PRIMERA PARTE MOSCÚ

Elegir la víctima, preparar minuciosamente los planes, consumar una venganza implacable y después irse a dormir… no hay nada más dulce en el mundo.

STALIN

conversación con Kamenev y Dzerzhinsky

1

Olga Komarova, de los Archivos Estatales Rusos, Rosarjiv, blandiendo un paraguas rosa plegable, condujo al distinguido personal que tenía a su cargo por el vestíbulo del Ucrania en dirección a la puerta giratoria. Era una puerta antigua, de madera robusta y vidrio, de- masiado estrecha para que entrara más de un cuerpo a la vez, de modo que los investigadores se pusieron en fila bajo la luz tenue, como paracaidistas sobre el objetivo, y, a medida que pasaban delante de Olga, ésta los tocaba suavemente con el paraguas para contarlos antes de arrojarlos al aire gélido de Moscú.

El primero en pasar fue Franklin Adelman, de Yale, tal como correspondía a su edad y estatus; después Moldenhauer, del Bundesarchiv de Coblenza, con su absurdo doble doctorado: el maldito doctor, doctor Karl Moldenhauer; después los neomarxistas Enrico Banfi, de Milán, y Eric Chambers, de la Escuela de Economía de Londres; el gran guerrero frío de la Universidad de Nueva York, Phil Diberstein; Igor Ivo Godelier, de la Escuela Normal Superior de Francia, seguido de Dave Richards, de Saint Antony, Oxford —otro sovietólogo cuyo mundo se desmoronaba—; Velma Byrd, del Archivo Nacional de EE. UU.; Alastair Findlay, del Departamento de Estudios Bélicos de Edimburgo, que aún pensaba que el sol salía por el culo de Stalin; Arthur Saunders, de Stanford; y, por último, el hombre cuyo retraso los había hecho esperar a todos cinco minutos más en el vestíbulo, el doctor C. R. A. Kelso, al que todos llamaban Chiripa.

La puerta se cerró con fuerza tras su paso. El tiempo había empeorado y nevaba ligeramente. Unos copos diminutos, duros como granos de arena que cruzaban con fuerza la amplia explanada gris y azotaban el rostro y el cabello. Al pie de la escalinata, temblando en su propia nube de humo blanco, los aguardaba un autobús destartalado para llevarlos al simposio. Kelso se detuvo para encender un cigarrillo.

—Por Dios, Chiripa, qué mal aspecto tienes —le gritó Adelman alegremente.

Kelso levantó una mano frágil, como para admitir que tenía razón. Vio un grupo de taxistas con chaquetas acolchadas que pateaban el suelo a causa del frío. Unos trabajadores se esforzaban por sacar un rollo de latón de un camión. Un hombre de negocios coreano con sombrero de piel fotografiaba a otros veinte, vestidos igual. Pero de Papú Rapava no había ni rastro.

—Doctor Kelso, por favor, estamos esperando.

El paraguas lo señaló con reprobación. Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca, se colgó la bolsa al hombro y se dirigió al autobús.

«Un Byron maltrecho» fue la descripción que apareció en el dominical de un periódico cuando renunció a su puesto de profesor en Oxford para trasladarse a Nueva York. Y no estaba mal. Una mata de pelo negro, demasiado largo y rizado para dar aspecto de pulcritud, una boca húmeda y expresiva, mejillas pálidas y el aura de una reputación… si Byron no hubiese muerto en Missolonghi y se hubiera pasado los siguientes diez años de su vida bebiendo whisky, fumando, todo el día encerrado sin disfrutar del aire libre y evitando cualquier tipo de ejercicio, habría llegado a tener la misma pinta de Chiripa Kelso.

Iba con lo mismo de siempre: camisa gruesa y desteñida de algodón azul marino, con el botón de arriba desabrochado, corbata oscura, un poco manchada y con el nudo flojo, traje de pana negro, cinturón de piel por encima del cual asomaba una tripa discreta, pañue- lo rojo en el bolsillo de la pechera, botas gastadas de ante marrón y una gabardina vieja. Era su invariable uniforme de los últimos veinte años.

Rapava lo había estado llamando «muchacho», una palabra absurda para un hombre de mediana edad, aunque por otro lado extrañamente apropiada. Muchacho.

La calefacción estaba al máximo. Nadie hablaba mucho. Kelso se sentó solo casi al fondo del autobús y desempañó el cristal mientras el vehículo se ponía en marcha bruscamente por la calzada resbaladiza y se unía al tráfico del puente. Saunders, al otro lado del pasillo, hacía gestos ostentosos de ahuyentar el humo de Kelso. Debajo, en las sucias aguas del Moscova, un dragador con una grúa montada en la cubierta de popa subía lentamente río arriba.

Había estado a punto de no ir a Rusia. Eso era lo más gracioso. Sabía muy bien lo que iba a pasar: mala comida, cotilleos trasnochados, el maldito aburrimiento de la vida académica… hablar cada vez más de cada vez menos. Era una de las razones por las que había dejado plantado Oxford y se había ido a vivir a Nueva York. Pero por alguna razón los libros que tenía pensado escribir no se habían materializado. Además, nunca había podido resistir el atractivo de Moscú. Incluso en ese momento, un miércoles a hora punta, sentado en el vetusto autobús, percibía el peso de la historia detrás del sucio cristal: en esas calles oscuras rebautizadas, en los enormes bloques de apartamentos, en las estatuas derribadas. Era más fuerte que en cualquier otro lado; más fuerte incluso que en Berlín. Eso era lo que siempre le había atraído de Moscú, la forma en que la historia flotaba en el aire, entre los edificios ennegrecidos, como azufre demoníaco después de un relámpago.

«¿Te crees que sabes mucho sobre el camarada Stalin, muchacho? ¡Pues déjame decirte que no sabes un carajo!»

Kelso ya había presentado el día anterior su ponencia sobre Stalin y los archivos. Lo había hecho con su estilo característico: sin notas, con una mano en el bolsillo, de manera improvisada y provocativa. Los anfi- triones rusos miraban con expresión gratificantemente furtiva. Algunas personas incluso se habían largado. En síntesis, todo un triunfo.

Después de la ponencia se dio cuenta de que estaba solo, como era de prever, y decidió volver al Ucrania a pie. Era una larga caminata y se estaba haciendo de noche, pero necesitaba tomar el aire. En un momento dado, no recordaba dónde, quizá en una de las calles detrás del Instituto, o tal vez más tarde, en la Novi Arbat, se dio cuenta de que lo seguían. No era nada tangible, apenas la impresión fugaz de ver algo con demasiada frecuencia: la sombra de un abrigo, la forma de una cabeza… pero Kelso había estado suficientes veces en el Moscú de los viejos tiempos para saber que raramente uno se equivocaba con esas cosas. Uno siempre notaba los gazapos de una película, de la misma manera que siempre sabía cuándo alguien le pisaba los talones.

Acababa de entrar en la habitación del hotel y empezaba a hacer un primer repaso al minibar cuando lo llamaron de recepción para decirle que en el vestíbulo había un hombre que quería verlo. ¿Quién? Prefería no dar el nombre, pero insistía y no quería irse. Así que Kelso bajó de mala gana y se encontró con Papú Rapava sentado en uno de los sofás de piel sintética del Ucrania, mirando al frente, con un gastado traje azul y muñecas y tobillos delgados como palos de escoba.

«¿Te crees que sabes mucho sobre el camarada Stalin, muchacho?», habían sido sus primeras palabras.

En aquel momento Kelso se dio cuenta de que había visto al viejo en el simposio, en la primera fila del público, escuchando la traducción simultánea por los auriculares, mientras murmuraba su desacuerdo con cualquier mención hostil a Stalin.

¿Quién eres?, pensó Kelso mientras miraba por la ventanilla sucia. ¿Un fabulador? ¿Un estafador? ¿La respuesta a una plegaria? El simposio tenía que durar sólo un día más… para alivio y agradecimiento de Kelso. Se celebraba en el Instituto de Marxismo- Leninismo, un templo ortodoxo de hormigón gris, consagrado en la época de Brézhnev, con unos gigantescos bajorrelieves de Marx, Engels y Lenin sobre la entrada llena de columnas. La planta baja había sido alquilada a un banco privado, que había quebrado, lo que contribuía al aspecto de abandono.

Al otro lado de la calle, vigilados por un par de milicianos, había una pequeña manifestación, de unas cien personas, la mayoría de ellas mayores, pero con unos pocos jóvenes con boinas negras y chaquetas de cuero. Era la mezcla habitual de fanáticos y rencorosos: marxistas, nacionalistas, antisemitas. Banderas rojas con la hoz y el martillo ondeaban al lado de banderas negras con el águila zarista bordada. Una anciana llevaba una foto de Stalin; otra vendía casetes con canciones militares de las SS. Un hombre mayor debajo de un paraguas despotricaba a través de un megáfono que le distorsionaba la voz. Unos activistas repartían un periódico gratuito llamado Aurora.

—No hagan caso —aconsejó Olga Komarova, de pie junto al conductor. Apoyó el' índice en la sien—. Están locos. Son fascistas rojos.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Duberstein, considerado una autoridad mundial en comunismo soviético, a pesar de que nunca había llegado a aprender bastante ruso.

—Dice que la Institución Hoover trató de comprar el archivo del Partido por cinco millones de dólares —respondió Adelman—, que estamos tratando de robarles su historia.

Duberstein lanzó una risita irónica.

—¿Quién va a querer comprarles su maldita historia? —De pronto golpeó la ventanilla con el anillo—. Oye, ¿eso no es un equipo de la televisión? La visión de una cámara causó una previsible y nostálgica agitación entre los académicos.

—Creo que sí…

—Qué halagador… f

—¿ Cómo se llama el tipo que dirige Aurora} —preguntó Adelman —. ¿Sigue siendo el mismo? —Se volvió en su asiento—. ¡Chiripa! — llamó por el pasillo—. Seguro que tú te acuerdas. ¿Cómo se llama el viejo del KGB?

—Mamantov —respondió Kelso. El chófer frenó de golpe y él tuvo que tragar para contener una arcada—. Vladimir Mamantov.

—Locos —repitió Olga mientras se preparaba para bajar—. Pido disculpas en nombre del Rosarjiv. Esta gente no es representativa. Síganme, por favor, y no les hagan caso.

Salieron en fila del autobús mientras una cámara de televisión filmaba cómo cruzaban el patio de asfalto y pasaban por delante de unos abetos blancos en medio de los abucheos.

Chiripa Kelso avanzaba despacio al final de la fila, con una resaca que lo obligaba a mover la cabeza con cuidado, como si fuera una jarra de agua. Un joven lleno de granos, con gafas de metal, le tiró un ejemplar de Aurora y Kelso alcanzó a ver la primera plana (una ca- ricatura de los conspiradores sionistas y un extraño símbolo cabalístico, mezcla de esvástica y cruz roja), antes de lanzar otra vez el periódico contra el pecho del chico. Los manifestantes seguían abucheándolos.

El termómetro de la pared de la entrada indicaba un grado bajo cero. La vieja placa había sido reemplazada por otra que no encajaba muy bien, por lo que se notaba que le habían cambiado el nombre al edificio. Ahora se proclamaba «Centro Ruso de Conservación y Estudio de la Documentación de la Historia Moderna».

Una vez más, cuando los otros ya habían entrado, Kelso se quedó rezagado mirando las caras de odio de la acera de enfrente. Había grupos de hombres de la edad de Rapava, con caras amargas y mejillas descarnadas, pero él no estaba. Se dio la vuelta y entró en el vestíbulo en sombras, donde le entregó el abrigo y la bolsa a la encargada del guardarropa, para dirigirse por debajo de la conocida estatua de Lenin a la sala de conferencias.

Empezaba otro día.

En el simposio había 91 delegados y casi todos parecían estar en la pequeña antesala donde les servían café. Kelso cogió una taza y encendió un cigarrillo.

—¿Quién empieza? —preguntó una voz detrás de él. Era Adelman.

—Askenov, creo. Sobre el proyecto del microfilm. Adelman gruñó. Era un bostoniano de más de setenta años, al final de una carrera en la que se había pasado la vida en aviones y hoteles — simposios, conferencias, doctorados honoris causa—; según Duberstein, había dejado la historia a cambio de las millas aéreas que regalaban las compañías. Pero a Kelso no le molestaban los honores recibidos. Era bueno y valiente. Treinta años atrás, cuando todos los demás idiotas úti- les del mundo académico pedían a gritos la distensión, hacía falta mucho coraje para escribir libros de ese tipo sobre el hambre y el terror.

—Oye, Frank —dijo—. Lamento no haber ido a la cena.

—No te preocupes. ¿Te salió algo mejor?

—Sí, más o menos.

La cafetería estaba al fondo del Instituto y daba a un patio interior, en el centro del cual, tiradas en el suelo entre las malas hierbas, había un par de estatuas de Marx y Engels, como si fueran un par de caballeros Victorianos que se tomaban una pausa en el largo curso de la historia para echarse una cabezadita matinal.

—No les importa derribar a estos dos —dijo Adelman—. Es fácil; son extranjeros y uno es judío. Pero cuando derriban a Lenin, entonces uno sabe que hay cambios de verdad.

Kelso tomó otro sorbo de café.

—Anoche vino a verme un hombre.

—¿Un hombre? Vaya, qué desilusión.

—¿Puedo pedirte un consejo, Frank?

Adelman se encogió de hombros.

—Adelante.

—¿En privado? Adelman se rascó la barbilla.

—¿Sabes el nombre del tipo?

—Sí, claro.

—¿Pero su nombre auténtico?

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

—¿Y su dirección? ¿Tienes su dirección?

—No, Frank, no la tengo, pero se dejó esto.

Adelman se quitó las gafas y miró de cerca la caja de cerillas.

—Es un montaje —dijo mientras se la devolvía—. Yo no me metería. Además, ¿cómo puede ser que un obrero conozca un local llamado Robotnik? Seguro que es un fraude.

—Pero si es un montaje, ¿entonces por qué huyó? —preguntó Kelso jugueteando con la caja de cerillas.

—Evidentemente porque no quiere que parezca un montaje. Quiere que trabajes, que lo encuentres, que lo convenzas de que te ayude. Es la psicología de un fraude inteligente: las víctimas acaban por buscar al timador con empeño, empiezan a querer creer que es verdad. Acuérdate de los diarios de Hitler. O es un timador, o es un loco.

—Parecía muy convincente.

—Los locos suelen serlo. O es una broma práctica. Alguien que quiere dejarte en ridículo. ¿Has pensado en eso? No eres exactamente el niño más querido de la clase.

Kelso echó una mirada por el pasillo a la sala de conferencias. No era una mala teoría. Allí había un montón de gente a la que no le caía bien. Había aparecido en demasiados programas de televisión y en de- masiadas columnas de periódico, la crítica se había ocupado demasiado de sus libros inútiles. Saunders merodeaba por un rincón, fingiendo hablar con Moldenhauer, pero era evidente que los dos intentaban oír lo que le decía a Adelman. (Después de la ponencia de Kelso se había quejado mucho de su «subjetividad». «Lo que me gustaría saber es para qué lo han invitado. Tenía entendido que era un simposio para investigadores serios…»)

—No tienen el ingenio —dijo mientras los saludaba con la mano, complacido de ver cómo se perdían de vista— ni la imaginación.

—Sin duda tienes mucho talento para granjearte enemigos.

—Bah, ya sabes lo que dicen: cuantos más enemigos, más honores.

Adelman sonrió y abrió la boca como para decir algo, pero pareció pensárselo mejor. ¡

—¿Puedo preguntar qué tal está Margaret? !

—¿Quién? Ah, ¿te refieres a la pobre Margaret? Está bien, gracias. Bien y con ganas de guerra, según los abogados.

—¿Y los niños?

—Entrando en plena primavera adolescente.

—¿Y el libro? Hace tiempo… ¿Has avanzado con el libro nuevo?

—Estoy en ello.

—¿Cuánto has escrito? ¿Doscientas páginas? ¿Cien?

—¿Qué es esto, Frank?

—¿Cuántas páginas?

—No sé. —Kelso se pasó la lengua por los labios resecos. Era casi increíble, pero se dio cuenta de que podía aguantar sin tomarse una copa—. Unas cien, quizá. —Tuvo la visión de una pantalla vacía y un cursor parpadeando débilmente, como el pulso de una máquina corazón-pulmón a punto de ser desconectada. No había escrito ni una palabra—. Escucha, Frank, es posible que haya algo, ¿no crees? No olvides que Stalin no tiraba nada. ¿Acaso Jruschov, tras la muerte del viejo, no encontró una carta en un compartimiento secreto del escritorio? —Se frotó la cabeza dolorida—. ¿Esa carta en la que Lenin se quejaba de cómo trataba Stalin a su mujer? Y esa lista del Politburó con cruces en los nombres de todos los que pensaba purgar. Y su biblio- teca… ¿te acuerdas de su biblioteca? Había cosas apuntadas en casi todos los libros.

—¿Y? ¿Qué intentas decir?

—Sólo digo que es posible, eso es todo. Stalin no era Hitler, tomaba nota de todo.

—Quod volumus credimus libenter —recitó Adelman—. Lo que significa…

—Sé lo que significa…

—… lo que significa, mi querido Chiripa, que siempre creemos lo que queremos creer. —Adelman le palmeó el brazo—. No quieres que te lo diga, ¿no? Lo siento. Puedo mentirte si prefieres. Te diré que ese tipo es el único en un millón con semejante material y que además no es un engaño; que va a llevarte a las memorias inéditas de Stalin, que reescribirás la historia, ganarás millones de dólares, las mujeres se rendirán a tus pies, Duberstein y Saunders formarán un coro para cantar tus alabanzas en medio del patio de Harvard…

—De acuerdo, Frank. —Kelso apoyó la cabeza contra la pared—. Ya me has dado tu opinión. No sé. Sólo que… Tendrías que haber estado con él… —insistió, reacio a darse por vencido—. Pero hay algo que me suena. ¿A ti no?

—Sí, claro que me suena, más bien me suena como una alarma. — Adelman sacó un viejo reloj de bolsillo—. ¿Volvemos? Ya es hora. Olga estará frenética. —Cogió a Kelso del hombro y lo llevó por el pasillo—. De todas formas, no puedes hacer nada. Mañana volvemos a Nueva York. Hablaremos a nuestro regreso. A ver si hay algo para ti en la facultad. Eras un gran profesor.

—Un profesor lamentable.

—No; eras muy bueno hasta que te atrajeron los cantos de las sirenas baratas del periodismo y la publicidad y te apartaron del camino del estudio y la rectitud. Hola, Olga.

—¡Vaya, estaban aquí! La sesión va a empezar. Ay, doctor Kelso, vaya, eso no está bien, prohibido fumar, gracias. —Se inclinó y le quitó el cigarrillo de los labios. Tenía una cara lustrosa de cejas depiladas. Tiró la colilla en el poso del café y le quitó la taza.

—Olga, Olga… ¿por qué tanta luz? —se quejó Kelso mientras se llevaba la mano a la frente a modo de visera. La sala de conferencias exudaba una luz de tungsteno.

—La televisión —dijo Olga con orgullo—. Hacen un programa sobre nosotros.

—¿La televisión local? —Adelman se arregló la pajarita—. ¿Nacional?

—Satélite, profesor. ¡Internacional!

—Vaya, ¿cuáles son nuestros asientos? —murmuró Adelman protegiéndose los ojos de las luces.

—¿Doctor Kelso? ¿Puedo hablar un minuto con usted? —Le preguntó alguien con acento estadounidense.

Kelso se volvió y vio a un hombre que le sonaba vagamente.

—¿Sí?

—R. J. O'Brian —dijo el hombre mientras le tendía la mano—. Corresponsal en Moscú de la Cadena de Informativos Vía Satélite. Estamos haciendo un reportaje especial sobre la polémica…

—No puedo, pero estoy seguro de que el profesor Adelman, aquí conmigo, tendrá mucho gusto en…

Adelman, ante la perspectiva de una entrevista por televisión, pareció aumentar de tamaño como un muñeco inflable.

—Bueno, siempre y cuando no sea a título oficial…

O'Brian no le hizo caso.

—¿Está seguro de que no puedo tentarlo? —le dijo a Kelso—. ¿No hay nada que quiera decir al mundo? Leí su libro sobre la caída del comunismo. ¿Cuándo salió? ¿Hace tres años?

—Cuatro —respondió Kelso.

—En realidad creo que fue hace cinco —corrigió Adelman.

En realidad, pensó Kelso, fue hace casi seis. Dios mío, ¿qué he hecho en todo este tiempo?

—No, pero se lo agradezco de todas formas. Últimamente prefiero no salir por televisión. —Miró a Adelman—. Parece que es una sirena barata.

—Más tarde, por favor —resopló Olga—. Las entrevistas son más tarde. El director está hablando. Por favor. —Kelso sintió el paraguas en el hombro mientras la mujer lo obligaba a entrar en la sala—. Por favor, por favor… Cuando se sumaron los delegados rusos, más algunos observadores diplomáticos, la prensa y unas cincuenta personas del público, la sala se llenó de una manera espantosa. Kelso se dejó caer pesadamente en su asiento de la segunda fila. En el estrado, el profesor Valentin Askenov de los Archivos Estatales Rusos se había lanzado a una prolongada explicación sobre la microfilmación de los archivos del Partido. El camarógrafo de O'Brian retrocedía por el pasillo central mientras tomaba un plano general del público. La amplificación de la sonora voz de Askenov perforaba el oído de Kelso, ya de por sí dolorido. Una especie de sopor de neón había caído sobre la sala. Kelso se cubrió la cara con las manos; el día al que se enfrentaba le parecía interminable.

—Veinticinco millones de hojas de papel… —recitaba Askenov—. Veinticinco mil carretes de microfilm… siete millones de dólares…

Kelso deslizó las manos por las mejillas y se tapó la boca. ¡Tramposos! ¡Mentirosos!, quería gritar. Sabían tan bien como él que el noventa por ciento de los materiales seguía siendo reservado, y que para tener acceso a buena parte del resto había que pagar sobornos. Había oído que la tarifa para un archivo nazi incautado estaba en mil dólares y una botella de whisky.

—Me largo —le susurró a Adelman.

—No puedes.

—¿Por qué?

—Es descortés. Por el amor de Dios, siéntate y finge que te interesa, como hacen los demás —dijo Adelman, sin apartar la vista del estrado.

Kelso se quedó sentado.

—Diles que estoy enfermo —añadió al cabo de un minuto.

—No pienso hacerlo.

—Déjame, Frank. Voy a vomitar…

—Dios mío…

Adelman movió las piernas hacia un lado y se echó hacia atrás. Kelso, en un vano intento de llamar menos la atención, se encogió, pero tropezó con los pies de sus colegas y pateó el elegante pantalón negro de la señora Velma Byrd a la altura de la espinilla.

—Ay, joder, Kelso —protestó Velma.

El profesor Askenov levantó la vista de sus notas y se detuvo a media perorata. Kelso notó un silencio zumbón y amplificado, como si un animal enorme se hubiera vuelto para ver cómo avanzaba. Pareció durar una eternidad, el tiempo que le llevó llegar hasta el fondo de la sala. El discurso no recomenzó hasta que él pasó debajo de la mirada marmórea de Lenin y entró en el pasillo vacío. Se sentó detrás de la puerta cerrada del cubículo del lavabo de la planta baja del antiguo Instituto de Marxismo-Leninismo y abrió su bolso de lona, donde llevaba las herramientas de su oficio: un bloc de notas amarillo, lápices, una goma de borrar, una navaja pequeña del ejército suizo, una placa de bienvenida de los organizadores del simposio, un diccionario, un mapa de Moscú, una grabadora y una agenda, que era una especie de reliquia de vidas anteriores: viejos números, contactos perdidos, antiguas novias.

Había algo en la historia que le había contado el viejo que le sonaba, pero no podía recordar qué era. Sacó la grabadora y apretó el botón REBOBINAR, dejó que el casete retrocediera un poco, y apretó PLAY. Se acercó el aparato al oído y oyó, muy bajo, la voz fantasmal de Rapava.

«… Pero la habitación del camarada Stalin, en cambio, era de lo más sencilla. Hay que reconocer que siempre fue uno de los nuestros…» REBOBINAR. PLAY.

«… Y había algo raro, muchacho, se había sacado los lustrosos zapatos nuevos y los llevaba debajo de ese brazo rechoncho…» REBOBINAR. PLAY.

«¿… Sabes lo que significa Blizhny, muchacho…?»

«… Blizhny, muchacho…?»

«… Blizhny…»

2

El aire de Moscú sabía a Asia: polvo, hollín, especias orientales, gasolina barata, tabaco negro, sudor. Kelso salió del Instituto y se levantó el cuello de la gabardina. Cruzó la irregular explanada, sorteando charcos helados, mientras resistía la tentación de saludar con la mano a la hosca multitud… lo que sin duda habrían tomado como una «provocación occidental».

La calle bajaba hacia el sur, hacia el centro de la ciudad. Uno de cada dos edificios estaba cubierto de andamios. Unos escombros descendieron por una rampa de metal y cayeron ruidosamente en una nube de polvo. Pasó por un casino sospechoso y anónimo, al que sólo identificaba un cartel con unos dados saltarines; una peletería; una tienda que sólo vendía zapatos italianos… Unos mocasines hechos a mano equivalían al sueldo de un mes de cualquiera de los manifestantes, y Kelso sintió una punzada de lástima. De repente le vino a la cabeza una frase de Evelyn Waugh: «El nacimiento de un imperio muchas veces es motivo de pena; la caída, siempre.»

Al pie de la pendiente, giró a la derecha. Había parado de nevar, pero el frío y las ráfagas de viento eran inclementes. Al otro lado de la calle, debajo del muro de piedra roja del Kremlin, vio unas figuras diminutas que se inclinaban contra el viento, debajo de las cúpulas doradas de las iglesias que se asomaban por encima del parapeto, como globos de alguna gigantesca maquinaria meteorológica.

Su objetivo estaba allí delante. La Biblioteca Lenin, igual que el Instituto de Marxismo-Leninismo, había sido rebautizada. Ahora era la Biblioteca Central de la Federación Rusa, pero todo el mundo la seguía llamando Lenin. Cruzó las familiares puertas triples, le dio la bolsa y el abrigo a la babushka del guardarropía y le mostró su vieja tarjeta de lector a un guardia armado que estaba en una garita de cristal.

Éste apuntó su nombre y la hora en la hoja de entrada. Eran las diez y once minutos.

Aún tenían que terminar de informatizar el fondo bibliográfico, lo que significaba cuarenta millones de títulos en fichas de cartulina. Al final de un tramo de escalera, debajo de un techo abovedado, había un mar de archivadores de madera, entre los cuales Kelso se movía con la familiaridad de años atrás: abría un cajón detrás de otro y pasaba las fichas de tantas obras conocidas. Necesitaría a Radzinski y el segundo tomo de Volkovonov, también Jruschov y Alliluyeva. Las fichas de estos dos últimos estaban marcadas con el símbolo cirílico de «0» que significaba que habían estado en el fichero secreto hasta 1991. ¿Cuántos libros le permitían pedir? ¿Cinco? Al final se decidió por la serie de entrevistas de Chuyev al anciano Molotov. Después llevó el impreso de pedido al mostrador y observó cómo lo metían en un bote metálico y lo enviaban por el tubo neumático a las hondas profundidades de la Lenin.

—¿Qué demora hay hoy?

La empleada se encogió de hombros.

—¡Quién sabe!

—¿Una hora?

La mujer volvió a encogerse de hombros.

No ha cambiado nada, pensó Kelso.

Cruzó el descansillo, entró en la sala de lectura número 3 y se dirigió a su viejo asiento por el pasillo con la gastada moqueta verde que amortiguaba sus pasos. Allí tampoco había cambiado nada: ni el salón de suntuosos revestimientos de madera lustrosa, ni el olor seco, ni los pedidos de silencio. En una punta había una estatua de Lenin leyendo un libro y en la otra un reloj astrológico. Unas doscientas personas se inclinaban sobre sus mesas. Por la ventana de la izquierda, se veía la cúpula y el capitel de San Nicolás. Era como si nunca se hubiera marchado, como si los últimos dieciocho años hubieran sido un sueño.

Se sentó, dejó sus cosas y, en aquel momento, volvió a ser un estudiante de veintiséis años que vivía en una habitación de Corpus V, en la Universidad de Moscú, pagaba 260 rublos al mes por un escritorio, una cama, una silla, un armario, comía en la cantina del sótano plagada de cucarachas, y se pasaba los días en la Lenin y las noches con alguna novia: Nadia o Katia o Margarita o Irina. Irina… qué mujer. Pasó la mano por la superficie rayada de la mesa y se preguntó qué habría sido de Irina. Quizá tendría que haberse quedado con ella, con la bella Irina, con sus revistas samizdat y sus encuentros en el sótano, haciendo el amor al compás de una multicopista Gestetner y, después, promesas de que ellos serían distintos, que cambiarían el mundo.

Irina. Se preguntó qué pensaría de la nueva Rusia. Lo último que había sabido de ella era que trabajaba de ayudante de un dentista en el sur de Gales.

Miró la sala de lectura a su alrededor y cerró los ojos mientras intentaba que ese historiador de mediana edad, con resaca, unos kilos de más y traje de pana negro, siguiera aferrado al pasado unos minutos. Los libros llegaron poco después de las once. En lugar del segundo tomo le trajeron el primero, que tuvo que devolver. A pesar de todo, era suficiente. Se los llevó a su asiento y poco a poco se entregó a su tarea: leer, tomar notas y cotejar las versiones de la muerte de Stalin de di- ferentes testigos. El mero trabajo de investigación detectivesca le produjo, como siempre, un placer estético. Desechó las fuentes de segunda mano y las especulaciones. Sólo le interesaba la gente que efectivamente estaba en la misma habitación que el secretario general y había dejado un testimonio que podía cotejar con el de Rapava.

Según sus cálculos había ocho, los miembros del Politburó Jruschov y Molotov, Svetlana Alliluyeva —la hija de Stalin—, Rybin y Lozgachev —dos guardaespaldas de Stalin—, dos miembros de su equipo médico —los doctores Vinogradov y Myasnikov— y una reanimadora llamada Chesnokova. Los otros testigos se habían matado (como el guardaespaldas Khrustalev, que después de presenciar la autopsia había bebido hasta matarse), habían muerto poco después o habían desaparecido.

Todos los testimonios diferían en detalles pero en lo esencial eran iguales. Stalin había sufrido una embolia grave en el hemisferio cerebral izquierdo, solo en su habitación, en algún momento entre las cuatro de la madrugada y las diez de la noche del domingo 1 de marzo de 1953. Vinogradov, que le examinó el cerebro tras su muerte, encontró un endurecimiento importante de las arterias cerebrales que indicaba que Stalin ya debía de estar medio loco bastante antes de su muerte, quizá incluso desde hacía años. Nadie sabía a qué hora había sufrido la apoplejía. La puerta había estado cerrada durante todo el día y el personal tenía miedo de entrar en la habitación. El guardaespaldas Lozgachev le contó al escritor Radzinski que había sido el primero en armarse de valor:


Abrí la puerta… y me encontré al jefe tumbado en el suelo, con

la mano derecha levantada. Me quedé petrificado. No me obedecían

ni las manos ni las piernas. Probablemente todavía estaba

consciente, pero no podía hablar. Como oía bien, seguramente me

oyó entrar y levantó la mano para pedirme ayuda. Me acerqué de-

prisa y le dije: «Camarada Stalin, ¿qué le pasa?» Se había… bueno,

se había hecho sus necesidades encima mientras estaba allí

tumbado y con la mano izquierda trataba de estirar algo. «¿Llamo al

médico?», le dije. Respondió con un balbuceo incoherente, una

especie de «Zz… Zz…» Era lo único que podía decir.


Inmediatamente después los guardias llamaron a Malenkov. Malenkov llamó a Beria y la orden de éste, equivalente a asesinato por negligencia, fue que Stalin estaba borracho y lo dejaran dormir.

Kelso transcribió cuidadosamente el pasaje. De momento no había ninguna contradicción con Rapava. Por supuesto que eso no demostraba que dijera la verdad, puesto que él también podía haber leído el testimonio de Lozgachev para que su historia coincidiera. Pero tampoco indicaba que mintiera, y sin duda los detalles cuadraban: el tiempo, las órdenes de no llamar al médico, que Stalin se hubiera hecho sus necesidades encima, la forma en que había recuperado el conoci- miento pero sin poder hablar. Algo que sucedió al menos dos veces durante los tres días que tardó en morirse. Una vez, según Jruschov, cuando los médicos a los que al fin había llamado el Politburó lo alimentaban con cucharadas de sopa y té liviano, Stalin levantó la mano y señaló una de las fotos de niños de la pared. La segunda vez que recobró el conocimiento fue poco antes del final, y todo el mundo se dio cuenta, especialmente su hija Svetlana:


En lo que parecía la agonía final, de repente abrió los ojos y echó

una mirada a todos los que estaban a su alrededor. Fue una mirada

terrible, demente, o quizá enfadada y llena de miedo a la muerte y a

las caras desconocidas de los médicos que se inclinaban sobre él.

Recorrió a cada uno con la mirada durante un segundo. Luego

sucedió algo terrible e incomprensible que hasta el día de hoy no he

logrado olvidar ni entender. De repente levantó la mano izquierda

como si quisiera señalar algo en lo alto y lanzar una maldición sobre

todos nosotros. Un gesto incomprensible y amenazador que nadie

supo a qué ni a quién se dirigía. Acto seguido, en un esfuerzo final,

el espíritu se liberó del cuerpo.

Era un texto escrito en 1967. Cuando se detuvo el corazón de Stalin, los médicos ordenaron a la reanimadora Chesnokova, una mujer joven y fuerte, que golpeara el pecho del secretario general y le hiciera respiración boca a boca, hasta que Jruschov oyó crujir las costillas del viejo y le dijo que parara. «… nadie supo a qué ni a quién se dirigía». Kelso subrayó la frase con un lápiz. Si Rapava decía la verdad, era bastante obvio a quién maldecía Stalin: a Lavrenti Beria, el hombre que le había robado la llave de su caja fuerte privada. Lo que no estaba tan claro era por qué había señalado la foto del niño.

Kelso golpeteó el lápiz contra los dientes. Era todo muy circunstancial. Se imaginaba cómo reaccionaría Adelman si trataba de considerarla como algún tipo de prueba acreditada. Pensar en Adelman lo hizo mirar el reloj. Si se marchaba en aquel momento podía llegar al simposio tranquilamente para la hora del almuerzo y cabía la posibilidad de que nadie hubiera notado su ausencia. Recogió los libros y los llevó al mostrador, donde acababa de llegar el segundo tomo de Volkogonov.

—Bueno —le dijo la bibliotecaria con impaciencia—, ¿lo quiere o no?

Kelso dudó; estaba a punto de decir que no, pero decidió acabar lo que había empezado. Devolvió los otros libros y se llevó el Volkogonov a la sala de lectura.

Lo dejó sobre la mesa; parecía un ladrillo marrón oscuro. Triunf i Tragedia: politicheskii portret I. V. Stalina, Editorial Novosti, Moscú 1989. Lo había leído cuando salió y desde entonces no había tenido necesidad de volver a hojearlo; pero en aquel momento lo miró con entusiasmo y lo abrió. Volkogonov era un general del Ejército Rojo, con poderosos contactos en el Kremlin, que había conseguido permisos especiales bajo los mandatos de Gorbachov y Yeltsin para acceder a los archivos y que había utilizado para escribir tres biografías lapidarias — de Stalin, Trotski y Lenin—, cada una más revisionista que la anterior. Kelso levantó el ejemplar y hojeó el índice para buscar todo lo rela- cionado con la muerte de Stalin. Al cabo de un rato ya lo tenía; ahí estaba el recuerdo que había insistido en aflorar desde el preciso instante en que Papú Rapava había desaparecido en el amanecer de Moscú.


A. A. Yepishev, que había sido subsecretario de seguridad del

Estado, me dijo que Stalin tenía un cuaderno de hule negro en el

que de vez en cuando tomaba notas y que durante algún tiempo

había guardado las cartas de Zinoviev, Kamenev, Bujarin y hasta de

Trotski. Todos los esfuerzos por encontrar el cuaderno y las cartas

resultaron infructuosos, y Yepishev no reveló sus fuentes.


Yepishev no reveló sus fuentes, pero, según Volkogonov, tenía una teoría. Creía que Lavrenti Beria se había llevado los papeles privados de Stalin de su caja fuerte del Kremlin, mientras el secretario general estaba paralizado por el ataque de apoplejía.


Beria se dirigió precipitadamente al Kremlin donde es razonable

suponer que limpió la caja fuerte y se llevó los papeles personales

del jefe, y, con ellos, el cuaderno negro… Al destruir el diario, si es

que estaba allí, Beria se despejaba el camino para su propio ascen-

so. Quizá nunca se sepa la verdad, pero Yepishev estaba convencido

de que Beria quitó todo lo que había en la caja fuerte antes de que

los demás tuvieran acceso a ella.

Bueno, cálmate y no te entusiasmes porque esto no demuestra nada, ¿comprendes? Absolutamente nada.

Pero lo hace mil veces más probable.

Abrió de un tirón el cajón alargado de madera y pasó las fichas hasta dar con la de Yepishev, A. A. (1908-1985). El hombre había escrito un montón de libros de uniforme monotonía y mediocridad: Enseñanzas de historia: lecciones sobre el vigésimo aniversario de la victoria de la Gran Guerra Patria (1965), Guerra psicológica y problemas militares (1974), Lealtad a las ideas del Partido (1981)…

A Kelso se le había pasado la resaca, que había sido reemplazada por la conocida fase de euforia pos-alcohólica… como siempre, el momento del día más productivo, una sensación que, por sí sola, hacía que valiera la pena emborracharse. Bajó la escalera corriendo y se dirigió por el lúgubre pasillo a la sección militar de la Lenin. Era un ala pequeña e independiente, iluminada por luces fluorescentes y un aire de sótano. Un joven de jersey gris, apoyado contra el mostrador, leía una historieta de los años setenta.

—¿Tiene algo sobre un militar llamado Yepishev? —preguntó—. A. A. Yepishev.

—¿Para quién?

Kelso le dio su tarjeta de lector y el joven la examinó.

—¿No es usted el que escribió hace unos años un libro sobre el fin del Partido?

Kelso dudó —el joven podía ser de cualquiera de los dos bandos— pero al final admitió que era él.

—Andrei Efanov —dijo el joven mientras dejaba la historieta y le tendía la mano—. Un gran libro. Los ha jodido bien a esos cabrones. Veré lo que tenemos. Había dos libros de referencia con entradas sobre Yepishev: la Enciclopedia militar de la URSS y el Diccionario de héroes de la Unión Soviética, los dos contaban más o menos la misma historia, si uno sabía más o menos leer entre líneas: que Alexéi Alexéievich Yepishev había sido un estalinista intocable de altos vuelos de la vieja guardia; instructor del Komsomol y el Partido en los años veinte y treinta; Academia Militar del Ejército Rojo, 1938; comisario de la Fábrica Militar de Jarkov, 1942; Consejo de la División 38 del Primer Frente de Ucrania, 1943; comisario popular adjunto de la Construcción del Aparato de Medios, también 1943…

—¿Qué es el «aparato de medios»? —preguntó a Efanov, que miraba los libros de Kelso por encima del hombro.

