PRÓLOGO LA HISTORIA DE RAPAVA

La muerte resuelve todos los problemas:

acabado el hombre, acabado el problema.

STALIN, 1918


Una noche muy tarde, hace mucho tiempo —incluso antes de que hubieras nacido, muchacho—, había un guardaespaldas en la galería del fondo de una gran casa de Moscú. Era una noche fría, sin estrellas ni luna, y el hombre fumaba un cigarrillo más que nada para darse calor, con sus manos de joven campesino ahuecadas alrededor de un papirosa georgiano.

Ese guardaespaldas se llamaba Papú Rapava, tenía veinticinco años y era de Mingrelia, de la costa nororiental del mar Negro. En cuanto a la casa… bueno, en realidad se trataba más bien de una fortaleza. Era una mansión zarista, de media manzana de largo, en la zona diplomática de la ciudad, cerca del río. En alguna parte de la gélida oscuridad, al fondo del jardín amurallado, había un huerto de cerezos, después una calle ancha, la Sadovaya-Kudrinskaya, y más allá los terrenos del zoológico de Moscú.

No había tráfico. A lo lejos, cuando todo estaba en silencio como ahora y el viento soplaba en la dirección apropiada, se oía débilmente el aullido de los lobos enjaulados.

Por suerte la chica ya había dejado de gritar, porque esos gritos eran un suplicio para los nervios de Rapava. Seguro que no tenía más de quince años, no era mucho mayor que la hija de su hermana. Cuando él la había recogido para llevarla, lo había mirado… lo había mirado… bueno, para ser franco, muchacho, preferiría no hablar de eso… ni siquiera ahora, cincuenta años más tarde.

Sea como fuere, la chica por fin se había callado y él se estaba fumando el cigarrillo a gusto cuando sonó el teléfono. Debían de ser la dos de la madrugada. Nunca se olvidaría de eso. Dos de la madrugada del 2 de marzo de 1953. En la fría quietud de la noche la campanilla sonó como una alarma de incendios.

Actualmente —es importante que comprendas esto— suele haber cuatro hombres en un turno de guardia: dos en la casa y dos en la calle; pero cuando lo de la chica, el jefe prefería que hubiera el mínimo per- sonal de seguridad, al menos dentro, así que esa noche Rapava estaba solo. Tiró el cigarrillo, salió de la sala de guardia, cruzó la cocina y entró en el vestíbulo. El teléfono era un viejo aparato de pared de antes de la guerra. ¡Dios mío, qué fuerte sonaba! Levantó el auricular en mitad de un timbrazo.

—¿Lavrenti? —dijo un hombre.

—No está aquí, camarada.

—Búsquelo. Soy Malenkov. —La voz habitual-mente tranquila estaba ronca de terror.

—Camarada…

—Búsquelo. Dígale que ha sucedido algo, algo en Blizhny. —¿Sabes lo que significa Blizhny, muchacho? —preguntó el anciano.

Estaban los dos en una minúscula habitación del piso 23 del hotel Ucrania, apoltronados en un par de sillones baratos, tan cerca que casi se tocaban las rodillas. La lámpara de la mesilla de noche proyectaba sus sombras sobre la cortina de la ventana: una, un perfil huesudo y calvo por la edad; la otra, a uno carnoso, de mediana edad.

—Sí —respondió el más joven, al que todos llamaban Chiripa Kelso —. Sí, sé lo que significa Blizhny.

«Claro que lo sé —tenía ganas de decir—. ¡Di clases de historia soviética durante diez jodidos años en Oxford!»

Blizhny quiere decir «cerca» en ruso. «Cerca», en el lenguaje del Kremlin de los cuarenta y cincuenta, era la abreviatura de «cerca de la dacha». Y «cerca de la dacha» quedaba Kuntsevo, en las afueras de Moscú… Una valla doble de todo el perímetro, trescientos hombres de las tropas especiales del NKVD1 y ocho cañones antiaéreos de 30 mm camuflados, todo oculto en el bosque de abedules para proteger al solitario y anciano residente de la dacha.

Kelso esperó a que el viejo siguiera, pero Rapava, de pronto, parecía preocupado. Trataba de encender un cigarrillo pero no podía. Los dedos no conseguían desprender las endebles cerillas de cartón. No tenía uñas.

—¿Qué hizo entonces? —Kelso se inclinó y le encendió el cigarrillo, tratando de que el gesto enmascarara la pregunta y no se le notara el entusiasmo en la voz. En la pequeña mesa que había entre ellos, oculta entre botellas vacías, vasos sucios y un cenicero con paquetes de Marlboro estrujados, había una grabadora en miniatura que Kelso había puesto cuando Rapava no miraba. El viejo dio una calada ansiosa, contempló la brasa del cigarrillo con gratitud y arrojó las cerillas al suelo.

—Si sabes lo que es Blizhny —dijo al fin apoyándose contra el respaldo—, entonces sabes lo que hice.

Treinta segundos después de contestar el teléfono, el joven Papú Rapava llamaba a la puerta de Beria. El miembro del Politburó Lavrenti Paviovich Beria, envuelto en un quimono abierto de seda roja a través del cual se le desparramaba la tripa como un gran saco de arena, le gritó a Rapava «capullo» en mingreliano y le dio un empujón en el pecho que lo hizo retroceder por el corredor a trompicones. Como iba descalzo avanzó sin hacer ruido por el pasillo hacia la escalera; los pies blancos y sudados dejaban un huella húmeda sobre el parquet.

Rapava vio el interior del cuarto por la puerta abierta: la gran cama de madera, el pie de una pesada lámpara de metal con forma de dragón, las sábanas carmesí, las extremidades blancas de la chica, despatarrada como para un sacrificio. Tenía los ojos muy abiertos, la mirada perdida y vacía. No hizo esfuerzo alguno por cubrirse. En la mesilla de noche había una jarra de agua y unos frascos de medicamentos. Sobre la alfombra Aubusson amarilla clara había un montón de pastillas esparcidas blancas y grandes.

No recordaba nada más, ni cuánto tiempo había estado exactamente allí hasta que Beria volvió a subir la escalera jadeando, agitado por la conversación con Malenkov, y le lanzó la ropa a la chica mientras le gritaba«¡Fuera! ¡Largo de aquí!», y a él le ordenaba que tra- jera el coche. 1. Comisariado del Pueblo para Asuntos Interiores, policía secreta soviética. (N. de la T.)


Rapava le preguntó si necesitaba a alguien más. (Tenía en mente a Nadaría, el guardaespaldas principal que solía ir con el jefe a todas partes. Y quizá a Sar-sikov, que en aquel momento dormía la mona de vodka y roncaba en la caseta de guardia, al lado del edificio.) Beria, que había empezado a quitarse la bata de espaldas a Rapava, se quedó pensando durante un instante y le echó una mirada por encima del hombro con sus ojos pequeños y brillantes detrás de unas gafas sin montura.

—No —dijo al fin—. Sólo tú.

Se trataba de un coche americano, un Packard de doce cilindros, de carrocería verde oscuro, con un estribo de medio metro de ancho… una belleza. Rapava lo sacó del garaje en marcha atrás y bajó por la calle Vspolni directamente hasta la puerta de entrada. Dejó el motor en marcha para que circulara la calefacción, saltó del vehículo y se plantó junto al asiento trasero con la típica postura del NKVD: mano izquierda sobre la cadera, abrigo y chaqueta con el cuello ligeramente levantado, sobaquera a la vista y mano derecha en la culata de la pistola Makarov, mientras vigilaba la calle en ambas direcciones. Beso Dumbadze, otro de los muchachos de Migrelia, apareció corriendo por la esquina en el momento en que el jefe salía de la casa. —¿Qué llevaba puesto?

