Capitulo 4 EL AGUJERO DEL FIN DEL MUNDO

La tomó de la mano para caminar hacia el rugido de las olas. No habían avanzado sino unos cien metros cuando Wolff divisó al primer gworl. Salía de atrás de un árbol, y pareció tan sorprendido como ellos. Extrajo un puñal y lanzó un grito de advertencia hacia los otros que venían detrás. En pocos segundos se había formado una partida de siete, cada uno con un largo cuchillo curvo.

Wolff y Criseya llevaban unos cincuenta metros de ventaja. Él, sin soltar la mano de la muchacha, echó a correr a toda velocidad, con el cuerno en la otra mano.

— ¡No sé! — dijo ella, desesperada —. Podríamos escondernos en un árbol hueco, pero si nos descubrieran estaríamos atrapados.

Continuaron corriendo. De trecho en trecho miraban hacia atrás: los matorrales eran espesos y ocultaban a varios de los perseguidores, pero siempre había uno o dos a la vista.

— La roca — dijo él —. Está hacia delante. Saldremos por allí.

De pronto comprendió que no deseaba en absoluto regresar a su mundo natal. Aunque significara una vía de escape, un escondite momentáneo, no quería regresar. La perspectiva de quedar atrapado allá, sin poder volver, le era tan pavorosa que casi decidió no tocar el cuerno. Pero debía hacerlo. ¿Qué otra salida le quedaba?

Tal decisión se esfumó unos pocos segundos después. Mientras corría con Criseya hacia la roca, pudo ver que varias siluetas oscuras estaban agachadas en su base. Al levantarse, se convirtieron en tres gworl, provistos de cuchillos relucientes y largos caninos blancos.

Wolff y la muchacha cambiaron de rumbo, mientras los tres monstruos se unían a la persecución. Estos estaban mas cerca, a sólo veinte metros de distancia.

—¿No conoces algún sitio? — preguntó Wolff, jadeando.

— El acantilado — respondió ella —. Es el único sitio adonde no podrán seguirnos. He visto la cara vertical; allí hay cuevas, pero es peligroso.


El no respondió; debía reservar el aliento para la carrera. Tenía las piernas pesadas; le ardían los pulmones y la garganta. Criseya parecía estar en mejor estado: corría con facilidad, adelantando rápidamente sus largas piernas; respiraba profundamente, pero sin agitarse.

— En dos minutos más estaremos allí — dijo.

Los dos minutos parecieron muy largos; cada vez que Wolff se sentía en la necesidad de detenerse, echaba una mirada hacia atrás y sus fuerzas se renovaban. Los gworl, aunque a la distancia, todavía eran visibles. Corrían, apurando las piernas cortas, y deformes, los rostros irregulares llenos de determinación.

— Quizá se vayan si les das el cuerno — dijo Criseya —. Creo que sólo buscan eso.

— Lo haré si no me queda Otro remedio — respondió él —, pero sólo como último recurso.

De pronto se encontraron ante una cuesta empinada. Wolff sintió que las piernas le pesaban insoportablemente, pero tomó un segundo aliento para proseguir otro poco. Pronto estuvieron en lo alto de la colina, al borde de un acantilado.

Criseya lo detuvo. Avanzó por el borde, se paró, miró a su alrededor y lo llamó por señas. El se acercó y miró también hacia abajo. El estómago se le cerró como un puño. El acantilado, compuesto por una roca negra y brillante, bajaba a pique por varios kilómetros. Debajo no había nada.

Nada, salvo el cielo verde.

—¡Entonces, éste es el borde del mundo! — exclamó. Criseya no respondió. Corrió delante, mirando por sobre el borde del acantilado, deteniéndose a cada rato por un breve instante, para examinarlo.

— Unos sesenta metros más allá — le dijo —. Detrás de esos árboles que crecen sobre el precipicio.

Y echó a correr a toda prisa, con él detrás Al mismo tiempo, un gworl surgió de entre los arbustos que crecían en el borde interior de la colina. Se volvió para lanzar un grito hacia sus compañeros, avisándoles, sin duda que había encontrado a los fugitivos; enseguida ataco sin esperarlos.

