Segunda Parte

MÁXIMUS

Capítulo 9

Víctor entró en la cocina. Notó que don Alfredo lo seguía arrastrando los pies y que se detuvo en el pasillo, como asustado. ¿Qué había visto allí su compañero? Un guardia sostenía un saco de lona sobre la mesa. La habitación estaba mal iluminada, apenas un pequeño postigo daba a un patio interior, y junto a él se encontraba el fogón de carbón. Una vela iluminaba insuficientemente la estancia.

Víctor sintió que el urbano le señalaba el saco como con miedo, con aprensión. Lo abrió y comprobó que había ropa vieja y sucia en su interior.

Se escuchaban los golpes de los guardias que, en el dormitorio, intentaban abrir el tabique. Sonaban como latidos lentos y pesados que le oprimían el corazón.

– Al fondo, rebusque usted en el fondo -dijo el guardia.

Víctor ladeó la ropa y pudo verlos. Sintió asco, miedo quizá. Volcó el contenido del saco y tomó uno de ellos con la mano derecha. No podía creer lo que veían sus ojos.

– Es un fémur. Humano. De una mujer joven, quizá una niña -dijo.

Siguió escarbando en aquella macabra colección.

Había rótulas, varias clavículas y pequeñas costillas. Así hasta más de treinta huesos. López Carrillo estaba como petrificado, lodos pensaban en los suyos: Blázquez en su nieta, Víctor en sus hijos y López Carrillo en sus tres vástagos. A buen seguro que los guardias hacían otro tanto. Uno de ello, el más bajo, dijo:

– Están como quemados.

Víctor miró hacia otro lado, como si así la realidad se hiciera más soportable y repuso:

– Cal viva, creo.

– ¡Señor! ¡Vengan! ¡Rápido! -gritó una voz desde el dormitorio.

Cuando llegaron al cuarto vieron a uno de los guardias vomitando apoyado en el pico mientras el otro les señalaba el macabro hallazgo. En la pared, justo donde les había marcado Víctor, había un escondrijo. El tabique roto y la luz de un quinqué mostraban varios frascos rellenos de sangre coagulada, así como un fajo de cartas. Había un cuerpo de niña, seco y pálido, casi azul. Apenas llevaría muerta una semana, pero era evidente que la habían sangrado. Estaba desnuda y presentaba pequeños cortes y laceraciones por todo el cuerpo. Pequeñas, pero suficientes para haberla desangrado poco a poco por el excesivo número de heridas.

Víctor sintió que se le saltaban las lágrimas. Las cartas estaban escritas en un código cifrado y todos los remitentes firmaban con iniciales. Al fondo del escondrijo hallaron un pequeño cráneo, de mujer, que aún tenía pegados fragmentos de cuero cabelludo. López Carrillo tomó otro libro, pequeño, un dietario, y comenzó a leer los nombres que allí aparecían en voz baja. Muchos de los apellidos eran de hombres conocidos, se le notó en el rostro, que palideció, demudado. Era un listado de clientes.

Se echó las manos a la cabeza y dijo:

– Hemos dado con algo gordo, muy gordo.

Víctor comenzó a hojear un libro de hechizos, antiguo, de tapas repujadas, que contenía las instrucciones para preparar algunas recetas que parecían ancestrales. Escrito a medias en catalán y castellano, detallaba cómo elaborar sustancias como «filtro de amor», «poción para la virilidad», «licor afrodisíaco» o «crecepelo infalible». Todo ello adornado con ilustraciones horripilantes de brujas, calaveras y algún que otro carnero de aspecto inquietante con estrellas de cinco puntas por aquí y por allá. Don Alfredo no sacaba nada en claro de las cartas, todas cifradas, y López Carrillo parecía abrumado por el dietario, así que Víctor decidió ponerse manos a la obra con la lista de clientes de aquella mujer que había resultado ser un auténtico monstruo. Había una lámina entre las páginas, un grabado de una dama del medievo que se guardó en la chaqueta. Antes de que pudiera echar un solo vistazo al dietario apareció Ángel Silla, el policía encargado del caso, con tres detectives de paisano. Era un tipo de unos cincuenta años, con el pelo y la barba completamente blancos. Iban delegados por el gobernador. Dijeron que se hacían cargo del caso y les requisaron todo el material. Al fin y al cabo aquél no era asunto suyo. Víctor decidió salir de allí y pasar a hablar con la víctima antes de irse.


Teresita estaba sentada junto a la portera. Habían mandado llamar a sus padres.

– Dime, hija -dijo Víctor con tono cariñoso-. ¿Cómo te trajo aquí esa mujer, Elisabeth?

La niña contestó muy resuelta:

– Yo le dije a mi madre que me iba a casa de una amiga. Ella estaba hablando con una vecina. Entonces, Elisabeth se me acercó y me dijo que me daría mucho dinero si hacía una cosa para ella. Yo la seguí, pero al final de la calle me dio miedo y le dije que no, que quería ir a mi casa. Entonces un tipo me agarró por detrás y me puso un pañuelo con algo que olía muy fuerte. Me subieron a un carruaje y me desmayé. Luego me trajeron aquí.

– ¿Te…? -dijo Víctor interrumpiéndose a sí mismo, se sentía violento-. ¿Abusaron de ti?

– No, no. Sólo querían mi sangre. Al principio incluso me dieron bien de comer,

– ¿Para qué la querían? ¿Sabes si la vendían para algún tuberculoso?

– No, no, era para esa mujer, para Elisabeth.

– ¿Cómo?

– Sí, para mantenerse joven. -Víctor decidió no contarle que Elisabeth era, en realidad, un hombre.

– ¿Para mantenerse joven?

– Sí, me pinchaba con alfileres en… ya sabe… en los pechos y…

– ¿Bebía la sangre?

– No. Se la restregaba por la cara, para darse color. Entonces se miraba al espejo y se ponía muy contenta.

Víctor observó que la chica tenía una incisión en la muñeca.

– Ya. ¿Había alguna otra chica contigo?

– Sí -dijo ella-. Rosa. Cuando llegué aquí ya estaba. Un día escuché a Elisabeth que decía que necesitaba un baño, que aquello no era suficiente. A la noche siguiente se la llevaron. Nos drogaban. A veces he tenido la sensación de dormir durante días.

La alusión al baño hizo que Víctor pensara en el cuerpo que habían hallado emparedado. ¿Cómo habían podido hacer aquellas laceraciones?

– Tal vez logró escapar -dijo Teresita, que parecía haberse visto obligada a madurar de golpe.

Don Alfredo, llegado ese punto, tuvo que salir del cuarto. López Carrillo, la portera y Víctor se miraron sorprendidos al ver cómo una mente herida se defendía tras haber vivido los más horribles sucesos.

– ¿Estás segura de que mandaba la mujer?

– Sí, el enano la llamaba señora condesa.

– Vaya. Y esa Rosa que estuvo contigo aquí, ¿era morena?

– No, era rubia, muy rubia.

– ¿Ha pasado por aquí una chica llamada Antoñita? Morena.

– Medina, sí.

López Carrillo y Ros se miraron. Era la niña desaparecida en el tiovivo de la Ciudadela.

– ¿Dónde está?-preguntó Ros temiéndose lo peor.

– Estuvo unas horas, luego se la llevaron.

Entonces se oyeron gritos en la calle. Alguien llegaba: eran los padres de Teresita, que lloraban de pena, miedo y alegría.


Don Trinitario Mompeán apuraba una copa de coñac y un habano junto a la ventana, a la fresca. Faustino, su mayordomo, llamó a la puerta.

– Están aquí.

– Que pasen.

Los tres hombres entraron. Tres copas los aguardaban sobre una bandeja de plata.

– Ahí tienen, beban. Y fumen.

Ros, López Carrillo y Blázquez tomaron asiento e hicieron lo que se les decía:

– Ustedes dirán -dijo el gobernador.

– El asunto es grave -repuso Juan de Dios-. La pista que seguía Víctor por el secuestro nos ha llevado a una banda de desgraciados.

– No le sigo -contestó don Trinitario mirando a Víctor. Este tomó la palabra:

– Mire, don Trinitario, don Gerardo Borrás tenía una querida, pero como ya sabe, no se trataba de una mujer. Era un hombre que se disfrazaba de mujer y ejercía la prostitución. Hay gente que busca cosas así, exóticas.

– Sí, una dama con manubrio -dijo don Trinitario entre risotadas.

– Se llama Paco Martínez Andreu, o Elisabeth, si lo prefiere. Un caso extraño de doble personalidad, pero una masculina y otra femenina. Creo que supo que su amante, don Gerardo, era un hombre con dinero y decidió dar un buen golpe. Bien, creo que un tipo apodado el Tuerto fue contratado para llevar a cabo una maniobra de distracción y poder realizar el secuestro de don Gerardo. Ese tipo fue reclutado por un enano y un individuo con una cicatriz en la barbilla que participó en el incidente.

Luego, el Tuerto fue asesinado, y poco a poco seguí la pista de la amante de don Gerardo, la cual resultó ser en realidad un hombre. Elisabeth, un mal bicho, prostituta, pederasta, ladrona, participó en un secuestro de otra prostituta y, sobre todo, fue madama de un prostíbulo de menores.

– El asunto de Berga.

– Exacto. Sospecho que él debía de ser quien ponía el dinero y ella llevaba el negocio. Pero no entró en prisión por ello. Hoy mismo hemos localizado a esta Elisabeth, pero ha escapado. Ha logrado saltar al edificio de al lado pese a que iba vestida de mujer. En su piso hemos hallado todo lo que usted ya sabe.

– Y el tipo de la cicatriz ha muerto, ¿no?

– En efecto. Me vi obligado a actuar. López Carrillo tiene sus datos.

Juan de Dios tomó la palabra:

– Eladio Férez. El y su hermano Licinio tienen antecedentes por traficar con obras de arte robadas. Al parecer recorrían los pueblos del Ampurdán y el Pirineo, ojeaban las iglesias y robaban objetos sagrados, que luego vendían en el extranjero.

– Ahí tienen ustedes la clave del trastorno de don Gerardo. Debieron de tenerlo cautivo en su piso, junto a imágenes sagradas, y allí lo torturaron. Por eso desarrolló esa fobia -dijo don Trinitario.

López Carrillo se atrevió a contradecir a su jefe:

– Hemos registrado su piso y no había nada de eso.

– Habrán dado salida al género. ¿Y el hermano?

– Ni idea. Mañana sale su fotografía en todos los periódicos: teníamos una en Jefatura.

– ¿Y el enano?

– Despanzurrado. No tenemos ni idea de quién era.

– ¿Y el mariquita ese? ¿Hay alguna fotografía?

– Ninguna. Desapareció del expediente. No tenemos imagen suya alguna, ni vestido de hombre ni de mujer. Hs lisio, muy listo.

El gobernador asintió cargándose de razón:

– Ha volado. Y el otro, el compinche que queda, Licinio, en cuanto vea su fotografía en la prensa sale por piernas. Está quemado, al menos en esta ciudad. A ése y a la puta no les veremos el pelo. A ver, lo de las crías… Informen de lo que han averiguado, ya hay tres compañeros suyos haciéndose cargo del caso.

Víctor volvió a hablar:

– Elisabeth se llevó del piso a Antoñita Medina, apenas estuvo unas horas. Nos lo ha contado Teresita. Debe de tener otro escondite.

– Mal asunto -dijo el gobernador.

– Yo la puedo cazar -dijo Ros.

– El caso está cerrado. Al menos para ustedes-sentenció don Trinitario.

– ¿Cómo? -exclamaron los tres policías al unísono.

– Lo que oyen. Don Gerardo se ha reventado la cabeza; la fulana esa o lo que sea ha volado; el cómplice que queda, también; y las crías, por desgracia, están muertas. Sólo se ha salvado Teresita.

– No se da usted cuenta, don Trinitario -dijo Víctor intentando razonar con aquel reaccionario-. Paco Martínez Andreu es un criminal de primera línea, ha matado a más de diez niñas. Ya sé por qué lo hace: usa la sangre para rejuvenecer.

– Veinticuatro desapariciones que sepamos en diez años -dijo el gobernador sin mostrar ni un atisbo de humanidad. Era obvio que para él aquellas crías pobres no eran más que una cifra.

Todos permanecieron en silencio.

– ¿Y?

– Que la asesina ya está identificada.

– No tenemos ninguna fotografía suya -repuso Juan de Dios-. Podría volver a actuar.

– Ese tipo no es tonto -dijo el preboste-. Sabe que ha escapado por poco y que todo el mundo está al tanto. No volverá a actuar en mi ciudad. Asunto resuelto.

– ¿Y Antoñita? Sigue en sus manos -dijo López Carrillo.

– Haremos lo que se pueda, no en vano la cría es de buena familia. Ya les he dicho que tengo a tres hombres trabajando en el asunto y a esos amigos de Ros, los del Sello, pero mucho me temo que esa arpía la habrá despachado ya. Pobre. No creo que sea cómodo huir de la justicia tirando de una criatura. Pero no necesitamos ya la ayuda de don Víctor y don Alfredo. Pueden volver a casa.

– Usted me disculpará -dijo don Alfredo muy serio-, pero la Brigada Metropolitana tiene jurisdicción única y yo no me muevo de aquí hasta que lo digan mis superiores.

El gobernador quedó sorprendido ante la entereza del veterano policía. No sabía qué decir.

– ¿Y el libro? Me refiero al dietario -añadió Víctor-. Había nombres, al parecer muy importantes: gente de Madrid, de aquí, de Sevilla e incluso extranjeros. De alcurnia.

– Ese es asunto nuestro -dijo don Trinitario-. Aquí lavamos los trapos sucios en casa. Desde Madrid han tomado cartas en el asunto, no sigan por ahí. ¿Han leído ustedes los nombres?

– No, no, algún guardia dijo algo -mintió López Carrillo.

Don Trinitario suspiró con aire de superioridad.

– Bien, bien, me alegra que sean ustedes inteligentes. Les diré, como muestra, que he recibido hasta un telegrama al respecto desde el mismísimo Palacio Real. Ese dietario no existe ni ha existido nunca. Ay del que se atreva a decir que lo ha leído. Y no es cosa mía, que quede claro. Sólo queda encontrar a esa cría, Antoñita, y es cosa de tiempo. Si vive, claro. Nada tienen ya que hacer aquí.

– Pero el dietario… -añadió López Carrillo-. Esos nombres…

– ¡Rehostia! -exclamó el gobernador dando un puñetazo en la mesa-. ¡Ese asesino ha volado y punto! Olviden el maldito libro, no se metan en líos.

Se hizo un embarazoso silencio.

– Además, Ros, usted se propasó con el obispo. Sepa que he cursado una misiva a Madrid. En cuanto se enteren los retiran del caso. Veremos si esto no le cuesta un expediente -entonces, mirando a López Carrillo, añadió-: estos señores se van de Barcelona, López Carrillo, y usted, chitón. Y ahora, salgan, estoy cansado.


Barcelona, 24 de junio de Í881

Estimada Clara:


Te escribo muy desanimado pero con el convencimiento de que pronto nos veremos y os podré abrazar a ti y a los niños, cosa que en este momento es lo único que me apetece. Sabes que no me gusta hacerte participe de los casos que investigo porque entiendo que, a menudo, me toca lidiar con el lado más oscuro del ser humano, pero éstas son circunstancias especialmente duras para mí. Me consta que llevas un gran detective dentro y que disfrutas, como yo, conociendo los detalles, planteando hipótesis y llegando a conclusiones como uno más del gremio. Así eras cuando te conocí, me ayudaste mucho en aquellas investigaciones de los primeros días, y así sigues siendo. Además, sé que la prensa se va a hacer eco de los detalles más truculentos de este caso, que comienza a asquearme y del que me temo vamos a ser relevados por Madrid ante las presiones del gobernador de la plaza, quien no nos quiere por aquí. Tú sabes que no es la primera vez que la investigación de un asunto me lleva a adentrarme en otro más enrevesado y horrible que el primero. Este ha sido el caso del secuestro de don Gerardo Borrás, que me ha llevado a seguir la pista de una mujer inteligente, o mejor, un hombre que se viste de mujer, intrépido como un varón, reflexivo como una mujer, pérfida y con rasgos psicopáticos que, la verdad, comienza a hacerme sentir miedo. Es un caso de doble personalidad muy raro. Tiene dos identidades: una de hombre y otra de mujer. Ya verás los detalles en la prensa de Madrid, pero hoy hemos hecho descubrimientos horribles. Este hombre-mujer no sólo ha participado de forma activa en el secuestro de Borrás (que fue brutal e inhumanamente torturado), sino que lleva años prostituyendo niñas y, lo que es peor, asesinándolas tras extraerles la sangre poco a poco. He encontrado un libro en la biblioteca que me ha aclarado el asunto. Hemos hallado un cuerpo emparedado, lleno de laceraciones, pequeño, de apenas una jovencita. Estaba acartonada, la habían sangrado como a una res y me temo que sé cómo lo han hecho. Eso me turba. Me enfrento a un loco que había convencido al menos a tres personas para que trabajaran para ella: dos hombres, uno de ellos muerto, el otro fugado, y un enano que murió por una tremenda caída. La visión del macabro hallazgo que hemos tenido que contemplar hoy me ha hecho pensar en los niños y sentirme vulnerable. He sentido miedo por ellos, por ti, por mí. Hacía tanto tiempo que no lloraba…

Sé que este desalmado andará aún por aquí y me gustaría cazarlo, pero me temo que en breve llegará la orden de regresar a Madrid. En el fondo lo espero, así podré volver a casa, sentirme aliviado y olvidar esta pesadilla. Hay gente importante metida en el asunto: hemos hallado un dietario que ha confiscado el gobernador, así como abundante correspondencia cifrada en papel y sobres demasiado elegantes. Además, nos consta que cuando tuvo un pequeño lupanar, por las noches recibía clientes en coches de lujo que incluso iban acompañados por damas. Se creía bruja. Me gustaría hallar el lugar donde estuvo recluido don Gerardo, pero lo tengo difícil. Ha resultado malherido, según me ha dicho el médico esta misma noche, está en coma, probablemente irreversible debido a un traumatismo que ha sufrido tras autolesionarse en nuestra presencia. La culpa la han tenido a partes iguales su mujer, doña Huberta, el obispo, el cura de la familia y hasta el gobernador, que han montado un auténtico circo agobiándolo con signos religiosos para demostrar que estaba poseído. Por no hablar del Sello de Brandenburgo, del que ya te contaré. Yo sabía lo que iba a ocurrir, el médico también lo sabía, pero no hemos podido evitarlo, protegerlo de la ignorancia que Se aferra a este país en el que vivimos. ¿Dónde estuvo recluido? ¿Qué vio? ¿Qué padeció? El informe de Córcoles y su amigo el geólogo me han dado una idea, estuvo en algún lugar con materiales diluviales, o sea, arenas de río en cristiano. Sabemos que eran del cuaternario porque había unos pequeños organismos fosilizados en la tierra, Pupilla dentata, que son de esa época. La zona objeto de estudio es demasiado grande, la cuenca del río Besós cerca de Barcelona, la de su afluente, el Ripoll, y una amplia área al sur de Montjuïch, hacia el hipódromo, casi en el Llobregat. Además, iba cubierto de azufre y no he hallado ningún yacimiento en esos lugares. Necesito tiempo, Clara, y es justo lo que no tengo. Quizá sea mejor así, añoro tanto volver contigo…


Siempre tuyo, te quiere,

Víctor


Dos jóvenes salían apoyándose el uno en el otro del fumadero de opio de Takeo situado en el corazón de Pekín. Ese poblado de chabolas, habitado íntegramente por inmigrantes de origen chino, albergaba a casi seiscientas almas. Una ciudad al margen de la ciudad, una pequeña parte de China inmersa en el corazón de Cataluña, con otro idioma, otros usos y otras leyes.

Santiago Berga y Alfonsín Borrás se tambaleaban caminando por en medio del albañal mientras dos figuras los observaban, discretamente ocultas tras el aglomerado que hacía de pared en una casamata. Cuando aquellos dos jóvenes disolutos se perdieron en el mar de chabolas, un chino, pequeño, enérgico y enclenque, salió de su local abriendo una desvencijada puerta hecha con tablas de distintos tamaños y colores. Lo acompañaban dos enormes malones sin camisa, musculosos, con el cráneo rapado y una larga coleta que, saliendo de la nuca, les llegaba hasta bien abajo de la espalda.

– Perdonen, pero no sé qué hacen ustedes vigilando mi local -dijo muy serio acercándose a aquellos dos desconocidos que, amparados en la oscuridad, veían alejarse a Berga y a Borrás.

Uno de los dos vigilantes dio un paso al frente y la luz de la luna iluminó su cara:

– Jodido chino, ¿ya no saludas a los amigos?

– ¡Señor Ros! -exclamó Takeo lanzándose en los brazos del policía-. ¡Cuánto tiempo!

– Y tú estás igual -repuso Víctor-. ¿Cómo va el negocio?

– Muy bien, como siempre.

– Sí, los viciosos nunca desaparecen.

Los dos hombres rieron.

– Este es mi socio, don Alfredo.

Takeo estrechó la mano del compañero de Ros:

– Los amigos de don Víctor son mis amigos. -Entonces se volvió para mirar a Ros y dijo-: ¿Cuánto tiempo hacía que no venía por Barcelona?

– Buf, ocho, quizá nueve años. Ahora vivo en Madrid. Me va bien. Quisiera hacerte unas preguntas sobre esos dos que han salido.

– Dos señoritos.

– Ya.

– Sabe usted, don Víctor, que un día me hizo un gran favor y yo le prometí que siempre que quisiera podría acudir a mí en busca de ayuda.

– Estoy metido en un asunto complejo, Takeo, y no te digo que no. Si el negocio se me tuerce aún más de lo que está (cosa que creo harto probable), voy a necesitar tu ayuda.

– Usted dirá.

– Mira, Takeo, se trata de…


Sentados en la barra de una tasca de la Barceloneta, Ros, López Carrillo y Blázquez apuraban sendos vasos de aguardiente. Estaban borrachos.

– Santiago Berga y Alfonsín, amigos -dijo don Alfredo- Otra casualidad. ¿Creéis que mi sobrino estuvo implicado en el secuestro de su propio padre?

– Sí -contestó López Carrillo.

– No -añadió Víctor-. Es un pobre imbécil.

Se hizo un silencio, denso, impenetrable.

– Veinticuatro niñas -dijo Juan de Dios, que parecía indignado-. ¡Veinticuatro! Llevaba diez años actuando y el gobierno civil lo sabía.

– Veinticuatro niñas que ellos sepan -añadió don Alfredo completamente ebrio, pues no solía beber y el aguardiente había surtido su efecto-. Pero no podemos ni hacernos una idea del número real. ¿Cuántos hijos de inmigrantes, de los poblados, habrán desaparecido sin dejar ni rastro?

– No quiero ni pensarlo -declaró Víctor-. Maldita sea el hambre.

– Todo esto es una gran mierda. Lástima no tener una fotografía y cazarlo como a una rata -apuntó Juan de Dios.

– ¿De Paco o de Elisabeth? -espetó don Alfredo.

– De cualquiera de los dos. Además, a estas horas estará en Cuba -comentó López Carrillo.

– No -negó rotundo Víctor alzando su vaso-. Esa arpía sigue por aquí. Quiere el dinero de don Gerardo.

– ¿Cómo? -preguntó don Alfredo-. ¿Pero no vaciaron ellos, los secuestradores, digo, la caja fuerte?

– No, amigo, no. Tras registrar el piso lo he visto claro. ¿Acaso creéis que si don Gerardo les hubiera dado la clave hubieran necesitado llegar a ese extremo de tortura que lo dejó ido? No, no. Ahora debe esconderse. Necesita dinero. Además, sólo dos personas tenían llave de la oficina y sabían la clave: Guzmán, el secretario, y el propio don Gerardo. Fue este último quien sacó el dinero.

– Pero ¿por qué?-preguntó Juan de Dios intrigado.

Víctor dio otro trago asqueado.

– Mirad, tengo el caso bastante claro, pero para cerrar el círculo debo capturar a los malhechores. Don Gerardo está listo, fuera, no cuenta. Creo saber más o menos lo que le ocurrió, pero me falta hallar la guarida. Ese loco se esconde allí, seguro, donde encerraron a Borrás. Allí está la cría, Antoñita.

– Si sigue viva.

– Ya. -Víctor volvió a tomar la palabra-. Es probable que esté muerta, sí. Depende de la sangre que le quede. Aunque lo último que he averiguado no me ha animado mucho. Ese loco de Paco se cree condesa. La portera del inmueble en el que tuvo su lupanar hace dos años y Teresita han coincidido en que el enano la llamaba señora condesa. Y en el dietario hallé una lámina de una mujer noble del medievo, de frente despejada, elegantes ropajes y ojos de loca. Muy blanca. Me la quedé.

– ¿Y sabes quién era?

– Sí, y ojalá no lo hubiera sabido: Erzsébet Báthory.

– ¿Quién? -preguntó López Carrillo.

– Una noble húngara, nacida en el año 1556. Fue una joven infeliz, casada con un tipo duro, un soldado, un sádico que casi nunca estaba en casa, el conde Ferencz Nadasky. Cuando éste murió, ella dio rienda suelta a sus instintos. Siempre había sido una sádica, torturaba a sus criadas brutalmente por nimiedades y se decía que gustaba de acompañarse en el lecho por jovencitas. Al verse libre del marido comenzó a buscar la compañía de brujas, viejas desdentadas que ejercían la magia en los bosques de alrededor. Le agradaba rodearse de una corte de tarados, viejas y horribles mujeres con malformaciones, porque así ella resaltaba más, parecía más bella.

– Como el enano, el criado.

– Exacto. Poco a poco fue elevando el nivel de su sadismo, aunque lo que le obsesionaba era no envejecer. Pinchaba a sus siervas con alfileres en los pechos y se restregaba su sangre como tratamiento de belleza.

– Como dijo Teresita que le hacía a ella…

– Se bañaba en la sangre de sus víctimas, literalmente. Por eso estoy tan afectado -dijo Víctor- El cuerpo que hallamos emparedado tenía múltiples laceraciones…

– Sí, ¿y?

Víctor se atizó un nuevo trago y tomó fuerzas.

– Erzsébet Báthory -dijo- tomaba duchas con sangre de jovencitas vírgenes. Colocaban a la víctima en una especie de jaula de cristal pero llena de pinchos de hierro por dentro, un instrumento de tortura medieval.

– La dama de hierro.

– En efecto. Metían a una joven virgen dentro, subían la jaula en alto y la condesa se situaba debajo. Entonces, sus acolitas azuzaban a la joven con agujas y ésta, al moverse, se laceraba la piel con los pinchos de la dama de hierro provocándose una hemorragia múltiple. La sangre caía y, debajo, la condesa, se bañaba en sangre.

– ¿Y crees que ese cuerpo…?

Víctor Ros asintió:

– Me temo que nos hallamos ante un emulador. Paco, o mejor, Elisabeth, se cree Erzsébet Báthory. Por cierto, ¿sabéis cuál es la traducción al castellano de ese nombre?

– No.

– Elisabeth.

– ¿Y no crees que el espíritu de la condesa pudo entrar en el cuerpo de Paco Martínez Andreu? -terció don Alfredo.

– No. Eso es lo que él quiso creer, pero este hombre padece un trastorno de personalidad grave.

– Quizá Lewis te podría ayudar -apuntó Blázquez-. Te ha mandado más de diez recados.

– No quiero hablar con él. Me ha decepcionado, él y el Sello. No logro entenderlo. ¿Por qué actuó así el Sello de Brandenburgo? ¿Qué sacan en claro de esto?

– No te hagas mala sangre -dijo López Carrillo.

– Sí, tienes razón. Quiero cazar a Elisabeth. Debo encontrar el escondite como sea. El subterráneo donde estuvo don Gerardo.

– ¿Y para eso estás liado con todas esas historias de la tierra y los geólogos? Paparruchas -dijo López Carrillo.

