6 Muerte y vino elfo

Dhamon cerró los ojos, y la oscuridad engulló a Rig, a Rikali y al kobold. Se concentró en el incidente y se estremeció ligeramente con el recuerdo, dejando fuera los sonidos de la chisporroteante fogata y la apagada conversación entre Fiona y Maldred. Por fin, abrió los ojos y de mala gana inició su relato.


Dhamon Fierolobo tenía un aspecto distinto. Su rostro estaba más lleno y su figura era algo más gruesa. La melena de color ébano colgaba sólo hasta debajo de la línea de la mandíbula y estaba cortada de modo uniforme y bien peinada. El rostro era terso y bien afeitado, la piel sólo ligeramente tostada, y las ropas aparecían en perfecto estado. Debajo del capote de lana, llevaba pantalones de cuero y una cota de malla. Y sujeta alrededor de la cintura colgaba una espada larga recién forjada, un regalo de los qualinestis por aceptar esa difícil tarea.

También eran diferentes las montañas, menos empinadas, aunque seguían siendo escarpadas y el invierno las había convertido en peligrosas, pues el hielo cubría el estrecho sendero por el que Dhamon descendía conduciendo a un grupo de hombres y mujeres. Envueltos en pieles y cargados con provisiones y armas, los viajeros se abrieron camino tediosamente a lo largo de la cornisa occidental hasta alcanzar la base de las estribaciones donde la nieve y el hielo daban paso al bosque que en cierto modo resultaba más acogedor.

—¡Vuestras órdenes, señor! —gritó el mercenario que iba en cabeza. Era joven y estaba ansioso por complacer, y se mantuvo rígidamente en posición de firmes.

Dhamon contempló la hilera de personas que se le habían encomendado, casi cuatro docenas de mercenarios reunidos a petición de Palin Majere en la ciudad de Trueque, situada muy al interior de la bahía de la Montaña de Hielo. La mayoría de ellos eran elfos qualinestis que ya habían estado en combate, y es que los qualinestis habían pedido la ayuda de Palin contra un joven Dragón Verde.

Uno de los mercenarios era un ergothiano, que por el número de dagas que llevaba y su andar presuntuoso hacia que Dhamon pensara en Rig. También había algunos humanos en el grupo.

Tres de los elfos eran mujeres, tan menudas y esbeltas que parecían niños, pero la frialdad de sus ojos y las numerosas cicatrices de sus brazos indicaban a Dhamon que se trataba de los guerreros más aguerridos de todos ellos, y pensaba contar mucho con ellas.

Habían transcurrido varios años desde la última vez que Dhamon mandara tropas, y entonces lo había hecho para los Caballeros de Takhisis. Pero dar órdenes y no tener que buscar justificaciones a sus decisiones todavía se le daba bien, y escupía instrucciones como si esa colección de mercenarios —voluntarios y a sueldo— fueran caballeros negros. Su experiencia en el mando había impulsado a Palin a dirigirse a él para esa misión. Eso, y su experiencia con los dragones.

—Oscurecerá pronto. Levantad el campamento y descansaremos unas cuantas horas —les indicó Dhamon—. Nos pondremos en marcha antes del amanecer. Gauderic, organiza una guardia.

No pienso montar guardia esta noche

, decidió. Estaba muy cansado, pero unas cuantas horas de sueño volverían a dejarlo en forma. Unas pocas horas de respiro sin tener que andar, sin el viento y sin los recuerdos que corroían su mente. No había tenido tiempo para descansar desde que él y sus compañeros —Rig, Fiona, Feril, Jaspe— lucharon contra los dragones en el Portal de la Ventana a las Estrellas, en Neraka, casi cuatro meses antes.

En la Ventana, unas antiguas ruinas de piedra que en una ocasión habían contenido magia suficiente para actuar como corredor a otros reinos, Malystryx había convocado a todos los otros dragones señores supremos. Gellidus el Blanco, Beryllinthranox la Muerte Verde, Onysablet procedente de las ciénagas y Khellendros la Tormenta Sobre Krynn, acordaron ayudar a Malys a ascender a la divinidad, y con este fin, todos ellos habían estado reuniendo poderosos objetos mágicos, con la intención de usar la energía liberada al destruirlos para convertir a Malys en la siguiente Takhisis, diosa-reina de los dragones.

Dhamon, Rig y su reducido grupo de héroes también habían estado reuniendo objetos, para mantenerlos lejos de la Roja. Y viajaron a la Ventana a las Estrellas en un esfuerzo por detener la transformación de Malys.

Ya en aquellos momentos, Dhamon comprendió que se trataba de una empresa descabellada: un puñado de mortales enfrentándose a dragones, a los dragones más poderosos de Krynn. No obstante, su corazón ardía con justa cólera la noche en que ascendieron por el sinuoso sendero hasta la meseta donde se hallaba la Ventana. Entonces su corazón casi se detuvo ante la aterradora visión de los imponentes dragones allí reunidos.

Uno de los señores supremos los divisó mientras permanecían acuclillados tras unas rocas. Por suerte, Malys se encontraba en mitad de un complicado conjuro en el que absorbía energía de los objetos allí reunidos, y rehusó distraer su atención de lo que hacía, lo que concedió a Dhamon y a sus camaradas unos segundos preciosos.

El guerrero se abalanzó al frente, con la intención de enfrentarse a Malys. Juró conseguir vengarse por la escama que tenía en la pierna y acabar con la tiranía de la señora suprema. También esperaba morir. Pero les llegó ayuda desde un lado inesperado: Tormenta Sobre Krynn. El gran Dragón Azul arrojó una lanza a Dhamon, una de las Dragonlances originales y una de las armas más antiguas que jamás se habían forjado en Krynn.

En medio de todo el fuego y el caos de aquella noche terrible, la enorme señora suprema resultó gravemente herida por la lanza que blandía Dhamon, y fue arrojada al Mar Sangriento por su rival el Dragón Azul. El imponente Azul obtuvo el poder que Malys buscaba esa noche.

Dhamon estaba seguro de que Khellendros podía matarlos a todos de un solo zarpazo, y que aquel dragón podía convertirse, con sólo pensarlo, en tan poderoso como Takhisis. Sin embargo, en lugar de utilizar la energía mística para ascender a la divinidad, el Azul la usó para activar el antiguo portal, la Ventana. La criatura, a quien los hombres llamaban Skie, concedió a Dhamon y a sus compañeros permiso para marchar, un regalo como reconocimiento a su contribución en desbaratar los planes de la Roja. A continuación, el imponente animal voló a través de la Ventana y desapareció.

Después de que Dhamon y los otros abandonaran la Ventana a las Estrellas, algunos de ellos juraron continuar su lucha contra los señores supremos… a su manera. Su amada Feril regresó a su Kalanesti natal en Ergoth del Sur, diciendo que necesitaba estar un tiempo sola para meditar las cosas, y algo de tiempo para estudiar al Blanco llamado Escarcha. Durante un tiempo, él se dijo que ella regresaría y volverían a estar juntos, y ese pensamiento ayudó a reforzar su ánimo y a mantener su fuego encendido contra los dragones y sus secuaces. Pero transcurrieron las semanas sin recibir noticias de ella, y luego pasaron algunos meses que trajeron con ellos rumores de que había encontrado a otro.