Wolff corrió hacia él. Al ver que el monstruo levantaba el cuchillo para arrojárselo, le lanzó el cuerno Eso tomó al gworl por sorpresa; o tal vez le cegó la luz reflejada por el metal. Cualquiera fuese la causa esa vacilación bastó para que Wolff tomara ventaja Se echo contra él, aprovechando el momento en que el gworl se agachaba, extendiendo la mano para recoger el cuerno. Los grandes dedos peludos se curvaron en torno al instrumento, y la criatura soltó un grito de placer: entonces, Wolff cayó sobre él. Lanzó una puñalada hacia el vientre redondo; el contrincante levantó su propio puñal, y las dos hojas se cruzaron.

Wolff, perdido el primer ataque, sintió deseos de echar a correr. Aquel monstruo era indudablemente diestro en la lucha a cuchillo. Él, por su parte, conocía bastante bien la esgrima, y nunca había dejado de practicarla, pero había mucha diferencia entre un duelo a estoque y los sucios cuchillazos cuerpo a cuerpo. De cualquier modo, no podía abandonar. En primer lugar, el gworl le mataría arrojándole el cuchillo a la espalda antes de que diera cuatro pasos. Por otra parte, allí estaba el cuerno, sujeto en la garra izquierda de su enemigo, y él no podía abandonarlo.

El gworl sonrió, comprendiendo que Wolff estaba en muy mala posición. La mueca dejó al descubierto sus caninos superiores, largos, húmedos, amarillos y agudos. Con ellos, el cuchillo resultaba casi innecesario.

Algo pasó velozmente junto a Wolff, algo de color pardo dorado, con largos cabellos listados en negro y cobre. El gworl abrió los ojos e hizo ademán de volverse a un lado. La punta de una estaca, despojada de hojas y corteza, se le clavó en el pecho. Criseya sostenía el otro extremo. Había corrido a toda velocidad, sosteniendo la rama en alto como una garrocha, pero en el momento de golpear la había bajado; así hirió a la criatura con un impulso lo bastante fuerte como para tumbaría hacia atrás. Soltó el cuerno, pero el cuchillo siguió firme en la otra mano.

Wolff, con un salto hacia delante, hundió hasta el mango su cuchillo entre las dos protuberancias cartilaginosas, en el cuello del gworl. Allí los músculos eran gruesos y duros, pero no lo bastante como para rechazar la hoja, que sólo se detuvo al herir la tráquea.

Wolff entregó a Criseya el puñal del gworl.

—¡Toma, aquí tienes!

Ella lo aceptó, pero parecía estar paralizada por la impresión. Wolff la abofeteó con fuerza, hasta lograr que la expresión volviera a sus ojos.

—¡Estuviste muy bien! — le dijo —. ¿O preferirías que hubiese muerto yo en su lugar?

Quitó al cadáver el cinturón y se lo puso. Ahora tenía tres cuchillos. Envainó el arma ensangrentada, tomó el cuerno en una mano y dio la otra a Criseya, para echar nuevamente a correr. A sus espaldas se oyó un aullido, en tanto el primero de los gworl llegaba al borde del acantilado. De todos modos, ellos llevaban una ventaja de treinta metros, y la mantuvieron hasta llegar al grupo de árboles que crecía en la orilla. Criseya tomó la delantera. Se echó boca abajo en el borde y pasó del otro lado. Wolff echó una mirada antes de seguirla ciegamente, y pudo ver un pequeño reborde a menos de dos metros. Ella ya se había descolgado hasta allí, y pendía sujeta por las manos. Volvió a descolgarse, esa vez hasta un reborde mucho más angosto. Pero ése no terminaba allí; descendía en un ángulo de cuarenta y cinco grados por la cara del acantilado. Podían caminar por él siempre que se mantuvieran de cara contra la pared de piedra, avanzando de costado, con las manos extendidas para disponer de más apoyo. También Wolff empleaba las dos manos, puesto que había sujetado el cuerno a su cinturón.