Víctor levantó la mirada abotargada, los ojos rojos por el alcohol y, dirigiéndose muy serio a su amigo, apuntó:

– No es ninguna tontería. Los geólogos dividen la historia de la Tierra en cuatro eras, a saber: primaria, secundaria, terciaria y el cuaternario, en el que ahora estamos. ¿Me seguís? -Los otros dos asintieron-. La era primaria se llama también paleozoico, la secundaria, mesozoico y la terciaria, cenozoico. Bien, a lo que iba, conforme van pasando los años los materiales que forman las rocas se van depositando. Bien. Por tanto, es lógico pensar que los materiales más antiguos quedan debajo de los más nuevos.

– Lógico -musitó Blázquez completamente beodo.

Víctor siguió a lo suyo:

– A veces hay excepciones a esta regla porque los materiales se pliegan, pero como norma general nos permite ir leyendo la historia de la Tierra en las rocas que se han ido formando, como un libro del que vamos pasando páginas. En cada época han existido seres distintos y, a veces, se fosilizan, por lo que si hallamos un fósil determinado, de una época determinada, en un material, pues ya lo hemos datado.

– A ver, listillo -dijo Juan de Dios-. ¿Y cómo saben los geólogos la edad de un fósil? ¿Se la preguntan?

Don Alfredo soltó una tremenda carcajada.

– No -dijo Víctor muy serio-. A lo largo de la historia los geólogos han estudiado con qué estratos estaban asociados determinados fósiles. Si con materiales más antiguos (esto se sabe a veces por el tipo de roca, por ejemplo, un granito) o con materiales más modernos. Y por supuesto han comparado los de unas zonas con otras, los de diferentes continentes incluso, y así han ido reconstruyendo la cronología, la secuencia de las distintas especies que han poblado la Tierra.

– ¿Y qué cono tiene eso que ver con Barcelona? -dijo López Carrillo tras soltar un tremendo eructo.

– Bien -continuó Víctor exageradamente serio y rimbombante-. Barcelona está asentada sobre una llanura ligeramente inclinada que se extiende desde las montañas de la sierra litoral catalana hasta el mar. Queda enclavada entre los deltas del Besós y el Llobregat. Bien, bien. Hay dos zonas claramente delimitadas: una, las zonas montañosas, antiguas, muy antiguas, del paleozoico, o sea, de la era primaria. ¿Me seguís?

– ¡Sí!

– La otra, más nueva, la llanura, casi toda de materiales muy recientes, del cuaternario, que a su vez descansan sobre materiales viejos, como una mesa que los sostiene. Pero, amigos, nos interesa lo de encima, los materiales nuevos, me refiero a los de la llanura. Bien, el geólogo, el amigo de Córcoles, identificó un fósil en los restos de tierra de las botas de don Gerardo: se llama Pupilla dentata, son pequeñas conchas, como capullos de apenas un milímetro de tamaño, fácilmente identificables con una lupa, y son propias de materiales diluviales, o sea, depositados por arenas de río y del cuaternario. En cristiano, recientes. Esto nos permite descartar una amplia zona, que es en la que se encuentran los materiales de la era primaria: las montañas, de entrada, y luego el resto de la llanura excepto la cuenca del Besós, el Ripoll y el Llobregat.

– O sea, que tienes demasiado terreno para buscar -sentenció Juan de Dios.

Otro eructo.

– Y que lo digas -le contestó Ros.

– Y tiempo, lo que se dice tiempo… poco -apuntó Blázquez.

– Nos van a mandar a Madrid de un momento a otro y no tengo ni idea de dónde ocultaron a don Gerardo, y ésa es la clave del caso -sentenció Víctor.

– Pues, entonces, habernos ahorrado la maldita lección -dijo Juan de Dios.

– ¿Y qué pasó con esa condesa? -preguntó don Alfredo.

– Mató a seiscientas jóvenes. No había una sola moza en muchas millas alrededor de su castillo. Pero cometió un error: comenzó a asesinar a jovencitas nobles de su corte. El rey envió a su guardia y destaparon el pastel. A las brujas les cortaron las manos y las quemaron.

– ¿Y a ella?

– La emparedaron y murió a los tres o cuatro años.

López Carrillo llamó la atención del tabernero con la mano y dijo lo que todos esperaban oír en un momento como aquél:

– ¡Otra botella!

Capítulo 10

Víctor salió del hotel acompañado de don Alfredo para encaminarse hacia el parque de la Ciudadela. Allí había desparecido Antoñita Medina, la última niña secuestrada por Paco Martínez Andreu, Elisabeth. Antes de poner el pie en la pequeña escalera del coche de alquiler escuchó la voz de Juan de Dios López Carrillo:

– ¡Víctor!

– Hombre, Juan de Dios, ¿qué hay de bueno?

– Venía a verte.

– Vamos al parque de la Ciudadela, a hacer un poco de turismo y echar un vistazo al lugar donde desapareció esa cría.

– Voy con vosotros -dijo el policía de Barcelona subiendo al carruaje.

Los tres guardaron silencio por un momento.

– Menuda resaca -dijo Blázquez-. Recordadme que no vuelva a beber en lo que me queda de vida.

– Descuida -contestó Víctor.

– Los padres de la niña están montando una de órdago a la grande. El gobernador está perdiendo los nervios y los periódicos no hacen más que desgranar los horribles detalles de la declaración de Teresita -apuntó López Carrillo-. Ya sabéis, lo de la sangre.

– Se lo tiene bien merecido -dijo Víctor-. He leído los titulares: «VAMPIRISMO EN BARCELONA». El obispo afirma que la ciudad está maldita, que primero ocurrió lo del Endemoniado y luego la aparición de estas bestias. La gente comienza a murmurar y todos tienen miedo, pero ¿qué querías?

– La mujer de Paco. La pintora. ¿La recuerdas?

– Sí, claro.

– Se ha colgado.

Silencio.

– Vaya, supongo que de alguna manera se sentía culpable -dijo don Alfredo.

– La han encontrado esta mañana. En su casa.

Permanecieron de nuevo en silencio durante el resto del corto trayecto. Aquel asunto era tétrico, desagradable y como para desanimar a cualquiera.

Llegaron enseguida al parque. Bajaron con parsimonia y compraron tres vasos de horchata a un heladero que, con su pequeño quiosco, daba la bienvenida a los recién llegados.

– Vaya -dijo don Alfredo contemplando el amplio espacio ajardinado que se abría ante ellos-. La Ciudadela debió de ser un bastión imponente.

– No lo sabes tú bien -repuso López Carrillo.

Sólo quedaban tres edificios de lo que antaño fuera un gran fuerte militar: el Arsenal, la capilla castrense y el palacio del Gobernador.

construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente

Nada más entrar, a la izquierda, se toparon con la enorme fuente, un conjunto monumental al que llamaban la Cascada. Se detuvieron a echar un vistazo. El cuñado de López Carrillo les había dicho que su antiguo alumno, Gaudí, había participado en el diseño y la construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente de nuevas esculturas que le dieran un aspecto grandioso. El desarrollo de aquel inmenso jardín que había de contribuir al solaz y el deleite de los barceloneses era aún incipiente, por lo que la fuente había suscitado algunas críticas en la prensa: «Una obra levantada porque sí en unos jardines a medio hacer, que comporta de seguro un gasto desproporcionado con el presupuesto total», había afirmado el Diario de Barcelona. Juan de Dios López Carrillo les hizo de cicerone. Había un lago para que los ciudadanos pudieran pasear en barcas y los críos correteaban jugando arriba y abajo. Víctor no pudo evitar que su mente los comparara con los escuálidos pilluelos de los poblados de chabolas. Como si le leyera el pensamiento, don Alfredo dijo:

– ¿Has pensado en Eduardo?

– Sí, claro -afirmó muy serio.

– Cuando nos vayamos de aquí, que me temo será pronto, volverá a la calle. Se ha encariñado contigo.

– Es un crío muy listo. Me ha ayudado mucho y corrió demasiados riesgos el otro día. Le estoy intentando buscar acomodo, descuida. Algo tengo ya previsto en una residencia para jóvenes en el Pirineo leridano; allí tendrá todo lo que necesita, recibirá una buena formación y estará bien atendido. Yo correré con los gastos.

– Ya -dijo don Alfredo con un evidente gesto de desaprobación en el rostro.

Habían llegado al tiovivo, situado hacia el fondo, donde desapareciera Antoñita Medina. López Carrillo se identificó a un guarda que vestía uniforme gris y éste le comunicó que se hallaba presente en el momento del rapto.

– Yo estaba aquí -dijo-. Y su aya estaba en este lado. La chica subió y cuando el tiovivo llevaba dadas un par de vueltas su caballo volvió vacío. Pensamos que se había caído y fuimos hacia allá, al otro lado -señalaba en dirección al puerto-. Cuando llegamos no había ni rastro. Tardamos en reaccionar. Entre que el operario paró la máquina y miramos debajo, pasaron unos minutos preciosos. Me temo que dimos lugar a que pudieran escaparse con ella.

– No se preocupe, buen hombre, ¿cómo iban ustedes siquiera a suponer que aquello era un secuestro? -dijo Ros dándole unas palmadas en la espalda al guarda. Rodeó después el tiovivo para echar un vistazo y se adentró en el jardín.

Volvió,a los pocos minutos

– Nada -confirmó desanimado.

Regresaron dando un paseo para inspeccionar el resto del parque, que estaba muy concurrido. Echaron un vistazo a la Font de la Guineu, la fuente del Zorro, que representaba a un ave, quizá una rapaz, que tenía a sus pies a un zorro en apariencia muerto. Pasaron junto a las obras del Museo de Geología, imponente, de frontón neoclásico, mientras Víctor tenía que aguantar estoicamente las chanzas de sus dos amigos, quienes comenzaban a apodarlo el Geólogo.

– No -dijo resignado-. Si me lo tengo merecido. Eso me pasa por contarlo.

En eso, y cuando ya casi salían del parque, un pilluelo se dirigió a Víctor y le dijo:

– ¿Don Víctor Ros?

– Sí, soy yo.

El crío le tendió una carta y el detective le dio una buena propina. Abrió el sobre, leyó la esquela y palideció. De pronto, salió corriendo tras el niño.

Don Alfredo y López Carrillo hicieron otro tanto. Cuando lo alcanzaron, Víctor agitaba por los hombros al pequeño y gritaba:

– ¿Quién te la ha dado? ¿Quién? ¿Quién?

Estaba fuera de sí.

– Una mujer, allí -dijo señalando hacia la cascada.

– ¿Cómo era? ¿Cómo?

– Una dama. Guapa. Muy guapa. Me dijo su nombre, Elisabeth.

López Carrillo se agachó y tomó la nota, la leyó en voz alta:

– «Querido inspector Ros, deje de jugar a un juego que seguro ha de perder. No podrá con nosotros. Tenemos a su hijo Víctor.»


Después de correr hasta la oficina de Correos, enviaron un telegrama a casa de Víctor. No hubo respuesta. Insistieron y al fin el cartero de Madrid les comunicó que no había nadie en el domicilio. Víctor Ros parecía fuera de sí, sin su flema y sus características maneras pausadas. No podía pensar en otra cosa: veía el rostro de su hijo, sus bracitos regordetes, su sonrisa, sus hoyuelos, y se le aparecían imágenes horribles, el libro de tapas gruesas sobre Erzsébet Báthory que había encontrado en la biblioteca. Sabía de lo que hablaba. El hombre del saco existía, y él mismo había participado en un caso similar. La España profunda, dura, irracional e ignorante acababa siempre por imponerse. El miedo a la plaga del siglo, la tuberculosis, había llevado a muchos degenerados a hacer un buen negocio, a sacar buenos dineros de gente de posibles que, desesperada, veía cómo se le iba la vida a un ser querido sin poder evitarlo. Víctor era un estudioso de aquellos casos. Recordaba un caso en Almería, hacía apenas tres años, cerca de Vélez Rubio, o el de Almadén, que él mismo había resuelto. En aquellos días, cuando los padres metían miedo a los niños con el hombre del saco, no mentían, y Víctor lo sabía. En Almadén había cazado a un buhonero, Francisco Velarde, que había pululado durante años por los campos de Castilla asesinando criaturas. Vendía la sangre coagulada y las mantecas a una alcahueta de Toledo que daba salida a aquellos carísimos ungüentos entre gente de la alta sociedad que, claro está, no pagó su delito.

Siempre se trataba de niños pobres, muchos de ellos vagabundos, sin padre, sin madre. La gente bien, desesperada, creía a pies juntillas en la superstición más profunda y despiadada, la que aseguraba que un tuberculoso podía sanar bebiendo la sangre de un infante o aplicándose en ungüento sus «mantecas». Siempre había algún avispado, algún monstruo sin escrúpulos que, empujado toda la vida por el hambre, era capaz de cualquier cosa por dinero. En este caso el asunto era peor. Paco, Elisabeth, era un loco, un emulador que sacaba la sangre a sus víctimas para mantenerse hermosa, joven. Un degenerado que mataba chicas vírgenes como una condesa húngara del siglo XVI.

No podía alejar a Victítor de su mente, le temblaban las piernas y sentía que se iba a desmayar. Pensaron en telegrafiar a la mujer de don Alfredo, pero ésta se hallaba en San Sebastián. Intentaron localizar a su jefe, don Horacio Buendía, el comisario de la Brigada Metropolitana.

Víctor reparó en que quizá había molestado a gente muy importante acostumbrada a moverse en la más absoluta impunidad. Querían que se apartara del caso, que saliera de Barcelona. Además, el niño debía de estar aún retenido en Madrid. No habían tenido tiempo suficiente para traerlo a la Ciudad Condal.

– ¿A qué hora sale el siguiente tren para Madrid? -se escuchó decir a sí mismo.

– A las nueve-dijo López Carrillo.

– Falta hora y media. Las maletas, Alfredo.

Volvieron al hotel. Echó la ropa en el interior de su maleta sin doblarla, en total desorden. Nada le importaba en el mundo en aquel momento, sólo hallar a su hijo, el cual, al parecer, estaba en manos de aquella gentuza. Pensó en Elisabeth, una mujer despiadada, sin escrúpulos. En Paco Martínez Andreu, una persona abyecta que carecía de sentimientos, sin un atisbo de remordimientos. Un tipo con una personalidad doble. Las dos caras de un alma inmisericorde. Había visto a don Gerardo y había llorado al ver el cuerpo de aquella criatura lleno de laceraciones y seco, como una res desangrada. Recordó el testimonio de Teresita y sintió, una vez más, que iba a desmayarse. Apenas si acertó a pronunciar un par de frases corteses para despedirse de Eduardo. Prometió volver a verlo en cuanto resolviera el asunto; mientras tanto, López Carrillo se haría cargo de él. Hasta que comenzara el curso.

Víctor no estaba. No veía, no escuchaba, no olía, sus agudizados sentidos estaban embotados por el miedo más atroz y paralizante. Enviaron diez telegramas más. Varios de ellos a las instalaciones del Ministerio de la Gobernación en Sol. Nada. Incluso años después, con la perspectiva que da el paso del tiempo, Víctor no lograba recordar lo ocurrido en aquellos momentos; el pánico, el miedo le hacía sentirse como embriagado, borracho y confuso.

Al fin, después del día más largo que recordaba, se vio junto a Alfredo en el andén de Sants. López Carrillo se despidió brevemente y se fue a Jefatura para seguir entablando contacto con Madrid. A lo mejor averiguaba algo. Justo cuando ponía el pie en la escalerilla metálica que subía al vagón vio venir corriendo a un empleado de Correos con una gorra y un guardapolvos gris.

– ¡Ros, señor Ros! -gritaba.

Bajó del tren de un salto y corrió hacia el hombre quitándole el sobre de un manotazo. Lo rompió con impaciencia y leyó ávidamente, en voz alta, a la vez que caía de rodillas entre sollozos:

– «Estamos en San Sebastián. Stop. Acabamos de llegar a las ocho. Stop. Nos alojamos con Mariana. Stop. Ella manda recuerdos para Alfredo. Stop. Los niños bien. Stop. Te quiero. Stop. Clara».

Alfredo Blázquez se abrazó a su amigo, que lloraba como un niño.

– ¡Están en San Sebastián! ¡Están en San Sebastián! -decía Víctor riendo y llorando a la vez-. ¡Con tu mujer, Alfredo, con tu mujer!

El revisor se acercó y les preguntó si subían o no al tren. Víctor miró a Alfredo y dijo:

– Nos las vemos con gente peligrosa, amigo. Obviamente, no sabían que mi familia estaba de camino a San Sebastián. Ha sido un farol y han acertado. Han conseguido hacerme pasar el peor rato de mi vida. Aun así, no me fío, te necesito. Vas a tomar ya las vacaciones, ¿no?

– Sí.

Perfecto. vete de inmediato a San Sebastián y no pierdas a nuestras familias de vista. Te hago responsable de su seguridad.

– Pero ¿y tú? ¿Qué vas a hacer?

– Esta gente nos ha timado, Alfredo, se han reído de nosotros y conozco a alguien que puede hacerles morder el polvo. El mejor timador. Voy a avisarlo.

– Pero ¿y tú? ¿Te quedas? ¿Qué harás?

– Esa gentuza me quiere fuera de Barcelona. Así que, de momento, subiré contigo a este tren.


La primera vez que Santiago Berga vio a Máximus, o Max, como a él le gustaba que lo llamaran, fue en sueños. Estaba sumido en el más profundo de los letargos, lejos de este mundo y metido de lleno en otros más lejanos, quizá, cuando sintió que alguien lo agitaba por los hombros y le decía:

– ¡Hermano! ¡Hermano!

La voz de aquel individuo retumbaba como un eco grave, distorsionado, que flotaba en el aire y sonaba muy lento, amortiguado por el efecto del opio, del que ni su cuerpo ni su mente lograban salir.

– ¡Despierta, hermano! -le decía alguien que luchaba por sacarlo de su profundo mundo onírico-. Llevas mucho tiempo aquí.

Poco a poco, un rostro se fue materializando ante los abotargados ojos de Santiago Berga: un tipo con el pelo negro, muy largo, que casi le cubría el rostro y le tapaba las orejas e incluso las inmensas patillas. Llevaba un fino bigote, muy largo, como el de un chino, perilla alargada de chivo y unas gafitas redondas, de cristales ahumados.

– ¡Menudo viaje, hermano! -le dijo sonriendo.

– ¿Perdón? -acertó a contestar.

– Sí, hombre, llevas más de cuatro días aquí. Estuve fumando a tu lado el jueves y hoy he vuelto y te he visto en el mismo sitio y en la misma posición. Llevas la misma ropa.

– Pero… ¿qué día es hoy?

– Lunes, por la mañana.

– ¡Maldita sea! -gritó Berga intentando incorporarse-. El sábado tenía una cita importante. ¡Takeo! ¡Takeo! ¿Dónde está ese maldito chino cabrón?

El desconocido de extraño aspecto lo ayudó a incorporarse e incluso le sujetó el flequillo mientras una arcada le hizo vomitar entre convulsiones.

El dueño del fumadero apareció. Berga, sentado en el camastro, comenzó a sentir el picor de las chinches y pulgas que debía de haber cogido allí. ¡Cuatro días!

– ¿Qué clase de droga me pusiste, hijo de puta? He estado cuatro días fuera de juego. Si no es por este hombre seguiría ahí tirado.

Takeo echó una mirada atrás y aparecieron sus dos inmensos guardaespaldas.

– Venga, venga -dijo el desconocido de las gafas oscuras muy conciliador-. A buen seguro que habrías tomado algo antes de venir aquí, te haría una mala reacción.

Berga volvió a vomitar al sentir de nuevo en su boca pastosa el sabor del aguardiente, el champán, el vino y la absenta.

Se levantó tambaleándose y salió al exterior. La luz del sol se le clavaba en los ojos, arrancándole miles de puntadas de dolor. ¿Cómo iba a volver a casa? ¿Y su coche? Estaba en un apuro.

– ¡Este antro es una porquería! -gritó a pleno pulmón. Los dos matones salieron al instante. Uno de ellos se le acercó, dio un salto haciendo un giro acrobático en el aire y le propinó una patada en la boca que le hizo caer hacia atrás. Antes de que pudiera darse cuenta el otro matón le sujetó las manos a la espalda. El del brinco se le acercó y le dio un puñetazo en el estómago que le hizo perder el resuello. No podía ni suplicar clemencia, se ahogaba. Entonces, una voz dijo algo en chino. Los dos energúmenos que servían a Takeo se giraron y miraron desafiantes al tipo de las gafas. Este volvió a decir algo en el idioma de aquellos bárbaros y éstos desaparecieron adentrándose en el mugriento local repleto de literas.

– ¿Sabes chino?-dijo Berga como buenamente pudo.

– Sé algunas cosas útiles -contestó el otro, cuyo aspecto de bohemio era más evidente aún a la luz del sol- Estás hecho un asco, tendrás que tirar ese frac.

– Sí.

– Ven, apóyate en mi hombro. Tengo un coche de alquiler esperándome justo ahí.

En el trayecto a su casa del paseo de Gracia, Santiago Berga no acertó a musitar palabra. La mayor parte del tiempo la pasó durmiendo, iba y venía desde el mundo de los sueños. El tipo misterioso lo miraba divertido.

– Tienes que controlarte, hermano, te has pasado con el opio esta vez y por poco te metes en un buen lío.

– ¿Por qué me llamas hermano? Yo no soy tu hermano. Yo soy Santiago Berga y Panals, ¡a mucha honra!

– ¡Qué tontería! Todos somos hermanos.

El coche llegó a su destino. Berga bajó a duras penas del coche. Entonces, levantó la mirada y dijo:

– No te he dado las gracias.

– Ahora lo estás haciendo, hermano.

– Ya, sí. ¿Tu nombre?

– Máximus, me llamo Máximus Aeternum, pero todos me llaman Max -contestó el misterioso desconocido golpeando el techo con su bastón para que el cochero continuara el viaje.

Santiago Berga quedó algo azorado, allí de pie, y con su propia tarjeta manchada de vómito en la mano, que el otro no había querido coger.


La segunda ocasión en que Berga vio a Máximus fue menos dramática, pero no por ello aquel tipo dejó de resultarle menos misterioso. Fue en El Bou Trencat, un local de la calle de la Lluna que había pasado de ser un antro de mala muerte, una tasca oscura y lóbrega donde se reunían obreros, parados y algunos tipos mal encarados, a un lugar de referencia entre los «modernos», los bohemios y los artistas que, aficionados a frecuentar los establecimientos más marginales de la ciudad, habían hallado en Segismundo Cifuentes al anfitrión ideal. Nadie sabía muy bien cómo pero Segismundo, que era un visionario, había ido reconvirtiendo su tasca poco a poco hasta hacer de ella un lugar con encanto, un punto de referencia. Decían algunos que su suerte comenzó una noche de San Juan en la que, tras una buena juerga y al no encontrar nada abierto, Ramón Casas y Santiago Rusiñol, dos jóvenes aún bisoños con mucho camino que recorrer y ganas de escandalizar a la burguesía barcelonesa, recalaron en el Bou, que así se llamaba en origen aquel antro, (justaron tanto del lugar, del vermú de barril y de la compañía del pueblo llano que, al parecer, se aficionaron al sitio, llegando a realizar allí mismo, y más para suscitar polémica que para otra cosa, una exposición de sus respectivas obras. Hubo quejas y recriminaciones, incluso la prensa tomó cartas en el asunto: ¡el arte llevado a una tasca!, pero precisamente fue aquello lo que atrajo a toda una panoplia de «modernos», niños bien, románticos trasnochados, socialistas y catalanistas republicanos que, junto a la parroquia habitual del lugar, que nunca dejó de acudir, confirieron al local de Segismundo Cifuentes un aura de local maldito, a la última, que habría de acompañarlo hasta que la dictadura de Primo de Rivera lo clausurara, cuando el cuerpo del bueno de Segismundo llevaba ya diez años criando malvas. Segismundo daba su toque personal al local luciendo las más extravagantes y llamativas camisas que desde París le traía el conde de Coromines, asiduo de aquella tasca.

El curioso nombre del antro derivaba de que en la puerta, sobre el quicio, colgaba un toro de madera, recortado en un tablón y pintado de negro que, según contaban los más osados, había resultado dañado por un disparo realizado por un marido cornudo durante una gresca con el mismísimo Rubén Darío, cuyos versos habían hecho perder la cabeza a la esposa del afrentado. Se decía que la bala rebotó en la escupidera de bronce, la cual, como nimio testigo ele aquel incidente, había sido retirada a un lugar bien principal en la alacena que había tras la barra-nada menos que junto a un retrato de Baudelaire- Tras impactar con la escupidera el proyectil ascendió hasta percutir en el toro saliendo despedida en busca de un nuevo blanco y encontró la pierna de Segismundo, quien arrastraba una visible cojera desde entonces. Como no era amigo de gastos excesivos, ni siquiera de los necesarios, el toro quedó como estaba, roto, y la gente terminó por llamar a aquella tasca El Bou Trencat (el toro roto).

Pero aquello era más leyenda que otra cosa.

Pues en aquel lugar, a la luz de las velas y entre paredes forradas de acuarelas, retratos a plumilla, manifiestos y proclamas obreras llamando a la revolución, Santiago Berga reconoció a su salvador, el tal Max, que charlaba animosamente con dos obreros apurando a morro una botella de tinto. Cuando dieron buena cuenta de la botella, deshicieron la reunión y Máximus pasó junto a él acompañado de un pilluelo de pelo largo, rizado, que le cubría la cara.

Aquel tipo, que llevaba de la mano al crío como si fuera su hijo, llamaba la atención por su vestimenta: chaqueta verde con finas rayas blancas, chaleco amarillo de cuadros, enorme corbata y pantalones ajustados, por encima del tobillo, como si viniera de regar, a la manera de los modernos y bohemios que, rechazando las más sencillas normas de la etiqueta, pugnaban por llamar la atención. Lucía un inmenso sombrero de ala ancha que parecía haber sido pisoteado por un elefante y unos botines marrones exageradamente acabados en punta, muy sucios. Berga se levantó y le tendió su tarjeta:

– Santiago Berga. El otro día no me presenté como es debido. Gracias.

El otro, sin apenas mirarlo, pasó junto a él tendiéndole lo que parecía una tarjeta de presentación en ¡papel de estraza!

Antes de que Berga pudiera darse cuenta, el tipo había salido por la puerta. Leyó aquella pintoresca tarjeta, que rezaba:


MÁXIMUS AETERNUM

Artista mental


Madrid, 30 de junio de1881


Estimado Lewis:


Le escribo para decirle que me hallo en Madrid, trabajando, algo decepcionado por haber dejado un caso a medias por primera vez en mi vida, pero feliz por haberme alejado de aquel asunto de don Gerardo, de su secuestro, de la prensa, de las presiones de la Iglesia y, sobre todo, de ese ser: Paco Martínez Andreu, o Elisabeth, a la que Dios confunda. Me temo muy mucho que a estas alturas debe de seguir pululando por allí, pues me consta que va tras el dinero de don Gerardo, que éste, antes de cometer una locura que algún día aclararé, colocó a buen recaudo.

Antes de ser relevado del caso decidí quitarme de en medio después de que esta pérfida delincuente (estoy seguro de que es el auténtico cerebro gris de toda esta trama) consiguiera darme un buen susto con respecto a mi familia. Ellos están ahora en lugar seguro y yo aprovecho para poner al día los asuntos que tenía pendientes en Madrid, antes de comenzar mis vacaciones.

Por el gran respeto que siento por usted, por la ayuda que siempre me ha prestado y por aquella actuación suya en Córdoba que me salvó la vida, me veo en la obligación de escribirle estas líneas y decirle lo que pienso: no me agradó su actuación -o la del Sello de Brandenburgo, que viene a ser lo mismo- en el asunto de don Gerardo. Tenía que contestarle después de nuestra última conversación. Usted me pidió una respuesta y aquí la tiene. Recibí sus mensajes y no quise contestar, lo siento. Son ustedes tan responsables como el obispo, el gobernador o la mismísima doña Huberta del lamentable incidente que todos presenciamos y, por supuesto, del trágico desenlace que provocó. Debo reconocer que se me escapa totalmente el motivo por el cual una organización tan moderna, preclara y vanguardista como el Sello pudiera estar interesada en un caso como el de la supuesta posesión de don Gerardo, y quiero que sepa que usted y el Sello de Brandenburgo me han decepcionado. Además, no han podido capturar a Elisabeth. Siempre procuré que mi relación con su organización fuera grata y ventajosa para las dos partes pero, sobre todo, superficial, y ahora me alegro mucho de ello.