—¡Y yo qué sé, muchacho! —replicó el viejo, irritado—. ¡Qué demonios importa cómo iba vestido! En realidad, ahora que lo pensaba, el jefe iba de gris —abrigo gris, traje gris, jersey gris, sin corbata—, lo que junto con las gafas sin montura, los hombros caídos y esa cabeza grande y redonda le daban aspecto de búho, sí, de un búho gris, viejo y malévolo. Rapava le abrió la puerta y Beria se sentó detrás. Dumbadze, que estaba a unos diez metros, hizo un gesto con las manos como si dijera «¿Y ahora qué cono hago?», a lo que Rapava respondió encogiéndose de hombros con una especie de «¡Y yo qué cono sé!» Rodeó el coche, se sentó al volante, puso primera y arrancaron.

Había hecho ese viaje de poco más de veinte kilómetros hasta Kuntsevo un montón de veces, siempre de noche y siempre como parte de la comitiva de escolta del secretario general… Y te juro muchacho que esa caravana era una cosa seria. Quince coches con las ventanillas traseras tapadas con cortinas, la mitad del Politburó: Beria, Malenkov, Molotov, Bulganin, Jruschov, más los guardaespaldas… todos saliendo del Kremlin por la rampa de la puerta de Borovitsky a ciento veinte por hora. La Milicia paraba el tráfico en cada cruce y doscientos hombres de paisano del NKVD cubrían el desplazamiento del gobierno durante todo el camino. Y uno nunca sabía en qué coche iba el secretario general hasta que, en el último minuto, uno de los grandes ZiLs salía de la fila, aceleraba y se ponía delante del cortejo, y el resto disminuía la velocidad para dejar pasar al auténtico heredero de Lenin.

Pero esa noche no hubo nada de aquello. La ancha carretera estaba vacía y, en cuanto cruzaron el río, Rapava pisó el acelerador del gran coche yanki y el velocímetro subió casi a ciento cincuenta por hora, con Beria detrás, inmóvil como una roca. Doce minutos más tarde habían salido de la ciudad. Y quince minutos después, al final de la carretera de Poklonnaya Gora, aminoraron la velocidad para girar por el camino oculto. Las altas hileras de abedules plateados hacían que los faros del coche parecieran luces estroboscópicas.

Qué tranquilo ese bosque, qué oscuro e infinito, como un mar suave y susurrante. Rapava tuvo la sensación de que llegaba hasta Ucrania. A unos ochocientos metros estaba la primera cerca, a la que se accedía por una barrera roja y blanca. Dos guardias especiales del NKVD con capas, gorras y metralletas salieron de la garita. Al ver la cara pétrea de Beria, saludaron de inmediato y levantaron la barrera. El camino giraba de nuevo a unos cien metros, detrás de las densas sombras de unos arbustos, y los poderosos faros del Packard alumbraron la segunda valla, un muro de un metro y medio de alto con rendijas para las armas. Unas manos invisibles abrieron desde dentro un portón de hierro.

Y allí estaba la dacha.

Rapava esperaba algo inusual; no sabía muy bien qué, coches, hombres, uniformes, el ajetreo de una crisis. Pero la casa de dos plantas, salvo por la lámpara amarilla de la entrada, estaba a oscuras. Debajo se veía una figura que esperaba, la inconfundible silueta regordeta de cabello oscuro del vicepresidente del Consejo de Ministros, Georgi Maksimilanovich Malenkov. Y había algo raro, muchacho, se había sacado los lustrosos zapatos nuevos y los llevaba debajo de ese brazo rechoncho.

Beria bajó del coche casi antes de que se detuviera y en un instante cogió a Malenkov del codo y empezó a escucharlo, mientras asentía y susurraba algo en voz muy baja sin parar de mirar a uno y otro lado. Rapava lo oyó decir: «¿Movido? ¿Lo has movido?» Acto se- guido Beria chasqueó los dedos en dirección a Rapava y éste se dio cuenta de que le indicaba que entrara con él en la casa.

Hasta entonces, cada vez que iba a la dacha, siempre esperaba en el coche a que el jefe saliera o se iba a la garita de los guardias a tomar una copa y fumar un cigarrillo con los otros chóferes. «Dentro» era territorio prohibido, eso es muy importante recalcarlo. Nadie, salvo el equipo del secretario general y sus invitados, entraba jamás a la casa. Y en aquel momento, mientras Rapava se desplazaba por el vestíbulo, de pronto sintió un pánico casi sofocante… como si alguien le apretara la tráquea para asfixiarlo.

Malenkov, en calcetines, caminaba delante, y hasta el jefe iba de puntillas, por lo que Rapava decidió imitarlos como un mono y caminar silenciosamente. No había nadie más. La casa parecía vacía. Los tres avanzaron sigilosamente por un pasillo, pasaron al lado de un piano vertical y entraron en un comedor con ocho sillas. La luz estaba encendida, las cortinas corridas. Había unos periódicos sobre la mesa y un juego de pipas Dunhill, y, en un rincón, un gramófono a manivela. Sobre la chimenea se veía una foto ampliada en blanco y negro con un marco de madera barato: el secretario general de joven sentado en un jardín con el camarada Lenin. En el extremo de la habitación había una puerta. Malenkov se volvió hacia ellos, se acercó el índice rechoncho a los labios y la abrió muy despacio. El viejo cerró los ojos y levantó el vaso vacío para que volviera a llenárselo. Suspiró.

—Sabes, muchacho, la gente critica a Stalin, pero hay que decir algo a su favor: vivía como un trabajador. No como Beria, que pensaba que era un príncipe. La habitación del camarada Stalin, en cambio, era de lo más sencilla. Hay que reconocer que siempre fue uno de los nuestros. La corriente que entraba por la puerta abierta hizo oscilar la llama de la vela roja que había en un rincón, debajo de un pequeño icono de Lenin. La otra luz procedía de una lámpara con pantalla, sobre un escritorio. En el centro de la habitación había un sofá grande convertido en cama. Sobre una alfombra de piel de tigre se veía una gruesa manta marrón del ejército, y allí, de espaldas, respirando ruidosamente, al parecer dormido, se veía el cuerpo de un hombre gordo, mayor, de cara rojiza, con una sucia camiseta blanca, y calzoncillos largos de lana. Se había hecho sus necesidades encima. En la habitación hacía calor, apestaba a excrementos.

Malenkov se llevó la mano rechoncha a la boca y se quedó cerca de la puerta. Beria se inclinó sobre la alfombra, se desabotonó el abrigo y se arrodilló. Apoyó las manos sobre la frente de Stalin y le abrió los párpados con los pulgares, revelando unos globos oculares inyectados en sangre.

—Josiv Vissarionovich —dijo en voz baja—, soy Lavrenti. Querido camarada, si me oye mueva los ojos. ¿Camarada? —Se dirigió entonces a Malenkov pero sin dejar de mirar a Stalin—. ¿Has dicho que quizá está así desde hace veinticuatro horas ?

Malenkov, sin quitar la mano, hizo un ruido amortiguado. Tenía lágrimas en las mejillas.

—Camarada, mueva los ojos… Los ojos, querido camarada… ¿Camarada? Ah, joder. —Beria apartó las manos y mientras se las limpiaba en el abrigo se puso de pie—. Ha tenido una embolia. ¿Dónde están Starostin y los chicos? ¿Y Butusova?

