Primera Parte

VÍCTOR

Capítulo 1

Don Alfredo Blázquez, con su sempiterno traje de mezcli11a, aspecto apocado, fino bigote y gruesas lentes, miraba arriba y abajo en el andén del apeadero del barrio de Sants buscando a Víctor, mientras evitaba chocar con la multitud de mozos y viajeros que transitaban a su lado. Aquel pueblecito había ido poco a poco convirtiéndose en una localidad industrial, próspera y prometedora, y sin saber bien cómo, cuándo ni por qué, estaba siendo engullido por la metrópoli que lo acechaba, Barcelona.

Sacó su reloj de bolsillo y, apartándose todo lo que pudo del vapor que exhalaba la locomotora, miró la hora y advirtió que el tren, una vez más, había llegado con retraso.

De pronto, detectó movimientos extraños al fondo. Las carreras, idas y venidas de un revisor acompañado de dos guardias y del jefe de estación le hicieron acercarse al último vagón. Después de deshacerse de un par de pilludos que, con la cara negra como el carbón e inmensas gorras, pretendían sacarle unos reales a cambio de «enseñarle la ciudad», llegó a la altura del último compartimento. Dos jóvenes, una mujer y un hombre, bajaron escoltados por la fuerza pública. Iban esposados. Después bajó Víctor, acompañado de un mozo de equipajes que portaba su baúl, entre lisonjas y agradecimientos del revisor y del jefe de estación.

¡Alfredo! dijo Ros lanzándose a abrazar a su buen amigo. Se le ve bien,

– Tú tampoco estás nada mal -repuso Blázquez-. Veo que ya la has armado.

– Sí -dijo Víctor Ros, sonriendo con modestia-. Dos pillos que iban a timar a un espabilado. Lo de siempre.

– Nunca dejas de pensar, ¿verdad?

– Ya me conoces.

– Venga -añadió don Alfredo-. Vayamos al hotel. Estarás cansado.

Los dos amigos caminaron pausadamente por el andén, algo más despejado, mientras se ponían al día sobre sus respectivas familias.

– Tu mujer me dice que por la noche te tapes con una sábana; afirma que el relente te sienta mal y que sueles dormir con los postigos demasiado abiertos.

– No sabes el calor que estamos pasando, Víctor. Barcelona a veces puede ser muy húmeda.

– Más que Madrid, seguro -dijo Víctor Ros riendo divertido-. Bueno, bueno, yo he transmitido el mensaje. Por cierto, tu nieta está hecha un sol.

– ¿Sana?

– Sana como un roble.

– ¿Y mi ahijado?

– Mi hijo Víctor está perfecto. Gordito y feliz. Y Cecilia, también, es una cría preciosa. La niña de mis ojos.

– Eres afortunado, Víctor, tienes dos hijos maravillosos. ¿Y Clara?

– Esplendorosa. Ahí anda, con tu mujer y sus amigas, preparando no sé qué moción para que las dejen presentarse a las elecciones.

– ¡Pero si no pueden votar! ¿Cómo han de dejarlas presentarse?

– Ahí está el quid de la cuestión. Son sufragistas, querido amigo, sufragistas. Lo único que quieren es montar un escándalo y llamar la atención de la sociedad sobre lo injusto de su situación. Sus mentes nunca descansan.

Blázquez quedó pensativo por un momento.

– Creo firmemente que si las mujeres votaran otro gallo nos cantaría. Serían perfectamente capaces de hacer un mundo mejor -dijo.

– No te falta razón, Alfredo, no te falta razón.

Habían llegado al coche de caballos que don Alfredo tenía preparado. Víctor contempló el panorama que se abría ante él al salir de la estación: el trasiego de carruajes, tranvías, paisanos arrastrando carretones y gente a pie; resultaba impresionante.

– Vaya -apuntó echándose el bombín hacia atrás para ver mejor-. Me recuerda a la Puerta del Sol a las doce de la mañana. Esta siempre fue una ciudad laboriosa.

– ¿Cuánto tiempo hace que no venías por Barcelona, Víctor?

– Hace ocho años, creo.

– ¿Conoces la ciudad? -preguntó Blázquez cuando subían al carruaje.

– La conocía, pero crece tanto que temo que a estas alturas debo de ser un desconocido para ella y ella para mí. Pero no creas, cuando estaba en Figueras y juntaba varios días libres me venía para acá. Tomaba habitaciones en el Hotel Colón y pasaba unos días de órdago a la grande.

– Correrías de juventud.

– Exacto, Alfredo.

El coche comenzó a traquetear sobre el piso y Víctor miró hacia el exterior.

– ¿Alguna novedad? -preguntó refiriéndose al caso que había llevado a su amigo a la Ciudad Condal.

– Ninguna. Por eso te llamé.

– Tienes razón, qué pregunta más tonta. Sigue desaparecido.

– Sigue.

– Me gustaría asearme, cenar en el hotel y acostarme pronto. Estoy cansado.

Descuida, lie reservado unas habitaciones magníficas. Dan a las Ramblas y a la plaza de Cataluña. El hotel hace esquina.

– Perfecto. Si te parece, durante la cena me puedes poner al día.

– Eso había pensado.

El carruaje transitaba por la avenida de Roma. A Víctor le pareció que la ciudad estaba muy cambiada. El Ensanche, al igual que el barrio de Salamanca de Madrid, había supuesto un serio intento de hacer crecer la urbe de manera racional, moderna. Con amplias calles y un trazado regular, aquella manera de urbanizar debía descongestionar los barrios de la ciudad en los que se hacinaba y malvivía la gente, y en los que las viviendas dejaban mucho que desear en cuanto a su salubridad y condiciones de vida. Se había intentado imitar, al igual que en Madrid pero con más éxito, el desarrollo urbanístico de ciudades modernas como París o la mismísima Nueva York.

– Esto tiene, realmente, muy pero que muy buena pinta -dijo Víctor asintiendo complacido a la vez que miraba por la ventanilla.

– Sí, se lo han tomado en serio. Una de mis primas vive por aquí, la mujer del secuestrado, precisamente. Son muchos los burgueses que han comenzado a construirse casas por esta zona. Al parecer, y según me contaron mis primas, la ciudad presentó un proyecto de un tal Antoni Rovira i Trias con grandes ejes radiales que partían de la zona antigua, pero en Madrid el Gobierno central lo rechazó y apostó por éste de don Ildefonso Cerdá.

– Nunca aprenderemos, Alfredo.

– Me temo que no. Aun así, este Cerdá, hombre convencido por los postulados del socialismo utópico, hizo un diseño moderno, preocupado como estaba por las condiciones sanitarias de los obreros. Ya sabes: espacios abiertos con zonas ajardinadas, amplias vías, todos los servicios básicos en cada manzana…, pero los burgueses, los especuladores, han terminado por desvirtuar el proyecto buscando la máxima ganancia.

– Como siempre.

– Como siempre, Víctor. A pesar de todo la zona ha quedado coqueta, proliferan los comercios, los restaurantes y los cafés, así como las viviendas de gente bien. Cerdá fue un hombre concienciado.

– ¿Fue?

– Sí, ya murió. Dice el marido de una de mis primas, Eufrasio, que es ingeniero civil, que don Ildefonso Cerdá hizo algunos estudios muy interesantes sobre las condiciones de vida de los obreros en Barcelona, no creas, con estadísticas y todo, que son de lo mejorcito que se ha escrito al respecto.

– Vaya.

– Aun así el Ensanche es una zona próspera, prometedora.

El carruaje doblaba por la rambla de Cataluña y Víctor miraba por la ventanilla con aire nostálgico. Recordó aquella época en la que, tras su participación en la desarticulación de la célula radical de Oviedo, había sido ascendido a subinspector con destino en Figueras. El subinspector más joven en la historia de la policía española. Recordó las ilusiones de aquella época, los proyectos, y tuvo que admitir que las cosas no le habían ido nada mal.

– ¿Hablaste con Juan de Dios López Carrillo?

– Sí -dijo don Alfredo-. Pero no se ha mostrado muy colaborador.

Víctor sonrió para sí.

– Es un tipo muy suyo -repuso-. Se alegrará de verme, verás.

El coche había llegado a la puerta del Hotel Continental, en la esquina de la rambla de Canaletas con la plaza de Cataluña, y Víctor echó un vistazo arriba y abajo, contemplando las Ramblas. Lugar de paso por excelencia, aquélla era la arteria principal que articulaba la vida barcelonesa. Había surgido de manera paralela a la muralla de la ciudad, que construyera Jaime I en el siglo XIII y, de hecho, aquella avenida en su origen no era más que La cárcava de un torrente, el Cagalell.

A finales del siglo XVIII, dicha vía estaba tan llena de excrementos, residuos y trastos que se ordenó ir cubriéndola lentamente hasta convertirla en un curso subterráneo. Más adelante se derribó la muralla (una pretensión histórica de los ciudadanos de Barcelona), pues la ciudad necesitaba crecer, y un ingeniero militar, Juan Martín Cermeño, fue el encargado de convertir el antiguo lecho de un río en una avenida que atravesara la urbe de punta a punta. Las viejas Ramblas eran ahora lugar de reunión y paseo, a pesar de que el ambiente en verano era sofocante, lleno de polvo y, en época de lluvias o en invierno, intransitable por el barro. De hecho, con su remodelación definitiva comenzaron a levantarse en ellas los palacios más bellos, como el Palau de la Virreina, de la viuda de uno de los más famosos indianos, Manuel Amat; la Casa March de Reus o el elegante y celebrado Palau Moja.

Víctor miraba el panorama como hipnotizado. Eran las siete de la tarde y a aquella hora las Ramblas estaban repletas de gente.

Apenas se podía caminar: quioscos que servían bebidas; tranvías tirados por muías; coches de alquiler; paisanos con blusón gris que venían del tajo; damas peripuestas; institutrices y amas de cría empujando carritos de bebé de ruedas inmensas; algún militar de paseo y caballeros bien vestidos, a lo gentleman, algunos con chistera, que caminaban de arriba abajo dando a aquella arteria un aire vivo y alegre.

Las Ramblas cumplían muchas funciones en la vida cotidiana de la ciudad: desde la búsqueda de trabajo a primera hora de la mañana, pues era el lugar donde aguardaban los desempleados a que apareciera algún capataz o empresario que les ofreciera un jornal o un porte, hasta espacio para la compraventa de ovejas, transacciones varias y, por supuesto, vía comercial. Allí se situaba el Plá de l'Os que daba acceso al maravilloso, colorista y bien pertrechado mercado de la Boquería, en el que Víctor sabía que se podía hallar, pagando unos buenos dineros, hasta la mercancía más exótica y escasa del mundo. Por la tarde, aquél era un lugar de paseo, donde la gente se saludaba, se exhibía, se relacionaba. El Liceo: pensó en las magníficas noches del Liceo en las que había presenciado algunas funciones verdaderamente sublimes acompañadas de champán y coristas; en los palcos en los que tiraba su sueldo de subinspector cuando era soltero. Qué tiempos.

Entró en el hotel decidido a asearse un poco después del largo y agotador viaje. Necesitaba recuperar fuerzas.


Apenas una hora después y ya en el comedor, tras degustar unas exquisitas codornices con salsa de nueces, Víctor dijo oliendo su humeante café:

– Ponme al día, Alfredo.

– ¿Desde el principio?

– Desde el principio. Quiero saberlo todo. Familia, historia, negocios y luego, por supuesto, el secuestro.

– De acuerdo, entonces. Mira, Víctor, mi tío Julián vino a Barcelona a los treinta y tres años. Ya no era ningún chaval, pero había perdido mujer y dos hijos por la gripe y decidió cambiar de aires. Vendió todo lo que poseía. Tenía un bufete en Madrid, y vino aquí, donde comenzó a hacer negocios para terminar en el mundo textil. Fue propietario de una fábrica inmensa en Gracia. Conoció a una joven de la burguesía barcelonesa, casi una niña, mi tía Juana, que le dio cuatro hijas. Mis tíos murieron; primero él, que era ya muy mayor, y ella hará cosa de un par de años. Mis cuatro primas casaron bien y con las rentas que obtuvieron por la venta de la fábrica y de las enormes posesiones de mi tío tienen un buen pasar. Como ya sabrás, hace alrededor de un par de semanas recibí un telegrama de una de ellas, Huberta.

– ¿Cuándo se produjo la desaparición?

– Hará ahora cosa de un mes. Tardaron dos semanas en avisarme.

Debieron hacerlo antes.

– Ya, pero ni siquiera la policía de aquí se lo tomó muy en serio, de hecho pensaban que se había fugado con alguna pelandusca. La familia, lógicamente, sabía que no había nada de eso. El marido de mi prima era… perdón, es, es un hombre pío, de costumbres espartanas y volcado en sus negocios.

– Pero…

– Pero hace dos semanas recibieron este anónimo y entonces decidieron avisarme dijo don Alfredo tendiendo una esquela a su amigo.

Víctor leyó la nota:

– «Tienen ustedes una semana para entregarnos veinte millones de reales si quieren bolver a ver a don Gerardo con vida.» Vaya -dijo-. «Bolver», sólo hay esa falta de ortografía. Me parece obvio que esto lo ha escrito alguien leído que se quiere hacer pasar por analfabeto.

– Puede ser.

– ¿Y pagaron?

– No, no hemos vuelto a tener noticias de los secuestradores.

– Vaya.

– Estamos a oscuras. Por eso te llamé. Tu amigo, el inspector López Carrillo…

– Juan de Dios.

– … Juan de Dios piensa que pueden haberlo matado. No hemos querido decírselo a la familia, claro. Les sigo dando esperanzas al respecto.

Víctor se quedó pensativo por unos instantes:

– ¿Tienen hijos don Gerardo y tu prima Huberta?

– Sí, Alfonsín, un bohemio que vive entre artistas. Dice ser escultor, aunque antes fue pintor y también, según él, poeta y novelista. Vive a lo grande con el dinero de papá.

– ¿Servicio?

– Un cochero, dos doncellas, cocinera y un ama de llaves.

– ¿Algún antecedente?

– Consultamos los archivos. Están limpios, sus referencias cuando llegaron eran magníficas y llevan años trabajando en la casa.

– Bien hecho. Cuéntame entonces cómo fue lo de la desaparición.

– Sí, sí, mi prima vive en el Ensanche, en la calle Calabria. Aquella mañana, Gerardo iba a coger el tren porque tenía que ir a Madrid a cerrar un negocio.

– ¿Hora?

– Las ocho y cuarto de la mañana -contestó don Alfredo mirando su libreta de notas-. En la puerta de casa lo aguardaba un coche.

– ¿De alquiler?

– No, no, el suyo propio. Como ya te he dicho, el cochero es de absoluta confianza, trabaja en la casa desde niño.

– Bien, sigamos.

– A continuación el coche toma el camino del apeadero del barrio de Sants para llegar hasta el tren.

– Un trayecto relativamente corto.

– En efecto. Y cuando llega a la puerta de la estación, el cochero lanza la maleta a un mozo, baja a abrir la portezuela a su señor y se encuentra con que el interior de la berlina está vacío.

– ¡Vaya! ¡Qué caso! ¿Y cómo no me avisaste antes?

– No conocía los detalles hasta que llegué aquí.

– Es probable que se haya enfriado ya el husmillo. Ha pasado mucho tiempo. Bien, bien-dijo Víctor Ros atusándose su cuidada barba-. Este caso es muy pero que muy interesante. ¿Nadie lo vio bajar?

– Nadie.

– Feo asunto. Tengo que hablar con todos, todos los testigos, uno por uno y con calma. ¿Cuándo podré hablar con tu prima?

– Mañana por la mañana nos espera.

– Bien hecho, Alfredo. Avisa a Juan de Dios. Y ahora, me temo que me iré a descansar, La mente reposada funciona mejor.

– Yo me quedo un rato leyendo la prensa.

– Pues buenas noches y hasta mañana, amigo -dijo el inspector Ros levantándose.

– Buenas noches, Víctor.


A la mañana siguiente Víctor se despertó pronto. Las habitaciones que había tomado don Alfredo se comunicaban por una especie de pequeño salón en el que les sirvieron un excelente desayuno. Después de hojear la prensa del día, más para hacer tiempo que para otra cosa, los dos amigos bajaron al recibidor del hotel, donde los aguardaba Juan de Dios López Carrillo.

– ¡Dichosos los ojos! -dijo éste lanzándose en brazos de Víctor, quien pareció alegrarse mucho por el reencuentro con su viejo amigo.

Juan de Dios López Carrillo era un tipo alto; corpulento; de rasgos marcados, muy meridionales; moreno de tez y pelo; ojos negros y pobladas patillas, que cubrían por entero sus fuertes mandíbulas de sabueso.

– Estás más gordo, bribón -dijo Víctor riendo.

– ¡Y tú, y tú! -repuso el inspector de la policía barcelonesa-. Ya no quieres saber nada de los amigos, ¿eh? Leí lo de la casa esa encantada, la casa…

– Aranda -dijo Víctor sin dejar de mirar con cariño a su viejo amigo.

– … y lo del coronel aquel…

– Ansuátegui.

– Ese. Con lo de la viudita aquella y el envenenamiento. ¡Menudo caso! Leí todos los detalles en la prensa. Lo publicaban como un folletín. «El caso de la Viuda Negra», lo titularon. Eres famoso, amigo. Yo lo sabía, era evidente que llegarías lejos. Siempre has sido un tipo listo. -De pronto López Carrillo hizo una pausa y dijo de sopetón-: ¿Te acuerdas de la juerga aquella por San Juan, cuando tiramos a las dos putas a la fuente de Pedralbes? -Y estalló en una sonora carcajada.

Víctor reía un poco avergonzado mientras que don Alfredo parecía sorprendido al descubrir que su amigo no había sido siempre el joven responsable y estirado que él había conocido cuando aquél regresó a Madrid.

– Éramos jóvenes, Juan de Dios -dijo a modo de disculpa-. Alfredo, ¿tenemos tiempo para un café?

– Claro, sentémonos a charlar un rato.

Tomaron asiento en unas mesas que el hotel había dispuesto junto a la puerta, en la Rambla. Pidieron café para tres, y Víctor y López Carrillo ordenaron que en el suyo añadieran un poquito de coñac. A pesar de que era temprano, hacía ya calor. Aquel mes de junio prometía ser caluroso. La mañana era espléndida, el cielo, azul, y la luz, intensa.

– Feo asunto el de don Gerardo Borras -dijo Víctor.

– Está muerto, créeme.

– Sí, parece lo más probable -declaró Ros-. ¿No tienes ninguna pista? ¿Nada?

El otro negó con la cabeza.

– Vaya -dijo Víctor encendiendo un cigarrillo-. ¿Fumas?

– No, mi mujer no me deja -contestó López Carrillo riendo de nuevo.

– ¡Vaya! Te casaste.

– Si

– O sea, que ya no quieres volver a tu pueblo.

– Quiá. Me casé con Eugenia Rusiñol.

Se hizo un silencio y los viejos amigos se miraron. Don Alfredo no sabía qué ocurría. Entonces Víctor, con la boca abierta, señaló con el índice a su amigo y dijo:

– ¿ La Pazguata?

– La Pazguata -contestó Juan de Dios, asintiendo.

Los dos comenzaron a reír como posesos.

– Perdona, amigo, perdona -dijo Víctor secándose las lágrimas de la risa-. Es que no me lo imaginaba siquiera. Eres de lo que no hay, amigo, de lo que no hay.

– No, no, si me lo tengo merecido. Éramos unos crápulas.

– No os sigo -dijo don Alfredo muy serio.

– Luego, aquello de volver a Cuenca…

– Ni en broma. Aquí vivo feliz. Eugenia es la mujer más maravillosa del mundo y me ha dado tres hijos. Me siento a gusto en la ciudad y no cambiaría esto por nada del mundo -añadió López Carrillo pasándose las manos por la barriga, que comenzaba a parecerse a la de un hombre feliz.

– Has cambiado, Juan de Dios.

– Sí. Un poco, creo.

– No sabes cuánto me alegro. Pareces integrado.

– Pues sí. Este es un buen lugar para vivir; mi mujer y los críos son de aquí, de Barcelona. Mis hijos están ahora en un club excursionista, redescubriendo su tierra.

– Me alegro, Juan de Dios, me alegro. -Entonces Víctor miró a don Alfredo y le hizo la aclaración que éste esperaba-: Conocí a este pedazo de pan cuando estaba destinado en Figue-ras. Tuve que venir a esta hermosa ciudad por un asunto relacionado con un timador, al que dicho sea de paso cazamos entre los dos.

– Tú eras el intelecto y yo la fuerza bruta. ¡Qué equipo!

Víctor continuó:

– El caso es que mi buen Juan de Dios, natural de Cuenca, tenía su destino en Extremadura, pero llevaba aquí destinado cosa de un par de años. Digamos que estaba… ¿te parece correcto el término «desterrado»?

López Carrillo rio como un niño.

– Sí, sí -repuso-. Totalmente correcto. Podemos decir que me beneficié a la hija del comisario jefe de Badajoz. No creáis, no era lo que se dice muy virtuosa. El caso es que el hombre tenía influencias y me enviaron lejos de casa y a un destino complicado. Ya sabéis, los asuntos de faldas a veces salen caros.

– López Carrillo vivió aquí el sexenio revolucionario -aclaró Víctor-. No fue una época fácil para los funcionarios gubernamentales. Tampoco para la gente de la ciudad Tiempos agitados. De hecho, en un par de ocasiones se escapó por muy poco. Cuando llegué lo hallé poco adaptado, perdido en esta gran urbe y deseando volver. Él no entendía que Madrid no había tratado bien a esta ciudad. Para mí, todo empezó cuando Felipe V hizo entrar a saco al ejército. Hay cosas difíciles de olvidar. Luego hubo monarcas que fueron más queridos aquí, como Carlos III, que se preocupó por Aragón y Cataluña. Pero, bueno, el caso es que de eso han pasado ya muchos años y creo que con la Restauración las cosas volverán a su cauce. Ya veréis como poco a poco Sagasta hará que Cánovas les vaya cediendo algo más de autogobierno. Por eso no me gustan los radicales. Si intentamos hacer cambios, así, de golpe, el ejército, la aristocracia y la Iglesia acabarán por hacernos volver al absolutismo. No podemos olvidar que hemos padecido el mismo sistema político desde los Reyes Católicos y sería ingenuo creer que el antiguo régimen mutará por sí solo hasta convertirse en una República o un estado federal al estilo de Estados Unidos de Norteamérica, así, de un día para otro. Las cosas llevan su tiempo, han de hacerse cambios, sí, pero de manera pausada, con calma.

– Víctor, al grano -terció don Alfredo sonriendo con indulgencia ante las divagaciones políticas de su buen amigo.

– Sí, sí, perdona. Tienes razón, divago. El caso es que López Carrillo lo llevaba mal. Era obvio que algunos funcionarios del Gobierno no eran muy queridos por aquí. Digamos que desde Madrid, durante una buena época, esto se gestionó como si fuera una delegación colonial, con la Ciudadela y el castillo de Montjuïc amenazando a la ciudad. Juan de Dios se sentía mal. Yo le insistía en que se integrara, que hablara con la gente, que se abandonara por las calles de la ciudad. Estaba tenso y no se dejaba llevar, caminar, embeberse del ambiente de la calle.

– Y no te hacía caso.

– Exacto. Yo, cuando venía por aquí, me perdía en la Barceloneta, en el Barrio Chino en los poblados de chabolas de los extremeños y murcianos de la playa, o en los ambientes más elevados del Liceo. Comprendí que ésta era una ciudad maravillosa y poliédrica, donde no sólo se hablaban dos idiomas sino muchos más; abierta al mar, cosmopolita: sólo había que pasarse por el puerto para comprobarlo. Aquí hay de todo, Alfredo, desde los ambientes más reaccionarios y más conservadores hasta el anarcosindicalismo más violento, que está haciendo de las suyas, pasando por una burguesía laboriosa, preeminente y acaudalada, sin olvidar a los regionalistas y, por supuesto, a miles y miles de obreros que vienen de toda España a trabajar y a intentar levantar cabeza en este lugar. Vamos, un ambiente variopinto, enriquecedor y, para mí, vibrante.

– Dices bien -interrumpió López Carrillo.

Víctor siguió a lo suyo:

– Esta es una ciudad fascinante, Alfredo. Me estimula. A veces es difícil de entender, no digo que no, pero también es capaz de sacar a flote lo mejor y lo peor de las personas que se dignan habitarla. Es un buen lugar donde vivir. Juan de Dios comenzó a comprenderlo, en parte, con nuestras incursiones nocturnas. Pero ahora me da la sensación de que lo ha entendido gracias a su media naranja. ¿No es así?

– En efecto, amigo, en efecto.

– Gracias a… la Pazguata, con perdón -dijo don Alfredo-. No quería faltar…

Juan de Dios López Carrillo miró a Blázquez con cara de pocos amigos y repuso:

– Me lo tengo merecido. En nuestra época de crápulas conocimos a unas jóvenes de buena familia en las sesiones vespertinas del Liceo. Rehúso contar aquí lo de mi amigo Víctor, aunque te comunico que ella está felizmente casada -dijo mirando a Ros-, pero yo, por mi parte, comencé a tontear con una joven cultivada y educada a la que no se nos ocurrió otra cosa que bautizar como «la Pazguata». -Entonces se santiguó diciendo-: Si se entera de esto me mata.

– Descuida, que aquella vieja anécdota acaba de desaparecer de la faz de la tierra -dijo Víctor-. En lo que a mí concierne, tu mujer se llama y siempre se llamó Eugenia. Esa nadería forma parte ya, para siempre, del pasado.

– Lo mismo digo por mi parte -añadió don Alfredo.

– Bien, es obvio que en aquella época mis intenciones eran de todo menos loables, pero, chico, cuando Víctor se fue me encontré solo y, ¿sabéis?, poco a poco le encontré un sustituto en mi Eugenia. Me la encontré un día con su aya caminando por las Ramblas y paseamos un rato. Comimos pipas de girasol y charlamos, ya no me pareció tan mojigata. Luego me invitó a su casa a jugar al tenis y poco a poco… Éramos unos imbéciles, Víctor.

– Vaya, Juan de Dios, me alegro por ti, amigo.

– Soy un tipo con suerte.

– Los tres lo somos. Esta noche os invitaré a tomar una copa de champán y brindaremos por nuestras respectivas: Clara, Mariana y Eugenia. Las mujeres hacen girar el mundo, amigos. Y ahora, tenemos un caso que aclarar.

López Carrillo dijo entonces:

– Yo he de acercarme a Badalona por otro caso, un asunto fácil pero cruento. Ayer un carnicero agarró el hacha y despachó a su parienta y a un sereno que se la beneficiaba desde hacía tiempo. Tengo que interrogarlo. Mañana nos vemos. He dado orden en Jefatura de que os suministren cualquier cosa que necesitéis.

– Gracias, amigo.

López Carrillo salió del salón tras despedirse y Víctor y don Alfredo se encaminaron hacia la recepción para pedir un coche de alquiler. Mientras don Alfredo hablaba con el encargado, Víctor sintió que le tocaban el hombro. Giró la cabeza y se vio frente a un guardia urbano. Vestía la característica casaca encarnada, pantalón negro y casco, y llevaba el enorme bastón reglamentario.

– Perdone, ¿es usted Víctor Ros?

– Sí, soy yo.

– ¿Y don Alfredo Blázquez?

– Es este caballero, ¿ocurre algo?

– Sí, me envían para avisarlos. Deben acompañarme: don Gerardo Borrás ha aparecido.

Capítulo 2

El coche de alquiler volaba hacia la casa de la calle Calabria, donde residía la familia Borras. Ros parecía impaciente y algo confundido a la vez. La expectación se leía en el rostro de don Alfredo.

– Pero -dijo el inspector Ros-, ¿cómo lo han encontrado? ¿Dónde?

– Fui yo, señor. En la misma puerta de su casa -contestó el guardia.

– Perdone, ¿usted se llama? -preguntó el detective sacando su bloc de notas.

– Fulgencio Costa.

– Cuéntemelo todo.

– Pues estaba a punto de terminar mi turno de guardia en la puerta de la casa de don Gerardo, no hará ni una hora; el caso es que de pronto levanté la mirada y vi que había un tipo raro frente a mí. No me di cuenta de cómo había llegado. No regía, eso estaba claro, miraba al frente, como perdido, y se negaba a circular. El caso es que me acerqué al hombre que, dicho sea de paso, parecía un eccehomo, y le dije que despejara la acera, que allí no había nada que hacer. Ni caso. Miraba al infinito, como ido. Reparé en que tenía un ojo morado, contusiones, un corte en el pómulo y hasta me pareció que le faltaba algún diente que otro, así que lo hice pasar a la casa, porque empecé a sospechar que le habían dado una paliza. Una vez dentro comprobé que era, en efecto, el mismísimo don Gerardo. Me han dado una buena propina.

– ¿Va bien vestido?

– Quiá, en chaleco y con la camisa medio rota, con manchas de sangre. Iba todo perdido de tierra y olía mal, muy raro.

El coche llegó a destino y Víctor bajó de un salto. La fachada y el pequeño jardín delantero de la casa de la familia Borras denotaban que allí habitaba gente pudiente. Situada en la calle Calabria, en pleno Ensanche, aquella vivienda amplia, moderna y de cuidados jardines era el prototipo de residencia que comenzaba a imponerse entre la pujante burguesía barcelonesa.

Allí les esperaba un caballero al que don Alfredo presentó como don Herminio, el marido de una de sus primas:

– Quiero verlo -dijo Ros, que ardía en deseos de entrevistarse con el secuestrado y aclarar el caso. Quizá ni siquiera era necesaria su presencia allí. ¿Cómo habían logrado los secuestradores que desapareciera del coche? La curiosidad le devoraba.

– Se lo han llevado a su cuarto, para que lo atendiera su médico, con calma -dijo don Herminio.

– ¿Tan mal está? -preguntó don Alfredo.

– No te haces una idea. Cuando ha entrado en el recibidor ha mirado una lámina que lo preside, un Corazón de Jesús, y al verlo se ha puesto hecho una fiera, tenía convulsiones y echaba espuma por la boca. Entre cuatro no podíamos reducirlo. Cosa de locos, como si estuviera poseído.

Ros dijo:

– Indicios de tortura, me dice aquí el guardia, Fulgencio.

– Sí, le faltan varias piezas dentales. Ha perdido el chaleco en el forcejeo y lleva la camisa manchada de sangre en la espalda, como si lo hubieran azotado. Creo que está fuera de sí. Ha debido de escaparse de sus captores. Tiene las uñas llenas de tierra y huele que apesta a huevos podridos. Tiene como un polvillo amarillo en algunas parles de la ropa.

– Azufre -dijo Ros muy serio. Entraron.

Hallaron la casa de la calle Calabria llena de gente: cuñados, cuñadas, algún conocido que otro, varios agentes de uniforme y criadas que iban de acá para allá. Una dama, que resultó ser doña Huberta, la mujer del secuestrado, lloraba en un sillón consolada por varias mujeres y el hijo, un petimetre de tres al cuarto, Alfonsín, que parecía divertido con todo aquello y bebía una copa de jerez tan tranquilamente.

Víctor fue presentado a aquella buena mujer pero tuvo la sensación de que la pobre no se enteraba de nada. Entonces se escucharon voces destempladas que venían del recibidor y Víctor llegó a tiempo para mediar en una agria polémica entre un sacerdote y un señor de porte aristocrático, con monóculo, que resultó ser el médico de la familia.

