13 La promesa de Donnag

Dhamon se hallaba al pie de la escalera, contemplando lo que había servido, décadas atrás, como mazmorra de la mansión. Se preguntó dónde estarían las actuales mazmorras de Bloten, en las que el jefe ogro encerraba a los que lo contrariaban o perdían su favor. Tal vez se limitaba a matar a todos los truhanes y se ahorraba el miserable gasto de alojarlos, alimentarlos y custodiarlos.

Dhamon desde luego llevaba la vestimenta apropiada para una mazmorra: tenía las ropas mugrientas y desgarradas por el accidentado viaje, los cabellos enmarañados y apelmazados, la barba del rostro espesa y desigual. Apestaba a sudor, con tanta intensidad que incluso era un ataque contra sí mismo, y tenía las botas recubiertas de una gruesa capa de lodo.

Esposas de hierro, atascadas por la orina, colgaban del elevado techo y goteaban humedad. En un rincón cercano había un deteriorado potro de madera, manchado con lo que Dhamon estaba seguro que era sangre, y tras un velo de telarañas había suspendida una jaula con restos de un esqueleto humano.

Más allá de los utensilios de tortura había unos imponentes arcones llenos a rebosar con monedas de acero, elegantes estatuas de oro, jarrones altos y cofres de los que se derramaban hileras de perlas sobre charcos producidos por filtraciones de agua de lluvia. La enorme estancia estaba iluminada por costosas lámparas de aceite hechas de cristal, que brillaban tenuemente entre lo que en el pasado habían sido tapices exquisitos y que ahora el moho había dañado de modo irreparable.

En una pared colgaban armas, cuyas hojas reflejaban la luz. Otra exhibía estanterías de chucherías y objetos varios —tallas de animales con alas y cuernos y ojos hechos con piedras preciosas, inapreciables composiciones de conchas creadas por artesanos dimernestis, y frascos de fragancias exóticas que —aunque tapadas— seguían perfumando suavemente la atmósfera.

Y había más cosas. Se dirigió despacio hacia el centro de la gran sala.

En el interior de antiguas celdas, cuyas puertas habían sido retiradas tiempo atrás, podían observarse más riquezas: monedas y colmillos de marfil tallados, cofres ornamentados tan valiosos como lo que fuera que estuviera encerrado en su interior; bustos de minotauros y otras criaturas incrustados de joyas.

—Ésta es nuestra cámara principal del tesoro, Dhamon Fierolobo —anunció el caudillo con orgullo, saliendo de una especie de nicho y cogiendo al humano por sorpresa. El ogro no había utilizado la misma escalera que Dhamon, lo que sugería la existencia de pasadizos secretos—. En estos mismos instantes están cortando las gemas en bruto que nos regalaste. Luego se les dará un buen hogar aquí entre nuestra excepcional y apreciada colección, algunas serán engarzadas en delicadas piezas de platino y oro que adornarán nuestros dedos. Nos gustan tanto las joyas. Nos produce un gran placer contemplarlas. Otras serán almacenadas para admirarlas más adelante, cuando nos cansemos de las que lucimos normalmente.

Dhamon desvió la mirada de Donnag para estudiar una urna que parecía hecha de oro macizo.

—Y nos nunca podemos tener demasiadas riquezas, ¿no es cierto?

No era realmente una pregunta. El ogro se adentró más en la habitación, remangándose la capa antes de pisar uno de los charcos. Se encaminó hacia un trono ribeteado de platino y se acomodó en él, suspirando y bostezando al tiempo que unía las yemas de sus enormes y gordezuelos dedos. Desde esa posición podía vigilar mejor al humano y la colección de tesoros.

—La riqueza hace que los gobernantes sean más respetados, creemos. Pero nos hace más envidiados.

Dhamon se acercó en silencio a una caja llena de collares y anillos y se inclinó sobre ella con aplomo. Con el rabillo del ojo vio a Maldred que entraba en la habitación. El hombretón debía de haber usado la misma escalera secreta que Donnag,

—Toma tanto como desees, dentro de lo razonable, para ti y para tu ramera semielfa —prosiguió el caudillo ogro—. No nos importa. A decir verdad, nos deseamos ser generosos contigo, que has ayudado a Talud del Cerro. Nos amamos mucho nuestra leche y nuestra carne de cabra.

Dhamon dedicó un saludo a Maldred con la cabeza y eligió dos cadenas de oro, gruesas y salpicadas de esmeraldas y zafiros. Añadió un anillo de perlas y rubíes, lo bastante llamativo para que se adecuara a los gustos de Rikali, y un fino brazalete de jade que era elegante y fresco al tacto, algo que habría preferido que la mujer luciera. Había un huevo de jade, del tamaño de su pulgar, colocado sobre una pequeña base de madera. El huevo tenía un ave de brillantes tonos verdes y naranjas pintada sobre él, con toques de color blanco para simular nubes. Eso también podría gustar a la semielfa. Lo guardó todo en un bolsillo y tomó nota mentalmente de preguntar a Maldred hasta qué punto conocía bien la mansión y a Donnag y hasta dónde llegaba su amistad con él.

—Tienes buen ojo para las cosas de valor, Dhamon Fierolobo —observó Donnag.

Dhamon rebuscaba ahora en un cofre repleto de joyas, seleccionando unas cuantas y alzando cada una de ellas hacia la lámpara más cercana. Un rubí que había atraído su atención era la pieza central de un broche de oro batido. Tras considerarlo unos instantes, reclamó también aquel trofeo.

—Habrá más. Mucho más —dijo Donnag—, cuando regreses del pantano. Otro pequeño encargo para nos.

Dhamon se echó a reír largo y tendido, sin detenerse siquiera cuando los ojos del otro se entrecerraron hasta quedar convertidos en simples rendijas.

—¿Crees que voy a hacer otro recado para ti, su señoría? Afirmaste que unos lobos mataban a las cabras de los pueblos de las montañas. Y, sin embargo, los aldeanos te habían informado de cuál creían que era la auténtica amenaza. No creo que pueda confiar en ti. Tus recados resultan demasiado letales.

—Nos hemos estado muy ocupados —replicó apresuradamente Donnag—. Y en ocasiones en nuestro apretado programa no escuchamos con demasiada atención a los mensajeros de los pueblos. Pedimos disculpas si no comunicamos la auténtica amenaza que se cernía sobre la aldea de Talud del Cerro.

Dhamon escogió un broche para capa con un oscuro zafiro, con la intención de quedarse con él.

—Ni tampoco me uniré a los ogros que envías con la solámnica a las ruinas de Takar. Créeme, su hermano está muerto. Rig lo vio en una visión en el interior de la montaña. Su viaje es una empresa descabellada.

Los labios de Donnag formaron una exagerada mueca de enojo, adquiriendo un aspecto casi cómico debido a los bamboleantes aros de oro. Luego, también él se echó a reír, y el sonido resonó de un modo curioso entre los montones de riquezas.

—¿Y tú crees que nos enviamos a nuestros hombres al pantano a petición de una mujer? ¿A Takar? ¿Por su hermano, a quien nunca hemos visto? ¿Por una mujer? ¿Por una mujer humana? ¡Bah! Resultas de lo más divertido, Dhamon Fierolobo. Nos debiéramos tenerte en nuestra noble presencia más a menudo. No nos hemos reído tanto desde hace mucho tiempo. Nos gustáis.