Resultó que Efanov había hecho el servicio militar en Lituania — dos años de infierno— y le habían negado el ingreso en la Universidad de Moscú en la época comunista porque era judío. Ahora disfrutaba en grande removiendo el polvo y las cenizas de la carrera de Yepishev.

—El nombre en clave del programa atómico soviético —respondió a Kelso—, el proyecto favorito de Beria.

«Beria.» Tomó nota.

«… secretario del Comité Central del Partido Comunista de Ucrania, 1946…»

—Ésa fue la época de las purgas en Ucrania de los colaboracionistas, después de la guerra —dijo Efanov—. Un momento espantoso.

«… primer secretario del Comité del Partido Regional de Odessa, 1950; subsecretario de Seguridad del Estado, 1951…»

«Subsecretario…»

Las dos entradas estaban encabezadas por la misma foto oficial de Yepishev. Kelso volvió a mirar la mandíbula cuadrada, las cejas pobladas, el rostro adusto con un cuello de boxeador.

«Vaya, era un tremendo cabrón, muchacho, un. auténtico cachas…»

—Lo tengo —murmuró Kelso entre dientes.

Tras la muerte de Stalin, la carrera de Yepishev aparentemente había sufrido un retroceso. Primero lo, mandaron de vuelta a Odessa, después lo despacharon al extranjero. Embajador en Rumania, 1955- 1961; embajador en Yugoslavia, 1961-1962. Y luego, por fin, la tan esperada llamada para que volviera a Moscú con carácter de jefe del Departamento Político Central de las Fuerzas Armadas Soviéticas — comisario ideológico del ejército—. Puesto en el que estuvo durante los siguientes veintitrés años. ¿Y ayudante de quién era? Nada menos que de Dmitri Volkogonov, general en jefe y futuro biógrafo de Stalin. Para extraer esas tres perlas de información había que bucear por una palabrería llena de clichés y alabanzas a Yepishev por su «importante papel en la formación de las actitudes políticas necesarias y el respeto a la ortodoxia marxista-leninista en las Fuerzas Armadas, así como en el fortalecimiento de la disciplina militar y el fomento de la buena disposición ideológica…» Había muerto en el setenta y siete. Volkogonov, por lo que sabía Kelso, había muerto diez años después.

La lista de honores y condecoraciones de Yepishev ocupaba el resto del artículo: Héroe de la Unión Soviética, un premio Lenin, cuatro Órdenes de Lenin, una de la Revolución de Octubre, cuatro de la Bandera Roja, dos de la Gran Guerra Patria (primera clase), tres Estrellas Rojas y la medalla de Servicios a la Patria…

—¡Cómo podía ponerse de pie con tantas condecoraciones!

—Y apuesto a que jamás disparó un tiro —comentó despectivo Efanov—, como no fuese contra alguien de su propio bando. Si me permite la pregunta, ¿qué le interesa tanto de Yepishev?

—¿Y esto? —exclamó de pronto Kelso señalando una línea al pie de la columna—. V. P. Mamantov.

—Es el autor del artículo.

—¿Está escrito por Mamantov? ¿Vladimir Mamantov? ¿El del KGB?

—Sí, el mismo. ¿Qué pasa? Los artículos suelen escribirlos los amigos, ¿no? ¿Por qué? ¿Lo conoce?

—No lo conozco, pero me lo presentaron. —Arrugó la frente—. Esta mañana sus acólitos estaban haciendo una manifestación…

—Ah, ¿ellos? Sí, siempre se están manifestando. ¿Cuándo le presentaron a Mamantov?

Kelso cogió el bloc de notas y empezó a hojearlo.

—Hace unos cinco años, creo. Cuando estaba investigando para mi libro sobre el Partido.

Vladimir Mamantov. Vaya, hacía como cinco años que no pensaba en él, y, de repente, se cruzaba en su camino dos veces en una mañana. Los años se le escabullían entre los dedos… noventa y cinco, noventa y cuatro… Y ahora empezaban a acudir a su mente algunos detalles del encuentro: una mañana de finales de primavera, un perro muerto que aparecía sobre la nieve derretida en la puerta de un bloque de apartamentos de los suburbios, una esposa arpía. Mamantov acababa de cumplir dieciocho meses de condena en Lefortovo, por su intervención en el intento de golpe contra Gorbachov, y Kelso había sido el primero en entrevistarlo al salir de la cárcel. Había tardado siglos en conseguir la entrevista pero, como sucedía tan a menudo en estos casos, el esfuerzo no había valido la pena. Mamantov se negó rotundamente a hablar de él o del golpe, y se limitó a soltar lemas del Partido, sacados directamente de las páginas de Pravda.

Encontró el número de teléfono de Mamantov de 1993 al lado de la dirección de la oficina de un funcionario subalterno del Partido, Gennady Ziuganov.

—¿Va a tratar de verlo? —preguntó Efanov ansioso—. ¿Sabe que odia a todos los occidentales? Los odia casi tanto como a los judíos.

—Tiene razón —dijo Kelso mientras miraba el número de siete cifras.

Mamantov era un hombre imponente incluso en sus horas de derrota. Llevaba el típico traje soviético que le colgaba de los hombros, mirada asesina y en las mejillas tenía una grisácea palidez carcelaria. El libro de Kelso no había sido exactamente halagador con él, para decirlo con suavidad. Y como lo habían traducido al ruso, Mamantov seguramente lo había visto.

—Tiene razón —repitió—, sería una estupidez. Chiripa Kelso salió de la Biblioteca Lenin poco después de las dos de esa tarde y se detuvo un momento en un puesto del vestíbulo para comprar un par de bocadillos y una botella de agua mineral.

Recordaba haber pasado delante de una fila de teléfonos públicos enfrente del Kremlin, cerca de la oficina de Intourist, y almorzó mientras caminaba. En primer lugar bajó a una estación de metro oscura a comprar fichas para el teléfono y después regresó por la calle Mojavaia, en dirección al gran muro rojo y las cúpulas doradas.

Tuvo la sensación de no estar solo. Un Kelso más joven deambulaba con él: despeinado, fumando sin parar, siempre con prisas, siempre optimista, un escritor en alza. («El doctor Kelso aporta al estudio de la historia contemporánea soviética el talento de un investigador de primera línea y la energía de un buen cronista», The New York Times.) Ese Kelso más joven no habría dudado en llamar a Vladimir Mamantov. Faltaría más, de haber sido necesario habría echado abajo la maldita puerta.

Piensa en lo siguiente: si Yepishev le había hablado a Volkogonov sobre el cuaderno de Stalin, ¿no se lo habría dicho también a Mamantov? ¿No habría dejado papeles escritos? ¿No tendría familia?

Valía la pena probarlo.

Se limpió la boca y los dedos con la pequeña servilleta de papel y, mientras cogía el auricular e insertaba las fichas, sintió el familiar endurecimiento de los músculos del estómago, cierta blandura en el corazón. ¿Era sensato? No. Pero a quién le importaba. Adelman, él sí era sensato. Y Saunders, muy sensato.

¡Adelante!

Marcó el número.

La primera llamada fue una frustración. Los Mamantov se habían mudado y el hombre que vivía en la casa no se mostraba muy dispuesto a darle el nuevo número. Tras consultarlo entre murmullos con alguien que tenía al lado, accedió a dárselo. Kelso colgó y volvió a marcar. Esta vez el teléfono sonó un buen rato hasta que contestaron. Las fichas cayeron mientras una mujer mayor preguntaba con voz temblorosa:

—¿Diga? ¿Quién llama?

Le dio su nombre.

—¿Puedo hablar con el camarada Mamantov? —Tuvo cuidado en decir «camarada»; «señor» no habría servido.

—¿Sí? ¿Quiénes?

Kelso tuvo paciencia.

—Ya le he dicho, me llamo Kelso. Estoy en un teléfono público y es urgente.

—Sí, ¿pero quién llama?

Estaba a punto de repetir su nombre por tercera vez cuando oyó ruidos al otro lado de la línea y una voz áspera de hombre que intervenía.

—Soy Mamantov. ¿Quién es usted?

—Kelso. —Hubo un silencio—. El doctor Kelso. ¿Se acuerda de mí?

—Sí, me acuerdo. ¿Qué quiere?

—Verlo.

—¿Y por qué voy a querer verlo yo después de toda esa mierda que escribió?

—Quiero hacerle unas preguntas.

—¿Sobre?

—Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin.

—Cállese —dijo Mamantov.

—¿Qué? —Kelso frunció el ceño.

—Le dije que se callara. Estoy pensando. ¿Dónde está?

—Cerca del edificio de Intourist, en la calle Mojavaya.

Hubo otro silencio.

—Está cerca —dijo al fin Mamantov, y añadió—: Será mejor que venga.

Le dio la dirección y colgó. La comunicación se cortó y el mayor Feliks Suvorin del servicio de inteligencia ruso, el SVP, sentado en su oficina de Yasenevo, un suburbio sudoriental de Moscú, se quitó los auriculares y se limpió las orejas con un pulcro pañuelo blanco. En un bloc que tenía delante apuntó: «Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin…»

3

SIMPOSIO INTERNACIONAL SOBRE LOS ARCHIVOS

DE LA FEDERACIÓN RUSA


Enfrentarse al pasado Lunes 26 de octubre, última sesión de la tarde DR. KELSO: Damas y caballeros, cada vez que pienso en Josiv Stalin, me sorprendo pensando en una imagen en particular. Veo a Josiv Stalin, anciano, de pie junto a su gramófono.

Solía terminar de trabajar tarde, a eso de las nueve o las diez, y después iba al cine del Kremlin a ver alguna película. En general, alguna de Tarzán… Por alguna razón, a Stalin le gustaba la idea de un joven que se criaba y vivía entre los animales salvajes. Después, él y sus compinches del Politburó se iban a la dacha de Kuntsevo a cenar, y, al acabar la cena, Stalin se acercaba al gramófono y ponía un disco. Según Milovan Djilas, su canción favorita era una en la que el aullido de los pe- rros reemplazaba a las voces humanas. Después hacía que el Politburó bailara.

Algunos eran muy buenos bailarines. Mikoyan, por ejemplo, bailaba muy bien. Y Bulganin no era malo, sabía seguir el ritmo. Jruschov, sin embargo, era terrible —como una vaca en el hielo—, igual que Malenkov y Kaganovich. Una noche —probablemente atraída por el ruido peculiar de unos hombres adultos que bailaban al compás de unos perros que aullaban—, Svetlana, la hija de Stalin, asomó la cabeza por la puerta y su padre también la hizo bailar. Pues bien, resulta que al cabo de un rato empezó a cansarse y a moverse menos. «¡Baila!», le gritó Stalin. «Pero ya he bailado, papá. Estoy cansada.» En ese momento, Stalin —y aquí cito el relato de Jruschov— «la cogió por el pelo, un buen mechón de la frente, y empezó a sacudirla muy fuerte… a tironearle y sacudirle la cabeza».

Ahora, demorémonos en esta imagen por un momento y pensemos en el destino de la familia de Stalin. Su primera esposa murió. Su hijo mayor, Yakov, trató de matarse a los veintiún años pero sólo consiguió herirse gravemente. (Cuando Stalin lo vio, según Svetlana, rió y le dijo: «¡Ja! ¡Has fallado! ¡Ni siquiera sabes pegarte un tiro!») Yakov fue capturado por los alemanes durante la guerra y, después de que Stalin se negara a un intercambio de prisioneros, hizo un nuevo intento de suicidio, esta vez con éxito, lanzándose sobre la alambrada electrificada de un campo de prisioneros.

Stalin tenía otro hijo, Vasily, un alcohólico que murió a los cuarenta y un años.

La segunda mujer, Nadezhda, no quiso darle más hijos a su marido. Según Svetlana, abortó varias veces y una noche, tarde, a los treinta y un años, se disparó al corazón. (O quizá sería más correcto decir que alguien le pegó un tiro. Nunca se encontró ninguna nota de suicidio.)

Nadezhda tenía tres hermanos. El mayor, Pavel, fue asesinado por Stalin durante las purgas; el certificado de defunción menciona un ataque cardíaco. El menor, Fiodor, se volvió loco cuando un amigo de Stalin, un ladrón de bancos armenio, llamado Kamo, le mandó un corazón humano arrancado. Su hermana, Anna, fue detenida por orden de Stalin y sentenciada a diez años de confinamiento en solitario. Cuando salió, ni reconocía a sus propios hijos. Esto en cuanto a una parte de los parientes de Stalin.

¿Qué pasó con el resto? Bueno, tenemos a Alexandr Svanidze, el hermano de su primera mujer, detenido en el treinta y siete y fusilado en el cuarenta y uno; y a María, la mujer de Svanidze, también detenida y fusilada en el cuarenta y dos. El hijo de ambos, Iván, sobrino de Stalin, fue enviado a un fantasmagórico orfanato para hijos de «enemigos del estado» y, cuando salió, casi veinte años más tarde, estaba muy trastornado psicológicamente. Por último, también tenemos a la cuñada de Stalin, Maria, también la detuvieron en el treinta y siete y murió en la cárcel misteriosamente.

Ahora volvamos a esa imagen de Svetlana. Su madre ha muerto. Su medio hermano también. Su otro hermano es un alcohólico. Dos tíos están muertos y el otro está loco. Dos tías están muertas y la otra en la cárcel. Su padre le tira de los pelos delante de los hombres más poderosos de Rusia, a los que obliga a bailar al compás del aullido de unos perros.

Colegas, cada vez que me siento en un archivo, o, lo que es más infrecuente, cada vez que asisto a un simposio, como estos días, siempre trato de recordar esta escena, porque me recuerda que debo ser cauteloso cuando se trata de imponer una estructura racional al pasado. En estos archivos no hay nada que nos muestre que cuando el vicepresidente del Consejo de Ministros, o el comisario de asuntos extranjeros, tomaron sus decisiones, estaban agotados de cansancio y, probablemente, aterrorizados, porque habían tenido que estar levanta- dos hasta las tres de la madrugada bailando para salvar su propia vida, y sabían que era muy probable que esa noche tuvieran que bailar otra vez.

No estoy diciendo que Stalin estuviera loco. Al contrario. Se podría decir que el hombre que manejaba el gramófono era la persona más cuerda del mundo. Cuando su hija Svetlana le preguntó por que la tía Anna estaba encerrada en solitario, el padre le respondió: «Porque habla demasiado.» Las acciones de Stalin solían responder a la lógica. No le hacía falta ningún filósofo inglés del siglo XVI que le dijera que «el saber es poder». Este concepto es la esencia absoluta del estalinismo. Explica, entre otras cosas, por qué Stalin mató a tantos familiares y colegas cercanos: quería destruir a todos los que lo conocían directamente.

Y esta política, debemos reconocerlo, tuvo mucho éxito. Aquí estamos, reunidos en Moscú, cuarenta y cinco años después de la muerte de Stalin, para hablar de los archivos recientemente desclasificados de la era soviética. Aquí arriba, en unas salas a prueba de incendios que se mantienen a una temperatura constante de die- ciocho grados y una humedad del sesenta por ciento, hay un millón y medio de documentos, el archivo completo del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.

¿Pero cuánto nos dicen esos archivos realmente sobre Stalin? ¿Qué podemos ver hoy en día que no pudiéramos ver cuando los comunistas estaban en el poder? Las cartas de Stalin a Molotov no carecen de interés. Pero es evidente que han sido cuidadosamente censuradas. Y no sólo eso; acaban en el treinta y seis, precisamente cuando empezaron realmente los asesinatos.

También podemos ver las listas de fusilamientos firmadas por Stalin, y su agenda. De modo que sabemos que el 8 de diciembre de 1938, Stalin firmó treinta listas con cinco mil nombres, muchos de ellos de supuestos amigos suyos. Y también sabemos gracias a su agenda que esa misma noche fue al cine del Kremlin a ver, esta vez no era de Tarzán, sino una comedia llamada Chicos felices.

Pero entre las dos cosas, entre los asesinatos y las risas… ¿qué pasó, con quién estuvo? No lo sabemos. ¿Y por qué? Porque Stalin convirtió en prioridad matar a casi todos los que habrían estado en posición de contarnos cómo era él…

4

La nueva casa de Mamantov estaba justo al otro lado del río, en el gran complejo de apartamentos de la calle Serafimovich, llamado la Casa del Terraplén. Era el edificio al que el camarada Stalin, con su típica generosidad, había insistido que se trasladaran los miembros importantes del Partido con sus familias. Tenía diez pisos y veinticinco entradas en la planta baja, en cada una de las cuales el secretario general había apostado un guardia del NKVD, «por vuestra seguridad, camaradas».

Cuando acabaron las purgas, habían liquidado a seiscientos inquilinos del inmueble. Ahora los apartamentos eran propiedad privada, y los buenos, con vistas al Moscova y al Kremlin, se vendían por más de dos millones de rublos. Kelso se preguntó cómo podía per- mitírselo Mamantov.

Bajó la escalinata del puente y cruzó la calle. Delante de la entrada del ala de Mamantov, había aparcado un Lada blanco y cuadrado, con las ventanas abiertas, y dos hombres en el asiento delantero mascando chicle. Uno tenía una cicatriz rojiza desde el rabillo del ojo hasta la boca. Mientras Kelso pasaba junto a ellos y se dirigía a la entrada, lo miraron con manifiesto interés.

Dentro del bloque de apartamentos, al lado del ascensor, habían escrito «que te jodan» en perfecto inglés. Un tributo al sistema de educación ruso, pensó Kelso. Silbaba nervioso una melodía inventada. El ascensor subió despacio y, al bajar en el noveno piso, oyó amortiguado el compás de un rock occidental.

El apartamento de Mamantov tenía una puerta de acero blindada en la que habían pintado con aerosol una esvástica roja. La pintura estaba vieja y desteñida, pero nadie había intentado limpiarla. Empotrada en la pared, sobre la puerta, había una pequeña cámara de televisión.

Había demasiados elementos de un montaje que a Kelso no le gustaban —el férreo control de seguridad, los tipos del coche de abajo— y durante un momento le pareció sentir el terror de hacía sesenta años, como si el sudor se hubiera filtrado en la mampostería: el retumbar de los tacones por el pasillo, los fuertes golpes a la puerta, las despedidas apresuradas, los sollozos, el silencio. Su mano se detuvo sobre el timbre. ¡Menudo lugar para ir a vivir!

Apretó el timbre.

Tras una prolongada espera, una mujer mayor abrió la puerta. Madame Mamantov era tal como la recordaba: alta y ancha, no gorda, sino robusta. Iba envuelta en una bata floreada y parecía que acabara de llorar. Los ojos enrojecidos se demoraron breve y distraídamente en él, y, antes de que Kelso llegara a abrir la boca, la mujer había desaparecido y Vladimir Mamantov emergió de pronto de un pasillo oscuro, vestido como si aún tuviera que ir a la oficina: camisa blanca, corbata azul, traje negro con una pequeña estrella roja en la solapa.

No dijo nada pero le tendió la mano. El ruso tenía un apretón de manos triturador, perfeccionado, decían, a fuerza de apretar bolas de goma vulcanizada durante las reuniones del KGB. (Se decían muchas cosas sobre Mamantov y Kelso las había puesto en su libro; por ejemplo, que en la famosa reunión de la Lubianka la noche del 20 de agosto de 1991, cuando los golpistas se dieron cuenta de que se había acabado el juego, Mamantov se ofreció a ir en avión a la dacha de Gorbachov en Foros, en el mar Negro, y matar personalmente al presidente soviético. Mamantov había desdeñado la historia catalogándola de «provocación».)

Un joven en mangas de camisa blanca con una sobaquera apareció en la oscuridad detrás de Mamantov.

—Está bien, Viktor —le dijo éste sin volverse—. Yo me ocupo de la situación.

Mamantov tenía cara de burócrata: pelo entrecano, gafas de metal y mejillas flácidas, como un sabueso desconfiado. Uno podía cruzárselo cien veces por la calle sin fijarse en él. Pero tenía una miraba brillante, los ojos de un fanático, pensó Kelso. Se imaginaba que Eichmann o algún otro asesino nazi de despacho debía de tener los mismos ojos. La anciana había empezado a emitir un ruido extraño, una especie de aullido, en la otra punta del apartamento, y Mamantov le dijo a Viktor que se ocupara de ella.

—Así que usted forma parte de la reunión de ladrones —le comentó a Kelso.

—¿Cómo?

—El simposio. Pravda publicó la lista de historiadores extranjeros invitados a hablar y figura su nombre.

—Los historiadores no suelen ser ladrones, cama-rada Mamantov. Ni siquiera los historiadores extranjeros.

—¿No? La historia es lo más importante para una nación. Es la base sobre la que se apoya cualquier sociedad. Y a nosotros nos han robado la nuestra. Los libelos de nuestros enemigos nos la han arrebatado y la han mancillado hasta extraviar al pueblo.

Kelso sonrió. Mamantov no había cambiado en absoluto.

—No me va a decir que se lo cree en serio.

—Usted no es ruso. Imagínese si su país vendiera el archivo nacional a una potencia extranjera por unos miserables millones de dólares.

—Ustedes no están vendiendo el archivo. La idea es microfilmar los documentos y ponerlos a disposición de los investigadores.

—De los investigadores, pero en California —dijo Mamantov como si el comentario pusiera fin a la discusión—. En fin, es algo de lo más fastidioso. Tengo una cita urgente. —Consultó su reloj—. Puedo dedicarle sólo cinco minutos. ¿Qué es eso del cuaderno de Stalin?

—Ha surgido en una investigación que estoy haciendo.

—¿Investigación? ¿Investigación de qué? Kelso dudó.

—De los acontecimientos que rodearon la muerte de Stalin.

—Continúe.

—Si me permite hacerle algunas preguntas, quizá podría explicarle la importancia de…

—No —interrumpió Mamantov—, hagámoslo al revés. Usted me habla del cuaderno y yo quizá conteste sus preguntas.

—«¿Quizá?»

Mamantov volvió a consultar el reloj.

—Cuatro minutos.

—De acuerdo —dijo Kelso rápidamente—. ¿Recuerda la biografía oficial de Stalin de Dmitri Volkogonov?

—¿El traidor de Volkogonov? Me está haciendo perder el tiempo. Ese libro es una mierda.

—¿Lo ha leído?

—Claro que no. Ya hay demasiada porquería en el mundo y no me hace falta zambullirme en ella.

—Volkogonov afirmaba que Stalin conservaba ciertos papeles (papeles privados, incluido un cuaderno de hule negro) en su caja fuerte del Kremlin, y que Beria se los robó. El origen de esta historia era un hombre que usted conoce, creo, Alexéi Alexéievich Yepishev.

Hubo un ligero movimiento, un parpadeo imperceptible, en los duros ojos grises de Mamantov. Ha oído hablar del cuaderno, pensó Kelso.

—Me preguntaba si oyó algo de esa historia mientras escribía el artículo biográfico sobre Yepishev. Era amigo suyo, ¿no?

—¿Y qué tiene que ver con usted? —Mamantov echó una mirada al bolso de Kelso—. ¿Ha encontrado el cuaderno?

—No.

—Pero conoce alguien que quizá sepa dónde está.

—Alguien vino a verme… —empezó Kelso.

El apartamento estaba muy silencioso. La mujer había parado de sollozar, pero el guardaespaldas no había reaparecido. Sobre la mesa de la entrada había un ejemplar de Aurora. Se dio cuenta de que nadie en Moscú sabía dónde estaba. No se lo había dicho a nadie.

—Le estoy haciendo perder el tiempo —comentó—. Será mejor que vuelva cuando tenga…

—No hace falta —dijo Mamantov suavizando el tono.

Sus ojos agudos examinaban a Kelso de arriba abajo y parpadeaban mientras le recorrían la cara, las manos, y sopesaban la fuerza en potencia de los brazos y pecho antes de subir de nuevo a la cara. La técnica de conversación era puro leninismo, pensó Kelso: «Em- biste con la bayoneta. Si se topa con grasa, empuja más. Si se topa con hierro, retírala y déjalo para otro día.»

—¿Sabe qué haremos, doctor Kelso? —dijo Mamantov—. Le enseñaré algo que le interesará. Después le diré una cosa, y luego me dirá una cosa usted. —Se señaló a sí mismo y después señaló a Kelso—. Haremos un intercambio. ¿Está de acuerdo? Después, Kelso trató de hacer una lista de todo, pero había demasiadas cosas para acordarse: la enorme pintura al óleo de Gerasimov, en la que se veía a Stalin ante la muralla del Kremlin, y la vitrina iluminada con fluorescentes con las miniaturas de Stalin —platos de Stalin, cajas de Stalin, sellos de Stalin, medallas de Stalin—, y la caja de libros de Stalin, y los libros sobre Stalin, y las fotos de Stalin —firmadas y sin firmar—, y el manuscrito de Stalin —lápiz azul, papel rayado, tamaño cuartilla, enmarcado— colgado sobre el busto de Stalin de Vuchetich («… no escatiméis individuos, independientemente del puesto que ocupen, lo importante es la causa, el interés de la causa…»).

Kelso se movió entre la colección bajo la atenta mirada de Mamantov.

El papel manuscrito, comentó Kelso, era una nota para un discurso, ¿no? Correcto. Octubre de 1920, dirigido a la Inspección de Trabajadores Campesinos. ¿Y el Gerasimov? ¿No era similar al estudio del artista de 1938 de Stalin y Voroshilov sobre el muro del Kremlin? Mamantov asintió de nuevo, aparentemente complacido de compartir esos momentos con un conocedor. Sí, el secretario general le había ordenado a Gerasimov que pintara una segunda versión pero sin Vo- roshilov; era la forma de Stalin de recordarle a este último que la vida… ¿cómo decirlo?, la vida siempre se podía «reorganizar» para que imitara al arte. Un coleccionista de Maryland y otro de Dusseldorf le habían ofrecido cien mil dólares por la pintura, pero él nunca permitiría que abandonara suelo ruso. Nunca. Esperaba exhibirla algún día en Moscú, junto con el resto de su colección, «cuando la situación política sea más favorable».

—¿Y cree que algún día la situación será favorable?

—Sí, claro. Objetivamente, la historia dejará constancia de que Stalin tenía razón. Lo que pasa con Stalin es que desde el punto de vista subjetivo quizá parezca cruel, perverso incluso. Pero su gloria hay que buscarla en la perspectiva objetiva. Allí es donde nos encontramos con una figura imponente. Creo firmemente que cuando se restaure la perspectiva debida, volverán a levantarse estatuas a Stalin.

—Goering dijo lo mismo de Hitler durante los juicios de Nuremberg. Y no veo ninguna estatua…

—Hitler perdió.

—¿Y Stalin no? ¿Al final? ¿Desde la «perspectiva objetiva»?

—Stalin heredó una nación con arados de madera y nos legó un imperio con armas atómicas. ¿Cómo puede decir que perdió? Los hombres que lo sucedieron sí perdieron. Stalin no. Stalin previo lo que pasaría, no cabe duda. Jruschov, Molotov, Beria, Malenkov, se creían duros pero él los conocía muy bien. «Cuando yo me haya ido, los capitalistas os ahogarán como gatitos ciegos.» Su análisis, como siempre, fue correcto.

—Así que cree que si Stalin hubiera vivido…

—¿Aún seríamos una superpotencia? Absolutamente. Pero las naciones tienen la suerte de tener hombres de la genialidad de Stalin quizá una vez cada cien años. Y ni siquiera él pudo concebir una estrategia para vencer a la muerte. Dígame, ¿ha visto la encuesta de opinión con motivo del cuadragésimo quinto aniversario de su muerte?

—Sí.

—¿Y qué le parecieron los resultados?

—Me parecieron… —Kelso trató de encontrar una palabra neutra— notables.

(¿Notables? Vaya, eran espantosos. Un tercio de los rusos pensaba que Stalin había sido un gran líder. Uno de cada seis creía que había sido el gobernante más grande que había tenido el país. Stalin era siete veces más popular que Boris Yeltsin, mientras que el pobre Gorbachov ni siquiera había reunido los votos para entrar en la selección. La encuesta había tenido lugar en marzo y Kelso se había quedado tan impresionado que había intentado vender un artículo al New York Times, pero no les interesó.)

—Notable —coincidió Mamantov—. Yo, teniendo en cuenta cómo lo han vilipendiado los pretendidos «historiadores», hasta diría que es increíble. Hubo un incómodo silencio.

—Debe haber costado años reunir semejante colección —comentó Kelso. «Y una fortuna», estuvo a punto de añadir.

—Tengo algunos negocios —dijo Mamantov sin darle importancia — y, desde que me he retirado, mucho tiempo libre. —Alargó la mano para tocar el busto, pero dudó y la retiró—. La dificultad, naturalmente, para cualquier coleccionista, es que Stalin haya dejado tan pocas posesiones personales. No le interesaba la propiedad privada, no como a esos cerdos corruptos que tenemos hoy en el Kremlin. Lo único que tenía eran unos pocos trastos propiedad del Estado. Eso y la ropa que se ponía. Y su cuaderno, claro. —Le dirigió una mirada astuta—. Eso sí sería algo… ¿cómo dicen los americanos…?, ¿algo por lo que valdría la pena morir?

—¿Así que ha oído hablar del cuaderno?

Mamantov sonrió —algo insólito—; una sonrisa breve, y rápida, como una raja súbita en un trozo de hielo.

—¿Está interesado en Yepishev?

—En todo lo que pueda usted decirme.

Mamantov cruzó la habitación hasta la estantería y sacó un álbum grande encuadernado en piel. En el estante superior, Kelso vio los dos tomos de Volkogo-nov… por supuesto que Mamantov los había leído.

—Conocí a Alexéi Alexéievich en el cincuenta y siete, cuando era embajador en Bucarest. Yo volvía de Hungría, después de que hubiéramos arreglado las cosas por allí. Nueve meses de trabajo sin pausa. Necesitaba un descanso y fuimos a cazar juntos a la región de Azuga.

Retiró una hoja de papel de seda y le pasó el pesado álbum a Kelso, abierto por la página en que había una foto pequeña hecha con una cámara de aficionado. Kelso tuvo que mirar con atención para saber de qué se trataba. Al fondo, un bosque, y en primer plano dos hombres sonrientes, con sombreros de piel, chaquetas forradas de borreguillo, escopeta al hombro y una pila de aves muertas a sus pies. Yepishev estaba a la izquierda, Mamantov a su lado, ya tenía ese rostro duro pero más delgado, una caricatura de un hombre del KGB de la guerra fría.

—Y en alguna parte hay otra. —Mamantov se inclinó sobre el hombro de Kelso y pasó un par de páginas. De cerca olía a viejo, a naftalina y ácido fénico. Y se había afeitado mal, como los ancianos. Tenía una sombra de barba cerca de la nariz y en la hendidura del men- tón—. Aquí está.

Era una foto mucho más grande y profesional, en la que se veían unos doscientos hombres dispuestos en cuatro filas, como en una ceremonia de graduación. Algunos llevaban uniforme militar y otros iban de paisano. Al pie se leía: «Sverdlovsk, 1980.»

—Era un collegium ideológico organizado por la Secretaría del Comité Central. El último día, el mismísimo camarada Suslov se dirigió personalmente a nosotros. Éste soy yo. —Señaló un rostro sombrío en la tercera fila, y desplazó el dedo hacia la primera, en la que había una tranquila figura de uniforme sentada en el suelo con las piernas cruzadas—. Y éste… parece mentira, es Volkogonov. Y aquí está otra vez Alexéi Alexéievich.

Era como mirar una foto de los oficiales imperiales de la época zarista, pensó Kelso… ¡qué confianza, qué orden, qué arrogancia masculina! Sin embargo, diez años más tarde, ese mundo estaba pulverizado: Yepishev muerto, Volkogonov había renunciado al Partido, Mamantov en la cárcel.

Yepishev había muerto en 1985, explicó Mamantov, justo cuando Gorbachov acababa de llegar al poder. Buen momento para un comunista decente. Según Mamantov, Alexéi Alexéievich se había salvado. Era un hombre que había dedicado la vida entera al marxismo- leninismo, que había ayudado a planear la ayuda fraternal a Checoslovaquia y Afganistán. Tuvo suerte de no haber vivido para ver cómo se lanzaba todo por la borda. Escribir el artículo de Yepishev para el Libro de los héroes había sido un privilegio, y si últimamente nadie lo leía… bueno, a eso se refería al decir que al país le habían arrebatado su historia.

—¿Y Yepishev le contó lo mismo que a Volkogonov sobre los papeles de Stalin?

—Sí, al final de su vida hablaba más libremente. Estaba enfermo muy a menudo. Lo fui a visitar a la clínica de los dirigentes. A Brézhnev y a él los trataba el mismo curandero, Davitashvili.

—Supongo que no habrá dejado papeles.

—¿Papeles? Los hombres como Yepishev no tenían papeles.

—¿Familiares?

—Ninguno que yo sepa. Nunca hablábamos de asuntos de familia. —Mamantov pronunció la palabra como si fuera absurda—. ¿Sabía que una de las cosas que había tenido que hacer fue interrogar a Beria? No- che tras noche. ¿Se imagina lo que habrá sido? Pero Beria nunca se vino abajo, ni una sola vez en casi medio año, hasta el final, después del juicio, cuando lo estaban atando al poste para fusilarlo. Creía que no se atreverían a matarlo.

—¿Qué quiere decir? ¿Que se vino abajo?

—Empezó a chillar como un cerdo… eso es lo que Yepishev dijo. A gritar algo sobre Stalin y sobre un arcángel. ¿Se imagina? ¡Nada menos que Beria religioso! Pero le pusieron un pañuelo en la boca y lo mataron. No sé nada más. —Mamantov cerró el álbum con suavidad y lo devolvió al estante—. Bueno —dijo volviéndose hacia Kelso con cara de amenazadora inocencia—, así que alguien fue a verlo. ¿Cuándo?

Kelso se puso en guardia.

—Preferiría no decirlo.

—¿Y le habló de los papeles de Stalin? Supongo que era un hombre, ¿no? ¿Un testigo de aquella época?

Kelso dudó.

—¿Nombre?

Kelso sonrió y meneó la cabeza. Mamantov parecía creer que estaba de nuevo en la Lubianka.

—¿Profesión?

—Tampoco se lo puedo decir.

—¿Sabe ese hombre donde están los papeles?

—Quizá.

—¿Y se ofreció a enseñárselos?

—No.

—Pero usted le pidió verlos, ¿no?

—No.

—Doctor Kelso, me desilusiona como historiador, pensaba que era famoso por su diligencia…

—Si quiere saber la verdad, desapareció antes de que tuviera oportunidad de pedírselo.

Se arrepintió de lo que había dicho en cuanto las palabras salieron de su boca.

—¿Qué quiere decir con «desapareció»?

—Estábamos bebiendo' —murmuró Kelso—. Lo dejé solo un minuto y cuando volví se había escapado.

Sonaba absurdo.

—¿Escapado? —Los ojos de Mamantov eran grises como el invierno—. No le creo.

—Vladimir Pavlovich —dijo Kelso sosteniéndole la mirada—. Le aseguro que es verdad.

—Está mintiendo. ¿Pero por qué? ¿Por qué? —Mamantov se frotó la barbilla—. Supongo que porque tiene usted el cuaderno.

—Si lo tuviera, ¿cree que estaría aquí? ¿O en el primer vuelo a Nueva York? ¿No es lo que suelen hacer los ladrones?

Mamantov siguió mirándolo a los ojos unos segundos antes de apartar la vista.

—Es evidente que tenemos que encontrar a ese hombre.

—¿Tenemos?

—Me parece que él no quiere que lo encuentre nadie.

—Volverá a ponerse en contacto con usted.

—Lo dudo. —Kelso se moría por largarse de allí. Se sentía en una situación comprometida, cómplice en cierto modo—. Además, mañana vuelvo a Estados Unidos. Así que, pensándolo bien, creo que debería…

Avanzó nervioso hacia la puerta, pero Mamantov le cerró el paso.

—¿Está nervioso, doctor Kelso? ¿Siente la fuerza del camarada Stalin, incluso desde la tumba?

Kelso rió incómodo.

—Creo que no comparto del todo su… obsesión.

—¡Que le den por culo! He leído su libro. ¿Le sorprende? No haré ningún comentario sobre la calidad del trabajo, pero le diré algo: usted está tan obsesionado como yo.

—Quizá, pero de un modo diferente.

—Poder —dijo Mamantov saboreando la palabra como un buen vino—, el dominio absoluto y la comprensión del poder. No ha habido ningún hombre que lo igualara en eso. Ahora te dejo vivir, ahora te mato, y tú lo único que dices es «Gracias, camarada Stalin, por su bondad». Eso es la obsesión.

—Sí, pero la diferencia, si me permite, es que usted quiere que vuelva.

—Y usted quiere estudiarlo, ¿no? ¿A mí me gusta follar y a usted la pornografía? —Mamantov sacudió el pulgar señalando la habitación—. Tendría que haberse visto. «¿No es una nota para un discurso?», «¿No es una copia de una pintura anterior?» Los ojos abiertos, la lengua fuera… el liberal occidental emocionado pero a salvo. Stalin también conocía ese aspecto, por supuesto. ¿Y ahora me dice que no va a intentar encontrar su cuaderno personal y va a volver corriendo a América?

—¿Puedo marcharme?

Kelso dio un paso a la izquierda pero Mamantov se movió rápidamente y lo interceptó.

—Puede ser uno de los grandes descubrimientos de este siglo, ¿y usted quiere escapar? Hay que encontrarlo. Debemos encontrarlo juntos. Usted lo presentará al mundo. Yo no quiero ningún reconocimiento, se lo prometo. Prefiero permanecer en el anonimato. El mérito será sólo suyo.

—¿Pero qué es todo esto, camarada Mamantov? preguntó Kelso con fingido buen humor—. ¿ Soy su prisionero?

Entre él y el mundo exterior había, calculó, un antiguo agente del KGB, sano y evidentemente loco, un guardaespaldas armado, dos puertas, una de ellas blindada. Pensó que Mamantov, efectivamente, quizá tenía intenciones de retenerlo. Como poseía todo lo imaginable sobre Stalin, ¿por qué no un historiador especializado en Stalin, metido en formol dentro de una vitrina, como Lenin? Pero en ese momento madame Mamantov gritó desde el pasillo:

—¿Qué pasa ahí dentro? —Y se rompió el hechizo.

—Nada —respondió Mamantov—. ¡Vuelve a tu habitación! ¡Viktor!

—¿Pero quién es toda esta gente? —sollozó la mujer—. Eso es lo que quiero saber. ¿Y por qué está siempre tan oscuro? —Y se echó a llorar.