En aquel momento Malenkov lloriqueaba y Beria tuvo que ponerse entre él y el cuerpo, bloquearle literalmente la vista para que le prestara atención. Lo cogió por los hombros y empezó a hablarle quedamente, muy deprisa, como si fuera un niño. Le dijo que se olvidara de Stalin, que Stalin ya era historia, que era un trozo de carne, que lo importante era lo que debían hacer, que debían mantenerse unidos. ¿Pero dónde estaban los chicos? ¿Seguían en la habitación de guardia?

Malenkov asintió y se limpió la nariz con la manga.

—De acuerdo —dijo Beria—. Escucha lo que vas a hacer.

Malenkov iba a ponerse los zapatos para ir a decirle a los guardias que el camarada Stalin estaba durmiendo, que estaba borracho, que por qué cono los habían sacado de la cama, a él y al camarada Beria, para nada. Que no tocaran el teléfono ni llamaran a ningún médico. («¿Has oído, Georgi?») Sobre todo ningún médico, porque el secretario general pensaba que todos los médicos eran unos envenenadores judíos… ¿ Te acuerdas ? Bueno, ¿ qué hora era ? ¿ Las tres ? Muy bien. A las ocho… no, mejor a las siete y media. Malenkov tenía que empezar a llamar a los dirigentes para decirles que Beria y él querían que todo el Politburó se reuniera allí, en Blizhny, a las nueve. Él explicaría que estaban preocupados por la salud de Josiv Vissarionovich y que había que tomar una decisión colectiva respecto al tratamiento.

Beria se frotó las manos.

—Ahí empezarán a cagarse de miedo. Ahora pongámoslo en el sofá. Tú —se dirigió a Rapava—, cógelo por las piernas. El viejo, a medida que hablaba, estaba cada vez más hundido en el sillón, despatarrado, con los ojos cerrados y voz monótona. De repente exhaló sonoramente y volvió a incorporarse. Miró asustado la habitación del hotel a su alrededor.

—Tengo que mear, muchacho. ¿Dónde está el lavabo?

—Ahí lo tiene.

Se levantó con cautelosa dignidad de borracho. Kelso oyó a través de la delgada pared el ruido de la orina en el inodoro. La verdad es que tenía bastante que descargar, pensó. Había estado lubricando la memoria de Rapava durante casi cuatro horas: primero cerveza Báltica en el bar del vestíbulo del Ucrania, después, Zubrovka en el bar de enfrente, y por último, whisky de malta en la intimidad de la habitación. Era como tratar de pescar un pez en un río de alcohol. En aquel mo- mento vio la caja de cerillas que Rapava había tirado al suelo y la recogió. Llevaba impreso el nombre de un bar o night club, ROBOTNIK, y una dirección, cerca del estadio del Dínamo. Se oyó el ruido de la cadena y Kelso se metió las cerillas en el bolsillo. Rapava reapareció por el quicio de la puerta abrochándose la bragueta.

—¿Qué hora es, muchacho?

—Casi la una.

—Tengo que irme. Joder, pensarán que soy tu novio. —Rapava hizo un gesto obsceno con la mano.

Kelso simuló reírse. Sí, claro, enseguida llamaría un taxi. Pero por qué no se acababan la botella. Cogió el whisky y comprobó subrepticiamente si la grabadora seguía en marcha. Acabemos la botella, camarada, y termine de contarme la historia, pensó.

El viejo frunció el entrecejo y miró al suelo. La historia ya se había acabado. No había más que añadir. Subieron a Stalin al sofá y… ¿qué? Malenkov salió a hablar con los guardias. Rapava llevó a Beria a casa. Todo el mundo sabe el resto. Stalin murió al cabo de uno o dos días. Poco después murió Beria. Malenkov… bueno, estuvo dando vueltas durante años después de caer en desgracia (en los años setenta Rapava lo había visto una vez arrastrándose por la Arbat), pero ahora también estaba muerto. Nadaraya, Sarsikov, Dumbadze, Starostin, Butusova… todos muertos. El Partido estaba muerto. Y todo el maldito país, para el caso, también lo estaba.

—Pero seguro que su historia no acaba ahí —dijo Kelso—. Siéntese, Papú Gerasimovich, venga, acabemos la botella.

Le hablaba con educación y cautela, porque percibía que la anestesia del alcohol y la vanidad podían esfumarse en cualquier momento, y Rapava podía volver en sí y darse cuenta de que estaba hablando demasiado. Tuvo otro arrebato de ira. ¡Diablos, qué difíciles que eran esos viejos del NKVD… difíciles e incluso todavía peligrosos! Kelso era un historiador cuarentón, treinta años más joven que Papú Rapava, pero no estaba en muy buena forma física… para ser sinceros, nunca lo había estado y prefería no tener que vérselas con el viejo si perdía los estribos. Rapava, después de todo, era un superviviente de los campos del Ártico. Seguramente no se había olvidado de cómo atacar a alguien, y, supuso Kelso, hacerle daño en serio.

Llenó los dos vasos, el de Rapava y el suyo, y se obligó a seguir hablando.

—Bueno, a ver, ahí está usted, con veinticuatro años, en el dormitorio del secretario general, o sea, en el sanctasanctórum del poder, porque más cerca no se podía estar. ¿Qué pretendía Beria, para qué lo llevó allí dentro?

—¿Estás sordo, muchacho? Te he dicho que me necesitaba para mover el cuerpo.

—¿Pero por qué usted? ¿Por qué no usó a los guardias habituales de Stalin? Al fin y al cabo lo habían encontrado ellos, ¿no? Y ellos habían llamado a Malenkov. ¿Por qué Beria no se llevó a uno de sus ayudantes personales a Blizhny? ¿Por qué precisamente a usted?

En aquel momento Rapava se tambaleaba mientras miraba el vaso de whisky y Kelso se dio cuenta de que toda la noche dependía de eso: necesitaba otra copa y la necesitaba en ese preciso instante, y necesitaba esas dos cosas mucho más que irse. Volvió, se dejó caer pesadamente y le tendió el vaso para que volviera a llenárselo.

—Papu Rapava —continuó Kelso mientras le servía otros tres dedos de whisky—, el sobrino de Avksentry Rapava, el amigacho más antiguo de Beria del NKVD georgiano. El más joven de todo el equipo. Un chico nuevo en la ciudad. ¿Quizá un poco más ingenuo que el resto? ¿Tengo razón? Precisamente el tipo de joven ambicioso a quien el jefe debió de mirar y pensar: Sí, puedo usarlo, puedo usar al chico Rapava porque es capaz de guardar un secreto.

Un denso silencio se prolongó hasta hacerse casi tangible, como si alguien hubiera entrado en la habitación para quedarse con ellos. Rapava empezó a mecerse de un lado a otro, se inclinó hacia adelante y empezó a masajearse el cuello descarnado mirando fijamente la alfombra gastada. Llevaba el pelo gris casi rapado. Tenía un vieja cicatriz en la coronilla que llegaba hasta la sien y que parecía cosida por un ciego con un cordel. Y sus dedos con las yemas amarillentas y sin uñas.

—Apaga la máquina, muchacho —dijo en voz baja haciendo un gesto hacia la mesa—. Apágala y quita la cinta… Eso es, y déjala donde pueda verla. El camarada Stalin era un hombre bajo, un metro sesenta y tres, pero robusto. ¡Dios mío, cómo pesaba! Como si no fuera de carne y hueso, sino de algún material más pesado. Lo arrastraron por el suelo de madera —la cabeza colgaba y golpeteaba sobre el parquet lustroso— y después tuvieron que levantarlo haciendo palanca, las piernas primero. Rapava vio —no pudo evitarlo porque tenía los pies del secretario general casi en la cara— que tenía el segundo y el tercer dedo unidos — la marca del Diablo—, y cuando nadie lo miraba se persignó.

