Capítulo 12 EL DESAFIO

Sonaron las trompetas. Kickaha se dirigió al lugar indicado por los jueces. Un sacerdote de cabeza afeitada y túnica larga lo bendijo; del otro lado del campo, un rabino decía algunas palabras al barón funem Laksfalk. El campeón Yiddish era un hombre corpulento, protegido por una armadura plateada y un yelmo cuya forma imitaba la cabeza de un pez; montaba un vigoroso caballo negro.

Las trompetas sonaron por segunda vez, y los dos contendientes bajaron las lanzas a modo de saludo. Kickaha sostuvo por un momento la lanza con la mano izquierda, para hacer con la derecha la señal de la cruz; solía hacerse un deber de observar las costumbres religiosas de quienes lo rodeaban.

Sonó un tercer trompetazo, largo y poderoso, seguido por el tronar de los cascos y los vítores de los espectadores. Los dos caballeros se encontraron exactamente en mitad del campo, y la lanza de cada uno golpeó el escudo del adversario precisamente en el centro. Ambos cayeron, con un estruendo que sobresaltó a los pájaros posados en los árboles vecinos, por enésima vez en ese día. Los caballos rodaron por tierra.

Los hombres de cada caballero corrieron al campo para levantar a sus jefes y para sacar a la rastra a los caballos, ambos con el cuello roto. Por un momento Wolff pensó que también los contrincantes estaban muertos, pues ninguno de los dos se movía. Sin embargo, Kickaha volvió en sí una vez que lo retiraron del campo. Sonrió débilmente, balbuceando:

— Deberías ver cómo quedó el otro.

— Está bien — respondió Wolff, tras echar una mirada al campamento contrario.

— Es lamentable. Tenía la esperanza de que no volviera a causarnos problemas. Ya me ha demorado demasiado.

Kickaha ordenó que lo dejaran a solas con Wolff. Sus hombres obedecieron, aunque a disgusto, no sin echar miradas de advertencia al intruso. Kickaha contó:

— Camino hacia el castillo de von Elgers, pasé por el pabellón de funem Laksfalk. Si hubiese estado solo, me habría desentendido de su desafío para seguir de largo, pero había allí varios teutones, y yo debía pensar en mi propia gente. No puedo hacerme una reputación de cobarde; hasta los míos me habrían arrojado tomates podridos, y habría sido necesario pelear con todos los caballeros del país para probar mi coraje. Pensé que no tardaría mucho en arreglar las cosas con ese yiddish y que después podría seguir tranquilamente mi camino.

»Pero no fue así. Los jueces me anotaron en el tercer puesto; eso significaba que me vería obligado a participar en una justa con tres hombres durante tres días antes de que llegara el gran momento. Protesté, pero no sirvió de nada. Acabas de ver mi segundo encuentro con funem Laksfalk. La primera vez también caímos los dos. De cualquier modo, es más de lo que han logrado los otros. Están furiosos: un yiddish ha derrotado a todos los teutones, con excepción de mí. Además, ya ha matado a dos y ha dejado a otro inválido de por vida.

Wolff, mientras le escuchaba, le había ido quitando la armadura. De pronto, Kickaha se irguió, gruñendo, y preguntó:

— Eh, dime, ¿cómo diablos llegaste aquí?

— Hice la mayor parte del camino a pie. Pero te creía muerto.

— No estabas muy errado. Al caer por ese pozo, aterricé sobre una saliente de tierra. Se desprendió, dejando una pequeña cavidad, y me cubrió por completo cuando llegué al fondo. Pero pronto volví en mí, y la capa de tierra que tenía sobre la cara no era tanta como para asfixiarme. Me quedé inmóvil por un rato, pues los sholkin estaban revisando el agujero. Arrojaron una espada hacia el fondo y no me ensartaron por el espesor de un pelo.

»Esperé un par de horas y salí de allí. Tardé bastante, lo confieso. La tierra se desprendía sin cesar y yo volvía a caer al fondo. Tardé unas diez horas, pero tuve suerte. Ahora cuéntame cómo llegaste aquí, grandísimo pillo.