Rig y Fiona, que se habían declarado su mutuo amor y jurado casarse, viajaron a la costa de bahía Sangrienta en el Mar Sangriento de Istar, y Dhamon no hizo el menor intento de mantenerse en contacto con ellos.

El hechicero Palin y su esposa Usha marcharon a la Torre de Wayreth para proseguir sus estudios sobre los señores supremos dragones. Fue Palin quien se mantuvo más en contacto con Dhamon mediante mensajes, tanto mágicos como normales, y quien pidió al antiguo caballero que lo ayudara en diferentes tareas.

La kender Ampolla fue a la Ciudadela de la Luz a estudiar las artes curativas bajo la experta tutela de Goldmoon. Dhamon había oído que le iba muy bien, pero no la había visitado desde que se separaran después de la Ventana.

Groller marchó no se sabía dónde. El sordo semiogro tenía sus propios demonios personales con los que enfrentarse, y Dhamon sospechaba que Palin sabía dónde estaba, aunque jamás se molestó en preguntar al hechicero. No era asunto suyo.

Y Dhamon… marchó en esa misión a instancias de Palin —una misión cuyo objetivo era matar a un joven Dragón Verde que tiranizaba a los qualinestis en esa parte del bosque—, estaba tan cansado. Sólo unas cuantas horas de sueño era lo que necesitaba. Un poco de tiempo.

Pero no había tiempo para él mismo. No había tiempo para pensar. Ni tiempo para olvidarse de los dragones. Dhamon y sus hombres se hallaban en el linde del bosque ahora.

—¿Señor?

El pequeño elfo llamado Gauderic sacó al guerrero de sus meditaciones. Gauderic era su segundo en el mando, y en el corto tiempo que llevaban juntos, el elfo se había ganado el respeto y la amistad de su jefe.

—Alcázar del Viento está siguiendo ese río.

El elfo señaló hacia el sudoeste, donde una fina cinta de color azul oscuro se abría paso entre los árboles. El sol que se ponía proyectaba luz suficiente a través del dosel de hojas para arrojar centelleantes motas color naranja sobre las veloces aguas.

—Señor, podremos conseguir…

—Más mercenarios allí, Gauderic —finalizó Dhamon.

—Lo sé. Cuarenta o cincuenta, me dijo Palin. Estaremos allí antes del mediodía de mañana. Descansad.

El aire era helado cuando se pusieron en marcha antes del amanecer, lo bastante frío como para enrojecer sus mejillas y mantener sus manos desnudas enterradas en las profundidades de los bolsillos. No obstante, no hacía ni con mucho tanto frío como el que habían respirado en su arduo viaje a través de las montañas Kharolis para llegar hasta allí. El aire olía fecundo y lleno de vida.

Los hombres seguirían a Dhamon sin una pregunta, pues la mayoría lo admiraban, hasta el punto de venerarlo como a un héroe: se había desprendido del manto de un caballero negro, había osado enfrentarse a los señores supremos dragones y era el héroe elegido por Goldmoon y Palin Majere, dos de las personas más poderosas e influyentes de todo Krynn. Dhamon Fierolobo era una leyenda viva, sus hazañas se murmuraban de modo regular, y en su compañía imaginaban ser parte de alguna magnífica y gloriosa gesta que sería material para los relatos que circulaban por las tabernas. Sus ánimos no podían estar más elevados.

Sin embargo, aquel buen ánimo no tardó demasiado en caer en picado.

Dhamon condujo a sus hombres a Alcázar del Viento y descubrió que los elfos que debían unirse a ellos estaban muertos; como lo estaban también los restantes aldeanos. No quedaba nada en pie en el lugar. Los hogares de troncos de abedul, construidos con tanto cariño por sus propietarios, estaban convertidos en escombros. Piezas de delicadas telas ondeaban al viento como estandartes por entre muebles astillados y platos rotos. Había juguetes aplastados contra el suelo, como si la gente los hubiera pisoteado en medio del pánico, sin darse cuenta de que no había adonde huir. Los muertos estaban por todas partes: ancianos y jóvenes, niños inocentes, perros que habían permanecido con sus amos hasta el último instante.

A primera vista, parecía que los cuerpos que cubrían la zona alrededor de lo que había sido el edificio principal llevaran muertos unas cuantas semanas. Dhamon y su segundo se arrodillaron junto al cadáver de una elfa, y ambos tuvieron que esforzarse por no vomitar. Lo que quedaba de su túnica se había fundido prácticamente con su carne descolorida; sus cabellos resultaban curiosamente quebradizos, desmenuzándose como cristal soplado cuando lo tocaron. La carne que quedaba al descubierto estaba llena de ampollas y grotescamente desfigurada, incluso se veía el hueso en las zonas donde la carne había sido devorada, no por animales o insectos. No encontraron ningún ser vivo de ningún tamaño entre los restos del pueblo.

—Un dragón —musitó Dhamon.

—¿Señor?

Su segundo se apartó del cuerpo para darse de bruces con otro cadáver igual de espeluznante, que resultó aún peor al inspeccionarlo con mayor atención porque acunaba a un bebé muerto contra su pecho en descomposición. Gauderic giró en redondo y se inclinó, vomitando hasta quedarse sin fuerzas. Minutos más tarde, cuando recuperó la compostura, encontró a Dhamon arrodillado junto a un árbol desarraigado, estudiando algo que había en el suelo.

El hombre se incorporó, oprimiendo la escama de la pierna con la mano. Ésta le escocía débilmente. Era una sensación cálida que él atribuyó a los nervios.

—El viento de las alas del dragón destrozó las casas y arrancó unos cuantos árboles jóvenes. Su aliento mató a estas gentes. Yo diría que fue hace poco, hará unos dos o tres días.

—No hay huellas de gran tamaño —argumentó el joven elfo—. Un dragón dejaría huellas. Cualquier criatura de ese tamaño lo haría. ¡He visto pisadas de esos seres! No creo que haya ningún…

Dhamon se alejó despacio del centro del pueblo, teniendo cuidado de no pisar ninguno de los cuerpos. En el linde de los pinos que circundaban lo que había sido Alcázar del Viento, miró al exterior e hizo una seña a su compañero para que se acercara.

—Ahí fuera. —Indicó un claro situado varios metros más allá y se dirigió hacia él, con el joven elfo avanzando en silencio tras él.

—¡Por el amor de todos los primogénitos! —musitó el elfo.

Ante sus ojos había una depresión, la huella de una pisada tan larga como alto era él. El claro que contemplaba boquiabierto, uno lleno de arbolillos y matas, había sido aplanado por un peso enorme.

—El dragón se paró aquí —dijo Dhamon, luego giró y señaló hacia el poblado—. Y consiguió matar a toda esa gente.

—¿Cómo?

El guerrero hizo señas a sus hombres para que se reunieran con él en el límite de pueblo. La tropa de humanos y elfos se cuadró ante él, mientras sus ojos —desorbitados por la incredulidad— seguían escudriñando las ruinas y los cuerpos.

—Este dragón es bastante pequeño.

—¿Pequeño? —vio como articulaba Gauderic. El joven que tan valiente se había mostrado, había palidecido.

