ¿Es así como Meadows entró allí?

– Que yo sepa sí. Cuando me lo asignaron ya lo habían aceptado. Tendrías que llamar a Terminal Island para que ellos lo comprobaran en sus archivos. O hablar con Scales.

En el coche, Bosch le relató a Wish toda aquella conversación, pero aparte de eso, el trayecto fue largo con extensos períodos de silencio. Bosch se pasó gran parte del camino pensando en la noche anterior, en aquella visita inesperada. ¿Por qué había venido Wish? No obstante, después de entrar en el condado de Ventura, la mente de Bosch volvió al caso, así que empezó a hacerle algunas de las preguntas que se le habían ocurrido mientras repasaba los archivos.

– ¿Por qué no robaron la cámara principal? En el WestLand había dos cámaras acorazadas, la de las cajas fuertes y la principal, donde guardaban el dinero en metálico y de los cajeros automáticos y de los mostradores. Los informes decían que el diseño de ambas cámaras era idéntico; la de las cajas era un poco más grande, pero el blindaje del suelo era el mismo. A Meadows y sus compañeros no les habría resultado difícil excavar un túnel hasta la cámara principal, coger el dinero y salir inmediatamente. Sin correr el riesgo de pasar todo el fin de semana dentro de la cámara o la necesidad de descerrajar todas las cajas fuertes.

– Quizá no sabían que eran iguales. O asumieron que la cámara principal sería más difícil.

– Pero suponemos que ellos conocían la estructura de una cámara antes de empezar. ¿Por qué no iban a conocer las estructura de la otra?

– Tal vez porque, al no estar abierta al público, no tenían forma de saber lo que había dentro. En cambio, creemos que uno de ellos alquiló una caja en la otra cámara y entró a echarle un vistazo, usando un nombre falso, claro.

Bosch asintió y preguntó:

– ¿Cuánto había en la cámara principal?

– No recuerdo la cifra exacta. Tiene que estar en los informes que te di. Si no, estará en los otros archivos, en la oficina.

– Pero más, ¿no? Había más dinero en la cámara principal que los, no sé, dos o tres millones en objetos que sacaron de las cajas.

– Creo que sí.

– ¿Lo ves? Si hubieran entrado en la cámara principal, el dinero habría estado a su disposición, en pilas y sacos. Habría sido mucho más fácil. Seguramente habrían conseguido un mayor botín por menos trabajo.

– Ya, pero eso lo sabemos ahora. ¿Quién sabe lo que pensaban los ladrones? A lo mejor creían que habría más en las cajas. Se la jugaron y perdieron.

– O quizá ganaron.

Ella lo miró.

– Tal vez había algo en las cajas que desconocemos. Algo que nadie denunció como objeto perdido y que convertía aquella cámara en un objetivo más interesante, en algo más valioso que la cámara principal.

– Si estás pensando en drogas la respuesta es no. Ya lo pensamos; pedimos a la DEA que trajeran uno de sus perros y lo pusimos a husmear por entre las cajas desvalijadas. Nada: ni rastro de drogas. Después olfateó por las cajas que los ladrones no habían abierto y encontró algo en una de las más pequeñas.

Wish se rió un poco antes de continuar.

– Cuando la abrimos, el perro se volvió loco. Dentro encontramos cinco gramos de cocaína en una bolsita. ¿Te imaginas? Al pobre tío lo pescaron porque alguien había atracado el banco donde guardaba la coca.

Wish volvió a reírse, pero a Bosch le pareció un poco forzado. La historia no era para tanto.

– De todos modos -prosiguió Wish- el caso contra el tío fue desestimado por el juez porque el registro había sido ilegal. Habíamos violado los derechos del hombre por abrir su caja sin una orden de registro.

Bosch salió de la autopista, entró en la localidad de Ventura y puso rumbo al norte.

– Todavía me sigue gustando la hipótesis de la droga, a pesar del perro -dijo Bosch al cabo de un cuarto de hora de silencio-. Esos animales no son infalibles. Si la mercancía estaba bien empaquetada, podrían habérsela llevado sin dejar ningún rastro. Un par de cajas con cocaína dentro y el robo empieza a valer la pena.

– Tu siguiente pregunta va a ser sobre la lista de clientes, ¿no?

– Sí.

– Bueno, ahí sí que hicimos un buen trabajo. Investigamos a fondo a todo el mundo, incluso las compras de aquello que la gente decía que había en las cajas. No encontramos al ladrón, pero seguramente le ahorramos millones a las compañías de seguros.

Bosch se detuvo en una gasolinera para sacar un mapa de debajo del asiento y averiguar el camino a Charlie Company, mientras ella continuaba defendiendo la investigación del FBI.

– La DEA examinó todos los nombres de la lista, pero no encontró nada. Pasamos los nombres por el Ordenador Nacional de Inteligencia Criminal y encontramos un par de cosas, pero nada serio; casi todo muy antiguo. -Ella soltó otra de aquellas risas falsas-. Uno de los que había alquilado una de las cajas más grandes había sido condenado por posesión de pornografía infantil en los años setenta. Cumplió dos años de cárcel en Soledad. Después del asalto al banco lo localizamos y nos explicó que no se habían llevado nada, que acababa de vaciar su caja. Pero dicen que los pedófilos nunca se separan de sus cosas; que guardan religiosamente todas sus fotos, películas e incluso cartas. Y, según el banco, el hombre no había entrado en la cámara en los dos meses anteriores al asalto, así que dedujimos que guardaba su colección en la caja. De todos modos, aquello no tenía nada que ver con el robo. Nada de lo que encontramos estaba relacionado.

Finalmente Bosch encontró el camino en el mapa y puso rumbo a Charlie Company, que estaba en pleno campo. Bosch estuvo pensando en la historia del pedófilo; había algo que le preocupaba, pero aunque le estuvo dando vueltas en la cabeza no consiguió averiguar qué. Al final lo dejó correr y pasó a otra pregunta.

– ¿Por qué no se recuperó nada de lo robado? Con todas esas joyas, bonos y acciones… y sólo aparece una pulserita. Ni siquiera han salido los objetos sin valor.

– Porque están esperando a que no haya moros en la costa -contestó Wish-. Por eso liquidaron a Meadows; desobedeció y empeñó el brazalete antes de tiempo, antes de que le dieran el visto bueno. Sus compañeros descubrieron que lo había vendido y, como él no quiso confesar a quién, lo torturaron hasta que se lo dijo y luego lo mataron.

– Y por casualidad, el caso me tocó a mí.

– Estas cosas pasan.

– Hay algo en esa historia que no tiene sentido -opinó Bosch-. Empecemos con Meadows. Primero lo medio electrocutan y él les cuenta lo que quieren saber. Luego ellos le ponen la inyección mortal en el brazo y roban el brazalete de la casa de empeños, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Sí, pero no encaja. Yo tengo el recibo de la casa de empeños. Meadows lo había escondido, así que tuvieron que asaltar la tienda para llevarse el brazalete y tapar el golpe llevándose otras joyas. Pero si Meadows no les dio el recibo, ¿cómo supieron dónde estaba el brazalete?

– Porque él se lo dijo -contestó Wish.

– No creo. No me imagino a Meadows dándoles una cosa y no la otra. ¿Por qué iba a quedarse el recibo? Si le hubieran sacado el nombre de la tienda, le habrían sacado el escondite del recibo.

– Estás diciendo que murió antes de decirles nada. Y que ellos sabían que había empeñado el brazalete.

– Sí. Lo torturaron para conseguir el recibo, pero él no se lo dio, no se rindió; por eso lo mataron. Se deshicieron del cuerpo y registraron el piso, pero seguían sin encontrar el resguardo, así que tuvieron que robar la casa de empeños como unos vulgares cacos. La cuestión es: si Meadows no les dijo a quién vendió el brazalete y ellos no encontraron el resguardo, ¿cómo averiguaron dónde estaba?