Cuando Wolff se lo hubo explicado, Kickaha arrugó el ceño.

— Entonces yo tenía razón al calcular que Abiru iría al castillo de von Elgers por este camino. Oye, tenemos que salir de aquí y pronto. ¿Te gustaría jugar una carrera con el gran Yiddish?

Wolff protestó, diciendo que no entendía nada de justas, que hacía falta una vida entera para aprender. Kickaha replicó:

— Eso sería cierto si fueras a romper lanzas con él. Pero lo desafiaremos a un encuentro a espada. No será lo mismo que un duelo a estoque o a sable; hace falta fuerza, principalmente, y eso te sobra.

— No soy caballero. Los otros me vieron entrar con ropa común.

—¡Tonterías! ¿No sabes que estos caballeros se pasan la vida disfrazados? Les diré que eres sarraceno, un khamshem pagano, pero gran amigo mío. Que te salvé de un dragón, o cualquier disparate como ése. Se lo tragaran. ¡Ya sé! Serás el sarraceno Wolff, hay un caballero famoso con ese nombre. Has estado viajando disfrazado con la esperanza de encontrarme para devolverme el favor que te hice, al rescatarte del dragón. Y como estoy demasiado dolorido como para romper otra lanza con funem Laksfalk (eso es cierto; estoy tan apaleado que no puedo moverme), tú recogerás el desafío en mi nombre.

Wolff preguntó qué excusa daría para no utilizar la lanza.

— Ya inventaré otra historia — respondió su amigo —. Digamos que un caballero ladrón robó tu lanza y que has jurado no utilizar otra mientras no recuperes la robada. Lo aceptarán; se pasan la vida haciendo votos ridículos. Actúan exactamente como los caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo. En la Tierra no hubo nunca caballeros semejantes, pero al Señor debe haberle gustado la idea de repetir aquí una especie de Camelot. Es muy romántico, digas lo que digas.

Wolff, aunque a desgana, aceptó cualquier cosa, con tal de llegar a la propiedad de von Elgers lo antes posible. La armadura de Kickaha le resultaba chica y le trajeron la de un caballero yiddish que Kickaha había matado en la víspera. Los sirvientes le colocaron las planchas azules y la cota de malla y le ayudaron a montar a caballo. Su montura era una hermosa yegua palomina y había pertenecido también a oyf Roytfeldz, el caballero muerto. Hasta ese momento, Wolff creía que haría falta una grúa para levantar hasta la silla el peso de la armadura, pero subió con poca dificultad. Kickaha le explicó que en otros tiempos había sido así, pero en la actualidad los caballeros habían regresado a las planchas más livianas y a la cota de malla.

El intermediario Yiddish llegó para anunciar que funem Laksfalk había aceptado el desafío, a pesar de la falta de credenciales del sarraceno Wolff. Si el valiente y honorable caballero bandido Horst von Horstmann respondía por él, sería bastante para funem Laksfalk. El discurso era una formalidad, pues el campeón Yiddish no era capaz de rechazar un desafío.

— Aquí, lo principal es la audacia — dijo Kickaha a Wolff.

Había logrado salir de su tienda y estaba dando a su amigo las últimas instrucciones.

— Bien, me alegro de que hayas venido — agrego —. Ya no soportaba una caída más y no me atrevía a retirarme.

Una vez más sonaron las trompetas. El palomino y el negro partieron a galope tendido y se cruzaron a toda velocidad. Ambos jinetes adelantaron sus espadas, que chocaron violentamente. El impacto paralizó la mano y el brazo de Wolff, pero cuando volvió a la carga notó que la espada de su contrincante estaba en el suelo. El Yiddish desmontó velozmente para levantarla antes de que Wolff lo hiciera; en su prisa, resbaló y quedó tendido en tierra cuan largo era.

Wolff sofrenó a su caballo y desmontó con toda lentitud, dando tiempo al otro para que se recuperara. Ante tal caballerosidad, ambos campamentos estallaron en vítores. Según las reglas, Wolff podría haber permanecido en la silla y matar a funem Laksfalk sin permitirle recoger el arma.