– ¡Silencio!-exclamó Víctor, que, mostrando su placa, hizo cesar el griterío-. Policía. Usted y usted, síganme. Alfredo, ven con nosotros.

El inspector Ros cerró las puertas correderas del coqueto gabinete de los Borras y obligó a sentarse a los dos contendientes, que don Alfredo identificó como Celestino Guadarrama, sacerdote, dominico, confesor de don Gerardo y amigo de la familia, y don Federico Ponce, el médico de los Borrás.

– A ver, explíquenme lo que pasa aquí y que sea rápido, tengo que hablar con don Gerardo cuanto antes: las primeras impresiones son vitales.

– No podrá. Está sedado. Le he tenido que inyectar fenobarbital como para tumbar a un elefante -dijo el médico.

– ¿Cómo? -repuso Ros.

– Sí, se estaba autolesionando en una crisis convulsiva, echaba espuma por la boca.

– ¡Está endemoniado! Hay que hacerle un exorcismo -terció el cura, un tipo con cara de fanático e inmensa papada-. ¡A la mayor brevedad!

– No entiendo… dijo Víctor,

Don Federico, el médico, tomó la palabra:

– Después del ataque que ha sufrido en el recibidor hemos optado por sedarlo y llevarlo a su cuarto. Está como ido, no conoce, Huberta no para de llorar. Estaba intentando evaluar su estado cuando aquí, el sacerdote, entró en el dormitorio cantando en latín. Don Gerardo, al ver la cruz que este cura le mostraba se ha puesto así, como loco. Un nuevo ataque. Entonces, para rematar el desaguisado, aquí el páter ha sacado una estampita de la Virgen de la Merced…

– ¡A la que él tenía mucha devoción!

– … y se ha puesto peor aún.

El cura, trastornado, añadió:

– Huele a azufre, a huevos podridos, y lleva las uñas llenas de barro, como si viniera del interior de la tierra, ese hombre desapareció, se volatilizó en el interior de su coche. Ahora aparece un mes después en el mismo lugar, por ensalmo, por arte de magia. ¿Qué más necesitan para verlo claro? ¡Ha venido del infierno! Está poseído, el rechazo a los símbolos sagrados es la muestra más clara, es un signo inequívoco, hay que exorcizarlo.

– Tiene una crisis nerviosa -sentenció el médico.

– ¿Ha podido usted valorar sus lesiones? -dijo Víctor cambiando de tercio.

– Apenas. Pero es obvio que lo han torturado, le faltan dos uñas, arrancadas de cuajo, golpes, moretones, le faltan dientes… ese hombre ha sido llevado al límite, brutalmente torturado, si se me permite decirlo.

– ¡Las penas del infierno! Era un pecador, se lo advertí y el diablo vino a por él. Ha escapado a buen seguro por la intermediación de Nuestra Señora, pero el mal está aún en él. Hay que liberarlo.

– Lo secuestraron -dijo Víctor.

– ¿Sí? Quizá podría usted explicar cómo se volatilizó -declaró el cura desafiante.

– No -dijo Víctor-. Aún no tengo todos los datos. Acabo de llegar.

– Ya -contestó el fanático sacerdote muy ufano-. Aquí hay un cristiano en serio peligro de perder su alma y no me voy a rendir. Voy a hablar con doña Huberta personalmente, ella entenderá. Hay que actuar de inmediato. En esta ciudad están sucediendo muchas cosas raras.

Y dicho esto salió del cuarto.

– ¡Menudo asunto! -exclamó Blázquez.

– Quiero verlo -repuso Ros.

– Está sedado -dijo el doctor.

– Es igual, sólo quiero ver sus lesiones. Me vendrá bien que no se mueva. Es imprescindible que eche un vistazo a sus lesiones.

Víctor miraba por la ventana hacia el jardín, parecía pensar. Sabía que tenía que poner algo de orden en aquel caos. Con tiento, con pausa y usando la razón, las piezas volverían a encajar.

– La ropa -dijo de pronto-. ¿Le han quitado la ropa?

– Claro, está para tirar -dijo el médico-. Les he dicho a las criadas que la quemaran.

En aquel momento y sin mediar palabra alguna, Víctor salió a toda prisa del cuarto, atravesó la casa corriendo como un loco y chocó con una doncella, a la que hizo rodar con estrépito por el suelo con el servicio de té que transportaba.

– ¿Dónde queman la ropa? ¡Rápido! -gritó a la fámula.

– Por allí -dijo ella señalando desconcertada una puerta al final del pasillo.

Víctor salió corriendo de nuevo, llegó al patio trasero y, tomando unas pinzas, abrió el enorme horno hemisférico en que se hacía el pan de la casa. Metiendo medio cuerpo dentro, sacó un pantalón, una camisa, un chaleco, calcetines y hasta una bota.

Por poco se asfixia.

– Pero ¿estás loco?

Víctor, tumbado boca arriba y luchando por respirar, logró balbucear:

– Córcoles, mi amigo Córcoles…


El cuarto de don Gerardo permanecía en una especie de penumbra para calmar el estado de ansiedad en que, al parecer, se hallaba el enfermo. El doctor, don Federico, y el propio Víctor entraron en la habitación, por lo que la enfermera que velaba sentada junto a la cama se levantó para dejarles espacio.

– Ayúdeme -dijo el médico a la chica subiendo la manga del camisón a don Gerardo. Le pusieron otra inyección para que durmiera.

Víctor observó que sobre la cama, en la pared, se veía una marca en la pintura dejada por un crucifijo. Faltaban varios cuadros de las paredes que, sin duda, representaban la vida y milagros de santos, vírgenes y demás motivos religiosos que tanto enfurecían ahora al doliente. Era algo extraño, la verdad, o al menos él no conocía un caso igual. A Víctor le pareció que aquel hombre debía de haber sufrido mucho. Lo habían afeitado y olía bien, a loción y colonia. El médico le subió el camisón y, girándolo un poco, alumbró con una lámpara de queroseno.

Víctor inspeccionó las marcas. Su otrora mentor, don Alberto Aldanza, le había enseñado a distinguir qué herramientas provocaban los distintos tipos de herida, así que sentenció:

– Un cuchillo, sin dientes, quizá una navaja. Lo hizo un diestro. Parecen estar cicatrizando. No son recientes.

El galeno lo miró sorprendido.

Víctor echó un vistazo a los tobillos del infortunado:

– Lo ataron. -Luego le tomó las muñecas-. De pies y manos. Una maroma, gruesa. Le arrancaron dos uñas. Qué bestias. Dios, le han quemado los genitales. Y mire, esos pliegues en la tripa y aquí en la cara interna de los muslos. Este hombre ha perdido mucho peso, no le dieron apenas de comer, eso es seguro. Qué inhumano. ¿Ha comido algo?

– No -dijo la enfermera.

– Ya -repuso Ros, quien siguió con la inspección y le levantó el labio superior como se hace para examinar a un caballo-. Le faltan varias piezas. Acerque la lámpara, don Federico.

Mire allí, al fondo, tiene una muela partida, con la corona rota. Un objeto romo, quizá el pomo de un bastón. Observe aquí: moretones en la mandíbula y en el ojo, y cortes en el pómulo. Este puñetazo es de un diestro, llevaba un anillo, grueso.

Se hizo un silencio y Víctor quedó, una vez más, pensativo.

– Es suficiente -dijo.

Salieron del cuarto y se lavaron las manos en una jofaina que sujetaba una doncella.

– ¿Qué opina? -dijo el doctor.

– Mal asunto. ¿Recuperará la cordura?

– No cuente con ello, al menos a corto plazo. Ese hombre ha sufrido mucho, ya lo ha visto, y su mente decidió irse de aquí, quizá a un lugar mejor.

– ¿Qué podría hacerse?

– En mi humilde opinión de médico de cabecera y siguiendo lo que me dicta el sentido común, yo aconsejaría que permaneciera en casa, tranquilo, bien alimentado y recibiendo el cariño de su esposa, buenos cuidados, pero…

– ¿Sí?

– Ese cura se ha tomado este asunto como algo personal, quiere llevarlo a un convento. Mientras usted ha ido a recuperar las ropas me lo he cruzado en el pasillo y me lo ha dicho. ¿Se da cuenta? ¡A un convento! Allí se volverá loco.

– ¡No será posible!

– Como lo oye, y doña Huberta parece escucharle.

– Pero eso es lo peor que podrían hacerle. Manifiesta una clara fobia a los símbolos de la Iglesia.

– Son gente religiosa, don Víctor, creen que así volverá a ser lo que era.

– ¿Y la espuma? La de la boca.

– Me temo que esos ataques han debido de activar un foco epiléptico latente. Peo asunto.

Llegaron al recibidor y Víctor se encontró con don Alfredo:

– Doña Huberta está histérica y el enfermo duerme, Alfredo, quizá deberíamos irnos a descansar y a reordenar nuestras ideas. Esto es una jaula de grillos.

– Creo que tienes razón, Víctor. Vayamos a tomar el aire.

Salieron de la casa sin despedirse y con el ánimo sombrío.


Comenzaba una nueva jornada y Víctor y don Alfredo desayunaban en sus habitaciones privadas examinando la prensa en detalle:

– ¡Maldición! Lo han sacado todo en primera plana -exclamó Ros al comprobar que el Diario de Barcelona se hacía eco del suceso con todo lujo de detalles.

– Pues en La Vanguardia, otro tanto -dijo don Alfredo, que también repasaba la prensa con atención.

– Escucha, escucha -afirmó Víctor-: «el endemoniado de la calle calabria: Ayer apareció tan misteriosamente como se había esfumado el celebrado empresario don Gerardo Borras. Su desaparición, que se suponía un secuestro, había sido llevada con la mayor discreción por la fuerza pública, pero los sucesos del día de ayer han dado al traste con el secretismo y cualquier explicación lógica. Al parecer, la situación en que se encuentra el pobre, así como las extrañas circunstancias que han acompañado su caso, han desatado toda suerte de rumores. Periódicos de toda Europa nos piden detalles vía telégrafo y es que el caso no es para menos. Don Gerardo desapareció hace unos días del interior de su coche de caballos para materializarse ayer mismo muy cerca del lugar donde se le había perdido la pista. Presenta indicios de severo maltrato, iba lleno de tierra y olía a azufre; presenta también fotofobia y, además, parece haber perdido la razón y sufre violentos ataques cuando se le presentan símbolos religiosos. El obispado ha tomado cartas en el asunto e incluso nos consta que el Vaticano va a enviar a un especialista en este tipo de casos. Ni la policía ni la familia han querido hacer declaraciones. Seguiremos informando».

– Estamos apañados -repuso don Alfredo.

– Sí, desde luego.

– Y tú, ¿qué opinas?

– Nada de nada. Un secuestro, eso sí, cruento. Observé sus lesiones y creo que fueron causadas por manos humanas.

– Pero, Víctor, lo del azufre, la fobia a los símbolos religiosos…

– Sí, reconozco que eso hace el caso más interesante, me temo que tendremos que emplearnos a fondo.

– Admite que te gustan estos casos en los que lo paranormal parece cruzarse en nuestro camino.

– Como en la Casa Aranda.

En aquel momento entró López Carrillo. Agitando un periódico que llevaba en la mano dijo a modo de saludo:

– Vaya caso. Lo que nos faltaba.

– Precisamente hablábamos de eso, la prensa no nos lo va a poner fácil -contestó Víctor-. ¿Te apetece un café?

– No te digo que no. Me vendrá bien espabilarme un poco, la verdad.

Mientras don Alfredo le llenaba una taza, López Carrillo volvió a tomar la palabra:

– ¿Qué hiciste con la ropa? Me han dicho que montaste un numerito.

Víctor sonrió divertido:

– Telegrafié a mi amigo Córcoles, eminentísimo químico de Madrid. Se las he enviado en una caja para que haga un análisis de todas las sustancias que pueda hallar en la ropa, ese polvillo amarillo es, casi seguro, azufre. Además, quiero que un colega suyo, geólogo, nos aclare algo sobre el tipo de tierra: en las botas había aún algunos restos interesantes.

– Ya -dijo Juan de Dios con la boca abierta.

– La ciencia, amigo, ésa si que es una compañera de viaje fiable y no la superstición.

Apura el café, Juan de Dios, que mi prima nos espera-dijo don Alfredo dando por terminada la conversación-. Nos aguarda una jornada movidita, me temo.

Se pusieron en pie, bajaron al recibidor y tomaron un coche de alquiler para ir a casa de don Gerardo.


Doña Huberta, la prima de don Alfredo y esposa del secuestrado don Gerardo, les recibió al pie de las escaleras, que partían desde la misma acera de la calle para dar acceso a tan noble y hermosa vivienda. Parecía más calmada que el día anterior.

Era una mujer que debía de rondar los sesenta, canosa, y que ahora lucía un elegante vestido granate con los puños de encaje negro y llevaba recogido el cabello en un peinado tocado con una pequeña gasa de color oscuro.

Les hizo tomar asiento en el amplio salón, desde donde se veía la calle, que quedaba al abrigo del sol merced a unos hermosos falsos plataneros. El discurrir de paisanos y carruajes era algo monótono a aquellas horas de la mañana.

– Ahora que llega usted sé que todo se va a arreglar. Me ha dicho Alfredo que no hay caso ni entuerto que se le resista. Además, nos ha traído suerte, fue llegar usted y aparecer mi marido -dijo la buena mujer mirando a Víctor tras ordenar a la criada traer bizcochos con jerez para todos.

– Espero contribuir modestamente a que su marido vuelva a ser el que era y a cazar a los desgraciados que le hicieron eso.

Ella puso cara de pocos amigos:

– Comienzo a dudar de si lo que le pasó a mi marido fue cosa de seres humanos.

Víctor y su compañero se miraron. Charlaron un poco de banalidades en espera de que las criadas terminaran de servir el refrigerio, y una vez a solas con la dueña de la casa don Alfredo cerró las puertas correderas del salón señalando a Víctor con las cejas que podía comenzar.

– Bien, doña Huberta -comenzó diciendo éste mientras López Carrillo, muy aplicado, tomaba notas en una agenda-. En primer lugar, debo decirle que todo lo qué nos cuente queda en el más absoluto de los secretos. ¿Me entiende?

– Perfectamente.

– En segundo lugar, he de pedirle que nunca, nunca, me mienta. Si lo hace terminaré sabiéndolo, no le quepa duda, y además podría usted llevarme a encaminar la investigación por un sendero equivocado, lo que podría incluso provocar que nunca recuperemos a su marido. ¿Nos entendemos?

– Nos entendemos -repuso la dama, que tenía ya evidentes bolsas bajo los ojos por el sufrimiento que su organismo acumulaba en los últimos tiempos.

– Bien. Su marido desapareció, si no me equivoco, el quince de mayo.

– Exacto.

– ¿A qué hora?

– A las ocho y cuarto más o menos.

– Bien. ¿Dónde se despidió usted de él?

– Salí a la calle, a las escaleras, le di un beso y subió al coche.

– ¿Lo vio usted subir?

– Sí.

– No, no, digo físicamente, no si usted supone que subió… Pregunto si lo vio usted subir con seguridad.

– Sí, subió por su propio pie; el cochero, Ambrosio, cerró la portezuela, trepó de un salto al pescante y partieron.

– Le diría usted adiós con la mano al iniciar la marcha, ¿no? Vamos, que lo vio cuando se ponía en marcha el carruaje.

– Pues no.

– ¿Y eso?

– Justo cuando iban a iniciar la marcha oí gritos y giré la cabeza.

– ¿Por qué?

– Un borracho la emprendió a golpes con una dama que pasaba junto a él, al parecer quería quitarle el sombrero. Dos caballeros que caminaban por la calle lo agarraron al instante.

– ¿Y el coche de su marido?

– Inició la marcha en ese momento.

– ¿El cochero presenció el incidente?

– Sí, creo que sí.-Ya.

– Ese hombre, el borracho…

– ¿Sí?

– ¿Qué pasó con él?

– Los dos caballeros que lo sujetaban aguardaron a que viniera la fuerza pública. Acudieron dos guardias, lo esposaron y se lo llevaron a empellones.

– Muy bien. Ahora reflexione un momento, ¿tenía enemigos su marido?

– No, que yo sepa. Supongo que como cualquier hombre de negocios.

– ¿Vicios?

– Ninguno.

– Doña Huberta…

– Ninguno, mi Gerardo es un hombre pío. Asiste a misa diaria a las siete de la tarde en la iglesia de San Agustín, al salir del trabajo. Es un hombre muy recto, apenas se permite un vaso de vino en las comidas y vive dedicado a su oficio.

– Un hombre recto en todos los sentidos.

– En efecto.

– ¿Tiene su marido alguna «amiga»?

– ¡Víctor! -exclamó don Alfredo.

Ros miró a su amigo y dijo:

– Blázquez, hay que llegar al fondo del asunto.

– No pasa nada, no pasa nada… -lo tranquilizó doña Huberta alzando la mano izquierda mientras con la derecha se atizaba un buen trago de jerez-. Mi marido, don Víctor, no ha tenido ni tiene querida ni es amigo de visitar a coristas ni casas de mala nota. Es un santo.

– Ya. ¿Conoce la naturaleza de los negocios que lo llevaban a Madrid?

– Iba a comprar unos inmuebles para luego alquilarlos a través de un corredor que se encargaría de su mantenimiento, así como del cobro y de enviarle las rentas.

– ¿Sabe su nombre?

– Ni idea. Nunca me he metido en sus negocios.

– Salgamos -dijo Víctor poniéndose en pie de improviso.

Colocó a la dama en la puerta, en lo alto de las escaleras desde las que despidió a su marido, y mandó que viniera Ambrosio, el cochero. Le hizo sacar el elegante Brougham y aparcarlo donde el día de autos.

– Bien, bien -dijo en voz alta-. Doña Huberta, ¿está en el mismo sitio en que estaba aquel día?

– Sí -contestó muy resuelta.

Víctor subió los ocho escalones de dos en dos y se situó junto a ella, mirando hacia fuera.

– ¿Había alguien más en la calle?

– Sí, gente que pasaba arriba y abajo.

– ¿Algún otro coche?

– Sí, uno en la acera de enfrente, recogiendo a algún vecino.

– ¿Parado?

– Creo que… sí, pero enseguida partió, me parece, no estoy segura del todo…

– El borracho, ¿dónde estaba?

– Allí, a la derecha -dijo la dama señalando una farola de gas. Víctor se acercó al lugar y echó un vistazo en derredor.

– Bien -dijo-. Ahora necesito hablar a solas con Ambrosio. Pase dentro, doña Huberta, que enseguida volvemos. Alfredo, Juan de Dios, subid al coche, vamos a repetir el recorrido que hizo don Gerardo. De camino, abrid dos o tres veces la portezuela y la cerráis, e intentad no hacer ruido, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -respondieron los compañeros de Víctor.

Este subió al pescante con Ambrosio, que era joven, pelirrojo y buen mozo.

– Bien, Ambrosio, intenta recordar. Cuando subió tu señor, hubo un cierto revuelo por un tipo que gritaba.

– Sí, ahí a la derecha, donde se ha colocado usted antes.

– Bien. ¿No bajaste a socorrer a la dama?

– No, dos señores lo agarraron al instante.

– Ya. ¿Bien vestidos?

– Sí, con traje y bombín los dos.

– Aun así, ¿por qué no bajaste?

– No era necesario, el Tuerto había sido reducido. Además, íbamos con el tiempo justo.

– ¿El Tuerto?

– Sí, un tipo alto, delgado y tuerto, me suena de verlo por las Ramblas, creo que era carterista. Sé que lo llaman el Tuerto.

– Vaya.

– Había un coche parado ahí enfrente, ¿no?, en sentido contrario.

– Parado… no, venía lento y creo que, sí, que paró, no lo sé a ciencia cierta, pues quedaba detrás de mí, a la izquierda. Quizá llegó a parar, quizá no.

– Y tú, al azuzar al caballo, miraste a la derecha, donde el incidente del Tuerto, ¿no?

– Así es.

– Arrea, haremos el mismo recorrido que aquel día.

Ambrosio azuzó los caballos y el carruaje comenzó a andar. Víctor quedó en silencio durante unos minutos mientras pensaba.

– El coche ese… ¿era de alquiler?

– No me fijé, no puedo decírselo.

– Ya.

Se escuchó el ruido de la portezuela que se abría, un crujido característico, enseguida se escuchó un portazo. Víctor volvió a quedar en silencio. Miraba de reojo, hacia atrás. Pasaron unos minutos en los que Víctor se empapó del ambiente de las calles, colorista, laborioso: mujeres con amplios pañuelos en los que llevaban envuelta la comida para sus hombres, que vivían presos de sol a sol en las inmensas fábricas de ladrillo rojo; agricultores que arrastraban con esfuerzo carros repletos de hortalizas camino del mercado de la Boquería y pilludos de ropas raídas y enormes gorras que le recordaron a sí mismo cuando llegó de niño a Madrid.

Escucharon un crujido.

– La puerta de nuevo, se escucha con toda claridad -dijo Víctor por todo comentario.

Otro portazo Al rato, tras observar con detalle el recorrido y poco antes de llegar, el inspector Ros retomó la palabra:

– ¿Pudo saltar don Gerardo?

– Imposible, es un hombre mayor e íbamos a paso vivo. Además, lo hubiera notado.

– Y al llegar al apeadero te habrías encontrado la puerta abierta.

– Claro.

Llegaron a su destino.

Pararon. Sin bajar del pescante, Víctor dijo:

– Al llegar, ¿qué hiciste?

– Miré a la derecha. Allí había dos cocheros amigos míos aguardando a los viajeros que llegan a las nueve y media, y les hice una seña para almorzar en cuanto dejara a mi jefe.

– En ese momento, ¿aminoraste?

– Sí, un poco, porque pasaron varios transeúntes por delante.

– ¿Pudo bajar ahí tu señor sin que te dieras cuenta?

Ambrosio puso cara de pensárselo.

– No. Creo que no -dijo muy resuelto.

– Ese montón de tierra que hay ahí, en la esquina, ¿estaba aquel día? Pudo saltar sobre él.

– Sí, es de una obra de ahí al lado, creo recordar que sí estaba.

Víctor tomó nota:

– Y al llegar bajaste y no había nadie en el interior.

– Exacto.

– ¿Algún objeto? ¿Algún olor? ¿Algo que te llamara la atención?

El joven quedó en silencio.

– Sí, ahora que lo dice. Bajemos del coche.

El joven y Víctor bajaron del pescante y abrieron la portezuela. Don Alfredo y López Carrillo parecían algo sorprendidos.

– Ahí -dijo el cochero señalando un pequeño grabado en la cara interna de la portezuela.

– «Icaria» -leyó Víctor.

Aquella palabra había sido grabada con un objeto punzante, en letras mayúsculas.

– ¿Os suena esta palabra de algo? -preguntó Ros.

Sus amigos negaron con la cabeza.

– ¿Se fijó usted si este grabado fue realizado antes de la desaparición de don Gerardo? -preguntó Víctor al cochero.

– Pues no sabría decirle. Reparé en ello aquel día porque examiné el interior detenidamente.

Víctor quedó pensativo:

– Icaria -murmuró-. Me suena, ahora que lo pienso, y creo saber de qué. Un momento.

Entonces Ros extrajo un breviario del bolsillo.

– No irás a ponerte a rezar ahora, Ros -dijo López Carrillo en plan chistoso.

– No, no, es mi enciclopedia particular.

Don Alfredo sonreía mientras su amigo se afanaba en buscar la letra I en aquel pequeño libro que parecía un diccionario, y dijo:

– Yo lo llamo la «Victorpedia».

– Aquí está -repuso Ros.

– ¡Si está escrito en chino! -exclamó López Carrillo.

– Taquigrafía, Juan de Dios, taquigrafía. «Icaria», comuna socialista, ciudad ideal fundada en Estados Unidos por Cabet, socialista utópico francés, que fracasó rotundamente.

– Vaya. Sí que llevas información ahí -dijo López Carrillo.

– Apuntes, notas, dibujos. En casa tengo tres tomos ya, pero ésta es para viajar. Por eso está abreviada y además escrita con signos taquigráficos.

– No imaginaba que esto fuera asunto de socialistas -murmuró Blázquez.

– Tengo que hablar con alguno de ellos, de la ciudad -declaró Ros.

– Eso no es problema -contestó López Carrillo.

Entonces, en uno de sus extraños arrebatos, Víctor sacó un pequeño estuche de cuero del bolsillo interior de su chaqueta en el que llevaba su instrumental. Tomó un papel muy fino, semitransparente y, pasándole un lápiz por encima, obtuvo una copia del grabado.

– Vaya -dijo López Carrillo, sorprendido por el truco.

– ¿Volvió usted de inmediato a la casa? -preguntó Ros mirando al cochero.

– No, esperé un rato, a la salida del tren. Me puse nervioso, la verdad. No sabía qué iba a contar en la casa. Me volví en cuanto partió el convoy y lo conté todo. Al principio me tomaron por loco, la verdad.

– Ya. Me hago una idea del asunto. Ambrosio, volvamos a casa.

Capítulo 3

Cuando llegaron a la calle Calabria descendieron del carruaje. Ya en las escaleras de acceso a la casa y mientras golpeaba la recia puerta de roble con el pomo de cobre, Blázquez dijo:

– ¿Y bien?

– Creo que me he hecho una idea bastante aproximada del asunto. No pudo ser secuestrado durante el trayecto ni pudo saltar, porque la apertura y el cierre de la puerta se escuchan desde el pescante. Lo hicieron aquí, justo antes de salir, o al llegar al apeadero, cuando Ambrosio aminoró la marcha; hemos visto un pequeño montículo de tierra muy interesante.

Una de las doncellas les hizo pasar al salón, donde doña Huberta bordaba junto a la ventana.

– ¿Ha despertado su marido?

– Sí. Parece tranquilo.

– Quisiera verlo.

– El doctor ha dicho que nada de visitas.

– No lo importunaré, señora, pero necesito echar un vistazo, sólo eso.

– Sea. Acompáñeme. ¿Vienes, Alfredo?

Subieron la escalera y entraron en el cuarto, que parecía más grande. Habían abierto los postigos y entraba mucha luz. La enfermera estaba dando unas natillas a aquel pobre hombre que, con la mirada perdida en el infinito, permanecía sentado en la cama, con las manos quietas sobre los muslos.

– Al menos come bien -dijo don Alfredo. -Sí -dijo la enfermera-. Es el segundo tazón de natillas que ingiere.

– Don Gerardo, me llamo Víctor Ros y soy policía. Silencio.

El secuestrado seguía a lo suyo, abriendo la boca cuando la enfermera le acercaba la cuchara pero impertérrito, ajeno a cualquier otro estímulo.

Víctor chasqueó los dedos delante de su nariz, pero ni parpadeó siquiera.

– Su mente está lejos de aquí -dijo Ros.

Aquel hombre había sido torturado y su inteligencia y su mente habían volado hacia un lugar mejor. ¿Cómo había vuelto a casa? ¿Había logrado escapar o quizá había sido liberado?

Doña Huberta se abrazó a don Alfredo y comenzó a sollozar.

– Debe ser fuerte, señora. Su marido la necesita más que nunca -dijo Ros.

– Sí, tiene usted razón.

Salieron del cuarto y bajaron la escalera.

– Ya nos vamos -afirmó Víctor-. Esto no ha hecho más que empezar, tenga paciencia.

Ella lo miró esperanzada:

– Si necesitan alguna cosa…

– Pues sí -dijo Víctor-. Su marido, ¿tiene algún despacho u oficina?

– Sí, claro-contestó ella-. En la calle Fernando, número ocho, en el principal.

– Quiero verlo.

– Puede usted pasarse cuando quiera.

– ¿Mañana a las cinco de la tarde?

– Avisaré a su secretario, Guzmán, para que lo tenga todo a punto.

Un ruido le izo girarse y pudo contemplar a un tipo alto, espigado, con perilla y pelo demasiado largo tapándole media cara. Iba en camisón de dormir y llevaba un gorro con una borla. Tenía un zumo de tomate en la mano derecha.

– ¿Qué es todo este ruido? Me duele la cabeza.

– Este es mi hijo, Alfonsín -aclaró doña Huberta-. Aquí, el detective don Víctor Ros, que ha venido de Madrid para encontrar a tu padre.

– Ah -dijo el otro sin mostrar interés alguno en el asunto y perdiéndose escaleras arriba con su aparente resaca.

– Ayer no nos presentaron como es debido, joven. Por cierto, tenemos una entrevista pendiente -dijo Víctor, pese a que el otro ni lo escuchó-. Y usted, doña Huberta, quisiera que no hiciera caso a esas tonterías, me refiero a lo de la posesión demoníaca, ya sabe.

Ella lo miró con calma y sonrió:

– Hay cosas en este mundo que no se pueden explicar, es a lo que algunos llamamos fe. Usted no vio cómo reaccionaba mi marido al ver el Corazón de Jesús, o la cruz del párroco. Hemos tenido que ocultar todas las imágenes y, créame, mi marido es un hombre muy, muy religioso. No creo que unas oraciones le hagan mal, aunque tenga que atarlo a la cama para ello.

– Es un asunto familiar y usted decidirá al cabo. Tenga buenos días, señora.

Cuando salieron a la calle y ya a solas, Víctor le dijo a su amigo:

– Mal asunto, la superstición no va a ayudarnos y, ¿has visto al hijo? ¡Menudo moscardón!

– Sí, no se puede decir que mi sobrino sea un portento.

Había varios curiosos al pie de la escalera: la información aparecida en la prensa comenzaba a surtir efecto.

– Habrá que llamar a Jefatura -dijo López Carrillo-para que pongan de nuevo un guardia en la puerta. Decidieron volver al hotel dando un largo y reconfortante paseo, más que nada para abrir el apetito.


Barcelona, a 14 de junio de 1881


Querida Clara:


Acabo de llegar, como quien dice, y para variar ya me hallo metido en profundidades insondables. Dile a Mariana que Alfredo está bien. Esta mañana ha aparecido el secuestrado, que se encuentra, dicho sea de paso, en un estado lamentable. Ha aparecido como desapareció, por arte de magia, lleno de tierra y oliendo a azufre. Para más inri, el cura de la familia dice que ha estado en el infierno y, además, el asunto ha trascendido a la prensa. Supongo que en breve los periódicos de Madrid se harán eco del suceso. Nada podría importunarme más que este tipo de cortina de humo que, como en el caso gracias al cual te conocí, el misterio de la Casa Aranda, no hace más que ocultarnos la verdad, que siempre está ahí, dispuesta, esperando.

He encontrado la ciudad muy cambiada, pero en el fondo sigue igual: llena de energía comercial e intelectual. Hay muchas publicaciones, algunas de ellas en catalán, por lo que me cuesta entender bien lo que dicen. Algunas son muy satíricas, como La Esquella de la Torratxa o La Campana de Grácia, que no dan tregua, la verdad. Otras, más serias, como La Van guardia o el Diario de Barcelona. Los leo todos y procuro encontrar noticias de Madrid, de casa. Llevo apenas dos días fuera y ya os añoro. Cuéntame cómo están Cecilia y Víctor, y mantenme al tanto de todo. No os metáis en líos. Sí, me refiero a ti y a esas sufragistas suicidas a las que tan bravamente capitaneas. Te ruego que no hagas ninguna locura de las tuyas, al menos hasta que vuelva.