—Yo diría, a juzgar por la pisada, que mide menos de dieciocho metros. Palin estaba seguro de que podíamos derrotarlo entre todos nosotros y los hombres que debían reunirse con nosotros. Estoy de acuerdo. No es ni mucho menos un señor supremo, y no es un dragón valiente, si ha acabado con este poblado desde esta distancia. A lo mejor teme a los hombres. Las partidas de caza que ha estado atacando han sido pequeñas.

—¡Señor!

Era la voz de uno de los mercenarios humanos. Dhamon recordó que el hombre tenía una esposa elfa, y aunque ésta estaba a salvo en su hogar en Nuevo Puerto muy al norte y al otro lado de las montañas, la mujer tenía fuertes vínculos con esa tierra.

—Si damos la vuelta —siguió el hombre—, el dragón seguirá matando. Ya es bastante malo que Muerte Verde ocupe este reino. Pero ella…

—No asesina tan insensiblemente a sus súbditos. Al menos ya no —finalizó Dhamon—. Sí. Pero a lo mejor la Verde ni siquiera conoce la existencia de este jovencito.

—O tal vez no sea así —farfulló Gauderic—. Quizá Muerte Verde ya no se preocupa de sus

súbditos

y…

—Yo digo que sigamos adelante, localicemos a este dragón y nos ocupemos de él —indicó Dhamon, carraspeando.

Un coro de murmullos procedentes de la mayoría de los allí reunidos indicó que no estaban ansiosos por enfrentarse a un dragón sin aumentar sus fuerzas. Pero Dhamon empezó a dar órdenes, y los hombres formaron fila nerviosamente, algunos sin dejar de mirar en silencio a los cadáveres. Gauderic asignó rápidamente a sus dos hermanos y a sus amigos la tarea de cavar fosas, usando las pocas herramientas que pudieron rescatar. Y a la mañana siguiente, tras haber llevado a cabo una sencilla ceremonia para honrar a los muertos, la banda mercenaria siguió adelante.

Los bosques de Qualinesti, llamados bosques de Beryl por los que vivían fuera de ellos, así como por los que vivían en su interior y declaraban su lealtad a la señora suprema, eran realmente impresionantes. Incluso antes de que el dragón presentara su reclamación del territorio en medio de la terrible Purga de los Dragones, eran unos bosques enormes y antiguos con más de un millar de variedades de árboles.

Pero después de que el dragón llegara y empezara a alterar el terreno, el lugar se tornó extraño y primitivo. Ahora, los árboles se alzaban más de treinta metros hacia el cielo, con unos troncos que eran más gruesos que un elefante macho. Enredaderas repletas de flores que podían soportar el frío del invierno trepaban por arces y robles y perfumaban el ambiente con un dulce aroma que casi resultaba opresivo. Había algunas pocas zonas donde no crecía nada, pero el musgo era espeso en todas partes y se extendía en todas direcciones en deslumbrantes tonalidades de verde esmeralda y verde azulado. Helechos tan altos como un hombre colgaban por encima de arroyos y daban sombra a tupidas parcelas de hongos del tamaño de un puño. Las hojas eran verdes y llenas de vitalidad. Abundaba la vida.

Las aves estaban gordas y saludables debido a la abundancia de frutas e insectos. Gauderic señaló varias clases de loros que normalmente se hallarían sólo en zonas tropicales. La caza menor prosperaba y se apartaba veloz del camino de los humanos; conejos y otros animales se habían multiplicado de un modo asombroso. Existían algunas sendas, abiertas por los qualinestis que viajaban de un poblado a otro o que cazaban a lo largo del río Sendaventosa. Pero la magia del bosque impedía que los caminos quedaran demasiado marcados, pues el musgo y las enredaderas crecían sobre ellos casi tan pronto como eran hollados por las botas de los caminantes. Cada sendero que Dhamon localizaba parecía como si acabara de ser abierto.

El guerrero recordó que Feril había hablado de esos bosques, a cuyo interior se había aventurado en compañía de Palin y del enano Jaspe Fireforge. La kalanesti lo consideró embriagador, y él casi imaginó ver su rostro en las espirales de un enorme roble. Sus ojos adquirían cierta dulzura cuando pensaba en ella, y sus dedos se extendieron para rozar el trozo de corteza en el que le parecía ver su mejilla.

—¡Señor! ¡He encontrado huellas! ¡Por aquí! —La excitación era bien patente en la voz del explorador humano, que era uno de los cuatro que se habían desplegado en abanico fuera del sendero principal—. Fijaos, son difíciles de distinguir, señor, y casi los paso por alto. Pero aquí hay una marca. Y aquí hay parte de otra.

Dhamon se sacudió de encima sus meditaciones, se arrodilló y trazó con el dedo la marca de una pisada. Era un rastreador experto, adiestrado por los Caballeros de Takhisis cuando se unió a sus filas de muchacho, e instruido en otros aspectos de tal especialidad por un caballero solámnico de avanzada edad que hizo amistad con él y lo apartó de la oscura orden. La época pasada junto a la kalanesti Feril había aumentado más su destreza en el tema.

Feril

, se dijo de nuevo.

El joven aguardaba a que su jefe hablara.

—Sí, son huellas de dragón —confirmó éste, con voz tranquila pero vacilante—. Es difícil decir cuánto hace que están aquí.

—¡Y nuestra ruta sigue estas huellas! —repuso el otro muy satisfecho.

Empezó a decir algo más, pero Dhamon no lo escuchaba, porque estudiaba el florido tapiz del suelo que había quedado aplastado contra el suelo. Las huellas pertenecían a un dragón de mayor tamaño que el que aparentemente había destruido Alcázar del Viento, y el bosque se recuperaba ya del peso de la pisada de la criatura. Había brotado musgo, y las pequeñas ramas rotas cicatrizaban.

—Nervios —musitó al sentir que la escama de su pierna le escocía de un modo desagradable.

Se puso en pie y escudriñó los matorrales en busca de más señales, observando que el joven rastreador hacía lo mismo. El hombre señaló hacia el oeste, en dirección a lo que parecía un apisonado tramo de matas de helechos, y los dos se encaminaron hacia allí. Pero se detuvieron al instante cuando un grito ahogado hendió el aire a su espalda.

Los pájaros salieron disparados de los árboles en una enorme nube de atronador colorido, y los pequeños animales que habían permanecido ocultos por la maleza emergieron en veloz oleada. Se oyó un revuelo en el sur, eran animales de mayor tamaño que también corrían, y el golpear de botas sobre el suelo: los mercenarios también huían.

Dhamon giró en redondo y regresó a toda velocidad al sendero, sin importarle las ramas que azotaban su rostro y tiraban de su capa. El joven rastreador lo siguió como pudo.

—¡Corred! —chillaba Gauderic a los hombres—. ¡Desperdigaos y corred!

—¡Elfo idiota! —gritó Dhamon mientras se precipitaba en dirección a la orilla del río.

Pasó veloz junto a un espeso grupo de abedules, saltando sobre una gran roca y esquivando un charco de agua estancada. El verde del bosque era una masa borrosa mientras corría hacia sus hombres.

—¡Atacad al dragón! —rugió—. ¡Es una orden, Gauderic! ¡Atacad y desplegaos! ¡Enfrentaos a la bestia desde varias direcciones! ¡No os atreváis a poner pies en polvorosa! —Necesitó sólo unos instantes para acorralar a los mercenarios y obligarlos a avanzar.

Y en unos cuantos minutos más la mitad de sus hombres estaban muertos.

