CUANDO dos de los miembros de más edad del consejo de administración se pusieron a preguntar cosas que ya se habían hablado, Atreus dejó vagar su mirada hasta la escultura de bronce Art Decó que había al fondo de la habitación. Se trataba de una voluptuosa bailarina española medio desnuda.
La primera vez que había presidido aquellas reuniones, se había quedado estupefacto al ver tan sensual obra de arte, pues no encajaba con el carácter recio y conservador de su abuelo.
– Me recuerda a mi primer amor -le había confesado el anciano con un brillo nostálgico en los ojos-. Se casó con otro.
Atreus tenía muy claro que las mujeres que él frecuentaba jamás actuarían así. Para empezar porque les encantaba el dinero y no había quien se las quitara de encima. Desde la adolescencia lo habían asediado con sus encantos mujeres de todo tipo que buscaban su dinero.
Por supuesto, su físico también ejercía gran atracción, pues medía casi un metro noventa, tenía el pelo negro como el carbón y unos preciosos ojos azabache. Era tal su éxito con las mujeres que ya en dos ocasiones le habían acusado de ser el padre de dos niños. Aquello lo había llevado a decidir casarse única y exclusivamente con una mujer de igual fortuna y clase que él.
Su padre, ya fallecido, había llevado una vida ejemplar hasta los cuarenta años, cuando, de manera inexplicable, se había fugado con una modelo famosa por subirse a las mesas a bailar.
Tanto su padre como su madre se habían entregado a las excentricidades y a los excesos y él se había perdido por el camino. En realidad, prácticamente lo habían criado sus tíos paternos, mucho más estrictos que sus progenitores y, por eso, a Atreus no le gustaba nada que se saliera de los cánones marcados.
Ése había sido el gran error de su padre. No sería el suyo.
Aun así, aquella escultura de formas sinuosas le gustaba y le recordaba a un episodio que había tenido lugar unas semanas antes en su casa de campo. Una tarde había salido a pasear por el bosque y se había encontrado con una mujer de pelo castaño y curvas muy femeninas bañándose desnuda en el río.
En un principio, aquello lo había enfurecido. Había hecho un gran esfuerzo para que su propiedad fuera muy privada y había contratado a un ejército de guardias de seguridad para preservar su intimidad de indeseables y cámaras.
Desde aquella tarde, no podía dejar de pensar en el cuerpo de aquella mujer, despierto y dormido, lo que era de extrañar, pues no se parecía en nada a las rubias espigadas y elegantes que le solían atraer.
No era su tipo en absoluto. Según el capataz de la finca, Lindy Ryman era una amante de los animales excéntrica que ese ganaba la vida de mala manera fabricando velas y popurrí. Iba a misa regularmente y era un miembro muy respetado de la comunidad, y escondía sus curvas bajo faldas largas y blusas holgadas.
Atreus había sido muy duro con ella porque estaba convencido de que lo tenía todo planeado, que había preparado el encuentro. No sería la primera vez que se lo hacían. Sin embargo, cuando se había dado cuenta de que no era así, le había mandado un ramo de flores con una nota de disculpa… y su número de teléfono.
Se había quedado estupefacto cuando no le había devuelto la llamada.
Cada día que pasaba, más enfadado estaba. No podía dejar de pensar en ella. ¿Y si le ofreciera una suma de dinero considerable por que no volviera a entrar en sus tierras? Ojos que no ven, corazón que no siente.
Eso era, precisamente, lo que necesitaba.
Era un hombre inteligente. Estaba seguro de no sucumbir a la atracción que aquella mujer ejercía sobre él porque era consciente de que no le convenía en ningún aspecto…
– ¿Has dejado a Sarah? -preguntó Lindy girándose hacia Ben.
– Sí, quería que fuéramos en serio. ¿Por qué las mujeres siempre me hacéis lo mismo? -preguntó su amigo con aire torturado.