Desde lo alto les llegó otro aullido. Al levantar la vista, Wolff vio que uno de los gworl había descendido hasta el primer reborde. Volvió la mirada hacia Criseya, y estuvo a punto de caer por causa de la impresión. Ella había desaparecido.

Lentamente volvió la mirada hacia abajo, por sobre el hombro. Estaba seguro de verla caer por la cara del acantilado, o más allá, hundiéndose en el abismo verde.

—¡Wolff! — le oyó decir, y vio su cabeza pegada a la roca —. Aquí hay una cueva. Apresúrate.

Él avanzó palmo a palmo, cubierto de sudor, temblando, hasta encontrar la abertura.

El techo de la cueva era bastante alto; si estiraba los brazos podía tocar las paredes de ambos lados; en cuanto al fondo, se hundía en la oscuridad.

—¿Hasta dónde llega?

— No muy lejos, pero hay un pozo natural, una grieta en la roca, que lleva hacia abajo. Termina en el fondo del mundo. Más allá no hay nada más que cielo y aire.

— Esto es imposible — dijo él, lentamente —. Sin embargo, existe. Un universo basado en principios físicos totalmente distintos de los que rigen mi universo. Un planeta achatado y con bordes. Pero no comprendo cómo funciona aquí la gravedad. ¿Dónde está el centro?

Ella se encogió de hombros, diciendo:

— Tal vez el Señor me lo dijo hace mucho tiempo, pero lo he olvidado. Hasta había olvidado que la Tierra era redonda.

Wolff se quitó el cinturón de cuero, dejó las vainas libres y escogió una piedra negra de forma oval, que pesaría unos cinco kilos. Insertó la correa en la hebilla y colocó la piedra en el lazo resultante; con la punta de su cuchillo abrió un agujero cerca de la hebilla y apretó el lazo. Ahora estaba armado con una honda, eh cuyo extremo había una pesada piedra.

— Ponte detrás de mí, a un costado — dijo —. Si alguno se me escapa y logra entrar, empújalo antes de que recobre el equilibrio, pero ten cuidado de no caer tú también. ¿Crees que podrás hacerlo?

Ella asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

— Es pedirte mucho. Si te derrumbaras por completo, lo comprendería. Pero en el fondo estás hecha de la antigua pasta helénica. Era una raza dura, y no puedes haber perdido tu fuerza, ni siquiera en este mortal seudo-paraíso.

— Yo no era aquea — respondió ella —, sino de Esmirna. Pero tienes razón, en cierto modo. No me siento tan mal como cabría esperar. Sólo que…

— Sólo que te cuesta acostumbrarte.

Wolff se sentía más esperanzado, porque había esperado otra reacción de su parte. Si ella lograba mantenerse firme, los dos podrían salir de aquello. Pero si caía presa de la histeria, ambos perecerían bajo el ataque de los gworl.

— Y hablando de ellos… — murmuró, en tanto unos dedos negros y velludos, retorcidos, asomaban por el borde de la cueva.

Balanceó con fuerza la honda, de modo tal que la piedra golpeó aquella mano. Hubo un grito de sorpresa y de dolor, y enseguida un largo alarido ululante acompañó la caída del gworl. Wolff no esperó la aparición del próximo. Se acercó cuanto pudo al borde de la caverna y volvió a balancear la piedra. Ésta fustigó la esquina de roca y golpeó contra algo blando. Hubo otro alarido que se perdió en la nada del cielo verde.

—¡Van tres, y quedan siete! Siempre que no se les hayan unido otros.

Y agregó, dirigiéndose a Criseya:

— Tal vez no puedan entrar aquí, pero podrán sitiarnos por hambre.

— ¿Y el cuerno?

— Ahora no nos dejarían ir — dijo él, riendo —, aunque les diera el cuerno. Y no quiero entregarlo. Antes preferiría lanzarlo al cielo.

Una silueta se recortó en la boca de la caverna, descolgándose desde lo alto. Se balanceó y aterrizó de pie; tras un leve tambaleo, se lanzó hacia delante rodó como una pelota velluda y volvió a erguirse. Wolff, atónito, no logró reaccionar. No les suponía capaces de trepar sobre la entrada de la cueva, pues la roca parecía muy pulida en esa parte. Pero uno de ellos lo había logrado, de algún modo, y allí estaba, con el cuchillo en la mano.