Kelso la oyó alejarse arrastrando los pies y cerrarse una puerta.

—Lo siento —dijo.

—Guárdese su piedad —replicó Mamantov mientras se apartaba —. Adelante, siga, lárguese de aquí. Fuera. —Pero cuando Kelso estaba en mitad del pasillo, le gritó—: ¡Volveremos a hablar de esto! ¡De una manera u otra! En el coche de abajo había tres hombres, aunque Kelso estaba demasiado preocupado para prestarles atención. Se detuvo en el portal oscuro de la Casa del Terraplén para calzarse mejor la bolsa de lona al hombro y enfiló en dirección al puente Bolshoi Kamenni.

—Es él, comandante —dijo el hombre de la cicatriz, y Feliks Suvorin se inclinó sobre el asiento para mirarlo mejor.

Suvorin era joven —apenas unos treinta y tantos— para ser comandante del SVR. Se trataba de un hombre de figura pulcra, rubio de ojos azul lavanda. Llevaba una loción para después de afeitarse occidental. Era el otro detalle evidente: el pequeño vehículo olía a Eau Sauvage.

—J Ya tenía esa bolsa al entrar?

—Sí, comandante.

Suvorin echó una mirada al apartamento del noveno piso de Mamantov. Ahí lo que hacía falta era una mejor cobertura. El SVR se las había arreglado para poner un micrófono en la casa al comienzo de la operación, pero había durado tres horas sin que lo encontrara la gente de Mamantov.

Kelso empezó a subir la escalinata que llevaba al puente.

—Adelante, Bunin —ordenó Suvorin al hombre que tenía delante con una suave palmada en el hombro—. Que no se note demasiado, de acuerdo. Sólo intente no perderlo de vista. No queremos ninguna pro- testa diplomática.

Bunin salió del coche mascullando entre dientes.

Kelso caminaba deprisa y casi había llegado a la calle del otro lado, de modo que el ruso tuvo que bajar la escalera trotando para acortar la distancia.

Vaya vaya, pensó Suvorin, evidentemente tiene prisa por llegar a alguna parte. ¿O sólo quiere largarse de aquí?

Observó, por encima del parapeto de piedra, los rostros borrosos y sonrosados de los dos hombres que cruzaban el río y se perdían de vista en la tarde gris.

5

Kelso pagó los dos rublos en la estación de metro de Borovitskaya, recogió la ficha de plástico y descendió agradecido a las entrañas de Moscú. A la entrada de la plataforma de los trenes hacia el norte, se volvió en la escalera mecánica para ver si Mamantov lo seguía, pero no vio ni rastro de éste entre las caras exhaustas.

Era una idea estúpida —intentó reírse de su paranoia— y se volvió hacia las penumbras que lo acogían y las tibias bocanadas de grasa y electricidad. Casi en el acto, unos faros amarillentos aparecieron sobre las vías tras una curva provocando ráfagas de aire. Kelso se dejó llevar hasta el vagón por los empujones del gentío. Había cierta extraña comodidad en esa multitud monótona y silenciosa. Se cogió a la barra de metal y se balanceó con el resto de los pasajeros mientras se internaban en el túnel.

No habían avanzado mucho cuando de repente el tren disminuyó la velocidad y se detuvo. Se trataba de una amenaza de bomba en la siguiente estación; la Milicia tenía que registrarla, de modo que los pasajeros se sentaron en la semipenumbra. Nadie hablaba, sólo se oían las toses ocasionales mientras la tensión subía imperceptiblemente.

Kelso miró su imagen en el cristal oscuro. Tenía que reconocer que estaba nervioso. No podía evitar sentir que acababa de ponerse en alguna clase de peligro, que hablar con Mamantov del cuaderno había sido un error irresponsable. ¿Qué había dicho el ruso? ¿Que era algo por lo que valía la pena «morir»?

Al cabo de un rato, cuando las luces parpadearon y el tren se puso otra vez en marcha, fue un alivio retomar el ritmo tranquilizador de la normalidad.

Cuando emergió a la superficie ya eran las cuatro. En el cielo occidental, rozando apenas la copa de los árboles que bordeaban el zoológico, el sol asomaba por un grieta amarilla entre las nubes. Faltaba poco más de una hora para el crepúsculo invernal. Kelso debía darse prisa. Plegó el mapa y lo hizo girar para que la estación de metro quedara a su derecha. Al otro lado de la calle estaba la entrada al zoológico —rocas rojas, una cascada, una torre de cuento de hadas— y, un poco más lejos, la terraza de un bar, cerrada por la época, con las mesas de plástico apiladas y las sombrillas plegadas. Se oía el ruido del tráfico que circulaba por la avenida de Circunvalación a unos doscientos metros. Tenía que cruzarla, girar a la izquierda, después a la derecha y ahí debía estar. Se guardó el mapa en el bolsillo, cogió el bolso y subió por la cuesta de adoquines que llevaba al amplio cruce.

Diez carriles de coches formaban un río de luz y acero que avanzaba despacio. Los cruzó en una curva pronunciada y de pronto se encontró con el Moscú diplomático: calles anchas, casas lujosas, abedules viejos que desprendían hojas secas sobre coches negros y bri- llantes. No había mucha vida. Pasó un hombre de cabello plateado paseando un caniche y una mujer con botas verdes de goma que asomaban absurdas por debajo de su túnica musulmana. Detrás de las cortinas de gasa de las ventanas, de vez en cuando veía el resplandor amarillo de una araña. Se detuvo en la esquina de la calle Vspolni y echó un vistazo. Un coche de la Milicia avanzaba muy despacio hacia él y se alejó hacia la derecha. La calle estaba desierta.

Localizó la casa enseguida, pero quería orientarse y ver si había alguien por los alrededores, de modo que pasó por delante y siguió andando hasta el final de la calle para volver por la otra acera. «Había una luna turca y una estrella roja. Y el lugar estaba protegido por esos demonios de cara ennegrecida…» De pronto comprendió a qué se refería el anciano. Una luna turca y una estrella roja: tenía que ser una bandera, una bandera musulmana. ¿Y las caras pintadas de negro? El lugar tenía que ser una embajada… era demasiado grande para ser otra cosa, una embajada de un país musulmán quizá del norte de África. Seguramente tenía razón. Era un edificio grande, de eso no había dudas, imponente y feo, de piedra clara que le daba un aire de bunker. Tenía unos treinta y cinco metros de fachada. Kelso contó trece pares de ventanas. Sobre la enorme entrada había un balcón de hierro con puertas dobles. No había ninguna placa ni bandera. Había sido una embajada, y ahora estaba abandonada, sin vida.

Cruzó la calle, se acercó al caserón y pasó las manos por las ásperas piedras de la fachada. Se puso de puntillas y trató de mirar por las ventanas. Pero estaban demasiado altas, y, además, la ubicua tela metálica impedía ver nada. Kelso se dio por vencido y giró en la esquina siguiendo la fachada. La casa continuaba también por esa calle. Otras trece ventanas y ninguna puerta, otros treinta metros de mampostería… enorme, inexpugnable. Donde acababa la fachada, empezaba un muro de la misma piedra, de unos tres metros de altura, con unas puertas de madera tachonadas de hierro en medio, cerradas. El muro continuaba — primero calle abajo, después por la avenida de Circunvalación y por último por un callejón estrecho que formaba el cuarto lado del terreno de la propiedad—. Kelso, mientras daba la vuelta, comprendió por qué la había elegido Beria y por qué sus enemigos habían decidido que el único lugar para capturarlo era el Kremlin. De haberse refugiado en esa fortaleza, habría podido resistir un asedio.

En las casas vecinas, a medida que la tarde se sumía en el crepúsculo, empezaban a encender las luces. Pero la casa de Beria seguía siendo un cuadrado oscuro, el sitio donde se reunieran las sombras. Oyó que cerraban la puerta de un coche y volvió a la esquina de la calle Vspolni. Mientras estaba en la parte trasera de la casa, una furgoneta pequeña había aparcado delante de la fachada.

Kelso se acercó al vehículo.

Era una furgoneta rusa, blanca, sin identificación, vacía. Acababan de parar el motor, que rechinaba mientras se enfriaba. Al llegar a la altura de la puerta de la casa, vio que estaba entreabierta. Volvió a dudar y miró a ambos lados de la silenciosa calle. Se acercó, asomó la cabeza por la rendija y saludó.

El saludo retumbó en el vestíbulo vacío. Había una luz tenue y azulada, pero desde allí vio que el suelo era de baldosas blancas y negras. A su izquierda había una escalera ancha. La casa olía a polvo rancio y alfombras viejas y había un silencio denso, como si hiciera meses que estaba cerrada. Empujó la puerta, que acabó de abrirse, y entró.

Volvió a saludar.

Tenía dos alternativas: o se quedaba en la puerta o entraba. Eligió esta última. De inmediato, como un ratón de laboratorio en un laberinto, vio que las opciones se multiplicaban. Podía quedarse donde estaba, cruzar una puerta a la izquierda, subir por la escalera, entrar en un pasillo que se perdía en la oscuridad, al otro lado de la escalera, o elegir alguna de las tres puertas que había a la derecha. Por un instante, el peso de la elección lo paralizó. Como la escalera estaba justo delante, parecía el camino más evidente… y quizá inconscientemente también prefería la ventaja de la altura, estar por encima de quienquiera que estuviese en la planta baja o, al menos, estar igualados si ya habían subido.

La escalera era de piedra. Kelso llevaba unas botas de ante que se había comprado en Oxford hacía unos años, y, por muy silenciosamente que intentase caminar, sus pasos sonaban como tiros. Mejor. Él no era ningún ladrón y para hacer hincapié volvió a gritar:

—Pree-viet! Kto tam? ¡Hola! ¿Hay alguien?

La escalera giraba a la derecha, desde donde tenía una vista panorámica de todo el hueco azul oscuro del vestíbulo, que perforaba un rayo azul más claro que entraba por la puerta abierta. Llegó al descansillo de arriba, que daba a un corredor ancho que se extendía a la derecha y a la izquierda hasta perderse en una penumbra de Rembrandt. Había una puerta justo delante. Trató de orientarse. Tenía que ser la de la habitación que había sobre la entrada, la del balcón de hierro. ¿Qué era? ¿Un salón de baile? ¿El dormitorio principal? El suelo del corredor era de parquet y le recordó la descripción de Rapava de las huellas de los pies de Beria sobre la madera lustrosa mientras se apresuraba a atender la llamada de Malenkov.

Kelso abrió la pesada puerta y el aire encerrado lo golpeó en la cara. Tuvo que llevarse la mano a la boca y la nariz para no sentir náuseas. El hedor que invadía toda la casa parecía tener ahí su origen. Era una habitación grande y desnuda, iluminada por tres ventanas altas y alargadas, cubiertas con cortinas grises y transparentes. Se acercó a ellas. El suelo parecía lleno de diminutas cascarillas negras. Su idea era correr la cortina para ver qué pisaba. Pero en cuanto sus manos tocaron el áspero nailon, la tela se desgarró y una lluvia de gránulos negros le cayó sobre la mano y la nuca. Volvió a mover la cortina y la lluvia se convirtió en una cascada, una catarata de insectos muertos. Miles de insectos habrían nacido y muerto ahí dentro durante el verano, atrapados en esa habitación sin ventilar. Tenían un olor rancio y ácido. Se le habían metido entre el cabello y al caminar los sintió crujir. Retrocedió agitando la cabeza y sacudiéndose enloquecido el pelo.

—Kto idyot? ¿Hay alguien allí arriba? —gritó un hombre en el vestíbulo.

Kelso sabía que debía contestar. ¿Qué mejor prueba de sus irreprochables intenciones, de su inocencia, que salir inmediatamente al descansillo, identificarse y disculparse? Lo sentía mucho. La puerta estaba abierta. Era una casa antigua muy interesante. Él era historiador. La curiosidad era una característica suya. Y, además, era evidente que no había nada que robar. De verdad lo lamentaba…

Podía haberlo hecho. Tenía esa alternativa. Pero no dijo nada. Se limitó a no hacer nada, que era una forma de elegir. Se quedó allí, en la vieja habitación de Lavrenti Beria, helado e inmóvil; y escuchó. A cada segundo que pasaba, su oportunidad de hablar para salir de la casa disminuía. El hombre empezó a subir por la escalera. Recorrió siete escalones —Kelso los contó—, se detuvo y se quedó quieto, quizá durante un minuto.

Después volvió a bajar, cruzó el vestíbulo y cerró la puerta de entrada.

En ese momento Kelso se acercó a la ventana. Vio que podía mirar hacia la calle sin tocar la cortina, apoyando la mejilla contra la pared y espiando por el borde del nailon sucio. Desde ese ángulo oblicuo vio a un hombre de uniforme negro en la acera, de pie junto a la furgoneta con una linterna en la mano, que levantaba la mirada y escudriñaba la casa. Era cuadrado y simiesco, con brazos demasiado largos. De repente, Kelso vio una cara estúpida y brutal que lo miraba directamente y retrocedió. Cuando se atrevió a volver a mirar abajo, el hombre estaba agachado abriendo la puerta del conductor. Arrojó la linterna dentro y subió. Puso en marcha el motor y la furgoneta se alejó.

Kelso le dio treinta segundos y corrió escaleras abajo. Estaba encerrado. No podía creerlo. Lo absurdo del aprieto casi le daba risa… ¡estaba encerrado en la casa de Beria! La puerta de entrada era enorme, con una gran bola de hierro por pomo y una cerradura del ta- maño de una guía telefónica. La probó sin esperanzas y miró alrededor. ¿Y si había una alarma? En la oscuridad no se veía nada en las paredes, pero lo más probable era que se tratara de algún sistema antiguo que, más que por haces de luz, funcionara a presión. La mera idea lo paralizó.

Lo que volvió a ponerlo en marcha fue darse cuenta de que cada vez estaba más oscuro y que, si no encontraba una forma de escapar en ese momento, se quedaría encerrado toda la noche en medio de la negrura. Había un interruptor al lado de la puerta pero no se atrevió a tocarlo: era evidente que el guardia había oído algo y a lo mejor volvía a pasar para echar otro vistazo. De todas formas, algo en el silencio del lugar, en la absoluta falta de vida, lo convenció de que estaban in- terrumpidos todos los suministros, de que la casa estaba abandonada. Trató de recordar la descripción que Rapava le había hecho del lugar cuando tuvo que entrar a atender la llamada de Malenkov: algo que parecía estar en una galería, cruzó la sala de guardia, pasó por una cocina y entró en el vestíbulo.

Kelso se internó en la oscuridad del pasillo que había detrás de la escalera, palpando la pared con la mano izquierda. El frío yeso era liso. La primera puerta que encontró estaba cerrada. La segunda no; sintió una bocanada de aire fresco y percibió un desnivel, una bajada, seguramente a una bodega, y cerró deprisa. La ter* cera se abrió a un pálido resplandor azul de superficies metálicas y un débil olor a comida rancia. La cuarta estaba al final, justo delante, y daba a una habitación que supuso había servido de sala para la guardia de Beria.

A diferencia del resto de la casa, que estaba completamente desnuda, allí había muebles: una mesa de madera, una silla, un viejo aparador y algunos rastros de vida. Un ejemplar de Pravda —apenas se veía la típica cabecera—, un cuchillo de cocina, un cenicero. Tocó la mesa y palpó migas de pan. Una luz tenue se filtraba por un par de pequeñas ventanas entre las cuales había una puerta, también cerrada. Volvió a mirar las ventanas, demasiado estrechas para pasar. Respiró hondo. Algunas costumbres son internacionales, ¿no? Pasó la mano por el alféizar, a la derecha de la puerta, y allí encontró la llave. Giró sin problemas en la cerradura.

Al abrir la puerta, quitó la llave, y, todo un detalle por su parte, pensó, volvió a dejarla en el alféizar.

Salió a una galería estrecha, de dos metros de ancho, con un suelo de madera gastado y una barandilla rota. Se oía ruido de tráfico al fondo del jardín y el laborioso gemido de la turbina de un avión que se dirigía a aterrizar en el aeropuerto Sheremetevo. El aire era fresco y olía a leña ardiendo. En el cielo quedaban los últimos rastros de luz del día.

Kelso supuso que el jardín estaría tan abandonado como la casa. Hacía meses que nadie lo cuidaba. A la izquierda había un invernadero ornamentado con una chimenea de hierro, parcialmente cubierto por enredaderas. A la derecha, un matorral desparejo de arbustos verde oscuro. Más adelante estaban los árboles. Kelso bajó de la galería y avanzó por un colchón de hojas que cubría la hierba. La brisa las agitaba y levantaba algunas que formaban remolinos hacia la casa. Kelso pateó los montículos en dirección a un huerto de cerezos, según vio a medida que se acercaba. Árboles grandes y antiguos, de unos seis metros de altura, al menos unos cien. Parecía una escena de Chéjov. De pronto se detuvo. La tierra bajo los árboles estaba plana y pareja, salvo en un lugar. En la base de un árbol, cerca de un banco de piedra, había un trozo negro, más oscuro que las sombras de alrededor. Frunció el entrecejo. ¿No se lo estaba imaginando todo?

Se arrodilló y lentamente hundió las manos entre las hojas. Las de arriba estaban secas, pero las otras estaban húmedas y quebradizas. Las apartó y percibió un olor intenso a tierra mojada… la tierra negra y fragante de la Madre Rusia.

«No lo hagas muy ancho. No es una tumba. Estás trabajando más de lo necesario…»

Quitó las hojas de una superficie de un metro cuadrado y, aunque no se veía mucho, vio y palpó lo suficiente. Habían quitado la hierba y cavado un agujero. Después habían vuelto a taparlo e intentado colocar los terrones de hierba en su posición original. Aunque algunos no acababan de encajar y quedaban como piezas superpuestas sobre el borde del agujero, lo que daba como resultado una especie de rompecabezas confuso y embarrado. Lo habían hecho con prisas, pensó Kelso, y hacía poco, incluso ese mismo día. Se enderezó y se sacudió las hojas húmedas del abrigo.

«¿Siente toda la fuerza del camarada Stalin incluso desde la tumba…?»

Al otro lado del muro se oía el ruido del tráfico de la amplia carretera. La normalidad parecía al alcance de la mano. Barrió unas hojas con el pie para cubrir la cicatriz de la tierra, cogió el bolso y avanzó a trompicones por el cerezal hacia el fondo del jardín, hacia los sonidos que indicaban vida. Tenía que salir de allí. No le importaba reconocerlo: estaba nervioso. Los cerezos llegaban casi hasta la tapia que se elevaba lisa delante, como la cerca de una cárcel victoriana. No había manera de escalarla.

Un estrecho sendero negro discurría junto a la pared, hacia la izquierda. Kelso lo siguió hasta el extremo, donde giraba y volvía a llevarlo hacia la casa. A medio camino vio una sombra alargada, la puerta del jardín que había visto desde la calle, pero hasta ella estaba cubierta de maleza y tuvo que retirar los tallos trepadores de una enredadera para poder llegar. Estaba cerrada y, probablemente, la cerradura oxidada. El picaporte de hierro seguramente ni se movía. Chasqueó el encendedor y lo acercó para ver mejor. La puerta era sólida, pero el marco parecía endeble. Retrocedió y lanzó una patada, en vano. Volvió a probar… imposible.

Volvió atrás por el sendero. Estaba a unos treinta metros de la casa, desde donde se veía claramente la silueta del tejado con una antena y una chimenea alta con una parabólica sujeta a ella. Era demasiado grande para ser de un televisor doméstico.

Mientras miraba distraído la parabólica, atisbo una luz en una ventana de arriba. Desapareció tan deprisa que pensó que seguramente lo había imaginado, así que se dijo que no debía perder la calma, que mejor buscara alguna herramienta para salir de allí. Pero en ese mo- mento volvió a brillar, como el rayo de un faro: tenue, brillante, tenue otra vez… como si alguien sostuviera una linterna potente y la hiciera girar en sentido contrario a las agujas del reloj, primero hacia la ventana y luego otra vez hacia la negrura de la habitación.

El desconfiado vigilante había vuelto.

—¡Dios! —Kelso apretó los labios con tanta fuerza que casi no pudo pronunciar la palabra—. ¡Dios mío, Dios mío!

Corrió por el sendero hacia el invernadero. La puerta desvencijada se abrió lo justo para que pudiera pasar. Dentro, por culpa de las enredaderas, estaba más oscuro aún. Mesas de caballete, una vieja cesta, semilleros vacíos, macetas de terracota… nada, nada de nada. Avanzó a tumbos por un pasillo estrecho, unas hojas le rozaron la cara y después chocó con un objeto de metal. Una vieja y aparatosa cocina económica de hierro forjado, junto a la cual estaban los utensilios ti- rados: pala, cubo para el carbón, atizador… ¡Un atizador!

Regresó por el sendero y metió el atizador en la grieta que había entre la puerta del jardín y el marco, justo sobre la cerradura. Hizo palanca y oyó un crujido. El atizador se aflojó. Volvió a meterlo y a hacer fuerza otra vez. Otro crujido. Siguió hacia abajo; el marco empezaba a astillarse.

Retrocedió unos pasos, corrió contra la puerta y la embistió con el hombro… y una fuerza que parecía más allá de lo físico, una especie de fusión entre la voluntad, el miedo y la imaginación le permitió traspasar la puerta y salir del jardín a la silenciosa calle vacía.

6

Esa noche a las seis, el comandante Feliks Suvorin, acompañado de su ayudante, el teniente Vissari Netto, presentó un informe de los acontecimientos del día a su mando inmediato superior, el jefe de la Dirección RT, coronel Yuri Arseniev.

La atmósfera, como siempre, era informal. Arseniev estaba despatarrado y medio dormido detrás de su escritorio, sobre el que había un mapa de Moscú y un radiocasete. Suvorin, reclinado en el sofá junto a la ventana, fumaba en pipa. Netto se ocupaba del aparato.

—La primera voz que oirá, coronel —decía Netto a Arseniev—, es la de madame Mamantov.

Pulsó el PLAY.

«—¿Quién llama?

»—Christopher Kelso. ¿Puedo hablar con el camarada Mamantov?

»—¿Quién llama?

»—Ya se lo he dicho, me llamo Kelso. Estoy en un teléfono público y es urgente.

»—Sí, ¿pero quién llama?»

Netto pulsó PAUSA.

—Pobre Ludmilla Fedorova —dijo Arseniev con tristeza—. ¿La conoces, Feliks? Yo la conocí en la Lubianka. ¡Oh, qué mujer! Un cuerpo como una pagoda, una mente de lo más aguda y una lengua pareja, muy afilada.

—Ya no, al menos la mente —dijo Suvorin.

—La siguiente voz le resultará más familiar, coronel —explicó Netto.

PLAY.

«—Soy Mamantov. ¿Quién es usted?

»—Kelso. El doctor Kelso. ¿Se acuerda de mí?

»—Sí, me acuerdo. ¿Qué quiere?

»—Verlo.

»—¿Y por qué voy a querer verlo yo después de toda esa mierda que escribió?

»—Quiero hacerle unas preguntas.

»—¿Sobre?

»—Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin.

»—Cállese.

»—¿Qué?

»—Le dije que se callara. Estoy pensando. ¿Dónde está?

»—Cerca del edificio del Intourist, en la calle Mojavaya.

»—Está cerca. Será mejor que venga.»

STOP.

—Ponlo otra vez —ordenó Arseniev—. La parte de Ludmilla no, la última.

Suvorin, por el cristal blindado de detrás de Arseniev, vio las luces de las oficinas que se reflejaban ondulantes en el lago ornamental de Yasenevo, y el enorme busto de Lenin iluminado. Detrás, casi invisible a esa hora, la línea oscura del bosque, con el perfil recortado contra el cielo crepuscular. Un par de faros titilaron entre los árboles y desaparecieron. Una patrulla de vigilancia, pensó Suvorin, reprimiendo un bostezo. Le alegraba que Netto se ocupara de la conversación. Había que darle una oportunidad al muchacho…

«Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin…»

—Me cago en la puta —dijo Arseniev en voz baja; la cara fofa se le había puesto tensa.

—La llamada la efectuó ese individuo esta tarde a las catorce y catorce —continuó Netto, sosteniendo dos delgadas carpetas de color crema—. Christopher Richard Andrew Kelso, alias Chiripa.

—Vaya, esto sí está bien —dijo Suvorin, que no había visto la foto. Todavía estaba húmeda del cuarto oscuro y apestaba a trisulfato de sodio—. ¿Dónde se la han hecho?

—Tercer piso, patio interior, frente a la entrada de la escalera de Mamantov.

—¿Qué? ¿Ahora podemos permitirnos un apartamento en la Casa del Terraplén? —gruñó Arseniev.

—Está vacío. No nos cuesta ni un rublo.

—¿Cuánto tiempo estuvo?

—Llegó a las catorce treinta y dos, coronel, y se marchó a las quince y diez. Se encomendó a uno de nuestros agentes, el teniente Bunin, seguirlo. Kelso cogió el metro en Borovitskaia, aquí, cambió una vez y salió en Krasnopresnenskaia y se dirigió hasta esta casa —Netto volvió a señalar el mapa—, en la calle Vspolni. Una propiedad abandonada. Entró ilegalmente y estuvo cuarenta y cinco minutos dentro. Lo último que sabemos es que se marchó a pie por la avenida de Circunvalación en dirección sur. Hace diez minutos.

—¿Qué quiere decir exactamente Chiripa?

—Golpe de suerte, coronel —respondió Netto—. Un golpe de suerte inesperado.

—¿Sergo? ¿Dónde está ese maldito café? —Arseniev, enormemente gordo, tenía la costumbre de dormirse si no tomaba cafeína cada hora.

—Ahora mismo, Yuri Semonovich —respondió una voz por el intercomunicador.

—Los padres de Kelso tenían más de cuarenta años, señor, cuando él nació.

Arseniev miró a Vissari Netto con unos ojos pequeños y asombrados.

—¡Y qué me importan sus padres!

—Bueno… —El joven se encogió y se quedó callado cuando intervino Suvorin.

—Kelso nació de chiripa —dijo Suvorin—. Es una broma.

—¿Y dónde está la gracia? —Los salvó la entrada del asistente de Arseniev con el café. La taza azul tenía la leyenda i LOVE NEW YORK y Arseniev la levantó como si brindara por ellos—. Bueno, hábleme de mister Chiripa —dijo desde el borde de la taza, mirándolos a través del humo.

—Nació en Wimbledon, Inglaterra, en 1954 —leyó Netto de una carpeta.

Buen trabajo, pensó Suvorin, reunir toda esta información en el transcurso de una tarde. El chico era aplicado; no se podía decir que le faltara ambición.

—El padre, un típico pequeño burgués, empleado de un bufete de abogados; tres hermanas, todas mayores; educación corriente; en el setenta y tres, beca para estudiar historia en Cambridge, matrícula de honor en el setenta y seis…

Suvorin ya había echado un vistazo a todo eso, el expediente desenterrado del Registro, un par de recortes de periódico, el artículo del Who's Who?, y ahora trataba de hacer cuadrar la biografía con la foto de una figura en gabardina que salía de un apartamento. El grano de la ampliación le daba un agradable aspecto años cincuenta: un hombre mirando al otro lado de la calle con un cigarrillo en la boca, con pinta de un actor francés ligeramente cutre que interpretara a un policía dudoso. Chiripa. ¿Un apodo tenía éxito porque le sentaba al personaje, o era el personaje que, inconscientemente, se desarrollaba de acuerdo al nombre? Chiripa, el adolescente malcriado y holgazán adorado por todas las mujeres de la familia que asombraba a sus profesores consiguiendo una beca para Cambridge. Chiripa, ese estudiante juerguista que al cabo de tres años y sin aparente esfuerzo saca las mejores notas del año. Chiripa, que acababa de aparecer en el umbral de la casa de uno de los hombres más peligrosos de Moscú… aunque, claro, como extranjero seguro que se sentía invulnerable. Sí, había que tener cuidado con ese Chiripa…

—… beca en Harvard, 1978; ingresa en la Universidad de Moscú en el plan Estudiantes por la Paz, 1980; contactos con disidentes… véase anexo A… que obligan a catalogarlo de «conservador y reaccionario» en lugar de «liberal burgués»; lee la tesis doctoral en 1984: El poder en el campo: el campesinado de la Región del Volga, 1917-1922; profesor de historia moderna, Oxford, hasta 1994; actualmente vive en Nueva York; autor de La historia de Oxford en Europa Oriental, 1945-1987; Vortex: el colapso del Imperio Soviético, publicado en 1993; numerosos artículos…

—Ya está bien, Netto —dijo Arseniev levantando la mano—. Se hace tarde. ¿Nos acercamos alguna vez a él? —Esta última pregunta iba dirigida a Suvorin.

—Dos veces —respondió éste—. Una vez en la universidad, en 1980, y otra en Moscú, en 1991, cuando tratamos de convencerlo de la democracia y la nueva Rusia.

—¿Y…?

—Por lo que dicen los informes, creo que se nos rió en la cara.

—¿Es un gran defensor de Occidente?

—No creo. Escribió un artículo para el New Yorker, está en el expediente, en el que describía cómo la CÍA y el SIS trataron de ficharlo. En realidad es un tipo bastante raro.

Arseniev frunció el entrecejo. Estaba en contra de la publicidad, fuera del bando que fuese.

—¿Mujer? ¿Hijos?

Netto intervino otra vez.

—Se casó tres veces. —Echó una mirada a Suvorin y éste le indicó que prosiguiera. Prefería pasar a segundo plano—. Primero, en su época de estudiante, con Katherine Jane Owen; el matrimonio se disolvió en 1979. Se casó por segunda vez con Irina Mijailovna Pugacheva en el ochenta y uno…

—¿Se casó con una rusa?

—Ucraniana. Sin duda un matrimonio de conveniencia. La habían expulsado de la universidad por actividades antisoviéticas. Es el comienzo de los contactos de Kelso con los disidentes. A ella le dieron un visado en 1984.

—¿Nosotros nos ocupamos de impedirle la entrada en Inglaterra durante tres años?

—No, coronel, fueron los británicos. Cuando la dejaron entrar, Kelso ya vivía con una de sus alumnas, una becaria norteamericana. El matrimonio con Pugacheva se disolvió en 1985. Ahora está casada con un ortodoncista de Glamorgan. Hay un expediente sobre ella pero no lo he…

—Mejor —interrumpió Arseniev—, si no nos ahogaremos en papel. ¿Y el tercer matrimonio? —Le guiñó un ojo a Suvorin—. ¡Un auténtico Romeo!

—Margaret Madeline Lodge, una estudiante norteamericana…

—¿La becaria?

—No, ésta es otra becaria. Se casó con ella en 1986 y se separaron el año pasado.

—¿Hijos?

—Dos varones. Viven con la madre en Nueva York.

—Uno no puede menos que admirar a este tipo —comentó Arseniev, que, a pesar de su gordura, tenía una amante en Apoyo Técnico. Observó la foto con cara de admiración—. ¿Qué está haciendo en Moscú?

—El Rosarjiv ha organizado un congreso para investigadores extranjeros —dijo Netto.

—¿Feliks?

El comandante Suvorin tenía las piernas cruzadas y balanceaba la izquierda, con los codos apoyados contra el respaldo del sofá. Llevaba la guerrera desabrochada, con un estilo tranquilo, confiado, americanizado. Dio una calada a la pipa antes de hablar.

—Es evidente que las palabras utilizadas en la conversación telefónica son ambiguas. Se podría deducir que Mamantov tiene el cuaderno y que el historiador desea verlo; o que lo tiene el historiador o ha oído hablar de él y quiere comprobar algunos detalles con Ma- mantov. Sea como sea, Mamantov está al corriente de nuestra vigilancia, por eso corta en seco la conversación. Vissari, ¿sabemos cuándo tiene que irse Kelso de la Federación?

—Mañana al mediodía —respondió Netto—. Vuelo de Delta a las trece y treinta, del aeropuerto Shere-metevo-2 al John Fitzgerald Kennedy. Tiene el asiento reservado y confirmado.

—Sugiero que demos órdenes de que Kelso sea registrado antes de salir —dijo Suvorin—. Que lo desnuden si hace falta… aunque se demore la salida del avión, bajo la sospecha de exportar material histórico o de interés cultural. Si se ha llevado algo de la casa de la calle Vspolni, podemos quitárselo. Mientras tanto, mantengamos la vigilancia de Mamantov.

Sonó el intercomunicador en el escritorio de Arseniev.

—Hay una llamada para Vissari Petrovich —anunció la voz de Sergo.

—Muy bien. Netto, atiéndela fuera, en la otra oficina. —Arseniev, cuando el joven cerró la puerta, le comentó a Suvorin—: Es eficiente el cabroncete, ¿no?

—Bastante inofensivo, Yuri. Sólo es un chico aplicado.

Arseniev gruñó y respiró dos bocanadas del inhalador. Se aflojó un poco el cinturón y dejó que la tripa se combara hacia el escritorio. La gordura del coronel era una especie de camuflaje, una malla fofa y llena de hoyuelos sobre una mente aguda, de modo que los peligros que hombres más esbeltos no habían logrado atravesar, Arseniev los había sorteado sano y salvo con un pato gordo: la guerra fría (jefe del KGB, residente en Canberra y Ottawa), la glasnost, el fallido golpe y la desintegración del servicio entre otras cosas, debajo de esa capa protectora de grasa, hasta que ahora, al fin, estaba en la recta final: a un año de la jubilación, con dacha, amante, pensión, por lo que el resto del mundo podía irse a hacer puñetas colectivamente. A Suvorin le caía bastante bien.

—Bueno, Feliks, ¿qué piensas?

—El objetivo de la operación Mamantov —respondió Suvorin con cautela— es descubrir cómo desaparecieron de los fondos del KGB quinientos millones de rublos, dónde los escondió Mamantov, y cómo se emplea ese dinero para financiar a la oposición antidemocrática. Ya sabemos que mantiene esa basura rojo-fascista…

—Aurora…

—Aurora… Si ahora resulta que también lo gasta en armas, me interesa. Si está comprando objetos de Stalin, o vendiendo… bueno, es repugnante, pero…

—No se trata de cualquier objeto, Feliks. Es sabido que había un expediente sobre ese diario… era una de «las leyendas de la Lubianka».

La primera reacción de Suvorin fue reírse. El viejo no hablaba en serio, ¿no? ¿Un diario de Stalin? Pero al ver la expresión en el rostro de Arseniev disimuló la risa con una tos.

—Lo siento, Yuri Semonovich… perdóneme… Si usted se lo toma en serio, entonces yo también lo haré.

—¿Tendrías la amabilidad de poner otra vez esa cinta, Feliks? Nunca entenderé estas malditas máquinas.

Suvorin se levantó del sofá y volvieron a escucharla juntos, mientras Arseniev respiraba pesadamente y se pellizcaba el cuello, como solía hacer siempre que olfateaba problemas.

«Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin…»

Seguían inclinados sobre el casete cuando Netto volvió a entrar sigilosamente, más pálido de lo habitual, y anunció que tenía malas noticias. Feliks Stepanovich Suvorin, con Netto detrás, regresó con el entrecejo fruncido a su oficina. Había una buena caminata desde las oficinas de los directores, en la parte oeste del edificio, hasta el bloque operativo del este, y, en el trayecto, al menos diez personas debieron de saludarlo con la cabeza y sonreírle, porque en los corredores de Yasenevo, de diseño escandinavo, madera y baldosas blancas, el comandante era el chico de oro, el hombre de futuro. Hablaba inglés con acento america- no, estaba suscrito a las revistas americanas importantes y tenía una colección de jazz moderno, que escuchaba en compañía de su mujer, la hija de uno de los asesores económicos más liberales del presidente. Hasta su ropa era americana —la camisa de cuello con botones, la corbata rayada, la chaqueta marrón de sport—, un legado de los años pasados en Washington como agente del KGB.

Se notaba que pensaban «¡Mira a Feliks Stepanovich…!» embutidos en sus abrigos de invierno, mientras pasaban presurosos a su lado para coger el autobús a casa. Mira, lo han puesto de número dos de ese viejo veterano gordo, Arseniev, listo para hacerse cargo de un puesto de director a los treinta y ocho años. Y no de cualquier dirección, no, sino de una RT, ¡una de las más secretas de todas!, autorizada para llevar a cabo operaciones de inteligencia extranjera en territorio ruso. Míralo, el hombre del futuro, cómo regresa corriendo a su despacho para trabajar, mientras todos nos vamos a casa a pasar la noche…

—¡Buenas tardes, Feliks Stepanovich!

—¡Adiós, Feliks! ¡Ánimo!

—¡Ya veo que trabajando otra vez hasta tarde, camarada comandante!

Suvorin sonreía a medias y saludaba con un gesto distraído con la pipa, preocupado.

Los detalles, como se los había transmitido Netto, eran escasos pero elocuentes. Chiripa Kelso se había marchado del apartamento de Mamantov a las quince siete. Suvorin también había abandonado el lugar pocos minutos después. A la quince veintidós, Ludmilla Fedorova Mamantova salió del apartamento acompañada del guardaespaldas Viktor Bubka para dar el paseo habitual de la tarde hasta el parque Bolotnaya (dado su estado de confusión, siempre tenía que estar acompañada). Como sólo había un hombre de guardia, no los siguió.

No volvieron.

Poco después de las diecisiete horas, un vecino del apartamento debajo del de los Mamantov informó que no paraba de oír gritos histéricos. Llamaron al portero, que logró abrir con dificultad la puerta del apartamento y se encontró a madame Mamantova sola, en ropa interior, encerrada dentro de un armario. No obstante, se las había arreglado para hacer un agujero a patadas, descalza. La habían trasladado a la Policlínica Diplomática en un estado de profunda alteración. Tenía los dos tobillos rotos.

—Seguro que era el plan de escape de emergencia —dijo Suvorin al llegar a su despacho—. Es evidente que lo tenía pensado desde hacía mucho, hasta el punto de establecer una rutina para su esposa. La pregunta es cuál era la emergencia.

Apretó el interruptor, unos tubos de neón parpadearon y se encendieron. Las oficinas de los directores tenían vistas al lago y a los árboles, mientras que la de Suvorin daba al norte, a la avenida de Circunvalación de Moscú y a esos bloques de viviendas oficiales cua- drados y enormes. Suvorin se dejó caer en el sillón, cogió la tabaquera y puso los pies sobre el alféizar de la ventana. Vio la imagen de Netto en el cristal, que entraba y cerraba la puerta. Arseniev le había dado una reprimenda, que en realidad no era justa. Si alguien tenía la culpa era Suvorin, por mandar a Bunin tras Kelso.

—¿Cuántos hombres tenemos en este momento en el apartamento de Mamantov?

—Dos, comandante.

—Divídalos; que uno vaya a la policlínica para vigilar a la esposa y el otro se quede allí. Que Bunin no se separe de Kelso. ¿En qué hotel está?

—En el Ucrania.

