SEGUNDA PARTE ARCÁNGEL

Si temes a los lobos, no entres en el bosque.

STALIN, 1936

16

Antes de salir de Moscú tenían que conseguir combustible, porque, como decía O'Brian, uno nunca sabe qué tipo de meado de caballo intentarán colocarte fuera de la ciudad. Así que pararon en la nueva Nefto Agip de la avenida Mira y O'Brian llenó el depósito del Land Cruiser y cuatro bidones grandes con ciento cincuenta litros de gasolina súper sin plomo. Después revisó el aceite y los neumáticos. Cuando volvieron a la carretera ya estaban en plena hora punta, y se encontraron con el lento aluvión de tráfico.

Tardaron casi una hora entera para llegar al cinturón de ronda, donde, al fin, disminuyó el tráfico y cada vez había menos bloques de apartamentos y chimeneas de fábricas, hasta que de repente vieron que estaban en pleno campo, en medio de una llanura gris verdosa, con torres de alta tensión gigantescas y un cielo vasto e interminable. Hacía más de diez años que Kelso no se aventuraba por la M8 en dirección norte. Las iglesias, que desde la Revolución se utilizaban como depósi- tos de grano, estaban ahora rodeadas de andamios, en pleno proceso de restauración. Cerca de Dvoriki, una cúpula dorada acaparaba la escasa luz del crepúsculo y brillaba sobre el horizonte como una hoguera de otoño.

O'Brian estaba en su elemento.

—De nuevo en la carretera —decía de vez en cuando—, lejos de la ciudad. Es fantástico, ¿no? Fantástico.

Conducía a una velocidad regular de cien kilómetros por hora, hablando constantemente, con una mano en el volante y la otra marcando el ritmo de una atronadora música rock.

—¡Fantástico!

La cartera estaba en el asiento trasero, envuelta en plástico. Amontonados detrás, había una serie de materiales variopintos y provisiones: un par de sacos de dormir, ropa interior térmica («¿Has traído, Chiripa? ¡Siempre hay que tener camisetas térmicas!»), dos ano- raks impermeables forrados de piel, botas de goma y botas militares, prismáticos normales y de visión nocturna, una pala, una brújula, botellas de agua, tabletas para desinfectar el agua, dos cajas de seis botellines de Budweiser, una caja de tabletas de chocolate Hershey, dos termos llenos de café, latas de conserva, una linterna, una radio a transistores de onda corta, pilas de repuesto, un hervidor de agua de viaje que podía enchufarse en la toma del encendedor… Después de un rato, Kelso perdió la cuenta.

En la parte trasera del Toyota estaban los bidones y las cuatro maletas rígidas con el sello SNS, cuyo contenido O'Brian describió con deleite profesional: una cámara de vídeo digital en miniatura, un teléfono con cobertura del satélite Inmarsat, una máquina editora de vídeo portátil DVC-PRO, y algo que se llamaba Toko Video Store y Forward Unit. Valor total de esos cuatro aparatos: 120.000 dólares.

—¿Has oído hablar alguna vez de viajar ligero? —preguntó Kelso.

—¿Ligero? —sonrió O'Brian—. Es lo más liviano del mundo. Dame esas cuatro maletas y puedo hacer lo mismo para lo que antes hacían falta seis tíos y un camión lleno de material. Si hay alguien aquí con exceso de equipaje, eres tú.

—Venir no fue idea mía.

Pero O'Brian no lo escuchaba. Gracias a esas cuatro cajas, dijo, su territorio era el mundo entero: el hambre en África; el genocidio en Ruanda; la bomba en ese pueblo de Irlanda del norte que, justamente, había filmado en el momento de estallar (había ganado un premio por ese reportaje); las fosas comunes de Bosnia; los misiles de crucero de Bagdad que avanzaban por las calles a la altura de los techos, a la izquierda, a la derecha, otra vez a la derecha y… ¿el palacio presidencial, por favor? Y después, claro, Chechenia. Vaya, el problema de Chechenia.

(Eres un pájaro de mal agüero, pensó Kelso. Das vueltas por el mundo y dondequiera que vayas hay hambre, muerte y destrucción; en épocas más antiguas y crédulas, los habitantes del lugar se habrían juntado nada más verte para echarte a pedradas…)

… el problema de Chechenia, decía O'Brian, era que el follón había acabado justo el día de su llegada, así que se había largado a Moscú por una temporada. Ésa sí se había vuelto una ciudad peligrosa.

—Cualquier día parecerá Sarajevo.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Moscú?

—No mucho. Hasta las elecciones presidenciales. Calculo que serán muy divertidas.

¿Divertidas?

—Y después ¿adonde irás?

—¡Quién sabe! ¿Por qué lo preguntas?

—Para estar seguro de irme muy lejos, eso es todo.

O'Brian rió y pisó el acelerador. El velocímetro subió a ciento quince. Mantuvieron la misma velocidad mientras caía la noche. O'Brian no paraba de cacarear. (Dios mío, ¿ese hombre nunca se callaba?) En Rostov la carretera bordeaba un gran lago. Barcos amarrados, tapados con una lona para pasar el invierno, alineados a ambos lados de un embarcadero, cerca de unas cabañas de madera con las persianas cerradas. A lo lejos, Kelso vio un velero solitario con una luz en el mástil. Vio cómo se balanceaba al viento, viraba hacia la orilla, y volvió a sentir la misma depresión que lo embargaba cuando empezaba a anochecer.

Sentía los papeles de Stalin detrás de él casi como una presencia física. Como si el secretario general estuviera en el coche con ellos. Estaba preocupado por Zinaida. Le habría gustado tomarse una copa, o, para el caso, fumarse un cigarrillo; pero O'Brian había declarado al Toyota zona libre de humo.

—Se nota que estás muy nervioso —se interrumpió O'Brian a sí mismo.

—¿Y me culpas?

—¿Por qué? ¿Por Mamantov? —El reportero chasqueó los dedos—. A mí no me asusta.

—Pero tú no has visto lo que le hizo al viejo.

—Sí, pero no le haría lo mismo a un yanki y a un inglés. No está tan loco.

—Quizá no, pero se lo haría a Zinaida.

—Yo no me preocuparía por ella. Además, ya no tiene el material, lo tenemos nosotros.

—Qué bueno eres, ¿nunca te lo habían dicho? ¿Y si no la creen?

—Sólo te estoy diciendo que no te preocupes por Mamantov, eso es todo. Lo entrevisté un par de veces y sé que es un colgado. Ese hombre vive en el pasado. Como tú.

—¿Y tú? Supongo que tú no vives en el pasado.

—¿Yo? Para nada. No puedo permitírmelo, por mi trabajo.

—Ahora analicemos todo esto —dijo Kelso. En su mente había abierto el cajón donde guardaba el cuchillo más afilado que tenía—. Así que en todos esos lugares de los que estás alardeando desde hace dos horas, África, Bosnia, Próximo Oriente, Irlanda del Norte… el pasado no es importante. ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Crees que todos viven en el presente? ¿Se despertaron una mañana, te vieron allí con tus cuatro maletitas y decidieron empezar una guerra? ¿Y no pasaba nada hasta que llegaste tú? «Eh, hola, soy R. J. O'Brian y acabo de descubrir estos Balcanes de mierda.»

—Bueno, no hace falta insultar—murmuró O'Brian.

—Pues parece que sí. —Kelso empezaba a entrar en calor—. Verás, ése es el gran mito de nuestra época. El gran mito occidental. Tú, si me disculpas, eres la arrogancia de nuestra época personificada. Si un lugar tiene un McDonald's, MTV y acepta tarjetas de American Express, entonces es igual a cualquier otro, ya no tiene pasado, están en el año cero. Pero no es verdad.

—Te crees mejor que yo, ¿no es así?

—No.

—¿Más listo, entonces?

—No, ni siquiera eso. Escucha. Dices que Moscú es una ciudad que da miedo. Y es verdad. ¿Por qué? Porque en Rusia no hay tradición de propiedad privada. Antes había obreros y campesinos que no tenían nada, y la nobleza era la dueña del país. Después, obreros y campesinos sin nada, y el Partido era el dueño del país. Ahora sigue habiendo obreros y campesinos sin nada y el país pertenece, como siempre, al que tenga los puños más grandes. Si no lo entiendes, entonces no puedes entender Rusia. El presente no tiene sentido a menos que una parte de uno no esté en el pasado. —Kelso se reclinó en el asiento—. Fin de la conferencia.

Y durante una media hora, mientras O'Brian pensaba en todo eso, hubo un silencio bendito. Llegaron a la gran ciudad de Yaroslavl poco después de las nueve y cruzaron el Volga. Kelso sirvió una taza de café para cada uno. Se le derramó un poco sobre las rodillas cuando cogieron un bache pronunciado. O'Brian lo tomó sin parar de conducir. Comieron un poco de chocolate. Las luces de la ciudad se fueron espaciando poco a poco hasta convertirse en un resplandor ocasional.

—¿Quieres que conduzca? —preguntó Kelso.

O'Brian sacudió la cabeza.

—No; estoy bien. Podemos cambiar a medianoche. ¿Por qué no duermes un rato?

Escucharon por la radio las noticias de las diez. Los comunistas y nacionalistas de la cámara baja, la Duma, estaban usando su mayoría para bloquear las últimas medidas del presidente: se cernía una nueva crisis política. La bolsa de Moscú continuaba su caída. Un informe secreto del Ministerio del Interior que advertía al presidente del peligro de una rebelión armada se había filtrado y había salido publicado en Aurora.

De Rapava, Mamantov o los papeles de Stalin no decían nada.

—¿No deberías estar en Moscú cubriendo todas estas noticias?

—¿Qué? «Nueva crisis política en Rusia» —se burló O'Brian—. No me hagas reír. R. J. O'Brian no piensa seguir el pulso de esa noticia minuto a minuto.

—¿Y qué te parece «Se descubre la identidad de la misteriosa amante secreta de Stalin» ?

O'Brian apagó la radio.

Kelso alargó la mano hacia el asiento de detrás y cogió un saco de dormir. Lo abrió, se envolvió en él como si fuera una manta y apretó el botón para reclinar el asiento.

Cerró los ojos pero no lograba dormirse. Imágenes de Stalin invadían poco a poco su mente. Stalin anciano. Stalin tal como Milovan Djilas lo había vislumbrado después de la guerra, inclinado hacia adelante, en su limusina camino a Blizhny, para encender una luz y consultar la hora en un reloj de bolsillo… «Veía exactamente delante de mí la espalda ya encorvada y la nuca huesuda con la piel arrugada debajo del rígido cuello de mariscal» (esa noche Djilas pensó que Stalin estaba senil: se llenaba la boca de comida, perdía el hilo de las historias, contaba chistes de judíos).

Y Stalin, menos de seis meses antes de su muerte, pronunciando ante el Comité Central un último —y divagante— discurso en el que describía cómo se había enfrentado Lenin a la crisis de 1918, sin parar de repetir una y otra vez las mismas palabras: «Se abrió paso en una situación increíblemente difícil, se abrió paso sin miedo, se abrió paso…», mientras los delegados lo miraban atónitos, pasmados.

Y Stalin solo en su habitación, de noche, arrancando fotos de niños de las revistas y pegándolas por las paredes. Y después haciendo que Anna Safanova bailara para él…

Era extraño, pero cada vez que Kelso trataba de imaginarse a Anna Safanova bailando, la cara que se le aparecía era la de Zinaida Rapava.

17

En Moscú, Zinaida Rapava estaba sentada en el coche aparcado en la oscuridad, con su bolso sobre las rodillas y las manos dentro, cogidas a la culata de la pistola Makarov de su padre.

Se había dado cuenta de que aún sabía vaciarla y cargarla sin mirarla; era como montar en bicicleta, una de esas cosas de la infancia que nunca se olvidan. Soltar el muelle de la culata, sacar el cargador, meter las balas (seis, siete, ocho… suaves y frías al tacto), volver a po- ner el cargador, cerrar el muelle, poner el seguro.

Papá habría estado orgulloso de ella, siempre había sido mejor para esas cosas que Sergo. A Sergo las armas lo ponían nervioso; ironías de la vida, puesto que era él quien tenía que hacer el servicio militar.

Pensar en Sergo la hizo llorar otra vez, pero no estaba dispuesta a entregarse al llanto mucho tiempo. Sacó las manos del bolso y se enjugó irritada los ojos con las mangas de la chaqueta… bueno, ya está bien… y volvió a lo suyo.

Soltar, meter, cerrar, apretar. Estaba asustada, tan asustada que, esa tarde, cuando se alejó del inglés en la puerta del edificio de oficinas, en realidad hubiera querido darse la vuelta y regresar, pero, si lo hubiera hecho, él se habría dado cuenta de que estaba asustada, con miedo; y su padre le había enseñado que eso era algo que nunca había que demostrar. Otra de las lecciones de su padre.

De modo que fue al coche y empezó a dar vueltas sin pensar en nada, hasta el momento en que se sorprendió dirigiéndose a la plaza Roja. Aparcó en Bols-haya Lubianka y subió hasta la pequeña iglesia del icono de la virgen de Vladimir, donde estaban celebrando misa.

El lugar estaba repleto. Ahora las iglesias siempre estaban llenas, no como antes. La música la envolvió y encendió una vela. Como no era creyente, no sabía muy bien por qué lo hacía; pero era algo que solía hacer su madre. «¿Y qué ha hecho tu dios por nosotros?», solía decirle su padre con tono despectivo. Pensó en él y en la chica que había escrito el diario, Anna Safanova. Putita tonta, pensó, pobre putita tonta. Y también encendió una vela por ella, para que la ayudara dondequiera que estuviese.

Ojalá tuviera mejores recuerdos, pero no los tenía y no había nada que hacer. Recordaba a su padre casi siempre borracho, agitando los puños. O cansado después del trabajo en la sala de máquinas, hediondo como un perro viejo, demasiado fatigado para levantarse de su butaca e irse a la cama, sentado sobre una hoja del Pravda para no mancharse de grasa. O paranoico, saltando en medio de la noche para mirar por la ventana, merodeando por los pasillos… ¿Quién era ese que lo vigilaba? ¿Quién era ese que hablaba de él…? Tirando más hojas de Pravda por el suelo y limpiando obsesivamente la Makarov. («¡Los mataré si tengo que hacerlo!»)

Pero a veces, cuando no estaba borracho, agotado ni enloquecido —en esa hora afable, entre la mera embriaguez y la inconsciencia—, hablaba de la vida en Kolyma, de cómo se sobrevivía, del cambio de favores, trueques de restos de tabaco por comida, arreglárselas para conseguir los trabajos más fáciles, aprender a distinguir a un soplón… y después la sentaba en sus rodillas y le cantaba canciones de Kolyma con su bonita voz mingreliana de tenor.

Ése era un recuerdo mejor.

A los cincuenta, para ella, ya era muy viejo. Siempre había sido viejo. Se le había acabado la juventud con la muerte de Stalin. Quizá por eso siempre seguía con lo mismo. Hasta tenía una foto de Stalin en la pared. Sí, esa de Stalin con los bigotes brillantes como babosas negras. Por eso ella nunca podía llevar amigos a casa. No podía mostrarles el estado inmundo en que vivían. Dos habitaciones; y ella dormía en el único dormitorio. Al principio lo compartía con Sergo, y después, cuando él ya era lo bastante mayor para turbarse al mirarla, con su madre. Y la madre que ya era un espectro incluso antes de que el cáncer se apoderara de ella, se volvió transparente hasta desaparecer.

Había muerto en el ochenta y nueve, cuando Zinaida tenía dieciocho. Al cabo de seis meses volvieron al cementerio de Troekurovo para enterrar a Sergo a su lado. Zinaida cerró los ojos y recordó a su padre borracho en el funeral, bajo la lluvia, y a un par de camaradas de Sergo del ejército, y a un joven teniente, un niño, el oficial de mando de Sergo, que habló de la muerte de su hermano por la madre patria que brindaba ayuda fraternal a las fuerzas progresistas de la República Popular de… ¿qué cono importaba? El teniente se largó en cuanto pudo, al cabo de unos diez minutos, y Zinaida esa misma noche sacó sus cosas de aquel apartamento lleno de fantasmas. Su padre intentó impedírselo y le pegó. Rezumaba vodka por todos los poros, y, mojado como estaba por la lluvia, olía más que nunca a perro viejo. No había vuelto a verlo hasta el martes pasado, cuando se presentó en la puerta de su casa para llamarla puta. Ella lo había echado como a un mendigo, con un par de cajetillas de cigarrillos. Pero ahora que estaba muerto, no volvería a verlo nunca más.

Zinaida agachó la cabeza y movió los labios. Cualquiera que la mirara pensaría que estaba rezando, pero en realidad estaba leyendo la nota y hablando consigo misma.

«No me he portado bien, tienes razón. Todo lo que dijiste era cierto. ¡No creas que no lo sé!»

No, papá, no te portaste bien, y lo sabes.

«Pero ahora tengo la oportunidad de hacer algo bueno.»

¿Bueno? ¿A esto lo llamas bueno? ¿Es una broma? Te mataron por eso y ahora me van a matar a mí.

«¿Recuerdas ese sitio que yo tenía cuando mamá vivía?»

Sí, lo recuerdo.

«¿Y recuerdas lo que te decía siempre? ¿Me escuchas, muchacha? Regla número uno. ¿Cuál es la regla número uno?»

Plegó la nota y echó una mirada alrededor. Ese juego era una estupidez.

«¡Contéstame!»

Agachó la cabeza obediente.

Nunca demuestres que tienes miedo, papá.

«¡Otra vez!»

Nunca demuestres que tienes miedo.

«Regla número dos. ¿Cuál es la regla número dos?»

Sólo tienes un amigo en este mundo.

«¿Y quién es?»

Uno mismo.

«¿Y quién más?»

Éste.

«Enséñamelo.»

Éste, papá, éste.

En la oculta oscuridad de su bolso, sus dedos empezaron a juguetear con su rosario, primero con torpeza, pero después cada vez con más destreza… Soltar, meter, cerrar, apretar… Salió de la iglesia cuando acabó el servicio y bajó a la plaza Roja. Estaba más tranquila porque ahora sabía qué debía hacer.

El inglés tenía razón. No debía arriesgarse a ir a su casa. No tenía ningún amigo de suficiente confianza como para quedarse en su casa. Y en un hotel tendría que registrarse. Si Mamantov tenía amigos en el FSB…

Sólo le quedaba una opción.

Eran casi las seis y las sombras empezaban a caer y hacerse más profundas en la base del mausoleo de Lenin. Pero enfrente, en los grandes almacenes GUM, las luces eran cada vez más brillantes. Una hilera de faros amarillos que alumbraban un atardecer de octubre.

Hizo las compras deprisa. Primero, un vestido negro de noche de seda natural, con la falda hasta la rodilla. Después, medias negras, guantes negros cortos, un bolso negro, unos zapatos negros de tacón y maquillaje.

Pagó en efectivo y en dólares. Nunca salía a la calle con menos de mil dólares en efectivo. Se negaba a usar tarjetas de crédito; dejaban demasiados rastros. Y tampoco se fiaba de los bancos; la mayoría eran alquimistas ladrones que cogían tus valiosos dólares y los transfor- maban por arte de magia en rublos: convertían el oro en metal de baja ley.

En el mostrador de cosméticos la reconoció una de las vendedoras: «¡Hola, Zina!», y ella tuvo que largarse a toda prisa.

Volvió a la boutique, se quitó los téjanos y la camisa y se enfundó en el vestido nuevo. Le costó subirse la cremallera, tuvo que pasar el brazo izquierdo por encima de la espalda, y la mano derecha entre los omóplatos para cogerla y cerrarla sin que le pellizcara la piel. Dio un paso atrás para mirarse: mano en la cadera, cabeza ladeada, perfil hacia el espejo.

Bien.

Bueno; bastante bien.

Maquillarse le llevó otros diez minutos. Metió la ropa vieja de abrigo en la bolsa del GUM, se puso la chaqueta de piel y volvió a la plaza Roja, tambaleándose con los tacones altos sobre los adoquines de la calle. Tuvo cuidado de no mirar el mausoleo de Lenin ni el muro del Kremlin que tenía detrás, donde su padre solía llevarla de pequeña para desfilar ante la tumba de Stalin. En cambio pasó por la entrada norte de la plaza y se dirigió al Metropol. Necesitaba una copa, pero los guardias del hotel no la dejaron entrar.

—No, querida. Lo siento, pero ni hablar.

Oyó sus risas mientras se alejaba.

—¿Qué? ¿Esta noche empezamos temprano? —le dijo uno de ellos.

Cuando llegó a su coche ya estaba oscuro. Y allí era donde estaba ahora sentada.

Extraño, pensó al mirar atrás, las muertes de mamá y Sergo, esas dos pequeñas muertes. Extraño. Eran como dos piedras pequeñas al principio de un alud. Porque poco después, todo se derrumbó, el mundo de siempre se desmoronó.

No es que Zinaida notara mucho las cosas políticas. Los primeros años después de dejar a su padre los recordaba confusamente. Vivió en una casa de okupas en el distrito de Kranogorsk. Se quedó embarazada dos veces. Abortó las dos. (Y casi no había pasado ni un día sin preguntarse cómo habrían sido esas dos criaturas, que ahora tendrían nueve y siete años, si no hubieran sido más ruidosas que el vacío que habían dejado atrás.)

A pesar de todo, aunque no notara lo de la política, sí se fijaban en el dinero que había empezado a aparecer alrededor de los hoteles elegantes: el Metropol, el Kempinski y el resto. Y el dinero se fijaba en ella, como en todas las chicas de Moscú. Zinaida no era una de las más guapas, pero estaba bastante bien: tenía la suficiente herencia mingreliana, que le daba unos rasgos orientales casi afilados, y lo suficiente de rusa para tener cierta voluptuosidad a pesar de la delgadez.

Y como ninguna chica de Moscú podía ganar en un mes lo que un hombre de negocios occidental podía gastarse en una noche en una botella de vino, no había que ser un genio de la economía, ni uno de esos asesores de empresas caraduras que se tomaban una copa en la barra, para ver que había mercado en ciernes. Por lo tanto, una noche de diciembre de 1992, a los veintiún años de edad, en la suite de hotel de un ingeniero alemán de Ludwigshafen am Rhein, Zinaida Rapava se convirtió en puta, y salió, al cabo de noventa minutos, tambaleándose por el pasillo con ciento veinticinco dólares escondidos en el sostén, más dinero del que había visto en toda su vida.

¿Y puedo decirte algo más, papá, ahora que al fin estamos hablando? No tenía nada de malo. Me sentí bien. Porque ¿qué hacía yo que no hicieran otros diez millones de chicas todas las noches pero sin la sensación de que les pagaran? Aquello era decadencia. Esto era negocio, kapitalism… y no tenía nada de malo, ponía en práctica lo que me habías enseñado: que sólo tenía una amiga: yo misma.

Al cabo de un tiempo, el negocio se trasladó de los hoteles a las discotecas; así era más fácil. Pagaban protección a la mafia, se llevaban un porcentaje de las chicas, y la mafia, a cambio, mantenía alejados a los macarras, de modo que todo quedaba muy bonito y respetable, y todos hacían como que en lugar de un negocio era puro placer.

Esa noche, casi seis años después de ese primer contacto, Zinaida Rapava tenía en su apartamento —que, a propósito, era de propiedad y estaba completamente pagado— cerca de treinta mil dólares en efectivo. Y además tenía planes. Acabaría los estudios de derecho, dejaría el Robotnik y se marcharía de Moscú. Pensaba instalarse en San Petersburgo y convertirse en una auténtica puta legal: una abogada.

Pensaba hacer todo eso hasta que, el martes por la mañana, Papú Rapava había aparecido quién sabe de dónde con ganas de hablar. La había insultado y le había traído de la calle el conocido y pestilente aliento del pasado. Escuchó las noticias de las diez, puso el motor en marcha y condujo despacio por Bolshaya Lubyanka, se dirigió al noroeste, cruzó Moscú hasta el estadio de los Jóvenes Pioneros, y aparcó en el sitio de siempre, justo al lado del camino de tierra.

Era una noche fría. El viento le ceñía el fino vestido alrededor de las piernas. Caminó hasta la puerta con el bolso bien cogido. Dentro estaría más segura.

En la puerta del Robotnik había bastante gente para ser un jueves por la noche, una buena hilera de borregos occidentales que esperaban para ser esquilados. En otras circunstancias les hubiera pegado un repaso con la mirada más afilada que un par de tijeras de esquilar, pero esa noche no. Tuvo que obligarse a entrar.

Dio la vuelta hasta la puerta trasera, y Alekséi, el barman, la dejó entrar como siempre. Dejó la chaqueta en el guardarropía, dudó con el bolso, pero al final también decidió dárselo a la anciana: la pista de baile del Robotnik no era el sitio más sensato de Moscú para que a una la pillaran con una pistola.

Cuando iba a la discoteca siempre podía fingir que no era ella; era otra de las cosas buenas del lugar, aparte del dinero. («¿Cómo te llamas?», solían preguntarle para establecer cierto contacto humano. «¿Qué nombre prefieres?», les respondía siempre.) Podía dejar su historia en la puerta del Robotnik, y ocultarse detrás de esta otra Zinaida: sexy, dueña de sí, dura… Pero esa noche no. Esa noche, mientras estaba en el lavabo de mujeres retocándose el maquillaje, el truco parecía que no le funcionaba y la cara que le devolvía el espejo era indiscutiblemente la suya: los ojos rasgados y asustados de Zinaida Rapava. Se sentó durante más de una hora en uno de los cubículos a observar. Necesitaba alguien que quisiera llevársela toda la noche. Alguien decente y respetable, con apartamento propio. ¿Pero cómo podía hacer para ver cómo eran de verdad los hombres? Los jóvenes con aires chulos y mal hablados a veces acababan llorando y enseñando la foto de la novia. Solían ser los banqueros y los abogados con gafas a quienes les gustaba pegar.

Poco después de las once, cuando el lugar estaba repleto, hizo su primer movimiento.

Dio una vuelta a la pista de baile con una botella de agua mineral en la mano. Dios mío, pensó, esa noche había chicas que no parecían ni de quince. Ella podía ser prácticamente su madre.

Se acercaba al fin de esa vida.

Un hombre al que le asomaba el vello oscuro y rizado por el cuello desabotonado de la camisa, se acercó a ella, pero a Zinaida le recordó a O'Brian, lo esquivó a través de una nube de aftershave, y optó por un individuo corpulento del sudeste asiático con un traje de Armani.

El hombre se acabó la copa —vodka puro sin hielo, notó ella, demasiado tarde— y la llevó a la pista de baile. Sin esperar ni un segundo la agarró por el trasero, una nalga en cada mano, y empezó a hincarle los dedos, casi levantándola de sus zapatos nuevos. Zinaida le dijo que parara, pero él parecía no enterarse. Ella trató de empujarlo con las manos para separarse, pero sólo sirvió para que la sobara con más fuerza. En ese momento algo en ella cedió, o mejor dicho, se unió: una especie de fusión entre las dos Zinaidas…

«¿Eres una buena bolchevique, Anna Safanova? ¿Quieres demostrarlo? ¿Bailarías para el camarada Stalin?»

De repente le rastrilló la mejilla afeitada con las uñas de la mano derecha, se las hincó tanto que tuvo la certeza de que el hombre sintió cómo le arrancaba filamentos de carne.

La soltó en el acto, gimió y se dobló en dos, mientras sacudía la cabeza y salpicaba sangre como hacen los perros cuando salen del agua. Alguien gritó y la gente se apartó para darle espacio.

¡Ahí tenían lo que habían ido a ver!

Zinaida salió corriendo… subió por la escalera de caracol, pasó por los detectores de metal y penetró en el frío de la noche. Resbaló y se cayó en el hielo con las piernas separadas como una vaca. Estaba segura de que el hombre iba tras ella. Se levantó y se las arregló para llegar al coche. Complejo de apartamentos Victoria de la Revolución. Bloque 9. Oscuridad. Los polis ya no estaban. El gentío tampoco. Y pronto también desaparecería el complejo. Era una chapuza incluso para el nivel soviético; al cabo de uno o dos meses iban a demolerlo.

Aparcó enfrente, en el lugar en que había dejado al inglés la noche anterior, y miró la áspera superficie cubierta de nieve.

Bloque 9.

El hogar.

Estaba tan cansada…

Cogió el volante con las dos manos y apoyó la frente sobre los brazos. Para entonces ya había acabado con el llanto. De pronto sintió la presencia de su padre y recordó esa estúpida canción que solía cantar.


Kolyma, Kolyma…

¡Qué bonito lugar!

Doce meses de invierno

y verano los demás…


¿Y no había otra estrofa? ¿Algo como que se trabajaba veinticuatro horas al día y el resto se dormía? Siguió el ritmo imaginario de la música golpeándose la cabeza contra los brazos, apoyó la mejilla sobre el volante y, en ese momento, recordó que había dejado el bolso con la pistola en el guardarropía de la discoteca.

Lo recordó porque un coche, un coche grande, se había parado al lado del de ella, muy cerca, y le impedía salir, mientras un hombre la miraba… una mancha blanca distorsionada a través de dos cristales sucios y mojados.

18

Lo despertó el silencio.

—¿Qué hora es?

—Las doce. —O'Brian bostezó soñoliento—. Es tu turno.

Estaban aparcados a un lado de la carretera desierta. Kelso sólo veía algunas tenues estrellas en el cielo. Después del rumor del viaje, el silencio era casi una presión física en los oídos.

—¿Dónde estamos? —preguntó mientras se incorporaba.

—A unos ciento sesenta kilómetros al norte de Vologda. —O'Brian encendió la luz interior—. Por aquí más o menos.

Se inclinó sobre el mapa y señaló un punto que parecía completamente desierto, un espacio en blanco dividido sólo por la línea roja de la carretera, con unos pocos símbolos que indicaban pantanos a ambos lados. Más al norte, el mapa se volvía verde por los bosques.

—Tengo que mear—dijo O'Brian—. ¿Vienes?

Hacía mucho más frío que en Moscú y el cielo parecía aún más grande. Un conjunto de nubes con los bordes más claros por la luz de la luna se movía despajo hacia el sur y, de tanto en tanto, dejaba a la vista trozos de cielo estrellado. O'Brian tenía una linterna. El potente haz de luz se extendió un par de cientos de metros en la oscuridad y desapareció; no iluminaba nada, sólo una bruma helada que flotaba baja sobre el campo.

—¿Oyes algo? —preguntó O'Brian formando vapor con el aliento.

—No.

—Yo tampoco.

Apagó la linterna y permanecieron allí durante un rato.

—Ay, papi, qué miedo —exclamó O'Brian con vocecilla infantil.

Volvió a encender la linterna y subieron por el arcén hasta el Toyota. Kelso sirvió dos tazas de café mientras O'Brian levantaba la puerta trasera y sacaba un par de bidones. Buscó un embudo y empezó a llenar el depósito.

Kelso, con la taza de café en la mano, se alejó de los vapores de la gasolina para encender un cigarrillo. En el frío y la oscuridad, bajo el inmenso cielo euroasiático, se sintió extrañamente desconectado de la realidad, asustado pero estimulado, con los sentidos agudizados. Oyó a lo lejos un rumor y en la carretera recta apareció un punto amarillo. Observó cómo el resplandor aumentaba de tamaño poco a poco y se dividía en dos focos grandes que por un momento pensó que iban directamente a él. Acto seguido un enorme camión de dieciséis ruedas pasó rugiendo; el conductor se limitó a hacer sonar el claxon. El ruido del motor aún seguía oyéndose a lo lejos mucho después de que hubieran desaparecido en la oscuridad las luces rojas traseras.

—Eh, Chiripa, échame una mano.

Kelso dio una última calada al cigarrillo y lo tiro. Unas chispas naranja rebotaron por la carretera.

O'Brian quería que lo ayudara a bajar uno de sus valiosos aparatos, una caja blanca de policarbonato, de unos sesenta centímetros de largo y cuarenta de ancho, con un par de ruedecillas negras en un extremo. Cuando la sacaron del Toyota, O'Brian la llevó hasta la puerta del pasajero.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kelso.

—¿No me digas que nunca has visto algo así?

O'Brian abrió la tapa de la caja y sacó lo que parecían cuatro bandejas de plástico, del tipo de las que se pliegan en los asientos de los aviones. Las unió, de modo que formaran una superficie plana de aproximadamente un metro de lado, que, a su vez, acopló a un lado de la caja. En el centro del cuadrado atornilló una especie de antena telescópica. Sacó un cable del lado de la caja y lo enchufó a la toma del encendedor del Toyota, volvió, apretó un botón y un montón de lucecitas parpadearon.

—¿Impresionado? —Sacó una brújula del bolsillo de la chaqueta y la alumbró con la linterna—. Ahora dime, ¿dónde diablos está el océano Indico?

—¿Qué?

O'Brian echó una mirada a la M8.

—Por lo que parece, hacia allí, recto. Justo enfrente, hay un satélite en una órbita estacionaria a más de treinta mil kilómetros sobre el océano índico. Piensa en ello. El mundo es un pañuelo, ¿no te parece? Te juro que casi me cabe en la mano. —Sonrió y se arrodilló al lado de la caja y empezó a hacerla girar hasta que la antena apuntó directamente al sur. El aparato empezó a emitir un pitido—. Allí vamos. Ha encontrado al pájaro. —Apretó un botón y cesó el pitido—. Ahora enchufamos el auricular… así. Marcamos cero cuatro para conectar con la estación terrestre de Eik, Noruega… así. Y ahora marcamos el número. Así de fácil.

O'Brian se puso de pie y le pasó el auricular a Kelso, que acercó el oído. Oyó un teléfono que sonaba en Estados Unidos y la voz de un hombre que atendía:

—Sala de redacción.

Kelso encendió otro cigarrillo y se alejó del Toyota. O'Brian estaba en el asiento delantero con la luz encendida y, a pesar de que tenía las ventanas cerradas, se oía su voz en el frío silencio.

—Sí, sí, estamos en la carretera… A mitad de camino, creo… Sí, está conmigo… No, está bien. —Se abrió la puerta y O'Brian gritó—: Profesor, ¿estás bien?

Kelso levantó las manos.

—Sí —continuó O'Brian—, está bien. —Cerró la puerta y bajó la voz, porque Kelso no pudo oír mucho—. Sí, llegaremos a eso de las nueve… sí, claro… buen material… tiene buena pinta…

Fuera lo que fuese, a Kelso no le gustaba. Volvió al coche y abrió la puerta de golpe.

—Bueno, tengo que colgar, Joe. Adiós. —O'Brian cortó y guiñó un ojo.

—¿Qué les has dicho?

—Nada. —El reportero tenía la expresión de un niño culpable.

—¿Qué quieres decir?

—Venga, Chiripa, tengo que decirles algo, explicarles lo básico…

—¿Lo básico? —exclamó Kelso—. Se suponía que era confidencial…

—Bueno, no van a contárselo a nadie. Vamos, no puedo largarme sin explicarles un poco lo que estoy haciendo.

—Dios mío. —Kelso dio un golpe al Toyota y miró al cielo—. ¿Y qué estoy haciendo yo?

—¿Quieres hacer una llamada? —O'Brian le tendió el teléfono—. ¿A tu mujer? Invita la casa.

—No, no quiero llamar a nadie. Gracias.

—¿A Zinaida? —preguntó O'Brian con picardía—-¿Por qué no la llamas? —Salió del coche y le entregó el teléfono—. Hazlo, se nota que estás preocupado. Es un detalle. Cero, cuatro y después el número. Pero no te pases toda la noche hablando, porque aquí fuera se me pueden congelar las pelotas.

Se alejó agitando los brazos contra el frío y Kelso, tras un instante de duda, se metió la mano en el bolsillo para sacar el trozo de papel con la dirección escrita.

Mientras esperaba, trató de imaginarse el apartamento, pero no pudo, no la conocía lo suficiente. Miró la M8 en dirección sur, a la masa oscura de nubes que se alejaba como si huyera de alguna calamidad, y se imaginó la ruta de su llamada: desde el medio de la nada hasta un satélite sobre el océano índico, de allí a Escandinavia, para cruzar luego buena parte del mundo hasta Moscú. O'Brian tenía razón: uno podía estar en medio del desierto y sentir que el mundo era un pañuelo.

Dejó que el teléfono sonara un buen rato, por un lado esperaba que atendiera para saber que estaba bien, y por el otro deseaba que no lo hiciera, porque su apartamento era el sitio menos seguro.

No atendió y él, al cabo de unos minutos, cortó. Después le tocó el turno de conducir a Kelso. O'Brian dormía y ni siquiera entonces podía estarse callado. Tenía el saco de dormir calado hasta la barbilla y el asiento reclinado casi en posición horizontal. «Sí», murmuraba, y después otro «sí», esta vez con más énfasis. Gruñía y se revolvía como un pez en tierra. Roncaba. Se rascaba la entrepierna.

Kelso cogía el volante con fuerza.

—¿No puedes callarte, O'Brian? —le dijo al parabrisas—. ¿No podrías, como gran favor a la humanidad en general y a mí en particular, cerrar por una vez esa bocaza?

No se veía nada más que la franja de asfalto en movimiento iluminada por los faros. De vez en cuando se cruzaba con algún vehículo y las luces largas lo deslumbraban. Al cabo de una hora adelantó al gran camión que los había pasado antes. El conductor hizo sonar el claxon alegremente y Kelso le respondió de la misma manera.

—Sí —dijo O'Brian con el sonido de la bocina—.

Sí…

El traqueteo de los neumáticos era hipnótico y los pensamientos de Kelso vagaban al azar, inconexos. Se preguntó cómo habría sido O'Brian en una guerra de verdad, en una en la que, en lugar de tomar fotos, hubiese tenido que luchar. Y después se preguntó cómo habría sido él mismo. La mayoría de los hombres que conocía se habían hecho la misma pregunta, como si en cierto modo fueran incompletos, o tuvieran un agujero en su vida, por el hecho de no haber tenido que luchar en ninguna guerra.

¿Era posible que la falta de una guerra —por muy maravilloso que fuera y todo eso— hubiera trivializado a la gente? Porque en estos tiempos todo era tan condenadamente superficial. Era la edad de la trivialidad. La política era trivial. Las cosas por las cuales la gente se preocupaba eran triviales: hipotecas, pensiones, los peligros de los fumadores pasivos. ¡Dios mío! Echó una mirada a O'Brian, ¿a esto hemos quedado reducidos, a preocuparnos por los fumadores pasivos, mientras nuestros padres y abuelos tenían que preocuparse de que no los matara un disparo o una bomba?

Y después empezó a sentirse culpable, porque ¿cuál era su postura sobre el asunto? ¿Acaso quería una guerra? ¿O una guerra fría? Era verdad, pensó, echaba de menos la guerra fría. Le alegraba que hubiera acabado, claro, le alegraba que hubiera ganado el bando bueno y todo eso, pero mientras duró, al menos la gente como él sabía dónde estaba, podía señalar algo y decir: de acuerdo, puede que no sepamos en qué creemos, pero no creemos en eso.

Lo cierto era que, desde que había acabado la guerra fría, todo le salía mal. Eso sí era un chiste. ¡Mamantov y él, víctimas gemelas del final de la URSS! Los dos lamentándose de la superficialidad del mundo moderno, los dos preocupados por el pasado y los dos tras el misterio del camarada Stalin…

Frunció el entrecejo al recordar algo que había dicho Mamantov.

«Le diré algo: usted está tan obsesionado como yo.»

En aquel momento se había reído. Pero ahora que volvía a pensar en ello, la frase le pareció inesperadamente sagaz… perturbadora, incluso, por la agudeza que encerraba, y se sorprendió recordándola una y otra vez mientras descendía la temperatura y la carretera se desplegaba interminable por la helada oscuridad. Condujo durante más de cuatro horas, hasta que se le durmieron las piernas y, en un momento dado, se quedó dormido y se despertó de golpe para encontrar el Toyota en el centro de la carretera y las líneas blancas, iluminadas por los faros, pasando por debajo veloces como lanzas.

Al cabo de unos minutos pasó por una especie de área de reposo para camioneros. Frenó de golpe y dio marcha atrás. O'Brian, a su lado, se despertó con dificultad.

—¿Por qué paramos?

—El depósito está vacío y necesito descansar. —Kelso paró el motor y se masajeó la nuca—. ¿ Por qué no nos quedamos un rato aquí?

—No. Tenemos que seguir viaje. Sirve un poco de café mientras yo pongo gasolina.