Wolff hizo girar la piedra y la arrojó hacia el gworl. Éste la apartó con el cuchillo. En el segundo intento, Wolff erró el blanco: la piedra pasó por sobre aquella cabeza peluda, y un cuchillo en vuelo le rozó el hombro. Dio un salto para tomar su propio puñal, que estaba en el suelo, pero otra sombra se descolgó dentro de la cueva, y una tercera apareció desde el costado.

Algo le golpeó en la cabeza. La vista se le nubló, los sentidos parecieron eclipsarse, y sus rodillas cedieron.


Cuando despertó, dolorida la cabeza, tuvo una sensación pavorosa. Parecía colgar al revés, flotando por sobre un gran disco, negro y pulido. Tenía una cuerda al cuello y las manos sujetas a la espalda. Aunque colgaba con los pies hacia arriba, en el vacío, la cuerda que tenía en torno al cuello soportaba sólo una ligera tensión.

Al echar la cabeza hacia atrás pudo ver que la cuerda salía de un pozo abierto en el disco: una pálida luz brillaba en el otro extremo de aquel pozo.

Cerró los ojos con un gruñido, pero enseguida volvió a abrirlos. El mundo parecía girar vertiginosamente. De pronto logró recuperar la orientación. Estaba suspendido cabeza abajo, contra todas las leyes de gravedad. Colgaba de una soga sujeta al fondo del planeta. Aquel color verde que se veía debajo era el cielo.

«Ya debería estar estrangulado», pensó. «Pero no hay gravedad que me atraiga hacia abajo. »

Hizo un fuerte movimiento con el pie, y la reacción lo impulsó hacia arriba. La boca del pozo se aproximó, y él introdujo la cabeza en ella; pero algo presentó resistencia. Su movimiento perdió velocidad y se detuvo; como rechazado por un resorte invisible, retrocedió hasta que la cuerda, extendida al máximo, lo detuvo.

Aquello era obra de los gworl. Tras derribarlo de un golpe, lo habían bajado por el pozo, o, más probablemente, lo habían llevado hasta allí. La perforación era lo bastante angosta como para que un hombre pudiera descender con la espalda contra una pared y los pies apoyados contra la otra. Cualquier hombre se despellejaría al hacerlo, pero el pellejo peludo de los gworl parecía lo bastante duro como para soportar sin daños el descenso y el ascenso posterior. Después habrían bajado una soga para colocarla en torno a su cuello, y allí lo habían dejado, suspendido en un agujero en el fondo del mundo.

No había forma de subir. Moriría allí de hambre, y el cuerpo quedaría a merced de los vientos espaciales hasta que la soga se pudriera. Y entonces tampoco podría caer; seguiría flotando en la sombra arrojada por el disco. Los gworl que él derribara, en cambio, habían caído por la fuerza de la aceleración.

Aunque su situación era desesperada, no pudo dejar de especular con respecto a la configuración gravitatoria de aquel planeta achatado. El centro debía estar en el fondo mismo, y toda atracción se ejercía hacia arriba, a través de la masa del planeta. En el lugar donde él estaba, tal atracción no existía.

¿Qué habrían hecho los gworl con Criseya? ¿Acaso la habían matado, como a su amiga?

Comprendió que, cualesquiera fuesen sus planes, no colgarla con él formaba parte de la tortura. De ese modo lo condenaban también a la incertidumbre con respecto al destino sufrido por ella. Mientras tuviera vida, tendría que preguntarse qué era de ella, e imaginar múltiples posibilidades, todas horribles.

Durante largo tiempo pendió suspendido en el aire, con una ligera inclinación, pues el viento, ante la falta de gravedad, lo mantenía quieto en vez de balancearlo como a un péndulo.

Aunque permanecía en la sombra del disco negro, podía apreciar la marcha del sol. Éste, en sí, estaba oculto por el disco, pero su luz caía en la orilla de aquella gran curva y avanzaba a lo largo. El cielo verde brillaba esplendoroso donde estaba el astro; los otros sectores permanecían a oscuras. En cierto momento surgió una luz más pálida en el borde del disco, y Wolff comprendió que la luna había seguido al sol.