– Harry, esto es especulación sobre especulación.

– Eso es lo que hacemos los policías.

– Pues no sé… Hay varias posibilidades. Quizá siguieron a Meadows porque no confiaban en él y lo vieron entrar en la casa de empeños.

– O quizá tenían a alguien trabajando para ellos, un poli, que vio el brazalete en las listas mensuales de objetos empeñados y se lo dijo. Las listas llegan a todos los departamentos de policía del condado.

– Este tipo de especulación no lleva a ninguna parte.

Ya habían llegado. Bosch frenó bajo un rótulo de madera con un águila verde y las palabras Charlie Company. La verja estaba abierta, así que siguieron un camino de grava, flanqueado por dos grandes acequias, que dividía los campos en dos, con tomates a la derecha y, a juzgar por el olor, pimientos a la izquierda. Al final del camino había un granero de aluminio y una amplia casa estilo rancho, detrás de la cual Bosch atisbo un huerto de aguacates. Al llegar a un aparcamiento circular delante del rancho, Bosch paró el motor.

Un hombre con un delantal blanco y limpio como su cabeza afeitada se asomó por una puerta lateral.

– ¿Está el señor Scales? -preguntó Bosch.

– ¿El coronel Scales? No, pero es casi la hora de comer. Estará a punto de regresar de los campos.

El hombre no los invitó a entrar, por lo que Wish y Bosch volvieron al coche para resguardarse de la solana. Al cabo de unos minutos llegó un polvoriento camión blanco. En la puerta del conductor llevaba pintada una gran letra C con un águila dentro. Seis hombres bajaron de la parte trasera, mientras otros tres salieron de la cabina y avanzaron hacia la casa a paso rápido. Todos tenían entre cuarenta y cincuenta años, vestían pantalones militares de color caqui y camisetas blancas empapadas de sudor. Ninguno llevaba una cinta en la cabeza, ni gafas de sol, ni iba arremangado. Llevaban el pelo cortado al uno y los blancos lucían un bronceado del color de la madera quemada. El conductor, que vestía el mismo uniforme pero era al menos diez años mayor que el resto, fue frenando hasta detenerse e indicó a los otros que entraran en la casa. Al acercarse, Bosch observó que tendría unos sesenta y pocos años, pero que se conservaba casi tan fuerte como lo había sido a los veinte. El poco pelo que le quedaba sobre el cráneo brillante era blanco, y su piel de color nuez. Llevaba guantes de trabajo.

– ¿Puedo ayudarles? -preguntó.

– ¿Coronel Scales? -inquirió Bosch.

– Sí. ¿Es usted policía?

Bosch asintió e hizo las presentaciones oportunas. Scales no pareció muy impresionado, ni siquiera cuando se mencionó al FBI.

– ¿Recuerda usted que hace siete u ocho meses el FBI le pidió información sobre un tal William Meadows, uno de sus hombres? -preguntó Wish.

– Claro que me acuerdo. Yo recuerdo todas las veces que ustedes suben por aquí a preguntar por uno de mis chicos. No me gusta, así que me acuerdo. ¿Quieren más información sobre Billy? ¿Se ha metido en algún lío?

– Ya no.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Scales-. Lo dice como si hubiera muerto.

– ¿No lo sabía? -dijo Bosch.

– Pues no. ¿Qué le pasó?

A Bosch le pareció detectar auténtica sorpresa y una cierta tristeza en el rostro de Scales. La noticia le había dolido.

– Encontraron su cadáver hace tres días en Los Ángeles -contestó-; homicidio. Creemos que su muerte está relacionada con un robo en el que participó el año pasado. Seguramente recordará el incidente por la visita del FBI.

– ¿Lo del túnel? ¿El banco en Los Ángeles? -preguntó Scales-. Sólo sé lo que me dijo el FBI.

– No importa -le tranquilizó Wish-. Lo que necesitamos es información más detallada de quién estuvo aquí al mismo tiempo que Meadows. Ya lo investigamos antes, pero estamos revisándolo todo por si encontramos algo que nos ayude. ¿Cooperará con nosotros?

– Yo siempre coopero con ustedes. He dicho que no me gusta verles porque casi siempre se equivocan. La mayoría de mis chicos no vuelven a meterse en líos cuando salen de aquí. Tenemos una buena reputación. Si Meadows hizo lo que dicen que hizo, es la excepción que confirma la regla.

– Ya lo sabemos -le aseguró ella-. Y por eso le prometemos que la información que nos proporcione será tratada de forma estrictamente confidencial.

– Muy bien, pasen a mi oficina.

Al entrar por la puerta principal, Bosch vio dos mesas largas en lo que antaño sería la sala de estar de la casa. Unos veinte hombres estaban sentados ante bandejas de pechugas rebozadas y verdura. Ninguno de ellos miró a Eleanor Wish, ya que en ese preciso instante estaban bendiciendo la mesa, con las cabezas bajas, los ojos cerrados y las manos enlazadas. Bosch vio tatuajes en casi todos los brazos. Cuando acabaron la oración, un coro de tenedores restalló contra los platos. Entonces algunos de los hombres miraron a Eleanor con cara de aprobación. El tipo del delantal blanco que había hablado antes con ellos se asomó por la puerta de la cocina.

– Coronel, ¿va usted a comer con los hombres? -le preguntó.

Scales asintió.

– En seguida.

Los tres caminaron por un pasillo y entraron por la primera puerta en un despacho que debía de haber sido un dormitorio. El cuarto estaba casi enteramente ocupado por una enorme mesa. Scales les señaló dos sillas y Wish y Bosch se sentaron en ellas, mientras él se acomodaba en la butaca tapizada detrás de la mesa.

– Bueno, sé exactamente lo que la ley me obliga a darles y lo que no, pero estoy dispuesto a ir más lejos si llegamos a un acuerdo. En cuanto a Meadows…, bueno, en cierto modo sabía que acabaría así. Recé al Señor para que lo guiara, pero en el fondo lo sabía. Les ayudaré porque, en un mundo civilizado, nadie debería quitar la vida a otra persona. Nadie.

– Coronel -empezó Bosch-, quiero que sepa que apreciamos su ayuda. Somos muy conscientes del trabajo que usted hace aquí. Sabemos que merece el respeto y la admiración de las autoridades tanto estatales como federales, pero la investigación de la muerte de Meadows nos ha llevado a concluir que estaba involucrado en una conspiración con otros hombres con un pasado similar y…

– Quiere decir veteranos -interrumpió Scales, que estaba llenando su pipa con tabaco de un bote.

– Puede ser, pero aún no los hemos identificado, así que no estamos seguros. Si ése fuera el caso, hay una posibilidad de que los conspiradores se hubieran conocido aquí. Insisto en que es sólo una posibilidad. Por eso queremos pedirle dos cosas: que nos deje echar un vistazo a cualquier archivo que tenga sobre Meadows y que nos dé una lista de todos los hombres que estuvieron aquí durante sus diez meses en la granja.

Scales llenaba su pipa, aparentemente sin prestar ninguna atención a lo que Bosch acababa de decir.

– No tengo ninguna objeción a mostrarle los archivos de Meadows. Al fin y al cabo está muerto -dijo finalmente-. En cuanto a lo otro, creo que antes debería llamar a mi abogado para asegurarme de que puedo hacerlo. Nuestro programa es muy bueno y las verduras y las subvenciones del Estado y los federales no cubren los gastos. Por eso yo me lío la manta a la cabeza y hago discursos; dependemos de las donaciones de la comunidad, de organizaciones cívicas y cosas así. La mala publicidad secaría ese flujo de dinero en menos tiempo que un viento de Santa Ana. Si les ayudo, me arriesgo a ello. Otro riesgo es la pérdida de fe entre los que vienen aquí para volver a empezar. La mayoría de los hombres que coincidieron con Meadows han comenzado una nueva vida. Ya no son delincuentes. No estaría bien que yo diera sus nombres al primer policía que pasara por aquí, ¿no creen?