Te echa de menos, te añora y te quiere,


Víctor

Víctor aprovechó la tarde para acercarse a la Jefatura de Policía con López Carrillo, mientras don Alfredo se echaba una siesta. Una vez allí, hojearon los atestados del día 15 de mayo. En efecto, un borracho, de nombre Agapito Marín, había protagonizado un altercado en la calle Calabria al lanzarse sobre una dama porque al parecer no le gustaba su sombrero, que intentó destruir de un manotazo. Según constaba en el acta de detención, dos viandantes lo habían retenido y entregado a la guardia pública, comprometiéndose a pasar aquella misma tarde por la comisaría para declarar. La joven implicada en el asunto había testificado acompañada de su marido al día siguiente, pero de los dos probos ciudadanos que la habían ayudado no se supo más.

El alborotador había sido llevado a una celda a la cárcel de la calle Amelia y puesto en libertad dos días después.

Agapito Marín, alias el Tuerto, no tenía dirección conocida, pero uno de los guardias le dijo a Víctor que vivía en un pequeño poblado de chabolas de la Sagrera, en Sant Martí de Provençals. Decidió que no perdía nada por pasarse por allí, pese a que a López Carrillo le pareció una tontería, pero antes convinieron en que era necesario realizar alguna indagación sobre la misteriosa inscripción hallada en el interior del carruaje: «Icaria».

López Carrillo lo llevó, casi sin mediar palabra y a paso vivo, a una pequeña tasca de la calle de la Plata; justo donde la calle moría en un callejón ciego, arrancaba una estrecha escalera que bajaba a una especie de sótano donde algunos desocupados bebían distribuidos en varias mesas de madera. A Víctor aquel lugar le recordó algunas de las tabernas de su barrio, La Latina.

El mostrador era de mármol y había inmensos toneles al fondo que impregnaban el lugar, mal iluminado y algo húmedo, de un olor mezcla de vino y canela. López Carrillo, sin mediar palabra, pasó junto a la barra y, tras abrir una portezuela, se adentró en un estrecho pasillo que acababa en un patio pestilente y lleno de trastos. Allí abrió una puerta desvencijada y con la pintura roída por los años, y se hallaron en un reservado con una mesa y cuatro sillas. Los postigos estaban echados y la sola luz de una vela sobre el tablero les mostró a un obrero que, al parecer, les aguardaba. Se levantó al verlos llegar y les tendió la mano. Llevaba una gorra, un amplio blusón de color gris, pantalones raídos y alpargatas. Su cara estaba negra por la mugre y sus manos eran fuertes y correosas, con las uñas oscurecidas por la suciedad.

– Poveda, Ros -dijo López Carrillo a modo de presentación.

Tomaron asiento y entró el tabernero con una botella de aguardiente y tres vasos. Se sirvieron y quedaron a solas.

– No me gusta que me llames -le dijo Poveda a López Carrillo-. Prefiero otras vías de comunicación, es arriesgado.

– Ya, pero tenemos que preguntarte una cosa.

Víctor observaba al obrero con atención:

– Eres policía, ¿no?

El otro asintió.

– Yo hice lo mismo años ha, en Oviedo. -¡Acabáramos! -exclamó Poveda golpeando la mesa- ¡Tú eres Ros, Víctor Ros!

– Exacto.

– Hiciste un buen trabajo infiltrándote en las filas de los radicales. Fuiste el primero.

– En efecto, pero ahora no sería capaz de hacer una cosa así.

– ¿Y eso? -Tengo familia.

– Te comprendo.

– Además, llegó un momento en que me convertí en uno de ellos, me metí demasiado en el papel.

El otro pareció pensárselo y declaró:

– Es cierto, este upo ele trabajo es duro, yo mismo he llegado a sentirme parle del movimiento, ya sabes, a veces hay que intentar mantener cierta distancia. Pero, vayamos al grano, cada minuto que paso aquí es un riesgo extra que corro. ¿Qué queréis?

– Aquí mi amigo Víctor y un servidor investigamos la desaparición de don Gerardo Borras.

– El Endemoniado.

– El mismo.

– He leído los detalles en la prensa -dijo Poveda-. Feo asunto.

– Bien -contestó Ros tomando la palabra-. En su coche hallamos una inscripción: «Icaria».

– Vaya.

– Sí, me consta que era el nombre que Étienne Cabet dio a su ciudad utópica, que, por cierto, resultó un fiasco, pero ¿qué relación puede tener eso con Barcelona? ¿Hay seguidores suyos por aquí?

Poveda asintió y se echó al coleto un buen trago de aguardiente:

– En el pasado, sí. No te haces una idea, compañero, una panda de locos, creo yo. Mirad, Cabet fue un auténtico profeta del socialismo utópico, en Francia sus ideas pasaron casi desapercibidas, pero aquí, en Cataluña, y sobre todo en Barcelona, hallaron terreno fértil. Por decirte algo, fue el principal inspirador del socialismo republicano catalán.

– Algo leí sobre él cuando estaba infiltrado en Oviedo, pero claro, resultaba demasiado bienintencionado para mis compañeros radicales -dijo Víctor.

– En efecto -continuó Poveda-. Pero aquí gozó de gran predicamento. Tened en cuenta que, después de los fracasos de sus esfuerzos revolucionarios, los exaltáis miraron hacia interpretaciones más tibias de la utopía. Cabet quería crear una sociedad perfecta, escribió un libro: Viaje a Icaria, en el que hablaba de crear la utopía, una sociedad de iguales con una asamblea de dos mil diputados, y un gobierno con un presidente y quince ministros.

– ¿Y aquí hay seguidores suyos? preguntó Víctor,

– Los hubo, los hubo -siguió diciendo Poveda-. Eran seguidores de Monturiol.

– ¿El del submarino? -preguntó Ros.

– El mismo. Comenzó siendo un seguidor de Cabet, pero cuando lo de Icaria se fue al garete encaminó sus esfuerzos hacia cosas más prácticas. Llegó a fundar una revista con sus seguidores icarianos. Se llamaba… -dijo con expresión pensativa- algo así como ¡Vamos a Icaria! Pero en cuanto lo de Cabet se vino abajo, ya digo, comenzó a diseñar submarinos. Creo recordar que botó un par, el Ictíneo y el Ictíneo II. Fue todo un éxito. Aquí fue un héroe nacional catalán. Pero chico, no hubo interés por parte de nadie y las deudas que había ido contrayendo se lo comieron, literalmente. Acabaron vendiendo el Ictíneo II como chatarra y ahora mismo no quedan icarianos, en el sentido estricto, al menos que yo sepa.

– Y… este hombre, Monturiol, ¿vive?

– Sí, creo que en casa de un hijo, en Jefatura seguramente tendrán la dirección.

– ¿Crees que algún icariano puede estar detrás del secuestro de Borras?

– Que yo sepa ningún socialista está metido en ese negocio. De momento no se les ha ocurrido nada referente a secuestros como vía de financiación. Ni siquiera se plantean realizar atentados, eso es cosa de los anarquistas, con los que, dicho sea de paso, andamos a la greña.

– ¿Andamos? -repuso López Carrillo irónico.

Poveda miró al techo desesperado:

– ¿Ves? Estoy cansado. Dile al comisario que busque a otro, yo lo introduciré. Estoy harto de no saber quién soy. En dos meses lo dejo y espero que me den un buen destino.

– Harás bien -dijo Víctor-. Por cierto, ¿conoces a un tipo apodado el Tuerto? No, ni idea.

– Es un delincuente común, un carterista.

– En círculos socialistas no se mueve, eso seguro. Bueno, amigos. -Poveda ya se había puesto de pie y echaba un vistazo al patio-. No hay moros en la costa. Hablad con Monturiol, igual os aporta algo, pero no me parece una pista seria. Hasta otra.

Víctor y López Carrillo esperaron unos minutos y salieron a la calle. Ros insistió en pasarse por el poblado de chabolas donde vivía el Tuerto.

– Ten cuidado, esos poblados de inmigrantes son ciudades sin ley -le dijo cuando se despidieron en la calle, pues Juan de Dios quería pasar, como siempre, por casa a cenar. Quedaron en verse más tarde en el hotel.

Habían llegado caminando al final de las Ramblas. El inspector Ros se acercó a echar un vistazo al puerto; el agua estaba en calma y sobre un pantalán, corto, descansaban más de veinte barcas pequeñas de pescadores. Al fondo, había anclados cuatro barcos de vela, más grandes, de dos y hasta tres mástiles. Tenía algo de tiempo.

Se encaminó hacia la Barceloneta, que atravesó recordando viejos tiempos entre las voces de las comadres, «agua va», y las llamadas de un par de prostitutas que, apoyadas en la pared y pintarrajeadas en exceso, le prometían descubrirle todos los placeres del mundo. Aquel barrio había sido proyectado por Verboom, el ingeniero que había diseñado la fortaleza de la Ciudadela. Para construir dicho recinto amurallado, los Borbones habían borrado del mapa el barrio de la Ribera, así que se había decidido crear un nuevo espacio habitable para muchos de los desplazados por aquella reforma. El propio Verboom había diseñado una cuadrícula de bloques rectangulares muy estrechos que debían construirse sobre un triángulo de tierra ganada al mar.

En realidad fue el mismo ingeniero militar que remodeló las Ramblas, Juan Martín Cermeño, quien lo llevó finalmente a cabo. A Víctor le gustaba pasear por la ciudad así, sin rumbo fijo, como cuando venía a disfrutar de sus días libres cuando estaba destinado en Figueras.

Decidió volver al puerto, donde contempló por un momento el edificio de la Aduana, de cuya fachada se decía que «era más falsa que Judas», y la Lonja de aspecto neoclásico tras ser remodelada por Joan Soler i Fanez. Allí tomó un coche de alquiler para acercarse al poblado donde vivía el Tuerto. Según le había dicho López Carrillo, estaba en Sant Martí de Provençals, un municipio a punto de ser engullido por la urbe, que devoraba insaciable a todos los pueblos de los alrededores. Sant Martí estaba constituido por los barrios del Clot, Poblé Nou, la Verneda, Camp de l'Arpa, la Sagrera y Pekín, este último un poblado de emigrantes chinos. Gracias al cochero no tardó en hallar unas pocas chabolas situadas junto a una fábrica de alpargatas en la Sagrera donde se hacinaban cientos de andaluces, extremeños y murcianos que trabajaban en la Maqui nista o en las fábricas textiles. Aquellos inmigrantes aparecían de pronto allí donde había trabajo y era frecuente que fueran desalojados de tal o cual barrio, porque con ellos llegaban también las chabolas.

Víctor pagó al cochero y le dijo que lo esperara allí.

Lo primero que le llamó la atención de aquel lugar fue el olor. Un pequeño albañal recorría las calles por el centro, buscando el camino más fácil, la pendiente. Olía a podredumbre, a heces y a enfermedad. Contempló una multitud de ropa secándose al viento colgada de cordeles que se tensaban entre las chabolas de un lado y otro de la estrecha calle. En muchos espacios apenas llegaba la luz del sol.

Como una verdadera ciudad medieval, aquél era un lugar de trazado complejo y caótico que había ido creciendo, cambiando de aspecto, no ya en cuestión de días sino de horas. Auténticas hordas de chiquillos jugaban persiguiéndose y disparándose unos a otros con fusiles de palo, luchando en guerras imaginarias mejores que el hambre, en ellos vio Víctor la sombra de la necesidad, la desnutrición y la enfermedad. Tenían las cuencas de los ojos hundidas y sus pies descalzos le hicieron pensar en sus dos hijos. Concluyó que eran afortunados por no vivir en la miseria que él mismo había conocido de pequeño. Enseguida lo vieron y corrieron en tropel hacia él. Sacó la placa, porque sabía que si se le acercaban a menos de un metro no volvería a encontrar ni su reloj ni su cartera. Salieron por piernas gritando:

– ¡Polizonte, polizonte!

La primera paisana con la que se cruzó ya le miró de manera aviesa.

Mal empezamos, pensó mientras se adentraba en aquel mar de chabolas hechas de adobe, fragmentos de hojalata, maderas y cartón.

Pasó junto a una que no era más que un toldo que quedaba sujeto por cuatro postes gruesos y altos. Una mujer de rostro agitanado y pelo negro y despeinado descansaba sobre una concha de retales con una niña en brazos. La cría era medio rubia y sus ojos, claros. A la madre se le marcaban los pómulos de hambre y los dientes se le salían como si su boca fuera la de un caballo. Bajo el toldo había una alacena de madera de tres alturas en la que descansaba un solo plato. Estaba limpio.

Víctor sacó la cartera y le dio todo lo que llevaba, acallando así su conciencia. Una fortuna para aquella mujer, que le besó la mano como si fuera un obispo.

Siguió caminando a paso vivo. No sabía adónde iba. Y además, acababa de quedarse sin dinero. ¿Cómo iba a sobornar a nadie para que hablara? Se sintió vulnerable, triste por ver cómo vivía aquella gente. Vio a algunos hombres que, sentados, permanecían aferrados a la botella viendo pasar el tiempo. Eran parados. La mayoría de los varones, los que podían, estaban trabajando. Continuó caminando entre las chabolas por espacio de unos quince minutos, esquivando heces y charcos de orines.

De vez en cuando le llegaba el olor del potaje que preparaba alguna mujer, enfrascada en avivar el fuego mientras se secaba el sudor de la frente con el delantal. De pronto, vio a una mujer que lo miraba. Rondaría los cuarenta y parecía resuelta. Tenía los brazos en jarras y permanecía de pie, observándolo, con las piernas algo abiertas. No es que estuviera gorda, pero era de constitución robusta, no parecía tan desnutrida como las demás.

– Perdone -dijo tocándose el bombín con la diestra-. Soy policía y busco a un tal Agapito Marín, es tuerto y, según me han dicho, vive por aquí.

Ella lo miró como si hubiera llegado de la luna y sonrió.

De pronto, dos mujeres comenzaron a chillar. En un momento las rodeó el gentío.

Una arreó un sopapo a la otra, que se lanzó uñas por delante a arañarle la cara. Rodaron por el suelo y terminaron por caer en un inmenso charco, asqueroso y pestilente. La muchedumbre bramó pidiendo sangre, animándolas a pelear, y la matrona con la que Víctor intentaba hablar corrió hacia ellas. El hizo otro tanto. Las separaron. Víctor cogió a la suya por detrás cuando ya arrastraba a su rival por el pelo, negro y sucio, y la agarró con fuerza.

– ¡Basta! -gritó la mujer de más entendimiento, que con su fuerte brazo inmovilizó a la otra contendiente por el gaznate-. No merece la pena pelear por un hombre. Aquí no hay nada que ver. ¡Cada mochuelo a su olivo!

Dos mujeres, negras por la suciedad, se llevaron a la que sujetaba Víctor, mientras que la otra, que parecía hacer esfuerzos por no asfixiarse, pareció entrar en razón ante la inquisitiva mirada de la grandullona que había detenido la pelea. Parecía tener mando en plaza. Después de soltar a su presa, que se perdió en dirección contraria, aquella impresionante mujer miró a Víctor y le sonrió como dándole las gracias.

Fue entonces cuando un pilluelo pasó frente a él y le empujó. Otro diablillo se había situado detrás de él y le hizo trastabillar y caer a un charco. Pensó que acabaría cogiendo el tifus. Quedó empapado entre las risas del respetable, íntegramente formado por féminas, pues la mayoría de los hombres no había vuelto aún del tajo.

– Rosalía de la Cruz -dijo la mujerona tendiéndole el brazo. Lo levantó de un tirón sin apenas esfuerzo.

– Víctor Ros -contestó él sacudiéndose la ropa y el sombrero. Estaba empapado.

Se miraron.

Estallaron en una carcajada.

– Hueles a policía desde más de un kilómetro.

– Lo sé -dijo él-Pero en ningún momento he querido ocultarlo.

– ¿Quieres secarte?

– Sí, mejor, aunque hace calor.

Ella lo llevó a su caseta. Era de las mejores, casi toda de ladrillo y limpia por dentro. El piso, de tierra, había sido aplanado. Víctor se quitó la chaqueta y la puso junto a un fuego sobre el que aquella mujer calentaba una especie de puchero. Olía bien.

– Mi hombre llegará pronto.

– ¿Trabaja por aquí?

– Sí. En una fábrica -dijo ella-. Doce horas diarias por una miseria.

– ¿De dónde eres?

– Nací aquí, pero mis padres vinieron de Extremadura. Él arqueó las cejas diciendo:

– Yo soy madrileño, vivo en Madrid, pero nací en el valle del Jerte.

Se hizo un silencio:

– Vaya, somos paisanos entonces. ¿Quieres un café?

Dijo que sí venciendo cierta aprensión.

– Tú eres como nosotros -añadió la mujer.-En efecto. En mis primeros años en Madrid fui un rateri11o. Conocí el hambre.

– Otro en tu lugar hubiera sacado eso y se hubiera liado a tiros -dijo ella señalando el revólver de Víctor, que descansaba en la funda, bajo la axila.

– No me separo nunca de él desde un incidente que tuve en Córdoba que por poco me cuesta la vida. Lo del charco ha sido una trastada de crios. Sólo me he mojado un poco.

Observó que más de veinte mujeres se arracimaban en la puerta de la chabola.

Rosalía se asomó y las echó de allí:

– Les gustas -dijo sin aclarar nada más.

Le sirvió el café. El policía lo encontró muy fuerte, pero le agradó.

– ¿Tienes azúcar? -dijo arrepintiéndose de ello al instante-. Perdona.

Otro silencio.

– ¿Qué quieres?

– Busco a Agapito Marín.

– El Tuerto. Un carterista -repuso ella removiendo el puchero sin levantar la cabeza-. Está muerto.

– ¿Cómo?

– Sí, hace más o menos un mes. Le dieron una puñalada en el corazón, en el Barrio Chino.

– Vaya.

Víctor pensó mientras sorbía el café.

– ¿Tenía familia? Quisiera hablar con ellos.

– Un crío. Está en la calle. Se llama Eduardo. Ahora duerme en la playa, junto a la Barceloneta. Ha perdido la chabola donde vivían, no podía pagar el alquiler.

– ¿Pagáis alquiler por estas… casas?

– Pues claro, y Dios se apiade del que no lo haga. A la banda del Torrao. La mayoría de las chozas son suyas, y las que no terminan ardiendo, ya me entiendes. Luego construyen otra nueva.

– Ya. Querría hablar con el chico…

Ven mañana, a la misma hora. Y tráele algo de comer.

– Descuida -dijo Ros tomando la chaqueta-. Toma mi tarjeta, Rosalía. Estoy a tu disposición, a cualquier hora.

Apartó la manta que, a medias, tapaba la puerta y salió al exterior.

En el trayecto que lo llevaba de nuevo a la ciudad se vio acompañado por una multitud de mujeres mugrientas que le lanzaban silbidos y le prometían amor eterno. Cuando pasó junto a la mujer del toldo, ésta lo miró con gratitud desde sus profundos y tristes ojos negros.


Aquella misma noche, tras la cena, Víctor y sus dos compañeros se reunieron en las mesas que el Continental sacaba a la calle. Allí, tomando un poco el fresco, pidieron una botella de champán, y aunque don Alfredo no era muy aficionado a ello, brindaron por el reencuentro y por tener éxito en el caso.

Era tarde, las diez y cuarto, pero aún quedaban paseantes a la luz de las farolas de gas.

Víctor oteaba la plaza que, con sus plátanos de sombra, le recordaba a algún paisaje de su infancia, no supo si de Extremadura o quizá de las afueras de Madrid.

Después de un buen baño y la reconfortante cena se sentía mucho mejor.

– ¿Creéis que un hombre puede desaparecer así, de un plumazo? -preguntó y chasqueó los dedos con un gesto muy característico.

– No -sentenció don Alfredo.

– Yo tampoco lo creo -añadió López Carrillo.

– Me parece evidente que tuvieron que hacerlo o a la salida o a la llegada. Yo apostaría a que lo hicieron justo en la puerta de su casa. ¿No os parece mucha casualidad lo del incidente del Tuerto? -repuso Ros.

– Un loco, Víctor, un loco -dijo López Carrillo-. Carece de la menor importancia.

– Ya, Juan de Dios, pero es que los dos tipos que enseguida lo redujeron no acudieron después a comisaría a declarar, me parece raro. Además, el Tuerto murió hace cosa de un mes, si tenemos en cuenta que pasó dos días preso, eso quiere decir que debieron de matarlo nada más salir.

– Esa gentuza vive al límite, Víctor, y tú lo sabes. Un tipo de esa calaña tiene cuentas pendientes con media ciudad. Si yo te contara… se descerrajan un tiro o se rajan por un quítame allá esas pajas -contestó Juan de Dios.

– Sí, sí, pero me parece mucha casualidad y yo…

– No crees en casualidades -sentenció don Alfredo Blázquez-. Debo reconocer que ni aquí Juan de Dios ni un servidor habíamos dado con el asunto ese del Tuerto, y tú nada más llegar descubriste la existencia del incidente, que es quizá lo único a lo que podemos agarrarnos. Siempre llegas allí donde los demás no sabemos ni podemos; pero, chico, no lo veo claro, aunque reconozco que al menos nos da algo que pensar.

– Exacto -dijo Víctor-. Supongo que habrá alguna diligencia referente a la muerte del Tuerto, necesito que me consigas ese sumario, Juan de Dios.

– Mañana mismo te lo miro. ¿Tienes alguna idea de qué ocurrió?

– La verdad, no. Pero me da que lo del incidente fue una maniobra de distracción. Había un coche al otro lado de la calle. Mañana haré unas averiguaciones al respecto, quiero pasarme por la casa de enfrente a hacer una gestión. No tengo muy claro lo que pudo pasar, pero me da que éste es un asunto complejo y raro, muy raro.

– Por cierto -dijo López Carrillo tendiendo una esquela a Ros-, aquí tienes la dirección del hijo de Monturiol. Creo que el hombre no está para fiestas.

– ¿Cómo?

– Sí, ya sabes, en este país se encumbra a la gente y luego, de golpe, se la deja caer sin más. Me da que pasó de ser un héroe en su momento para caer en el anonimato. Una pena, según se dice, porque creo que fue un hombre notable.

– Mañana por la mañana iremos a verlo.

– Tengo un asunto urgente, no puedo -contestó Juan de Dios.

– Es igual, Alfredo y yo nos pasamos y luego te lo contamos. Este caso parece complicarse y estamos en blanco con respecto a los icarianos. Es un hilo que no debemos dejar escapar.

Don Alfredo tomó la palabra:

– Esta tarde me he acercado a ver a mi prima. Me temo que cada vez hay más curiosos alrededor de la casa de la calle Calabria. Hoy han enviado a más guardias y éstos han tenido que dar unos buenos cachiporrazos para despejar la calle. Se ha liado una buena, de veras. Lo del Endemoniado ha llamado mucho la atención.

– Mal asunto -repuso Víctor.

– Hay varios periodistas pululando por allí y alguna que otra curandera pegando gritos. Todos quieren ver al Endemoniado y mi prima Huberta comienza a ponerse nerviosa de veras. Sólo faltaba ese maldito cura, Celestino Guadarrama, menudo elemento, está haciendo que la pobre dama pierda la poca cordura que podía quedarle.

– Me gustaría verlo en un ataque. A don Gerardo, digo, igual así salíamos de dudas y sacábamos algo en claro… -dijo Víctor.

– ¿Para qué? -preguntó López Carrillo.

– No sé, a lo mejor aclarábamos alguna cosa más.

– No creo que sea bueno para la salud de Gerardo, Víctor.

Este puso cara de pensárselo y ladeó la cabeza al momento, como el que sale de un gran error.

– Perdona, Alfredo, tienes toda la razón. No sé en qué pensaba, pero es que me niego a creer en la posibilidad de que éste sea un suceso paranormal. Sabes que nos hemos visto en situaciones similares y siempre hay una mano muy humana detrás.

– Ya, pero la propia mujer cree que hay algo sobrenatural en el asunto -dijo López Carrillo-. Para mí es evidente que se fue de juerga a París, como poco, y cuando se le acabó la pasta, un par de chulos le dieron una buena somanta de palos.

– Buena teoría -apuntó Víctor sonriendo.

Se hizo un silencio. Pensaban.

– Bueno, señores -dijo don Alfredo-. Uno que se va a la piltra.

– Estás viejo, amigo -contestó Víctor a la vez que hacía un gesto al camarero para pedir otra botella-. Juan de Dios y yo nos quedaremos aquí, a la fresca, hablando de los viejos tiempos. Si no tienes prisa, claro.

– Nada me apetece más -contestó López Carrillo mientras encendía con parsimonia un buen Veragua que había sacado del bolsillo de su chaqueta.

Charlaron sobre la ciudad que crecía y cambiaba. Aquella misma semana se había inaugurado la Cascada, una inmensa fuente con un impresionante conjunto escultural que desembocaba en un pequeño lago en los ahora jardines de la Ciudadela. Poco a poco aquel parque comenzaba a convertirse en un espacio dedicado a los ciudadanos, como históricamente demandaba la ciudad.

– Habrá que ir a verla -dijo Ros.

– Es impresionante, te gustará. El parque está quedando muy bien.

– ¿Aquello progresa? -preguntó Víctor.

– Sí, sí, gracias a la insistencia de Prim, al que aquí recuerdan con cariño, y aprovechando el periodo revolucionario la Ciudadela fue derruida, apenas quedan tres edificios, pero la idea de convertirla en un gran espacio para solaz de la población avanza lentamente. Antes de que se construyera la fortaleza allí había un barrio, la Ribera, que fue derruido. Ahora, al tirar los muros y devolver ese espacio a la ciudad, muchos de los antiguos propietarios han reclamado indemnizaciones y eso, unido a que el presupuesto municipal es escaso, está ralentizando mucho las reformas.

– Este país cambia, amigo, pero muy lentamente. Como un dinosaurio que despierta después de una siesta de millones de años. No se puede luchar contra el sistema, pero tenemos la obligación de hacerlo.

Capítulo 4

A la mañana siguiente, tras desayunar como es debido, Víctor y don Alfredo tomaron un coche de alquiler y se llegaron a Sant Martí de Provençals. No tardaron en hallar la casa del hijo de Monturiol, donde residía el inventor con su mujer, rodeado de sus hijas y nietos. Los recibió en una especie de despacho-taller donde permanecía enfrascado en complejísimos cálculos matemáticos.

A Víctor le pareció un hombre cansado. Calvo, de pelo cano, lucía unas inmensas patillas y unos bigotes blancos que enmarcaban un rostro severo, serio y pleno de determinación.

– Ustedes dirán -dijo sin apenas levantar la cabeza de su trabajo.

– Inspectores Ros y Blázquez -anunció Víctor.

– Dejen sus tarjetas ahí -contestó el inventor sin mirarlos. Era uno de esos hombres dotados de una gran energía, capaces de hacer varias cosas a la vez- Sean breves, el tiempo es oro.

Víctor comprobó algo sorprendido que en el cuarto había un crucifijo y algunas imágenes religiosas. Monturiol, por primera vez, los miró:

– No se asuste, joven, y no mire así mis cosas, con los años he redescubierto la religión. Pero digan, digan…

Los dos policías se miraron. No sabían muy bien cómo atacar el asunto:

Queríamos preguntarle sobre Icaria -se atrevió a decir Ros. Monturiol había vuelto a su trabajo.

– Aquello fracasó. Pura utopía. Como tocio.

Estaba claro que no iba a ponerles las cosas fáciles.

– Ya, pero usted fue el… líder del grupo en Barcelona.

– He sido muchas cosas, joven. Yo soy el inventor de un sistema para mover los submarinos con motor y de otro para generar oxígeno dentro de la nave; he inventado una máquina para fabricar carpetas, otra para imprimir papel de música, otra para liar cigarrillos, por no hablar de mi fusil, llamado la «culebrina»; diseñé un tranvía-funicular y un velógrafo; también he sido el descubridor de un procedimiento para sacar papel engomado que llegué a introducir en la Fábrica Nacional del Sello cuando fui su director y, ¿saben?, no me ha servido de nada. Me hallo enfermo, viejo y cansado. Bien es cierto que mis submarinos, los dos Ictíneo, gozaron del apoyo económico y emocional de unos cuantos buenos amigos, pero ¿tuve ayudas de la Administración? Ninguna. Ni siquiera la sociedad catalana, que tanto me encumbró en su momento, ha sabido valorar mis invenciones. Ahora he de verme acosado por las deudas, acogido por mi hijo, y dirán ustedes: ¿para qué?

Víctor y don Alfredo se miraron. Aquel hombre parecía cargado de razón.

– Intentamos resolver un secuestro, don Narcís -dijo Ros-. Hemos hallado una pista: alguien grabó la palabra «Icaria» en el interior del coche del secuestrado, don Gerardo Borras.

Monturiol levantó la cabeza por segunda vez en toda la entrevista:

– Maldito sea -profirió.

Volvió a sus cálculos al momento y dijo tras un rato de silencio:

– Sólo hay dos hombres a los que nunca perdonaré, y bien que me pesa. Uno, un secretario que se enriquece en Inglaterra con un invento mío para conservar la carne, y el otro, ese maldito mercader que usted ha nombrado.

– ¿Don Gerardo?

– En efecto. Nunca me gustó.

– ¿Lo conocía?

– Ojalá nunca se nos hubiera arrimado. Recuerdo que fue en torno a 1848, cuando Cabet se animó al fin a crear su ciudad, Icaria. El lugar elegido fue Estados Unidos. Se esperaba a unos veinte mil icarianos y sólo se sumaron setenta. Nuestras relaciones con Cabet eran excelentes; de hecho, dos años antes, un joven idealista, Gerardo Borras, había acudido a París enviado por nosotros con unos buenos dineros. Supo ganarse la confianza de nuestro líder, no en vano era un gran contable. Se pusieron en sus manos todos los fondos que los icarianos habían recaudado a lo largo del orbe y se adelantó para comprar los terrenos. El muy ruin se puso de acuerdo con el vendedor y entre los dos se embolsaron la mayor parte del dinero. Hicieron ver que el precio pagado era más alto y a Cabet le endosaron un terreno cerca de Shreveport, Luisiana, que era arenoso, pantanoso y estaba lleno de mosquitos. Nada se pudo probar, pues el vendedor y el comprador, Borras, que actuó en representación de la comunidad, decían que ése era el precio que se había pagado. Un timo. Fueron tres catalanes a Icaria. Uno de ellos, Rovira, un buen amigo mío, se pegó un tiro en Nueva Orleans a consecuencia de aquel fracaso. Cabet murió apenado en Illinois. Unos años después, Borras volvió a casa como un hombre rico. Maldito.

– Menuda historia -dijo don Alfredo.

– O sea, que es posible que los icarianos hayan querido vengarse-repuso Ros.

– ¿Qué icarianos? -contestó con tristeza Monturiol.

Quedaron en silencio. Aquel hombre volvió de inmediato a sus quehaceres y los ignoró de nuevo.

Salieron de allí apesadumbrados. Aquél era un inventor, un idealista, que había querido mejorar la sociedad en la que vivía y había terminado olvidado y frustrado, triste e impotente.

Como su modelo, Cabet.

Antes de subir al coche de alquiler, la mujer de Monturiol les despidió con una frase muy profética:

– Algún día, los logros de mi marido serán reconocidos, pero no creo que él viva para verlo.


Después de aquella triste experiencia acudieron a la calle Calabria. La pista de los icarianos tomaba fuerza. Allí, frente a la puerta, Ros colocó una piedra más o menos a un par de metros de la acera. Hizo lo mismo tomando como punto de partida la acera contraria y se quedó mirando hacia el suelo.

Medía la distancia que quedaba entre los dos carruajes.

Había una treintena de curiosos a la puerta de la casa de los Borras. Querían ver al poseído, pero, a falta de otro espectáculo, se acercaron a mirar las extrañas maniobras del detective.