«Debe ser la medianoche», pensó. «Si los gworl la llevan hacia alguna parte, han de estar navegando por el mar. Si la han torturado, tal vez esté muerta. Si le han hecho daño, espero que haya muerto. »

De pronto, mientras colgaba suspendido en la oscuridad de aquel fondo, sintió un tirón en el extremo de la cuerda. El lazo se ciñó, aunque no lo bastante como para ahogarlo, y algo tiró de él hacia el pozo. Estiró el cuello para ver quién lo alzaba, pero no logró penetrar la oscuridad de aquella boca. Pronto su cabeza pasó por la telaraña de la gravedad (era similar a la tensión superficial del agua) y salió del abismo. Unas manos grandes, unos fuertes brazos lo oprimieron contra un pecho cálido, duro, cubierto de pelos. Percibió un aliento a alcohol, y unos labios curtidos le rasparon la mejilla. Aquella criatura lo oprimió más contra sí y comenzó a trepar por el pozo, centímetro a centímetro, con él en los brazos. La roca arrancó un trozo de aquel pellejo peludo en el primer avance; hubo una sacudida, las piernas treparon, y tras un nuevo arañazo avanzaron un poco más.

—¿Ipsewas? — preguntó Wolff.

— Ipsewas — replicó el cebrila —. Ahora, no hables. No puedo gastar aliento. Esto no es fácil.

Wolff obedeció, aunque ardía por preguntar qué había Sido de Criseya. Al llegar al extremo del pozo, Ipsewas le quito la soga del cuello y lo impulsó hacia el suelo de la caverna.

Recién entonces, Wolff se atrevió a preguntar:

—¿Dónde está Criseya?

Ipsewas aterrizó suavemente dentro de la caverna, lo obligó a volverse y comenzó a desatarle los nudos que tenía en torno a las muñecas. Entre los jadeos causados por el escalamiento del pozo, respondió:

— Los gworl se la llevaron a un gran refugio subterráneo, y desde allí se fueron por el mar, hacia la montaña. Ella, gritando, me rogó que la socorriera, pero un gworl la golpeó; supongo que la dejó inconsciente. También yo estaba medio inconsciente, borracho como el Señor; había estado bebiendo jugo de coco y divirtiéndome con Autonoe; la conoces, la akowile de boca grande.

Antes de que la golpearan, Criseya gritó algo acerca de que tú estabas colgado en el Agujero del Fondo del Mundo. No comprendí, porque hace mucho que no vengo por esta zona; no quiero pensar cuánto hace; en realidad, ni siquiera lo sé. Todo es muy confuso, tú sabes.

— No, no lo sé — dijo Wolff, frotándose las muñecas —. Pero creo que si me quedo mucho tiempo aquí, también terminaré entre los vapores del alcohol.

— Quise ir tras ella — dijo Ipsewas —, pero los gworl me mostraron esos cuchillos largos y me amenazaron de muerte. Vi que sacaban un bote de entre los arbustos, y entonces decidí que si me mataban, qué diablos, no importaba. No iba a permitir que me amenazaran ni que se llevaran a la pobrecita Criseya donde sólo el Señor sabe. Criseya y yo fuimos amigos en los viejos tiempos, en Troya, aunque últimamente no nos hayamos tratado mucho. Creo que ha pasado largo tiempo. De cualquier modo, me sentí de pronto sediento de aventuras y de emociones, y también lleno de odio por esos monstruos deformes.

Corrí tras ellos, pero ya estaban echando el bote al agua, con Criseya en él. Traté de encontrar un histoikhthys, con intenciones de hundirles el bote; una vez que estuviéramos en el agua los tendría a mi merced, con cuchillos o sin ellos. Por la forma en que manejaban el bote noté que no le tienen ningún cariño al agua. Ni siquiera creo que sepan nadar.

— También yo lo dudo.