Lindy estuvo a punto de decirle que se mirara al espejo. Recordaba perfectamente que ella también había caído rendida ante los encantos de aquel rubio de ojos verdes y carácter encantador. Eso había sido cuando se habían conocido en la universidad. Claro que, desde el principio, Ben la había puesto en la sección de amigas. No había tenido nunca ninguna posibilidad y se había pasado muchos días deseando ser menuda, rubia y extrovertida en lugar de tímida, callada y prudente.
Con el tiempo, Lindy había superado el enamoramiento y se había convertido en testigo de las relaciones de Ben. Él lo único que quería era pasarlo bien. Nada de compromisos. Trabajaba en la City de Londres, tenía tanto dinero que se podía comprar todo lo que quisiera, desde un descapotable último modelo hasta ropa carísima, y siempre iba al gimnasio de moda.
Aun así, no era feliz.
– Supongo que, si no querías lo mismo que ella, has hecho bien en dejar la relación -comentó pensando en la pobre chica.
– ¡Qué bien cocinas! -suspiró Ben tomando otro bocado de la tarta de zanahoria que Lindy había preparado.
Lindy apretó los labios, sabedora de que aquellas dotes nunca le hacían merecedora de puntos por parte del sexo masculino. Estaba convencida de que era demasiado oronda. Desde que la habían comparado con la diosa de la fertilidad en el colegio, había sufrido innumerables burlas en aquel sentido, lo que la había llevado a desdeñar sus pechos voluptuosos y sus generosas caderas. Las dietas y el ejercicio no le habían servido de nada, tenía buen apetito y todo se le iba a esos dos sitios.
Ben siempre salía con chicas menudas y muy delgadas. A su lado, ella era enorme y gorda.
Lindy había dejado la universidad cuando su madre se había puesto enferma. Al ser hija única y al no haber dinero en su casa, había tenido que dejar los estudios para cuidar a su progenitora hasta su triste final. Fallecida su madre y cuando se disponía a retomar sus estudios de Derecho, había caído enferma. Cuando se recuperó, había perdido el interés por el Derecho y se buscó un trabajo en una oficina.
Había tenido una época muy buena compartiendo piso con Alissa y con Elinor, pero ambas amigas se habían casado, habían formado sus familias y se habían ido a vivir al extranjero. Evidentemente, no se veían muy a menudo. En una de las visitas que Lindy les había hecho a Elinor y a Jasim en su casa de campo, se había enamorado perdidamente de la Naturaleza. En cuanto había encontrado un alquiler que había podido pagar, se había lanzado y había dejado la ciudad. Ahora vivía en una pequeña casa de campo situada en un extremo de una gran propiedad, se ganaba la vida con cosas que le gustaban, como plantar lavanda y rosas y fabricar velas y popurrí artesanales que vendía bastante bien por Internet.
Cuando su cuenta bancaria así se lo exigía, aceptaba trabajos de media jornada, pero real-mente dedicaba casi todo su tiempo libre a ayudar en el refugio de animales de la zona. Se había llevado a casa a dos perros a los que había bautizado Samson y Sausage.
Sus amigos le solían decir que estaba tirando su juventud por la borda, pero ella era feliz en aquella casa, llevando una vida sencilla que le permitía necesitar poco dinero para vivir y tener mucho tiempo para ella misma y para los demás.
Por supuesto, en todos los paraísos hay una serpiente. La suya era Atreus Dionides, el nuevo y multimillonario propietario de Chantry House, una fabulosa mansión georgiana que era una joya y que tenía una finca maravillosa. Por su culpa, Lindy no podía vagar por ahí como se le antojara. La única vez en la que se habían visto, había sido tan humillante, que se estaba planteando la posibilidad de irse.
– ¿Seguro que no te importa cuidar a Pip? -le preguntó Ben por enésima vez mientras se dirigía a la puerta.