Los que atacaban muy por delante de Dhamon fueron alcanzados por una nube de cloro pestilente y se desplomaron entre alaridos y convulsiones, desgarrándose rostros y ropas, mientras sollozaban sin control. Unos cuantos pensaron rápidamente en echarse al río, donde las heladas aguas ayudaron a quitar la horrible película dejada por el aliento del dragón pero la mayoría se limitó a darse por vencida ante todo aquel dolor y sucumbió.

Dhamon corrió hacia la vanguardia de la fila, esquivando con agilidad a los mercenarios caídos. Las barbillas y las frentes de los hombres se cubrieron de ampollas como las que había visto en los aldeanos elfos; los situados en la parte delantera fueron los que salieron peor parados, pues sobre ellos había caído la mayor parte del aliento de la criatura. El gas de cloro se había introducido en las profundidades de sus pulmones, y aquella sustancia química era tan cáustica que los devoraba por dentro y por fuera.

—¡Asesino! —gritó Dhamon al dragón.

La enorme bestia proyectaba una larga sombra sobre el sendero, y tenía medio cuerpo dentro y medio fuera del agua, donde sin duda había estado apostada aguardándolos, alzándose para sorprenderlos con su nube de gas letal. Desde luego era mucho mayor que el dragón solitario que buscaban, por lo menos medía unos treinta metros desde el hocico hasta la punta de la cola.

Las flexibles placas del vientre del animal brillaban como esmeraldas mojadas al capturar la luz matutina que se filtraba por entre las ramas, y las escamas del resto del cuerpo tenían la forma de hojas de olmo e iban de un pardo tono oliva a un profundo y brillante azul verdoso casi idéntico a las agujas de los elevados abetos cercanos. Los ojos de la hembra de dragón refulgían con un apagado color amarillo y estaban atravesados por unas negras rendijas como las de un felino. Una gran cresta puntiaguda del color de los helechos jóvenes discurría cuello abajo desde lo alto de su testa, para desaparecer en las sombras de las correosas alas. Tenía un único cuerno, en el lado derecho de la testa, negro y alejándose de ella en un tirabuzón, deforme como un defecto de nacimiento. No había protuberancia allí donde debiera haber crecido el segundo cuerno.

Los pocos mercenarios que quedaban retrocedían, hipnotizados por la visión de la criatura, temerosos de darle la espalda.

—¡Enfrentaos a ella! —se oyó gritar Dhamon—. ¡No retrocedáis! ¡No huyáis!

Los mercenarios se detuvieron por un instante, mirando a Gauderic, que seguía aún inmóvil.

—No —articuló a su jefe, incrédulo; pero éste meneó la cabeza furiosamente en dirección a su segundo en el mando y les hizo señas para que avanzaran.

—¡Luchad contra ella!

A continuación, Dhamon se lanzó al ataque, con los pies aporreando el suelo, para luego perder el equilibrio y desplomarse al resbalar sobre un charco fangoso.

En ese mismo instante, la hembra de dragón se precipitó hacia adelante, abriéndose paso por entre los gigantescos árboles y sin hacer daño a ninguno de ellos. Su cola chasqueó como un látigo, golpeando al trío de elfas que avanzaba hacia ella, con las espadas brillantes y húmedas por el cloro que todavía flotaba en el aire.

A Dhamon le ardían los pulmones, y el cloro amenazaba con asfixiarlo. Hizo un movimiento para erguirse, pero se detuvo, observando desde su posición tumbada el aterrador cuadro que se desarrollaba ante sus ojos. Los sonidos eran abrumadores: los gemidos de los hombres, los chillidos de las aves, el martilleo de su corazón; pero más fuerte aún fue la profunda inspiración del dragón. El hormigueante calorcillo de la escama de su pierna resultaba cada vez más molesto, y comprendió que no se trataba de nervios, que era algo más.

Vio que una de las elfas se abalanzaba contra el animal, blandiendo con furia su arma y que el dragón soltaba una segunda ráfaga borboteante de gas de cloro. Dhamon consiguió esquivar el impacto directo del ataque, rodando tras un mercenario muerto, y sintió la cáustica neblina que se instalaba en sus ropas y su cota de malla. La piel empezó a escocerle con violencia.

Pero las elfas no tuvieron tanta suerte. La nauseabunda nube amarillo verdosa se hinchó y las envolvió y, como una sola, las elfas aullaron, en un horroroso coro que casi hizo vomitar a Dhamon. Los golpes de sus cuerpos al chocar contra el suelo sonaron blandos, y la nube siguió extendiéndose más allá.

—¡Condenada bestia! —Dhamon oyó chillar a Gauderic.

Su segundo en el mando se acercó al vientre del animal y lanzó una estocada, pero el arma rebotó en el blindaje y la espada estuvo a punto de saltar de la mano del mercenario. Éste redobló sus esfuerzos y golpeó más fuerte, poniendo todas sus energías en ello y obteniendo más éxito en esta ocasión. La hembra de dragón profirió un tremendo rugido que ensordeció a todos momentáneamente.

Sólo una docena de hombres había sobrevivido al último ataque de la criatura y se había colocado lo bastante cerca para atacar. Por lo que podía apreciar Dhamon, aquellos valientes intentaban seguir sus órdenes.

—¡Manteneos lejos de sus fauces! —gritaba Gauderic—. Pegaos a su cuerpo. ¡Golpead en las zonas bajas y no dejéis de moveros! ¡Dad vueltas y atacad!

El animal barría con su cola por entre el follaje, lanzando los cadáveres al río, y con el rabillo del ojo, Dhamon vio que manaba un hilillo de sangre por las verdes escamas de la criatura. Gauderic había abierto una herida en la zona interna de la pata trasera de la bestia, y la sangre manaba abundantemente, formando un charco en el suelo. Uno de los mercenarios elfos había logrado hundir su espada entre las grandes escamas de la pata delantera, pero como no consiguió liberar la hoja, cogió las dos dagas que llevaba al costado y prosiguió su ataque.

De improviso la hembra de dragón se alzó sobre los cuartos traseros y rugió. La esperanza floreció en el pecho de Dhamon. ¡Existía una posibilidad! Sin embargo, la escama de su pierna le dolía cada vez más. Respiró el cáustico aire e intentó avanzar, pero un dolor agudo le recorrió la pierna y lo mantuvo inmovilizado donde estaba.

El rugido de la criatura cambió de tono y titubeó, y Gauderic profirió un grito de júbilo. A través de una neblina de dolor, Dhamon se dio cuenta de que su segundo en el mando estaba prácticamente cubierto con la sangre de su adversario, y que el valiente mercenario seguía atacando la herida del animal.

La hembra se revolvió con violencia, torciendo la cabeza a un lado y a otro. Entonces sus ojos se clavaron en Dhamon, y los enormes labios moteados se tensaron en una mueca burlona. El corazón del guerrero se heló durante un segundo, y consiguió escabullirse a un lado, recostándose tras un árbol mientras intentaba suprimir la ardiente sensación de su pierna.

—No se puede luchar así —escupió Dhamon—. Es inútil. Estaría malgastando mi vida. No sería de ninguna ayuda para ellos. —Luego, aunque una parte de sí mismo estaba en contra, dio la espalda a la batalla y a Gauderic y marchó cojeando entre los árboles—. No hay esperanza paradlos.