Ruego comunique a sus superiores que cualquier posible relación entre el Sello y un servidor queda revocada para siempre. Me despido volviendo a mostrarle mi más profundo respeto desde la más profunda decepción y le ruego dé recuerdos de mi parte al profesor Petrovich si pasa por Viena, en memoria de las valiosas lecciones que me dio.

Atentamente,


Víctor


La tercera vez que Santiago Berga tuvo noticias de Máximus Aeternum fue a través de terceros, en casa de sus buenos amigos Lluís y Arcadi Torrents, ambos escultores, hermanos, que ocupaban un amplio y luminoso ático en la rambla de Sant Josep.

Las fiestas de los dos hermanos, que se llevaban veinte años entre sí, eran memorables, a veces duraban días, y rara era la ocasión en que la fuerza pública, alertada por los vecinos ante el ruido, no hacía acto de presencia para dar por terminado el festejo.

Fue al salir medio mareado del dormitorio, tras despertar de uno de sus devaneos con la morfina en compañía de su amigo Pere Casal, cuando se dejó caer en el sofá del amplio salón y escuchó, entre sueños, a su amiga la pintora Elia Vidal que decía:

– Es un hombre muy atractivo.

Hablaba con Fulgencio Manueles, un próspero inversionista, mujeriego y crápula, y con Higinio Mestre, escultor especializado en el hierro y los forjados. El primero de ellos contestó:

– Sí, eso dicen las damas, aunque yo, por supuesto, no entiendo. Dicen que es artista mental.

Berga entreabrió los ojos y vio que asentían como si supieran qué era aquello.

– Me ha dicho que es lo último en París, algún día hará una performance -repuso la pintora-. Me lo ha prometido.

– Llama a todo el mundo «hermano» -añadió Higinio, el escultor.

– Sí, sí. Lo he observado -contestó el casanova, Fulgencio-. ¿Será anarquista?

La joven tomó la palabra de nuevo:

– No, no, qué va, está por encima de todo eso, ya sabéis, las ideologías y esas patrañas. Cree en el yo, en el «subconsciente del animal que lleva dentro». Está de vuelta de todo.

– Se nota que es un hombre corrido, de mundo -apuntó el escultor.

Fulgencio, el inversor, dijo entonces:

– Eso dice ser: ciudadano del mundo. Bebe como un poseso. No he visto a nadie ingerir la absenta de ese modo. Qué bárbaro. Siempre lleva una botella para él solo, y un vaso. A veces bebe ron, y otras, ginebra. Qué tipo.

– Y se hace acompañar por ese chico, medio sordomudo -ahora era ella la que hablaba-. Dicen que es gitano, húngaro. Él lo llama Alphonse. Le sigue a todas partes como un corderito, atento al más mínimo de sus deseos.

– Huelen fatal, él y su acompañante. Si se me permite decirlo.

Berga sintió que se dormía, le pesaban los miembros.

– Pues que sepas, Higinio, que hay una razón ideológica para ello -contestó ella defendiendo al misterioso recién llegado-: que desprecia cualquier atisbo de acomodamiento, odia a la aristocracia y a los burgueses, y dice que el pueblo llano no se lava, ni los animales tampoco. Es lo natural.

– Ahhh asintieron los otros dos.

– Ha expuesto, o como se llame eso que hace, en París, en Vierta y en Nueva York apostillo la pintora.

– ¿Y de dónde es? -preguntó el escultor-. Tiene un acento…

– Imposible de identificar -cortó Fulgencio.

– Eso es -Higinio volvía a tomar la palabra-. Dicen que de Huelva, otros que catalán, hay quien dice que se crio en Cuba.

– Pues en los calabozos de Montjuïc ha estado -añadió ella-. El otro día, Justino Alrnirall, que estuvo preso allí durante la Jamancía, me contó que le había escuchado hacer una descripción de aquellos sótanos y de los tormentos que se infligía allí a los sublevados que le pusieron los pelos de punta. Es imposible hablar así de aquel horrible lugar sin haber tenido la desgracia de haberlo visitado.

– Dicen que es un proscrito, que fue enviado al exilio y que ha vuelto de incógnito -apuntó el escultor. La joven pintora volvió a tomar la palabra:

– Decididamente, Max es un hombre curioso.

– ¿Max?

– Sí, claro, a él le gusta que lo llamen así. Sabe cómo intrigar a una mujer, eso está claro.

– Y al auditorio, y al auditorio -sentenció Higinio muy admirado.

Santiago Berga escuchaba, atento, hasta que sus sentidos no pudieron más y volvió a caer en los brazos del sueño.

Capítulo 11

Al día siguiente, después de cenar en casa de unos amigos, Berga decidió pasarse por El Bou Trencat para tomar una copa. Como casi siempre, se hacía acompañar por Alfonsín Borras. El local estaba de bote en bote, pero lograron que Segismundo les proporcionara un par de sillas y tomaron asiento en una mesa que, a la luz de una vela, compartían Elia Vidal, la pintora; uno de los hermanos Torrents, Lluís, el mayor, achaparrado, algo grueso y de fieros bigotes encanecidos; y un joven pintor, Santiago Cusí, que al parecer había aprendido lo que sabía malviviendo por las calles del Trastévere. Parecían muertos de risa y hablaban, cómo no, de Máximus Aeternum, artista mental.

– …Y entonces, va el elemento y le dice al guardia: «Perdone agente, pero esa señora le estaba haciendo gestos obscenos con la mano, así…». ¡Y levanta el dedo corazón! ¡Qué cara más dura! El guardia se va para la pobre portera a ver qué pasaba y entonces ella le dice lo que Max le había hecho. Teníais que haberlo visto, se giraba como un idiota para verse la espalda, pero, claro, no podía… Entonces nos mira muy serio y dice: «¡Alto a la guardia urbana!». Ni que decir tiene que tuvimos que correr como posesos. A mi amigo Joan casi lo trincan.

Los tres estallaron en una carcajada. Vaya, parecéis divertidos,-dijo Berga sintiéndose excluido.

– Ay, Santiago, ay. Es que este Max es un irreverente. Esta mañana, a eso de las nueve, terminábamos la farra de anoche. ¡Qué tipo! No tiene límite, ¿eh? El caso es que cuando ya nos íbamos, dice: «Esperad». Se saca de un bolsillo un botecito de pintura amarilla y un pincel y nos manda a preguntarle a un urbano por la calle de la Ubre…

Los tres artistas que compartían mesa volvieron a reír.

– El caso es que el guardia nos mira así, como desconfiando, pero nosotros insistimos muy serios, y el hombre empieza a hacer memoria mientras nosotros le contamos un cuento, que si sabemos que hay una bodega cerca, un puesto de alquiler de coches… y así, mientras lo distraemos, el crápula de Max ¡le pinta una flor amarilla en la guerrera! ¡En la espalda! -Hubo una nueva carcajada general.

– Eso no es nada, el otro día hizo una buena -contó el escultor, Lluís-. No se quién me contó que el tipo tuvo el cuajo de echar unos polvos laxantes en un aguardiente que se había pedido un policía de paisano. Uno que viene por aquí, no sé si lo conocéis, pero huele a polizonte desde lejos. Este hombre es el acabóse. Pidió a no sé quién que le preguntara al policía sobre una lámina de la pared, ésa de Casas, y él se acercó por el otro lado y le echó unos polvitos. ¡Se fue de vareta! Tuvo que salir corriendo al excusado con una mano en el culo.

Todos volvieron a reír.

Mientras Lluís Torrents se secaba las lágrimas, continuó diciendo:

– Entonces, al rato, el policía salió cagándose en la madre de Segismundo, «que si vaya mierda de aguardiente», que si «voy a llamar al Ayuntamiento para que te cierren este nido de gérmenes».

Los cinco reían dando golpes en la mesa. Aquel tipo, Max, en apenas un par de semanas se había ganado un sitio entre aquel grupo de adelantados que, más que nada, valoraban la irreverencia, el atrevimiento y la oposición frente al estatu quo.

En eso que Máximus Aeternum hizo su entrada acompañado de su fiel criado, Alphonse. Todos se apartaron para hacerle un sitio celebrando su llegada.

– Vaya, amigo, me han contado sus últimas correrías y debo decir que me tiene usted impresionado -dijo Berga.

– ¿Cómo? -contestó el otro, más pendiente de una joven dama acompañada de un petimetre que tomaban un vaso de vino en una mesa del fondo.

– Sí, hombre -insistió Santiago-. Sus trastadas a la policía.

– No me agrada la autoridad. Esta sociedad está podrida, hay que reventarla desde abajo, derribando hasta los cimientos-sentenció el enigmático Max.

– ¿Es usted socialista? -preguntó Santiago Cusí, el pintor.

Máximus lo miró con desprecio, sus gafas oscuras caían resbalando por su nariz, y por encima de ellas asomaron unos ojos pardos, casi verdes, inquisitivos y hermosos a la vez.

– A mí ésos no me la pegan. Yo hago la guerra por mi cuenta. Creo en el individuo.

Santiago Berga se armó de valor y tomó de nuevo la palabra:

– Perdone, Max, pero quizá usted no me recuerda. Hace unos días me salvó usted de una buena, en el fum…

– Yo a usted no lo conozco de nada -sentenció el «artista mental».

A Berga le pareció que Max le guiñaba un ojo. Le agradó aquel detalle, al menos era un tipo prudente para según qué cosas, con sentido del honor. Discreto.

– Me llamo Santiago Berga y éste es mi amigo, Alfonso Borrás, Alfonsín.

– Sí, soy escultor -apuntó éste.

Max, sin apenas mirar al hijo de don Gerardo, dijo con retintín:

– Alfonsín… ¿De verdad esculpes?

Todos estallaron en una violenta carcajada.

– ¡He sido poeta' ¡Y novelista!

Los cinco se morían de risa

– Ya, y ahora… escultor -dijo Max.

Alfonsín se levantó enfadado y se fue hacia la barra.

– No le haga caso -dijo Berga-. Alfonsín no es lo que se dice un intelectual, pero goza de nuestras simpatías.

Los demás comenzaron a hablar de no sé qué exposición y Berga y Max entablaron una conversación más íntima.

– He intentado conocerle en varias ocasiones y no me ha sido posible hablar con usted -dijo Santiago.

– ¿Y cree usted en casualidades?

– ¿Cómo? No le sigo.

– Mire, amigo…

– Santiago.

– Santiago. No se lo tome a mal, pero yo no necesito amigos. Voy por el mundo sin intención alguna de trascender, fluyo, y me encuentro lo que me encuentro. ¿Me sigue?

– Sí -mintió Berga.

– El caso es que… No se ofenda… pero es usted alguien a quien no merece la pena conocer.

Santiago Berga no daba crédito a sus oídos.

– Qué? -repuso incrédulo.

– Sí, hombre, sí. Yo admiro la creatividad, el impulso creador del artista que, a la vanguardia de la sociedad, no teme escandalizar experimentando nuevas vías, nuevos caminos. Y usted, si se me permite decirlo, no es más que un cliché, un niño rico quizá venido a menos, que ve pasar los días entre juergas y drogas, alcohol y sexo, un hedonista, vamos, que se acerca a gente bohemia, a los artistas, para sentir que está usted fuera del sistema, pero en realidad forma parte de él, lo sustenta y lo necesita. No, amigo, no, usted no aporta nada a la revolución, al cambio que se avecina, la gente como usted sucumbirá y sufrirá las iras de los desposeídos más incluso que los propios terratenientes. Usted quiere aparentar que es como los pobres, como los iconoclastas con los que se relaciona, pero pertenece a la casta dirigente.

Santiago Berga se quedó paralizado. Aquel Upo era increíble, nunca nadie lo había insultado y definido a la vez de aquella manera, al mismo tiempo, sin mirarlo apenas, como si no existiera. Y lo más grave es que aquel tipo, aquel transgresor recién llegado de París, tenía razón.

Antes de que pudiera preparar una réplica inteligente, Max dijo:

– Mire, ahí sí que hay alguien interesante.

Y se levantó acercándose a la barra, donde pasó toda la noche charlando amistosamente con la Juani, una puta de don Benito, una tirada carcomida por la sífilis.

Decididamente, aquel tipo era un fuera de serie.


Barcelona, 5 de julio de i 881


Estimado Víctor:

Me pongo en contacto contigo con el ánimo algo bajo, la verdad. No termino de comprender por qué tuviste que volver Madrid, pues me consta que el comisario Buendía, de la Brigada Metropolitana, no ha cursado nunca ninguna orden para que dejaras el caso. Además, el incidente del obispo ha quedado silenciado. Tengo informaciones fidedignas al respecto y sé que Su Ilustrísima no tiene intención alguna de formular una queja, porque él tiene mucho que callar, y me refiero a que don Gerardo Borras ha muerto. Supongo que lo sabrás por la prensa. El hombre no salió en ningún momento del coma, y teniendo en cuenta que se reventó la cabeza por culpa (entre otros) de nuestro señor obispo, te harás a la idea de que es mejor silenciar el asunto. Don Federico Ponce, el médico, te manda recuerdos. Me consta que ha intentado lo imposible para evitar este trágico final, pero al estado de extrema debilidad en que se hallaba el infortunado se ha añadido la pérdida de sangre y el fuerte traumatismo, por lo que nada se pudo hacer por su vida. Quizá sea mejor así. La prensa, aquí, ha seguido haciéndose eco de la historia del Endemoniado y ha ido añadiendo poco a poco detalles escabrosos, la mayoría inventados: que si levitaba, que si hablaba en lenguas extranjeras (incluido el arameo) con una voz ronca que no era la suya… en fin, de locos.

El otro asunto no progresa: a Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, se lo ha tragado la tierra, debe de haber volado. De su único compinche vivo, el hermano del tipo de la cicatriz, no hay ni rastro: a estas alturas, la pobre Antoñita estará criando malvas. Aquí hemos tenido nuestros más y nuestros menos con el público. La publicación de los detalles más escabrosos, la declaración de Teresita y la preocupación de padres y familiares llegó a provocar algaradas que reclamaban justicia al gobernador. Se rumorea en la calle que había personas importantes metidas en este asunto, que eran clientes de Elisabeth, pero me temo que poco a poco el tema se irá olvidando. Me consta que el propio don Trinitario se encargó de que el dietario ardiera. Yo recuerdo algunos de los nombres, pero no se lo digas a nadie o es posible que mi vida no valiera un real. No se puede luchar contra el sistema y al menos me queda el consuelo de que esa maldita asesina no podrá seguir matando en Barcelona, mi ciudad. ¿Te das cuenta? He escrito «mi ciudad».

Al menos conseguimos pararla, Víctor, a la asesina, o asesino, ese consuelo me queda. Te echo de menos, amigo, quizá con tu ayuda hubiéramos llegado más lejos. Sé que tuviste motivos para irte. No te censuro. La familia es lo primero y el miedo, humano. A veces pensaba que eras de otra especie y en el fondo me agrada ver que eres de carne y hueso.

A instancias tuyas, he ordenado que vigilen a Santiago Berga, quizá el único nexo con el pasado de Elisabeth, y debo decirte que no he sacado nada en claro. Ese joven es un crápula, un tipo miserable que vive al máximo gracias al dinero de papá. Te detallo el ambiente en el que se mueve, pero debo decirte que de Elisabeth, ni rastro. Berga se relaciona, en efecto, con el hijo de don Gerardo, Alfonsín, un zángano de primera. También frecuenta a un grupo de artistas, algunos de ellos personas decentes y, otros, unos verdaderos libertinos, gente que busca nuevas experiencias, escandalizar y llegar a extremos que no conoce hasta ahora la sociedad. Destaca una pintora, Elia Vidal, la cual residió en Florencia y ahora vive de sus pinturas y de una academia para mujeres que regenta con cierto tino. Los hermanos Torrents, ambos escultores, Arca-di y Lluís. Gente bien que se dedica al arte y que, pese a haber heredado una considerable fortuna, vive de lo que obtiene por la venta de sus esculturas. Hay también un tal Fulgencio no sé qué, un empresario de éxito, de buena familia, joven y emprendedor. Un escultor, de nombre Higinio Mestre, toma nota, sobrino de don Trinitario, el gobernador. Un joven pintor, Santiago Cusí, y algunos bohemios más, escritores, poetas y gente de mal vivir. Ni que decir tiene que se reúnen en El Bou Trencat, como me dijiste, bajo el ala de tu buen amigo, el propietario, Segismundo Cifuentes.

No es fácil realizar tareas de vigilancia. El otro día algún desgraciado le puso un laxante en su bebida a uno de mis hombres y por poco se jiña allí mismo. Aún sigue en su casa, con el estómago revuelto. Últimamente ha aparecido un tipo muy raro, un tal Max, me dicen mis hombres. Qué pinta tendrá que destaca sobremanera entre esa panda de melenudos, ya de por sí llamativos. En fin, que te mantendré informado.

Dejo para el final una noticia que no sé cómo darte. Se trata de Eduardo. No te lo he dicho antes porque pensaba que podría encontrarlo pero debo comunicarte que se ha ido. Quedó en el hotel, como tú ordenaste, con todo pagado hasta que comenzara el curso y bajo mi supervisión diaria. Después de irte tú me pasaba cada tarde, pero al cuarto día ya no lo hallé allí. Nadie sabe adónde ha ido. He removido Roma con Santiago pero, al fin, debo concluir que ha volado. Quizá se haya ido a otra ciudad, es un perro callejero y supongo que la perspectiva de vivir encerrado en un internado no le seducía. Es una pena porque era un buen chico. Un vendedor de bebidas, el del quiosco del final de las Ramblas, me dijo que lo vio varias veces en compañía de un tipo con muy mala pinta. No quiero ponerme en lo peor. Lo siento, amigo. Te prometo que haré lo que pueda al respecto, porque sé que te habías encariñado con el crío. Me consta de veras que te añoraba. Sé que quizá éste no es el mejor momento para decírtelo, pero creo que don Alfredo tenía razón. De alguna manera Eduardo había llegado a la conclusión de que te lo llevarías a Madrid contigo. En fin, dicho está.

Como ves, todo lo que hemos intentado ha salido mal: don Gerardo, muerto; Elisabeth y el compinche que le queda, fugados; veintitantos crías muertas; Antoñita, desaparecida, y ahora, Eduardo, que se nos ha ido, en las calles de alguna ciudad trampeando, robando o limando. Y encima, para rematar la faena, algunos viciosos adinerados que se divertían con las chicas que esa arpía de Elisabeth les proporcionaba, sueltos por ahí, para seguir disfrutando de sus decadentes vidas, gente bien de Madrid, Sevilla, Barcelona, Lisboa… qué asco.

Me siento desanimado, amigo. Y triste.


Atentamente,


Juan de Dios López Carrillo


Santiago Berga y su eterno acompañante, Alfonsín Borrás, llegaron a El Bou Trencat justo a tiempo para incorporarse a la tertulia. Toda la «tribu» -como a ellos les gustaba denominarse medio en serio medio en broma- polemizaba en torno a un porrón de vino. Resultaba curioso ver a aquellos aristócratas con sus fracs, sus damas y sus joyas, sentados a una rústica mesa de madera que olía a vino y a aceitunas.

– No, no -decía Max-. No me entienden ustedes.

– Claro que lo entiendo, mi buen amigo Max. Usted no es partidario del catalanismo-decía Arcadi, el menor de los Torrents-.Y, por tanto, es partidario de un Estado central fuerte, vamos, partidario de Madrid.

Entonces Max se puso en pie y comenzó a declamar en voz alta, como si fuera un actor o un poeta, llamando la atención de toda la parroquia, que quedó embelesada por su entonación, por su aterciopelada voz y por sus gestos:


A Déu siau, turons, per sempre, a Déu siau; O senas desiguals, que allí en la patria mia Dels nuvols é del cel de lluny vos distingia. Per lo repos etern, per lo color mes blau.


Adéu tú, vell Montseny, que des ton alt palau, Com guarda vigilant cubert de boyra é neu, Guaytats per un forat la tomba del Jueu, E al mitg del mar immens la mallorquina nau.


Todo el mundo estalló en un aplauso tras escuchar a Max declamar así el comienzo de la famosa Oda a la patria de Aribau que había dado inicio nada menos que a la Renaixenca. Max miró a Arcadi y añadió:

– Sepa usted, amigo, que hace muchos años, me parece ya otra vida, estuve preso en los sótanos de Montjuïc. Pero no, no creo en ningún Estado, ni en Madrid, ni en Barcelona, ni en el Vaticano. Me cago en el Estado central. Yo creo en reventar todo este maldito negocio, esta sociedad. ¿No entiende que usted me habla de Cataluña y yo le hablo de la fraternidad universal, del planeta, del universo, de mí? ¿Acaso no son las fronteras, las banderas, algo artificial? Todos los hombres somos hermanos, ¡y enemigos! -exclamó con el índice de la diestra enhiesto, como avisando al respetable-. La naturaleza, ella sí que es sabia. Los políticos nos manipulan, amigos, habría que fusilarlos a todos.

– Habla de la revolución. Entonces es usted socialista, como yo- dijo el pintor, el joven Cusí.

– No, no, es la segunda vez que me pregunta usted eso, pollo. El socialismo, bah, ¡otra filfa! Pero ¿no lo entienden? Los socialistas lo que quieren es quitar a la élite actual para situarse ellos en su lugar. Una élite por otra, el hombre no ha nacido para ser esclavo de nadie. El ser humano es, por naturaleza, corruptible y corrupto, todos aquellos sistemas que se basen en la existencia de alguien en el poder acabarán siendo deshonestos.

– Entonces… -aventuró Berga-: es usted anarquista. Max, con todo el auditorio expectante, puso cara de pensárselo:

– Es lo que más se me parece, sí, pero no olviden que yo creo en el individuo. Piensen, sin ir más lejos, en nuestro buen amigo aquí presente, Fulgencio. Hijo de una familia burguesa venida a menos y que, pese a su juventud, ha sabido hacerse rico, eso es iniciativa, riesgo…

– Sí, la verdad es que supe ver una oportunidad y la aproveché -dijo Fulgencio Manueles.

– Un visionario -apuntó la pintora, Elia.

– Sí -continuó hablando el joven emprendedor-. La desamortización fue la clave. Había mucho terreno en el campo para comprar, y barato. Además, enseguida vi que el cultivo de la vid era rentable y me subí al carro de la elaboración de vino. Hace apenas un par de años cuando me enteré de la catástrofe que sufrían los viñedos franceses debido a la filoxera, compré más viñedos y saqué todo el partido que pude: el precio del vino se disparó. Pero me consta que la filoxera ha traspasado ya los Pirineos. Ha llegado al Ampurdán. En un par de años estará aquí y será una catástrofe. Yo ya he vendido. Un negocio redondo.

– ¿Ven? -dijo Max-. Esta es la verdadera Cataluña y no esos conservadores que viven mirando a Madrid, más preocupados por el proteccionismo que por conseguir cotas de libertad, esos Godo, Masnou, Güell, Grau, que explotan a los obreros y se dicen catalanistas mientras aceptan títulos nobiliarios del rey.

Hay que pegar fuego a las iglesias, a las casas de los burgueses, al Palacio Real, al Parlamento de Madrid, a las ciudades e irnos todos a vivir al campo.

Todos miraban a aquel ácrata embobados, con los ojos y la boca abiertos como platos. Máximus Aeternum apostaba fuerte, estaba claro. Berga reparó en que su discurso se hallaba lleno de contradicciones, con llamadas a la revolución, halagos a un empresario como Manueles, críticas al centralismo pero también al catalanismo y mucho, mucho fuego. Una locura. Pese a eso era un discurso llamativo, nuevo y complejo, revolucionario en cierto modo. No lograba clasificar, etiquetar a aquel hombre extraño como le hubiera gustado, una auténtica fuerza de la naturaleza.

– Señores, es la hora -intervino Berga-. Están todos invitados a mi palco del Liceo. Vámonos ya o no llegamos.

Max ladeó la cabeza y dijo:

– Yo no voy.

– Si es por lo de la indumentaria… dispongo de varios fracs para prestarle -comenzó a decir Berga.

– No, no. No me entiende, amigo. Luego no se queje si lo ven como a un noble ocioso que de vez en cuando se acerca a las vanguardias -sentenció Max.

– ¿Cómo?

– Sí, hombre, sí. ¿Dónde está la emoción? ¿El amor a la música? ¿En un palco? ¿Se disfruta del arte allí? ¡Por Dios! Si hasta ustedes mismos me han contado que algunos socios del Liceo se han quejado de que la escasa iluminación de la platea (en favor del escenario, claro está) provoca que no se aprecien como es debido las joyas, la indumentaria y el esplendor de sus damas.

– Sí, eso es cierto -convino Alfonsín.

– Pues entonces, carajo, rompamos con el orden establecido, vayamos a apreciar el arte por el arte. Vayamos al gallinero, con la gente del pueblo, con nuestros hermanos. ¡El arte, amigos, el arte! Y no toda esa decadencia de la sociedad burguesa, adormecida y sobrealimentada mientras que otros mueren de hambre.

No fue necesaria ni una palabra más. Todos siguieron ilusionados las consignas de Max. Subieron a sus lujosos carruajes y, una vez en las Ramblas, bajaron de los mismos acudiendo a la taquilla para sacar entradas para el último de los anfiteatros. Ni que decir tiene que la presencia de aquel nutrido grupo de notables, luciendo sus fracs y vestidos de noche, entre la gente humilde del gallinero, causó un revuelo considerable. Algunos de los ujieres, escandalizados, intentaron recordarles que el palco de Berga estaba más abajo, pero éste, divertido, desoía lo que le decían bebiendo vino tinto de una bota que le habían pasado. Allí, entre humildes estudiantes de música, algún que otro poeta venido a menos y algún que otro melómano de humilde condición, los bohemios pasaron un buen rato. Estaban maravillados por el revuelo que había creado su presencia entre los pobres. Con la función, nada menos que La Cenerentola de Rossini, bien avanzada, eran muchas las damas que desde sus palcos, e incluso desde la platea, se giraban mirando con sus binoculares hacia donde ellos estaban. Ellos se morían de risa. Estaban encantados. Poco a poco, conforme progresaba la función, Max fue poniéndose nervioso. Era conocida la devoción que sentía el público del Liceo por la ópera italiana, e incluso se había dado el caso de que hasta los libretos en francés habían tenido que ser traducidos al italiano para agradar a aquel público, muy entendido, pero muy aferrado a los autores de la Gran Opera y el bel canto. Los compositores alemanes, que comenzaban a causar furor en Europa, no eran bien recibidos aún por el público barcelonés.

– Esto es el pasado -comenzó diciendo Max en voz baja-. Wagner, amigos, ¡Wagner!

Poco a poco, el tono de sus quejas fue tornándose más alto hasta que, en mitad del entreacto, se levantó y a voz en grito proclamó:

– ¡Viva el romanticismo alemán!

Entonces, sin saber de dónde la había sacado, mostró una bol sa de papel de la que comenzó a extraer coliflores podridas que arrojó a la platea. «¡Está loco!», decían unos. «¡Es un borracho!», se escuchaba decir a otros desde los palcos. Obviamente, Máximus Aeternum fue detenido por varios guardias urbanos que apenas si eran capaces de reducirlo. Se resistía luchando como un poseso. Aquella noche durmió en comisaría.

Capítulo 12

Santiago Berga leía la prensa apurando un coñac y un buen habano en la sala de prensa del elitista Cercle del Liceo. A la derecha, el alcalde dormitaba en un cómodo butacón; algo más allá, el conde de Selles echaba otra cabezadita y, al fondo, Eusebi Güell charlaba con dos caballeros de aspecto extranjero, cerrando sin duda alguno de sus muy prósperos negocios. Entonces apareció su buen amigo Higinio Mestre y se sentó a su lado.

– Hace un calor de mil demonios -dijo por todo saludo.

– Y que lo digas, amigo. ¿Un café? ¿Un coñac? -sugirió Berga llamando al camarero con un chasquido de sus dedos.

– Coñac, por favor -ordenó el sobrino del gobernador-. ¿Vas esta noche a la performance de Max?

