Capítulo 13 ABIRU

Wolff bebió lo bastante como para perder la sensación de estar atado con alambres, y comenzó a charlar con Lady Alison, la esposa del barón de Wenzelbricht. Era una morena de ojos azules, de belleza estatuaria, y lucía un vestido blanco muy ajustado. Era lo bastante escotado como para causar un efecto vigorizante sobre los hombres presentes, pero ella no parecía contentarse con ello. Dejaba caer con frecuencia el abanico, y lo levantaba por sí misma. En cualquier momento, Wolff se habría sentido feliz de quebrar su castidad con ella; obviamente, no habría encontrado dificultades, pues ella parecía orgullosa de concitar el interés del gran Wolfram, tras conocer su victoria sobre von Laksberg. Sin embargo, no podía pensar sino en Criseya, que debía hallarse en algún sitio de aquel palacio. Nadie la había mencionado, y él ni se atrevía a hacerlo; pero la pregunta le quemaba la lengua, y varias veces debió mordérsela para no formularla.

Al fin apareció Kickaha, en el momento preciso, pues ya no podría rechazar las atrevidas insinuaciones de Lady Alison sin ofenderla. Kickaha había traído consigo al marido, a fin de proporcionar a Wolff una buena excusa para marcharse. Más tarde, contó que había llevado a la rastra al barón, quien estaba con otra mujer, con el pretexto de que su esposa requería su presencia. Los amigos se marcharon juntos, dejando al aturdido barón para que explicara a qué había ido allí. Puesto que ni él ni su esposa lo sabían, debió ser una conversación muy interesante, aunque algo desconcertante.

Wolff indicó por señas a funem Laksfalk que se uniera a ellos, y fingieron salir hacia el retrete. Una vez fuera de la vista, bajaron rápidamente a un salón, lejos del lugar al que fingían dirigirse, y treparon sin ser vistos cuatro tramos de escaleras. Iban armados sólo con dagas, pues habría sido un insulto llevar armadura y espada a la cena. De cualquier modo, Wolff se las había compuesto para desatar el largo cordón del cortinaje de su habitación, y lo llevaba enrollado en la cintura, por debajo de la camisa.

El Yiddish dijo:

— Escuché una conversación entre Abiru y su lugarteniente, Rhamnish. Hablaban en el idioma comercial de H'zaishum, sin saber que yo he recorrido el río Guzirit por la zona selvática. Abiru preguntó a Rhamnish si había descubierto dónde había escondido von Elgers a Criseya. Rhamnish dijo que había perdido tiempo y dinero tratando de averiguarlo entre los sirvientes y los guardias, pero sólo pudo saber que estaba en la sala oriental del castillo. A propósito: los gworl están en la mazmorra.

—¿Y cómo es que von Elgers ha quitado a Abiru la posesión de Criseya? — observó Wolff —. ¿No es acaso propiedad del khamshem?

Tal vez el barón tiene sus propios planes — respondió Kickaha —. Si es tan bella y extraordinaria como tú dices…

—¡Debemos encontrarla!

— No te preocupes, lo haremos. Oh, Bob, hay un guardia en el otro extremo del salón. Sigamos caminando en su dirección. Tambaleáos un poco más.

El guardia levantó la espada en cuanto se aproximaron. En tono cortés, pero no carente de firmeza, les ordenó retroceder. El barón había prohibido el paso a todo el mundo, bajo pena de muerte.

— Está bien — dijo Wolff, arrastrando las palabras.

Hizo ademán de volverse, pero saltó hacia delante y aferró la espada. Antes de que el atónito centinela pudiera lanzar un grito, lo arrojó contra la puerta y le apoyó la espada contra la garganta, oprimiendola con fuerza. Los ojos del centinela parecieron salir de sus órbitas; se puso rojo, después azul, y un minuto después cayó muerto.

El Yiddish arrastró el cuerpo a través del salón, escondiéndolo en un cuarto lateral. Al volver, dijo haberlo ocultado bajo un gran armario.