Pero no había ningún histoikhthys a mano, y el viento ya se llevaba el bote. Volví adonde estaba Autonoe y bebí un poco más. Quería olvidarme de Criseya, y casi me olvido también de ti. Estaba seguro de que iban a hacerle daño, y no soportaba pensar en ello; por eso traté de borrar todo con el alcohol. Pero Autonoe, bendito sea su cerebro de borracha, me recordó lo que Criseya había dicho con respecto a ti.

»Salí a toda velocidad, y tuve que buscar el camino, porque no podía recordar dónde estaban los bordes que llevaban a esta cueva. Estuve a punto de abandonar todo para volver a la bebida. Pero algo me hizo seguir. Tal vez quería hacer algo bueno en esta eternidad de no hacer nada, ni para bien ni para mal.

Si no hubieses venido, habría quedado colgado allí hasta morir de sed. Ahora Criseya tendrá una oportunidad de salvarse, si puedo encontrarla. Voy en su busca. ¿Me acompañas?

Wolff esperaba una respuesta afirmativa, pero también suponía que Ipsewas se echaría atrás al verse frente al mar. Sin embargo, se llevó una sorpresa.

El cebrila se adentró en el mar, asió una vela cartilaginosa y montó en el lomo del histoikhthys. Lo condujo hasta la playa por medio de presiones en los grandes centros nerviosos, que asomaban en forma de bultos purpúreos en la piel desnuda, detrás de la proa, constituida por una concha cónica.

Por indicación de Ipsewas, Wolff hizo presión sobre cierto punto para mantener quieto en la playa al pez-vela (tal era la traducción literal de histoikhthys). El cebrila trajo varias brazadas de frutas y cocos, y un montón de nueces de ponche.

— Necesitamos alimentos y bebida — refunfuño —. Especialmente bebidas. Tal vez lleve mucho tiempo cruzar Okeanos hasta llegar al pie de la montaña. No recuerdo.

Unos pocos minutos después, ya guardadas las provisiones en uno de los receptáculos naturales que presentaba la concha del pez-vela, se hicieron a la mar. El viento infló aquella vela de fino cartílago, mientras el gran molusco recogía agua en la boca para expelería por una válvula carnosa, en la parte trasera.

Los gworl nos llevan ventaja — dijo Ipsewas —, pero no pueden desarrollar tanta velocidad. No podrán llegar mucho antes que nosotros.

Abrió una nuez de ponche y ofreció un sorbo a Wolff. Éste, exhausto y enervado, aceptó; necesitaba algo que lo obligara a dormir. La concha del pez-vela presentaba una especie de cueva en donde pudo refugiarse, contra la cálida piel desnuda del molusco. Poco después estaba dormido; antes de cerrar los ojos vio la ancha espalda de Ipsewas, encorvada sobre los centros nerviosos, borroneadas sus listas por la luz de la luna. Lo vio levantar otra nuez de ponche sobre la cabeza y volcar su contenido entre los labios salientes y goriloides.

Cuando Wolff despertó, el sol estaba apareciendo tras la curva de la montaña. La luna llena (siempre era llena, pues la sombra del planeta no caía sobre ella) empezaba a deslizarse por el otro borde de la montaña.

Se sentía descansado, pero hambriento; comió algunas frutas y varias nueces, ricas en proteínas. Ipsewas le enseñó la forma de variar su dieta por medio de las «moras de sangre». Éstas eran unas bolitas de color castaño rojizo, y crecían en racimos en la punta de varios tallos carnosos que asomaban por sobre la concha del pez-vela. Cada racimo tenía el tamaño de una pelota de baseball; la piel delgada se rompía fácilmente, exudando un liquido con todo el aspecto y el olor de la sangre. La pulpa tenía gusto a carne cruda con camarones.

— Se desprenden cuando están maduras, y los peces las comen casi todas. Pero algunas llegan flotando a la playa. Son más ricas cuando se las saca del tallo.

Wolff se puso en cuclillas junto a Ipsewas. Entre bocado y bocado, dijo:

— El histoikhthys es muy práctico. Casi parece demasiado práctico.

— El Señor lo creó para nuestro placer y el suyo — replicó Ipsewas.