– Puede hacerse. Apenas dos metros -dijo Ros mesándose la barba-. Aunque sacar a un hombre de un coche y pasarlo a otro a rastras es complicado, y a poco que se resista… difícil negocio. Aunque…

Víctor seguía mirando, ensimismado, el suelo. Había una boca de alcantarilla entre el espacio que aquel día ocuparon los dos carruajes.

– ¡Eeeeh!

Un grito y el fuerte brazo de don Alfredo que tiró de él le hicieron apartarse.

– No puedes estar aquí en medio -repuso Blázquez-. Ese coche casi te aplasta.

– Sí, sí -dijo Ros sin abandonar su mundo-. Quizá por la alcantarilla. Habrá que echar un vistazo. Pero ahora, hagamos la gestión que nos ha traído aquí.

Víctor llamó al picaporte de la casa de enfrente. Era bonita, aunque más modesta que la de los Borrás, pues estaba terminada en ladrillo rojo y las ventanas eran de madera blanca, con tiestos repletos de geranios que colgaban de dos pequeñas balconadas del primer piso.

Abrió una criada pequeña y de tez muy morena.

– ¿Los señores de la casa? -preguntó Víctor tendiendo su tarjeta.

Los hicieron pasar a un pequeño y luminoso salón, con cortinas de terciopelo rojo y con una estantería repleta de libros. Allí bordaba una joven, muy hermosa, y un anciano dormitaba en una silla de ruedas junto a la ventana.

– No tema, señora -afirmó Víctor-. Soy el inspector Ros y vengo a hacerle unas preguntas sobre el secuestro de un vecino, don Gerardo Borrás.

– ¿Cómo?-dijo ella, quien, tras ponerse en pie, tendió la mano a los recién llegados-. Pero, no sabía…

– Descuide, todo se está llevando en secreto. Cuento con su total discreción. Aunque la prensa ya ha hincado el diente al asunto, me temo -ella asintió-. Aquí mi amigo, el inspector Blázquez. Hemos venido desde Madrid.

– Tomen asiento. Felisa, café y pastas -ordenó la joven-. Me llamo Rosa, Rosa Guerra, y éste es mi padre, don Faustino Vicente, teniente coronel retirado. Está enfermo, a ratos demente. Yo lo cuido, pues mi madre murió cuando aún vivíamos en Filipinas.

La criada entró, dejó una bandeja de plata con la tetera y las pastas, y Rosa Guerra hizo los honores.

– Con leche, dos terrones -dijo Víctor.

– Yo solo, sin azúcar -añadió don Alfredo.

Se hizo un corto silencio y ella repuso:

– Ustedes dirán.

Víctor tomó la palabra:

– Su vecino, don Gerardo, fue secuestrado hace ahora un mes y creemos que lo hicieron aquí mismo, delante de su propia casa. En ese preciso momento había dos carruajes en la calle: uno, el de su vecino, y otro que paró aquí en su puerta. Sé que debe de ser imposible acordarse de ello, pero ¿recuerda usted si pidieron un carruaje por aquellos días?

– Rotundamente, no.

– ¿Cómo?

– Que no. Mi padre está inválido y no sale nunca, y yo, cuando lo hago, apenas doy un corto paseo y voy a misa. No uso carruaje, no tenemos, y tampoco suelo alquilarlos. No hemos tenido una sola visita en años, mi padre no tiene ni un solo amigo o familiar en la Península.

– Vaya -dijo Víctor-. Esto resulta muy interesante, porque… -añadió mirando a su amigo-. Si esta joven no pidió un coche, ¿qué hacía uno parado en su puerta en la mañana de autos?


Víctor y don Alfredo aguardaban a Juan de Dios López Carrillo sentados a una mesa del Gran Restaurant de France, conocido más popularmente como Justin. Era un local lujoso, situado en el número 12 de la plaza Real, donde según decían se comía muy bien.

Esta plaza, que quedaba muy cerca de las Ramblas, era sin duda la obra más destacable de Francesc Molina i Casamajó. Formaba parte de un viejo proyecto que pretendía desarrollar un eje que comunicara las Ramblas con el futuro parque de la Ciudadela. La plaza Real era un recinto sereno, alejado del bullicio de las Ramblas, y que se comunicaba con el exterior por tres bellos pasos para peatones. Las farolas, de seis lámparas, eran un diseño de un joven arquitecto que comenzaba a despuntar, Antonio Gaudí, y en el centro destacaba una fuente de hierro con las Tres Gracias.

Pese a que la plaza, de reminiscencias obviamente europeas, había sido concebida como lugar de residencia de familias bien, iba poco a poco cediendo el testigo al paseo de Gracia y a zonas más amplias del Ensanche. Aun así, era hermosa, con unos amplios arcos que llegaban hasta el segundo piso de los edificios, la bella cornisa y sus características buhardillas. En el restaurante, los dos policías aguardaban en una buena mesa rodeados de hombres de negocios y prebostes que aprovechaban aquel local para relacionarse y hacer negocios que les reportaban pingües beneficios.

– Mira, ahí está -dijo Víctor señalando con la barbilla a la vez que apuraba su vermú.

López Carrillo agitó la mano y se dirigió hacia ellos:

– No he podido llegar antes -dijo mientras tomaba asiento.

– Hemos pedido ya para los tres -apuntó Víctor-. Si no te importa. Lomo relleno con alubias, creo que aquí lo hacen especial, y luego bacallà a la llauna.

– Perfecto, perfecto. Estoy hambriento. Tráigame una cerveza, por favor -indicó López Carrillo al camarero, a la vez que atacaba un trozo de pan-. Luego pediremos un vinito, aquí la bodega es excelente.

– ¿Has hecho los deberes?

– Sí, lo tengo, aunque me ha costado trabajo encontrarlo. ¿Y vosotros?

– Algo hemos adelantado -dijo Víctor.

Don Alfredo tomó la palabra:

– En la casa de enfrente no habían pedido ningún coche, así que debemos suponer que estaba ahí parado por algún motivo.

– ¿Como cuál? -preguntó Juan de Dios con la boca llena de pan.

– Hacer de pantalla. Con un coche a cada lado de la calle, lo que pasara en medio quedaría medio oculto a los ojos de la gente. Además, el incidente del Tuerto hizo que todo el mundo mirara hacia allí. Ese fue el momento. O lo metieron en una alcantarilla que había entre los dos coches o lo subieron al carruaje que había en la casa de enfrente. Los dos coches estaban a un paso.

– Ya.

Les sirvieron el primer plato y López Carrillo pidió un buen vino.

Víctor, tras entornar los ojos al probar aquella delicia, dijo muy resuelto:

– Hay otra cosa: el incidente. Si el Tuerto hubiera montado el numerito él solo atacando una pobre viandante, la cual me parece probado que no estaba en el ajo, el mismo cochero hubiera podido bajar en su ayuda…

– ¡Y entonces hubieran secuestrado a don Gerardo!

– No, el cochero se habría dado cuenta al volver -dijo Víctor-. No sé por qué pero quisieron ganar tiempo. Era obvio que lo querían trasladar a algún sitio. Los secuestradores quisieron que el cochero se llegara hasta el apeadero. Eso les dio, al menos, una hora extra para escapar. Por eso intervinieron dos hombres, bien vestidos, que redujeron al Tuerto. Para que la gente mirara hacia allí pero el incidente no interrumpiera la salida del coche de don Gerardo.

– No lo veo claro -dijo don Alfredo-. Me parece muy retorcido. Además, eso implica que hicieron falta dos hombres para reducir al Tuerto, el propio Tuerto y, como poco, otros dos más para reducir a don Gerardo. O sea, un mínimo de cinco tipos.

– ¿No estará metido el cochero? -preguntó López Carrillo con mirada desconfiada.

– No creo -continuó Víctor-. Tenemos muchos puntos que aclarar, amigos. Pero por ahí van los tiros. Aquello fue una maniobra de distracción. Roma no se hizo en un día.

– Sigo sin verlo claro, Víctor, ¿cómo iban a trasladar a un tipo contra su voluntad de un coche a otro en tan poco tiempo? Es, simplemente, imposible.

Víctor se quedó pensativo y declaró:

– Ahí me pillas, sin paliativos. Tendré que buscar una teoría alternativa. Junto al apeadero hallé un montón de tierra que me da qué pensar, no sé. Tal vez saltó. ¿Y qué hay de lo tuyo?

Mientras servían el bacalao, y tras limpiarse con la servilleta, López Carrillo dijo:

– En respuesta a tu pregunta, Víctor, te diré que me ha costado encontrar el atestado porque nadie se acercó a identificar el cadáver ni se interesó por el cuerpo. Agapito Marín, alias el Tuerto, salió de la cárcel tras su fechoría del sombrero en la calle Calabria el 18 de mayo por la mañana, n las siete y cuarto. A las dos de la tarde del mismo día yacía en el depósito del cementerio a consecuencia de una puñalada en el corazón. Lo enterraron donde los indigentes, en una fosa común. He podido hablar con el médico que certificó la defunción: una sola herida, mortal, una buena cuchillada que entró por la axila izquierda, por detrás, buscando el corazón. Según me ha dicho el matasanos, «un trabajo de profesional».

Víctor sonrió como diciendo: «Ahí lo tenéis. Un trabajo de profesionales».

– Me parece de perogrullo que a este fulano se lo quitaron de en medio. Es mucha casualidad que lo mataran nada más salir de la cárcel tras el incidente. Esta misma tarde espero poder hablar con su hijo, en un pequeño poblado de chabolas junto a la Sagrera -dijo Ros.

– No deberías ir por allí -repuso López Carrillo- Ni siquiera nosotros entramos en esos sitios, ¡ni la Guardia Civil!

– Descuida, lo tengo bien atado.

Juan de Dios dijo entonces:

– Esta tarde he recibido una esquela del gobernador civil, dice que quiere resultados, que tanta histeria no es buena y que ahora que están las cosas tranquilas no quiere complicaciones. La idea de que pueda ser un asunto de socialistas le pone los pelos de punta. Prefiere incluso lo del infierno.

– Ya -dijo Víctor.

Permanecieron en silencio, pensativos.

Ros tomó de nuevo la palabra:

– Os diré qué haremos, éste es el plan. Por cierto, este bacallà está de muerte…

– Víctor, el plan -dijo don Alfredo.

– Sí, sí -repuso Ros volviendo a entornar los ojos-. Alfredo, tú, con la familia, no te despegues de ellos. Por si el Endemoniado recupera la cordura. Observa mientras tanto por si ves algo raro. Vigila. Tu sobrino, ese…

– Alfonsín.

– … eso, no me gusta ni un pelo. Tú, Juan de Dios, a lo tuyo, sigue con tus cosas, Iremos necesitando que nos mires informes en comisaría, como ahora. Y yo, a lo mío, a patear la calle. Comenzamos a intuir el buen husmillo. Y ahora, amigos, disfrutemos de este placer, que enseguida vienen los postres y me han dicho que aquí hacen una crema catalana de impresión.


Madrid, 15 de junio de 1881


Querido Víctor:


Comienzo a escribirte estas líneas pese a que aún es pronto y no he recibido noticias tuyas. Aquí, en casa, todo va bien. Los niños preguntan por ti constantemente y yo les digo que su papá está persiguiendo a los hombres malos. La prensa recoge los detalles del caso que has ido a investigar: lo llaman «El caso del Endemoniado de la calle Calabria», y debo decir que los hechos que relatan me ponen los pelos de punta. Mantenme informada de todo, porque ardo en deseos de saber. Ni me planteo otra línea de investigación (conociéndote como te conozco) que el posible secuestro. Ten cuidado, me parece obvio que tratas con gente inmoral. ¡Hacerle algo así a un pobre hombre!

Nuria y Teodoro siguen bien, cumpliendo con los trabajos de la casa y viendo crecer a su retoño, que dicho sea de paso hace buenas migas con nuestro Victítor. Sé que te agrada que juegue con el hijo de los criados y no se lo recrimino. Tu «preferida», Blasa, sigue como siempre. Ahora que te has ido se empeña en cocinar tus platos favoritos. Al final será verdad que te tiene manía. Mi madre y su conde acaban de llegar de Lisboa de ver a mi hermana Aurora. ¡Parecen tan felices!


Espero que vuelvas pronto. Siempre tuya, te quiere,


Clara


Después de dormir una reconfortante siesta, don Alfredo acudió a la casa de la calle Calabria y Víctor se dirigió dando un paseo hacia la oficina de don Gerardo Borrás. López Carrillo tenía asuntos pendientes en la comisaría y había prometido averiguar algo más sobre la muerte del Tuerto.

La oficina de don Gerardo era amplia, bien iluminada y parecía funcional, moderna, propia de un hombre práctico. Allí trabajaban dos oficinistas más su secretario personal, Guzmán, un tipo con cara de roedor, fino bigote, pulcro y muy delgado.

Víctor le hizo saber que quería ver el despacho del desaparecido hombre de negocios y de inmediato lo llevaron a un despacho lujoso, con alfombras y amplias ventanas. Había una inmensa chimenea y las cortinas eran de terciopelo rojo. Se acercó a una gran estantería repleta de libros y extrajo uno: Ivanhoe. Era un libro de pega. Sólo tenía lomo, una excentricidad de nuevo rico que pretendía dárselas de hombre culto.

– Los cajones -dijo.

Guzmán abrió los dos primeros cajones de la mesa del despacho de su jefe: había dietarios, algún pagaré y cartas comerciales.

– Abra el tercer cajón, por favor.

– No tengo la llave, es de uso personal.

– Ya -dijo Víctor.

Entonces tomó una carta escrita de puño y letra del propio Endemoniado y sacó la copia del grabado hallado en su carruaje, el que rezaba: «Icaria», para comparar las escrituras.

Su cara dibujó al instante una amplia sonrisa. Se giró y dijo:

– ¿Podría aclararme la naturaleza de las actividades de su jefe?

– Pues, comenzar, comenzar… lo hizo como constructor. No crea, ha ganado mucho dinero con el asunto del Ensanche, pero últimamente hemos ido diversificando los riesgos y hemos invertido en textiles, en varias fábricas. También hemos adquirido varios barcos y traemos materias primas desde Filipinas y llevamos allí manufacturas.

– ¿Hemos?

El otro, algo azorado, repuso:

– Perdone, llevo catorce años en la empresa y me implico mucho en ella. Don Gerardo me consulta en casi todas sus transacciones y…

– ¿A qué iba a Madrid?

– A comprar tres inmuebles. Quería actuar como rentista. Creo que da dinero.

– ¿A quién se los compraba?

– A tres propietarios distintos. Lo hacíamos a través de un corredor.

– ¿Su nombre?

– Augusto de las Heras.

Víctor tomó nota:

– Haré que lo investiguen -dijo-. ¿Iba a hacer algo más su jefe en Madrid? No mienta.

Guzmán puso cara de pensárselo y entonces comentó en voz baja:

– Bueno, disponía de cierta información. Al parecer, se rumorea que hay un caballero en Barcelona, un gallego llamado don Eugenio Serrano, que ha tenido una idea para la que pretende recabar apoyos: realizar una Exposición Universal. Al principio la gente se lo tomó a broma. Aún hay quien hace chanzas al respecto, pero mi jefe, según me dijo, adquirió cierta información de primerísima mano que indicaba que la cosa saldrá adelante. Por eso iba a Madrid, a cerrar unos contratos con varias empresas que serán proveedoras. Quería hacerse con la exclusiva.

– ¿Qué empresas?

– No lo dijo.

– ¿En qué hotel iba a hospedarse?

– En el Londres.

– ¿Hizo usted la reserva?

– No, me dijo que la haría él aprovechando que iba a pasar por correos: envió un cablegrama. -Ya veo. ¿Hay caja fuerte?

El secretario, solícito, se giró y descubrió la caja de caudales, que quedaba tras un cuadro que había sobre la silla de don Gerardo. Giró varias veces la ruedecilla y abrió la gruesa puerta de pesado acero.

Enmudeció señalando hacia el interior de la caja.

– ¡Est… est… está vacía! -exclamó.

– ¿Cómo? -Víctor miró al interior-. ¿Qué falta? ¿Qué había dentro?

– Dinero, mucho dinero. ¡Y valores! Casi toda la fortuna del señor Borrás estaba invertida en acciones y bonos.

Víctor se aplicó al momento, impregnando tanto el interior como el exterior de la caja fuerte con unos polvos que sacó de una cajita que llevaba en el bolsillo de su chaleco, luego tomó una lupa y echó un vistazo detenidamente.

– No hay huellas -dijo-. ¿Quién conocía la combinación?

– Don Gerardo y yo mismo.

– ¿Se puede forzar esta caja?

– ¡No, por Dios! Es una Eagleston, es americana y es inviolable.

Víctor volvió sobre sus propios pasos. -Apártese -ordenó el detective empujando al secretario con el brazo.

Sacó una pequeña navaja del bolsillo y se agachó, introduciéndola en el cierre del tercer cajón de la mesa de despacho.

– Pero… ¡debo protestar! -exclamó Guzmán. Una sola mirada de Víctor, fría y plena de determinación, lo hizo apartarse.

Víctor dio un golpe seco y el cierre salló.

En el cajón había multitud de fotografías de damas en ropa interior, algunas estaban desnudas y otras practicaban el sexo con tipos de fieros bigotes.

– Jesús, María y José! -dijo el secretario.

Víctor, sin dejar de inspeccionar el interior del cajón, dijo al secretario:

– Vaya a avisar a la policía, pregunte por López Carrillo; aquí ha habido un robo y tendrán que denunciarlo. ¡Rápido!

Entonces se fijó en una extraña cartulina de color rosa. La tomó en sus manos y la contempló con atención. Parecía una pequeña libreta; el título rezaba: Guía nocturna. Otro subtítulo, algo más pequeño, decía: «Casas de huéspedes para caballeros». Debajo, el precio, cincuenta céntimos.

La abrió, era una guía detallada de los mejores burdeles y casas de citas de Barcelona. También había nombres de chicas como La Francesa, Pepita o Chantal. Aquello no le sorprendió, la verdad. Don Gerardo no era tan pío, o al menos tan probo esposo como pensaba doña Huberta. Echó un vistazo y comprobó que había subrayada una casa: Las Hijas de Venus, en la calle Quintana. Había anotado un nombre al lado, Joaquina Vendrell. Tendría que ir a ver. Decididamente, don Gerardo era un tipo más complejo de lo que parecía: antiguo socialista, traidor a la causa, timador y, ahora, mujeriego. Aquel hombre tenía su miga.


Eran más de las ocho cuando Víctor hizo su entrada en la chabola de Rosalía.

– Ahí lo «tié usté» -dijo la mujer señalando a un crío que esperaba sentado en una silla con el asiento de esparto-. No vea lo que me ha costado traerlo, es listo y resabiado como él solo.

Eduardo era un niño alto, espigado. Estaba demasiado delgado, era evidente que pasaba hambre; de rostro agraciado aunque muy sucio, tenía unos hermosos ojos verdes de enormes pestañas que daban a su mirada un cierto aspecto felino. Era un pícaro, estaba claro, sus ojos brillaban inteligentes y escrutadores. Cuando Rosalía se le acercó tomó tierra del piso y se la arrojó a los ojos, lanzó la silla sobre Víctor y corrió hacia la puerta. El detective, que había caído al suelo por el impacto, logró estirar la pierna haciéndole tropezar, por lo que pudo abalanzarse sobre él para retenerlo. Se sentó encima del crío y le sujetó los brazos mientras éste le escupía diciendo: -¡A mí, no! ¡No!

Víctor tuvo que protegerlo de las iras de Rosalía, que quería emprenderla a golpes con aquel rapaz, a la vez que le gritaba:

– ¡Soy policía, Eduardo, soy policía!

Viendo que el crío no se calmaba, le puso las rodillas sobre sus brazos, sujetándolo con fuerza, y le mostró la placa. A continuación sacó el revólver y lo lanzó lejos, a un rincón.

– ¿Ves? -dijo-. No tienes nada que temer.

Rosalía había tomado asiento en la silla frotándose los ojos con un paño húmedo mientras soltaba lindezas. Entonces Ros se levantó de un salto y se separó todo lo que pudo del chico, que se quedó sentado en el suelo.

– Sólo quiero hablar contigo, hijo.

Eduardo guardó silencio, pensativo. Se levantó. Llevaba unas botas que daban pena, a través de una de ellas se le veía el dedo del pie, que incluso se salía del calcetín de color rojo por un orificio. El otro calcetín era marrón y el pantalón, que le quedaba muy ancho, ni siquiera le llegaba a los tobillos. Quedaba sujeto por un único tirante que, cruzado, lo mantenía en su sitio. Debajo llevaba una camisa que un día fue blanca y cubría su cabeza con una inmensa gorra de obrero.

Se quitó la gorra y quedó al descubierto su pelo, corto, de punta y de color castaño claro.

– Perdone dijo -. Al verlo a usted tan trajeado pensé…

– Sólo estoy intentando aclarar qué le pasó a tu padre. Quiero cazar al hombre que lo mató.

El crío parecía más tranquilo.

Víctor le dejó unas monedas a Rosalía y dijo:

– Ven, Eduardo, vamos a que comas algo.

Salieron de aquel poblado sin decir palabra y, tras coger un coche de alquiler, llegaron al puerto. Desde allí se plantaron en un momento en una horchatería de la calle Santa Mónica, donde Víctor pidió una limonada y un buen vaso de leche con magdalenas para el crío. El camarero, un tipo estirado de pelo rizado, lo miró extrañado. Mostró la placa y aquél desapareció para buscar lo que le habían pedido.

– Tu padre -empezó Víctor-, ¿sabes quién lo mató?

El chaval miró al suelo.

– Veamos -volvió a decir el detective-. ¿Sabes si Agapito estaba metido en algún lío? Eduardo comenzó a hablar.

– No lo veía mucho. A veces, con suerte, un par de veces a la semana.

– Era carterista, ¿no? Se sacaría unos buenos dineros. Es un oficio que da rendimiento -repuso Víctor, recordando la época en que era un raterillo como Eduardo.

– No crea -dijo el crío-. Bebía mucho y le temblaba la mano. La gente de la calle decía que había perdido «el toque».

Trajeron el refrigerio.

– Come -dijo Víctor.

Lo contempló mientras mojaba las magdalenas y se las introducía, casi enteras, en la boca. No tenía modales, pero sí mucha hambre. Recordó cómo su mentor, don Armando, lo había sacado de la calle cuando apenas era un crío para convertirlo en policía. Quizá era ley de vida, quizá él debía hacer otro tanto con alguien como él, con Eduardo. Sintió pena por el crío.

– ¿Tu madre?

– Murió; cólera.

– Lo siento, hijo.

– No lo sienta, no la conocí.

Víctor volvió a compadecerse.

– ¿Dónde vives?

– Ahora, en la calle, claro. ¿Dónde si no?

– ¿Y en invierno?

– Buf, ya veremos.

– ¿Y de qué vives?

– Hago recados.

– ¿Qué recados? -Dos damas que iban a sentarse a una mesa miraron al crío con asco y siguieron su camino. Víctor tuvo que controlarse para no soltarles cuatro frescas.

– Pues recados, llevo paquetes para gente.

– Ya. ¿Robas?

– Claro, en la Boquería sobre todo. Para comer. Pero no va a detenerme por eso, ¿verdad? -dijo Eduardo mirándolo con malicia y deparándole la mejor de sus sonrisas. Se le notaban los hoyuelos de las mejillas. Era un crío.

– ¿Estaba tu padre metido en un lío? -insistió.

– No sé, él hacía su vida y yo la mía. A veces venía a la chabola a dormir y a veces no, pero casi nunca me hablaba. Sé que algo se traía entre manos con el enano ese, el de las chicas.

– ¿El de las chicas?

– Sí -dijo Eduardo sin dejar de mirar el vaso y la magdalena que mojaba-. Un enano, de negro, que siempre va con un perro pequeño, a veces viene y se lleva chicas del poblado, ya sabe… pagan bien.

– ¿Chicas? ¿Para qué?

El otro lo miró como si fuera tonto.

– Pues para algunos caballeros de mucho parné a los que les gustan sin estrenar. A mí me dijo una vez que si quería ir, pero le dije que no, que no quería. Es un alcahuete.

Víctor sintió más pena aún de que aquel crío supiera tanto de la vida.

– Y esas jóvenes, ¿vuelven?

– Pues claro.

– ¿Y les pagan bien, dices?

– El lo arregla con sus padres.

Víctor sintió asco. La pobreza sólo traía aquellas cosas. Volvió a preguntar:

– ¿Podría hablar con alguna de ellas?

– No, bueno, de las que han ido sólo conocía a la hermana de mi amigo Sebastián y regresó a Cáceres con sus padres. Fue varias veces y venía contenta, decía que le daban cosas bonitas. Pero debió de ponerse enferma, porque estaba siempre muy pálida y decidieron volverse al pueblo a que se recuperara. Dice la gente que ganó mucho dinero para la familia.

– Ya. Dices que tu padre tenía algo con él. Con el enano.

– Sí, últimamente lo vi con él dos veces, hablando.

– ¿En tu casa?

– No, una vez en las Ramblas y otra en la Boquería. Un día me dijo que iba a conseguir un dineral con un asunto que se traía entre manos. Supongo que con él.

– Ya.

Víctor le dio todo el dinero que llevaba encima.

– No te lo gastes todo de golpe. ¿Tienes dónde dormir?

– Con esta fortuna, ¡claro!

– Bien, Eduardo, estoy en el Hotel Continental. Pásate a verme mañana a la hora de la comida, hablaremos.

– Gracias, señor. Es usted bueno.

– Ahora tengo que irme, hijo, cuídate.

Justo cuando se despedían, el crío le dijo:

– ¿Sabe? Es usted distinto a los demás; aunque va así vestido, como los ricos, en el fondo parece usted uno de nosotros.

Víctor se quedó pensativo. Aquel crío tenía instinto. Como él a su edad.

– ¿Sabe? El Agapito tenía una mujer.

No había dicho mi padre, sino el Agapito, Víctor reparó en aquel detalle. Qué pena.

El crío siguió hablando:

– Sí, se llama Blasa, es mucho más joven que él y trabaja en Sants, en una fábrica de telas. Es de unos ingleses, se llama J. & M. Smith.

– Gracias otra vez. Te espero mañana -le recordó encaminándose al hotel-. Por cierto, ¿cuál es tu comida favorita?

Capítulo 5

Aquella misma noche, durante la cena en el hotel, Víctor contó a sus dos amigos lo que había averiguado. Les refirió la historia de Eduardo sin poder evitar que lo invadiera cierta sensación de pena y remordimiento. También les relató su visita al despacho del secuestrado. Al parecer don Gerardo es un asiduo de los lupanares.

– Quién lo hubiera dicho -exclamó don Alfredo hojeando la Guía nocturna de color rosa-. Si Gerardo era un hombre…

– Sí, probo, lo sé -contestó Víctor, algo cansado de aquella coletilla de doña Huberta.

– Esos son los peores -aseveró López Carrillo-. Dios nos libre de los que se dan golpes de pecho en la iglesia. No hay cosa peor que un hipócrita. Quizá de ahí le vengan esos ataques cuando ve símbolos religiosos. De su pasado libertario y de su doble vida con los asuntos de damas.

Víctor tomó la palabra y dijo mirando a su buen amigo Juan de Dios:

– He telegrafiado a Madrid. Quiero aclarar lo de esos negocios que iba a hacer Borrás. ¿Habéis adelantado algo sobre el asunto de la caja fuerte?

López Carrillo contestó:

– No; parece claro que la combinación sólo la tenían don Gerardo y su secretario, Guzmán.

– Creo que el secretario es honrado apostilló Víctor.

– Eso asegura mi prima -apuntó don Alfredo.

– Le he puesto vigilancia y hemos registrado su casa. Nada. Además, apenas tiene dinero en el banco -añadió Juan de Dios.

– ¿Debemos suponer que don Gerardo se llevó el dinero y los valores? -preguntó Víctor.

Quedaron en silencio. López Carrillo pidió café, coñac y habanos para los tres.

Entonces don Alfredo dijo:

– Pero ¿para qué iba alguien a robarse a sí mismo?

– Es una buena pregunta, Alfredo, es una buena pregunta. Mañana por la mañana me entrevistaré con la joven a la que el Tuerto atacó junto a la casa de tu prima, quiero asegurarme de una cosa.

– ¿Sabéis? -López Carrillo tomaba de nuevo la palabra-. Esta mañana, en la Jefatura de Policía, he podido hablar con uno de los agentes que levantó el cadáver del Tuerto. Según le dijo una testigo presencial, en la agresión no hubo discusión previa. Un tipo se le acercó por la espalda y le metió la navaja por la axila, hasta el fondo.

– Un ajuste de cuentas. Está claro. Una ejecución, buscando el corazón.

– ¿Y por qué había de estar relacionado con el secuestro de Borras? Todo esto es circunstancial -dijo don Alfredo.

– No tenemos otra cosa, piensa, ese hombre se volatilizó, desapareció del interior de su coche. La única, y digo bien, la única posibilidad lógica que entreveo es que aquel incidente junto a su puerta no fuera algo casual, y si así fue, vuelve a aparecer otra nueva casualidad. ¿De verdad no te parece demasiada coincidencia que ejecutaran al tipo al que detuvieron por dicho incidente el mismo día en que quedó en libertad? Piensa: protagoniza el incidente, es detenido, dos días al calabozo y nada más salir lo matan. Es demasiado.

– No sé, chico, no lo veo claro -repuso don Alfredo-. Pero la experiencia me hace tener fe en tu instinto, hijo, no nos queda otra opción que seguir así.

– Bien dicho, amigo, bien dicho. Pero hablemos de cosas más agradables, ¿qué hay de interesante en los teatros de la ciudad, Juan de Dios?


A la mañana siguiente, Víctor se personó en casa de Ana María Velázquez, que vivía en un coqueto edificio de tres alturas situado nada menos que en el paseo de Gracia. Estaba presente el marido, de nombre Julián, al parecer un joven abogado que, salido de la nada, se iba labrando un porvenir en la ciudad. El piso, un principal, denotaba que las cosas les iban bien.

Víctor tomó asiento en un incómodo sofá mientras los dos tórtolos lo hacían en sendas sillas frente a él. Ana María era una joven hermosa, de profundos ojos azules y pelo castaño, lacio. Él era moreno, de ojos marrones, y lucía una perilla recortada seguramente con el propósito de parecer mayor ante sus clientes.

– Bien, bien -dijo el detective mientras sorbía el café que le habían servido-. Cuénteme usted lo del ataque.

– Pues fue una cosa rarísima. Era muy temprano. Yo iba a casa de mi hermana, que vive en esa misma calle, porque tenía que cuidar a su hijo pequeño; ella tenía que ir al médico por un sarpullido que…

– Al grano, querida -le dijo su marido demostrando que sabía de aquellos asuntos.

– Perdón. El caso es que, de pronto, iba yo caminando a paso vivo cuando un borracho, un tipo feo como él solo, tuerto y muy mal vestido, todo harapos, se lanzó sobre mí dando manotazos a mi sombrero diciendo: «¡Moscas, moscas, todo está lleno de moscas!».

– Vaya -dijo Víctor.

– Sí, sí, a voz en grito. Afortunadamente, no pudo arrancármelo porque iba bien sujeto por alfileres; además, dos caballeros que caminaban tras él lo agarraron bien fuerte por los brazos, aunque él seguía gritando.

– Esos dos caballeros, ¿cómo eran?

– Altos, más bien robustos.

– ¿Cómo vestían?

– Bien. Hombre, no creo que fueran de la alta sociedad, si se refiere a eso, pero llevaban traje, creo que los dos de mezcli11a, y bombín.

