Epílogo

Barcelona, un año después


Como bien predijo ella misma, el caso de Elisabeth, Paco Martínez Andreu, nunca fue a juicio. Había confesado con una sola condición: ingresar en una cárcel de mujeres. Las autoridades estimaron que era lo mejor por su seguridad, ya que en una prisión masculina no hubiera durado ni una semana al conocerse la gravedad de los delitos. El 8 de septiembre de 1882, dos días después de que Santiago Berga se quitara la vida en su celda cortándose las venas con un clavo de su camastro, Elisabeth recibió una visita en la prisión.

Después de entrevistarse con una mujer desconocida, regresó al patio, donde, en cuanto apareció, sufrió por sorpresa el brutal ataque de una interna a resultas del cual murió. Su rostro quedó desfigurado, apenas una careta, por un punzón que usó la agresora.

Alguien dijo que el cuerpo de la fallecida estaba ya inmóvil al comenzar la agresión. Se rumoreó que había familias muy influyentes que no querían que declarara en un juicio y que había sido envenenada.


Aquella misma tarde, cuando empezó a caer la oscuridad y en medio de una horrible tromba de agua, un carruaje salió por la parte de atrás del penal. El mismísimo director de la cárcel salió a despedir a sus misteriosos ocupantes. Apenas unos metros más adelante surgieron dos embozados. Uno de ellos mostró una placa y un revólver, y frenó al cochero de golpe. El otro se acercó con parsimonia y golpeó el cristal de la ventanilla. La puerta se abrió.

– Lewis -dijo Víctor Ros bajándose el pañuelo que le tapaba el rostro. Llevaba un sombrero de ala ancha por el que resbalaba el agua como si fuera una fuente.

– Víctor -dijo Brandon Lewis inclinando la cabeza, siempre tan atento.

En el asiento de detrás iba Elisabeth, esposada a dos tipos muy serios, dos enormes caballeros de aspecto nórdico bien vestidos, que apenas dejaban espacio para que aquella mujer pudiera moverse. Llevaba grilletes en los pies.

– No sé adónde se creen que van -repuso Ros.

El inglés le tendió un salvoconducto. Iba firmado por el propio ministro de la Gobernación.

Víctor quedó algo confundido.

Lewis sonrió y dijo:

– No puedes hacer nada, Víctor. Además, ni siquiera estás en ejercicio.

Se hizo un silencio.

– ¿Ve? -se jactó la presa sonriendo-. Le dije que nunca iría a juicio.

Víctor Ros sintió que la sangre de todo el cuerpo se le subía a la cabeza.

– ¿Qué carajo pretenden ustedes hacer ahora? -preguntó indignado.

Lewis contestó muy sereno:

– Sabes que esta mujer vale más para nosotros viva que muerta. Le iban a dar garrote, eso seguro, y ahora podremos estudiarla. En Viena aguarda un equipo de profesores que la examinará en detalle. Sabremos más cosas sobre la gente como ella. Con la información que obtengamos podremos detectar a oíros psicópatas antes de que comiencen a actuar siquiera. Es un caso espectacular.

– Están locos. ¿Y luego?

– Ya veremos.

– Cometen un grave error. Esa mujer es peligrosísima, se escapará.

– El castillo en el que la recluiremos es inexpugnable. No digas más tonterías.

– Por eso actuaron ustedes así en el asunto de don Gerardo…

– Sí, hicimos un trato.

– Están locos.

Entonces Lewis agitó sonriendo el salvoconducto delante del rostro de Víctor y golpeó con su bastón el techo del coche para que éste reanudara la marcha.

Justo cuando el inglés cerraba la portezuela Víctor gritó:

– Se escapará y entonces me llamarán a mí para que la atrape. ¡Será usted el responsable de las vidas que se lleve, Lewis, será el único y maldito responsable! ¡Usted y su asqueroso Sello!

El coche prosiguió su camino y se perdió en mitad de la niebla mientras el indignado detective lo miraba impotente. Víctor se acercó a su acompañante, empapado, y le dijo:

– Gracias por avisarme, Juan de Dios, vayamos a tomar un aguardiente.

Se fueron caminando por el barro apoyados el uno en el otro.

Загрузка...