Repitieron el mismo ritual que antes. O'Brian trajinando en el frío con un par de bidones en la parte trasera del Toyota, mientras Kelso se alejaba para fumar un cigarrillo. El viento, a esa latitud, era bastante más frío. Oyó cómo silbaba entre unos árboles que no se veían y el ruido lejano de un río o un arroyo.

Cuando volvió al coche, O'Brian estaba en el asiento del conductor con la luz encendida, estudiando un mapa mientras se pasaba una afeitadora eléctrica por la barbilla. No era una hora normal para estar despierto, pensó Kelso. No le gustaba, lo asociaba con emergencias, pérdidas, conspiración, huidas… la triste despedida al final de una aventura de una noche.

Ninguno de los dos dijo nada. O'Brian guardó la afeitadora y el mapa en el bolsillo de la puerta del conductor.

El asiento reclinable estaba tibio, igual que el saco de dormir, y Kelso, a pesar de sus angustias, al cabo de cinco minutos se durmió profundamente, sin soñar. Cuando despertó, unas horas más tarde, era como si hubieran cruzado una barrera y entrado en otro mundo.

19

Poco tiempo antes, cuando Kelso aún estaba al volante, el comandante Feliks Suvorin se inclinaba para darle un beso a su mujer, Serafima.

Ella se limitó a ofrecerle la mejilla, pero después se lo pensó mejor y sacó un brazo tibio y suave de debajo del edredón, le cogió la nuca con la mano y lo atrajo hacia sí. Feliks la besó en la boca. Serafima olía a Chanel que le había traído su padre de la última reunión del G8.

—Esta noche no vendrás —le murmuró.

—Sí. —No, no vendrás.

—Intentaré no despertarte.

—Despiértame.

—Duerme.

Le pasó un dedo por los labios y apagó la luz de la mesilla. La luz del pasillo le indicó el camino para salir del cuarto. Oyó la respiración de los niños. Eran la una y treinta cinco. Había estado sólo dos horas en casa. ¡Maldición! Se sentó en una silla dorada al lado de la puerta, se puso los zapatos y cogió el abrigo del perchero de madera labrada. La decoración estaba copiada de una revista occidental y costaba mucho más de lo que podía permitirse un comandante del SVR; de hecho, con su sueldo apenas Podía comprarse la revista. Se lo había pagado su suegro.

De camino de salida, Suvorin se vio en el espejo de la entrada, con una reproducción de Jackson Pollock de fondo. Las arrugas y las sombras de su rostro cansado parecían mezclarse con las del retrato. Se estaba haciendo demasiado viejo para este juego, pensó. Se acababa el chico de oro. La noticia de que el vuelo de Delta había despegado sin Kelso a bordo había llegado a Yasenevo poco después de las dos de la tarde. El coronel Arseniev le había expresado con diferentes y pintorescos coloquialismos —y sin duda había dejado constancia, más discretamen- te, en alguna otra parte— su sorpresa de que Suvorin no hubiera tomado las previsiones para que el historiador fuera escoltado hasta la nave. Suvorin se había tragado la respuesta, que habría sido preguntar ácidamente cómo iba a hacer para localizar a Mamantov, controlar la Milicia, encontrar el cuaderno y cuidar a un académico occidental que tenía sus propias ideas en el Sheremetevo-2, todo con la ayuda de cuatro hombres.

Además, por entonces todo eso era menos urgente que el descubrimiento de que la agencia de noticias Interfax iba a difundir un artículo sobre la muerte de Papú Rapava, citando «fuentes de la Milicia» sin nombre que afirmaban que el anciano había sido asesinado mientras trataba de vender unos papeles secretos de Stalin a un autor occidental. Tres diputados comunistas trataron de sacar el tema en la Duma. La Oficina del Presidente de la Federación se había puesto en contacto con Arseniev exigiendo saber (cita textual de Boris Nikolaevich) «¿qué cono estaba pasando?». Igual que el FSB. Media docena de reporteros acampó en la entrada del bloque de Rapava, otros, bastantes más, ro- deaban el cuartel general de la Milicia, mientras la postura oficial de ésta era aguantar e improvisar.

Suvorin, por primera vez, veía las ventajas de las antiguas formas de hacer, cuando una noticia era lo que se le antojaba anunciar a Tass y lo demás era secreto de Estado.

Intentó por última vez hacer de abogado del diablo. ¿No corrían el riesgo de estar dándole demasiada importancia? ¿No estaban haciéndole el juego a Mamantov? ¿Qué podía contener el diario de Stalin que fuera tan importante para el mundo moderno?

Arseniev había sonreído: señal de peligro.

—¿Cuándo naciste, Feliks? —respondió con afabilidad—. ¿En el cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y nueve?

—En el sesenta.

—Vaya, en el sesenta. Yo nací en el treinta y siete. Mi abuelo murió fusilado. A dos tíos míos los mandaron a los campos de trabajo y nunca regresaron. Mi padre murió al principio de la guerra porque cometió la estupidez de tratar de detener un tanque alemán con una botella de gasolina en las afueras de Poltava, y todo porque el camarada Stalin decía que si algún soldado se rendía sería considerado traidor. Así que yo no subestimaría al camarada Stalin.

—Lamento…

Pero Arseniev le hizo gestos de que se callara, levantó la voz y enrojeció.

—Si ese cabrón guardaba su cuaderno en la caja fuerte, tenía sus razones, estoy seguro. Si Beria se lo robó, también tenía sus razones. Y si Mamantov está dispuesto a torturar a un anciano hasta la muerte, en- tonces también tiene sus malditas razones para querer conseguirlo. Así que, por favor, Feliks Stepanovich, encuentra ese cuaderno. Ten la bondad de encontrarlo.

Y Suvorin había hecho todo lo posible. Se puso en contacto con todos los expertos en documentos de Moscú. Pasó discretamente la descripción de Kelso a los puestos de la Milicia de todas las capitales, así como a la policía de tráfico, el GAL Técnicamente, el SVR trabajaba ahora en «estrecho contacto» con la brigada de investigación criminal de la Milicia, lo que significaba que podía disponer de algunos recursos; habían preparado en conjunto una bola para soltarle a los medios. Feliks había hablado con un amigo de su suegro, el dueño de la cadena de periódicos más grande de la federación, para pedirle un poco de reserva. Había mandado a Netto a husmear a la calle Vspolni. Había dispuesto que montaran guardia en la casa de la hija de Rapava, Zinaida, que había desaparecido, y, al ver que a la noche no había vuelto, había mandado a Bunin a darse una vuelta por el Robotnik, la discoteca donde trabajaba.

Y poco después de las once, Suvorin se había marchado a casa.

A la una y veinticinco lo llamaron para decirle que la habían encontrado.


—¿Dónde estaba?

—Sentada en su coche —le dijo Bunin—, en la puerta de la casa de su padre. La seguimos desde el club. Esperamos para ver si iba a encontrarse con alguien, pero como no apareció nadie, la detuvimos allí. Creo que ha tenido una pelea.

—¿Por qué?

—Bueno, ya verá cuando suba y le vea la mano.

Hablaban en voz baja en el vestíbulo del edificio de apartamentos, en el distrito de Zayauze, un insulso barrio interior del este de Moscú. Tenía un apartamento cerca del parque, privatizado a juzgar por lo bien cuidadas que estaban las dependencias comunes, respetable. Suvorin se preguntó qué pensarían los vecinos si supieran que la chica del tercero era una furcia.

—¿Algo más?

—La casa está limpia, y el coche también —dijo Bunin—. Hay una bolsa con ropa en el maletero: vaqueros, una camiseta, botas, bragas. Pero tiene un montón de pasta escondida ahí arriba. Todavía no sabe que la he encontrado.

—¿Cuánta?

—Unos veinte o treinta mil dólares. Bien envueltos en polietileno y metidos en la cisterna del lavabo.

—¿Y ahora dónde están?

—Los tengo yo.

—Démelos.

Bunin dudó un instante y le entregó el dinero: un grueso fajo de billetes de cien. Lo miró enfadado. Habría tardado cuatro o cinco años en ganar esa suma, y Suvorin, mientras se lo metía en el bolsillo, supuso que había dudado en quedarse con un porcentaje —quizá ya lo había hecho.

—¿Cómo es la chica?

—Una zorra, comandante. No va a sacar gran cosa de ella. —Se dio un golpecito en la sien—. Yo diría que está bastante pirada.

—Gracias, teniente, por su valiosa agudeza psicológica. Puede esperar aquí abajo.

Suvorin subió la escalera. En el rellano del segundo piso, una mujer de mediana edad con rulos asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué pasa?

—Nada, señora. Preguntas de rutina. No se preocupe.

Siguió subiendo. Tenía que sacar algo, pensó. Debía hacerlo; era la única pista que tenía. En la puerta del apartamento llamó educadamente, abrió la puerta y entró. Un agente de la Milicia se puso de pie.

—Gracias —dijo Suvorin—. Baje y espere con el teniente.

Esperó hasta que se cerró la puerta antes de examinar a la chica. Llevaba un jersey de lana gris sobre el vestido y estaba sentada en la única silla, con las piernas cruzadas, fumando. En un plato de la mesilla de al lado estaban las colillas de otros cinco cigarrillos. El apartamento tenía un solo ambiente, pero estaba ordenado y bien arreglado, con un gran despliegue de derroche de dinero: un televisor occidental con un descodificador de antena parabólica, un vídeo, un equipo de discos compactos, un armario con vestidos, todos negros. En un rincón había una cocina pequeña. La puerta daba al cuarto de baño. El sofá presumiblemente se convertía en cama. Notó que Bunin tenía razón respecto a la mano. Los dedos que sostenían el cigarrillo tenían sangre coagulada debajo de las uñas. Ella vio que él se fijaba.

—Me caí —dijo mientras descruzaba las piernas y enseñaba un raspón en la rodilla y las medias llenas de carreras—. ¿Vale?

—¿Me permite sentarme? —Como ella no respondió, Suvorin se sentó en el borde del sofá tras apartar un par de juguetes: un soldado y una bailarina—. ¿Tiene hijos? —preguntó.

Silencio.

—Yo tengo dos varones.

Echó un vistazo a la habitación en busca de algún otro punto de contacto, pero era todo de lo más impersonal: ni fotos, ni libros —aparte de manuales de derecho—, ni adornos ni chucherías. Había una hilera de discos compactos, todos occidentales y todos de artistas que jamás había oído. Le recordaba a una de esas casas francas de Yasenevo: un sitio para pasar una noche y largarse.

—¿ Es poli ? No lo parece. ;

—No. ',

—¿Qué es entonces?

—Lamento lo de su padre, Zinaida. Hábleme de él

—No hay nada que decir.

—¿Se llevaba bien con su padre?

Ella apartó la mirada.

—Verá, me preguntaba por qué no apareció cuando descubrieron el cuerpo. Anoche fue usted a su apartamento, ¿no? La Milicia estaba allí. Y después se marchó.

—Estaba muy alterada.

—Por supuesto. —Suvorin le sonrió—. ¿Dónde está Chiripa Kelso?

—¿Quién?

No lo hace mal, pensó, ni parpadea. Pero claro, no sabía que él tenía la declaración de Kelso.

—El hombre al que llevó anoche a la casa de su pare.

—¿Kelso? ¿Así se llama?

—Ay, Zinaida, es usted muy lista, ¿no? ¿Dónde ha estado todo el día?

—Dando vueltas en coche, pensando.

—¿Pensando en el cuaderno de Stalin?

—No sé a qué…

—Ha estado con Kelso, ¿no?

—No.

—¿Dónde está Kelso? ¿Dónde está el cuaderno?

—No sé de qué me había. ¿Qué pretende? Además, usted no es policía… ¿Tiene algún papel que lo identifique?

—Ha pasado el día con Kelso…

—Ahí dice que no tiene derecho a estar en mi casa sin una orden correspondiente —dijo señalando los libros de derecho.

—¿Así que estudias derecho, Zinaida? —Empezaba a irritarlo—. Serás una buena abogada.

Parecía divertida; seguro que se lo habían dicho otras veces. Zuvorin sacó un fajo de dólares, la chica dejó de reírse, y él pensó que iba a desmayarse.

—¿Qué dice el Estatuto de la Federación sobre la prostitución, Zinaida Rapava? —La chica miraba el dinero como una madre miraría a su hijo—. Tú eres la abogada, dímelo. ¿Cuántos hombres hay en este fajo de billetes? ¿Cien? ¿Ciento cincuenta? No, seguro que no son ciento cincuenta… Ya no eres tan joven. Pero las demás sí lo son, ¿no? Y cada día más jóvenes. Sabes una cosa, creo que ya no volverás a ver este dinero.

—Cabrón…

—Piensa en ello —dijo él pasándose los billetes de una mano a la otra—. Cien hombres a cambio de decirme dónde puedo encontrar sólo a uno. Cien contra uno. No es tan mal negocio, ¿verdad?

—Cabrón —repitió, pero esta vez con menos convicción.

—Vamos, Zinaida —se inclinó y bajó la voz coaccionándola—, ¿dónde está Kelso? Es importante.

Por un momento pensó que ella iba a decírselo, pero en ese instante endureció la cara.

—No me importa quién seas —le espetó—, pero prefiero hacer la calle, es más honrado.

—Quizá sea cierto —reconoció Suvorin, y le arrojó el dinero encima.

Los billetes resbalaron sobre la falda de la chica y cayeron al suelo, entre las piernas. Zinaida ni se agachó a recogerlos, se limitó a mirarlos. Y él entonces sintió una gran tristeza, tristeza por él, que había tenido que llegar a eso, a sentarse en la cama de una puta del distrito de Zayauze para intentar sobornarla con su propio dinero. Y triste por ella, porque Bunin tenía razón: estaba chiflada y ahora iba a tener que hacerla hablar.

20

Aunque habían pasado dos horas desde el amanecer, era como si la oscuridad no acabara de irse, como si el día se hubiera dado por vencido incluso antes de empezar. El cielo seguía gris y la cinta larga y recta de asfalto que formaba la carretera menguaba a lo lejos en la oscura humedad. A ambos lados se extendía una tierra baldía, irregular, salpicada de ciénagas color óxido y llanuras espantosamente amarillentas —la tundra subártica— que se convertía a media distancia en un bosque denso y oscuro de pinos y abetos.

Empezó a nevar.

Había mucho tráfico militar en la carretera. Adelantaron una larga columna de vehículos blindados y poco después empezaron a ver rastros de asentamientos humanos: cobertizos, corrales, restos de maquinaria agrícola… hasta una granja colectiva con una hoz y un martillo rotos en la entrada, y un viejo lema: LA PRODUCCIÓN E S VITAL PARA LA VICTORIA DEL SOCIALISMO.

Al cabo de unos kilómetros, la carretera cruzó una vía férrea y, en la oscuridad, aparecieron unas chimeneas que lanzaban hollín al cielo de nieve.

—Debe ser esto —dijo Kelso mientras levantaba la irada del mapa —. Aquí termina la M8, en las afueras e la ciudad, al sur.

—Mierda —exclamó O'Brian.

—¿Qué pasa?

El reportero señaló con la barbilla.

—La carretera está bloqueada; hay un control.

A cien metros, dos policías del GAI, con bastones fosforescentes y pistola, detenían a todos los vehículos que pasaban y comprobaban la documentación de sus ocupantes. O'Brian echó una mirada al retrovisor, pero no podía dar marcha atrás: tenían demasiado tráfico detrás. Unas vallas de cemento en el medio de la carretera hacían imposible efectuar un cambio de sentido y retroceder hacia el sur. Estaban obligados a ha- cer la cola.

—¿Qué dijiste que era mi visado? ¿Sólo un detalle? —ironizó Kelso.

O'Brian tamborileó en el volante.

—¿Es un control permanente o dirías que es por nosotros?

Kelso echó un vistazo a la garita en que había un policía leyendo el periódico.

—Diría que es permanente.

—Bueno, algo es algo. —O'Brian empezó a rebuscar en la guantera—. Ponte la capucha y súbete el saco de dormir hasta la cara. Hazte el dormido. Les diré que eres mi cámara. —Sacó un fajo de papeles arrugados—. Tú eres Vukov, ¿de acuerdo? Foma Vukov.

—¿Foma Vukov? ¿Y ese nombre de dónde sale?

—Si no quieres volver directamente a Moscú tienes un minuto para hacer lo que te digo.

—¿Y qué edad tiene el tal Foma Vukov?

—Veintitantos. —O'Brian estiró la mano y cogió la cartera de piel de atrás—.¿Se te ocurre algo mejor? Mete esto debajo de tu asiento.

Kelso vaciló un instante y se puso la cartera detrás de las piernas. Se echó atrás, se subió el saco de dormir y cerró los ojos. Viajar sin visado era un delito; pero viajar sin visado y usar la documentación de otro era un delito muy distinto…

El coche avanzó y se detuvo. Oyó que O'Brian paraba el motor y abría.la ventanilla. Una ráfaga de aire fresco entró en el vehículo.

—Salga del coche, por favor —dijo una voz áspera en ruso.

El Toyota se meció mientras O'Brian bajaba.

Kelso empujó suavemente con el talón la cartera de piel y acabó de meterla debajo del asiento.

Hubo una segunda ráfaga de aire mientras abrían la puerta de atrás. Ruido de cajas que se abrían, cierres que saltaban. Pasos. Una conversación en voz baja.

Alguien abrió la puerta de Kelso, y éste oyó el golpeteo de los copos de nieve, la respiración de un hombre. Y después la puerta que se cerraba… que se cerraba despacio, con consideración, como para no despertar al pasajero que dormía. Kelso supo que estaba a salvo.

Oyó que O'Brian volvía a cargar las cajas en la parte trasera, daba la vuelta, se sentaba en el asiento del conductor y arrancaba.

—Es asombroso —dijo— el efecto de unos cientos de dólares en un poli que hace seis meses que no cobra. —Apartó el saco de dormir de la cara de Kelso—. Acaban de tocar diana, profesor. Bienvenido a Arcángel. Cruzaron el Dvina ruidosamente por un puente de hierro. El río era ancho con manchas amarillas por la tundra. Tenía unas corrientes subterráneas que se movían como músculos debajo de la piel sucia. Un par de barcazas negras de carga, una detrás de otra, se dirigían al norte, hacia el mar Blanco. En la orilla de enfrente, a través de la cortina de nieve y los barrotes del puente, se veían chimeneas de fábricas, grúas, bloques de apartamentos y una torre de televisión con una luz roja parpadeante.

A medida que el paisaje se ampliaba, hasta O'Brian empezó a deprimirse y dijo que era un basural, un agujero, el lugar más asqueroso que había visto en su vida.

Un tren de mercancías traqueteaba por una vía encima de ellos. Al final del puente, giraron a la izquierda, hacia lo que parecía el centro de la ciudad. Las fachadas de los edificios estaban todas picadas, partes de la carretera hundidas. Un viejo tranvía, de color marrón y ocre, avanzaba con un ruido terrible, como si arrastraran una cadena por los adoquines. Los peatones se tambaleaban en la nieve.

O'Brian conducía despacio, sacudiendo la cabeza, y Kelso se preguntó qué esperaba. ¿Un centro de prensa? ¿Un hotel para los medios de comunicación? Salieron a la amplia explanada de una estación de autobuses. En un extremo, cuatro enormes soldados de bronce del Ejército Rojo miraban, espalda contra espalda, los cuatro puntos cardinales, con sus rifles en alto en señal de triunfo. A sus pies, unos perros callejeros rebuscaban en la basura. Allí cerca había un edificio bajo y largo de cemento blanco y cristal cilindrado, con una inscripción: «Capitanía del Puerto de Arcángel.» Si esa ciudad tenía un centro, probablemente era ése.

—Paremos allí —sugirió Kelso.

Dieron la vuelta a la plaza y aparcaron con el parachoques delantero muy cerca de la barandilla curva de metal, directamente frente al agua. Un perro husky los observó sin interés y empezó a rascarse el cuello vigorosamente con la pata trasera para quitarse las pulgas. A lo lejos, a través de la nieve, apenas se divisaba la forma de un petrolero.

—¿Te das cuenta de que estamos en el extremo del mundo? —dijo Kelso en voz baja con la vista fija en el agua—. ¿Que estamos a sólo ciento cincuenta kilómetros del círculo polar ártico, que no hay nada más que hielo y mar entre nosotros y el polo Norte? ¿Eres consciente? —Se echó a reír.

—¿De que te ríes?

—De nada. —Echó una mirada a O'Brian e intentó parar, aunque sin éxito. Había algo en la espantosa desilusión del reportero que le hacía saltar lágrimas de risa—. Lo siento —farfulló—. De veras…

—Sí, sí, ríete —replicó O'Brian con amargura—. Ésta es mi idea de un perfecto viernes de mierda. Conducir ochocientos kilómetros hasta un basural que se parece a Pittsburgh después de una catástrofe nuclear para encontrar a la maldita novia de Stalin…

Resopló y también se echó a reír.

—¿Sabes lo que no hemos hecho? —logró decir O'Brian.

Kelso tomó aliento y tragó.

—¿Qué?

—No hemos ido a la estación de tren a ver el contador de radiación… ¡Probablemente estamos bien jodidos, llenos de radiactividad!

Estallaron en carcajadas dentro del Toyota. La nieve seguía cayendo y el husky los miró sorprendido, con la cabeza ladeada. O'Brian cerró el coche y cruzaron deprisa por la nieve la traicionera explanada de cemento hasta el edificio de la autoridad portuaria.

Kelso llevaba la cartera.

Seguían riendo, y al leer el anuncio de las rutas del transbordador —a Murmansk y a las islas Gimientes—, estallaron otra vez.

—¿Las islas Gimientes?

—Venga, tío, basta ya que tenemos trabajo.

El edificio era más grande de lo que parecía por fuera. En la planta baja había tiendas —quioscos pequeños que vendían ropa y artículos de tocador—, un bar y las taquillas de los billetes. En el subsuelo, iluminado por tubos fluorescentes, la mayoría rotos, había un oscuro mercado: puestos de semillas, libros, cintas pirata, zapatos, champú, salchichas, y unos macizos y enormes sujetadores rusos de color beige y negro, mi- lagro de la ingeniería de puentes voladizos.

O'Brian compró un par de mapas, uno de la ciudad y otro de la región, y volvieron a subir a las taquillas donde un hombre con un uniforme grasiento le permitió a Kelso, a cambio de un dólar, echar una ojeada rápida a la guía telefónica de Arcángel. Era un tomo pequeño, de cantos redondeados y tardó menos de treinta segundos en ver que no había ningún Safanov ni Safanovna.

—¿Y ahora qué? —preguntó O'Brian.

—A comer —respondió Kelso.

El bar era una vieja stolovaya, una cantina de autoservicio para trabajadores, con el suelo mojado y sucio de nieve derretida. El aire estaba viciado con un fuerte olor a tabaco. En la mesa de al lado, un par de marineros alemanes jugaba a las cartas. Kelso pidió un bol grande de shchi —sopa de col con una cucharada de nata en el centro—, pan negro y un par de huevos duros. El efecto de todo eso en el estómago vacío fue inmediato. Empezó a sentirse casi eufórico. Esto va a salir bien, pensó. Allí estaban a salvo, nadie iba a ir a buscarlos. Y, si hacían bien las cosas, podían marcharse al día siguiente.

Echó la mitad de una botellita de coñac al café instantáneo y lo miró. Cono, pensó, ¿por qué no?, y añadió el resto. Encendió un cigarrillo y miró alrededor. La gente allí parecía más abatida que en Moscú. Los observaban por extranjeros, pero bajaban la mirada en cuanto ellos intentaban devolvérsela.

O'Brian apartó su plato.

—He estado pensando en ese instituto o lo que fuera… la Academia Máximo Gorki. Deben de tener los viejos expedientes, ¿no? Y también estaba esa chica que ella conocía… ¿cómo se llamaba? La fea.

—Maria.

—Maria, eso es. Vamos a ver si tienen el libro de fotos de clase de ese año y buscamos a Maria.

¿Libro de fotos?, se dijo Kelso. ¿Qué pensaba O'Brian que era? ¿La reina de la promoción 1950 de la Academia Máximo Gorki? Pero estaba de demasiado buen humor para empezar a discutir.

—Quizá… —comentó diplomáticamente— quizá podríamos probar en el Partido local. ¿Recuerdas que estaba en el Komsomol? Seguramente aún tendrán las viejas fichas.

—De acuerdo. Tú eres el experto. ¿Y cómo encontramos el local?

—Muy fácil. Dame el mapa de la ciudad.

O'Brian sacó el mapa de su bolsillo interior y movió la silla para sentarse al lado de Kelso. Desplegaron el plano.

La mayor parte de Arcángel se apiñaba sobre un amplio cabo, de unos seis kilómetros de ancho, con unas franjas que se extendían por ambas márgenes del Dvina.

Kelso señaló un punto del mapa con el dedo.

—Aquí, aquí están. O estaban —dijo—. En la ploshchad Lenina, en el edificio más grande de la plaza. Siempre se ponían ahí los cabrones.

—¿Y crees que nos ayudarán?

—No, voluntariamente no, pero siempre se los puede untar con un poco de lubricante económico… En todo caso vale la pena intentarlo.

En el mapa parecía un paseo de cinco minutos.

—Empieza a gustarte toda esta historia, ¿eh? —dijo O'Brian mientras le daba una palmada afectuosa—. Formamos un buen equipo, ¿sabes? Ya verán. —Plegó el mapa y dejó cinco rublos de propina debajo del plato.

Kelso se acabó el café. El coñac le daba un punto. Después de todo, pensó, O'Brian no era tan mal tipo. Era mejor que Adelman y todo el resto de momias que ahora sin duda se pudrían en Nueva York.

La historia no se había hecho sin correr riesgos; eso, al menos, lo sabía. Por eso quizá uno a veces también tenía que arriesgarse para escribirla, ¿no?

O'Brian tenía razón.

Ya verían.

21

Salieron otra vez a la nieve, pasaron al lado del Toyota y por delante de un hospital cerrado que se veía abajo: Policlínica de Marinos de la Cuenca Norte. El viento llevaba la nieve hacia la costa y soplaba entre las jarcias de acero de los barcos del muelle de madera, y curvaba los árboles achaparrados plantados a lo largo del paseo para proteger los edificios. Los dos hombres tuvieron que esforzarse para mantener el paso.

Un par de barcas se habían hundido, así como la cabaña de la punta del embarcadero. Jóvenes gamberros habían tirado los bancos al río por encima de la barandilla. En las paredes había diferentes graffiti: una estrella de David, gotas de sangre con una esvástica encima, insignias de las SS, del KKK.

Seguro que allí no había ninguna tienda de zapatos italianos.

Echaron a andar tierra adentro.

En todas las ciudades de Rusia todavía había una estatua de Lenin. La imagen del líder que presidía Arcángel tenía unos quince metros de altura y se elevaba sobre un pedestal de granito con rostro decidido, abrigo al viento y unos papeles enrollados en la mano ex- tendida. Parecía como si llamara un taxi. La plaza que aún llevaba su nombre era amplia, estaba cubierta de nieve y desierta; en una esquina, un par de cabras atadas mordisqueaban un arbusto. Delante estaba el museo, la oficina central de correos y un edificio enorme con una hoz y un martillo sujetos en el balcón.

Kelso encabezó la marcha. Cuando ya casi habían llegado, apareció por la esquina un jeep color arena con un buscahuellas en la capota: tropas del Ministerio del Interior, el MVD, que le quitaron la borrachera enseguida. Se dio cuenta de que podían pararlo en cualquier momento y pedirle el visado. Los soldados de semblantes pálidos se los quedaron mirando. Kelso agachó la cabeza y subió la escalera al trote. O'Brian lo siguió de cerca mientras el jeep completaba su circuito de guardia alrededor de la plaza y se perdía de vista. Los comunistas no habían sido expulsados por completo del edificio; apenas se habían trasladado al fondo. Ahí mantenían una pequeña recepción presidida por una gorda de mediana edad con un crepado de pelo amarillo teñido. A su lado, sobre el alféizar de la ventana, había una hilera de cintas desgreñadas que crecían en botes viejos de conserva; frente a ella había un gran cartel en color de Gennadi Ziuganov, el candidato de cara de pastel de las últimas elecciones presidenciales.

La mujer estudió la tarjeta de visita de O'Brian, de un lado y de otro, y después a la luz como si sospechara que fuera falsa. Levantó el teléfono y habló en voz baja.

Fuera, a través del doble cristal, el patio empezaba a llenarse de nieve. Un reloj marcaba la hora. Al lado de la puerta, Kelso vio una pila de ejemplares del último número de Aurora, atados con una cuerda, listos para que los distribuyeran. El titular de portada era una frase del informe del ministro del Interior al presidente: LA VIOLENCIA ES INEVITABLE.

Al cabo de unos minutos apareció un hombre de unos sesenta años. Era una figura rara de cabeza demasiado pequeña para un torso robusto y facciones diminutas. Se llamaba Zarev, dijo mientras les tendía una mano manchada de tinta. Profesor Zarev, primer secretario suplente del Comité Regional.

Kelso le preguntó si podían hablar un momento.

Sí, quizá, a lo mejor.

¿Ahora? ¿En privado?

Zarev dudó y se encogió de hombros.

—De acuerdo.

Los llevó por un largo pasillo hasta su pequeño despacho, una reliquia de la época soviética, con fotos de Brézhnev y Andropov. Kelso calculó que en el transcurso de los años había visitado montones de ofi- cinas como ésa. Suelo de madera, cañerías de agua gruesas, un pesado radiador, un calendario de escritorio, un teléfono grande de baquelita verde, como escapado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta, el olor a cera y a aire viciado… cada detalle le resultaba fa- miliar, hasta el Sputnik en miniatura y el reloj de Zimbabue, regalo de alguna delegación marxista de visita. En el estante de atrás había seis ejemplares de las memorias de Mamantov: Aún creo.

—Veo que tiene el libro de Vladimir Mamantov. —Era un comentario estúpido, pero Kelso no pudo evitarlo.

Zarev se volvió en el acto como si lo viera por primera vez.

—Sí, el camarada Mamantov vino a Arcángel a hacer campaña para las presidenciales. ¿Por qué? ¿Lo conoce?

—Sí, lo conozco.

Hubo un silencio. Kelso era consciente de cómo lo miraba O'Brian y de que Zarev esperaba que dijera algo más. Con cierta vacilación empezó su ensayado discurso. Antes que nada, dijo, a él y al señor O'Brian les gustaría agradecer al profesor Zarev por haberlos recibido a pesar de que no habían avisado. Estaban en Arcángel sólo por un día, preparando una película sobre la fuerza residual del Partido Comunista. Estaban recorriendo varias ciudades de Rusia. Lamentaba no haberse puesto antes en contacto para fijar una entrevista como correspondía, pero estaban trabajando muy deprisa…

—¿Y los envía el camarada Mamantov? —interrumpió Zarev—. ¿Los ha enviado aquí?

—En honor a la verdad, diría que si no hubiera sido por Vladimir Mamantov no estaríamos aquí.

Zarev empezó a asentir. Vaya, era un tema excelente y, en Occidente, lo pasaban por alto deliberadamente. ¿Cuánta gente en Occidente sabía que, en las elecciones a la Duma, los comunistas habían sacado el 30 por ciento de los votos, y el 40 por ciento en las presidenciales de 1996? Sí, muy pronto volverían a estar en el poder. Al principio, seguramente tendrían que compartirlo, pero después… ¿quién sabe?

Empezó a animarse.

Tomemos la situación de Arcángel. Había millonarios, claro. ¡Perfecto! Pero también crimen organizado, desempleo, sida, prostitución, drogas. ¿Estaban al tanto de que en Rusia la esperanza de vida y la mortandad infantil estaban al nivel de África? ¡Menudo progreso! ¡Menuda libertad! Zarev había sido profesor de teoría marxista en Arcángel durante veinte años. El puesto, desde luego, había sido eliminado… sí, había enseñado marxismo en un estado marxista, pero ahora, que literalmente estaban derribando todas las estatuas de Marx, empezaba a apreciar la genialidad de la concepción del filósofo: el dinero priva al mundo entero, tanto al mundo humano como a la naturaleza, de su auténtico valor…

—Pregúntale por la chica —susurró O'Brian—. No tenemos tiempo para todas estas gilipolleces. Pregúntale por Anna.

Zarev se había interrumpido a medio discurso y los miraba alternativamente.

—Profesor Zarev —dijo Kelso—, para ilustrar nuestra película tenemos que buscar determinadas historias humanas…

Sí, buena idea. Lo comprendía. El elemento humano. Había muchas historias en Arcángel.

—Sí, estoy seguro. Pero tenemos en mente una en particular. Una chica. Ahora será una mujer de más de sesenta años, más o menos de su edad. Su apellido de soltera era Safanova. Anna Mijailovna Safanova. Había estado en el Komsomol.

Zarev se rascó la punta de la nariz. El nombre, dijo después de pensar, no le sonaba. Seguramente había sido hacía muchos años.

—Casi cincuenta.

¿Cincuenta años? ¡Imposible! ¡Por favor! Él les buscaría otras personas…

—¿Pero tendrán archivos?

… les presentaría mujeres que habían combatido contra los fascistas en la Gran Guerra Patria, heroínas del trabajo socialista, condecoradas con la Orden de la Estrella Roja. Gente magnífica.

—Pregúntale cuánto quiere —dijo O'Brian que ya no se molestaba en cuchichear. Empezó a sacarse la cartera del bolsillo—. ¿Por mirar en los archivos? ¿Cuánto?

—¿Le pasa algo a su colega? —preguntó Zarev.

—Mi colega se preguntaba —dijo Kelso con delicadeza— si usted tendría la bondad de hacer cierto trabajo de investigación para nosotros. Estaríamos encantados de pagar… de pagarle al Partido unos honorarios… No sería fácil, comentó Zarev.

Kelso dijo que estaba seguro.

Durante los últimos años de la Unión Soviética, el 7 por ciento de la población adulta era miembro del Partido Comunista. Si se aplicaba la misma proporción a Arcángel, ¿con qué nos encontrábamos? Quizá con veinte mil miembros sólo en la ciudad, y tal vez el mismo número en la provincia autónoma. Y a ese número había que añadirle los miembros del Komsomol y los demás brazos colaterales del Partido. Por lo tanto, si se incluían todos los miembros activos durante los últimos ocho años, los que murieron o dimitieron, los que fueron fusilados, encarcelados, purgados, exilados… nos encontrábamos con un número muy grande. Un número enorme. Sin embargo…

Lo arreglaron por doscientos dólares. Zarev insistió en extenderles un recibo. Guardó el dinero en una caja metálica destartalada, que a su vez metió en un cajón, y Kelso se dio cuenta, quizá con una extraña admiración, que Zarev probablemente tenía intenciones de entregar el dinero al Partido. No se lo guardaría; era un auténtico creyente.

El ruso volvió a llevarlos por el pasillo hasta la recepción. La rubia teñida regaba las plantas en sus botes. Aurora seguía proclamando que la violencia era inevitable. La gorda sonrisa de Ziuganov seguía en su sitio. Zarev cogió una llave de un armario metálico y bajaron al sótano. Una puerta grande de hierro a prueba de explosiones, tachonada de cerrojos, pintada de color gris acorazado, se abrió de par en par y dejó a la vista un sótano con estanterías de madera llenas de expedientes.

Zarev se puso unas gafas metálicas y empezó a bajar carpetas cubiertas mientras Kelso miraba alrededor maravillado. No era un depósito, pensó, sino una cata-cumba, una necrópolis. Bustos de Lenin, de Marx y Engels se alineaban en los estantes como clones perfectos. Cajas de fotos de olvidados aparatchiks del Partido y lienzos del más puro realismo socialista que retrataban pechugonas chicas campesinas y héroes de la clase obrera con músculos de granito. Había bolsas de adornos, diplomas, carnets del Partido, folletos, panfletos, libros. Y ahí estaban también las banderas… banderitas rojas para que agitaran los niños y estandartes carmesí para que desfilaran los jóvenes como Anna Safanova.

Era como si de pronto hubieran obligado a una gran religión mundial a vaciar sus templos y ocultar todo bajo tierra, a quitar de la vista sus textos y sus iconos, con la esperanza de tiempos mejores, de un Segundo Advenimiento…

Las listas del Komsomol de 1950 y 1951 no estaban.

—¿Qué?

Kelso se dio la vuelta y se encontró a Zarev con el entrecejo fruncido y un par de carpetas, una en cada mano.

Era muy extraño, decía el ruso. Había que investigarlo más en detalle. Ellos mismos podían verlo —les dio las carpetas para que las examinaran—, ahí estaban las listas de 1949, y allí las de 1952. Pero en ninguno de esos años figuraba ninguna Anna Safanova.

—En el cuarenta y nueve era demasiado joven —dijo Kelso—, aún no tenía la edad.

Y en el cincuenta y dos sólo Dios sabía qué había sido de ella.

—¿Cuándo se llevaron las listas?

—En abril del cincuenta y dos —respondió Zarev—. Aquí hay una nota: «Documentación transferida a los archivos del Comité Central, Moscú.»

—¿Hay alguna firma?

Zarev se la enseñó.

—A. N. Poskrebishev.

—¿Quién es? —preguntó O'Brian

Kelso lo sabía, y, por lo visto, Zarev también.

—El general Poskrebishev —respondió Kelso— era el secretario privado de Stalin.

—Vaya, un misterio —intervino Zarev un poco demasiado rápido mientras volvía a poner los expedientes en su sitio. Incluso cincuenta años más tarde y a pesar de todo lo que había pasado, la firma del secretario de Stalin bastaba para intranquilizar a un hombre entrado en años. Le temblaban las manos. Una carpeta se le resbaló y cayó al suelo. Las hojas se desparramaron—. Déjelo, yo me ocuparé. —Pero Kelso ya estaba de rodillas recogiendo los papeles.

—Creo que podría hacer algo más por nosotros —le dijo.

—No creo que…

—Los padres de Anna Safanova probablemente eran miembros del Partido.

Era imposible, dijo Zarev. No podía enseñarles esos expedientes. Era documentación confidencial.

—Pero podría mirarlos usted…

No, no podía.

Alargó la mano manchada de tinta para que le devolviera las hojas y, de pronto, se acercó O'Brian y le puso otros doscientos dólares en la mano tendida.

—Nos haría un gran favor —dijo Kelso, mientras le hacía señas a O'Brian de que se apartara—, si pudiera mirarlo, sería una gran ayuda para nuestra película.

Pero Zarev no le hacía caso. Miraba fijamente los dos billetes de cien con la cara impresa de Benjamin Franklin, interesada y sagaz, que le devolvía la mirada.

—¿Hay algo que ustedes crean que no pueden comprar con su dinero? —preguntó.

—No queríamos ofenderlo —replicó Kelso lanzándole una mirada asesina a O'Brian.

—Sí —murmuró éste—, no queríamos ofender.

—Compran nuestras industrias, nuestros misiles, tratan de comprar nuestros archivos…

Estrujó los billetes y los lanzó al suelo.

—Guárdense su dinero y váyanse al cuerno.

Se volvió y agachó la cabeza para dejar todas las carpetas en orden. Hubo un silencio que sólo interrumpía el ruido del papel.

«Bien hecho —le dijo Kelso a O'Brian en silencio—. Te felicito.»

Pasó un minuto completo, y luego, inesperadamente, Zarev dijo sin volverse:

—¿Cómo dijo que se llamaban los padres?

—Mijail —respondió Kelso— y… ¿Cómo demonios se llamaba la madre? —Trató de recordar el informe del NKVD—. ¿Vera? ¿Varushka? No, Va vara, eso era. Mijail y Vavara Safanova.

Zarev dudó. Se volvió para mirarlos con una expresión mezcla de dignidad y desprecio.

—Esperen aquí y no toquen nada —dijo.

Desapareció por el sótano y lo oyeron moverse por allí.

—¿Qué pasa? —preguntó O'Brian. —Creo que le interesa —dijo Kelso—. Ha ido a ver si hay algún expediente de los padres de Anna. Y no precisamente gracias a ti. ¿No te dije que me dejaras hablar a mí?

—Bueno, ¿ha funcionado o no? —O'Brian se agachó y recogió los billetes arrugados, los alisó y volvió a guardárselos en la cartera—. Dios mío, qué cementerio. —Levantó una cabeza de Lenin—. Ave Caesar… — No recordaba el resto de la cita—. Ahí va, profesor, un regalo. —Le lanzó el busto a Kelso, que lo cogió y volvió a dejarlo.

—Para —dijo.