Dhamon se metió en el bolsillo unas cuantas gemas pequeñas, ejemplares sin el menor defecto, creía, y posiblemente más lucrativos que todas las chucherías que ya había cogido.

—Entonces ¿por qué enviar a los hombres? ¿Por qué molestarse con el rescate del solámnico?

Maldred se acercó más, y sus botas crujieron suavemente sobre las monedas desperdigadas. Dhamon estaba ocupado inspeccionando el tesoro y no vio las significativas miradas que el hombretón y Donnag se intercambiaron.

—¿Por qué deberías tú, que gobiernas todo Blode, rebajarte a ayudar a una Dama de Solamnia? ¿O por qué fingir hacerlo?

La mirada de Donnag abandonó a Maldred, y el ogro sonrió ampliamente.

—Porque, Dhamon Fierolobo, es la dama solámnica la que nos está ayudando, en lugar de ser nosotros quienes la ayudamos a ella. Se nos ha dicho que es excepcionalmente capaz en el combate, ¡tan buena como cualquier pareja de mis mejores guerreros! Y por lo tanto puede resultarnos, sin querer, muy útil en la ciénaga. Además, nos gusta tanto la idea de tener a un solámnico a nuestro servicio. Las riquezas que le dimos como señuelo son insignificantes por lo que respecta a nos. Y nos serán devueltas de todos modos. En cuanto a los cuarenta hombres, son para ayudarnos a atacar de nuevo a la Negra. Como puedes ver, tenemos un plan…

—Que bien pensado realmente no me interesa —lo interrumpió Dhamon—. Lamento haber preguntado sobre él. —Se irguió, limpiándose las manos en las calzas y mirando en derredor para ver qué otros objetos podían atraerle—. Sin embargo, lo que sí me interesa es mi espada. Me gustaría tenerla ahora.

—Yo sí estoy interesado en tu plan, lord Donnag. —Era Maldred quien hablaba ahora.

El caudillo saludó con un movimiento de cabeza al hombretón que se había colocado entre dos esculturas de mármol que representaban hadas danzarinas, apoyando el codo en la cabeza de una de ellas.

—Eran ogros los que siempre habían supervisado a los humanos y enanos de las minas Leales. Ogros que en una época nos eran leales.

Maldred ladeó la cabeza.

—Las minas Leales. En el pantano. Ogros que han traspasado su lealtad a la Negra se ocupan de ellas. Tal vez son ellos quienes hacen chasquear los látigos.

—¿Y qué piensas hacer con esos ogros traidores? —el hombretón parecía sentir una auténtica curiosidad.

—Nada. Nos interesan los trabajadores a las órdenes de los ogros. Ogros de nuestra tribu han sido capturados, como ya explicamos, en vil represalia por la muerte de los dracs. ¡Y estos compatriotas trabajan allí como esclavos hasta morir, y nos no vamos a permitirlo!

—De modo que quieres liberar a los ogros —comentó Dhamon—. Parece un objetivo razonable. —En voz mucho más baja, dijo—: Eso debería hacer que la lluvia continuara al menos otro mes o más. —Desde unos metros de distancia, contemplaba ahora la pared cubierta de armas—. Pero Fiona cree que tus hombres van a Takar —añadió.

El otro no respondió. Su atención estaba puesta en una rodela de plata, en la que se reflejaba con claridad su rostro dentudo.

—Ah, Takar y las minas se hallan en la misma dirección más o menos —observó Maldred, que se frotaba la barbilla distraídamente—. La dama guerrera nunca ha estado en ninguno de los dos sitios y no descubrirá la treta hasta que sea demasiado tarde. Y entonces se verá obligada a ayudar de todos modos, pues aborrece la esclavitud. Sí, me gusta este plan. Creo que haré este recado para ti, Donnag.

—Maldred, Fiona creerá que la estás ayudando —dijo Dhamon, con voz cautelosa—. Le dijiste…

—Que soy un ladrón —finalizó él—. Es culpa suya si no se da cuenta de que también soy un mentiroso. Al menos tendrá una escolta para adentrarse en el pantano, y habrá obtenido lo que buscaba, un rescate por su hermano, aunque no le servirá de nada y al final será devuelto a lord Donnag. Y yo habré obtenido lo que prefiero, un poco más de su deliciosa compañía. Realmente puedo hacer lo que quiera con ella.

—Así que quieres quitársela a Rig —murmuró Dhamon—. Como te llevaste a la esposa del mercader. Y a muchas otras. Siempre serás un ladrón, mi grandullón amigo. ¿Me pregunto si la mantendrás a tu lado más tiempo del que tuviste a las otras?

Maldred sonrió afectuosamente y encogió los enormes hombros; luego se encaminó despacio hacia una hilera de arcones.

—La vi luchar contra aquellos trolls. ¡Una auténtica experta con la espada! En efecto, debía de ser realmente formidable para haberte ayudado en la Ventana a las Estrellas. ¡Una espada de primera con un corazón fiero y sangre en las venas! Ah, me gusta, Dhamon. Tal vez la mantendré a mi lado durante un tiempo.

—Y si esquiva ese hechizo que le has lanzado para obtener su favor…

—En ese caso, ¿qué habré perdido? El amor es efímero, al fin y al cabo. Con el tiempo la dejaré marchar, incólume, en honor a tu amistad por ella. Contigo, Dhamon Fierolobo, siempre he mantenido mi palabra.

—No me importa lo que hagas con ella —repuso el otro—. Sólo quiero mi espada, como se me prometió.

—¿No te preocupa en absoluto, Dhamon, que tu amiga solámnica sea engañada? —El rostro del hombretón adoptó una expresión extraña.

—Antigua amiga. —El hombre se aproximó más a las armas—. Y no, no me preocupa. De hecho, encuentro todo el asunto divertido.

Se detuvo ante un cofre rebosante de joyas y extrajo un puñado de collares de él. Extendió con cuidado la mano a su espalda y los depositó en su morral, lo cerró, y decidió que ya había acabado con todas aquellas baratijas.

—¿La espada, Donnag?

El caudillo ogro frunció el entrecejo, su atención arrancada por fin de su propio reflejo.

—Maldred irá al pantano a petición mía. Dice que eres su amigo y socio. Nos pensamos que deberías unirte a él. Lucha por mí, Dhamon Fierolobo, y te recompensaremos más allá de lo que puedas imaginar.

—No gracias. Los trolls ya me facilitaron ejercicio suficiente. No pienso ir a las minas, ni tampoco a ninguna otra parte de los dominios de Sable.

Dirigió una veloz mirada al hueco por el que Donnag y Maldred habían penetrado en la estancia. No existía el menor indicio de que hubiera nadie más allí atrás. Los tres estaban solos.

—Pero tú eres un guerrero y… —objetó Donnag, alzando una mano.

—La espada. Nuestro trato. ¿Recuerdas? No voy a volver a pedirlo. —Dhamon señaló la pared—. Tienes las gemas del valle. Talud del Cerro y los otros pueblos están a salvo de los lobos. Ahora quiero lo que es mío. El arma que elegí.

—Muy bien, Dhamon Fierolobo —Donnag aferró los brazos de su trono y se incorporó—. Tendrás nuestra muy especial espada. Como se te prometió.