– ¿Vio sus rostros?

– No me fijé mucho, la verdad. Pero me parecieron muy normales, excepto… -¿Sí?

– Uno de ellos, el más alto quizá, tenía una cicatriz en la cara, junto a la barbilla.

– Bien observado, Ana María -la felicitó Víctor tomando nota-. ¿Le parecieron vulgares o educados?

– Más bien educados.

– Cuando detuvieron al loco, ¿éste siguió gritando?

– Sí, sí, no paraba. De hecho, incluso cuando se lo llevaban los guardias seguía dando berridos.

– Ya.

– Es una pena que esos dos caballeros que me auxiliaron no acudieran a declarar, me hubiera gustado saber sus nombres para agradecerles su intervención.

– Igual eran de fuera y estaban de visita en la ciudad; ¿tenían acento de aquí?

La joven se lo pensó:

– Pues ahora que lo dice… no. Tenían un acento así…, como el de una criada que tuve yo, de pequeña, creo que era sevillana o quizá de Murcia.

– De acuerdo, Ana María, me ha sido usted de gran ayuda. Y ahora, si me disculpan, debo hacer otras gestiones relacionadas con el caso.


Joaquina Vendrell era la madama de una casa de citas de acertadísimo nombre, Las Hijas de Venus, que estaba situada, como tantas otras, en la calle Quintana. Abrió ella misma la puerta e invitó a Víctor a entrar. De inmediato lo acomodó en un salón demasiado recargado, atestado de sillones y con asientos de cuero rellenos de plumas como los que usaban los árabes de los cuentos que Víctor leyera de pequeño. Sentado en uno de ellos, y luchando por no caerse, el detective acertó a preguntar por doña Joaquina, a lo que aquella añosa alcahueta contestó:

– Soy yo, guapo. Tranquilo, que estás en las mejores manos de Barcelona para encontrar el placer, te guste lo que te guste.

Llevaba un vestido ajustado en la cintura, negro, y el pelo bien recogido en un peinado bastante recargado. Iba discretamente maquillada. Parecía haber recibido una buena educación por su porte y maneras. Había sido guapa de joven, no cabía duda.

– No, no -dijo él-. No quiero ver a las chicas.

– ¡Cómo! No me digas que un buen mozo, tan guapo como tú, nos ha salido «rarito»…

– No-continuó mientras sacaba su placa-. Sólo quiero hacerle unas preguntas.

– ¡Acabáramos! Ya pagué la semana pasada.

Víctor hizo oídos sordos a aquel inquietante comentario Y dijo:

– Perdone, pero no es ni mucho menos mi intención importunarla. Mire, investigo un secuestro. He venido de Madrid exclusivamente para ello. El tiempo corre en nuestra contra, porque el secuestrado está como ido. Quiero capturar a los secuestradores y considero que usted podría ayudarme.

– Usted dirá. Por cierto, ¿quiere tomar alguna cosa?

– No, gracias, Joaquina. Se trata de un cliente suyo: don Gerardo Borras.

Ella puso cara de pensárselo.

– No se haga la tonta, sé por experiencia que ustedes conocen hasta el último detalle de la vida de sus clientes. Se hizo un silencio.

– Ya no viene mucho por aquí, pero hubo una época en que fue asiduo de la casa. Ya sabía yo que tú eras rarito… Frecuentaba mucho a una chica de aquí, Laurana.

– ¿Está aquí?

– Pues curiosamente, sí. En este momento está ocupada, pero si espera usted un momento, está con un cura de Badalona que suele aliviarse demasiado rápido, si usted me entiende. Mientras espera, ¿quiere que le atienda alguna chica? Tengo una recién llegada de Cuba que…

– No, gracias, esperaré aquí -repuso él.

En efecto, el cura terminó pronto. Víctor vio salir a un tipo trajeado con un enorme sombrero que medio le tapaba la cara y que en el colmo de la hipocresía se dejó besar el anillo por la dueña del prostíbulo.

– Pase por aquí.

Llegó a una habitación en la que la cama estaba deshecha. Las cortinas eran de terciopelo rojo y había un espejo sobre el lecho. Una joven, de hermoso trasero y turgentes senos, se lavaba sus partes en una jofaina con agua y jabón. Tenía las piernas abiertas, sin asomo alguno de pudor, y sin levantar apenas la cabeza dijo:

– Usted dirá.

– Víctor Ros -repuso él.

Ella giró la cabeza y dijo:

– Tú, yo te conozco.

El rostro de la joven, bastante agraciado, le resultó familiar.

– Sí, en efecto, te conozco. Tú eres el detective de las putas, el que cazó a aquel animal que rajaba compañeras como si fueran cerdos.

– Sí, soy yo.

– Viví en Madrid, Trabajaba en La Casa Rosa. Tú estabas muy encoñado con una chica muy guapa, la llamaban…

– La Valenciana -contestó él, corroborando que el recuerdo de aquella pobre chica aún lo hería profundamente. Se sentía culpable por lo que le pasó.

– Sí, sí -decía señalándose con el índice a la vez que añadía, mirando a su jefa-: este hombre es el único policía serio de todo Madrid. Cuando a nadie le importaba, él se dedicó a seguir la pista de un degenerado que mataba compañeras. En Madrid todas las putas lo adoran.

– Rediez, eso se dice antes -contestó la madama-. Ayúdalo en lo que puedas.

La joven, Laurana, comenzó a secarse. Tenía el cuerpo húmedo y Víctor, de pie a un par de metros, percibía el olor a jabón y a perfume. No pudo evitar fijarse en sus hermosos senos.

– Si gustas… -dijo ella solícita.

– No, no -contestó Ros muy azorado-. Vengo a verte por un cliente tuyo, don Gerardo Borras. La joven hizo memoria:

– Sí, muy buen cliente. Un reprimido que venía aquí a desfogarse como tantos. No creas, era un tipo incansable.

– Dejó de venir.

– Sí, se encoñó con una que conoció en otra casa, una de la calle de la Lleona. No sé si le puso un piso o algo así. Una tiparraca, la Elisabeth, una zorra de la peor calaña. Pregunta allí, ojazos. La madama se llama Petra, dile que vas de mi parte, me conoce y sabe que soy seria.

– De acuerdo -dijo el inspector saliendo de allí a toda prisa-. ¡Y gracias!


No supo bien cómo, pero al llegar a la casa de la calle de la Lleona, tuvo la sensación de que la encargada, Petra, ya lo esperaba. Parecía a la defensiva y ni siquiera lo dejó pasar.

Cuando le mencionó el nombre de Elisabeth escupió en el suelo.

– Si la localiza me lo dice, la tienen que rajar de mi parte -dijo-. Maldito maricón.

– ¿Cómo? No entiendo.

– Sí, que era un tío.

– No le sigo.

– Se vestía de mujer y los volvía locos, y ojito que estaba bien armado…

– Vaya, me sorprende.

– Un mal bicho, guapo, muy guapo, tanto vestido de hombre como de mujer, y con buena educación, muy leído. Facturaba más él solo que la mejor de mis chicas, no crea, tenía una buena clientela.

– Deduzco que su paso por aquí no dejó buen sabor de boca -dijo Víctor intentando disimular su sorpresa.

– No crea, no crea. Como puta era buena, o bueno, de las mejores que he conocido. Cuando quiere dejar satisfecho a un cliente se emplea y los vuelve locos. Es puta, muy puta; reputa, diría yo, y le gusta su oficio…

– ¿Pero…?

– Es un mal bicho, sólo creaba problemas. Se pasaba el día leyendo libros raros, cosas de brujas. Asustaba a las demás chicas y las manipulaba. Le tenían miedo. Decían que podía echarles mal de ojo y que sabía conjuros que le secaban el huerto a la más dispuesta.

– ¿Lo retiró un tal Gerardo Borrás?

– No sé, puede ser. Justo cuando le di puerta me dijo que le daba igual, que se había buscado un buen arreglo. -¿Sabría usted describírmelo?

– Alto, muy guapo, de pelo negro como el azabache y de ojos marrones pero tirando a verdoso, muy parecidos a los tuyos. ¡Qué ojos tienes, morenazo!

– Gracias, señora. Y ése era su alias…

– ¿Su qué?

– Elisabeth era su nombre de guerra, su mote. ¿No sabría usted su nombre y apellidos?.Los verdaderos.

– Pues claro: Paco Martínez Andreu.

Ahora tenía algo a lo que agarrarse. No pensaba dejar escapar aquel hilo, era lo único que tenía. Salió de allí algo perplejo. Don Gerardo era una caja de sorpresas y su amante, Paco, o Elisabeth, no parecía trigo limpio.


Víctor, López Carrillo y don Alfredo aguardaban sentados a la mesa en sus habitaciones del hotel.

– Tú dirás qué esperamos. Primero me sueltas la bomba de don Gerardo y ahora aquí nos tienes, aguardando no sé qué -protestó don Alfredo Blázquez.

– Paciencia -repuso Víctor-. Paciencia. Y aclararé que lo de don Gerardo no es culpa mía. Además, ¿no era de moral intachable?

– Me lo tengo merecido -declaró Blázquez-. Quién lo iba a decir, don Gerardo visitando hombres en un lupanar…

– Hombres… lo que se dice hombres… -apuntó Juan de Dios-. Se llama Elisabeth, ¿no?

– Es un hombre -dijo Víctor-. Sin duda.

– ¿Pero con…? -preguntó don Alfredo arqueando las cejas cómicamente.

– Con todo lo que tienen los hombres -afirmó Ros.

– Fíjate, don Gerardo acostándose con un hombre «armado» y que se disfraza de mujer. ¡Qué cosas! -recalcó Juan de Dios.

– Sí, un hombre tan… -comenzó a decir Blázquez.

– Tan pío, sí, Alfredo, tan pío. Ya lo sé -dijo Víctor sirviendo algo más de vino a sus compañeros.

– Si sigues así, nos vas a emborrachar. ¿Cuándo se come aquí?

Víctor no contestó. Hojeaba el periódico, el Diario de Barcelona, con cierto aire indolente y esperando no se sabía qué. De pronto alzó las cejas, como si algo llamara su atención:

– «Sin noticias de Teresita Jiménez.» Vaya, vaya, ¿qué es esto? «La niña sigue desaparecida y se teme lo peor»

– Un feo asunto-sentenció López Carrillo. -¿Un secuestro?

– Quizá peor. Lo lleva un compañero mío, Ángel Silla. Ha causado cierto revuelo en la ciudad.

– ¿Y eso? -preguntó don Alfredo Blázquez, mirando por encima de sus características garitas.

Juan de Dios tomó aire y comenzó a hablar:

– Pues eso, hará cosa de unos diez días, quizá algo más, una señora volvía al caer la tarde de dar un paseo con su hija de trece años, Teresita. La chica le dijo a su madre que subía a casa de una amiguita que estaba a poca distancia, en la misma acera. Nunca más se supo de ella. No llegó a casa de la amiga. Se evaporó, un misterio. Un periodista que estaba por Jefatura a la caza de noticias supo del asunto y le dio la máxima publicidad en La Vanguardia al día siguiente. Me extraña que no lo hayáis visto, porque han empapelado Barcelona con carteles con una fotografía de la cría. Han comenzado a surgir rumores, ya sabéis, que si hay muchas crías desaparecidas… pero que el asunto se oculta porque son pobres. La gente comienza a hablar y se está desatando cierta psicosis.

– Vaya -repuso don Alfredo-. Pero ¿es verdad? ¿Ha habido varias desapariciones de niñas?

– Pues me temo que sí. Bueno, niñas, niñas… Digamos que mujeres jóvenes de entre doce y diecisiete años.

– Mal asunto -dijo Víctor dando un salto en su silla.

– Sí. El gobernador ha ordenado cautela y discreción. Algunas desapariciones no están del todo constatadas, tened en cuenta que hablamos de gente de clase baja: hay chicas que se fugan o incluso a veces las familias van y vienen, vuelven a sus regiones, en fin, que es difícil saber a ciencia cierta el número. Hay gente que prostituye a sus hijas, o incluso las venden.

– Ya, pero… ¿de cuántas hablamos? -dijo Víctor-. Aproximadamente.

– Pueden ser unas diez.

– Rediez -añadió Ros pasándose la mano por la frente-. Una vez detuve a un tipo así. Fue un caso espeluznante: el Sacamantecas de Almadén, que había secuestrado, violado y asesinado a veinticinco infantes.

– ¿Por qué Sacamantecas? Yo creo que esto debe de esconder un móvil más… sexual. No irás a decirme que el hombre del saco existe, es un cuento con el que asusto a mis hijas para que se tomen la sopa.

– No quieras saberlo, Juan de Dios, no quieras saberlo -dijo Ros.

Entonces se abrió la puerta y apareció un botones y, tras él, un niño escuálido, harapiento y con la cara negra por el tizne.

– Os presento a Eduardo, mi nuevo colaborador. El nos ayudará a capturar a los secuestradores de don Gerardo Borrás.

Los dos amigos de Ros se miraron con sorpresa mientras que éste decía:

– Pasa, pasa, Eduardo, siéntate. Que traigan la comida.

El botones salió del cuarto para cumplir con la orden que le habían dado. Víctor, sirviendo agua en su copa al pilluelo, dijo:

– Aquí mi buen amigo Eduardo es hijo de Agapito Marín.

– El Tuerto -apuntó don Alfredo.

– Exacto. ¡Pero vaya, aquí está!

Todos se giraron para ver cómo entraban un camarero y el maître del restaurante portando una paellera inmensa.

– Tu plato favorito -dijo Ros-. Arroz con conejo.

El crío tenía los ojos abiertos como platos.

– Huele bien, huele bien -dijo López Carrillo.

– Gracias, pueden irse, nosotros solos nos serviremos -declaró Ros y despidió al servicio. Entonces, tomando al crío del brazo, lo hizo levantarse y lo llevó hacia la puerta de su cuarto, que abrió mientras decía-, te diré lo que haremos, Eduardo. Primero comeremos; luego, ¿ves ese pequeño catre que he mandado instalar en mi cuarto? Hay ropa limpia sobre él, te bañarás y te vestirás correctamente. No tires la ropa que llevas ahora, la necesitaremos. Dormirás aquí.

El crío se zafó del brazo del detective y dijo:

– Pero ¿qué quiere?

Era todo desconfianza. Víctor lo miró con calma y repuso:

– Ayudarte, Eduardo, ayudarte. Aquí estarás bien, comerás y dormirás a cubierto.

– Ya, y luego… ¿qué? ¿Qué querrá a cambio? Es usted un pervertido como los demás.

– No, te dije que quiero cazar a los energúmenos que mataron a tu padre. Tengo mujer e hijos. Créeme, yo fui como tú. Sé lo que piensas. No quieres depender de nada ni de nadie, te crees fuerte, invulnerable, eres listo y la policía nunca te cogerá, ¿verdad? Pero en el fondo tienes miedo, estás cansado y te gustaría tener algún lugar al que volver, alguien que se preocupara por ti, ir a la escuela y jugar, como un niño.

El discurso hizo su efecto. Dos lagrimones caían por las mejillas de Eduardo. Don Alfredo lo tomó de la mano y le dijo:

– Ven, mi nieta tiene tu edad. Comamos.

Se sentaron a la mesa. López Carrillo comía incluso con más ansia que el niño vagabundo, por lo que Víctor y don Alfredo rieron divertidos.

– ¿Está bueno? -dijo Ros.

– Sabe a gloria -repuso Eduardo.

– ¿Y dices que este pilluelo te ayudará? -preguntó Juan de Dios mientras atacaba una pata de conejo-. ¿Cómo? A la que te descuides te sisará la cartera.

Víctor miró al crío muy serio:

– Esta tarde iré a ver a la mujer que me dijiste, a la novia de tu padre, ¿vendrás? -Entonces aclaró a sus compañeros-: Trabaja en J. & M. Smith.

– Ten cuidado Víctor, esta tarde habrá algarada por allí -dijo Juan de Dios sin levantar la cabeza del plato.

– ¿Cómo?-dijo Ros

– Sí, los anarquistas y los socialistas preparan una huelga, un paro, creo. La gente no está por la labor pero…

– ¿Y cómo lo sabes? Poveda, claro.

– Y otros. Tenemos gente infiltrada, hombre, asisten a las asambleas y nos adelantamos a sus planes.

– Vaya. Sí que le dedicáis energías al asunto -exclamó Ros-. Eduardo, tú tienes amigos en la calle, gente de tu edad, ¿no?

– Sí -dijo el crío.

– Bien, podríamos, a cambio de unas monedas, hacer que trabajen para nosotros con un único fin: encontrar a ese hombre, el enano que andaba en tratos con tu padre.

– Se puede hacer -contestó Eduardo. Parecía mucho mayor de su edad. Víctor reparó en que eran miles de niños los que no tenían infancia, como aquél, y se lamentó por ello.

Trajeron el postre: un inmenso soufflé de limón que sirvieron a Eduardo y que éste devoró manchándose cómicamente la nariz.

Cuando hubo terminado aparecieron dos camareras con toallas.

– Y ahora, el baño -dijo Víctor.

– Pero… ¿de verdad voy a vivir aquí? -preguntó el pilluelo, que no podía dejar atrás su desconfianza.

– Pues claro, hijo, y ahora ve.

Eduardo se fue con las dos sirvientas como si lo llevaran al garrote y los tres hombres quedaron en silencio.

– Sé lo que estás haciendo y te equivocas -sentenció don Alfredo.

Víctor, encendiendo un cigarro, dijo:

– Sospecho que me vas a explicar por qué.

– Pues sí, querido amigo, él no es como tú.

– Y eso ¿quién lo dice? Puede que sea incluso mejor que yo.

López Carrillo tomó la palabra:

– A ver, a ver-repuso alzando la mano-. Me he perdido, ¿es posible saber de qué collons estamos hablando?

Don Alfredo y Víctor se miraron sonriendo, el primero de ellos tomó la palabra:

– Mira, Juan de Dios, Víctor llegó a Madrid de niño con su madre, sólo tenían lo puesto. Su padre había fallecido de tuberculosis en Extremadura. Su madre trabajaba horas y horas de costurera y él pasaba mucho tiempo en la calle; llevaba camino de terminar convertido en un criminal, y de los buenos, pero un sargento de policía, don Armando, lo apartó del mal camino, lo apadrinó y consiguió que ingresara en la policía, porque logró entrever en él ciertas cualidades que lo han llevado a ser lo que es. Como conozco a nuestro mutuo amigo como si fuera su mismísima madre, sé que se siente en deuda con el mundo por aquello y me temo que piensa hacer lo mismo con este pilluelo, pero… -entonces miró a Víctor y añadió-, ¿tú te has parado a pensar qué será del crío cuando regreses a Madrid? Será más duro para él volver a la calle.

– Lo tengo pensado. No volverá a la calle.

– Ya.

Juan de Dios López Carrillo volvió a hablar: -¿Pero no fue ese tal Alberto Aldanza el que te enseñó lo que sabes, Víctor?

– Más o menos. Don Armando me encarriló; fue a su muerte, cuando yo investigaba el misterio de la Casa Aranda, cuando se cruzó en mi camino un dandi, don Alberto Aldanza, un noble excéntrico que me ayudó en el caso del asesino de prostitutas. Me enseñó nuevas técnicas: dactiloscopia, química, botánica, geología y, sobre todo, ciencia forense, pero… ¿sabes?, no sé si podré soportar durante toda la vida el peso de aquellas lecciones, hablemos de cosas más actuales. Este tema me torna el ánimo sombrío. Centrémonos en el caso. Tenemos dos vías abiertas: una, la querida de don Gerardo, o mejor dicho, su querido, porque es un hombre; creo que era un mal bicho y a veces los placeres suelen traer la perdición a los hombres respetables. Seguiremos ahondando en el asunto. ¿Y la otra? preguntó don Alfredo.

– El asesinato del Tuerto. Estaba en ciertos tratos con un enano, un alcahuete que prostituye jovencitas de los bajos fondos. Además, quiero hablar con la mujer que frecuentaba el Tuerto, una especie de novia que tenía, esta tarde. A lo mejor ella nos pone al tanto de qué negocios se llevaba entre manos.

– No veo qué relación tiene el enano con el caso -dijo don Alfredo.

– Al parecer, el Tuerto llevaba un asunto a medias con él. Además, no debe de ser difícil de localizar: un enano, de negro y con un perrito… demasiado llamativo, ¿no?

López Carrillo apuntó:

– ¿Y dices que se dedica a traficar con jóvenes vírgenes? No me suena. Hablaré con mis compañeros. De todas maneras, hay más de diez mil putas en Barcelona y el setenta y cinco por ciento son menores de edad, todas de clase baja, claro. Pero haré lo que pueda.

– Te lo agradeceré.

– ¿Y el asunto de Icaria? ¿Qué hay de los socialistas? -preguntó de nuevo López Carrillo.

– Esa pista es falsa -sentenció Víctor muy seguro de sí mismo.

– Pero ¿cómo lo sabes? -volvió a preguntar el policía de Barcelona-. ¿Tienes alguna hipótesis ya? ¿Crees que hallaremos a los secuestradores?

– Te contesto a las tres cosas y por orden: ya lo explicaré, sí y no sé.

– Aclárame eso -pidió don Alfredo. Víctor tomó de nuevo la palabra:

– No es un asunto de socialistas, es evidente. Aún tengo que atar algunos cabos al respecto, pero estoy casi seguro. Veamos, segunda pregunta: sí, tengo una hipótesis, claro, y muy sólida, pero no me creería nadie. Tengo que reunir pruebas y estoy en ello. En cuanto a si llegaremos a encontrarlos, no lo sé, me temo muy mucho que don Gerardo estuvo en manos de una banda muy peligrosa, de gente sin escrúpulos… y lisios, muy listos.

– ¿Una banda, dices?

– Sí, al menos son cuatro.

– ¿Cuatro?

– Sí, y me atrevo a decir que cuatro. Sí.

López Carrillo estalló en una violenta carcajada:

– ¡Eres el acabóse, amigo! Nos tomas el pelo.

Don Alfredo negó con la cabeza:

– No creo que lo haga, Juan de Dios, nunca bromea con el trabajo.

Capítulo 6

Aproximadamente a las seis de la tarde Víctor y Eduardo salieron del hotel.

– Voy ridículo, parezco un panoli -refunfuñó el rapaz.

El crío iba vestido con una camisa blanca de manga corta, pantalón corto azul marino, calcetas hasta la rodilla del mismo color, y llevaba unas botas nuevas, lustrosas y resistentes a la vez. Cerraba el conjunto una gorra, esta vez de su talla, de idéntica tonalidad del pantalón.

– Vas perfectamente, Eduardo.

– A mí me gusta mi ropa, ¿qué tiene de malo?

– Que son harapos, pero descuida, tendrás que volver a ponértela para espiar.

– Esto es una mierda.

Víctor se paró en seco y lo miró a los ojos:

– No vuelvas a decir una palabrota más. Por cada una que digas te caerá un guantazo, es bueno que lo sepas ya. Me he propuesto ayudarte, sacarte de la calle, y te haré una persona de bien, con un futuro. Tú te lo mereces.

El crío lo miró avergonzado:

– Perdone, don Víctor, es la falta de costumbre.

– Apéame el don, para ti soy Víctor, a secas, y de tú. Somos socios, ¿entendido?

– Entendido.

Tomaron un tranvía de mulas, de Catalana Ripperts, a la carrera. El detective por poco se cae y el pilluelo, muerto de risa por la impericia de su nuevo amigo, le contó durante el trayecto que eran muchos los barceloneses que habían sufrido serios percances (algunos incluso mortales) por intentar subir a lo que los más conservadores tildaban de invento maligno.

Llegaron pronto a su destino y el crío dijo:

– Aquí bajamos.

Llevó a Víctor atajando por varias calles, algunas angostas, y se encontraron frente a J. & M. Smith, una inmensa construcción de ladrillo rojo propiedad de un potente grupo inversor escocés. Víctor tomó nota de que el paisaje barcelonés había ido cambiando lentamente hacia esos tonos que daban un aire más moderno, pero también más triste, a la ciudad. Alguien, decían que Francesc Cambó, llegó a definirla como «la Manchester del Mediterráneo».

– Aquí es -dijo el crío y entró en aquel edificio, una mole tras la que se adivinaban unas inmensas chimeneas. Unas amplias letras de color rojo rezaban: «J. & M. Smith».

Víctor se presentó dando su tarjeta al portero y al instante se personó un capataz, un tipo de Linares que se llamaba Tristán.

– Buenas, soy Víctor Ros, vengo a ver a una trabajadora, Blasa, asunto oficial.

– Mira, Víctor, allí está -dijo Eduardo, señalando al fondo de una enorme sala que se veía a través de una inmensa cristalera. Allí cientos de mujeres se afanaban en los telares. La llegada de la maquinaria de origen inglés, las llamadas «selfactinas» -término que provenía de la expresión inglesa self-acting-, había transformado el ramo del textil. De ser una industria familiar pasó a convertirse en un auténtico maremágnum de empresas y grandes fábricas que, aprovechando las ventajas de la mecanización y la mano de obra barata, había originado un auténtico despertar económico. Aquellas máquinas podían accionar más de mil husos a la vez y, manejadas por sólo dos operarios, producían miles de metros de tejido al día. Blasa era una de ellos, parecía menuda y vestía falda larga de color gris, la camisa era negra y asomaba bajo una especie de guardapolvos gris sin mangas que le protegía la ropa. Llevaba el pelo recogido en un moño

– No puede ser, está trabajando-protestó el capataz.

– Por eso hemos venido ahora, no sé dónde vive, además, serán unos minutos.

– No puede ser.-No quiero montar un escándalo -dijo Víctor.

– Acompáñenme -contestó el otro.

Al final del pasillo se hallaba el despacho del administrador. El capataz abrió la puerta y los hizo pasar. Un tipo de fino bigote y cara de comadreja los miró y, sin levantarse, dijo con fastidio:

– ¿Qué pasa?

– Aquí, un policía que quiere hablar con una trabajadora.

– Al acabar el turno.

El capataz se giró mirando a Víctor como diciendo: «¿Ve?».

– Es un asunto oficial. Víctor Ros, ¿usted es?

El administrador contestó de malos modos:

– Wellington, el duque de Wellington.

El capataz rio la ocurrencia.

Víctor sacó la placa:

– Su verdadero nombre. Ya.

– Eusebio Rius, puede usted hablar con ella al acabar el turno. A las nueve.

– Es un momento. Apenas serán unos minutos

– Mire, don Importante, tengo una fábrica que llevar, ¿sabe? Mis jefes no quieren que se pierda ni un minuto. Así que, ¡aire!

Para entonces aquel tipejo se había levantado y agitaba el brazo delante de la cara de Víctor; era un maleducado, un tipo miserable. El policía, más rápido, le cogió el dedo corazón y se lo retorció; luego, la mano, y al instante, el brazo, que le clavó a la espalda. Aquel desgraciado se dobló como un junco por el dolor y cuando quiso darse cuenta estaba esposado, con las manos en la espalda y la cara pegada a su escritorio.

– Me veo obligado a detenerlo por obstrucción a la justicia.

A una voz del capataz aparecieron tres matones en el quicio de la puerta. Iban armados con garrotes. Víctor sacó el revólver y los apuntó directamente a la cabeza:

– Tú, aquí, a mi lado -ordenó a Eduardo-. Ni un paso u os vuelo la cabeza. Este tipo se viene detenido a Jefatura y al que intente atacarme le descerrajo un tiro entre los ojos y que lo lloren en su casa.

Uno de los hombres adelantó un pie y Víctor hizo fuego en el marco de la puerta. Recularon esquivando las astillas que volaron por los aires y uno de ellos corrió incluso por el pasillo. El policía, que sujetaba al detenido por el pelo, golpeó su cara contra el escritorio y dijo:

– ¡Dile a tus perros que se aparten, explotador!

– Ya se van… ya se van… -murmuró con la boca llena de sangre-. Esto es un malentendido, no hace falta que me lleve usted preso, no nos hemos entendido, ahora mismo avisan a la joven… ¿se llama?

– Blasa.

– Date prisa, Tristán; y vosotros, fuera de ahí.

En un momento, apenas un par de minutos, la joven estaba junto a la puerta y el panorama despejado de matones. Eran muchas las trabajadoras que se asomaban ya al pasillo, pese a que el disparo apenas se había percibido por el ruido de la maquinaria.

– ¡A trabajar! -les gritó Tristán.

– Pon ahí esa silla -dijo Víctor a Eduardo y señaló al pasillo. Sentaron en ella al encargado, que no cesaba de preguntar si iba detenido-. Ya veremos si se ha enmendado usted. Que le limpien la sangre de la boca.

Eduardo miraba con la boca abierta a Víctor, como se mira a un héroe. Obviamente, estaba acostumbrado a que aquellos explotadores se salieran siempre con la suya y aquel tipo que había aparecido de pronto en su vida se comportaba como un salvador.

– Pero ¿no le vas a quitar las esposas? -acertó a preguntar.

– Aún no -le susurró Víctor al oído.

El detective cerró la puerta y ordenó a Blasa que se sentara en una silla frente a la mesa de despacho. Él tomó asiento en el propio pupitre y Eduardo hizo otro tanto, pues a fin de cuentas «eran socios». Las piernas le colgaban y las movía rítmicamente, como jugueteando.

– Yo no he hecho nada -dijo la joven, que parecía un poco lenta.

– Soy Víctor Ros, policía, e investigo la muerte del Tuerto. Este es su hijo, Eduardo.

– Lo sé, una vez lo vi de lejos.

– Era tu hombre ahora, ¿no?

– Sí.

– ¿De dónde eres?

– De Gijón.

– ¿Viniste sola?

– Sí. Me escapé de casa con un sargento de artillería que me dejó a las dos semanas, aquí, sola y sin sustento. Este trabajo es lo único que tengo y por su culpa lo voy a perder, no quiero volver a la calle.

– Descuida, que eso lo arreglo yo -dijo el detective, que se levantó y comenzó a abrir cajones aquí y allá mientras no dejaba de hablar-. ¿Sabes si alguien perseguía al Tuerto? ¿Temía por su vida? ¿Sabes si estaba intentando chantajear a alguien?

– Sé que andaba metido en un negocio que me dijo «le iba a dar mucho dinero».

– Ya -dijo Víctor mientras abría los cajones de un inmenso mueble archivador-. ¿Tenía miedo?

– Pues ahora que lo dice… -dijo la joven con expresión pensativa-. Recuerdo que el día que lo soltaron vino a verme en la pausa del almuerzo y…

– Voilà! -dijo Víctor agitando una goma larga como una serpiente que tenía en la mano. La había hallado en un cajón del escritorio. Entonces miró detrás de un cuadro y observó que allí se escondía una caja fuerte. De pronto volvió la cara hacia la chica y dijo-: Perdona, perdona, te he interrumpido. El día que lo soltaron…

– Vino a verme aquí, en la pausa, muy nervioso y hablamos. Quería venirse a vivir conmigo a mi cuarto. Yo le dije que habían pasado a verme dos personas y que preguntaban por él.

– ¿Quiénes?

– Un hombre y un enano. Un enano de negro, con un perro… -Víctor y Eduardo se miraron-. Y un señoritingo con una cicatriz muy grande en la barbilla.

– ¡Ahí está! ¡La conexión! ¿Ves, Eduardo? Método, paciencia e inteligencia ¡Un hombre con una cicatriz en la barbilla! Sigue, hija mía, ¿qué ocurrió entonces?

– Que se puso «histórico».

– Histérico.

– Sí, lo que yo he dicho, «histórico».