– Coronel Scales, nosotros no tenemos tiempo de hablar con abogados -le explicó Bosch-. Estamos investigando un caso de asesinato. Necesitamos la información. Usted sabe que podemos conseguirla si la solicitamos a los departamentos de prisiones estatales y federales, pero eso puede tardar más que su abogado. También podemos obtenerla con una citación, pero pensamos que la cooperación mutua es la mejor solución. Estaremos mucho más dispuestos a ir con cuidado si colabora con nosotros.

Scales no volvió a moverse y no pareció estar escuchando. Una voluta de humo azul emergió de la cazoleta de su pipa.

– Ya veo -dijo finalmente-. En ese caso voy a buscar los archivos.

Scales se levantó y se dirigió hacia una fila de archivadores beige situados detrás de su butaca. Tiró de un cajón marcado con las letras M-N-O, sacó una carpeta delgadita y la dejó caer sobre su mesa, cerca de Bosch.

– Éste es el archivo de Meadows -comentó-. Déjeme ver qué más tengo por aquí.

Scales se dirigió al primer cajón, que no tenía nada escrito en la etiqueta, y ojeó las carpetas sin sacar nada. Finalmente eligió una y se sentó.

– Pueden mirar este archivo y yo les copiaré lo que necesiten -les explicó Scales-. Aquí está mi tabla de entradas y salidas. Como sólo tengo una, les haré una lista de la gente que Meadows pudo conocer aquí. Supongo que necesitarán fechas de nacimiento y números de identificación carcelaria.

– Sí, gracias -dijo Wish.

Leer el archivo de Meadows sólo les llevó un cuarto de hora. Meadows había contactado con Scales por correo un año antes de salir de Terminal Island y contaba con las referencias de un capellán y un asistente social al que había conocido cuando le encomendaron trabajos de mantenimiento en la cárcel. En una de las cartas Meadows había descrito los túneles de Vietnam y lo que le había atraído de su oscuridad.

«A la mayoría de hombres les daba miedo bajar -escribió-. Pero yo quería ir. Entonces no sabía por qué, pero ahora creo que estaba poniendo a prueba mis límites. Sin embargo, la satisfacción que recibía era falsa, tan hueca como la tierra sobre la que luchábamos. Ahora mi satisfacción es Jesucristo y saber que El está conmigo. Si me dan la oportunidad, y con la ayuda del Señor, tomaré las decisiones correctas y dejaré este lugar de sombras para siempre. Quiero pasar de la tierra hueca a la tierra santificada.»

– Es cursi, pero parece sincero -observó Wish.

Scales alzó la vista de la hoja amarilla donde estaba escribiendo nombres, fechas de nacimiento y números de identificación carcelaria.

– Lo era -pronunció en un tono que sugería que no había otra alternativa-. Cuando Billy Meadows salió de aquí, yo creía que estaba listo para el exterior y que se había despojado de su pasado de drogadicción y delincuencia. Obviamente cayó de nuevo en la tentación, pero dudo mucho que ustedes encuentren aquí lo que buscan. Les daré estos nombres, pero no les servirán de nada.

– Eso ya lo veremos -dijo Bosch.

Scales siguió escribiendo, mientras Bosch lo observaba. Su fe y lealtad le impedían considerar que podía haber sido utilizado. Harry pensó que Scales era un buen hombre, pero que quizá se precipitaba a ver sus propias creencias y esperanzas en los demás. En Meadows, por ejemplo. ‹

– Coronel, ¿qué saca usted de todo esto? -inquirió Bosch.

Esta vez, el coronel depositó su pluma sobre la mesa, se ajustó la pipa y juntó las manos antes de decir:

– Lo que importa no es lo que yo saque, sino lo que saque el Señor. -Volvió a coger la pluma, pero entonces se le ocurrió otra cosa-: A esos chavales los destrozaron de muchas formas cuando volvieron. Ya lo sé, es una vieja historia que todo el mundo se sabe de memoria. Todos hemos visto las películas, pero estos chavales tuvieron que vivirlo en su propia carne. Miles de ellos regresaron y entraron directamente en las cárceles. Un día, estaba leyendo un artículo sobre esto, y empecé a preguntarme qué habría pasado si estos chicos no hubieran ido a la guerra; si se hubieran quedado en Omaha, Los Ángeles, Jacksonville o donde fuera. ¿Habrían acabado en la cárcel? ¿O en las calles, como vagabundos, enfermos mentales o drogadictos? Lo dudo. Fue la guerra la que les hizo eso, la que los envió en esa dirección. -El coronel chupó la pipa con fuerza, pero estaba apagada-. Lo único que hago yo, con la ayuda de la tierra y un par de libros de oraciones, es intentar devolverles lo que la experiencia en Vietnam les arrebató. Y la verdad es que lo hago bastante bien. Les voy a dar esta lista y les dejo mirar el archivo. Ahora bien, les ruego que no estropeen lo que tenemos aquí. Ustedes dos sospechan de nuestras actividades, algo lógico en sus circunstancias, pero no se olviden de todo lo positivo que conseguimos. Detective Bosch, usted parece de la edad correcta. ¿También estuvo allí?

Cuando Bosch asintió, Scales dijo:

– Entonces ya sabe de qué hablo. -A continuación siguió con su lista y, sin alzar la mirada, les preguntó-: ¿Quieren quedarse a comer con nosotros? Nuestras verduras son las más frescas del condado.

Bosch y Wish declinaron la invitación y, después de que Scales le entregara a Bosch la lista de nombres, se levantaron. Al llegar a la puerta, éste se volvió, dudó un instante y dijo:

– Coronel, ¿le importa que le pregunte qué otros vehículos hay en la granja, aparte del camión?

– No me importa que me lo pregunte porque no tenemos nada que ocultar. Hay dos camiones más como ese, dos John Deere y un todoterreno.

– ¿Qué tipo de todoterreno?

– Un jeep con tracción a las cuatro ruedas.

– ¿De qué color?

– Blanco. ¿Por qué lo pregunta?

– Sólo estoy intentando aclarar algo. Supongo que el jeep tendrá el logotipo de Charlie Company en el lateral, ¿no?

– Sí, claro. Todos nuestros vehículos lo llevan. Cuando vamos a Ventura nos gusta que la gente sepa de dónde vienen las verduras, porque estamos orgullosos de nuestra organización.

Bosch no leyó los veinticuatro nombres de la lista hasta que se metió en el coche. No reconoció a ninguno pero se fijó en que Scales había escrito las letras CP detrás de ocho de ellos.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Wish cuando vio la lista.

– El Corazón Púrpura, una condecoración que dan a los heridos de guerra -le explicó Bosch-. Supongo que es otra forma de decir que vayamos con cuidado.

– ¿Y el jeep? -le recordó ella-. Nos ha dicho que es blanco con un logotipo en la puerta.

– Ya has visto lo sucio que estaba el camión. Un jeep sucio de color blanco podría parecer beige. Si fuera el mismo jeep.

– Me extraña. Scales parece legal.

– Quizá lo sea, pero no aquél a quien se lo prestó. No he querido presionarlo hasta saber más.

Bosch arrancó y, mientras se dirigía a la verja por el camino de grava, bajó la ventanilla. El cielo era del azul de unos vaqueros gastados y el aire, invisible y limpio, olía a pimientos frescos. «Pero no por mucho tiempo -pensó Bosch-. Ahora volvemos a la sucia realidad.»

De camino a la ciudad, Bosch evitó la autopista de Ventura y puso rumbo al sur a través del cañón de Malibú y la carretera de la costa. Tardarían más en llegar, pero el aire puro era adictivo; Bosch quería disfrutarlo el máximo tiempo posible.