Los ruidos del combate se fueron apagando. No sólo porque Dhamon ponía distancia entre él y la hembra de dragón, sino porque sus últimos hombres estaban muriendo. Oyó un sonoro chisporroteo y, a continuación, la voz de Gauderic que, apenas un murmullo ahora, gritaba:

—¡Posee magia! ¡La criatura tiene magia!

Luego ya no oyó nada más aparte del crujir de ramas bajo sus pies y el martilleo de su corazón. El dolor de la pierna parecía disminuir con cada metro de terreno que ponía entre él y el reptil. Vagabundeó por los bosques varios días, esperando que la hembra de dragón lo persiguiera y lo matara también a él. Pero cuando esto no sucedió, regresó a Trueque.

Eran altas horas de la noche y sólo había una taberna abierta.

Nadie pareció reconocerlo o advertir sus andrajosas ropas y cabellos enmarañados. Había abandonado la cota de malla en el linde de la población. Tras instalarse en una mesa vacía, Dhamon Fierolobo empezó a beber, a beber en grandes cantidades mientras meditaba lo que contaría a Palin Majere.

—¡Cerveza! —Dhamon estrelló la jarra vacía contra la mesa, haciéndola añicos.

Su arrebato acalló el atestado local durante un instante, pero las partidas de dados y las apagadas conversaciones se reanudaron enseguida. Una moza elfa, tan delgada que parecía frágil, corrió hacia él con una nueva jarra en la mano y un pichel en la otra. Abriéndose paso con movimientos expertos por entre el laberinto de concurridas mesas, la joven colocó la jarra frente a Dhamon y la llenó a toda prisa.

—Mejor —manifestó él, la voz espesa por el alcohol—. Estoy sediento hoy. No vuelvas a dejar que me quede seco.

Tomó un buen trago del recipiente, vaciándolo mientras ella observaba, luego lo dejó caer con fuerza sobre la mesa, aunque no tanto esta vez. La muchacha le sirvió otro trago y arrugó la nariz cuando él lanzó un sonoro eructo, su aliento compitiendo con las prendas empapadas de sudor en el asalto a sus finos sentidos.

—Essso es una buena chica —dijo él, introduciendo la mano en su bolsa para sacar varias monedas de acero. Las dejó caer en el bolsillo del delantal de la elfa y observó satisfecho que sus ojos se abrían de par en par ante su considerable generosidad—. Y deja el pichel.

La joven lo dejó al alcance de su mano y se dedicó a limpiar los fragmentos de cerámica de su primera jarra, barriéndolos al interior de los pliegues de su falda.

—Eres callada —continuó Dhamon, y sus oscuros ojos centellearon bajo el resplandor de los faroles que colgaban de las alfardas e iluminaban con suavidad todo el lugar con excepción de los rincones más alejados del sórdido establecimiento de techo bajo—. Me gustan las mujeres calladas. —Extendió una mano, la axila oscurecida por el sudor, y cerró los dedos alrededor de la muñeca de ella, obligándola a sentarse en su regazo y enviando al suelo todos los fragmentos que había recogido—. Y me gustan las elfas. Me recuerdas un poco a Feril, una elfa de la que efftaba enamorado.

Agitó el brazo libre en un gesto grandilocuente, derribando el pichel y provocando un juramento en un anciano semielfo de una mesa vecina que había resultado salpicado. Con excepción de él, del enfurecido anciano semielfo y de dos hombres que conversaban frente a un fuego que ardía alegremente, la taberna estaba llena de qualinesti de pura raza.

—Trueque es ante todo un poblado elfo, señor. Casi todos los que viven aquí son qualinestis.

Sonrió débilmente al irritado semielfo, que se estaba escurriendo la cerveza de la larga túnica. Este maldijo en voz baja en el dialecto qualinesti y lanzó una mirada despectiva a Dhamon con sus acuosos ojos azules.

—Sí, eso es cierto, muchacha elfa. No hay muchos humanos por estas tierras —repuso Dhamon—. Harían las patas de la silla y los techos bastante más altos si así fuera. No hay apenas humanos. —Su expresión se suavizó un instante, sus ojos se entristecieron al momento y se clavaron en algo que la joven no podía ver. Su mano se aflojó, aunque no la soltó, y alzó la mano libre para dibujar una puntiaguda oreja—. O tal vez hay un humano de más. Yo.

Ella le dedicó una larga mirada. De no haber sido por la maraña de su larga melena negra que no había visto un peine en días y por la espesa y desigual barba que empezaba a cubrir su rostro, la joven lo habría considerado bastante apuesto. Era joven para ser un humano, imaginó, aún no habría cumplido los treinta. Tenía una boca generosa que estaba húmeda de cerveza, y sus pómulos eran prominentes y marcados y muy bronceados por haber pasado horas al sol. Su camisa y su chaleco de cuero estaban abiertos, dejando al descubierto un pecho delgado y fornido que brillaba a causa del sudor como si le hubieran pasado aceite. Pero sus ojos fueron lo que capturaron su atención: apremiantes y misteriosos, la retenían como un imán.

—Soltadme, señor —dijo, si bien no forcejeó, y sus palabras carecían de convicción—. No hay necesidad de ocasionar disturbios aquí.

—Me gustan las mujeres silenciosas —repitió Dhamon, y por un instante apareció un resplandor en sus ojos, como si un pensamiento secreto estuviera actuando tras ellos—. Silenciosas.

—Pero a ella no le gustas tú. —Era el semielfo que había salpicado de cerveza—. Suéltala.

La mano libre de Dhamon fue a caer sobre la empuñadura de la espada que llevaba al cinto.

—No quiero problemas —instó la joven, sin apartar la vista de los ojos de él—. Por favor.

—De acuerdo —accedió él, finalmente, y soltó a la muchacha y la espada, rodeando la jarra con ambas manos. Miró con ojos entrecerrados al semielfo, luego se encogió de hombros—. Sin problemas. —Mirando a la muchacha añadió, casi en tono amable—: Tráeme otro pilcher. Y no esta porquería que me has estado sirviendo. ¿Qué hay de ese fantástico vino elfo que estoy oliendo? Cuanto más fuerte mejor. De la clase que le llevas al resto.

—Tal vez sería mejor que te fueras —sugirió el anciano semielfo en cuanto la joven se hubo marchado; su voz era atípicamente profunda y chirriante—. Ya has bebido más que suficiente.

—Aún no he bebido ni mucho menos lo suficiente —repuso él, negando con la cabeza, al tiempo que los músculos de su espalda se tensaban—, sigo despierto, ¿no es cierto? Pero no te preocupes por mí. No tardaré en marchar. Con las primeras luces, fffospecho. Entonces ni tú ni ninguno de los otros qualinestis tendréis que seguir aguantándome.

El semielfo se acercó un poco más, y Dhamon se vio reflejado en un largo y bruñido medallón que colgaba de una fina cadena alrededor de su cuello.

Dedicó una mueca a la desaliñada imagen.

—Ve a ahogar tus penas a otra parte —dijo el otro, bajando la voz hasta convertirla en un áspero susurro.