—De acuerdo. Si Kelso va por la avenida de Circunvalación hacia el sur, seguramente estará volviendo. Llama a Gromov a la Decimosexta y dile que queremos que intervenga todas las llamadas de Kelso. Te dirá que no tiene recursos. Mándalo a Arseniev. Ten listos los papeles de autorización en mi escritorio dentro de quince minutos.

—Sí, comandante.

—Déjame la Décima a mí.

—¿La Décima, comandante? —La Décima era la sección de archivos.

—Según el coronel, tendría que haber un expediente sobre el diario de Stalin. —¡La mismísima leyenda de la Lubianka!— Tendré que inventarme alguna excusa para verlo. Entérate de qué es exactamente esa casa de la calle Vspolni. ¡Vaya, necesitamos más hombres! — Suvorin dio un golpe de frustración sobre el escritorio—. ¿Dónde está Kolosov?

—Se marchó ayer a Suiza.

—¿No hay nadie más por aquí? ¿Barsukov?

—Está en Ivanovo con sus alemanes. Suvorin lanzó un gruñido. Esta operación vivía del aire, ése era el problema. No tenía nombre ni presupuesto. Técnicamente, ni siquiera era legal.

Netto escribía deprisa.

—¿Qué quiere hacer con Kelso?

—Sólo seguir vigilándolo.

—¿No quiere que lo cojamos?

—¿Para qué exactamente? ¿Y adonde lo llevaríamos? No tenemos celdas. No tenemos bases legales para practicar detenciones. ¿Cuánto hace que ha desaparecido Mamantov?

—Tres horas, comandante. Lo siento, pero yo… —Netto parecía a punto de llorar.

—Olvídalo, Vissi. No es culpa tuya. —Sonrió a la imagen del muchacho—. Mamantov ya conocía esos trucos cuando todavía no habíamos nacido. Tarde o temprano lo encontraremos —añadió con una seguridad que no sentía—. Ahora vete. Tengo que llamar a mi esposa.

Cuando salió Netto, Suvorin sacó la foto de Kelso de la carpeta y la pinchó en el tablero que tenía al lado del escritorio. Ahí estaba él, con montones de cosas que hacer sobre cuestiones realmente importantes —labores de inteligencia económica, biotecnología, fibra óptica—, reducido a preocuparse de si Vladimir Mamantov iba tras el cuaderno de Stalin y por qué. Era absurdo; más que absurdo, vergonzoso. ¿Qué clase de país era ese? Llenó despacio la cazoleta de la pipa y la encendió. Y se quedó sentado durante un minuto, con las manos detrás de la nuca, la pipa entre los dientes y mirando al historiador con expresión de odio.

7

Chiripa Kelso, tumbado de espaldas en su habitación del piso 23 del hotel Ucrania, fumaba un cigarrillo mientras miraba al techo y los dedos de su mano izquierda se curvaban sobre la forma grata y tranquilizadora de una petaca de whisky.

No se había molestado ni en quitarse el abrigo ni en encender la lámpara de la mesilla. Tampoco le hacía falta. Los deslumbrantes tubos fluorescentes que iluminaban el rascacielos gótico estalinista brillaban en la habitación y producían una luz espantosa. A través de la ventana cerrada se oía el ruido del tráfico de primeras horas de la noche sobre la carretera húmeda de debajo.

Una hora melancólica, pensaba, para un extraño en una ciudad extranjera: la noche que caía, una luz quebradiza, la temperatura que bajaba, los empleados que volvían a casa, los hombres de negocios que trataban de alegrarse en los bares de los hoteles.

Tomó otro sorbo de whisky, alargó la mano hacia el cenicero, se lo apoyó sobre el pecho y descargó la ceniza del cigarrillo. No lo habían limpiado muy bien. Pegado al fondo, como un pequeño huevo verde, había un resto de flema de Papú Rapava.

Le había llevado apenas unos minutos, el tiempo de una escapada breve al centro de negocios del hotel Ucrania y de hojear unas guías viejas de Moscú, averiguar que la casa de la calle Vspolni efectivamente había sido la embajada de un país africano. Figuraba debajo de República de Túnez.

Reunió el resto de la información que necesitaba casi enseguida, sentado sobre el borde de la cama dura y estrecha, gracias a una conversación telefónica con el agregado de prensa de la nueva embajada de Túnez con el que fingió un gran interés en el auge del mercado inmobiliario moscovita y en el dibujo exacto de la bandera tunecina.

Según el agregado de prensa, el gobierno soviético le había ofrecido a Túnez la mansión de la calle Vspolni en 1956, con un contrato de arrendamiento renovable cada siete años. En enero, el embajador había recibido la notificación de que no se renovaría el contrato, y en agosto se trasladó la embajada. Y, para serle sincero, señor, no habían lamentado mucho tener que abandonar el edificio, no, especialmente después del lamentable suceso de 1993, en que una cuadrilla de operarios había encontrado doce esqueletos humanos enterrados deba- jo de la acera, víctimas de la represión estalinista. No habían recibido ninguna explicación por el desalojo, pero, como todo el mundo sabía, se estaba privatizando una buena porción de suelo estatal del centro de Moscú que se vendía a inversores extranjeros; algunos estaban haciendo auténticas fortunas.

¿Y la bandera? La bandera de la República de Túnez, caballero, era una luna roja en cuarto creciente y una estrella roja sobre una esfera blanca, todo con un fondo rojo.

«… había una luna turca y una estrella roja…»

La voluta del humo del cigarrillo ascendía en círculos y se deshacía contra el techo polvoriento.

Vaya, todo encajaba perfectamente: la historia de Rapava y Yepishev, la mansión de Beria deshabitada oportunamente, la tierra recién removida y el bar llamado Robotnik.

Se acabó el whisky, apagó la colilla e hizo girar una y otra vez la caja de cerillas en sentido contrario a las agujas del reloj. Sin saber muy bien qué hacer, Kelso bajó a la recepción y cambió el resto de sus cheques de viajero por rublos. Fuera como fuese iba a necesitar dinero en efectivo. Últimamente su tarjeta de crédito no era muy fiable, no había más que recordar el lamentable incidente en la tienda del hotel cuando intentó pagar con ella el whisky.

Creyó ver a alguien que conocía, presumiblemente del simposio, levantó la mano pero ya se había marchado.

En el mostrador de recepción había un cartel: «Todos los huéspedes que deseen efectuar llamadas telefónicas internacionales deben dejar un depósito en efectivo.» Verlo le produjo una nueva punzada de añoranza. Habían sucedido tantas cosas y no tenía a nadie a quien contárselas. Impulsivamente puso un billete de cincuenta dólares y regresó a los ascensores por el vestíbulo repleto.

Tres matrimonios, pensó mientras el ascensor salía disparado hacia arriba. Y tres divorcios en orden ascendente de amargura.

Kate… bueno, Kate apenas contaba, eran estudiantes; la relación estaba condenada al fracaso desde el principio. Hasta su traslado a Nueva York, ella siempre le enviaba tarjetas de Navidad… E Irina… al menos había conseguido el pasaporte, que era, según Kelso siempre había sospechado, lo que de verdad le interesaba. Pero Margaret… pobre Margaret, estaba embarazada cuando se casaron, por eso se había casado él, y poco después del nacimiento del primer niño un segundo ya estaba en camino. De pronto se sorprendió empantanado en una casa de cuatro habitaciones abarrotada, cerca de la carretera de Woodstock: el profesor de historia y la alumna de historia, y, entre ellos, nada de historia. Había durado doce años… tanto como el Tercer Reich, le había dicho Chiripa borracho a un columnista chismoso el día en que se había publicado la petición de divorcio de Margaret. Ella nunca se lo perdonó.

No obstante, era la madre de sus hijos. Maggie. Margaret. Llamaría a la pobre Margaret.

La línea hizo un ruido extraño en cuanto la operadora empezó a marcar el número internacional. ¡Teléfonos rusos!, fue su primera reacción y empezó a sonar el aparato en Nueva York.

—Diga. —La conocida voz sonaba desconocidamente alegre.

—Soy yo.

—Ah. —Desilusión fría. Ni siquiera hostil.

—Lamento estropearte el día. —Quería hacer una broma, pero le salió mal; sonó amargado y lleno de lástima de sí mismo. Volvió a intentarlo—. Llamo de Moscú.

—¿Por qué?

—¿Por qué llamo o por qué llamo desde Moscú?

—¿Has estado bebiendo?

Echó un vistazo a la botella vacía. Había olvidado su capacidad de oler el aliento incluso a seis mil kilómetros de distancia.

—¿Cómo están los niños? ¿Puedo hablar con ellos?

—Son las once de la mañana de un martes. ¿Dónde crees que están?

—¿En el colegio?

—Bravo, papi. —Se rió a pesar de sí misma.

—Oye, lo siento —se disculpó.

—¿Qué, concretamente?

—Lo del dinero del mes pasado.

—De los últimos tres meses.

—Fue un lío del banco.

—Búscate un trabajo, Chiripa.

—¿Como tú, quieres decir?

—Vete a la mierda.

—De acuerdo, me rindo. —Volvió a intentarlo—. Esta mañana he hablado con Adelman. A lo mejor tiene algo para mí.

—Porque sabes que las cosas no pueden seguir así, ¿no?

—Ya sé. Escucha, creo que aquí tengo algo entre manos…

—¿De qué se trata la oferta de Adelman?

—¿Adelman? Ah, dar clases. Pero no me refiero a eso. Puede que tenga algo interesante aquí, en Moscú. Quizá no es nada. Pero a lo mejor es algo enorme.

—¿De qué se trata?

Sin duda había un ruido extraño en la línea. Kelso oía su propia voz con demasiado retraso para ser eco. «Pero a lo mejor es algo enorme», se oyó decir.

—No quiero hablar de eso por teléfono.

—¿Que no quieres hablar de eso por teléfono…? No, claro. ¿Y sabes por qué? Porque es el mismo rollo de mierda de siempre…

—Espera, Maggie. ¿Oyes mi voz con eco?

—… y Adelman te ofrece un trabajo como es debido, pero claro, no lo quieres porque significa enfrentarte a…

—¿Oyes mi voz con eco?

—… a tus responsabilidades…

Kelso, silenciosamente, colgó. Se quedó mirando el auricular mordisqueándose el labio, se echó hacia atrás y encendió otro cigarrillo. Stalin, como saben, era despreciativo con las mujeres.

Creía que la idea de una mujer inteligente era una contradicción. Las llamaba «arenques con ideas». De la esposa de Lenin, Nadezhda Krupskaia, le dijo una vez a Molotov: «Quizá usa el mismo lavabo que Lenin, pero eso no significa que sepa nada de leninismo.» Tras la muerte de Lenin, Krupskaia pensaba que su condición de viuda del gran hombre la protegería de las purgas de Stalin, pero éste la desengañó. «Si no cierras la boca —le dijo—, haremos que el Partido consiga una nueva viuda de Lenin.»

Sin embargo, ésta no es toda la historia, y aquí nos topamos con una de esas extrañas contradicciones de lo que habitualmente se sabe y que hace que nuestra profesión sea a veces tan gratificante. Durante mucho tiempo se consideró que Stalin era bastante indiferente al sexo, el clásico político que canaliza todos sus apetitos carnales a través del poder… pero la verdad parece muy distinta: Stalin era un mujeriego.

El reconocimiento de esta faceta de su carácter es reciente. Fue Molotov quien, en 1988, le dijo fríamente a Chuiev que a Stalin siempre le habían gustado las mujeres. Jruschov, en 1990, con la publicación postuma de su última serie de entrevistas, levantó un poco más los velos. Y ahora los archivos añaden aún más detalles valiosos.

¿Quiénes fueron las mujeres de cuyos favores disfrutó Stalin antes y después del suicidio de su segunda esposa? Algunas las conocemos. Una fue la esposa de A. I. Yegorov, comisario de defensa popular, famosa en los círculos del Partido por sus numerosas aventuras. Otra, también esposa de un militar, Gusev, era la mujer que supuestamente estaba en la cama con Stalin la noche en que Nadezhda se pegó un tiro. También tenemos a Rosa Kaganovich, con la que Stalin, ya viudo, pensó en casarse durante un tiempo. Y la más interesante, quizá, fue Zhenia Alliluyeva, la mujer de Pavel, el cuñado de Stalin. Una relación descrita en un diario que escribía Maria, la cuñada de Stalin, le fue incautado tras su detención y ha sido recientemente desclasificado (F45 O1 D1).

Éstas, por supuesto, son las mujeres de las que sabemos algo. Pero hay otras que son meras sombras en la historia, como Valechka Istomina, la joven criada que entró a formar parte del servicio personal de Stalin en 1931) («Si es o no la mujer de Stalin sólo le incumbe a él», le dijo Molotov a Chuiev), o la «bella morena» que vio una vez Jruschov en la dacha de Stalin. «Después me dijeron que era una institutriz de los hijos de Stalin, pero no duró mucho. Más adelante desapareció. Estaba allí por recomendación de Beria. Beria sabía escoger muy bien a las institutrices…»

«Más adelante desapareció…»

Otra vez se demuestra el mismo patrón de conducta: no era nada recomendable saber demasiado sobre la vida privada del camarada Stalin. Uno de los hombres a los que le puso cuernos, Yegorov, fue asesinado; otro, Pavel Alliluyev, envenenado. Y Zhenia, la querida y cuñada, «la rosa de los campos de Novgorod», detenida por orden de Stalin, pasó tanto tiempo encerrada en solitario que al cabo de los años, cuando salió en libertad, tras la muerte de éste, ya no podía hablar; se le habían atrofiado las cuerdas vocales… Debió de quedarse dormido porque lo despertó el teléfono que sonaba.

La habitación estaba aún en la semipenumbra. Encendió la luz y miró el reloj. Casi las ocho.

Bajó las piernas de la cama, cruzó la habitación a paso rígido hacia la pequeña mesa junto a la ventana.

Miró el aparato vacilante y atendió.

Era Adelman que sólo quería saber si iba a bajar a la cena.

—¿Cena?

—Mi querido amigo, es la gran cena de despedida del simposio, no hay que perdérsela. Olga va a salir de un pastel.

—Dios mío. ¿Tengo alternativa?

—Ni hablar. A propósito, el cotilleo es que esta mañana tenías una resaca tan impresionante que has tenido que volver al hotel a dormir.

—Qué bien, Frank, te lo agradezco. Adelman se calló.

—Bueno, ¿qué? ¿Has encontrado al tipo? —Claro que no. —¿Era mentira?

—Absolutamente. No encontré nada de nada.

—Pero has estado todo el día fuera…

—Fui a ver a un viejo amigo.

—Ah, comprendo —dijo Adelman con énfasis—. El mismo Chiripa de siempre. Dime, ¿qué opinas de estas vistas?

Un titilante paisaje nocturno se extendía a sus pies: carteles luminosos desplegados por toda la ciudad como estandartes de un ejército invasor. Phillip, Marlboro, Sony, Mercedes-Benz… Moscú, que en una época después del atardecer era oscura como una capital africana, ya no era así.

No había ni una sola palabra en ruso a la vista.

—Nunca pensé que llegaría con vida a ver esto —se oyó la voz de Adelman por la línea ruidosa—. Esto que vemos, amigo, es una victoria. ¿Te das cuenta? Una victoria total.

—¿De veras, Frank? A mí sólo me parece un montón de luces.

—No; es mucho más que eso, créeme. A partir de aquí ya no hay vuelta atrás.

—Ahora me dirás que esto es el fin de la historia.

—Quizá lo sea. Pero, gracias a Dios, no es el fin de los historiadores —bromeó Adelman—. Bueno, nos vemos en el vestíbulo dentro de, digamos, veinte minutos. ¿De acuerdo? —Y colgó.

El reflector de la otra orilla del Moscova, al lado de la Casa Blanca, arrojó un potente haz de luz en la habitación. Kelso alargó la mano para abrir la hoja interior de la ventana y después la exterior y dejar entrar una bruma amarillenta junto con el lejano ruido del tráfico. Unos copos de nieve chocaron contra el alféizar y se derritieron.

El fin de la historia… y una mierda, pensó. Ésa era una ciudad cargada de historia. Ese era un maldito pueblo cargado de historia.

Sacó la cabeza al frío y se asomó todo lo que pudo para ver la ciudad al otro lado del río,, antes de que se perdiera en las nieblas del horizonte.

Si uno de cada seis rusos pensaba que Stalin había sido el gobernante más grande que habían tenido, significaba que había unos veinte millones de seguidores. (El santo Lenin por supuesto tenía muchos más.) E incluso si esa cifra se dividía por dos, para dejar a los más fanáticos, seguía habiendo diez millones. ¿Diez millones de estalinistas en la Federación Rusa, tras cuarenta años de denigración?

Mamantov tenía razón: era una figura increíble. Dios mío, si uno de cada seis alemanes hubieran dicho que Hitler había sido el líder más grande de su historia, el New York Times no habría querido un artículo de opinión, ¡lo habría sacado en primera plana!

Kelso cerró la ventana y empezó a juntar lo que iba a necesitar para la noche: los últimos dos paquetes de cigarrillos del duty free, el pasaporte y el visado (en caso de que lo cogieran), el mechero, la cartera bien llena› la caja de cerillas con la dirección del Robotnik.

Era inútil fingir que le gustaba todo aquello, especialmente después de la movida de la embajada, y, de no haber sido por Mamantov, habría pensado en dejar todo como estaba —jugar sobre seguro, como recomendaba Adelman— y volver al cabo de una o dos semanas a buscar a Rapava, quizá después de agenciarse un adelanto en Nueva York de algún editor comprensivo (suponiendo que todavía existiera semejante criatura).

Pero su conclusión era que si Mamantov estaba sobre la pista, él no podía darse el lujo de esperar. Mamantov tenía recursos a su disposición que Kelso no podía superar. El otro era un coleccionista, un fanático.

Y la idea de lo que Mamantov podría hacer con el cuaderno, si lo encontraba primero, empezaba a fastidiarlo. Porque cuantas más vueltas le daba al asunto, más evidente resultaba que lo que había escrito Stalin era importante, fuera lo que fuese. No podía ser un mero compendio de apuntes seniles, sobre todo si Beria había tenido tanto interés en robarlo, y después se había arriesgado a esconderlo en lugar de destruirlo.

«Empezó a chillar como un cerdo… A gritar algo sobre Stalin y sobre un arcángel… Pero le pusieron un pañuelo en la boca y lo mataron…»

Kelso echó una última mirada por la habitación y apagó la luz. Al bajar al restaurante reparó en el hambre que tenía. Hacía un día y medio que no comía de verdad. Tomó sopa de col, pescado en escabeche, cordero en salsa de crema de queso, con vino tinto georgiano Mukuzani, y agua mineral sulfurosa Narzan. El vino era oscuro y pesado y, tras un par de copas encima del whisky, se empezó a sentir peligrosamente calmado. Había más de cien comensales en cuatro mesas largas y el rumor de la conversación, con el entrechocar de copas y cubiertos era soporífero. Por los altavoces sonaba música folklórica de Ucrania y Kelso empezó a diluir el vino.

Alguien —un historiador japonés cuyo nombre ignoraba— se inclinó sobre la mesa y le preguntó si ésa era la bebida favorita de Stalin. Kelso respondió que no, que Stalin prefería los vinos georgianos Kindzmarauli y Hvanchkara, que eran más dulces. En general le gustaban los vinos y licores dulces y espesos, las infusiones de hierbas muy azucaradas y el tabaco negro-

—Y las películas de Tarzán —añadió alguien.

—Y los perros que aullaban.

Kelso también se echó a reír. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Brindó con el japonés, hizo una reverencia y se reclinó en su silla mientras echaba un trago a su vino con agua.

—¿Quién paga todo esto? —preguntó alguien.

—Supongo que el patrocinador que ha pagado el simposio.

—¿Y quién es?

—¿Norteamericano?

—Suizo, creo…

La gente retomó la conversación a su alrededor. Al cabo de una hora, cuando pensaba que nadie lo veía, plegó la servilleta y apartó la silla de la mesa.

Adelman levantó la mirada.

—¿Otra vez? No puedes dejar plantado otra vez a todo el mundo.

—Una llamada de la naturaleza —dijo Kelso, y Mientras pasaba detrás de Adelman se agachó y le susurro al oído—: ¿Cuál es el horario de mañana?

—El autobús sale para el aeropuerto después del desayuno —dijo Adelman—. El embarque en Sherenietevo es a las once y cuarto. Le cogió el brazo—. Pensaba que habías dicho que era todo mentira.

—Sí, lo dije. Pero quiero averiguar qué tipo de mentira es.

Adelman meneó la cabeza.

—Chiripa, la historia no es esto…

Kelso señaló el salón.

—¿Y esto sí?

De pronto alguien empezó a golpear un cuchillo contra una copa y Askenov se puso de pie con dificultad. Las manos de los comensales golpearon la mesa en señal de aprobación.

—Colegas —empezó Askenov.

—Prefiero arriesgarme, Frank. Hasta luego.

Se soltó con suavidad de la mano de Adelman y enfiló hacia la salida.

El guardarropía estaba junto a los lavabos, en una puerta al lado del comedor. Entregó la ficha, dejó una propina y recogió el abrigo. En el momento en que se lo ponía lo vio. Al final del pasillo que daba al vestíbulo del hotel había un hombre que iba de un lado a otro hablando por un teléfono móvil. No lo miraba a él. Y, si Kelso lo hubiera visto de frente, seguramente no lo habría reconocido y todo habría sido distinto. Pero de perfil, esa cicatriz que tenía en la cara era inconfundible. Era uno de los hombres que estaba en el vehículo en la puerta del edificio de Mamantov.

A sus espaldas, al otro lado de la puerta cerrada, Kelso oyó risas y aplausos. Retrocedió hasta palpar el pomo de la puerta —sin apartar la mirada del hombre—, y volvió a entrar rápidamente en el comedor.

Askenov seguía de pie, hablando. Se interrumpió al ver a Kelso.

—El doctor Kelso —dijo— parece tener una profunda aversión por el tono de mi voz.

—Tiene aversión por el tono de todas las voces, salvo por el de la suya —chilló Saunders.

Se oyeron más risas y Kelso siguió avanzando.

Cruzó las puertas de vaivén y entró en el caos de la cocina. Lo golpeó el calor, el vapor y un olor a col y pescado hervido. Los camareros formaban fila con bandejas de tazas y cafeteras, mientras un hombre de cara colorada y esmoquin manchado les gritaba. Nadie prestó atención a Kelso. Cruzó la enorme sala hasta la otra punta, donde una mujer con delantal verde vaciaba un carrito de vajilla sucia.

—¿La salida? —le preguntó.

—Tam —respondió ella señalando con la barbilla—. Tam. —Hacia allá.

La puerta estaba abierta para que entrara un poco de aire fresco. Kelso bajó unos peldaños de cemento y salió al aire libre, a un patio cubierto de nieve medio derretida, lleno de cubos de basura y bolsas de plástico rotas. Una rata escarbaba en la penumbra. Kelso tardó un minuto en encontrar la salida, por el patio del fondo del hotel. Tres paredes tachonadas de ventanas se elevaban por tres lados; las nubes bajas tenían un color gris amarillento por efecto del haz de luz del reflector.

Salió por una calle lateral hasta la avenida Kutuzovski, y avanzó con dificultad sobre la nieve resbaladiza tratando de encontrar un taxi. El conductor de un Volga sucio y sin distintivos trató de convencerlo de que subiera, pero Kelso le hizo señas de que se fuera y siguió caminando hasta llegar a la fila de taxis que hacían cola delante de la puerta principal del hotel. No podía perder tiempo regateando. Se subió al asiento trasero del primer taxi amarillo de la fila y le dijo al chófer que arrancara deprisa.

8

En el estadio del Dínamo se celebraba un partido de fútbol importante, internacional. Rusia jugaba contra algún equipo: empate a dos, últimos minutos del encuentro. El taxista escuchaba los comentarios por radio y, mientras se acercaban, el rugido de ochenta mil gargantas moscovitas ahogó los vítores de los altavoces de plástico. Los copos de nieve se hinchaban y levantaban como velas al viento iluminadas por los focos del estadio.

Tenían que subir por la avenida Leningradski, hacer un cambio de sentido y regresar por el otro lado hasta llegar al estadio de los Jóvenes Pioneros. El taxi, un viejo Zhiguli que apestaba a sudor, salió por la derecha, cruzó una puerta de hierro y empezó a traquetear por el surco de un camino que llevaba al campo de deportes. Había unos pocos coches estacionados sobre la nieve y una cola de gente, sobre todo chicas, al otro lado de una puerta de hierro con mirilla. El cartel en lo alto de la entrada indicaba: «Robotnik.»

Kelso pagó cien rublos al taxista, una cantidad absurda —el precio de no regatear antes de empezar el viaje—, y miró con cierta consternación cómo las luces rojas retrocedían sobre el camino accidentado, giraban y desaparecían. Un ruido impresionante, como si rompiera una ola, descendió del cielo fosforescente sobre los árboles y recorrió la blanca extensión del campo de juego.

—Tres dos —dijo un hombre con acento australiano—. Se ha acabado. —Se sacó un diminuto audífono negro del oído y se lo guardó en el bolsillo.

—¿A qué hora abren? —preguntó Kelso a la persona más cercana, una chica, que se volvió y lo miró.

Era asombrosamente guapa: ojos grandes y oscuros, pómulos altos. Debía de tener unos veinte años. La nieve le caía sobre el pelo negro.

—A las diez —respondió, le deslizó la mano en la suya y le apretó el pecho contra el codo—. ¿Me das un cigarrillo?

Le dio uno, cogió otro para él y, cuando los dos agacharon la cabeza para compartir la llama, se rozaron. Kelso inhaló su perfume junto con el humo. Se enderezaron.

—Falta poco —le dijo él con una sonrisa mientras se alejaba.

La chica le devolvió la sonrisa y lo saludó con la mano. Kelso caminó por el borde del campo, fumando y mirando a las chicas. ¿Qué? ¿Eran todas putas? No parecían. La mayoría de los hombres eran extranjeros. Los rusos parecían ricos. Además de un Bentley y un Rolls, estaba lleno de grandes coches alemanes ocupados por hombres. En el Bentley, una brasa del tamaño de un trozo de carbón brillaba cada vez que alguien chupaba un enorme puro.

A las diez y cinco se abrió la puerta: una luz amarillenta, las siluetas de las chicas, el resplandor vaporoso de su aliento perfumado… Un espectáculo festivo, pensó Kelso desde la nieve. Y, de los coches, bajaba la pasta gansa. Se notaba no sólo por el peso de los abrigos y las joyas, sino por la forma en que los tipos se movían, iban directamente al principio de la cola, y por la cantidad de protección que dejaban en la puerta. Era evidente que las únicas armas permitidas en las instalaciones eran las del local; cosa que a Kelso le pareció tranquili- zadora. Pasó por un detector de metales y después un matón con una vara le registró los bolsillos en busca de explosivos. La entrada costaba trescientos rublos —cincuenta dólares, el salario medio semanal, pagadero en cualquiera de las dos monedas— y a cambio le pusieron un sello ultravioleta en la muñeca y le dieron un vale por una bebida.

Una escalera de caracol conducía a la oscuridad, el humo y los rayos láser, y a un muro de música tecno que hacía que el estómago se sacudiera. Algunas chicas bailaban con apatía; los hombres, de pie, bebían y observaban. La idea de Papú Rapava con su cara ceñuda en aquel lugar parecía una broma; Kelso se habría largado en ese mismo instante, pero necesitaba una copa y… cincuenta dólares eran cincuenta dólares. Le dio el vale al camarero y pidió una cerveza. Entonces se le ocurrió y le hizo una seña al camarero.

—Rapava —le dijo. El camarero arrugó la frente in- terrogativamente, se puso la mano en la oreja y se inclinó hacia Kelso—. ¡Rapava! —gritó éste.

El chico asintió despacio.

—Conozco —respondió en inglés.

—¿Lo conoces?

Volvió a asentir. Era un chico joven de barba rala y rubia y un pendiente de oro. Empezó a alejarse para servir a otro cliente, por lo que Kelso sacó la cartera y puso un billete de cien rublos sobre la barra. El camarero enseguida le prestó atención.

—¡Quiero ver a Rapava! —gritó.

El camarero dobló el billete y se lo guardó en un bolsillo.

—Más tarde —dijo el chico—. ¿Vale? Yo te digo.

—¿Cuándo?

Pero el joven le sonrió y se alejó por detrás de la barra.

—Sobornando camareros, ¿eh? —dijo una voz con acento americano al lado de Kelso—. ¡Qué buena idea! Nunca se me había ocurrido. ¿Qué? ¿Le sirven primero? ¿Es para impresionar a las damas? Hola, doctor Kelso. ¿Se acuerda de mí?

En la semipenumbra, Kelso tardó un instante en reconocer esa cara bonita iluminada de colores.

—Señor O'Brian.

El reportero de la televisión. Perfecto, lo que me faltaba, pensó.

Se dieron la mano. El joven tenía una palma húmeda y carnosa. Llevaba el uniforme de fuera de servicio: vaqueros apretados, camiseta blanca y chaqueta de piel. Kelso observó unos hombros anchos, músculos pectorales, una mata de pelo peinada con un gel aromático.

O'Brian le señaló la pista de baile con la botella.

—¡La nueva Rusia! —gritó—. Se puede comprar de todo. Está todo en venta. ¿Dónde se aloja?

—En el Ucrania.

O'Brian hizo una mueca.

—Le aconsejo que guarde el soborno para más tarde. En el viejo Ucrania son muy estrictos. Y esas camas… Vaya… —O'Brian sacudió la cabeza y se acabó la botella.

Kelso sonrió y lo imitó.

—¿ Algún otro consejo ?

—Muchos, ya que lo pregunta. —O'Brian le hizo señas con la mano de que se acercara—. Las buenas le pedirán seiscientos. Ofrézcales dos para subir a tres. Y hablamos de tarifas para la noche completa, recuerde, así que guárdese algo de pasta, como incentivo digamos. Y cuidado con las tías más impresionantes, porque a lo mejor están reservadas. Si el otro es un ruso, lo mejor es que se la deje. Es más seguro y hay muchas más… aquí no se viene a buscar novia para toda la vida. Ah, y en general no hacen dúplex, son chicas respetables.

—No me cabe duda.

O'Brian lo miró.

—No lo comprendes, ¿eh, profesor? Esto no es un prostíbulo. Te presento a Anna… —Le pasó el brazo por la cintura a una rubia que tenía al lado y empezó a usar la botella a modo de micrófono—. Anna, dile al profesor de qué trabajas.

—Alquiler de propiedades a empresas escandinavas —dijo Anna solemnemente a la botella.

O'Brian le acarició la mejilla, le pasó la lengua por la oreja y la soltó.

—Galina, la de allí… ¿la ves?… Esa delgada del vestido azul, trabaja en la Bolsa de Moscú. ¿Quién más? Cono, se parecen todas. Natalia, esa con la que hablaste fuera… Ah, sí, te estaba mirando, profesor, eres un viejo zorro… Anna, cariño, ¿a qué se dedica Natalia?

—Trabaja para Comstar, R. J. —respondió Anna—. ¿Note acuerdas?

—Sí, claro. ¿Y cómo se llamaba esa chica tan guapa de la Universidad de Moscú? La psicóloga, ya sabes, esa que…

—Alissa.

—Alissa, sí. Alissa. ¿Está aquí esta noche?

—La mataron, R. J.

—¡Caramba! ¿De veras?

—¿Por qué me observabas fuera? —preguntó Kelso.

—Supongo que se llama comercio —respondió O'Brian—. Cuando alguien quiere ganar dinero, debe correr riesgos. Trescientos una noche. Digamos tres noches por semana. Novecientos dólares. Saca trescientos para protección; quedan seiscientos limpios. Veinte mil dólares por año… sin tanto esfuerzo. ¿A qué equivale…? ¿Siete veces el salario medio anual? ¿Libre de impuestos? Tiene un precio. Hay que correr riesgos. Como trabajar en una plataforma petrolera. Te invito a una cerveza, profesor. ¿Por qué no iba a observarte? Soy periodista, cono. Todo el mundo viene aquí a mirar a los demás. Esta noche aquí hay clientes por valor de medio billón de dólares. Y sólo me refiero a los rusos.

—¿Mafia?

—No, sólo negocios. Igual que en cualquier parte.

La pista de baile estaba repleta, el ruido era más fuerte, el humo más denso. Habían puesto en marcha un nuevo juego de luces… la típica luz negra que daba un aspecto fantasmagórico a todas las cosas blancas: dientes, ojos, uñas y billetes que brillaban en la oscuridad como navajas. Kelso estaba desorientado y un poco borracho. Pero no tan borracho como fingía estar O'Brian, pensó. Había algo en el reportero que le molestaba. ¿Qué edad tenía? ¿Treinta? Un chico con mucha prisa.

—¿A qué hora cierran? —le preguntó a Anna. ',

La chica le enseñó los cinco dedos de la mano.

—¿Quiere bailar, señor profesor?

—Más tarde, quizá —respondió Kelso.

—Es la República de Weimar —dijo O'Brian, que volvía con dos botellas de cerveza y una lata de coca cola diet para Anna—. ¿No es lo que has escrito tú? Mira. Dios mío, lo único que falta es Marlene Dietrich en esmoquin y podríamos estar en Berlín. A propósito, profesor, me gustó tu libro. ¿Ya te lo había dicho?

—Sí, gracias. Salud.

—Salud. —O'Brian levantó la botella y dio un trago, después se inclinó y le gritó a Kelso al oído—: La República de Weimar, yo lo veo igual que tú. Hay seis cosas idénticas. A ver… una, un país grande, orgulloso, que pierde su imperio, en realidad pierde la guerra pero no sabe cómo… que supone que lo apuñalaron por la espalda, por lo tanto está lleno de resentimiento. Dos, democracia en un país sin tradición democrática… sinceramente en Rusia no tienen ni puta idea de lo que es la democracia; a la gente no le gusta, está harta de tanta discusión, quieren una línea dura, la que sea. Tres, problemas fronterizos y étnicos; montones de compatriotas que de pronto reciben palos en otros países y todos se meten con ellos. Cuatro, antisemitismo; se pueden comprar marchas militares de las SS en cualquier esquina… Por el amor de Dios. Quedan dos.

—De acuerdo.

Era desconcertante ver a alguien repetir las propias teorías como un loro, como un alumno de Oxford…

—La bancarrota económica. Es lo siguiente, ¿no crees?

—¿Y…?

—¿No es evidente? ¡Hitler! Aún no han encontrado su propio Hitler, pero cuando lo hagan, creo que el mundo deberá tener cuidado.

O'Brian se puso el índice izquierdo debajo de la nariz y extendió el brazo derecho en un saludo nazi. En la otra punta de la barra, un grupo de hombres de negocios rusos vitorearon y aplaudieron. Después, la noche se aceleró. Kelso bailó con Anna y O'Brian con Natalia, tomaron más copas —el estadounidense se quedó con la cerveza mientras Kelso probaba diferentes cócteles: B-52, kamikazes—, cambiaron de chicas y siguieron bailando hasta después de medianoche. Natalia iba con un vestido rojo estrecho y satinado, como de plástico, pero su cuerpo, a pesar del calor, estaba fresco y firme. Se había tomado algo. Tenia los ojos muy abiertos y desenfocados. Le preguntó si quería ir a alguna parte —le susurró al oído que le gustaba mucho y que lo haría por quinientos—, pero Kelso le dio cincuenta sólo por el placer del baile y regresó a la barra.

El abatimiento se apoderó de él; no sabía muy bien por qué. Percibía desesperación por todas partes: desesperación para comprar, desesperación para vender. Desesperación para fingir que uno se lo estaba pasando en grande. Una rubia de pelo largo y rasgos duros se llevaba de la corbata a un joven con traje que apenas podía andar de tan borracho. Kelso se fumaría un cigarrillo en la barra y después se largaría… No, pensó volviendo a meter el cigarrillo en el paquete, olvídate del cigarrillo. Se iría directamente.

—¡Rapava! —le gritó el camarero.

—¿Qué? —Kelso acercó la mano al oído para escuchar mejor.

—Ahí está la chica.

—¿Qué?

Kelso miró a donde señalaba el camarero y la vio. Sí, «ella». La recorrió con la mirada. Era mayor que las demás: pelo muy corto y negro, sombra negra de ojos, como morados, lápiz de labios negro, una cara blanca como de muerta, ancha y delgada a la vez, con pómulos afilados, cadavéricos. Aspecto asiático, de Mingrelia.

Papú Rapava: salió de los campos en 1969; se casó, digamos en 1970 o 1971. Un hijo lo suficientemente mayor para combatir en Afganistán. ¿Y una hija? «Mi hija es puta…»

—… ‘nas noches, profesor…

O'Brian pasó a su lado y le guiñó por encima del hombro. Llevaba a Natalia con un brazo y a Anna con el otro. El resto de lo que dijo se perdió en medio del ruido. Natalia se volvió, rió y le sopló un beso. Kelso lanzó un amago de sonrisa, la saludó con la mano, dejó la copa y avanzó paralelo a la barra.

Un vestido negro de cóctel: tela brillante, largo hasta la rodilla, sin mangas. Cuello y brazos muy blancos (ni siquiera llevaba reloj de pulsera), medias negras, zapatos negros. Y algo que no terminaba de encajar, algo raro, como si incluso en medio del gentío de la barra es- tuviera sola, en su propio mundo. Nadie hablaba con ella. Bebía agua mineral de la botella y no miraba nada; sus ojos oscuros estaban en blanco. Cuando Kelso la saludó, se volvió y lo miró sin interés. Le preguntó si quería tomar una copa.

No.

¿Bailar, entones?

Lo miró de arriba abajo, lo pensó y se encogió de hombros.

De acuerdo.

Se acabó la botella, la dejó en la barra y se encaminó hacia la pista de baile. Se volvió y lo esperó. Kelso la siguió. Le gustaba que la chica no hiciera mucho teatro. El baile era apenas un educado preludio a la transacción, como un agente de bolsa y un cliente que pasaban diez segundos preguntando por la salud del otro. Se movió perezosamente durante un minuto y dijo:

—¿ Cuatrocientos ?

Ni rastros de perfume, apenas un vestigio de olor a jabón.

—Doscientos —replicó Kelso.

—De acuerdo.

La chica salió de la pista sin siquiera volverse y Kelso, sorprendido por la falta de regateo, casi se queda solo. Subió detrás de ella por la escalera de caracol. Tenía unas caderas llenas debajo del vestido negro y apretado, una cintura gruesa… Se le ocurrió que no podía llegar muy lejos con ese juego, que era una equivocación que invitaba enseguida a compararla con mujeres de ocho, diez e incluso doce años más jóvenes que ella.

Recogieron los abrigos en silencio. El de ella era barato, delgado, demasiado corto para la estación.