Se le había ido el buen humor. Estaba harto de O'Brian, pero no era sólo eso. Había algo más… algo que tenía que ver con la atmósfera de ahí abajo. No sabía definirlo exactamente.

—¿Qué te pasa? —le preguntó con desdén.

—No sé. No hay que burlarse de Dios.

—¿Y tampoco del camarada Lenin? ¿Es eso? Pobre Chiripa. ¿Sabes una cosa? Creo que se te está aflojando un tornillo.

Kelso lo hubiera mandado al cuerno, pero vio que Zarev regresaba con una carpeta en la mano y rostro triunfal.

Aquí tenía a la persona perfecta para la película. Una persona incorruptible que nunca se había dejado comprar. Miró a O'Brian con odio. Una persona que era un ejemplo para todos. Vavara Safanova se había afiliado al Partido Comunista en 1935 y le había sido fiel en las buenas y en las malas. Tenía una lista de menciones de media página otorgadas por el Comité Central de Arcángel. ¡Sí, ahí estaba el espíritu indómito del socialismo que jamás sería conquistado!

Kelso le sonrió.

—¿Cuándo murió?

Ah, eso era lo interesante. No había muerto.

—¿Vavara Safanova? —repitió Kelso. No podía creerlo. Intercambió una mirada con O'Brian—. ¿La madre de Anna Safanova todavía vive?

Todavía vivía el mes pasado, respondió Zarev. ¡Aún vivía a los ochenta y cinco! Estaba escrito ahí. Ellos mismos podían verlo. Hacía sesenta años que era un miembro leal del Partido, y acababa de pagar la cuota.

22

En Moscú era de mañana.

Suvorin estaba en el asiento trasero del coche con Zinaida Rapava. El hombre de contacto de la Milicia iba en el asiento delantero, al lado del chófer. Las puertas estaban cerradas; el Volga, atascado en un mar de tráfico lento en la carretera que se dirigía a Litkarino.

El hombre de la Milicia se quejaba. Tendrían que haber cogido otro tipo de coche; para abrirse paso en ese colapso hacían falta luces y efectos sonoros.

¿Quién te crees que eres?, pensó Suvorin. ¿El presidente?

Zinaida tenía ojeras y los ojos hinchados por falta de sueño. Llevaba una gabardina sobre el vestido e iba con las rodillas vueltas hacia la puerta, para que quedara el máximo de espacio entre ella y Suvorin. Este se preguntaba si la chica sabía a dónde iban; tenía sus dudas. Zinaida parecía haberse retirado a un recóndito lugar dentro de sí misma y apenas enterarse de lo que sucedía.

¿Dónde estaba Kelso? ¿Qué había en el cuaderno? Las mismas dos preguntas sin cesar, primero en su casa, después en la oficina del SVR en el centro de Moscú, el lugar donde los periodistas occidentales de visita eran recibidos por un funcionario de relaciones públicas, sonriente y americanizado. («¡Vean, caballeros, lo democráticos que somos! Ahora bien, ¿en qué podemos servirles?») Nada de café ni cigarrillos para ella, una vez que se fumó el último que le quedaba. Escriba una declaración, Zinaida, después la rompemos y escribimos otra, y otra, mientras en el reloj se hacían las nueve, que era la hora en que Suvorin podía jugar su as.

Era terca como su padre.

En los viejos tiempos, en la Lubianka, le habrían aplicado un sistema llamado la «cinta transportadora». Tres investigadores que hacían turnos rotativos de ocho horas se pasaban al sospechoso sin parar ni un minuto. Al cabo de treinta y seis horas sin dormir, la mayoría de la gente firmaba lo que fuera e incriminaba a cualquiera. Pero Suvorin no tenía respaldo ni treinta y seis horas. Bostezó. Sentía los ojos llenos de arenilla. Supuso que estaba tan cansado como ella.

Sonó el teléfono móvil.

—Sí. —Era Neto—. Buenos días, Vissari. ¿Qué novedades hay?

Varias, dijo Neto. Primero: la casa de la calle Vspolni. Había averiguado que pertenecía a una empresa llamada Moskprop, que la había puesto en alquiler por quince mil dólares al mes. Sin éxito hasta el momento.

—No me extraña; a ese precio…

Segundo: parecía como si últimamente hubieran desenterrado algo del jardín. En un lugar la tierra estaba removida hasta una profundidad de un metro y medio. Los exámenes revelaban la presencia de óxido ferroso en la tierra. Algo se había oxidado allí durante años.

—¿Algo más?

—No. Ninguna novedad sobre Mamantov. Se ha evaporado. Y el coronel está nervioso. Me ha preguntado por usted.

—¿Le ha dicho dónde estaba?

—No, comandante.

—Muy bien. —Suvorin colgó. Zinaida lo miraba—. ¿Sabe lo que creo? —le dijo—. Que su padre desenterró la caja de herramientas poco antes de morir, y que después se la dio a usted. Y después usted se la dio a Kelso.

Era sólo una teoría, pero creyó ver cierto parpadeo en los ojos de la chica antes de que apartara la mirada.

—Sabe —continuó—, al final llegaremos a eso, y si es necesario llegaremos sin su ayuda. Tardaremos un poco más, eso es todo. —Se apoyó en el respaldo.

El cuaderno estaría dondequiera que estuviese Kelso. Y dondequiera que estuviese el cuaderno, allí también estaría Vladimir Mamantov… si todavía no estaba, llegaría muy pronto. Así que la respuesta a una de las preguntas —¿dónde estaba Kelso?— daría la solución a los tres problemas.

Le echó una mirada a Zinaida. Tenía los ojos cerrados.

Suvorin estaba seguro de que ella lo sabía.

Era tan exasperantemente sencillo.

Se preguntó si Kelso se imaginaba lo cerca de él que estaría Mamantov en aquel momento y el peligro que corría. Claro que no. Era un occidental; seguro que se creía inmune.

El viaje se hacía interminable.


—Es aquí—dijo el hombre de la Milicia señalando con un índice grueso—. Allí arriba, a la derecha.

Con la lluvia, parecía un lugar sombrío, un depósito de ladrillo rojo oscuro, con pequeñas ventanas detrás de las rejas de hierro. No había ninguna placa en la deprimente entrada.

—Demos una vuelta por detrás —indicó Suvorin— a ver si podemos aparcar allí.

Giraron a la derecha, y otra vez a la derecha y entraron por unas puertas de madera a un patio asfaltado que brillaba por la lluvia. En un rincón había una vieja ambulancia verde con las ventanillas pintadas junto a una furgoneta negra. Había planchas de cinc ondulado, apiladas junto a bolsas de plástico blancas cerradas con cinta adhesiva, que rezaban MATERIAL SANITARIO DE DESECHO en letras rojas. Algunas estaban volcadas y abiertas, o mejor dicho, los perros las habían desgarrado. Sábanas empapadas y llenas de sangre absorbían la lluvia.

La chica estaba sentada. Miraba alrededor y empezaba a imaginarse dónde estaba. El policía de delante levantó su pesada osamenta del asiento delantero y dio la vuelta para abrirle la puerta. Zinaida no se movió. Tuvo que ser Suvorin el que la cogió del brazo y la obligó con suavidad a salir del coche.

—Han tenido que ampliar el lugar. Y también hay otro depósito en Elektrostal. En fin, es lo que tenemos, una ola de crímenes. Ni los muertos pueden estar tranquilos últimamente. Bueno, Zinaida, es una formalidad. Hay que hacerlo. Además, me han dicho que muchas veces ayuda. Siempre es bueno mirar nuestros terrores a la cara.

Se soltó el brazo y se arrebujó en la gabardina. Suvorin se dio cuenta de que estaba más nervioso que ella. Nunca había visto un cadáver. Increíble, un jefe de la Primera Comandancia del KGB que nunca había visto un cadáver. Aquel caso estaba resultando de lo más educativo.

Se abrieron paso entre los residuos, pasaron por delante de un montacargas y entraron por la parte trasera del depósito: el policía delante, después Zinaida y por último Suvorin. El local, originariamente, había sido una planta frigorífica de pescado traído del mar Negro. Y, a pesar del olor a productos químicos, aún quedaba cierto hedor a salmuera.

El policía conocía el procedimiento. Asomó la cabeza en una oficina de cristal y le hizo una broma al que estaba dentro; después apareció otro hombre con bata blanca, que abrió una pesada cortina de tiras de goma negra y entraron en un largo corredor lo suficientemente ancho para dejar pasar una carretilla elevadora, con puertas de cámaras frigoríficas a ambos lados.

En Estados Unidos —Suvorin lo había visto en un vídeo de un programa de policías y ladrones que le gustaba a Serafima— los parientes podían ver a sus seres queridos por un monitor, cómodamente separados de la realidad física de la muerte. En Rusia, semejante deli- cadeza no acompañaba al difunto. Pero, para ser justos con las autoridades, había que decir que habían hecho lo mejor posible teniendo en cuenta la limitación de recursos. Desde la sala de reconocimiento —si se entraba por la puerta principal— no se veían las neveras. Además, había un par de jarrones con flores de plástico sobre una mesa, a ambos lados de una cruz de metal. La camilla estaba justo delante y la figura de un cuerpo se veía claramente debajo de la sábana blanca. Qué pequeño, pensó Suvorin. Esperaba un hombre más cor- pulento.

Se aseguró de estar al lado de Zinaida. El policía se quedó junto a su amigo, el técnico del depósito. Suvorin le hizo un gesto, y éste retiró la sábana.

La cara manchada de Papú Rapava, con el pelo ralo y canoso peinado hacia atrás con raya al medio, miraba el techo descascarillado a través de unos párpados ennegrecidos.

El policía recitó la fórmula con voz monótona:

—¿La testigo reconoce a Papú Gerasimovich Rapava?

Zinaida, con la mano sobre la boca, asintió con la cabeza.

—Hable, por favor.

—Sí, es él. —Apenas la oían—. Sí, es él —repitió más alto.

Miró a Suvorin desafiante.

El técnico empezó a taparse otra vez la cara.

—Espere —dijo Suvorin. Dio un tirón a la sábana por la punta que tenía más cerca. El nailon se deslizó por el cuerpo y cayó al suelo.

La habitación se sumió en un profundo silencio y después estalló el grito de la chica.

—¿Y ahora reconoces a Papú Gerasimovich Rapa-va? Echa un vistazo, Zinaida. —El no se atrevió a mirar, por suerte casi no lo había visto; tenía la mirada clavada en ella—. Mira lo que le han hecho. Es lo que te van a hacer a ti y a tu amigo Kelso, si os pillan.

El técnico gritaba algo. Zinaida, chillando, retrocedió a un rincón de la habitación y se cubrió la cara con las manos. Suvorin fue tras ella. Era su momento, su gran oportunidad, tenía que aprovecharla.

—Ahora dime dónde está. Lo siento, pero tienes que decírmelo. Dime dónde está. Dímelo.

Zinaida empezó a pegarle, pero el hombre de la Milicia la cogió por la gabardina y la arrojó hacia atrás.

—Eh, eh. Basta ya.

Le dio la vuelta, la empujó y la puso de rodillas. Suvorin se arrodilló a su lado, se acercó y le cogió la cara entre las manos.

—Lo siento —le dijo. Parecía como si la cara de Zinaida fuera a disolverse bajo sus dedos. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y el rímel le corría por las mejillas. La boca también era una mancha negra—. Lo siento. Cálmate.

Se quedó inmóvil. Suvorin pensó que se había desmayado, pero seguía con los ojos abiertos.

En ese momento se dio cuenta de que no se lo diría. Era digna hija de su padre.

Al cabo de medio minuto, la soltó y se quedó en cuclillas con la cabeza gacha y la respiración agitada. Detrás, oyó que sacaban la camilla.

—Está loco, loco como una puta cabra —dijo el técnico, incrédulo.

Suvorin levantó la mano en señal de confirmación. Estaba cansado. La puerta se cerró con fuerza. Apoyó las manos en las frías piedras del suelo. Se dio cuenta de que odiaba ese caso, no sólo porque era condenadamente imposible y de lo más arriesgado, sino porque le demostraba cuánto odiaba su propio país: odiaba a todos esos veteranos que daban vueltas los domingos por la mañana con retratos de Marx y Lenin, y a los fanáticos como Mamantov que no se rendían, que no comprendían nada, que no veían que el mundo había cambiado.

El peso muerto del pasado se interponía en su camino como una estatua caída.

Le costó un gran esfuerzo apoyarse sobre las lisas baldosas y ponerse de pie.

—Vamos —le dijo a la chica y le ofreció la mano.

—Arcángel —dijo ella.

—¿Qué? —La miraba desde arriba, y ella, agachada, también lo miraba. Tenía una tranquilidad aterradora. Suvorin se acercó y preguntó —: ¿Qué es eso?

—Arcángel. Se recogió los faldones del abrigo y volvió a sentarse en el suelo. Estaban uno al lado del otro con la espalda apoyada contra la pared, como un par de supervivientes después de un accidente.

Ella miraba al frente y hablaba con un extraño tono monocorde. El tenía el bloc abierto y tomaba notas de-prisa, llenando una página tras otra. Porque a lo mejor Zinaida paraba, pensó, dejaba de hablar tan repentinamente como había empezado…

Se habían ido a Arcángel, decía, en coche. Los dos se habían ido al norte, él y ese reportero de la televisión.

Muy bien, Zinaida, tómate tu tiempo. ¿Cuándo?

Ayer por la tarde.

¿Exactamente a qué hora?

A eso de las cuatro. Cinco. No se acordaba. ¿Era importante?

¿Qué reportero?

O'Brian. Un norteamericano. Salía por televisión. Ella no se fiaba de él.

¿Y el cuaderno?

Ellos se lo habían llevado. Era de ella, pero no lo quería. No pensaba ni tocarlo. Sobre todo después de que supo de qué se trataba. Era una maldición. Todos los que lo tocaban morían asesinados.

Se detuvo y miró el sitio donde había estado el cuerpo de su padre. Se tapó los ojos.

Suvorin esperó. ¿Por qué Arcángel?, le preguntó después.

Porque la chica era de allí.

¿La chica? Suvorin dejó de escribir. ¿De qué hablaba? ¿Qué chica? —Escucha —le dijo unos minutos después, cuando ya había guardado el bloc—, no te pasará nada. Me ocuparé personalmente, ¿de acuerdo? Te lo garantiza el gobierno ruso.

(¿De qué hablaba? El jodido gobierno ruso no podía garantizar nada, ni siquiera que su presidente no se bajara los pantalones en una recepción diplomática y tratara de hacer fuego con uno de sus pedos…)

—Mira, voy a hacer lo siguiente. Este es el número de mi despacho; es una línea directa. Le diré a uno de mis hombres que te lleve a tu casa, ¿de acuerdo? Así puedes dormir. Y me ocuparé de que haya un guardia en el rellano y otro en la calle. De ese modo nadie podrá hacerte daño. ¿De acuerdo?

Siguió haciendo promesas que no podía cumplir. Debería meterme en política, pensó, tengo un talento natural.

—Nos aseguraremos de que a Kelso no le pase nada. Y vamos a encontrar al agente, al hombre que le hizo esto a tu padre y voy a encerrarlo. ¿Me escuchas, Zinaida?

Suvorin se había vuelto a poner de pie y miraba subrepticiamente el reloj.

—Tengo que poner todo esto en marcha. Debo irme. ¿De acuerdo? Voy a llamar al teniente Bunin (¿te acuerdas de Bunin, de anoche?) y le diré que te lleve a casa.

Mientras se dirigía a la puerta, se volvió y la miró.

—A propósito, me llamo Suvorin. Feliks Suvorin. El policía de la Milicia y el técnico del depósito de cadáveres lo esperaban en el corredor.

—Déjenla sola —dijo—. Se pondrá bien.

Lo miraban de una forma rara. ¿Era desprecio, se preguntó, o precavido respeto? No sabía muy bien cuál de las dos cosas se merecía, pero no tenía tiempo de decidirlo. Les dio la espalda y marcó el número de Arseniev en Yasenevo.

—¿Sergo? Tengo que hablar con el coronel… Sí, es urgente. Necesito que me consiga un transporte… Sí… ¿Está listo…? Necesito que me consiga un avión.

23

Según el expediente del Partido, Vavara Safanova hacía más de sesenta años que vivía en la misma dirección, un sitio en la parte antigua de Arcángel, a unos diez minutos en coche del muelle, en un barrio de casas de madera. Casas de madera a las que se llegaba por escaleras de madera desde aceras de madera, madera antigua con la pátina gris del tiempo, que debió haber bajado por el Dvina de los bosques del norte mucho antes de la Revolución. Si uno podía cerrar los ojos a los bloques de hormigón que se elevaban al fondo, era un es- pectáculo pintoresco para un clima tan gélido. Al lado de algunas casas había pilas de leña y las volutas de humo ascendían por las chimeneas entre la nieve.

Las calles eran anchas y estaban vacías, con abedules plateados a ambos lados que parecían silenciosos centinelas. La superficie cubierta de nieve era engañosamente lisa, pero las calles no lo eran. El Toyota traqueteaba por baches que llegaban a la rodilla, saltaba y resbalaba, hasta que Kelso sugirió que siguieran la búsqueda a pie.

El se quedó tiritando sobre los tablones de la acera, mientras O'Brian rebuscaba en la parte trasera del vehículo. Al otro lado de la calle había varios vagones de mercancías. De pronto, en uno de ellos se abrió una puerta de fabricación casera y salió una mujer joven seguida de dos niños pequeños tan abrigados que parecían casi esféricos. Echó a andar por el campo nevado y los chiquillos se rezagaron para mirar a Kelso con solemne curiosidad, hasta que la madre se volvió y les lanzó un grito.

O'Brian cerró el coche. Llevaba una de sus cajas de aluminio. Kelso seguía con la cartera de piel.

—¿Has visto? —preguntó Kelso—. Hay gente viviendo en esos vagones de mercancías. ¿Lo has visto?

O'Brian gruñó y se puso la capucha.

Avanzaron laboriosamente por un costado de la calle, pasaron delante de una hilera de casas destartaladas y remendadas, cada una con su propio ángulo de inclinación sobre el terreno. Cada verano, con el deshielo, la tierra debía moverse, pensó Kelso, y con ella las casas. Habría que clavar tablones recién cortados sobre las grietas nuevas, por lo que algunas paredes tenían capas de reparaciones que debían remontarse a la época de los zares. Daba la impresión de que el tiempo se hubiera congelado. No resultaba difícil imaginarse a Anna Safanova, hacía cincuenta años, caminando por allí con un par de patines para el hielo al hombro.

Tardaron otros diez minutos en encontrar la calle de la anciana; en realidad apenas un callejón que daba a la calle principal, detrás de un conjunto de abedules, que llevaba al fondo de la casa. En el huerto había algunos animales de corral: pollos, un cerdo, un par de cabras y, dominando todo el conjunto, fantasmagórico en medio de la nieve, un polígono de bloques de hormigón de catorce pisos, con unas pocas luces amarillas en los pisos inferiores.

O'Brian sacó la cámara de vídeo y empezó a filmar. Kelso lo miraba molesto.

—¿No deberíamos ir a verla antes? ¿No habría que pedirle permiso?

—Sí, ve a hablar con ella.

Kelso miró el cielo. Los copos de nieve parecían cada vez más grandes… blandos y suaves como las manos de un bebé. Tenía un nudo en el estómago del tamaño de un puño. Cruzó el patio, pasó en medio del hedor tibio de las cabras y empezó a subir la escalinata de madera destartalada que llevaba a la galería trasera. En el tercer escalón se detuvo. La puerta estaba entreabierta y por el resquicio vio una anciana encorvada, apoyada con las dos manos en un bastón, que lo observaba.

—¿Vavara Safanova? —preguntó.

La mujer se quedó callada, y al cabo de un rato murmuró:

—¿ Quién la busca ?

Kelso lo tomó como una invitación para seguir subiendo la escalera. No era un hombre muy alto, pero cuando llegó al destartalado porche parecía un gigante a su lado. Se dio cuenta de que la mujer sufría osteoporosis. Tenía los hombros a la altura de las orejas, lo que le daba aspecto vigilante.

Se bajó la capucha y, por segunda vez en la mañana, empezó a repetir su mentira ensayada: estaban en la ciudad haciendo una película sobre los comunistas; buscaban personas con recuerdos interesantes, en el Partido de la ciudad les habían dado su nombre y dirección… Mientras estudiaba a la mujer, trataba de conciliar esa figura encorvada con la matriarca descrita brevemente en el diario de la chica.

«Mamá es fuerte como siempre… Mamá me lleva a la estación… Beso sus queridas mejillas…»

La mujer había abierto la puerta para verlo mejor, lo que permitió que Kelso también pudiera observarla. Aparte del chal, llevaba ropa masculina —ropa vieja, quizá de su difunto marido—, calcetines gruesos de hombre y botas. El rostro aún era bello. Seguramente había sido guapísima; la prueba estaba a la vista, en la línea de esos pómulos y en la mandíbula, en la mirada aguda de un ojo azul verdoso —el otro estaba velado por una catarata—. No resultaba muy difícil imaginársela como una joven comunista de los años treinta, pionera de la construcción de una sociedad nueva, una heroína socialista que despertaba el cariño de Shaw o Wells. Apostaba cualquier cosa a que habría adorado a Stalin.

«¡Sí, mamá, es cierto, es una casa modesta! Sólo dos plantas. ¡Tu buen corazón bolchevique se regocijaría con esta sencillez!»

—… si fuera posible —concluyó— le agradeceríamos mucho que nos dedicara unos minutos de su precioso tiempo.

Movía nervioso la cartera de piel de una mano a otra. Era consciente de la nieve que le caía sobre la espalda, del agua que le chorreaba por la nuca y de O'Brian, al pie de la escalera, que los filmaba.

Dios mío, échanos, pensó de repente. Mándanos al cuerno con todas nuestras mentiras; yo lo haría si estuviera en tu lugar. Tienes que saber por qué estamos aquí.

Pero se limitó a darse la vuelta y regresar despacio a la habitación, dejando la puerta abierta de par en par. Kelso entró primero, y después O'Brian, que tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Estaba oscuro. La única ventana estaba cubierta por una gruesa capa de hielo.

Si querían té, les dijo mientras se dejaba caer pesadamente en una silla de madera, tendrían que preparárselo ellos.

—¿Té? —le dijo Kelso a O'Brian en voz baja—. Nos está ofreciendo hacer un té. A mí me apetece, ¿y a ti?

—Sí, lo hago yo.

La anciana lanzó una retahíla de instrucciones bruscas. La voz que surgía de ese cuerpo menudo era inesperadamente grave y masculina.

—Coja el agua de ese cubo… no, esa jarra no, la otra, la negra… use el cazo, eso es… no, no… —golpeó el suelo con el bastón— no tanto. Ahora póngalo en el fogón. De paso añada un poco más de leña al fuego. —Otros dos golpes de bastón al suelo.

¿Leña? ¿Fuego?

O'Brian recurrió desesperado a Kelso en busca de traducción.

—Quiere que eches un poco de leña al fuego.

—El té en ese pote. No, no. Sí, en ése, allí.

Kelso no acababa de acostumbrarse a todo aquello: a la ciudad, a ella, a ese lugar, a la velocidad con que todo parecía suceder. Era como un sueño. Pensó que debía empezar a tomar algunas notas, por lo que sacó el bloc amarillo y empezó a hacer un inventario discreto de la habitación. Un cuadrado grande de linóleo gris; sobre el linóleo: una mesa, una silla y una cama cubierta con una colcha de lana. Sobre la mesa: unas gafas, un montón de frascos de medicinas y un ejemplar de la edición del norte de Pravda abierto por la tercera página. En las paredes: nada, salvo una vela roja en un rincón que subrayaba la oscuridad e iluminaba débilmente un aparador con una foto de V. I. Lenin en un marco de madera. Al lado colgaban dos medallas al Trabajo Socialista y un certificado que conmemoraba el quincuagésimo aniversario de afiliación al Partido en 1984; para el sexagésimo seguramente ya no podrían permitirse ese derroche. El esqueleto del comunismo y el de Vavara Safanova se habían desmoronado al mismo tiempo.

Los dos hombres se sentaron con torpeza en la cama mientras tomaban el té. Tenía un aroma peculiar, a hierbas, que no era desagradable, una especie de fondo de frambuesa, sabor a bosque. Al parecer, no le llamaba la atención que dos extranjeros llegaran al patio de su casa con una cámara de vídeo japonesa para hacer, según decían, una película sobre la historia del Partido Comunista de Arcángel. Era como si los hubiera estado esperando. Kelso supuso que ya nada le sorprendía. Tenía la resignada indiferencia de la gente muy mayor. Edificios e imperios se levantaban y caían. Nevaba. Dejaba de nevar. La gente iba y venía. Un día la muerte iría a buscarla, y tampoco se asombraría —ni le importaría— siempre y cuando se moviera por los sitios adecuados: «No, por ahí no. Sí, por allí…» Sí, claro que se acordaba del pasado, dijo echándose atrás. Nadie en Arcángel se acordaba del pasado mejor que ella. Se acordaba de todo.

Se acordaba de los rojos que tomaron las calles en 1917 y de su tío que la levantaba en el aire, la besaba y le decía que el zar se había marchado y pronto llegaría el paraíso. Recordaba a su padre y su tío que huyeron al bosque para esconderse cuando llegaron los ingleses en 1918 a parar la Revolución… un gran acorazado gris había amarrado en el Dvina y los soldaditos ingleses, unos alfeñiques de nada, desembarcaron a montones como moscas. Imitó el ruido de cañones. Y después recordó que una mañana el barco ya no estaba en el puerto. Esa tarde regresó su tío… pero su padre no. A su padre lo habían cogido los blancos y nunca más volvió.

Se acordaba de todas esas cosas.

¿Y de los kulaks?

Sí, se acordaba de los kulaks. Ella tenía diecisiete años. Llegaron a millares a la estación de tren, con ese extraño uniforme nacional. Ucranianos (nunca había visto tanta gente) cubiertos de llagas y con sus petates… Los encerraron en las iglesias y se prohibió a la gente del pueblo acercarse a ellos. Tampoco es que quisieran. Los kulaks transmitían infecciones. Todos lo sabían.

¿Tenían heridas contagiosas?

No, ellos eran contagiosos. Sus almas eran contagiosas. Llevaban las llagas de la contrarrevolución. Sanguijuelas, vampiros… así los llamaba Lenin.

¿Y qué pasó con ellos?

Lo mismo que con el acorazado inglés. Cuando nos fuimos a dormir estaban allí, y a la mañana siguiente habían desaparecido. Después de eso se cerraron todas las iglesias. Pero ahora estaban otra vez abiertas, lo había visto con sus propios ojos. Habían vuelto los ku- laks. Estaban por todas partes. Era una tragedia.

Y también se acordaba de la Gran Guerra Patria… los barcos aliados estaban anclados en la desembocadura del río, y en los muelles se trabajaba noche y día bajo la heroica dirección del Partido, y los aviones fascistas lanzaban bombas sobre la parte antigua de la ciudad, que, como era de madera, se incendiaba… Se quemó una gran parte. Fue la época más dura… su marido luchaba en el frente, ella trabajaba como auxiliar de enfermería en la Policlínica de Marinos, no había comida ni mucho combustible, los apagones, las bombas y una hija que criar sola… Todo esto tardó más tiempo en decirse de lo que indicaría un informe escrito. La anciana golpeó muchas veces el bastón y se fue por las ramas, hubo muchas repeticiones y digresiones. Kelso era consciente de que O'Brian tamborileaba los dedos a su lado, de la nieve que caía y de los ruidos amortiguados que llegaban de fuera. Pero la dejó hablar. Incluso pateó dos veces a O'Brian en el tobillo para advertirle que tuviera paciencia. Quería que ella llegara a la cuestión a su propio ritmo.

Kelso era un experto en la materia. Después de todo, así era como había empezado todo el asunto.

Tomó un trago de su té frío.

¿Así que tenía una hija, camarada Safanova? Qué interesante. Háblenos de ella.

Vavara empujó su bastón contra el linóleo e hizo una mueca.

Eso no tenía ninguna importancia en la historia del Partido Regional de Arcángel.

—¿Pero era importante para usted?

Claro, naturalmente. Ella era la madre de la niña. ¿Pero qué era una hija en comparación con las fuerzas de la historia? Era una cuestión de subjetividad y objetividad. De quién y para quién. Y de muchos otros lemas del Partido que ya no recordaba pero que ella sabía que eran verdad y que le habían servido de gran consuelo en su momento.

Se reclinó en la silla.

Kelso sacó la cartera.

—Debo decirle que sé en parte lo que le sucedió a su hija — comenzó—. Hemos encontrado un cuaderno, un diario que escribía Anna. Se llamaba Anna, ¿no? Me pregunto… si tiene interés en verlo.

Los ojos de la mujer siguieron con cautela el movimiento de las manos de Kelso que había empezado a desabrochar las correas.

Los dedos de la anciana tenían manchas de vejez, como el cuaderno, pero no le temblaron mientras abrió la tapa. Cuando vio la foto de Anna, la tocó con vacilación y se llevó los nudillos a la boca. Fue subiendo el cuaderno despacio hasta ponerlo a la altura de la cara.

—Tengo que filmar esto —murmuró O'Brian.

—No te atrevas a moverte —le dijo Kelso entre dientes.

No se veía la cara de la mujer, pero se oía su respiración agitada. Kelso volvió a tener la extraña sensación de que los estaba esperando… desde hacía años, quizá.

—¿Dónde han conseguido esto? —preguntó al cabo de un rato.

—Lo desenterraron de un jardín de Moscú. Estaba con otros papeles de Stalin.

Cuando bajó el cuaderno tenía los ojos secos. Lo cerró y se lo devolvió.

—No, léalo —le dijo Kelso—. Por favor, es suyo.

Pero ella meneó la cabeza. No quería.

—¿Pero es su letra?

—Sí, es la letra de ella. Lléveselo.

Le tendió el cuaderno y no se calmó hasta que él volvió a ponerlo en la cartera. Después se echó hacia atrás, se volvió a la derecha tapándose el ojo bueno con una mano, y empezó a golpear el suelo con el bastón.

Anna, dijo al cabo de un rato.

Anna, sí.

¿Por dónde empezar?

A decir verdad, ella ya estaba embarazada de Anna cuando se casó. Pero en esos tiempos a la gente no le importaba mucho esas cosas… El Partido había eliminado los curas, gracias a Dios.

Ella tenía dieciocho años. Mijail Safanov era cinco años mayor, obrero metalúrgico de los astilleros y miembro del comité de fábrica del Partido.

Un hombre guapo. La hija se parecía a él. Ay, sí, Anna era muy guapa. Esa había sido su tragedia.

—¿Tragedia?

Y muy inteligente. Y al crecer se convirtió en una buena joven comunista. Iba a seguir a sus padres y afiliarse al Partido. Había estado en los Pioneros y después en el Komsomol. Con el uniforme parecía salida de un cartel. Tan bien le quedaba que la eligieron para desfilar en la plaza Roja con la delegación del Komsomol de Arcángel. ¡Un gran honor, ser elegida para desfilar debajo de la mirada del Vozhd en persona el Primero de Mayo de 1951!

Después del desfile, apareció la foto de Anna en Ogonyok y empezaron las investigaciones. Ése fue el principio y a partir de entonces nada volvió a ser igual.

A la semana siguiente llegaron unos camaradas del Comité Central de Moscú y empezaron a hacer preguntas sobre ella. Y sobre los Safanov.

Cuando corrió la voz, los vecinos empezaron a evitarlos. Después de todo, aunque el maldito Trotski por fin estaba muerto, quizá aún quedaban sus espías y saboteadores. ¿Y si los Safanov eran provocadores y desviacionistas?

Pero nada podía estar más lejos de la verdad.

Una tarde, Mijail volvió temprano de los astilleros en compañía de un camarada de Moscú (el camarada Mejlis, nunca se olvidaría de su nombre). Fue ese cama-rada el que le dio la buena noticia: los Safanov habían sido minuciosamente investigados y habían resultado leales comunistas. Podían enorgullecerse de su hija porque había sido elegida para un trabajo especial en Moscú: tareas de asistencia al líder. Servicio doméstico, pero el trabajo, no obstante, requería inteligencia y dis- creción y, más adelante, la chica podría retomar sus estudios con un brillante expediente.

Anna… bueno, cuando Anna se enteró no había quien la parara. Y Vavara también estaba de acuerdo. El único que se oponía era Mijail. Le dolía decirlo, pero le había pasado algo durante la guerra. Nunca había hablado de ello, salvo una vez, cuando Anna hablaba llena de admiración de la genialidad del camarada Stalin. Mijail le dijo que había visto morir a muchos camaradas en el frente. ¿Podía explicarle ella por qué habían muerto tantos millones si el camarada Stalin era tan genial?

Vavara, ante semejante estupidez, lo había hecho levantar de esa misma mesa —la tocó con la mano— y salir al patio. No. No era el mismo hombre que antes de la guerra. Ni siquiera fue a la estación a despedir a su hija.

Se sumió en el silencio.

—¿Y jamás volvió a verla? —le preguntó Kelso en voz baja.

Sí, claro, dijo Vavara sorprendida por la pregunta. Claro que volvieron a verla.

Hizo un gesto con la mano imitando un vientre.

La vieron cuando volvió a casa para tener el niño.

Silencio.

O'Brian tosió y se inclinó con la cabeza gacha. Tenía las manos entrelazadas con fuerza, los codos sobre las rodillas.

—¿Acaba de decir lo que creo?

Kelso no le hizo caso. Con gran esfuerzo, se las arregló para mantener una voz neutra.

—¿Y eso cuándo fue?

Vavara pensó durante un momento mientras golpeteaba el bastón sobre la bota.

En la primavera de 1952, dijo al cabo. Sí, llegó en tren en marzo de 1952, a principios del deshielo. No les habían avisado de nada. Apareció sin ninguna explicación. No es que hiciera falta que explicara nada. Sólo había que mirarla: estaba de siete meses.

—¿Y el padre? ¿Dijo ella…?

No.

Y sacudió la cabeza.

Pero tú te imaginabas quién era, ¿no?, pensó Kelso.

No, no dijo quién era el padre ni qué había pasado en Moscú; al cabo de un tiempo ellos también dejaron de preguntar. La chica que había vuelto era muy silenciosa, no como la Anna de ellos; se pasaba las horas sentada mientras esperaba salir de cuentas. No quería ver a sus amigas ni ir a la calle. La verdad es que tenía miedo.

—¿Miedo? ¿Miedo de qué?

De dar a luz, claro. ¿Y cómo no? ¡Los hombres no sabían nada de la vida!, decía y aún le afloraba su temperamento de siempre… Claro que estaba asustada. Cualquiera con un par de ojos y dos dedos de frente tendría miedo. Y ese niño tampoco le hacía las cosas fáciles, un pequeño demonio que le chupaba toda la energía. Menudas patadas daba. Solían sentarse en esa misma habitación por la noche y veían cómo se le movía la barriga.

Mejlis venía de vez en cuando a vigilarla. Casi todas las semanas había un coche al final de la calle con un par de hombres dentro.

No, no preguntaron quién era el padre.

A principios de abril empezó a sangrar. La llevaron a la clínica. Y ésa fue la última vez que la vio. Tuvo una hemorragia en la sala de partos. El doctor les contó todo después. No hubo nada que hacer. Murió en la mesa de operaciones a los dos días. Tenía veinte años.

—¿Y la criatura?

La criatura sobrevivió. Un varón.

El camarada Mejlis se ocupó de todo.

Era lo menos que podía hacer, les dijo. Se sentía responsable.

Mandó buscar un médico, nada menos que un catedrático, el mejor del país, venido especialmente de Moscú, y dispuso todo para la adopción. Los Safanov se habrían ocupado de criar al niño con mucho gusto; pidieron hacerlo, lo suplicaron, pero Mejlis tenía un papel firmado por Anna en el que decía que si le sucedía algo a ella, quería que el niño fuera adoptado. Nombraba a unos parientes del padre, una familia lla- mada Chizhikov.

—¿Chizhikov? —dijo Kelso—. ¿Está segura del apellido?

Sí, segura.

Ellos ni llegaron a ver al niño. No los dejaron entrar en el hospital.

Claro, Vavara Safanova se mostró dispuesta a aceptar todo esto porque creía en la disciplina del Partido. Y seguía creyendo. Y seguiría creyendo hasta el día de su muerte. EÍ Partido era su dios, y, como dios, a veces sus caminos eran inescrutables.

Pero Mijail Safanov ya no aceptaba la doctrina de la infalibilidad. Se puso a buscar a esos Chizhikov, al margen de lo que dijera Mejlis. Todavía tenía bastantes amigos en el Partido regional que le ayudarían a hacerlo. Y así fue como se enteró de que los Chizhikov no eran un elegante matrimonio de Moscú, que era lo que él suponía, sino unos nórdicos como ellos, que se habían ido a vivir a un pueblo en el bosque, en las afueras de Arcángel. Las habladurías del pueblo decían que Chizhikov no era el nombre verdadero de la pareja, y que eran agentes del NKVD.

En aquel momento, como ya había llegado el invierno, Mijail no podía hacer nada. Y entonces, una mañana de principios de primavera, mientras él seguía esperando día tras día los primeros indicios del deshielo, oyeron una música solemne por la radio y la noticia de la muerte del camarada Stalin.

Ella había llorado, y él también. ¿Le sorprendía? Ay, gimieron abrazados. Lloraron como nunca habían llorado, ni siquiera por Anna. Todo Arcángel estaba de duelo. Aún recordaba el día del funeral. El largo silencio interrumpido por la salva de treinta cañonazos. El eco de los disparos había bajado por el Dvina como una lejana tormenta en el bosque.

Dos meses más tarde, en mayo, cuando el hielo se había derretido, Mijail cargó una mochila y partió en busca de su nieto.

Vavara sabía que no se podía esperar nada bueno de eso.

Pasó un día, dos, tres… Era un hombre sano y fuerte, tenía sólo cuarenta y cinco años.

Al quinto día, unos pescadores encontraron su cuerpo a unas treinta verstas río arriba, flotando en las aguas amarillentas de deshielo que bajaban del bosque, cerca de Novodvinsk.

Kelso desplegó el mapa de O'Brian y lo apoyó sobre la mesa. La anciana se puso las gafas y siguió de arriba abajo la línea azul del Dvina mirando muy de cerca con el ojo bueno.

Aquí, dijo al cabo, y señaló con el dedo. Ahí habían encontrado el cuerpo de su marido. ¡Un lugar muy agreste! Había lobos en el bosque, y linces y osos. En algunas partes, el bosque llegaba a ser tan denso que era imposible que un hombre avanzara por allí. En otros, había pantanos que podían chuparlo a uno en un minuto. De vez en cuando se veían huesos desteñidos de viejos asentamientos de kulaks. Casi todos los kulaks habían muerto, por supuesto. No había mucho que sacar de semejante lugar para poder vivir.

Mijail conocía el bosque como la palma de su mano. Desde pequeño había vagado por la taiga.

Según la Milicia, había muerto de un ataque al corazón. Eso fue lo que dijeron. Quizá, mientras trataba de llenar la cantimplora, se había caído a las aguas heladas y se le había parado el corazón.

Ella lo había enterrado en el cementerio de Kuznecheskoie, al lado de Anna.

—¿Y cómo se llamaba el pueblo donde su marido dijo que vivían los Chizhikov? —preguntó Kelso, consciente de que O'Brian estaba detrás de ellos, filmando la escena con la maldita cámara en miniatura.

¡Vaya! ¡Pero qué locura! ¿Cómo iba a acordarse ella de algo así? ¡Había pasado tanto tiempo… casi cincuenta años!

Volvió a acercar la cara al mapa.

Por aquí cerca —apoyó un dedo movedizo en algún punto al norte del río—, más o menos por aquí, un lugar demasiado pequeño para que figure en el mapa, demasiado pequeño incluso para tener nombre.

¿Y ella nunca había tratado de encontrarlo?

Oh, no. Miró a Kelso horrorizada. No se podía esperar nada bueno de eso. Ni entonces ni ahora.

24

El enorme automóvil frenó y, con un viraje brusco, salió de la autopista sur de Moscú en dirección a la base militar aérea de Zhukovsky. Faltaba poco para mediodía. Feliks Suvorin, con el semblante grave, viajaba agarrado a la correa del asiento trasero. Más allá del puesto de control esperaba un jeep con las luces encendidas. Ellos lo siguieron alrededor del edificio de la terminal y a través de una alambrada, hacia la pista de estacionamiento.