— Es lamentable — dijo alegreniente Kickaha —. Tal vez era un buen muchacho. Pero si tenemos dificultades para salir de aquí, será un enemigo menos.

— Por desgracia, las llaves de la puerta no estaban sobre el cadáver.

— Tal vez von Elgers es el único que las tiene, y será muy difícil quitárselas — dijo Kickaha —. Bueno, veamos qué hay por aquí.

Condujo a sus compañeros hacia otra habitación. Por cuyas ventanas ojivales salieron al exterior. Bajo el antepecho había varias salientes, determinadas por tallas de piedra en forma de dragones, demonios y cerdos. Aunque aquellos adornos no ofrecían bastante espacio como para trepar, un hombre valiente o desesperado podía ascender por ellos. Quince metros más abajo, la superficie del foso centelleaba quietamente en la oscuridad, bajo la luz de las antorchas que iluminaban el puente levadizo. Afortunadamente, la luna estaba cubierta por espesas nubes negras, y los escaladores pasarian inadvertidos a los guardias de abajo.

Kickaha buscó a Wolff con la mirada; éste iba trepando por una gárgola de piedra, y tenía un pie apoyado en la cabeza de una serpiente.

— Eh, Bob, olvidé avisarte que el barón tiene el foso lleno de dragones de agua. No son muy grandes; miden sólo unos seis metros de longitud, y no tienen piernas, pero están siempre hambrientos.

— A veces, tu humor me parece de mal gusto — respondió Wolff, enojado —. Sigue.

Kickaha soltó una risa disimulada y continuó trepando. Wolff le siguió, tras asegurarse de que el caballero Yiddish no encontraba dificultades. Kickaha se detuvo.

— Aquí hay una ventana — dijo —, pero está cerrada con barrotes. No creo que haya nadie dentro. Está oscura.

Kickaha siguió trepando. Wolff se detuvo para mirar por la ventana. El interior estaba oscuro como los ojos de un pez. Introdujo una mano por entre los barrotes y buscó a tientas hasta encontrar algo: una vela. La quitó cuidadosamente del candelero y la pasó por entre los barrotes. Después, colgado de un barrote, buscó en la pequeña bolsa que llevaba en el cinturón y sacó un fósforo.

—¿Qué estás haciendo? — preguntó Kickaha desde arriba.

Wolff se lo explicó.

— Llamé a Criseya un par de veces — dijo su amigo —. No hay nadie allí. No pierdas el tiempo.

— Quiero asegurarme.

— Eres demasiado minucioso, y prestas atención a los detalles. Si quieres derribar un árbol, hay que hacer cortes grandes. Vamos.

Wolff encendió el fósforo, sin responder. La llamita estuvo a punto de apagarse bajo la brisa, pero él logró introducirla por entre los barrotes con bastante rapidez. La luz reveló un interior desocupado.

—¿Estás satisfecho? — dijo Kickaha, en voz más débil, pues iba trepando a mayor altura —. La almena es nuestra última esperanza. Si allí no hay nadie… De cualquier modo, no sé cómo… ¡Uh!

Más tarde, Wolff se felicitó por su insistencia en inspeccionar la habitación. Había dejado arder el fósforo hasta que le quemó los dedos, y sólo entonces lo dejó caer. En seguida, tras la apagada exclamación de Kickaha, lo golpeó un cuerpo que caía. El impacto fue tan violento que estuvo a punto de dislocarle el hombro. Soltó un gruñido, y procuro sostenerse con un solo brazo. Kickaha se mantuvo de él durante unos cuantos segúndos, temblando; luego tomó aliento y retomó el ascenso. Nadie dijo una palabra, pero ambos comprendieron que, de no ser por la tozudez de Wolff, la caída de Kickaha lo habría arrastrado también, pues no habría podido sostenerse en el precario albergue de la gárgola. Y tal vez fumen Laksfalk, quien estaba debajo, en línea recta, habría caído con ellos.