Salieron al frío y él la cogió del brazo. Ahí fue cuando la besó. Estaba un poco borracho y la situación era tan surrealista que por un momento pensó que podía combinar placer y trabajo. Y, tenía que reconocerlo, sentía curiosidad. Ella respondió con más pasión de la que él esperaba. La mujer separó los labios y la lengua de Kelso le recorrió los dientes. Tenía un inesperado sabor dulce, y pensó que a lo mejor llevaba un pintalabios con gusto a regaliz. ¿Era posible?

Ella se apartó.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Kelso.

—¿Qué nombre te gusta?

No pudo menos que sonreír. Qué suerte: había encontrado la primera puta posmoderna de Moscú. La mujer frunció el entrecejo cuando lo vio sonreír.

—¿Cómo se llama tu mujer?

—No tengo mujer.

—¿Novia?

—Tampoco.

Tembló y se metió las manos en los bolsillos. Había dejado de nevar y ahora que la puerta metálica se había cerrado detrás de ellos, la noche se sumió en el silencio.

—¿En qué hotel estás?

—En el Ucrania.

La mujer miró al cielo.

—Escucha —empezó Kelso, pero no tenía ningún nombre para suavizar la conversación—. Escucha, no quiero acostarme contigo. O mejor dicho —se corrigió—, quiero, pero no es eso lo que tengo en mente.

¿Se entendía?

—Ah —respondió ella con mirada conocedora; en realidad por primera vez parecía una puta—. Quieras lo que quieras siguen siendo doscientos.

—¿Tienes coche?

—Sí. ¿Por qué?

—La verdad es que… —hizo una mueca por la mentira— soy amigo de tu padre. Quiero que me lleves a verlo…

La mujer se quedó perpleja, retrocedió tambaleándose y rió asustada.

—Tú no conoces a mi padre.

—Rapava. Se llama Papú Rapava.

Se lo quedó mirando con la boca entreabierta y le dio un fuerte bofetón en la cara. Dio media vuelta y se alejó a paso rápido, tropezando ligeramente. No debía de ser muy fácil andar con tacones sobre el hielo. Kelso la dejó marchar mientras se limpiaba la boca con la mano. Se miró los dedos y vio que estaban manchados no de sangre, sino de carmín. Pero le había dado un buen golpe y le dolía. Se abrió la puerta a sus espaldas. Vio que la gente lo miraba y oyó un murmullo de desaprobación. Se imaginaba lo que pensaban: un occidental rico saca a una honrada chica rusa fuera, trata de renegociar los términos o le pide algo tan asqueroso que ella no puede menos que largarse. ¡Cabrón! Kelso empezó a seguirla.

La mujer había echado a andar por la nieve virgen del campo de juego y se había detenido a mirar el cielo oscuro. Kelso seguía las huellas de los tacones, se acercó por detrás y esperó a unos metros de distancia.

—No sé quién eres —le dijo al cabo—. Y no quiero saber quién eres. Y no le diré a tu padre cómo te he encontrado. No se lo diré a nadie. Te doy mi palabra. Sólo quiero que me lleves a su casa y te daré los doscientos dólares.

La mujer no se volvió. Kelso no podía verle la cara. — Cuatrocientos —replicó ella.

9

Feliks Suvorin, con el abrigo azul oscuro comprado en el Saks de la Quinta Avenida, llegaba a la Lubianka poco después de las ocho de la noche. Iba sentado en el asiento trasero de un Volga oficial que subía la pendiente cubierta de sucia nieve.

Le había allanado el camino una llamada de Yuri Arseniev a su viejo colega Nicolai Oborin, amigacho de caza, compañero de vodka y en la actualidad jefe de la Décima Dirección, o Archivo Federal de Recursos Especiales, o comoquiera que los sabuesos hubieran decidido llamarse a sí mismos esa semana en especial.

—Oye, Niki, tengo aquí en mi oficina a un muchacho llamado Suvorin, y nos hemos encontrado con un plan… bueno, él ha dado con ello. Escucha, Niki, sólo puedo decirte que hay un diplomático extranjero, occidental, muy bien situado, que tiene un tinglado de contrabando entre manos… No, no, esta vez no son iconos, espera… Documentos, y pensábamos tenderle una trampa… Eso es, sí, siempre me sacas ventaja, camarada… Algo grande, irresistible… Sí, más o menos, por ahí anda. ¿Pero qué te parece ese cuaderno detrás del que andaba la vieja guardia del NKVD? ¿Que qué era? El testamento de Stalin… Bueno, por eso te llamo ahora… Tenemos un problema. Mañana es el día señalado… ¿Esta noche? Sí, claro que puede esta noche, Niki, estoy seguro. Ahora mismo lo tengo aquí delante y me lo afirma con un movimiento de cabeza. Esta noche, de acuerdo…

Suvorin ni siquiera había tenido que repetir el cuento, y menos inventarse uno. Al llegar al vestíbulo de mármol del Lubianka, y después de que le revisaran los papeles, siguió las instrucciones y llamó a un tal Blok, que lo esperaba. Se quedó en ese vestíbulo vacío, observado por unos guardias silenciosos e indiferentes, mientras contemplaba el gran busto blanco de Andropov. De pronto oyó unos pasos. Blok, un individuo sin edad, encorvado y polvoriento, con un manojo de llaves en el cinturón, lo llevó a las entrañas del edificio, lo hizo cruzar un patio oscuro y húmedo, y entraron en una especie de pequeña fortaleza. Subieron al segundo piso, a una habitación pequeña con un escritorio, una silla, suelo de madera y ventanas con barrotes…

—¿Qué quiere ver?

—Todo.

—Bueno, usted mismo —dijo Blok, y se marchó. Suvorin siempre había preferido adelantarse a los tiempos a vivir en el pasado; algo más por lo que admiraba a los estadounidenses. ¿Cuál era la alternativa para una Rusia moderna? ¡Parálisis! El fin de la historia le parecía una idea excelente. Feliks Suvorin no veía la hora de que la historia llegara a su fin.

Pero en aquel lugar, ni él podía escapar de los fantasmas. Al cabo de un minuto se puso de pie y empezó a andar de un lado a otro. Estiró el cuello para mirar por la alta ventana y se dio cuenta de que hacia arriba sólo se veía una franja estrecha de cielo nocturno y hacia abajo los ventanucos de las viejas celdas de la Lubianka. Pensó en Isaak Babel, allí debajo en alguna parte, torturado hasta traicionar a sus amigos para retractarse después frenéticamente; y en Bujarin, y su última carta a Stalin («Siento por usted, por el Partido y por la causa en general, sólo un amor inmenso e ilimitado. Lo abrazo en mis pensamientos, adiós para siempre…»), y en Zinoviev, que no acababa de creerse que los guardias lo sacaran a rastras para fusilarlo («Por favor, camarada, llame a Josiv Vissarionovich…»)

Sacó su teléfono móvil, marcó el número de siempre y llamó a su mujer.

—Hola, ¿a que no sabes dónde estoy? ¡Quién iba a decirlo…! —Al oír la voz de su esposa se sintió mejor—. Lamento lo de esta noche, querida. Dale un beso a los niños de mi parte, ¿sí? Y otro para ti, Serafima Suvorina…

La policía secreta estaba fuera del tiempo y la historia. Era algo proteico. Ese era su secreto. La Cheka se había convertido en GPU, y después en OGPU, y luego en NKVD, y después en NKGB, y después en MGB, y después en MVD y por último en KGB, el estadio evolutivo más alto. Y entonces, ¡quién lo iba a decir!, el poderoso KGB había sido obligado por el fallido golpe a transformarse en dos abreviaturas completamente nuevas: el SVR —los espías—, instalado en Yasenevo, y el FSB —seguridad interna—, que seguían allí, en la Lubianka, entre los muertos.

Y la opinión de las altas esferas del Kremlin era que el FSB, al menos, no era más que la última sigla de una larga tradición de cambio de letras y que, según las inmortales palabras que Boris Nokolaevich le había dicho a Arseniev en el transcurso de un baño turco en la dacha presidencial, «los hijos de puta de la Lubianka siguen siendo los mismos hijos de puta de siempre». Por eso› cuando el presidente decretó que había que investigar a Vladimir Mamantov, la tarea no podía encomendarse al FSB, sino al SVR, aunque no tuviera ningún recurso.

Suvorin tenía cuatro hombres para cubrir la ciudad. Llamó a Netto para enterarse de las novedades. La situación no había cambiado: el objetivo principal (n.° 1) aún no había vuelto al apartamento; el objetivo esposa (n.° 2) seguía sedado; el historiador (n.° 3) seguía en el hotel y en ese momento cenaba.

—Bueno, algunos tienen suerte —murmuró Suvorin. Oyó ruidos en el pasillo—. Manténgame informado —añadió y pulsó el botón de fin. Le pareció la frase más apropiada.

Esperaba uno o dos expedientes, pero Blok abrió la puerta con un carrito lleno de carpetas; veinte o treinta, algunas tan viejas que cuando al hombre se le escapó el artilugio y chocó contra la pared, se elevaron nubes de polvo.

—Bueno, usted mismo —repitió.

—¿Esto es todo?

—No; hay unas sesenta. ¿Quiere el resto?

—Por supuesto. No podía leer todo ese material; le habría llevado un mes. Se limitó a desatar la cinta de cada expediente, a hojear las páginas desgarradas y quebradizas para ver si había algo interesante y a volver a atarlas. Era un trabajo sucio; al cabo de un rato tenía las manos negras, las mucosas de la nariz llenas de esporas y dolor de cabeza.


MUY CONFIDENCIAL

28 de junio de 1953

Al Comité Central, camarada Malenkov

Adjunto a la presente la transcripción del interrogatorio del prisionero A. N. Poskrebishev, antiguo asistente de J. V. Stalin, en relación a su trabajo de espía antisoviético.

La investigación continúa.

Subdirector de Seguridad del Estado de la URSS

A. A. YEPISHEV.


Ese era el principio, luego un par de páginas en medio del interrogatorio de Poskrebishev, subrayadas con tinta roja por una mano nerviosa hacía casi medio siglo:

Interrogador: Describa el comportamiento del secretario general durante esos cuatro años, 1949–1953.

Poskrebishev: El secretario general se volvió una persona cada vez más secreta y ausente. En 1951 ya no volvió a salir de Moscú. Diría que a partir de los setenta años su salud empezó a deteriorarse seriamente. En varias ocasiones fui testigo de problemas cerebrales que le provocaban desmayos de los que se recuperaba enseguida. «Necesita un doctor, camarada Stalin —le dije—. Déjeme llamar a los médicos.» El secretario general se negó y afirmó que la Cuarta Administración Central del Ministerio de Sanidad estaba bajo control de Beria, y, aunque confiaba en éste para matar a un hombre, jamás se fiaría de que pudiera curar a alguno. Así que le preparé unas tisanas de hierbas.

I.: Describa cómo afectaban esos problemas de salud al secretario general en el desempeño de sus funciones.

P.: Antes de que comenzaran los desmayos, el secretario general solía trabajar en unos doscientos documentos por día. Después, el número disminuyó bruscamente y dejó de ver a muchos de sus colegas. Escribía muchos documentos personales a los cuales no se me permitía acceder.

I.: Describa cómo eran esos documentos privados.

P.: Escribía en diferentes papeles, pero el último año, por ejemplo, lo hacía en un cuaderno.

I.: Describa el cuaderno.

P.: Era un cuaderno corriente, de esos que se venden en cualquier papelería, con tapas de hule negras.

I.: ¿Quién más conocía la existencia de ese cuaderno?

P.: El jefe de los guardaespaldas, el general Vlasik. Beria también lo conocía y en varias ocasiones me pidió que le consiguiera una copia. Pero era imposible, incluso para mí, porque el secretario general lo guardaba en una caja fuerte de su oficina de la que él solo tenía la llave.

I.: ¿Qué cree que contenía ese cuaderno?

P.: No lo sé, me resulta imposible conjeturar.


MUY CONFIDENCIAL

30 de junio de 1953

Al Subdirector de Seguridad del Estado de la URSS, A. A.

Yepishev

Se ordena que investigue el paradero de los documentos personales de J. V. Stalin a los que hace referencia A. N. Poskrebishev, con suma urgencia y haciendo uso de todos los medios apropiados.

Comité Central,

MALENKOV.


INTERROGATORIO DEL TENIENTE GENERAL N. S. VLASIK

1 de julio de 1953 [Resumen]

Interrogador: Describa el cuaderno negro de J. V. Stalin.

Vlasik: No recuerdo ningún cuaderno negro.

I.: Describa el cuaderno negro de J. V. Stalin.

V.: Ahora lo recuerdo. Lo vi por primera vez en diciembre de 1952 sobre el escritorio del camarada Stalin. Le pregunté a Poskrevishev qué contenía, pero él no lo sabía. El camarada Stalin me vio mirándolo y me preguntó qué hacía. Le contesté que nada, que miraba ese cuaderno de casualidad pero que no lo había tocado. El camarada Stalin me dijo: «¿Tú también, Vlasik, después de treinta años?» A la mañana siguiente me detuvieron y me llevaron a la Lubianka.

I.: Describa las circunstancias de su detención.

V.: Fui detenido por Beria, que me sometió a infinidad de crueldades. Me interrogó repetidamente sobre el cuaderno del camarada Stalin, pero no le pude dar ningún detalle. No sé nada más sobre este tema.


DECLARACIÓN DEL TENIENTE A. P. TITOV, GUARDIA DEL KREMLIN

6 de julio de 1953 [Resumen]

Estuve de guardia en el área de dirección del Kremlin desde el

1 de marzo de 1953 de las 22 horas hasta las 6 horas del día

siguiente. Aproximadamente a las 4.40 me crucé en el Pasaje

de los Héroes con el camarada L. P. Beria y otro camarada

cuya identidad ignoro. El camarada Beria llevaba una caja o

una cartera pequeña.


INTERROGATORIO DEL TENIENTE P. G. RAPAVA, NKVD

7 de julio de 1953 [Resumen]

Interrogador: Describa qué pasó cuando salieron de la dacha

de J. V. Stalin con el traidor Beria.

Rapava: Llevé al camarada Beria a su casa.

I.: Describa qué pasó cuando salieron de la dacha de J. V.

Stalin con el traidor Beria.

R.: Ahora lo recuerdo. Llevé al camarada Beria al Kremlin para

que recogiera unos documentos de su oficina.

I.: Describa qué pasó cuando salieron de la dacha de J. V.

Stalin con el traidor Beria.

R.: No tengo nada que añadir a mi declaración anterior.

I.: Describa qué pasó cuando salieron de la dacha de J. V.

Stalin con el traidor Beria.

R.: No tengo nada que añadir a mi declaración anterior.

INTERROGATORIO DE L. P. BERIA

8 de julio de 1953 [Resumen]

Interrogador: ¿Cuándo se enteró de la existencia del cuaderno

personal de J. V. Stalin?

Beria: Me niego a contestar cualquier pregunta hasta que se

me permita expresarme ante una reunión plenaria del Comité

Central.

I.: Tanto Vlasik como Poskrevishev han confirmado su interés

en ese cuaderno.

B.: El Comité Central es el órgano apropiado para tratar todas

estas cuestiones.

I.: No niega su interés en el cuaderno.

B.: El Comité Central es el órgano apropiado.


MUY CONFIDENCIAL

30 de noviembre de 1953

Al subdirector de Seguridad del Estado de la URSS, A. A.

Yepishev

Se le ordena concluir rápidamente la investigación del

delincuente y traidor anticomunista Beria y llevarlo a juicio.

Comité Central,


MALENKOV.

JRUSCHOV.

INTERROGATORIO DE L. P. BERIA

2 de diciembre de 1953 [Resumen]

Interrogador: Sabemos que se apoderó del cuaderno de J. V.

Stalin, sin embargo continúa negándolo. ¿Por qué le interesaba

tanto ese cuaderno?

Beria: Acabe ya.

I: ¿Por qué le interesaba tanto ese cuaderno?

B.: [El acusado indica con un gesto que se niega a cooperar]


MUY CONFIDENCIAL

23 de diciembre de 1953

Al Comité Central, camaradas Malenkov y Jruschov

Solicito que informen que la sentencia de muerte por

fusilamiento impuesta a L. P. Beria ha sido llevada a cabo hoy

a la 1.50 horas.


T. R. FALIN.

Fiscal General


27 de diciembre de 1953

Sentencia del Tribunal Popular Especial del caso

del teniente P. G. Rapava: 15 años de condena.


Suvorin no podía soportar ni un minuto más la suciedad de las manos. Dio una vuelta por el corredor vacío hasta que encontró un lavabo donde lavárselas. Mientras trataba de quitarse la mugre de debajo de las uñas, sonó su móvil. Le hizo dar un respingo en medio del silencio de la Lubianka.

—Diga.

—Soy Netto. Hemos perdido al número tres.

—¿A quién? ¿De qué está hablando?

—El número tres, el historiador. Se fue a comer con los otros. No salió en ningún momento. Parece haberse largado por la cocina.

Suvorin lanzó un gruñido y se apoyó contra una pared. Todo el asunto empezaba a descontrolarse.

—¿Cuánto hace?

—Más o menos una hora. En defensa de Bunin puedo decir que ha estado de guardia dieciocho horas. —Una pausa—. ¿Comandante?

Suvorin sostenía el teléfono con el hombro y la mejilla mientras se secaba las manos y pensaba. En realidad no culpaba a Bunin. Para montar una vigilancia pasable hacían falta al menos cuatro hombres, seis para estar seguros.

—Sí, estoy aquí. Dígale que se vaya.

—¿Quiere que avise al jefe?

—Creo que no. Dos veces en un mismo día es demasiado. Podría pensar que somos unos incompetentes. —Se pasó la lengua por los labios y sintió el sabor a polvo—. ¿Por qué no te vas a casa, Vissari? Nos veremos mañana a las ocho en mi despacho.

—¿Ha averiguado algo?

—Sólo que cuando la gente habla de «los buenos viejos tiempos» no son más que gilipolleces.

Se enjuagó la boca, escupió y volvió al trabajo. Fusilaron a Beria, soltaron a Poskrebishev, condenaron a Vlasik a diez años, mandaron a Rapava a Kolima, a Yepishev le quitaron el caso, y la investigación continuó por otros rumbos.

Registraron la casa de Beria de la buhardilla a la bodega, pero no encontraron ninguna prueba, salvo unos restos humanos (femeninos) parcialmente disueltos en ácido y emparedados. Tenía sus propias celdas en el sótano. La propiedad quedó clausurada hasta que, en 1956, el Ministerio de Asuntos Exteriores preguntó al KGB si no había ninguna residencia apta para la embajada de la nueva República de Túnez. Se les ofreció la mansión de la calle Vspolni.

Vlasik fue interrogado dos veces más sobre el cuaderno, pero no añadió nada nuevo. Poskrebishev fue vigilado, su teléfono fue intervenido y, por último, lo animaron a que escribiera sus memorias. Cuando las terminó, incautaron el manuscrito «con carácter definitivo». En el expediente había una página del libro enganchada:


No sé qué pasaba por la mente de ese genio incomparable

durante ese último año en el que se enfrentaba a la evidencia de su

propia mortalidad. Es posible que Josiv Vissarionovich confiara sus

pensamientos más íntimos a un cuaderno del que raramente se

separaba de él durante esos últimos meses de duro y generoso

esfuerzo por la causa de su pueblo y de toda la humanidad

progresista. Ojalá ese notable documento, que muy bien puede ser

la síntesis de su sabiduría como teórico marxista-leninista de primer

orden, se descubra algún día y se publique en beneficio…


Suvorin bostezó, cerró la carpeta, la puso a un lado y cogió otra. Eran los informes semanales de un soplón del Gulag llamado Abidov, al que le habían encomendado la tarea de vigilar al prisionero Rapava en su época de trabajos forzados en las minas de uranio de Butugichag. No había nada de interés en los papeles manchados que terminaban abruptamente con una lacónica nota de un oficial del KGB del campo de prisioneros: Abidov había muerto de una puñalada y Rapava había sido trasladado a un campo de trabajo forestal.

Más expedientes, más soplones, pero nada de nada. Papeles que autorizaban la puesta en libertad de Rapa-va al final de la condena, revisada por una comisión especial de la Segunda Dirección General (aprobada, sellada, autorizada). Un trabajo en la sala de máquinas de la estación de Leningrado, especialmente elegido para el prisionero que regresaba; un informador del KGB en el lugar: Antipin, capataz. Un apartamento para el prisionero que regresaba en el «Victoria de la Revolución», un complejo recién construido. Revisión del caso en 1975, clasificado como «derroche de recursos» El expediente vacío hasta 1983, en que se reexaminó brevemente a Rapava a petición del subjefe de la Quinta Dirección (Ideología y disidentes).

Vaya, vaya…

Suvorin sacó la pipa y la chupó, se rascó la frente con la boquilla y siguió revisando las carpetas. ¿Qué edad tenía ese tipo? Rapava, Rapava, Rapava… aquí estaba, Papú Gerasimovich, nacido el 9 de septiembre de 1927.

Viejo… más de setenta años… ¡pero no tan viejo! Ni siquiera en un país en que la esperanza de vida de los varones era de cincuenta y ocho —peor que en la época de Stalin— y cada vez descendía más, era tan viejo como para estar necesariamente muerto.

Hojeó el informe de 1983 y lo examinó rápidamente. Vaya, era un tipo duro ese Rapava: ni una palabra en treinta años. Sólo cuando llegó al final y vio la recomendación de cerrar el caso y el nombre del oficial que aceptaba la recomendación dio un respingo.

Maldijo, cogió de un manotazo el teléfono móvil, marcó el número del oficial de guardia del SVR y le pidió que llamara inmediatamente a casa de Vissari Netto.

10

Se pusieron de acuerdo en trescientos dólares, y por ese precio Kelso insistió en dos cosas: primero, que ella misma lo llevara en coche y, segundo, que lo esperara una hora. Sería inútil que a esas horas intentara buscar una dirección solo, y si el barrio de Rapava era tan peligroso como él mismo había dado a entender («era un edificio decente, muchacho, antes de la droga y los delincuentes»), ningún extranjero en su sano juicio iría a dar una vuelta solo por el lugar.

El Lada viejo y destartalado de color arena de la mujer estaba aparcado en una calle oscura que desembocaba en el estadio. Caminaron en silencio hasta el vehículo. Ella abrió la puerta primero y después se estiró para abrir la de él. En el asiento del pasajero había una pila de libros —notó que eran textos legales— que se apresuró a poner detrás.

—¿Eres abogada? ¿Estudias derecho? —le preguntó.

—Trescientos dólares —respondió ella abriendo la mano—. Americanos.

—Luego.

—No, ahora.

—La mitad ahora —replicó él con suspicacia—, y la mitad después.

—Yo todavía puedo conseguir otro polvo, mister. ¿Puedes tú encontrar a alguien que te lleve?

Era la frase más larga de la noche.

—De acuerdo, de acuerdo. —Sacó la cartera—. Serás una buena abogada.

Dios mío, trescientos a la chica y más de cien en la discoteca, iba a terminar desplumado. En un momento había pensado darle algo de dinero al viejo como adelanto por el cuaderno, pero ya no iba a ser posible.

La mujer volvió a contar los billetes, los plegó y se los guardó en el bolsillo del abrigo. El coche arrancó por la avenida Leningradski. Giraron a la derecha en medio del escaso tráfico, hicieron un cambio de sentido, volvieron a pasar junto al estadio vacío del Dínamo y enfilaron hacia las afueras de la ciudad, en dirección al aeropuerto.

Conducía deprisa. Kelso supuso que quería librarse de él. ¿Quién era esa mujer? El interior del Lada no le daba ninguna pista. Estaba fastidiosamente limpio, casi vacío. Ella tenía un perfil furtivo, la cabeza ligeramente inclinada y miraba la carretera con el ceño fruncido. Los labios negros, las mejillas blancas, las orejas puntiagudas, pequeñas y delicadas debajo de unos mechones cortos… Un aspecto de vampiro, perturbador, volvió a pensar. De perturbada. Todavía tenía el gusto de ella en la boca y no pudo evitar pensar cómo sería en la cama… Ahora estaba fuera de su alcance; sin embargo, quince minutos antes le habría hecho todo lo que hubiera querido.

Ella miró el retrovisor y lo pescó observándola.

—Ya está bien, ¿vale?

Kelso, a pesar de todo, siguió mirándola, ahora más abiertamente, como si subrayara que había pagado por el viaje. Pero enseguida se sintió mezquino y bajó la vista.

Las calles empezaban a ser más oscuras. No sabía dónde estaban. Habían pasado delante del Parque de la Amistad —lo había reconocido —, de una central eléctrica y cruzado las vías del tren. Unas enormes cañerías comunales de agua caliente discurrían junto a la carretera, cruzaban al otro lado y seguían por enfrente; por las juntas escapaban chorros de vapor. De vez en cuando, en medio de la negrura de la noche, se veía el resplandor de unas fogatas y gente alrededor. Al cabo de otros diez minutos giraron a la izquierda y entraron en una calle ancha y accidentada como un terreno baldío, con abedules descuidados a ambos lados. Cogieron un bache y el chasis crujió y rozó una piedra. La mujer giró el volante y cogieron otro. Unas luces naranja detrás de los árboles iluminaban débilmente las entradas y escaleras de un gigantesco complejo de bloques.

El coche avanzaba lentamente y se detuvo al lado de una parada de autobús destartalada.

—Es allí. Bloque número nueve —dijo ella.

Estaba a unos cien metros, al otro lado de un descampado.

—¿Me esperas aquí?

—Entrada D, quinto piso, apartamento doce.

—¿Pero me esperas?

—Si quieres.

—Habíamos quedado en eso, ¿no?

Kelso miró el reloj. Era la una y veinticinco. Después volvió a mirar el edificio mientras intentaba pensar en qué diría Rapava y se preguntaba cómo lo recibiría.

—¿Así que te criaste aquí?

La chica no contestó. Paró el motor, se subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos con la vista al frente. Kelso suspiró y bajó del coche. Tembló y echó a andar por el descampado. La nieve en polvo crujía al apelmazarse bajo sus pisadas.

Estaba a medio camino cuando oyó el ruido de un motor que arrancaba. Se volvió y vio el Lada que se ponía en marcha despacio con las luces apagadas. Ni siquiera se había molestado en esperar que él se alejara. Cabrona, pensó. Empezó a correr hacia el coche, la llamó, no muy alto, sin enfado; era más un lamento por su propia estupidez. El pequeño vehículo traqueteaba, tironeaba, y por un momento Kelso pensó que lo alcanzaría, pero entonces dio una sacudida y se alejó deprisa. Se quedó mirando impotente cómo desaparecía en el laberinto de hormigón.

Estaba solo y no había ni un alma a la vista.

Se dio la vuelta y echó a andar en dirección al edificio sobre la nieve crujiente. Se sentía vulnerable en ese descampado y el pánico aguzó sus sentidos. Le llegó por la izquierda el ladrido de un perro, el llanto de un bebé. Una música débil salía directamente del bloque nueve; era apenas un murmullo que se hacía más fuerte a cada paso. Poco a poco empezaba a divisar algunos detalles: el hormigón estriado, los vestíbulos en sombras, las hileras de balcones llenos de trastos: camas viejas, cuadros de bicicletas, neumáticos gastados, plantas marchitas; había tres ventanas iluminadas, el resto estaba a oscuras.

En la entrada D, aplastó algo con el pie. Se agachó a recogerlo y lo tiró con un respingo: una jeringa hipo-dérmica.

La escalera era un sumidero de meados y vómitos, periódicos sucios, condones usados y hojas marchitas. Se tapó la nariz con el dorso de la mano. Había un ascensor que a lo mejor funcionaba —un milagro posible en Moscú—, pero prefería no hacer la prueba. Subió por la escalera y cuando llegó al tercer piso la música se oyó mucho más claramente. Alguien escuchaba el viejo himno nacional soviético, el que se solía cantar antes de que Jruschov lo censurara. «¡Partido de Lenin! —exclamaba el coro—. ¡Partido de Stalin!» Kelso subió los dos últimos tramos de escalera más rápido, con un súbito arranque de esperanza. La chica no lo había engañado del todo, ¿ quién si no Papú Rapava escucharía los grandes éxitos de Josiv Stalin a la una y media de la madrugada?

Llegó al quinto piso y siguió el sonido de la música por el deprimente pasillo hasta la puerta 12. El bloque estaba de lo más abandonado. La mayoría de las puertas, menos la de Rapava, tenían tablas clavadas. No, muchacho, la puerta de Rapava no estaba llena de tablas, sino abierta, y el umbral, por razones que Kelso ni se imaginaba, lleno de plumas.

La música se detuvo.

«Entra, muchacho, ¿qué esperas? ¿Qué pasa? No me digas que no tienes cojones para…»

Kelso se quedó unos segundos en el umbral, escuchando.

De pronto se oyó un redoble de tambor y el himno empezó de nuevo.

Empujó la puerta con cuidado. Estaba parcialmente abierta pero no se abría más, algo detrás se lo impedía.

Se escurrió como pudo por la abertura. Las luces estaban encendidas.

Dios mío…

«¡Sabía que te impresionaría, muchacho, estaba seguro! Si van a joderte es mejor que te jodan unos profesionales, ¿no?»

A los pies de Kelso había más plumas que salían de un cojín destripado. No se podía decir que las plumas estuvieran en el suelo, porque no había suelo. Las tablas del parquet estaban todas levantadas y apiladas al borde de la habitación. Los restos de las escasas pose- siones de Rapava estaban desparramados por el esqueleto de vigas: libros con los lomos arrancados, cuadros rotos, sillas destrozadas, un televisor reventado, una mesa sin patas, trozos de vajilla, cristales, telas desgarradas. Las paredes interiores y exteriores exponían sus cavidades, abiertas aparentemente con una maza. Parte del cielo raso estaba caído y el polvo de yeso invadía toda la habitación.

Haciendo equilibrios en medio del caos, entre un montón de discos rotos, un voluminoso tocadiscos Telefunken de los setenta hacía sonar el disco una y otra vez.


¡Partido de Lenin!

¡Partido de Stalin!


Kelso, caminando de viga en viga, se acercó al aparato y levantó la aguja.

En medio del súbito silencio se oyó el goteo de un grifo roto.

Nunca en su vida había visto algo tan impresionante; el nivel de destrucción era tan abrumador que, cuando comprobó que el apartamento estaba vacío, no se le ocurrió pensar en lo asustado que estaba. Al menos al principio. Miró alrededor desconcertado.

«¿Que dónde estoy, muchacho? Ésta es la pregunta. ¿Qué han hecho con el pobre Papu? Venga, ven a buscarme. Adelante, camarada. ¡No tenemos toda la noche!»

Kelso, temblando, caminó haciendo equilibrios por una viga y entró en la despensa: paquetes rajados, una nevera tumbada, armarios arrancados…

Retrocedió hasta un pequeño pasillo tanteando la pared rota para no caerse.

«Aquí tienes dos puertas, muchacho, una a la derecha y otra a la izquierda. Elige.»

Se tambaleó indeciso y alargó la mano.

La primera… un dormitorio.

«Tibio, tibio, muchacho. A propósito, ¿querías follarte a mi hija?»

Un colchón rajado. Una almohada rajada. La cama volcada. Cajones vacíos. Una pequeña alfombra gastada de nailon enrollada y apilada. Trozos de yeso por todas partes. El suelo levantado. El cielo raso caído.

Kelso, otra vez en el pasillo, avanzó jadeando por la viga, tratando de no perder el equilibrio ni la calma.

Segunda puerta…

«¡Ahora más caliente, muchacho…!»

… segunda puerta: el baño. La cisterna arrancada y arrojada contra el inodoro. El lavabo también arrancado de la pared. Una bañera de plástico blanco llena hasta el borde de un agua rosada que le hizo pensar en vino georgiano diluido. Metió los dedos y los sacó brusca- mente, tan fría estaba. Se le quedaron manchados de rojo.

En la superficie flotaba un mechón de pelo enganchado a un trozo de cuero cabelludo.

«Larguémonos, muchacho.»

De viga en viga, con yeso en el pelo, en las manos, por todo el abrigo, en los zapatos…

Kelso tropezó aterrorizado, perdió el equilibrio sobre la viga y metió el pie izquierdo en un agujero del suelo. Se desprendió un trozo de yeso y él lo oyó caer en el apartamento de abajo. Tardó medio minuto en sacar el pie y salir de allí.

Se apretujó para salir por la puerta entreabierta otra vez al pasillo y se dirigió a la escalera por delante de los apartamentos abandonados. Oyó un golpe.

Se detuvo.

¡Bum!

«Caliente, muchacho, muy muy caliente…»

Era el ascensor. Había alguien en el ascensor.

¡Bum! La Lubianka, la quietud de la noche, el coche negro y largo con el motor en marcha, dos agentes con abrigos corriendo escaleras abajo… ¿No había ninguna forma de escapar del pasado?, pensó Suvorin amargamente mientras se daba prisa. Le sorprendió que no hubiera ningún turista cerca para registrar esa escena tradicional de la vida de la Madre Rusia. «Cariño, ¿por qué no la ponemos en el álbum entre la catedral de San Basilio y una troica en la nieve?»

Cogieron un bache profundo al pie de la colina, cerca del hotel Metropol, y se golpeó la cabeza contra el techo del vehículo. En el asiento delantero. Al lado del conductor, Netto desplegaba un mapa a gran escala de las calles de Moscú con un grado de minuciosidad imposible de encontrar para ningún turista, porque aún era secreto. Suvorin encendió la luz del techo y se inclinó para ver mejor. El complejo de bloques de apartamentos Victoria de la Revolución se extendía desordenadamente por la línea de metro TangaskoKrano, un lejano suburbio del noroeste.

—¿Cuánto calculas? ¿Veinte minutos?

—Quince —dijo el conductor.

Aceleró, giró a la derecha y Suvorin salió despedido hacia la izquierda, contra la puerta. Le pareció que la Biblioteca Lenin pasaba veloz a su lado.

—Tranquilo, por favor, no vaya a ser que nos pongan una multa — dijo.

Aceleraron y, al alejarse del centro, Netto abrió la guantera y le pasó a Suvorin una Makarov bien aceitada con el cargador lleno. Suvorin la cogió de mala gana, sintió el desacostumbrado peso en la mano, comprobó el mecanismo y suspiró mientras un abedul pasaba a su lado. No se había metido en el servicio porque le gustaran este tipo de cosas, sino porque su padre era un diplomático y le había enseñado que lo mejor, si uno vivía en la Unión Soviética, era conseguir un puesto en el extranjero. ¿Armas? Hacía un año que no le veían el pelo en el campo de tiro de Yasenevo. Le devolvió la pistola a Netto, que se encogió de hombros y la guardó en el bolsillo.

Una luz azul se acercaba por detrás en la carretera. El coche patrulla de la Milicia Metropolitana de Moscú los adelantó ruidosamente como una mosca enfadada y se perdió en la distancia.

—Cabrones —dijo el conductor.

Al cabo de unos minutos salieron de la carretera y se internaron en esa espesura de hormigón que era el complejo Victoria de la Revolución. Quince años en Kolyma para venir aquí, pensó Suvorin. Lo gracioso era que debió de parecerle el paraíso.

—Según el mapa, el bloque nueve tiene que estar justo a la vuelta de la esquina —dijo Netto.

—Aminora —ordenó de pronto Suvorin poniendo la mano sobre el hombro del conductor—. ¿Oyes algo?

Bajó la ventanilla. Otra sirena, cerca, a izquierda. Durante un instante quedó amortiguada por un edificio y volvió a oírse muy fuerte al tiempo que se veía un juego de luces, azul y amarillo, bastante bonito, que avanzaba deprisa. Por un instante el coche patrulla pareció dirigirse directamente a ellos, pero se apartó de la carretera, dio tumbos sobre el terreno irregular, se pusieron a la par y vieron la entrada del edificio con una iluminación espectacular: tres coches, una ambulancia, gente yendo de aquí para allá, huellas oscuras en la nieve.

Dieron un par de vueltas al edificio, como un trío de morbosos, sin que nadie se fijara en ellos, mientras unos hombres sacaban en camilla el cuerpo y, a continuación, a Kelso.

11

Simonov cuenta la siguiente historia:

En las reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo, el camarada Stalin tenía la costumbre de levantarse de su sitio de la cabecera de la larga mesa y caminar detrás de los participantes. Nadie se atrevía a volverse a mirarlo; sólo sabían dónde estaba por el débil crujido de sus botas o por el fugaz aroma de tabaco Dunhill de pipa. En esa ocasión en particular, la conversación giraba en torno al gran número de recientes accidentes aéreos. El jefe de la fuerza aérea, Richagov, estaba borracho. «Seguirá habiendo muchos accidentes — farfulló— si nos sigue obligando a subirnos en ataúdes volantes.» Hubo un largo silencio, tras el cual Stalin murmuró: «No debió decir algo así.» Pocos días después fusilaron a Richagov.

Se podrían citar montones de historias similares. Su técnica favorita, según Jruschov, era mirar de pronto a alguien a los ojos y decirle: « ¿Por qué tiene hoy un aspecto tan sospechoso? ¿Por qué no puede mirar al cama-rada Stalin directamente a los ojos?» En ese momento la vida de esa persona pendía de un hilo.

El uso que Stalin hacía del terror era en parte instintivo (tenía una tendencia natural a la violencia física; a veces golpeaba a los subordinados en la cara) y en parte calculado. «El pueblo —le dijo a Maria Svanidze— necesita un zar.» Y el modelo de zar que seguía era el de Iván el Terrible. Tenemos una confirmación escrita de ello en este archivo, en la biblioteca personal de Stalin, que contiene un ejemplar de 1942 de la obra de A. M. Tolstoi, Iván Grozny (F558 03 D350). Stalin no sólo corrigió los discursos de Iván para que sonaran más sincopados y lacónicos, sino para que se parecieran más a los suyos, pero también garabateó en la portada varias veces la palabra «Maestro».

Sin embargo, tenía una crítica a su modelo: que era demasiado débil. Como le dijo al director Sergei Einsenstein: «Iván el Terrible ejecutaba a alguien y después pasaba mucho tiempo arrepentido y rezando. De algún modo Dios se interponía en su camino. ¡Tendría que haber sido más decidido!» (Moskovskie Novosti, n.° 32,1988).

Stalin sí era decidido.

El profesor I. A. Kuganov calcula que entre 1917 y 1953, en la URSS murieron 66 millones de personas —fusiladas, torturadas, la mayoría de hambre, congeladas o por trabajos forzados—. Otros dicen que el número exacto es apenas de 44 millones. ¿Quién sabe?

A propósito, en ninguna de las dos cifras se incluyen los 30 millones que murieron en la Segunda Guerra Mundial.

Para poner esta pérdida en su contexto: la Federación Rusa actual tiene una población aproximada de 150 millones. Suponiendo que no hubieran existido los estragos causados por el comunismo, según las tendencias demográficas normales, la población actual sería de unos 300 millones.