– Nervioso.

– Sí, sí, muy nervioso, comenzó a agitarme por los hombros y me hizo repetir cómo eran esos dos. Gritó, me dio un bofetón y salió por piernas. No lo volví a ver con vida. Una hora después estaba muerto.

La joven se tapó el rostro con las manos y estalló en sollozos. Eduardo se le acercó y le puso la mano en el hombro.

– Lo que me has contado es muy importante, me va a ayudar a cazar a esos miserables, Blasa, y descuida, que no te quedas sin trabajo. ¡Que pase el señor Rius!

El administrador entró en el cuarto y Víctor le quitó las esposas, esperó a que Blasa saliera y ordenó a Eduardo que cerrara la puerta. Quedaron los tres a solas y tomó la palabra:

– Señor Rius, no lo llevo preso de milagro y sé, porque conozco a muchos como usted, que en cuanto me vaya de aquí intentará despedir a Blasa como venganza. ¿Me equivoco?

El otro sonrió desafiante.

– Bien -continuó diciendo el detective-. Pero eso no va a ocurrir porque usted no es tonto y no quiere quedarse sin trabajo, ni siquiera ir a la cárcel, porque… ¿desde cuándo es usted cocainómano? Adquirió esa costumbre en la marina, ya sabe, cuando estuvo usted en Inglaterra.

– ¿Cómo? ¿Qué dice?

Víctor agitó la goma.

– Que usted se inyecta cocaína, una sustancia que, fuera de los usos médicos, no se puede comprar legalmente. ¿Quiere que pida al juez una orden para abrir esa caja? Repito: sé que se inyecta usted cocaína. He visto sus pupilas. Ahí tiene la droga, ¿verdad? O mejor, para qué llamar a un juez, mejor avisaré a sus jefes. Será más rápido.

– No, no. Espere.

– ¿Nos entendemos?

– Nos entendemos.

– Mire, Rius, esa joven no tiene la culpa, yo la he interrogado como testigo de un suceso importante y no debe pagar lo ocurrido aquí esta tarde, ¿entendido? Si usted la despide lo sabré al instante, tengo mis fuentes, y ese mismo día vendré a por usted. No creo que sus jefes quieran saber que tienen su patrimonio en manos de un vicioso.

– Descuide, descuide. No ha pasado nada.

Los dos hombres se dieron la mano para cerrar el trato.

– Pero ¿cómo ha sabido lo de la marina?

Víctor sonrió y dijo:

– Pues por ese tatuaje que asoma bajo la manga de su camisa y que usted ha intentado borrar con tan poco éxito.

La puerta se abrió de golpe y apareció uno de los matones:

– ¡Se van! -exclamó muy alarmado.

– ¿Quiénes? -repuso Rius, algo cansado de aquella maldita tarde en la que nada le salía bien.

– Los trabajadores. Hay un paro -dijo el otro.

Víctor recordó que López Carrillo le había dicho que habría algaradas. No lo había tomado en serio, la verdad. Salieron a la calle. Los trabajadores, tanto hombres como mujeres, salían en tropel de las fábricas dejando las máquinas en marcha. También había obreros de otras empresas de aquella misma zona: el Vapor Vell, el Vapor Industrial, Justerini Company, Tablada Hermanos y La España Industrial.

– Esto se va a poner feo -sentenció Eduardo.

Víctor lo cogió de la mano. Se sintió bien haciéndolo. Había cientos de obreros en la calle, entre hombres, mujeres e incluso niños. Llevaban una gran pancarta sacada de no se sabía dónde que decía: «POR LA JORNADA DE OCHO HORAS».

Víctor sabía que era una reivindicación histórica de los obreros de la ciudad, que vivían en condiciones de semiesclavitud con jornadas de doce horas. Pedían ocho horas al día de trabajo y una jornada libre a la semana y, probablemente, no lo conseguirían nunca. Algunos llevaban pañuelos encarnados al cuello y otros agitaban alguna que otra bandera roja. Un tipo con una especie de embudo metálico en la mano que ampliaba algo su voz dictaba consignas y daba órdenes.

– Es Ruggero- aclaró Eduardo, quien los conocía a todos-. Un anarquista italiano

Frente a la masa obrera había dos guardias civiles que, visiblemente nerviosos, les apuntaban con sus enormes mosquetones.

– Los civiles -dijo Eduardo.

Víctor se giró a la derecha y al minuto vio aparecer a unos veinte guardias armados. Decididamente, aquel crío era un superviviente, tenía un sexto sentido:

– Deberíamos irnos -insistió el niño.

– Espera -contestó Víctor.

Se metieron bajo un soportal de la fábrica.

Detrás de los agentes a caballo venía una treintena de guardias urbanos con sus porras en ristre.

Un teniente de la Guardia Civil, a caballo, desenvainó su sable.

– Pero ¿va a usar eso? -preguntó Víctor alarmado.

– No, no, normalmente golpean con el sable por el lado plano, para asustar a la gente y que se disuelva. No es nada -dijo el crío, que parecía familiarizado con aquel tipo de incidentes. Víctor vio a Poveda, el policía infiltrado, entre los obreros. Se escabullía discretamente.

Salieron varios matones de los que servían a los patronos al paso, iban pertrechados con trancas y dos de ellos llevaban escopetas. Los guardias urbanos cargaron contra la gente. Víctor vio cómo unas pequeñas cosas negras, como moscas, volaban a ras del suelo.

– Son bolas de metal de las rodaduras de las máquinas de vapor. Hacen caer a los guardias -aclaró Eduardo con toda naturalidad.

En efecto, tres civiles que intentaban avanzar tras calar las bayonetas rodaron por el suelo. Los obreros se abalanzaron sobre ellos. Víctor vio cómo otro de los guardias, el teniente, aún a caballo, era rodeado por la masa. Un obrero salió despedido con un tajo en el cuello. Los matones cargaron y los guardias de las porras también. Las piedras volaban por encima de la pancarta. Le pareció escuchar disparos, primero al aire, pero luego observó que la masa se dispersaba. Corrían asustados. Un obrero partió un madero, literalmente, en los riñones de un guardia urbano, que cayó como un peso muerto.

Hacia la derecha, varios guardias apaleaban a un hombre menudo que no acertaba a levantarse. Víctor no perdía detalle. Vio cómo un matón derribaba a un paisano golpeándolo con la tranca en la cabeza, y observó consternado cómo otro disparaba con una pistola por encima de las cabezas de los que huían al fondo. Un tipo cayó a lo lejos. Vio a Ruggero tirar una especie de paquete con una mecha que hizo explosión junto a la cara de un guardia, que cayó llevándose las manos al rostro mientras gritaba que no veía. El italiano escapó por un callejón lateral. Una mujer lloraba llevando a un niño de la edad de Eduardo en brazos. Tenía una herida en la ceja y parecía inconsciente.

En un momento, las fuerzas del orden se habían hecho con la situación. Los obreros corrían al final de la calle. Uno de los guardias civiles no volvía en sí y algunos oficiales presentaban heridas en la cabeza y en el rostro. Víctor contó una decena de obreros tendidos, dos de ellos inmóviles. El teniente de la Guar dia Civil al mando saludó militarmente desde su caballo hacia una cristalera donde varios tipos trajeados fumaban puros habanos como si aquello fuera un espectáculo.

– Siempre al servicio del pueblo -murmuró irónicamente el detective-. Vamos, Eduardo, aquí no hay nada que ver.


Víctor y Eduardo recogieron a don Alfredo en la puerta de la casa de la calle Calabria. Ros no quiso entrar a ver a doña Huberta. Había más de cincuenta curiosos en la acera.

– Quizá le hubiera tranquilizado hablar contigo. Está decidida a llevarse a Gerardo a un monasterio.

– Quizá sea lo mejor. Lejos de este circo.

– Está enfermo. Fiebres reumáticas.

Ros sonrió con aire divertido.

– No le veo la gracia -dijo don Alfredo poniéndose muy serio.

– Pues a mí me parece una excelente noticia.

Echaron a andar. Víctor quería caminar un rato por el paseo de Gracia. Tomó la palabra:

– ¿Le has contado lo de su marido? Ya sabes, lo de su otra vida, los lupanares y su amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.

– No, por Dios, ¿cómo iba a contárselo?

– Tarde o temprano lo sabrá. El confesor lo sabía, por eso dijo el día que lo liberaron que era un pecador. Ella debe saber-lo. Ese es el motivo por el que no he querido entrar; si me pregunta, se lo cuento. Por no hablar de su juventud como miembro de los icarianos a los que, dicho sea de paso, levantó un buen capital. ¡Menudo pájaro!

– Ya, Víctor, pero no soy optimista con respecto a este asunto, me temo que está perdido para siempre y, de ser así, ¿qué necesidad tenemos de tirar por tierra la buena fama de un hombre demente?

– Visto así… -dijo Ros.

Llegaron al cruce del paseo de Gracia con la calle Aragón. Víctor miró hacia el fondo y dijo:

– Allí, al final, queda la Diagonal. Quiero echar un vistazo, caminemos.

Aquello le recordaba el paseo del Prado, donde años antes había conocido a Clara, de la que se enamoró al instante. El ambiente era similar. Barcelona estaba creciendo y no pudo evitar que su mente comparara el paisaje fabril, las casetas de los inmigrantes, el hacinamiento del casco antiguo o la Barceloneta, con las amplitudes del Ensanche o aquel hermoso paseo que tenía ante sus ojos: una inmensa avenida, arbolada, con una amplia calzada central y dos hileras de árboles, a los lados, de hermosos falsos plataneros. Aquella vía estaba ya casi tan transitada por paseantes como las Ramblas, aunque no estaba asfaltada ni empedrada aún. Todos los paseantes iban muy peripuestos, no en vano era sábado. Había competencia, como en el Prado, en Madrid, por pasear a la grupa del mejor caballo o lucir los mejores carruajes, que ahora en verano iban descubiertos. Las damas vestían con elegancia, imitando la moda parisina, mientras que los hombres copiaban más la moda inglesa.

– Esta tarde, en la fábrica, he averiguado algo. La novia del Tuerto dice que el enano y un tipo con una cicatriz fueron a buscarlo. Al saber que iban tras él se puso «histórico» -bromeó Ros.

– ¿Histórico?

Víctor miró a Eduardo, al que había comprado una bolsa de almendras garrapiñadas, y ambos se sonrieron.

– Una tontería mía. Se puso histérico. ¿Te das cuenta, un tipo con una cicatriz?

– No te sigo -dijo don Alfredo tocando el ala de su sombrero para saludar a dos damas realmente hermosas que se les cruzaban.

– Sí, hombre, es la conexión. ¿No recuerdas que la chica a la que atacó el Tuerto, Ana María…? -Velázquez.

– Eso, Alfredo, Ana María Velázquez dijo que uno de los dos tipos que redujeron al Tuerto tenía una gran cicatriz en la barbilla. ¡Y un tipo con una cicatriz en la barbilla fue a buscarlo al trabajo de su novia cuando lo soltaron! Es obvio. Además, iba con el enano con el que, según Eduardo, el Tuerto tenía un negocio. Por lo menos esto demuestra que el incidente de la calle Calabria no fue algo casual. Ya le he encargado a Eduardo que coordine a sus amigos para que estén atentos. Todos los días, nuestro joven colaborador se vestirá con sus antiguas ropas, le tiznaremos la cara y oteará en busca del enano al que él y sus amigos ya conocen. Si lo encuentran lo seguirán sin aspavientos y nos mandarán aviso de inmediato. ¿Entendido?

El crío asintió.

Llegaron a la intersección del paseo con la avenida Diagonal.

– Grandioso -dijo Víctor.

Aquella zona aún estaba por terminar, pero ya se intuía que la ciudad iba a resultar amplia y hermosa a partir de allí. La Dia gonal atravesaría la ciudad de parte a parte. Decidieron acercarse a los Campos Elíseos. Hasta apenas unos años antes el paseo de Gracia no era más que el camino que unía la ciudad con uno de los pueblos que la rodeaban. Algo más arriba del cruce con Aragón se había instalado un jardín, trasladado desde el portal de Sant Antoni. Había fuentes, merenderos, salas de baile, un auditorio para conciertos e incluso atracciones, montañas rusas incluidas. Era la réplica del Prater vienés en Barcelona, sus Campos Elíseos. Eduardo se quedó mirando embobado un tiovivo.

– ¿Quieres montar? -dijo Víctor mirando al niño. Los ojos del crío brillaron de ilusión. Eran muchos los niños que pululaban por la ciudad sin infancia, vagabundeando o acaso en las fábricas, sin juegos, sin ilusión y trabajando de sol a sol por sobrevivir.

En un momento se hallaron junto a la atracción. Eduardo, subido en un caballo blanco, como un vaquero del Oeste americano, disfrutaba como el niño que era.

– ¿Te das cuenta, Alfredo? El incidente no fue casual: ¿para qué iba a montar nadie una opereta como aquélla sino para distraer la atención de la gente en aquel mismo momento? Es mucha casualidad que cuatro mangantes urdan algo así y que a apenas unos pasos se produzca un secuestro.

– Sí, dicho así…

– Sospecho que el Tuerto se enteró del verdadero calibre del negocio y pidió más. No es bueno pasarse de listo con gentuza de esa calaña.

– Bueno, ¿y ahora qué?

– Confío en que Eduardo y sus amigos localicen al enano. Nos llevará al tipo de la cicatriz.

– ¿No crees que se está encariñando demasiado contigo?

– Y yo con él.

– Tú te irás a Madrid y él volverá a la calle, Víctor.

– No ocurrirá tal cosa. Yo me encargaré de él. No te quepa duda.

Se hizo un silencio. Don Alfredo volvió a tomar la palabra:

– Ha venido a verme López Carrillo. Mañana estamos invitados a una excursión con su familia, a la fuente de la Magne sia, en Pedralbes.

– Nos vendrá bien un poco de aire puro.

– Me ha dicho que ha hecho indagaciones sobre el amante de don Gerardo, como le pediste. Parece que es un buen elemento. Mañana te dará los datos.

– Bien, bien.

– ¿Crees que esa pista nos llevará a alguna parte? -Nunca se sabe, pero ya conoces el dicho: «Trahit sua quemque voluptas».

– «A cada cual lo arrastra su vicio».

– Exacto. Me alegra que recuerdes tus lecciones de latín, Alfredo, ya no eres un niño -dijo Víctor riendo. Don Alfredo hizo un mohín a su amigo por esta alusión a su edad.

– ¡Noticias, noticias! ¡El Brusi, compren El Brusi! -pregonaba un pilluelo que vendía el Diario de Barcelona-. ¡Nueva chica desaparecida misteriosamente!

Víctor pagó al chico y tomó un ejemplar. Leyó en voz alta:

– «misteriosa desaparición otra vez: Ha desaparecido otra joven, esta vez en la Ciudadela. Antoñita Medina montaba en el tiovivo que hay instalado en la explanada junto al Arsenal vigilada por su niñera, cuando el caballo en que iba subida apareció solo. La policía teme que sea un caso más de secuestro de adolescentes de los que tanta alarma crean cutre nuestra ciudadanía. Las autoridades policiales están in albis, y desde aquí tenemos que exigir a nuestros gobernantes que se esmeren para poner fin a esta lacra». Y escucha, Alfredo, el gobernador civil ha declarado: «Es completamente falso el rumor que se está extendiendo por Barcelona acerca de la desaparición durante los últimos meses de niñas en edad de merecer que según las habladurías populacheras habrían sido secuestradas…».

– Lo que faltaba -dijo don Alfredo.

Víctor tiró el periódico al suelo, visiblemente enfadado.

– Anda, vayamos a comer algo.

Capítulo 7

Tres coches de alquiler trasladaron a Víctor, don Alfredo, Eduardo y a López Carrillo y a su familia, así como a dos criadas, a la fuente del Lleó, en Pedralbes. Allí aguardaban las dos cuñadas de Juan de Dios López Carrillo con sus respectivos maridos y numerosa chiquillería, con la que Eduardo hizo buenas migas nada más llegar. Enseguida dispusieron unos tableros sobre unos caballetes bajo un pino centenario. Adolfo Tusell, uno de los cuñados de López Carrillo y que era catedrático en la Escuela de Arquitectura, colgó un columpio de una de las recias ramas para solaz y deleite de la docena de niños que correteaban felices arriba y abajo.

Víctor se alegró de reencontrarse con la mujer de su amigo, Eugenia Rusiñol, que parecía haber estabilizado a aquel tunante de López Carrillo.

Era muy común entre las familias barcelonesas pasar las jornadas festivas en el campo y comer al aire libre. Las cuatro fámulas que sumaron entre las tres familias se encargaron de todo: había manteles, servilletas y cubiertos. Sacaron unas tarteras de metal que contenían apetecibles tortillas de patatas y barras de pan, que cortaron en rodajas para preparar el consabido pantumaca, había crispells, que así se llamaban los buñuelos de bacalao y, por supuesto, López Carrillo y sus dos cuñados se encargaron de preparar un arroz a la leña, una vez que las criadas avivaron un buen fuego. «Hoy cocinan los hombres», dijeron con aire dispuesto.

Víctor y don Alfredo comieron a gusto en aquel ambiente relajado y familiar aunque, obviamente, echaban de menos Madrid y a sus familias.

A los postres, los hombres se acercaron a tomar café y coñac a la Venta, junto a la cual había una especie de pequeño estanque donde remansaba el agua de la fuente. Se sentaron a la mesa Adolfo Tusell, el arquitecto, don Alfredo, López Carrillo, Víctor Ros y el otro cuñado de Juan de Dios, Andreu Cadafalch.

– Bueno, bueno, ¿se quedarán ustedes a vivir aquí, en Barcelona, como mi cuñado? -preguntó Adolfo Tusell.

– No, no -dijo Víctor sonriendo-. Nos gusta mucho Barcelona, pero tenemos a la familia en Madrid.

– Viajo a Madrid regularmente -declaró el otro de los cuñados, Andreu-. Y debo decir que es una ciudad agradable.

– ¿Por negocios? -preguntó don Alfredo.

– Aquí mi cuñado Andreu está metido en política. Ahí donde lo ven es un gerifalte en el Centre Catalá.

– Nada, nada, colaboro un poco, sólo eso.

– De Valentí Almirall -dijo Víctor.

– Exacto -apuntó López Carrillo.

– Es el fundador del Diari Catalá, ¿no? -añadió Víctor.

– Vaya, está usted informado, Ros.

– Procuro estarlo. Me gusta leer y hojeo la prensa con atención, sólo es eso.

– No hagáis caso, tiene una memoria portentosa -añadió López Carrillo.

– Andará usted muy ocupado -dijo Víctor refiriéndose a Andreu.

– No se imagina, además las aguas vienen revueltas y pronto sufriremos una escisión. Al tiempo.

– Vaya.

– Yo procuro no meterme en política -dijo Adolfo Tusell-. Lo mío son los cálculos y los contrafuertes, qué los alumnos me salgan preparados y que construyan con solidez y armonía,

– Se viven momentos interesantes en esta ciudad -intervino Ros-.El panorama político es muy variado, estimulante. Están ustedes, los regionalistas, que viven un renacimiento, ¿cómo lo llaman ustedes?

– La Renaixenca.

– Eso es -dijo Víctor.

Don Andreu Cadafalch tomó la palabra:

– Es cierto que vivimos una buena época, cuando los liberales tomaron el poder, con Isabel II, la cosas pudieron ponerse feas. Son partidarios del libre comercio y pretendían levantar los aranceles sobre los paños de Manchester. Afortunadamente, con la Restauración se nos aseguró que el gravamen sobre los productos ingleses se mantendría.

– Vaya -se sorprendió don Alfredo-. Pensaba que los liberales apoyarían más sus demandas de un Estado descentralizado.

– Pues en principio, sí -dijo Andreu-. Pero no podemos obviar que Cataluña es el único enclave industrializado aquí y, aun así, si nos comparamos con el norte de Europa, se puede decir que estamos en un momento de mecanización incipiente. Aún no podemos competir con los ingleses o los franceses. Poco a poco, hay que ir poco a poco. Al menos, en los últimos años hay cierta apertura. Con la Restauración y los acuerdos entre Cánovas y Sagasta parece que estamos recuperando nuestra cultura y nuestra lengua, sobre todo a través del excursionismo, el movimiento coral, por el que Clavé ha hecho mucho, y por la propia literatura. Hay gente muy notable que escribe en catalán y es muy leída por el pueblo, como Jacint Verdaguer, Ángel Guimerà y Narcís Oller.

– ¿Y qué tal van ustedes con la clase obrera? ¿Gozan de predicamento entre ellos? -preguntó Víctor. Parecía que trataba de poner el dedo en la llaga.

– Poco, poco. El socialismo y, lo que es peor, el anarquismo. Ésas sí que son ideologías que pujan entre los más humildes -dijo Andreu con semblante preocupado.

Juan de Dios López Carrillo tomó la palabra:

– Debo decir que el asunto pinta mal, mira si no la algarada de ayer. Aquí mi amigo, el inspector Ros, quedó vivamente impresionado.

– Debo reconocer que siempre he sido muy crítico con las ideologías radicales, pueden dar al traste con las reformas -dijo Víctor, observando cómo sus interlocutores asentían-. Pero lo que presencié ayer me afectó, la verdad… los ojos de esa gente, el hambre. No tienen nada que perder y el socialismo y el anarquismo por lo menos les prometen algo. Habría que mejorar las condiciones de vida de esa gente si no queremos que las revueltas estallen. Las jornadas son de doce horas, muchos viven en chabolas inmundas y la mortalidad infantil es altísima. Así, cuando uno no tiene nada que perder, es fácil lanzarse a las barricadas.

– No se ha hecho público -continuó Juan de Dios-, pero el otro día cazamos a un joven anarquista, un criajo de Huesca, que intentaba entrar en el Liceo con una bomba. Su intención era lanzarla desde el anfiteatro a la platea.

– ¡Menuda carnicería podía haberse armado! -exclamó don Adolfo Tusell-. No quiero ni pensarlo.

– Hasta ahora hemos mantenido a esa gente controlada. Tenemos infiltrados, pero el asunto se nos va de las manos. Un buen día nos la arman -sentenció López Carrillo.

– El asunto es peliagudo -dijo Víctor-. Y la dinámica política de aquí, muy compleja. Todo depende de un equilibrio muy delicado, si se me permite decirlo. Por ejemplo, dentro de los regionalistas, sin ir más lejos, tienen sus más y sus menos, muchas tendencias, me temo. Usted apuntaba algo de una escisión, Andreu…

– No se hace usted una idea, don Víctor -contestó éste-. Al principio el catalanismo era un movimiento más cultural que otra cosa, pero ahora, en los últimos tiempos, está adquiriendo una verdadera dimensión política. La cosa es más compleja de lo que parece. Así a vuela pluma podemos citar hasta cuatro corrientes: la primera, suscrita por una élite intelectual, se ciñe sólo al ámbito cultural, a saber: la Renaixença. La segunda es la del catalanismo republicano, los federalistas. No tiene visos de triunfar, la verdad, porque está dirigida a un auditorio más humilde al que seducen más las ideas socialistas. Además, la mayoría de los obreros no piensa en si se gestiona desde Madrid o desde Barcelona. Lo que quieren es comer y mejorar sus condiciones de trabajo, por no decir que la mayoría son de fuera de Cataluña. La tercera -unos reaccionarios- es la del catalanismo ligado al movimiento carlista y, por tanto, de origen rural. No goza de muchas simpatías entre la gente de la ciudad y no tiene futuro. Pura reacción, amigos, pura reacción. Y la cuarta, nosotros, la que se impondrá. Somos realistas y sabemos que en gran parte dependemos del proteccionismo en lo referente a los paños de Manchester, eso nos hace necesitar, en cierta medida, a Madrid. Por eso, un catalanismo serio, sustentado en una burguesía laboriosa, laica y de perfil moderado, nos permitirá poco a poco ir consiguiendo nuestros objetivos, ir ganando cotas de autogobierno a la vez que creamos riqueza. Algunos nos acusan de pactistas, pero es mejor un mal acuerdo que un buen pleito. Es lo que aquí llamamos el seny. Pienso.

– Me alegro, es un camino largo y difícil, pero saldrá bien a poco que los radicales no den la excusa perfecta para que se desencadene un violento movimiento de reacción -dijo Ros.

Todos asintieron.

– Sabias palabras -dijo don Adolfo Tusell, el profesor de arquitectura-. Somos muchos los que, no estando de acuerdo con las ideologías de los demás -particularmente me considero apolítico-, creemos que esta sociedad debe modernizarse y pienso, como don Víctor, que los cambios deben hacerse poco a poco, de manera paulatina.

Volvieron a asentir al unísono.

En eso entraron dos excursionistas vestidos de sport. Llevaban botas de montaña y se apoyaban en sendas varas que eran casi tan altas como ellos; transportaban mochilas a la espalda.

– ¡Dichosos los ojos! -dijo Tusell-. Vengan, vengan. Miren, aquí unos amigos de Madrid, dos policías de relumbrón, don Víctor Ros y don Alfredo Blázquez; aquí dos conocidos míos, José Luis Tornell, ingeniero, y Antonio Gaudí, que fue alumno mío. A mis cuñados ya los conocen ustedes.

Todos se estrecharon las manos y tomaron asiento. Los dos excursionistas pidieron café.

– Aquí don Antonio es un hombre que promete -dijo Tusell-. Siendo aún un alumno de la facultad, los cálculos que hizo sobre el depósito de agua que deberá alimentar la cascada de la Ciudadela demostraron que los que había hecho el encargado eran erróneos.

– Sólo fue cuestión de suerte -dijo el excursionista, un hombre joven, de rostro agraciado, amplia frente, pelo abundante peinado con raya a un lado y una muy luenga barba algo ensortijada.

– ¡Qué va, qué va! -insistió Tusell mientras traían el café a los dos recién llegados-. Han pasado muchos alumnos por mis manos y les aseguro que este joven llegará lejos. Hará cosa de un par de años ganó un concurso para diseñar y ejecutar unas farolas en la plaza Real y en el Pía del Palau: échenles un vistazo, merece la pena.

– Sí, sí, las hemos visto, admirables -dijo don Alfredo.

– Y esa casa, Antonio, la que prepara usted para el año que viene…

– Viçens.

– Ésa. Tengo una copia de los planos que don Antonio me dejó -dijo el cuñado de López Carrillo muy entusiasmado-. Y los diseños de la fachada, atrevidos, ¡exquisitos! Debería venir a verlos, don Víctor. ¿Le interesa la arquitectura?

– Algo, sí, me interesa más la innovación, que las ciudades sean repensadas, como está ocurriendo ahora con Barcelona.

– Ha hablado usted bien -dijo el joven Gaudí. Repensadas.

Tusell abundó en el tema

– Pues entonces lo llevaré a mi casa a ver los planos que mi ex alumno llevó a cabo para una vivienda de lujo en la calle de las Carolines. ¡Una maravilla! Ya hay quien define un nuevo movimiento… ¿Cómo dicen?… ¡El modernismo!

Gaudí sonrió y se excusó. Debían seguir su camino.

– Soy muy aficionado a la historia de mi tierra, y patear el campo y la montaña es una buena forma de recuperar el pasado. Además, es un buen ejercicio y mejora la salud -sentenció con un aire quizá demasiado afectado.

Se pusieron en pie ante la salida de los dos caballeros y volvieron a tomar asiento.

– Un tipo algo raro, ¿no? -dijo Andreu-. Apenas han apurado los cafés y ya se han ido.

– No, no, es muy buena gente, pero, como todos los genios, un poco reservado. Cuando le firmó el título, mi amigo Elies Rogent me dijo: «He aprobado a un loco o a un genio». Le costó terminar la carrera porque no tenía posibles, pero retengan su nombre, llegará lejos.

Después de la sobremesa, Víctor hizo un aparte con López Carrillo, el cual tenía información sobre el amante de don Gerardo Borrás, Paco Martínez Andreu.

– He tenido ocasión de hojear su expediente -dijo Juan de Dios mientras los dos caminaban bajo un enorme ficus-. El atestado de su última detención es impresionante. Tiene antecedentes por todo: prostitución, robo, agresión, extorsión, participó incluso en el secuestro de otra prostituta…

– ¿Tuvo cómplices en ese secuestro?

– Dos desgraciados, marselleses, que murieron en una refriega con la policía. Su última fechoría no tiene precio: regentaba un prostíbulo… especializado.

– ¿Especializado?

– Sí, ya sabes, jóvenes, casi púberes. Hay clientes muy caprichosos que buscan cosas especiales.

– No te sigo.

– Vírgenes.

– ¿Cómo?

– Como lo oyes. Una virginidad se paga a un buen precio, no creas, y hay tipos adinerados a los que les atrae mucho ser los primeros. La policía entró en su piso por una denuncia anónima. Prostituía a chicas de diferentes edades, desde doce a dieciséis años. Había también algún que otro crío, varones.

– Todo concuerda. Según me dijo Eduardo, el enano contrataba a chicas, casi niñas, de los poblados marginales. Quizá el amante de don Gerardo y el enano están conchabados. El alcahuete le suministra mercancía a Paco Martínez Andreu, chicas de gente pobre. ¿Tienes su última dirección?

– Estuvo casado con una pintora que reside en el Poblé Sec. Acabaron separándose.

– Vaya. ¿Y después? ¿Tienes otra dirección? ¿No sabes dónde vivió después?

– Sí, claro, lo del prostíbulo ocurrió en la calle Petritxol, pero ya no vive allí, fue detenido por aquello.

– ¿Y cómo es que no está en la cárcel?

– Con él fue detenido un joven de la alta sociedad, Santiago Berga. No sé muy bien cómo, pero ambos salieron absueltos. Me temo que las influencias del joven fueron de gran ayuda.

– Poderoso caballero… -sentenció Ros.


El lunes, de buena mañana, Víctor desayunó y ayudó a Eduardo a disfrazarse con sus antiguas ropas para que saliera a la calle a buscar con sus pilludos al enano, al que parecía haberse tragado la tierra. Nadie en Jefatura lo conocía y no había ni rastro de él. Víctor pensó que era cuestión de tiempo, se sentía optimista a esas horas del día. Entonces se encaminó hacia el Poblé Sec. Tomó un tranvía de muías y luego continuó un buen trecho a pie, no le importaba caminar. Pensaba y repensaba en el caso mientras se empapaba del paisaje: era curioso, pero la ciudad había ido creciendo hasta engullí las poblaciones cercanas, con lo que el panorama alternaba la existencia de zonal nuevas y modernos edificios con huertas, lavanderías con fábricas o vaquerías con nuevos almacenes. Iba a ver a la ex mujer de Paco Martínez, el amante de don Gerardo. El marido de doña Huberta había resultado un tipo interesante, con doble y hasta triple vida. No tardó en encontrar el domicilio de la pintora, una pequeña casa encalada, de planta baja, aislada del camino polvoriento por una endeble valla de cañas.

Llamó a la puerta y le abrió una joven escuálida, de aspecto apocado y hermosos ojos azules, que vestía un inmenso guardapolvos con manchas de múltiples colores.

Mostró su placa y ella dijo:

– Viene a verme por Paco, ¿no es así?

Ros asintió y la pintora añadió:

– Pase.

Tomaron asiento, Víctor en una silla plegable de madera, endeble, y ella en un taburete desde el que atacaba un cuadro, un desnudo que al detective le pareció horrible. Apenas sí se distinguía el cuerpo de la joven del entorno.

– Lo titulo Desnudo conceptual -dijo la joven.

– Ah -contestó Ros.