Un atisbo de sonrisa asomó al rostro de Dhamon, que enseguida abrió la boca para protestar, pero una ráfaga de helado viento nocturno lo interrumpió. La puerta de la taberna se abrió de par en par, golpeando con fuerza al entrar otros dos elfos. Estaban cubiertos de polvo y tenían un aspecto macilento, el que sostenía un bastón retorcido era un desconocido a sus ojos, pero el otro resultaba muy familiar e iba adornado de manchas de sangre.

—Gauderic —musitó Dhamon, y su rostro se tornó ceniciento como si hubiera visto un fantasma.

También Gauderic lo vio, dio un codazo a su compañero y señaló:

—¡Ese es! ¡Ese es el despreciable paladín de Palin Majere!

Al mismo tiempo, una falda multicolor susurró sonoramente junto a él.

—¡Aquí está vuestro vino elfo, señor! —anunció musicalmente la moza, y lanzó una exclamación de sorpresa cuando los dos elfos avanzaron veloces hacia ellos, los pies retumbando sobre el suelo de tierra batida mientras se abrían paso por entre las mesas.

Dhamon se puso en pie, y, al hacerlo, se golpeó la cabeza contra una viga del bajo techo y chocó contra la muchacha. Ésta cayó de espaldas sobre el semielfo que había resultado salpicado, empapándolo de nuevo cuando el recipiente resbaló de sus dedos y fue a hacerse pedazos contra el suelo.

El semielfo lanzó un juramento e intentó a ayudar a la joven a incorporarse, pero ambos resbalaron sobre el vino derramado, cayeron hechos un ovillo y se enredaron en las faldas de ella. Dhamon no les prestó la menor atención y agarró el borde de la mesa, dándole la vuelta para colocarla a modo de escudo contra los dos recién llegados.

El desconocido chocó contra la superficie de la mesa y se oyó un nauseabundo golpe, en tanto que Gauderic esquivó con agilidad el obstáculo y alzó bien alta su espada.

—¡Dhamon Fierolobo! —chilló—. ¡Nos ordenaste atacar al dragón! ¡Atacar y morir! —Blandió la espada en un salvaje arco por encima de su cabeza, enviando a todos los parroquianos en busca de un lugar en el que ponerse a cubierto, junto con las jarras de vino—. ¡No deberíamos haberte escuchado!

Dhamon pateó a Gauderic en el estómago y lo lanzó contra una mesa abandonada.

—¡No! —chilló a todo pulmón la joven, cuando por fin consiguió incorporarse y, dando un traspié huyó por entre el laberinto de mesas Insta el cuarto trasero—. ¡Vientoplateado! ¡Tenemos problemas! ¡Vientoplateado! ¡Llama a la ronda!

—Yo no quería problemas —refunfuñó Dhamon—. Sólo quería algo de beber.

Ambos elfos se habían recuperado y cargaban contra él, aunque el desconocido estaba un poco tambaleante y le sangraba la nariz. La clientela apartó el mobiliario hacia las paredes para dejar espacio a los contendientes. Susurros y murmullos inundaron la estancia. Con el rabillo del ojo, Dhamon vio que los dos humanos apostaban monedas. Unos cuantos de los parroquianos elfos tenían las manos puestas sobre sus armas, y el mercenario no tuvo la menor duda sobre qué bando tomarían si se decidían a intervenir.

—¡Mi esposa y hermana! —escupió el desconocido—. ¡Muertas! ¡Muertas por tu culpa!

—¡Mis hermanos y amigos! —añadió Gauderic.

—¡Yo no obligué a nadie a venir conmigo! —replicó él, y se agachó para no golpearse la cabeza contra el techo de metro ochenta de altura. Blandió su propia arma en un movimiento descendente, usando la hoja plana de la espada para golpear al desconocido en el hombro—. ¡Los dragones son peligrosos! ¡Matan a la gente, maldita sea! ¡Así es como son las cosas y tú lo sabes, Gauderic!

—¡La Verde no te mató! —interpuso el otro—. ¡Estabas tumbado boca abajo y evitabas la lucha! ¡Estabas muy ocupado contemplando cómo morían tus hombres!

Se secó la sangre que manaba de su labio con una mano y hundió el otro puño con fuerza en el estómago de Dhamon, que se dobló hacia adelante, mientras el otro hombre aprovechaba para asestarle un buen golpe en el costado con su bastón.

—Vienes con nosotros Dhamon Fierolobo —añadió el desconocido—. Te vamos a entregar a las autoridades. ¡Vas a ser juzgado en Trueque! Y no habrá nadie que hable en tu defensa. Quiero tu muerte a cambio de las muertes de mi esposa y mi hermana.

—Muerte por muerte —gritó una voz desde una esquina de la sala.

—¡Juzgadlo aquí!

—¡No necesitamos un juicio! —chilló otro cliente.

El desconocido volvió a golpear a Dhamon con su bastón. Éste sintió cómo sus costillas se partían y el dolor lo dejó sobrio al instante.

—Yo no maté a esos hombres. El dragón lo hizo. No tengo nada contra vosotros —siseó por entre los apretados dientes—. Ni siquiera te conozco a ti. —Esto lo dirigió al desconocido—. ¡Dejadme en paz! —Protegiendo el costado, se agachó y giró, esquivando como pudo los golpes de ambos elfos—. ¡Dejadme en paz!

—¡Les ordenaste que lucharan contra la bestia! —repitió Gauderic—. ¡Lo ordenaste! ¡Al menos deberías haber combatido y muerto con ellos! ¡Cobarde!

—Tampoco has muerto tú —argüyó él, tajante.

Alzó la espada para detener otro ataque del bastón del otro elfo, y luego lanzó su pierna hacia arriba, estrellando la bota con energía en la barbilla del desconocido, que quedó aturdido por el golpe. El elfo cayó al suelo y Dhamon le asestó unos fuertes puntapiés de propina. El caído no se levantaría en un buen rato.

—No obligué a nadie a enfrentarse al dragón, Gauderic. No te obligué a ti.

—¿No lo hiciste? —inquirió éste despectivamente, retrocediendo un paso y conteniendo la respiración. Ambos hombres se contemplaron mutuamente, con los pechos agitados y los nudillos blancos sobre las empuñaduras de sus espadas—. ¡El adalid de Palin! Un auténtico héroe. Tú ordenaste…

—¡Pues me equivoqué! —escupió el humano—. Tal vez. Pero tú viviste. ¡Tú viviste!

—¡Sólo yo! —replicó él—. ¡Y únicamente porque esa hembra de dragón me lo permitió! —La respiración del elfo era entrecortada ahora, y los verdes ojos estaban entrecerrados y convertidos en simples rendijas—. ¡Los mató a todos! ¡Todos! Y yo era el siguiente. Bajó la cabeza hasta estar tan cerca que pude ver mi rostro reflejado en sus ojos y sentir su aliento abrasador en las piernas. ¡Me miró fijamente y se marchó! En un principio pensé que yo era demasiado insignificante para que se preocupara de mí. Luego comprendí que me dejaba con vida para que la noticia de lo que había hecho ese día pudiera llegar a oídos de otros hombres. Pasé horas buscando por el río, con la esperanza de hallar al menos otro superviviente, con la esperanza de encontrarte a ti. Todo lo que encontré fueron cadáveres. Conseguí hallar a codos los mercenarios, con la excepción de su glorioso líder. Y los enterré a todos. Tardé días. Durante ese tiempo la hembra de dragón regresó en dos ocasiones a observarme.