– Se lo va a pasar muy bien, ya lo verás -contestó Lindy esquivando la pregunta.
Lo cierto era que el perro de su amigo no era su mascota preferida. Se trataba de un chihuahua que era, en realidad, de la madre de Ben. El perrillo, aunque diminuto, tenía muy mal carácter. Ladraba y gruñía constantemente y, si te descuidabas, te mordía.
– No tendrías que haber dejado el coche aquí -comentó Lindy, acompañando a Ben-. No tengo sitio para los coches frente a la casa y el propietario me ha dicho que prefiere que las visitas dejen los coches fuera.
– El nuevo propietario te está haciendo la vida imposible, ¿eh? -le contestó Ben montándose en el coche y bajando la ventanilla para seguir hablando.
Lindy se quedó de piedra al ver aparecer una limusina negra. Sin pensarlo dos veces, se agachó y se quedó agazapada y escondida tras el coche de Ben.
– ¿Pero qué haces? -le preguntó su amigo.
– .¡No arranques hasta que haya pasado la limusina! -murmuró Lindy roja como la grana.
La limusina avanzó a poca velocidad por el camino que llevaba a la casa principal y se perdió al doblar un recodo. Lindy se levantó lentamente y miró incómoda con sus preciosos ojos violetas en la dirección que había tomado el vehículo.
– ¿Qué pasa? -insistió Ben anonadado.
– Nada -contestó Lindy, encogiéndose de hombros sin mucha convicción.
Dicho aquello, se despidió de Ben, que pasaría al día siguiente a recoger a su chihuahua, y corrió hacia su casa, donde encontró al desagradable perro gruñendo a Sausage, que se había refugiado debajo de una silla.
Había pasado un mes y medio desde que Lindy había conocido a Atreus Dionides y el encuentro había tenido lugar en unas condiciones humillantes. Cada vez que recordaba que el millonario griego la había pillado completamente desnuda, Lindy se quería morir. Era el primer hombre que la veía así.
Lindy quería olvidarse de tan desagradable experiencia.
De haber sabido que corría el riesgo de que alguien la viera, no se habría quitado ni un calcetín. Siempre le había dado vergüenza su cuerpo. Incluso en bañador lo pasaba mal.
Aquella ocasión había sido la primera vez que se bañaba desnuda… y la última.
Cada vez que pensaba en aquella tarde, se maldecía a sí misma. Aquel día había sido el más caluroso del verano. Lindy había pasado toda la mañana ayudando a descargar un envío de heno en el refugio. Había vuelto a casa en bici. Tenía tanto calor que la ropa se le pegaba a la piel y había pensado en la poza del río que tanto le gustaba y donde había pasado tan buenos ratos el verano anterior, cuando la finca era todavía propiedad de un anciano que estaba casi siempre de viaje y que dejaba a sus inquilinos vivir en paz.
Atreus Dionides, sin embargo, se había rodeado de sistemas de seguridad y se sabía al dedillo sus derechos y los derechos de sus inquilinos. Al poco tiempo de adquirir la propiedad, Lindy había recibido una carta en la que se le informaba de las nuevas normas y del expreso deseo del nuevo propietario de que su finca fuera un lugar en el que se preservara la intimidad total.
Aquel día de hacía mes y medio, Lindy había pensado en ir a mojarse un poco los pies al río para refrescarse. Nunca había visto a nadie por allí y había mucha vegetación circundante. Como Atreus Dionides sólo utilizaba la casa los fines de semana y era un día laborable, Lindy se había dejado llevar por la tentación y había hecho algo que jamás se le había pasado por la cabeza: se había desnudado y se había metido en el agua con un suspiro de placer.
– ¿Qué hace aquí? -le había preguntado una voz masculina en tono autoritario a los pocos minutos.
A Lindy casi le dio un ataque al corazón. Al girarse, había visto a su casero en la orilla y se había apresurado a meterse más en el agua para que no se le vieran los pechos. Se le hacía muy raro ver a un hombre ataviado con traje de oficina, camisa y corbata en aquel lugar de naturaleza exuberante.