– Me gustaría repasar la lista de víctimas -dijo mirando al Pacífico, tras recorrer la sinuosa carretera que atravesaba del cañón-. Este pedófilo que mencionaste antes… Hay algo en la historia que no me acaba de encajar. ¿Por qué iban los ladrones a llevarse una colección de pornografía infantil?

– Harry, venga, ¿no me irás a decir que ése fue el móvil? ¿Crees que esa gente excavó un túnel durante semanas y perforó una cámara acorazada para robar una colección de pornografía infantil?

– Claro que no, pero por eso me sorprende. ¿Por qué se la llevaron?

– Bueno, a lo mejor les hizo gracia. Quizás uno de ellos también era un pederasta y decidió quedárselo. ¿Quién sabe?

– O quizá todo fue una tapadera. Tal vez se llevaron el contenido de cada caja para esconder el hecho de que lo que realmente querían estaba en una sola. Como si hubieran querido despistar al personal robando docenas de cajas. Es el mismo principio que emplearon en el atraco a la casa de empeños: llevarse muchas joyas para cubrir que sólo querían el brazalete. Aunque en el caso del banco, querían algo que nadie denunciaría más tarde, porque metería a la víctima en un buen follón. Como en el caso del pedófilo; cuando le robaron sus pertenencias, ¿qué iba a decir? Ése es el tipo de mercancía que buscaban los ladrones, pero mucho más valiosa. Algo que hiciera más atractivo el robo a la cámara de las cajas que a la principal. Y algo que hiciera necesaria la muerte de Meadows cuando puso en peligro toda la operación empeñando el brazalete.

Wish se quedó callada. Bosch la miró, pero le resultó imposible adivinar lo que pensaba oculta tras sus gafas de sol.

– Parece que estés hablando de drogas -dijo ella al cabo de un rato-. Y el perro no detectó ninguna. La DEA tampoco encontró ninguna conexión con nuestra lista de clientes.

– Puede que fueran drogas, puede que no. Pero por eso deberíamos repasar la lista de personas con cajas. Lo haré yo mismo; quiero ver si algo me llama la atención.

Me gustaría empezar con la gente que no denunció ninguna pérdida.

– Ya te pasaré los nombres. De todos modos, tampoco nos quedan demasiadas pistas que investigar.

– Bueno, aún tenemos que comprobar la lista de Scales -la corrigió Bosch-. He pensado que podríamos obtener las fotos de esos hombres y llevárselas a Tiburón.

– Supongo que vale la pena intentarlo, aunque me parece un poco pérdida de tiempo.

– No lo sé. Yo creo que el chico nos está ocultando algo. Quizá vio una cara esa noche.

– Le he dejado un memorándum a Rourke sobre lo de la hipnosis. Supongo que nos contestará entre hoy y mañana.

Al llegar a la bahía de Santa Mónica, Bosch y Wish continuaron por la autopista del Pacífico. El viento había empujado la contaminación hacia el interior, de modo que se distinguía la isla Catalina más allá de las olas. Se detuvieron a almorzar en el restaurante Alice's y, como era tarde, encontraron una mesa vacía junto a la ventana. Wish pidió un té helado y Bosch una cerveza.

– De pequeño solía venir aquí -le contó Bosch-. Nos traían en un autocar. Antes había una tienda de cebos al final del muelle. Yo pescaba cazabes.

– ¿Niños de la DSJ?

– Sí, bueno, no. En esa época se llamaba DSP. Departamento de Servicios Públicos. Hace unos años se dieron cuenta de que necesitaban toda una sección para niños, y así nació el Departamento de Servicios para la Juventud.

Ella miró hacia el muelle por la ventana del restaurante, mientras sonreía pensando en los recuerdos de Bosch. Él le preguntó dónde la llevaban los suyos.

– A todas partes -contestó-. Mi padre era militar, así que lo máximo que pasé en un sitio fueron un par de años. Mis recuerdos no son de lugares, sino de gente.

– ¿Estabas muy unida a tu hermano? -preguntó Bosch.

– Sí, porque mi padre pasaba mucho tiempo fuera. Mi hermano, en cambio, siempre estuvo conmigo. Hasta que se alistó y se fue para no volver.

Cuando llegaron las ensaladas, Bosch y Wish comieron y charlaron de cosas sin importancia hasta que, en el intervalo entre el primer y el segundo plato, ella le contó la historia de su hermano.

– Me escribía cada semana diciéndome que tenía miedo y quería volver a casa -dijo Wish-. No era algo que le pudiera decir a mi padre o a mi madre. Michael no estaba hecho para aquello; no debería haber ido. Lo hizo por nuestro padre, que no le dejaba en paz. No tuvo el valor suficiente de decirle que no a él, pero sí para irse a la guerra. Qué tontería, ¿no?

Bosch no respondió porque había oído historias similares, incluida la suya. Wish no siguió; o no sabía lo que le había ocurrido a su hermano o no quería contar los detalles. Al cabo de unos segundos, añadió:

– ¿Por qué fuiste tú?

Bosch sabía que la pregunta estaba al caer, pero en toda su vida nunca había podido responderla sinceramente, ni siquiera a sí mismo.

– No lo sé. Supongo que no tuve elección… La vida en instituciones y todo eso que tú dijiste. No fui a la universidad y ni siquiera se me ocurrió lo de huir a Canadá. Creo que eso me hubiera resultado más difícil que ir a Vietnam. Entonces, en el 68, me tocó «el gordo» en el sorteo; mi número salió tan bajo que sabía que me iban a llamar a filas de todos modos. Así que me hice el valiente y me apunté yo primero.

– ¿Y qué pasó?

Bosch soltó una carcajada tan falsa como las que ella había soltado antes.

– Pues entré, pasé la instrucción y toda esa mierda y cuando me tocó elegir algo, escogí infantería. Todavía no sé por qué. Es una edad tonta; te crees invencible y se aprovechan de ti. En cuanto llegué, me presenté voluntario para el equipo de túneles. Un poco como en esa carta que Meadows escribió a Scales. Quieres saber hasta dónde puedes llegar y haces cosas inexplicables, ¿entiendes lo que quiero decir?

– Creo que sí-dijo ella-. Pero ¿y Meadows? Él tuvo ocasiones de marcharse, pero no lo hizo hasta el final. ¿Por qué iba alguien a quedarse si no tenía que hacerlo?

– Había muchos así -explicó Bosch-. Supongo que no era ni normal ni anormal. Algunos no querían irse; Meadows era uno de ellos. Tal vez fuera una decisión comercial.

– ¿Te refieres a las drogas?

– Yo sé que él ya tomaba heroína cuando estuvo allí y sabemos que consumía y vendía cuando volvió. Así que es posible que durante su estancia en Vietnam empezara a mover droga y no quisiera dejar un buen negocio. Hay varios datos que apuntan a esa teoría. Por ejemplo, cuando lo trasladaron a Saigón después de los túneles… Saigón era el lugar ideal para traficar, sobre todo con la libertad de movimientos que le daba su condición de policía militar en la embajada. Aquello era Sodoma y Gomorra: putas, hachís, caballo… un mercado libre abierto a todo el mundo. Mucha gente se metió en eso. A Meadows la heroína le habría dado bastante dinero, especialmente si tenía un plan, una forma de pasar la droga hasta aquí.

Wish empujaba con el tenedor los trozos de pescado que no se iba a comer.

– Es injusto -comentó ella-. Él no quería volver. En cambio, algunos querían volver a casa, pero no pudieron.

– Aquel lugar no tenía nada de justo.

Bosch se giró y miró por la ventana hacia el océano. Cuatro surfistas vestidos con trajes de colores brillantes cabalgaban sobre las enormes olas del Pacífico.

– Y después de la guerra te metiste en la policía.

– Bueno, hice varias cosillas y luego entré en el departamento. Casi todos los veteranos que conocía, como dijo Scales, entraban en la policía o en las penitenciarías.

– No sé, tú pareces una persona solitaria, un detective privado, no alguien que obedezca órdenes de alguien a quien no respeta.