A pesar de todo, y esto es sin duda uno de los fenómenos más asombrosos, Stalin sigue disfrutando en gran medida de un enorme apoyo popular en este país medio vacío. Es verdad que han tirado abajo sus estatuas. Han cambiado los nombres de las calles. Pero no ha habido juicios de Nuremberg, como en Alemania. Aquino ha habido un proceso similar ala «desnazificación» ni una especie de Comisión de la Verdad como en Sudáfrica.

¿Y la desclasificación de los archivos? ¿Enfrentarse al pasado? Hablemos con franqueza, damas y caballeros, y digamos lo que todos sabemos: el gobierno ruso actual está asustado y hoy en día es más difícil acceder a los archivos que hace seis o siete años. Todos ustedes lo saben tan bien como yo. Los archivos de Beria: cerrados. Los archivos del Politburó: cerrados. Los archivos de Stalin… los auténticos quiero decir, no este escaparate que nos ofrecen aquí: cerrados.

Veo que mis comentarios no son muy bien recibidos por uno o dos colegas…

De acuerdo, con esta observación les haré llegar a una conclusión: no hay duda de que Stalin, más que Hitler, es la figura más inquietante del siglo XX.

Y lo digo…

Y lo digo no sólo porque Stalin mató más gente que Hitler, ni siquiera porque era un psicópata más grave que Hitler, lo digo porque Stalin, a diferencia de Hitler, aún no ha sido exorcizado. Stalin no era, como Hitler, una excepción, una erupción surgida de la nada. Stalin sigue una tradición histórica de gobernar por medio del terror que ya existía antes que él, que él refino, y que puede volver a existir otra vez. El suyo, y no el de Hitler, es el espectro que debería preocuparnos.

Porque, por ejemplo, si uno coge un taxi en Munich, no se encuentra con la foto de Hitler en el vehículo. El lugar de nacimiento de Hitler no es un santuario. La tumba de Hitler no está llena de flores frescas cada día. No se pueden comprar cintas de los discursos de Hitler en las calles de Berlín. Los políticos alemanes importantes no suelen alabar a Hitler calificándolo de «gran patriota». El viejo partido de Hitler no obtuvo más del 40por ciento de los votos en las últimas elecciones…

Sin embargo, todas estas cosas se pueden aplicar a Stalin en la Rusia de hoy, lo que hace las palabras de Yevtushenko en Los herederos de Stalin más significativas que nunca:

«Por lo tanto le pido a nuestro gobierno

que duplique,

triplique

la guardia

de su tumba.» Chiripa Kelso entró escoltado en la comisaría central de la Milicia Metropolitana de Moscú poco antes de las tres de la madrugada. Y ahí lo dejaron, rodeado del resto de escoria nocturna: media docena de putas, un macarra checheno, dos banqueros belgas muy pálidos, un grupo de bailarines transexuales del Turquestán y la habitual comparsa de locos furiosos, vagabundos y adictos mugrientos. Los techos altos y las arañas con la mitad de las bombillas le daban a la reunión un aspecto épico revolucionario.

Kelso se sentó solo en un banco de madera, con la cabeza apoyada contra la pared descascarillada y la vista al frente sin ver nada. Así que… ¿así era? Ay, podíamos pasarnos la mitad de la vida escribiendo sobre ello, sobre millones de personas… sobre el mariscal Tujachevski a quien el NKVD torturó hasta hacerlo papilla; ahí estaba su confesión en los archivos manchada de sangre, y mientras la sosteníamos pensábamos que sabíamos lo que era… pero cuando nos enfrentábamos a la realidad comprendíamos que no habíamos entendido nada, que ni siquiera habíamos empezado a entender lo que era.

Al cabo de un rato, dos milicianos se acercaron al surtidor metálico de agua que tenía al lado y comentaron el caso del bandido uzbeco que aparentemente esa noche había entrado en el guardarropa del Babilonia con una ametralladora.

—¿Hay alguien que se ocupa de mi caso? —interrumpió Kelso—. Se trata de un asesinato.

—¡Ah, un asesinato! —exclamó burlón uno de los hombres.

El otro rió. Arrojaron los vasos de cartón a la papelera y se marcharon.

—¡Esperen! —gritó Kelso.

Al otro lado del pasillo, una anciana con una mano vendada empezó a chillar.

Kelso volvió a sentarse en el banco.

En aquel momento, un tercer agente, un hombre robusto con bigotes a lo Gorki, bajó la escalera cansinamente y se presentó como el inspector Belenki, detective de homicidios. Llevaba un papel mugriento en la mano.

—¿Es usted el testigo de lo del viejo Rapazin?

—Rapava —le corrigió Kelso.

—Sí, eso —dijo Belenki examinando de arriba abajo el papel. Quizá era el mostacho de morsa o sus ojos acuosos, pero parecía profundamente triste.

—Bueno —suspiró—. Será mejor que le tomemos declaración.

Belenki lo llevó por una escalera lujosa al segundo piso, a una habitación de paredes verdes descascarilla-das y suelo de parquet brillante y desparejo. Le indicó que se sentara y le puso una pila de formularios delante.

—El anciano tenía unos papeles de Stalin —empezó Kelso mientras encendía un cigarrillo y exhalaba el humo—. Eso tiene que saberlo. Casi seguro que los tenía escondidos en su apartamento. Por eso…

Pero Belenki no lo escuchaba.

—Todo lo que recuerde. —Le puso un bolígrafo azul en la mesa.

—¿Pero ha oído lo que acabo de decir? Los papeles de Stalin…

—Sí, sí. —El ruso seguía sin escuchar—. Después nos ocuparemos de valorar los detalles. Primero tiene que hacer una declaración.

—¿De todo?

—Claro. Quién es usted, cómo conoció al anciano, qué hacía en el apartamento… todo. Escríbalo. Volveré luego.

Cuando se marchó, Kelso se quedó mirando la hoja en blanco durante unos minutos. Escribió mecánicamente su nombre completo, fecha de nacimiento y dirección con una cuidadosa caligrafía cirílica. Estaba como atontado. «Llegué», escribió, y se detuvo. El bolígrafo de plástico le pesaba como un hierro. «Llegué a Moscú el…» Ni recordaba la fecha. ¡Él, que justamente era tan bueno para las fechas! (25 de octubre de 1917, el acorazado de guerra Aurora bombardea el palacio de Invierno y empieza la Revolución; 17 de enero de 1927, León Trotski es expulsado del Politburó; 23 de agosto de 1939, se firma el pacto Molotov-Ribbentrop…) Agachó la cabeza sobre el escritorio. «Llegué a Moscú el 26 de octubre por la mañana procedente de Nueva York, invitado por los Archivos Estatales Rusos para dar una breve conferencia sobre Josiv Stalin…»

Terminó la declaración en menos de una hora. Hizo lo que le habían dicho y no se dejó nada: el simposio, la visita de Rapava, el cuaderno de Stalin, la biblioteca Lenin, Yepishev y la reunión con Mamantov, la casa de la calle Vspolni, la tierra recién cavada, el Robotnik y la hija de Rapava… Llenó siete hojas con su apretada letra, y en la última parte fue aún más deprisa, describió la escena del apartamento, el descubrimiento del cuerpo, su desesperada búsqueda, en el bloque de al lado, de un teléfono que funcionara hasta despertar a una mujer joven con un bebé en brazos. Se sentía bien de volver a escribir, de poner cierto orden racional en el caos del pasado.

Belenki asomó la cabeza por la puerta en el momento en que Kelso ponía la frase final.

—Olvídese de la declaración.

—Ya la he hecho.

—¿No me diga? —Belenki miró la pila de hojas y después a Kelso. Había ruido en el corredor, detrás de él. Frunció el entrecejo y gritó por encima del hombro—: Dile que espere. —Entró en la habitación y cerró la puerta.

A Belenki le había pasado algo, era evidente. Llevaba la guerrera desabrochada y la corbata floja. Tenía manchas de sudor en la camisa caqui. Sin apartar la vista de la cara de Kelso, alargó la mano carnosa y éste le dio la declaración. Se sentó al otro lado de la mesa profiriendo un gruñido y sacó un estuche de plástico del bolsillo del pecho. De allí salieron unas gafas asombrosamente delicadas de montura dorada. Se las calzó en la punta de la nariz y empezó a leer.

La mandíbula cuadrada sobresalía y, de vez en cuando, le echaba una mirada a Kelso, lo estudiaba, y volvía al texto. Mientras se mordisqueaba el pulgar derecho, el enorme bigote le caía sobre los labios estirados.

Cuando dejó la última hoja lanzó un suspiro.

—¿Yes verdad?

—Absolutamente, todo.

—Mierda. —Belenki se quitó las gafas y se frotó los °)os con las manos—. ¿Y ahora qué tengo que hacer?

—Mamantov —dijo Kelso—. Seguro que está implicado. Tuve mucho cuidado en no darle ningún detalle, pero…

Se abrió la puerta, y un hombre menudo y flaco, un Laurel en comparación con un Hardy Belenki, dijo con voz asustada:

—¡Sima! ¡Deprisa! ¡Ya están aquí!

Belenki le echó a Kelso una mirada significativa, juntó las hojas de la declaración y apartó la silla.

—Tendremos que llevarlo un rato a los calabozos. No se asuste.

Kelso, ante la sola mención de los calabozos, sintió un espasmo de pánico.

—Me gustaría hablar con alguien de la embajada.

Belenki se puso de pie, se ajustó el nudo de la corbata, se abrochó los botones de la chaqueta y se la estiró en un vano intento de arreglarla.

—¿Puedo hablar con alguien de la embajada? —repitió Kelso—. Me gustaría conocer mis derechos.

Belenki sacó pecho y se encaminó hacia la puerta.

—Demasiado tarde —dijo. En los calabozos de la comisaría central de la Milicia Metropolitana de Moscú, a Kelso lo cachearon rudamente y le quitaron el pasaporte, la cartera, el reloj, la estilográfica, el cinturón y los cordones de los zapatos. Vio cómo metían todo en un sobre de cartón, firmó un formulario y le dieron un recibo. Entonces, con las botas en una mano y el resguardo en la otra, siguió a un guardia por un pasillo encalado, bordeado a ambos lados de puertas de acero. El guardia estaba lleno de forúnculos rojos; la nuca, sobre el cuello sucio de la chaqueta marrón, parecía una masa llena de grumos. Los presos de algunas celdas, al oír el ruido de sus pasos, empezaron a golpear y gritar frenéticamente. El no se dio por enterado.

Le tocaba el octavo cubículo a la izquierda. De tres metros por tres. Sin ventanas. Un catre de metal. Sin mantas. En un rincón, un cubo esmaltado con una tabla manchada por tapadera.

Kelso entró despacio en el calabozo, iba en calcetines, y tiró el abrigo y las botas sobre el catre. Detrás, la puerta se cerró de golpe con un chasquido sordo.

Aceptación. Eso que había aprendido en Rusia hacía muchos años era el secreto de la supervivencia. En la frontera, cuando comprobaban tus papeles por vigésima vez. En un control de carretera, cuando te hacían parar no se sabía por qué y te tenían esperando una hora, y media. En el ministerio, cuando uno iba a sellar el visado y no te atendía nadie. Aceptarlo. Esperar. Dejar que el sistema se agotara solo. Quejarse no hacía más que aumentar la propia tensión sanguínea.

Alguien abrió la mirilla de la puerta por un momento y la cerró. Kelso oyó los pasos del guardia alejarse.

Se sentó en la cama, cerró los ojos y de pronto vio como una imagen brillante que hubiera quedado grabada en su retina, el cuerpo blanco y desnudo girando en la corriente profunda del hueco del ascensor: hombros, talones, manos atadas rebotando suavemente en las paredes.

Se dirigió a la puerta de un salto, la golpeó con las botas y gritó durante un rato, hasta que logró quitarse algo de dentro. Después se volvió y se apoyó contra la superficie de metal, enfrentándose a los límites del calabozo. Se fue agachando poco a poco, hasta quedar en cuclillas con los brazos alrededor de las rodillas. Tiempo. Eso sí es un bien muy peculiar, muchacho. Medir el tiempo. Lo mejor es hacerlo con un reloj, pero, a falta de éste, un hombre puede usar el flujo y reflujo de la luz y la oscuridad. Sin embargo, si no hay una ventana para seguir ese movimiento, la confianza debe recaer en algún mecanismo interno de la mente. Pero si la mente ha recibido alguna conmoción, el mecanismo se altera y el tiempo se vuelve como el suelo para un borracho: variable.

Por lo tanto, Kelso, en algún momento, se tumbó sobre el camastro y se tapó con el abrigo. Los dientes le castañeteaban.

Las ideas le daban vueltas, inconexas. Pensó en Mamantov, repasó una y otra vez la reunión que habían tenido tratando de recordar si había dicho algo que lo llevara a Rapava. Y pensó en la hija de Rapava y en la forma en que había roto su palabra en la declaración. Ella lo había abandonado. Y ahora él revelaba que ella era una puta. El mundo al revés. Seguro que la Milicia tenía su dirección, y también su nombre. Ya le habrían dado la mala noticia y ella la habría recibido… ¿cómo? Impertérrita, sí, Kelso estaba casi seguro. Pero vengativa.

En sus sueños, él se acercaba para besarla otra vez pero ella lo esquivaba. Bailaba frenéticamente sobre la nieve, en la puerta del bloque de apartamentos, mientras O'Brian desfilaba de un lado a otro como si fuera Hitler. Y madame Mamantov bramaba contra su locura. Y en alguna parte, detrás de una puerta, Papú Rapa-va seguía golpeando para que lo dejaran salir. ¡Aquí, muchacho! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Se despertó y vio un ojo azul que lo miraba por la mirilla. La tapa metálica se cerró y la cerradura chasqueó.

Detrás del guardia granujiento había un segundo individuo, rubio, bien vestido… Kelso, al principio, pensó que era el final feliz: «La embajada, han venido a sacarme.» Pero entonces, mientras el guardia dejaba el contenido del sobre encima del camastro, el rubio dijo en ruso:

—Doctor Kelso, póngase las botas, por favor.

Kelso se agachó para ponerse los cordones. El desconocido, notó, llevaba un par de elegantes zapatos occidentales. Se enderezó, se puso el reloj y vio que sólo eran las seis y veinte. Apenas dos horas en el calabozo, pero lo suficiente para toda una vida. Con las botas puestas se sentía más humano. Calzado, un hombre puede enfrentarse al mundo. Recorrieron el pasillo provocando a su paso los mismos golpes y gritos desesperados.

Kelso supuso que volverían a llevarlo arriba para seguir interrogándolo, pero en cambio salieron a un patio trasero donde los esperaba un coche con otros dos hombres sentados delante. El rubio le abrió la puerta trasera… «Por favor», dijo con fría cortesía. Dio la vuelta y entró por la otra puerta. En el interior hacía calor y había un olor fétido, como al final de un largo viaje, que sólo el delicado aftershave del rubio suavizaba. Salieron de la comisaría y se internaron en una calle tranquila. Nadie hablaba.

Empezaba a amanecer, apenas una luz tenue pero suficiente para que Kelso reconociera a donde se dirigían. Ya se había dado cuenta de que era un trío de la policía secreta, que significaba el FSB, que significaba la Lubianka. Pero, para su sorpresa, vio que en lugar de ir hacia el oeste, enfilaban al este. Bajaron por la Novi Arbat, pasaron delante de tiendas desiertas y apareció el Ucrania. Así que me llevan al hotel, pensó. Pero se equivocaba. En vez de cruzar el puente, giraron a la derecha y empezaron a seguir el curso del Moscova. El amanecer avanzaba deprisa, como una reacción química; la oscuridad se disolvía al otro lado del río, primero en un gris y después en un azul sucio y metálico. Las columnas de humo y vapor que salían de las chimeneas de las fábricas de la orilla de enfrente, una curtiembre y una cervecería, se volvían de un rosa corrosivo.

Circularon en silencio durante unos minutos más, y de pronto salieron del terraplén y aparcaron en un trozo de terreno abandonado y ganado al río que se internaba en el agua. Un par de aves marinas aletearon y alzaron el vuelo entre graznidos. El rubio fue el primero en bajar, y, tras una breve vacilación, Kelso lo siguió. Se le cruzó por la cabeza que lo había llevado al sitio perfecto para un accidente: un sencillo empujón, un aluvión de noticias, una larga investigación para algún dominical de Londres, montones de sospechas, y después el olvido. Así que puso cara de valiente. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El rubio leía la declaración que Kelso le había dado a la Milicia. Las hojas se agitaban al viento que se levantaba en el río. Algo en él le resultaba familiar.

—Su avión —dijo sin volverse— sale a la una y media de Sheremetevo-2 y usted irá a bordo.

—¿Quién es usted?

—Ahora lo llevaremos al hotel y después cogerá el autobús al aeropuerto con sus colegas.

—¿Por qué hace esto?

—Es posible que intente volver a entrar en la Federación Rusa en un futuro próximo. Estoy seguro de que lo hará, se nota enseguida que es usted un tipo insistente. Pero le advierto que la solicitud de visado será rechazada.

—Esto es un maldito atropello. —Sí, era una estupidez perder los estribos de esa forma, pero estaba demasiado cansado e impresionado para contenerse—. Una maldita desgracia. Cualquiera diría que soy el asesino.

—Pero en realidad lo mató usted. —El ruso se dio la vuelta—. El asesino es usted.

—Es una broma, ¿no? No tenía por qué entregarme, ni llamar a la Milicia. Podía haberme escapado. Y no crea que no lo he pensado…

—Está aquí, son sus propias palabras. —El rubio golpeó la declaración—. Ayer por la tarde fue a ver a Mamantov y le dijo que un «testigo de los viejos tiempos» había ido a verlo con la información sobre los diarios de Stalin. Eso fue una sentencia de muerte.

—No le di ningún nombre —balbuceó Kelso—. Le he dado vueltas mil veces a esa conversación mentalmente…

—A Mamantov no le hacía falta ningún nombre. Ya lo tenía.

—No veo por qué está tan seguro…

—Papú Rapava—dijo el ruso con exagerada paciencia— volvió a ser investigado por el KGB en el ochenta y tres. La investigación fue solicitada por el subjefe de la Quinta Dirección: Vladimir Pavlovich Mamantov. ¿Se da cuenta?

Kelso cerró los ojos.

—Mamantov sabía exactamente de quién hablaba usted. No hay ningún otro «testigo de los viejos tiempos». Todos los demás están muertos. Así que quince minutos después de que se marchara de la casa de Mamantov, él también se fue. Tuvo siete, probablemente ocho horas para interrogar a Rapava con la ayuda de sus amigos. Créame, un profesional como Mamantov puede hacerle mucho daño a una persona en ocho horas. ¿Quiere que le dé algunos detalles médicos? ¿No? Entonces vuelva a Nueva York, doctor Kelso, y juegue a hacer historia en el país de otro, porque esto no es Inglaterra ni Estados Unidos, aquí el pasado no está enterrado. Aquí el pasado va con esposas y navajas, si no pregúnteselo a Papu Rapava.

Una ráfaga de viento barrió la superficie del río y levantó olas que agitaron una boya cercana con sus cadenas oxidadas.

—Puedo declarar —dijo Kelso al cabo de un rato—. Para detener a Mamantov necesita mi testimonio.

El ruso sonrió por primera vez.

—¿Conoce bien a Mamantov?

—No, para nada.

—Tiene suerte, porque algunos lo conocemos bien y le aseguro que el camarada V. P. Mamantov tendrá por lo menos seis testigos, todos de graduación superior a coronel, dispuestos a jurar que han pasado toda la noche con él hablando de proyectos de beneficencia a cien kilómetros del apartamento de Papú Rapava. Así que ya ve de qué sirve su testimonio.

Rompió la declaración de Kelso por la mitad, después otra vez por la mitad y siguió así hasta que ya no pudo romperla más. Arrugó los trozos de papel y los tiró al río. El viento los arremolinó, las gaviotas se lanzaron sobre ellos con la esperanza de que fueran comida, antes de alejarse graznando desilusionadas.

—Ya nada es como antes —continuó—. Debería saberlo. La investigación empieza otra vez desde cero esta mañana. Esta declaración nunca existió. La Milicia nunca lo detuvo. El oficial que lo interrogó ha sido ascendido y en este momento está siendo trasladado en un avión militar a Magadan.

—¿Magadan? Magadan está en el extremo oriental de Siberia, a seis mil kilómetros.

—Bueno, ya lo haremos volver —dijo el ruso sin darle mayor importancia— cuando todo esto esté resuelto. Lo que no queremos es que la prensa de Moscú se meta en esto. Eso sería una vergüenza. Le cuento todo esto porque sé que no podemos hacer nada para impedir que usted publique su versión en el extranjero. Pero no habrá ninguna corroboración oficial desde aquí, ¿me explico? Al contrario. Nos reservamos el derecho de hacer pública la información que tenemos so- bre sus actividades del día, en la que lo haremos quedar de una forma bastante diferente. Por ejemplo: lo detuvimos por exhibicionismo indecente delante de dos niñas en el zoológico, las hijas de uno de mis hombres. O lo encontramos borracho en el muelle Smolenskaia orinando en el río y tuvimos que encerrarlo por conducta violenta y agresiva.

—Nadie lo creerá —dijo Kelso tratando de invocar el último vestigio de indignación. Pero, naturalmente, sí lo creerían. Podía hacer una lista de todos los que se lo creerían—. ¿Así que así es? —dijo con amargura—. ¿Mamantov queda libre? ¿O quizá intentará usted en- contrar los papeles de Stalin para ocultarlos en alguna parte, como hacen con todos los datos «vergonzosos»?

—¡Ah, usted me irrita! —dijo el ruso. Ahora era su turno de perder los estribos—. ¡Y la gente como usted! ¿Qué más quieren de nosotros? Han ganado pero no es suficiente. No, tiene que refregárnoslo por la cara… Stalin, Lenin, Beria, estoy harto de oír sus malditos nombres, de que nos hagan sacar nuestros trapos al sol y re-volcarnos en nuestra culpa para sentirse superiores…

—Parece Mamantov —soltó Kelso.

—Desprecio a Mamantov —dijo el ruso—. ¿Me comprende? Por lo mismo que lo desprecio a usted. Queremos acabar con los camaradas Mamantov y los de su calaña… ¿Por qué cree que es todo esto? Pero ahora aparece usted, que se topa con algo grande, algo que ni siquiera se imagina lo…

Se calló. Kelso se dio cuenta de que se había sentido provocado y estaba a punto de decir más de lo que quería. En ese momento recordó dónde lo había visto.

—Ah. Usted estaba allí, ¿no? —dijo—. ¿Cuando fui a verlo? Usted era uno de los que estaban en la puerta del apartamento…

Pero hablaba solo. El ruso se dirigía otra vez al coche.

—Llévalo al Ucrania —le dijo al chófer—, y después ven a buscarme. Necesito un poco de aire.

—¿Quién es usted?

—Lárguese y dé las gracias.

Kelso dudó, pero de pronto se sintió muy cansado para discutir. Subió al asiento trasero, exhausto y derrotado, mientras el motor se ponía en marcha. Se sentía atontado, volvió a cerrar los ojos y vio el cadáver de Rapava balanceándose en la oscuridad. Bum. ¡Bum! Abrió los ojos y allí estaba el rubio golpeando el cristal de la ventanilla. Kelso lo bajó.

—Una última cosa. —Hacía un esfuerzo por ser educado, hasta sonreía—. Estamos trabajando en base a la suposición de que Mamantov tiene ahora ese cuaderno. ¿Pero ha pensado en la otra posibilidad? Recuerde que Papú Rapava aguantó seis meses de interrogatorios en el cincuenta y tres, y después quince años en Kolyma. Suponga que Mamantov y sus amigos no consiguieron hacerlo hablar en una noche. Es una posibilidad y, la frustración, explicaría… la ferocidad de su conducta. En ese caso, si usted fuera Mamantov, ¿a quién iría a interrogar? —Dio una palmada en el techo—. Que duerma bien en Nueva York. Suvorin observó cómo el coche se perdía de vista dando bandazos sobre los baches. Volvió hacia el río y caminó por el muelle hasta llegar a un pilote grande de metal empotrado en el cemento, al que se amarraban los barcos en la época comunista, antes de que la economía lograra lo que los bombardeos de Hitler nunca habían conseguido: dejar el puerto inactivo. Toda esa actividad lo había agotado. Limpió la superficie con un pañuelo, se sentó y sacó una fotocopia de la declaración de Kelso. Escribir tanto —quizá unas dos mil palabras—, tan rápido y con tanta claridad después de semejante experiencia… Bueno, demostraba lo que Suvorin ya intuía: que ese Chiripa era un tipo inteligente.

Problemático e insistente, pero inteligente.

Repasó otra vez las hojas con un portaminas dorado, e hizo una lista de todo lo que Netto debía comprobar. Tenían que ir a ver la casa de la calle Vspolni… sí, la casa de Beria; encontrar a esa hija de Rapava. Hacer una lista de todos los peritos calígrafos de Moscú a los que Mamantov podía llevar el cuaderno para que lo autentificaran. Encontrar un par de historiadores acomodaticios y pedirles que trataran de adivinar qué podía contener ese diario. Y… y… Se sentía como si tratara de meter gas con las manos en una bombona.

Cuando Netto y el chófer regresaron seguía escribiendo. Se levantó rígido y se dio cuenta, con disgusto, que el poste había dejado una marca de óxido en su bonito abrigo. Se pasó parte del viaje a Yasenevo sacudiéndolo obsesivamente, tratando de limpiarlo.

12

La habitación de Kelso en el hotel estaba a oscuras y las cortinas de nailon barato, corridas. Las abrió y percibió un olor raro. ¿Polvos de talco? ¿Loción para el afeitado? Alguien había estado allí. ¿El rubio? ¿Eau Sauvage? Levantó el auricular del teléfono. La línea zumbaba. Estaba agotado. Tenía carne de gallina. Un whisky le habría ayudado, pero desde la noche con Ra-pava el minibar estaba vacío; no había nada aparte de refrescos y zumo de naranja. Un baño también le habría servido, pero no había tapón.

Trató de adivinar quién era el rubio. Conocía el tipo: bien afeitado y bien vestido, occidentalizado, desarraigado… demasiado listo para la policía secreta. Había visto a esa clase de personajes en recepciones en la embajada durante más de veinte años, y esquivado sus discretas invitaciones a almorzar o tomar unas copas mientras oía sus bromas cuidadosamente indiscretas sobre la vida en Moscú. Solían llamarlos directores del KGB. Ahora era el SVR. El nombre había cambiado pero el trabajo no. El rubio era un espía y estaba investigando a Mamantov. Habían puesto a los espías sobre Mamantov, lo que no hablaba mucho en favor del FSB.

Al pensar en Mamantov, Kelso se levantó, cerró con llave y puso la cadena en la puerta. Echó un vistazo por la mirilla y tuvo una perspectiva distorsionada del pasillo vacío.

«Pero en realidad lo mató usted… El asesino es usted.»

Empezó a temblar. Era la conmoción con efecto retrasado. Se sentía sucio, envilecido en cierto modo. El recuerdo de la noche era como si le frotaran la piel con arena.

Entró en el pequeño lavabo de azulejos verdes, se quitó la ropa, puso el agua bien caliente, se metió bajo la ducha y se enjabonó de la cabeza a los pies. La espuma se volvió verdosa con la mugre de Moscú. Se quedó bajo el chorro hirviente y dejó que el agua le golpeara durante diez minutos mientras se frotaba los hombros y el pecho. Salió de la bañera chorreando agua sobre el linóleo desparejo. Encendió un cigarrillo que fue fumando mientras se afeitaba, cambiándolo de una comisura de la boca a la otra, mientras trabajaba con la ma-quinilla, de pie, sobre un charco de agua. Se secó, se metió en la cama y se tapó hasta la barbilla. Pero no se durmió.

Poco después de las nueve, el teléfono sonó durante un buen rato, se interrumpió y al poco volvió a sonar. Esta vez, sin embargo, quienquiera que fuese colgó enseguida.

Al cabo de unos minutos, alguien llamó despacio a la puerta de la habitación.

Kelso, desnudo, se sentía vulnerable. Esperó diez minutos, se destapó, se vistió y preparó el equipaje. No le llevó mucho tiempo, y se sentó en uno de los sillones que daban a la puerta. Notó que la tapicería del otro sillón estaba ligeramente hundida: la huella dejada por el cuerpo del pobre Papú Rapava. A las diez y cuarto, con la maleta en una mano y la gabardina en el brazo, Kelso hizo girar la llave, quitó la cadena y comprobó que no había nadie en el pasillo. Bajó al ajetreado vestíbulo por el ascensor.

Entregó la llave en el mostrador de recepción y estaba a punto de dar la vuelta para dirigirse a la entrada principal cuando un hombre gritó: «¡Profesor!»

Era O'Brian, que salía presuroso del puesto de periódicos. Todavía llevaba la ropa de la noche anterior —los vaqueros un poco menos planchados, la camiseta no tan blanca— y unos periódicos bajo el brazo. No se había afeitado. A la luz del día parecía incluso más grande.

—Buenos días, profesor. ¿Qué hay de nuevo?

Kelso emitió una especie de carraspeo pero se las arregló para sonreír.

—Bueno, me marcho. —Le mostró la maleta, la bolsa y el abrigo.

—Vaya, cuánto lo siento. Deja que te ayude.

—No, gracias, no hace falta.

—Venga, por favor. —El reportero cogió el asa, le apretó los dedos a Kelso y al cabo de un instante se había apoderado de la maleta. Se la cambió de mano para ponerla fuera del alcance de Kelso—. ¿Adonde va el señor? ¿A la calle?

—¿A qué coño estás jugando? —Kelso apretó el paso para seguirlo. La gente que había sentada en el vestíbulo se volvió para mirarlos—. Dame la maleta…

—Menuda noche, ¿no? Qué lugar, qué chicas. —O'Brian sacudió la cabeza y sonrió—. Y encima vas y encuentras ese cadáver y… Debió de ser un choque. Cuidado, profesor, allí vamos.

Entró por la puerta giratoria y Kelso, tras un instante de vacilación, lo siguió. Apareció del otro lado y se encontró con O'Brian que lo miraba serio.

—De acuerdo —le dijo éste—, no hace falta que nos hagamos pasar vergüenza mutuamente. Sé lo que está pasando.

—Ahora quiero la maleta.

—Anoche decidí dar una vuelta por los alrededores del Robotnik. Renunciar a los placeres de la carne.

—La maleta…

—Digamos que tuve un pálpito. Vi que te ibas con la chica. Vi que la besabas. Vi que ella se largaba… A propósito, ¿qué pasó? Vi que subías a su coche. Te vi entrar en el bloque de apartamentos. Te vi salir al cabo de diez minutos como si te persiguieran todos los perros del infierno. Y después vi que llegaba la poli. Ay, profesor, eres todo un personaje, un hombre lleno de sorpresas.

—Y tú, un cerdo. —Kelso empezó a ponerse la gabardina, tratando de fingir indiferencia—. ¿Y qué hacías en el Robotnik? No me digas que era una coincidencia.

—Suelo ir al Robotnik —respondió O'Brian—. Prefiero ese tipo de relaciones: sobre una base comercial. ¿Para qué tener una chica gratis si puedes pagar por ella? Ésa es mi filosofía.

—Dios mío. —Kelso extendió la mano—. Dame la maleta.

—De acuerdo, de acuerdo. —O'Brian miró por encima del hombro. El autobús estaba en el sitio de siempre, esperando para llevar a los historiadores al aeropuerto. Moldenhauer estaba tomando una foto de Saunders con el hotel de fondo. Olga los miraba con cariño—. Si quieres que te diga la verdad, fue Adelman.

Kelso volvió la cabeza despacio.

—¿Adelman?

—Sí, en el simposio de ayer, durante la pausa de la mañana, le pregunté a Adelman dónde estabas y me dijo que tras unos diarios de Stalin.

—¿Adelman te dijo eso?

—Venga ya, ¿no me digas que tienes confianza en Adelman? —se burló O'Brian—. Vosotros, al mínimo asomo de primicia hacéis que los paparazzi parezcan colegialas. Adelman me propuso ir a medias. Me dijo que tratara de encontrar los diarios, que viera si había algo interesante y que él los autentificaría. Me contó todo lo que le habías dicho.

—¿Incluido lo del Robotnik?

—Incluido lo del Robotnik.

—Malnacido.

En aquel momento Olga tomaba una foto de Moldenhauer y Saunders. Estaban tímidamente uno al lado del otro, y por primera vez Kelso tuvo la impresión de que eran gays. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Ese viaje estaba lleno de sorpresas…

—Vamos, profesor, no te quedes tan asombrado conmigo, y tampoco te asombres tanto de Adelman. Esto sí es una noticia. ¡Una noticia bomba! Y no hace más que mejorar. No sólo encontraste a ese pobre cabrón colgado del hueco del ascensor con la polla en la boca, sino que además le dijiste a la Milicia que el que lo había hecho era nada menos que Vladimir Mamantov. Y no sólo eso… ahora toda la investigación ha quedado en manos del Kremlin. O eso es lo que he oído. ¿De qué te ríes?

—De nada. —Kelso no pudo evitar reírse al pensar en el espía rubio. («Lo que no queremos es que la prensa de Moscú se meta en todo esto…»)—. Hay que decir a tu favor que tienes buenos contactos.

O'Brian no le dio importancia.

—En esta ciudad no hay secretos que no puedan revelarse por una botella de whisky y cincuenta pavos. Y, si quieres que te diga algo, están con un buen cabreo. Hayfilt raciones peores que las de los reactores nucleares. No les gusta que les digan lo que han de hacer.

El chófer del autobús tocó el claxon. Saunders ya estaba arriba. Moldenhauer había sacado el pañuelo para agitarlo como despedida. Kelso veía las caras de los demás historiadores al otro lado del cristal, como peces en un acuario.

—Ahora será mejor que me des la maleta. Tengo que irme.

—No puedes huir, profesor. —Pero había un tono de derrota en su voz, y esta vez dejó que Kelso cogiera el asa—. Venga, Chiripa, una entrevista breve. ¿Algún comentario? —preguntó siguiéndolo de cerca, como un pordiosero insistente—. Necesito una entrevista para mantener la atención en el tema.

—Sería irresponsable.

—¿Irresponsable? ¡Y una mierda! ¡No hablas porque quieres guardártelo todo para ti! Pues estás chiflado. La maniobra para taparlo no ha funcionado. La noticia correrá como la pólvora… si no es hoy, seguro que mañana.

—Y tú quieres que sea hoy, ¿no? ¿Antes que nadie?

—Es mi trabajo. Bah, profesor, vamos. Deja ya de hacerte el estirado. No somos tan distintos…

Kelso estaba en la puerta del autobús, que se abrió con un zumbido neumático.

—Adiós, señor O'Brian —le saludó burlón e irónico desde el interior.

Pero O'Brian no se daba por vencido y subió al primer escalón.

—Echa un vistazo a lo que pasa aquí. —Metió los periódicos enrollados en el bolsillo del abrigo de Kelso—. Echa un vistazo. Esto es Rusia. Aquí nada dura hasta mañana. Quizá este lugar mañana ya no esté. Tú estás… Ay, joder…

Tuvo que saltar para evitar la puerta que se cerraba. Dio un último golpe desesperado en la carrocería.

—Doctor Kelso —dijo Olga fríamente.

—Olga —respondió Kelso.

Avanzó por el pasillo y cuando llegó a la altura de Adelman se detuvo; éste, que seguramente había visto toda la escena con O'Brian, apartó la mirada. Al otro lado del cristal sucio se veía al reportero caminar fatigado hacia el hotel con las manos en los bolsillos. El pañuelo blanco de Moldenhauer ondeaba al viento en señal de despedida.

El autobús se puso en marcha. Kelso se abrió paso a trompicones hasta su sitio habitual: solo al fondo del vehículo. Durante cinco minutos no hizo nada más que mirar por la ventanilla. Sabía que tenía que escribir todo eso, preparar otro informe mientras aún estaba claro en su cabeza. Pero todavía no podía. De momento, todos los caminos de su pensamiento parecían desembocar en la misma imagen del hueco del ascensor.

Como una media res en una carnicería…

Se palpó los bolsillos en busca de cigarrillos y sacó los periódicos de O'Brian. Los arrojó sobre el asiento de al lado y trató de ignorarlos. Pero, al cabo de unos minutos, empezó a leer los titulares de atrás para adelante, y después, de mala gana, los cogió.

No eran nada especial, sólo un par de periódicos gratuitos en inglés que repartían en los vestíbulos de los hoteles.

El Moscow Times. Noticias locales: el presidente estaba enfermo otra vez, o borracho otra vez, o las dos cosas. Un caníbal en serie en la región de Karemovo era sospechoso de haber matado ochenta personas y habérselas comido. Interfax informaba que cada noche dormían sesenta mil niños en la calles de Moscú. Gorbachov rodaba otro anuncio de televisión para Pizza Hut. Un grupo que se oponía a que retiraran la momia de Lenin de la plaza Roja había puesto una bomba en la estación de metro de Nagornaya.

Noticias internacionales: el FMI amenazaba con retirar los setecientos millones de dólares de ayuda si Moscú no recortaba el déficit presupuestario.

Noticias económicas: los tipos de interés se habían triplicado, la bolsa había bajado a la mitad.

Noticias religiosas: una monja de diecinueve años con diez mil seguidores predecía el fin del mundo para el día de Acción de Gracias. Una estatua de la Virgen María se movía por la región de la Tierra Negra, llorando sangre de verdad. Había un santo varón de TarkoSele que hablaba lenguas y… faquires, pentecostalistas, curanderos, chamanes, milagreros, anacoretas y seguidores del skoptsy que se creían reencarnaciones del Señor… Como en la época de Rasputin. Todo el país era un tumulto de augurios sangrientos y falsos profetas.

Kelso cogió el otro periódico, The eXile, escrito por jóvenes occidentales como O'Brian que trabajaban en Moscú. Ahí no había religión, pero muchos sucesos:


En la aldea de Kamenka, en Smolenskaya Oblast, donde la granja

colectiva local está en quiebra y los funcionarios del Estado no

cobran desde hace un año, el gran entretenimiento de verano para

los chicos es dar vueltas por la autopista Moscú-Minsk, esnifando

gasolina que compran en botes de medio litro por un rublo. En

agosto, dos serios adictos a la gasolina: Pavel Mikenkov, de once

años, y Anton Maliarenko, de trece, se doctoraron en su pasatiempo

favorito —torturar gatos— atando a un niño de cinco años llamado

Sasha Petrochenkov a un árbol y quemándolo vivo. Maliarenko fue

deportado a su Tashkent natal, pero Mikenkov se ha quedado en Ka-

menka sin recibir ningún castigo; mandarlo a un reformatorio cuesta

quince mil rublos y el pueblo no tiene dinero. A la madre de la

víctima, Svetlana Petrochenkova, le han dicho que si ella misma

pone el dinero se llevarán al asesino de su hijo, de lo contrario debe

convivir con él en el mismo pueblo. Según la policía, Mikenkov bebía

vodka con sus padres regularmente desde los cuatro años.