Había sabido al instante quién era, pues había visto su fotografía en el periódico local, que había publicado un artículo sobre él cuando había adquirido Chantry House. En aquella fotografía en blanco y negro ya le había parecido guapo, aunque también demasiado serio. Al natural, Atreus Dionides era un dios del Mediterráneo.
– Está usted en propiedad privada.
Lindy había cruzado de brazos sobre el pecho.
– Eh… lo siento. No volverá a suceder. Si se va, me vestiré y me iré yo también.
– No me pienso ir -había contestado él-. No ha contestado a mi pregunta. ¿Qué hace aquí?
– Hace calor y me quería refrescar un poco -había contestado Lindy diciéndose que todo lo que tenía de guapo lo tenía de tonto, pues era evidente lo que hacía allí.
– ¿Desnuda? Es evidente que me estabas esperando, pero te ha salido mal la cosa, guapa, porque yo no voy por ahí manteniendo relaciones con mujeres que me encuentro desnudas en mitad del campo -había comentado el millonario con desdén.
Al comprender que aquel hombre creía que se había desnudado y se había metido en el agua para que la encontrara así y se acostara con ella, Lindy lo miró estupefacta.
– ¿Quién ha sido? ¿Qué miembro de mi servicio le ha dicho que iba a venir por aquí?
– ¿Siempre tiene esta actitud tan paranoica? -le había contestado Lindy-. Estoy empezando a tener frío, así que aléjese para que me pueda vestir e irme.
Aquello de que lo llamara «paranoico» no le debió de hacer gracia, pues apretó los dientes y la miró furibundo.
– ¿Quién le dijo que iba a estar hoy aquí? -insistió.
– Nadie, de verdad -contestó Lindy cada vez más sorprendida-. Soy una de sus inquilinas, por si no lo sabe. Me gustaría salir del agua e irme a casa.
– ¿Así que es una de mis inquilinas? ¿Y se atreve a entrar en mi propiedad a pesar de las instrucciones que hemos dado para que nadie viole mi intimidad? -le preguntó Atreus Dionides todavía más enfadado.
– Vivo en The Lodge, sí -contestó Lindy-. Le aseguro que, si hubiera sabido que estaba en casa, jamás habría venido al río -añadió sinceramente-. Por favor, compórtese como un caballero, dese la vuelta y siga su paseo -concluyó muerta de frío.
– Eso de comportarse como un caballero hace mucho tiempo que pasó de moda -contestó Atreus Dionides, sacándose el teléfono móvil del bolsillo-. Ahora mismo voy a llamar a seguridad.
Aquello hizo que Lindy perdiera la cabeza.
– ¿Es siempre así de grosero? -le espetó-. Le he pedido perdón. ¿Qué más quiere? Soy mujer, me estoy muriendo de frío en esta agua helada y usted me amenaza con llamar a más hombres para que me vean así. Tengo mucho frío y me quiero vestir.
– Pues vístase -le había contestado Atreus Dionides mirándola con sus oscuros ojos.
Lindy ya no podía más. Le estaban doliendo los pies a causa del frío. Mirando un punto fijo en el horizonte, salió del agua. Atreus Dionides no se giró, se quedó mirándola y no le pidió perdón.
El hecho de que ningún hombre la hubiera visto desnuda antes hizo que todo aquel episodio fuera todavía más duro para Lindy. Avergonzada hasta las náuseas, se había puesto los vaqueros y la camiseta a toda velocidad. Por supuesto, no iba a perder tiempo en secarse para ponerse las braguitas y el sujetador, así que se vistió mojada. Después, se había ido a la carrera a su casa.
Al llegar, se había dejado caer en el porche y había llorado de humillación y de rabia.