– ¿Cómo? -repuso el otro.

– Sí, hombre, ya sabes que dice ser artista mental y creo que esta noche nos va a deleitar con una demostración. Silencio.

– Vaya, no te ha invitado -añadió Higinio-. He metido la pata.

Berga lamentó perderse aquella ocasión. Aquel tipo, Max, era todo un genio, un misterio y, la verdad, se moría por saber qué era aquello de «artista mental».

– ¿A qué hora habéis quedado?

– A las nueve, en El Bou.

– Allí estaré -aseguró sacando su reloj de bolsillo.

Tras charlar un rato sobre naderías y despedirse de Higinio Mestre, Berga se apresuró a pasarse por casa para cambiarse. Eligió un traje de tweed, ni demasiado elegante ni demasiado ordinario. Rehusó avisar a Alfonsín, era obvio que a Max no le agradaba, y se dirigió a El Bou Trencat. Llegó allí a las nueve menos cuarto. Halló a Max enfrascado en la lectura de alguna novela de Goethe en alemán.

– Buenas tardes -dijo tomando asiento junto a él.

– Hola -repuso el otro sin abandonar la lectura.

– Perdone, Max, si no es molestia…

– ¿Sí? -contestó el «artista mental» dejando el libro a un lado con evidente fastidio.

– Es que me considero un admirador de lo bello en todos los sentidos, del arte.

– ¿Y?

– Tengo entendido que usted va a realizar una perfor…

– Una performance, hombre de Dios, que se atraganta. Ya sabe, un fonctionnement; si usted lo prefiere, un espectáculo.

– Sí, eso.

– ¿Y bien?

– Que me gustaría asistir, le admiro mucho. Max estalló en una carcajada.

– No, hombre, no. Nada de eso, para realizar uno de mis montajes necesito espacio. Haré uno en breve, pero necesito espacio, quizá sea por aquí, no sé, pero hasta que no llegue mi mentor no es posible, se necesita dinero, mucho dinero. Si lo hiciera aquí, por ejemplo, acabaríamos todos en la cárcel.

– ¿Su mentor? -dijo Berga, intrigado por aquella performance que, según Max, podía hasta provocar detenciones. ¿Qué sería aquello?

– Sí, claro, mi mentor, el conde de Chiaravalle. Llegará en breve, desde Nueva York. Es mi mecenas.

– Ah repuso el otro- Entonces, esta noche…

– No, no, unos amigos, algunos de «la tribu» y otros, ya sabe, amigos míos socialistas, obreros, vendrán a tomar una copa a mi guayaba*. ¿Quiere venir? Sólo ha de traer una botella.

– Cuente conmigo.

– Pues quédese por aquí que dentro de un rato nos vamos.

La fiesta resultó divertida a ojos de Berga. El estudio de Max era un lugar infecto, un ático no demasiado espacioso situado en Sants, en el que había restos de comida aquí y allá, mal amueblado y lleno de objetos extrañísimos: figuras de santos, hierros retorcidos, sábanas que colgaban de las paredes y algún que otro cochecito de niño desvencijado. Había velas de colores por todas partes y estaba repleto de gente, la más variopinta que Berga había visto jamás: obreros de la Maquinista, muchas putas, algún que otro mendigo, la gente de «la tribu» y varios escritores que iban de malditos. Hasta le pareció ver, achispado como estaba, a un par de chinos e incluso a un marinero negro como el carbón. A pesar de estar medio beodo aprovechó para moverse por el piso a sus anchas y sacó la conclusión de que Máximus Aeternum era un artista a la vanguardia de la vanguardia. En una habitación adyacente al sucio dormitorio en el que la cama estaba sin hacer y las telarañas y el polvo lo ocupaban todo, halló una especie de mesa o tablero con un microscopio, cajas de arena y grava, minerales perfectamente clasificados y varios mapas geológicos de Cataluña. Max era un enigma. En un momento dado, Berga salió al excusado, el cual estaba en una galería que daba a un patio interior, pues era de uso comunal. Por allí pululaba Elia, la pintora, que le preguntó de sopetón:

– ¿Has visto a Max?

La noche era fresca y el canto de los grillos le agradaba, pues se sentía flotar por el hashish que había fumado en una pipa que le había pasado el anfitrión.

– No -se escuchó decir a sí mismo.

Entonces se abrió la puerta del excusado y del mismo salieron Max y su joven criado, Alphonse. El crío se subía el pantalón mientras Max se abrochaba la bragueta. Las miradas de Elia y Berga repararon en una muy llamativa mancha roja en el calzón del niño.

Max y el chiquillo pasaron junto a ellos. Se perdieron entre el bullicio de la fiesta.

– Vaya -dijo ella con retintín-. Parece que éste es de los tuyos.

– Eso fue un malentendido -contestó Berga.

– Ya -respondió Elia mordaz-. Pero Santiago, no olvides que en esta ciudad nos conocemos todos y si no llega a ser por lo que eres y por nuestro mutuo amigo Higinio y su tío, el gobernador, tú estabas en la cárcel, donde, por cierto, ¿sabes lo que les hacen a los pedófilos?

– ¡Calla, bruja! -exclamó él.

– Por no hablar de tu amiga, ese loco que siguió con sus «hazañas» gracias a que logró eludir la cárcel con tu ayuda.

– Hace siglos que no la veo. Yo no soy como esa mujer -se defendió Berga.

– Eso espero -contestó la pintora.

Volvió a la fiesta y se atizó un par de tragos de coñac, quería emborracharse. Luego, cuando las piernas empezaron a pesarle, se tumbó en el sofá. Alguien le pasó una copa de absenta. Medio en sueños creyó fumar un habano. Se sentía bien, flotando.

Max se acercó. ¿Cómo hacía aquel hombre para mantenerse siempre sobrio?

– Hermano -dijo Max muy serio-, quiero disculparme contigo. Tú no eres un burgués acomodado, eres un artista, un artista del placer.

Berga, señalándolo con el índice, contestó arrastrando la lengua:

– Tú lo has dicho, amigo Max. Me has definido a la per-lección.

– Otros trabajan la piedra, la pintura, el papel e incluso, como Fulgencio Manueles, el empresario, las mujeres, pero tú, amigo… tú experimentas contigo mismo llevando el cuerpo y la mente más allá de lo que nadie lo ha hecho. El día que te conocí te habías puesto al límite, realmente, en el fumadero de opio de Takeo. Menos mal que estaba yo por allí.

– Me hubiera ayudado.

– ¿Takeo? No lo conoces, yo lo adoro, pero es un maldito chino cabrón. Esos amarillos venderían a su madre por dos reales. Pero tú, no tienes miedo, hermano, eres un transgresor.

– Sssí -contestó Santiago Berga, que comenzó a sufrir un severo ataque de hipo.

– ¿Sabes? -continuó Max-. Tú podrías ser, como yo, un buen artista mental.

– ¿Y qué es eso? -preguntó inocentemente el borracho. Max soltó una carcajada.

– ¡Qué razón tienes, amigo, qué razón tienes! No debemos creer ni en nuestro propio arte. Nada existe, todo es efímero.

– Antes… -dijo Berga recordando el incidente del excusado-. He comprobado que tus gustos amorosos son…

– No te creía tan remilgado -comentó Max-. En la Grecia clásica era algo normal. Cualquier filósofo, cualquier notable que se preciara, gozaba de los cuerpos de sus efebos sin ningún tipo de pudor.

– No, no. Me malinterpretas, no te censuro, al contrario. Yo mismo llegué a tener problemas por eso -contestó Santiago, al que se le cerraban los ojos.

– ¿Cómo?

– Sí, Max, por hacer lo que tú hacías con Alphonse en el excusado.

– Acabáramos.

– Me detuvieron. Estaba en un local, bueno, en casa de una amiga donde se vendían ese tipo de servicios, ya sabes.

– Vaya.

– Hubo una redada y caí. Afortunadamente, papá intervino y el tío de Higinio, el gobernador, ayudó a que se echara tierra sobre el asunto.

– ¿El gobernador? He oído que es un reaccionario.

– No lo sabes bien, es un fiel representante de los intereses de Madrid. Piensa que esto es como una colonia.

– ¿Y la mujer? Tu amiga. ¿Sigue existiendo ese local? No es por nada, no me malinterpretes, puede que a uno le guste el pescado, pero comer… no sé, comer, por ejemplo, dorada todos los días, puede llegar a cansar.

– Te entiendo perfectamente, te entiendo -repuso Berga totalmente borracho-. Pero no, ahora no tiene ningún local en funcionamiento. Tuvo ciertos… problemas con la ley.

– Cuánta hipocresía. ¿Qué hay de malo en ello? Es una simple transacción comercial: unos ponemos el dinero y otros, su cuerpo, los padres de los críos salen beneficiados, ¿o no? Lo siento por tu amiga. Se iría de la ciudad, claro.

– No, no creo.

– ¿Está por aquí? ¿Volverá a abrir su local? No dudes en avisarme.

– No creo que se haya ido, a veces se deja caer por aquí y la veo, pero está muy perseguida por ese otro asunto en el que se metió, una historia desagradable. Pero, descuida, si aparece y vuelve a abrir el garito te aviso.

– Tú sí que sabes, hermano, tú sí que sabes.

Santiago Berga sintió que todo se volvía negro.


San Sebastián, 10 de julio de 1881


Amado Víctor:


Espero que te encuentres bien. Las vacaciones les están sentando muy bien a los niños. Aquí el clima en verano es mejor que en Madrid, Lo\ Has que hace bueno bajamos a la playa y Cecilia disfruta jugando con las olas. Te echa mucho de menos, pero sabe que su papá está atrapando a los hombres malos, así que se siente muy orgullosa de ti. A Victítor le ha salido su primer diente y crece sano como un roble. Nos acompañan Nuria y Ricardo. Alfredo y Mariana se ocupan mucho de nosotros y de mi madre, que añora a su nuevo marido desde que partió hacia Madrid. Estará a punto de llegar, cuídalo y cuídate. Hiciste bien en ayudarlo cuando pretendía a mamá y descubriste quién era. Fue para bien, están muy compenetrados y lo son todo el uno para el otro. No sé qué haría mamá si le sucediera algo. Sé que no trabajas en un banco y que siempre correrás riesgos, pero te pido que no lo hagas más allá de lo necesario. Estoy contigo en esto. El bueno de Alfredo me ha contado lo que Elisabeth hacía a las niñas y no me queda la menor duda de que debes emplear cualquier medio a tu alcance para que ella y sus compinches paguen por sus crímenes. No dejo de pensar en nuestros niños y sacar agente así de las calles es la garantía para que podamos vivir tranquilos. Tengo fe en ti. Cuídate, por favor, cariño.


Te quiere y te necesita,

Clara


Al fin llegó el día de la exhibición de «arte mental» de Máximus Aeternum. La expectación era enorme, ya que Max gozaba de un amplio predicamento entre la parroquia de El Bou y además, su dueño, Segismundo Cifuentes, parecía avalarlo. El propietario del local tenía un prestigio, no en vano había conseguido crear un remanso de libertad, un oasis cultural. Pese a que no era un hombre instruido, su relación con pintores, poetas, escritores, escultores y revolucionarios le había llevado a adquirir un cierto buen criterio estético, unos muy útiles conocimientos sobre pintura, literatura y poesía pasados por el prisma de un hombre del pueblo llano, lo cual confería un encanto especial y un fino olfato para saber lo que gustaba y lo que no. Las paredes de El Bou Trencat eran una auténtica pinacoteca que años más tarde, y tras la muerte del propio Segismundo, había de hacer rico al crápula de su yerno, Álvaro Ferrer, un chulo sin escrúpulos que no se cansó de dar mala vida a la única hija del dueño de El Bou. En aquellos momentos inciertos en los que convivían los últimos románticos con los que, sin saberlo, eran los precursores del modernismo, la creatividad, el arte y la ebullición intelectual estaban en el ambiente. Todos ellos: pintores, socialistas, anarquistas, escritores, poetas, putas, carteristas y algún que otro señorito de vuelta de todo se dieron cita en la primera función, o performance, como él decía, que Max dio en Barcelona. La primera y la última.

Fue en una nave abandonada de Sants, una antigua fábrica de cordelería, donde los dos guardaespaldas de Takeo daban el plácet sólo a quienes presentaban la invitación de Max, un trozo de papel de periódico de los que las carniceras de la Boquería usaban para envolver la carne, manchado de sangre y todo.

Había más de sesenta personas en la nave, gigantesca y mal iluminada, a eso de las once de la noche. La expectación se palpaba en el ambiente y todos se saludaban muy aparatosamente, alegrándose de haber sido invitados a tal evento. Había incluso una duquesita, recién llegada de Bohemia, con su aya, una mujer enorme de maneras prusianas cuya sola visión alejaba a cualquier moscón que se acercara a la bellísima joven, que estudiaba arte en Madrid. Un concejal del Ayuntamiento, don Japundio Córcega, aguardaba sentado expectante, e incluso algunos artistas franceses se habían dado cita en aquel lugar y en tan señalada fecha. Le Grand Restaurant de la France se encargó de servir una cena fría en la que no faltó de nada. Max, tan maloliente como siempre, y seguido por su fiel Alphonse, deambulaba de aquí para allá procurando que a nadie le faltara de nada

– Los canapés, exquisitos -dijo un diputado que iba acompañado de su mujer.

– Este jote es sublime -jaleó otro caballero.

Se sirvieron ostras, varios faisanes, rosbif y langostas a granel.

– Todo esto cuesta un dineral, ¿eh? -observó el concejal, famoso en toda la ciudad por su tacañería, que rayaba lo enfermizo.

Los caldos fueron excelentes, vinos blancos y tintos, todos franceses. A continuación circuló el champán y se les sirvió el pastel, una especie de tarta de almendras, que al parecer iba bien cumplida de cannabis, una hierba de la que los moros sacaban una resina, el hashish, que unos pocos conocían. Entonces llegó el segundo postre: ¡huevos fritos con patatas!

– Este Max es el acabóse -decían los unos.

– Me ha dicho que esto forma parte de la «preparación» -susurraban los otros como quien hace una confidencia.

Al fin, cuando todos estaban ahítos, tomaron asiento. Junto a cada silla plegable había una pequeña mesita sobre la cual cada invitado halló un vasito de cristal, en el que varios criados marroquíes sirvieron la absenta siguiendo el más típico ritual.

– ¡Fée verte! -gritó Max alzando los vasos.

Una vez que en todas las copas el líquido mezclado con agua y azúcar había adquirido un color opalescente y ciertamente parecido a la leche, Berga dijo:

– Es de la variedad más fuerte, Suisse.

– ¡La buche está lista! -vociferó Max-. ¡Beban!

Todos los asistentes hicieron lo que se les decía. Volvió a correr el champán. Entonces, la sala quedó de pronto a oscuras y los moros fueron pasando con unas enormes pipas de agua de las que todos los invitados debían fumar.

– ¡Hashish, la droga del conocimiento! -exclamó Max.

Una mujer, una dama, que ya se había negado a ingerir la absenta, rehusó fumar, por lo que fue expulsada de inmediato de la sala. Todos permanecían atentos, con los sentidos aguzados, expectantes. Entonces se encendió una luz en el centro del escenario que se había dispuesto al fondo de la sala y un círculo multicolor comenzó a girar a toda velocidad sobre sí mismo generando una atmósfera hipnótica, mágica. Todo estaba en penumbra, pero era fácil adivinar que casi todos los presentes estaban borrachos, drogados. Volvieron a pasar dos enormes cachimbas, esta vez de opio. Otra dama se desmayó y la sacaron a tomar el aire.

– ¡Silencio! -Max había aparecido en el centro de la escena-. ¡Fuego! -gritó a la vez que de sus manos salían unos polvos que, al pasar sobre dos llamas avivadas por el gas de un tubo que atravesaba el escenario, se convirtieron en dos inmensas explosiones de color azulado.

– ¡Oooh! -exclamó el respetable.

Hacía un buen rato que algunos habían perdido el conocimiento, pero los más avezados gozaban del espectáculo estimulados por el alcohol y las drogas que habían ingerido.

– ¡Agua! -ordenó entonces el artista.

El líquido elemento cayó de arriba, de la techumbre, entre cuyas sombras se adivinaban unas figuras oscuras que se movían de aquí para allá. Entonces, sin que cesara el espectáculo, aquellos exóticos camareros sirvieron otro vaso de absenta a los que permanecían en pie.

Máximus Aeternum apareció sobre el escenario llevando una vaca, enorme, sujeta por una cuerda.

– ¡Libertad! -dijo soltándola y arreándola para que se confundiera con el público.

Algunos reían a mandíbula batiente.

– ¡El amor!

Una cortina se descorrió y aparecieron dos mujeres desnudas en una cama, besándose y abrazándose.

Entonces, sobre el escenario, apareció un tipo vestido de empresario, de rico; Max le propinó un tremendo puñetazo y el otro rodó por el suelo, Aparentemente le sangraba la nariz. El artista gritó:

– ¡Sangre! ¡Sudor! -Y apareció un obrero con la cara negra por el tizne empapado por el esfuerzo-. ¡Lágrimas!

Una mujer viuda, de negro, lloraba de rodillas en el escenario. Al fondo, un cuerpo amortajado, como una momia, envuelto en sábanas blancas.

La gente estalló en un sonoro aplauso, espontáneo, entusiasta.

Max había bajado del escenario y la joven duquesa de Bohemia, completamente ida, se le echó en brazos. Con su acento, extraño y gutural como el de las gentes del norte, dijo:

– Hazme tuya, Max, hazme tuya.

El artista la miró con desprecio y le dio una bofetada.

– Zorra -murmuró quitándosela de encima.

Berga buscó al aya temiendo que ésta atacara a Max y estropeara el espectáculo, pero la vio besándose con el concejal en un rincón; tenía un seno fuera que éste apretaba con su recia mano derecha mientras que con la otra buscaba bajo la falda. La vaca pasó frente a él. El inmenso círculo giraba en el escenario dibujando mil colores. Se frotó los ojos.

– ¡La decadencia! ¡La decadencia! -gritó Max provocando que las llamas rodearan al respetable. Salían de unos tubos de gas dispuestos alrededor de la zona preparada para el público. Algunos gritaban, otros aplaudían e incluso algunas damas reían histéricas.

Entonces, Máximus subió de nuevo al escenario, todo quedó a oscuras, un solo foco le iluminaba el rostro y dijo muy serio:

– Esto es una obra de Máximus Aeternum.

Una sonora explosión les sacudió los oídos y apareció junto a él un tipo de porte aristocrático, con pantalón gris a rayas, elegante levita negra, chistera y un bello bastón de marfil acabado en un repujado pomo de pedrería. Max añadió entonces:

– Todo gracias a la gentileza de mi mentor ¡el conde de Chiaravalle!

Otra explosión de llamas azules y ambos desaparecieron. Entonces alguien gritó: «¡La policía! ¡La policía!». La mayor parte de los invitados, los que permanecían conscientes al menos, creyeron que aquello formaba parte del espectáculo.


Barcelona, 25 de julio de 1881


Estimado Víctor:


Te escribo para decirte que la vigilancia que dispuse sobre Santiago Berga no ha tenido éxito. Elisabeth no ha dado señales de vida y comienzo a pensar, como el gobernador, que ha volado. Si yo fuera ella, o él, me habría ido de la ciudad, la verdad, y creo que es lo que ha hecho. Hemos tenido que retirar el operativo de vigilancia sobre Berga, sobre todo tras la indignación de mi comisario por recientes incidentes que hemos vivido, relacionados precisamente con este grupo de «modernos» que frecuenta nuestro objetivo. Debo llamar tu atención al respecto sobre un tipo muy extraño que ha ido adquiriendo protagonismo en los últimos tiempos y que no me extrañaría que fuera el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla, ya sabes, el último compinche de la arpía a la que perseguimos. Te hablé de él en mi última carta. Se hace llamar Máximus Aeternum y dice ser «artista mental»; el otro día lo detuvieron por montar un escándalo en el Liceo y durmió en el calabozo. Su cédula dice que se llama Andrés Goytisolo, de Baracaldo, un jeta, un vividor, vamos. Ha protagonizado múltiples incidentes; por ejemplo, hace una semana se pegó en plenas Ramblas con una monja a la que gritaba «¡Pingüino!, ¡pingüino!», y el incidente no llegó a más gracias a la intervención de dos comerciantes que salieron de sus establecimientos al oír el griterío. Me consta que en jefatura le dieron lo suyo. Pero lo de ayer, lo de ayer fue tremendo. Parece que se recibió un aviso de que había llegado un cargamento de tabaco de contrabando a una nave abandonada de Sants. Se hizo una redada y se encontró a una panda de libertinos, tirados aquí y allá por el suelo, a oscuras. Algunos dijeron que asistían a una función de teatro del tal Max, «arte mental» lo llamaron, y que les habían servido una cena, pero, al margen de un pequeño escenario, no se halló nada que lo corroborara. Te ahorro los detalles, pero por poco deshonran a una joven aristócrata de Bohemia que, al parecer, estudia en nuestro país. Había mucha gente bien allí, así que tuvimos que hacer la vista gorda, pero me temo que aquello fue Sodoma y Gomorra. Por cierto, se rumorea que el tal Max es sodomita y que disfruta de las compañías infantiles, así que me he propuesto no perderlo de vista, porque no me extrañaría que nos condujera a Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.

Como ves, no pierdo ripio. Me mantengo ojo avizor.

Atentamente,

Juan de Dios López Carrillo

Capítulo 13

Once días tardó Máximus en volver a dar señales de vida. Durante ese tiempo nadie supo dónde estaba; ni él, ni Alphonse, ni su aristocrático mentor, el conde de Chiaravalle. Habían desaparecido. Obviamente, los parroquianos de El Bou Trencat suponían que Max, un tipo inteligente como el que más, había decidido quitarse de en medio por unos días después del revuelo creado por su «actuación» y la consiguiente entrada de la policía en la nave. Cuando finalmente, acompañado por su joven criado y por su mentor, el artista entró en El Bou, todos los presentes se levantaron aplaudiendo a rabiar.

– ¡Bravo, bravo! -gritaban entusiasmados.

– ¡Sublime espectáculo! -exclamó alguien.

– ¡Artista, artista, artista! -comenzaron todos a corear.

Max, poco amigo de aquel tipo de efusiones, hacía gestos con la mano derecha, calmando a los parroquianos.

– No es para tanto, no es para tanto -decía muy modesto.

Al fin tomó asiento en una mesa en la que apenas si cabía un alfiler y que aparentemente agobiaba al propio artista, el cual no era muy amigo de multitudes. Firmó incluso autógrafos. Una vez pasado el alboroto inicial, Berga, Elia Vidal y otros miembros de «la tribu» tuvieron ocasión de charlar con aquel excéntrico y su mentor, quien resultó ser un noble italiano, Giaccomo Bermetti, el conde de Chiaravalle. Un tipo viajado bon vivant y, al parecer, poseedor de una inmensa fortuna. A casi todos se les hacían los ojos chiribitas ante la sola idea de contar con el favor de tan acaudalado mecenas.

Ya por la tarde Santiago Berga pudo dar un largo paseo con Max, por las Ramblas y hasta casi la mitad del paseo de Gracia. Varias personas se interesaron por conocer personalmente al artista, quien parecía haberse hecho famoso, e incluso dos damitas, de aristocrático origen y acompañadas por sendas carabinas, se acercaron a pedirle ¡un autógrafo!

– Decididamente es usted un fuera de serie -dijo Santiago.

– ¡Qué va, qué va! Además, estas performances me dejan exhausto. Tuve que ausentarme más de una semana, pues al acabar mis representaciones desfallezco. Me entrego tanto a mi público…

– Claro, claro.

– Me dicen que la reacción mandó a sus perros.

– Sí, sí, la policía irrumpió en el último momento.

– ¡Cuánto atraso! ¡Cuánto freno a la imaginación!

– Y que lo diga, y que lo diga, es lo que tiene la represión.

– Y ahora que hablamos de represión, ¿se sabe algo de aquella amiga suya? Me refiero a esa que regentaba aquel local, ese círculo del placer del que usted me habló.

– No, no, sigue fuera de la circulación.

– Ya, es que después de tanto agotamiento necesitaría expansionarme, ya sabe usted. Quizá, aunque no haya reabierto su negocio, su amiga podría proporcionarme algún «entretenimiento».

– ¡Qué más quisiera yo! Yo mismo me encuentro… tenso, desquiciado, hace tiempo que no…

– Que no prueba la carne joven.

– Exacto.

– Ya. ¿Y esa amiga suya? ¿Qué género trataba?

– Su local era maravilloso. Allí te preparaban cualquier cosa y, no crea, iba gente muy importante porque ya se sabe, lo mucho cansa y la gente de posibles termina buscando oíros alicientes. No sólo trataba el género púber -se podía optar por una amplia gama de edades-, sino que cualquier fantasía se hacía realidad,

Chicas, chicos… Si yo le contara lo de un prohombre y un marrano…

– ¿Cómo?

– Un cerdo. Era una fantasía que acariciaba desde su niñez. Elisabeth, mi amiga, se la hizo realidad.

– ¿Y la ve usted aún?

– No. No sé dónde para, pero anda por aquí, seguro. Hace un par de semanas se me apareció, es una maestra del disfraz.

– Sí? -dijo Max riendo.

– Sí, ¡iba vestida de criada! La muy ladina.

– ¿Y qué le dijo?

– Me pidió dinero. Al parecer está en un apuro.

– ¿Y no sería posible que me concertara una cita? Seguro que ella me busca alguna jovencita… no se asuste pero me gustan vírgenes.

– No sé, no sé, si vuelve a aparecer le hablaré de usted.

– Gracias, hermano. Y ahora, si usted gusta, mi mentor nos invita a cenar en el Club Catalán de Regatas, en el puerto.

– Vaya, qué rumboso. No le diré que no. Ese amigo suyo es un hombre notable, ¿no?

– Y rico, muy rico.

– Ya.

– En realidad el dinero no es suyo, proviene de la familia de su mujer, que apenas sale de Milán. El, por su parte, no para. Viaja, se mueve, experimenta. No hay proyecto que le parezca descabellado ni demasiado atrevido.

– Es mi héroe.

– Y el mío, hermano, y el mío. Dependo de él por completo. Hace un par de meses casi pierdo el chollo.

– ¿Y eso? -se interesó Berga al tiempo que saludaba con su sombrero a una conocida.

– Sí, el conde de Chiaravalle tiene una debilidad: las mujeres bellas. Se lio la manta a la cabeza y por poco vende todos los bonos de su mujer en Suiza para fugarse a Sudamérica con una corista de Hamburgo.

– ¡Qué dice!

– Sí, sí, las faldas lo vuelven loco. No sé ni cómo logramos convencerlo. Esos impulsos le pueden acarrear un disgusto. Imagínese usted que diera con una panda de facinerosos. ¡Fugarse con todo el dinero! De locos. Es víctima propiciatoria de cualquier espabilada que sepa llegar a su corazón.

– Y que usted lo diga, pero c'est l'amour.

– Sí, o mejor, tiran más dos tetas…

Berga soltó una tremenda risotada.

– Aunque la verdad, el suyo fue un caso un poco extraño…

– ¿Sí?

– Perdió la cabeza por una dama que en realidad no era tal dama.

– ¿Cómo?

– Un hombre, que se vestía, vivía y se sentía mujer.

– Pero era un hombre…

– Sí, sí, tenía de todo. Era francés, de Limoges. Era un hombre físicamente hablando, pero se vestía como una dama. Daba el pego.

– ¡Vaya, qué casualidad! -exclamó Berga.

– ¿Cómo dice?

– Nada, nada, cosas mías. ¡Qué tipo, el conde!

Se fueron hacia el Club Catalán de Regatas, situado en el vapor Europa que, fuera de funcionamiento, permanecía anclado en el puerto. Allí los esperaba el conde de Chiaravalle para invitarlos a cenar.