La almena era grande. Ubicada a un tercio de la altura de la pared, sobresalía notablemente de ella; de su ventana en forma de cruz surgía cierto resplandor. Allá, la pared estaba libre de adornos.

Abajo se desató un estruendo terrible, y otro algo menor le hizo eco en el interior del castillo Wolff se detuvo para mirar hacia el puente levadizo, creyendo que los habían descubierto. Muchos hombres de armas e invitados llenaban el puente y las tierras inmediatas, algunos con antorchas, pero nadie miraba hacia arriba. Parecían buscar a alguien entre los árboles y los matorrales.

Si habían reparado en la ausencia de los tres, y si habían descubierto el cadáver del guardia, la retirada se haría difícil. Pero en primer lugar debían encontrar a Criseya y liberarla; después sería tiempo de pensar en batallas.

—¡Ven, Bob! — dijo Kickaha desde arriba.

Parecía muy divertido, y Wolff comprendió que había encontrado a Criseya. Trepó a toda velocidad, con mucha mayor prisa de la que habría permitido el sentido común. Había que trepar por uno de los costados, pues la parte interior se proyectaba hacia fuera. Kickaha, apoyado en la parte plana, hizo ademán de bajarse de allí.

— Tendrás que colgarte desde arriba si quieres mirar dentro, Bob. Ella está allí, y sola. Pero la ventana es demasiado angosta para que pueda pasar una persona.

Wolff se deslizó por sobre el borde de la saliente, mientras Kickaha lo sujetaba por las piernas, y se asomó desde arriba, con el foso negro allá abajo; si Kickaha lo soltaba caería irremediablemente. Por la abertura de la piedra pudo ver la cara invertida de Criseya, que sonreía entre lágrimas.

Más tarde no pudo recordar exactamente qué sintió un estado de frustración y dsesperanza, seguido por una nueva fiebre. Se sentía capaz de hablar por toda la eternidad. Extendió la mano para tocar la de ella, y Criseya se esforzó inútilmente por alcanzarla.

— No te aflijas, Criseya — le dijo —. Ya sabes que estamos aquí, y no nos marcharemos sin llevarte con nosotros. Lo juro.

—¡Pregántale dónde está el cuerno! — dijo Kickaha.

Criseya, al oírlo, respondió:

— No lo sé, pero creo que lo tiene von Elgers.

—¿Te ha molestado? — preguntó Wolff, furioso.

— Todavía no, pero no sé cuánto tardará en llevarme a la cama. Sólo se contiene por no bajar el precio que pedirá por mi. Dice que nunca ha visto una mujer igual.

Wolff soltó un juramento, y en seguida se echó a reír. Era muy propio de ella hablar con tal franqueza, pues en el mundo del Jardín, la vanidad era algo corriente.

— Eliminad la charla innecesaria — dijo Kickaha —. Ya habrá tiempo para eso cuando salgamos de aquí.

Criseya respondió a las preguntas de Wolff tan concisa y claramente como le fue posible. Describió la forma de llegar a su habitación, pero no pudo especificar cuántos guardias guardaban su puerta ni el corredor que llevaba a ella.

— Pero sé algo que el barón ignora — dijo —. El cree que Abiru me llevará ante von Kranzelkracht. No es así. Abiru pretende escalar el Doozvillnavara hasta Atlantis. Allá me venderá a Rhadamanthus.

— No te venderá a nadie, porque lo mataré — dijo Wolff —. Ahora debo irme, Criseya, pero volveré tan pronto como sea posible. Y no será por esta vía. Hasta entonces, recuerda que te amo.

—¡En mil años no me habían dicho eso! — exclamó Criseya — Oh, Robert Wolff, te amo. ¡Pero tengo miedo! Yo…

No tienes por qué temer a nada — respondió él — mientras yo viva. Y no tengo intenciones de morir.

Indicó a Kickaha que lo arrastrara hasta ponerlo sobre el techo de la almena. Al levantarse estuvo a punto de caer, mareado, pues la sangre se le había agolpado en la cabeza.