Un pequeño aparato gris, tal como habían pedido —seis plazas, a hélice— repostaba junto a un camión cisterna. Detrás de la avioneta se veía una fila de helicópteros del ejército, color verde oscuro, con las hé- lices bajas, y aparcada junto a ellos una espectacular limusina ZiL.

Vaya, vaya, pensó Suvorin. Algunas cosas todavía funcionan.

Guardó sus notas en el maletín y en medio del viento y la lluvia se dirigió a la limusina, donde el chófer de Arseniev ya le abría la puerta trasera.

—¿Qué? —dijo Arseniev desde el cálido interior.

—Pues… —dijo Suvorin, deslizándose en el asiento a su lado— no es lo que pensábamos. Y gracias por conseguir la avioneta.

—Espera en el otro coche —le dijo Arseniev a su chófer.

—Sí, coronel.

—¿Qué no es lo que pensabais? —preguntó Arseniev cuando la puerta estuvo cerrada—. Por cierto, buenos días.

—Buenos días, Yuri Semonovich. El cuaderno. Todos creyeron siempre que era de Stalin, y en realidad era el diario de una criada de Stalin, Anna Mijailovna Safanova. Él mismo se la había traído de Arcángel para que trabajara en su casa; eso fue en el verano de 1951, un año y medio antes de que muriera.

Arseniev le guiñó un ojo.

—¿Y eso es todo? ¿Eso fue lo que Beria robó?

—Exacto. Eso y al parecer también algunos documentos sobre la mujer.

Arseniev miró a Suvorin y luego se echó a reír, aliviado.

—¡Cono! ¿Me estás diciendo que el muy cabrón se tiraba a la criadita? ¿A eso se dedicaba?

—Por lo visto.

—Es para morirse de risa. ¡Fenomenal! —Arseniev dio un puñetazo en el asiento—. ¡Oh, ojalá pueda estar ahí! ¡Ojalá le vea la cara a Mamantov cuando descubra que el testamento de su gran Stalin no es más que el relato de una sirvienta que se dejaba follar por el poderoso Vozkdl —exclamó, y le echó una mirada a Suvorin. Tenía las regordetas mejillas rojas de alborozo, los ojos brillantes como dos diamantes—. Pero ¿ qué pasa, Feliks ? No me digas que no le ves el lado gracioso — dejó de reír—. ¿Qué ocurre? Estás seguro de que lo que dices es verdad, ¿no?

—Segurísimo, coronel, sí. Siempre según la mujer que detuvimos anoche, Zinaida Rapava. Leyó el cuaderno ayer por la tarde; su padre lo dejó escondido para que lo leyera. No creo que sea capaz de inventarse esa historia. Es algo que desafía la imaginación.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero anímate, ¿eh? ¿Y dónde está el cuaderno ahora?

—Bueno, ésa es la primera complicación. —Suvorin hablaba con vacilación. Le daba pena aguarle la fiesta al viejo—. Era por eso que tenía que hablar con usted. Parece que la chica se lo enseñó a ese historiador, Kelso; y, según dijo, ahora es él quien lo tiene encima.

—¿Encima?

—Sí, se lo ha llevado a Arcángel. Está tratando de encontrar a la mujer que lo escribió, Anna Safanova.

Arseniev se toqueteó nervioso el ancho cuello.

—¿Cuándo se fue?

—Ayer por la tarde a eso de las cuatro o las cinco. La mujer no lo recuerda con exactitud.

—¿Cómo?

—En coche.

—¿En coche? Perfecto. Cuando tú aterrices él sólo te llevará unas horas de ventaja. Esa rata ya ha caído en la trampa.

—Por desgracia, no va solo. Lo acompaña un periodista. Un tal O'Brian. ¿Lo conoce? Es corresponsal de una emisora de televisión vía satélite.

—Ah. —Arseniev se mordió el labio inferior y volvió a masajearse el cuello. Al cabo de un rato dijo—: Pero, aun así, las posibilidades de que esa mujer todavía viva son escasas. Y si vive… bueno, tampoco es un desastre. Que escriban sus libros y que hagan sus jodidos reportajes. No creo que Stalin haya legado a su criada un mensaje para las futuras generaciones. ¿Tú sí?

—Bueno, eso es lo que me preocupa.

—¿A su criada? ¡Vamos, Feliks! Después de todo, Stalin era georgiano, y muy ducho en esas lides. Para él las mujeres sólo servían para tres cosas. Cocinar, limpiar y tener hijos. Él… —Arseniev se detuvo —. No…

—Es absurdo —dijo Suvorin, levantando la mano—. Lo sé. He venido todo el camino repitiéndome que es una locura. Pero, sí, estaba loco. Y era georgiano. Piense en eso. ¿Por qué iba a tomarse tantas molestias en que examinaran a una muchacha? Según parece, Stalin tenía su historia clínica. Y quería que la revisaran para comprobar si tenía anomalías congénitas. Además, ¿para qué guardaba su diario en la caja fuerte? Y también hay más cosas, verá…

—¿Más todavía? —dijo Arseniev, que ya no daba puñetazos en el asiento, sino que se aferraba a él para sostenerse.

—Según Zinaida, en el diario de la muchacha hay referencias a Trofim Lisenko. Ya sabe: «la posibilidad de heredar características adquiridas» y todos esos disparates. Parece que también habla de lo inútiles que le salieron sus hijos, y dice que «el alma de Rusia está en el norte».

—Basta, Feliks. Es demasiado.

—Y luego está Mamantov. Nunca entendí por qué Mamantov corrió un riesgo tan disparatado para asesinar a Rapava, y de esa manera. ¿Por qué? Eso era lo que trataba de decirle ayer: ¿qué podía haber escrito Stalin que pudiera causar impacto en Rusia casi cincuenta años más tarde? Pero a lo mejor Mamantov sabía que… había oído algún rumor años atrás, de alguno de los veteranos de la Lubianka, que Stalin tal vez había dejado deliberadamente un heredero…

—¿Un heredero?

—Bueno, eso lo explicaría todo, ¿no cree? Se habría arriesgado por eso. Enfrentémonos a la verdad, Yuri, Mamantov es lo bastante enfermo para… ah, no lo sé. —Intentó pensar algo absurdo—. Para presentar al hijo de Stalin como candidato a la presidencia o algo así. Tiene medio billón de rublos…

—Espera un momento —dijo Arseniev—. Déjame pensarlo. —El coronel miró la hilera de helicópteros al otro lado del aeródromo. Suvorin vio que un músculo le temblaba en su carnosa mandíbula—. ¿Y todavía seguimos sin saber dónde está Mamantov?

—Podría estar en cualquier parte.

—¿En Arcángel?

—Es una posibilidad. Si Zinaida Rapava tuvo la inteligencia de encontrar a Kelso en el aeropuerto, ¿por qué no Mamantov? Es posible que les haya seguido los pasos durante las últimas veinticuatro horas. Ellos no son profesionales; él sí. Estoy preocupado, Yuri. Ni lo sospecharían hasta que Mamantov diera el golpe.

Arseniev gruñó.

—¿Tienes un teléfono?

—Claro. —Suvorin sacó un teléfono móvil.

—¿Es seguro?

—Se supone que sí.

—Llama a mi despacho, hazme el favor.

Suvorin comenzó a marcar el número. Arseniev dijo:

—¿Dónde está esa chica, la Rapava?

—Mandé a Bunin que la acompañara a su casa. Le he puesto vigilancia. No se encuentra muy bien.

—Supongo que habrás visto esto. —Arseniev sacó un ejemplar del último número de Aurora del bolsillo del asiento. Suvorin leyó el titular —: LA VIOLENCIA ES INEVITABLE.

—Lo oí por la radio.

—Bueno, ya puedes imaginarte lo bien que ha caído…

—Tenga —dijo Suvorin y le pasó el teléfono—. Está llamando.

—¿Sergo? —dijo Arseniev—. Soy yo. Escucha, ¿puedes ponerme con el despacho del presidente…? Eso es. Utiliza el segundo número. — Cubrió el auricular con la mano—. Será mejor que te vayas. No, espera. Dime qué necesitas.

Suvorin abrió las manos. No sabía por dónde comenzar.

—Podría arreglarme con la Milicia, o con alguien de Arcángel que busque a todos los Safanov y Safanova para que el trabajo esté hecho cuando yo llegue. Sería algo para empezar. Necesito un par de hombres que vayan a buscarme al aeropuerto. Un medio de transporte. Y un lugar para alojarme, claro.

—Dalo por hecho. Ve con cuidado, Feliks. Espero… —Pero Suvorin nunca supo qué esperaba el coronel, porque de repente Arseniev levantó un dedo en señal de advertencia—. Sí… Sí, estoy preparado. — Respiró y lo despidió con una sonrisa forzada; si hubiera podido ponerse de pie y hacerle el saludo militar, pensó Suvorin, lo habría hecho—. Y que tengas un buen día, Boris Nikolaievich…

Suvorin bajó en silencio del coche.

El camión cisterna ya se había separado de la avioneta y estaban enrollando la manguera. En los charcos, debajo de las alas, se dibujaba un arco iris de petróleo. De cerca, el abollado y oxidado Tupolev parecía aún más viejo de lo que había pensado. Tenía cuarenta años como mínimo. De hecho, era más viejo que él. ¡Santo Dios, qué cacharro!

Un par de miembros del personal de tierra lo miraban indiferentes.

—¿Dónde está el piloto?

Uno de los hombres le señaló la avioneta con la cabeza. Suvorin subió la escalinata y entró en el fuselaje. Dentro hacía frío y olía como un viejo autobús que llevara años enteros parado. La puerta de la cabina estaba abierta. Pudo ver al piloto, que jugueteaba con los bo- tones. Agachó la cabeza, entró y lo saludó con unas palmadas en el hombro. El piloto tenía la cara hinchada, y unos ojos arenosos e inexpresivos, inyectados en sangre, típicos de un bebedor empedernido. Fantástico, pensó Suvorin. Se dieron la mano.

—¿Qué tiempo hace en Arcángel?

El piloto rió. Suvorin podía oler el alcohol: no sólo era el aliento, el tipo sudaba vodka.

—Me arriesgaré… si usted quiere.

—¿No debería tener un copiloto o un asistente?

—Pues no.

—Fantástico. Estupendo.

Suvorin se sentó. Un motor tosió y arrancó con una humareda negra, a continuación el otro hizo lo mismo. Observó que la limusina de Arseniev ya había partido. El Tupolev giró y carreteó por la pista desierta, hacia la pista de despegue. Volvieron a girar, el gemido de las hélices se hizo menos intenso, y luego empezó a aumentar cada vez más. El viento azotaba la lluvia, como si fuera ropa tendida, sábanas horizontales sobre el cemento. Vio los delgados troncos de los abedules en el perímetro del aeropuerto, uno junto al otro formando una empalizada blanca. Cerró los ojos —era una tontería tener miedo a volar, pero así era: siempre lo había tenido— y despegaron, la presión lo empujó hacia atrás en el asiento, luego sintió una sacudida y estuvieron en el aire.

Abrió los ojos. La avioneta ya se elevaba más allá del borde del aeródromo y se ladeaba para cruzar la ciudad. Los objetos parecían precipitarse en su campo visual, pero sólo para ir reduciendo su tamaño y desaparecer: faros amarillos reflejados en las calles mojadas, terrados grises y las parcelas verde oscuro pobladas de árboles. ¡Cuántos árboles! Siempre le había sorprendido. Pensó en toda la gente que conocía allí abajo… Serafima en casa, en el apartamento que no se podían permitir, y los niños en la escuela y Arseniev temblando después de llamar al presidente, y pensó también en Zinaida Rapava y en su silencio cuando se despidió de ella en el depósito de cadáveres…

Rozaron el borde inferior de una nube baja y, a través de las capas de gas cada vez más densas, tuvo todavía una, dos, tres últimas vistas de Moscú, antes de que la ciudad desapareciera bajo las nubes.

25

R. J. O'Brian esperaba en la esquina, al final del callejón que llevaba al patio de Vavara Safanova. La maleta de metal en el suelo, apretada entre las piernas, la cabeza inclinada sobre el mapa.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar? ¿Un par de horas?

Kelso se volvió y miró la pequeña casa de madera. La anciana seguía en la puerta, apoyada en su bastón, mirándolos. Vavara Safanova alzó la mano para despedirse y la puerta se cerró lentamente.

—¿En llegar adonde? —preguntó Kelso.

—A ese lugar, Chizhikov—dijo O'Brian—. ¿Cuánto crees que tardaremos?

—¿Con este tiempo? —Kelso levantó la vista y miró el cielo nublado—. ¿Ahora quieres ir a buscarlo?

—Sólo hay un camino. Compruébalo tú mismo. Ella dijo que era un pueblo, ¿no? Si es así, estará sobre la carretera. —O'Brian apartó unos copos de nieve que habían caído sobre el mapa y se lo pasó a Kelso—. Yo diría que dos horas.

—No hay carretera —dijo Kelso—. Es una línea de puntos. Eso indica un sendero, una pista forestal.

El sendero se adentraba hacia el este por el bosque, paralelo al Dvina unos 75 kilómetros, y luego enfilaba hacia el norte para terminar en ninguna parte; simplemente se detenía en medio de la taiga, unos trescientos kilómetros más adelante.

—¿Por qué no miras un poco dónde estamos? —prosiguió Kelso—. Ni siquiera se han molestado en terminar las calles en la ciudad. ¿Cómo crees que estarán los caminos en el interior?

Kelso le devolvió el mapa y empezó a caminar en dirección al Toyota. O'Brian lo siguió.

—Tenemos un todoterreno, Chiripa, y cadenas para la nieve.

—¿Y si tenemos una avería?

—Tenemos comida. Y combustible para hacer fuego, y un bosque entero para ir a buscar leña. Si tenemos sed, podemos bebemos la nieve. Y también tenemos el teléfono móvil —dijo O'Brian, y le dio una palmada en el hombro—. Te propongo algo y tú dime qué te parece: si tienes miedo, puedes llamar a tu mamá.

—Mi mamá está muerta.

—Entonces a Zinaida. Puedes llamar a Zinaida.

—Dime una cosa, O'Brian, ¿te la follaste? ¿Por curiosidad?

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando?

—Sólo quiero saber por qué Zinaida no confía en ti. Quiero saber si tiene razón. ¿Es sexo o es algo personal?

—Aja… ¿De eso se trata? —dijo O'Brian con una sonrisita de suficiencia—. Vamos, Chiripa, ya conoces las reglas. Un caballero nunca habla.

Kelso se cerró un poco más el chaquetón y apuró el paso.

—No es una cuestión de miedo.

—¿En serio?

Ya estaban cerca del coche. Kelso se detuvo y se volvió para enfrentarlo.

—De acuerdo, lo admito. Tengo miedo. ¿Y sabes qué es lo que más me asusta? Pues que tú no tengas miedo. Eso sí me asusta.

—Tonterías. Por un poco de nieve…

—A la mierda la nieve. No es la nieve lo que me .f preocupa. — Kelso miró las precarias casas, un paisaje ' marrón, blanco y gris. Y mudo, como una vieja película—. Pero tú no lo entiendes, ¿verdad? No, no lo comprendes. Tú no tienes historia, ése es tu problema. Es como el nombre Chizhikov. ¿Qué significa para ti?

—Nada. Es sólo un nombre.

—No; es algo más. Chizhikov era uno de los alias de Stalin antes de la revolución. Stalin tuvo un pasaporte a nombre de P. A. Chizhikov en 1911.

(«¿Está nervioso, doctor Kelso? ¿Siente la fuerza del camarada Stalin, incluso desde la tumba?» Y, en efecto, la sentía. La sentía como si una mano saliera de la nieve y le tocara el hombro.)

O'Brian permaneció callado unos segundos, pero luego cogió con un gesto de desdén la maleta de metal.

—Bueno, quédate aquí si quieres, en íntima comunión con la Historia. Yo voy a ir a buscarla —dijo ' O'Brian, y empezó a cruzar la calle, pero se dio la vuelta y añadió—: Bueno, ¿vienes o no? El tren a Moscú sale a las ocho y diez. O puedes venir conmigo. Escoge.

Kelso vaciló. Miró otra vez el cielo. La nevada que se anunciaba no se parecía a ninguna de las que había visto, ni en Inglaterra ni en Estados Unidos. Era como si algo se desintegrara allí arriba, algo que se deshiciera en copos y cayera sobre ellos para aplastarlos.

¿Escoger?, pensó. ¿Un hombre sin visado, sin dinero, sin trabajo, sin libro? Un hombre que había llegado hasta allí… ¿entre qué podía elegir exactamente?

Despacio, a regañadientes, echó a andar hacia el coche. Dieron la vuelta por una carretera secundaria para salir de la ciudad y se dirigieron hacia el norte, donde al menos no tendrían que sortear ningún puesto de control de los GAI.

Ya debía de ser la una del mediodía.

La carretera discurría paralela a unas vías cubiertas de maleza en las que dormían antiguos vagones de carga, y, al principio, no era demasiado mala. Hasta podía haber sido romántica, con la compañía adecuada.

Adelantaron un carro pintado de alegres colores y tirado por un poni, la cabeza del animal cortando el viento, y pronto vieron más casas de madera, también de colores alegres —azul, verde, rojo— que destacaban con aire pintoresco contra las marismas, detrás de los embarcaderos de madera. La nieve impedía distinguir dónde terminaba tierra firme y dónde empezaba el agua. Barcas, coches, cabañas, gallineros y cabras atadas, todo mezclado. Hasta la enorme fábrica de pulpa de madera, al otro lado del Dvina, en el cabo meridional, tenía una especie de belleza épica con sus grúas y chimeneas recortadas contra el cielo de cemento.

Pero entonces, de sopetón, las casas desaparecieron y también el río. Al mismo tiempo, la dura superficie bajo las ruedas cedió, y comenzaron a traquetear por un sendero lleno de surcos. Pronto estuvieron rodeados de abedules y pinos, y en menos de quince minutos era como si estuvieran a miles de kilómetros de Arcángel. La carretera avanzaba sinuosamente por el espeso bosque. De vez en cuando, los árboles eran altos y esbeltos, pero por momentos el bosque raleaba y entraban en una desolada selva de tocones negros, un campo de batalla después de un tremendo bombardeo. O, y esto era lo más desconcertante, cuando menos se lo esperaban, se sorprendían en medio de una pequeña plantación de altas antenas de radio.

Puestos de escucha, dijo O'Brian, para espiar a la OTAN.

Se puso a cantar una canción que hablaba de campos nevados.

Kelso lo soportó un par de versos.

—¿De veras necesitas cantar?

O'Brian se calló.

—Amargado hijo de puta —dijo entre dientes.

La nieve seguía cayendo. De vez en cuando, algún disparo quebraba el silencio y resonaba en la distancia —cazadores en los bosques—, y unos pájaros asustados cruzaban chillando el sendero.

Pasaron varios pueblos, cada uno de ellos más pequeño y más ruinoso que el anterior —en uno había un cuartel con pintadas en las paredes y una antena parabólica: un pedazo de Arcángel en medio de la nada—. No se veía a nadie, excepto a un par de niños boquiabiertos y andrajosos, y una anciana vestida de negro de pies a cabeza, parada junto a la carretera, que les hizo señas de que se detuvieran. Al ver que O'Brian no frenaba, la mujer alzó el puño y los maldijo.

—Bruja —dijo O'Brian, mirándola por el espejo retrovisor—. ¿Qué cono le pasa? Por cierto, ¿dónde están los hombres? ¿Borrachos? — bromeó.

—Probablemente.

—¿Todos los hombres?

—La mayoría, diría yo. Vodka casero. ¿Qué otra cosa se puede hacer en este pueblo perdido?

—Dios mío, qué país.

Al cabo de un rato, O'Brian se puso a cantar otra vez, pero en voz baja y con menos confianza que antes…

—Caminamos por el país de las maravillas en invierno… Pasaron dos horas.

Un par de veces el río apareció fugazmente ante ellos y les brindó, como dijo O'Brian, una vista y media; la tierra pantanosa, la ancha y lenta masa de agua, y mucho más allá, la masa de árboles, oscura y plana, que se alzaba otra vez para desaparecer entre las rachas de nieve. Era un paisaje primigenio; Kelso se imaginaba que en cualquier momento se les aparecería un dinosaurio.

Por el mapa era difícil saber exactamente dónde estaban. No se veían poblados ni mojones, por lo que Kelso sugirió que se detuvieran en el próximo pueblo para intentar volver a orientarse.

—Como quieras.

Pero aún faltaba mucho para el pueblo siguiente —en realidad, nunca llegaron— y Kelso observó que la nieve del camino estaba virgen: por ahí hacía horas que no pasaba ningún vehículo. Tuvieron el primer golpe de viento, además de un bache cubierto de nieve, y el Toyota resbaló en el hielo hasta que los neumáticos mordieron algo sólido. El coche avanzó dando bandazos, y O'Brian consiguió enderezar el rumbo de un volantazo.

—¡Joder! ¡Ahora empieza la diversión! —dijo riendo, pero Kelso se dio cuenta de que también el reportero empezaba a sentirse inquieto. O'Brian redujo la marcha, encendió las luces y se echó hacia adelante en el asiento para ver mejor a través de los remolinos de nieve—. Tenemos poca gasolina. Diría que nos queda para unos quince minutos.

—¿Y qué hacemos?

—Pues… o volvemos a Arcángel o seguimos e intentamos encontrar un lugar donde pernoctar.

—¿ Dónde ? ¿Un Holiday Inn, por ejemplo?

—Profesor, profesor…

—Escucha, si intentamos pasar la noche aquí líos quedaremos todo el invierno.

—Bah, venga, hombre, van a enviar una quitanieves, ¿no? Claro que sí, en algún momento.

—¿En algún momento? —repitió Kelso sacudiendo la cabeza.

Habrían tenido otra discusión si en ese preciso instante, al tomar una curva, no hubieran visto por encima de los árboles nevados una columna de humo. O'Brian se quedó en la puerta del Toyota, apoyado en el techo, mirando por los prismáticos. Al parecer ahí había una especie de poblado, dijo, a unos ochocientos metros de la carretera y entrando por un escarpado sendero.

—Vayamos a echar un vistazo.

El paso entre los árboles parecía un túnel, apenas había espacio suficiente para un vehículo, y O'Brian decidió conducir despacio. Las ramas arañaban las puertas, golpeaban en el parabrisas, el camino empeoraba a cada paso. Se sacudieron con fuerza —a izquierda y derecha— y de repente el Toyota cayó hacia adelante y Kelso fue a dar contra el parabrisas; sólo lo salvó el cinturón de seguridad. El motor aceleró inútilmente y luego se caló.

O'Brian dio marcha atrás y apretó con cuidado el acelerador. Las ruedas traseras gimieron en la nieve. Lo intentó otra vez, con más fuerza. Un aullido como de animal atrapado.

—Kelso, baja a echar un vistazo, ¿quieres?

O'Brian no podía evitar que un dejo de pánico se le filtrara en la voz.

Kelso tuvo que empujar con fuerza incluso para abrir la puerta. Saltó, y al instante se encontró hundido en la nieve hasta las rodillas. El Toyota estaba enterrado hasta el eje.

En medio del silencio se oían los copos de nieve que golpeteaban en los árboles. Tenía las rodillas mojadas y frías. Rodeó el coche torpemente, con las piernas arqueadas, salvando el profundo pozo hasta llegar a la puerta del conductor. Tuvo que quitar la nieve con las manos enguantadas antes de poder abrirla. El Toyota estaba inclinado hacia adelante, en un ángulo de unos veinte grados. O'Brian consiguió bajar con dificultad.

—¿Con qué chocamos? —preguntó, y se acercó a la parte delantera del coche—. ¡Mierda! Es como si alguien hubiera cavado una trampa para tanques. Ven a ver.

En efecto, parecía que alguien hubiera cavado una trinchera en el sendero. Unos pasos más adelante la nieve volvía a ser más sólida.

—A lo mejor estaban tendiendo un cable o algo así —dijo Kelso.

Pero ¿un cable para qué? Con las manos ahuecadas haciendo visera, miró a través de la nieve que caía hacia el montón de cabañas de madera conectadas a los cables de electricidad o algo así. Observó también que el humo había desaparecido.

—Alguien ha apagado ese fuego.

—Vamos a necesitar que nos remolquen.

O'Brian le dio una patada a la puerta del Toyota.

—¡Menuda basura!

Se apoyó contra el coche para sostenerse y lo rodeó hasta llegar a la parte trasera, abrió el maletero y sacó dos pares de botas, uno de goma verde, el otro de piel, de caña alta, de las que usan en el ejército. Le lanzó las de goma a Kelso.

—Póntelas —dijo—. Vamos a parlamentar con los nativos.

Cinco minutos después, con las capuchas puestas, el coche cerrado y cada uno de ellos con un par de prismáticos al cuello, se pusieron en marcha.

El poblado llevaba al menos un par de años abandonado. El puñado de chozas de madera había sido saqueado. Basura desparramada por la nieve: láminas onduladas de chapas de cinc para tejados, planchas de madera podrida, una red de pesca hecha jirones, botellas, latas, una barca de remo agujereada y, lo más extraño, una hilera de butacas de cine. Un invernadero con armazón de madera y ventanas de polietileno se había derrumbado por un lado.

Kelso metió la cabeza en una de las casas abandonadas. No tenía techo, y hacía un frío glacial. Además, olía a excremento de animal.

Kelso miró hacia el borde del claro.

—¿Qué es eso que se ve ahí?

Los dos alzaron los prismáticos hacia lo que parecía una fila de cruces de madera, semiocultas por los árboles: cruces rusas, con tres pares de brazos, cortos en la parte superior, más largos en el centro, y sesgados hacia abajo, de izquierda a derecha, en la parte inferior.

—Oh, es maravilloso —dijo Kelso, tratando de reír—. Un cementerio. Es perfecto.

—Vamos a ver —dijo O'Brian.

Echó a andar ansioso, a paso largo y resuelto. Kelso, menos decidido, lo siguió como pudo. Los veinte años de cigarrillos y whisky parecían hacer una manifestación de protesta en su corazón y sus pulmones. El esfuerzo de avanzar por la nieve lo hacía sudar. Le dolía el costado.

Era un cementerio en toda regla, protegido por los árboles. Al acercarse, vieron seis tumbas —¿o eran ocho?— dispuestas de dos en dos, con una pequeña valla de madera en torno a cada pareja. Las cruces eran de fabricación casera, pero bien hechas, y tenían placas de esmalte blanco con los nombres y pequeñas fotografías cubiertas con un cristal, a la manera tradicional rusa. «A. I. Sumbatov—rezaba la primera—,22.1.20-9.8.81.» En la foto se veía a un hombre de mediana edad vestido de uniforme. A su lado estaba enterrada «P. J. Sumbatova, 6.12.26-14.11.92.» Ella también de uniforme; una mujer de cara gruesa, peinada con severa raya al medio. Junto a ellos estaban los Yezhov, y junto a los Yezhov, los Golub. Todos más o menos de la misma edad. Todos de uniforme. T. Y. Golub había sido el primero en morir, en 1961. Era imposible verle la cara en la fotografía; había sido borrada con rasguños.

—Este debe de ser el lugar —dijo O'Brian en voz baja—. Sin duda. Es aquí. ¿Quiénes son todos ésos, Chiripa? ¿Del ejército?

—No. —Kelso meneó la cabeza—. El uniforme es del NKVD, creo. Y aquí, mira esto.

Era un último par de tumbas, las que estaban más lejos del claro, ligeramente apartadas de las demás. Habían sido los últimos supervivientes. «B.D. Chizhikov —comandante por las insignias—, 19.2.19-9.3.96.» Y a su lado «M.G. Chizhikova, 16.4.24-16.3.96.» Había vivido exactamente una semana más que su marido. También su cara estaba borrada.

Se quedaron allí un rato, como si fueran los deudos: callados, la cabeza gacha.

—¿Y después de éstos no quedó ninguno? —susurró O'Brian.

—A lo mejor uno.

—No creo. Este lugar está vacío desde hace tiempo. Mierda —dijo de repente, y dio una patada a la nieve—. ¿Te creerías que después de todo lo hemos perdido?

Los árboles eran gruesos, resultaba imposible ver más allá de treinta metros.

—Será mejor que haga unas tomas mientras haya luz. Espérame aquí que voy al coche.

—Sí, fantástico —dijo Kelso—. Muchas gracias.

—¿Qué pasa, Chiripa? ¿Tienes miedo?

—¿Y a ti qué te parece?

—¡Buuuu! —dijo O'Brian, levantando los brazos y moviendo los dedos por encima de la cabeza.

—Si pretendes hacerme alguna broma, O'Brian, te advierto que te mataré.

—Ja, ja, ja —rió O'Brian, que ya se dirigía hacia el sendero—. Ja, ja, ja.

Y desapareció detrás de los árboles. Kelso oyó su estúpida risa unos segundos más, y luego, silencio.

Dios mío, qué espectáculo, sólo había que mirar esas tumbas y esas fechas: eran una historia en sí mismas. Regresó junto a la primera tumba, se quitó los guantes y sacó su cuaderno. Luego se apoyó en una rodilla y comenzó a copiar los detalles de las cruces. Una tropa entera de guardaespaldas despachados al bosque, hacía más de cuarenta años antes, para proteger a un niño solitario, y todos habían resistido en sus puestos, por lealtad, por inercia o por miedo, hasta que fueron muriendo uno tras otro. Eran como esos soldados japoneses que permanecían escondidos en la jungla, sin enterarse de que la guerra había terminado.

Kelso comenzó a preguntarse hasta dónde habría llegado Mijail Safanov en la primavera de 1953, pero abandonó ese pensamiento. No soportaba el análisis, todavía no, y mucho menos en ese lugar.

Le resultaba difícil sostener el lápiz entre los dedos congelados, y más difícil aún escribir con los copos de nieve que cubrían la página. No obstante, siguió hasta llegar a las últimas cruces.

«B. D. Chizhikov —escribió—. Tipo de aspecto duro, cara brutal. Piel oscura. ¿Georgiano? Murió a los 77…»

Se preguntó cómo habrían sido los camaradas Golub y Chizhikova, y quién les habría borrado las caras, y por qué. Había algo infinitamente siniestro en esas siluetas sin rasgos. «¿Los habrán purgado?», escribió.

Pero ¿dónde diablos se había metido O'Brian?

Le dolía la espalda. Tenía las rodillas mojadas. Se puso de pie y tuvo otra idea. Quitó la nieve de la página y chupó la punta del lápiz.

«Todas las tumbas están bien conservadas —escribió—. Parece que alguien ha quitado los hierbajos. Si este lugar está abandonado, como los edificios, ¿no deberían estar cubiertas de maleza?»

—¿O'Brian? —llamó—. ¿R. J.?

La nieve ahogó sus gritos.

Guardó el cuaderno y se alejó a toda prisa del cementerio, mientras se ponía otra vez los guantes. El viento soplaba en los edificios abandonados y levantaba la nieve por todas partes como si fuera la punta de una cortina. Atravesó el terreno siguiendo las grandes huellas de O'Brian hasta que llegó al comienzo de la pista. Las huellas llevaban directamente hacia el Toyota. Alzó los prismáticos y enfocó. El coche averiado llenaba su campo visual, tan silencioso que parecía irreal. No se veía a nadie cerca del Toyota.

Qué extraño.

Se dio la vuelta muy despacio, giró en redondo, siempre inspeccionando el terreno con los prismáticos. Bosque, paredes derruidas y escombros, bosque, tumbas, bosque, camino, Toyota, otra vez bosque.

Bajó los prismáticos, con ceño, y echó a caminar hacia el coche, siguiendo siempre las huellas de O'Brian. Tardó un par de minutos. Nadie más había andado por la nieve; era evidente: había dos pares de huellas en dirección al claro del bosque, y un par que regresaban al coche. Se acercó al Toyota y, al apurar el paso pisando en las huellas del hombre más alto, pudo rehacer exactamente los movimientos de O'Brian: así, así… y así…

Kelso se detuvo con los brazos abiertos, bamboleándose. El americano había hecho ese camino, hasta la parte trasera del Toyota, había sacado el estuche de metal de la cámara —pudo ver que no estaba en el maletero— y luego parecía como si algo lo hubiera distraí- do, porque, en lugar de regresar al asentamiento, sus huellas giraban y se apartaban del vehículo, en ángulo recto, y se internaban en el bosque.

Pronunció el nombre de O'Brian. Y luego, en un espasmo de pánico, ahuecó las manos y lo gritó lo más fuerte que pudo.

Otra vez se repitió el mismo efecto amortiguador, como si los árboles se tragaran sus palabras.

Pisó la maleza con cuidado.

Ay, él siempre había odiado los bosques. Detestaba incluso los bosques de los alrededores de Oxford, con sus poéticos rayos de sol polvoriento, su vegetación cubierta de musgo y el modo como las cosas volaban de repente hacia uno o se alejaban con un crujido. ¡Y las ramas que golpeaban en la cara! Ah, sí, que le dieran un gran espacio abierto, una colina, un acantilado… que le dieran el mar centelleante. Pero un bosque no.

—¿R. J.? —Qué nombre más ridículo, pensó, pero de todas manera llamó aún más alto—. ¡R. J.!

Allí no había huellas a la vista. El terreno era desigual. Podía oler una apestosa ciénaga en alguna parte, fétida como el aliento de un perro, y además estaba oscuro. Tendría que andarse con cuidado, pensó, dar la espalda siempre a la carretera, porque si se alejaba de- masiado se perdería y tal vez terminara cada vez más lejos del coche, hasta que no pudiera hacer otra cosa que tumbarse en la oscuridad y morir congelado.

A su izquierda oyó un fuerte chasquido, y luego una sucesión de ruidos más débiles, como ecos. Al principio le pareció que alguien corría, pero luego se dio cuenta de que sólo era nieve que caía de las copas de algunos árboles.

Ahuecó las manos.

—¡R.J.!

Oyó un sonido humano. ¿Un gemido, tal vez? ¿Un sollozo?

Trató de localizar su procedencia. Volvió a oírlo. Más cerca, detrás de él ahora. Se metió por una abertura entre un par de árboles y llegó a un pequeño claro. Allí estaba la maleta de la cámara de O'Brian abierta en el suelo, y, un poco más allá, el propio O'Brian, cabeza abajo, columpiándose suavemente, las puntas de los dedos acariciando apenas la superficie de la nieve, colgado de la pierna izquierda por una cuerda grasienta.

26

La soga estaba atada en la punta de un alto abedul joven, doblado casi en dos por el peso de O'Brian. El reportero, semiconsciente, gemía.

Kelso se arrodilló junto a su cabeza. Al verlo, O'Brian empezó a luchar por recobrarse, pero sin energía. Parecía incapaz de articular una frase completa.

—Tranquilo —dijo Kelso, tratando de aparentar tranquilidad—. No te preocupes, te bajaré.

Bajarlo. Kelso se quitó los guantes. Bajarlo. Sí, pero ¿con qué? Tenía una navaja para afilar lápices, pero estaba en el coche. Se palpó los bolsillos y encontró el mechero. Lo encendió y le enseñó la llama a O'Brian.

—Te bajaré. Mira, te sacaré de ahí.

Se puso de pie y alzó la mano para coger a O'Brian por el tobillo de la bota. Un lazo de la soga, más delgado que el resto, se había clavado en el cuero. Kelso tuvo que usar todo su peso para bajarlo lo suficiente y poder aplicar la llama a la tensa cuerda justo por encima de la suela. Los hombros de O'Brian tocaron la nieve.

—Sooví—decía—.Sooví.

La cuerda estaba húmeda. La llama pareció tardar un siglo en hacer efecto. Kelso tuvo que hacer una pausa y sacudir el mechero; la llama estaba empezando a ponerse azul, amenazaba con extinguirse antes de que ardieran las primeras hebras. Pero después se rompieron rápidamente a causa de la tensión. La última se partió con un ruido seco y el árbol salió lanzado hacia atrás como un látigo. Kelso trató de sostener las piernas de O'Brian con su mano libre, pero no lo consiguió, y el reportero cayó pesadamente sobre la nieve.

O'Brian se esforzó por sentarse, pero sólo logró apoyarse en los codos; enseguida volvió a desplomarse hacia atrás. Seguía farfullando algo ininteligible. Kelso volvió a arrodillarse a su lado.

—Tranquilo, te pondrás bien. Te sacaré de aquí.

—Sooví.

—¿So… oví?

—Lo vi, yo lo vi.

—¿A quién ? ¿ A quién viste ?

—Ay, mierda, mierda.

—¿Puedes doblar la pierna? ¿Está rota? —Kelso se arrastró de rodillas por la nieve y se puso a deshacer con las uñas el nudo incrustado en la bota de O'Brian.

—Chiripa —dijo O'Brian, levantando el brazo y flexionando desesperadamente los dedos—. Ayúdame a levantarme.

Kelso le cogió la mano y tiró hasta que O'Brian estuvo bien sentado. Luego rodeó con el brazo el ancho pecho del reportero y se las arregló para levantarlo. O'Brian apoyó todo su peso en Kelso y en la pierna derecha.

—¿Puedes andar?

—No lo sé. Creo que sí —dijo y dio unos pasos cojeando—. Dame un minuto.

Se quedó donde estaba, de espaldas a Kelso, mirando los árboles. Cuando ya parecía respirar normalmente, Kelso repitió:

—¿A quién viste?

—Lo vi —dijo O'Brian dándose la vuelta, con el miedo y la desesperación en los ojos, mirando hacia el bosque que se extendía detrás de la cabeza de Kelso—. Vi al hombre. Lo vi, me espiaba desde esos malditos árboles, al lado del coche. Mierda. A punto estuvo de caerme encima.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué hombre?

—Di un paso hacia él (las manos en alto, tranquilo, seamos amigos, el hombre blanco viene en son de paz), y ¡zas!, desapareció. Quiero decir, se esfumó. Ya no volví a verlo de cerca. Pero lo oí, y en un momento lo vi, fugazmente, se movía rápido por el bosque, hacia la derecha, era como una silueta recortada, ancha como el capitán de un equipo de fútbol, no muy alto. Pero veloz. Tan veloz que no te lo creerías. Se movía como un mono. Después, lo único que recuerdo es que el mundo quedó patas arriba. Me llevó, Chiripa, ¿me entiendes? Me llevó derechito a su jodida trampa. Es muy probable que aún ande por ahí, vigilándonos.

O'Brian empezaba a recuperar sus fuerzas, acelerado por el miedo.

Anduvo cojeando unos pasos más. Cuando quería apoyar bien la pierna izquierda, se estremecía de dolor. Pero podía moverla, y eso ya era algo. No estaba rota.

—Tenemos que irnos. Tenemos que salir de aquí —dijo, y se inclinó torpemente para cerrar la maleta de la cámara.

Kelso no necesitaba que se lo dijera dos veces. Pero tendrían que andarse con mucho cuidado, dijo. Tenían que pensar. Por error ya habían caído en dos trampas —la primera en el camino y la segunda allí — y quién sabe cuántas más habría. No era fácil verlas con toda esa nieve.

—Tal vez —dijo Kelso—, si tratamos de seguir mis huellas…

Pero sus huellas ya comenzaban a desdibujarse bajo la lluvia, débil aunque incesante.

—¿Quién es ese hombre, profesor? —susurró O'Brian de camino al bosque—. Quiero decir, ¿qué es? ¿De qué tiene tanto miedo?

Es el hijo de su padre, pensó Kelso, eso es. Un psicópata paranoico de cuarenta y cinco años, si es posible que exista algo así.

—Coño —dijo O'Brian—, ¿qué fue eso?

Kelso se detuvo.

Era otra avalancha de nieve que caía desde lo alto de los árboles. Pero duraba demasiado. Un crujido fuerte y sostenido, en algún lugar delante de ellos.

—Es él —dijo O'Brian—. Ha vuelto a moverse. Está intentando cortarnos el paso. —El ruido cesó bruscamente y los dos se quedaron inmóviles, escuchando—. ¿Y ahora qué está haciendo?

—Vigilándonos, supongo.

Kelso intentó nuevamente forzar la vista para ver en la oscuridad, pero en vano. La espesa maleza, los grandes trozos de sombra, interrumpidos por torrentes de nieve, le impedían fijar la vista en nada, y el lugar no se parecía a nada que hubiera visto antes. Y ahora estaba sudando en serio, pese al frío. La piel le escocía.

Fue entonces cuando se oyeron los aullidos, un alarido ensordecedor, inhumano. Kelso tardó unos segundos en darse cuenta de que era la alarma del coche.