Madrid, 2 de agosto de 1881


Amada Clara:


Después de haberme incorporado de nuevo al trabajo, el recuerdo de estos días que he pasado contigo y con los niños en San Sebastián se torna más nítido y claro. No hay como el impulso de la memoria, la mente, la imaginación, para sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante en esta labor con la que a veces disfruto, a qué negarlo, pero otras…

Debo reconocer que en mi trabajo no hay rutina, ningún día se parece al anterior y eso me agrada, pero, por primera vez en mi vida, mi ánimo comienza a verse superado por la naturaleza del caso que investigo. La visión (continua en mi mente) de nuestros hijos riendo, jugando con las olas y chapoteando en la bella playa de La Concha me debilita, sí, me debilita porque por una vez me he sentido vulnerable a través de ellos, a través de ti. No pecaré de falsa modestia diciendo que no soy imprescindible, Clara, sé que soy un buen detective, probablemente de los mejores de España. La prensa y el gran público han aplaudido mis descubrimientos, los casos que he resuelto, pero ¿sabes?, creo que el ser un ciudadano anónimo alejado de estos menesteres haría más feliz a mi mujer y a mis hijos, y os pondría mucho menos en peligro. Mi relación con el Sello de Brandenburgo está finiquitada. Lewis me ha decepcionado y sólo espero resolver los asuntos que tengo pendientes para hacer mutis por el foro. Como mínimo pediré una excedencia. Quizá me dedique a escribir, a lo mejor cuento mis aventuras en alguna novela, aunque seguro que a algún vivales ya se le habrá ocurrido hacerlo, no sé. Dile a tu madre que no tenga miedo por su marido, es un gran hombre, no ocultaré que lo admiro y dile que no tema, a mi lado no corre peligro. Nos acercamos mucho, Clara, nos acercamos.


Siempre tuyo, te quiere,


Víctor


Elia Vidal abrió la puerta de su estudio muy ilusionada. El vivo interés que el conde de Chiaravalle había mostrado por ver sus obras y, sobre lodo, por la posibilidad de que pudiera convertirse en una especie de mecenas para ella la hacían sentirse nerviosa e insegura, como si fuera una colegiala. El amplio ático que poseía junto a la calle del Hospital, en el mismo edificio en cuyo entresuelo se ubicaba su academia, era amplio, bien iluminado y con una buena orientación que hacía los veranos medianamente pasables en él.

– Pase, pase, señor conde, la criada nos ha preparado un ligero refrigerio.

Chiaravalle caminó por el piso de madera con parsimonia, observando los enormes lienzos que se alineaban en las paredes del enorme habitáculo.

– Mandé tirar los tabiques para dar paso a la luz.

– Excelente idea, excelente idea.

Se había parado frente a una inmensa tela en la que, sobre un fondo entre azulado y rojizo, unos delicados trazos en diferentes tonalidades de verde asemejaban las ramas de los árboles.

– Lo titulo Olmos al atardecer.

– Magnífico, genial, great. Me parece increíble su forma de contar algo con el menor número de elementos. Minimalista, diría.

– Me lee usted el pensamiento, pero siéntese, siéntese y tomemos unos bizcochos con jerez.

La joven se había encargado de que, desde su asiento, el noble italiano gozara de una inmejorable vista de las obras que ella consideraba mejores, con más posibilidades.

– Excelente, este jerez. Y dice usted que ha expuesto en Madrid.

– Sí, sí, y aquí, y en La Coruña.

– Esto tiene que saberse, querida. Es usted tan buena como me había dicho mi buen amigo Max.

– Max, qué encanto de hombre. ¿Sabe?, bajo su apariencia de transgresor, de hombre al margen de cualquier norma, sé que se encuentra un corazón bondadoso y tierno.

– Lo ha retratado usted a la perfección. Es un gran amigo de sus amigos y tiene, si se me permite decirlo, una especie de sexto sentido con la gente. Elige bien sus amistades. Le cuesta trabajo otorgar su confianza a alguien, pero si lo hace, es para toda la vida. No suele equivocarse, la verdad, y ha trabado mucha amistad con ese joven, Santiago Berga.

– Sí, lo conozco desde hace mucho tiempo.

– Me alegro, porque ya que estamos, me gustaría hacerle una pregunta, seguro que usted me puede ayudar.

– Diga, diga.

– Es que resulta que me ha surgido la posibilidad de hacer un negocio con el tal Berga, y quisiera asegurarme antes, claro.

– Ya.

– El caso es que he oído algo de no sé qué problemas con la ley.

– Sí, fue detenido por un asunto de prostitución de menores.

– Ya, lo pillaron de paso por el prostíbulo.

– No, no, me consta que era socio de la arpía que lo regentaba y que luego, por cierto, resultó ser un hombre. No le negaré que Santiago no es santo de mi devoción; sé de buena tinta que escapó por poco de la cárcel. Su padre, que siempre ha sido muy tacaño, le niega el pan y la sal desde entonces. Le costó sangre, sudor y lágrimas evitar que fuera a la cárcel. Nuestro amigo Higinio intervino, pues el gobernador es su tío.

– Vaya. ¿Y sigue en negocios con esa mujer? ¿O quizá debería decir… hombre?

– ¡Qué va! Está desaparecida, un asunto muy desagradable. No sólo prostituía a chicas pobres, casi niñas, sino que usaba su sangre como cosmético.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye. Mire, yo no soy una mojigata, estoy muy viajada, pero tampoco una libertina y hay ciertas cosas que no rae gustan. Una noche, en El Bou Trencat, escuché que todo comenzó con una cría que se resistió en una juerga con gente importante. Ya sabe, quizá la chica, una vez en faena, se echó atrás. Esa mujer, Elisabeth, la abofeteó y la cría sangró por un labio, según se rumorea la visión de la sangre la excitó, y ahí empezó todo.

– No me sorprende, hay gente muy rara. Y eso que yo he visto de todo.

– Parece que esa arpía, la socia de Berga, era aficionada al tarot, la brujería y las pócimas.

– Qué macabro -convino el conde italiano-. Una loca, o loco, según se mire.

– Sí, querido amigo, y espero que algún día pague por ello, Siempre habrá gente sin escrúpulos.

– ¿Y dice usted que Berga era su socio?

– Aquellos dos eran uña y carne.

– ¿Amantes?

– No, no creo. Berga busca… otras cosas.

– Es homosexual, ¿no?

– No, no, digamos que si fuera asunto de cartas él jugaría a varios palos. Pero cartas bajas, de números pequeños.

– Ya.

– Le gustan las emociones fuertes. Ella, Elisabeth, se acostaba con dos tipos, dos hermanos. Uno murió hace poco, en un encuentro con la policía, y el otro escapó pero su fotografía ha salido en todos los periódicos. Dos matones que traficaban con arte robado. Algo se comenta también de que tenía un criado enano que le daba placer; también murió en la refriega con la ley. Se dice que era un hombre… ya sabe… muy dotado.

– Ya. Pues vaya amistades que tiene el joven Santiago.

– Sí, y no he añadido ni una coma, todo es la pura verdad.

Entonces, el conde italiano apuró su copa y, levantándose, dijo:

– Y esa maravilla del fondo, ¿cómo la titula usted?


Barcelona, 10 de agosto de 1881


Estimado Víctor:


¡Al fin algo sale bien! Si en mis cartas anteriores sólo te hablaba de fracasos, al fin he podido conseguir algo positivo.

Antes te diré que la pobre doña Huberta ha enfermado; al parecer y según me contó el médico, don Federico, la pobre mujer no ha podido soportar tanta tensión y quizá debido al remordimiento permanece postrada en cama por fiebre cerebral. Deben de saber que algo hicieron mal porque ese cura detestable que causó la muerte a don Gerardo ha sido trasladado a las misiones, a Molokay, y el obispo, llamado a consultas a Roma. Los rumores sobre el caso de don Gerardo son imparables. Hasta se ha publicado una novelita al respecto titulada El Endemoniado de la calle Calabria que se ha agotado nada más ponerse a la venta, es de locos.

Bien, el asunto del vampiro que viste de mujer va cayendo en el olvido y creo que todos piensan que la pobre Antoñita yace enterrada junto a algún camino intransitable durmiendo el sueño de los justos. Pero lo prometido es deuda y ahí va la buena noticia: tenías razón, amigo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, no se hizo con el dinero y los valores de don Gerardo. Al golpe sufrido por la familia de Borrás había que añadir la quiebra económica que representaba la desaparición de sus ahorros de su caja fuerte y, lo que es más grave, los valores que poseía y en los que al parecer había invertido su cuantiosa fortuna. Pues bien: los he recuperado y obran en poder de sus legítimos dueños, esto es, al hallarse enferma doña Huberta, del crápula de Alfonsín.

Y dirás… ¿cómo los he hallado?

La suerte, me temo, la suerte. Resulta que el bueno de don Gerardo (menudo elemento) tenía alquilado un piso en la calle Nou de San Francesc, a un paso de su oficina. Según parece lo usaba como lugar de encuentro para sus citas amorosas. Uno o dos días antes de su secuestro (esto lo he podido deducir por el testimonio de la portera) se presentó en la portería con mucha prisa y dejó una bolsa negra, como de viaje, diciendo que ya pasaría a recogerla. Luego transcurrió el tiempo y no dio señales de vida. Unos ladrones asaltaron el piso hasta en tres ocasiones, como buscando algo, rajaron los colchones, registraron armarios e incluso intentaron levantar alguna baldosa que otra. Fue por entonces cuando don Gerardo volvió a aparecer y, tras el incidente del obispo, falleció, así que la dueña, suponiendo que no volvería por allí y que no cobraría las dos mensualidades que se le debían, ordenó a la portera que limpiara el piso, retirara cualquier pertenencia del interfecto y lo dejara como una patena para volverlo a alquilar. En aquel momento la portera le dijo a la propietaria que don Gerardo se había dejado una bolsa en la portería. La abrieron y se quedaron de piedra al ver que contenía una gran cantidad de dinero y valores. Asustadas por el descubrimiento se presentaron en comisaría y asunto resuelto. Dada la gran cantidad de dinero hallado en la bolsa supongo que las dos arpías tomarían un buen fajo cada una. Además,.han sido generosamente recompensadas por Alfonsín, quien pagó además las dos mensualidades que debía el pícaro de su padre. Así que, asunto resuelto. Pero digo yo, ¿por qué retiraría el dinero y los valores don Gerardo horas antes del secuestro? ¿Sabría que iban a por él?

No entiendo nada, amigo, ojalá estuvieras aquí y no vegetando como un oficinista en tu despacho de Madrid. Te envidio y te echo de menos.


Atentamente,


Juan de Dios López Carrillo


En los días siguientes el conde de Chiaravalle causó una gratísima impresión allí por donde pasó. Hombre rumboso aunque nada dado a los alardes innecesarios, se vio rodeado enseguida por toda una corte de aduladores, la mayoría de ellos artistas, a los que trataba con educación aunque con cierta displicencia. Max parecía moderarse en su presencia, pues aunque el conde era hombre de mundo, parecía evidente que no eran muy de su agrado los excesos de su pupilo. Se decía que el italiano se había hecho con un palco del Liceo por la friolera de cincuenta mil pesetas y allí se daban cita Max, Berga, Elia Vidal y el resto de los zalameros. Max no protagonizó ningún incidente más en aquellos días. El conde de Chiaravalle era amigo de los deportes, del ejercicio físico y solía bañarse a diario en la playa de la Mar Bella, en la Barceloneta, la preferida por los habitantes de la ciudad. Socio del selecto Círculo Ecuestre, todas las tardes acudía a montar a los terrenos que dicha asociación poseía en el paseo de Gracia. Pasaba las veladas en el Hotel Continental, en el local del Círculo Ecuestre de la calle Sant Pau o se pasaba por el Liceo, el Club Catalán de Regatas o el Club de Regatas de Barcelona, del que también era socio. Derrochaba buenas maneras, pedigrí, y llamaba mucho la atención entre las damas de mediana edad. Con él, Berga y Max acudieron a tomar una sauna (costumbre a la que se había aficionado el conde en uno de sus viajes a Finlandia) en el prestigioso gimnasio del doctor don Eduardo Tolosa, en la calle Duque de la Victoria, número 5. Allí también practicaron la esgrima en su amplia sala de armas y supieron lo que era un buen masaje. Fueron a los toros, a la vieja plaza del Torín, situada en la Barceloneta; pasaron por el Turó Park y el Saturno Park del Tibidabo, y se dieron grandes homenajes gastronómicos en el Suizo y Le Grand Restaurant de la France, ambos sitos en la plaza Real. También asistían a algunas funciones al Teatro Principal e incluso se acercaron a presenciar alguna que otra representación del género chico en locales del Paralelo como La Pajarera Catalana o El Dorado. El conde de Chiaravalle parecía sentirse cómodo en esos ambientes populares y no le hacía ascos a pasarse por tabernas o cafés como La Maravi lla, la taberna D'en Paperines o La Estrella. Llegaron incluso a realizar una multitudinaria sesión de espiritismo tras el escenario del Liceo. Santiago Cusí, el retratista, era muy aficionado a las leyendas y encontró en Max un apoyo al respecto, pues el enigmático «artista mental» parecía interesarse muchísimo por aquellas historias de naturaleza ultraterrena que pasan de generación a generación. Por eso, una noche, gracias a las influencias de Berga y del conde, llegaron a realizar una sesión de guija con una vidente del Barrio Chino en el interior del teatro una vez que éste hubo cerrado sus puertas. Al parecer, y siempre según Cusí, el teatro era un lugar maldito, pues había sido construido sobre las ruinas de un antiguo convento de los Trinitarios, frailes que se dedicaban a rescatar esclavos cristianos capturados por los piratas de Berbería. El primer inmueble databa de 1662 pero fue utilizado por las tropas napoleónicas como almacén. Después, durante los años del liberalismo, fue club político, para volver a utilizarse como edificio religioso hasta que fue incendiado durante los desórdenes de 1835. Después de eso, y sobre las ruinas del convento, se edificó el Liceo. Y según Cusí, aquélla era la causa de la maldición. Allí se celebraban, en los primeros años de su existencia, no sólo representaciones teatrales sino incluso actos sociales y bailes de carnaval. Enseguida los más cenizos comenzaron a pregonar que dichas celebraciones habían terminado por ofender a los espíritus de los frailes y que el teatro sería destruido por un diluvio de fuego y otro de agua. En el año 1861 el teatro se incendió y un año después el diluvio se hizo real y una inundación anegó las Ramblas. No se pudo esclarecer la causa del incendio, pero decían las malas lenguas que entre las cenizas se encontró una misteriosa inscripción que decía: «Soy el búho y voy solo, si os volvéis a acercar lo quemaré de nuevo». Algunos, como Elia Vidal e Higinio Mestre, se negaron a participar en la sesión de espiritismo, la cual apenas duró unos minutos, pues Santiago Berga, más por efecto de la absenta que por otra cosa, dio al traste con el clima ideal alcanzado tras echar a correr dando alaridos y proclamando que había visto un fraile tras las inmensas cortinas. Después de aquello todos pusieron pies en polvorosa entre las lamentaciones de la médium, que se quejaba porque no le habían pagado sus emolumentos. Aquella misma noche se fueron a rememorar la aventura a El Bou, muertos de risa.

Por las tardes, Max y el conde frecuentaban las tertulias más de moda, como la de la librería Verdaguer, la de la farmacia de Félix Giró, en la calle Conde del Asalto, o la de la pastelería de Agustín Massana, donde Max sí que se despachaba a gusto vertiendo sus incendiarias opiniones.

Una tarde, mientras Máximus y Berga tomaban un café en el Continental, llegó muy animado el conde.

Nada más tomar asiento les dijo con voz queda, como el que cuenta un gran secreto:

– He conocido a una dama muy especial.

Max, siempre tan cáustico, respondió al instante:

– ¿En sentido bíblico?

– No, hombre de Dios, no. Esta es de las buenas. Bellísima.

– Vaya, pues me alegro mucho -repuso Berga-. ¿Y le ha gustado?

– No -contestó el italiano-. No me ha gustado, me he enamorado.

Máximus dio un puñetazo en la mesa:

– ¡Acabáramos! -exclamó riendo-. Ya estamos otra vez al lío, al lío; querido Giaccomo, acuérdese usted de las otras veces, no será más que una yegua…

– No hables así de ella, Max, es una diosa, una mujer de las de verdad, la madre de mis hijos.

– Pero ¿no está usted casado? -preguntó Berga.

– Paparruchas, tonterías. Al amor no se le pueden poner barreras -afirmó el conde, que pidió una botella del mejor champán de la casa-. Miren, estaba yo en la sala de armas del gimnasio practicando esgrima cuando entró ella: iba a tomar una clase, me miró, nos miramos… y voila, el amor. Tuve el atrevimiento de esperar a que acabara. Cuando salió la abordé y le dije que si no me permitía invitarla a tomar un café me suicidaba allí mismo. Ella me contestó que la halagaba, pero que no era una cualquiera. Yo saqué el estilete que llevo en el botín para casos ele apuro y, al ver que era capaz de degollarme a mí mismo y en medio de la calle, accedió. Tomamos café, amigos, y me perdí en sus ojos: lindos, hermosísimos, es una mujer de una belleza exuberante, serena, segura de sí misma. Hemos quedado en vernos mañana a la misma hora.

Entonces levantó su copa y obligó a los dos jóvenes a brindar por el amor.

– Se llama Bárbara, Bárbara Miranda -dijo medio atontado.

Se excusó y se fue a la toilette.

– Este se ha vuelto a enamorar. Veremos si no la lía de las gordas -sentenció Max.

– Es hombre de mundo, ¿no? -preguntó Santiago Berga.

Max, mirándolo por encima de sus gafas oscuras, dijo:

– Mira, hermano, las otras veces que mi mentor se lio la manta a la cabeza por una mujer, ni siquiera me habló de ellas en su primera cita. Esta vez le ha dado fuerte, te lo digo yo que lo conozco mejor que nadie. Apañados vamos.

Máximus Aeternum leyó en Santiago Berga una indudable sonrisa de satisfacción.


En los días siguientes el conde de Chiaravalle se comportó como un colegial. Max definía a su mentor como «el último romántico» y la verdad era que aquella definición le iba como un guante. Algo melodramático, casi ridículo, muy afectado por el asunto y verdaderamente cargante al contar la historia a todo el que quería escucharlo, el noble italiano se mostraba ilusionado a ratos, para al momento adoptar un tono en exceso fatalista aderezado con efectistas intentos de suicidio (más para llamar la atención que para otra cosa) que Max, Berga y los demás frustraban solícitos. En aquellos días el conde de Chiaravalle en un par de arrebatos había intentado arrojarse bajo un coche de caballos e incluso saltar desde el salón contiguo a sus habitaciones del hotel.

Todo comenzó cuando, al día siguiente de su primera cita con la joven, el conde regresó del gimnasio completamente desanimado. La mujer le había dado plantón, pero uno de los empleados le entregó una nota que su dama había enviado para él.

La leyó en voz alta delante de Elia Vidal, Berga y Max: -«Querido Giaccomo, siento el más profundo de los dolores por no haberme presentado a nuestra cita, pero debo decirte que soy una mujer distinta a las demás. A veces el corazón le marca un camino y el cerebro o, lo que es peor, la realidad, otro. Te mentiría si te dijera que no quería ir, es más, me muero por hacerlo. Es extraño para mí decir algo así y más después de saber que eres el hombre de mi vida y puede que pienses que esto es ridículo. Aunque mi mente me dice una y otra vez que apenas te conozco, después de hablar contigo sólo una hora te diré que no, que es como si te conociera de toda la vida, como si fuéramos sólo uno y que te quiero. Tengo un gran secreto que no te puedo contar y que se interpone entre nosotros. Hasta siempre. Tuya: Bárbara Miranda.»

– Pero ¿de verdad se cree usted eso? -preguntó la pintora sonriendo.

El conde la miró con desprecio, por lo que, en lo sucesivo, la joven eludió hacer cualquier comentario crítico al respecto ante la perspectiva de perder el favor del italiano que la iba a hacer exponer en Roma.

Todos quedaron en silencio, sin saber muy bien qué decir.

– Pues a mí me parece una carta sincera. Esa joven lo ama, conde -dijo Berga.

– Lo peor es que no sé cómo encontrarla -repuso el noble italiano cariacontecido.

En los días que siguieron removió la ciudad, la recorrió arriba y abajo y contrató a varias agencias de detectives para localizarla, pero no dieron con ella. El conde de Chiaravalle era un hombre enamorado, enamorado tras un encuentro de apenas una hora.


Una tarde, en El Bou Trencat, Max sufrió un ataque de tos. Se cubrió la boca con el pañuelo, porque parecía asfixiarse, y se echó a un lado. Cuando volvió a incorporarse se aseguró de que nadie lo veía pero Berga, el único que compartía la mesa con él, acertó a distinguir una terrorífica mancha roja en el inmaculado trozo de tela.

Max se guardó el pañuelo y lo miró avergonzado.

– Ahora ya lo sabes. Me la diagnosticaron hace apenas dos meses: tuberculosis. Me muero, hermano, me muero, ésa es la verdadera razón de que nada me importe, de que sea tan valiente a la hora de correr riesgos, de escandalizar. En el fondo, pienso que si estuviera sano sería el más burgués de los burgueses. Llevaría una vida de oficinista.

– ¡De eso nada, mi buen amigo! -exclamó Santiago-. Tú eres un artista, un iluminado, y lo serías igual aunque fueras inmortal. Créeme, te conozco.

– Eso lo dices para animarme, pero ¿sabes?, tengo miedo, Santiago, no quiero morir. Lo daría todo, cualquier cosa por no irme de este mundo.

– No seas fatalista, te pondrás bien, ya verás. Hay gente que se salva.

– ¿Conoces a alguien que haya sobrevivido a la tisis? Santiago Berga bajó la cabeza. Entonces Max volvió a tomar la palabra:

– Haría cualquier cosa, lo que fuera, por curarme, hermano. Se hizo un silencio entre los dos.

– He oído que hay remedios… un tanto espectaculares -dijo el enfermo.

– ¿Cómo?

– Sí, ya sabes, en París se decía que si bebes sangre joven, de una chica virgen, puedes sanar.

– ¡Eso son tonterías de viejas! -se indignó Santiago Berga.

Max miró al suelo de nuevo, parecía un hombre hundido. Santiago quedó consternado al ver al artista mental doblegado. Lo creía invencible.

– Estoy tan desesperado, hermano… El dinero no es problema, el conde me quiere vivo.

– Ya.

– ¿Conoces a alguien aquí que…?

Santiago Berga adoptó una expresión pensativa.

– Es peligroso. Además, la persona que podía ayudarte está desaparecida.

– Tu amiga.

– La misma.

– ¿Cómo se llamaba?

Silencio.

– ¡Hermano!

– Elisabeth, Laco, qué sé yo. Pero está huida. Además, Max, está loca, créeme.

– Haría lo que fuera, hermano, lo que fuera. El dinero no es problema, repito.

Sufrió otro ataque de tos.

Santiago Berga puso cara de comenzar a pensárselo.

Capítulo 14

El mercado del Borne aparecía imponente a ojos de los dos forasteros, el conde de Chiaravalle y Max, quienes caminaban mirándolo todo con asombro, extasiados como palurdos. La enorme estructura de metal, la cúpula que bajaba hacia los laterales, abierta, sin sujetarse en una sola columna, dejaba pasar la luz del sol, que iluminaba los tenderetes, las frutas y los puestos de especias, de vivos colores. Había voces que pregonaban los productos aquí y allá, un ciego que pedía limosna, limpiabotas, criadas haciendo la compra, algún que otro ratero y muchos desocupados. El olor de los puestos de carne, las moscas, el fuerte aroma del pescado fresco y el efluvio de la sal del cercano mar influían en el ambiente, que, caluroso y húmedo, incitaba a quitarse la chaqueta y pasear.

No les fue difícil encontrar la carnicería de la Colasa, una mujer gorda, de cuello grueso, fuerte, con la voz ronca de tanto vocear y discutir con las comadres.

– Assumpta -dijo Max como le había indicado Berga.

La mujer, dejando al cargo a dos empleadas, pasó bajo una portezuela del mostrador con agilidad, y sin mediar palabra les instó a que la siguieran. Entraron en una oscura tasca de la calle Comercio.

El ambiente era opresivo, cargado, y algunos paisanos mal encarados los miraron con desconfianza al entrar. La mujer hizo un gesto y les trajeron una botella de aguardiente y tres vasos.

– Ustedes dirán -dijo la gorda atizándose de un trago todo el vaso.

– Estoy enfermo, tisis.

– Ya no trabajo ese tipo de artículos.

– Nos dijeron que usted… -empezó el conde.

– Muy arriesgado, no merece la pena. Daba dinero, no crean, la gente bien paga lo que sea por la tuberculosis.

– ¿Y no habría manera de ponernos de acuerdo? -repuso Max, lastimero.

– No hay suficiente dinero en el mundo. Por eso te dan garrote. Ustedes no son de aquí, ¿no?

El italiano le enseñó un buen fajo de billetes.

– ¡Carajo! -exclamó la mujer-. Pídanme otra cosa, puedo hacerles algún amarre, filtro de amor… Tengo una pomada que pone el miembro como un hierro ardiendo, duro y…

– ¿Sabe de alguien que trabaje ese tipo de artículo?

– Soy bruja, no agente comercial.

El conde puso un montón de billetes encima de la mesa. -Ustedes sí que saben motivar a la gente, ¿eh?

Silencio.

– Hay una mujer, bueno, un hombre. Se cree bruja. Comenzó conmigo, pero acabé por darle pasaporte. Demasiado sanguinaria. Se cree la reencarnación de una condesa húngara, Erzsébet Báthory. Una especie de vampira que despachó a cientos de jovencitas en el siglo XVI, ¿conocen el caso?

– Ni idea.

– Bueno, pues ese chico, que cada vez más a menudo vestía de mujer, se hacía llamar Elisabeth. Tras una sesión de espiritismo salió convencido de que era su reencarnación. Está como una auténtica cabra.

– Su dirección -dijo Max.

– Está huida.

– ¿Podría localizarla?

La mujer permaneció en silencio. Al cabo de un rato habló:

– Hará cosa de un mes se pasó por mi puesto. Iba justa de dinero y curiosamente me ofreció un par de tarros con sangre. Me aseguró que eran de virgen.

– ¿Los tiene usted?

– Les digo que ya no trabajo esa clase de género.

– ¿Adonde fue? La mujer esa -insistió Max.

– No lo sé, es escurridiza y lista. Si vuelvo a verla se la envío.

– Coja el dinero. Si ella viene a vernos le daremos el doble. Estamos en el Continental, pregunte por Chiaravalle -dijo el conde.

Y dicho esto, arrojó unas monedas para pagar la botella y él y su protegido salieron de aquel antro.


Al fin el conde de Chiaravalle tuvo un encuentro con su amada a resultas del cual llegó tarde a su palco del Liceo.

– Ya era hora. Te esperaba -le dijo Max recriminándole.

– Ha aparecido -contestó el conde con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Fantástico! -exclamó Max-. Cuéntame, cuéntame.

Alguien chistó desde el palco de al lado, pues la función había comenzado.

Los dos hombres, que disfrutaban de todo un reservado para ellos solos, bajaron el tono de voz.

– Me la he encontrado fuera. Me han tocado en el hombro y me he girado. Dice que me esperaba, que no podía soportar la vida sin verme.

– ¿Y?

– La he invitado a un café, en uno de los reservados del Cercle del Liceo. Una vez a solas le he pedido que se fugara conmigo, que olvidara lo de «su secreto». He intentado besarla, pero no me ha dejado.

– Bien, bien -asentía Max.

– Entonces he decidido apostar fuerte -añadió Chiaravalle-. Y le he dicho que todo mi dinero era de mi mujer pero que podía movilizarlo en una semana, convertirlo en efectivo y fugarme con ella. «Estás loco, Giaccomo», me ha dicho. Yo he insistido, le he dicho que no quería a mi mujer, que es una vieja arpía…

– ¡Bien hecho! ¡Bien hecho!

– Entonces he pensado: está aquí, conmigo, en un recinto cerrado, podría echar la cerradura y… pero antes de que pudiera darme cuenta había volado. Ha dicho que tenía prisa cuando salía.

– ¿Has vuelto a quedar con ella? -No, me ha dicho que me encontrará.

– ¡Maldición!

– Sssssh -chistaron desde el palco contiguo.