El caudillo ogro avanzó despacio hacia el muro donde estaban las armas. Su rostro era sombrío, los ojos clavados con expresión pesarosa en las armas, como si estuviera poco dispuesto a desprenderse de una sola siquiera y reducir así su magnífica colección.

Estaban colocadas de izquierda a derecha, desde las hojas más cortas a las más largas. Las primeras incluían dagas, algunas de las cuales no medían más que unos pocos centímetros. Las últimas eran de tal tamaño que a Dhamon le habría resultado imposible usarlas, aunque algunos de los ogros más grandes y fuertes de Bloten podrían haber conseguido manejarlas. Más de cien dagas y espadas en total, y todas valiosas, por su ejecución, por los materiales o porque habían sido espléndidamente hechizadas en una época en que la magia abundaba en el mundo. Había unas cuantas hachas en el conjunto, también muy trabajadas, espadones dobles y una docena de mazos arrojadizos enanos.

Donnag suspiró, extendió las manos y bajó con cuidado una espada larga situada justo encima de su cabeza. Giró despacio, como para dejar que la hoja danzara bajo la luz de las antorchas, y se la tendió.

—La espada de Tanis el Semielfo.

Dhamon se adelantó y tomó el arma, cerrando los dedos con veneración sobre la empuñadura que estaba hecha a base de tiras de plata, bronce y acero ennegrecido. El travesaño era de platino, en forma de brazos fornidos que terminaban en zarpas que sujetaban esmeraldas de un verde brillante. La pasó de una mano a otra, sopesando su perfecto equilibrio al tiempo que observaba la exquisita hoja grabada con docenas de imágenes: lobos que corrían, águilas en vuelo, enormes felinos agazapados, serpientes enrolladas a verracos, caballos encabritados.

—Un arma magnífica —indicó en tono elogioso. Giró en redondo, moviendo la hoja con él, como si luchara contra un adversario invisible—. Una obra de arte.

—Es apropiada para ti —repuso Donnag—. Una espada famosa para un espadachín famoso; para Dhamon Fierolobo que se atrevió a enfrentarse a los señores supremos dragones.

Dhamon prosiguió sus movimientos con la espada, luego se relajó por un instante, sosteniendo el arma paralela a su pierna. Cerró la mano con más fuerza en la empuñadura, y luego saltó de repente al frente, recorriendo en un segundo la distancia que lo separaba del caudillo ogro, para golpear con el codo el enorme pecho del ogro.

Sorprendido y farfullando, Donnag dio un traspié, con lo que sus hombros chocaron contra un arcón y lo volcaron, lanzando monedas y joyas por todo el suelo. Dhamon pateó tan fuerte como pudo el estómago desprotegido del ogro, y el golpe fue suficiente para hacerle perder el equilibrio al caudillo, que se desplomó pesadamente de espaldas, derribando varias esculturas y haciendo añicos jarrones de cristal.

Sin una pausa, Dhamon volvió a atacar, hundiendo el tacón de la bota en el estómago del caído y lanzando la espada hacia abajo para amenazar la garganta de su adversario.

—No te muevas —siseó—. O Blode tendrá que buscarse un nuevo líder. —Lanzó una veloz mirada al hueco de la pared, pero no salió ningún ogro de allí—. Un jefe que lleve guardias a su cámara del tesoro.

—Por todas las capas del Abismo, ¿qué estás haciendo? —gritó Maldred.

El hombretón hizo un movimiento para acercarse, pero Dhamon le advirtió que retrocediera presionando con la punta de la espada en la garganta de Donnag hasta hacer brotar una gota de sangre.

—¡Atrás! —replicó el guerrero—. Esto es entre Donnag y yo.

En el mismo instante en que Dhamon echaba una mirada a su camarada para asegurarse de que el fornido ladrón no se movía, el caudillo ogro entró en acción. Usando su enorme tamaño en su favor, rodó a un lado, quitándose de encima a su adversario. Al mismo tiempo, su enorme mano agarró el tobillo de Dhamon y tiró, arrojándolo de espaldas contra un pedestal de mármol, lo que lo dejó momentáneamente aturdido.

Maldred saltó por encima de un pequeño cofre e intentó colocarse entre los dos combatientes.

—¡Detened esto! —vociferó el hombretón.

El ogro pasó veloz junto a él, extendió el brazo hacia el suelo y volvió a agarrar el tobillo de Dhamon, alzándolo hasta que quedó suspendido boca abajo, y sus dedos inertes rozaron el suelo de piedra.

—¡Lo mataremos por esta atrocidad! ¡Le entregamos la espada de Tanis el Semielfo e intenta matarnos con ella! ¡Increíble, eso es lo que es! ¡Nos lo mataremos despacio y dolorosamente!

—Debe de haber un motivo —Maldred estaba justo detrás de él—, un ataque de locura. Es mi amigo y…

—¡Acaba de firmar su sentencia de muerte! —aulló el otro—. Lo despellejaremos por esto y dejaremos su carne para que los carroñeros se den un banquete con ella. Le… ¡ahh!

El ogro se dobló hacia adelante y soltó a Dhamon, que había recuperado el sentido y conseguido acuchillar la pantorrilla del ogro con la aguja de su broche para capa de zafiro.

El humano rodó lejos del ogro que seguía profiriendo juramentos buscó a tientas por el suelo la ornamentada espada y se agazapó, listo para enfrentarse a la carga del otro. Cuando tal cosa no sucedió, Dhamon se incorporó y avanzó despacio.

—¿Cómo te atreves, humano insolente? —chilló Donnag; la cólera enrojecía aún más su ya de por sí rubicundo rostro—. Vamos a…

—… morir si no me entregas la auténtica espada de Tanis el Semielfo —finalizó el humano; dio un salto y blandió la espada contra las piernas del ogro, cortando los caros pantalones y haciendo brotar sangre.

El caudillo aulló y retrocedió. Entonces, Maldred corrió a intervenir, y le cortó firmemente el paso a Dhamon.

—Aparta, Maldred —el humano escupió cada palabra con énfasis; sus ojos tenían una expresión sombría, las pupilas invisibles, los labios se crispaban en una mueca feroz—. ¡Es la última vez que esta pomposa criatura envanecida me engaña!

—Gobierna en todo Blode, amigo mío. —El hombretón se mantuvo firme, listo para interceptar a su camarada—. Es poderoso. Tiene a sus órdenes todo un ejército, aquí y desperdigado por las montañas. —Las palabras surgieron como un torrente de los labios del ladrón—. ¡No puedes enfrentarte a él, Dhamon! ¡Coge la espada y huye! Abandona la ciudad y yo ya te localizaré más adelante.

—No pienso huir a ninguna parte.

Mientras lo decía, se lanzó hacia la derecha y Maldred dio un paso para detenerlo. El grandullón comprendió demasiado tarde que el movimiento del otro era una maniobra, pues en su lugar, Dhamon giró a la izquierda, los pies moviéndose veloces sobre piedra y monedas, para darse impulso con las piernas y saltar.

Pasó por encima de una larga caja de hierro y se arrojó contra Donnag, al que volvió a derribar. El ogro cayó pesadamente al suelo, y quedó tumbado desgarbadamente sobre un montón de monedas de acero. Dhamon estrelló la empuñadura de la espada contra el rostro del caído, sonriendo satisfecho al oír el crujido de huesos. Donnag gimió mientras Dhamon proseguía su ataque, golpeando repetidamente con el pomo del arma y rompiendo varios dientes. El humano volvió a apretar la hoja contra la garganta del ogro, echando una ojeada por encima del hombro para mirar a Maldred.