– Ya nadie va por libre. Todo el mundo obedece órdenes… pero todo eso está en mi archivo. Ya lo sabes.

– Una persona no puede definirse en un papel. ¿No es eso lo que tú dijiste?

Bosch sonrió mientras la camarera recogía la mesa.

– ¿Y tú? -inquirió-. ¿Por qué entraste en el FBI?

– No tiene mucho secreto. Me licencié en derecho penal y contabilidad, y el FBI me reclutó recién salida de la Universidad de Pensilvania. Buen sueldo y buenas condiciones, especialmente para las mujeres. Nada original.

– ¿Por qué este trabajo en concreto? Pensaba que la ruta al ascenso era la lucha antiterrorista, los delitos de guante blanco, quizá las drogas. Pero no la brigada antirrobos.

– Trabajé en delitos de guante blanco durante cinco años y estuve en Washington, el mejor sitio. Pero no es oro todo lo que reluce. El trabajo era aburridísimo, un rollo -dijo con una sonrisa-. Entonces me di cuenta de que quería ser policía, y lo conseguí. Pedí el traslado a la primera unidad de calle donde hubiera una vacante. Los Ángeles es la primera ciudad en número de atracos a bancos, así que cuando salió una plaza aquí, no me lo pensé dos veces. Si quieres, puedes llamarme vejestorio. -No, eres demasiado guapa.

A pesar de su bronceado, Bosch notó que ella se ruborizaba. A él también le dio vergüenza que se le hubiera escapado un comentario así.

– Perdona -se disculpó.

– No, no pasa nada. Gracias.

– ¿Estás casada? -le preguntó Bosch y, al instante, se puso rojo, arrepentido de su falta de tacto. Ella sonrió al ver su embarazo.

– Lo estuve, pero hace mucho tiempo.

Bosch asintió.

– ¿No tienes ningún…? ¿Y Rourke? Parecía que vosotros dos…

– ¿Qué? ¡Qué dices!

– Perdona.

Los dos se echaron a reír. Después se sonrieron y estuvieron un rato en silencio, sintiéndose cómodos.

Al acabar de comer, caminaron hasta el lugar donde Bosch había pasado tantas horas de pie con una caña de pescar. Ahora no había nadie pescando y la mayoría de los edificios al final del muelle estaban abandonados. Bosch se fijó en que al lado de los pilones el agua tenía un brillo irisado y que los surfistas habían desaparecido. «Quizá los niños están en la escuela -pensó-. O quizá ya no vienen a pescar aquí. Puede que los peces ya no se adentren en esta bahía contaminada.»

– Hacía siglos que no venía por aquí -le confesó a Eleanor, apoyándose en la barandilla del muelle con los codos sobre la madera cubierta de miles de cortes hechos con cuchillos de pesca-. Cómo cambian las cosas.

Era ya media tarde cuando llegaron al edificio federal. Wish entró en el ordenador central y los ordenadores de los departamentos de justicia estatales los nombres y números de identificación carcelaria que Scales les había dado para que le enviaran las fotos por fax. Bosch, por su parte, llamó a los archivos del ejército en San Luis y preguntó por Jessie St. John, la misma persona que le había atendido el lunes. Ella le informó de que la hoja de servicio de Meadows que había solicitado ya estaba en camino. Sin decirle que ya había visto la copia del FBI, Bosch la convenció para que comprobara los nombres de la lista que le había entregado Scales en su ordenador y le proporcionara una breve biografía de cada uno de los hombres. Bosch tuvo a la mujer al teléfono hasta pasadas las cinco en San Luis, es decir, el final de su turno de trabajo. A pesar de todo, ella fue muy amable.

Cuando dieron las cinco en Los Ángeles, Bosch y Wish ya tenían fotos y resúmenes de los expedientes militares y delictivos de cada uno de ellos. Al principio no encontraron nada que les llamara especialmente la atención. Quince de los hombres habían estado en Vietnam en algún momento de la estancia de Meadows. Once pertenecían al Ejército de Tierra. Ninguno había sido una rata de los túneles, aunque cuatro estuvieron en el Primero de Infantería, al igual que Meadows. Otros dos pertenecieron a la policía militar en Saigón.

Primero Bosch y Wish se centraron en los antecedentes penales de los seis soldados que estuvieron en el Primero de Infantería o en la Policía Militar. Sólo éstos últimos resultaron tener antecedentes por robos a bancos. Bosch cogió las fotos y sacó las de estos dos. Escudriñó sus caras, como esperando que sus miradas duras y cínicas le ofrecieran una confirmación.

– Me gustan estas dos -concluyó.

Se llamaban Art Franklin y Gene Delgado, y los dos vivían en Los Ángeles. En Vietnam los habían asignado a dos unidades distintas de la Policía Militar, aunque ninguna de ellas era la unidad adscrita a la embajada donde estaba Meadows. De todos modos, los tres estuvieron en Saigón al mismo tiempo. A los dos les dieron de baja en 1973 pero, al igual que Meadows, ambos se quedaron en Vietnam como asesores civiles sobré temas militares. Permanecieron allí hasta el final: abril de 1975. A Bosch no le cabía ninguna duda; los tres hombres (Meadows, Franklin y Delgado) ya se conocían cuando se reunieron en Charlie Company.

Después de 1975, ya de vuelta en Estados Unidos, Franklin fue detenido por una serie de robos en San Francisco y condenado a cinco años de cárcel. En 1984 lo detuvieron por un delito federal -robar un banco de Oakland- y lo mandaron a Terminal Island al mismo tiempo que Meadows. Le concedieron la libertad condicional e ingresó en Charlie Company dos meses antes de que Meadows dejara el programa. Los delitos de Delgado entraban dentro de la jurisdicción estatal; tres detenciones por robos en Los Ángeles, por los que cumplió condenas en la cárcel del condado, y luego un intento de robo a un banco de Santa Ana, en 1985. Gracias a un acuerdo con los fiscales federales, logró que lo juzgaran en un tribunal estatal. Tras cumplir condena en la cárcel de Soledad hasta 1988, llegó a Charlie Company tres meses antes que Meadows y salió de allí un día después de que llegara Franklin.

– Un día -dijo Wish-. Eso significa que los tres estuvieron juntos en Charlie Company solamente un día.

Bosch miró sus fotos y las descripciones adjuntas. Franklin era el más corpulento: un metro ochenta, ochenta y seis kilos, pelo moreno. Delgado también era moreno, pero flaco; medía un metro sesenta y siete y pesaba sesenta y tres kilos. Bosch contempló las fotos de aquel hombretón y aquel hombrecillo, al tiempo que recordaba las descripciones de los individuos que se habían desembarazado del cadáver de Meadows.

– Vamos a ver a Tiburón -sugirió Bosch.

Cuando Bosch llamó a Home Street Home le dijeron lo que ya se imaginaba; que Tiburón se había ido. Bosch telefoneó al Blue Chateau y una voz vieja y cansada le informó de que él y su grupo se habían marchado al mediodía. La madre de Tiburón colgó en cuanto descubrió que Bosch no era un cliente. Eran casi las siete. Bosch le dijo a Wish que tendrían que volver a la calle a buscarlo y ella se ofreció a conducir. Se pasaron las dos horas siguientes en West Hollywood, casi siempre en la zona de Santa Mónica Boulevard. No vieron ni a Tiburón ni a su moto y, aunque pararon a unos cuantos hombres del sheriff y les contaron a quien buscaban, todo fue en vano. Cuando aparcaron junto a Oki Dog, a Bosch se le ocurrió que tal vez el chico había vuelto a casa y su madre le había colgado para protegerlo.

– ¿Te apetece subir a Chatsworth? -le preguntó Bosch.

– Me muero por conocer a esa bruja, pero yo estaba más bien pensando en dejarlo por hoy. Podemos encontrar a Tiburón mañana -opinó Wish-. ¿Qué te parece la cena que no tomamos ayer?

