Habían sido dos semanas terribles para el señor Baynes. Había llamado a la misión comercial todos los mediodías desde el hotel para preguntar si el viejo caballero había aparecido. La respuesta había sido siempre un invariable no. La voz del señor Tagomi era cada vez más fría y más formal. Cuando el señor Baynes se preparaba para hacer la llamada decimosexta pensó que tarde o temprano le dirían que el señor Tagomi no estaba. Que no aceptaría más llamadas del señor Baynes. Y eso sería el fin.
¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba el señor Yatabe?
No era difícil imaginarlo. La muerte de Martin Bormann había consternado a todo Tokio. El señor Yatabe estaba en viaje a San Francisco, a un día o dos de la costa, cuando recibió otras instrucciones: que volviera a las Islas para nuevas consultas.
Mala suerte, se dijo el señor Baynes. Una mala suerte que podía ser fatal.
Pero él tenía que quedarse donde estaba, en San Francisco, tratando de arreglar la cita para la que había venido. Cuarenta y cinco minutos en un cohete de Lufthansa desde Berlín y ahora esto. Los tiempos eran extraños. Uno podía viajar a cualquier parte, aun a los planetas. ¿Y para qué? Para pasarse los días sentado, cada vez con menos moral y menos esperanza, sumido en un creciente aburrimiento. Y mientras tanto los otros estaban trabajando. No esperando inútilmente, sin hacer nada.
El señor Baynes desplegó la edición de mediodía del Times nipón y releyó los titulares:
EL DOCTOR GOEBBELS NOMBRADO CANCILLER
Una decisión sorprendente del comité del partido. Decisivo discurso propalado por radio. Las multitudes de Berlín saludan al canciller. Se espera una declaración. Goering reemplazaría a Heydrich como jefe de policía.
Baynes leyó de nuevo todo el artículo. Luego puso a un lado el periódico una vez más, cogió el teléfono, y dio el número de la Misión Comercial.
—Habla Baynes. ¿Puede comunicarme con el señor Tagomi?
—Un momento, señor.
Un momento muy largo.
—Tagomi hablando.
El señor Baynes tomó aliento y dijo al fin: —Perdóneme esta situación tan deprimente para ambos, señor…
—Ah. Señor Baynes.
—La hospitalidad de usted, señor, es ya excesiva. Algún día podré explicarle las razones que me obligan a postergar nuestra conferencia hasta que el anciano caballero…
—Lamentablemente no ha llegado.
El señor Baynes cerró los ojos.
—Pensé que quizá desde ayer…
—Temo que no, señor. —Un tono apenas cortés. Si me perdona, señor Baynes. Asuntos urgentes.
—Buenos días, señor.
La comunicación se cortó. Esta vez el señor Tagomi ni siquiera se había despedido. El señor Baynes colgó lentamente el receptor.
Tengo que actuar, se dijo. No puedo esperar más.
Los superiores se lo habían dicho muy claramente: no se pondría en contacto con la Abwehr en ninguna circunstancia. Tenía que esperar hasta ponerse en contacto con el agregado militar japonés. Una conferencia con los japoneses y luego de vuelta a Berlín. Pero nadie había previsto que Bormann moriría en ese momento. Por lo tanto…
Había que alterar las órdenes, de acuerdo con el sentido común y las necesidades del presente, y no tenía a quien consultar.
En los EEPA trabajaban por lo menos diez personas de la Abwehr, pero algunos, y posiblemente todos, eran conocidos del competente jefe local de la SD, Bruno Kreuz vom Meere. Hacía años había encontrado brevemente a Bruno en una reunión del partido. El hombre había tenido un cierto prestigio infamante en los medios de la policía, pues fue él, en 1943, quien descubrió el plan británico-checo para matar a Reinhard Heydrich, y quien de ese modo le había salvado la vida al verdugo. De cualquier modo Bruno Kreuz vom Meere ya tenía entonces bastante autoridad en la SD. No era un simple burócrata de la policía.
Era, para decir verdad, un hombre bastante peligroso.