—Pues bien, joven camarada —le dijo Beria cuando salió Malenkov —, ¿prefieres estar bajo tierra o quieres seguir arriba?

Al principio Rapava creyó haber oído mal. Pero al punto comprendió que su vida ya no volvería a ser la misma y que tenía suerte si sobrevivía.

—Prefiero seguir así, jefe.

—Buen chico. Tenemos que buscar una llave, de este tamaño. — Beria indicó una medida con el pulgar y el índice—. Se parece a la llave para dar cuerda a un reloj. La tiene en un aro de metal con un trozo de cuerda atado. Mira en su ropa.

La guerrera gris de siempre colgaba del respaldo de una silla, y encima estaban los pantalones cuidadosamente doblados. Al lado había un par de botas altas de montar con los tacones unos centímetros más altos de lo normal. Los brazos de Rapava se movían entrecortadamente. ¿Qué pesadilla era ésa? ¿El padre y maestro del pueblo soviético, el ejemplo, el organizador de la victoria del comunismo, el dirigente de toda la humanidad progresista con la mitad de su férreo cerebro des- truido, tumbado sobre un sofá, mientras ellos dos revolvían la habitación como un par de ladrones? A pesar de todo, hizo lo que le ordenaban y empezó con la guerrera. Mientras tanto Beria atacaba el escritorio con destreza de viejo miembro de la Cheka, sacaba los cajo- nes de las guías, los ponía en posición vertical, registraba el contenido, apartaba lo inútil, y volvía a colocarlos en las guías.

En la guerrera y los pantalones no había más que un pañuelo sucio y acartonado con moco reseco. Para entonces, la vista de Rapava ya se había acostumbrado a la semipenumbra y vio más claramente dónde estaba. En una de las paredes había una reproducción de una pintura china representando un tigre. En otra, esto era lo más extraño, Stalin había enganchado fotos de niños. Sobre todo de críos pequeños, menores de dos años. No eran exactamente fotos, sino páginas arrancadas de revistas y periódicos. Debía de haber más de veinte.

—¿Hay algo?

—No, jefe.

—Mira en el sofá.

Habían puesto a Stalin de espaldas, con las manos cruzadas sobre la barriga. Cualquiera diría que el tipo estaba durmiendo. Respiraba con fuerza, casi roncando. De cerca no se parecía demasiado a las fotos. Tenía mofletes, manchas rojas y marcas en la cara; el bigote y las cejas muy canosos. Entre la cabellera rala se entreveía la calvicie. Rapava se inclinó sobre él… ¡puaf, qué olor!, como si ya hubiera empezado a pudrirse, y deslizó la mano entre los cojines y el respaldo del sofá. Metió los dedos hasta el fondo y deslizó la mano hacia la izquierda, hacia los pies del secretario general, y después a la derecha, hacia la cabeza, hasta que al fin la yema del índice se topó con algo duro. Tuvo que agacharse para poder sacarlo y apoyarse suavemente sobre el pecho de Stalin.

Y entonces sucedió algo espantoso, una cosa de lo más horrible. Mientras sacaba la llave y llamaba en voz baja al jefe, el secretario general lanzó un gruñido y abrió los ojos de golpe, los ojos amarillos de un animal rabioso y asustado. Hasta Beria se tambaleó cuando los vio, y dejó escapar una especie de gruñido. Beria se acercó titubeante, lo miró y pasó la mano por delante de los ojos de Stalin; al parecer eso le dio una idea. Cogió la llave de manos de Rapava y la balanceó por la cuerda, a pocos centímetros de la cara de Stalin. Los ojos amarillos empezaron a seguir el recorrido pendular sin fallar ni una vez. Beria, que sonreía, empezó a moverla lentamente en círculos durante medio minuto hasta que bruscamente le dio un manotazo y se la guardó en la palma. Apretó los dedos y le enseñó el puño a Stalin.

¡Qué gemido, muchacho! ¡Más animal que humano! Desde esa noche, desde el momento en que salió de la habitación al pasillo, durante todos esos años, no había dejado de perseguirlo ni un solo día. La botella de whisky se había acabado y Kelso estaba arrodillado delante del minibar como un sacerdote delante del altar. Se preguntó cómo reaccionarían sus anfitriones del simposio de historia cuando recibieran la cuenta del bar, pero ahora eso importaba menos que mantener lleno de combustible al viejo para que siguiera hablando. Sacó un puñado de botellitas —vodka, whisky, ginebra, coñac, aguardiente de cerezas— y las llevó a la mesa. Al sentarse y dejarlas allí, un par de botellitas se le escaparon de las manos y rodaron por el suelo, pero Rapava ni las miró. Ya no era un viejo en el hotel Ucrania, sino un joven de veinticuatro años, otra vez en el cincuenta y tres, al volante de un Packard verde oscuro, con la carretera a Moscú brillando delante, iluminada por los faros, y Lavrenti Beria, duro como una roca, en el asiento trasero. El gran coche avanzaba veloz por la avenida Kutuzovsky, a través de las silenciosas barriadas del oeste. A las tres y media cruzaron el Moscova por el puente de Borondinsky y enfilaron rápidamente hacia el Kremlin. Entraron por la puerta suroeste, frente a la plaza Roja.

En cuanto los guardias les franquearon el paso, Beria empezó a darle indicaciones: detrás de la Armería a la izquierda; después, a la derecha, por una entrada estrecha hasta un patio. No había ventanas, sino sólo una docena de puertas pequeñas. En la oscuridad, los ado- quines helados eran de un tono carmesí brillante, como de sangre húmeda. Rapava levantó la vista y vio que estaban debajo de una gigantesca estrella roja de neón.

Beria entró deprisa por una puerta y Rapava tropezó al seguirlo. Un pequeño pasillo de baldosas los condujo a un ascensor con forma de jaula, más viejo que la Revolución. El traqueteo metálico y el ruido de un motor los acompañó mientras subían despacio dos pisos silenciosos y sin luz. Se detuvieron y Beria abrió bruscamente la puerta. Salió y echó a andar a paso rápido por el pasillo, mientras balanceaba la llave por la cuerda.

Muchacho, no me preguntes adonde fuimos porque no lo sé. Había un pasillo largo y alfombrado, con bustos a ambos lados sobre pedestales de mármol, des-v pues bajamos por una escalera de caracol de hierro y salimos a un salón de baile, enorme, inmenso como uní transatlántico, con unos espejos gigantescos de diez metros de alto y unas elegantes sillas doradas alrededor. Por último, poco después del salón de baile, había un pasillo ancho, de paredes verde brillante y un suelo de parquet que olía a cera, y una puerta grande y pesada que Beria abrió con una de las llaves de su llavero.

Rapava entró detrás. La puerta, con una vieja bisagra neumática imperial, se cerró despacio a sus espaldas.