Dhamon bajó su arma y sacudió la cabeza.

—Quería enterrarte también a ti.

—¡Mátalo! —profirió una voz pastosa por culpa del vino desde un rincón—. ¡Dejó morir a nuestros hermanos! ¡También él debe morir!

—Me contaste que eras un caballero negro. Que renunciaste. Puede que todo eso fuera una mentira. A lo mejor todavía eres uno de ellos.

—¿Caballero negro? —resonó por toda la habitación.

—¿Caballero negro de Neraka? —exclamó el anciano semielfo.

—Así es como los llaman ahora —respondió Dhamon, categórico.

Se produjo una segunda oleada de murmullos, el sonido de unas cuantas espadas que se desenvainaban, el crujido de la madera a medida que los parroquianos se inclinaban sobre las mesas para asimilarlo todo mejor. Se oyó el tintineo de más monedas que se apostaban, palabras pronunciadas a gritos en lengua elfa, un débil grito procedente del cuarto trasero. Esta última era la voz de la moza de la taberna, que llamaba a la guardia.

—¡Coged al caballero negro!

—¡Matad al traidor!

De repente los platos empezaron a estrellarse contra el suelo, y se volcaron sillas y bancos. Alguien situado detrás de Dhamon arrojó una jarra, que lo golpeó en la espalda. Un tumultuoso juramento de

muerte al caballero negro de Neraka

se dejó oír, y desde alguna parte fuera de allí, sonó un agudo silbido.

Un elfo de cabellos plateados cargaba contra él, usando una silla como arma. Otro había arrancado la pata de una mesa e intentaba desesperadamente usarla como garrote. Dhamon esquivó con facilidad a la ligeramente ebria pareja y fue a parar directamente ante el anciano semielfo empapado de cerveza, que bajó la cabeza y atacó, estrellándose contra el estómago del humano y dejándolo momentáneamente aturdido.

No obstante el dolor, Dhamon se obligó a reaccionar. Descargó el pomo de su espada con fuerza contra la cabeza del semielfo y lo lanzó al suelo, luego balanceó el arma en un arco ante sí, para mantener a raya a otros parroquianos. Dio una patada a un lado, acertando en la mandíbula a un joven elfo que simplemente intentaba huir del apiñamiento de cuerpos. Sangre y dientes salieron volando por los aires, y el desdichado parroquiano cambió de idea y decidió unirse a la refriega, sacando una daga y maldiciendo en voz alta en diferentes idiomas. El vapuleado joven lanzó la hoja contra Dhamon e hizo una mueca cuando ésta rebotó en el muslo derecho del humano y estuvo a punto de herir a otro cliente.

El filo de una espada corta se hundió profundamente en su pierna izquierda. Dhamon se tambaleó, luego cayó de rodillas, y un pichel se estrelló contra su cabeza. Aromático vino elfo empapó sus cabellos y ropas, y regueros de sangre corrieron por su rostro desde el punto donde los fragmentos de cerámica habían desgarrado el cuero cabelludo en varios puntos. Se sacudió y lanzó unos cuantos pedazos contra el suelo mientras se esforzaba por no perder el conocimiento y se incorporaba; luego se revolvió violentamente contra un elfo que intentaba ensartarlo con un atizador de hierro, arrojando el atizador a un lado al tiempo que asestaba un buen golpe a su atacante en un costado de la cabeza.

—¡Parad esto al instante! —gritó la moza de la taberna, que se hallaba en alguna parte detrás de la masa de elfos y chillaba con toda la fuerza de que era capaz.

—¡Parad! —se unió otra voz a la de ella, probablemente la del propietario de la taberna; el hombre daba golpes con un puchero y aumentaba así el estrépito reinante—. ¡No rompáis eso! ¡Deja eso! ¡Por favor, deteneos!

—¡Yo no lo empecé! —maldijo Dhamon mientras saltaba torpemente por encima de un atacante que se abalanzaba sobre él empuñando un largo cuchillo de cocina.

El humano perdió pie y accidentalmente derribó a otros tres que corrían en dirección a la puerta. Rozó contra una mesa, y la pernera derecha de sus pantalones se enganchó en un clavo que sobresalía. La tela se desgarró, dejando al descubierto una enorme escama negra como la noche sobre su pierna; la escama estaba atravesada por una veta plateada que atrapó la luz de los faroles y relució.

Se oyó una exclamación colectiva de asombro cuando los elfos la descubrieron, y desde las profundidades del conglomerado de cuerpos alguien exclamó:

—¡Hechicería!

—¡Pertenece a un señor supremo dragón! —rugió Gauderic. Estaba de pie sobre una silla en un extremo de la refriega, agitando su espada—. ¡Un Dragón Negro se la puso!

—No, no lo hizo un Dragón Negro —corrigió inútilmente Dhamon—.

Fue la Roja

.

—¡Es un agente de un dragón! —vociferó alguien—. ¡Matadlo!

—¡No soy agente de nadie! —aulló él mientras hundía el pomo de su espada en la cabeza de alguien; luego cuando la punta de una daga se hundió en la parte posterior de su pierna, se dedicó a golpear con todas sus fuerzas a cualquiera que se acercara demasiado, al tiempo que intentaba llegar a la puerta.

Una media docena de elfos yacía tumbada alrededor, con más muertos o personas inconscientes hacia el centro de la taberna donde se había iniciado la pelea. El sucio suelo estaba salpicado de vino y sangre. Casi dos docenas de elfos seguían en pie.

Arrojaron jarras contra el pecho de Dhamon, algunas de las cuales rebotaron para golpear a los elfos que se hallaban alrededor, y el humano lanzó patadas a los que tenía más cerca, observando que parecían temer a la pierna que lucía la escama. Y siguió lanzando golpe tras golpe con la hoja y la empuñadura de su arma, rompiendo dientes y huesos y salpicándose al mismo tiempo de sangre elfa.

De improviso un tronco salió volando por los aires, procedente de uno de los humanos que hasta aquel momento se habían mantenido fuera del enfrentamiento. Mientras Dhamon se agachaba y observaba cómo pasaba por encima de su cabeza, fue embestido por la espalda. El impacto lo lanzó al frente contra varios elfos, que empezaron a agarrarlo con tal fuerza que apenas si consiguió mantener la espada en la mano.

—¡No lo matéis! —un grito se elevó por encima del estrépito; era Gauderic, que se abría paso hasta allí—. ¡Quiero que sea juzgado por sus atrocidades!

Dhamon percibió vagamente un agudo silbido, y luego otro; oyó cómo la muchacha suplicaba desesperadamente, oyó gemir a un elfo y sintió cómo un puño tras otro se estrellaba contra su rostro, contra su pecho, cómo pies enfundados en botas lo pateaban. Lanzó una estocada al frente con su arma justo en el instante en que Gauderic llegaba junto a él, y la hoja —que le había sido entregada por los qualinestis de Trueque— se hundió profundamente, haciendo brotar una roja flor en su túnica mientras el asombrado elfo caía de rodillas y a continuación se desplomaba hacia adelante con los ojos desorbitados por la incredulidad y la espada de Dhamon clavada en su cuerpo.

Los elfos volvieron su atención hacia el caído Gauderic, y Dhamon aprovechó la oportunidad para abrirse paso a empujones por entre los últimos y escasos parroquianos que impedían el acceso a la puerta. Instantes después se perdía en la helada noche.