Ya en tierra se enfrentaron mutuamente. El caballero Yiddish levantó su visera, dejando ver un rostro agradable. Tenía ojos azules, muy claros, y un grueso bigote.

— Os ruego me dejéis ver vuestro rostro, noble señor — dijo —. Habéis dado muestras de ser un verdadero caballero al no golpearme mientras estaba indefenso en el suelo.

Wolff levantó su visera durante unos pocos segundos. Después, ambos avanzaron y volvieron a chocar las espadas. Una vez más, el golpe de Wolff fue tan poderoso que arrancó la hoja de la mano contraria.

Funem Laksfalk levantó su visera, esa vez con el brazo izquierdo.

— No puedo usar el brazo derecho — dijo —. ¿Me permitiríais usar el izquierdo?

Wolff hizo un saludo y retrocedió. Su adversario aferró el largo puño de la espada y se aproximó, blandiéndola desde el costado con toda su fuerza. Una vez más, el impacto de Wolff anuló su fuerza.

Por tercera vez, funem Laksfalk levantó su visera.

— Sois el campeón más extraordinario que jamás haya conocido. Aunque detesto reconocerlo, me habéis derrotado. Y eso es algo que nunca he dicho ni pensado decir. Tenéis la fuerza del mismo Señor.

— Podéis conservar vuestra vida, vuestro honor, vuestra armadura y vuestro caballo — replicó Wolff —. Sólo deseo que se nos permita, a mi amigo von Horstmann y a mí, marchar sin más desafíos. Debemos cumplir con una cita.

El Yiddish respondió que así sería, y Wolff regresó a su campamento, donde lo saludaron con gran alegría, aun aquellos que lo habían considerado un perro khanshem.

Con una risa satisfecha, Kickaha ordenó levantar el campamento. Wolff le preguntó si no ahorrarían tiempo retirándose sin cortejos.

— Por supuesto, pero no se estila — respondió Kickaha —. ¡Oh, bueno, tienes razón! Los enviaré a su casa. Y nos quitaremos todos estos blindajes.

Antes de alejarse mucho, oyeron ruido de cascos. Funem Laksfalk venía por el camino, siguiéndolos, también sin armadura. Se detuvieron a esperarlo.

— Nobles caballeros — dijo él, sonriente —, sé que lleváis una misión. ¿Sería demasiado pretencioso de mi parte unirme a vosotros? Me sentiría honrado. Considero que sólo uniéndome a vosotros puedo redimirme de mi derrota.

Kickaha miró a Wolff, diciendo:

— Decide tú. Pero me gusta su forma de ser.

—¿Os comprometéis a ayudarnos en todo? Mientras no se trate de algo deshonroso, naturalmente. Podéis liberaros de vuestro juramento cuando lo deseéis, pero debéis prometer, por lo más sagrado, que jamás os pasaréis al bando de nuestros enemigos.

— Lo juro por la sangre de Dios y la barba de Moisés. Esa noche, mientras armaban campamento en un matorral, a la orilla de un arroyo, Kickaha dijo:

— Hay un problema que puede complicarse al tener a Funem Laksfalk con nosotros. Es necesario limpiarte la piel y sacarte la barba. De lo contrario, Abiru puede identificarte cuando lo encontremos.

— Una mentira siempre lleva a otra — dijo Wolff —. Bueno, dile que soy el hijo menor de un barón que me expulsó por las falsas acusaciones de un hermano celoso. Desde entonces ando de viaje, disfrazado de sarraceno. Pero tengo intenciones de regresar al castillo de mi padre, que ya ha muerto, para desafiar a mi hermano a duelo.

—¡Fabuloso! ¡Eres otro Kickaha! Pero ¿qué pasará cuando sepa lo de Criseya y el cuerno?

— Ya se nos ocurrirá algo. La verdad, quizá. De cualquier modo, puede echarse atrás cuando vea que la lucha es contra el Señor.

A la mañana siguiente llegaron a la aldea de Etzelbrand. Allí, Kickaha compró algunas sustancias químicas al brujo blanco de la localidad, y preparó una mezcla para quitar la tintura. Una vez que salieron de la aldea, se detuvieron junto al arroyo. Funem Laksfalk los observó con interés que se transformó en sospecha cuando la barba desapareció, seguida por la tintura.