El Yiddish ya ha comenzado a bajar — observó Kickaha —. Le indiqué averiguar si podemos descender por el mismo camino; espero que averigüe qué es lo que ha provocado ese tumulto.

—¿Será por nosotros?

— No lo creo. En primer lugar habrían buscado en la habitación de Criseya, y no lo han hecho.

El descenso fue aún más lento y peligroso que la subida, pero lo cumplieron sin inconvenientes. Funem Laksfalk los esperaba junto a la ventana por la cual habían salido.

— Han encontrado al guardia que matásteis — dijo —, pero no nos relacionan con eso. Los gworl escaparon de la mazmorra y mataron a varios hombres. También recobraron sus propias armas. Algunos lograron salir del castillo, pero no todos.

Los tres entraron por esa habitación y volvieron a reunirse con los invitados que buscaban a los gworl. No abía forma de subir las escaleras que llevaban al cuarto de Criseya. Sin duda, von Elgers habría reforzado la guardia.

Vagaron por el castillo durante varias horas, familiarizándose con su distribución. Era evidente que, aunque la sorpresa causada por la fuga de los gworl había despabilado un poco a los teutónicos, todavía estaban muy borrachos. Wolff sugirió que era mejor subir a sus habitaciones para estudiar un plan. Tal vez se les ocurrira algo razonable.

Los habían alojado en el quinto piso; la ventana estaba debajo de la almena de Criseya, hacia un costado. Para llegar allí fue necesario cruzarse con muchos hombres y mujeres mareados y balbuceantes, entre el olor del vino y de la cerveza. Nadie podía haber entrado en la habitación para registrarla, pues sólo ellos y el custodia principal tenían las llaves, y éste había estado demasiado ocupado en cosas más importantes. Por otra parte, ¿cómo podían los gworl entrar por una puerta cerrada?

Sin embargo, en el momento en que Wolff entró al cuarto, supo que habían estado allí. El olor a fruta podrida le dio en la nariz. Empujó entonces a los otros dos dentro de la habitación y cerró velozmente la puerta, echando llave. Luego se volvió con la daga en la mano. También Kickaha había sacado el arma, con los ojos centelleantes y la nariz dilatada. Solo funem Laksfalk parecía no comprender que había algo extraño, con excepción de aquel olor desagradable.

Wolff le indicó algo, en un susurro; el Yiddish se din. Gió hacia la pared para tomar las espadas, pero se detuvo: las vainas estaban vacías.

Lenta, silenciosamente, Wolff entró en el otro cuarto. Kickaha lo siguió con una antorcha, cuyas llamas, al parpadear, lanzaron sombras gibosas. Wolff, creyendo que se trataba de los gworl, tuvo un sobresalto. Al avanzar la luz, aquellas sombras desaparecieron o se transformaron en siluetas inofensivas.

— Pero están aquí — insistió Wolff, suavemente —, o acaban de salir. ¿Por dónde?

Kickaha señaló los largos cortinajes que ocultaban las ventanas. Wolff se acercó a grandes pasos y las ensartó varias veces con la espada, pero la hoja sólo tropezó contra la pared. Su amigo descorrió entonces los cortinajess: no había allí gworl alguno.

— Entraron por la ventana — dijo el Yiddish —, pero ¿por qué?

En ese momento, Wolff levantó la vista y lanzó un juramento. Retrocedió, con intenciones de advertir a sus compañeros, pero éstos ya lo habían notado también. Arriba, colgados con la cabeza hacia abajo, dos gworl se sostenían con las rodillas del grueso caño de hierro que sostenía los cortinajess. Ambos tenían largos cuchillos ensangrentados en la mano, y uno de ellos aferraba, además, el cuerno de plata.