—¡Retrocede, Mal! —siseó, y el otro se apresuró a obedecer—. Separaré la cabeza de Donnag de sus desagradables hombros reales sin pensarlo dos veces.

El pecho de Dhamon se agitaba con fuerza debido al esfuerzo y tenía el cuerpo empapado de sudor. Notaba la empuñadura resbaladiza en la mano, y empujó con más fuerza el arma hacia abajo.

Maldred parecía indeciso, y paseaba la mirada entre su amigo y Donnag.

—Dhamon, suéltalo. Salgamos de aquí. Él es realmente bueno para Blode. Mátalo y arrojarás este territorio a una guerra mezquina tras otra. Tienes la espada, gran cantidad de joyas. Conozco una salida secreta de la ciudad y…

—No lo comprendes, Maldred, no tengo la espada.

El humano llevó la mano libre a la garganta de Donnag, para presionar su tráquea. El ogro jadeó y agitó violentamente los enormes brazos. Maldred se acercó más y miró por encima del hombro de Dhamon a los legañosos ojos azules del caudillo.

—¿Es eso cierto? —inquirió.

Donnag no respondió, no podía pues le habían cortado casi todo el suministro de aire. Pero la expresión de sus ojos fue suficiente, y Maldred dio un codazo a Dhamon.

—Sal de arriba de él.

Las palabras del hombretón eran frías pero autoritarias y, tras una breve pausa, Dhamon cedió. Sin embargo, mantuvo la larga espada apuntando al grueso cuello del ogro.

El caudillo se frotó la garganta y miró colérico a Dhamon, tragó saliva, y luego hizo intención de incorporarse. Esta vez fue el hombretón quien lo mantuvo inmovilizado, colocando el pie justo en el centro del pecho del ogro, mientras decía a Dhamon:

—¿Cómo sabes que no es la espada de Tanis?

—Lo sé —el guerrero estudió el feo rostro del ogro—. Lo sé porque conozco a Donnag. Nos engañó con respecto a los problemas de Talud del Cerro, piensa engañar a Fiona. La verdad es algo que desconoce por completo, Maldred. ¿Por qué tendría que darme la espada auténtica cuando puede engañarme con una hermosa pieza como ésta? —Dhamon escupió al caudillo y arrojó la espada a un lado, luego desenvainó la espada ancha que todavía llevaba, la que había robado en el hospital, y la agitó frente a los ojos del otro.

—Nos tenemos guardias —consiguió decir Donnag.

—No aquí abajo —lo atajó él—. Me di cuenta de que los dejabas a todos arriba. No confías en ellos como para dejarlos bajar aquí, ¿no es eso? ¿Temes que se lleven un poco de tus riquezas? Tu miedo te ha hecho vulnerable. Tu tesoro es tu punto débil, señoría. Bueno, ya no tendrás que preocuparte por tu valiosa colección. Los muertos no pueden gastar monedas. Y puesto que no tienes herederos, Maldred y yo podríamos muy bien llevarnos todo lo que pudiéramos transportar. Luego dejaremos que los guardas bajen aquí a coger lo que quieran. También Rig y Fiona pueden tomar lo que deseen. Y al demonio con todo tu territorio.

—¡Espera! —Por vez primera había auténtico terror en los ojos de Donnag; toda su altiva indignación había desaparecido, y su labio inferior temblaba ligeramente—. Te daremos la espada auténtica. ¡Lo juramos! ¡Deja que nos levantemos, Maldred!

—No. —Dhamon agitó la espada aproximándola más—. ¿Dónde esta?

—En… está en esa caja de acero. —El pecho de Donnag se estremeció de alivio cuando el humano retrocedió, en dirección a la caja sobre la que había saltado para llegar hasta el ogro.

—¡Vigílalo! —ordenó Dhamon a Maldred.

En cuestión de segundos, estaba ya arrodillado frente a la caja, atacando la cerradura con la punta de la espada, que se partió al abrirse el cierre. Manos sudorosas echaron atrás la tapa, que golpeó con un sonoro ruido metálico contra el suelo de piedra.

La espada guardada en su interior no descansaba sobre terciopelo ni en una vaina, como correspondería a un arma de su categoría e historia. Más bien se hallaba en el fondo de la caja, en medio de monedas de plata, correas de cuero de las que colgaban gemas sin tallar, bolsitas y otras fruslerías.

Dhamon apartó las monedas con cuidado y alzó la espada, con un brillo ansioso en los ojos. Era una espada larga, con el borde ribeteado por escritura elfa que no sabía leer, y el travesaño tenía la forma del pico de un halcón. No lucía ni con mucho tantos adornos como las otras armas expuestas en la pared del calabozo, y su confección no era tan magnífica como la de la espada con que el ogro había intentado engañarlo. Sin embargo, había algo extraordinario en ella, y el humano contuvo la respiración mientras se incorporaba y blandía el arma despacio frente a él.

—Wyrmsbane —musitó.

Dhamon alzó la hoja paralela a su rostro, y sus oscuros ojos se reflejaron en el brillante acero. ¿Era su imaginación o desprendía el metal una tenue luz propia? Puede que fuera el texto elfo, un conjuro escrito que producía el suave resplandor.

—¿Dhamon? —Maldred se encontraba junto a su hombro.

La atención del guerrero regresó veloz a Donnag, que estaba apoyado en una columna, observándolos, nervioso.

—Te dije que lo vigilaras.

—Todo va bien —respondió el hombretón—. No hará nada contra nosotros ahora. —Como si se le acabara de ocurrir, y en voz mucho más baja, dijo—: Y lo vigilo, muy de cerca. —Indicó la espada con la cabeza—. ¿Wyrmsbane, dijiste?

—Uno de los nombres que recibía la espada.

—¿Y estás seguro de que ésta es la legendaria arma? —Los ojos de Maldred se posaron veloces sobre la pared llena de espadas, luego regresaron a Donnag, que no se había movido ni un centímetro.

—Encaja con la descripción que me dio el sabio —asintió Dhamon.

—La espada de Tanis el Semielfo.

—Ha tenido muchos dueños a través del tiempo. Muchos nombres. La mayoría la conoce como Wyrmsbane, espada hermana de Wyrmslayer.

—¿Wyrmslayer? ¿El arma que el héroe elfo Kith-Kanan empuñó en la Segunda Guerra de los Dragones?

Su compañero volvió a asentir.

—Se decía que Wyrmsbane no era tan poderosa, aunque fue forjada por los mismos armeros silvanestis durante aquella Guerra de los Dragones. La leyenda dice que la espada fue entregada al reino de Thorbardin, y que de allí fue a Ergoth, donde cayó en las manos de Tanis el Semielfo. Se decía que la habían enterrado con él.

—El ladrón afirmaba haber saqueado la tumba de Tanis —refunfuñó Donnag.

Dhamon echó una ojeada al interior de la caja de acero y se preguntó sin demasiado interés si alguna de las otras chucherías habría pertenecido también al famoso héroe del pasado de Krynn.

—Redentora, la llamaron también —prosiguió—. Creo que así la llamaba Tanis. Porque se forjó para redimir al mundo de las garras de los dragones.