Luego oyeron dos disparos en rápida sucesión, y, tras una pausa, un tercero.

Después, silencio. Kelso nunca supo muy bien cuánto tiempo se quedaron allí petrificados. Sólo recordaba la sensación de terror: el pensamiento y el cuerpo paralizados al comprender que no podían hacer nada. El —quienquiera que fuese— sabía dónde se encontraban. Había disparado al coche. Había llenado el bosque de trampas. Podía ir por ellos cuando se le antojara o dejarlos donde estaban. No había ninguna posibilidad de rescate del mundo exterior. El era el amo absoluto. Invisible. Ubicuo. Omnipotente. Loco.

Un par de minutos después se arriesgaron a hablar en voz baja. El teléfono, dijo O'Brian. ¿Y si ha destrozado el Inmarsat? Su única esperanza estaba en el maletero del Toyota.

A lo mejor no sabía lo que era un teléfono móvil, dijo Kelso. Quizá si se quedaban ahí hasta que oscureciera y después iban a buscarlo…

De repente O'Brian lo cogió con fuerza por el codo.

Una cara los miraba a través de los árboles.

Al principio Kelso no la vio, pues estaba inmóvil de una manera tan antinatural, tan perfecta, que su mente tardó un momento en registrarlo, en separar la silueta del rostro de las formas del bosque, ensamblarla y aceptar que el resultado era humano.

Unos ojos oscuros e impasibles que no parpadeaban. Cejas negras y arqueadas. Pelo negro hirsuto que le colgaba por la frente curtida. Barba.

También una capucha hecha de alguna clase de piel marrón.

La aparición tosió. Gruñó.

—Cama… radas —dijo con dificultad, arrastrando la palabra, con voz áspera, como una cinta puesta a marcha lenta.

Kelso sintió que se le ponían los pelos de punta.

—Ay, mierda —dijo O'Brian—, mierdamierda-mierda…

Otro ataque de tos y mucha flema. Un escupitajo amarillo lanzado a la maleza.

—Camaradas, soy un tipo duro, no puedo negarlo. Y llevo mucho tiempo sin compañía humana. Pero ¿qué vamos a hacerle? ¿Queréis que os mate de un tiro? ¿Sí?

El desconocido salió de entre los árboles y se plantó frente a ellos con rapidez, limpiamente, casi sin tocar ninguna rama. Llevaba un viejo abrigo del ejército, remendado, recortado por encima de las rodillas, sujeto a la cintura con un cordel, y botas de caballería en las que había embutido los bajos de sus anchos pantalones. Tenía manos enormes: en una llevaba un viejo fusil; en la otra, la cartera con el cuaderno y los papeles de Anna Safanova.

Kelso sintió que O'Brian le apretaba el brazo con fuerza.

—¿Es éste el libro del que se habla? ¿Sí? ¡Los documentos lo demuestran! —El hombre se inclinó hacia ellos, moviendo la cabeza de un lado a otro, estudiándolos detenidamente—. Sois vosotros, ¿eh? ¿De verdad sois vosotros?

Se acercó un poco más, sin dejar de mirarlos con sus ojos oscuros; Kelso olió el pestazo a sudor seco que despedía.

—¿O acaso sois chivatos?

Dio un paso atrás y alzó el fusil en un santiamén; apuntaba desde la cintura, el dedo en el gatillo.

—Sí, somos nosotros —se apresuró a responder Kelso.

El hombre arqueó una ceja con gesto de sorpresa.

—¿Imperialistas?

—Soy un camarada inglés. El camarada es norteamericano.

—¡Vaya, vaya! ¡Inglaterra y Estados Unidos! ¡Y Engels era judío! — exclamó y rió mostrando los dientes ennegrecidos; luego escupió y dijo —: ¿Y todavía no habéis pedido ninguna prueba? ¿Por qué?

—Te creemos.

—Te creemos. —Rió otra vez—. ¡Imperialistas! Siempre bonitas palabras. Palabras bonitas y después te matan por un copec. ¡Por un copec! Si de verdad fuerais vosotros, me pediríais una prueba.

—Queremos una.

—Yo tengo una prueba —dijo desafiante, mirando primero a Kelso y luego a O'Brian antes de bajar el arma; luego se dio la vuelta y avanzó rápidamente en dirección al bosque.

—¿Y ahora? —susurró O'Brian.

—Sólo Dios lo sabe.

—¿Podemos quitarle el arma? Somos dos contra uno.

Kelso lo miró boquiabierto.

—Ni te atrevas a pensarlo.

—Pero, muchacho… ¡Qué rápido es! Y encima está como una regadera —dijo O'Brian con una risita nerviosa—. Míralo. ¿Qué está haciendo?

Pero no hacía nada, se limitaba a esperar en la entrada del bosque. No parecía que pudieran hacer mucho más aparte de seguirlo, cosa que no era fácil dada la velocidad con que se movía, lo accidentado del terreno y la pierna herida de O'Brian. Kelso llevaba el estuche de la cámara. Un par de veces creyeron perderlo de vista, pero nunca de- masiado tiempo. El hombre seguramente se paraba para permitirles que lo alcanzaran.

Al cabo de unos minutos volvieron a salir al sendero, si bien un poco más arriba, más o menos a mitad de camino entre el Toyota abandonado y el poblado vacío.

El hombre no se detuvo. Los llevó directamente por el sendero nevado hacia los árboles del otro lado del bosque.

Qué mal aspecto tenía todo eso, pensó Kelso, cuando salieron de la luz grisácea y volvieron a sumirse en las sombras. Subrepticiamente, sin aminorar la marcha, metió la mano en el bolsillo y arrancó una página de su libreta amarilla, hizo un bollo y lo dejó caer detrás de él. Fue haciendo lo mismo cada cincuenta metros; la liebre y los sabuesos: un viejo juego infantil, con la diferencia de que ahora él era liebre y sabueso a la vez.

O'Brian, jadeando detrás de él, dijo en voz baja:

—Buen trabajo, Chiripa.

Salieron a un pequeño claro con una cabaña de madera en el centro. El hombre había construido la cabaña —y, por lo que se veía, no hacía mucho— tras saquear el antiguo campamento en busca de materiales. Kelso nunca averiguó por qué lo había hecho. Tal vez el otro lugar estuviera poblado de fantasmas, o a lo mejor quería un sitio aún más aislado y más fácil de defender. En el silencio, Kelso creyó oír el sonido de agua que corría y supuso que debían de encontrarse cerca del río.

La cabaña había sido levantada con la madera gris de la zona, tenía un ventanuco y una puerta adecuada a la altura de su morador. Estaba a un metro del suelo, separada por cuatro escalones de madera. Al pie de la escalinata, el hombre recogió una rama y la clavó hondo en la nieve. Una lluvia de polvo blanco se elevó cuando algo saltó haciendo un ruido seco y sordo. El hombre apartó la rama. En la punta, una enorme trampa para animales, cerrada, los dientes de metal oxidado mordiendo la madera.

La dejó a un lado con cuidado, subió los escalones hasta la puerta, abrió el candado y entró. Después de un breve intercambio de miradas con O'Brian, Kelso lo siguió; tuvo que agachar la cabeza para pasar por la puerta; tras atravesar el umbral, se encontró en una habitación pequeña. Estaba oscuro, hacía frío y olía a locura —Kelso olió la locura del solitario, penetrante y rancia como el olor de un cuerpo sin lavar—. Se llevó la mano a la boca. Oyó que O'Brian, a sus espaldas, contenía la respiración.

El anfitrión había encendido una lámpara de aceite. Los cráneos blanqueados de un oso y un lobo sonreían brillantes desde la sombra. Dejó el cuaderno en la mesa, junto a un plato de pescado de carne oscura y muchas espinas a medio comer, puso un pote de agua en el hornillo y se inclinó para reavivar el fuego de una vieja estufa de hierro, siempre con el fusil a mano.

Kelso lo imaginó una hora antes: oyendo el lejano ruido del coche en el sendero, dejando la comida sin terminar, cogiendo el arma y dirigiéndose al bosque, el fuego apagado, la trampa a punto…

No había cama en la habitación, sólo un delgado colchón agujereado, con el relleno fuera, enrollado y atado con un cordel. Junto al colchón, un antiguo transistor de fabricación soviética del tamaño de una caja de embalaje, y, al lado de la radio, un gramófono con una deslucida bocina dorada.

El ruso abrió la cartera y sacó el cuaderno. Lo abrió por la página con la foto de las gimnastas de la plaza Roja y se la enseñó. ¿La veis? Kelso y O'Brian asintieron. El ruso dejó el cuaderno sobre la mesa. Luego tiró de una correa grasienta que llevaba al cuello y siguió tirando hasta que de uno de los profundos y malolientes pliegues de su ropa sacó un trocito de plástico. Se lo entregó a Kelso. El plástico estaba caliente por el contacto con su cuerpo: la misma foto, pero plegada, de manera tal que sólo se veía la cara de Anna Safanova.

—O sea que sois vosotros… —dijo—. Yo soy la persona que andáis buscando. Y ahora, la prueba.

Dio un beso al relicario de fabricación casera y volvió a guardarlo entre sus ropas. Luego, del cinturón del abrigo sacó un cuchillo corto de hoja ancha con empuñadura de cuero. Lo volvió para enseñarles el filo de \- la hoja. Les sonrió. De una patada corrió hacia atrás " el trozo de alfombra bajo sus pies, se arrodilló y con el 4 cuchillo abrió una tosca trampilla.

Metió la mano y sacó una maleta grande y gastada.

El ruso la abrió con la devoción de un sacerdote y con actitud reverente colocó cada objeto en la mesa de madera como si fuera un altar.

Los textos sagrados primero: trece volúmenes de las obras y pensamientos completos de Stalin, los Sochineniya, publicados en Moscú después de la guerra. Les enseñó las portadas de cada libro, primero a Kelso y luego a O'Brian. Todos llevaban la misma dedicatoria, «Al futuro. J. V. Stalin», y todos habían sido leídos y releídos cientos de veces. En algunos volúmenes los lomos estaban partidos o colgando; las páginas hinchadas por señaladores y puntas dobladas.

Luego sacó el uniforme; cada prenda estaba envuelta en un papel de seda amarillento. Una guerrera gris, planchada, con charreteras rojas. Unos pantalones negros, también planchados. Un abrigo. Unas botas de cuero negro, brillantes como antracita pulida. Una gorra de mariscal. Una estrella dorada en un estuche de cuero púrpura grabado en relieve con la hoz y el martillo, que Kelso reconoció como la Orden de Héroe de la Unión Soviética.

Luego le tocó el turno a los recuerdos. Una foto (en marco de madera, con cristal) de Stalin detrás de un escritorio, firmada, como los libros: «Al futuro. J. V. Stalin.» Una pipa Dunhill. Un sobre con un mechón de hirsuto pelo gris. Y, por último, una pila de discos, viejos discos de 78 revoluciones, gruesos como platos, cada uno todavía en su funda de papel original: Madre, los campos están secos, Te estoy esperando, Ruiseñor de la taiga, «Discurso de J. V. Stalin dirigido al Primer Congreso Soviético de Trabajadores de las Granjas Colectivas, pronunciado el 19 de febrero de 1933», «Informe de J. V. Stalin al XVIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, 10 de marzo de 1939…»

Kelso no podía moverse ni hablar. Fue O'Brian quien dio el primer paso. Le echó una mirada al ruso, se tocó el pecho, hizo un gesto ante la mesa y recibió como respuesta una señal de aprobación. Vacilante, estiró la mano para coger la fotografía. Kelso podía leerle el pensamiento: el parecido era verdaderamente asombroso. No exacto, por supuesto —no hay hombre que se parezca exactamente a su padre —, pero había algo, sin duda, aun con la barba y el pelo alborotado del más joven. Algo en la manera de bizquear, en la estructura ‹ ósea, tal vez, o en el juego de la expresión: una especie de agilidad lenta y pesada, una sombra genética que superaba la habilidad de cualquier actor.

El ruso volvió a sonreírle a O'Brian. Cogió el cuchillo y señaló la fotografía; después hizo el gesto de afeitarse a cuchillazos la barba. ¿Sí?

Durante un momento Kelso no supo qué quería decir, pero O'Brian lo supo al instante.

Sí. Asintió con fuerza. Oh, sí, por favor.

De inmediato el ruso se quitó un mechón de su barba renegrida y, con placer infantil, lo levantó para inspeccionarlo. Repitió el gesto una y otra vez; había algo f espeluznante en la manera como lo hacía, en la manipulación casual del cuchillo afilado como una navaja —primero la mejilla derecha, luego la izquierda, después la garganta—, en esa despreocupada mutilación. No hay nada, pensó Kelso con un relámpago de certeza, no hay acto de violencia del que este hombre no sea capaz. El ruso se pasó la mano por detrás de la cabeza y se hizo una gruesa cola de caballo que rebanó lo más cerca posible de la raíz. Luego atravesó la cabaña con un par de zancadas, abrió la portezuela de la estufa de hierro y arrojó la masa de pelo al fuego de leña, donde ardió un instante antes de desintegrarse en polvo y humo.

—Santo Dios —susurró Kelso, mientras observaba incrédulo cómo O'Brian empezaba a abrir el estuche de la cámara—. No, no hagas eso, no irás en serio a…

—Claro que sí.

—¿Pero no ves que está loco?

—Igual que la mitad de la gente que hacemos salir por televisión.

O'Brian colocó una nueva cinta en la cámara y sonrió cuando oyó el clic que indicaba que estaba listo para filmar.

—Empieza el espectáculo.

Detrás de él, el ruso tenía la cabeza inclinada sobre el cuenco de agua que humeaba sobre la estufa. Se había quitado la ropa y quedado apenas con un mugriento chaleco amarillo, y se había enjabonado la cara. A Kelso, el ruido áspero del filo del cuchillo sobre esa barba crecida le ponía carne de gallina.

—Míralo —murmuró Kelso—. Es muy probable que ni siquiera sepa qué es la televisión. —Mejor para mí.

—Dios mío —dijo Kelso y cerró los ojos.

El ruso se volvió hacia ellos mientras se secaba las manos en la camisa. Tenía la cara llena de manchas, salpicada de puntitos de sangre, pero se había dejado el bigote, grueso, aceitoso y negro como ala de cuervo, y la transformación era asombrosa. Ahí estaba el Stalin de los años veinte: Stalin en la flor de la vida, una fuerza animal. ¿Qué era lo que había predicho Lenin? «Este georgiano nos servirá un estofado picante.»

Metió el pelo que le quedaba bajo la gorra de mariscal. Se puso la guerrera. Un poco ancha la pechera, tal vez, pero por lo demás perfecta. Se la abotonó y empezó a pavonearse de un lado a otro, dio un par de vueltas haciendo girar la mano derecha recatadamente en una onda majestuosa.

Cogió un volumen de las Obras completas, lo abrió al azar, echó un vistazo a la página y se lo pasó a Kelso.

Luego sonrió, levantó un dedo, tosió tapándose la boca con la mano, se aclaró la garganta y empezó a hablar. Y era bueno hablando. Kelso se dio cuenta enseguida, no solamente porque el ruso se sabía el texto al dedillo, era más que eso. Debió de haberse estudiado las grabaciones hora tras hora y año tras año desde que era niño. Recitó su papel, podría decirse, con el tono familiar, monótono, feroz, con el ritmo brutal de un ensalmo. Y la misma cruel expresión de sarcasmo, el mis- mo humor negro, la fuerza, el odio.

—Esta pandilla de espías, asesinos y provocadores de Trotski y Bujarin —comenzó despacio—, que se doblegan ante los países extranjeros, poseídos por un instinto servil que los lleva a prosternarse ante cualquier gerifalte extranjero, dispuestos siempre a prestarles sus servicios de espías… —prosiguió, alzando poco a poco la voz—. Esta gentuza que no ha comprendido que el ciudadano soviético más humilde, por el mero hecho de ser libre de las cadenas del capital, destaca claramente sobre cualquier gerifalte extranjero con el cuello uncido al yugo de la esclavitud capitalista —ahora ya casi a gritos—, que necesita a esta desgraciada banda de esclavos venales… ¿Qué valor pueden tener para el pueblo? ¿A quién, me pregunto, pueden desmoralizar?

Hizo una pausa y miró alrededor, desafiante, desafiando a Kelso, que lo escuchaba con el libro abierto, a O'Brian, con el ojo en el visor de la cámara, desafiando a la mesa, a la estufa, a los cráneos colgados en la pared, a cualquiera que se atreviera a replicarle.

Se enderezó y adelantó el mentón.

—En 1937, Tujachevsky, Yakir, Uborevich y otros enemigos fueron condenados a muerte. Tras su ejecución se celebraron las elecciones al Soviet Supremo de la URSS, en las que el 98,6 por ciento de los votos fueron para el poder soviético.

»A comienzos de 1938, Rosengoltz, Rykov, Bujarin y otros enemigos fueron condenados a muerte. Tras su ejecución se celebraron las elecciones a los Soviets Supremos de las repúblicas de la Unión, en las que el 99,4 por ciento de los votos fueron para el poder de los soviets. ¿Dónde están los síntomas de desmoralización, me pregunto yo?

El ruso se llevó el puño cerrado al corazón.

—¡Ése fue el ignominioso final de los que se oponían a la línea de nuestro partido, de los que terminaron sus días como enemigos del pueblo!

—«Ovación atronadora —leyó Kelso—. Todos los delegados se ponen de pie y vitorean al orador. Se oyen gritos de "¡Viva el camarada Stalin!", "¡Arriba el camarada Stalin!", "¡Viva el Comité Central de nuestro Partido!"»

El ruso se balanceaba ante el ritmo de la multitud muda. Podía oír los rugidos, el suelo que resonaba bajo miles de pies, los vítores. Asintió tímidamente. Sonrió. Aplaudió agradecido. El tumulto imaginario hizo retumbar la estrecha cabaña y se propagó hacia fuera, a través del claro nevado hasta los árboles silenciosos del bosque.

27

El avión de Feliks Suvorin atravesó un cúmulo de nubes bajas y viró a estribor siguiendo la línea de la costa del mar Blanco.

Una mancha color ladrillo apareció en el páramo nevado y, a medida que se agrandaba, Suvorin comenzó a distinguir objetos. Grúas abandonadas, dársenas para submarinos desiertas, cobertizos para materiales de construcción… Severodvinsk, seguro… el gran basurero atómico de Brézhnev, que se extiende a lo largo de la costa desde Arcángel, donde en los años setenta construyeron los submarinos que supuestamente iban a obligar a los imperialistas a arrodillarse ante el poder soviético.

Siguió mirando la mancha mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. Algunos intermediarios de la mafia habían estado husmeando por ahí hacía más o menos un año con la intención de comprar una ojiva nuclear para los iraquíes. Recordaba el caso. ¡Chechenos en la taiga! ¡Increíble! Sin embargo, tarde o temprano lo conseguirán, pensó. Había demasiado armamento sobrante, demasiada poca vigilancia y demasiado dinero detrás de ese armamento. La ley de la oferta y la demanda se aparearía con la ley del término medio y tarde o temprano conseguirían algo.

Las alas temblaron. Se oyó un chirrido de cables. Prosiguieron el descenso dando bandazos en medio del temporal de nieve. Severodvinsk se alejó. Podía ver discos grises de agua congelada, unas marismas llanas y desiertas, árboles y más árboles cubiertos de nieve que desaparecían para siempre. ¿Qué, quién podía vivir ahí abajo? Nada, probablemente. Nadie. Estaban en los confines de la tierra.

El viejo avión siguió dando vueltas pesadamente otros diez minutos a apenas cincuenta metros del techo del bosque, y luego, un poco más adelante, Suvorin vio una hilera de luces en la nieve.

Era un campo de aviación militar enclavado entre los árboles, con una máquina quitanieves aparcada en el borde de la pista. Aunque acababan de despejar el corredor, ya empezaba a formarse una delgada capa blanca. El piloto se aproximó en vuelo raso para echar un vistazo y después ascendió un poco más, forzando el motor, y giró para la aproximación final. En ese momento Suvorin tuvo una fugaz vista de Arcángel al bies, bloques de apartamentos lejanos y borrosos y chime- neas sucias; pocos minutos después aterrizaron, y el avión se salió de la pista un par de veces antes de frenar, al tiempo que las turbinas levantaban pequeñas tormentas de nieve.

Cuando el piloto paró el motor se produjo un silencio como Suvorin nunca había experimentado antes. En Moscú siempre se oía algo, incluso en la supuesta calma de la noche, el ruido del tráfico, tal vez, una pelea en casa de los vecinos. Pero aquí no. Aquí el silencio era absoluto, y él no lo soportaba. Habló para llenar el silencio.

—Buen trabajo —le dijo al piloto—. Lo conseguimos.

—Sea usted bienvenido. Por cierto, tengo un mensaje de Moscú para usted. Antes de marcharse tiene que llamar al coronel. ¿Le ve algún sentido?

—¿Antes de que me marche?

—Eso es.

¿Antes de que me marche adonde?

No había espacio suficiente para estar de pie. Suvorin tuvo que agacharse. Aparcados junto a un enorme hangar vio una hilera de biplanos con camuflaje ártico.

La puerta trasera del avión se abrió de golpe. La temperatura bajó inmediatamente unos cinco grados. Copos de nieve barrieron el fuselaje. Suvorin cogió su maletín y saltó a la pista de cemento. Un técnico con gorra de piel le indicó que se dirigiera al hangar. La pesada puerta corredera estaba entreabierta. En la sombra, junto a un par de jeeps y al resguardo de la nieve, esperaba un comité de recepción: tres hombres en uniforme del MVD con rifles de asalto AK-47, un tipo de la Milicia y, el miembro más extraño de todos, una anciana con pesada vestimenta masculina, encorvada como un buitre y apoyada en un bastón. Algo había ocurrido, Suvorin lo supo en cuanto entró en el hangar, y fuera lo que fuese no podía ser nada bueno. Lo supo cuando le tendió la mano al militar del Ministerio del Interior de mayor rango —un joven de gesto hosco y cuello de toro, el comandante Kretov— y, a modo de respuesta, recibió un saludo hecho con suficiente flojera como para dar a entender un insulto. En cuanto a los dos hombres de Kretov, ni siquiera se molestaron en tomar nota de su llegada. Estaban demasiado ocupados descargando un pequeño arsenal de la parte trasera de un jeep: cargadores de repuesto para sus AK-47, pistolas, bengalas y una enorme ametralladora RP46 con botes de municiones y patas de metal.

—Bueno, ¿qué estamos esperando aquí, comandante? —preguntó Suvorin, haciendo un esfuerzo por ser simpático—. ¿Una pequeña guerra?

—Podemos hablar de eso por el camino.

—Preferiría que lo hiciéramos ahora. Kretov vaciló. Se veía a las claras que habría preferido mandar a Suvorin al diablo, pero los dos tenían el mismo rango y, además, aún no había podido calar a ese soldado de paisano con sus caras ropas occidentales.

—De acuerdo, pero rápido. —Irritado, chasqueó los dedos en dirección al desgarbado joven de la Milicia—. Explíquele lo que ha pasado.

—¿Y usted es…? —preguntó Suvorin.

—Teniente Korf, comandante —dijo el agente de la Milicia, poniéndose firmes.

—Lo escucho, Korf.

El teniente, nervioso, le pasó el parte con rapidez.

Poco después del mediodía, la Milicia de Arcángel fue notificada por el cuartel central de Moscú de que se sospechaba que dos extranjeros se encontraban en las proximidades de la ciudad, probablemente con el fin de tomar contacto con una persona o personas llamadas Safanov o Safanova. Él mismo se había hecho cargo de la investigación. Sólo se había localizado a un ciudadano de ese nombre: la testigo Vavara Safanova, dijo señalando a la anciana, que había sido recogida en su domicilio hora y media después de recibir el télex de Moscú. La señora Safanova había confirmado que dos extranjeros habían ido a verla y que se habían marchado apenas dos horas antes.

Suvorin sonrió amablemente a Vavara Safanova.

—¿Y qué pudo usted decirles, camarada Safanova?

La anciana fijó la vista en el suelo.

—Les dijo que su hija había muerto —interrumpió Kretov, impaciente—. Que murió de parto, hace cuarenta y cinco años, en el momento de tener un niño, un varón. Y ahora, ¿podemos irnos? Ya le he sonsacado todo esto.

Un niño, pensó Suvorin. No podía ser de otra manera. Una niña no habría tenido ninguna importancia. Pero un varón. Un heredero…

—¿Y ese niño vive?

—Aislado en el bosque, ha dicho. Como un lobo.

Suvorin dio la espalda a la anciana callada y se dirigió al comandante.

—¿Y se supone que Kelso y O'Brian se han internado en el bosque para encontrar a ese «lobo»?

—Están a unas tres horas de aquí. —Kretov tenía un mapa a gran escala abierto sobre el capó del jeep más cercano—. Éste es el camino —dijo—. No hay manera de salir como no sea por el mismo camino en que llegaron, y la nieve los retendrá. No se preocupe, los tendremos cuando caiga la noche.

—¿Y cómo los alcanzaremos? ¿Podemos usar un helicóptero?

Kretov le guiñó el ojo a uno de sus hombres. —Me temo que el comandante de Moscú no ha estudiado nuestro terreno como es debido. En la taiga no hay muchos helipuertos.

Suvorin se esforzó por no perder la calma.

—¿Y entonces cómo los alcanzaremos?

—Con máquinas quitanieves —dijo Kretov, como si fuera obvio—. En la cabina caben cuatro. O tres, si usted prefiere no mojarse esos zapatos tan elegantes.

Otra vez, y con esfuerzo, Suvorin tuvo que controlarse.

—¿Cuál es el plan, entonces? ¿Les abrimos un camino para que vuelvan a la ciudad detrás de nosotros? ¿Es eso lo que vamos a hacer?

—Si es necesario.

—Si es necesario —repitió Suvorin, despacio. Ahora empezaba a entender. Miró los fríos ojos grises del comandante Kretov, luego a los dos hombres del MVD que ya habían terminado de descargar el jeep—. Y, dígame, ¿ahora de qué se ocupan? ¿Escuadrones de la muerte? ¿Están montando una pequeña Sudamérica por aquí?

Kretov empezó a doblar el mapa.

—Tenemos que ponernos en marcha ahora mismo.

—Tengo que hablar con Moscú.

—Ya hemos hablado con Moscú.

—Yo tengo que hablar con Moscú, comandante, y si intenta irse sin mí, le aseguro que se pasará los próximos años construyendo helipuertos.

—No lo creo.

—Si se trata de una prueba de fuerza entre el SVR y el MVD, sepa usted una cosa: el SVR ganará siempre. —Suvorin se volvió y se inclinó ante Vavara Safanova—. Gracias por su ayuda. —Y luego, dirigiéndose a Korf, que contemplaba la escena con los ojos abiertos como platos, añadió—: Acompañe a la camarada Safanova a su casa, por favor. Ha hecho usted un buen trabajo.

—Les avisé —dijo la anciana de repente—. Les dije que no se podía esperar nada bueno de eso.

—Tal vez tenga razón —dijo Suvorin—. De acuerdo, teniente, váyase. ¿Y bien? —le dijo a Kretov—. ;Dónde diablos está el teléfono? O'Brian había insistido en filmar otros treinta minutos. Por medio de gestos había convencido al ruso para que empacara sus reliquias y las volviera a sacar de la maleta, a la vez que sostenía cada objeto ante la cámara y explicaba qué era. («Su libro», «su foto», «su pelo», cada uno de ellos debidamente besado y colocado en el altar.) Después O'Brian le mostró cómo quería que se sentara a la mesa a leer el diario de Anna Safanova mientras fumaba en pipa. («Recuerda las históricas palabras que el camarada Stalin dijo a Gorki: "La tarea del estado proletario es producir ingenieros de almas…"»)

—Estupendo —dijo O'Brian dando vueltas con la cámara alrededor del ruso—. Fantástico. ¿No te parece fantástico, Chiripa?

—No —dijo Kelso—, es un maldito circo.

—Hazle un par de preguntas, profesor.

—No pienso hacerlo.

—Venga, sólo un par de preguntitas. Pregúntale qué opina de la nueva Rusia.

—No.

—Dos preguntas y nos largamos. Te lo prometo.

Kelso vaciló. El ruso lo miraba y se acariciaba el bigote con la caña de la pipa. Tenía los dientes amarillentos y partidos, y las puntas del bigote empapadas en saliva.

—Mi colega quiere saber —dijo Kelso— si ha oído hablar de los grandes cambios que se han registrado en Rusia y qué opina de ellos.

Por un momento el ruso no dijo nada. Luego se volvió hacia O'Brian y miró directamente al objetivo.

—Una característica de la historia de la vieja Rusia son los continuos golpes que recibía. Atacaban a Rusia porque era rentable y podía hacerse impunemente. Así es la ley de los explotadores, cebarse en los atrasados y los débiles. Es la ley de la jungla del capitalismo. Se piensa que el atrasado, el débil, no vale nada, y por lo tanto se merece una buena tunda y la esclavitud.

Se reclinó en la silla, con los ojos semicerrados, y dio unas caladas a la pipa. O'Brian estaba de pie detrás de Kelso, cámara en mano, y Kelso sentía la presión de su mano en el hombro, instándolo a que siguiera haciendo preguntas.

—No comprendo —dijo Kelso—. ¿Qué está diciendo? ¿Que la nueva Rusia está siendo atacada, sumida en la esclavitud? Seguramente la mayoría diría lo contrario: que por más dura que sea la vida ahora, al menos disfrutan de libertad.

Una lenta sonrisa, directamente a la cámara. El ruso se quitó la pipa de los labios, se inclinó y con la pipa le dio unos golpecitos en el pecho.

—Eso está muy bien, sí, pero por desgracia la libertad sola no basta ni mucho menos. Si escasea el pan, si no hay mantequilla ni aceite, si no hay materia prima textil, y si las condiciones de vivienda son malas, la libertad no nos llevará muy lejos. Es muy difícil, camaradas, vivir únicamente de libertad.

—¿Qué está diciendo? —susurró O'Brian—. ¿Tiene algún sentido?

—Sí, algo de sentido tiene, pero es muy raro.

O'Brian convenció a Kelso de que le hiciera un par de preguntas más, y cada una de ellas obtuvo respuestas parecidas y rebuscadas, y luego, cuando Kelso se negó a seguir traduciendo, O'Brian insistió en hacer la toma final en el exterior de la cabaña.

Kelso los observó un minuto por el sucio ventanuco. O'Brian hizo una marca en la nieve y caminó hacia la cabaña, regresó y señaló la línea tratando de que el ruso entendiera lo que quería que hiciese. Es como si nos hubiera estado esperando, pensó Kelso. «Sois vosotros — había dicho—. Sois de verdad vosotros…»

«Éste es el libro del que se habla…»

Se notaba que había recibido educación, mejor dicho, que había sido adoctrinado, una palabra tal vez más acertada. Sabía leer. Le habían inculcado la idea de que tenía un destino determinado: la seguridad mesiánica de que un día u otro unos extranjeros aparecerían por el bosque con un libro, y que, quienesquiera que fuesen, incluso un par de imperialistas, serían ellos…

Aparentemente el ruso estaba de muy buen humor, pues se llevó el dedo índice a los ojos y lo movió ante la cámara, sonriendo. Luego se agachó e hizo una bola de nieve que arrojó en broma a la espalda de O'Brian.

Homo sovieticus, pensó Kelso.

Intentó recordar algo, un pasaje de la biografía de Volkogonov en el que se citaba a Sverdlov, que había sido deportado a Siberia con Stalin en 1914. Stalin no se juntaba con otros bolcheviques, eso era lo que había sorprendido a Sverdlov. Ahí estaba: desconocido, a punto de cumplir los cuarenta, sin haber trabajado un solo día de su vida, sin cualificación alguna, sin profesión, simplemente vivía solo y solo se iba a cazar o a pescar, «daba la impresión de que estaba esperando que algo ocurriera».

Cazando. Pescando. Esperando.

Kelso se apartó de la ventana y volvió a guardar el cuaderno en la cartera. Miró otra vez por la ventana, luego se acercó a la mesa y comenzó a hojear las Obras completas de Stalin.

Tardó un par de minutos en encontrar el pasaje que buscaba: un par de páginas con las puntas dobladas en diferentes volúmenes, los dos pasajes bien subrayados con lápiz negro. Y era lo que creía: la primera respuesta del ruso había sido una cita textual de un discurso de Stalin en el Congreso de Dirigentes de Industrias Socialistas, celebrado el 4 de febrero de 1931, mientras que la segunda estaba extraída de una arenga a tres mil estajanovistas el 17 de noviembre de 1935.

El hijo repetía las palabras del padre.

Oyó el ruido de las botas de Stalin en los escalones de madera y volvió a dejar los libros en su sitio. Suvorin siguió a uno de los hombres del MVD fuera del hangar y atravesó la pista en dirección a un bloque de un solo piso junto a la torre de control. El vendaval le atravesó el abrigo. La nieve se le filtraba por los zapatos. Llegó a la oficina prácticamente congelado. Un joven cabo levantó la vista cuando entraron, sin demostrar ningún interés por la visita. Suvorin empezaba a estar harto de esa misión, de esa ciudad provinciana, del maldito Arcángel. Cerró de un portazo.

—¡Salude, hombre, cuando entra un oficial!

El cabo se puso de pie de un brinco, con una brusquedad tal que tiró la silla al suelo. s

—Deme línea para hablar con Moscú. Ahora mismo. Y espere fuera. Los dos, esperen fuera.

Suvorin no comenzó a marcar hasta que salieron. Levantó la silla, la enderezó y se desplomó. El cabo estaba leyendo una revista pornográfica alemana. Un pie enfundado en una media de seda asomaba por debajo de una pila de diarios de vuelo. Oyó que el teléfono sonaba débilmente en Moscú. Había una interferencia fuerte en la línea.

—¿Sergo? Soy Suvorin. Pásame con el jefe.

Al cabo de un momento respondió Arseniev.

—Feliks, escucha —dijo con voz tensa—. He estado tratando de hablar contigo. ¿Has oído la noticia?

—Sí, la he oído.

—¡Increíble! ¿Has hablado con los otros? Tienes que actuar sin perder un segundo.

—Sí, he hablado con ellos, y permítame que le pregunte una cosa, coronel, ¿qué es esto? —Suvorin tuvo que taparse el otro oído con un dedo y gritar en el auricular—. ¿Qué está pasando? He aterrizado en el quinto pino y por una ventana estoy viendo a tres asesinos que están cargando una máquina quitanieves con armamento suficiente para abatir a un batallón de la OTAN…

—Feliks —dijo Arseniev—, esto escapa a nuestro control.

—¿Y entonces? ¿Qué es esto? ¿Se supone que ahora tenemos que acatar órdenes del MVD ?

—No son el MVD —dijo Arseniev en voz baja—. Son fuerzas especiales vestidas con uniformes del MVD.

—¿Spetsnaz? —Suvorin se llevó la mano a la cabeza. Spetsnaz. Comandos. Brigada Alfa. Asesinos—. ¿Quién decidió soltarlos?

Como si no lo supiera.

—Adivina —respondió Arseniev.

—¿Y su excelencia estaba tan borracho como de costumbre? ¿O fue en un raro interludio de sobriedad?

—¡Cuidado con lo que dices, comandante! —exclamó Arseniev irritado.

El pesado motor diesel de la máquina quitanieves arrancó. Al acelerar, vibraron los cristales dobles de la ventana, ahogando por un instante la voz de Arseniev. Unos grandes faros amarillos iluminaron la nieve y comenzaron a moverse pesadamente por la pista, en dirección al edificio en que se encontraba Suvorin.

—¿Cuáles son las órdenes exactamente?

—Procede como mejor te parezca, y emplea toda la fuerza necesaria.

—¿Toda la fuerza necesaria para conseguir qué?

—Lo que estimes más conveniente.

—¿O sea?

—Eres tú el que debe decidir. Cuento contigo, comandante. Te estoy concediendo autonomía absoluta…

Ya, pero él era un hombre astuto, ¿no? El más astuto. Un auténtico sobreviviente. Suvorin perdió la compostura.

—¿Y a cuántos tenemos que matar, coronel? ¿Un hombre? ¿Dos? ¿Tres?

Arseniev estaba indignado, profundamente alterado. Si la cinta de esa conversación se reproducía alguna vez —lo cual ocurriría al día siguiente—, su expresión sería lo suficientemente obvia para que todos la comprendieran.

—¡Nadie ha dicho nada de matar, comandante! ¿Lo ha dicho alguien? ¿He hablado yo de matar?

—No, usted no —dijo Suvorin con una vena de sarcasmo y crueldad que desconocía—. Es evidente que todo lo que ocurra será exclusiva responsabilidad mía. Mis superiores no han tenido nada que ver en esto. Y tampoco, estoy seguro, el modélico comandante Kretov.

Arseniev empezó a decir algo pero su voz le llegaba ahogada por el rugido del motor que aceleraba otra vez. La máquina quitanieves ya estaba casi junto a la ventana. La pala subía y bajaba como una guillotina. Suvorin vio a Kretov en el asiento del conductor, que se pasaba el dedo índice por la garganta. Sonó el claxon. Suvorin le hizo señas indignado y le dio la espalda.

—Repita, por favor, coronel.

Pero la comunicación se había cortado, y todas sus tentativas por intentar restablecerla fracasaron. Y ése fue el sonido que más tarde Suvorin nunca consiguió quitarse de los oídos, mientras viajaba apretujado en el asiento plegable de la máquina quitanieves que avanzaba dando tumbos por el bosque: el intenso frío e implacable zumbido de la línea telefónica, de un número imposible de obtener.

28

La nieve había amainado y hacía mucho más frío, tres o cuatro grados bajo cero. Kelso se cubrió con la capucha y se puso en marcha lo más rápido que pudo en dirección al borde del claro. Frente a él, entre los árboles, la hilera de bollos de papel amarillo florecía cada cincuenta metros como flores de invierno en la maleza nevada.

Salir de la cabaña no había sido fácil. Cuando le dijo al ruso que tenían que volver al coche —«Sólo a recoger parte del equipo, camarada», había añadido rápidamente—, el otro le echó una mirada tan suspicaz que casi le había dado pavor. Sin embargo, de alguna manera le sostuvo la mirada y finalmente, tras una última ojeada de re- conocimiento, el ruso asintió con la cabeza. E incluso entonces O'Brian se había demorado —«Mira, no nos iría mal otra toma desde aquí arriba»— hasta que Kelso lo cogió con fuerza por el codo y se lo llevó hacia la puerta. El ruso los observó partir, sin dejar de fumar en pipa.

Kelso oyó que O'Brian respiraba con dificultad, pero, aunque iba tambaleándose detrás de él, no se detuvo a esperarlo hasta que perdieron de vista la cabaña.

—¿Tienes el cuaderno? —preguntó O'Brian.

—Aquí dentro —dijo Kelso, y se dio unos golpecitos en la pechera de la chaqueta.

—Buen trabajo, muchacho —dijo O'Brian, y ejecutó una breve danza de la victoria en la nieve, arrastrando los pies—. ¡Mierda, esto sí ha sido una aventura! Una aventura de los mil diablos.

—Exactamente —repitió Kelso, si bien lo único que quería era largarse. Reanudó la marcha, con más urgencia ahora; le dolían las piernas del esfuerzo que suponía avanzar por la nieve.

Salieron al sendero y ahí estaba el Toyota, esperándolos, a unos cien metros, envuelto en una capa húmeda y blanca de más de dos centímetros, más gruesa en la parte trasera, desde donde soplaba el viento, y cuando se acercaron un poco más, vieron que la superficie empezaba a cubrirse de una capa de hielo. El Toyota aún seguía inclinado, las ruedas traseras casi despejadas de nieve; les llevó un buen rato identificar todos los daños. El ruso había disparado tres veces. El primer disparo había hecho saltar la cerradura de la puerta trasera. El segundo había traspasado la puerta del conductor. La tercera bala había atravesado el capó y tocado el motor, probablemente el ruso había querido desactivar la alarma.

—Maldito loco cabrón —dijo O'Brian mirando los agujeros—. Este Toyota cuesta cuarenta mil dólares.

Apretujado detrás del volante, puso la llave de contacto y la hizo girar. Nada. Ni un mísero clic.

—No me extraña que no le importara que volviésemos al coche — dijo Kelso—. Sabía que no iríamos a ninguna parte.