No era una oficina muy impresionante; tenía unos siete metros por cinco y podía haber sido el despacho de cualquier director de una fábrica perdida en Vologda o Magnitogorsk. Un escritorio con un par de teléfonos, una gruesa alfombra, una mesa y varias sillas, una ventana con pesadas cortinas. En una pared había uno de esos mapas grandes y rosados de la URSS, en la época en que todavía existía la URSS, y al lado del mapa, otra puerta más pequeña, hacia la que Beria se dirigió. También tenía la llave. La puerta daba a una especie de vestidor en el que había un samovar ennegrecido, una botella de coñac armenio y unas hierbas para preparar infusiones. También había una caja fuerte, con una robusta puerta de metal con la etiqueta del fabricante, no en caracteres cirílicos, sino en algún idioma occidental. La caja fuerte no era muy grande. De unos treinta centímetros de lado, cuadrada, bien hecha, con un asa recta, también de metal.

Beria notó que Rapava la miraba y le dijo bruscamente que saliera.

Pasó casi una hora.

Rapava, de pie en el pasillo, se puso a practicar para mantenerse alerta. Sacaba la pistola e imaginaba que cualquier crujido del enorme edificio era un paso y los aullidos del viento, voces. Se imaginó al secretario general avanzando a zancadas por el pasillo lustroso con sus botas de montar y después trató de conciliar esa imagen con la de la figura vista en Blizhny: derrumbada y atrapada en su propio cuerpo rancio.

¿Y sabes una cosa, muchacho? Me puse a llorar. No puedo negar que es posible que también llorara un poco por mí. Estaba asustado, cagado de miedo… pero en realidad lloraba por el camarada Stalin. Lloré más por Stalin que por mi padre. Y eso les pasó a muchos muchachos.

Unas campanadas lejanas dieron las cuatro.

A eso de las cuatro y media, al fin salió Beria. Llevaba una pequeña cartera de piel con algo dentro: papeles, pero también otras cosas. Rapava no sabía qué. Cosas que presumiblemente venían de la caja fuerte, como la misma cartera. O a lo mejor de la oficina. Tal vez… Rapava no estaba seguro, pero quizá ya la llevaba al bajar del coche. En todo caso, tenía lo que buscaba porque sonreía.

¿Sonreía?

Así es, muchacho, sonreía. No era una sonrisa de placer, verás, sino una sonrisa como…

¿Triste?

Sí, eso es, una sonrisa triste. Una sonrisa como de «¡quién iba a decirlo!». Como si acabara de perder una partida de cartas.

Volvieron por donde habían venido, sólo que en el pasillo flanqueado de bustos se cruzaron con un guardia que prácticamente se arrodilló cuando vio al jefe. Pero Beria lo ignoró y siguió caminando… el ladrón más frío que se haya visto nunca.

—A la calle Vspolni —dijo al llegar al coche.

Ya eran casi las cinco, todavía era de noche, pero ya habían empezado a funcionar los tranvías y había gente por la calle, sobre todo babushkas que habían limpiado las oficinas del gobierno con el zar y con Lenin y que, el día de mañana, las limpiarían con cualquier otro. En la puerta de la biblioteca Lenin había un cartel enorme con la imagen de Stalin en rojo, blanco y negro mirando a unos obreros que hacían cola en la puerta del metro. Beria tenía la cartera abierta sobre el regazo y la cabeza gacha. La luz del coche estaba encendida. Leía algo mientras tamborileaba los dedos con ansiedad.

—¿Hay una pala en el maletero? —preguntó de pronto.

Rapava contestó que sí. Había una para quitar la nieve.

—¿Y una caja de herramientas?

—Sí, jefe.

Una grande con gato, llave inglesa, llave en cruz, pinzas para batería…

Beria carraspeó y volvió a la lectura.

En el jardín de la casa, la tierra estaba dura como un diamante, cubierta de placas de hielo demasiado resistentes para la pala, y Rapava tuvo que ir a buscar un pico al cobertizo del fondo del jardín. Se quitó el abrigo y empuñó la herramienta como cuando trabajaba la tie- rra en el huerto de su padre, en Georgia: la levantaba por encima de la cabeza y dejaba que cayera con fuerza, de modo que el peso del pico hiciera el trabajo y la hoja se clavara en la tierra helada casi hasta el asa. Movía el pico adelante y atrás, lo desenterraba, calibraba otra vez la postura y volvía a dejarlo caer.

Trabajaba en el pequeño cerezal, a la luz de un farol que pendía de una rama cercana, a un ritmo frenético, consciente de que detrás de él, en la oscuridad, lejos de la luz, Beria lo vigilaba sentado en un banco de piedra. Al cabo de un rato, a pesar del frío de marzo, sudaba tanto que tuvo que parar, quitarse la chaqueta y subirse las mangas. Tenía la camisa pegada a la espalda e involuntariamente recordó a otros hombres que hacían lo mismo mientras él cargaba su rifle y vigilaba… otros hombres que en un día mucho más cálido cavaban en un bosque y después se tumbaban obedientes boca abajo, sobre la tierra recién removida. Recordó el olor a tierra húmeda, el silencio soñoliento del bosque, y se preguntó cuan fría estaría la tierra si Beria le decía que se tumbara.

—No lo hagas muy ancho —le llegó una voz de la oscuridad—. No es una tumba. Estás trabajando más de lo necesario.

Al cabo de un rato, empezó a alternar entre el pico y la pala y a meterse en el agujero para quitar los terrones. El foso se fue haciendo cada vez más profundo; al principio le llegaba a las rodillas, después a la cintura y cuando le llegó al pecho, apareció sobre él la cara de torta de Beria y le dijo que ya estaba, que había hecho un buen trabajo. El jefe sonreía y le tendió la mano para ayudarlo a salir. Y Rapava, en ese momento, mientras apretaba aquella mano blanda, sintió un amor tan grande, una gratitud y devoción tan inmensas como nunca volvería a sentir.

En la memoria de Rapava fue como si dos buenos amigos levantaran, uno por cada extremo, la larga caja de herramientas y la bajaran al foso. Después lo cubrieron de tierra y la pisotearon. Rapava terminó de aplanarla con el revés de la pala y esparció hojas secas sobre el lugar. Cuando cruzaron el jardín para volver a la casa, unos tenues rayos grises empezaban a filtrarse por el cielo del este. Kelso y Rapava se habían acabado los botellines y pasado a una especie de vodka casera con pimienta que el hombre había servido de una petaca de metal abollada. Sólo Dios sabía de qué estaba hecho. Podía ser champú. Rapava lo olió, estornudó y le guiñó un ojo a Kelso mientras le llenaba hasta el borde un vaso grasiento. Al ver el color de pechuga de ave de la bebida de Kelso se le encogió el estómago.

—Y Stalin se murió —dijo para evitar tomar un trago. Se le trababan las palabras. Tenía la mandíbula entumecida.

—Y Stalin se murió. —Rapava sacudió la cabeza apenado. De pronto se inclinó hacia adelante y brindó—. ¡Por el camarada Stalin!

—¡Por el camarada Stalin!

Y bebieron. Y Stalin se murió. Y todo el mundo lo lloró. Todos excepto el camarada Beria, que leyó el panegírico como si fuera un anuncio del ferrocarril ante miles de histéricos gimientes y después rió con los muchachos.

Eso fue lo que se decía.

Pero Beria era un hombre inteligente, mucho más listo que tú, muchacho… a ti te hubiera merendado enseguida. Pero los listos siempre cometen errores porque piensan que todos los demás son estúpidos. Y no todos lo son. Algunos necesitan un poco más de tiempo, eso es todo.

El jefe pensaba que estaría veinte años en el poder y duró tres meses.

Un día de junio, a última hora de la mañana, cuando Rapava estaba de guardia con el equipo de siempre —Nadaraia, Sarsikov, Dumbadze—, avisaron que había una reunión especial del Presidium en la oficina de Malenkov en el Kremlin. Como era en el despacho de Malenkov, el jefe no sospechó nada. Malenkov era un oso tonto y el jefe lo tenía pillado.