Max, muy enfadado, se asomó y miró fijamente a la señora que los importunaba. Estaba acompañada por dos caballeros, casi ancianos, y tres jovencitas de buen ver.

– Señora profirió amenazante-. ¿Quiere que vuelva a sacar las coliflores?

Todos los ocupantes del palco miraron hacia otro lado atemorizados. Una de las jóvenes suspiró enamorada. Máximus Aeternum tenía sus admiradoras.


Barcelona, Í4 de agosto de 1881


Estimado Víctor:


Te escribo para comunicarte que, definitivamente, considero los casos de don Gerardo Borrás y Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, cerrados. Sobre don Gerardo poco más podremos averiguar: ¿dónde estuvo?, ¿qué le pasó?, ¿cómo desapareció? Todo eso para mí es un misterio y me temo muy mucho que seguirá siéndolo, porque no ha quedado nadie que pueda aclaramos nada: don Gerardo, muerto; el Tuerto, ídem; el tipo de la cicatriz en la barbilla, Pérez, criando malvas; su hermano,Licinio, huido, porque a estas alturas su fotografía la conocen en el campo, el mar y la montaña; el enano, reventado, y el verdadero culpable, esa horrible y maldita Elisabeth, supongo que a muchas, muchas jornadas de viaje. Total, la cosa queda así; al menos recuperé el dinero de la familia Borras que, dicho sea de paso, tampoco me parece gran cosa. Doña Huberta está muy enferma y el hijo va a pulírselo todo en juergas.

El otro día, sin ir más lejos, protagonizó un incidente en pleno Liceo que ha dado mucho que hablar. Iba borracho y comenzó a recriminar a Berga diciendo a voz en grito que ya no quería saber nada de él, que ya no eran amigos y que no quería volver a verlo. Al parecer Santiago Berga le había dicho que aquella noche se quedaría en casa, y al llegar al Liceo y verlo en compañía de ese conde de Chiaravalle y del tal Max, montó en cólera. Este último propinó un puñetazo a Alfonsín Borrás, que rodó por el suelo medio inconsciente. Menudo pájaro.

Aquella misma noche me di una vuelta por la ciudad -mi Eugenia y los críos están en casa de su abuelo, a la fresca, en el Pirineo leridano-, y me sentía solo. Bebí más de la cuenta y me pasé por El Bou Trencat. Una vez allí, esperé a que el tal Max saliera al patio donde está el excusado y lo aborde aprovechando que no había nadie. Lo cogí por las solapas y le dije que en mi ciudad no iba a armar más escándalos, que si volvía a protagonizar otro incidente lo encerraba en Montjuïc y tiraba la llave.

¿Y sabes lo que hizo el muy canalla?

Empezó a reírse. A carcajada limpia. Yo, entonces, le propiné un golpe con el pomo de mi bastón en salva sea la parte y se dobló por el dolor.

«¿Me has entendido?», le dije. El, sonriendo y con una extraña mueca en el rostro, sin apenas conseguir levantarse me tendió una tarjeta ¡tuya!

Decía: «Víctor Ros Menéndez, inspector, Brigada Metropolitana».

Me dijo que hacía unos años había trabajado para ti, como confidente, en Madrid. Aquello lo salvó, la verdad, porque le dejé ir sin darle una buena paliza, que es lo que debería haber hecho. ¡Qué tipo tan despreciable! Un sodomita que goza abusando de niños, como ese gitano que lo acompaña como un perrito faldero a todas partes. Le di una semana de plazo para que desapareciera de Barcelona. Si tienes ocasión de hacerlo, adviértele que salga de aquí, ya.

No me queda más que decirte, amigo, sólo que espero que nos veamos pronto, que eches barriga, que disfrutes de tu familia y que tengas salud, tú y los tuyos.


Recibe un cordial abrazo de tu amigo,


Juan de Dios López Carrillo


El conde de Chiaravalle había recuperado la alegría, las ganas de vivir y el impulso de meterse de lleno en negocios descabellados tras su reencuentro con la misteriosa Bárbara Miranda. Fue a raíz de trabar conocimiento con dos jóvenes, Jaume Massó y Casas-Carbó. Éstos, pasando mil penalidades, habían conseguido editar una revista llamada L'Avenc y que frecuentaban El Bou Trencat. Al conde se le ocurrió entonces hacerse editor de una publicación periódica en Barcelona. Hombre inquieto, siempre embarcado en mil negocios, se hizo acompañar por Berga y Max para recorrer la ciudad en busca de una imprenta. Se decía que había hecho una oferta elevadísima por hacerse con la Librería Espanyola, que editaba tanto L'Esquella de la Torratxa como La Campana de Gràcia, dos semanarios satíricos, ilustrados y de trasfondo literario, que hacían las delicias del conde, sobre todo por una viñeta humorística que solían llevar al final. En aquellos días, el noble italiano se hallaba muy excitado porque intuía que el asunto con su amada iba viento en popa. Max comenzaba a mostrar ciertos síntomas de cansancio por aquel asunto ya que, no en vano, era un egoísta presuntuoso que solo pensaba en sí mismo y que quería la atención de Chiaravalle para él solo.

Una tarde, según contó el conde a Max y a Berga, se había encontrado a su dama de improviso, mientras paseaba por el parque de la Ciudadela. Pudieron tomar asiento en un banco, cerca de la cascada, y charlaron un rato. El le pidió una cita amorosa.

– Ya he retirado todos mis efectivos. Dígame usted la hora y el minuto exactos y allí estaré con todo mi capital para comenzar una nueva vida con usted, Bárbara. Lo tengo todo preparado. La semana que viene sale un vapor para Cuba y tengo dos billetes en primera clase. Allí nadie nos conocerá y empezaremos una nueva vida. Hágase cargo, amada mía, de que he corrido un gran riesgo por usted, es cuestión de días que la noticia llegue a Milán. En cuanto mi mujer sepa que he retirado el dinero me echará a la policía detrás.

Según el conde, la joven, entre lágrimas, le confesó que tenía un problema personal, físico, y además, un padre anciano al que no se atrevía a abandonar de aquella manera.

El veía que lo amaba pero no terminaba de decidirse debido a la férrea educación que había recibido.

– Tráelo con nosotros -propuso-. Lo trataré como si fuera de mi familia.

Ella le dijo que no, que si se fugaba lo haría sola, dejándolo todo y sin mirar atrás, para que su amor se impusiera al mundo. El conde sintió que le estallaba el corazón de gozo. Entonces le pidió una sola cosa. Una cita amorosa en la que expresar su amor físico. Quería saber cómo era estar con ella. Lo necesitaba antes de dar el gran paso. La joven pareció entenderlo y prometió pensárselo al menos.

Entonces, el conde, henchido de optimismo y satisfacción, se levantó de pronto. Fue hacia un fotógrafo ambulante que se ganaba la vida en el parque y pidió que le hiciera una foto junto a su amada.

– ¿Y ella se dejó? -interrumpió la narración un muy sorprendido Berga. Su rostro se había cubierto con un velo de preocupación.

– ¿Cómo lo sabe, joven? -preguntó el conde-. Cuando me giré, en efecto, había desaparecido una vez más, pero sobre el banco estaba su pañuelo; miren, miren: perfumado. Una firme promesa de que la semana que viene nos fugamos.

– Si usted lo dice… -dijo con retintín Max, cuyos ataques de tos eran cada vez más frecuentes y, para qué negarlo, preocupantes. La gente comenzaba a rehuirlo, pues todos temían la tisis y Berga también se planteó dejar de frecuentar tanto su compañía y tantear de nuevo un acercamiento a Alfonsín Borras, el cual empezaba a gastar el dinero de los negocios de su padre a espuertas.

– Eso es amor, querido conde, eso es amor -dijo entonces.

– El comportamiento de esa mujer me parece muy sospechoso -sentenció Max.

– ¿Cómo? -exclamó el conde de Chiaravalle.

– Sí, ya sabe. Siempre aparece de improviso, como si lo vigilara. Los mejores detectives de Barcelona no han hallado su casa, no existe, y encima, evita hacerse una simple fotografía como si fuera una proscrita.

A Santiago Berga se le escapó el café a presión de la boca.

Chiaravalle, visiblemente molesto, dijo:

– ¿Qué quieres decir, Max? No te entiendo.

– Que esa mujer es una farsante, una buscavidas, actúa, interpreta y va a por su dinero.

– ¡Cómo! No te consiento… -exclamó el italiano.

– Un momento, un momento -terció Berga-. Es completamente normal que la dama eluda las fotografías, es decente.

El conde miró a Max elevando las cejas, como diciendo: «¿Ves? Tenía razón». Pero éste se levantó con cara de pocos amigos y añadió:

– Me voy a mi cuarto, creo que tengo fiebre.

A Santiago Berga le pareció evidente que Max y el conde se estaban distanciando por momentos.

Pensará que soy un mezquino -se justificó el conde.

– ¿Cómo?

– Sí, mi querido amigo Santiago, es por algo que necesito decirle. No tengo empacho en afirmar que esa mujer es la criatura más maravillosa que ha dado la creación y que estoy resuelto a fugarme con ella arriesgándolo todo. Tengo el dinero a buen recaudo, pero en cualquier momento puedo acceder a él. Es cuestión de horas. Sin embargo, antes debo cerciorarme de una cosa, amigo.

– Usted dirá.

– Si ésta es la definitiva, la mujer con la que he de pasar el resto de mis días, a riesgo de parecer un miserable, debo decir que me gustaría estar con ella aunque sólo sea una vez. Es un gran paso el que voy a dar y para mí eso es importante, ya sabe, amigo, saber si en la pareja hay compatibilidad en el tálamo, en la coyunda. Sé que tener intimidad con ella será como tocar el cielo, lo sé. ¡Dios, cuánto la deseo!, pero antes de lanzarme al vacío necesito hacerlo aunque sólo sea una vez.

Se hizo un silencio.

– Parece despreciable, ¿no? -insistió el conde. -No, no, ¡qué va! -dijo Berga-. Es algo absolutamente normal. Lógico.

– Ya, pero ella pensará que soy un cerdo, como todos los hombres.

– No, hombre, no, ella le quiere, lo comprenderá. Además, sepa usted que soy un gran conocedor del bello sexo y le aseguro que ella lo desea tanto como usted.

– ¿De veras?

– Estoy seguro.

– Ay, Santiago, últimamente tengo la sensación de que es usted el único que me comprende. Max se muestra tan contrario al asunto que a veces, no crea, me hace dudar. Tengo en muy alta estima su opinión. Además, ella es una joven decente, no accederá a que nos citemos; la han educado bien y no querrá arriesgar su honra, su buen nombre.

– Yo no lo vería tan negro, querido conde, no lo vería tan negro… -sentenció Santiago Berga con expresión pensativa.


Aquella misma noche Máximus Aeternum y el conde de Chiaravalle tomaban café en sus habitaciones del Hotel Continental. Era la una de la madrugada y el niño, Alphonse, dormía a pierna suelta sobre su cama. Entonces, excusándose por la hora pero alegando que había visto luz, un botones trajo un mensaje para Max. Después de dar una generosa propina al empleado del hotel, el «artista mental» echó un vistazo a la nota:

– Es de Berga, dice que me ha concertado una cita con alguien que puede venderme algo para mi tisis. Su amiga.

– ¿Cómo?-exclamó el conde.

– Sí, dentro de una hora, en la calle dels Pescadors, en la Bar celoneta, en la esquina frente a la iglesia de San Miguel. Me dice que lleve mucho dinero e insiste en que vaya solo. Supongo que tendrá sangre que venderme.

– Es una trampa.

Max guardó silencio, parecía valorar los pros y los contras. -Tengo que arriesgarme, merece la pena aunque sólo sea intentarlo.

– Voy contigo.

Miraron al crío. Dormía.

Unos minutos después un carruaje de alquiler los dejó a la entrada de aquel barrio artificial de bloques rectangulares y alargados, muy estrechos. Max caminó escuchando el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento. Al fondo sonaba una guitarra. Llegó a la esquina en cuestión y se pegó a la pared del templo de forma que quedó oculto en su sombra. Al rato apareció un tipo con pinta de marinero.

– ¿Max? -preguntó.

– Aquí -dijo éste saliendo de su escondite.

– ¿Trae el dinero?

– ¿Y la mujer? ¿Y la mercancía?

Entonces percibió que se acercaban. Dos. Por la espalda. Mientras se giraba saco el delgado estilete de su bastón y vio el brillo de dos navajas que buscaban su pecho. Gracias a que su arma era más larga golpeó de revés en el cuello al primero de ellos y se ladeó ante la embestida del segundo, que se ensartó él solo en el delgado sable por el impulso que llevaba.

Max se volvió de nuevo esgrimiendo la porra que llevaba en la zurda para esperar el envite del que quedaba, y lo vio correr calle abajo. Salió tras él, pero corría mucho. No lo alcanzaría, era un tipo fuerte, bragado. Entonces el coche de alquiler salió de una esquina con los caballos al galope y arrolló con estrépito a aquel tipo, que quedó inmóvil sobre el suelo.

Max llegó hasta donde estaba e intentó incorporarlo. Se había roto la columna.

– No me noto las piernas -se lamentó el matón.

Chiaravalle y el cochero llegaron al instante.

– ¿Quién te envía? Di.

– Una mujer -dijo entre balbuceos. Tenía los ojos vidriosos. Se iba.

– ¿Cómo era? ¿Cómo era?

– Hermosa. Nos dijo que un tal Max pasaría esta noche por la Barceloneta con mucho dinero encima para un negocio, que era un asunto seguro, pero que el tipo era duro, que había que eliminarlo primero…

De pronto, enmudeció. Max lo agitaba por los hombros, pero el tipo había muerto.

– Vámonos de aquí, no nos interesa tener asuntos pendientes con la justicia -dijo el conde, soltando al cochero una bolsa repleta de monedas para asegurarse su silencio.


Tres días después el conde de Chiaravalle apareció por El Bou Trencat acompañado tan sólo por Alphonse. Tomó asiento en una mesa con Santiago Berga y le preguntó sin siquiera dar las buenas noches:

– ¿Ha visto usted a Max?

Santiago Berga, haciéndose el sorprendido, respondió:

– No, pensé que andaría con usted. Hace un par de días que no lo veo

– Pues eso, que hace dos noches salió del hotel de madrugada y no ha vuelto, me lo dijeron en recepción. Comienzo a estar preocupado por él.

– No tema, ya lo conoce.

– Sí, sí, pero esta vez nuestras desavenencias habían llegado muy lejos, temo que se haya ido para siempre.

– Luego su amor queda libre de obstáculos, ¿no? -dijo Berga dibujando una amplia sonrisa.

– Pues de eso se trata, joven, que precisamente ahora necesitaría hablar con él. Esta misma mañana he recibido una nota de mi amada. ¡Accede a tener un encuentro amoroso conmigo!

– ¡Vaya, hombre! Eso hay que celebrarlo. ¿Cuándo?

– Esta misma tarde, en la calle Lleida, al pie de Montjuïc, en la pensión Doña Joana.

– Ah, sí, es un lugar que se ha especializado en alquilar habitaciones por horas, precisamente para encuentros amorosos. ¿Y se lo piensa usted?

– No, no, claro. Entonces… voy, ¿no?

– La historia no la han escrito los cobardes, querido conde -dijo Berga muy seguro de sí mismo-. Y Max ya no está aquí para interponerse.


Comenzaba a atardecer cuando el conde de Chiaravalle descendió del coche de alquiler. Había ya poca luz. En el portal lo esperaba una vieja, la alcahueta. Le hizo una seña y él la siguió muy nervioso tras indicar al cochero que lo aguardara allí mismo. Atravesaron un mugriento y oscuro pasillo, muy largo y lleno de humedades, para subir un pequeño tramo de escaleras hasta un entresuelo. La vieja llamó tres veces a la puerta, hizo una pausa y luego otras dos. Una contraseña.

La puerta se abrió y apareció Bárbara Miranda.

– Pasa -dijo mirando hacia ambos lados. Parecía temerosa de que alguien pudiera verla allí.

Chiaravalle despidió a la anciana con una suculenta propina, se acercó a la joven, la tomó por el talle y, cerrando la puerta de un taconazo, la besó apasionadamente. Ella gimió y por un momento pareció desfallecer. Entonces se separó un poco y propuso:

– Tornemos un poco de té primero. ¿Te parece?

Se sentaron a la mesa. Frente a frente. Ella hizo los honores y le cogió la mano. Entonces habló:

– Pero… -dijo extrañada al ver que él no llevaba ninguna maleta-. ¿No has traído el dinero?

– No, no, querida, cuando vayamos de camino al barco. Sólo faltan dos días. ¿Estás segura? Te deseo.

– Yo también -asintió la joven.

Sus ojos eran hermosos, grandes, gatunos. Lo miraban con una mezcla de suspicacia e inteligencia.

– Te amo, Bárbara -confesó él poniendo cara de embelesado. Ella sonrió. Entonces se escuchó un crujido del suelo. Venía de fuera del cuarto, del pasillo. El conde se dio cuenta al segundo de que había errado. Al escuchar el sonido había mirado hacia un lado, de manera apenas imperceptible pero lo suficiente como para estropear un buen timo. Lo sabía, era un profesional.

Ella lo miró muy profundamente, leyendo en su interior.

Con su mejor sonrisa dijo:

– Voy al cuarto, a prepararme.

Entonces lo dejó a solas. Ahora o nunca, se dijo Chiaravalle. Caminando lentamente, con tiento, para no hacer ruido, se acercó a la puerta del pequeño apartamento. Esos segundos se le hicieron eternos. Abrió la puerta, que crujió demasiado, y allí estaba Max, con el revólver en la mano. Le señaló el cuarto con la cabeza y el «artista mental» comprendió. Max recorrió el pequeño salón sin hacer ruido y se situó junto a la puerta. Le hizo un gesto que el conde entendió y éste se encaminó hacia el cuarto.

– ¿Estás lista ya, querida? -preguntó abriendo la puerta del mismo. Antes de que pudiera darse cuenta, el brillo del acero surgió desde el dormitorio. El conde de Chiaravalle esquivó el brutal zarpazo de milagro y sufrió una herida en el pecho que apenas si le rasgó la ropa y algo de piel. Max hizo fuego al instante y la puerta se cerró. Todo había sido muy rápido.

– ¿Estás bien? -se preocupó Max.

– Sí, no es nada.

Entonces Máximus Aeternum derribó la puerta de una patada con el arma en ristre. La mujer se descolgaba ya por el balcón que daba al paseo de Santa Madrona. El artista corrió hacia allí, se asomó y contempló cómo ésta era abordada por Alphonse justo cuando iba a subir a un coche que la esperaba. El cochero iba embozado, sin duda era el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla. Vio brillar la navaja en manos de aquella arpía y temió lo peor. Disparó al aire. Ella se soltó del niño y éste cayó al suelo, inmóvil.

– Nooooo -gritó Max mientras ella subía al coche, que ya rodaba calle abajo.

Max bajó las escaleras a toda prisa y salió a la calle. Alphonse ya estaba de pie sacudiéndose el polvo de la ropa.

– Estoy bien, estoy bien. No me ha tocado -aseguró con voz muy tranquila-. Lo que lamento es que ha escapado.

Subieron al apartamento, donde el conde apuraba su taza de té.

Miraron la mesa. Aquella arpía había tenido que huir sin su bolso.

Max lo registró a fondo.

– Nada -dijo-. Un pañuelo, un frasco de perfume, un monedero y poco más. Lo único útil, quizá, este pequeño billete de tranvía

– Maldición-soltó el conde

Entonces Máximus Aeternum, quitándose el sombrero, se despojó de sus sempiternas lentes, se quitó la peluca, el bigote y la perilla postizos y ordenó:

– Eduardo, avisa a Juan de Dios López Carrillo, dile que vamos a casa de Santiago Berga, que vaya para allá con una docena de agentes a la mayor brevedad posible. Dile que es un mensaje de parte de Víctor Ros.

Capítulo 15

Santiago Berga pensó que todo aquello no era más que un sueño. Acababa de inyectarse una buena dosis de morfina y sus sentidos, abotargados por el sueño, comenzaban a sumergirse en ese mundo laxo y profundo que tanto lo ayudaba a superar el tedioso día a día. A su lado, en el diván, completamente desnuda y semicubierta por una sábana blanca, yacía una joven de pelo negro y tez blanca. Estaba sedada por la droga, el brazo caído, a un lado; la boca, abierta; y respiraba profundamente. Tenía los ojos perdidos, gélidos, ausentes. La había conocido la noche anterior y no sabía ni cómo se llamaba. Por eso creyó que todo era un sueño, extraño y perverso: su mayordomo gritando para impedir que entrara alguien y la puerta del salón reventada de una patada para dar paso a un extraño individuo, un híbrido vestido con las ropas de Máximus Aeternum y con el rostro de ese maldito policía, ese remilgado de Víctor Ros, que le decía:

– Santiago Berga, queda usted detenido.

En su sueño aquel tipo extraño, acompañado del conde y de Alphonse, le ponía las esposas.

– ¿Cómo? -preguntó una voz nueva. Era un tipo al que conocía, otro policía, Juan de Dios López Carrillo, que llegaba acompañado por multitud de guardias.

– Perdona, amigo, pero tuve que jugar esta baza para intentar detener a estos desalmados contestó Max, o Ros, lo que fuera.

– Pero… ¿Víctor? -exclamó López Carrillo sorprendido-. No entiendo. ¿Tú eras…? ¿Qué está pasando aquí?

– Te pido disculpas, Juan de Dios, pero no he tenido más remedio que recurrir a esta pequeña comedia para intentar atrapar a esa maldita mujer, Elisabeth, y aun así ha escapado.

Todo era tan confuso, pensó Berga. Sentía el efecto de la droga que corría por sus venas, le escocían los pulmones y le pesaban los brazos, las piernas. Se sentía muy cansado.

– Qué sueño más raro -observó antes de quedar inconsciente.


Pueden pasar -dijo el guardia de fieros bigotes abriendo la puerta del calabozo-. Acaba de despertar.

Víctor Ros hizo su entrada en aquel oscuro cuarto acompañado de Juan de Dios López Carrillo y de un sargento. Había dos guardias junto a Santiago Berga, quien permanecía sentado y con las esposas puestas. Tenía un ojo tumefacto y le sangraba el labio.

Los tres recién llegados tomaron asiento tras una mesa.

– Este es el sargento Guarinós, que tomará nota de su declaración. A mí ya me conoce, y este caballero es López Carrillo. Va usted a confesar -dijo Ros por toda presentación.

– ¡Ustedes no saben con quién…!

Un sonoro bofetón de uno de los dos guardias que lo custodiaban hizo rodar por el suelo al detenido. Aturdido por el efecto de la droga, la resaca de la noche anterior y la violencia de sus guardianes tomó asiento con porte sumiso ayudado por los dos enormes agentes que lo vigilaban. López Carrillo tomó la palabra:

– Ha visto que aquí no se andan con chiquitas. Más le vale confesarlo todo. Ha participado usted en un intento de asesinato a un miembro del cuerpo de policía en acto de servicio.

– ¿Cómo?

– Sí, usted y su amiga le tendieron una trampa a Max, o sea, a mí. Luego intentó hacer otro tanto con el conde dijo Víctor.

– ¿Cómo? No entiendo.

Otro guantazo.

– Explícaselo, anda -repuso López Carrillo como asqueado. Víctor volvió a tomar la palabra:

– Es usted un pedófilo, amigo, y va a pagar por ello. Es usted cómplice de Paco Martínez Andreu, Elisabeth, y le va a costar el garrote, a no ser que…

– ¿Qué?

– Que nos cuente usted lo que sabe -añadió Víctor-. Mire, Berga, yo no soy amigo de violencias pero no puedo engañarlo. Aquí no aprecian la compañía de los pederastas, y no digamos en la cárcel. Ante usted se abren dos opciones: confiesa y cumple cadena perpetua en otra prisión con un nombre falso o guarda silencio y le dan garrote, o peor, va a la cárcel, donde me encargaré de que todos conozcan su verdadera identidad.

– Pero… el gobernador… -musitó el detenido.

– Bastante tiene el gobernador con lo suyo -observó Víctor-. ¿Lo ve usted por aquí, Santiaguito? -El detective miró a su alrededor.

– No -negó López Carrillo entre risas-. No lo ve.

– Pues eso, hermano -repuso Ros-. Habrá notado que en esta ocasión no lo tratan a usted con tanta deferencia, por algo será.

– Usted… usted era Max.

– Veo que su mente, o lo que de ella han dejado las drogas y el alcohol, comienza a atar cabos. -Víctor Ros reía divertido- Sí, amigo, soy Max.

– ¿Y el conde?

– Un buen amigo, el mejor. Pero diga, diga, ¿dónde se oculta Paco Martínez Andreu, Elisabeth?

– No lo sé.

Un guantazo más. No quiero dejarlo a solas con López Carrillo, es mi amigo, pero es un cabestro. – Víctor vio de reojo cómo aquel miserable comenzaba a sollozar-. Le tiene ganas, ¿sabe? ¿Cómo contactaba con ella?

– Aparecía por mi casa algunas noches y luego se iba, es muy lista.

– El cochero que la acompañaba es Licinio Férez, ¿no?

– Sí.

– ¿Está viva Antoñita?

– No, me dijo que no le era útil.

– ¿Dónde está esa bruja?

– No sé dónde se esconde. ¡Lo juro!

El guardia levantó la mano de nuevo y Víctor dijo:

– Deje, deje, no soy amigo de violencias. Vas a pagar por todo, Santiaguito, hermano. Tú solo.

– Pero usted es Max, yo lo vi, usted… él era como yo, el niño, Alphonse, tenía el calzón rojo…

– Ah, lo preparamos, pintura roja. Necesitaba que me creyeras un igual, un degenerado como tú. Intentaste matarme, en la Barceloneta.

– ¡No! ¡Fue idea de ella! Max se oponía a que el conde se fugara con ella y había que quitarlo de en medio, ella lo preparó todo, es mala, ¡muy mala! -gritó el detenido tapándose la cara con las manos.

– Este guiñapo es patético -dijo López Carrillo mirando a otro lado.

Entonces el detenido alzó la vista, no podía creer lo que estaba sucediendo y habló:

– Pero tú, Max, yo lo vi, las coliflores en el Liceo, el arte mental… ¡te pegaste con una monja!

Víctor sonrió divertido.

– Sí. Siempre me veo obligado a trabajar del lado de la ley y debo confesar que eso a veces cansa, pero por una vez me divertí. Sobre todo con lo de la monja, estoy deseando llegar a Madrid para contarlo. No les negaré que soy un tanto anticlerical. Además, gané yo.

Todos rieron la ocurrencia, aunque a Berga ya no le parecía tan divertido.

– Mira, hermano -prosiguió Víctor adoptando el tono de voz de Máximus-. Son las dos de la madrugada y estoy cansado. Pasado mañana, a las doce, tengo una cita importante para aclararlo todo, espero una confesión en firme. López Carrillo me dará los detalles. Te dejo con él. Va a disfrutar.

Víctor Ros se levantó y salió del calabozo escuchando de fondo las súplicas de Santiago Berga. En aquella ocasión y pese a no ser amigo de los métodos expeditivos, salió de los calabozos con una amplia sonrisa.


Por primera vez en mucho tiempo Víctor Ros durmió bien. Tuvo un hermoso sueño en el que aparecían sus hijos y jugaba con ellos en la playa, en San Sebastián. También vio el rostro de muchas chicas, apenas unas crías, pobres, mal vestidas pero sonrientes que le daban las gracias. Ya no tenía ansiedad, ni miedo, el mal se había esfumado, sentía que aquella maldita mujer se había ido de allí para siempre. Cuando despertó pensó en la pobre Antoñita. Estaba muerta. Eso había dicho Santiago Berga. Desayunó con ganas acompañado de Eduardo y de Gian Cario. A eso de las once llegó López Carrillo agitando unos papeles en la mano: la confesión de Santiago Berga.

– No habrás dormido -observó Víctor.