O'Brian volvió a parecer preocupado. Con dificultad bajó del asiento delantero y se hundió casi hasta la rodilla en la nieve. Rodeó el coche, levantó la puerta trasera y soltó un suspiro de alivio; su aliento bailoteó en el aire helado.

—Bueno, parece que no ha inutilizado el Inmarsat, gracias a Dios. Eso ya es bastante —dijo, y miró alrededor con ceño.

—¿Qué pasa? —dijo Kelso.

—Árboles —masculló O'Brian.

—¿Árboles?

—Sí. El satélite no está directamente encima de nuestras cabezas, ¿recuerdas? Está sobre el ecuador. Y aquí estamos en el norte, casi en el polo. Eso significa que hay que poner el plato de la antena en un ángulo muy bajo para enviar una señal. Los árboles, si están muy cerca, se interponen en el camino. —Se volvió hacia Kelso, y éste podría haberlo matado, podría haberlo estrangulado sólo por esa sonrisa de borrego en su estúpida carota de guaperas—. Vamos a necesitar un es- pacio, profesor. Lo siento.

¿Un espacio?

Exactamente. Un espacio. Tendrían que volver al claro del bosque. O'Brian insistió en que se llevaran el resto del equipo. Lo cual, después de todo, era lo que Kelso le había dicho al ruso que iban a hacer. No querían que sospechara nada, ¿verdad? Además, por nada del mundo O'Brian iba a dejar un equipo electrónico por valor de más de cien mil dólares en un Toyota acribillado en medio de la taiga. No pensaba perderlo de vista.

Y a duras penas volvieron por el sendero, O'Brian al frente con el Inmarsat y el más pesado de los maletones, con la batería del Toyota envuelta en una hoja de plástico embutida debajo del brazo. Kelso tenía la maleta de la cámara y el ordenador portátil, y hacía todo lo que podía por seguirle el paso, aunque el camino era muy duro. Le dolían los brazos. La nieve se lo tragaba. Pronto O'Brian se internó en el bosque y lo perdió de vista, mientras él tenía que pararse a cada rato a pasar la jodida maleta de una mano a la otra. Sudaba y maldecía. En el camino tropezó con una raíz oculta entre la maleza y cayó de rodillas.

Cuando llegaron al claro, O'Brian ya había conectado la antena del satélite a la batería y trataba de orientarla en la dirección correcta. La trayectoria de la antena apuntaba directamente a las copas nevadas de unos abetos enormes, a unos cincuenta metros del claro, y O'Brian, encorvado encima de ella, movía la mandíbula ansioso, con la brújula en una mano mientras apretaba unos botones con la otra. Había parado de nevar casi por completo, y el aire glacial se había teñido de un azul muy tenue. Detrás de él, recortada contra las sombras de los árboles, se veía la cabaña gris de madera en absoluto silencio, y en apariencia desierta, a no ser por el hilo de humo que salía de la estrecha chimenea.

Kelso dejó caer las cajas y se inclinó, con las manos en la rodillas, para recuperar el aliento.

—¿Captas algo? —dijo.

—Nada de nada.

Kelso gruñó.

«Un maldito circo…»

—Si ese aparato no funciona —dijo—, nos quedaremos aquí para siempre, lo sabes, ¿no? Estaremos aquí hasta abril sin nada que hacer como no sea escuchar fragmentos de las Obras completas de Stalin.

Era una perspectiva tan poco halagüeña que no pudo más que reírse y, por segunda vez en ese mismo día, O'Brian rió con él.

—Vaya —dijo—, las cosas que tiene que llegar a hacer uno para alcanzar la gloria.

Pero no rió mucho tiempo, y el aparato siguió silencioso. Y fue en medio de ese silencio, unos treinta segundos más tarde, cuando Kelso creyó oír otra vez el débil murmullo de agua que corría.

Levantó la mano.

—¿Qué pasa? —preguntó O'Brian.

—El río. —Cerró los ojos y levantó la vista hacia el cielo, haciendo un esfuerzo por escuchar—. El río, creo…

Era difícil distinguirlo del ruido del viento en los árboles, pero era más sostenido que este último, y más profundo, y parecía venir de algún lugar del otro lado de la cabaña.

—Vamos a ver —dijo O'Brian, y, tras quitar las pinzas de las terminales de la batería, se puso a enrollar el cable a toda velocidad—. Si lo piensas, es lógico. Seguramente él se traslada por el río. En barca.

Kelso se echó al hombro las dos maletas y O'Brian le gritó:

—¡Cuidado, Chiripa!

—¿Qué pasa?

—Las trampas. ¿O te has olvidado? Tiene el bosque entero sembrado de trampas.

Kelso se quedó inmóvil; miró el suelo, inseguro, y recordó la ráfaga de nieve, el ruido seco de las fauces de metal. Pero era inútil preocuparse por eso, pensó, y también imposible evitar pasar directamente delante de la puerta de la cabaña. Esperó que O'Brian terminara de guardar el Inmarsat, y echaron a andar los dos juntos, pisando con cautela. Ahora Kelso notaba la presencia del ruso por todas partes: en la ventana de su miserable cabaña, en el hueco debajo de la cabaña, detrás de la pila de leña amontonada contra la pared trasera, en el tonel de agua fría y cubierta de musgo y en la oscuridad de los árboles cercanos. Se imaginaba el rifle colgado a la espalda, con plena conciencia de la suavidad de su propia piel, vulnerable como la de un niño pequeño.

Llegaron al extremo del claro y bordearon el perímetro del bosque. Maleza espesa, troncos caídos y podridos. Extraños bultos blancos fungoides como caras derretidas. Y, de vez en cuando, se oían ruidos a lo lejos, cuando el viento cambiaba y provocaba aludes de nieve. Apenas se veía a un palmo de las narices. No lograban encontrar un sendero. Lo único que podían hacer era hundirse entre los árboles.

O'Brian pasó primero y le tocó la peor parte, con las dos pesadas maletas a cuestas y la enorme batería del Toyota, que lo obligaba a ladear su voluminoso cuerpo para pasar despacio por los estrechos huecos, a veces a la izquierda, a veces a la derecha, por momentos teniendo que agacharse abruptamente, sin una mano libre para protegerse la cara de las ramas bajas. Kelso intentó seguir sus huellas y, tras media docena de pasos, se dio cuenta de que el bosque se iba cerrando detrás de ellos como un macizo portal de hierro.

Siguieron avanzando a trompicones por la oscuridad unos minutos. Kelso quiso detenerse y pasar el ordenador a la otra mano, pero no se atrevió a perder de vista la espalda de O'Brian y pronto se olvidó de todo, excepto del dolor en el hombro derecho y los pulmones. Hilos de sudor y nieve fundida se le metían en los ojos, veía todo borroso y estaba tratando de levantar el brazo para secarse la frente con la manga mojada, cuando O'Brian soltó un grito y se tambaleó. De repente —fue como atravesar un muro— los árboles se abrieron y volvieron a salir a la luz para encontrarse en la cresta de una orilla empinada que bajaba a sus pies hasta una planicie de agua gris amarillenta de más de trescientos metros de anchura. Era una vista imponente —una auténtica obra maestra de la naturaleza —; se parecía a encontrar una catedral en medio de la jungla. Y durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Luego O'Brian dejó sus maletas y la batería y sacó la brújula. Se la enseñó a Kelso. Estaban en la orilla norte del Dvina, de cara casi exactamente al sur.

Diez metros por debajo de ellos, y a unos cien metros a la izquierda, fuera del agua y cubierta con una lona verde oscuro, había una pequeña barca. Parecía como si la hubieran sacado del agua para el invierno, lo cual era lógico, pensó Kelso, porque el hielo ya empezaba a cubrir el río, una plataforma de diez o quince metros de ancho, tal vez, que parecía ensancharse mientras él la miraba.

En la orilla opuesta se veía la misma franja blanca, y luego recomenzaba la línea oscura de árboles. Kelso levantó los prismáticos e inspeccionó la orilla lejana para ver si estaba habitada, pero no vio nada, sólo una extensión intimidante y sombría. Un páramo.

Bajó los prismáticos.

—¿A quién vas a llamar?

—A Estados Unidos. Les pediré que llamen a la oficina de Moscú.

O'Brian ya había abierto la caja del Inmarsat y estaba colocando la antena de plástico. Se había quitado los guantes. En ese frío polar sus manos se veían toscas.

—¿A qué hora anochece?

Kelso miró su reloj.

—Ya son casi las cinco —dijo—. Puede que dentro de una hora.

—De acuerdo, asumámoslo, incluso si la batería funciona y logro hablar con Estados Unidos y ellos consiguen que nos envíen un grupo de rescate, tendremos que pasar la noche aquí. A menos que tomemos al- guna medida de emergencia.

—¿Por ejemplo?

—Hacernos con esa barca.

—¿Robarías la barca?

—La pediría prestada, no lo dudes. —En cuclillas, desenvolvió la batería, evitando mirar a Kelso—. Venga, hombre, no me mires así. ¿Qué daño hacemos? No va a necesitarla hasta la primavera, y menos si la temperatura sigue bajando de esta manera. Este río estará to- talmente helado en uno o dos días. Además, fue él quien nos estropeó el coche, ¿no? Usaremos su barca. Es justo.

—¿Y tú sabes llevar una barca?

—Pues claro, sé manejar una cámara y puedo transmitir fotos por el aire. Soy Superman. Sí, sé navegar. Venga, vamos.

—¿Y qué pasa con el ruso? ¿Crees que va a quedarse de brazos cruzados? ¿Que va a venir a despedirnos con un pañuelo? —Kelso se volvió y miró el camino por el que habían llegado—. A lo mejor nos está espiando.

—De acuerdo. Será mejor que vayas y lo entretengas mientras yo lo preparo todo.

—Ay, gracias —dijo Kelso—. De verdad, muchas gracias.

—Bueno, por lo menos he tenido una idea. ¿Cuál es la tuya?

Tiene razón, tuvo que reconocer Kelso, y tras vacilar un instante enfocó los prismáticos hacia la barca.

Entonces, así era cómo sobrevivía el ruso, cómo hacía sus ocasionales incursiones en el mundo exterior. Así era cómo adquiría el queroseno para la lámpara, el tabaco para la pipa, la munición para las armas, las pilas ~A para el transistor. ¿Y qué usaba como dinero? ¿Trocaba lo que pescaba o cazaba? ¿O se había montado el cam- pamento en los años cincuenta con algún tipo de tesoro —oro del NKVD — que venían estirando desde entonces?

La barca estaba escondida en una pequeña depresión, protegida por una pantalla baja de árboles: invisible a cualquiera que pasara por el río. Descansaba apoyada en la quilla, asentada en troncos a babor y estribor; una barca de aspecto macizo, resistente, no muy grande, con lugar para cuatro personas como máximo. En la popa, un bulto indicaba la presencia de un motor fuera borda, y, si era así, y si O'Brian conseguía hacerla arrancar, llegarían a Arcángel en un par de horas, o en menos probablemente, dada la rapidez de la corriente a través del cauce que iba estrechándose poco a poco.

Kelso pensó en las cruces de los cementerios, en las fechas y los rostros borrados por el tiempo.

No daba la impresión de que mucha gente se hubiera marchado de ese lugar.

Valía la pena intentarlo.

—De acuerdo —dijo de mala gana—. Hagámoslo.

—¡Bravo! Este es mi muchacho.

Volvió a internarse en el bosque y dejó a O'Brian apuntando la antena hacia el otro lado del río. No se había alejado demasiado cuando a sus espaldas oyó la dichosa y aguda nota del Inmarsat al conectar con el satélite. La máquina quitanieves avanzaba rápido ahora, a cuarenta kilómetros por hora; bajaba por el sendero arrojando una gran ola blanca de espuma congelada que se estrellaba contra los árboles a ambos lados del camino. x Kretov conducía. Sus hombres viajaban apretujados I junto a él, empuñando los fusiles. Suvorin iba agarrado, a los amarraderos de metal del asiento plegable en la í parte trasera de la cabina, con el tambor del RP46 clavado en el muslo, mareado por las sacudidas y los humos del motor. Maravillado por las complejas situacio- nes que habían llenado su vida en tan corto tiempo, cavilaba sobre la sabiduría del viejo proverbio ruso: «Nacemos en un campo abierto y morimos en una selva oscura.»

Tenía tiempo de sobra para cavilaciones porque ninguno de los otros tres hombres le había dirigido una palabra desde que salieron del aeródromo. Se pasaban goma de mascar y cigarrillos TU-144, y, como hablaban en voz baja, el ruido del motor no le dejaba oír lo que decían. Un trío íntimo, pensó, a todas luces una amistad con cierta historia. ¿Dónde habrán estado últimamente? Grozny, tal vez, ¿llevando la paz de Moscú a los rebeldes chechenos? («Todos los terroristas armados murieron en el lugar…») En ese caso, para ellos esta misión debía de ser como unas vacaciones. Un picnic en el bosque. ¿Y de quién recibían órdenes? «Adivine…»

La broma de Arseniev.

Hacía calor en la cabina. El único limpiaparabrisas se llevaba la nieve con un compás soporífero.

Trató de apartar la pierna de la ametralladora.

Serafima había estado meses encima de él queriendo convencerlo de que dejara el servicio e hiciera un poco de dinero. Su padre conocía a un hombre de un consorcio energético privatizado, y bien, mi querido Feliks, digamos que… ¿cómo podríamos decirlo?, que me deben unos cuantos favores. ¿De cuánto se trata, papá? ¿Diez veces su salario oficial y una décima parte del trabajo? Al diablo con Yasenevo. Tal vez ya iba siendo hora…

Una ronca voz masculina comenzó a gruñir por la radio. Suvorin se inclinó pero no pudo entender con claridad qué decía. Sonaba a coordenadas. Kretov sostenía el micrófono en una mano, conducía con la otra, inclinando el cuello para estudiar el mapa abierto sobre las rodillas del hombre que viajaba a su lado, observando la ruta.

—Claro, claro. No hay problema —dijo, y cortó.

—¿Qué era eso? —preguntó Suvorin.

—Ah —dijo Kretov con sorpresa fingida—, ¿sigue usted ahí? ¿Lo has entendido, Aleksei? —le dijo al hombre del mapa, y luego, dirigiéndose a Suvorin, añadió—: El puesto de escucha de Onega. Acaban de interceptar una transmisión vía satélite.

—Veinte kilómetros, comandante. A la derecha del río.

—¿Lo ve? —dijo Kretov sonriéndole por el espejo—. ¿Qué le había dicho? Estaremos en casa al anochecer.

29

Kelso salió del bosque y se dirigió a la cabaña. La-superficie de la nieve se había convertido en una delgada costra de hielo y el viento, que había arreciado levemente, enviaba pequeños tornados de polvo blanco del otro lado del claro. De la chimenea de hierro salía una delgada espiral de humo marrón que se enganchaba en la brisa.

«Si uno se acerca a él, hay que hacerlo abiertamente —era el consejo de Valechka, la criada—. Le molesta que la gente se le acerque a hurtadillas. Si la puerta está cerrada, hay que golpear fuerte…»

Kelso hizo lo posible para que las botas de caucho retumbaran en la nieve, y aporreó la puerta con su puño enguantado. No contestó nadie.

¿Y ahora?

Volvió a golpear. Esperó, luego descorrió el pestillo y abrió la puerta, e inmediatamente el olor, ahora familiar —frío, cerrado, animal, con un dejo rancio de tabaco de pipa—, lo abrumó.

No había nadie en la cabaña. No se veía el rifle. Al parecer el ruso había estado trabajando en su mesa: papeles desparramados, un par de lápices pequeños y gruesos.

Kelso se quedó en el umbral, echando un vistazo a los papeles, tratando de tomar una decisión. Miró por encima del hombro. Lo más probable era que el ruso estuviera en la orilla del río, espiando a O'Brian. Ésa era su única ventaja táctica, pensó: el hecho de ser dos contra uno hacía que el ruso no pudiera espiarlos a la vez. Vacilante, se acercó a la mesa.

Sólo tenía intención de husmear un minuto —y probablemente eso fue todo lo que hizo—, el tiempo suficiente para pasar los dedos por esos papeles.

Un par de pasaportes rojos, de tapa dura, de quince centímetros por diez, marcados PASAPORTE y NORGE, expedidos en Bergen en 1968 —una pareja joven, de idéntico aspecto: pelo largo, rubios, algo hippiescos, la chica muy bonita aunque algo lánguida; entrados en la URSS por Leningrado en junio de 1969…

Documentos de identidad —de los antiguos—, de la Unión Soviética, tres hombres diferentes: el primero, un tipo joven con orejas grandes y gafas, estudiante por el aspecto; el segundo, un hombre mayor, de unos sesenta años, curtido por los años, de aire independiente, marino tal vez; el tercero, ojos saltones, descuidado, gitano o vagabundo; en el lugar de los nombres, un borrón…

Y, por último, una pila de hojas que, al abrirlas en abanico, resultaron seis juegos de documentos de cinco o seis páginas cada uno, grapados y escritos a lápiz o tinta en varias letras diferentes —una clara y legible, la otra vacilante, la última un garabato furioso y desesperado — pero siempre, en la parte superior de la primera página, en claras mayúsculas cirílicas, la misma palabra: «Confesión.»

Kelso sintió que una corriente de aire helado se colaba por la puerta y le erizaba el vello de la nuca.

Con cuidado volvió a colocar las hojas en su lugar y retrocedió, con las manos ligeramente alzadas como para defenderse. Al llegar al umbral, se volvió y bajó tambaleando los escalones. Se sentó en los tablones gastados y cuando levantó los prismáticos e inspeccionó el borde del claro, se dio cuenta de que estaba temblando.

Se quedó allí un par de minutos, tratando de recuperar la calma. Se le ocurrió que lo que debía hacer —la cosa tranquila, racional, sensata, el no precipitarse a conclusiones histéricas, lo que un erudito serio haría— era volver y tomar nota de los nombres para comprobarlos más tarde.

Por eso, después de convencerse a sí mismo por enésima vez de que no había nadie entre los árboles, se puso de pie y volvió a agacharse para entrar por la puerta baja. Lo primero que vio fue el fusil apoyado en la pared, y después, al ruso, sentado a la mesa, callado, mirándolo.

Según su secretario, «poseía un altísimo talento para el silencio, y en este sentido era único en un país ¡ en el que todo el mundo habla por los codos».

No se había quitado el uniforme, y seguía con abrigo y gorra. La estrella de oro de Héroe de la Unión Soviética en la solapa brillaba a la luz mortecina de la lámpara de queroseno.

¿Cómo lo había hecho?

Kelso comenzó a farfullar en medio del silencio.

—Camarada… usted… estoy asustado… vine a buscarle… quería… —dijo, toqueteando nervioso la cremallera de la chaqueta, y le enseñó la cartera—. Quería devolverle los papeles de su madre, Anna Mijailovna Safanova…

El tiempo se hacía interminable. Pasó medio minuto, un minuto entero, y luego el ruso dijo en voz baja:

—Muy bien, camarada. —Y apuntó algo en el papel que tenía delante. Le señaló la mesa y Kelso dio un paso al frente y dejó la cartera, como una ofrenda destinada a apaciguar a un dios inestable y vengativo.

Otro silencio interminable.

—Capitalismo —dijo el ruso al final, bajando el lápiz romo y cogiendo la pipa— equivale a robo. Y el imperialismo es la forma más desarrollada de capitalismo. De ello se desprende que el imperialista es el mayor ladrón de toda la humanidad. ¡Querer robar los papeles de un hombre! ¡Oh, qué fácil! ¡Sacarle hasta el último kopek del bolsillo! ¡O robarle la barca! ¿Qué me dice de eso, camarada?

Le hizo un guiño a Kelso y siguió mirándolo mientras encendía una cerilla.

—Cierre la puerta, por favor, camarada.

Empezaba a oscurecer.

Si pasamos la noche aquí, pensó Kelso, no nos iremos nunca.

¿Dónde demonios estaba O'Brian?

—Bueno —dijo el ruso—, y ésta es la cuestión decisiva, camarada: ¿cómo nos protegemos de estos capitalistas, de estos imperialistas, de estos ladrones? Y digamos que la respuesta a esta pregunta 'decisiva debe ser igualmente decisiva. —Apagó la cerilla sacudiendo la mano y se inclinó hacia adelante—. Sólo nos protegemos de estos capitalistas, de estos imperialistas y de estos asquerosos ladrones de toda la humanidad recurriendo a la más feroz vigilancia. Mire usted, por ejem- plo, esta pareja de noruegos, con sus sonrisas de serpiente, arrastrándose sobre sus vientres de gusanos por la maleza y pidiendo que les «indique el camino». ¡Por favor! ¡Haciendo excursionismo! ¡Por favor!

Agitó los pasaportes abiertos ante la cara de Kelso, que tuvo oportunidad de ver por segunda vez los rostros de los dos jóvenes, el muchacho con la cinta con dibujos psicodélicos en la cabeza…

—¿Somos tan imbéciles, me pregunto, somos tan primitivos y retrasados que no vamos a reconocer a los espías y ladrones capitalistas e imperialistas cuando pasan a nuestro lado arrastrándose como gusanos? ¡No, camarada, no somos ni primitivos ni atrasados! A esa gente le damos una dura lección sobre las realidades socialistas. Aquí, ante mis ojos, tengo sus confesiones; al principio quisieron negarse a confesar, pero terminaron admitiéndolo todo… Y no necesitamos decir nada más de ellos. Son lo que Lenin predijo que serían: polvo en el estercolero de la historia. ¡Ni tampoco tenemos nada que decir de éste! —exclamó mientras cogía uno de los seis juegos de documentos, el del hombre de más edad—. ¡Ni de éste! ¡Ni de este otro! —Las caras de las víctimas relampaguearon fugazmente ante los ojos de Kelso—. ¡Esa es nuestra respuesta decisiva a la cuestión definitiva planteada por todos los capitalistas, imperialistas y apestosos ladrones!

Se reclinó en la silla con los brazos cruzados y una sonrisa forzada.

El fusil estaba casi al alcance de Kelso, pero él no se movió. Podría no estar cargado. Y aun si lo estaba, no habría sabido dispararlo. Y aun si disparaba sabía que nunca podía herir al ruso: era una fuerza sobrenatural. Tan pronto estaba delante de uno como detrás; en un momento estaba en el bosque y al otro aquí, sentado a su mesa, estudiando minuciosamente su colección de confesiones, tomando una nota de vez en cuando.

—Sin embargo —dijo el ruso al cabo de un rato—, muchísimo peor es el cáncer de la desviación hacia la derecha. —Volvió a encender la pipa y aspiró ruidosamente—. Y en esto Golub fue el primero.

—Golub fue el primero —repitió Kelso, atontado.

Recordaba la hilera de cruces: T. Y. Golub, con la cara borrada, muerto en noviembre de 1961.

La esencia del éxito estalinista era en realidad muy sencilla, pensó, construida en torno a un razonamiento que podía reducirse a esta breve frase: la gente le tiene miedo a la muerte.

—Golub fue el primero en sucumbir a las clásicas tendencias conciliatorias del desviacionismo de derecha. Por supuesto, yo no era más que un niño en esa época, pero sus lloriqueos aún resuenan en mis oídos: «Oh, camaradas, en los pueblos dicen que los restos del camarada Stalin han desaparecido del legítimo lugar que se merecen junto a Lenin! Oh, camaradas, ¿qué vamos a hacer? ¡Es un desastre, camaradas! ¡Vendrán y nos matarán a todos! ¡Es hora de rendirse!»

»¿Ha visto alguna vez a los pescadores —prosiguió el ruso— cuando se avecina una tormenta sobre un gran río? Yo los he visto muchas veces. Cuando llega una tormenta, uno de los grupos de pescadores reúne todas sus fuerzas, alientan a sus compañeros y con audacia los mandan a hacer frente a la tormenta: "¡Arriba ese ánimo, muchachos, agarraos fuerte al timón, cortar las olas, la atravesaremos!" Pero hay otra clase de pescadores, los que, al advertir que se acerca una tormenta se vienen abajo y se ponen a gimotear y a desmoralizar sus propias filas. "¡Qué desgracia, se avecina una tormenta! Echaos, muchachos, en el fondo de la barca. Cerrad los ojos, esperemos que de alguna manera lleguemos a la orilla!"

El ruso escupió en el suelo.

—Chizhikov se lo llevó a la parte oscura del bosque esa misma noche, y por la mañana había una cruz, ése A fue el fin de Golub, eso puso fin a los balidos de los desviacionistas. Y hasta la bruja de su viuda se tapó la boca con un calcetín. Y durante unos años más, el trabajo constante continuó, guiado por nuestros cuatro lemas: la lucha contra el derrotismo y la complacencia, la lucha por la autosuficiencia, la autocrítica constructiva como cimiento de nuestro partido, y por último el lema que dice que del fuego sale el acero. Y después empezó el sabotaje.

—Ah —dijo Kelso—. El sabotaje, claro.

—Comenzó con el envenenamiento de los esturiones. Eso fue poco después del juicio a los espías extranjeros. A finales del verano. Salimos una mañana y nos los encontramos allí… las barrigas blancas flotando en el río. Y un sinfín de veces descubrimos que habían quitado la comida de las trampas y sin embargo no había ningún animal atrapado. Los champiñones se habían secado, apenas un pood1 para todo el año, y eso nunca había pasado antes. Hasta las bayas del sendero de dos verstas desaparecieron antes de que pudiéramos cogerlas. Comenté la crisis confidencialmente con el camarada Chizhikov; yo ya era mayor, ya me entiende, y capaz de echar una mano, y su análisis fue idéntico al mío: que se trataba de un clásico brote de provocación trotskista. Y cuando descubrieron a Yezhov con una linterna en la calle, después del toque de queda, el caso estuvo resuelto. Y esto —señaló cogiendo una gruesa pila de garabatos ilegibles con la que dio un golpe en la mesa—, esto es su confesión. Mire, aquí, de su puño y letra, lo cuenta todo, 1. Unidad de peso rusa equivalente a 11,38 kg. (N. de la T.) cómo recibía las señales con linternas de algunos de sus socios chivatos con los que había tomado contacto mientras pescaba.

—¿Y Yezhov…?

—Su viuda se ahorcó. Tenían un hijo —dijo, y apartó la vista—. No sé qué fue de él. Ahora están todos muertos, por supuesto. Chizhikov también.

Más silencio. Kelso se sentía como Scheherezade: mientras pudiera seguir hablando, tenía una oportunidad. La muerte esperaba agazapada en el silencio.

—El camarada Chizhikov —dijo—. Debió de ser… —a punto estuvo de decir «un monstruo»— un hombre extraordinario, ¿no?

—Un trabajador de vanguardia —dijo el ruso—, un estajanovista, un soldado y un cazador, un experto rojo y un teórico del más alto calibre. —Hablaba con los ojos casi cerrados, con un hilillo de voz—. Oh, sí, y cómo me pegaba, camarada. Me pegaba y me pegaba hasta que yo lloraba sangre. Eran las instrucciones que los órganos más altos le habían dado cuando lo hicieron responsable de mi educación: «¡De vez en cuando tienes que darle unos buenos palos!» Todo lo que soy se lo debo a él.

—¿Cuándo murió el camarada Chizhikov?

—Hace dos inviernos. Entonces ya estaba medio ciego y un poco gaga. Cayó en una de sus propias trampas. La herida se puso negra. La pierna se le puso negra y olía a carne agusanada. Deliraba. Se volvió loco. Al final nos pidió que le dejáramos pasar una noche fuera, en la nieve. Murió como un perro.

—¿Y su mujer? ¿Murió poco después?

—Al cabo de una semana.

—Debió de haber sido una madre para usted…

—Lo fue, pero ya era vieja. No podía trabajar. Fue algo muy duro, pero… fue por su propio bien.

«Nunca amó a ningún ser humano —había dicho Iremashvili, un compañero de escuela—. Era incapaz de sentir piedad por un hombre o por un animal, y nunca lo vi llorar…»

«Fue algo muy duro… Por su propio bien…»

Abrió un ojo amarillo.

—Tiene usted aspecto sospechoso, camarada. Se le nota.

Kelso tenía la garganta seca. Miró su reloj.

—Me estaba preguntando qué se habrá hecho de mi colega…

Ya había pasado más de media hora desde que había dejado a O'Brian junto al río.

—¿El yanqui? Acepte este consejo, camarada: desconfíe de ese hombre. Ya verá por qué se lo digo.

Parpadeó otra vez, se llevó un dedo a los labios y se puso de pie. Y luego atravesó la cabaña con una agilidad y una velocidad fuera de lo común —con auténtica gracia: uno, dos, tres pasos, y sin embargo las suelas de los zapatos apenas parecieron rozar las tablas—. Cuando abrió la puerta de par en par, ahí estaba O'Brian.

Y más tarde Kelso se preguntaría qué podría haber pasado después. ¿ Lo habrían tomado todo por una broma genial? («¡Con este frío debe de tener las orejas como dos tablones, camarada!») ¿O habría sido O'Brian el siguiente intruso en el estado estalinista en miniatura al que se le pedía que firmara una confesión?

Pero era imposible decir qué podría haber ocurrido, porque lo que en realidad ocurrió fue que de improviso el ruso cogió con brusquedad a O'Brian y lo hizo entrar en la cabaña a empujones. Después, se quedó solo en la puerta abierta, la cabeza ladeada, las aletas de la nariz dilatadas, olisqueando el aire, escuchando. Suvorin ni siquiera vio el humo. Fue el comandante Kretov el que lo divisó.

Kretov frenó y señaló la columna de humo, puso la máquina quitanieves en primera y así avanzaron a paso de tortuga unos doscientos metros hasta la entrada al sendero. A mitad de camino se veía nítidamente el contorno blanco del techo del Toyota, recortado contra las sombras de los árboles. Cuando Kretov paró el motor, por unos momentos Suvorin volvió a oír aquel silencio de otro mundo.

—Comandante, ¿qué órdenes le han dado exactamente?

Kretov estaba abriendo la puerta.

—Las órdenes que tengo apelan al viejo y sencillo sentido común ruso. Volver a meter el corcho en la botella en el punto más estrecho — respondió, y haciendo gala de una gran agilidad saltó de la máquina, se plantó en la nieve y se volvió para coger su AK-47. Puso un cargador de repuesto en la chaqueta y comprobó la pistola.

—¿Y éste es el punto más estrecho?

—Usted mejor se queda aquí calentándose el trasero, ¿no le parece? No nos llevará mucho tiempo.

—No participaré en nada ilegal —dijo Suvorin. Unas palabras que sonaron absurdamente remilgadas y oficiales, incluso a sus propios oídos. Kretov, que ya comenzaba a alejarse con sus hombres, no se dio por enterado—. ¡Al menos no les hagan daño a los occidentales! —les gritó Suvorin cuando se marcharon.

Se quedó sentado unos segundos más, mirando las espaldas de los soldados cuando se abrieron en abanico a lo ancho del sendero. Luego, con un juramento, abatió el asiento delantero y salió de la máquina por la puerta abierta. La cabina estaba más alta de lo que esperaba. Al saltar sintió que algo lo tiraba con fuerza hacia atrás al tiempo que oía el ruido de un desgarrón. Era el forro de su abrigo, que se había enganchado en un trozo de metal. Volvió a maldecir y se desenganchó.

Era difícil seguirles el paso a los otros tres hombres. Estaban en perfecta forma física y él no. Tenían botas de montaña y él zapatos con suela de cuero. No le resultaba fácil mantener el equilibrio en la nieve, y nunca, los habría alcanzado si no se hubieran detenido a inspeccionar algo que encontraron tirado en el suelo, a un lado del sendero.

Kretov alisó el bollo de papel amarillo y lo giró de un lado y del otro. Estaba en blanco. Volvió a hacer un bollo y lo tiró. Después se colocó en el oído derecho un pequeño auricular en miniatura, color rosado, parecido a un audífono. Del bolsillo sacó un pasamontañas y se lo puso. Los otros dos hombres hicieron lo mismo. Kretov hizo un gesto brusco con su mano enguantada, señalando el bosque, y volvieron a ponerse en marcha: el comandante al frente con su fusil de asalto delante, volviéndose mientras caminaba, agachándose para un lado y para el otro, listo para barrer los árboles a balazos; luego, un soldado y después el otro, los dos en la misma actitud vigilante y cautelosa, dos caras como dos calaveras dentro de los pasamontañas, y en último lu- gar Suvorin, con ropa de civil, tambaleando, resbalando y, desde todo punto de vista, ridículo. El ruso cerró la puerta con calma y cogió su fusil. De debajo de la mesa sacó una caja de madera y se llenó los bolsillos de balas. Con la misma tranquilidad desenrolló la alfombra, levantó la puerta trampilla y desapareció de un salto, como habría hecho un gato.

—Estamos por la paz y defendemos la causa de la paz —dijo—. Pero no nos dan miedo las amenazas y estamos preparados para responder, golpe por golpe, a los que instigan la guerra. Los que intenten atacarnos recibirán un rechazo aplastante que les enseñará a no meter las narices en nuestro jardín soviético. Vuelva a poner la alfombra en su lugar, camarada.

Desapareció y cerró la puerta detrás de él.

O'Brian miró las tablas del suelo y luego a Kelso.

—¿Pero qué coño…?

—¿Y tú, dónde diablos has estado? —dijo Kelso, y cogió la cartera y volvió a metérsela en la chaqueta—. No te preocupes por él. Salgamos de aquí cuanto antes.

Pero antes de que ninguno de los dos pudiera moverse, una calavera apareció en la ventana de la cabaña, dos ojos redondos y una raja en el lugar de la boca. Una bota dio una patada a la madera. La puerta se partió en dos. Los hicieron ponerse contra la pared, los empujaron contra la tosca pared revestida de madera y Kelso sintió el frío del metal que se le hincaba en la base del cuello; A O'Brian, un poco lento de reflejos, le golpearon la frente contra la pared, sólo para enseñarle buenos modales y, de paso, un poco de ruso.

Les ataron las muñecas a la espalda con una cuerda de plástico.

—¿Dónde está el otro? —dijo un hombre con voz áspera, y levantó la culata del fusil.

—¡Debajo de las tablas! —gritó O'Brian—. Díselo, Chiripa, diles que está bajo las malditas tablas.

—Está debajo de las tablas —dijo en ruso una voz bien educada que Kelso creyó reconocer.

Unas pesadas botas hicieron retumbar el suelo de madera. Al volver la cabeza, Kelso vio a uno de los enmascarados que caminaba hacia el fondo de la cabaña; de pronto, el hombre apuntó al suelo y empezó a disparar con aire despreocupado. El ensordecedor ruido de los disparos en ese espacio tan reducido lo hizo encogerse, y, cuando volvió a mirar, vio al mismo hombre que caminaba hacia atrás y rociaba el suelo con limpias hileras de balas con el arma en la mano como un martillo neumático. Las astillas saltaban y rebotaban, y Kelso sintió que algo le golpeaba la cabeza, justo debajo de la oreja. Miró hacia el otro lado y apoyó la mejilla contra la pared. El ruido cesó, oyó que alguien ponía un nuevo cargador en el fusil y que recomenzaban los disparos, hasta que nuevamente cesaron. Algo cayó al suelo. Olía a cordita. Un humo acre le hizo cerrar los ojos y cuando volvió a abrirlos vio al espía rubio de Moscú. El espía sacudía la cabeza en señal de disgusto.

De una patada, el hombre que había disparado apartó la alfombra hecha jirones y levantó la trampilla. Con una linterna alumbró el espacio abierto entre nubes de humo y luego desapareció por el agujero. Lo oyeron moverse bajo sus pies. Treinta segundos después reapareció en la puerta de la cabaña y se quitó la máscara.

—Hay un túnel. Se ha ido —dijo.

Sacó una pistola y se la dio al hombre rubio.

—Vigílelos.

Luego le hizo una seña a los otros dos y se marcharon por el sendero cubierto de nieve.

30

Suvorin se sentía mojado. Miró hacia abajo y vio que estaba pisando un charco de nieve fundida. Tenía los pantalones empapados, los bajos del abrigo también. Un pedazo del raído forro de seda se arrastraba por el suelo. Y los zapatos… los zapatos llenos de agua y cubiertos de arañazos, definitivamente arruinados.

Uno de los dos hombres atados —el reportero, se llamaba O'Brian, ¿no?— quiso darse la vuelta y decir algo.

—¡Cállese! —le gritó Suvorin furioso, y tras quitar el seguro lo amenazó con la pistola—. ¡Calladito y de cara a la pared!

Se sentó a la mesa y se pasó la manga húmeda por la cara.

Totalmente arruinados…

Observó que Stalin lo miraba con ceño. Cogió la fotografía enmarcada con la mano libre y la inclinó hacia la luz. Estaba firmada. ¿Y qué eran todas esas otras cosas? Pasaportes, documentos de identidad, una pipa, viejos discos de gramófono, un sobre con un mechón de pelo… Como si alguien hubiera querido realizar un truco de magia. Esparció el mechón en la palma de la mano y lo frotó con el pulgar y el índice. Hebras secas, grises y ásperas como un puñado de cerdas. Las dejó caer y se limpió las manos en el abrigo. Luego dejó la pistola en la mesa y se frotó los ojos.

—¿Por qué no se sientan? —dijo con voz cansada. Fuera, en el bosque, se oyó una atropellada ráfaga de disparos.

—¿Sabe una cosa? —le dijo con tristeza a Kelso—. Usted debería haber tomado ese avión, en serio.

—¿Qué ocurrirá ahora? —dijo el inglés. Se notaba que les resultaba difícil estar correctamente sentados. Estaban de rodillas, junto a la pared. La estufa se había apagado. Empezaba a hacer mucho frío. Suvorin había sacado uno de los discos de su funda de papel y lo había puesto en el antiguo gramófono.

—Es una sorpresa —dijo.

—Soy un miembro acreditado de la prensa extranjera… — comenzó O'Brian.

El estruendo de un fusil obtuvo como respuesta un estrépito aún más fuerte.

—El embajador americano… —dijo O'Brian.

Suvorin hizo girar la manivela del gramófono —cualquier cosa con tal de no oír el ruido que llegaba de fuera— y puso la aguja en el disco. A través de una granizada de crujidos, una orquesta de lata empezó a tocar una melodía titubeante.

Más disparos. A lo lejos, entre los árboles, se oía gritar a alguien. Dos disparos seguidos. Los gritos cesaron y O'Brian se echó a lloriquear:

—¡Nos van a matar a nosotros también! ¡A nosotros también! — Trató de quitarse las ligaduras de plástico y levantarse, pero Suvorin lo empujó suavemente con el zapato mojado.

—Al menos —dijo en inglés— tratemos de comportarnos como personas civilizadas.

No es esto lo que había soñado para mí mismo, quiso decirles, asegurarles que ir a la maloliente casucha de un loco y perseguirlo como quien da caza a un animal, no formaba parte de sus sueños. Sinceramente, creo que veríais que soy un tipo simpático, si las cir- cunstancias fueran otras, claro.

Hizo un esfuerzo para seguir el compás de la música, dirigiendo la orquesta con el índice, pero no pudo encontrar el ritmo, esa música parecía no tener sentido.

—Más le habría valido traer un ejército entero —dijo el inglés— porque ahí fuera son tres contra uno, nada más, y no tienen ninguna posibilidad.

—Tonterías —dijo Suvorin con aire patriótico—. Son hombres de nuestras fuerzas especiales. Lo reducirán. Y sí, si es necesario enviarán un ejército, no lo dude.

—¿Por qué?

—Porque trabajo para hombres asustados, doctor Kelso, y algunos de ellos tienen edad suficiente para haber sido tocados por el camarada Stalin. —Miró el gramófono con ceño. Parecían perros aullando—. ¿Sabe cómo llamaba Lenin al zarevich cuando los bolcheviques estaban decidiendo el destino de la familia imperial? Lo llamaba «el estandarte viviente». «Y sólo hay una manera de actuar con un estandarte viviente», dijo Lenin.

Kelso meneó la cabeza.

—No comprende a ese hombre. Créame, tendría que verlo, es un loco asesino. Probablemente habrá matado media docena de personas durante los últimos treinta años. No es el símbolo de nadie. Es un chi- flado.

—¿Recuerda que todos dijeron que Zhirinovsky estaba loco? Su política exterior con los Estados bálticos consistía en enterrar la basura nuclear a lo largo de la frontera lituana y mandarla a Vilna todas las noches por medio de ventiladores gigantes. Y, sin embargo, obtuvo el veintitrés por ciento de los votos en las elecciones del noventa y tres.

Suvorin no podía soportar esa música bestial, de otro mundo, ni un solo segundo más, y quitó la aguja.