—¿El Señor hizo este universo? — preguntó Wolff, ya no muy seguro de que la historia fuese mito.

— Es mejor que lo creas — replicó Ipsewas, y tomó otro sorbo —. De lo contrario, el Señor acabará contigo. De cualquier modo, no creo que te deje continuar. No le gustan los intrusos.

Y agregó, levantando el coco:

— Por que logres pasar inadvertido. Y por una súbita muerte y condenación del Señor.

De pronto soltó la nuez y saltó sobre Wolff. Éste se vio tomado tan por sorpresa que no pudo defenderse, y cayó dentro del hueco en donde había dormido, con todo el peso de Ipsewas sobre él.

—¡Quieto! — dijo el cebrila —. Quédate escondido allí hasta que yo te avise. Hay un Ojo del Señor.

Wolff se encogió contra la dura concha, tratando de confundirse con la sombra. Pero logró espiar con un ojo: la sombra harapienta de un cuervo cruzó rápidamente, seguida por el ave. La austera criatura pasó como un relámpago, viró y empezó a planear para posarse en el mástil del pez-vela.

—¡Maldito sea! ¡Me verá sin remedio! — murmuró Wolff entre sí.

— No pierdas la calma — recomendó Ipsewas —. ¡Ahhh!

Hubo un golpe seco, un chapuzón y un grito; Wolff, asustado, se golpeó la cabeza contra la concha. En el ir y venir de la luz y la sombra, vio que el cuervo pendía indefenso de dos garras gigantescas. Si el cuervo tenía el tamaño de un águila, el matador que se había lanzado como un bólido desde el cielo verde parecía, en ese primer instante de conmoción, tan enorme como una roca. Se trataba de un águila, como comprendió Wolff al adaptarse su vista; el cuerpo era de color verde claro, roja la cabeza y amarillo el pico. Superaba en cinco veces el tamaño del cuervo, y cada una de sus alas medía al menos nueve metros de longitud. Aleteaba pesadamente, tomando altura, tras haberse dejado caer como un proyectil sobre su presa hasta la misma superficie del mar. Con cada uno de sus poderosos aletazos se elevaba unos cuantos centímetros; pero antes de alejarse por completo volvió la cabeza, y Wolff pudo verle los ojos. Eran escudos negros, y reflejaban las llamaradas de la muerte. El hombre se estremeció: nunca había visto tan al desnudo el deseo de matar.

— Haces bien en temblar — dijo Ipsewas, asomando en el hueco su cara sonriente —. Era una de las mascotas de Podarga. Podarga odia al Señor, y lo atacaría en persona si tuviera una oportunidad, aunque eso le costara la vida. Y así sería, sin duda. Ella sabe que no puede acercarse a él, pero envía a sus mascotas para comerle los Ojos. Y lo hacen, como has visto.

Wolff salió de su escondite y se quedó contemplando la silueta del águila, que se alejaba con su presa.

—¿Quién es Podarga?

— Uno de los monstruos del Señor, como yo. También ella vivió, en otros tiempos, en las costas del Egeo; era una bellísima joven. Fue en la época del gran rey Príamo, y Aquiles el divino, y Odiseo el ingenioso. Yo los conocí a todos. Si me vieran ahora, me escupirían; Ipsewas el cretense, en otros tiempos bravo marinero y luchador con la espada. Pero estaba hablándote de Podarga. El Señor la trajo a este mundo; creó un cuerpo monstruoso y le dio su cerebro. Vive allá arriba, en una caverna abierta en la cara misma de la montaña. Odia al Señor; odia también a cualquier ser humano normal, y los come si sus águilas no lo hacen antes. Pero por sobre todas las cosas, odia al Señor.

Eso parecía ser cuanto Ipsewas sabía con respecto a Ella; dijo también que no se llamaba Podarga antes de que el Señor la raptara. Recordaba también haberla conocido íntimamente. Wolff trató de interrogarlo más a fondo, pues le interesaba cuanto Ipsewas pudiera decirle con respecto a Agamenón, Aquiles Odiseo y los otros héroes de la época homérica.