Bosch quería llegar a Tiburón, pero también quería llegar a Eleanor. Además, ella tenía razón. Siempre podían continuar mañana.

– Me parece muy bien -respondió-. ¿Dónde quieres ir?

– A mi casa.

Aparcaron delante de la casa de Eleanor Wish, una vivienda realquilada a dos manzanas de la playa, en Santa Mónica. Mientras entraban, ella le confesó a Bosch que, aunque vivía muy cerca del océano, si quería verlo, tenía que salir al balcón de su dormitorio y estirar el cuello hacia Ocean Park Boulevard. Desde allí se divisaba un trocito del Pacífico, entre las dos torres de apartamentos que hacían guardia frente a la costa. Desde aquel ángulo, comentó ella, también se veía el dormitorio del vecino de al lado. Su vecino era un actor de televisión ahora pasado de moda y convertido en camello de poca monta que no hacía más que traerse mujeres a casa, lo cual, según Eleanor, estropeaba un poco la vista. Una vez dentro, le dijo a Bosch que se sentara en la sala de estar mientras ella preparaba la cena.

– Si te gusta el jazz, ahí hay un compact que acabo de comprar. Aún no he tenido tiempo de escucharlo -sugirió ella.

Bosch se dirigió a la cadena, que estaba metida en una estantería rodeada de libros y seleccionó el nuevo disco. Al ver que se trataba de Falling in love with jazz de Sonny Rollins, sonrió, porque él también lo tenía en casa. Era un buen punto en común. Bosch abrió la caja, puso el CD y empezó a curiosear por la sala. Los muebles estaban decorados con telas de colores pastel y, delante de un sofá azul claro, había una mesa baja de cristal con varias revistas de decoración y libros de arquitectura. Todo estaba limpio y ordenado. En una pared junto a la puerta, Bosch reparó en un cuadrito con las palabras

«Bienvenidos a esta casa» bordadas en punto de cruz. En una esquina descubrió la firma «EDS 1970» y se preguntó qué querría decir la última letra.

Bosch descubrió otra afinidad con Eleanor Wish cuando se volvió y vio, en la pared donde estaba el sofá, una reproducción en un marco negro de Aves nocturnas, de Edward Hopper. Aunque Bosch no lo tenía en casa, conocía el cuadro y a veces pensaba en él cuando se hallaba inmerso en un caso o en una vigilancia. Había visto el original en Chicago y lo había contemplado durante casi una hora. Un hombre callado y misterioso, sentado en la barra de un café, está mirando a otro cliente muy parecido a él. La diferencia reside en que el segundo está con una mujer. De algún modo Bosch se identificaba con el primer personaje. «Yo soy el solitario -pensó-. El ave nocturna.» Se dio cuenta de que el cuadro, con sus tonos oscuros y sus sombras, no pegaba en aquel apartamento. Su negrura contrastaba con los colores pastel de la habitación. ¿Por qué lo tenía Eleanor? ¿Qué veía en él?

Bosch siguió curioseando por la sala. No había televisión; sólo la música de la cadena, las revistas de la mesita y los libros de la vitrina al otro lado del sofá. Bosch se acercó a ellos y echó un vistazo a la biblioteca a través del cristal. Los dos estantes de arriba eran casi todos éxitos de ventas, desde libros intelectuales a novelas policíacas de autores como Crumley y Willeford. Bosch había leído algunos de ellos. Entonces se decidió a sacar un libro titulado La puerta cerrada, del que había oído hablar, pero que nunca había podido encontrar. Al abrir la tapa, resolvió el misterio de la última letra del bordado. En la primera página, impreso con un sello, se leía: «Eleanor D. Scarletti, 1979.» Bosch dedujo que, tras el divorcio, Eleanor debía de haber mantenido el apellido de su marido. Después, devolvió el libro a su sitio y cerró la vitrina.

Los temas de los libros de los estantes de abajo iban desde crímenes reales a estudios históricos de la guerra del Vietnam, y también había manuales del FBI. Incluso había un manual de investigación de homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles. Bosch había leído muchos de ellos e incluso aparecía en uno, un libro escrito por el periodista del Times, Bremmer, sobre el llamado Asesino de esteticistas. El asesino, un tal Harvard Kendal, había matado a siete mujeres en un año en el valle de San Fernando. Todas las víctimas eran empleadas o propietarias de centros de belleza. Kendal elegía una tienda, reconocía el terreno y seguía a las mujeres hasta su casa, donde las mataba cortándoles el cuello con una afiladísima lima de uñas. Bosch y su compañero de ese momento capturaron a Kendal gracias a un número de matrícula que la séptima víctima escribió en un bloc de notas antes de ser asesinada. Los detectives nunca comprendieron del todo porque lo había hecho, pero supusieron que había visto a Kendal vigilando la tienda desde su camioneta. La víctima tomó la precaución de escribir el número de la matrícula, pero no la de volver a casa acompañada. Bosch y su compañero investigaron el número de matrícula y descubrieron que el propietario, Kendal, había pasado cinco años en Folsom por provocar una serie de incendios en centros de belleza cerca de Oakland, en los años sesenta. Después averiguaron que de niño su madre había trabajado en un centro de belleza como manicura. Por lo visto, la madre había practicado con las uñas de su hijo y, según los psiquiatras, éste nunca se había recuperado del trauma. El libro de Bremmer fue un éxito de ventas y, cuando la Universal decidió hacer un telefilme, el estudio pagó a los dos detectives por usar sus nombres y asesoramiento técnico. El dinero se dobló cuando el telefilme dio paso a una serie. Su compañero dejó el departamento y se mudó a Ensenada, mientras que Bosch se quedó e invirtió su. parte en una casa con vistas al mismo estudio. Harry siempre pensaba que había una simetría inexplicable en todo aquello.

– Leí el libro antes de que tu nombre saliera en la investigación.

Eleanor emergió de la cocina con dos copas de vino en la mano. Harry sonrió.

– No iba a acusarte de nada -dijo él-. Además, el libro no es sobre mí, sino sobre Kendal. Y todo el asunto fue una cuestión de suerte, pero, como hicieron el libro y la serie… Qué bien huele. ¿Qué es?

– ¿Te gusta la pasta?

– Me gustan los espaguetis.

– Pues eso hay. El domingo preparé un pote enorme de salsa. Me encanta pasarme todo el día en la cocina, sin pensar en nada más… Es una buena terapia para el estrés. Y, además, la salsa dura días y días. Lo único que hay que hacer es calentarla y hervir la pasta.

Bosch tomó un poco de vino, mientras miraba un poco más a su alrededor. No se había sentado, pero se sentía muy cómodo con ella. De pronto sonrió.

– Me gusta, pero ¿por qué algo tan oscuro? -preguntó Bosch, señalando el cuadro de Hopper.

Ella lo estudió y frunció el ceño, como si lo considerara por primera vez.

– No lo sé -respondió-. Siempre me ha gustado; hay algo que me atrae. La mujer está con el hombre, así que no soy yo. Supongo que si fuera alguien, sería el hombre que se está tomando el café, porque está solo, como mirando a los dos que están juntos.

– Yo lo vi una vez en Chicago -le contó Bosch-; el original. Había ido para el traslado de un detenido y tenía una hora libre, así que me fui al Art Institute. Me pasé toda la hora mirándolo. Tiene algo… no sé, como tú has dicho. Ahora no recuerdo el caso ni a quién fui a buscar, pero me acuerdo del cuadro.

Después de cenar, se quedaron hablando en la mesa durante más de una hora. Ella le contó más cosas sobre su hermano y la dificultad de superar la rabia y la sensación de pérdida. Dieciocho años más tarde aún continuaba intentándolo, le confesó. Bosch admitió que él también seguía intentando superar su experiencia. De vez en cuando aún soñaba con los túneles, pero últimamente sus batallas eran contra el insomnio. Le contó lo confuso que se sintió al volver y lo fina que era la línea entre lo que él había hecho y lo que había hecho Meadows. Podría haber sido al revés, le dijo, y ella asintió con la cabeza como si supiera que era cierto.