Al fondo había cuadros de santos, crucifixiones y martirios de prohombres de la Iglesia. Era evidente que se ganaba la vida con aquel tipo de obras para poder dedicarse a otro tipo de pinturas de aspecto modernista.

– Bueno -comenzó a decir Víctor-. No le he preguntado, pero supongo que es usted Juana Baños.

– Sí, sí, claro, ¿qué ha hecho ahora?

– De momento, que yo sepa, nada, pero quiero hablar con él lo antes posible.

– Hace dos años que no lo veo. Nos separamos.

– Lo sé. Cuénteme cosas sobre él.

– Yo la quería, ¿sabe?, señor…

– Ros, Víctor Ros. ¿Ha dicho «la»?

– Sí, es a la vez hombre y mujer, un ser especial. Cuando se viste con ropas hermosas es toda una dama.

– Ya, bueno, decía usted que…

– Pues lo dicho, que lo quería, y creo que a mi manera aún lo quiero. Lo conocí en el mercado de la Boquería, cuando trabajaba como cochero para una casa muy seria. Una belleza, un hombre muy guapo, siempre lo ha sido. Me volví loca por él y lo pinté mil veces. Su señorito iba tras él, lo acosaba, así que dejó el trabajo y nos vinimos a vivir juntos. Entró a servir en otra casa como externo, de mozo, pero se cansó, porque siempre fue ambicioso. Decía que aquélla no era forma decente de ganarse la vida. «Quitar mierda de los demás no es para mí», farfullaba de continuo.

– ¿Sabía usted que era homosexual cuando se casaron?

– No.

– ¿No lo sabía?

– No lo es. Es una persona muy ardiente… muy sensual, sus gustos no entienden de sexos, igual puede sentirse atraído por un hombre que por una mujer.

– Ya. ¿Y por eso se separaron?

– No. Fue a raíz de lo de la sesión de espiritismo. El es muy aficionado a lo esotérico, le gusta mucho leer libros viejos, de espíritus, brujas, esas cosas… Una noche vino muy raro, había estado en una sesión espiritista con unos amigos suyos de la ciudad. Al día siguiente, cuando volví a casa de vender unos cuadros, me lo encontré vestido de mujer, bellísima. Lo pinté. Luego hicimos el amor.

– ¿Se vestía mucho de mujer?

– Al principio, no, pero luego poco a poco sí, más. Pero usted no lo entiende, no es que se vistiera como una mujer, ¡era una mujer! Me dijo que se llamaba Elisabeth.

– A ver si lo entiendo, Juana, usted me está diciendo que su marido tenía algo así como una personalidad doble.

– Podría decirse así, pero… no. Yo creo que esa mujer fue poco a poco comiéndole el terreno. Al principio fue como un juego, me pareció excitante, incluso trajo a algún hombre que otro, bebimos e hicimos locuras los tres. Pero empecé a cansarme, era como si fuera dos personas distintas; por un lado, Paco, un hombre bueno aunque con mala suerte en la vida; por otro, Elisabeth, culta, refinada, bella pero mala, muy mala.

– ¿Por qué dice eso?

– Empezaba a estar cansada y un día dije que echaba de menos a mi marido. Me dio una paliza. Nos separamos y sé que empezó a prostituirse. Le iba bien, ganaba dinero. Luego volvimos a intentarlo, hasta hace dos años, que se fue. Yo lo adoraba pero, la verdad, estaba harta de cuernos, de señores poderosos que aparecían por mi casa a buscarlo. Es una furcia, señor Ros, una furcia. Yo me cansé de sus historias, las detenciones, ¡si hasta participó en una especie de secuestro! No quiero ni pensar en otras cosas que hace.

– ¿Como qué?

– Está obsesionado con los libros de brujería, hace pócimas y, no crea, había idiotas que se las compraban. Gente decadente. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho?

– Le he dicho que no lo sé. Aún. ¿Sabría localizarlo?

– No.

– ¿De dónde es Paco?

– De Cádiz.

– ¿Sabría contarme algo de su infancia?

– No hablaba nunca de ello. Su madre murió y su padre estaba siempre fuera, era pescador. Se vino a Cataluña muy joven, con apenas dieciséis años. Tiene un pasado duro. Sólo me habló de aquello una vez que había bebido. Me confesó que su padre había matado a su madre y que lo había visto todo siendo un niño.

– Y… cuando era Elisabeth y luego, de nuevo… volvía a ser Paco, ¿se acordaba de lo que hacía?

– Sí, claro.

– O sea que ambas personalidades codirigen su mente. -Le he dicho que mi marido no tenía doble personalidad.

– Perdone, Juana, pero por lo que usted me ha contado es así. ¿Tiene usted otra explicación?

– Se lo he dicho, esa noche, con el espiritismo, se coló un espíritu en su interior, el de esa mujer, una condesa. Es mala, muy mala. No tiene salvación. Poco a poco se fue haciendo la dueña de su mente, vino de lejos para hacerse con él.

– ¿De lejos?

– Sí, a veces hablaba en húngaro.

– ¿En húngaro? ¿Está usted segura? ¿Cómo lo sabe?

– El me lo dijo.

– Ya.

Quedaron en silencio. Ros pensó que aquella mujer justificaba como podía el que su matrimonio hubiera resultado un fiasco. Sintió pena por ella, aunque si lo que contaba era cierto, aquel tipo estaba realmente como una cabra.

– Yo con mis pinturas soy feliz.

Víctor se levantó y justo antes de salir añadió:

– Si vuelve a verlo o tiene noticias de él, ¿me lo hará saber?

– Descuide.

– Me gustan más sus otros cuadros, los del fondo.

– ¿Ah, ésos? Los hago a granel. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de…

– De Besos.

– No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba -corrigió ella.

– Sant Adrià de Besós.

– Exacto. Si tuviera un par de aprendices me hacía de oro. La gente es muy pía en este país.


Víctor empleó el resto de la mañana en volver a la urbe, al hotel, donde había quedado con Eduardo para que le informara. Este le dijo que su pequeño ejército de confidentes se hallaba al tanto del negocio, pero que no había ni rastro del enano que siempre vestía de negro. Entonces se acercaron a la calle Petritxol, el último domicilio conocido del amante de don Gerardo. En el número 4, en el tercer piso, había residido aquel hombre que, sospechaba, había arrastrado a don Gerardo a la muerte en vida. No era mala zona aquélla, una calle céntrica, paralela a las Ramblas. Cuando llegaron al portal se encontraron con una niña que jugaba con una muñeca de trapo. Dijo ser la hija de la portera y salió a buscarla a toda prisa en cuanto Víctor se identificó como policía. La mujer estaba en el mercado de la Boquería haciendo la compra. Víctor y Eduardo se sentaron en los escalones del primer tramo, en el portal. El detective encendió un cigarro. Entonces, más para hacer tiempo que para otra cosa, dijo:

– Esta calle tiene una leyenda, ¿la conoces? -el crío puso cara de no saber de qué le hablaban, así que Víctor continuó hablando-: cuando Barcelona estaba bajo dominio de los moros, creo que por el año 800, no se podía escuchar misa en la ciudad. Sólo era posible hacerlo en una pequeña y vieja iglesia, la iglesia del Pi, y a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, para no ofender a los musulmanes, porque justo cuando salía el sol comenzaban a hacer las llamadas a la oración desde los minaretes.

– ¿Minaretes?

– Algo así como nuestros campanarios. Los cristianos se habían visto obligados a vivir en el Raval, de manera que para llegar a la iglesia tan temprano tenían que dar un gran rodeo. Un buen día, el capellán de dicha iglesia, un hombre mayor, fue a sacar agua del pozo y se le cayó el cubo dentro. Se descolgó con una cuerda para cogerlo y halló un cofre lleno de monedas. Supuso que lo había escondido allí alguna familia cristiana antes de la llegada de los musulmanes. Inspeccionó bien el lugar y halló varios cofres más. Se había hecho con una fortuna. Entonces se presentó delante del emir y le dijo: «Sé que vuecencia anda corto de dinero y necesito que mis líeles puedan llegar hasta mi iglesia, ¿me venderíais el suelo que va desde la muralla hasta mi iglesia?». El gobernador se rió mucho con aquella ocurrencia y le dijo que sí, siempre y cuando cubriera de oro el trayecto que había desde la Portaferrisa hasta la iglesia del Pi. Entre los muchos cofres que había hallado y las donaciones de los cristianos, el cura juntó un buen dinero. Llegó el día de la prueba y comenzaron a traer los cofres y a extender las monedas sobre el piso, pero, mala suerte, quedaron a apenas unos metros de la Portaferrisa.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Eduardo intrigado.

– Que el emir dijo que no importaba si no llegaban a la Por taferrisa, que les vendía ese trayecto y que mandaría hacer un nuevo pórtico por el que los cristianos podrían entrar a oír misa. Ese pórtico, de Petritxol, dio nombre a la calle.

– ¡Vaya, menuda historia!-exclamó el crío con la boca abierta.

– Sí, me pirran las leyendas y leo mucho sobre ellas.

Víctor se quedó pensativo unos segundos y, tras dar una calada a su cigarro, dijo:

– ¿Sabes, Eduardo? Esto me recuerda algo. Cuando yo era joven, mucho mayor que tú, era un delincuente. No creas, de los buenos. Nunca o casi nunca me trincaban y me las prometía muy felices. Entonces se cruzó en mi vida un sargento de policía que me ayudó: me sacó de la calle y me llevó por el buen camino. Yo conocía bien las calles de Madrid, pero él me descubrió otra ciudad, leía mucho y conocía muchas leyendas. Con él, pasear por las calles era una delicia; me relató un montón de viejas historias sobre Madrid que no conocía.

– ¿Por eso te gustan tanto las leyendas?

Víctor puso cara de pensárselo y contestó:

– Por eso y porque cuando volví a Madrid investigué un caso muy difícil, una casa que incitaba a sus ocupantes a matar.

– ¿De veras?

Víctor sonrió:

– Cómo pasa el tiempo -dijo-. Parece que fue ayer cuando don Armando…

– ¿Murió?

– Sí, hace tiempo, y lo echo de menos, de veras.

El crío sonrió con desparpajo y dijo:

– Y ahora tú haces lo mismo conmigo.

Víctor rió a carcajada limpia y pasó la mano por el pelo al rapaz.

– Vamos fuera, esa portera no llega.

Cuando iban a salir al exterior les salió al paso la portera, malencarada, con una sola ceja y una enorme verruga en la nariz. Fea como ella sola, vestía una amplia falda, delantal y camisa de lunares y llevaba un enorme pañuelo de cuadros anudado al cuello que casi le cubría los hombros.

– Ros, policía, quisiera ver el piso donde vivió Paco Martínez Andreu.

– ¿Cómo dice?

– Sí, Martínez Andreu, fue sonado, una casa de citas…

– ¡Ah, sí! La Elisabeth. Pero de eso hace ya lo menos dos años. Se la llevaron presa.

– No, no, Paco.

– ¿Cómo dice?

– Que era un hombre.

– Imposible. Si era guapísima. Vestía como una reina. ¿Y dice que se llamaba…?

– Paco.

– Pues me deja usted de piedra. Yo siempre la vi vestida de mujer. Una dama.

– ¿Sabría usted dónde para?

– Estará en la cárcel. El piso que ocupaba ha tenido ya más de media docena de inquilinos desde entonces.

Víctor pensó que cualquier evidencia que hubiera podido quedar en el piso era ya historia, así que decidió sonsacar a aquella cotilla, porque a lo mejor averiguaba algo.

– ¿La conocía usted bien?

– Nadie conoce bien a esa arpía, era una tipa rara -dijo aquella mujer apoyándose en el palo de la escoba.

– ¿Podría aclararme eso? ¿De verdad tenía un prostíbulo?

– Sí, ¡y de crías muy jóvenes! Cuando entré a limpiar, cuando quedó libre el piso, no se imagina usted lo que vi… Tenía dos habitaciones muy lujosas, con alfombras, cortinas de terciopelo y sábanas de raso. No me sorprendió, la verdad, aquí venía gente muy pero que muy importante, ¡tienen vicios! Por la noche paraban carruajes bien historiados, lujosos, y bajaban señores embozados en capas de buen paño, llevaban chisteras y se cuidaban de taparse el rostro. Hasta venían damas con ellos.

– Vaya.

– Sí, gente bien, ¿sabe? De posibles -dijo frotándose el pulgar y el índice como el que habla de dinero-. Además, aquella loca era medio bruja, no se puede usted hacer una idea de lo que tuve que limpiar: tenía un altar horrible, con velas negras, una especie de estrella pintada en un círculo y un dibujo de un hombre cabra o algo así, el demonio; y había cabezas de gallo. ¡Se me pone el pelo de punta de pensarlo! Jesús, María y José! Y un cuadro de una mujer de esas antiguas. Las chicas eran pobres, las traían de los poblados de obreros. Pobres crías, se les llevaban la virtud por unos pocos dineros para sus padres, a los que Dios confunda. Una cosa es ser pobre y otra dejar que a tus hijas les hagan cosas esos ricos pervertidos.

Entonces Víctor tuvo una corazonada. Recordó que ya había reparado en que era mucha casualidad que el enano buscara chicas vírgenes y que el amante de don Gerardo hiciera de alcahuete de chicas pobres. Decidió arriesgarse:

– Se las traía un enano misterioso, claro.

La mujer se le quedó mirando.

– ¿Cómo?

– Sí, un enano, siempre vestido de negro y con un perro pequeño.

– Ah, eso es otra historia… porque de misterioso, nada.

– ¿Cómo?

– Sí, era su criado.

– Perdone, no la entiendo.

– Sí, el enano era su criado. Un tipo raro. Un par de locos, ¿sabe? Estaban como cabras. Una tarde oí como el enano, Higinio, le decía a Elisabeth: «¿Se le ofrece algo más, señora condesa?».

Víctor, con el corazón en un puño, miró a Eduardo de soslayo.

Tenía que pensar: aquel hombre, el amante de Borras, era un criminal consumado. Era la misma persona que prostituía niñas y cuyo criado recorría los bajos fondos para hacerse con los servicios de chicas vírgenes y pobres para prostituirlas. El mismo enano que andaba metido en algún negocio con el Tuerto, el enano que acompañaba a veces al tipo de la cicatriz en la barbilla, el del incidente, el que había despachado a Agapito Marín de una certera puñalada en el corazón.

Todo formaba parte de un plan, ese hombre era listo y entre él y sus compinches habían preparado el secuestro, pero ¿cómo habían desaparecido el dinero y los valores de la caja fuerte de Borras? ¿Estaría implicado Guzmán, su secretario?

La policía lo estaba vigilando y no había nada raro en él.

Una cosa era segura: Paco Martínez no tenía escrúpulos, era ladrón, parece que extorsionador, se creía brujo y traficaba con la virtud de chicas pobres. Y la vida de don Gerardo Borras, o mejor dicho, lo que quedaba de él, estaba en sus manos. Temió por aquel pobre hombre.


– ¿Habéis visto? -dijo López Carrillo haciendo su entrada en el cuarto con varios periódicos en la mano-. Más detalles sobre don Gerardo. Han publicado lo de Icaria. ¿Cómo han podido saberlo?

– De eso hablábamos. Yo lo filtré. Envié una nota anónima a La Vanguardia con Eduardo. Nos conviene que piensen que vamos por ahí, que seguimos el rastro de los socialistas -contestó Ros. Pero siéntate, amigo, y toma un café.

– Pero entonces, ¿no vamos por ahí? -dijo López Carrillo.

– No, no -sentenció Víctor-. De socialistas, nada. Ésa es una pista falsa, puesta ahí a propósito.

– Pero ¿por quién?

– No quieras saberlo aún. No me creerías.

Los cuatro guardaron silencio.

Víctor tomó la palabra:

– Definitivamente esto se nos va de las manos. Así no puedo pensar, necesito parar, repasar los detalles. Espero los análisis de la tierra que había en las ropas de Borras. Necesito los resultados.

– Sí, yo los sé: tierra del infierno -bromeó López Carrillo.

Víctor lo miró haciéndose el enfadado.

– No digas eso ni en broma. A ver, veamos, ¿qué tenemos?: un hombre que sube a su coche y desaparece. Bien, es un hecho evidente que se volatilizó. Pero ¿cómo? Se abren ante nosotros dos posibilidades: primera, desapareció de manera mágica, sobrenatural. Segunda, lo secuestraron. Y hay una tercera de la que, de momento, no hablaré. Descarto por motivos obvios la primera. Así que, de alguna manera empírica, se le hizo desaparecer. No sabemos cómo lo hicieron pero a la misma hora se produjo un incidente en su calle. ¡Qué casualidad! Todo el mundo miró hacia el lugar en que un tipo de mala vida, el Tuerto, montaba un altercado porque le molestaba el sombrero de una dama que pasaba por allí. Ridículo. Dos tipos lo sujetan, uno de ellos con una cicatriz en la barbilla, pero luego, curiosamente, no se presentan a declarar. Por otra parte, yo averiguo por mi cuenta que la caja fuerte de don Gerardo está vacía, otra extraña casualidad.

– Quizá para eso lo torturaron, para saber la clave, luego debieron de ir con su llave a su despacho y la vaciaron. Una vez que se hicieron con el botín lo soltaron en tan lamentable estado -dijo don Alfredo Blázquez.

– Interesante teoría, Alfredo -prosiguió Víctor. Y debo decir que en ningún modo es descartable. El caso es que al mismo tiempo averiguo que don Gerardo era un asiduo de los lupanares y que tenía un amante, un joven muy atractivo al que había retirado y que tenía antecedentes por extorsión, robo, prostitución de niñas y ¡secuestro! Este hombre, al que sus vecinos tomaron por una mujer, fue procesado por tener un prostíbulo y, con él, un joven de la alta sociedad, por lo que se fue de rositas. Sigamos. Eduardo vio a su padre en tratos con un enano que recluta chicas para realizar servicios sexuales a caballeros acaudalados y ese mismo enano fue con el tipo de la cicatriz a buscar al Tuerto a casa de Blasa, su novia. Lo mataron, eso está probado. Y ahora descubro que el hermoso amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, la pasión oculta de don Gerardo, tiene un criado que le hace de alcahuete, ¡un enano! Un enano estaba en tratos con el Tuerto, al parecer un asunto de enjundia. Dije que en este negocio habían participado tres hombres y una mujer, ahora sé quiénes y debo rectificar: fueron cuatro, los dos hombres que redujeron al Tuerto: el tipo de la cicatriz y su compañero; el enano y el amante. Ojo con este último. Es un hombre peligroso, frío e inteligente. Parece leído y cuando se viste de mujer da el pego. Cuidado. Supongo que el enano contrató al Tuerto para que montara aquel numerito, pero debió de pasarse de listo. Ese tipo, el amante, lo preparó todo. Necesitamos más información.

– Pero don Gerardo está fuera de juego -adujo López Carrillo.

– Sí, es una lástima. Eso del Endemoniado del Ensanche es una tontería mayúscula, no hay ni que rebatirlo. Pero debo confesar que me preocupa, no facilita las cosas sino que entorpece la investigación. Dime, Alfredo, tu prima Huberta, ¿es tan religiosa como parece?

– Mucho.

– Mal asunto.

Llamaron a la puerta y apareció un botones.

– Un telegrama para el señor Ros.

Víctor tomó el papel de la bandeja y, tras dar una propina al chico, rompió el pequeño sobre y leyó el contenido de la esquela.

Sonrió.

– Señores, recordarán ustedes que pedí un informe a Madrid sobre las actividades que don Gerardo iba a realizar allí, ¿verdad?

Don Alfredo y López Carrillo asintieron.

– Bien, pues he de decir que mi teoría, la tercera tesis, la intermedia, se impone. Y no hablaré más porque no quisiera equivocarme. Y ahora, debemos esperar. Tú, Eduardo, aprieta a tus pilluelos, moveos, dóblales el sueldo y no dejéis un rincón sin revisar. Tenéis que encontrar al enano.


– ¿Ros?

Víctor alzó la mirada y dejó el periódico a un lado. Levantándose de la butaca, tendió la mano al recién llegado, un tipo alto, en la cincuentena, calvo, de poblados bigotes y dijo:

– ¿Velarde?

– El mismo.

– Muchas gracias por venir. No sabía si podría usted acudir. ¿Podemos hablar un momento?

– A eso venía. Me avisó Juan de Dios López Carrillo, es un buen amigo. Me ayudó mucho con mi hijo en un asunto acaecido hace unos años.

– Siéntese, siéntese. ¿Querría tomar algo?

– Un café.

Víctor hizo un gesto al botones, que se acercó, y le ordenó que avisara a un camarero.

En un momento les habían servido y Víctor comenzó la conversación:

– Es usted un eminente psiquiatra y necesito ayuda. Juan de Dios le habrá puesto en antecedentes.

– Sí, parece que busca usted a un tipo con doble personalidad.

– En efecto. Pero hay algo que me llama la atención.

– Usted dirá.

– Por lo que he deducido, antes de comenzar a manifestar su segunda personalidad, este hombre, Paco, ya era, digamos… liberal en asuntos del tálamo.

– ¿Perdón?

– Sí, vamos, que no hacía ascos a la compañía de ambos sexos. -Era bisexual.

– Eso creo, sí. A su mujer no le importaba y, según parece, hasta participaba con él en ciertos juegos.

– Artistas -dijo el psiquiatra despectivamente.

– El caso es que esa mujer comenzó a aparecer tras una sesión de espiritismo.

– Ya. ¿Y quiere usted saber si puede estar poseído por un espíritu?

– No, no, espero que no. Pero me parece muy llamativo. ¿Es posible algo así? ¿Por qué apareció esa segunda personalidad tras una experiencia espiritista?

Adolfo Velarde sorbió su café ruidosamente y se atusó los bigotes. Se daba importancia. Sonrió.

– Puede ocurrir que un fenómeno como éste, un caso de doble personalidad, se manifieste tras ciertas experiencias… A veces, un traumatismo en la cabeza, un fuerte golpe; otras, una experiencia personal traumática y, las menos, esto ocurre en circunstancias ciertamente especiales, como por ejemplo una sesión de hipnosis.

– Pero ¿tras una sesión de espiritismo?

– Un hombre puede convertirse, o creer, en todo aquello que crea su mente.

– ¿Entonces?

– Estimo que esas sesiones de espiritismo, en mentes débiles, llegan a hacer mucho daño. Yo mismo tuve el caso de una mujer que iras una sesión comenzó a ver cosas que nadie veía. Apariciones, ruidos, decía que había un fantasma en su casa de Gerona. Nadie veía nada solo ella

– ¿La curó usted?

– Se suicidó.

– Ya. Un tipo con doble personalidad… ¿es especialmente peligroso?

– No tiene por qué. Aunque depende del motivo por el que su mente crea ese nuevo ser. No sé, digamos, por ejemplo, que un tipo que soporta estoicamente una vida de padecimientos, una personalidad servil; un tipo humillado podría crear otra personalidad fuerte, cruel, peligrosa, sí.

– Y piensa usted que éste es el caso.

– Puede ser, sí. ¿Tuvo una infancia traumática?

– Creo que su padre mató a su madre.

– Pues quizá tenga usted ahí la respuesta.

Capítulo 8

Santiago Berga echó un vistazo a la platea desde su palco del Liceo. El ambiente le pareció memorable, edificante; aquél era el verdadero escenario donde se podía tomar el pulso a la ciudad, o por lo menos a lo más granado de ella. Había una auténtica estratificación social en altura, una representación fidedigna de la sociedad barcelonesa ordenada de más a menos. Abajo, en la platea y en los primeros palcos, se situaba lo más granado de la alta sociedad y la burguesía catalanas. Luego, en los pisos intermedios, la incipiente clase media y al final, donde los iluminadores, en el gallinero, las clases más populares, la gente de la calle. Berga recorrió con su mirada la zona bien, los palcos más selectos y la platea en busca de conocidos, de algún gesto, una indiscreción o un buen cotilleo que llevarse a la boca. Nada. Dicen que una vez Josep Pía describió aquel ambiente como «un océano de joyas». Se sintió aburrido y decidió aprovechar el entreacto para acercarse al excusado. La función estaba resultando interesante y había quedado con Antoni Pujol para cenar en casa de los Ripollet al acabar la obra: Don Carlo, de Verdi.

Pasó por las dependencias comunes al exclusivo Cercle del Liceo, adyacente al edificio, y al que sólo unos pocos varones de entre lo más selecto de la sociedad barcelonesa tenían acceso, y buscó un poco de intimidad en el urinario. El Cercle era un espacio sublime, elitista, exquisito y reservado a la cultura, a las tertulias de alto nivel y a las buenas maneras. El gran salón, los billares, la sala de lectura, las salas de juego, el comedor o la barbería formaban parte ya de una serie de espacios comunes exclusivos de los más adinerados que sonaban a oídos de la gente del pueblo como ensueños más propios de las mil y una noches.

Una vez a solas sacó del bolsillo del frac una pequeña cajita y sobre un pequeño espejuelo dispuso un par de líneas de aquel polvo blanco que comenzaba a hacer furor entre los más avezados noctámbulos de la ciudad. Había adoptado esa costumbre durante los dos años que pasara en Londres y le había resultado muy difícil hallar un buen proveedor en Barcelona. Afortunadamente, no era cuestión de dinero y un marino malencarado que le presentara el chino Takeo en una tasca de la Barceloneta traía un buen género que venía desde el mismísimo Londres.

Después de esnifar aquel oro blanco sintió que surtía su efecto. Unas pequeñas luces blancas siguieron al estado de omnisciencia que aquella droga le solía producir. Notó cómo fluía su sangre, estaba vivo y la noche era larga. Quitó el pestillo, sorbiendo hacia arriba por la nariz, y abrió la puerta. Un tipo lo aguardaba detrás de ella. Vestía de calle, iba con un traje que le pareció más bien corriente con una corbata quizá demasiado llamativa. Llevaba un bombín en una mano y en la otra una tarjeta.

– Víctor Ros, policía.

– ¿Cómo? -dijo el otro bastante alarmado. -Es usted Santiago Berga, ¿no?

– Este… sí, claro.

– Tengo que hablar con usted -dijo Ros estudiando atentamente sus facciones. Le pareció evidente que aquel fulano no era trigo limpio-. Lleva usted algo en la nariz.

Berga se limpió rápidamente, muy azorado.

– Es un hábito nocivo -dijo el policía sonriendo muy ufano.

– ¿Cómo? No entiendo qué me dice. Estoy resfriado.

– ¿Podemos hablar a solas?, le digo que es urgente.

– La función va a continuar -dijo el joven aristócrata.

– No lo entretendré mucho.

Víctor siguió a Berga y tomaron asiento en una mesa, junto a la entrada. Desde allí la vista de la entrada al Liceo era magnífica, y perfecta para presenciar la llegada de los carruajes, la pompa y los vestidos de las damas. Se decía que la función era a veces lo de menos, lo que de verdad importaba era relacionarse, ver a la sociedad barcelonesa en su esplendor y hacer negocios, urdir conspiraciones y estrechar alianzas.

– Blas, dos copas de champán -dijo Berga a un camarero, parecía acostumbrado a mandar.

Víctor lo estudió con atención: alto, delgado, muy delgado, de maneras aristocráticas, pelo moreno con un largo flequillo que le caía sobre la frente, lucía perilla y finos bigotes, a la manera de los tan conocidos poetas románticos. Era obvio que una vida de excesos, adicciones y fiestas le había conferido aquel aspecto, con unas profundas ojeras que a Víctor le recordaron las de los obreros hambrientos de las fábricas de la ciudad. Qué paradojas.

– Usted dirá -espetó Berga apurando su copa.

– Paco Martínez Andreu.

El otro permaneció impertérrito, como si no supiera de qué le hablaban.

– Alias Elisabeth -apuntó Víctor.

Berga negó con la cabeza arqueando las cejas.

– Sabe usted de qué le hablo. Su buen amigo Paco. No me haga recordarle el sumario en el que usted estuvo implicado.

– Aquello se archivó, falta de pruebas.

– Ya.

– Necesito que me ayude a capturarla.

– Solo la vi una vez, casualmente…

– No me mienta, joven. Escapó usted por poco y no va a volver a tener tanta suerte.

– ¡Usted no sabe…!

– … con quién estoy hablando, sí. Torres más altas han caído. ¿Dónde puedo encontrarlo? Se ha esfumado.

– No lo sé, hace tiempo que no la veo. Desde aquel desagradable incidente que usted menciona, ya sabe, mi detención al hallarme en aquella casa, no he vuelto a verla. Mi padre me amenazó con desheredarme y, créame, no soy tonto. Me gusta la buena vida, lo admito. No diré que no me he corrido buenas juergas y que conozco todos los ambientes lúdicos de Barcelona, pero esa mujer por poco me trae la ruina.

– ¿Mujer?

– A él le gusta pensar que lo es, y resulta convincente, créame. Es bellísima aunque, fíjese que ya no cumple los cuarenta.

– Vaya.

– Sí, se conserva joven, tiene un cutis… Acudí a aquella casa recomendado, pensaba que era un burdel más. No sabía que era un lugar donde se prostituía a chicas tan jóvenes.

– Y a chicos.

– Vaya, ha hecho usted los deberes, pero eso son rumores.

– Miente.

– ¿Cómo?

– No me tome por tonto. Su amigo Paco se ha metido en un buen lío. Es más que probable que esté implicado en el secuestro de Borras.

– Ah, ¡el Endemoniado!

– Eso es una tontería. De endemoniado, nada.

– Tengo amigos ocultistas que no opinan lo mismo.

– ¿Es usted espiritista? ¿También?

Se hizo un silencio.

– Mire, señor…

– Ros.

– Le he dicho que no sé dónde para Elisabeth.

– Paco.

– Elisabeth o Paco, ¿no se da cuenta? Son dos caras de una misma moneda. Cuando nos detuvieron, en el cuartelillo tardaron dos días en darse cuenta de que era un hombre. Y fue gracias a las quejas de las reclusas, que le vieron el miembro al orinar.

– Ya.

– Mi relación con ella terminó hace tiempo y además no la conocí apenas, créame. Me está usted haciendo perder el tiempo y creo que ya he sido suficientemente amable. -Sonó la campana que llamaba a los espectadores para reanudar la función-. Esta ciudad es compleja, usted no sabe con quién se la juega ni por qué camino transita. Vuelva a su casa, buen hombre, y no moleste más. Si va a acusarme de algo, dígalo, y si no, me voy.

Víctor se levantó dando la entrevista por terminada. No le agradaba aquel sujeto.

El inspector Ros salió por la puerta principal del Liceo muy enfadado. De pronto, se quedó muy quieto cuando se dio de bruces con un caballero alto, de aspecto extranjero, con la chistera en la mano y que le tendía la diestra:

– ¡Lewis! -exclamó Ros estrechando la mano del inglés efusivamente-. ¿Qué hace usted aquí?

Víctor se sintió invadido por una gran alegría al encontrarse con aquel amigo que tanto le ayudara en la resolución del que la prensa llamó «El caso de la Viuda Negra».

– Recuerdo haber recibido un telegrama tuyo diciéndome que estabas en Barcelona, ¿no?

– Sí, sí, pero no pensé que fuera usted a venir.

– El asunto ese del Endemoniado es suficientemente interesante.

– No sabe cuánto me alegro de verlo, estoy metido en un embrollo que, según me temo es delicado. Pero vayamos al hotel y hablemos, aquí hay demasiada gente -dijo Ros-. Además, estoy hambriento.


Una vez que Ros, don Alfredo, López Carrillo y el propio Lewis tomaron asiento en el coqueto gabinete de las habitaciones que habían tomado en el Continental, y mientras aguardaban que les sirvieran la comida, el inglés dijo:

– Vaya, vaya. ¿Y Clara?