Dos días después, había recibido un impresionante ramo de flores con una nota de disculpa de Atreus Dionides y su número de teléfono para que lo llamara y quedaran para salir a cenar.
¡Menudo caradura!
Lindy se llevaba muy bien con Phoebe Carstairs, la mujer que iba a limpiar la casa. La asistenta también limpiaba en la casa principal y le había contado que el nuevo propietario era un donjuán, que todos los fines de semana se llevaba a una joven nueva y que ellas se acostaban con él la primera noche. Por lo visto, todas eran rubias y flacas.
Lindy había leído entre líneas y había comprendido que Atreus Dionides estaba acostumbrado a que las mujeres lo adularan y se entregaran a él con facilidad. A él le gustaba disfrutar de ellas sólo durante un fin de semana.
Lindy no era y jamás sería así. ¿Cómo se atrevía Atreus Dionides a pensar por un momento que iba a querer volver a verlo después de cómo la había tratado? Desde luego, le había quedado muy claro cómo era aquel hombre. Por fuera, cumplía con la descripción agradable que hacían de él en los medios de comunicación, guardaba las apariencias de hombre de negocios brillante que había convertido una anticuada empresa familiar en una de las navieras más importantes del mundo. Y, sí, también era cierto que era impresionantemente guapo y rico. Sin embargo, bajo aquella fachada bien estudiada, no era más que un canalla sin modales, frío y asqueroso.
Si por ella fuera, no volverían a verse jamás.
Sin embargo, se iban a ver mucho antes de que lo que Lindy creía y en una circunstancia que no le iba a permitir expresarle la animadversión que sentía por él.
El dormitorio de Lindy era la única estancia de su pequeña casa de guardeses desde la que se venía Chantry House y lo único que se veía era el ala oeste de la mansión, que llevaba semanas cubierta de andamios porque se estaba reformando para alojar más personal de servicio.
Una noche muy clara, Lindy estaba cerrando las cortinas para acostarse cuando vio humo saliendo del tejado de la casa principal. No había chimenea y se suponía que esa zona de la casa estaba deshabitada todavía. Nerviosa, llamó a Phoebe, que vivía en el pueblo. La asistenta salió al jardín de su casa y le dijo que veía el humo desde allí.
– ¿Hay alguien dentro? -le preguntó Lindy.
Sí, el señor Dionides ha llegado esta tarde. Y también está Dolly, la gata que he recogido hoy en el refugio para que se hiciera cargo de los ratones -añadió, refiriéndose al refugio que dirigía su hermana Emma-. Estoy llamando al señor Dionides al teléfono fijo mientras hablo contigo, pero no contesta. ¿Y si está inconsciente por el humo? Tú estás mucho más cerca que yo. ¡Ve corriendo y despiértalo antes de que muera carbonizado!
Aunque no le hacía mucha gracia, Lindy corrió hacia su bicicleta y se puso a pedalear a toda velocidad. Lindy se dijo que no debía dejarse llevar por el miedo atroz que le daba el fuego, que tenía que cumplir con su deber, así que siguió pedaleando por el camino. La casa estaba completamente a oscuras.
Al llegar frente a la puerta principal, dejó caer la bici al suelo, subió los escalones de dos en dos y llamó a la aldaba con todas sus fuerzas. Nada. Continuó llamando con la otra mano, con todas sus fuerzas, hasta que se hizo daño. Ya se oían coches llegando.
– ¿Pero qué pasa? Son más de las doce de la noche -se quejó Atreus Dionides abriendo la puerta y mirándola con el ceño fruncido.
Llevaba un traje muy elegante a pesar de que era tarde y estaba muy guapo. Lindy se dijo que no era el momento de pensar en esas cosas y se apresuró a darle el mensaje.
– ¡Su casa se está quemando! -exclamó avergonzada al volver a verlo.
– ¿Pero qué dice? -contestó Atreus Dionides mirándola con incredulidad.