Al darse cuenta de que habían sido descubiertos, los monstruos enderezaron las piernas y se lanzaron, cayendo en posición normal. El de la derecha lanzó un puntapié que hizo rodar a Wolff. Éste se puso de pie en un instante. Kickaha, en tanto, atacó al monstruo, errando el golpe. El gworl lanzó el cuchillo desde una corta distancia y logró clavárselo en el hombro.

El otro arrojó su puñal contra funem Laksfalk y lo golpeó en el plexo solar, con una fuerza tal que lo hizo tambalear. Pero un segundo después volvió a erguirse; por la desgarradura de la camisa se veía brillar el acero de la cota de malla; estaba indemne.

Entre tanto, el gworl que tenía el cuerno se lanzó por la ventana, sin que nadie pudiera perseguirlo: su compañero lo cubrió con una lucha feroz. Wolff volvió a rodar por el suelo, esta vez bajo el impacto de un fuerte golpe. El monstruo se lanzó sobre Kickaha como un torbellino, agitando los puños, y lo obligó a retroceder. El Yiddish saltó, cuchillo en mano, tratando de alcanzarlo en el vientre, pero el monstruo lo sujetó por la muñeca y se la retorció hasta hacerlo soltar el cuchillo y gritar de dolor.

Kickaha, desde el suelo, golpeó con el talón el tobillo del gworl y le hizo perder el equilibrio. No llegó a caer, pues Wolff lo sujetó. Rodaron abrazados, cada uno tratando de romper la espalda del otro o de liberarse. Wolff logró deshacerse de él. Chocaron contra la pared, y el gworl llevó la peor parte, pues se golpeó la cabeza.

Por un segundo, se lo vio aturdido. Eso dio tiempo a Wolff para sujetar a aquella maloliente y deforme criatura contra sí, aplicando toda su fuerza contra su columna vertebral. El gworl, musculoso y de fuertes huesos, resistió aquel embate. Pero ya los otros dos caballeros caían sobre él con las dagas. Lo apuñalaron varias veces, y habrían seguido hasta encontrar un punto fatal en el pellejo cartilaginoso, si Wolff no les hubiese ordenado detener el ataque.

Soltó al gworl y dio un paso atrás. El monstruo cayó al suelo, sangrando, con los ojos vidriosos. Wolff lo ignoró por un momento, para mirar por la ventana, en busca del que había escapado con el cuerno. Un grupo de jinetes con antorchas salió por el puente levadizo, en dirección al campo. Las luces revelaron sólo las aguas oscuras y tranquilas del foso. No se veía a ningún gworl trepado a la pared. Wolff se volvió hacia el herido.

— Se llama Diskibibol, y el otro, Smeel — dijo Kickaha.

— Smeel debe haberse ahogado — dijo Wolft —. Aunque supiera nadar, los dragones de agua lo habrán atrapado. Y no sabe nadar.

Entonces pensó en el cuerno: yacería en el lodo del lecho del foso.

— Por lo que veo — agregó —, nadie lo vio caer. El cuerno está a salvo, momentáneamente.

El gworl habló en alemán, reproduciendo con dificultad los sonidos. Las palabras parecían rasparle la garganta.

— Moriréis, humanos. El Señor vencerá. Arwoor es el Señor, y una escoria como vosotros no puede contra él. Pero antes de morir sufriréis el más el más…

Pero tuvo un ataque de tos y un vómito de sangre. Pronto estuvo muerto.

— Será mejor que nos deshagamos de este cadáver — dijo Wolff —. Nos costaría bastante explicar qué hacía aquí. Y von Elgers podría relacionar la falta del cuerno con su presencia en nuestras habitaciones.

Al mirar por la ventana comprobaron que el grupo encargado de la búsqueda estaba ya muy lejos, camino hacia la ciudad. Por el momento, el puente estaba desierto. Levantaron el pesado cadáver y lo arrojaron por la ventana. Después de vendar la herida de Kickaha, Wolff y el Yiddish borraron toda señal de la lucha.

Sólo cuando hubieron terminado, funem Laksfalk volvió a hablar, pálido y ceñudo:

— Ése era el cuerno del Señor. Quiero saber cómo llegó aquí, y cuál es vuestra participación en esta… en esta aparente blasfemia.