— Agamenón — dijo al cebrila — parece haber sido un personaje histórico. Pero los otros, Aquiles y Odiseo, ¿existieron realmente?

— Claro que sí — respondió Ipsewas, con un gruñido —. Veo que esa época te interesa, pero es muy poco lo que puedo decirte. Ha pasado mucho tiempo. Demasiados días perdidos. ¿Días? ¡Siglos, milenios! Sólo el Señor sabe cuántos. Y con demasiado alcohol, también.

Durante el resto del día y parte de la noche, Wolff trató de sonsacar más datos de Ipsewas, pero sus esfuerzos no dieron grandes frutos. El cebrila, aburrido, bebió la mitad de la provisión de cocos y se dedicó a roncar. La aurora surgió de tras la montaña, verde y dorada. Wolff, al mirar dentro de las aguas claras, pudo ver cientos de miles de peces, de fantásticas formas y esplendorosos colores. Una foca de brillante piel anaranjada subió desde las profundidades, con una presa en la boca que semejaba un diamante vivo. A su lado pasó un pulpo de venas purpúreas, impulsado hacia atrás. Mucho más abajo, hacia el fondo, algo enorme y blanco apareció por un segundo y volvió a perderse en la profundidad.

Al fin se oyó el bramido de la marea, y una línea fina y blanca surgió en la base de Thayaphayawoed. La montaña, que tan lisa parecía a la distancia, se veía desde allí quebrada por grietas, por salientes y espirales, por declives vertiginosos y heladas fuentes de piedra. Thayaphayawoed subía, subía, subía, como si pendiera por sobre el mundo entero.

Wolff sacudió a Ipsewas hasta lograr que se levantara, quejoso y rezongón. Parpadeó, con los ojos enrojecidos, se rascó, tosió, y buscó otra nuez de ponche. Finalmente, ante la insistencia de Wolff, condujo al pez-vela a lo largo de la costa.

— Esta zona me era familiar en otras épocas — dijo —. Una vez pensé escalar la montaña, encontrar al Señor y tratar de…

Hizo una pausa, se rascó la cabeza, frunciendo el ceño, y exclamó:

—¡Matarlo! ¡Eso es! ¡Yo sabía que había una palabra! Pero no sirvió de nada. No tuve coraje para intentarlo solo.

— Ahora estás conmigo — dijo Wolff.

Ipsewas sacudió la cabeza y volvió a beber.

— No es lo mismo ahora que entonces. Si hubieses estado conmigo… Bueno, ya no vale la pena hablar de eso. Ni siquiera habías nacido en esa época. Tampoco había nacido el tatarabuelo de tu tatarabuelo. No, es demasiado tarde.

Guardó silencio, mientras guiaba al pez-vela por una abertura en la montaña. El gran animal giró abruptamente, y la vela cartilaginosa se dobló contra el mástil; la concha se elevó sobre una ola enorme, y de pronto se encontraron en las aguas calmas de un angosto fiordo, escarpado y oscuro.

Ipsewas señaló una serie de salientes.

— Ve por allí. Irás lejos. No puedo decirte hasta dónde, porque me cansé y volví al Jardín. Creí que jamás volvería.

Wolff trató de convencer al cebrila, diciendo que le haría falta su fuerza, que Criseya necesitaba de él. Pero Ipsewas meneó la cabeza pesada y sombría.

— Te doy mi bendición, por lo que vale.

— Y yo te agradezco lo que has hecho — manifestó Wolff —. Si no hubieses ido a buscarme, a estas horas estaría aún colgando de aquella soga. Tal vez vuelva a verte. Con Criseya.

— El Señor es demasiado poderoso — replicó Ipsewas —¿Crees tener alguna oportunidad contra un ser que pudo crear su propio universo privado?

— Tengo una oportunidad. Mientras pueda luchar y usar el cerebro, mientras me acompañe la suerte, tengo una oportunidad.

Bajó de un salto y estuvo a punto de resbalar en la roca mojada.

—¡Mal presagio, amigo mío! — observó Ipsewas.

Wolff se volvió, sonriente.

—¡No creo en los presagios, mi supersticioso amigo griego! ¡Adiós!

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