Luego Wish le preguntó sobre el caso del Maquillador y su expulsión de Robos y Homicidios. Tras aquella pregunta se ocultaba algo más que mera curiosidad; Bosch adivinó que de su respuesta dependía algo importante. Wish estaba a punto de tomar una decisión sobre él.

– Bueno, supongo que lo básico ya lo sabes -comenzó-. Alguien estaba estrangulando mujeres, casi todas prostitutas, y pintándoles la cara con maquillaje. Polvos blancos, pintalabios rojo, mucho colorete en las mejillas y lápiz de ojos negro. Lo mismo todas las veces. Y también había bañado los cuerpos. Aunque nosotros nunca dijimos que las estuviera convirtiendo en muñecas. A algún gilipollas (creo que fue un ayudante del forense llamado Sakai) se le escapó que el maquillaje era el común denominador y a partir de ahí la prensa empezó a hablar del caso del Maquillador. Creo que el Canal 4 fue el que lo bautizó así, aunque a mí más bien me parecía un embalsamador. De todos modos no íbamos muy bien; no empezamos a entender al tío hasta que llegó a la decena de víctimas. Y tampoco teníamos muchas pruebas. El asesino dejaba a las víctimas en distintos lugares de la parte oeste de la ciudad. Al analizar la ropa de un par de cadáveres, averiguamos que el Maquillador seguramente llevaba peluca o algún tipo de disfraz con pelo, como una barba falsa. Las mujeres eran prostitutas callejeras y, aunque localizamos las horas y lugares de sus últimos clientes, cuando llegamos a los moteles no encontramos nada. Entonces dedujimos que el tío seguramente las recogía en el coche y se las llevaba a otro sitio, a su casa o a un lugar seguro donde las mataba. Empezamos a vigilar el Boulevard y otros sitios donde trabajan las profesionales y debimos de detener a más de trescientos clientes antes de dar con una pista. Un día, de madrugada, una prostituta llamada Dixie MacQueen llamó a la comisaría diciendo que acababa de escaparse del Maquillador y preguntando si había una recompensa a cambio de información sobre él. Tienes que tener en cuenta que cada semana recibíamos un montón de llamadas como aquélla. Después de once asesinatos, la gente comenzó a llamar como loca con pistas que no eran pistas. Ya sabes lo que pasa cuando cunde el pánico.

– Sí, ya me acuerdo -comentó Wish.

– Pero Dixie era diferente. Yo estaba trabajando en el turno de noche en las oficinas del equipo especial y cogí la llamada, así que me fui para allá y hablé con ella. Dixie me dijo que un cliente la había recogido en Hollywood, cerca de Spa Row, donde está la mansión de la cienciología, y la había llevado a un apartamento en Silver Lake. Me explicó que mientras el tío se desnudaba ella fue al baño. Después de lavarse las manos, se le ocurrió abrir el armarito debajo del lavabo, probablemente para ver si valía la pena mangar algo. Entonces vio un montón de botellitas de maquillaje, de polveras y cosas de mujer. Lo miró un momento y de repente lo vio clarísimo: ése era el asesino. Total, que le entró el canguelo, salió del baño y, al ver que el tío estaba en la cama, salió corriendo.

Bosch hizo una pausa antes de reanudar el relato.

– La cuestión es que todo eso del maquillaje no se lo habíamos dicho a la prensa. O, más bien, el gilipollas que se chivó a los medios no lo mencionó. Resultaba que el tío se quedaba las cosas de las víctimas; encontramos los bolsos, pero no los cosméticos, ya sabes, pintalabios, polveras y esas cosas. De ahí que cuando Dixie me contó lo del armarito del baño, supe que me estaba diciendo la verdad. Aquí es donde la pifié. Cuando acabé de hablar con Dixie eran ya las tres de la madrugada y todo el mundo se había ido a casa. Yo me puse a pensar que si el tío creía que Dixie se iba ir de la lengua, se largaría inmediatamente. Por eso me fui para allá solo, bueno, Dixie me acompañó, pero no salió del coche. Una vez allí vi una luz encima del garaje, detrás de una casa destartalada en Hyperion Street. Pedí refuerzos; llamé a un coche patrulla, pero mientras estaba esperando, vislumbré la silueta del hombre caminando por la habitación. Algo me dijo que estaba preparándose para largarse con todas las cosas del armario. Nosotros no teníamos otras pruebas que los once cadáveres: necesitábamos los cosméticos. También pensé que tal vez tuviera a alguien allá arriba, una sustituta de Dixie. Así que subí. Solo. El resto ya lo sabes.

– Entraste sin una orden de registro y le disparaste cuando metió la mano debajo de la almohada -continuó Wish-. Después declaraste ante la comisión que te pareció una situación de emergencia porque el asesino había tenido tiempo suficiente de salir y conseguir otra prostituta. Según tú, eso te daba la autoridad para franquear la puerta sin una orden de registro. Dijiste que habías disparado porque creíste que el sospechoso iba a sacar un arma. Si recuerdo bien el informe, fue un único disparo en la parte superior del torso, desde una distancia de cinco o seis metros. Lo malo es que el Maquillador estaba solo y debajo de la almohada sólo había un peluquín.

– Sólo un peluquín -repitió Bosch, sacudiendo la cabeza como un jugador de fútbol derrotado-. La comisión me absolvió. Demostramos la relación del tío con dos de los cadáveres a través del pelo del peluquín y relacionamos el maquillaje del baño con ocho de las víctimas. No cabía duda: era él. Yo tenía razón, pero entonces llegaron los buitres: Lewis y Clarke. Acorralaron a Dixie y le sacaron una declaración firmada en la que afirmaba haberme avisado de que él guardaba el peluquín debajo de la almohada. No sé que usaron contra ella, pero me lo imagino. Asuntos Internos siempre la ha tenido tomada conmigo. No aceptan a nadie que no pertenezca a la «familia». Bueno, la siguiente noticia fue que iban a acusarme. Querían expulsarme, llevar a Dixie a un tribunal y presentar cargos contra mí. Era como estar en el agua rodeado de sangre con dos enormes tiburones al acecho.

Bosch se detuvo ahí, momento en que Eleanor retomó la historia.

– Los detectives de Asuntos Internos calcularon mal, Harry. No se dieron cuenta de que la opinión pública se pondría de tu parte. Eras conocido en los periódicos como el poli que había resuelto los casos del Asesino de esteticistas y el Maquillador. Un personaje de televisión al que no podían cargarse sin un montón de atención pública y bochorno para el departamento.

– Sí, alguien de arriba les paró los pies en lo de llevarme a juicio -explicó Bosch-. Tuvieron que conformarse con una suspensión y mi degradación a Homicidios de Hollywood.

Bosch tenía la copa de vino vacía agarrada por el pie y le daba vueltas distraídamente.

– «Conformarse»… -repitió al cabo de un rato-. Lo peor es que esos dos tiburones de Asuntos Internos siguen nadando por ahí, esperándome.

Ambos permanecieron un rato en silencio. El imaginaba que ella le repetiría la pregunta que ya le había hecho antes. ¿Había mentido la prostituta? Pero ella no preguntó nada y, al cabo de un rato, simplemente le miró y sonrió. Bosch sintió que había pasado la prueba. Entonces ella empezó a recoger los platos de la mesa. Bosch la ayudó en la cocina y, cuando hubieron terminado de fregar, se secaron las manos con el mismo trapo y se besaron dulcemente. Después, como siguiendo el mismo código secreto, se abrazaron con fuerza y se besaron con el hambre de la gente solitaria.

– Quiero quedarme -dijo Bosch después de separarse momentáneamente.