— Ha llegado el momento de decir toda la verdad — dijo Kickaha —. Tú lo harás, Bob. Esta vez no me siento con ganas de llevar todo el gasto de la conversación.

Al ver el rostro de Kickaha, Wolff se sintió preocupa. Do; estaba muy pálido, y la sangre iba empapando el grueso vendaje. De todos modos, explicó al Yiddish lo que pudo, rápida y brevemente. El caballero escuchó con atención, pero no pudo contener frecuentes preguntas y algún juramento, cada vez que Wolff revelaba algo especialmente asombroso.

— Por Dios — dijo, cuando Wolff pareció terminar —, esa historia de otros mundos bastaría para que os tratase de embusteros. Pero los rabinos me dijeron que mis antecesores y los de los teutónicos vinieron precisamente de allí. También lo dice el libro del Segundo Éxodo, donde se sostiene que el Señor vino de un mundo diferente. Sin embargo, siempre había tomado todo eso como las alucinaciones de nuestros hombres sagrados, que son un poco dementes. Claro, nunca lo habría expresado en voz alta, so pena de morir lapidado por hereje. Y siempre quedaba la duda de que pudiera ser verdad. El Señor castiga a quienes lo niegan; de eso no cabe duda.

«Ahora me ponéis en una situación nada envidiable. Os tengo por los caballeros más irreprochables que he tenido la fortuna de conocer. Hombres como vosotros no mienten, y apostaría la vida a ello. Vuestra historia suena a cierta, como la armadura de fun Zilberberg, el gran matador de dragones.

Y meneó la cabeza, agregando:

— ¡Atreverse a entrar a la ciudadela del Señor, luchar contra el Señor! Eso me aterra. Por primera vez en mi vida reconozco, yo, Leyb funem Laksfalk, reconozco que estoy atemorizado.

— Nos disteis vuestra palabra — dijo Wolff —. Os dejamos en libertad de no ayudarnos, pero debéis hacer lo que jurasteis. Es decir, no hablar con nadie sobre nosotros ni sobre nuestra gesta.

—¡No hablé de abandonaros! — replicó el Yiddish, enojado —. No lo haré, al menos por ahora. Hay algo que me hace creer en lo que decís: el Señor es omnipotente, pero el cuerno ha estado en vuestras manos y en las de los gworl, y Él no ha hecho nada al respecto. Tal vez…

— No hay tiempo para esperar a que os decidáis — dijo Wolff.

Y agregó que debían recuperar el cuerno de inmediato, mientras tuvieran la oportunidad, y liberar a Criseya en cuanto fuera posible. Después los condujo a otra habitación, vacía. Allí se apoderaron de tres espadas para reemplazar las suyas, que tal vez estaban en el fondo del foso, arrojadas allí por los gworl. En pocos minutos estaban fuera del castillo, fingiendo buscar a los gworl por entre los bosques.

La mayoría de los teutones había regresado ya al castillo. Los tres caballeros esperaron hasta que todos hubieron cruzado el puente, convencidos ya de que los gworl no estaban en las cercanías. Wolff y sus amigos apagaron entonces las antorchas. En la casilla de guardia, junto al puente, quedaban dos centinelas, pero estaban a cien metros de distancia; desde allí era imposible que los descubrieran, agazapados en las sombras como estaban. Además, parecían comentar con gran interés los sucesos de esa noche, mientras vigilaban las tinieblas del bosque. No se trataba de los centinelas originales, pues éstos habían caído, asesinados por los gvvorl en la huida a través del puente.

— El cuerno debería estar precisamente bajo nuestra ventana — dijo Wolff —, a menos que…

— Los dragones de agua — dijo Kickaha —. Deben haber arrastrado los cuerpos de Smeel y de Diskibibol hacia su guarida, dondequiera la tengan. De cualquier modo, puede haber otros nadando por aquí. Iría yo, pero mi herida los atraería de inmediato.