Así que subió al coche para ir a la reunión. Ni siquiera llevaba corbata. Iba con la camisa abierta y un traje viejo y gastado. ¿Para qué iba a ponerse corbata? Hacía calor, Stalin estaba muerto, Moscú estaba llena de chicas y él estaría veinte años en el poder.

El cerezal del fondo del jardín había florecido hacía poco.

Llegaron al ala de Malenkov y el jefe subió a verlo, mientras ellos se quedaban en la antesala, junto a la entrada. Uno por uno fueron llegando todos los peces gordos, todos los camaradas de los que Beria se reía por detrás: el viejo «Culo de Piedra» Molotov y aquel paleto gordo de Jruschov, el tontainas Voroshilov, y por último el engreído pavo real del mariscal Zhukov con todas sus medallas y cintas. Subieron todos y Nadaraia se frotó las manos y le dijo a Rapava:

—Bueno, Papú Gerasimovich, ¿por qué no vas a la cantina a traernos café?

Pasaban las horas y Nadaraia de vez en cuando subía para ver qué sucedía, y siempre volvía con el mismo mensaje: la reunión continuaba. ¿Qué tenía de raro? No era extraño que el Presidium se reuniera durante horas. Pero a las ocho de la tarde el jefe de guardaespaldas parecía preocupado, y a las diez, cuando caía la noche de verano, les dijo que subieran.

Pasaron estrepitosamente al lado de las secretarias de Malenkov y entraron en el salón a pesar de las protestas de éstas. Estaba vacío. Sarsikov probó los teléfonos pero estaban cortados. Había un silla caída y, al lado, en el suelo, unos trozos de papel plegados en los que, escrita en tinta roja con letra de Beria, se leía una sola palabra: «¡Peligro!»

Podían haber ofrecido resistencia, pero ¿para qué? Era una emboscada, toda una operación del Ejército Rojo. Zhukov hasta había sacado los tanques, estacionado veinte T34 en el fondo de la casa del jefe (Rapava se enteró más tarde). Había vehículos blindados dentro del Kremlin. Era inútil. No hubieran durado ni cinco minutos.

A los muchachos los separaron ahí mismo. A Rapava lo llevaron a una cárcel militar en los suburbios del norte donde lo molieron a palos y lo acusaron de suministrarle chiquillas, le enseñaron declaraciones de testigos, fotos de las víctimas y por último una lista de treinta nombres que Sarsikov (Sarsikov, el chulo grandullón, menudo tipo duro resultó) les había dado al segundo día.

Rapava no dijo nada. Todo ese montaje le daba asco.

Y entonces, una noche, unos diez días después del golpe, porque Rapava siempre lo había considerado un golpe, lo arreglaron, le dieron un uniforme limpio, le pusieron las esposas y lo llevaron al despacho del director de la cárcel para presentarle un pez gordo del Ministerio de Seguridad del Estado. Era un cabrón con pinta de tío duro de entre cuarenta y cincuenta años. Dijo ser un subsecretario y quería hablar de los papeles privados del camarada Stalin.

Rapava se sentó en una silla con las esposas puestas. El subsecretario se sentó al otro lado del escritorio del director. Detrás de ellos, en la pared, había una foto de Stalin.

Parece, dijo el subsecretario después de observar a Rapava durante un rato, que el camarada Stalin en los últimos años se había acostumbrado a tomar notas que lo ayudaban en su titánica tarea. Las escribía en hojas corrientes de papel o en un cuaderno de tapas de hule negro. Sólo unos pocos miembros del Presidium estaban al tanto de la existencia de esas notas, además del camarada Poskrebishov, el antiguo secretario del cama-, rada Stalin, a quien el traidor Beria había encarcelado hacía poco, acusado de falsos cargos. Todos los testigos coincidían en que el camarada Stalin guardaba esos papeles en una caja fuerte personal en su oficina privada, de la que sólo él tenía la llave.

El subsecretario se inclinó hacia adelante. Sus ojos oscuros escrutaron el rostro de Rapava.

Tras la trágica muerte del camarada Stalin se hicieron intentos de localizar la llave, pero no se encontró. Por lo tanto, el Presidium decidió que se forzara la caja fuerte en presencia de todos sus miembros para ver si el camarada Stalin había dejado material de valor histórico o que pudiera resultar útil al Comité Central en su enorme responsabilidad de designar al sucesor del camarada Stalin.

La caja fuerte se abrió como correspondía, bajo la supervisión del Presidium, y salvo algunos objetos de poco interés, como el carnet del partido del camarada Stalin, no había nada.

El subsecretario se sentó en el borde del escritorio, directamente delante de Rapava. Vaya, era un tremendo cabrón, muchacho, un auténtico cachas.

—Sabemos, gracias al camarada Malenkov —dijo—, que en la madrugada del 2 de marzo, usted fue a la dacha de Kuntsevo en compañía del traidor Beria, y que los dejó solos con el camarada Stalin durante unos minutos. ¿Sacaron algo de la habitación?

—No, camarada.

—¿Nada de nada?

—No, camarada.

—¿Y adonde fueron al salir de Kuntsevo?

—Llevé al camarada Beria de regreso a su casa, camarada.

—¿Directamente a su casa?

—Sí, camarada.

—Está mintiendo.

—No, camarada.

—Miente. Tenemos un testigo que los vio, a ustedes dos, en el Kremlin poco antes del amanecer. Un centinela con el que se cruzaron en un pasillo.

—Sí, camarada. Ahora me acuerdo. El camarada Beria dijo que tenía que ir a recoger algo a su oficina…

—¡Algo a la oficina del camarada Stalin!

—No, camarada.

—¡Mientes, traidor! ¡Tú y Beria, el espía inglés, entrasteis en la oficina de Stalin y robasteis los papeles! ¿Dónde están esos papeles?

—No, camarada…

—¡Traidor! ¡Ladrón! ¡Espía!

Cada palabra iba acompañada de un puñetazo en la cara. Una y otra vez.

Te diré una cosa, muchacho. Hasta el día de hoy nadie sabe exactamente qué le pasó al jefe. Ni siquiera ahora que Gorbachov y Yeltsin han vendido a precio de saldo todos nuestros jodidos derechos a los capitalistas y permitido que la CÍA se haga un picnic con nuestros archivos. Los papeles sobre el jefe siguen siendo material reservado. Lo sacaron a escondidas del Kremlin envuelto en una alfombra y tumbado en el suelo de un coche, y algunos dicen que Zhukov le pegó un tiro esa misma noche. Otros dicen que lo mataron al cabo de una semana. Aunque la mayoría sostiene que lo mantuvieron vivo durante cinco meses, ¡cinco meses!, sudando la gota gorda en un bunker subterráneo del Distrito Militar de Moscú hasta que lo fusilaron tras un juicio secreto.

Sea como sea, lo mataron. En Navidad ya estaba muerto.

Y esto es lo que me hicieron a mí.

Rapava levantó los dedos mutilados y los movió. Después se desabrochó la camisa con torpeza, se sacó los faldones de dentro de los pantalones y giró el torso escuálido para enseñarle la espalda. Tenía toda la columna vertebral llena de espantosas cicatrices, ásperas y rugosas, resultado de haber estado en carne viva. El estómago y el pecho eran espirales de tatuajes negroazulados.