– ¡Qué va! Si vengo de casa. He podido hasta echarme un sueñecito, a la primera hostia cantó la Traviata. Créeme, no he visto un detenido con más miedo en mi vida. Aun así, lo van a tener sin dormir un par de noches para comprobar que todo lo que me dijo es verdad, pero no me cabe duda -repuso tendiendo los papeles a Víctor-. Aquí está todo lo que sabe. El y Elisabeth eran socios, pasó de ser su mejor cliente a compartir los gastos y las ganancias del negocio. Ya sabes, debían costear dos o tres piso en alquiler para, según dijo, «mantener el ganado en circulación». Según me contó, Elisabeth, una arpía sin escrúpulos, decidió sacar sangre a las crías. Estaba loca. A partir de ahí bajó el rendimiento del negocio. Según su declaración, se vio obligado a trapichear con ella porque tras su primera detención su padre no le daba un duro y a él le gustaba vivir a lo grande. La oyó decir que Antoñita estaba muerta, pero asegura que es una mentirosa compulsiva. Desconoce cuál es su escondite, pero afirma que está convencido de que se oculta en el mismo lugar donde ocultaron a don Gerardo. Insiste en que él no participó en el secuestro aunque se le ocurrió que podían desplumarlo porque supo de su fortuna gracias a las fantochadas de Alfonsín.

– ¿Está implicado?

– ¿Alfonsín Borrás? No. Berga dice que es inocente, un pobre imbécil gracias al cual llegaron hasta su padre. Pero tengo otra excelente noticia: hemos registrado la casa de Berga y voila -anunció López Carrillo agitando una fotografía.

– ¡Es ella! ¡Es ella! -exclamó Víctor-. O él.

– En efecto. Es él vestido de mujer, Paco Martínez Andreu vestido de Elisabeth.

– Hay que ir a los periódicos, tienen que publicarla.

– Ya lo he hecho. Mañana sale. No tendrá dónde esconderse, es sólo cuestión de tiempo que la gente de la calle la identifique. Pondremos carteles por todo el país. Asunto resuelto.

Víctor sonrió con un cierto deje de amargura. Siempre podría escapar vestido de hombre.

– Déjame la declaración, luego la leeré -repuso mientras volvía a mirar el mapa geológico de Barcelona.

– ¿Aún sigues con esa tontería? -le preguntó López Carrillo.

– Qué remedio -dijo Víctor-. No tengo otra cosa. Después de un arduo trabajo, después de infiltrarme entre ellos, de correr riesgos, de jugarme el cuello y poner en peligro al pobre Eduardo y al marido de mi suegra, sólo tengo esto para encontrar su último escondrijo: un billete de tranvía, azufre y materiales diluviales del cuaternario con Pupilla dentata.

– Me la pegaste bien, amigo. Por poco te doy una buena tunda, ¿eh? -observó López Carrillo entre risas.

– Menudo bastonazo, no sé si podré volver a tener descendencia.

Todos rieron la ocurrencia.

– Mi comisario, don Horacio Buendía, viene de camino, bien acompañado, y don Alfredo está ya en marcha. Mañana celebraremos la reunión en casa de don Gerardo -añadió Víctor.

– He preparado todo según me dijiste -contestó López Carrillo.

Víctor no respondió, estaba como ido. Miraba el billete del tranvía que hallara en el bolso de Paco Martínez Andreu.

– ¿Me has oído? -repitió López Carrillo.

– Sí, sí -dijo pensando en otra cosa.

Entonces, tras un silencio, colocó el mapa geológico sobre la mesa y con el boleto en la mano exclamó:

– Pero ¡claro, qué idiota! Si tenemos todas las variables.

– ¿Cómo? -inquirió López Carrillo.


– Sí, sí. Mirad, en el dorso de este billete vienen las siete paradas de la línea -dijo.

Se lo tendió a sus amigos para que lo vieran, un pequeño boleto de color rojo con una leyenda que decía: «Los tranvías de Barcelona»; al lado, un número de serie, el 34578, y debajo, los nombres de las paradas.

– Supongamos que esta mujer compró este billete recientemente, ¿no? Parece lógico, pues es de las pocas cosas que llevaba en el bolso.

– Mucho suponer -repuso López Carrillo.

– Bien, bien -continuó Víctor dibujando un camino con su pluma-. Si sobre nú mapa geológico trazamos una línea que siga el recorrido, nos bailamos con que discurre paralelo a la costa hacia el noreste. O seas, que descartaríamos, así de buenas a primeras, dos zonas diluviales del cuaternario como son la cuenca del Ripoll y los terrenos al sur de Montjuïc, y nos quedamos forzosamente con la cuenca del Besos.

– El Besós, Víctor, el Besós. Con acento en la o.

Víctor se quedó como extasiado, mirando a la pared. Al fin tomó la palabra señalando con el dedo a su amigo Juan de Dios López Carrillo:

– ¿Sabéis? Esto mismo ya me ha pasado otra vez, cuando me entrevisté con la mujer de Paco Martínez Andreu, la pintora; ella me dijo que tenía un almacén para guardar sus pinturas, lo recuerdo: yo le pregunté por unos cuadros que tenía con motivos religiosos. «¿Ah, ésos? Los hago a granel -me contestó-. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de…», y yo dije: «De Besos». Y ella me contestó exactamente como tú ahora: «No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba». ¿Os dais cuenta? La mujer de Paco, o de Elisabeth, tenía un almacén en Sant Adrià de Besós, que entra dentro de mi mapa, materiales diluviales del cuaternario con Pupilla y, además, es la última parada de la línea del tranvía que utilizó. Es eso, es eso.

– ¿Y el azufre? -preguntó López Carrillo.

– Ahí me pillas -reconoció Ros-. No hay un solo yacimiento de azufre en toda la zona.

Pemanecieron en silencio. Víctor volvió a hablar:

– Pensemos: usos del azufre, almacenes de azufre, ¿para qué se usa?

Volvieron a quedarse en silencio, pensativos. Ros dijo:

– Se usa en fotografía, como fijador. Siguieron pensando.

– En mi tierra se usa como fungicida, en los cultivos -intervino el italiano.

– Más, más, pensad -repuso Víctor.

– Para hacer pólvora -sugirió Eduardo.

Ros chasqueó los dedos índice y pulgar y dijo:

– Ahí está. Para hacer pólvora, para eso se usa en grandes cantidades. López Carrillo, tú y el crío acercaos a la Guardia Civil, necesito una lista de polvorines, fábricas de explosivos y depósitos de petardos y fuegos artificiales de Barcelona. Gian Carlo y yo haremos otro tanto en el Registro de Sociedades Mercantiles. Aquí dentro de una hora.

Salieron a toda prisa y volvieron a reencontrarse en el vestíbulo del hotel hora y media después. Se repartieron las dos listas y comenzaron a buscar. No era sencillo, pues la lista del Registro era muy larga, aunque a la media hora López Carrillo, que buscaba en el listado de la Guardia Civil, dijo:

– Tengo algo. Esteban Hermanos S.L., deposito de pólvora para fuegos artificiales, Sant Adrià de Besos.

– ¿Dice ahí el nombre del propietario?

– Sí, Faustino Rosell López.

– Materiales diluviales del cuaternario, el tranvía, azufre y Sant Adrià -enumeró Víctor contando con los dedos-. Anota la dirección, nos vamos.


Un parroquiano, algo pasado de peso y rozando la cuarentena, bregaba con la tierra intentando sacarle algo de partido a base de riñones cuando contempló dos carruajes que se paraban en el camino que había junto a su terreno. Del primero bajaron tres caballeros y un crío, y del segundo, cuatro guardias. Por un momento llegó a asustarse cuando uno de aquellos señoritos le preguntó, mostrando su placa:

– ¿Faustino Rosell?

– El mismo que viste y calza -dijo apoyándose en la azada.

– Inspector Ros, de la policía. Queremos hacerle unas preguntas. ¿Es usted dueño de Esteban Hermanos?

– Quiá, aquello quebró. Era el negocio de mi padre e intentamos continuarlo, pero hará cosa de cinco años que el Señor llamó a mi hermano Práxedes. No pude competir con los precios de las grandes fábricas y cerré el negocio.

– Pero conserva el terreno, ¿no?

– Sí, un terreno con varias casetas para manipular el material, a distancia unas de otras, y una pequeña casa, apenas un salón en una planta baja.

– ¿Conservan allí material?

– Poca cosa quedará -respondió el parroquiano como haciendo memoria-. En las casetas, nada, y en el sótano de la casa, que es bastante amplio pues se aprovechó una gruta natural, algunos sacos de material.

– ¿Puede ser azufre para fabricar pólvora?

– ¡Coño! ¿Cómo sabe usted eso? Sí, allí la temperatura es estable, fresca y hay cierta humedad, un buen sitio para conservar bien las cosas.

– ¿Tiene arrendada la propiedad?

– Sí, claro, precisamente hará ahora cuatro años.

– ¿A dos hombres y una mujer?

– Exacto.

– ¿Esta? -dijo Víctor mostrándole una fotografía de Elisabeth.

– Es ella, sí. ¿Qué ha hecho?

– Nada bueno. ¿Queda cerca?

– Ahí al lado.

– Acompáñenos, rápido.


– ¡Perfecto! -exclamó Licinio Férez contemplando su obra con las tijeras en una mano y el peine en la otra.

– No está mal. ¿Ha quedado corto? Lo quiero muy corto, como un militar -dijo Paco Martínez Andreu.

Se estaba mirando en un espejo de mano mientras se deshacía de la sábana que lo cubría. Sacudió los pelos sobrantes para que cayeran al suelo y lanzó el embozo a un rincón:

– Barre eso -dijo.

Entonces se puso un blusón de obrero y se caló una gorra hasta las orejas. Llevaba un pantalón de pana viejo, gastado, y unas alpargatas raídas.

– ¿Parezco un obrero?

– Das el pego perfectamente -asintió Licinio mientras tiraba el contenido del recogedor por la ventana. Se hizo un silencio y Paco ordenó: -Haz el equipaje, nos vamos.

Este, acostumbrado a obedecer, tomó una vieja maleta de la parte de arriba del armario y la abrió sobre la cama. Extrajo un par de camisas de la cajonera y comenzó a colocarlas con cuidado, evitando que se arrugaran. Entonces sintió algo frío en la garganta y, a continuación, un insoportable escozor, como una quemadura. Quiso hablar pero sólo le salió un extraño gorjeo. Se puso la mano en el cuello y notó que la sangre, caliente y húmeda, se le escapaba a borbotones.

– Lo siento, Licinio, pero tu fotografía ha salido en todos los periódicos. No puedo ir por ahí con un lastre como tú.

Antes de que pudiera darse cuenta, estaba de rodillas. Ella, ahora él, conservaba aún las tijeras en la mano, estaban manchadas de sangre. Licinio cayó como un peso muerto y se ahogó con su misma sangre. Ella, otra vez él, de obrero, echó un vistazo por la ventana. Casi había oscurecido. Decidió salir. Tampoco era cuestión de caminar por aquellas huertas totalmente a oscuras. Arrastró el cuerpo, abrió la trampilla y lo dejó caer al sótano. Limpió un poco la sangre. Un desperdicio que le hubiera venido muy bien a su piel, pero tenía prisa. Tomó el hatillo y tras echar un vistazo a aquel mugriento cuarto salió al exterior. Comenzó a caminar a paso vivo. De pronto, de detrás de unos matorrales salieron tres guardias. Se giró para huir pero ya era tarde, alguien le echó una manta por la cabeza y dijo: -Date prisa, Elisabeth,

Intentó resistirse, pero la esposaron y la llevaron adentro. Una vez atada a una silla le quitaron la frazada que le cubría medio cuerpo. Lo primero que vio fue la cara de ese detective, Víctor Ros.

– Al fin nos encontramos -comentó éste-. ¿Y su cómplice?

Los guardias ya habían encontrado el rastro de la sangre y abrieron la trampilla.

– Aquí está, señor -dijo una voz desde el subsuelo-. Lo ha despachado.

Ella, él, sonrió.

– Todo ha acabado -repuso Ros.

– Es usted un cerdo -contestó muy tranquila-. Y espero que se pudra en el infierno.

– Le gané la partida. Eso me basta. -Debo reconocer que es usted bueno.

– ¿Y Antoñita? ¿Está muerta?

Ella miró a otro lado.

– Vas al garrote, Elisabeth.

Ella asintió.

– ¿Te das cuenta -insistió Víctor- de que después de andar tras tus pasos durante tanto tiempo no te había visto el rostro hasta ahora?

– Porque soy buena en mi oficio -contestó ella, quien pese a su edad parecía un hombre joven, un obrero que empezaba una nueva vida.

– No se te ve muy apenada, o apenado -observó López Carrillo-. ¿Cómo prefieres que te trate?

– Soy Elisabeth… Ya viví hace trescientos años…

López Carrillo y Víctor se miraron como sorprendidos, aquel tipo estaba como una cabra.

– Sí -convino Ros con hastío-. Fuiste Erzsébet Báthory.

– Así es.

– ¿Desde siempre?

– No, comencé a ser consciente de ello a los quince años, creo. Yo lo negaba. Poco a poco fue entrando en mi mente. Llegué a casarme y todo, pero era superior a mis fuerzas, se fue apoderando de mí, yo soy ella y ella soy yo.

– ¿No sabes lo que es el remordimiento? ¿Te parece bien lo que has hecho con esas criaturas?

– No sé lo que es ni me importa.

Entonces Víctor Ros se le acercó mirándola a los ojos.

– Buen disfraz -aprobó.

– Gracias -contestó ella.

– Todo este tiempo soñaba con capturarte para hacerte una pregunta, Elisabeth.

– Usted dirá, Víctor.

– ¿Cómo supiste que tengo hijos?

– Un farol, casi todo el mundo los tiene. Por eso le mandé la nota y di en el clavo, lo supe cuando lo vi abandonar Barcelona de esa manera.

– Volví de inmediato.

– Sí, como Max. Muy listo.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que te habíamos tendido una trampa? Me refiero a ayer, en el apartamento.

– Aquí su amigo, el italiano, cuando crujió una madera en el descansillo tuvo un segundo de duda, se lo noté en la mirada.

– Estoy desentrenado -reconoció Gian Carlo.

– Bien, Elisabeth, o quizá debería decir Paco… -Víctor tomó la palabra de nuevo-. Esta noche será larga.

– No crea, voy a contarlo todo, ¡todo! Yo no voy ajuicio, en cuanto hable… Yo no caigo sola, tiraré de la manta y arrastraré conmigo a un montón de gente importante, al infierno, ¡al infierno!

Entonces comenzó a reírse a carcajadas, como una loca. Les heló la sangre. Tenía los ojos fuera de sí, la boca abierta y sus dientes parecían afilados. Era extraño, pues aunque era un obrero, vestía como un obrero y parecía un hombre, su voz, sus ademanes, sus ojos, eran los de una mujer, una mujer loca

Dejaron a dos guardias con ella y bajaron al sótano por una endeble escalera de mano. Había varias lámparas de gas aquí y allá. Vieron más de cincuenta cuadros con motivos religiosos, las obras de la ex mujer de Paco, aquél era su almacén. Las carcajadas de Elisabeth se oían al fondo y daban miedo, allí, en la oscuridad del sótano, apenas una cueva con el suelo de tierra.

También había sacos de azufre, llenos de un polvo amarillo.

– Aquí estuvo don Gerardo -dijo Víctor.

Entonces se acercó a una argolla a la que había atada una larga cuerda y observó un orificio en la pared. La tierra había sido removida hacía poco.

– Caven ahí -ordenó a dos guardias.

Al fondo, el cuerpo de Férez había sido tapado con una manta. Los guardias se emplearon a fondo y no tardaron en dar con el cuerpo de Antoñita. Se miraron con tristeza unos a otros. Su cuerpo estaba lleno de laceraciones. Víctor se agachó y vio que el pasadizo continuaba.

– Por ahí escapó don Gerardo, supongo que cavó con sus propias uñas. Esta gentuza debía pasar días sin atenderlo, apenas le dieron nada de comer -añadió-. Debe de haber más restos de niñas por aquí enterradas.

– ¿Y cómo vamos a hallarlos? Esto es grande -preguntó López Carrillo.

– Es fácil -respondió Víctor-. Envía a dos guardias, que busquen un par de perros callejeros, los más famélicos que vean. Que los bajen aquí y que no les den nada de comer en dos días, ellos hallarán los huesos si los hay.

– Bien pensado, amigo -aprobó López Carrillo.

Entonces vieron la jaula, al fondo: la dama de hierro. Colgaba del techo y debajo había una bañera.

– Ahí tomaba sus baños de sangre -dijo Víctor-. Colocarían a las jóvenes dentro de la jaula y las obligarían a moverse para que se clavaran los pinchos.

– Como la condesa esa comentó-López Carrillo

– ¡Cuánta maldad! -exclamó Víctor-. Esa mujer es el diablo en persona.

Decidieron salir de allí, la noche prometía ser larga.

Ya en el piso de arriba y cuando Víctor iba a salir por la puerta, ella, Elisabeth, dijo muy resignada:

– ¿Puedo hacerle una pregunta, Víctor?

El se giró y la miró. Allí, hablando así con ella, resultaba difícilmente creíble que aquel hombre fuera el monstruo que era.

– Dígame.

Elisabeth hizo una pausa y dijo:

– ¿Cómo me ha encontrado?

El inspector Ros la miró con cierto aire de tristeza impreso en su rostro y, siguiendo su camino, contestó:

– Gracias a la geología, Elisabeth, gracias a la geología.


A la mañana siguiente Víctor, Gian Cario, Eduardo y López Carrillo desayunaron juntos en el hotel y se encaminaron hacia el apeadero de Sants. No tuvieron que esperar mucho, porque el tren de don Alfredo llegó enseguida.

Víctor se lanzó a abrazarlo en cuanto lo vio bajar del tren y gritó:

– ¡La hemos capturado, Alfredo, la hemos capturado!

– ¡Qué me dices! -exclamó Blázquez -¿Cómo? ¿No se había escapado?

– Pues no te lo vas a creer: gracias a un billete de tranvía.

– ¡Eres un fenómeno!

– ¿Y Clara?

– Muy bien, te manda recuerdos, está exultante al saber que todo ha terminado y que volverás pronto.

– ¿Y los niños?

– Muy bien. Y doña Ana Escurza manda recuerdos para Gian Carlo. -El italiano pareció azorarse-. Dice que está muy orgullosa de usted. ¿Nos vamos?

– Yo he de esperar al comisario Buendía- dijo Víctor.

– Vaya -observó don Alfredo-. No sabía que venía el Mastín.

– Sí, sí, el asunto se las trae -contestó el inspector Ros.

Víctor se quedó en la estación esperando a su jefe y los demás acudieron a la calle Calabria, donde debían comprobar que todas las órdenes de Víctor se hubieran llevado a cabo.

A los quince minutos llegó el tren de Madrid. Del mismo descendió don Horacio Buendía, de fuertes mandíbulas, achaparrado y ancho de hombros, el Mastín; lo acompañaban un caballero bajo y poca cosa, de bigote gris, y Lewis, del Sello de Brandenburgo.

– No sabía que el Sello seguía metido en este asunto -comentó Víctor por toda presentación.

– ¿Qué tal un buenos días primero? -dijo don Horacio.

– Perdónenme ustedes pero no entiendo qué hacen ellos aquí.

– Vaya, Víctor, no se lo tome usted así -se defendió Lewis.

– No me agradó la participación del Sello en el episodio que causó la muerte de don Gerardo, los tenía a ustedes por gente civilizada.

– Pues sepa usted -intervino don Horacio-, que el Sello y el Ministerio de la Gobernación acaban de rubricar un convenio de colaboración. Ahora podrá usted trabajar oficialmente con sus amigos.

– Ni en sueños -cortó Víctor secamente-. ¿Y este caballero?

– Ah, sí, perdón -se disculpó don Horacio Buendía, algo desorientado por aquella situación-. Este es don Gilberto Honrubia, subsecretario del Ministerio de la Gobernación.

– Encantado -lo saludó Víctor.

– ¿Ha confesado? -preguntó don Gilberto.

– Sí, tenemos su confesión total.

– ¿Y la lista? -interrumpió don Horacio.

– Ha dado una lista de nombres de gente importante, sí, pero me temo que se ha callado algunos. Insiste en que su caso nunca se verá en un juicio.

– Ya -intervino el subsecretario- El dietario fue destruido por el gobernador, ¿no?

– Por desgracia, así es -contestó el inspector Ros.

– ¿Y lo ha citado usted en la casa de la calle Calabria?

– Sí, allí debe de estar con todos los demás -asintió Víctor.

– Pues entonces no perdamos tiempo -añadió don Gilberto Honrubia a la vez que comenzaba a caminar.

Capítulo 16

Víctor, Lewis, don Horacio y don Gilberto entraron en el salón de la casa de la calle Calabria, donde aguardaba una nutrida concurrencia; todos se hallaban sentados en multitud de sillas dispuestas aquí y allá, como si aquello fuera un teatro. Allí estaban López Carrillo, Blázquez, el conde, Eduardo y Alfonsín Borrás, quien, sentado en un diván, permanecía expectante cogido de la mano de la pintora Elia Vidal. Víctor tomó nota de ello visiblemente complacido. Le agradaba la joven. Era una mujer de mundo y parecía más madura que sus compañeros de correrías. Quizá era la influencia positiva que el hijo de don Gerardo necesitaba en su vida. También estaban los hermanos Torrents, los escultores, siempre juntos, don Fulgencio, el casanova, y el pintor, el sobrino del gobernador, don Higinio Mesure. Santiago Cusí, el otro joven retratista, permanecía de pie, al fondo, y también se hallaban presentes Segismundo Cifuentes, el dueño de El Bou Trencat, y el chino Takeo acompañado por sus sempiternos matones.

Esta extraña y variopinta parroquia contrastaba con las tres hermanas de doña Huberta, que estaba postrada en la cama, las cuales iban acompañadas por sus respectivos esposos y algunos de los sobrinos y sobrinas del infortunado don Gerardo. En primera fila esperaba nervioso don Trinitario, el gobernador. Tres tipos jóvenes, con lápices y cuadernos de notas, aguardaban impacientes. Las criadas de la casa habían servido té y café a todos los presentes.

Víctor aguardó a que don Horacio, don Gilberto y Lewis tomaran asiento.

– Veo que estamos todos -dijo antes de beber un vaso de agua-. Bien, amigos, les he citado aquí por dos motivos: el primero, aclarar todos los detalles referentes al caso, y el segundo y más importante, ayudar a que la memoria de don Gerardo no quede reducida a ese desgraciado incidente que la gente del vulgo ya conoce como «El Endemoniado de la calle Calabria». Como ven ustedes están aquí presentes tres periodistas -hubo un murmullo de desaprobación.

Víctor, impertérrito, continuó hablando:

– Yo les he llamado sin ningún temor y dirán ustedes: ¿por qué? La respuesta es bien sencilla. En una sociedad como ésta, tan aficionada a lo esotérico y al espiritismo (no olviden ustedes que hay quien hace de ello hasta su verdadera religión), era de esperar que los detalles más truculentos del caso fueran los que más habían de llamar la atención de la opinión pública. Ya saben ustedes, los del viaje al infierno y la supuesta posesión del fallecido don Gerardo. Bien, he llamado por ello a don Rafael Zamora, del Diario de Barcelona, a don Sebastián Losada, de La Vanguardia, y a don Obdulio González Cantos, de la Veu de Catalunya, para que sean fieles testigos de lo que voy a contar aquí y acabar de una vez por todas con esa idiotez de «El Endemoniado de la calle Calabria».

Alfonsín Borras sonrió visiblemente complacido y el inspector Ros continuó, muy serio, con su alocución.

– Don Gerardo fue un hombre con sus virtudes y sus defectos, y aunque, en cierta medida, sucumbió a sus vicios, como dijo alguien antes que yo: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Y dicho esto, sé que estos tres señores periodistas evitarán caer en lo más íntimo y se ocuparán de los detalles de este crimen que de verdad interesarán al gran público. -Los tres plumillas asintieron-. Bien, prosigamos. Supongo que casi todos tenemos claro que don Gerardo no fue tragado por el infierno, sino que fue víctima de un secuestro inhumano y cruel. -Entonces levantó la vista y vio que algunos asentían con la cabeza.

Bebió otro poco de agua y siguió hablando.

– Hay dos puntos en los que me apoyaré inicialmente para demostrarles a todos ustedes y a estos señores periodistas que don Gerardo no fue absorbido por el infierno. Porque, a ver, aunque sabemos que fue secuestrado, seguro que hay detalles que les hacen dudar, ¿no? Por ejemplo… digan, digan.

Los espectadores se miraron unos a otros.

– Desapareció de su coche como por arte de magia -dijo uno de los hermanos Torrents, Arcadi.

– Exacto -respondió Víctor-. ¿Otro detalle que nos haga pensar en un posible viaje al infierno?

– El azufre en la ropa, la tierra -apuntó don Alfredo.

– Exacto, ¿y algo más?

– La fotofobia -sugirió uno de los sobrinos de don Gerardo.

– Bien. ¿Alguien tiene alguna otra evidencia?

– Sí, es evidente que don Gerardo no podía soportar la visión de símbolos sagrados -observó uno de sus cuñados.

– Bien. -Víctor tomó de nuevo la palabra-. Pues esta mañana demostraré que todo eso no son más que patrañas y echaré por tierra la teoría del infierno, que, dicho sea de paso, le costó la vida a este pobre hombre.

A ninguno se le escapó que miraba a Lewis.

– Bien, bien. Primero y antes que nada les contaré un chiste, una anécdota.

Todos se miraron como pensando que aquel hombre, además de excéntrico, estaba loco. Víctor, como siempre a lo suyo, siguió adelante con su propósito.

– Erase una vez una señora que hacía de ama de llaves de un cura. El sacerdote tenía un gato desagradable, malcriado y negro, y ella estaba harta de aquel animal que lo ensuciaba todo con sus deposiciones, le enredaba los ovillos de lana y se afilaba las uñas con sus mejores colchas. Un día le dijo al cura qué no se deshacía de aquel animal y el párroco le contestó que no, que le tenía mucho cariño. Entonces aquella mujer adoptó una costumbre: cada vez que se cruzaba con el gato se santiguaba y a continuación le arreaba una buena patada. Así lo hizo disciplinadamente durante dos semanas, al cabo de las cuales, un buen día, se acercó al sacerdote y le dijo: «Padre, creo que el gato está endemoniado», a lo que el cura contestó confuso: «¿Cómo?». Ella insistió: «Sí, mire», y se santiguó delante del animal. Entonces, el gato, creyendo que a continuación recibiría una buena patada, salió corriendo. El cura no quiso tener en su casa un gato que huía ante la señal de la cruz y se deshizo de él inmediatamente.

Algunos rieron el chiste de Víctor, pero él continuó: -Pero ahora, dejémonos de chanzas y vayamos al trabajo. Síganme.

Entonces salió al exterior acompañado de aquel gentío, al que situó en la escalera de acceso a la casa. Justo en la puerta había un carruaje, el de don Gerardo, con su cochero presto en el pescante.

– Imaginen que soy el mismísimo Borrás. Me voy a Madrid.

Y dicho esto subió al carromato. Tomó asiento, cerró la portezuela y se despidió de los presentes. Otro carruaje venía en sentido contrario por la misma calle y aminoró el paso. Entonces, cuando el coche de don Gerardo apenas iniciaba la marcha, un gran estruendo hizo que todos giraran la cabeza. Eduardo había encendido una ristra de petardos que espantó a una bandada de palomas que se había posado en el tejado de la casa de al lado. Algunos sonrieron por la travesura de aquel chiquillo de mirada viva y amplia sonrisa.

Cuando volvieron a mirar al carruaje de don Gerardo, éste había avanzado ya una decena de metros; entonces, López Carrillo, que había ido hasta allí por indicación del inspector Ros, detuvo el coche y conminó a los presentes a que se acercaran.

Al principio algunos se quedaron parados en la acera, pero, poco a poco, ante la insistencia de López Carrillo, todos se fueron acercando. Una vez que la totalidad de los asistentes a aquel acto final estuvo a su altura, incluidos los tres periodistas, Juan de Dios López Carrillo abrió la puerta del carruaje.

– ¡No está! -exclamó uno de los plumillas.

– ¡No puede ser! -exclamó don Trinitario.

– Si lo hemos visto entrar… -decía uno de los sobrinos de don Gerardo.