—Ya tienes lo que querías —dijo Donnag, carraspeando—. Ahora marchad, los dos. —No había poder tras sus palabras; era como si el caudillo suplicara a Dhamon en lugar de darle una orden.

—Una prueba primero —indicó Dhamon a Maldred—. Sólo para estar absolutamente seguro. Y tú asegúrate, Maldred, de mantener los ojos fijos en Donnag.

A continuación se dirigió a lo que consideraba era el centro de la antigua mazmorra y se dio la vuelta despacio para abarcarlo todo, aunque lo cierto es que ello era imposible, pues no podía ver en los rincones de todas las celdas que se abrían desde aquella estancia. Luego sujetó el pomo con las dos manos y cerró los ojos. Los otros dos lo observaron atentamente.

—Es un arma muy antigua, esa sobre la que me preguntas —decía un hombre menudo tan encorvado por la edad que parecía un cangrejo doblado dentro de una concha.

Unos cabellos finos, como tela de araña, se aferraban a los costados de su cabeza, y una delgada barba se extendía desde la punta de la barbilla para descender hasta los pliegues de una desgastada túnica parda. Estaba agachado sobre una mesa en una sórdida taberna de una zona peligrosa de Kortal, una ciudad situada al este de las septentrionales montañas Khalkist en el territorio de la señora suprema Roja.

—Estoy interesado en armas antiguas, Caladar —dijo Dhamon al tiempo que estiraba la mano y cogía el bock del anciano, lo atraía hacia sí y, de una jarra que había adquirido, la segunda de la noche, volvía a llenarlo. Las manos del viejo se cerraron codiciosas alrededor del recipiente y tomó un gran trago, cerrando los ojos satisfecho.

—No he probado nada tan dulce en muchos años —dijo Caladar pensativo, y depositó con cuidado el bock sobre la mesa, sintiendo los dedos torpemente entumecidos tras beber tanto alcohol—. No me lo había podido permitir.

Dhamon extendió la mano bajo la mesa y echó un vistazo en derredor. Era muy tarde, y sólo unas pocas mesas más estaban ocupadas con parroquianos absortos en sus propias bebidas y charlas. Soltó una bolsa de cuero marrón y la empujó sobre la mesa en dirección al hombre.

Súbitamente Caladar extendió su mano, y la velocidad de su gesto codicioso sorprendió a Dhamon.

—¿Crees que sobornándome con bebida y monedas te contaré más cosas?

El otro no respondió, pero sus oscuros ojos se clavaron en los ojos gris pálido de su interlocutor.

—Tendrías razón. —La bolsa desapareció en los pliegues de la túnica—. No habría sido así diez años atrás, cuando disfrutaba de más dinero y más respeto, y era también más recto, y con una buena dosis de moralidad. Pero imagino que ahora ya no me quedan muchos años y, por lo tanto, me gustaría tener los medios para disfrutarlos. —Alzó su pichel en dirección a Dhamon en un brindis.

—La espada… —apuntó el otro.

—La llamaban Redentora. ¿Acaso la buscas porque necesitas ser redimido?

Su interlocutor negó con la cabeza, sin apartar los ojos ni un instante del rostro del anciano.

—La enterraron junto con Tanis el Semielfo, después de que fuera brutalmente asesinado. Ensartado por la espalda, según el relato que oí, un modo innoble de morir para un hombre noble. La sepultaron con él, las manos rodeando la empuñadura. Cuenta la historia —Caladar se estremeció—, que si los dioses no hubieran abandonado Krynn, habrían velado por el cuerpo de Tanis, no habrían permitido que un ladrón vulgar…

—¡Chisst! —Dhamon se llevó un dedo a los labios, pues la voz del anciano se había ido elevando.

Caladar rodeó el recipiente con ambas manos y lo alzó temblorosamente a sus finos labios. Tomó varios tragos largos, luego volvió a depositarlo con cuidado sobre la mesa y se secó los labios en el hombro.

—Anciano…

—Caladar —corrigió él—. Caladar, Sabio de Kortal.

—Eso, Caladar. Esa espada…

—Deberías haberme conocido en mis tiempos de juventud. ¡Ja! Incluso hace sólo diez años, yo era realmente un gran sabio. Un hombre docto al que la gente venía a ver desde kilómetros y kilómetros a la redonda, en busca de consejo, para escuchar los antiguos relatos, para aprender los antiguos secretos de Krynn. Mi mente era tan aguda que… —sus palabras se apagaron para observar los dedos de Dhamon que tamborileaban sobre la agujereada superficie de la mesa.

El anciano empujó el pichel hacia el centro de la mesa, y su interlocutor volvió a llenarlo, haciendo una leve mueca de desagrado al observar que la segunda jarra estaba vacía. Hizo una seña a una de las mozas de la taberna y dejó caer dos monedas de metal en su palma. Otra, vino a decir con un gesto. ¿Cómo podía aquel viejo beber tanto y seguir manteniéndose alerta? pensó. Dhamon mismo había vaciado sólo dos pichels y se sentía un poco soñoliento por ello.

—Redentora —declaró Caladar, y sus ojos sonrieron al ver regresar a la joven con otra jarra.

—Sí, Redentora.

—También la llamaban Wyrmsbane. —Tomó otro trago del pichel, y su voz se quebró—. Fabricada por elfos y hechizada por elfos. Hay un texto elfo a lo largo de la hoja. ¿Qué significa? ¿Qué dirías tú? —Se encogió de hombros—. El travesaño en forma de pájaro. Curioso, si se tiene en cuenta que fue forjada para combatir dragones y a su progenie. Uno pensaría que debería lucir el aspecto de un dragón. A lo mejor al que la forjó le gustaban más las aves. —Hizo una pausa y rió por lo bajo, luego se reclinó en la silla y frunció el entrecejo cuando Dhamon le dirigió una feroz mirada de impaciencia—. Contra las criaturas con escamas su contemplación resulta sorprendente, Redentora, o eso es lo que se cuenta. Supuestamente, Tanis mató a muchos draconianos con ella, y la hoja infligía heridas terribles con gran velocidad y aterradora precisión. Los seres con escamas no pueden dañar la hoja, o eso…

—… es lo que se cuenta —terminó Dhamon, y el otro asintió.

—Aunque no significa que no puedan hacer daño a quien la empuña. —El anciano profirió una risita, una fina risa aguda que hizo que al otro se le erizaran los pelos del cogote.

—Hay más… —instó Dhamon, y estiró la mano hacia el pichel del hombre, pero Caladar rechazó con un gesto que volviera a llenarlo.

—Pienso llevarme esa jarra a casa conmigo —declaró—. Y si bebo una gota más ahora, no podré acabar mi historia ni encontrar el camino a mi propia cama.

El guerrero tamborileó con suavidad en la superficie de la mesa y volvió a clavar los ojos en los del anciano.

—Sí, hay más. O eso es lo que se cuenta. Redentora a pesar de no estar tan hechizada como su espada gemela, estaba dotada con la habilidad mágica de encontrar cosas. —La fina risa aguda volvió a repetirse—. Tal vez Tanis era algo olvidadizo y necesitaba que la espada le dijera dónde ponía las botas cuando se las quitaba por la noche. Pero no creo que fuera así.

Dhamon tamborileó un poco más fuerte.