Kelso no dijo nada. Rapava volvió a apoyarse en el respaldo con la camisa abierta. Las cicatrices y los tatuajes eran las condecoraciones de su vida. Estaba orgulloso de llevarlas.

Durante todo ese tiempo no sabía si el jefe aún estaba vivo, ni si había hablado. Pero no importaba. Papú Gerasimovich Rapava, por lo menos, guardaría silencio.

¿Por qué? ¿Por lealtad? Un poco, quizá… por el recuerdo de esa mano que lo había indultado. Pero no era un chico tan tonto como para ignorar que el silencio era su única esperanza. ¿Cuánto tiempo lo habrían dejado con vida si los hubiera llevado a ese lugar? Debajo de ese árbol yacía su propia sentencia de muerte. Así que lo suyo era no decir ni una palabra.

Lo dejaron temblando en el suelo de una celda sin calefacción mientras llegaba el invierno y soñaba con cerezos, hojas que se marchitaban y caían, ramas oscuras contra el cielo, el aullido de los lobos.

Y entonces, por Navidad, de repente perdieron interés en todo el asunto como niños aburridos. Continuaron las palizas durante un tiempo —hay que reconocer que ya era una cuestión de honor por ambos lados —, pero cesaron los interrogatorios y, tras una sesión prolongada e imaginativa, también se acabaron los golpes. El subsecretario no volvió a aparecer y Rapava supuso que Beria había muerto. También supuso que alguien había decidido que si los papeles de Stalin existían, era mejor dejarlos sin leer dondequiera que estuvieran.

Rapava esperaba que le metieran sus siete gramos de plomo en el cuerpo en cualquier momento. Ni por un instante pensó que si habían liquidado a Beria a él lo dejarían. Por lo tanto, no recordaba nada de su viaje en medio de una tormenta de nieve al edificio del Ejército Rojo en la calle del Komisariat ni del improvisado juzgado de grandes ventanales enrejados con su tribunal. La mente se le quedó en blanco con la nieve. La veía caer por la ventana sobre el Moscova, a lo largo del terraplén, y atenuar las luces de la orilla de enfrente, columnas altas y blancas que llegaban del este como una marcha fúnebre. Las voces se acallaron a su alrededor. Más tarde, cuando ya era de noche y lo sacaron fuera,;| supuso que iban a fusilarlo y preguntó si podía coger un puñado de nieve. Un guardia le preguntó para qué.

—Para tocar la nieve por última vez, camarada —le contestó Rapava.

Todos rieron, y cuando se dieron cuenta de que hablaba en serio, rieron aún más.

—No te preocupes, georgiano, si hay algo que no echarás de menos es la nieve —le dijeron mientras lo subían a una furgoneta.

Así se enteró de que lo habían condenado a quince años de trabajos forzados en Kolyma. Jruschov amnistió a un montón de presos del Gulag en el cincuenta y seis, pero nadie amnistió a Papú Rapava. Se olvidaron de él. Se pudrió y congeló durante la siguiente década y media en los bosques de Siberia: se pudría durante el corto verano, cuando cada hombre trabajaba en su propia nube de mosquitos de malaria, y se congelaba en los inviernos, cuando el frío helaba los pantanos.

Se decía que toda la gente que sobrevivía a los campos tenía el mismo aspecto, el de un esqueleto ya que al haber estado expuesto a ese clima los huesos siempre sobresalían, por mucho que después se recubriera de carne o por muy bien que se vistiera. Kelso había entre- vistado a suficientes sobrevivientes del Gulag para reconocer la delgadez de campo de prisioneros en la cara de Rapava mientras hablaba: en la cuenca de los ojos y la estructura de la mandíbula. También se le notaba en las articulaciones de las muñecas y los tobillos, en el esternón plano y afilado.

No lo amnistiaron, decía Rapava, porque había matado a un hombre, un checheno, que había tratado de sodomizarlo. Lo rajó con un pincho que había hecho con un trozo de sierra.

—¿Qué le pasó en la cabeza? —le preguntó Kelso.

Rapava se tocó la cicatriz. No se acordaba. A veces, cuando hacía mucho frío, la cicatriz le dolía y lo hacía soñar.

¿Soñar conque?

Rapava entreabrió la boca. No pensaba decirlo.

Quince años…, pensó.

Lo devolvieron a Moscú en el verano del sesenta y nueve, el día que los yankis pusieron un hombre en la luna. Rapava salió de la residencia de ex prisioneros y dio una vuelta por las calles calurosas y llenas de gente. No entendía nada. ¿ Dónde estaba Stalin ? Era lo que más le asombraba. ¿Dónde estaban las estatuas y los retratos? ¿Dónde estaba el respeto? Los chicos parecían chicas y las chicas parecían putas. Era evidente que el país se iba a la mierda. Pero, al menos hay que reconocerlo, todavía había trabajo para todos, incluso para los viejos zeks como él. Lo mandaron a la sala de máquinas de la estación de Leningrado a trabajar de peón. Tenía sólo cuarenta y un años y era fuerte como un toro. Lo único que tenía en el mundo era una maleta de cartón.

¿Se casó alguna vez?

Rapava se encogió de hombros. Sí, claro. Era la única forma de conseguir un apartamento. Se casó y le dieron uno.

¿Y qué pasó? ¿Dónde estaba su mujer?

Había muerto. Era un edificio decente, muchacho, antes de la droga y los delincuentes…

¿Dónde estaba?

Malditos chorizos…

¿Hijos?

Un hijo. También murió, en Afganistán. Y una hija.

¿También había muerto?

No; era puta.

¿Y los papeles de Stalin?

Kelso, borracho como estaba, no podía hacer que esa pregunta sonara inocente y el viejo le lanzó una mirada astuta, de campesino.

—Vamos, muchacho —dijo Rapava en voz baja—, sigue. ¿Y los papeles de Stalin? ¿Qué pasó con los papeles de Stalin?

Kelso dudó.

—Si todavía existen… si hay alguna posibilidad, una remota posibilidad…

—¿Te gustaría verlos?

—Claro.

Rapava rió.

—¿Y por qué iba a ayudarte, muchacho? Quince años en Kolyma… ¿para qué? ¿Para ayudarte a decir más mentiras? ¿Por amor?

—No, por amor no. Por la historia.

—¿Por la historia? ¡No me hagas reír!

—De acuerdo… Por dinero, entonces.

—¿Qué?

—Por dinero. Una parte de los beneficios. Mucho dinero.

El campesino Rapava se rascó la nariz.

—¿ Cuánto dinero ?

—Mucho. Si es verdad y si podemos encontrarlos. Créame, un montón de dinero.

Un ruido de voces en el corredor rompió el momentáneo silencio, voces que hablaban en inglés. Kelso adivinó quiénes eran: sus compañeros historiadores —Adelman, Duberstein y los demás— que volvían de cenar tarde preguntándose dónde se había metido. De pronto le pareció sumamente importante que nadie, y aún menos sus colegas, supiera nada de Papú Rapava.

Alguien llamó con suavidad a la puerta. Kelso levantó la mano, le hizo señas al viejo y apagó silenciosamente la lámpara de la mesilla de noche.

Se quedaron sentados oyendo los murmullos amplificados por la oscuridad, pero aún así amortiguados y confusos. Hubo otro golpe en la puerta seguido de una carcajada de alguien al que los demás hicieron callar. Quizá habían visto que apagaba la luz y, con la reputación que tenía, pensaban que estaba con una mujer.