— ¡Por los ojos del Señor! ¡Erais un kahmshem, pero ahora podríais ser un yiddish!

Kickaha se lanzó a la creación de una historia, llena detalles, según la cual Wolff era el hijo bastardo de una doncella judía y un caballero teutónico empeñado en una gesta. El caballero, llamado Robert von Wolfram, se había hospedado en el castillo de un yiddish tras cubrirse de gloria durante un torneo. El y la doncella se habían enamorado, demasiado profundamente. Cuando el caballero se marchó, con el juramento de regresar apenas hubiese cumplido con su hazaña, Rivke había quedado encinta. Pero Robert von Wolfram pereció, y la muchacha debió soportar la vergüenza de su embarazo. El padre la expulsó de su casa, y fue enviada a una pequeña aldea de Khamshem para vivir allí hasta su muerte. Había muerto al dar a luz al pequeño Robert; sin embargo, un viejo y fiel sirviente reveló al hijo el secreto de su nacimiento. El joven bastardo juró entonces que, al llegar a la madurez, iría al castillo de sus padres para reclamar su legítima herencia. El padre de Rivke ya había muerto, pero su hermano, un viejo perverso, tenía la posesión del castillo. Robert planeaba recobrar ese feudo, por las buenas o por las malas.

Cuando la historia concluyó, Funem Laksfalk tenía los ojos llenos de lágrimas.

— Cabalgaré a tu lado, Robert — dijo —, y te ayudaré a luchar contra tu malvado tío. Así podré redimirme de mi derrota.

Más tarde, Wolff reprochó a Kickaha historia tan fantástica y tan detallada, pensando que le sería difícil no traicionarlo. Además, no le gustaba la idea de engañar a un hombre como el caballero Yiddish.

—¡Tonterías! No podías decirle toda la verdad, y es más fácil crear una mentira completa que una verdad a medias. Además, ¿no viste cómo disfrutó con su llantito? Y yo soy Kickaha, el kickaha, el embustero, el creador de fantasías y realidades. Soy aquél a quien las fronteras no detienen. Voy de un sitio a otro. Me creen muerto, pero vuelvo a surgir, vivo, sonriente y listo para luchar. Soy más rápido que quienes me superan en fuerza, y más fuerte que quienes me superan en velocidad. Tengo pocos afectos, pero en ellos soy inquebrantable. Soy el preferido de las señoras dondequiera que voy, y muchas son las lágrimas derramadas cuando me marcho, a través de la noche, como un fantasma pelirrojo. Pero las lágrimas no tienen sobre mi más poder que las cadenas. Me marcho, y pocos saben dónde apareceré o cuál será mi nombre. Soy el tábano del Señor; no puedo dormir por las noches, porque eludo a sus ojos, los cuervos, y a sus cazadores, los gworl.

Kickaha se interrumpió y echó a reír estruendosamente. Wolff tuvo que responder con una sonrisa. El tono de su amigo revelaba que se estaba burlando de sí mismo. Sin embargo, tal vez lo creía a medias, y con razón. Lo que había dicho no era demasiado exagerado.

Este pensamiento le sugirió una idea que lo hizo fruncir el ceño. ¿Y si Kickaha fuera el mismo Señor, disfrazado? Quizá, a modo de diversión, jugaba a ser al mismo tiempo galgo y liebre. ¿Qué mejor entretenimiento para un Señor, para un hombre que necesitaba buscar largamente cualquier cosa capaz de salvarlo del hastío? Quedaban muchos puntos oscuros con respecto a él.

Estudió su rostro, en busca de una clave que lo ayudara a resolver el misterio, y sus dudas se evaporaron. Aquella cara alegre no podía ser la máscara de un ser frío y odioso, que jugaba con los seres vivos. Y su acento, los idiomas contemporáneos que dominaba, ¿podía dominarlos un Señor?

Y bien, ¿por qué no? Kickaha hablaba también otros idiomas y otros dialectos, con igual perfección.