Kelso pasó la página rápidamente y encontró una guía de la vida nocturna de Moscú. Bares gays y de lesbianas: Los Tres Monos, Nación Gay; clubes de striptease: el Buchenwald (donde el personal llevaba uniformes nazis), Bulgakov, Utopiya. Buscó el Robotnik: «Ningún lugar como el Robotnik ejemplifica los excesos de la nueva Rusia: un interior decadente, música tecno que rompe los oídos, gorilas en la puerta, clientes con ojos morados. Ligar y, de paso, ver cómo le pegan un tiro a alguien.»

Se ajustaba bastante a la realidad, pensó Kelso. La terminal de salidas en el Sheremetevo-2 estaba llena de gente que trataba de marcharse de Rusia. Las colas parecían paredes celulares bajo el microscopio: surgían de la nada, se enrollaban sobre sí mismas, se rompían, volvían a formarse y se mezclaban con otras colas; colas para la aduana, los billetes, seguridad, control de pasaportes. Se acababa una y había que empezar otra. El vestíbulo era oscuro y cavernoso, y tenía un hedor a carburante de aviación mezclado con el olor ácido de la ansiedad. Adelman, Duberstein, Byrd, Saunders y Kelso, más una pareja de americanos que se habían alojado en el Mir —Pete Maddox de Princeton y Vobster de Chicago—, formaban un grupo al final de la cola más cercana, mientras Olga iba a ver si podía agilizar un poco los trámites.

Al cabo de unos minutos la cola no se había movido. Kelso ni miraba a Adelman que, sentado sobre su maleta, leía una biografía de Chejov con una desproporcionada atención. Saunders suspiraba y se palmeaba los brazos frustrado. Maddox dio una vuelta y volvió diciendo que los de aduanas estaban abriendo cada maleta.

—Joder —se quejó Duberstein—, yo me he comprado un icono. No voy a poder pasarlo.

—¿Dónde lo conseguiste?

—En esa librería grande de Novi Arbat.

—Dáselo a Olga. Ella te lo pasará. ¿Cuánto te ha costado?

—Quinientos dólares.

—¿Quinientos?

Kelso recordó que no tenía ni un céntimo. Había un quiosco de prensa al final de la terminal. Necesitaba más cigarrillos. Si pedía un asiento para fumadores se quitaría a los demás de encima.

—Phil —le dijo a Duberstein—, ¿podrías prestarme diez dólares?

Duberstein se echó a reír.

—¿Qué vas a hacer? ¿Comprar el diario de Stalin?

Saunders lanzó un risita. Velma Byrd se tapó la boca y apartó la mirada.

—¿También se lo has contado a ellos? —Kelso miró a Adelman incrédulo.

—¿Y por qué no? —Adelman se mojó un dedo para dar vuelta la página sin levantar la mirada—. ¿Es un secreto?

—Sabes qué —dijo Duberstein mientras sacaba la cartera—, toma veinte y cómprame también uno para mí.

Esta vez todos rieron abiertamente mientras observaban qué hacía Kelso, que cogió el dinero.

—De acuerdo, Phil —dijo en voz baja—. Hagamos un trato: si resulta que aparece el cuaderno de Stalin antes de fin de año, me quedo con el dinero y estamos parejos. Si no aparece, entonces te devuelvo mil dólares.

Maddox lanzó un silbido.

—Cincuenta contra uno —dijo Duberstein mientras tragaba saliva —. ¿Me ofreces cincuenta contra uno?

—¿Trato hecho?

—Sin duda. —Duberstein volvió a reírse, pero esta vez nervioso. Echó una mirada a los demás—. ¿Habéis oído?

Sí, habían oído. Miraban a Kelso fijamente, y para él ese momento bien valía mil dólares… los valía sólo por la forma en que lo miraban: boquiabiertos, impresionados, asustados. Hasta Adelman se había olvidado momentáneamente de su libro.

—Los veinte dólares más fáciles que he hecho en mi vida —dijo Kelso. Se metió el billete en el bolsillo y levantó la maleta—. Guardadme el sitio, ¿vale?

Cruzó la terminal repleta y se alejó entre la gente y los montones de equipaje. Sentía un placer infantil. Una de esas pocas victorias fugaces que se sentían de vez en cuando. ¿Qué más podía esperar un hombre de esta vida?

Una voz chillona anunció ensordecedoramente por los altavoces la partida de un vuelo de Aeroflot a Delhi.

En el quiosco hizo un repaso rápido para ver si tenían la edición de bolsillo de su libro. No, por supuesto no la tenían. Miró el expositor de revistas. Tenían el Time y el Newsweek de la semana pasada, y el Der Spiegel de ésa. Por lo tanto, compraría el Der Spiegel. Le haría bien y seguramente le duraría las once horas del vuelo. Sacó el billete de veinte de Duberstein y se dirigió a la caja. Por el ventanal de cristal miró hacia fuera y vio el cemento mojado de la explanada, una cola colapsada de taxis, coches y autobuses, edificios grises, carritos abandonados y una chica morena y pálida de pelo muy corto que lo miraba. Kelso apartó la mirada con indiferencia. Arrugó la frente y volvió a mirar.

Dejó la revista otra vez en el expositor y volvió a la ventana. Era ella, sí, sola, en vaqueros y una chaqueta de piel forrada de vellón. Su aliento empañaba ligeramente el cristal. «Espera», le dijo Kelso en silencio moviendo los labios. Ella lo miró con expresión vacía. Kelso le señaló los pies. «Quédate donde estás.»

Para llegar a donde estaba ella, primero tuvo que alejarse y caminar junto a la pared de cristal hasta encontrar la salida. El primer par de puertas estaba cerrado con cadenas. El segundo lo encontró abierto. Salió al frío y la humedad. Ella estaba a unos cincuenta metros de distancia. Volvió la cabeza, miró la terminal llena de gente pero no vio a los otros… Volvió a mirarla a ella, que empezó a cruzar por un paso de cebra sin hacer caso de los coches. Kelso dudó. ¿Qué hacía? Un autobús se interpuso momentáneamente entre ambos y le obligó a tomar una decisión. Levantó la maleta y echó primero a andar y después a trotar tras ella. La chica, manteniendo siempre la misma distancia, lo obligó a seguirla hasta que entraron en un aparcamiento al aire libre, donde Kelso la perdió de vista.

Luz gris, nieve y hielo sucio. El hedor a combustible era mucho más fuerte allí. Filas y filas de utilitarios, algunos de un blanco apagado, otros recubiertos de una capa de barro y suciedad. Kelso siguió andando. El aire vibró. Un viejo jet Tupolev pasó volando tan bajo sobre su cabeza que pudo ver el óxido en las junturas del fuselaje. Agachó instintivamente la cabeza justo en el momento en que un Lada de color arena emergía despacio de la punta de una hilera de coches y se detenía con el motor en marcha. Ni siquiera en aquel momento la chica le hizo las cosas más fáciles. No se acercó a él, sino que fue él quien tuvo que hacerlo. No le abrió la puerta, dejó que lo hiciera él. No le dirigió la palabra, fue él quien tuvo que romper el silencio. Ni siquiera le dijo cómo se llamaba, por lo menos no en ese momento, aunque él se enteró después. Su nombre era Zinaida. Zinaida Rapava.

Ella sabía lo que había pasado; era evidente por la tensión de su cara. Y Kelso se sintió culpablemente aliviado por eso, al menos no iba a tener que darle la mala noticia. Siempre había sido un cobarde para eso… era una de las razones de que se hubiera casado tres veces. Se sentó en el asiento del pasajero con la maleta sobre las rodillas. La calefacción estaba encendida. El limpia-parabrisas se movía sobre el cristal sucio. Sabía que tenía que decir algo y rápido. El vuelo de Delta a Nueva York era el único acto del simposio que no tenía intenciones de perderse.

—Dime qué puedo hacer para ayudar.

—¿Quién lo mató?

—Un hombre llamado Vladimir Mamantov. Ex agente del KGB. Conocía a tu padre de los viejos tiempos.

—Los viejos tiempos —repitió amargamente.

Silencio. Los limpiaparabrisas recorrieron el cristal un par de veces.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—Los viejos tiempos… siempre, toda mi vida.

Otro Tupolev cruzó ruidosamente el cielo.

—Escucha —dijo Kelso—. Tengo que irme dentro de un minuto. Debo coger un avión a Nueva York. Cuando llegue, voy a escribir todo… ¿me oyes? Y te mandaré una copia. Dime adonde puedo mandártela. Si necesitas algo, te ayudaré.

Le costaba moverse con la maleta en las rodillas. Se desabotonó el abrigo y buscó una pluma con torpeza en el bolsillo interior. Ella no lo escuchaba. Miraba al frente como si hablara casi consigo misma.

—Hacía años que no lo veía. ¿Para qué? Cuando me pediste que te llevara, hacía ocho años que no iba a ese basural. —Se volvió y lo miró por primera vez. No llevaba maquillaje. Parecía más joven, más guapa. Iba con una chaqueta vieja de piel marrón, con la cremallera subida hasta el cuello—. Cuando te dejé, me fui a casa, y después volví otra vez al edificio. Tenía que averiguar qué pasaba. Nunca en mi vida vi tantos polis juntos. Ya te habían llevado a la comisaría. No les dije quién era yo. Primero tenía que pensar y… —Se interrumpió. Parecía confusa, perdida.

—¿Cómo te llamas? ¿Dónde puedo encontrarte? —le preguntó.

—Esta mañana fui al Ucrania. Te llamé. Subí a tu habitación. Cuando me dijeron que ya te habías marchado, vine al aeropuerto y esperé.

—¿No puedes decirme cómo te llamas? —Miró su reloj, desesperado—. Tengo que coger este avión, entiendes.

—No pido favores —dijo ella con dureza—. Nunca pido favores.

—Escucha, no te preocupes. Quiero ayudar. Me siento responsable.

—Entonces ayúdame. Me dijo que me ayudarías.

—¿Quién?

—La cuestión, mister, es que me dejó algo. —Se bajó la cremallera de la chaqueta de piel con un chirrido y sacó una hoja de papel—. ¿Algo que vale mucho? ¿Algo en una caja de herramientas? Aquí dice que me dirías qué es.

13

Salieron del perímetro del aeropuerto por la autopista de San Petersburgo hacia el sur, hacia la ciudad. Un camión grande, con unas ruedas enormes, los adelantó arrojándoles una estela de nieve sucia.

Kelso se había prometido no mirar atrás, pero por supuesto lo hizo: se volvió y vio el edificio de la terminal, como un gran transatlántico gris que desaparecía detrás de una hilera de abedules; sólo se veían unas pocas luces sobre el agua que también acabaron por desaparecer.

Hizo un gesto de dolor y casi le pidió a la chica que lo llevara de vuelta. La miró por el rabillo del ojo. Con esa chaqueta forrada de piel parecía una mujer intrépida, una aviadora en la cabina de una nave maltrecha.

—¿Quién es Sergo? —preguntó él.

—Mi hermano. —Miró por el retrovisor—. Murió.

Kelso volvió a leer la nota escrita con lápiz y letra apresurada sobre un papel arrugado que, según ella, le había pasado por debajo de la puerta de su apartamento. La chica se la había encontrado al volver a su casa, después de dejarlo a él en la puerta del edificio de su padre.


Querida mía:

¿Cómo estás?

No me he portado bien, tienes razón. Todo lo que dijiste era cierto.

¡No creas que no lo sé! Pero ahora tengo la oportunidad de hacer algo

bueno. Ayer no me dejaste que te lo dijera, así que escúchame ahora.

¿Recuerdas ese sitio que yo tenía cuando mamá vivía? ¡Todavía existe!

Y allí hay una caja de herramientas con un regalo para ti que vale

mucho.

¿Me escuchas, Zinaida?

Estoy bien, pero si me llegara a pasar algo… Coge esa caja y

escóndela en un lugar seguro. Recuerda que puede ser peligroso, así

que ten cuidado. Ya verás por qué lo digo.

Destruye esta nota.

Un beso, pequeña mía,

Papá.

PD: Hay un inglés llamado Kelso. Búscalo en el Ucrania, él sabe la

historia. ¡Recuerda a tu padre!

Otro beso, hija mía.

¡Recuerda a Sergo!


—Así que fue a verte. ¿Cuándo? ¿Anteayer?

Ella asintió sin mirarlo, concentrada en la carretera.

—Era la primera vez que lo veía en casi diez años.

—¿No os llevabais bien?

—Vaya, sí que eres listo. —Lanzó una risa breve y sarcástica—. No, nos llevábamos bien.

Kelso no hizo caso de la agresión. Tenía todo el derecho.

—¿Cómo estaba la última vez que lo viste?

—¿A qué te refieres?

—A su estado de ánimo.

—Era el mismo cabrón de siempre. —Frunció el entrecejo al tráfico en contra—. Debió de esperarme toda la noche en la puerta. Volví a casa a eso de la seis de la mañana. Había estado trabajando en la discoteca, ya sabes. En cuanto me vio se puso a gritar. Me vio la ropa y empezó a llamarme puta. —Sacudió la cabeza.

—¿Y qué pasó?

—Me siguió hasta mi casa. Le dije que si me ponía una mano encima, le arrancaba los ojos. «Ya no soy tu pequeña», le dije. Se calmó un poco.

—¿Qué quería?

—Hablar, según él. A mí me impresionó verlo después de tanto tiempo, porque creía que él no sabía dónde encontrarme. En realidad, yo ni siquiera sabía si estaba vivo. Creía que me había alejado de él para siempre. Pero por lo que me dijo, sabía dónde vivía yo desde hacía mucho tiempo. Me contó que a veces venía y me observaba. «Uno no se aleja del pasado así como así», dijo. ¿Por qué fue a verme? —Miró a Kelso por primera vez desde que habían salido del aeropuerto—. ¿Puedes explicármelo?

—¿De qué quería hablar?

—No sé, no lo escuché. No quería que estuviera en mi casa mirando mis cosas. No quería escuchar sus historias. Empezó otra vez con su época en los campos de prisioneros. Le di unos cigarrillos para librarme de él y le dije que se largara. Estaba cansada y tenía que irme a trabajar.

—¿A trabajar?

—Sí, trabajo en un GUM durante el día. Por las tardes estudio derecho, y algunas noches pego un polvo. ¿Por qué? ¿Pasa algo?

—Tienes una vida completa.

—No me queda más remedio.

Trató de imaginársela detrás del mostrador del GUM.

—¿Qué vendes?

—¿Qué?

— ¿En la tienda? ¿Qué vendes?

—Nada. —Miró de nuevo por el retrovisor—. Trabajo en la centralita.

Cerca de la ciudad, la carretera estaba atascada. Más adelante había habido un accidente. Un Skoda destartalado se había empotrado en la parte trasera de un Zhiguli viejo y grande. Por los dos carriles había trozos de cristal y metal desparramados. La Milicia había llegado a la escena. Al parecer, uno de los conductores le había dado un puñetazo al otro: tenía manchas de sangre en la pechera de la camisa. Al pasar junto a los policías, Kelso volvió la cabeza. La carretera se despejó y volvieron a acelerar.

Mientras tanto, trató de recomponer todas las piezas de los últimos dos días de Papu Rapava en la tierra. El martes 27 de octubre va a ver a su hija por primera vez en una década, porque, según dice, quiere hablar. Ésta lo echa y lo despacha con un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas del Robotnik. Por la tarde se presenta nada menos que en el Instituto de Marxismo-Leninismo y escucha la ponencia de Chiripa Kelso sobre Stalin. Después lo sigue hasta el Ucrania y se pasa toda la noche bebiendo con él… y hablando. Habla de verdad. A lo mejor me dijo a mí lo que le habría dicho a su hija si ésta lo hubiera escuchado, pensó.

Se larga del Ucrania al amanecer. Ya es miércoles 28. ¿Qué hace aquella mañana al salir? ¿Va a la casa vacía de la calle Vspolni y desentierra el secreto de su vida? Seguramente. Después lo esconde y le deja una nota a su hija diciéndole dónde encontrarlo («¿Recuerdas ese sitio que yo tenía cuando mamá vivía?») Después, esa misma tarde, los asesinos van a buscarlo. Hay dos posibilidades: que les dijera todo o no. Si no les dijo nada, debió de ser en parte por amor, ¿no? Para ga- rantizar que lo único valioso que poseía en el mundo fuera a parar a su hija y no a ellos.

Dios mío, qué final, pensó Kelso. Qué manera de dejar la vida… y de dejar una herencia.

—Seguramente le importabas —dijo Kelso. Se preguntó si la chica sabía cómo había muerto. Si no lo sabía, él era incapaz de decírselo—. Si fue a buscarte seguramente le importabas mucho.

—No creo. Solía pegarme, y también a mi madre y a mi hermano. —Miraba el tráfico en dirección contraria—. Solía pegarme cuando era pequeña. ¿Qué sabe un niño? —Sacudió la cabeza—. No creo que le importara.

Kelso trató de imaginarse a los cuatro en un apartamento de un dormitorio. ¿Dónde dormirían los padres? ¿En la sala? Y Rapava, tras una década y media en Kolyma: violento, inestable, cerrado. Un espectáculo no muy agradable.

—¿Cuándo murió tu madre?

—¿Paras alguna vez de hacer preguntas, mister?

Salieron de la autopista y entraron en una carretera estrecha que nunca se había acabado. Un único carril serpenteaba como un riachuelo que terminaba abruptamente en una serie de vallas de metal y un barranco de diez metros que daba a un terreno baldío.

—Cuando yo tenía dieciocho años. ¿Te aclara algo?

La fealdad del lugar era colosal. En Rusia podían darse el lujo de algo así… podían darse el lujo de tener esas carreteras vecinales, anchas como autopistas, con baches llenos de agua del tamaño de lagunas. Cada complejo de apartamentos de hormigón, cada planta industrial tenía un descampado entero para contaminar. Kelso se acordó de la noche anterior: la interminable carrera del bloque 9 y el bloque 8 para dar la alarma: no acababa nunca, como un viaje en una pesadilla.

El edificio de Rapava a la luz del día parecía más abandonado que por la noche. Las paredes chamuscadas junto a las ventanas del segundo piso señalaban el lugar donde se había incendiado un apartamento. Había mucha gente en la puerta y Zinaida disminuyó la velocidad para que pudieran echar un vistazo.

O'Brian tenía razón. Era evidente que se había corrido la voz. Un policía solitario bloqueaba la entrada, y mantenía a raya a un montón de cámaras y reporteros que, a su vez, eran objeto de la curiosidad de un semicírculo de apáticos vecinos. Algunos chicos pateaban un balón en un descampado, mientras otros husmeaban alrededor de los bonitos coches occidentales de los medios de comunicación.

—¿Pero quién era él para ellos? —dijo Zinaida de repente—. ¿Quién era él para vosotros? ¡Sois unos buitres!

Hizo una mueca de disgusto y, por tercera vez, Kelso notó que miraba por el retrovisor.

—¿Nos sigue alguien? —preguntó mientras se volvía.

—Quizá, un coche del aeropuerto. Pero ya no está.

—¿Qué clase de coche? —Trató de que la voz sonara tranquila.

—Un BMW, serie Siete.

—Parece que sabes de coches.

—¿Más preguntas? —Le lanzó otra mirada—. Los coches eran la pasión de mi padre. Los coches y el camarada Stalin. Era chófer de un pez gordo de los viejos tiempos, ¿no? Ya verás.

Pisó el acelerador.

No sabe nada, se dijo Kelso. No tiene ni idea de los riesgos. Empezó a pensar lo que haría: ahora echarás un vistazo rápido para ver si esa caja de herramientas está allí (no iba a estar), después le pedirás que te lleve al aeropuerto para ver si puedes salir en el próximo vuelo…

Dos minutos después del edificio de Rapava, Zinaida salió de la carretera principal y se metió por un camino de tierra a través de un desordenado bosquecillo de abedules hasta un terreno dividido en parcelas más pequeñas. Un cerdo gruñía en un corral hecho de puertas viejas de coches unidas con alambre. También había unos pollos escuálidos, unas verduras quemadas por la helada. Los niños habían hecho un muñeco con la nieve del día anterior que, con la llovizna, se había derretido y daba la grotesca impresión de un trozo de grasa blan- ca sobre el barro.

Delante de esta escena rural se veía una hilera de garajes. Sobre el techo plano y largo estaban los restos de una media docena de pequeños coches: carrocerías oxidadas despojadas de sus ventanas, motores, ruedas, asientos… Zinaida paró el motor y bajaron al terreno embarrado. Un anciano inclinado sobre una pala los miró. Zinaida le devolvió la mirada con las manos en la cadera. Al cabo de un rato, el hombre lanzó un escupitajo y volvió a su trabajo.

La chica llevaba una llave. Kelso miró hacia atrás, al camino desierto. Tenía la manos heladas. Se las metió en el bolsillo del abrigo. Zinaida era la que estaba tranquila. Iba con unas botas altas hasta la rodilla y procuraba no ensuciárselas. Kelso volvió a mirar atrás. Todo aquello no le gustaba: los árboles invasores, los restos de coches, esa mujer desconcertante con su calidoscopio de papeles… telefonista del GUM, futura abogada, puta eventual, y, ahora, hija insensible.

—¿De dónde has sacado la llave?

—Estaba con la nota.

—No comprendo por qué no has venido sola. ¿Para qué me necesitas?

—Porque no sé lo que estoy buscando. ¿Entras o no? —Estaba introduciendo la llave en un candado grande—. A propósito, ¿qué buscamos?

—Un cuaderno.

—¿Qué? —Dejó de trajinar con la llave y lo miró fijamente.

—Un cuaderno negro de hule de Josiv Stalin. —Repitió de nuevo esa frase. Se estaba convirtiendo en un mantra.

(No estará aquí, se dijo de nuevo. Era como el Santo Grial. Lo importante era la búsqueda, no encontrarlo.)

—¿Un cuaderno de Stalin? ¿Y cuánto vale?

—¿Cuánto? —Trató de aparentar que nunca se le había ocurrido la pregunta—. Pues… es difícil dar una cifra exacta. Hay algunos coleccionistas muy ricos. Depende de lo que tenga escrito. —Abrió las manos—. Medio millón, quizá. —¿De rublos?

—De dólares.

—¿Dólares? ¡Joder! —Retomó sus esfuerzos para abrir el candado, esta vez con torpeza por la ansiedad.

Al mirarla, Kelso se dio cuenta de su estado de ánimo y supo por qué la había acompañado. Ahí estaba todo… Era mucho más que el dinero. Se trataba de una reivindicación. De reivindicar los veinte años que había pasado helándose el culo en archivos en sótanos húmedos, yendo a conferencias en invierno —primero como oyente y después como ponente—, veinte años de enseñanza y componendas con el profesorado, tratando de escribir libros que no se vendían mucho… todo el tiempo con la esperanza de producir algún día algo que valiera la pena, algo auténtico, grande, definitivo, que explicara por qué las cosas habían sucedido de esa manera.

—Venga —dijo casi apartándola de la puerta—, déjame probar a mí.

Movió la llave en el candado, que al final giró y se abrió con un chasquido, y sacó la cadena de los pasadores. Una oscuridad fría y espesa. Sin ventanas, ni electricidad, sólo una lámpara antigua de parafina colgada de un clavo al lado de la puerta.

La descolgó y la agitó. Estaba llena. Zinaida dijo que sabía cómo encenderla. Se arrodilló en el suelo de tierra, prendió una cerilla y la acercó a la mecha. Surgió una llama azul y después una amarilla. La levantó mientras Kelso volvía a cerrar la puerta.

El garaje era un cementerio de recambios viejos apilados junto a las paredes. En la pared de enfrente había unos asientos de coche dispuestos a modo de cama, con un saco de dormir y una manta cuidadosamente plegada encima. Una cadena, una polea y un gancho colgaban de una viga del techo. Debajo del gancho, una plataforma de madera formaba un rectángulo de un metro y medio de ancho por dos de largo.

—Siempre ha tenido este lugar, desde que nací. Cuando las cosas se ponían mal, venía a dormir aquí.

—¿Tan mal se ponían?

—Mucho.

Cogió la lámpara y dio una vuelta iluminando los rincones. A la vista no había nada parecido a una caja de herramientas. En una mesa de trabajo había una bandeja de latón con un cepillo de metal, unas bielas, un cilindro, un carrete de alambre de cobre… ¿qué era todo eso? Kelso lo ignoraba todo sobre cuestiones mecánicas.

—¿Tenía coche?

—No sé. Hacía reparaciones para otros. La gente le daba cosas.

Se detuvo al lado de la improvisada cama. Algo brillaba encima. La llamó.

—Mira eso —le dijo e iluminó la pared.

Stalin los miraba desde un viejo poster. Había un montón de fotos más del secretario general, arrancadas de revistas. Stalin pensativo detrás del escritorio. Stalin con gorro de piel. Stalin estrechándole la mano a un general. Stalin muerto, en la capilla ardiente.

—-¿Y ésta? ¿Eres tú?

Era una foto de Zinaida más o menos a los doce años con uniforme de colegiala. Se acercó sorprendida.

—¿Quién lo hubiera dicho? —Rió intranquila—. Yo con Stalin. — Contempló la foto.

—Bueno, vamos a buscar ese cuaderno —dijo apartándose—. Quiero irme de aquí.

Kelso tocó uno de los tablones del suelo con el pie. Estaba suelto el entarimado que descansaba sobre el suelo de tierra. Es aquí, pensó. Tiene que ser aquí.

Pusieron manos a la obra bajo la mirada de Stalin y empezaron a apilar los tablones contra la pared, dejando al descubierto un foso de mecánico. Era hondo. En la oscuridad parecía una tumba. Tenía el suelo manchado de aceite. Los lados estaban apuntalados con maderas viejas, en las que Rapava había hecho hornacinas para las herramientas. Kelso le pasó la lámpara a Zinaida y se secó las palmas con el abrigo. ¿Por qué estaba tan condenadamente nervioso? Se sentó en el borde, con las piernas en el aire, y bajó con cuidado. Se arrodilló en el suelo del foso y palpó hasta que tocó una tela de arpillera.

—Ilumina por aquí —pidió.

Quitó la tela áspera y a continuación palpó algo sólido, envuelto en papel de periódico. Se lo pasó a Zinaida, que dejó la lámpara y lo desenvolvió. Era una pistola. Kelso vio que era diestra con el arma. Sacó el cargador, comprobó si tenía las ocho balas, volvió a meterlo, quitó el seguro, volvió a ponerlo.

—¿Sabes cómo funciona?

—Claro. Es la suya, una Makarov. Cuando éramos pequeños, nos enseñaba a desarmarla, limpiarla, disparar. Siempre la llevaba consigo. Decía que, si se veía obligado, no dudaría en matar.

—Qué bonito recuerdo. —Creyó oír un ruido fuera—. ¿Has oído?

Pero ella meneó la cabeza, ocupada con el arma.

Kelso volvió a arrodillarse.

Allí, metida en un agujero, vio la esquina de una caja de metal oxidada, cubierta de barro seco. Si uno no sabía lo que buscaba, jamás la hubiera notado. Rapava la había escondido bien. Kelso la cogió con ambas manos y empezó a tironear.

Bueno, había algo muy pesado. O la caja en sí o lo que tenía dentro. Las asas estaban oxidadas y trabadas, era difícil levantarla, así que la arrastró hasta el centro del foso y la subió hasta el borde. Tenía la mejilla cerca de la caja y percibió el olor a acero oxidado, como si tu- viera sangre en la boca. Zinaida se agachó para ayudarlo. Fue un momento especial, por un instante pareció que la caja exudaba una luz gris azulada. Hubo una ráfaga de aire fresco. Pero en aquel momento se abrió la puerta del garaje y en el vano de la puerta se recortó la silueta de un hombre. Después, Kelso reconoció que ése había sido el momento decisivo, el instante en que había perdido el control de la situación. Si en ese momento no se dio cuenta fue porque su preocupación principal era evitar que ella le pegara un tiro en el pecho a R. J. O'Brian.

El reportero estaba contra la pared del garaje con las manos en alto. Kelso se dio cuenta de que no acababa de creerse que la chica pudiera dispararle. Pero un arma es un arma. Podía dispararse por accidente y, además, era vieja.

—Profesor, ¿quieres hacerme el favor de decirle que baje esa cosa?

Pero Zinaida volvió a apuntarle al pecho y O'Brian, con un gruñido, levantó más las manos.

Sí, sí, lo sentía, dijo. Los había seguido desde el aeropuerto. No había sido fácil, por el amor de Dios, sólo se limitaba a hacer su trabajo. Lo sentía.

Sus ojos parpadearon en dirección a la caja de herramientas.

—¿Es ésa?

La reacción de Kelso al ver al norteamericano había sido de alivio: gracias a Dios era O'Brian el que los había seguido desde Sheremetevo y no Mamantov. Pero Zinaida no soltaba la pistola y lo tenía arrinconado contra la pared.

—Cállate —le dijo ella.

—Mira, profesor, he visto a estas mamonas disparar, y créeme que son muy capaces.

—Baja la pistola, Zinaida —le dijo Kelso en ruso. Era la primera vez que usaba su nombre—. Bájala y veamos qué hacemos.

—No me fío de él.

—Yo tampoco, pero qué vamos a hacer. Baja el arma.

—¿Zinaida? ¿Quién es? ¿La conozco de algo?

—Frecuenta el Robotnik —dijo Kelso entre dientes—. ¿Quieres dejarme manejar a mí este asunto?

—¿De veras? ¿El Robotnik? —O'Brian se humedeció sus gruesos labios. Con la luz amarillenta su cara ancha y bien alimentada parecía una calabaza de Acción de Gracias—. Claro, era la nena con que estabas anoche. Ya me parecía que la conocía.

—Cállate —volvió a ordenar ella.

O'Brian sonrió.

—Escucha, Zinaida, no tenemos por qué pelearnos. Podemos compartirlo, ¿no? Dividir todo en tres partes. Yo sólo quiero la noticia. Dile, Chiripa, dile que no pienso sacar a relucir su nombre, que no la mezclaré en esto. Me conoce, lo comprenderá. Es una chica de ne- gocios. ¿No es cierto, cariño?

—¿Qué dice? —le preguntó Zinaida a Kelso. Éste se lo dijo.

—Niet —exclamó. Y, mirando a O'Brian, añadió en inglés—: ¡Ni hablar!

—Me dais risa —dijo O'Brian—. El historiador y la puta. Muy bien, dile esto, Kelso. Dile que si no quiere hacer ningún trato conmigo, dentro de una o dos horas tendréis a toda la prensa de Moscú detrás de vosotros. Y a la Milicia. Y quizá a los tipos que mataron al viejo. Díselo.

Pero Kelso no tuvo que traducírselo. Ella lo entendió.

Se quedó con el ceño fruncido durante un instante, puso el seguro del arma con un chasquido y bajó la pistola despacio. O'Brian respiró aliviado.

—¿Pero qué pinta ella en todo esto?

—Es la hija de Papu Rapava.

—Ah —asintió O'Brian. Ahora lo entendía. La caja de herramientas estaba sobre el suelo de tierra. De momento O'Brian no los dejó que la abrieran. Quería capturar el gran momento, dijo, «para la posteridad y las noticias de la noche», y fue a buscar la cá- mara.

Cuando salió, Kelso sacó el paquete de cigarrillos semivacío y le ofreció uno a Zinaida. Mientras le daba fuego, ella se inclinó, lo miró fijamente y la llama se reflejó en sus ojos oscuros. Hace menos de doce horas ibas a irte a la cama conmigo por doscientos pavos… ¿Quién diablos eres?, pensó.

—¿Qué piensas? —preguntó ella.

—Nada. ¿Estás bien?

—No me fío de él —repitió. Echó atrás la cabeza y exhaló el humo hacia el techo—. ¿Qué está haciendo?

—Voy a decirle que se dé prisa.

Fuera, O'Brian estaba sentado en el asiento delantero de un Toyota Land Cruiser cuatro por cuatro, poniendo una batería nueva en la cámara de vídeo. Al ver e' Toyota, Kelso sintió un sudor frío de ansiedad.

—¿No tienes un BMW?

—¿Un BMW? No soy empresario. ¿Por qué?

El lugar estaba desierto. El viejo que cavaba se había marchado.

—Zinaida pensaba que desde el aeropuerto nos seguía un BMW serie Siete.

—¿Serie Siete? Eso es un coche de la mafia. —O'Brian salió del Toyota y puso el ojo sobre el visor de la cámara—. Yo no le haría caso a Zinaida. Está loca. —El cerdo salió de la pocilga y trotó para echarles un vistazo con la esperanza de conseguir un poco de comida—. Cerdito, ven aquí. —O'Brian empezó a filmarlo—. ¿Recuerdas eso de que el perro te mira desde abajo y el gato te mira desde arriba pero el cerdo te mira directamente a los ojos de igual a igual? —Dio media vuelta y enfocó a Kelso—. Sonríe, profesor, voy a hacerte famoso.

Kelso tapó el objetivo con la mano.

—Escucha, O'Brian…

—R.J.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Todo el mundo me llama R. J.

—De acuerdo, R. J., escucha lo que voy a hacer. Dejaré que me filmes pero con tres condiciones.

—¿Cuáles?

—Una, deja de llamarme «profesor». Dos, deja fuera de todo esto el nombre de ella. Y tres, no se emitirá nada hasta que ese cuaderno, o lo que sea, haya sido legalmente autentificado.

—De acuerdo. —O'Brian guardó la cámara—. Quizá te sorprenda, pero yo también tengo que tener en cuenta mi reputación. Y, por lo que he oído, doctor, es bastante mejor que la tuya.

Cerró el Toyota con el mando a distancia, que emitió un pitido. Kelso echó una última mirada alrededor y lo siguió al garaje. O'Brian hizo que Kelso volviera a colocar la caja en Su escondite y la sacara de nuevo. Se lo hizo repetir dos veces, y tomó la escena una vez de frente y la otra de lado. Zinaida los miraba de cerca, pero cuidando de mantenerse fuera del alcance del objetivo. Fumaba sin parar y tenía los brazos cruzados sobre el estómago, a la defensiva. Cuando O'Brian se dio por satisfecho, Kelso llevó la caja a la mesa de trabajo y acercó la lámpara. No tenía cerradura, sólo dos cierres de muelle a ambos lados de la tapa. No hacía mucho que los habían limpiado y engrasado. Uno estaba roto. El otro, abierto. —Allí vamos, muchacho.

—Quiero que hagas, que describas todo lo que veas. —Indicó O'Brian—. Explícanos todo.

Kelso observó la caja.

—¿Tienes guantes?

—¿ Guantes ?

—Si lo que hay dentro es auténtico, tienen que estar las huellas dactilares de Stalin. Y las de Beria. No quiero contaminar las pruebas.

—¿Las huellas de Stalin?

—Claro. ¿No has oído hablar de las huellas de Stalin? Demian Bedni, el poeta bolchevique, se quejó de que no le gustaba prestarle libros a Stalin porque se los devolvía llenos de marcas grasientas de dedos. Osip Mandelstam, un poeta mucho más grande, se enteró de la historia y puso la imagen en un poema sobre Stalin: «Dedos gordos como salchichas.»

—¿Y a Stalin qué le pareció?

—Mandelstam murió en un campo de trabajos forzados.

—Claro. —O'Brian rebuscó en los bolsillos—. Muy bien, guantes. Aquí tienes.

Kelso se los puso. Eran de piel azul, un poco grandes, pero servirían. Flexionó los dedos… un cirujano antes del trasplante, un pianista antes del concierto. La idea le hizo sonreír. Miró a Zinaida. Tenía el rostro tenso. La cara de O'Brian estaba oculta detrás de la cá- mara.

—Muy bien. Estoy grabando. Ahora te toca a ti.

—De acuerdo. Estoy abriendo la tapa que está… dura, como cabía esperar. —Kelso hizo una mueca por el esfuerzo. La tapa cedió, apenas lo suficiente para que metiera los dedos por el resquicio e intentara separar los dos bordes. De pronto se abrió con un crujido de metal oxidado—. Sólo hay un objeto dentro… una especie de bolsa aparentemente de piel, llena de moho.

La cartera estaba llena de hongos de todo tipo, azul claro, verdes, grises, filamentos y manchas blancas con manchas negras. Apestaba a podrido. La sacó de la caja y la giró a la luz. Pasó el pulgar por la superficie. Poco a poco empezó a aparecer el esbozo de una imagen.

—Aquí hay una hoz y un martillo repujados, lo que indica que se trata de una cartera con algún tipo de documentación oficial… En el cierre de la caja hay aceite… Parte del óxido ha sido quitado…

Se imaginó los dedos sin uñas de Rapava palpando el contenido para descubrir qué le había costado una parte tan grande de su vida.

La correa sin ensartar en la hebilla carcomida había dejado un residuo harinoso. Abrió la cartera. El hongo había crecido dentro, alimentándose de la piel húmeda. Mientras sacaba el contenido, Kelso supo que, fuera lo que fuese, era auténtico, que ningún falsificador habría hecho todo eso ni dejado que se estropeara tanto su trabajo. Lo que en una época había sido un conjunto de papeles, se había fusionado, hinchado y estaba cubierto del mismo cáncer de esporas destructivas que el cuero. Las páginas del cuaderno también se habían deformado, pero menos, protegidas por unas tapas de hule negro.

Al abrirlo, se rompió la cubierta.

Primera página: nada.

Segunda: una foto recortada de una revista y pegada en el centro de la hoja. Un grupo de chicas menores de veinte años vestidas de atleta —shorts y camisetas— marchando con la vista al frente y un retrato de Stalin. Aparentemente un desfile en la plaza Roja. Pie de foto: «La Unidad 2 del Komsomol de la provincia de Arcángel muestran sus habilidades. Primera fila, de izquierda a derecha: I. Primakova, A. Safanova, D. Merkulova, K. Til, M. Arsenieva.» El joven rostro de A. Safanova estaba señalado con una pequeña cruz roja.

Kelso levantó el cuaderno y sopló para separar la segunda de la tercera hoja. Le sudaban las manos dentro de los guantes. Se sentía absurdamente torpe, como si tratara de enhebrar una aguja con manoplas. Tercera hoja: escritura a lápiz apenas visible.

—No es la letra de Stalin, estoy seguro… Parece más bien alguien que escribe sobre Stalin. —La acercó a la lámpara—. «Está un poco separado de los demás, de pie en la cabecera de la tumba de Lenin. Levanta la mano para saludar. Sonríe. Pasamos debajo de donde él está. Su mirada se derrama sobre nosotras como un rayo de sol. Me mira a los ojos. Su fuerza me perfora. El mundo a nuestro alrededor estalla en aplausos.» La siguiente frase está manchada, y, después, dice: «¡Viva el gran Stalin! ¡Viva el gran Stalin! ¡Viva para siempre el gran Stalin!»

14

¡… Viva el gran Stalin!

¡ Viva el gran Stalin!