– Su casa se está quemando… ¡no sea estúpido! -insistió Lindy.
– ¿Cómo puede ser? -objetó Atreus bajando un par de escalones.
– El ala oeste. ¡La última planta!
Atreus Dionides salió corriendo en aquella dirección. Lindy lo siguió a duras penas, pues tenía las piernas más largas que ella y corría a mucha más velocidad. Al doblar la esquina del edificio, aparecieron ante ella las llamas anaranjadas y Lindy tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a gritar de pavor.
En aquel momento, varios hombres bajaron de los coches que habían llegado y se acercaron a la carrera. Atreus Dionides les dio instrucciones en griego y los hombres, a los que Lindy había identificado como sus guardaespaldas, salieron corriendo en dirección a la casa.
– ¿Van a entrar? ¿Es seguro? -se asombró Lindy.
– Si no lo fuera, no les habría dicho que entraran -contestó Atreus Dionides-. El fuego está lejos de la biblioteca. Necesito mi ordenador portátil y los documentos que tengo allí.
Lindy no se podía creer que aquel hombre prefiriera recuperar papeles de trabajo en lugar de los maravillosos cuadros que, según le había contado Phoebe, cubrían las paredes de la mansión. ¿Se daba cuenta aquel hombre de la velocidad con la que las llamas se comen un edificio? Los recuerdos de su infancia se apoderaron de Lindy, que se estremeció de pies a cabeza.
Apretando los puños, se acercó a Phoebe, que estaba de pie junto a unas cuantas personas más, mirando como quien ve una película.
– Vamos, hay que sacar las obras de arte -les dijo.
En un abrir y cerrar de ojos, había organizado una fila de voluntarios y se pusieron a sacar los cuadros. Lindy siempre había tenido grandes dotes de organización y no le costó nada coordinar al personal. En cuanto los guardaespaldas de Atreus Dionides se unieron a ellos, la cadena comenzó a funcionar con velocidad. No tardaron mucho en sacarlo todo. Gracias a Dios, muchas de las estancias todavía estaban vacías a causa de las obras.
Cuando hubieron terminado, Lindy se quedó mirando las mangueras que apuntaban ya hacia el tejado. El olor del humo la ponía histérica.
– Las llamas van hacia el tejado -anunció Atreus Dionides.
– ¿La gata ha salido? -le preguntó Lindy.
– ¿Qué gata? -contestó Atreus, extrañado-. No tengo animales.
Lindy corrió entonces hacia Phoebe.
– ¿Has visto a la gata? -le preguntó.
– ¡Me había olvidado de ella! -exclamó la asistenta-. La encerré en la cocina para que no molestara.
El equipo de bomberos que estaba en el vestíbulo de la mansión le dijo que no podía entrar, así que Lindy corrió a la parte trasera de la casa.
Con lágrimas en los ojos, se preguntó si sería capaz de hacerlo.
No estaba segura. La puerta estaba abierta. Lindy sentía las piernas se le doblaban de miedo. Pensó en la gata, se sobrepuso al pánico, tomó aire y entró. Una vez dentro, avanzó corriendo por el pasillo, pasando por delante de innumerables puertas cerradas.
De repente, se paró en seco. El olor del humo la había paralizado. El miedo estaba pudiendo con ella. Los recuerdos se agolpaban en su mente. Pero el sentido común hizo acto de presencia y pudo seguir adelante.
Agarró una toalla y se la puso sobre la cara porque le lloraban los ojos copiosamente y la nariz y la garganta le ardían. Mucho antes de llegar a la puerta de la cocina, le costaba respirar.
Oyó un estrépito horroroso al otro lado de la puerta y estuvo a punto de flaquear, pero, al imaginarse a la pobre gatita muerta de miedo, se recordó a sí misma siendo pequeña, estando atrapada y horrorizada dentro de una casa incendiada, así que volvió a reunir valor y abrió la puerta en el mismo instante en el que un hombre gritaba a sus espaldas.