Siguió pensando en todo eso durante toda la tarde, mientras cabalgaban. Pero la cena, la bebida y la buena amistad dispersaron esos pensamientos; a la hora de dormir había olvidado ya sus dudas.

Se detuvieron en una taberna, en la aldea de Gnazelschist, y comieron con ganas. Entre Wolff y Kickaha devoraron un cerdo asado. Funem Laksfalk, aunque se afeitaba y era liberal en sus costumbres religiosas, se abstuvo de tocarlo. Pidió en cambio una chuleta, consciente de que la vaca no había sido ejecutada según el sistema kosher. Los tres consumieron varios jarros de la excelente cerveza local, y en el calor de la charla, Wolff contó a Funem Laksfalk una versión corregida de la búsqueda de Criseya. Estuvieron de acuerdo en que se trataba de una noble gesta, y se fueron a la cama.

Por la mañana tomaron un atajo entre las montañas, por el que esperaban ganar tres días…, en caso de que pasaran. La ruta era muy poco transitada, y con buenas razones, pues los dragones y los bandidos frecuentaban la zona. Pero tuvieron suerte; no vieron a ningún asaltante, y sólo a un dragón. El monstruo escamoso apareció a unos cien metros y se marchó, ocultándose entre los árboles con un resoplido, tan ansioso como ellos de evitar la pelea.

Al bajar desde las colinas hacia la carretera principal Wolff dijo:

— Un cuervo nos viene siguiendo.

— Sí, lo sé, pero no te preocupes. Los hay por todas partes. No creo que sepa quiénes somos. Sinceramente, espero que así sea.

Al día siguiente, hacia mediodía, entraron al territorio del Komtur de Tregyln, y veinticuatro horas después, el castillo de Trervín, la sede del barón von Elgers, se presento a la vista. Era el castillo más grande que Wolff viera hasta entonces. Estaba construido en piedra negra, y situado en la cima de una alta colina, a un kilometro y medio de la ciudad de Tregyln.

Vistiendo armadura completa y con las lanzas empenachadas en ristre, los tres se aproximaron al foso que rodeaba el castillo. Un guardia salió de la casilla que estaba junto al foso, y preguntó cortésmente qué los traía a este sitio.

— Decid al noble señor que tres caballeros de buena fama desearían ser sus huéspedes — dijo Kickaha —. Los barones von Horstmann y von Wolfram, y el muy famoso caballero yiddish, Funem Laksfalk. Buscamos a algún noble que nos contrate para luchar o para alguna gesta.

El sargento llamó a gritos a un ayudante, quien cruzó corriendo el puente levadizo. Pocos minutos después, uno de los hijos de von Elgers, un joven espléndidamente vestido, salió a darles la bienvenida. Ya dentro del inmenso patio, Wolff vio algo alarmante: varios khamshem y sholkin vagabundeaban por allí o jugaban a los dados.

— No nos reconocerán — dijo Kickaha —. Y alégrate, que si ellos están aquí, también están Criseya y el cuerno.

Tras asegurarse de que los caballeros estarían bien cuidados, los tres se encaminaron a las habitaciones que les fueron designadas. Se bañaron y vistieron las ropas nuevas, de brillantes coloridos, que les enviara von Elgers. Wolff observó que se parecían mucho a las prendas usadas durante el siglo XIII. Los únicos cambios obedecían claramente a la influencia aborigen.

Cuando entraron al inmenso comedor, la cena estaba ya en su apogeo, y el estruendo era ensordecedor. La mitad de los invitados estaban mareados, y los demás no se movían mucho, pues ya habían pasado la etapa del mareo. Von Elgers se las compuso para levantarse a saludar a sus huéspedes, y se disculpó graciosamente por encontrarse en semejante estado a hora tan temprana.

— Llevamos varios días agasajando a nuestro huésped khamshem. Nos ha traído riquezas inesperadas, y estamos gastando un poco para celebrarlo.