– Bien, muy bien, y los niños, también. ¿Cuánto hace que no nos veíamos?

– Dos meses. He estado en Vladivostk. Un asesino de viejas.

– ¿Lo ha cazado usted?

– Ya es historia.

– Muerto.

– Sabes, querido Víctor, que el Sello de Brandenburgo no se anda con tonterías.

– Vaya -dijo López Carrillo-. No les sigo. ¿De qué va esto? ¿El Sello de qué…?

Víctor rio, bebió un buen trago de vino, y le dijo a su amigo:

– Aquí mi buen amigo Brandon Lewis pertenece a una elitista organización de ámbito europeo llamada el Sello de Brandenburgo. Está financiada por algunas de las más acaudaladas familias del Viejo Continente y cuenta con algunos de los mejores investigadores policiales del momento. Su objetivo es investigar a los grandes asesinos, prevenir sus fechorías y eliminarlos dándoles caza sin piedad. Para ello cuentan con unos medios… diría que ilimitados.

Lewis sonrió asintiendo.

– ¿Y tú…? -preguntó Juan de Dios.

– No, no -aclaró Lewis-. Su buen amigo Víctor ha rehusado obstinadamente nuestras invitaciones para ingresar en el Sello, pues debe su lealtad al cuerpo de policía para el que trabaja. A lo más que ha accedido es a mantenernos informados sobre los casos más complejos que se dan en este país y a recibir unas lecciones del profesor Berkowitz en Viena sobre inteligencia intuitiva.

– ¿Cómo?

– Sí -dijo Víctor-. Una idea de Lewis y su grupo. Dicen que todas las capacidades del ser humano son mejorables y que con un buen entrenamiento podemos depurar al máximo nuestras aptitudes.

– ¿Y eso te sirve para adivinar cosas? -repuso incrédulo el bueno de López Carrillo.

– No, no, pero sí para seguir a veces el camino correcto, ya sabes, para vislumbrar la buena senda, el husmillo correcto. Hay una cosa que los investigadores llaman inconsciente…

– ¿Inconsistente?

– No, inconsciente. Cosas que percibimos sin darnos cuenta pero que nuestro cerebro almacena. Algunos lo llaman intuición, pero en realidad es una observación que realizamos de forma no consciente. Se puede entrenar.

– Ah -contestó López Carrillo, el cual, evidentemente, no terminaba de entender aquellas paparruchas.

Continuaron hablando durante la cena sobre el caso que les ocupaba y Lewis se mostró muy interesado al ir conociendo los detalles de aquel asunto que la prensa había bautizado como «El caso del Endemoniado de la calle Calabria». Hizo preguntas sobre don Gerardo, los icarianos y le llamó mucho la atención aquella figura que comenzaba a adquirir importancia en el sumario, la de Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth: hombre, mujer, timador, prostituta, secuestrador, ladrón y alcahueta que prostituía a chicas vírgenes.

– Ese tipo puede ser un muy digno rival, Víctor -dijo con el rostro muy serio-. Además, parece un espécimen interesante. Un trastorno bipolar como ése no es algo muy habitual.

– ¿Y no será que simplemente es un poco «tralará»?-dijo López Carrillo muy campechano.

– No, no -dijo Víctor-. La verdad es que el asunto parece raro. Según me dijo su mujer, la pintora, es como si tuviera dos personalidades: una de hombre, Paco, y otra de mujer, Elisabeth.

– La verdad, Víctor, es que eso que apuntas sobre la segunda personalidad de este individuo…

– ¿Sí?

– No sé, suelen ser casos difíciles, cruentos -repuso el inglés.

– La mujer dice que todo fue a raíz de una sesión de espiritismo -dijo don Alfredo.

– No irás a creer que un espíritu entró en su cuerpo y se ha ido apoderando de él, Alfredo -añadió Víctor-. Lo que nos faltaba, ya tenemos bastante con un endemoniado.

– Es obvio que el origen de esa doble personalidad estriba en un desorden nervioso. Dices que vio cómo su padre mataba a su madre, ¿no? -dijo Lewis.

– Nunca te puedes creer lo que dice un delincuente -sentenció López Carrillo.

Lewis insistió:

– Y contabas que su criado, el enano, recluta chicas vírgenes, ¿no?

– Sí, en efecto.

– Esto no me gusta un pelo. ¿No te parece mucha casualidad?

– No le sigo, Lewis -dijo don Alfredo.

– Sí, sabes que han desaparecido algunas chicas en la ciudad…

– Es la comidilla -apuntó López Carrillo.

– El Sello dispone de cierta información confidencial que sólo barajan el tipo que lleva el caso, un tal Ángel Silla, y el gobernador.

Los tres policías se quedaron mirando a Lewis, expectantes.

– Bien, como ustedes sabrán, a las chicas se las ha tragado la tierra. Nada. Sólo se ha tenido noticia de una de ellas, una tal… Gertrudis Bermejo. Es confidencial -dijo Lewis consultando un pequeño bloc de notas-. Sus padres, obreros muy pobres venidos de Cádiz, la encontraron a la puerta de su casa, una humilde chabola, dos días después de su desaparición. Casi no podía moverse, estaba exhausta, pálida.

– ¿Y?

– Tenía una incisión cerca del cuello y apenas si le quedaba sangre en el cuerpo.

– ¿Cómo?-repuso don Alfredo.

– ¿Quién se la llevó? ¿Cómo la atacaron?

– No recordaba nada -continuó Lewis-. Quizá la atacaron por la espalda, con cloroformo o fenobarbital, es fácil. Debieron de tenerla drogada. El gobernador civil nos avisó directamente. No quiso ni que el asunto trascendiera a la policía. Es mal asunto hablar de vampirismo.

– ¿Vampi qué? -dijo López Carrillo.

– No muertos, amigo, no muertos que chupan la sangre de los vivos. Supersticiones -aclaró Ros-. ¿Y la joven?

– Está siendo estudiada por el Sello en Zurich, con sus padres. No le falta de nada. Se recupera bien.

– ¿Y el Sello piensa que las otras chicas…?

Lewis asintió.

Permanecieron en silencio y el inglés tomó de nuevo la palabra:

– Esa Elisabeth o Paco y su criado… buscaban vírgenes, para mí está claro, ¿no?

– Sí -dijo Víctor.

– Sería digno de estudio, ese tipo.

– Vampirismo… -murmuró por lo bajo López Carrillo.

– Sí, amigo, hay casos documentados de personas, auténticos psicópatas que sienten la necesidad de ingerir sangre humana apuntó Lewis-. Algunos, tras la ingesta, quedan en estado de coma durante un rato o incluso alcanzan el orgasmo. Una disfunción muy interesante para el estudio de la psique humana. Yo mismo investigué el taso del sargento Bertrand, en París, en 1841. Un loco que asaltaba cementerios para despanzurrar cadáveres y abrazarse a sus intestinos. Un loco, un necrófago.

– ¿De verdad cree que desangraron a esa chica? -preguntó don Alfredo.

– No lo creo: el Sello lo ha comprobado. El agente que investiga el caso lo está llevando con el mayor de los sigilos. Nada debe trascender y si aparece el enano, debemos saberlo. Yo, por mi parte, haré otro tanto, moveré mis hilos -dijo el inglés.

– Vamos, que piensa usted que puede haber alguien suelto por ahí que se cree vampiro y que puede estar relacionado con nuestro enano alcahuete -apuntó don Alfredo.

– Más o menos -dijo el inglés.

– El secreto está a salvo con nosotros -lo tranquilizó Víctor-. Después de lo del Endemoniado sólo nos faltaba que la gente se pusiera histérica con asuntos de brujas y «chupa-sangres».


Ya a los postres llegó un telegrama para el inspector Ros.

– Vaya, lo que esperaba -dijo abriendo el sobre sonriente. Leyó con atención y dijo:

– Es de Córcoles, el químico. Me envía un informe más extenso por correo que ya llegará, pero me adelanta que el polvillo amarillo era, en efecto, azufre. Como ya sabrán ustedes, si el grado de humedad es alto, reacciona con el hidrógeno del aire produciendo sulfhídrico, lo que provoca el olor a huevos podridos. Los restos de tierra de las botas de don Gerardo han sido productivos, me dice que eran materiales diluviales, en concreto arenas con Pupilla dentata. Del cuaternario.

Los tres compañeros de Víctor lo miraron como si fuera un bicho raro.

– Sé lo que me digo, sé lo que me digo -repuso-. Sólo necesitaré un buen tratado de geología y algunos mapas de la zona. Algo avanzamos, amigos, algo avanzamos.


Barcelona, 21 de junio de 1881


Querida Mariana:


Te echo de menos. Te mentiría si te dijera que las cosas van bien y eso provoca quizá que os eche más de menos a ti, y sobre todo a nuestra nieta. Dale un beso de mi parte y dile que su abuelito piensa en ella todas, todas las noches.

Víctor, como siempre, se muestra hermético en exceso y yo, por mi parte, procuro frenar sus ansias y sus ganas que, a veces, le llevan demasiado lejos.

Gerardo está hecho una ruina, lo torturaron y quedó como ido, eso cuando no le muestran símbolos religiosos, porque entonces se vuelve loco. En suma, que no va a poder contarnos nada. Como siempre, mi compañero parece saber más de lo que demuestra, a veces se sonríe, pero yo creo que no las tiene todas consigo. Se niega a pensar que el secuestro es cosa de socialistas y anda enfrascado en no sé qué asuntos relacionados con unos análisis que un químico hizo de las ropas del secuestrado. La prensa abunda en el asunto del viaje al infierno de Gerardo, es la opción que más vende y que, la verdad, da que pensar. Sé que en Madrid estáis al tanto y que La Época, El Imparcial y los demás periódicos están cubriendo el asunto. Aunque no tanto como Víctor, me tengo por hombre racional, pero la verdad, no acierto a entender cómo se volatilizó don Gerardo del coche y cómo pudo volver a aparecer lleno de azufre, tierra y odiando todo lo que suena a religión. Víctor parece seguro al respecto y ahí anda con no sé qué estudios de geología, de materiales «diluviales» y no sé cuántos organismos microscópicos fosilizados. De locos. Espero volver pronto, la verdad, porque creo que aquí poco nos queda por hacer. Me parece obvio que unos facinerosos secuestraron a Gerardo, lo torturaron y consiguieron hacerse con el dinero y los bonos de su caja fuerte. Mi prima Huberta se a volcado en la religión y cree firmemente que su hombre ha vuelto del infierno. Quiere llevárselo a un monasterio, aunque Víctor y yo pensamos que en un lugar así no haría sino volverse loco.

En definitiva, el único testigo tiene la mente perdida y el dinero y los malhechores volaron. Espero que pronto estemos ahí aunque nos apuntemos un fracaso en nuestro curriculum. Total, no se puede ganar siempre. No me gusta nada mi sobrino, Alfonsín, pero no quiero decirle nada a Víctor al respecto. Menudo es. Recibe un fuerte abrazo y un beso de tu marido,


Alfredo


Víctor salía del hotel con la intención de acercarse a la universidad para realizar unas consultas cuando fue abordado por don Federico Ponce, el médico de la familia Borrás.

– ¡Alabado sea Dios! ¡Menos mal que lo encuentro!

– Buenos días, don Federico.

– Sí, sí, buenos días. Disculpe mis modales, pero necesito su ayuda. Es urgente.

– Usted dirá.

– Doña Huberta y ese cura…

– ¿Sí?

– Quieren demostrar al obispo que don Gerardo está endemoniado.

– Vaya.

– Sí, ahora mismo, en su casa. Quieren llevárselo a un monasterio y han llamado al obispo. Creen que si lo ve se convencerá y presionará a las autoridades para que les dejen trasladarlo.

– Es un testigo en un caso importante y no debería salir de la ciudad, por lo menos hasta que haya podido declarar.

– Usted lo ve como policía, pero yo lo veo como médico. No creo que aguante el estar rodeado de símbolos religiosos, con curas, monjas y exorcismos.

– Mi amigo Alfredo ha salido hace unos minutos para allá. Lo acompaño.

No tardaron mucho en llegar a la calle Calabria, pues el cochero se empleó a fondo. Al llegar por poco no pueden bajar del coche de alquiler. Un gentío medio histérico ocupaba la calle, varios coches lujosos con sus cocheros aguardaban y media docena de guardias propinaban empellones a los curiosos porque resultaba imposible transitar. Cuando Víctor bajó y se disponía a entrar escoltado por dos urbanos, un periodista le dijo:

– ¿Es verdad que han exorcizado a don Gerardo?

Le pareció ver a dos plumillas que hablaban entre sí en inglés.

Un tipo orondo, de afilados bigotes, les tendió una tarjeta:

– ¿Son de la familia? -preguntó entre el gentío- Soy del Circo Columbus, tengo planeada una gira mundial. Don Gerardo puede ganar mucho dinero.

Una vez dentro, el médico y Víctor se miraron con alivio mientras dejaban sus bastones y sombreros a la criada.

– Víctor, ¡dichosos los ojos! -repuso don Alfredo, que salió a recibirlos-. Te he mandado aviso, esto es una locura.

Víctor entró en el salón y se encontró con doña Huberta, el cura de la familia y el obispo de la diócesis, Emeterio Cuenca, un hombre menudo, de rostro afilado y ojos escrutadores que le estrechó la mano sin hacer fuerza, como con aprensión.

– Pero… -acertaba a decir Víctor cuando sonó la campana de la casa. Todos se giraron y pudieron ver cómo entraban Lewis y un caballero desconocido.

El inglés dijo a modo de presentación:

– Estos son Víctor Ros y don Alfredo Blázquez.

– Don Trinitario Mompeán, gobernador civil de la plaza -dijo aquel tipo, bajo, rechoncho y de enormes bigotes, estrechando su mano-. Tenemos que hablar.

Víctor señaló el gabinete. Aquello se le iba de las manos. Sonó de nuevo la campana y llegó López Carrillo.

– Pero ¿qué demonios es esto? -exclamó con su característica bonhomía.

Entraron todos en el gabinete: Víctor, don Alfredo, López Carrillo, Lewis y el gobernador

– Ustedes dirán -protestó Víctor, que no podía disimular su enojo-. Me dice el médico, don Federico, que van a hacer no sé qué ceremonia de exorcismo…

– Tranquilo, joven, tranquilo -dijo el gobernador, don Trinitario, alzando la mano-. Aquí no se va a hacer exorcismo alguno, es tan sólo que el sacerdote de la familia…

– ¡Un fanático! -exclamó Víctor.

– … el sacerdote de la familia-continuó el gobernador, visiblemente molesto por la interrupción- quiere que tanto las autoridades eclesiásticas como las civiles (yo mismo en este caso) contemplen el estado en que se halla don Gerardo. A nadie se le escapa que este hombre es testigo y parte directa en un caso de secuestro pero, al parecer, el cura quiere demostrar dos cosas: que no se encuentra en condiciones de declarar, algo que, me temo muy mucho, es cierto, y que su trastorno tiene una base… digamos religiosa o relacionada con las creencias del individuo.

– Pero… ¿de verdad vamos a dar pábulo a estas cosas? -dijo Ros.

– No se me escapa, joven, que este don Gerardo es hombre piadoso, mojigato, pero que tiene un pasado socialista, robó, timó y ahora, además, resulta que frecuentaba los lupanares. Algo me ha llegado de sórdidos encuentros con hombres… No, no me malinterpreten, no me escandaliza que el hombre tuviera sus expansiones, yo mismo soy un admirador del bello sexo y tengo mis devaneos lúdicos pero, claro, en un tipo tan mojigato, de comunión diaria, que se amanceba con otros hombres, los remordimientos han podido más y, bueno, su mente ha volado.

– ¿Cómo conoce usted todos los detalles? -dijo Víctor.

– Soy el gobernador, joven, sé todo lo que ocurre en la ciudad-dijo mirando hacia López Carrillo, que bajó la vista-. Opino que este hombre necesita una expiación, aligerar su alma, purgar sus pecados.

– Pero ¿cree usted en esa paparrucha del endemoniado?

– No, Ros, no. Pero sí creo que, de alguna manera, un hombre de comunión diaria, sometido a una brutal tortura y viéndose cerca de la muerte, acabó cediendo bajo el peso de sus remordimientos. Además, prefiero que la gente crea esa historia de la volatilización y su viaje de ida y vuelta al infierno a que se dé publicidad a historias de socialistas y secuestros de revolucionarios.

– Ah, es eso -dijo Víctor-. Prefiere usted quitarse el muerto de encima y entregárselo a los curas antes que tener un problema de orden público. ¿Y qué me dice de la nota de los secuestradores?

– Algún bromista.

– Ya. -Víctor hizo una pausa-. Si es por el asunto de los socialistas, esté tranquilo, la pista es falsa, la palabra grabada en el carruaje, «Icaria», está escrita con la letra de don Gerardo, lo comprobé.

– ¿Y? -dijo con aire escéptico el gobernador. -Pues eso, que él mismo estaba interesado en hacernos seguir una pista falsa.

– ¿Insinúa usted que…? ¡Qué tontería! Es obvio que el hombre se estaba desmoronando y, volviéndose medio loco, desapareció por ahí, se metería en líos y el poco entendimiento que le quedaba lo hizo volver a casa -contestó don Trinitario Mompeán.

– ¿Y cómo se volatilizó? -preguntó don Alfredo.

– Se tiraría del carro en marcha, ¡qué sé yo! -repuso el gobernador.

– Lewis -dijo Víctor-. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué hace el Sello en esto? Debió decírmelo. No entiendo lo que está pasando.

– Sabes que la naturaleza de nuestras investigaciones es siempre secreta. No sólo nos interesa el asunto de las jóvenes desaparecidas. En los últimos tiempos hemos ido ampliando nuestras miras y hay ciertos fenómenos que el Sello quiere investigar, ya sabes, si un caso como éste sólo producto de la sugestión o si existen ciertas fuerzas que hoy por hoy no conocemos. La familia quiere llevar al enfermo al monasterio de Nuestra Señora de Laspaúles; allí acudirán dos especialistas nuestros, un psíquico y un psiquiatra, tenemos que aprovechar esta ocasión.

– Es un testigo, me niego a que sea trasladado y el médico también.

– ¡Usted hará lo que se le ordene! -exclamó el gobernador-. Mire, Ros, ha ido usted demasiado lejos, está molestando a gente importante.

– Ya, lo dice usted por Berga.

– Entre otros. Su familia es muy poderosa y no puede usted venir a apretar las tuercas a…

– Es un pedófilo.

– Tuvo un traspié y punto.

– Ya, se fue de rositas.

– No empiece usted guerras que no va a ganar -dijo Mompeán señalándolo con el dedo-. Sepa que he telegrafiado al ministerio para que le ordenen volver a Madrid.

– La Brigada Metropolitana es de jurisdicción general, usted no me da órdenes.

– No, en efecto, pero aquí mando yo. Al salón.

Pasaron a la estancia principal de la casa. El obispo y el gobernador tomaron asiento junto a doña Huberta. Víctor observó que el prelado se quitaba la cruz, costosa y de oro macizo, para no importunar de entrada al poseído. Lewis, Blázquez, López Carrillo y Ros permanecieron de pie, junto al médico y el cura, que sonreía muy satisfecho.

La enfermera y el mayordomo entraron con el enfermo, que arrastraba los pies, estaba ido, como un niño que apenas entiende el mundo que le rodea. Lo hicieron sentarse en una silla en el centro del salón. El cura tomó la palabra:

– Hay sucesos, a Dios gracias, que escapan a la razón -dijo mirando de reojo a Víctor y al médico-. Y éste es uno de ellos. Verán todos ustedes cómo este hombre, en apariencia sereno y tranquilo, se transforma en una bestia a la más mínima visión de un símbolo sagrado.

Entonces se giró y levantó un mantel que cubría una serie de objetos sobre una mesa. Una cruz de oro, un cáliz y una especie de recipiente con un hisopo que el cura sacó para rociar de agua bendita al secuestrado. Don Gerardo, nada más ver la cruz, comenzó a removerse, pero al ver que el cura se le acercaba recitando una letanía y echándole agua, saltó de la silla y comenzó a agitarse como un poseso.

– ¡Atrás! -gritó el sacerdote al médico y a Víctor mostrándoles la cruz que había tomado de la mesa.

Don Gerardo puso los ojos en blanco y su cuerpo comenzó a agitarse frenéticamente, con violentas convulsiones. Entonces el obispo se levantó y, colocando ante él una estampa de la Vir gen de la Merced, gritó:

– ¡Vade retro, Satanás!

Doña Huberta rezaba un Padrenuestro de fondo y el cura dibujaba círculos en torno a don Gerardo rociándolo con agua bendita. Este, de pie, se retorcía presa de convulsiones.

El obispo recitaba una plegaria en latín que nadie comprendía y el enfermo se agitaba cada vez más. Víctor se giró y vio que las criadas y la cocinera se habían sumado a los rezos de su señora. El médico lo miró, impotente, y Víctor le devolvió la mirada, dirigiendo sus ojos a continuación hacia su maletín; el otro comprendió y fue a cogerlo.

De pronto, don Gerardo, en un momento en que todos los presentes habían ido alzando sus voces en una extraña letanía mezcla de distintas oraciones, se quedó de pie, de puntillas, con los brazos en cruz, los ojos en blanco y con la boca llena de espuma, agitándose convulsamente como si su cuerpo, lleno de calambres, fuera a romperse.

– ¡Libéralo, libéralo, Señor! -gritaba el menudo obispo mostrando una cruz al pobre enfermo que, en ese momento, se lanzó corriendo contra la pared v empezó a darse cabezazos. La casa entera tembló por el el efecto de aquellos impactos que nadie podía frenar, pues don Gerardo era dueño de una fuerza suprahumana. Entre Víctor, López Gárrulo, don Alfredo y el mayordomo apenas lograron reducirlo. Afortunadamente, don Federico acertó a ponerle una inyección tranquilizante antes de salir despedido por una coz que el enfermo le propinó. Al fin, después de llegar al paroxismo y gracias al efecto del sedante, quedó dormido sujeto por cuatro hombres. Sangraba abundantemente por una brecha que se había producido en sus frenéticas embestidas, se le adivinaba un pequeño fragmento de cráneo algo desprendido con cuero cabelludo, piel y fragmentos de sesos. También salía sangre de su boca, se había mordido la lengua y parecía tener el brazo derecho como descolgado, pues debía de haberse fracturado el hombro. Lo subieron a su cuarto para que el médico se aplicara al momento y lo dejaron a solas con el galeno.

Cuando Víctor salía, el obispo le dijo:

– ¿Ve? Debe ir al monasterio.

El inspector Ros cogió a aquella comadreja por el pecho y casi lo estampa contra una pared. Alfredo y López Carrillo lo sujetaron.

Intervino el gobernador y ordenó que lo sacaran a la calle.

– Ros, en Madrid sabrán de esto.

– No le quepa duda -dijo Víctor mirando amenazador. Lewis permanecía al margen, observando-. Están todos ustedes locos. Parecen trogloditas.

– Está usted fuera de este caso, me encargaré personalmente de ello -dijo el gobernador-. Don Gerardo se va al monasterio.

– Eso si no ha terminado de quedarse idiota, se ha reventado la cabeza.

– Quizá sea mejor así -sentenció don Trinitario-. ¿No ve que prefiero que éste sea un asunto de ultratumba a un negocio de socialistas? Si la prensa quiere carnada ultraterrena la tendrá.

– Carnada ultraterrena -dijo Ros sonriendo para sus adentros-. Pues va usted a tener un poco de eso. Le recuerdo que hay más de diez jóvenes desaparecidas y alguien les chupa la sangre.

– Ya es suficiente. ¡Fuera de aquí! -gritó el gobernador furibundo.

El público, apenas contenido por los guardias, los observaba atentamente. Por fortuna, el griterío hacía imposible que los escucharan.

– Aquí no hay nada que hacer ya -dijo Víctor a don Alfredo. Fue entonces cuando un pilluelo, con la cara llena de tizne, logró abrirse paso entre los guardias y dijo:

– ¿El inspector Ros?

– Sí, soy yo -contestó Víctor.

– Me envía Eduardo: lo hemos encontrado.


Cuando llegaron a la calle Riera Alta el pilluelo que los acompañaba, el Pedrín, saludó a un compinche que hacía guardia frente al número ó, el Bolas.

– Dime, Bolas, ¿y Eduardo? -dijo el inspector Ros.

– Ha entrado a buscarlo. Es ahí, en el entresuelo.

Víctor miró a don Alfredo y a López Carrillo con cara de preocupación.

– Sí, señor -prosiguió el Bolas-. Yo lo he visto, al enano, en la Boquería, y lo he seguido hasta aquí, he mandado aviso a Eduardo y hemos hablado con la portera. El enano vive en el entresuelo. Entonces, hemos visto una cara de chica que nos miraba a través del cristal, en esa ventana, y hemos pensado en las crías secuestradas, las del periódico, porque nos hacía señas pidiendo ayuda. De pronto, la cara de la chica ha desaparecido y hemos visto la del enano, que nos miraba, y se ha girado rápidamente. «Se escapa», ha dicho Eduardo, y se ha ido para dentro.

– Esperad aquí -les ordenó Víctor sacando su revólver-.Juan de Dios, Alfredo, ¡vamos!

Los tres hombres se encaminaron hacia la vivienda y atravesaron el portal; después de subir un corto tramo de escaleras cubierto de manchas de humedad, giraron a la izquierda y, antes de que pudieran darse cuenta, Víctor había reventado la endeble puerta de una patada. El piso estaba vacío y sucio, muy sucio. Hedía. Se dividieron.

– ¡Aquí! -dijo don Alfredo.

Víctor corrió hacia la voz y se encontró a Blázquez en la cocina con una jovencita que llevaba un vestido de cuadros y que estaba encadenada a una argolla en la pared.

– El enano. ¿Dónde está?

La cría les señaló las escaleras y contemplaron el tramo que ascendía.

– ¡La azotea! -exclamó Víctor-. ¡Rápido, Juan de Dios, conmigo! ¡Tú, Alfredo, quédate con la cría y pide refuerzos!

Subieron los cuatro pisos a toda prisa mientras escuchaban fuertes golpes. Al final, una especie de estallido, como de maderas que crujen y se rompen, les hizo saber que alguien había echado abajo la puerta que daba a la azotea. Cuando llegaron acertaron a ver un bulto negro, con largas ropas de mujer, que se descolgaba hacia el edificio de al lado perdiéndose de vista.

– ¡Ni un paso!

Era una voz masculina, grave. Un tipo que no había podido saltar mantenía agarrado a Eduardo y sujetaba, amenazante, un enorme cuchillo junto a su cuello. A su lado, sin saber muy bien qué hacer, estaba el enano, un tipo de enorme cabeza con un perrito de aguas en los brazos.

– Si se mueven un pelo lo degüello. ¡Quietos! -dijo el alto. Tenía una gran cicatriz en la barbilla.

Víctor y López Carrillo comenzaron a moverse lentamente.

– ¡He dicho que quietos o me lo cargo como hice con su padre!

Al escuchar esto último, Eduardo, presa de la indignación y la rabia, le soltó un codazo a aquel tipo, que bajó la guardia un segundo. Sonó un disparo y su cabeza voló por los aires. Víctor, con la pistola humeante al frente y sujeta con las dos manos, suspiró de alivio. El agresor se desplomó como un peso muerto.

Mientras Ros se abrazaba al crío, el enano soltó el perrito y saltó por donde había escapado la mujer. Se escuchó un ruido sordo, un golpe, un grito y luego un impacto brutal. López Carrillo se asomó y enseguida se descolgó al edificio contiguo para perseguir al fugitivo.

Era demasiado tarde. Paco Martínez Andreu, vestido de mujer, de Elisabeth, había volado. El enano, tras calcular mal el salto, yacía estrellado contra el suelo después de haber tropezado en una cornisa.

Había errado en el salto.

– No tenías que haber entrado, hijo -dijo Víctor abrazando al chico, que apenas si podía llorar.

– Se escapaban.

– Ya, ya, pero si hemos de ser socios debes esperar siempre mis órdenes, ¿entiendes? El crío asintió.

– Quería ser útil, ayudar, ser como tú.

– Tiempo habrá, Eduardo, serás uno de los mejores, créeme; pero para ello debes cuidarte. Un policía listo sabe mantenerse vivo.

El crío asintió, tomando nota. Se abrazaron.


Una vez en la puerta del entresuelo, López Carrillo, don Alfredo y Víctor se reencontraron.

– Ha volado-dijo Juan de Dios, que volvía desde el inmueble de al lado por el portal.

– ¿Y la cría? -preguntó Víctor.

– Dentro -repuso Blázquez.

Pidieron a la portera que se encargara de Eduardo y entraron en el piso. Se escuchó ruido en las escaleras: los guardias llegaban. López Carrillo subió a la azotea para echar un vistazo al cuerpo del tipo de la cicatriz en la barbilla.

– ¡Registrad con cuidado! -dijo Víctor, que se acercó a la cocina, donde la joven permanecía sentada en una silla. Llevaba unos zapatos viejos, raídos, con dos calcetines que se deshacían por momentos. Víctor la miró al rostro. Estaba pálida y tenía incisiones en el cuello y en las muñecas. Ros volvió a mirar a aquella cría, desnutrida y blanca como un cadáver. Había algo en su cara que le resultaba familiar. Todo comenzaba a encajar, no podía ser de otra manera.

– Un momento. Tú… eres Teresita, ¿verdad?

Ella asintió entre sollozos y se le abrazó.

Pensó en que el caso de las vírgenes desaparecidas confluía con el de don Gerardo.

– ¿Eran cuatro? -dijo señalando con la cabeza hacia arriba, hacia la azotea.

– Sí, una mujer, Elisabeth, que era la jefa, el enano y dos hermanos.

La cría hipó y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

– ¡Dios! -dijo el inspector Ros-. Avisad al gobernador y llevad a la cría con la portera. Hay que registrar esto a fondo. No me extrañaría que el dinero de don Gerardo estuviera por ahí.

Rápidamente se repartieron el trabajo. Aquel tipo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, era un verdadero delincuente. No sólo había participado en el secuestro de don Gerardo, como demostraba su relación con el tipo de la cicatriz en la barbilla y con el Tuerto, sino que también estaba implicado en el asunto de las chicas secuestradas que tanto perturbaba a la opinión pública barcelonesa. Era lógico, por otra parte, pues era un alcahuete, un corruptor de menores acostumbrado a vender los favores de crías pobres a la gente bien. Víctor no podía creerlo. Se las veían con una auténtica mente criminal a la altura, quizá, de Eduardo de la Rubia, el tipo al que persiguiera en el caso que la prensa tituló «El caso de la Viuda Negra». Aunque éste quizá era peor, pues era dos personas en una.

Víctor pensaba que el dinero y los bonos de don Gerardo podían estar en aquella casa, así que ordenó que el registro fuera concienzudo, a fondo. Golpeó incluso las paredes con su bastón buscando compartimentos, pequeños escondrijos, y halló uno. Mientras los guardias buscaban un pico y comenzaban a golpear la pared llegó López Carrillo de la azotea.

– El muerto llevaba sus papeles. Eladio Férez, se llamaba -dijo.

– Deberías pasarte por Jefatura, a ver qué hay sobre él.

– Sí -dijo Juan de Dios.

Estaban en el pequeño salón y don Alfredo se asomó a la puerta caminando despacio, como con miedo:

– Víctor… -su voz temblaba como si fuera un niño-. Tienes que ver esto…

Загрузка...