—Lo cierto es que Redentora puede localizar cosas. Se decía que encontraba tantas cosas en un día como lunas había en el cielo, que eran tres cuando los silvanestis forjaron el arma. Pero lo cierto es que también se decía que no lo hacía siempre. Tal vez sólo cuando quería hacerlo; quizá sólo podía encontrar cosas que estuvieran cerca, dentro del alcance de la magia. O quizá sólo funcionaba para ciertas personas. Una espada legendaria como ésa sin duda tiene que poseer sus propias normas. O es posible que tenga voluntad propia.

Dhamon dirigió una ojeada a la entrada cuando unos cuantos parroquianos salieron, cerrando la puerta de golpe. El tabernero se dedicaba a limpiar, preparándose para cerrar.

—Esas cosas de las que hablas, ¿bienes materiales? ¿Riqueza?

El guerrero asintió.

—Probablemente.

—¿Cosas intangibles?

—¿Como la mujer perfecta? ¿Como la felicidad? ¡Ja! Dudo que nadie pueda hallar la felicidad con todos estos dragones al mando. Y en cuanto a la mujer perfecta, no existe tal cosa, ni humana, ni elfa, ni de ninguna otra raza. Una buena mujer, eso ya es otra cosa. Pero búscala con el corazón joven, no con un objeto legendario forjado por elfos. —Se dobló aún más sobre la mesa, y su voz bajó mientras apoyaba la barbilla en el borde del pichel—. Realmente dudo que Tanis el Semielfo usara la espada para hallar riquezas o cualquier otra cosa. Sólo un ladrón o una persona desesperada utilizaría así un arma tan magnífica.

—Y ¿está aquí en la ciudad, dices? —Dhamon se apartó varios centímetros de la mesa—. Esa Redentora. ¿Qué quiere por ella ese ladrón de tumbas?

—Más de lo que alguien como tú puede ofrecer.

—Es posible —replicó él—. Pero pienso regatear fuerte por ella. ¿Dónde está? ¿Quién es ese ladrón y dónde puedo encontrarlo?

El anciano soltó una seca carcajada.

—Ahora llegamos al meollo de por qué dejé que me ofrecieras bebida y monedas. La espada estaba aquí. Y el ladrón estaba aquí. La semana pasada o la anterior. Los días se me confunden, sabes. Mi amigo Ralf consiguió echarle un vistazo, y dijo que era una preciosidad… dijo que era la auténtica. Sin duda.

—No comprendo…

—Lo que se decía por las calles y entre el gremio era que el ladrón de tumbas realmente quería venderla, y también otras chucherías que robó a los muertos. Pero Kortal sólo era una escala para él, un lugar donde pasar la noche y comprar provisiones. No contaba con vender la espada aquí en Kortal. La ciudad es demasiado pobre. Se dirigía a Khuri-khan, una ciudad mayor con arcas más grandes y donde los hombres y las criaturas que vagan por sus calles estarían deseosos de poseer tal objeto y tendrían las monedas con las que pagarlo. El ladrón habría obtenido una buena fortuna por ella allí.

—¿Habría?

Caladar bostezó y se apartó con cuidado de la mesa. Poniéndose en pie, se sujetó al respaldo de su silla unos instantes para recuperar el equilibrio; luego estiró la mano para coger la jarra.

—Ya lo creo que la habría obtenido. Pero abundan los ogros en las Khalkist, y Kortal se encuentra en los lindes de las montañas. Los ogros se enteraron de la presencia del ladrón y fueron en su busca. Y Ralf me dijo que lo llevaron a Blode, donde un lord poderoso y rico iba a dar al pobre ladronzuelo justo lo que buscaba.


* * *


Dhamon se concentró en la espada, pasando los dedos sobre el travesaño y trazando el contorno de la cabeza y el pico del ave. Esperaba sentir un hormigueo, en el pomo o en la hoja, si es que estaba tan magníficamente hechizada como afirmaban las leyendas. Pero no la notó distinta de otras espadas que había empuñado; sólo metal en contacto con su piel. Aunque tuvo que admitir de nuevo que estaba muy bien equilibrada.

Tal vez si supiera leer el texto elfo. Tal vez Maldred podría leerlo. Su grandullón amigo siempre parecía sorprenderlo. O puede que…

—Wyrmsbane —pronunció—. Redentora.

No percibía ningún hormigueo. Había empuñado otras armas hechizadas que parecían vibrar ligeramente en su mano. Pero había… algo. Una presencia casi, una sensación de que la espada lo percibía a él. Se concentró con fuerza y cerró los ojos, dejando fuera la fatigosa respiración de Donnag. Ahora sólo tenía conciencia del arma, de la empuñadura de metal que sostenía, en un principio fría al tacto, pero que luego pareció calentarse un poco.

—Wyrmsbane —repitió en voz baja.

¿Qué buscas?

Abrió los ojos de golpe y miró fijamente la hoja. ¿Había oído las palabras o sencillamente estaban en su cabeza? Dirigió una fugaz mirada a Maldred, pero su amigo vigilaba a Donnag, aunque de vez en cuando volvía la vista en dirección a Dhamon. Su rostro habría reflejado algo si hubiera oído hablar a la espada.

¿Qué buscas?

Dhamon tragó saliva con fuerza y pensó con rapidez. ¿Cómo poner a prueba la espada de Tanis el Semielfo?

—Wyrmsbane, ¿cuál es la joya más valiosa en esta habitación? —Desde luego había mucho donde escoger; tal vez aquella corona de la caja, se dijo Dhamon—. ¿Cuál es la más valiosa?

La espada no hizo nada, no transmitió ningún mensaje ni formó ninguna imagen en su mente. Tal vez sólo había imaginado que le hablaba. ¿Qué buscas? ¡Ja! Estaba tan cansado, al fin y al cabo. No hacía más que soñar despierto. Vio que Maldred lo observaba, y también Donnag. Había una expresión de inquietud en el rostro de este último, quizá porque temía que Dhamon se encolerizara si la espada no realizaba algún truco mágico. En ese caso, el humano podía matarlo como represalia.

El ogro vio que el otro lo estudiaba, y el caudillo desvió veloz la mirada. Así que es eso —pensó Dhamon—. Esta espada tampoco es la auténtica. Desde luego, encajaba con la descripción que le había dado el anciano de Kortal, pero no era especialmente delicada, como las otras armas hechizadas que había visto. ¿Una copia? Eso desde luego no quedaba fuera de las posibilidades del ogro. Engañar a los otros era algo natural en Donnag.

Podría acabar con él —pensó—. Tal vez con esta falsificación.

Suspiró y dio un paso al frente, meditando aún si dejar con vida al caudillo. Pensaba quedarse con la espada de todos modos, aunque sólo fuera porque estaba muy bien equilibrada. Tendría que buscar una vaina apropiada donde guardarla. Sin duda Donnag también tenía muchas de ellas por allí, cubiertas de joyas.

Giró en dirección a la pared donde estaban las armas, luego de improviso dejó de moverse cuando la palma de su mano se enfrió, como si la hubiera introducido en un arroyo de montaña. A continuación su mano empezó a moverse, aunque no por su propia voluntad. La espada que aún sujetaba se movía, dirigiendo al guerrero hacia las zonas más recónditas de la cámara del tesoro donde la luz era más tenue. Empezó a tirar de él hacia allí, con suavidad, y él podría haberse resistido con facilidad, descartar la sensación como parte de su propio cansancio.

La que buscas.