– No abras la puerta… ¡No! -le dijo.
Pero Lindy no hizo caso.
Al entrar, vio que el techo estaba en llamas. Había unos cuantos cascotes en el suelo, pero, por lo demás, todo estaba bien. Sin embargo, hacía un calor insoportable. Dolly se había refugiado debajo de la mesa. Se trataba de una gata vieja, gordita y de buen carácter, pero, en aquellos momentos de pavor, no estaba muy tranquila que dijéramos.
Lindy se abalanzó sobre ella al mismo tiempo que oía un crujido ensordecedor sobre ella. Cuando se disponía a alzar la cabeza para mirar, alguien la agarró en brazos y la sacó de allí. En aquel momento, una viga del techo cayó sobre la mesa y todo comenzó a arder.
Atreus sacó a Lindy y a la gata de la casa. Lindy tosía sin parar, así que la dejó sobre el césped para que tomara aire.
– ¿Cómo puede ser tan estúpida? -le espetó a gritos-. ¿Por qué ha abierto la puerta cuando le he dicho que no lo hiciera?
– ¡No le he oído!
– ¡Ha puesto en peligro su vida y la mía por un animal!
Aquel ataque la sorprendió. Era lo último que se esperaba en aquellos momentos y le hizo recordar de nuevo el incendio que años atrás había acabado con la vida de su padre. Aquello hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
– ¡No iba a permitir que Dolly muriera!
La gata en cuestión estaba en su regazo, hecha un ovillo, recuperándose del susto.
– ¡Podría haber resultado gravemente herida o incluso haber muerto! -protestó Atreus.
– Gracias a usted, no ha sido así -contestó Lindy con sarcasmo-. Gracias por salvarme la vida.
Atreus estaba muy enfadado, pero no pudo evitar sentirse atraído de nuevo por aquella mujer que, sin ser guapa, tenía algo. ¿Serían sus ojos claros? ¿Su melena larga y voluminosa? ¿O aquel voluptuoso cuerpo que llevaba noches sin dejarlo dormir? Era una mujer emocional, muy diferente de las mujeres con las que estaba acostumbrado a tratar.
Atreus se dio cuenta de que el enfado había dado paso a otras sensaciones mucho más sensuales. El deseo que sentía por ella lo golpeó con fuerza.
– A lo mejor mi tono de voz no ha sido el correcto, pero le estoy agradecida de verdad por salvarme la vida -insistió Lindy-. Lo siento, no podía dejar a Dolly. Estaba muy asustada. ¿No la ha visto?
– Nasi parí o Diavelos -contestó Atreus-. Sólo la he visto a usted.
El énfasis que había puesto en sus palabras hizo que Lindy se quedara sin aliento. Sus miradas se encontraron. Lindy sospechaba que era un conquistador y así se lo demostró cuando, sin preguntar ni pedir permiso, se inclinó sobre ella y se apoderó de su boca.
Al sentir su lengua en la boca, suspiró y sintió que el cuerpo entero le quemaba. Lindy intentó apartarse, pero no lo consiguió. Notó que el calor que emanaba de su cuerpo era tan intenso, que los pezones se le estaban endureciendo y amenazaban con atravesar la tela del sujetador. Como para apagar aquel incendio, entre sus piernas sintió una humedad que la hizo avergonzar-Atreus se apretó contra ella y Lindy sintió su erección.
– Un diez por sorprenderme -comentó con voz grave-. Tienes más peligro que el incendio, mali mu.
Lindy tomó aire profundamente en busca de oxígeno y, entonces, se percató de que alguien se había acercado y estaba esperando.
Era Phoebe Carstairs.
– Perdón por interrumpir -se disculpó la asistenta-. Sólo venía a buscar a la gata.
Lindy se apartó de Atreus como pudo y le entregó la gata a Phoebe, pero sin mirarla a los ojos.