Oyeron un disparo aislado.

Suvorin contuvo el aliento a la espera de una salva de réplica.

—Tal vez —dijo sin convicción, tras un silencio— debería ir pensando en llamar a ese ejército… —Hay trampas —dijo Kelso.

—¿Qué?

Suvorin estaba en el umbral, tanteando el terreno. Anochecía. Se dio la vuelta y miró la cabaña. Habían enroscado un poco de cuerda en las muñecas de los hombres, y los había enganchado a la estufa fría.

—Ha puesto trampas. Mire bien dónde pisa.

—Gracias —dijo Suvorin, plantando el pie en el escalón de arriba —. Volveré.

Su plan —y era una palabra acertada, pensó, una palabra no sin cierto retintín: su plan— era volver a la máquina quitanieves a pedir refuerzos por radio. Se dirigió hacia la entrada del claro, su único punto de referencia. A partir de allí podía seguir unas huellas muy claras, aun- que estaba oscureciendo; debía de estar a mitad de camino del árido sendero cuando se oyó la explosión, y un segundo más tarde el estruendo de un alud de nieve que marcaba el paso de la onda explosiva a través del bosque. Cascadas de cristal cayeron de las ramas más altas y rebotaron en el espacio dejando minúsculas nubes de partículas suspendidas en el aire como bocanadas de aliento.

Se volvió, la pistola cogida con ambas manos, apuntando en vano en la dirección del estallido.

Presa del pánico, echó a correr —una figura cómica, una marioneta— tratando de levantar las rodillas al máximo para evitar la nieve que se lo tragaba y se le pegaba a las piernas. Respiraba y sollozaba a la vez.

Estaba tan resuelto a seguir andando, tan concentrado en la idea de escapar de ahí a cualquier precio, que casi pasa por encima del primer cadáver.

Era un soldado. Había caído en una trampa —una trampa enorme: para osos, tal vez— que se había disparado con tanta fuerza que las mandíbulas se le habían clavado en el hueso por encima de la rodilla. Un reguero de sangre manchaba la nieve, sangre de la pierna des- trozada y sangre de una importante herida en la cabeza, abierta en la parte posterior del pasamontañas como una segunda boca.

El cuerpo del otro soldado yacía pocos pasos más adelante. A diferencia del primero, estaba tumbado de espaldas, los brazos abiertos, las piernas formando un perfecto número cuatro. Un charco de sangre en el pecho.

Suvorin bajó la pistola, se quitó los guantes y les tomó el pulso — aunque sabía que era inútil— separando las distintas capas de ropa para sentir sus muñecas calientes y muertas.

¿Cómo había podido tenderles una emboscada a los dos?

Miró alrededor.

Probablemente así: había colocado la trampa en el sendero, enterrada en la nieve, y los había atraído hacia ella; de alguna manera, el hombre que iba a la cabeza no cayó, pero sí el que iba a la cola —fue él quien gritó—, y el primero había regresado a ayudarlo sólo para des- cubrir que la presa que perseguían estaba detrás de ellos; en eso consistió su astucia, en cogerlos desprevenidos. Y entonces el primero recibió el disparo en el pecho, y luego el segundo había sido eliminado a placer, ejecutado, podría decirse, con una bala descerrajada a quemarropa en el occipucio.

Y después les había quitado los AK-47.

¿Qué clase de criatura era capaz de algo así?

Suvorin se arrodilló junto al primer soldado y le quitó el pasamontañas. Luego, le quitó el auricular y se lo llevó al oído. Creyó oír algo. Un sonido frenético. Encontró el pequeño micrófono en el interior del puño de la mano izquierda del muerto.

—¿Kretov? —dijo en voz baja—. ¿Kretov? —Pero la única voz que oyó fue la suya.

Después volvieron a oírse más disparos. El fuego se parecía a un amanecer rojo entre los árboles, y cuando Suvorin salió al sendero sintió el calor de la máquina quitanieves en llamas, incluso a unos cien metros de distancia. El depósito de combustible debió de explotar y el infierno había hecho que se fundiera toda la nieve que lo rodeaba. El vehículo ardía en medio de sus propios muelles chamuscados.

El tiroteo proseguía de manera esporádica, pero no era Kretov el que respondía a los disparos. Eran cajas de munición que explotaban en la cabina del quitanieves. Kretov estaba sentado, doblado en dos en el centro del camino, junto a la RP46, muerto como sus cámara-das. Al parecer le habían disparado mientras trataba de montar la ametralladora. Consiguió subirla al soporte de dos patas pero no tuvo tiempo de abrir el bote de municiones.

Suvorin se acercó a él, le tocó el brazo, y el comandante perdió el equilibrio y cayó, los ojos grises bien abiertos y una expresión de asombro en su ancha cara rosada. Suvorin no pudo ver ni una sola herida, al menos al principio. ¿Acaso el heroico comandante de la Spetsnaz había muerto de miedo?

Otra sonora explosión llegó de la dirección del fuego y lo hizo alzar la vista; entonces vio que el camarada Stalin estaba observándolo, vestido con su uniforme y su gorra de generalísimo.

El secretario general lo miraba desde el sendero, un poco más arriba, de pie ante el fuego, la mano izquierda en la cadera, y en la derecha un fusil apoyado con aire informal en el hombro. Proyectaba una sombra demasiado larga para su torso achaparrado, una sombra que bailaba y parpadeaba sobre la nieve arremolinada.

Suvorin pensó que se atragantaría con su propio corazón. Se miraron. Luego Stalin se puso en marcha hacia él. Marcha, ésa era la palabra para describir su manera de andar: rápido, pero sin prisa, balanceando los brazos por encima de su fornido pecho.

Suvorin rebuscó la pistola en su bolsillo y se dio cuenta de que la había dejado en los árboles, junto a los dos primeros cadáveres.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha: el estandarte viviente avanzaba dando patadas en la nieve…

Suvorin no se atrevió a mirarlo un segundo más. Sabía que si lo hacía nunca se movería.

—¿Por qué esa mirada tan furtiva, camarada? —dijo la figura en marcha—. ¿Por qué no puede mirar al camarada Stalin directamente a los ojos?

Suvorin hizo oscilar el cañón de la RP46 —su memoria retrocedió veinte años, a los días del servicio militar obligatorio, estremecido de frío en algún campo de tiro perdido en las afueras de Vitebsk—. «Amartillar la ametralladora tirando de la manivela hacia atrás. Tirar la base de la mira trasera hacia atrás y levantar la tapa. Colocar el cinturón con el lado abierto hacia arriba, sobre el disco alimentador, de manera que la primera bala haga contacto con el tope del cartucho, y cerrar la tapa. Apretar el gatillo y la ametralladora se disparará…»

Cerró los ojos y apretó el gatillo y la ametralladora se puso a brincar en sus manos: dos docenas de balas agujerearon un abedul a una distancia de veinte metros.

Cuando tuvo el coraje necesario para mirar otra vez el sendero, el camarada Stalin había desaparecido. Si a Suvorin la memoria no le fallaba, el cinturón de munición de la RP46 contenía 250 balas que la máquina dispararía a un ritmo de seiscientas por minuto. Por lo tanto, y dado que ya había usado algunas, probable- mente le quedaban menos de treinta segundos para cubrir los 360 grados de sendero y bosque, con la noche casi encima y la temperatura descendiendo a un nivel que seguramente lo mataría en un par de horas.

Tenía que salir del claro, de eso no cabía duda. No podía seguir así, dando vueltas a gatas como una cabra atada en una cacería del tigre, tratando de ver algo en la oscuridad que cubría los árboles.

Creyó recordar algunas cabañas de madera abandonadas en la otra punta del camino. Podrían servirle de refugio provisional. Tenía que apoyar la espalda contra una pared en alguna parte, necesitaba tiempo para pensar.

Un lobo aulló en el bosque.

Separó la ametralladora del afuste y cargó el largo cañón al hombro, el pesado cinturón de municiones en el brazo; tenía las rodillas casi dobladas de tanto peso, los pies cada vez más hundidos en la nieve.

El inconfundible aullido sonó otra vez. No es un lobo, pensó. Es un hombre, el grito exultante de un hombre: un grito de sangre.

Comenzó a remontar el sendero —lo que quería^ era alejarse cuanto antes de la máquina quitanieves en llamas—, y sintió que alguien caminaba paralelo a él entre los árboles; manteniendo una cómoda distancia, su perseguidor reía al ver sus torpes esfuerzos por escapar. Estaba jugando con él. Le permitiría llegar hasta unos pasos antes de su destino, pero nada más. Después lo mataría a tiros.

Salió de la parte más estrecha del sendero y se metió en el poblado abandonado, en busca de la construcción de madera más próxima. Faltaban las ventanas y la puerta, medio techo se había venido abajo, y apestaba. Dejó la ametralladora en el suelo y se arrastró para esconderse en un rincón, luego se volvió y arrastró la ametralladora detrás de él. Se arrinconó contra la pared, puso el dedo en el gatillo y apuntó el cañón hacia la puerta. Kelso oyó la gran explosión, los disparos, un largo silencio, y luego el breve estrépito de un arma mucho más grande. Para entonces él y O'Brian ya se habían puesto de pie e intentaban frenéticamente encontrar alguna manera de cortar la soga que los tenía atados a la chimenea de la estufa. Cada ruido que llegaba del bosque los impulsaba a un esfuerzo más desesperado. El delgado plástico se les hincaba en las muñecas y tenían los dedos pegajosos de sangre.

También el ruso estaba cubierto de sangre cuando apareció en el umbral. Kelso lo vio acercarse y desenfundar el cuchillo, manchas de sangre en la cara, en la frente y las mejillas, como un cazador empapado de la sangre de su presa.

—Camaradas —dijo—, el éxito nos ha mareado. Tres ya han muerto . Sólo uno sigue con vida. ¿ Hay más ?

—Vendrán más.

—¿Cuántos más?

—Cincuenta —dijo Kelso—. Cien. —Le dio un tirón a la soga—. Camarada, tenemos que irnos de aquí o nos matarán a todos. Ni usted podrá contra tantos hombres. Van a enviar un ejército. Según el reloj de Suvorin, ya habían pasado unos quince minutos.

La temperatura descendía a medida que se iba la luz. Empezó a tiritar de frío, un temblor constante y violento.

—Vamos —susurró—. Ven de una vez y termina el trabajo.

Pero no vino nadie.

La capacidad del camarada Stalin para aparecerse siempre con alguna sorpresa era verdaderamente infinita.

Lo siguiente que Suvorin oyó fue un chasquido distante seguido de un zumbido.

Chasquido, zumbido. Chasquido, zumbido.

¿Y ahora? ¿Qué estaba haciendo?

Al principio no le fue fácil moverse. La escarcha le había sellado las articulaciones y endurecido las ropas mojadas. Con todo, se puso de pie justo a tiempo para oír el misterioso chasquido-zumbido en el momento en que se convertía en una tos y luego, coincidiendo con el arranque de una máquina, un rugido.

No, una máquina exactamente no, sino un motor, ; un motor fuera borda…

«Veinte kilómetros, comandante. Está justo sobre ). el río…»

Bueno, la RP46 no se hizo más ligera, ni la nieve, menos pesada, y ahora tenía que enfrentarse a la creciente oscuridad, pero lo intentó. Hizo un esfuerzo valeroso.

—Cabrón, cabrón, cabrón —fue canturreando mientras corría, siguiendo el ritmo del fuera borda que lo condujo a través de los cincuenta metros de árboles que separaban al poblado pesquero abandonado del río.

Atravesó dificultosamente la última barrera de maleza y fue a dar en la parte más alta de una orilla que bajaba empinada hacia el borde del agua. Avanzó tambaleándose por la cresta, río arriba. Vio desparramadas en la nieve unas piezas pertenecientes a un equipo electrónico. Había un trecho de hielo gris y después el agua negra que corría con fuerza, una auténtica inmensidad que no le permitía ver los árboles de la orilla opuesta. Y la pequeña barca ya se dirigía hacia el centro, giraba dejando una gran estela de espuma blanca en la oscuridad. Sólo pudo ver tres figuras agazapadas. Una parecía estar haciendo un esfuerzo por ponerse de pie, pero otra la empujaba.

Suvorin se dejó caer de rodillas y apoyó la ametralladora en el suelo; no le costó trabajo cerrar la tapa sobre el cinturón de municiones, que enseguida se atascó. Cuando consiguió desatascarlo y estuvo listo para disparar, la barca había pasado el recodo del río, y después ya no volvió a verla, sólo pudo oír el ruido del motor.

Bajó la ametralladora e inclinó la cabeza.

Junto a él, como una sonda espacial aterrizada en algún planeta hostil, la antena de una parabólica apuntaba a través del Dvina al horizonte que se desvanecía. Un par de cables conectaban la antena a la batería de un coche. Otro estaba conectado a una pequeña caja gris con la etiqueta «Terminal móvil de transmisión de vídeo y audio». Mientras lo observaba, una fila de diez ceros rojos titiló fugazmente en una pantalla digital, perdió intensidad y se apagó.

Tenía una abrumadora sensación de vacío, allí, en cuclillas, como si una fuerza maligna hubiera emergido de ese lugar y escapado para siempre, como un cometa atravesando la oscuridad.

Durante lo que le pareció medio minuto oyó el motor de la barca, y después ese zumbido también se desvaneció. Se quedó solo, rodeado del más absoluto silencio.

31

La silueta que Suvorin había visto queriendo ponerse de pie en la barca era O'Brian («Mi equipo —gritaba—, las cintas») y la silueta que lo había empujado era Kelso («Olvida el maldito equipo, olvida las cintas»). Durante un momento la barca se balanceó peligrosamente, y el ruso los maldijo a los dos; luego O'Brian gimió, se sentó y se llevó las manos a la cabeza.

Kelso no podía distinguir a nadie en la orilla mientras se alejaban de ella con un ruido infernal. Lo único que vio fue el cielo, que latía rojo por encima de los oscuros pinos donde algo ardía con violencia, y después, al cabo de unos instantes, un recodo del río borró incluso eso y lo único de lo que tuvo consciencia fue de la velocidad, del rugido del motor y de la corriente que los llevaba río abajo a través del bosque.

Ahora pensaba con claridad; todo lo demás en su vida era irrelevante, todo se estrechaba hasta confluir en ese único punto: sobrevivir. Y le pareció que lo único que importaba era poner la máxima distancia posible entre ellos y ese lugar. No sabía cuántos hombres seguían con vida detrás de ellos, pero lo mejor que podían esperar era que la partida de rescate no se pusiera en marcha hasta el amanecer. El peor escenario: que el hombre rubio hubiera pedido ayuda por radio y que en Arcángel todo estuviera cerrado y no hubiera nadie.

En la barca no tenían ni agua ni comida; sólo un par de remos, un bichero, la maleta, el rifle del ruso y un pequeño bidón que olía como si perdiera combustible barato. Tenía que acercar bien el reloj a los ojos si quería ver la hora. Eran poco más de las seis y media. Se inclinó y le dijo a O'Brian:

—¿A qué hora dijiste que salía de Arcángel el tren para Moscú?

O'Brian, desesperado como estaba, tuvo fuerza suficiente para levantar la cabeza y decir:

—A las ocho y diez.

Kelso se dio la vuelta y gritó por encima del motor y el viento:

—Camarada, ¿podemos ir a Arcángel? El ruso no le contestó. Kelso dio unos golpecitos a su reloj.

—¿Podemos llegar al centro de Arcángel en una hora?

El ruso parecía no oírlo. Tenía la mano en la barra del timón y miraba fijo al frente. Con el cuello alzado y la gorra bien calada, era imposible adivinar su expresión. Kelso intentó gritar otra vez, pero se dio por vencido. Era una nueva clase de horror, pensó, ver que probablemente le debían la vida —que ahora era su aliado— y que su futuro estaba a merced de su mente insondable. Se dirigían hacia el noroeste y el frío los azuzaba desde todos lados —un viento siberiano a sus espaldas, el agua helada bajo los pies, el aire que les daba en plena cara—. O'Brian se volvió monosilábico, inconsolable. Había una luz encendida en la proa, y Kelso se descubrió concentrado en la estela amarilla y en el agua turbia y viscosa cuando empezó a solidificarse.

Al cabo de media hora empezó otra vez a nevar, unos copos enormes y luminosos atravesaron la oscuridad como ceniza caída del cielo. De vez en cuando algo chocaba con el casco, y Kelso divisó trozos de hielo a la deriva. Era como si el invierno se aferrara a ellos, resuelto a no dejarlos escapar, y Kelso se preguntó si el miedo era la razón del silencio del ruso. Los asesinos pueden tener miedo, como cualquiera, y tal vez más que cualquiera. Stalin vivió la mitad de su vida sumido en un estado de terror: le daban miedo los aviones, visitar el frente, no comía carne a menos que alguien la probara antes para ver si estaba envenenada, cambiaba continuamente de guardias, de itinerario, de cama; cuando se ha asesinado a tantos, se sabe mejor que nadie cuan fácil y sorpresivamente puede llegar la muerte. Y aquí, para ellos, podía llegar en cualquier momento, pensó Kelso. Podían tropezar con una barrera de hielo y el agua detrás de ellos podía congelarse, con lo cual quedarían atrapados; la corteza de hielo podía ser demasiado delgada para cruzarla a gatas, y morirían allí, cubiertos, por pura decencia, con una mortaja de nieve.

Se preguntó qué pensaría la gente. ¿Qué diría Margaret cuando se enterara de que el cadáver de su ex marido había aparecido en un bosque a casi mil quinientos kilómetros de Moscú? ¿Y sus hijos? Le importaba lo que pensaran: no iba a echar de menos muchas cosas, pero echaría de menos a sus hijos. Tal vez debería dejarles una nota de despedida redactada a toda prisa, unas palabras heroicas como las que escribió el capitán Scott en la Antártida: «Estas improvisadas notas y nuestros cuerpos muertos deberán contar la historia…»

Pensó que a lo mejor morir le daba menos miedo que el que siempre había pensado, cosa que lo sorprendió, pues tenía poco valor físico y ninguna fe religiosa. Pero un hombre tendría que ser un bicho raro —¿verdad?— para pasarse una vida entera estudiando historia in adquirir al menos cierta perspectiva sobre su propia moral. Tal vez por eso había dedicado tantos años a escribir sobre la muerte. Nunca lo había considerado desde ese ángulo.

Intentó imaginar su necrológica: «Nunca logró realizar su temprana promesa… nunca publicó la importante obra de erudición de la cual una vez se lo consideró capaz… es posible que nunca se aclaren las extrañas circunstancias de su muerte prematura…» Los artículos en su memoria serían todos iguales y él conocía a todos y cada uno de sus mezquinos y oportunistas autores.

El ruso aceleró a fondo y Kelso lo oyó mascullar entre dientes. Pasó otra media hora.

Kelso tenía los ojos cerrados y fue O'Brian el primero que vio las luces. Le dio un codazo y las señaló, y, tras un par de segundos, él también las vio: altas torres de señalización sobre chimeneas y grúas de la gran fábrica de pulpa de madera que se alzaba en el cabo, en las afueras de la ciudad. Pronto empezaron a aparecer más luces en la oscuridad que se extendía a ambas orillas del río, y, más adelante, el cielo de la noche se volvió levemente más pálido. ¿Llegarían, después de todo lo sucedido?

Kelso tenía la cara congelada y le resultaba difícil hablar.

—¿Tienes el plano de Arcángel? —preguntó.

O'Brian, rígido, se volvió. Parecía una estatua blanca de mármol que recuperase la vida y, cuando se movió, trocitos de nieve solidificada se partieron y cayeron de su chaqueta al fondo de la barca. Sacó el plano de la ciudad del bolsillo interior y Kelso se inclinó sobre el delgado listón que servía de asiento; cayó sobre las manos y las rodillas y se arrastró con torpeza hacia la proa. Acercó el plano a la luz. Al entrar en la ciudad, el Dvina se ensanchaba; un par de islas lo dividían en tres canales. Tenían que seguir el canal del norte.

Eran las ocho menos cuarto.

Kelso regresó a la popa y consiguió gritar:

—¡Camarada! —Con la mano señaló a estribor.

El ruso no dio señales de haber comprendido, pero, un minuto más tarde, cuando la oscura masa de la isla emergió de la nieve, enfiló hacia el norte y poco después Kelso divisó una boya oxidada y, más allá, una línea de luces en el cielo.

Ahuecó las manos y gritó al oído de O'Brian:

—El puente —dijo. O'Brian se quitó la capucha y lo miró con los ojos entrecerrados—. El puente —repitió Kelso—. El mismo por el que pasamos esta mañana.

Muy pronto pasaron por debajo del puente: un puente doble, mitad vía ferroviaria, mitad carretera, una pesada obra de hierro con estalactitas de hielo, un fuerte olor a aguas residuales y sustancias químicas, y arriba de todo el estruendo del tráfico. Cuando volvió a mirar, vio las luces del tráfico que se movían lentamente por la nieve.

La forma familiar de la comandancia del puerto apareció delante de ellos a estribor; había unas barcas amarradas al muelle. Chocaron contra una invisible y gruesa capa de hielo y Kelso y O'Brian salieron despedidos hacia adelante. El motor se detuvo. El ruso volvió a arrancar y dio marcha atrás hasta encontrar un canal que un barco más grande debió de abrir un poco antes esa misma noche. Aún había hielo, pero era más delgado, y se abrió mientras la proa se hundía en él. Kelso se volvió y miró al ruso. Estaba de pie ahora, mirando atentamente el oscuro corredor, la mano siempre en la barra del timón, llevándolos a puerto. Bordearon el muelle y el ruso dio marcha atrás otra vez, a la vez que reducía la velocidad hasta detenerse. Paró el motor y saltó con agilidad al muelle de madera, con un trozo de cuerda en la mano. O'Brian fue el primero en saltar a tierra; Kelso lo siguió. Dieron unas patadas en el suelo y se sacudieron la nieve, tratando de infundir nueva vida a sus extremidades dormidas. O'Brian empezó a decir algo sobre un hotel, y sobre la conveniencia o no de llamar a la oficina, pero Kelso lo cortó en seco.

—Nada de hoteles, ¿me oyes? Nada de oficina. Y olvídate del reportaje. Nos largamos de aquí.

Faltaban trece minutos para que saliera el tren.

—¿Y el ruso?

O'Brian señaló al ruso con la cabeza: muy tranquilo, con la maleta en la mano, el camarada los observaba. Parecía extrañamente desamparado, vulnerable incluso, ahora que estaba fuera de su territorio. Obviamente, esperaba que lo llevaran con ellos.

—Por Dios bendito —murmuró Kelso. Tenía el plano abierto. No sabía qué hacer—. Vámonos y ya pensaremos algo por el camino. — Echó a caminar por el muelle hacia la orilla. O'Brian se apresuró a seguirlo.

—¿Todavía tienes el cuaderno?

Kelso se dio unos golpecitos en la pechera de la chaqueta.

—¿Crees que lleva un revólver? —dijo O'Brian, mirando hacia atrás —. Mierda, nos sigue.

El ruso los seguía a unos doce pasos, cauteloso y asustado como un perro perdido. Al parecer, se había olvidado el fusil en la barca. ¿Con qué va armado, entonces?, se preguntó Kelso. ¿El cuchillo? Estiró lo más que pudo su pierna rígida.

—Pero no podemos dejarlo así tirado…

—Sí, sí, claro que podemos —dijo Kelso, que en ese momento se dio cuenta de que O'Brian no sabía lo que le había ocurrido a la pareja de noruegos ni a ninguno de los otros—. Te lo explicaré más tarde. Sólo te pido que me creas, no lo necesitamos para nada cerca de nosotros, ni aquí ni en ninguna parte.

Ya casi habían salido del embarcadero y estaban llegando al gran aparcamiento para autobuses delante del edificio de la comandancia del puerto, una inhóspita extensión de nieve, unas cuantas tristes lámparas de sodio color naranja que iluminaban los copos que se arremolinaban, y ni un alma a la vista. La estación estaba a un kilómetro y medio de allí, como mínimo, y nunca llegarían a tiempo, no a pie. Kelso miró en derredor. Un Lada de los de siempre, cuadrado y color arena, salpicado de barro y de basura del camino, apareció lentamente por la calle que tenían a su derecha, y Kelso corrió hacia él, agitando las manos.

En las provincias rusas, todo coche es un taxi en potencia; la mayoría de los conductores están dispuestos a alquilarse sin pensárselo dos veces, y éste no era una excepción. El conductor del Lada viró bruscamente hacia ellos levantando un remolino de nieve sucia y, mientras giraba, bajó la ventanilla. Parecía un hombre bastante res- petable, bien abrigado para protegerse del frío, un maestro de escuela, tal vez, un oficinista. Unos ojos débiles parpadeaban bajo unas gafas de montura gruesa.

—¿Van al auditorio?

—Necesitamos un favor, ciudadano, llévenos a la estación —dijo Kelso—. Diez dólares americanos si llegamos a tiempo para el tren a Moscú—. Abrió la puerta del pasajero sin esperar la respuesta y echó el asiento hacia adelante; de un empujón metió a O'Brian en la parte de atrás, y de repente vio que ésa era su oportunidad, porque el ruso, cogido por sorpresa, se había quedado algo rezagado y avanzaba con dificultad por la nieve con la maleta.

—¡Camarada! —gritó.

Kelso no vaciló. Echó el asiento hacia atrás y subió al coche cerrando de un portazo.

—¿No quiere…? —comenzó el conductor, mirando por el espejo retrovisor.

—No —dijo Kelso—. Adelante.

El Lada se alejó derrapando y Kelso se volvió para mirar. El ruso había dejado la maleta en el suelo y los observaba con aire perplejo, una figura perdida en el amplio paisaje de la ciudad desconocida. Su silueta se fue haciendo cada vez más pequeña y desapareció en la noche y la nieve.

—Lo siento, pero me da pena el muy cabrón —dijo O'Brian, pero Kelso lo único que sentía era alivio.

—La gratitud —dijo, citando a Stalin— es una enfermedad de los perros. La estación de ferrocarril de Arcángel estaba situada en el lado norte de una gran plaza, enfrente de una hilera de bloques de apartamentos y de abedules sacudidos por el viento. O'Brian le arrojó un billete de diez dólares al conductor del Lada, y él y Kelso se precipitaron a la oscura terminal. Siete taquillas de madera y con visillos en las ventanas, cinco de ellas cerradas; una larga cola delante de las dos taquillas abiertas; un crío que berreaba. Estudiantes, mochileros, soldados, gente de" todas las edades y razas, familias enteras con su equipaje de fabricación casera —grandes cajas de cartón atadas con cordel—, niños corriendo por todas partes, patinando y resbalando en la nieve sucia y derretida.

O'Brian se abrió camino a codazos hasta el extremo de la cola más próxima, repartiendo dólares, haciéndose el occidental:

—Lo siento, señora. Disculpe, permiso, lo siento, tengo que coger este tren…

A Kelso le pareció que una fortuna cambiaba de manos: trescientos, cuatrocientos dólares, murmullos de la gente, y un minuto después O'Brian regresaba agitando dos billetes. Juntos subieron a la carrera la escalera que llevaba al andén.

Si los iban a detener, ése era el lugar. Al menos una docena de hombres de la Milicia, todos con sus gorras echadas hacia atrás como soldados del Ejército Imperial de la Gran Guerra. Observaron cómo Kelso y O'Brian atravesaban la estación, pero su gesto no era otra cosa que la franca mirada de asombro que todos los extranjeros recibían en esa parte de Rusia. No hicieron ademán de detenerlos.

Tampoco habían lanzado la alerta. Quienquiera que dirija este espectáculo, pensó Kelso cuando volvieron a salir al aire libre, debe de estar convencido de que ya estamos muertos…

Empezaban a cerrar las puertas del interminable tren, de unos cuatrocientos metros de largo. Unas débiles lámparas amarillas, la nieve que caía, parejas de enamorados despidiéndose con un abrazo, oficiales del ejército que iban y venían con sus maletines baratos; Kelso sintió que habían retrocedido setenta años en el tiempo, que se hallaban dentro de un tableau vivant de los días de la Revolución. Si hasta la gigantesca locomotora tenía aún la hoz y el martillo soldados en un costado. Encontraron el coche que les correspondía —tres vagones antes de llegar a la máquina— y Kelso sostuvo la puerta abierta mientras O'Brian corría por el andén hacia una de las babushkas que vendía comida para el viaje. La mujer tenía en la mejilla una verruga del tamaño de una avellana. O'Brian todavía estaba llenándose los bolsillos cuando sonó el silbato.

El tren se alejó con una lentitud tal que al principio no fue sencillo saber si de verdad se movía. La gente acompañaba su partida a lo largo del andén y agitaban pañuelos. Otros se daban la mano por las ventanillas abiertas. Kelso tuvo una repentina imagen de Anna Safanova en esa estación, casi cincuenta años antes —«Beso las queridas mejillas de mamá, le digo adiós, digo adiós a la infancia»— y toda la tristeza y piedad de la escena lo embargaron por primera vez. La gente que aún quedaba en el andén empezó a correr. Kelso estiró la mano para ayudar a subir a O'Brian. El tren dio una sacudida. La estación se perdió de vista.

32

Recorrieron como pudieron el estrecho pasillo alfombrado de azul hasta que encontraron su compartimiento: uno entre ocho, en la mitad del coche. O'Brian abrió la puerta corredera de madera y entraron.

No estaba tan mal. Un millón de rublos per capita fue lo que tuvieron que pagar por dos polvorientos bancos color púrpura, uno frente al otro, una sábana de nailon blanca, una colchoneta y una almohada plegadas en cada banco; muchos paneles de imitación madera, lámparas individuales con pantalla verde, una pequeña mesa plegable, intimidad. Por la ventana se veían los postes del puente de hierro, pero una vez cruzaron el río les fue imposible ver a través de la ventisca otra cosa que su propia imagen devolviéndoles la mirada: demacrados, empapados, sin afeitar. O'Brian corrió las cortinas amarillas, abrió la mesa y dispuso la comida —una hogaza de pan algo sucia, pescado seco, una salchicha, bolsitas de té— mientras Kelso iba a buscar agua caliente.

Un samovar ennegrecido por el tiempo estaba en el otro extremo del pasillo, frente al cubículo de hprovodnik, la revisora responsable de ese coche: una mujer corpulenta con uniforme azul grisáceo, y seria como el guardián de un campamento. Laprovodnik había colocado estratégicamente un pequeño espejo para controlar a todo el mundo sin moverse de su silla. Kelso vio cómo lo miraba cuando se detuvo a estudiar el horario enganchado a la pared. Los esperaba un viaje de más de veinte horas y trece paradas, sin contar Moscú, adonde llegarían poco después de las cuatro de la tarde.

Veinte horas.

¿Qué posibilidades tenían de resistir tanto tiempo? Trató de calcularlas. A más tardar a media mañana, en Moscú sabrían que la operación en el bosque había fracasado. En consecuencia, se verían obligados a detener y registrar el único tren que salía de Arcángel. Tal vez lo más prudente era que O'Brian y él bajaran en una de , las paradas anteriores —Sokol, tal vez, adonde llegarían a las siete de la mañana, o, mejor todavía, en Vologda, r una ciudad grande—. Bajarse del tren en Vologda, ir a ‹ un hotel, llamar a la embajada de Estados Unidos…

Oyó a sus espaldas abrirse una puerta corredera; un ejecutivo vestido de traje azul muy elegante salió de su compartimiento y se dirigió al lavabo. Su aspecto cuidado hizo que Kelso tomara conciencia de su extraña pinta —pesada chaqueta impermeable, botas de goma— y siguió andando por el pasillo. Lo mejor era ocultarse todo lo posible. Le pidió un par de tazas de plástico a la adusta revisora, las llenó de agua caliente y, tambaleándose, regresó a las literas.

Se sentaron uno frente al otro, masticando a con— ciencia el pan seco y la comida algo pasada.

Kelso dijo que creía que les convenía dejar el tren antes de llegar a Moscú. —¿Por qué?

—Porque no creo que debamos arriesgarnos a que nos pillen. No antes de que la gente sepa dónde estamos.

El americano dio un mordisco al pan y consideró la situación.

—O sea, piensas que en el bosque nos habrían matado…

—Exactamente eso es lo que pienso.

Al parecer O'Brian había olvidado el pánico de apenas una hora antes. Comenzó a discutir, pero Kelso lo cortó con impaciencia.

—Piénsalo sólo un minuto. Piensa en lo fácil que podría haber sido. Lo único que los rusos habrían tenido que decir es que un maníaco nos había tomado como rehenes en los bosques y que enviaron fuerzas especiales para rescatarnos. Podrían haber hecho que pareciera que el loco nos había matado.

—Pero nadie les habría creído…

—Por supuesto que sí. Es un psicópata.

—¿Qué?

—Un psicópata. Por eso no quise que viniera con nosotros. La mitad de la gente en ese cementerio… fue él quien los mató. Y además, hay otros.

—¿Otros? —repitió O'Brian, que había dejado de comer.

—Cinco, como mínimo. Una joven pareja noruega y otros tres pobres cabrones. Rusos que por casualidad se equivocaron de camino. Encontré los documentos mientras tú estabas en el río. A todos les había hecho confesar que eran espías, y después los mató. Créeme, es un tipo peligroso. Sólo le pido a Dios no volver a verlo nunca más. Y tú deberías hacer lo mismo.

O'Brian tenía dificultades para tragar. Unos trocitos de pescado se le habían enganchado en los dientes.

—¿Qué crees que va a ocurrirle? —preguntó en voz baja.

—Tarde o temprano lo atraparán, me imagino. Sitiarán Arcángel hasta que lo encuentren. Y, si quieres que te sea sincero, no los critico. ¿Puedes imaginarte lo que Mamantov y los suyos harían si le echaran el guante a un tipo que se parece a Stalin, que habla como Stalin y que tiene un aval escrito que le permite afirmar que es el hijo de Stalin? ¿No crees que se divertirían un buen rato?

O'Brian se había echado hacia atrás en su asiento, con los ojos cerrados y cara de preocupación, y Kelso, al mirarlo, sintió una súbita punzada de inquietud. Con todo lo que había ocurrido, se había olvidado de Mamantov. Dejó de mirar a O'Brian y se concentró en la rejilla del portaequipajes donde la cartera seguía aún envuelta dentro de su chaqueta.

Trató de pensar, pero no podía. Tenía la mente bloqueada. Llevaba tres días sin dormir bien; la primera noche la había pasado en vela con Rapava, la segunda había terminado en las celdas de los sótanos de la jefatura de la Milicia de Moscú, y la tercera había estado en la carretera, viajando hacia Arcángel. Estaba dolorido y exhausto. Lo único que se sentía capaz de hacer era quitarse las botas y ponerse a preparar la litera.

—Estoy agotado —dijo—. Ya pensaremos algo por la mañana.

O'Brian no contestó.

Kelso corrió el pestillo. Una ridícula precaución. Debieron de pasar otros veinte minutos antes de que O'Brian se decidiera a moverse. Para entonces Kelso ya se había echado de cara a la pared y navegaba entre el sueño y la vigilia. Lo escuchó quitarse las botas, suspirar y tumbarse en la litera. O'Brian apagó la lámpara individual y el compartimiento quedó a oscuras; la única luz era la que proyectaba el tubo de neón azul que zumbaba encima de la puerta.

El largo tren se balanceaba lentamente en dirección al sur, a través de la tundra nevada, y Kelso, aunque no muy bien, consiguió dormir. Pasaban las horas y los ruidos del viaje se mezclaban en sus sueños agitados —los apremiantes murmullos que llegaban de los com- partimientos vecinos, el roce de las pantuflas de alguna babushka que pasaba por el pasillo, el sonido distante y metálico de una voz de mujer que no paró de hablar en toda la noche—. Nyandoma, Konosha, Yertsevo, Vozhega, Jarovsk. Gente que bajaba y subía del tren. Las crudas lámparas de arco voltaico de los andenes filtrándose por las delgadas cortinas. Y O'Brian, inquieto por momentos, dando vueltas y vueltas en su camastro.

No oyó cuándo abrieron la puerta. Lo único que supo fue que algo crujió durante una fracción de segundo dentro del compartimiento, y que luego una dura almohadilla de carne le aplastó la boca. Abrió los ojos justo cuando la punta de un cuchillo comenzaba a clavársele en la garganta, en el punto en que la sotabarba se encuentra con la tráquea. Luchó para sentarse, pero la mano volvió a aplastarlo. Tenía los brazos trabados debajo de la sábana retorcida. No podía ver a nadie, pero oyó una voz que le susurraba al oído, tan cerca que pudo sentir el aliento del hombre:

—Un camarada que abandona a un camarada es un perro cobarde, y todos los perros cobardes se merecen una muerte de perro, camarada…

El cuchillo penetró más hondo. Kelso despertó sobresaltado, con un grito en la garganta, los ojos abiertos como platos, la delgada sábana hecha un bollo entre sus manos sudorosas. Aparte de O'Brian, en el compartimiento no había nadie; la oscuridad azulada se veía teñida de un tenue gris. Pasó un momento sin moverse. Oyó la pesada respiración de O'Brian y, cuando finalmente se dio la vuelta, pudo verlo: la cabeza ladeada, la boca abierta, un brazo colgando que casi tocaba el suelo, el otro doblado sobre la frente.

El pánico tardó un par de minutos más en remitir. Estiró la mano por encima del hombro y levantó una esquina de la cortina para ver la hora. Creía que todavía era plena noche, pero, para su sorpresa, pasaban ya un par de minutos de las siete. Había dormido la mayor parte de las nueve horas de viaje.

Apoyado en un codo, levantó un poco más la cortina y vio de golpe que la cabeza de Stalin flotaba por el aire hacia él, en el pálido amanecer, junto a las vías del tren. La cabeza se acercó a la altura de la ventana y pasó a toda velocidad.

Kelso se quedó junto a la ventana, pero no vio a nadie más, sólo la tierra cubierta de maleza más allá de las vías y el débil resplandor de las líneas del tendido eléctrico entre las torres de alta tensión, que parecían bajar en picado y volver a elevarse una y otra vez mientras el tren seguía avanzando pesadamente. Allí no nevaba, pero en el cielo comenzaba a dejarse entrever un vacío frío y blanco.

Habrá sido alguien con una foto, pensó. Una foto de Stalin.

Soltó la cortina y apoyó los pies en el suelo. Despacio, para no despertar a O'Brian. Después se calzó las botas de goma y con cuidado abrió la puerta que daba al pasillo desierto. Ni un alma. Corrió el pestillo al salir y empezó a caminar hacia la cola del tren.

Atravesó un vagón vacío, idéntico al que acababa de dejar, contemplando el paisaje. En los siguientes vagones la gente viajaba mucho más apretujada: dos hileras de literas en compartimientos abiertos a un lado del pasillo, y del otro, una sola hilera longitudinal. Sesenta personas por coche. Maletas y bolsos por todas partes. Algunos pasajeros sentados, bostezando, con los ojos hinchados. Otros todavía roncando, inmunes al traqueteo del vagón. Gente que hacía cola ante un lavabo maloliente. Una madre cambiándole los pañales a su hijo (Kelso olió al pasar el acre hedor a caca de bebé.) Los fumadores apiñados junto a las ventanas abiertas en la otra punta del coche. El agradable frío del aire que se colaba en el vagón.

Atravesó cuatro vagones y estaba a punto de entrar en el quinto —había decidido que éste sería el último, pues había llegado a la conclusión de que se estaba preocupando inútilmente, de que debió de haber soñado y que no había nadie— cuando vio otra fotografía. O, mejor dicho, eran dos fotografías que venían hacia él: una de Stalin, otra de Lenin. Las llevaba en alto una pareja de ancianos, el hombre cubierto de medallas. El tren aminoraba la marcha y se acercaba a una estación, y Kelso pudo verlos de cerca cuando pasaron a su lado: la tez curtida y arrugada, casi morena, los rostros exhaustos. Y unos segundos después los vio volverse, de repente mucho más jóvenes, vio que sonreían y saludaban con la mano a alguien que acababan de ver en el vagón donde Kelso estaba a punto de entrar.

El tiempo parecía ir más despacio, como el tren. Una cuadrilla de peones vestidos con anoraks acolchados, apoyados en sus piquetas y palas, los saludaron levantando sus puños enguantados. El vagón se oscureció al entrar en el andén. Se oía música, muy débil, por encima del ruido metálico de los frenos: el viejo himno nacional soviético…


¡Partido de Lenin!

¡Partido de Stalin!


… y una pequeña banda con uniforme azul claro pasó por la ventana.