— Estaba hablando solo — dijo Wolff, empezando a quitarse la ropa —. ¿Qué profundidad tiene el foso?

— Ya lo descubrirás — respondió su amigo.

Algo reflejó con un tono rojizo la luz de las antorchas distantes. Parecían los ojos de un animal. Pero un momento después se vieron envueltos en algo pegajoso y resistente. Aquello les cubrió los ojos, cegándolos.

Wolff luchó con furia, pero en silencio. Aunque no sabía quiénes eran sus atacantes, no tenía interés en alertar a la gente del castillo. Cualquiera fuese el resultado de la batalla, eso no les concernía.

Cuanto más se debatía, más envuelto quedaba en aquella telaraña. Al fin se entregó, colérico y jadeante. Sólo entonces se oyó una voz, baja y áspera. Un cuchillo cortó la telaraña, liberándole el rostro. A la luz difusa de las antorchas lejanas pudo ver otras dos siluetas envueltas en la misma sustancia, y diez formas encorvadas. El olor a fruta podrida era intensísimo.

— Soy Ghaghrill, el Zdrrikh'agh de Abbkmung. Vosotros sois Robert Wolff y nuestro gran enemigo Kickaha; al tercero no lo conocemos.

El barón funem Laksfalk! — dijo el Yiddish — Liberadme, y pronto sabréis qué clase de hombre soy, cerdos apestosos.

—¡Quieto! Sabemos que habéis matado a dos de nuestros mejores guerreros, Smeel y Diskibibol, aunque no serían tan bravos si se dejaron derrotar por seres como vosotros. Vimos a Diskibibol cuando caía, mientras estábamos escondidos en los bosques. Y vimos también que Smeel saltó con el cuerno.

Ghaghrill hizo una pausa; luego prosiguió:

— Tú, Wolff, buscarás el cuerno en el agua y nos lo traerás. Si lo haces, juro por el Señor que os liberaremos a los tres. El Señor quería también a Kickaha, pero no tanto como al cuerno, y ordenó que no le hiciéramos daño aun al precio de dejarlo escapar. Obedecemos al Señor, pues nadie es más guerrero que él.

—¿Y si me niego? — preguntó Wolff —. Con esos dragones en el agua, será para mí la muerte casi segura.

— Y será la muerte segura si no lo haces.

Wolff meditó. Era lógico que lo escogieran a él. Los gworl no conocían el valor del Yiddish ni su relación con ellos; por lo tanto, podía no regresar con el cuerno. Kickaha era una pieza valiosa, Y además estaba herido, lo que atraería a los monstruos acuáticos. Wolff regresaría, dado su afecto por Kickaha, aunque ellos no podrían estar seguros al respecto. Pero debían correr el riesgo.

— Una cosa era cierta: ningún gworl se aventuraría en las aguas del foso si podía enviar a otro en su lugar.

— Muy bien — dijo Wolff —. Dejadme libre, y buscaré el cuerno. Pero al menos dadme un cuchillo para defenderme de los dragones.

— No — respondió Ghaghrill.

Wolff se encogió de hombros. Una vez que estuvo libre, se quitó toda la ropa, con excepción de la camisa, que ocultaba el cordón atado a su cintura.

— No vayas, Bob — dijo Kickaha —. No se puede tener más confianza en los gworl que en su amo. Te quitarán el cuerno y harán con nosotros lo que quieran. Y además se reirán de nosotros, por haberles servido de instrumentos.

— No tengo otra elección — respondió Wolff—. Si encuentro el cuerno, regresaré. Si no vuelvo, puedes estar seguro de que morí en el intento.

— Morirás, de cualquier modo — replicó Kickaha.

Se oyó el ruido de un puño contra la carne blanda. Kickaha maldijo en voz baja.

— Sigue hablando, Kickaha — dijo Ghaghrill —, y te cortaré la lengua. El Señor no lo ha prohibido.

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