El asiento en el que unos segundos antes se había sentado Víctor estaba, en efecto, vacío. Los periodistas se miraban unos a otros riendo, con aire divertido.

– ¡Increíble, increíble! -repetía uno de ellos.

Los asistentes se miraban extrañados buscando respuestas. Entonces, un guardia urbano hizo sonar su silbato. Estaba en el otro extremo de la calle, al fondo, junto a otro carruaje, y todos tuvieron que girar sus cabezas hacia la izquierda para verlo. Una vez que se aseguró de que todos lo miraban, el agente golpeó con su porra la portezuela de aquel otro coche.

De pronto se abrió la puerta del mismo y bajaron Víctor Ros y otro guardia.

– ¡Oooooh! -exclamaron todos al unísono.

– Pero… ¿cómo puede estar allí si…? -se extrañó Alfonsín Borrás.

– ¡Es cosa de brujas, es cosa de brujas! -gritaba Elia Vidal totalmente asombrada.

Víctor se acercó trotando y dijo:

– ¿Han visto?

Le faltaba el aliento.

– ¡Increíble, increíble! -repetían los periodistas aplaudiendo-. Pero ¿cómo diablos lo ha hecho?

Víctor hizo colocar de nuevo los carruajes en su posición inicial ante la expectación general.

– Bien, vayamos por partes -comenzó a decir tras tomar otro vaso de agua, con voz alta y clara, exactamente como el profesor que da una lección magistral a sus alumnos- Es imposible hacer desaparecer a alguien así, por ensalmo. Cuando comencé con la investigación supe que precisamente en el momento en que salía el carruaje se había producido una trifulca a la derecha, justo ahí, donde Eduardo ha hecho explotar los petardos a petición mía. El día de autos un tipo apodado el Tuerto atacó a una joven que pasaba con el absurdo pretexto de que le molestaba su sombrero. Bien, observen.

Víctor subió al carruaje y dijo:

– Miren hacia aquí.

Dio un golpe en el techo y antes de que el coche comenzara a andar y justo cuando se cruzaba con el carruaje que venía en dirección contraria, bajó del suyo, alguien abrió la puerta del otro carruaje y subió al mismo. Pararon y descendió de nuevo. Algunos comenzaban a aplaudir.

– ¿Ven? Puede hacerse. En la primera ocasión ustedes miraban hacía allí, a la farola donde está Eduardo, justo donde se produjo el altercado y, de hecho, me pasé al otro carro, donde un guardia me aguardaba con la puerta abierta. Todo ello duró apenas dos segundos. Ni siquiera han tenido que parar la marcha. En esta segunda ocasión ustedes me miraban y me han visto hacerlo. Al saber lo del incidente del Tuerto y, sobre todo, que lo habían asesinado nada más salir de prisión por dicho altercado, supe que ahí había gato encerrado Los testigos me aseguraban que habían visto un coche en dirección contraria, unos que parado, otros que circulando muy lentamente. Pregunté en la casa de enfrente y me aseguraron que ellos no habían pedido ningún coche. Lo vi claro. Los dos tipos que retuvieron al Tuerto ni acudieron luego a declarar a comisaría: era una treta, una escenita.

– Pero… -dijo Alfonsín-, para eso se requería la colaboración de mi padre.

– Exacto. Pero eso es un asunto más delicado -contestó Víctor-. Vayamos adentro.

Esperaron a que todos se hallaran en el salón y volvieran a tomar asiento. El inspector Ros tomó de nuevo la palabra.

– Cuando me hice cargo del caso comprobé que en el interior del carruaje de don Gerardo había una inscripción: «Icaria», una comuna socialista que fracasó en parte porque el propio Borrás, siendo aún joven, se fugó con la mayor parte del dinero de sus compañeros socialistas, a los que estafó en Estados Unidos en la compra de unos terrenos. De acuerdo. Luego, cuando visité su oficina, comparé una copia de dicha inscripción que extraje en papel vegetal con un documento de puño y letra de don Gerardo. Eran de la misma persona, o sea, que el propio don Gerardo había escrito «Icaria». Y digo yo: ¿con qué propósito?

Todos quedaron en silencio.

– Que se sospechara de los socialistas -apuntó uno de los periodistas.

– Correcto -añadió Víctor-. Yo comprobé que ya no quedaban icarianos en Barcelona, luego, ¿qué interés tenía don Gerardo en dirigir nuestra investigación hacia esa vía muerta? Segundo punto: el secretario de don Gerardo me hizo saber que éste iba a Madrid a cerrar unos negocios con un corredor, Augusto de las Heras; pues bien, telegrafié a Madrid y en la oficina del señor De las Heras no tenían ni idea de quién era don Gerardo Borrás. -Hubo un murmullo de sorpresa entre los asistentes-. Además, don Gerardo insistió en hacer él mismo una reserva en el Hotel Londres de la capital y me consta que allí no se hizo ninguna a nombre de Borrás. Don Gerardo mintió: ni iba a Madrid ni allí lo esperaba nadie. Tercer detalle: unos días antes de su desaparición, el dinero y los valores de la caja de don Gerardo volaron y sólo Guzmán, su secretario, y él mismo sabían la combinación. ¿Casualidad? Entonces pensé en el asunto del secuestro: me parecía imposible sacar a un adulto de un carruaje y hacerlo entrar en otro que se cruzaba en tan pocos segundos y a la fuerza, ¿no? Esa maniobra, con un hombre de cierto peso, por poca resistencia que opusiera, requeriría un gran esfuerzo, dos personas como mínimo y, lo más importante: tiempo, demasiado tiempo. El «pase» al otro vehículo se había hecho en apenas dos, tres segundos. Era obvio que el propio don Gerardo nos había enviado tras una pista falsa, Icaria, ¿y por qué? Porque estaba implicado en su propia desaparición.

– Evidente -convino Lewis.

– Hasta ahí había llegado yo en mis disquisiciones cuando me planteé: ¿qué puede hacer que un varón adulto, entrado en años, rico, con amistades, se líe la manta a la cabeza y organice de esta forma su propia desaparición?

– ¿Una mujer? -repuso don Alfredo.

– Eso mismo pensé yo. Por eso, cuando descubrí que se entendía con una antigua prostituta, o mejor, con un hombre que se vestía de mujer con antecedentes por otros delitos (incluido el secuestro y la prostitución infantil), supe que debía tirar de ese hilo. Don Gerardo había sido seducido por Elisabeth, cuyo verdadero nombre es Paco Martínez Andreu, una persona con un grave trastorno de personalidad, un asesino múltiple. Santiago Berga fijó el objetivo gracias a las informaciones que tenía sobre el enorme patrimonio de Borras y que le había proporcionado su amigo, Alfonsín. Poco a poco esa mujer, Elisabeth, le fue sorbiendo el seso a don Gerardo, el cual retiró su dinero para fugarse con ella en un golpe perfectamente preparado. El Tuerto cumplió con su cometido, pero debió de pedir más o simplemente lo eliminaron para que no hablara. El plan era sencillo: el pobre Gerardo se pondría sin saberlo en manos de Elisabeth y sus compinches, el enano y los hermanos Férez, que participaron en el incidente del Tuerto. Ella iba en el carruaje que se detuvo en la acera de enfrente y abrió la portezuela para que Borras entrara. Este creía que iba con su nuevo amor hacia una nueva vida. Asunto resuelto. La idea era matarlo y quedarse con su dinero, pero don Gerardo era un hombre desconfiado y por algún motivo le dejó el dinero a la portera de un edificio donde tenía alquilado su nidito de amor. No sé, quizá no lo vio claro, quizá sospechó de Elisabeth. Cuando esta banda de facinerosos comprobó que don Gerardo no llevaba el dinero encima, el pobre ya estaba en sus manos. Lo llevaron al sótano de una casa que tenían alquilada en Sant Adrià, apenas una casamata, en mitad de la huerta y con un amplio sótano. Lo torturaron brutalmente. Su mente, desquiciada por el dolor, decidió migrar a otro mundo. Allí, en aquel sótano, entre sacos de azufre que antaño se usó para fabricar pólvora y los cuadros religiosos que almacenaba la ex mujer de Elisabeth, el pobre Borras sufrió los más espantosos dolores. No confesó dónde guardaba el dinero. Sé por la declaración de esta arpía que sólo encendían la luz cuando lo iban a torturar, de manera que justo antes de que le llegara el dolor, este pobre hombre veía a san Jerónimo, el martirio de san Esteban, escenas de la Biblia, altares, crucifixiones, santos y vírgenes. Por eso desarrolló una fobia a los símbolos sagrados.

– ¡Como el gato del cura! -soltó una de las criadas, que escuchaba desde el pasillo.

– En efecto. Este hombre, don Gerardo, poseía una fuerza extraordinaria. No cantó pese a la tortura. Le quitaron dos uñas, le clavaron astillas, le quemaron sus partes y le infligieron cortes en la espalda. Nada. No habló. Es más, perdió la razón. Entonces Elisabeth y sus compinches asaltaron hasta tres veces el piso donde tenían sus encuentros amorosos y no hallaron nada. El dinero lo tenía la portera, sin saberlo, en una bolsa de viaje. Cansados, esos canallas abandonaron a don Gerardo a su suerte. Decidieron dejarlo morir de inanición, abandonado en aquel mugriento sótano. Apenas le dejaron algo de agua y estuvieron más de doce días sin pasar por allí. Doce días en los que el pobre hombre, con la mente perdida, cavó un túnel con sus propias manos hasta que al fin logró salir. Entonces, como un animal herido que busca cobijo para morir, y tras una espantosa caminata, su mente perdida lo trajo hasta esta su casa. Mandé analizar la tierra que llevaba encima y eso me ayudó a localizar el lugar donde estuvo recluido. Después, en pleno apogeo de los rumores sobre su «posesión», averigüé que tenía reuma. ¿Reuma contraído en el infierno? ¡Con el calor que debe de hacer en el averno! -Muchos de los asistentes sonrieron-. Supe que no, que había estado recluido en un lugar fresco y húmedo. El reuma no se coge en un ambiente seco y extremadamente cálido como el que debemos suponer reina en el infierno. Poco a poco conseguí acercarme a aquella mujer e incluso molesté a su socio, Santiago Berga. A punto estuvimos de capturarla gracias a aquí mi joven ayudante, Eduardo, y a sus amigos, pero escapó. En ese incidente resultaron muertos dos de los compinches de la mujer y descubrimos la identidad del otro, cuya fotografía salió en la prensa. Estrechábamos el cerco, porque Licinio Férez ya no podía moverse a su antojo por ahí, estaba quemado. Con Berga vigilado, dos compinches muertos y el otro perseguido por la justicia, aquella mujer, de la que no teníamos ni una mísera fotografía, empezó a sentirse acorralada. Como todos ustedes saben, rescatamos a la joven Teresita, pero hicimos horribles descubrimientos en aquel piso. Paco Martínez Andreu, Elisabeth, estaba detrás de las desapariciones de niñas de la ciudad; era, además de alcahueta, una vampira o eso creía ella. Era una demente. Había que cazarla al precio que fuera y condenarla al garrote.

Entonces me hizo creer que había secuestrado a mi hijo y sentí que íbamos por detrás, que habíamos perdido la iniciativa. Por un momento perdí el control, lo reconozco. Además, llegué a una conclusión que me obligó a reflexionar: ellos sabían dónde estábamos pero nosotros no sabíamos donde estaban ellos y eso suponía una clara desventaja. Habíamos perdido el norte, Era preciso desaparecer, quitarse de en medio, que no pudieran saber de dónde les venía el golpe. Pensé que la mejor manera de acercarme a Berga y al propio Alfonsín, del cual debo confesar sospechaba entonces, era convertirme en un bohemio, ganarme su confianza. Entonces creé un personaje: Máximus Aeternum, artista mental; debo pedir disculpas a algunos de los presentes por esta pantomima, pero no me quedó otro remedio. Lo conseguí y para ello me ayudó el marido de mi suegra, aquí presente, Gian Carlo, que años ha tuvo un trabajo digamos que un tanto teatral

– Puedes decido, Víctor, fui timador -terció el italiano.

Algunos no pudieron evitar la carcajada.

– Y de los buenos. El caso es que accedió a ayudarme por una buena causa. Poco a poco, pacientemente, me gané la confianza de Berga y de su entorno. Cometí muchos excesos y excentricidades para ganarme su respeto y su admiración. Saben ustedes que, hoy en día, los artistas quieren transgredir, hacer algo nuevo, sobrepasar los límites de lo que la sociedad considera correcto en la búsqueda de nuevas vías de creación. Lamento reconocerlo, pero en determinados momentos llegó a resultarme divertido. Pido disculpas por lo del Liceo, no estuvo bien profanar aquel templo de la lírica con el asunto de las coliflores podridas y, además, sepan que no me gusta Wagner.

Algunos rieron este comentario.

– Tuve que ir mucho más lejos y montar una escenita en una nave de Sants que, dicho sea de paso, me encumbró al Parnaso de los bohemios y «modernos» de la ciudad.

– Pero, todo eso… -intervino Elia Vidal-. Los festines, las fiestas, su actuación con la cena y las «sustancias» que allí se sirvieron… todo eso debió de costarle un dineral y ¿cómo…?

– … ¿y cómo un simple policía y su suegro consiguieron los fondos para ello? -continuó Víctor la frase de la pintora-. En este asunto me permitirán ustedes que guarde silencio. El origen de los fondos con los que pudimos desarrollar esta treta queda para mí porque no aporta nada para que el gran público conozca los detalles del caso y así se me pidió que hiciera.

Todos los asistentes se miraron intrigados, pero Víctor, tras pedir un café a las criadas, siguió hablando.

– Yo sospechaba que Berga debía de seguir en contacto con Elisabeth y le tendí dos cebos: primero el de mi mentor, el conde de Chiaravalle, un noble italiano excéntrico con tendencia a enamorarse y llevarse su fortuna para huir detrás de unas faldas y que se pirraba por los hombres vestidos de mujer, más o menos el mismo caso que don Gerardo. No sé cómo no lo intuyeron, era tan obvio… Y en el segundo, el mío propio, fingí una tuberculosis y alardeé delante de Berga de que haría cualquier cosa, pagaría lo que fuera con tal de curarme. Elisabeth estaba oculta, necesitaba dinero, y supuse que caería en la trampa. Es una mujer muy inteligente, precavida, pero hay algo que le pierde: la ambición. No apareció para venderme sangre como yo esperaba, no; es más, aquel asunto por poco me cuesta la vida en una celada que me tendieron en la Barceloneta; pero volvamos al otro cebo, al del conde. Al poco de contarle yo a Berga la propensión del conde a perder la cabeza por los miembros de su propio género con tendencia a caracterizarse como los del bello sexo, apareció una hermosa y misteriosa dama con la que mi amigo no conseguía concertar una cita. El se hizo el enamorado como teníamos preparado, pero no podía verla a su antojo. Aparecía sólo cuando ella quería. Era ella. Gian Carlo intentó fotografiarla en la Ciudadela pero se escapó, era muy prudente, muy lista. Entonces le tendimos la trampa suprema. El conde había retirado su dinero para fugarse con ella, pero antes necesitaba conocerla en la intimidad. Le pidió un encuentro amoroso. Mordió el anzuelo, le pudo la ambición. Aquel encuentro era lo único que necesitaba para que el conde se fuera con ella como hizo don Gerardo, pero esta vez sí, con el dinero. Entonces matarían al conde y podría salir del país con una fortuna y dejar de huir de la justicia. Casi la cazamos en una pensión, pero olió la trampa y saltó por el balcón. Entonces, y gracias a la información que me proporcionó mi billete del tranvía, a que recordé que la ex mujer de Paco Martínez Andreu tenía sus cuadros almacenados en Sant Adrià y a los análisis geológicos de mi amigo Córcoles y sus colaboradores, pude deducir dónde se hallaba. Anoche la capturamos y lo ha confesado todo.

Todos permanecieron con la boca abierta.

Uno de los periodistas se levantó y comenzó a aplaudir. Blázquez, López Carrillo, Alfonsín y los demás hicieron lo propio. Aquello se convirtió al momento en una sentida ovación, como si Víctor fuera, ahora sí, un artista consumado


– Me va usted a perdonar -dijo don Trinitario Mompeán, el gobernador, interrumpiendo aquel emocionante momento-, pero me parece todo muy traído por los pelos: pruebas, ninguna, todas circunstanciales. Eso no llega ajuicio.

– Vaya, lo mismo dice Elisabeth o, perdón, Paco Martínez Andreu -observó Víctor.

Hubo sonrisas entre los presentes con evidente mala intención.

– ¿Qué insinúa?

– Yo, nada. Usted se lo ha dicho todo -repuso Víctor-. Además, quemó usted su dietario.

Entonces el gobernador se encaró con el detective y gritó:

– ¡No le consiento! Sepa que se enterarán de esto en el Ministerio de la Gobernación.

El acompañante de don Horacio Buendía tomó la palabra poniéndose en pie.

– No será necesario. Me llamo Gilberto Honrubia, subsecretario del ministerio, y aquí tengo una cosa para usted -dijo tendiendo un papel sellado al gobernador.

– ¿Cómo?

– Está usted cesado. Su sustituto, don Vicente Costa Ruiz, viene de camino.

– Pero ¡esto es inaudito!

– En efecto -apuntó don Gilberto mientras el otro miraba los papeles consternado-. Inaudito, y dé usted gracias por no acabar en la cárcel. Tiene orden de presentarse en Madrid a la mayor brevedad posible para que le comuniquen su nuevo destino. He oído algo del norte de África.

Don Trinitario se quedó inmóvil. Con el rostro colorado por la vergüenza levantó la cabeza y echó un vistazo a la concurrencia. Con una amplia sonrisa, uno de los periodistas levantó el índice y se preparó para hacerle una pregunta, pero antes de que pudieran darse cuenta el cesado había abandonado la sala hecho una auténtica furia entre las risas de los presentes.

– Bien está lo que bien acaba-apuntó don Horacio Buendía, el Mastín.

– Quisiera decir algo más -pidió Víctor tomando de nuevo la palabra-. Sé que a veces se me tacha de teatral por estos «actos finales» con los que me gusta rubricar mis casos; hay quien dice que es una falta de humildad, pero creía necesario limpiar en cierta medida la memoria del pobre don Gerardo, ya que él solo se buscó la ruina, y dejar para siempre a un lado esa leyenda que surgió tras su reaparición. Sí que tuvo una debilidad, sí, era un hombre con una doble vida, pero demasiado cara pagó el pobre su pasión oculta por Elisabeth. Además, les he reunido por otro motivo: quiero pedir disculpas a todos mis amigos artistas que me conocieron como Max por mis mentiras, y especialmente a Elia por aquella exposición que quedó pendiente en Roma y que nunca se celebrará. Al menos, de momento. Hay aquí un joven, Alfonsín, que espero honre la memoria de su padre y que ayude a su madre, doña Huberta. -Ella apretó la mano del heredero de Borras-. Sé que el joven Borrás no es una mala persona y me consta que con la ayuda de estos amigos logrará encontrar su camino. Quisiera dar las gracias a mi amigo Takeo, a Segismundo de El Bou Trencat y por supuesto a Eduardo, a mis amigos los inspectores López Carrillo y Blázquez, y sobre todo a mi querido Gian Carlo, quien con su magistral actuación como el conde de Chiaravalle nos permitió atrapar a Elisabeth. Se jugó la vida y nunca podremos estarle lo suficientemente agradecidos. Y dicho esto, les comunico a todos ustedes, al subsecretario don Gilberto, a mi superior, don Horacio, y a la prensa aquí presente que, des de este momento, ceso en mi actividad policíaca y entro en situación de excedencia. Y ahora, estoy seguro de que sabrán disculparme, pero a Gian Carlo y a un servidor nos espera nuestra familia en San Sebastián.

Cuando salieron de la casa les pareció escuchar un emotivo murmullo de admiración.

En el corto trayecto hasta el coche de alquiler, Víctor sufrió el acoso de los tres plumillas, que querían más y más información. No contestó ni a una sola pregunta aunque sí accedió a ser fotografiado como un héroe, pero eso sí, junto a Gian Carlo, Eduardo, don Alfredo y Juan de Dios López Carrillo.


Un grupo de notables se hallaba sentado en la sala de prensa del Cercle del Liceo degustando un buen coñac y fumando unos puros habanos mientras debatían los detalles referentes a la organización de los próximos juegos florales. De aquellos prohombres se decía que eran los verdaderos gobernantes de Barcelona: Eusebi Güell, Manuel Girona, Antonio López y López, Enric de Duran, el alcalde, y media docena más de eminencias charlaban en animada conversación.

– ¡Vaya! -dijo Eusebi Güell poniéndose de pie al ver que Víctor Ros entraba acompañado de un ujier.

Todos se levantaron para estrechar la mano del hombre del momento y se deshicieron en elogios agradeciéndole vivamente que hubiera limpiado de aquella manera su ciudad. Al fin, el recién llegado tomó asiento en una silla, rodeado en semicírculo por las de tan distinguida concurrencia. Parecía algo cortado. Accedió a tomar un café y en cuanto le fue posible dijo:

– Esta misma tarde, en apenas un par de horas, parto hacia Madrid. Tengo allí unos papeleos pendientes para cerrar el caso y supongo que en cosa de tres días podré hallarme en San Sebastián con mi familia.

– Unas merecidas vacaciones, ¿eh? -observó Manuel Girona.

– Me temo que definitivas -respondió Ros.

– ¿Cómo?

– Creo, mi buen amigo Manuel, que don Víctor deja la policía -aclaró Güell.

– Vaya -contestó Víctor muy sorprendido-. ¿Cómo lo sabe usted?

– Es nuestra obligación saber lo que se cuece en esta maravillosa ciudad-comentó el heredero de Joan Güell con una sonrisa en los labios.

Víctor se puso muy serio y volvió a tomar la palabra:

– No quería marcharme sin venir a darles las gracias. De no haber sido por su generosa contribución económica no habríamos podido tejer la red que nos permitió capturar a esa mujer y desarticular su pequeña banda.

– No, no -protestó Antonio López-. Es a usted a quien debemos estar agradecidos por habernos hecho ver la importancia de este asunto. La ciudad es más segura, más bella y más noble sin esa gentuza.

– En esta ocasión -dijo Víctor-, debo reconocer que me han apoyado desde el Ministerio de la Gobernación e incluso, dicen, desde el Palacio Real. Por cierto, ¿han recibido la lista de los nombres que les envié esta mañana?

Eusebi asintió.

– ¿Están todos? -preguntó.

– Creo que se calla alguno -apuntó el policía-. Insiste en que su caso no llegará a juicio.

Todos sonrieron. Entonces, el alcalde dijo:

– El nuevo gobernador viene de camino y, gracias a esa lista, en cuanto llegue instaremos a algunos «notables ciudadanos» a que cambien de aires, ya saben, tendrán que mudarse a vivir al extranjero, lo más lejos posible.

– Nada trascenderá, claro -musitó Víctor.

– En efecto, amigo -afirmó Güell-. Los escándalos no benefician a nadie, pero supongo que así al menos se hace justicia.

– Sí, en cierto modo -respondió Víctor, que no parecía demasiado convencido, mientras se levantaba-. Y ahora, si me perdonan, he de irme. Reitero mi agradecimiento, señores, han prestado ustedes un gran servicio a esta ciudad.

Todos le estrecharon la mano. Güell y López le acompañaron incluso a la puerta, hasta su coche de alquiler. Justo cuando iba a subir, Eusebi Güell le dijo:

– Ahora que estará usted en excedencia, considere seriamente la posibilidad de venir a Barcelona, me encantaría que trabajara para mí.

Víctor sonrió y subió al carruaje:

– ¿Sabe? Adoro esta ciudad que, en su momento, conocí bien. En cuanto pase un tiempo y los sórdidos detalles del caso no estén tan frescos en mi mente, traeré a mi mujer y a mis hijos para que la conozcan y terminen amándola como yo.

La portezuela se cerró y el coche inició su camino.

– Ahí va un hombre notable -observó López.

– Y que lo digas, amigo, y que lo digas -contestó Güell.


Eduardo


La despedida era triste, ahora sí. López Carrillo y Eduardo, en el andén, apuraban los últimos minutos en compañía de aquellos amigos con los que habían vivido una increíble aventura. Blázquez y Gian Carlo, después de dar un abrazo a López Carrillo, besaron al crío y subieron al vagón. Los mozos pasaban junto a ellos empujando carros que contenían varios pisos de maletas sujetos por cuerdas. Víctor se quedó el último. Apretó a Juan de Dios en un fuerte abrazo como si quisiera romperlo e hincó una rodilla en tierra para abrazar al crío. Olía bien. Al fin había conseguido hacer de él lo que era, un niño, y no una especie de espectro con el rostro negro y vestido con harapos.

– Cuídate, hijo -dijo con un nudo en la garganta. Allí estarás bien, el aire es sano y aprenderás mucho, irás a la universidad.

Eduardo lo miró con el rostro demudado por la tristeza, pero no le hizo ningún reproche. Víctor siguió hablando:

– Vendré a verte pronto, ahora tendré más tiempo, iremos de excursión.

El silbato del tren sonó.

– Víctor, el tren -dijo López Carrillo.

Después de besar al crío Víctor Ros se giró sin mirarlo a la cara y subió de un salto al vagón. Tenía un peso en el estómago que apenas le dejaba respirar. El zumbido del vapor le indicó que el tren se ponía en marcha y desde la puerta se asomó a decir adiós. Allí estaba Eduardo de la mano de López Carrillo, que, junto a él, parecía inmenso, triste y serio. Víctor reparó en que aquel crío no lloraba. Nunca lo había visto llorar. Ni en la peor de las situaciones. Bueno, apenas dos lágrimas el día en que lo citó en su habitación del hotel. Los comentarios de don Alfredo resonaban en su cabeza y sabía que su amigo, en el fondo, tenía razón. El tren comenzó a moverse lentamente, con desgana, y se fijó de nuevo en el rostro de Eduardo: no lloraba. Una lágrima rodó por la mejilla del detective. Sintió que el corazón se le partía. Pensó en el chiquillo caracterizado como Alphonse, en lo mucho que le había ayudado y en su mente apareció una imagen: la de Férez sujetando al niño, su navaja al cuello. En aquel momento sintió un pánico atroz, como cuando creyó que habían secuestrado a Victítor. Sintió miedo sólo de pensar en que algo le ocurriera a Eduardo y le voló la cabeza a aquel tipo, como si estuviera defendiendo a su hijo. A su propio hijo. El tren se movía y el niño no lloraba. Sintió que algo se rompía en su interior y se metió dentro.

Eduardo y López Carrillo iban a girarse cuando, de pronto, vieron cómo una sombra saltaba desde el tren. Apenas si tuvo tiempo de reaccionar, pues Víctor estaba ya a su altura y, empujándolo con una mano en la espalda y otra en el codo, le obligó a correr. ¿Qué estaba pasando?

– ¡Vamos, Eduardo, vamos!

– Pero ¿qué haces? -musitó el rapaz.

– ¡Corre, corre! ¡Te vienes a Madrid conmigo!

López Carrillo, sorprendido, quedó rezagado en apenas un momento.

Eduardo corrió sin saber por qué y antes de que pudiera darse cuenta los brazos del detective, más fuerte que él, lo habían lanzado de un salto al interior del vagón. Se asomó y vio a Víctor que corría un par de metros más atrás. El tren comenzaba a tomar velocidad.

– ¡Víctor, corre!-gritó Eduardo. En un último intento Víctor Ros aceleró la marcha corriendo todo lo que le daban sus piernas. Tomó la mano de Eduardo, apoyó un pie en el estribo, saltó y cayó rodando por el interior del compartimento.

– Decididamente tu mujer tiene razón. Tienes que ponerte a régimen -sentenció el bueno de Gian Carlo.

Víctor, de rodillas y abrazado a Eduardo, supo lo que era reír y llorar al mismo tiempo. Vio de reojo que una lágrima caía por el rostro del crío, el cual, por primera vez en toda su infancia, lloraba desconsoladamente. Entonces el desencantado detective, hipando y sorbiéndose los mocos como un infante, alzó la vista y contempló el rostro de don Alfredo.

Este sonreía satisfecho a la vez que asentía como diciendo: «Bien hecho».

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