—Palin… —el marinero tragó saliva—, ¿qué tuvo que decir con respecto a la hembra de Dragón Verde y a los hombres que murieron?

—No fui en su busca —respondió Dhamon, encogiéndose de hombros.

—Pero…

—He acabado con Palin. Se acabó lo de enfrentarse a dragones e intentar arreglar las cosas en este mundo. Nada volverá a estar bien jamás. Te lo dije: no podemos vencer a los dragones.

—No puedes decirlo en serio, Dhamon —Rig meneó la cabeza—. ¡Después de todo por lo que hemos pasado y todo lo que hemos visto! ¡Después de todo aquello por lo que hemos luchado!

—Ya he visto suficiente. No hay esperanza, Rig. Me sorprende que no te hayas dado cuenta de ello ya. No hay dioses. Han abandonado a las criaturas de Krynn. Sólo hay dragones. A Jaspe lo mató un dragón. A Shaon la mató un dragón que yo acostumbraba montar. Todos esos hombres… y todos los hombres y mujeres que jamás conocí. No tenemos ninguna posibilidad contra los dragones. ¿Estás tan ciego que no te das cuenta? Todos acabarán siendo víctimas de ellos. ¡Todo el mundo! De modo que me dedico a disfrutar de la vida que me quede. Yo soy lo más importante ahora. Hago lo que yo quiero. Tomo lo que yo quiero. Trabajo para quien me parece.

—Eso está mal —empezó a decir el marinero.

—¿Mal? —rió Dhamon.

—¿No te avergüenzas de lo que has hecho? Los robos y…

—No.

—¿Ordenar a tus hombres que se enfrentaran al dragón?

—Tanto si luchaban como si huían el resultado habría sido el mismo. La criatura los habría perseguido y acabado con ellos igualmente.

—Sin duda lamentarás haber matado a Gauderic…

—No me arrepiento de nada —resopló él; sus ojos estaban tan oscuros que no se distinguían las pupilas—. El arrepentimiento es para los estúpidos y los héroes. Y yo no soy ninguna de esas cosas.

—Feril estaría escandalizada —masculló Rig, intentando encontrar un modo de llegar hasta él.

—Feril ya no está a mi lado. —El rostro de Dhamon aparecía indiferente y sin emoción.

—No. —El marinero negó con la cabeza, descartando la idea—. No lo creo. Vi el modo en que siempre te miraba. Pero, si tú y ella erais…

—Lo último que oí fue que salía con otro kalanesti en la isla Crystine. Probablemente estarán casados ya.


* * *


—Y así fue como conocí a Dhamon —contaba Maldred a Fiona—. En una taberna destartalada en Sanction. Estaba borracho y jugando, discutía con un semiogro sobre unas cuantas monedas de acero. A pesar de la mala forma en que estaba Dhamon, pudo con el semiogro. Ni siquiera tuvo que sacar un arma.

—¿Y eso te impresionó?

Maldred sacudió la cabeza y soltó una corta carcajada.

—No especialmente.

—Entonces ¿qué? —Fiona parecía genuinamente curiosa.

—Fueron sus ojos. Como los tuyos, estaban llenos de fuego, y había un misterio ardiendo tras ellos, que aguardaba a ser desentrañado. Decidí que quería llegar a conocerlo, de modo que me quedé por allí hasta que se le pasó la borrachera. Él y yo nos hemos ido encontrando desde entonces. Dhamon me ha salvado la vida en dos ocasiones; una hará un mes cuando estábamos más al sur en estas montañas y accidentalmente nos tropezamos con un par de dracs rojos.

—Dhamon ha luchado contra ellos antes.

—Eso era evidente. —Maldred giró el brazo para que la mujer pudiera ver el dorso, donde justo por encima del codo una gruesa cicatriz rosada se extendía hacia su hombro—. Mi recuerdo de ese día. Dhamon ni siquiera sufrió un rasguño. Desde luego, si yo no hubiera dejado mi espada antes de que cayeran sobre nosotros, pues estaba recogiendo hierbas para la cena, habría sido otra cosa. Nadie puede vencerme cuando tengo un arma. De cualquier modo, se lo debo. Y no me importa debérselo. Creo que somos almas gemelas.

Fiona oyó un trueno, alzó la cabeza hacia el cielo y sintió las primeras gotas de lluvia cayendo sobre ella.

Trajín empezó a ulular.

—Bendita lluvia —declaró Maldred—. Hacía demasiado tiempo que no llovía en estas montañas. —Miró hacia lo alto, se puso en pie y extendió el brazo sano a un lado para capturar más cantidad de lluvia, luego abrió la boca de par en par para beberla.

Fiona empezó a dirigirse hacia Rig, pero un segundo trueno la detuvo. Le siguió otro, pero éste provenía de debajo de sus pies. Era la montaña que volvía a retumbar, y ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Los caballos relincharon nerviosos y el carro crujió al intensificarse el temblor. En lo alto, los relámpagos danzaban entre las nubes y la lluvia cayó con más fuerza.

—Es el relámpago al que hay que temer, no el trueno —indicó Maldred, bajando la cabeza y atrayendo de nuevo la mirada de Fiona; dobló las rodillas para mantener el equilibrio mientras la montaña seguía estremeciéndose—. Los terremotos son diferentes, dama guerrera. Otra cuestión por completo. Siempre ha habido temblores en estas montañas. Hubo uno muy fuerte hace unos días. Pero últimamente ha habido más retumbos de los acostumbrados. Me inquieta incluso a mí.

El suelo se quedó quieto un instante y luego volvió a estremecerse, débilmente al principio, para ir aumentando luego. Fiona perdió pie y cayó contra Maldred, que la sujetó rápidamente rodeándola con su brazo. La sacudida duró unos cuantos minutos más, luego se desvaneció. La mujer continuó mirando fijamente los enigmáticos ojos de su acompañante, luego se reprendió a sí misma por ser tan lenta para conseguir salir de entre sus brazos.

Desde el otro extremo del campamento, Rig la contempló boquiabierto, y Dhamon pasó veloz junto al marinero, con Rikali y Trajín tras él. El hombre abrió un odre vacío y lo sostuvo en alto para atrapar la lluvia mientras se encaminaba hacia el carromato, con la intención de acampar bajo él.

—Fiona, le dije a Rig que sois bienvenidos a compartir nuestro campamento esta noche.

Ella se colocó frente a él, con los ojos brillantes, impidiéndole el paso.

—No me vas a llevar de vuelta a Estaca de Hierro. —Su cabeza estaba aún un poco turbia por el alcohol, pero sus palabras salían más claras y veloces.

—No entra en mis planes.

—No me vas a llevar a ninguna otra parte para expiar mis crímenes. No pienso dejar que lo hagas.

—Ni se me ocurriría.

—Y no vas a cambiar mi forma de ser, queridísima Fiona —siguió Dhamon, echando la cabeza hacia atrás y lanzando una risita—. Ya lo he hablado con Rig. Nada de redención. Me gusta mi actual forma de ser.

Ella se acercó aún más hasta que el hedor de su sudor y el alcohol de su aliento hizo que le escocieran los ojos.

—No quiero redimirte, Dhamon Fierolobo. Quiero unirme a ti.

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