¿Oía aquellas palabras? ¿Las oían también Maldred y Donnag? ¿Había vuelto a imaginarlas? ¿Una mala pasada provocada por su hambre y agotamiento? No importaba, dio un paso en aquella dirección y luego otro, mientras el arma lo guiaba como si fuera una varilla de zahori.

—¿Dhamon? ¿Qué estás haciendo? —La voz de Maldred rezumaba curiosidad.

—Vigílalo —respondió él.

El hombretón giró para no perder de vista a Donnag y a Dhamon, aunque se dio cuenta de que el caudillo ogro no necesitaba en realidad que lo vigilaran, no por el momento al menos. Estaba clavado en su sido observando cómo Dhamon manejaba la espada.

El humano se detuvo en medio de sombras espesas e inquietantes. Se hallaba en un nicho rebosante de jarrones dorados tan altos como un hombre y finos pedestales que exhibían primorosas estatuillas de elfos y duendes, y se dijo que sin duda resultarían impresionantes, si hubiera suficiente luz para distinguir sus facciones. Su mano se tornó helada y seca, como si el pomo que empuñaba fuera de hielo. Resultaba una sensación curiosa, pues el resto de su cuerpo estaba caliente debido al opresivo calor del estío, y sudaba. La espada parecía querer atraerlo más al interior de la pequeña habitación y, tras aspirar profundamente unas cuantas veces, él obedeció. Se dio cuenta de que el lugar no era un nicho, sino otra celda. Sus ojos escudriñaron las tinieblas y descubrieron esposas en el muro, muy altas y demasiado grandes para usarlas en humanos, tal vez incluso demasiado grandes para un ogro. De no haber habido tantas chucherías valiosas desperdigadas por allí, y de haber dispuesto de una fuente de luz apropiada, podría haber investigado más, sólo por curiosidad.

Pero el arma tiraba de él hacia una esquina, en dirección a un pedestal y una caja de madera negra deteriorada por el agua que descansaba encima de él. Dhamon la abrió y pasó los dedos sobre el pequeño objeto del interior.

—Precioso —dijo, imaginando qué aspecto debía tener.

—¡No! —gimió Donnag.

Maldred giró en dirección al caudillo ogro y, apuntándolo con un dedo, le impidió moverse.

—¿Dhamon? ¿Qué es?

Su compañero sostuvo la espada con una mano mientras introducía la otra para asir una gema del tamaño de un limón grande. El frío desapareció de su mano, y la sutil incitación de Wyrmsbane desapareció. Abandonó el lugar y fue a colocarse bajo un farol.

La joya, que colgaba de una larga cadena de platino que centelleaba como si fuera una estrella, despedía un tenue fulgor. Era de un tono rosa pálido, y la habían tallado en forma de lágrima. La luz chispeaba sobre sus facetas.

Donnag emitió un ruido que sonó como un sollozo ahogado.

—Es un diamante, ¿no es cierto? —preguntó Dhamon, y se encaminó hacia Maldred y el ogro.

El caudillo asintió, y una gran tristeza apareció en sus ojos.

—Lo llaman la Aflicción de Lahue. Debe su nombre a los bosques de Lahue en Lorrinar donde lo encontraron. Nadie sabe de dónde fue extraído. Lo conseguí…

—No me importa cómo lo adquiriste —interrumpió Dhamon.

—No lo cojas. Por favor. Cualquier otra cosa. Todo lo que puedas cargar.

—Es perfecto —observó el humano.

—Inestimable —añadió Donnag.

—Y ahora es mío.

El ogro hizo otro movimiento para protestar, pero una mirada de Maldred lo detuvo.

—Considéralo mi pago por esta información —empezó Dhamon—. La lluvia que invade tu reino y todas las Khalkist, no es natural. Fue invocada por un ser que está en el pantano de Sable, uno que tiene el aspecto de una criatura. Sospecho que es una represalia por todos los dracs que mataron tus hombres. O tal vez sea un intentó del dragón para ampliar su ciénaga. La lluvia ha inundado muchos pueblos de las estribaciones. Tal vez acabará por arrastrar a Talud del Cerro.

—¿Cómo sabes eso? —inquirió Donnag, palideciendo, olvidada la joya por el momento.

—Una visión. En las profundidades de tu montaña.

—Entonces la lluvia, la criatura, hay que detenerlas. Pero ¿cómo?

—No tengo ni idea —Dhamon se encogió de hombros—. Y a mí no me atañe. No tengo intención de permanecer en estas montañas, de modo que la lluvia ya no me molestará durante mucho más tiempo de todos modos. Desde luego tienes sabios bajo tu real control que pueden proporcionarte mucha más información. Tal vez pueden decirte cómo conservar tu reino. —Se volvió hacia Maldred, arrojándole la Aflicción de Lahue.

El hombretón se apresuró a atrapar la imponente gema y a introducirla en un bolsillo.

—Tu parte en todo esto —le dijo Dhamon, sopesando la larga espada—. Yo tengo lo que buscaba, y unas cuantas fruslerías para entretener a Riki. Volveremos a encontrarnos, mi buen amigo. Tal vez dentro de unos cuantos meses. Después de que hayas llevado a cabo el encargo de Donnag de ir a las minas. Y cuando hayas acabado de jugar con la solámnica.

—Yo me quedaré aquí un poco más, con Donnag —respondió él, asintiendo.

—Gracias, Mal.

Dhamon le dedicó una sonrisa perspicaz. Luego ascendió por la oxidada escalera saltando los peldaños de dos en dos, con la intención de poner tierra de por medio lo más rápidamente posible entre él y un muy enfurecido Donnag.

Los guardias ogros del caudillo, que parecían estar al tanto de todo lo que sucedía en la ciudad, le indicaron que Rikali estaba en el establecimiento de Sombrío Kedar. Él pasó por allí unos instantes y se encontró con que dormía.

Dhamon dijo a Sombrío que no despertara a la semielfa le dejó una bolsa de cuero para ella. Estaba llena de pequeñas chucherías procedentes de la cámara del tesoro de Donnag; algo brillante para que ayudara a acelerar su recuperación y calmara su ira por haber sido abandonada herida en compañía de Rig. Desde luego, también arrojó un valioso dije a Sombrío para pagar por los cuidados de Rikali. Tras esto, el guerrero se puso en marcha de nuevo.

Encontró un callejón sin salida lejos de la mansión, oscuro debido a las espesas nubes que cubrían el cielo y a la cercanía de las paredes en ruinas que se alzaban a tres de sus lados. Se desvistió y dejó que la torrencial lluvia lo lavara, eliminando el hedor de su cuerpo al tiempo que lo estimulaba. Durante casi una hora disfrutó con esa sensación, invisible a los ogros que pasaban arrastrando los pies por el extremo opuesto de la calle. Luego restregó sus ropas contra una pared, para desprender la sangre, la suciedad y el sudor que se les habían adherido.

Cuando terminó, se vistió y permaneció inmóvil durante un rato, concentrándose en la lluvia, aspirando con fuerza el aire que olía mucho mejor que la mohosa atmósfera de la cámara del tesoro de Donnag. A continuación se ocupó de sus cabellos, cortando los extremos enmarañados con Wyrmsbane. Utilizó una daga para afeitarse, teniendo cuidado de no cortarse y deseando, por algún motivo, parecer más presentable de lo que había estado en bastante tiempo.