Se volvió para presentar a Abiru, pero lo hizo con demasiada rapidez, y estuvo a punto de caer. Abiru se volvió para responder a la inclinación con que lo saludaron. Les clavó los ojos negros como una espada; su sonrisa fue amplia, pero forzada. A diferencia de los otros, parecía estar sobrio. Los tres ocuparon sus asientos, cerca del khamshem, pues los comensales que antes los ocuparan habían desaparecido bajo la mesa. Abiru parecía ansioso por hablar con ellos .1

— Si buscáis prestar servicio, habéis encontrado a vuestro hombre. Le pagaré al barón para que me conduzca hacia el interior del país, pero no me vendrán mal otros brazos. Mi camino será largo, arduo y peligroso.

—¿Hacia dónde vais? — preguntó Kickaha. Y sin embargo, nadie hubiese dicho, al verle, que tenía mucho interés en lo que respondía Abiru, pues no quitaba los ojos de la bella rubia que estaba sentada frente a él.

— No es ningún secreto — respondió Abiru —. El señor de Kranzelkracht, según se dice, es un hombre muy extraño, pero más rico que el Gran Comendador de Teutonia.

— Lo sé de seguro — observó Kickaha —. He estado en su propiedad y he visto sus tesoros. Hace muchos años, según se cuenta, desafió las iras del Señor escalando la gran montaña hacia el nivel de Atlantis. Allí robó el tesoro del mismo Rhadamanthus y huyó con un saco de joyas. Desde entonces, von Kranzelkracht ha acrecentado sus riquezas con la conquista de los feudos que rodeaban a los suyos. Se dice que el Gran Comendador está preocupado por ello, y que piensa organizar una cruzada en su contra. El Comendador sostiene que ese hombre es un hereje. Pero si así fuera, ¿acaso el Señor no lo habría fulminado con sus rayos hace mucho tiempo?

Abiru inclinó la cabeza y se tocó la frente con la punta de los dedos.

— Los designios del Señor son misteriosos. Además, sólo el Señor conoce la verdad. En todo caso, llevaré a Kranzelkracht a mis esclavos y ciertas posesiones mías. Espero obtener pingues ganancias de mi aventura, y aquellos caballeros lo bastante valientes para acompañarme compartirán el oro, para no mencionar la fama.

Abiru hizo una pausa para tomar un trago de vino. Kickaha, en un aparte, dijo a Wolff:

— Este hombre es tan embustero como yo. Quiere que lo llevemos hasta Kranzelkracht, que está junto al pie del monolito. Desde allí se llevará a Criseya y al cuerno hasta Atlantis, donde los dos le reportarán una casa llena de joyas y de oro. Eso, a menos que su juego sea más audaz aún de lo que yo imagino.

Levantó su vaso y bebió largamente, o fingió hacerlo. Luego dejó la jarra con un golpe, diciendo:

— Maldito sea si no veo algo familiar en Abiru. Desde la primera vez que lo vi tengo esa sensación, pero he estado demasiado ocupado como para pensarlo mucho. Ahora sé que lo he visto en otra parte.

Wolff respondió que eso no era extraño. Debía haber visto muchas caras en sus veinte años de vagabundeos.

— Tal vez tengas razón — murmuró Kickaha —. Pero no creo que se trate de una relación circunstancial. Te aseguro que me gustaría arrancarle la barba.

Abiru se levantó, excusándose, y dijo que era la hora de dirigir sus plegarias al Señor y a su deidad particular, Tartartar. Regresaría tras cumplir con sus devociones. Al oírlo, von Elgers ordenó a dos de sus hombres de armas que lo acompañaran hasta sus habitaciones para asegurarse de que nada le ocurriera. Abiru, con una inclinación, le agradeció tanta amabilidad. Pero Wolff comprendió las intenciones que ocultaba la cortesía del barón; éste no confiaba en el khamshem, y Abiru lo sabía. Von Elgers, a pesar de su ebriedad, estaba atento a lo que ocurría y notaría de inmediato cualquier irregularidad.

— Sí, tienes razón — dijo Kickaha —. No llegó a la posición que ocupa dando la espalda a sus enemigos. Trata de disimular tu impaciencia, Bob. Nos queda un largo camino por recorrer. Fíngete borracho, flirtea un poco con las damas; te considerarán raro si no lo haces. Pero no te vayas con ninguna. Debemos mantenernos a la vista para salir al mismo tiempo cuando llegue el momento.

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