El tren se detuvo con un suspiro de frenos neumáticos y Kelso vio el cartel: VOLOGDA. Gente alborozada y vitoreando en el andén. Gente que corría. Abrió la puerta del vagón, y allí, frente a él, estaba el ruso, aún vestido con el uniforme de su padre, dormido, sentado a menos de doce pasos de Kelso, la maleta en el portaequipajes, encima de la cabeza, un espacio vacío a su alrededor, y los pasajeros que no se animaban a acercarse, respetuosos.

El ruso empezaba a despertarse. Movió la cabeza, parpadeó y abrió los ojos. Advirtió que lo observaban y, con recelo, se desperezó. Alguien empezó a aplaudir, y los demás lo imitaron. Los aplausos se extendieron al exterior, donde, en el andén, la gente se había agolpado a mirar por la ventana. El ruso miró alrededor y el temor en su mirada cedió paso al desconcierto. Un hombre movió la cabeza dándole ánimos; sonreía, aplaudía, y él respondió al saludo con idéntico gesto, como si poco a poco comenzara a entender un ritual extraño, y luego se puso a aplaudir suavemente, lo cual sirvió para aumentar la adulación. Asintió con modestia y Kelso imaginó que debía de haberse pasado treinta años soñando con ese momento. «Realmente, camaradas —pa- recía decir su expresión—, sólo soy uno de vosotros (un hombre sencillo, de modales toscos), pero si venerarme os produce algún tipo de placer…»

No era consciente de que Kelso lo miraba —el historiador era sólo una cara más en la multitud—, y al cabo de unos segundos éste se dio la vuelta y comenzó a abrirse camino a través del gentío que pretendía entrar en el vagón a empellones.

Estaba totalmente confundido.

El ruso debió de subir al tren en Arcángel, un minuto después que ellos más o menos; eso era concebible, si había imitado lo que ellos habían hecho y parado un coche. Eso él podía entenderlo.

¿Pero esto?

Tropezó con una mujer que avanzaba por el pasillo, luchando con un par de bolsas de plástico, una bandera roja y una cámara anticuada.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Kelso.

—¿No se ha enterado? ¡El hijo de Stalin viaja en este tren! ¡Es un milagro!

La mujer no podía dejar de sonreír. Tenía unos cuantos dientes de metal.

—Pero ¿cómo lo sabe?

—Lo han pasado por televisión —dijo, como si eso zanjara la cuestión—. ¡Toda la noche! Y cuando desperté, su foto seguía allí, en la pantalla, y decían que lo habían visto en el tren de Moscú.

Alguien la empujó por detrás y la mujer fue a dar contra Kelso. Su cara quedó muy cerca de la de ella. Trató de separarse pero la mujer se aferraba a él, y lo miraba fijamente a los ojos.

—Pero usted… —dijo—, ¡usted lo sabe todo! ¡Fue usted el que salió por la televisión a decir que era cierto! —exclamó la mujer y le rodeó el cuello con sus robustos brazos, golpeándole la espalda con las bolsas—. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Es un milagro!

Kelso vio una enceguecedora luz blanca que se movía por el andén detrás de la cabeza de la mujer. Un foco. Cámaras de televisión. Grandes micrófonos grises. Técnicos que caminaban de espaldas, tropezando unos con otros. Y en medio del tumulto, avanzando a grandes pasos hacia su destino, hablando con absoluta seguridad en sí mismo, rodeado de una falange de guardaespaldas vestidos con chaquetas negras, estaba Vladimir Mamantov.

Kelso tardó varios minutos en avanzar a codazos a través del gentío. Cuando abrió la puerta de su compartimiento, O'Brian estaba mirando por la ventana. El reportero se volvió rápidamente, las manos levantadas con las palmas hacia fuera: a la defensiva, culpable, contrito.

—Vaya, no me imaginaba que pudiera pasar una cosa así, Chiripa, te lo juro…

—¿Qué has hecho?

—Nada…

—Dime qué has hecho.

O'Brian se estremeció y murmuró:

—Les mandé el reportaje.

—¿Qué dices?

—Envié el reportaje —dijo con un tono más desafiante—. Ayer, desde la orilla del río, mientras tú hablabas con él en la cabaña. Reduje las películas a tres minutos cuarenta, le añadí un comentario, las digitalicé y las envié por satélite. Estuve a punto de decírtelo anoche, pero no quería que te alteraras…

—¿Alterarme?

—Vamos, Chiripa, creía que lo más probable era que el reportaje nunca llegara. La batería podría haber fallado o algo por el estilo. Que el equipo estuviera estropeado por los disparos…

Kelso se esforzaba por seguir el ritmo de los acontecimientos: el ruso en el tren, la agitación, Mamantov. En ese momento se percató de que aún no habían salido de Vologda.

—Esas películas… ¿a qué hora las habrán visto aquí?

—Puede que a las nueve de anoche.

—¿Y con qué frecuencia las habrán pasado? ¿A menudo? ¿Cada hora?

—Supongo que sí.

—¿Durante once horas? ¿Y en otras cadenas también? ¿Las habrán vendido a las redes rusas?

—Se las habrán dado a los rusos. Es una buena propaganda, ¿no crees? La CNN probablemente las cogió. Sky. BBC World… —No podía evitar mostrarse satisfecho.

—¿Y también usaste la entrevista conmigo, la entrevista en la que hablo del cuaderno?

O'Brian volvió a levantar las manos, a la defensiva.

—Venga, de eso no sé nada. Quiero decir, vale, también la tenían, seguro. La monté y la envié desde Moscú antes de marcharnos.

—Eres un irresponsable hijo de puta —dijo Kelso lentamente—. ¿Sabes que Mamantov está en el tren?

—Sí. Acabo de verlo —dijo, y echó una mirada nerviosa a la ventanilla—. Me pregunto qué andará haciendo por aquí.

Hubo algo en la manera en que dijo esta última frase —un ligero tono de falsedad; la pretensión de tomarse el asunto a la ligera— que hizo que Kelso se quedara paralizado. Después de una larga pausa, Kelso le preguntó:

—¿Te contrató Mamantov para esto?

O'Brian vaciló y Kelso tomó conciencia de perder ligeramente el equilibrio, como un boxeador a punto de caer por última vez, o un borracho.

—Pero por Dios, O'Brian, tú montaste…

—No, no es cierto. De acuerdo, admito que Mamantov me llamó una vez; ya te dije que nos encontramos un par de veces. Pero todo este asunto: buscar el cuaderno, venir aquí, no, eso fue todo asunto nuestro, te lo juro. Asunto tuyo y mío. No tenía idea de lo que íbamos a encontrar.

Kelso cerró los ojos. Era una pesadilla.

—¿Cuándo te llamó?

—Al comienzo de todo. Sólo me dio una pista. No mencionó a Stalin ni nada de los demás.

—¿Al comienzo de todo?

—La noche antes del simposio. Dijo: «Vaya al Instituto de Marxismo-Leninismo con la cámara, señor O'Brian», ya sabes cómo habla. «Busque al señor Kelso, pregúntele si quiere hacer alguna declaración.» Eso fue todo lo que dijo. De todos modos, sus consejos siempre son buenos, por eso fui. Cono —dijo, riendo—, ¿por qué otra cosa crees que fui? ¿Para filmar a un grupo de historiadores que hablaban sobre los archivos? ¡Hazme el favor!

—Irresponsable, taimado y cabrón…

Kelso avanzó un paso y O'Brian retrocedió. Pero Kelso no le hizo caso. Tenía una idea mejor. Bajó la chaqueta del portaequipajes.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó O'Brian.

—Lo que habría hecho al principio, si hubiera sabido la verdad. Voy a destrozar este maldito cuaderno.

Kelso sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta.

—Pero así vas a arruinarlo todo —protestó O'Brian—. Sin cuaderno, sin pruebas, no hay reportaje. Pareceremos dos gilipollas.

—Perfecto.

—Creo que no dejaré que lo hagas…

Fue la sorpresa del golpe tanto como la fuerza del mismo lo que lo derribó. El compartimiento quedó patas arriba y él tumbado de espaldas.

—No me obligues a golpearte otra vez —le rogó O'Brian, inclinándose sobre él—. Por favor, Chiripa. Me caes demasiado bien para hacerlo.

Le tendió la mano, pero Kelso se apartó. No podía recobrar el aliento. Tenía la cara hundida en el polvo. Bajo las manos podía sentir las pesadas vibraciones de la locomotora. Se llevó los dedos a la boca y se tocó el labio. Sangraba ligeramente. Sabía a sal. La locomotora se puso en marcha otra vez, como si el maquinista se hubiera cansado de esperar, pero el tren siguió sin moverse.

33

En Moscú, el coronel Yuri Arseniev, haciendo torpes malabarismos con modernas tecnologías, tenía un auricular metido entre el hombro y la oreja y un mando a distancia de televisión en sus manos rechonchas. Apuntó con el mando a la gran pantalla de televisión que tenía en una esquina del despacho e intentó desesperadamente subir el volumen tocando primero el botón del brillo y luego el del contraste antes de poder, al fin, oír lo que decía Mamantov.

«…he volado hasta aquí, desde Moscú, en cuanto oí la noticia. Por lo tanto, estoy a bordo de este tren para ofrecer mi protección, y la protección del movimiento Aurora, a esta figura histórica. Desafiamos al gran usurpador fascista que hoy ocupa el Kremlin a que intente impedirnos llegar juntos a la que una vez fue, y volverá a ser, sede del poder soviético…»

Las últimas doce horas ya habían ofrecido una sucesión de sorpresas desagradables al jefe de la Dirección de RT, pero ésta era la peor. Primero, a las ocho de la noche anterior se había producido la ansiosa llamada informando que el cuartel general de la Spetsnaz había perdido la comunicación con Suvorin y su unidad en el bosque. Luego, una hora más tarde, la primera cadena empezó a transmitir las películas del lunático, radiante en su choza («Así es la ley de los explotadores, cebarse en los atrasados y los débiles. Es la ley de la jungla del capitalismo…»). Las noticias de que lo habían visto en el tren nocturno Arcángel-Moscú llegaron a Yasenevo justo antes del amanecer, y en Vologda se formaron grupos improvisados de unidades de la Milicia y del MVD para detener el tren. ¡Y ahora esto!

Bueno, una cosa era atrapar a un hombre al amparo , de la oscuridad en algún mísero apeadero como Konosha o Yertsevo. Pero tomar por asalto un tren a plena ' luz del día, ante todos los medios de comunicación, en una ciudad de la importancia de Vologda y con V. P. Mamantov y sus matones de Aurora dispuestos a montar una bronca… eso era algo completamente distinto. ;

Arseniev había llamado al Kremlin.

Por lo tanto, lo que estaba oyendo era el discurso lento y pesado de Mamantov, por segunda vez: una vez por televisión en su propio despacho, y luego una segunda vez, pocos minutos después, al teléfono, filtrado por el sonido de la dificultosa respiración de un hombre enfermo. Al fondo, al otro lado de la línea, alguien gritaba; había ruidos de fondo, pánico y conmoción. Oyó el tintineo de cristales y el gorgoteo de un líquido que se vertía.

Oh, por favor, no, pensó. Que no sea vodka. Por favor. No precisamente él. No a esta hora de la mañana…

En la pantalla, Mamantov se había dado la vuelta para subir al tren. Saludaba a las cámaras. La orquesta tocaba. La gente aplaudía.

Arseniev podía sentir las sacudidas de su corazón, cómo se le cerraban los bronquios. Meter aire en sus pulmones era como chupar barro por una pajita.

Aspiró un par de veces de su inhalador.

—No —gruñó la voz familiar al oído de Arseniev, y la línea quedó muerta.

—No —dijo jadeando Arseniev rápidamente, señalando a Vissari Netto.

—No —dijo Netto, sentado en el sofá, también con un auricular en la mano, conectado por un circuito militar de seguridad al comandante del MVD en Vologda—. Repito: no hagan nada. Detenga a sus hombres. Deje que el tren arranque.

—Decisión correcta —dijo Arseniev, y colgó—. Podrían haberse producido incidentes. No habría quedado bien.

«Quedar bien» era lo único que importaba en ese momento.

Arseniev permaneció un rato sin decir nada, mientras contemplaba, con malestar creciente, esta bifurcación final en el camino de su vida. Una ruta, así le parecía, lo llevaba a la jubilación, una buena pensión y una dacha; la otra, al despido casi seguro, una investigación oficial por tentativas ilegales de asesinato y, con toda seguridad, la cárcel.

—Abandone toda la operación —dijo.

La pluma de Netto comenzó a deslizarse por su bloc de notas. En lo profundo de las carnosas cuencas, hundidos como un par de bayas en un buñuelo, los pequeños ojos de Arseniev parpadearon en señal de alarma.

—¡No! ¡No escriba nada! Limítese a actuar. Quiten la vigilancia del apartamento de Mamantov. Quítenle la protección a la chica. Aborten toda la operación.

—¿Y Arcángel, coronel? Todavía tenemos un avión a la espera del comandante Suvorin.

Arseniev se acarició su grueso cuello. En su mente infinitamente fértil comenzaba a tomar forma la posibilidad de una reunión informativa para los medios de comunicación extranjeros: «Noticias de disparos en el bosque de Arcángel… incidente lamentable… un oficial bribón quiso hacer las cosas por su cuenta… desobedeciendo estrictas órdenes… trágico final… sinceras disculpas…»

Pobre Feliks, pensó Arseniev.

—Ordene que regrese a Moscú… Era como si el tren hubiera estado detenido demasiado tiempo, de modo que cuando finalmente soltaron los frenos, saltó hacia adelante y enseguida se detuvo bruscamente, y O'Brian, como el badajo de una campana, fue a dar primero contra la parte delantera y luego contra la parte trasera del compartimiento. La cartera se le escurrió entre las manos.

Muy lentamente, chirriando y quejándose, y con la misma velocidad infinitesimal con que salieron de Arcángel, la locomotora comenzó a sacarlos de Vologda.

Kelso seguía en el suelo.

«Sin cuaderno, sin pruebas, no hay reportaje.»

Se arrojó al suelo para coger la cartera, la levantó con una mano, llevó los dedos de la otra al picaporte, y, estaba tratando de ponerse de pie, cuando sintió que O'Brian lo agarraba por las piernas y lo arrastraba hacia atrás. El picaporte giró, la puerta se abrió y Kelso salió al pasillo alfombrado dando frenéticas patadas con los talones en la cabeza de O'Brian. Sintió el agradable contacto de la suela de goma de sus botas contra el cuerpo del reportero. Luego un grito de dolor. La bota se le salió y la dejó atrás, como un lagarto que pierde la punta de la cola. Se alejó cojeando por el pasillo, con un pie al aire enfundado en un calcetín.

En el estrecho corredor se había producido un atasco de ansiosos pasajeros —«¿Han oído? ¿Será cierto?»— y resultaba imposible avanzar deprisa. O'Brian lo seguía y hasta se oían sus gritos. Al final del vagón, Kelso vio que la ventana de la puerta estaba abierta y consideró la posibilidad de arrojar la cartera a las vías. Pero el tren aún no había dejado Vologda, iba a muy poca velocidad, y el cuaderno aterrizaría intacto, pensó, y sin duda lo encontrarían…

—¡Chiripa!

Entró en el siguiente vagón y se dio cuenta demasiado tarde de que regresaba a la cabeza del tren, lo cual era un error, pues significaba Mamantov y sus matones, y en realidad por ahí ya venía uno de los hombres de Mamantov, a toda prisa por el pasillo en dirección a él, abriéndose camino a codazos y empujones.

Kelso cogió el picaporte que tenía más cerca. Estaba cerrado con llave. Pero el segundo picaporte giró y casi cayó de bruces en un compartimiento vacío. Cerró la puerta al entrar. Dentro estaba oscuro, las cortinas bajas, las literas sin hacer, un olor acre a sudor masculino; quien fuera que lo había ocupado debió de bajarse en Vologda. El hombre de Aurora golpeaba la puerta, le gritaba que abriera. El picaporte se movía con furia. Kelso abrió la cartera y sacó el famoso cuaderno. Tenía el mechero en la mano cuando la cerradura cedió. Las persianas del apartamento de Zinaida Rapava estaban bajadas. Las luces estaban apagadas. La pantalla de televisión parpadeaba en el rincón de la pequeña vivienda como un frío fuego azul.

Un policía de paisano había montado guardia en el rellano toda la noche —nada menos que Bunin, y luego otro hombre—, y un coche de la Milicia seguía aparcado ostentosamente frente a la entrada del edificio. Fue Bunin el que le había dicho que tuviera las persianas bajas y que no saliera. A Zinaida no le gustaba Bunin, y sin embargo no podía decirse que ella no le gustara a él. Cuando le preguntó cuánto tiempo tendría que seguir así, Bunin se había encogido de hombros. ¿Era una prisionera, entonces? Bunin volvió a encogerse de hombros.

Se había pasado la mayor parte de las últimas veinte horas echada en la cama en posición fetal, escuchando a los vecinos que volvían del trabajo y luego a algunos que salían. Más tarde, los oyó prepararse la cama. Y, tumbada en la oscuridad, había descubierto que mientras algo le mantenía ocupada la vista podía evitar ver a su padre, podía tener a raya la imagen de la figura rota; por eso se había pasado la noche mirando la televisión. Hasta que en un momento, al pasar de un concurso a una película americana en blanco y negro, había dado por casualidad con las películas del bosque.

«La libertad sola no basta ni mucho menos… Es muy difícil, camaradas, vivir únicamente de libertad…»

Había mirado hipnotizada cómo, durante el transcurso de la noche, la historia se extendía como una mancha por las distintas cadenas, hasta poder recitarla de memoria. Vio el garaje de su padre, y el cuaderno, y a Kelso que pasaba las páginas («es auténtico, apostaría cualquier cosa a que es auténtico»). Vio a la anciana que indicaba un lugar en un mapa. Vio al desconocido atravesar el claro del bosque y mirar a la cámara mientras hablaba, mientras soltaba un discurso que rezumaba odio y que no lograba recordar por qué le sonaba tanto, hasta que se acordó que su padre a veces ponía un disco con ese discurso cuando ella era una niña.

(«Tendrías que escuchar esto, niña… a lo mejor aprendes algo.»)

Daba miedo ese hombre, cómico y siniestro —como Zhirinovsky, o Hitler—, y cuando informaron que lo habían visto en el tren de Moscú, de camino al sur, Zinaida se sintió casi como si viniera a buscarla a ella. Podía imaginárselo cruzar los vestíbulos de los grandes hoteles, las botas resonando sobre el mármol, el abrigo ondeando detrás de él mientras rompía los escaparates de las tiendas elegantes, arrojaba a los extranjeros a la acera y seguía buscándola. Podía verlo en el Robotnik, tirando al suelo la barra, llamando putas a las muchachas y gritándoles que se cubrieran. Borraría todos los signos occidentales, haría añicos los tubos de neón, vaciaría las calles, cerraría el aeropuerto…

Sabía que deberían haber quemado ese cuaderno.

Fue más tarde, cuando estaba en el dormitorio, desnuda de cintura para arriba, echándose agua fría en los ojos enrojecidos por el insomnio, cuando oyó por televisión el nombre de Mamantov. Y lo primero que pensó fue, ingenuamente, que lo habían detenido. Después de todo, eso había prometido Suvorin, ¿no?

«Vamos a encontrar al hombre que le hizo algo tan terrible a su padre, y voy a hacerlo encerrar.»

Zinaida cogió una toalla y volvió a sentarse frente a la pantalla; se secó la cara y lo miró bien: oh, sí, sabía que era él, no le cabía duda, de él podía esperarse una cosa así. Parecía un hijo de puta despiadado e imperturbable, con esas gafas con montura de alambre y esos labios delgados y duros, el sombrero y el abrigo estilo soviético. Parecía capaz de todo. Estaba diciendo algo acerca del «usurpador fascista del Kremlin» y Zinaida tardó un minuto en darse cuenta de que en realidad no lo estaban arrestando. Al contrario: lo trataban con respeto. Avanzaba hacia el tren. Iba a subir. Nadie iba a detenerlo. Hasta pudo ver a un par de hombres de la Milicia que lo vigilaban. Al posarse en el escalón del tren, se volvió y saludó con la mano. Las luces parpadearon. Enseñó su reluciente sonrisa de verdugo y desapareció.

Zinaida se quedó mirando la pantalla.

Rebuscó en los bolsillos de su chaqueta hasta que encontró el número de teléfono que le había dado Suvorin.

Llamó. No contestó nadie.

Colgó con calma, se envolvió con la toalla y abrió la puerta.

No había nadie en el rellano.

Volvió a entrar en el apartamento y descorrió la persiana.

Ni señales de coches de la policía. Sólo el habitual tráfico de la mañana de sábado que empezaba a dirigirse al mercado de Izmaylovo.

Después, varios testigos afirmaron haberla oído llorar, incluso por encima del ajetreo de la calle. Kelso estaba aturdido por una calma humillante. Lo obligaron a sentarse en la banqueta, le quitaron la cartera y los papeles, cerraron la puerta, y el joven de cazadora negra se sentó frente a él y estiró una pierna por el estrecho pasillo para impedir que su prisionero se moviera.

Se abrió la cremallera de la cazadora lo suficiente para que Kelso viera la sobaquera, y entonces Kelso lo reconoció: era el guardaespaldas personal de Mamantov, del apartamento de Moscú. Un tipo corpulento y con cara de niño, con el párpado izquierdo colgante y el labio inferior fofo; algo en la manera en como apoyaba la bota contra el muslo izquierdo de Kelso, apretujándolo contra la ventana, sugería que hacer daño a los demás era para él el auténtico placer de la vida: que necesitaba la violencia igual que un nadador necesita el agua.

Kelso recordó el cuerpo retorcido de Papu Rapava y empezó a sudar.

—Eres Viktor, ¿verdad?

No le contestó.

—¿Cuánto tiempo se supone que debo de quedarme aquí, Viktor?

Tampoco le contestó esta vez, y tras un par de tentativas exigiendo que lo liberara, Kelso desistió. Oía el ruido de las botas en el pasillo, y tenía la impresión de que estaban vigilando todo el tren.

Pasaron varias horas sin que ocurriera nada.

A las diez y veinte el tren hizo la parada prevista en Danilov, y en la estación aprovecharon para subir al tren más partidarios de Mamantov.

Kelso preguntó si, por lo menos, podía ir al lavabo.

El guardaespaldas no contestó.

Más tarde, fuera de la ciudad de Yaroslavl, pasaron por una fábrica abandonada con una oxidada Orden de Lenin fijada a la fachada sin ventanas. En el techo se veía la silueta de una fila de jóvenes, los brazos alzados con el saludo fascista.

Viktor miró a Kelso y sonrió, y Kelso apartó la vista. En Moscú, el apartamento de Zinaida Rapava estaba vacío.

Los Klim, que vivían en el apartamento de abajo, más tarde juraron que la habían oído salir poco después de las once. Pero el viejo Amosov, que estaba en la calle arreglando el coche, justo enfrente del bloque de apartamentos, insistió en que era más tarde: más hacia el mediodía, creía él. Zinaida pasó por su lado sin pronunciar palabra, lo cual no era raro en ella —andaba con la cabeza gacha y llevaba gafas de sol, cazadora de cuero, téjanos y botas—. Se dirigía hacia la estación de metro de Semyonovskaya.

No tenía el coche, que seguía aparcado delante del edificio de su padre.

Nadie volvió a verla hasta casi una hora más tarde, a la una, cuando apareció en la parte de atrás de Robotnik. Una mujer de la limpieza, Vera Yanukova, la reconoció y la dejó entrar, y Zinaida fue al guardarropa y retiró una bolsa de cuero (enseñó el ticket; no había error). La mujer le abrió la entrada principal para que saliera, pero Zinaida prefirió marcharse por donde había venido, evitando así los detectores de metales que se ponían automáticamente en marcha cuando se abría la puerta.

De acuerdo con la mujer de la limpieza, estaba nerviosa cuando llegó, pero una vez tuvo la bolsa en su poder parecía de buen humor, tranquila y dueña de sí misma.

34

¿Se quedó dormido Kelso? Más tarde él mismo se preguntó si era posible, pues no tenía ningún recuerdo real de esa larga tarde hasta que oyó pasos en el pasillo y el sonido de alguien que llamaba despacio a la puerta. Y para entonces ya estaban en la periferia norte de Moscú, bañada por la baja luz de octubre que ya caía sobre las interminables hileras de hierro y hormigón de la ciudad.

Viktor bajó despreocupadamente el pie del banco, se levantó y se subió los pantalones. Después quitó la navaja del mecanismo de la cerradura y entreabrió la puerta unos centímetros, y luego por completo. El guardaespaldas se puso rígido, en posición de firmes, y de repente Vladimir Mamantov atravesó el umbral y entró en el compartimiento, trayendo consigo el mismo extraño olor a alcanfor y ácido fénico que Kelso recordaba de su apartamento. Y el mismo puñado de cerdas oscuras en el hoyuelo del mentón.

Era todo sonrisas falsas y disculpas: que cuánto lamentaba que a Kelso le hubieran causado molestias, y qué pena no haber podido encontrarse antes durante el viaje, pero había tenido que atender asuntos más apremiantes. Estaba seguro de que Kelso lo entendía.

Tenía el abrigo desabrochado, la cara lustrosa por el sudor. Mamantov arrojó el sombrero al banco de enfrente de Kelso y se sentó junto a él. Cogió la cartera, sacó los documentos y le hizo señas a Viktor de que se sentara al lado de Kelso; después, llamó al segundo guardaespaldas, que se había quedado en el pasillo, para que cerrara la puerta y no dejara entrar a nadie.

Éste no era el Mamantov que Kelso había conocido siete años antes al salir de la cárcel. Este tampoco era el Mamantov que había visto unos días antes esa misma semana. Éste era Mamantov en su mejor momento otra vez. Mamantov rejuvenecido. Mamantov redux.

Kelso lo miró mientras los gruesos dedos de Mamantov hojeaban el cuaderno y los informes del NKVD.

—Bien —dijo con brusquedad—, excelente. Todo está aquí, creo. Dígame, ¿en serio pensaba destruir todo esto?

—Sí.

—¿Todo?

—Sí.

Miró a Kelso asombrado y sacudió la cabeza.

—Y sin embargo usted anda siempre quejándose y diciendo que hay que desclasificar todos los documentos históricos y estudiarlos.

—A pesar de todo lo habría destruido. Para frenarlo a usted.

Kelso sintió la creciente presión del codo de Viktor en sus costillas; sabía que el joven estaba deseando una ocasión para hacerle daño.

—¡Ah! ¿Entonces hay que dar vía libre a la historia sólo cuando se adecúa a los intereses personales de los que dirigen los archivos? — Mamantov volvió a sonreír—. ¿Ha quedado alguna vez más al descubierto el mito de la «objetividad» de Occidente? Ya veo que tendré que volver a guardarme estos documentos para que estén a buen recaudo.

—¿Volver a guardárselos? —dijo Kelso, que no pudo evitar un tono de incredulidad en su voz—. ¿Me está diciendo que ya los tenía antes?

Mamantov ladeó la cabeza con elegancia.

En efecto. Mamantov había vuelto a poner los papeles en la cartera y abrochó las correas. Sin embargo, por alguna razón aún no podía marcharse. Después de todo, había esperado mucho tiempo este momento. Quería que Kelso supiera. Habían pasado quince años desde que Yepishev le hablara por primera vez de este «cuaderno de hule negro», y nunca había perdido la fe en que algún día lo encontraría. Y luego, como un milagro, en las horas más oscuras de la causa, ¿quién apareció en las listas de miembros de Aurora sino el mismísimo Papú Rapa-va, cuyo nombre había aflorado con tanta frecuencia en los archivos del KGB? Mamantov lo había mandado llamar. Y después, por fin, vacilante y de mala gana al principio, pero finalmente por lealtad a su nuevo jefe, Rapava le había contado lo ocurrido la noche del ataque de apoplejía de Stalin.

Mamantov había sido el primero en oír esa historia.

Eso había tenido lugar un año antes.

Había tardado nueve meses enteros en entrar en el jardín de la mansión de Beria, en la calle Vspolni. ¿Y sabe lo que había tenido que hacer? ¿No? Había tenido que montar una promotora inmobiliaria — Moskprop— y comprar el maldito lugar a sus propietarios, el antiguo KGB, aunque la verdad es que no había sido demasiado difícil, porque Mamantov tenía muchos amigos en la Lubianka, amigos que, por una comisión, vendían sin problemas bienes públicos por una fracción de su auténtico valor. Algunos lo llamaban corrupción, o incluso robo. Pero él prefería la palabra occidental: privatización.

En virtud de las condiciones de su contrato de arrendamiento, los tunecinos habían sido echados en agosto, y Rapava había llevado a Mamantov hasta el lugar exacto del jardín. Alguien había retirado la caja de herramientas. Mamantov había leído el cuaderno y volado a Arcángel, siguiendo exactamente la misma ruta que Kelso y O'Brian hacia el corazón del bosque. Y había visto la posibilidad en el primer momento. Pero él también tenía el don —el genio, lo llamaría él, pero dejaba que eso lo juzgaran los otros—, el ingenio, digamos, de reconocer lo que Kelso había demostrado con tanta autoridad: que la historia, al final, es una cuestión subjetiva y no objetiva.

—Supongamos que yo hubiera regresado a Moscú con nuestro común amigo, que hubiera convocado una rueda de prensa y anunciado que era el hijo de Stalin. ¿Qué habría pasado? Yo se lo diré. Nada, no me habrían hecho caso. Se habrían reído de mí. Y acusado de falsificación. ¿Y por qué? —Señaló a Kelso con el dedo índice—. Porque los medios de comunicación están en manos de fuerzas cosmopolitas que odian a Vladimir Mamantov y a todo lo que representa. Oh, pero si el doctor Kelso, el niño mimado de los cosmopolitas… sí, si Kelso le dice al mundo entero: «Mirad, os traigo al hijo de Stalin», eso es otra cosa, naturalmente.

Por eso habían convencido al hijo de que esperase unas semanas más, hasta que otros desconocidos aparecieran con el cuaderno.

(Y eso explicaba muchas cosas, pensó Kelso: la extraña sensación experimentada en Arcángel, la sensación de que, de alguna manera, lo habían estado esperando: el funcionario comunista, Vavara Safanova, el propio hijo de Stalin: «¿Sois vosotros, eh? ¿De verdad sois vosotros? Y yo soy el que andáis buscando…»)

—¿Y por qué yo? —preguntó.

—Porque me acordé de usted. Recordé cómo se ganó mi confianza para entrevistarme cuando yo acababa de salir de Lofortovo después del golpe. Recordé su jodida arrogancia, su confianza en que usted y los suyos habían ganado y que yo estaba acabado. Esa mierda que escribió sobre mí… ¿Qué fue lo que dijo Stalin? «Elegir la víctima, preparar minuciosamente los planes, consumar una venganza implacable y después irse a dormir… No hay nada más dulce en el mundo.» Dulce. Eso es. Nada más dulce en el mundo. Zinaida Rapava llegó a la estación Yaroslavl de Moscú unos minutos después de las cuatro. (Las autoridades nunca pudieron comprobar fehacientemente qué hizo en las tres horas desde que salió de Robotnik, aunque testigos sin confirmar hablan de una mujer que responde a su descripción en el cementerio de Troekurovo, donde estaban enterrados su madre y su hermano.)

En todo caso, a las cuatro y cinco se acercó a un empleado de la red de ferrocarriles rusos. Más tarde, el hombre no supo decir por qué ella se le quedó grabada en la memoria cuando había tanta gente dando vueltas por ahí ese día: tal vez por las gafas de sol que llevaba pese a la oscuridad perpetua que reinaba bajo las arcadas de la estación.

Como el resto, quería saber a qué andén llegaba el tren procedente de Arcángel.

Ya se estaba formando una aglomeración de gente, y los representantes de Aurora hacían lo posible por mantener el orden. Habían acordonado una pasarela y montado un entarimado para las cámaras. Repartían banderas: el águila zarista, la hoz y el martillo, el emblema de Aurora. Zinaida cogió una pequeña bandera roja, y tal vez era eso, o tal vez la cazadora de cuero, lo que la hacía parecer una típica activista de Aurora, pero, fuera lo que fuese, se aseguró una excelente posición, junto a la cuerda, y nadie la molestó.

Se la vio ocasionalmente en algunas de las cintas de vídeo filmadas esa tarde antes de la llegada del tren: fría, solitaria, esperando. El tren pasaba lentamente por las estaciones suburbanas. Compradores curiosos, típicos personajes de la tarde del sábado, miraban para ver por qué tanto alboroto. Un hombre levantó en brazos a un niño para que saludara, pero Mamantov estaba demasiado concentrado en la conversación como para darse cuenta.

Estaba contando cómo había atraído a Kelso a Rusia, y eso, dijo, era el toque del que más orgulloso estaba: era una treta digna del mismo Josiv Vissarionovich. Había arreglado que una compañía que tenía en Suiza, una tapadera —una empresa familiar respetable: llevaba siglos explotando a los trabajadores—, se pusiera en contacto con el Rosarjiv y le ofreciera patrocinar un simposio sobre la apertura de los archivos soviéticos.

Mamantov se golpeó la rodilla con regocijo.

Al principio, el Rosarjiv no quería invitar a Kelso; ¡imagínese!, pensaron que ya no tenía «el nivel suficiente en la comunidad académica», pero Mamantov, a través de los patrocinadores, había insistido, y tres meses después, qué duda cabía, ahí estaba el doctor Kelso, de vuelta en la ciudad, en su habitación de hotel, todos los gastos pagados, revolcándose en nuestro pasado como un cerdo en la mierda, sintiéndose superior a nosotros, diciéndonos que nos sintiéramos culpables cuando la única razón por la que estaba ahí era para revivir el pasado.

¿Y Papú Rapava?, preguntó Kelso. ¿Qué había pensado él del plan?

Por primera vez, el rostro de Mamantov se ensombreció.

Rapava había dicho que el plan le gustaba. Eso era lo que había dicho. ¿Para escupir en la sopa de los capitalistas y mirar después cómo se la tomaban? ¡Oh, sí, por favor, camarada coronel! ¡El plan le encantaba! Se suponía que iba a soltarle su historia a Kelso esa noche, luego llevarlo directamente a la vieja casona de Beria donde desenterrarían juntos la caja de herramientas. Mamantov le había pasado el dato a O'Brian, que le prometió aparecer con sus cámaras en el Instituto de Marxismo-Leninismo a la mañana siguiente. El simposio sería la perfecta rampa de lanzamiento. ¡Qué reportaje! Se desencadenaría un frenesí de transmisiones. Mamantov lo había calculado todo.

Pero después, nada. Kelso había llamado al día siguiente por la tarde y fue entonces cuando Mamantov se enteró de que Rapava había fracasado en el cumplimiento de su misión: que le había contado la historia, pero que después había escapado.

—¿Por qué? —preguntó Mamantov con ceño—. ¿Le habló usted de dinero?

Kelso asintió.

—Le ofrecí una parte de las ganancias.

Una mueca de desprecio asomó en el rostro de Mamantov.

—Que usted intentara enriquecerse, me lo esperaba; ésa fue otra de las razones por la que lo seleccioné. Pero ¿él…? —dijo, y sacudió la cabeza en señal de disgusto, antes de añadir en voz baja—: Los seres humanos tarde o temprano te defraudan.

—Quizá él habrá pensado lo mismo de usted —repuso Kelso—. Visto lo que le hizo.

Mamantov miró a Viktor y en ese instante algo pasó entre el hombre mayor y el más joven —una mirada casi de intimidad sexual—, y Kelso supo que se habían cargado a Papu Rapava entre los dos. Debió de haber más gente implicada, pero esos dos eran el núcleo: el oficial y el aprendiz.

Sintió que empezaba a sudar otra vez.

—Pero él nunca le dijo dónde lo había escondido, ¿verdad?

Mamantov frunció el entrecejo, como si quisiera recordar algo.

—No —respondió en voz baja—. No. Era duro de pelar, eso se lo concedo. No es que importe. Los seguimos a usted y a la muchacha la mañana siguiente, les vimos recoger el material. Al final, la muerte de Rapava no cambió nada. Ahora lo tengo todo en mi poder.

Silencio.

El tren había aminorado la marcha y avanzaba lentamente. Más allá de los techos planos, Kelso vio la torre de la televisión.

—El tiempo apremia —dijo Mamantov de repente—, y el mundo está esperando.

Cogió la cartera y el sombrero.

—He estado pensando en usted —le dijo a Kelso al ponerse de pie, mientras comenzaba a abotonarse el abrigo—. Pero la verdad es que no consigo creer que pueda perjudicarnos. Usted puede retirar su autentificación de los documentos, por supuesto, pero eso ahora no importa mucho, salvo que quiera hacer el ridículo. Son auténticos: un grupo de expertos independientes lo constatará dentro de un día o dos. Es cierto que usted puede también presentar algunas acusaciones en relación con la muerte de Papú Rapava, pero no hay ninguna prueba. — Mamantov se inclinó para mirarse en el pequeño espejo que había encima de la cabeza de Kelso, y se enderezó el ala del sombrero para estar listo cuando aparecieran las cámaras—. No. Creo que lo mejor que puedo hacer es dejarlo que observe lo que ocurre a continuación.

—A continuación no va a ocurrir nada —dijo Kelso—. No olvide que he hablado con esa criatura suya… En cuanto abra la boca, la gente se echará a reír a carcajadas.

—¿Quiere apostar? —Mamantov le tendió la mano—. ¿No? Es usted prudente. Lenin dijo: «Lo más importante de cualquier esfuerzo es participar en la lucha, y aprender de ese modo qué hay que hacer a continuación.» Y eso vamos a hacer ahora. Por primera vez en casi quince años, vamos a estar en condiciones de empezar una lucha. Y qué lucha, Viktor.

El joven se puso de pie de mala gana, echándole antes una mirada final y nostálgica a Kelso.

El pasillo estaba atiborrado de gente vestida con cazadoras de cuero negro.

—Fue por amor —dijo Kelso cuando Mamantov se iba.

—¿Qué? —preguntó éste y se volvió para mirarlo.

—Rapava. Ese fue el motivo por el que no me llevó adonde estaban los documentos. Usted dijo que lo hizo por dinero, pero no creo que quisiera el dinero para él. Lo quería para su hija. Para resarcirla de todo. Fue por amor.

—¿Amor? —repitió Mamantov incrédulo. Saboreó la palabra en su boca como si no le resultara familiar: tal vez el nombre de una siniestra nueva arma, o una conspiración mundial capitalista-sionista recién descubierta—. ¿Amor?

Pero era inútil, no podía entenderlo; sacudió la cabeza y se encogió de hombros. La puerta se cerró y Kelso se desplomó en su asiento. Un par de minutos más tarde oyó un ruido parecido a un viento en el bosque y se acercó a la ventana. Más adelante, en una extensión de la vía, vio una masa de color que, a medida que entraban en el andén, fue haciéndose más nítida: caras, pancartas, banderas, un podio, una alfombra roja, cámaras, gente que esperaba detrás de las cuerdas, Zinaida… Ella lo divisó en el mismo instante y durante unos breves segundos sus miradas se fundieron. Zinaida vio que empezaba a ponerse de pie, que decía algo, que le hacía señas, pero luego alguien se lo llevó y lo perdió de vista. La monótona procesión de vagones verdes, salpicados de barro tras el largo viaje, pasó traqueteando lentamente y pronto se detuvo con una sacudida; la multitud, que llevaba media hora festejando alborozada, calló de repente.

Jóvenes con cazadoras de cuero saltaron de inmediato del tren delante de ella. Zinaida vio la sombra de la gorra de un guardia que se movía detrás de una ventana.

Sacó el revólver del bolso y lo escondió dentro de su cazadora; podía sentir la fría seguridad del metal en la palma de la mano. Se le había formado un nudo en el estómago que no era miedo, sino una tensión que ansiaba ser liberada.

En su mente lo vio con toda claridad, cada cicatriz de su cuerpo era una marca de su amor por ella.

«¿Quién es tu único amigo, mi niña?»

Algo se movió en la puerta del vagón. Los dos hombres descendían juntos.

«Tú, papá.»

Estaban juntos en el escalón más alto, saludando, tan cerca de ella que casi podía tocarlos. La gente los vitoreaba. La multitud se apiñaba a sus espaldas. No podía fallar.

«¿Y quién más?»

Sacó el revólver y apuntó.

«Tú, papá. Tú…»

Загрузка...