—Una vaina —recordó, mientras atisbaba fuera del callejón—. Debería haber echado una ojeada en la residencia de Donnag, iba a hacerlo. Pero deseaba tanto salir de allí.

De todos modos, sospechó que podría conseguir una del armero que había visitado antes del viaje a Talud del Cerro. La cambiaría por su espadón.

—Y alguna otra cosa apropiada que pueda ponerme.

Meditó la posibilidad de volver a visitar a la ogra costurera, donde había adquirido sus pantalones y botas, pues tal vez tendría algo que fuera de su talla. Pero aguardaría hasta que el sol empezara a ponerse y no pudiera ser visto con tanta facilidad. Donnag podría buscar una pequeña venganza por la proeza del humano en su cámara del tesoro, y desde luego el gobernante poseía ojos y oídos por toda la ciudad; Dhamon pensaba mostrarse muy cauto hasta que pudiera escapar bajo el manto de la oscuridad.

En realidad, existía otro asunto que tratar; el que lo había llevado a Bloten en busca de esa espada precisamente. Lo había estado posponiendo, perdiendo el tiempo en la lluvia, pues temía sus consecuencias.

Dhamon se encaminó despacio al fondo del callejón, donde encontró un cajón sobre el que sentarse. Sujetando la empuñadura de Wyrmsbane con ambas manos, y extendiendo la espada al frente hasta que su punta fue a descansar en un charco, cerró los ojos y meditó cómo expresar aquella insólita petición.

—Una cura —planteó sencillamente después de que hubieran transcurrido varios minutos—. Una solución. Un final. —No a la lluvia, que seguía tamborileando sin parar—. Redentora, ¿dónde está la cura para esta condenada escama?

Aguardó unos minutos más, escuchando el incesante repiqueteo de la lluvia, sintiendo cómo las gotas lo azotaban, sin que resultara ni agradable ni desagradable, simplemente constante; como si hubiera estado lloviendo eternamente.

—Nada. —Suspiró e hizo girar la punta de la espada en el charco, observando mientras la hoja cortaba su oscuro reflejo. ¿Qué esperaba? La mujer perfecta. Felicidad. Cosas intangibles. Un modo de escapar a esa diabólica maldición. Profirió una risita ahogada y cerró los ojos—. No hay escapatoria.

Lo que buscas.

Dhamon abrió los ojos bruscamente y la empuñadura se tornó helada en sus manos. Allí, en el charco, había una imagen, nebulosa y borrosa debido a las sombras y al cielo encapotado. Se inclinó más hacia adelante, y pudo ver con algo más de claridad. Hojas, muy apiñadas, de un color verde intenso y tan oscuro que parecía casi negro.

No hubo un tirón físico, como había sucedido en la sala de Donnag cuando buscaba el objeto más valioso. Sólo hojas y ramas y una cotorra multicolor casi oculta por una mata de enredaderas. También había un lagarto, pero se marchó corriendo de su imagen mental, e insectos, tan gruesos como las nubes del cielo. Le pareció distinguir una sombra entre las hojas, de un tamaño y una forma imposibles de definir. Tal vez sólo una brisa que agitaba una rama. La sombra volvió a pasar ante él.

—El pantano. Algo que hay en el pantano.

La empuñadura hormigueó un poco, quizá diciéndole que sí quizá discutiendo con él. Se preguntó por un instante si no padecería una alucinación, dado el desesperante deseo de librarse del dolor de la escama. Pero el pomo se tornó más frío aún, y la visión persistió varios instantes más.

Dhamon permaneció sentado inmóvil, escuchando la lluvia y sintiendo que el corazón le martilleaba en el pecho. Palpitaba excitado, y su respiración surgía entrecortada. Un remedio, se dijo. Existe uno. La espada lo había dicho, dijo que había un modo de deshacerse de esa condenada escama o de hacer que dejara de dolerle.

Depositó a Wyrmsbane cruzada sobre las rodillas y se inclinó sobre ella, limpiando el agua de la hoja y evitando que cayera más sobre el texto en lengua elfa. Trazó las desconocidas palabras con la yema de un dedo, y por un instante deseó que Feril estuviera junto a él, pues ella podría leerlo. Pero la joven estaba lejos y Rikali no sabía leer ni el elfo ni el Común. La semielfa ni siquiera podía reconocer su propio nombre escrito.

Tras echar una nueva mirada al arma, se sentó muy erguido, con la espalda bien apoyada contra la pared. Decidió esperar allí hasta que el cielo se oscureciera para anunciar el crepúsculo.

—Entonces conseguiré una vaina y ropas —se repitió—. Después de ello, vería si Riki está despierta.

Y entonces, se dijo, haría algo para investigar ese remedio.

Una sonrisa intentó aflorar a la comisura de sus labios. Pero se desvaneció rápidamente y sus dedos se crisparon alrededor de la espada cuando la escama de su pierna empezó a dar punzadas de nuevo. Con suavidad al principio, tanta suavidad que intentó negar la sensación; luego, al cabo de unos segundos, el dolor se tornó intenso y su cuerpo febril. La mano le dolía intensamente, y se dio cuenta de que, sin querer, había apretado la hoja de su espada y se había cortado.

Retiró la mano izquierda y contempló la carne cortada, con la sangre manando sobre la palma y la pernera del pantalón. Se llevó la mano al estómago y se balanceó hacia adelante y atrás, mientras la escama empezaba a lanzar oleadas de insoportable dolor por todo su cuerpo. Su mano derecha seguía aferrada a la empuñadura, negándose a soltar la legendaria espada, y su mente se concentró en el arma en un esfuerzo por reducir el dolor.

Tragó bocanadas de aire húmedo al iniciarse los temblores, luego cayó de bruces al charco, con las piernas agitándose y pataleando, y la cabeza girando a un lado y a otro. El agua inundó su nariz y su boca; estaba boca abajo en el agua ahora, ahogándose.

—¡No moriré aquí! —consiguió jadear.

Por entre una cortina de dolor, reunió todas sus energías y rodó sobre la espalda, escupiendo agua de lluvia, sin soltar a Wyrmsbane. Luego las sombras del callejón parecieron alargarse y engullirlo.

Dhamon despertó horas más tarde, tendido de espaldas casi sumergido en el charco, que había crecido debido a la persistente tormenta. Era de noche, bien pasada la puesta de sol. Se obligó a ponerse en pie, torpemente, luego avanzó entre traspiés hasta una pared y se apoyó en ella. La cabeza le martilleaba, tal vez como secuela del ataque, pero también porque estaba hambriento. Su estómago retumbó. Comería después de conseguir la funda, se dijo. Y ropas. Comería hasta hartarse, y luego volvería a visitar a Sombrío Kedar, para que se ocupara de su mano hinchada y herida y para ver a Riki. Debía tener mucho cuidado en el establecimiento del sanador, pues Sombrío habría sido llamado a la mansión para ocuparse de la mejilla y la mandíbula rotas de Donnag. Tendría que confiar en el sanador.

—Una vaina —repitió, observando que la empuñadura hormigueaba agradablemente en su palma sana, como si estuviera de acuerdo en que era una buena idea; tenía riquezas más que suficientes en sus bolsillos para persuadir a los propietarios ogros para que le abrieran sus puertas a esa hora tan tardía—. La vaina más hermosa que pueda encontrar.

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