¡Viva para siempre el gran Stalin! 12.5.51 ¡Nuestra foto sale en Ogoniok! Maria entra corriendo al final de la primera clase y me la enseña. No me gusta mi aspecto y M. me riñe por mi vanidad. (Dice que pienso demasiado en estar guapa; no está bien para una candidata a miembro del Partido. Es normal que ella, que parece un tanque, diga algo así.) Todos los camaradas de la mañana se apresuran a felicitarnos. Por una vez se olvidan de los problemas de siempre. Somos tan felices… 5.6.51 Hace un día caluroso y soleado. El Dvina está de color oro. Vuelvo a casa del instituto. Papá ha vuelto mucho más temprano que lo habitual, tiene un aspecto muy serio. Mamá es fuerte, como siempre. Con ellos hay un desconocido, ¡un camarada de los órganos del Comité Central de Moscú! No me da miedo. Sé que no he hecho nada malo. Y el desconocido sonríe. Es un hombre pequeño… me cae bien. A pesar del calor lleva sombrero y abrigo de piel. Se llama, creo, Mejlis. Me explica que tras una exhaustiva investigación, me han seleccionado para una tarea relacionada con la alta dirección del Partido. No puede decir nada más por razones de seguridad. Si acepto, debo viajar a Moscú y quedarme un año, quizá dos. Después quizá regrese a Arcángel y retome mis estudios. Dice que volverá mañana para que le dé mi respuesta, pero se la doy ahora con todo mi corazón: ¡sí! Como tengo diecinueve años, necesita el permiso de mis padres. ¡Por favor, papá, por favor! Papá está de lo más emocionado por la escena. Sale al jardín con el camarada Mejlis y vuelve con una cara muy solemne. Si es mi deseo y el del Partido, no me lo impedirá. Mamá está tan orgullosa.

¡A Moscú por segunda vez en mi vida!

Sé que la mano de él está detrás de todo esto.

Soy tan feliz, podría morirme ahora mismo… 10.6.51 Mamá me lleva a la estación. Papá se queda. Beso sus queridas mejillas. Me despido de ella, me despido de la infancia. Los vagones están repletos. El tren se pone en marcha. Hay otras personas que corren por el andén, pero mamá se queda inmóvil y enseguida se pierde de vista. Cruzamos el río. Estoy sola. ¡Pobre Anna! Y éste es el peor momento para viajar. Pero tengo ropa, un poco de comida, un libro o dos y este diario, en el que pondré mis pensamientos… Será mi amigo. Viajamos hacia el sur a través del bosque y la tundra. Un sol crepuscular rojo brilla como un fuego entre los árboles. Isakogorka. Obozerski. Ya he escrito todo lo que me ha pasado hasta ahora y no queda luz para seguir escribiendo. 11.6.51 Lunes por la mañana. La ciudad de Vozhega aparece con el amanecer. Los pasajeros se apean para estirar las piernas, pero yo me quedo en mi sitio. Por el pasillo llega olor a humo. Un hombre que se hace el dormido en el asiento de enfrente me mira escribir. Siente curiosidad por mí. ¡Si supiera! Y todavía faltan once horas hasta Moscú. ¿Cómo puede gobernar un hombre solo semejante nación? ¿Cómo podría existir semejante nación sin semejante hombre que la gobierna?

Kenosha. Jarovsk. Los nombres del mapa se vuelven reales para mí.

Vologda. Danilov. Yaroslavl.

El miedo se apodera de mí. Estoy tan lejos de casa. La última vez éramos veinte, veinte niñas tontas riendo. ¡Ay, papá!

Alexandrov.

Y ahora llegamos a las afueras de Moscú. Una agitada emoción recorre el tren. Los bloques de apartamentos y las fábricas se extienden a lo largo y ancho como la tundra. Una niebla cálida de metal y humo. El sol de junio es mucho más cálido que en mi pueblo. De nuevo estoy tan entusiasmada.

¡4.30! ¡Estación de Yaroslavskaia! ¿ Y ahora qué? MÁS TARDE. El tren se detiene. El hombre de enfrente que me ha estado mirando todo el viaje, se inclina hacia adelante. «¿Anna Mijailovna Safanova?» Me quedo tan sorprendida que no puedo ni responder. ¿Sí? «Bienvenida a Moscú. Acompáñeme, por favor.» Va con un abrigo de piel, como el camarada Mejlis. Lleva mi maleta por el andén hasta la entrada a la estación de la plaza Komsomolskaia. Nos espera un coche con chófer. Viajamos durante al menos una hora. No sé adonde vamos. A mí me parece que cruzamos toda la ciudad y volvemos a salir, por una carretera que lleva a un bosque de abedules. Hay una cerca alta y soldados que comprueban nuestros papeles. Seguimos adelante. Otra valla, y después una casa, en medio de un gran jardín.

(¡Sí, mamá, es cierto, es una casa modesta! Sólo dos plantas. ¡Tu buen corazón bolchevique se regocijaría con esta sencillez!)

Me llevan por el costado de la casa hacia el fondo, a un pabellón de servicio conectado con el ala principal por un pasillo largo. En la cocina me está esperando una mujer. Tiene el pelo canoso y es casi una anciana. Y es amable. Me llama «niña». Su nombre es Valechka Istomina. Me ha preparado una comida sencilla: fiambre y pan, arenques en vinagre y kvas.1 Me observa. (Aquí todo el mundo observa a todo el mundo; es una sensación extraña levantar la vista y encontrarse con un par de ojos que te miran.) De vez en cuando pasan unos guardias y me miran. No hablan mucho, pero parece que todos tienen acento georgiano. « ¿Qué tal Valechka? —pregunta uno—. ¿De qué humor está hoy el jefe?», pero Valechka me señala con la cabeza y lo hace callar.

Yo no soy tan joven ni tan tonta como para hacer preguntas. Al menos por ahora.

«Mañana hablaremos —me dice Valechka—. Ahora descansa.»

Tengo una habitación para mí sola. La chica que estaba antes se ha marchado. Me han dejado dos blusas negras lisas y unas faldas. 1. Bebida rusa de bajo contenido alcohólico hecha de cereales fermentados o pan. (N. de la T.)


Tengo vistas a una punta del jardín, un cenador diminuto, el bosque. Los pájaros cantan en los atardeceres de verano. Parece todo tan tranquilo. Sin embargo, cada pocos minutos un guardia pasa por la ventana.

Me acuesto en mi pequeña cama y trato de dormir con el calor. Pienso en Arcángel en invierno: los faroles de colores que cruzan el río helado, patinar sobre el Dvina, el ruido del hielo que se quiebra por la noche, ir a buscar setas al bosque. Ojalá estuviera en casa. Pero son pensamientos tontos.

Debo dormir.

¿Por qué me vigilaba ese hombre durante el viaje en el tren? MÁS TARDE. Ruido de coches en la oscuridad.

El está en casa. 12.6.51 ¡Hoy es el día! Apenas tengo tiempo de instalarme. Me tiemblan las manos. (¡En ese momento no, pero ahora sí me tiemblan!) A las siete voy a la cocina. Valechka ya está levantada arreglando un montón de vajilla y cristales rotos, comida tirada, todo apilado en medio de un mantel grande. Me explica cómo lo sacan todas las noches de la mesa: ¡dos guardias cogen el mantel por cada punta y se llevan todo fuera! Así que cada mañana nuestra primera tarea es recuperar todo lo que no se ha roto y lavarlo. Mientras trabajamos, Valechka me explica la rutina de la casa. El se levanta bastante tarde y a veces le gusta trabajar en el jardín. Después se va al Kremlin y se limpian sus dependencias. Nunca vuelve antes de las nueve o diez de la noche, y se le sirve la cena. A las dos o tres se va a dormir. Esto mismo se repite siete días por semana. Las reglas: si una se acerca a él, hay que hacerlo abiertamente. Le molesta que la gente se le acerque a hurtadillas. Si la puerta está cerra- da, hay que golpear fuerte. No hay que quedarse por ahí. No hay que hablarle a menos que él se dirija a ti. Y, si una tiene que decirle algo, siempre hay que mirarlo a los ojos.

Valechka prepara un desayuno sencillo: café, carne y pan y se lo lleva fuera. Luego, me pide que vaya a buscar la bandeja. Antes de ir, me hace atar el cabello y da un vuelta a mi alrededor para examinarme. Estoy bien, dice. Está trabajando en una mesa en el jardín, en el extremo sur de la casa. O al menos ahí estaba. Se mueve sin parar de un lugar a otro. Es su costumbre. Los guardias me dirán dónde encontrarlo.

¿Qué puedo escribir sobre ese momento? Estoy tranquila. Habríais estado orgullosos de mí. Recuerdo lo que tengo que hacer. Doy la vuelta al jardín y me acerco a él bien a la vista. Está sentado en un banco, solo, inclinado sobre unos papeles. La bandeja está sobre la mesa, a su lado. Levanta la vista mientras me acerco y vuelve a su trabajo. Pero mientras me alejo, juro que siento su mirada clavada en mi espalda, todo el camino, hasta que me pierdo de vista. Valechka se ríe de lo pálida que me he puesto.

Después de eso no vuelvo a verlo.

Ahora (son más de las diez) se oyen los coches. 14.6.51 Anoche. Tarde. Estoy en la cocina con Valechka cuando Lozgachov (un guardia) entra corriendo, acalorado, y dice que al jefe se le ha acabado el Ararat. Valechka saca una botella, pero en lugar de dársela a Lozgachov, me la da a mí. «Deja que Anna se la lleve.» Quiere ayudarme… ¡qué buena! Así que Lozgachov me lleva por un pasillo hasta la parte principal de la casa. Oigo voces de hombre. Risas. Golpea con fuerza la puerta y se queda a un lado. Entro. En la habitación hace calor, el aire está cargado. Hay siete u ocho hombres alrededor de la mesa; todas caras conocidas. Uno, el camarada Jruschov, creo, está de pie haciendo un brindis. Está congestionado y sudoroso. Se calla. Hay comida por todas partes, como si la hubieran estado tirando. Todos me miran. El camarada Stalin está en la cabecera de la mesa. Dejo la botella de coñac a su lado. Tiene una voz suave y amable. «¿Cómo te llamas, joven camarada?», me pregunta. «Anna Safanova, camarada Stalin.» Me acuerdo de mirarlo a los ojos. Son muy profundos. El hombre que está a su lado dice: «Es de Arcángel, jefe.» Y Jruschov añade: «¡Seguro que Lavrenti sabe de dónde es!» Más risas. «No les hagas caso a estos maleducados —dice el camarada Stalin—. Gracias, Anna Safanova.» Al cerrar la puerta, reanudan la conversación. Valechka me está esperando al final del pasillo. Me pasa el brazo por el hombro y volvemos a la cocina. Estoy temblando. Debe ser de placer. 16.6.51 El camarada Stalin ha dicho que de ahora en adelante quiere que le lleve el desayuno. 21.6.51 Esta mañana está en el jardín como de costumbre ¡Ojalá la gente pudiese verlo aquí! Le gusta oír el canto de los pájaros, podar las plantas. Pero le tiemblan las manos. Mientras dejo la bandeja lo oigo maldecir. Se ha cortado. Cojo la servilleta y me acerco. Al principio me mira con desconfianza y después extiende la mano. Se la envuelvo y la tela se mancha de sangre. «¿Verdad que no le tienes miedo al camarada Stalin, Anna Safanova?» «¿Por qué voy a tenerle miedo al ca- marada Stalin?» «Los médicos le tienen miedo al cama-rada Stalin. Cuando vienen a cambiarle una venda al camarada Stalin, les tiemblan tanto las manos que tiene que cambiársela solo. Ay, pero si no les temblaran las manos… ¿Qué significaría entonces? Gracias, Anna Safanova.»

¡Ay mamá, ay papá, está tan solo! Os daría tanta pena. Es de carne y hueso como todos nosotros. Y de cerca es viejo. Mucho mayor de lo que parece en las fotos. Tiene el bigote gris y la parte de abajo está manchada de amarillo por el humo de la pipa. Casi no le quedan dientes. Y cuando respira el pecho le hace ruido. Temo por él. Por todos nosotros. 30.6.51 Tres de la madrugada. Llaman a mi puerta. Valechka está fuera, en camisón, con una linterna de bolsillo. El ha salido al jardín apodar ala luz de la luna, ¡y se ha vuelto a cortar! ¡Me llama! Me visto enseguida y la sigo por el pasillo. Hace una noche cálida. Pasamos por el comedor y entramos en sus aposentos. Tiene tres habitaciones y se va cambiando: una noche duerme en una, otra en otra. Nadie sabe nunca en cuál está. Duerme en un sofá debajo de una manta. Valechka nos deja solos. Está sentado en el sofá con la mano estirada. Es sólo un rasguño. Tardo medio minuto en vendársela con mi pañuelo. «La valiente Anna Safanova…»

Siento que quiere que me quede. Me pregunta por mi casa y mis padres, mi trabajo en el Partido, mis planes para el futuro. Le hablo de mi interés por el derecho. Se ríe. ¡No le caen muy bien los abogados! Quiere saber cómo es la vida en Arcángel en invierno. ¿He visto la luz de la aurora boreal? (¡Por supuesto!) ¿Cuándo llegan las primeras nieves? A finales de septiembre, le digo, y a finales de octubre la ciudad está cubierta de nieve y sólo pueden pasar los trenes. Quiere saberlo todo. ¿Cómo se hiela el Dvina?¿Cómo es que sólo hay cuatro horas de luz por día? ¿Cómo baja la temperatura a treinta y cinco bajo cero y la gente va al bosque a pescar en el hielo…?

Me escucha con gran atención. «El cantarada Stalin cree que el alma de Rusia yace en el hielo y la soledad septentrional. La época en que el camarada Stalin estuvo en el exilio —antes de la Revolución, en Kureika, en el círculo polar ártico—fue la más feliz de su vida. Allí aprendió a cazar y a pescar. El cerdo de Trotski sostenía que el camarada Stalin sólo cazaba con trampas. ¡Mentiroso inmundo! El camarada Stalin ponía trampas, sí, pero también líneas en los agujeros en el hielo, y tenía tanto talento para detectar dónde había peces que la gente del lugar creía que poseía poderes sobrenaturales. El camarada Stalin recorrió en un día cuarenta y cinco verstas en esquís y cazó doce pares de perdices con veinticuatro disparos. ¿Trostki podría afirmar lo mismo?»

Ojalá pudiera recordar todo lo que dijo. Quizá mi destino sea registrar sus palabras para la historia. Cuando lo dejo para irme a la cama, ya es de día. 8.7.51 La misma escena que la última vez. Valechka en mi puerta a las tres de la mañana; se ha cortado, quiere que vaya. Pero cuando llego, no veo ninguna herida. Se me ríe en la cara: ¡es una broma!, y me dice que de todas formas le vende la mano. Me acaricia la mejilla, después me pellizca. «¿Has visto, valiente Anna Safanova? ¡Me has convertido en tu prisionero!»

Está en una habitación diferente de la última vez. En la pared hay fotos de niños arrancadas de revistas. Niños que juegan en un bosquecillo de cerezos. Un niño con esquís. Una niña que bebe leche de cabra de un cuerno. Muchas fotos. Nota que las miro y esto le hace hablar con franqueza de sus propios hijos. Un hijo se le ha muerto. El otro es un borracho. La hija se ha casado dos veces; la primera con un judío… ¡jamás le ha permitido entrar en la casa! ¿Qué ha hecho el camarada Stalin para merecer esto? Los demás hombres tienen hijos normales. ¿Era un problema de sangre o de mala educación? ¿Algo malo con las madres? (Eso cree, a juzgar por las familias de ellas que para él han sido una pesadilla constante.) ¿O era imposible que los hijos del camarada Stalin tuvieran un desarrollo normal dada la alta posición del padre en el Estado y el Partido? Éste era un conflicto muy antiguo, más antiguo que la lucha de clases.

Me pregunta si he oído hablar del discurso del camarada Trofim Lisenko de 1948 en la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. Le digo que sí y se siente complacido por mi respuesta.

«¡Pero fue el camarada Stalin quien escribió el discurso. El camarada Stalin sostiene, tras una vida de estudio y esfuerzo, que las características adquiridas se heredan. Aunque, naturalmente, estos descubrimientos hay que ponerlos en boca de otros, del mismo modo que éstos deben convertir los principios en ciencia aplicada.»

«Recuerda las palabras del camarada Stalin a Gorki: "Es tarea del estado proletario producir ingenieros de almas humanas."»

«¿Eres una buena comunista, Anna Safanova?»

Le aseguro que sí.

«¿Quieres demostrarlo? ¿Bailarías para el camarada Stalin?» Hay un gramófono en un rincón de la habitación. Se dirige hacia allí. Yo…

15

—¿Y así termina? —preguntó O'Brian con desilusión—. ¿Y ya está?

—Compruébalo tú mismo. —Kelso giró el cuaderno y se lo enseñó a los otros dos—. Las siguientes veinte páginas fueron arrancadas. Mira, aquí se ve claro cómo lo hicieron. Los trozos de papel que quedan cosi- dos son todos de diferente tamaño.

—¿Y qué tiene eso de importante?

—Significa que no las arrancaron todas a la vez, sino una por una. Metódicamente. —Kelso retomó su examen—. Hay algunas páginas al final, unas cincuenta, pero no tienen nada escrito. Están dibujadas, garabateadas, mejor dicho, con lápiz rojo. La misma imagen una y otra vez, ¿la ves?

—¿Qué son? —O'Brian se acercó con la cámara en marcha—. Parecen lobos.

—Son lobos. Cabezas de lobo. Stalin, mientras pensaba, solía dibujar lobos en los márgenes de los documentos oficiales.

—Dios mío. ¿Así que crees que es auténtico?

—Hasta que no esté autentificado legalmente, no puedo afirmarlo de forma oficial. Lo siento.

—Y extraoficialmente, aunque no nos pronunciemos hasta más adelante, ¿qué crees?

—Vaya, que es auténtico —dijo Kelso—. Apostaría cualquier cosa.

O'Brian guardó la cámara. Se habían marchado del garaje y ya estaban sentados en las oficinas de Moscú de la cadena de noticias vía satélite SNS, que ocupaba el último de los diez pisos de un edificio de oficinas justo al sur del estadio Olímpico. Una partición de cristal dividía el lugar de O'Brian de la oficina central de producción, donde una secretaria miraba con apatía la pantalla de un ordenador. A su lado, un televisor mudo, sintonizado en la SNS, emitía un resumen de los partidos de béisbol de la noche ante- rior. Kelso vio por la claraboya una gran antena parabólica apuntando a las henchidas nubes de Moscú como un plato para hacer una colecta.

—¿Y cuánto nos llevará que examinen esos papeles? —preguntó O'Brian.

—Tres semanas, quizá, un mes —dijo Kelso.

—Ni hablar. No podemos esperar tanto.

—Bueno, piensa un poco. Primero, este material técnicamente pertenece al gobierno ruso. O a los herederos de Stalin. O a alguien, pero en todo caso no es nuestro… de Zinaida, quiero decir.

Zinaida estaba de pie ante la ventana, mirando por una rendija que había abierto en la cortina. Al oír su nombre, echó una mirada en dirección a Kelso. Casi no había abierto la boca durante la última hora, ni cuando estaba en el garaje, ni mucho menos durante el prudente trayecto por Moscú detrás del coche de O'Brian.

—Por lo tanto no es seguro guardarlo aquí —continuó Kelso—. Tenemos que sacarlo del país. Eso es lo primero. Dios sabe quién nos estará persiguiendo ahora. Estoy seguro de que es muy peligroso estar incluso en el mismo sitio que este material. Las pruebas… bueno, se pueden hacer en cualquier parte. Conozco gente en Oxford que puede examinar el papel y la tinta. Y hay expertos en documentos en Alemania, Suiza…

O'Brian no parecía escuchar. Tenía los pies sobre el escritorio, el cuerpo reclinado en el sillón y las manos en la nuca.

—¿Sabes qué tenemos que hacer? —murmuró—. Encontrar a la chica.

Kelso lo miró fijamente.

—¿Encontrar a la chica? ¿De qué hablas? No va a haber ninguna chica. La chica estará muerta.

—¿Por qué estás tan seguro? Tendrá sólo… ¿cuántos? ¿Sesenta y algo?

—Sesenta y seis. Pero no se trata de eso. Seguro que no habrá muerto de vieja. ¿Con quién te crees que se estaba liando? ¿Con el Príncipe Azul? Seguro que después no vivió feliz y comió perdiz.

—Quizá no. Pero tenemos que averiguar qué fue de ella. ¿Qué le pasó a su familia? Interés humano. Eso sí es una buena historia periodística.

La pared detrás de O'Brian estaba tapizada de fotos: O'Brian con Yasser Arafat, O'Brian con Gerry Adams, O'Brian con un chaleco antibalas junto a una fosa común en alguna parte de los Balcanes, O'Brian caminando con cautela por un campo de minas con la princesa de Gales. O'Brian en esmoquin recogiendo un premio… ¿por la simple genialidad de ser O'Brian? Menciones a O'Brian. Reseñas de O'Brian. Una felicitación a O'Brian del director de la cadena SNS por su «incesante vocación de triunfo». Por primera vez —y demasiado tarde— Kelso empezaba a hacerse una idea de la ambición de ese hombre.

—Escúchame bien —dijo Kelso para que no hubiera lugar a ningún malentendido—. Nada, pero nada de todo esto se hará público hasta que el material esté fuera del país y haya sido legalmente verificado. ¿Me escuchas? Eso ha sido lo convenido.

O'Brian chasqueó los dedos.

—Sí, sí, de acuerdo. Pero mientras tanto deberíamos averiguar qué le pasó a la chica. En todo caso tendremos que hacerlo. Si emitimos lo del diario antes de averiguar qué le pasó a Anna, alguien se nos adelantará y se quedará con la mejor parte de la historia. —Quitó los pies del escritorio y giró con el sillón hasta la estantería que había detrás—. Veamos dónde demonios está Arcángel. Sucedió con esa especie de lógica inexorable, de modo tal que más tarde, cuando Kelso tuvo tiempo de revisar sus actos, no pudo identificar el instante preciso en que habría podido desviar el curso de los acontecimientos para que tomaran otro rumbo…

—«Arcángel —leyó O'Brian de una guía—. Ciudad portuaria del norte de Rusia. Población: cuatrocientos mil. Situada sobre el río Dvina, a cincuenta kilómetros del mar Blanco. Industrias principales: maderera, astilleros y pesca. Desde finales de octubre a principios de abril, Arcángel está aislada por la nieve.» Mierda. ¿Qué fecha es hoy?

—Veintinueve de octubre.

O'Brian cogió el teléfono y marcó un número. Kelso, desde el sofá, observó tras el cristal a la secretaría levantar en silencio el auricular.

—Cariño, ¿me haces un favor? —dijo O'Brian—. Ponte en contacto con el Centro Meteorológico de Florida y pídeles la última previsión para Arcángel. —Le deletreó el nombre—. Eso es todo. Lo más rápido posible.

Kelso cerró los ojos.

La cuestión era que O'Brian tenía razón. El nudo de la historia era la chica. Y desde Moscú no se podía hacer nada. Si había que empezar en algún lado a seguirle la pista, tenía que ser en su tierra natal, en el norte, donde quizá aún quedaban miembros de su familia o amigos que la recordaran, que recordaran a la chica de diecinueve años, miembro del Komsomol, y la espectacular llamada que había recibido de Moscú en 1951…

—«Arcángel —retomó la lectura O'Brian— fue fundada por Pedro el Grande y bautizada así en honor del arcángel Miguel, el ángel guerrero. Véase el Apocalipsis, capítulos doce, versículos siete y ocho: "Y fue hecha una grande batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lidiaban contra el dragón; y lidiaba el dragón y sus ángeles, y no prevalecieron, ni su lugar fue más hallado en el cielo." En los años treinta…»

—¿Tenemos que escuchar todo esto?

Pero O'Brian levantó el índice.

—«… en los años treinta, Stalin exilió a dos millones de pequeños propietarios rurales ucranianos en la provincia autónoma de Arcángel, una región de bosque y tundra más grande que Francia. Después de la guerra, esta vasta zona se utilizó para probar armas nucleares. El puerto de mar de Arcángel es Severodvinsk, el centro principal del programa ruso de construcción de submarinos nucleares. Hasta la caída del comunismo, Arcángel era una ciudad cerrada, prohibida a todos los visitantes.»

«Consejos de viaje —concluyó O'Brian—. Al llegar a la estación de tren de Arcángel, consulte siempre el contador digital de radiación; si indica quince microrradios o menos por hora, no hay problema.» —Cerró el libro con un alegre chasquido—. Parece un sitio divertido. ¿Qué piensas? ¿Te apuntas?

Estoy atrapado, pensó Kelso. Soy víctima de la inevitabilidad de la historia. El camarada Stalin lo habría aprobado.

—Ya sabes que no tengo dinero…

—Te lo presto.

—Ni ropa de invierno…

—La conseguiremos.

—Ni visado…

—Un detalle.

—¿Un detalle?

—Venga, Chiripa, eres el experto en Stalin. Te necesito.

—Bueno, eso sí me conmueve. Y si digo que no, seguramente irás de todos modos.

O'Brian sonrió. Sonó el teléfono, lo atendió y tomó algunas notas. Al colgar, frunció el entrecejo y Kelso vio esperanzado la posibilidad de una postergación. Pero no.

A las once de ese día Arcángel estaba parcialmente nublado, a cuatro grados bajo cero, con viento suave y nevadas racheadas. Sin embargo, se acercaba una borrasca de Siberia que prometía nieve suficiente para dejar aislada la ciudad al cabo de uno o dos días.

En otras palabras, dijo O'Brian, tenían que darse prisa. Cogió un atlas y lo abrió sobre el escritorio.

Evidentemente la forma más rápida de llegar a Arcángel era en avión, pero Aeroflot no volaba hasta la mañana siguiente y la aerolínea le exigiría a Kelso el visado, que expiraba a medianoche. Así que esa posibilidad estaba excluida. El tren tardaba más de veinte horas y hasta O'Brian veía los riesgos de ese viaje: atrapados casi todo el día a bordo de un coche cama.

Les quedaba la carretera —concretamente la M 8— que recorría cerca de mil doscientos kilómetros más o menos directamente, según el mapa, desviándose un poco para entrar en la ciudad de Yaroslavl, seguía después por la llanura de los ríos Vaga y Dvina, cruzaba la taiga y la tundra y los grandes bosques vírgenes de Rusia septentrional hasta entrar en Arcángel, donde acababa.

—No es una autopista, ¿sabes? —dijo Kelso—. No hay moteles.

—No importa, amigo. Te prometo que será pan comido. Veamos… nos quedan varias horas de luz en las que dejaremos atrás Moscú. Sabes conducir, ¿no?

—Sí.

—Muy bien, nos turnaremos. Te aseguro que estos viajes siempre parecen peor sobre el papel. Una vez estemos en camino haremos kilómetros por un tubo. —Hizo unos cálculos en un bloc—. Creo que podemos llegar a Arcángel a las nueve o diez de la mañana.

—Qué, ¿conducimos toda la noche?

—Claro. Si tardamos menos, también podemos parar. El asunto es dejar de hablar y ponernos en marcha. Cuanto antes salgamos a la carretera, antes llegaremos. Tenemos que buscar algo donde guardar el cuaderno…

Salió de detrás del escritorio y se acercó a la mesilla donde estaba el diario, junto a la masa de papeles congelada, pero antes de que pudiera tocarlo lo cogió Zinaida.

—Esto —dijo en inglés— mío.

—¿Qué?

—Mío.

—Tiene razón —dijo Kelso—. Su padre se lo dejó a ella.

—De acuerdo, lo cojo prestado.

—Niet!

O'Brian recurrió a Kelso.

—¿Está loca? ¿Y si encontramos a Anna Safanova?

—¿Y si no? ¿Qué idea tienes exactamente? ¿La antigua amante de Stalin, canosa y en una mecedora, leyendo en voz alta para el público?

—Escucha, gracioso, la gente estará mucho más dispuesta a hablar con nosotros si llevamos una prueba. Creo que tenemos que llevarnos ese cuaderno. Además, ¿por qué es de ella? No es más suyo que mío. O de cualquier otro.

—Porque ése ha sido el trato, ¿recuerdas?

—¿Trato? A mí me parece que los únicos que tienen un trato aquí sois vosotros dos. Venga, Chiripa —dijo otra vez en tono adulador—, Moscú no es seguro para ella. ¿Dónde va a guardar el cuaderno? ¿Y si Mamantov va a buscarla?

En eso Kelso tenía que darle la razón.

—¿Por qué no viene entonces con nosotros? —Se volvió hacia Zinaida—. Ven con nosotros a Arcángel.

—¿Con él? —preguntó en ruso—. Ni hablar; nos matará a todos.

Kelso empezaba a perder la paciencia.

—Entonces dejemos lo de Arcángel para cuando hayamos fotocopiado el material —le dijo a O'Brian irritado.

—Pero ya has oído el pronóstico del tiempo. Dentro de uno o dos días no podremos entrar. Además, esto es un notición, y las noticias no esperan. —Levantó las manos molesto—. Mierda, no aguanto estar aquí quejándome toda la tarde. Tengo que buscar equipo, provisiones. Debemos ponernos en marcha. Hazla entrar en razón, tío, por el amor de Dios.

—Te lo dije —comentó Zinaida después de que O'Brian saliera de la oficina dando un portazo—. Te dije que no podíamos fiarnos de él.

Kelso se hundió en el sofá. Se frotó la cara con las manos. La cosa empezaba a ponerse peligrosa, pensó. No física —por extraño que pareciera, todavía era algo irreal para él— sino profesionalmente. Lo que percibía en aquel momento era un peligro profesional. Adelman tenía razón: esas grandes estafas solían seguir siempre el mismo esquema. Y parte de él consistía en calibrar las cosas precipitadamente. Se suponía que era un investigador estudioso, ¿y qué había hecho? Leer el cuaderno una vez. ¡Una sola vez! Ni siquiera había hecho las comprobaciones más elementales: cotejar si las fechas del diario coincidían con los movimientos de Stalin del verano de 1951. Podía imaginarse la reacción de sus ex colegas, que seguramente abandonaban el espacio aéreo ruso en aquel instante. Si vieran cómo estaba manejando el asunto…

La idea le molestó más de lo que quería admitir.

Y ahí, sobre la mesa, estaba el otro fajo de papeles, lleno de moho y congelado, que ni siquiera había empezado a mirar.

Se puso los guantes de O'Brian y se inclinó hacia adelante. Pasó el índice por las esporas grises de la hoja de encima. Había algo escrito debajo. Volvió a pasar el dedo y aparecieron las letras NKVD.

—Zinaida —dijo.

Ella estaba sentada detrás del escritorio de O'Brian, hojeando «su» cuaderno. Al oír su nombre levantó la vista. Kelso le pidió las pinzas para separar la hoja superior como si fuera una capa de piel muerta, que se quedaba pegada en algunas partes, pero que se desprendió lo suficiente para permitirle ver algunas palabras de la hoja de debajo. Era un documento escrito a máquina, parecía un informe de vigilancia fechado el 24 de mayo de 1951, firmado por el comandante I. T. Mejlis del NKVD.

«… resumen de conclusiones del 23 de los corrientes… Anna Mijailovna Safanova, nacida en Arcángel el 27-2-32… Academia Máximo Gorki… reputación (véase hoja adjunta). Salud: buena… difteria, ocho años y tres meses… rubeola, diez años y un mes… No hay antecedentes familiares de enfermedades genéticas. Trabajo del Partido: sobresaliente… Pioneros… Komsomol…»

Kelso separó más capas. A veces salía una sola hoja, otras dos o tres pegadas. Era un trabajo meticuloso. De vez en cuando divisaba ocasionales apariciones de O'Brian a través de la mampara de cristal, que llevaba una maleta hasta la puerta del ascensor, pero él estaba tan absorto que no le prestaba atención. Lo que leía era un informe completo de la vida de una chica de diecinueve años, detallado como sólo la policía podía preparar. Había algo casi pornográfico en él. Constaban todas las enfermedades infantiles, su grupo sanguíneo (O), el estado de su dentadura (excelente), altura y peso, color de pelo (castaño claro), aptitudes físicas («demuestra talento especial para la gimnasia»), capacidad mental («sobresaliente, en el noventa por ciento»), corrección ideológica («la gran comprensión de la teoría marxista»), entrevistas con su médico, con el entrenador, los profesores, el jefe de grupo del Komsomol, compañeros de estudios.

Lo peor que podía decirse de ella era que quizá tenía «un carácter un poco soñador» (camarada Oborin). Y «en todas sus relaciones personales, cierta tendencia a la subjetividad y al sentimentalismo burgués más que a la objetividad» (Elena Satsanova). Contra la crítica de que era «ingenua» expresada por la misma camarada Satsanova, había un comentario escrito con lápiz rojo al margen: «¡Qué bien!», y más adelante: «¿Quién es esa vieja bruja?» Había muchos otros subrayados, signos de exclamación e interrogación, notas al margen: «Ja ja ja», «¿Y qué?», «¡Aceptable!»

Kelso había pasado suficiente tiempo en los archivos para reconocer la mano y el estilo, la letra irregular de Stalin. No había duda.

Al cabo de media hora volvió a poner los papeles en el orden original y se quitó los guantes. Tenía las manos agarrotadas, ásperas y húmedas. De pronto se sintió asqueado consigo mismo.

Zinaida lo miraba.

—¿Qué crees que le pasó a esa chica?

—Nada bueno.

—¿La mandó traer del norte para follársela?

—Es una manera de decirlo.

—Pobre chica.

—Pobre chica —coincidió Kelso.

—¿Y para qué guardaba él ese diario?

—¿Obsesión? ¿Enamoramiento? —Se encogió de hombros—. ¡Quién sabe! Por entonces ya estaba enfermo. Le quedaban veinte meses de vida. Quizá ella describió lo que le pasaba, después se lo pensó mejor y arrancó las páginas. O, lo más probable, él encontró el cuaderno y arrancó esas páginas. No le gustaba que la gente supiera mucho de él.

—Pues te diré una cosa: esa noche él no se la folló.

Kelso rió.

—¿Y cómo lo sabes?

—Es fácil, mira. —Abrió el cuaderno—. Aquí, el 12 de mayo, pone: «el trastorno de cada mes», ¿no? El 10 de junio, en el tren, «es el peor día para viajar». Pues calcúlalo tú mismo, ¿no? Hay exactamente veintiocho días entre las dos fechas. Y veintiocho días entre el 10 de junio y el 8 de julio, que es la última entrada.

Kelso se puso de pie despacio y se acercó al escrito-río. Miró por encima del hombro la escritura infantil.

—¿De qué estás hablando?

—Era una chica regular. Una chica del Komsomol muy regular.

Kelso se hizo cargo de la información, se puso los guantes, cogió el cuaderno y lo hojeó entre ambas páginas. Qué locura, ¿no? Era una idea repugnante. Apenas se atrevía a reconocer lo que empezaba a sospechar en el fondo de su mente. ¿Pero por qué otra cosa iba a estar tan interesado Stalin de si había tenido o no rubeola y todas esas enfermedades? ¿O si en la familia había antecedentes de enfermedades genéticas?

—Dime una cosa —preguntó en voz baja—, ¿cuándo habría sido su momento fértil?

—Catorce días más tarde, el 22. Y de pronto Zinaida sintió el impulso de largarse de allí enseguida.

Apartó la silla del escritorio y miró el cuaderno, alterada.

—Llévate esa maldita cosa —dijo—. Llévatela y quédatela.

No quería volver a tocarla. Ni siquiera quería mirarla.

Era como un objeto maldito.

Unos segundos después estaba con el bolso al hombro abriendo la puerta y dirigiéndose rápidamente hacia el ascensor. Kelso la alcanzó a trompicones. O'Brian salió de una sala de redacción para ver qué pa- saba. Llevaba un anorak muy acolchado y unos prismáticos colgados del cuello. Fue tras ellos, pero Kelso le hizo señas de que los dejara.

—Yo me ocupo.

Zinaida estaba en el pasillo, de espaldas a él.

—Escucha, Zinaida —Se abrió la puerta del ascensor y Kelso entró detrás de ella—. Escucha, aquí no estarás segura…

El ascensor se detuvo y entró un hombre de mediana edad, corpulento, con un abrigo negro de piel, que se interpuso entre ambos. Miró primero a la chica, después a Kelso, y, al percibir la tensión del silencio, hizo un amago de sonrisa. Kelso se dio cuenta de lo que pensaba: una riña de enamorados… bueno, así era la vida, lo superarían.

Cuando llegaron a la planta baja, se apartó para dejarlos salir primero, y Zinaida echó a andar taconeando con las botas altas sobre el suelo de mármol. Un guardia de seguridad apretó un botón para abrir la puerta.

—Será mejor que te preocupes por ti mismo —le dijo mientras se subía la cremallera de la chaqueta.

Eran poco más de las cuatro. La gente empezaba a salir del trabajo. En las oficinas de enfrente se veía el brillo verdoso de las pantallas de los monitores. Una mujer se acurrucaba en un portal para hablar por un teléfono móvil. Un motociclista pasó por su lado, despacio.

—Zinaida, escucha. —La cogió del brazo para que no siguiera andando y la llevó hacia una pared. Ella ni levantó la vista—. Tu padre tuvo una muerte terrible, ¿comprendes lo que digo? La gente que lo mató, Mamantov y los suyos, andan tras ese cuaderno. Saben que contiene algo importante… no me preguntes cómo. Si saben que tu padre tenía una hija, y es muy probable porque Mamantov tenía acceso a su expediente, bueno… piensa en ello. Va a ir por ti.

—¿Y lo mataron por eso?

—Lo mataron porque no les dijo dónde estaba. Y no se lo dijo porque quería dejártelo a ti.

—Pero no valía la pena morir por eso. Qué viejo estúpido. —Lo miró fijamente. Por primera vez le vio los ojos húmedos a la luz del día —. Viejo estúpido y testarudo.

—¿Tienes alguien con quien quedarte? ¿Algún familiar?

—Toda mi familia ha muerto.

—¿Algún amigo?

—¿Amigo? Sí, una amiga, ¿recuerdas? —Abrió el bolso y le enseñó la pistola de su padre.

—Al menos déjame tu dirección, tu número de teléfono… —dijo Kelso lo más tranquilamente que pudo.

—¿Para qué? —preguntó Zinaida con desconfianza.

—Porque me siento responsable. —Miró alrededor. Era una locura hablar así, en la calle. Se palpó los bolsillos, sacó una pluma, pero no encontraba ningún papel. Rompió entonces un trozo del paquete de cigarrillos—. Date prisa, escríbela ahí.

Pensó que no lo haría. Zinaida se volvió para marcharse, pero entonces, de repente, garabateó algo en el papel. Vivía cerca del parque Izmailovo, al lado del mercadillo de Moscú.

No se despidió, echó a andar deprisa calle abajo, esquivando a los transeúntes. Kelso se quedó mirándola a ver si se giraba, pero no lo hizo. El sabía que no lo haría, no era la clase de mujer que mira atrás.

Загрузка...