Al cabo de un instante las voces se desvanecieron y el pasillo volvió a quedar en silencio. Kelso encendió la luz, sonrió y se dio una palmada en el corazón. La cara del viejo parecía una máscara, pero también sonrió y se puso a cantar. Tenía una voz trémula, inesperadamente melodiosa.


Kolyma, Kolyma…

¡Qué bonito lugar!

Doce meses de invierno

y verano los demás…

Cuando lo soltaron se convirtió simplemente en Papú Rapava, trabajador ferroviario que había pasado una temporada en los campos. Si alguien quería saber más… ¿Ah sí? ¡Prueba! Siempre tenía preparados los puños o un pincho de metal.

Dos hombres lo vigilaron desde el principio. Anti-pin, un capataz de la sala de máquinas Lenin 1, y un tullido del apartamento de abajo llamado Senka. Un par de auténticos soplones. Prácticamente empezaban a chivarse al KGB antes de que uno saliera de la habitación. Los otros iban y venían: hombres a pie, en coches aparcados, hombres que hacían «preguntas de rutina, camarada»; pero Antipin y Senka eran los leales vigilantes, aunque ninguno de los dos descubrió nada. Rapava había enterrado su pasado en un agujero mucho más hondo que el que había hecho para Beria.

Senka había muerto hacía cinco años. De Antipin nunca supo qué había sido. El Lenin 1 ahora era propiedad de un colectivo privado que importaba vino francés.

¿Los papeles de Stalin, muchacho? ¿A quién cono le importan? Él ya no le tenía miedo a nada.

¿Mucho dinero has dicho? Bueno, bueno…

Rapava se inclinó, escupió en el cenicero y después pareció quedarse dormido. ¿Te dije que mi hijo había muerto?, preguntó al cabo de un rato.

Sí.

Murió en una emboscada nocturna camino de Ma-zar-i-Sharif. Fue uno de los últimos que mandaron. Lo mataron unos demonios de la edad de piedra con la cara tiznada y misiles yankis. ¡Stalin jamás habría permitido que semejantes salvajes humillaran el país! ¡Los habría despedazado y esparcido las cenizas en Siberia! Después de la muerte del muchacho, Rapava se acostumbró a caminar. Largas caminatas que podían durar un día y una noche. Recorría la ciudad, de Perovo a los lagos, del parque Bittsevski a la torre de televisión. Y en uno de esos paseos, hacía seis o siete años, en la época del golpe, se sorprendió en uno de sus propios sueños. Al principio no se dio cuenta. Después vio que estaba en la calle Vspolni. Se largó enseguida. Su hijo era operador de radio en una unidad de tanques. Le gustaba juguetear con la radio, no le gustaba combatir.

¿Y la casa?, preguntó Kelso. ¿Aún estaba en pie?

Tenía diecinueve años.

¿Y la casa? ¿Qué pasó con la casa?

Rapava dejó caer la cabeza.

La casa, camarada…

Había una luna turca y una estrella roja. Y el lugar estaba protegido por esos demonios de cara tiznada… A partir de entonces, Kelso no logró entender nada más. Los párpados del viejo aletearon y se cerraron. Se le aflojó la boca y un hilo de saliva amarilla se deslizó por la barbilla.

Kelso se quedó mirándolo durante un par de minutos mientras sentía crecer las náuseas en el estómago. Se levantó de un brinco y fue lo más rápido que pudo al lavabo, donde vomitó copiosamente. Apoyó la frente ardiente sobre la taza esmaltada fresca y se lamió los labios. Sentía la lengua enorme, y amarga, como un fruto negro e hinchado. Se le había atragantado algo en la garganta. Trató de aclarársela tosiendo, pero no sirvió de nada, así que tragó y lo único que consiguió fue un nuevo acceso de arcadas. Cuando echó la cabeza atrás vio que los artefactos del baño se separaban y empezaban a girar, como en una lenta danza tribal. Un moco plateado colgaba de su nariz trazando un arco hasta el asiento del inodoro.

Aguanta, se dijo. Esto también pasará.

Volvió a cogerse a la taza blanca como si fuera un hombre a punto de ahogarse, mientras el horizonte se inclinaba, la habitación se oscurecía, se deslizaba…

En la oscuridad de sus sueños un crujido. Un par de ojos color miel.

«¿Tú quién eres para robarme mis papeles personales?», decía Stalin y saltaba del sofá como un lobo.

Kelso despertó sobresaltado y se golpeó la cabeza con el borde de la bañera. Gimió y giró hasta quedarse de espaldas mientras se toqueteaba la cabeza para ver si sangraba. Estaba seguro de que sentía un líquido pegajoso, pero cuando se acercó la mano a los ojos vio que tenía los dedos limpios.

Como siempre, incluso tirado en el suelo de un baño en Moscú, una parte de él seguía implacablemente sobria, como un capitán herido en el puente de un barco torpedeado, que evalúa tranquilamente los daños en medio del fragor de la batalla. Era esa parte de él que llegaba a la conclusión de que, por muy mal que se sintiera, otras veces — curiosamente— se había sentido peor. Y esa parte de él oyó entre los confusos latidos de la cabeza, el crujido de una pisada y el clic de una puerta que se cerraba en silencio.

Kelso cerró la boca y atravesó todas las fases de la evolución humana, por pura fuerza de voluntad, hasta ponerse de pie —desde el cieno del suelo a una especie de cuclillas simiescas, pasando por las cuatro patas— y lanzarse hacia la habitación vacía. Una luz tenue se fil- traba por las cortinas anaranjadas e iluminaba los restos de la noche. El hedor ácido de alcohol derramado y humo rancio le dio náuseas. A pesar de todo —y en ese esfuerzo había tanto heroísmo como desesperación— se dirigió a la puerta.

—¡Papú Gerasimovich! ¡Espere!

El pasillo estaba oscuro y desierto. En la otra punta, a la vuelta del recodo, se oyó la campanilla de un ascensor que llegaba. Kelso se estremeció y echó a correr. Llegó justo a tiempo de ver cómo se cerraban las puertas. Trató de meter los dedos para hacer palanca mientras, por la rendija, le decía a Rapava que volviera. Apretó el botón de llamada varias veces con la palma de la mano pero como no respondía empezó a bajar por la escalera. En el piso 21 se dio cuenta de que había perdido, se detuvo en el descansillo y llamó al ascensor rápi- do. Se quedó allí, esperándolo, apoyado contra la pared, jadeante, con náuseas y un dolor que le partía la cabeza. El ascensor tardó y cuando al fin llegó, volvió a subir los tres pisos que acababa de bajar corriendo. Las puertas se abrieron burlonas a un pasillo vacío.

Cuando Kelso llegó a la planta baja, le latían los oídos por la velocidad del descenso y Rapava ya no estaba. En la bóveda de mármol de la recepción del Ucrania sólo había una babushka que pasaba la aspiradora sobre la alfombra roja y una fulana rubio platino, con una estola de marta cibelina sintética sobre los hombros, que discutía con un vigilante. Cuando llegó a la entrada, se dio cuenta de que los tres lo miraban. Se pasó la mano por la frente y notó que sudaba.

En la calle hacía frío y apenas había luz. Era una gélida mañana de octubre y del río se levantaba una humedad helada pero, no obstante, el tráfico empezaba a ser denso por la avenida Kutuzovski y el puente Kalininski. Kelso siguió andando durante un rato y luego se quedó parado, temblando en mangas de camisa. No había ni rastro de Rapava. A su derecha, un viejo perro gris, grande y famélico, avanzaba por la acera, cabizbajo delante de los mastodónticos edificios, en dirección a la ciudad que empezaba a despertar.

Загрузка...