– Y yo quiero que te quedes -respondió ella.

Los ojos drogados de Pirómano le brillaban bajo la luz de neón. Chupó con fuerza su Kool, tragándose el precioso humo. Habían liado el cigarrillo con una sustancia psicodélica. Cuando dos columnas de humo se le escaparon por la nariz, el chico sonrió.

– ¡Eres el primer tiburón que usan como cebo! -exclamó-. ¿Captas?

Pirómano soltó una carcajada y dio otra fuerte calada antes de pasarle el cigarrillo a Tiburón. Éste creía que ya había fumado bastante, así que se lo pasó a Mojo.

– Me estoy cansando de esta mierda -comentó Tiburón-. ¿Por qué no vas tú, para variar?

– Tranqui, colega. Tú eres el único que puede hacerlo. Mojo y yo no actuamos tan bien como tú. Además nosotros tenemos nuestra función. Tú no tienes fuerza para currar a esos maricones.

– Y ¿por qué no volvemos al 7-Eleven? -sugirió Tiburón-. No me gusta eso de no saber quién es. El 7-Eleven funciona; allí escogemos a nuestra presa, no ellos a nosotros.

– Ni en broma -sentenció Mojo-. No sabemos si el último tío nos denunció o no. Tenemos que desaparecer un tiempo. Igual la pasma lo está vigilando desde el mismo aparcamiento que usábamos nosotros.

Tiburón sabía que tenían razón, pero pensaba que pasearse por la zona de maricas de Santa Mónica Boulevard se parecía demasiado a hacer la calle de verdad. Muy pronto, adivinó, sus dos colegas no tendrían ganas de atacar. Querrían que él se ganara el dinero haciendo chapas. Tiburón tenía muy claro que en ese momento los dejaría y se abriría.

– Vale -dijo bajando de la acera-. No me falléis.

Cuando Tiburón se dispuso a cruzar la calle, Pirómano le recordó:

– ¡Un BMW como mínimo!

«Como si tuvieran que decírmelo», pensó Tiburón. Tras caminar media manzana hacia La Brea, se apoyó en la puerta de una imprenta ya cerrada. Todavía le quedaba otra media manzana para llegar a Hot Rod, una librería para adultos en la que por veinticinco centavos podían verse desnudos masculinos por una ranura. Sin embargo, estaba lo suficientemente cerca para captar la atención de un hombre que salía de la librería. Tiburón desvió la vista y, al volverse, vislumbró el brillo del porro en la oscuridad del callejón donde Pirómano y Mojo esperaban sentados en sus motos.

Al cabo de diez minutos, un coche, un Grand Am nuevo, se detuvo junto a la acera y bajó la ventanilla. Recordando lo de BMW como mínimo, Tiburón resolvió pasar de él hasta que vislumbró un fulgor dorado y decidió acercarse un poco. La adrenalina se le disparó al ver que la mano que agarraba el volante estaba adornada con un Rolex Presidencial. Si era auténtico, Pirómano sabía de un sitio donde les podrían dar tres mil dólares por él. Tocarían a uno de los grandes por cabeza, sin contar lo que este primo pudiera tener en su casa o en la cartera. Tiburón sopesó al hombre con la mirada. Parecía un tío legal, un ejecutivo. Moreno, traje oscuro. Cuarenta y tantos años, no demasiado corpulento. Pensó en que incluso podría con él sin ayuda de sus amigos.

El hombre sonrió a Tiburón y le dijo:

– ¿Qué tal?

– Bien. ¿Qué pasa?

– No pasa nada, aquí estoy, dando una vuelta. ¿ Quieres venir?

– ¿ Adónde?

– A ningún sitio en concreto. Aunque conozco un lugar donde podemos estar solos. -¿Tienes cien dólares?

– No, pero tengo cincuenta dólares para un partido de béisbol.

– ¿Lanzando o recogiendo?

– Lanzando, y me he traído mi propio guante.

Tiburón dudó un instante. Echó un vistazo rápido al callejón donde había visto el brillo del Kool, pero éste había desaparecido, por lo que sus amigos debían de estar preparados. Luego volvió a mirar el reloj.

– Guay -respondió y subió al coche.

El coche se dirigió al oeste, pasando por delante del callejón. Tiburón se controló para no mirar, pero le pareció oír el ruido de las motos que arrancaban. Le seguían.

– ¿Adónde vamos? -preguntó. -Em… No puedo llevarte a casa, amigo; pero conozco un sitio donde podemos ir y nadie nos molestará. -De acuerdo.

Al pararse en un semáforo de Flores Street, Tiburón se acordó del tío del otro día, porque estaban cerca de su casa. Pirómano parecía currar cada vez más fuerte. Esto tendría que parar pronto o acabarían matando a alguien. Esperaba que el tío del Rolex se lo cediera sin problemas, porque no había manera de predecir lo que podían hacer esos dos. Colocados como estaban, tendrían ganas de meter caña.

De pronto el coche arrancó. Tiburón vio que el semáforo seguía rojo.

– ¿Qué pasa? -preguntó asustado.

– Nada. Me he hartado de esperar.

A Tiburón le pareció que en ese momento no sería sospechoso volverse a mirar. Cuando lo hizo, vio que sólo había coches esperando en el cruce; nada de motos. «Qué cabrones.» Entonces sintió un sudor frío en la frente y los primeros temblores de miedo. El hombre giró a la derecha después de Barnie's Beanery y subió colina arriba hacia Sunset Boulevard. Después de coger Highland hacia el este, volvió a girar al norte.

– ¿Hemos estado juntos antes? -preguntó-. Tu cara me suena. No sé… quizá nos conozcamos de vista.

– No, si yo nunca… No, no creo -contestó Tiburón.

– Mírame.

– ¿Qué? -exclamó Tiburón, sorprendido por la pregunta y el tono duro del hombre-. ¿Por qué?

– Mírame. ¿Me conoces? ¿Me habías visto antes?

– ¿De qué vas? Ya te he dicho que no, tío.

El hombre se metió en el aparcamiento este de Hollywood Bowl, que estaba totalmente desierto. Condujo rápido y en silencio hasta el oscuro extremo norte. Tiburón pensó: «Si éste es tu "sitio tranquilo", de Rolex auténtico nada, monada.»

– ¡Eh! ¿Qué haces? -preguntó Tiburón, mientras pensaba en una forma de rajarse. Estaba casi seguro de que, con lo colocados que iban Pirómano y Mojo se habrían perdido. Se había quedado colgado con este tío y maldita la gracia que le hacía.

– El Bowl está cerrado, pero tengo las llaves de los camerinos. ¿Lo ves? -le dijo el hombre-. Si nos metemos por el túnel de Cahuenga, casi en la salida hay un caminito que nos lleva a la parte de detrás. No habrá nadie; lo sé porque trabajo allí.

Por un momento Tiburón consideró enfrentarse al tío él solo, pero no se vio capaz. Como no lo cogiera por sorpresa… Bueno, ya vería. El hombre apagó el motor y abrió la puerta. Tiburón abrió la suya, bajó del coche y escudriñó el enorme aparcamiento vacío en busca de los faros de las dos motocicletas. Nada. «Lo atacaré al otro lado», decidió. Tendría que hacer algo; o pegar y salir corriendo, o sólo correr.

Tiburón y el hombre se dirigieron hacia un cartel que decía «Paso peatonal» situado frente a una estructura de cemento con una puerta que daba paso a unas escaleras. Mientras bajaban por los escalones encalados, el hombre del Rolex puso su mano sobre el hombro de Tiburón. A continuación lo agarró del cuello de forma paternal y el chico notó el frío metal del reloj sobre su piel.

– ¿Estás completamente seguro de que no nos conocemos, Tiburón?

– Que no, tío. Ya te he dicho que nunca he estado contigo.

Estaban ya en medio del túnel cuando Tiburón se dio cuenta de que le había llamado por su nombre.

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