Hasta había la posibilidad de que aun habiendo tomado todas las precauciones, tanto las gentes de la Abwehr en Berlín como la Tokkoka de Tokio, la SD estuviese ya enterada de esta conferencia en San Francisco en las oficinas de la Misión Comercial. No obstante, y al fin y al cabo, el territorio estaba todo en manos de administradores japoneses. La SD no tenía autoridad para interferir. Podía llamar la atención a Berlín, de modo qué el alemán implicado, en este caso él mismo, sería detenido tan pronto como pusiera el pie en territorio del Reich, pero era difícil que tomaran medidas contra el representante japonés o contra la conferencia misma.
Al menos, eso era lo que esperaba el señor Baynes.
¿Era posible que la SD hubiese llegado a detener al personaje en algún punto del camino? La distancia entre Tokio y San Francisco era muy grande, especialmente para un hombre de edad avanzada y endeble que no podía viajar por aire.
El señor Baynes entendía que el próximo paso era: que los jefes superiores le dijesen si el señor Yatabe estaba todavía en viaje. Ellos lo sabrían. Si la gente de la SD le había salido al encuentro, o si el gobierno de Tokio lo había llamado de vuelta… Ellos lo sabrían.
Y si la SD había conseguido detener al anciano caballero, también podían detenerlo a él, Baynes.
Sin embargo, la situación no era desesperante, aun en aquellas circunstancias. Al señor Baynes se le había ocurrido una idea mientras esperaba día tras día en ese cuarto del Hotel Abhirati.
Era preferible que le pasara la información al señor Tagomi antes que volver a Berlín con las manos vacías. De ese modo habría por lo menos una posibilidad; aunque leve, de que la información llegara al fin a la gente adecuada. Pero el señor Tagomi no podía hacer otra cosa que escuchar, y esto no servía a los planes de Baynes. En el mejor de los casos Tagomi escucharía, lo guardaría en la memoria, y tan pronto como le fuese posible haría un viaje de negocios a la madre patria. El señor Yatabe, en cambio, estaba en otro nivel: podía escuchar, y hablar.
No obstante, Tagomi era mejor que nada. No había tiempo ya de empezar todo de nuevo, de ir montando otra vez, durante un período de meses y con un trabajo y un cuidado infinitos, el delicado contacto de una facción alemana y una facción japonesa—.
Sería de veras una sorpresa para el señor Tagomi, pensó Baynes, irónico. Encontrarse de pronto con el peso de una información semejante sobre los hombros. Nada parecido a esos moldes de inyección que eran el trabajo de todos los días.
La respuesta del señor Tagomi quizá fuera un colapso nervioso. Le pasaría la información a alguien de alrededor, o se retiraría. Hasta podía llegar a decirse a sí mismo que no había oído nada, o se resistiría a creerlo. Se pondría de pie, saludaría con una reverencia y dejaría la oficina con alguna excusa en el momento en que empezaran a hablar, pensando probablemente que él, Baynes, era un indiscreto. La gente de las Islas no lo había enviado allí para que escuchara esas cosas.
Todo era tan fácil para Tagomi, pensó Baynes. No le costaría mucho encontrar alguna escapatoria, accesible, inmediata. En cambio él mismo…
Y sin embargo, en última instancia, ni siquiera Tagomi podría escapar al asunto. No somos muy distintos, se dijo Baynes. Tagomi podía hacer oídos sordos a las noticias, mientras le llegaran en forma de palabras. Pero más tarde no sería cuestión de palabras, y si uno podía hacérselo entender, a Tagomi o a cualquier otro…
Dejando el cuarto, el señor Baynes bajó por el ascensor al vestíbulo. Fuera del hotel, en la acera, le indicó al portero que llamara un pedetaxi, y un joven chino que pedaleaba con fuerza lo llevó a lo largo de la calle Market.
—Ahí —le dijo Baynes al conductor cuando vio el letrero que estaba buscando—. Acérquese a la acera.
El pedetaxi se detuvo junto a una boca de agua. El señor Baynes le pagó al conductor y lo despidió. No parecía que nadie lo hubiera seguido. Echó a andar por la acera y un momento después entraba con otros clientes en el vasto edificio de las Tiendas Fuga.
Había clientes en todos los salones. Los mostradores se sucedían, con muchachas vendedoras, blancas en la mayor parte, con unos pocos japoneses aquí y allá como jefes de departamento. El ruido era ensordecedor.
Luego de alguna confusión, el señor Baynes encontró la sección de ropa para hombres. Se detuvo ante las hileras de pantalones y se puso a examinarlos. Un empleado joven, blanco, se le acercó, dándole la bienvenida.
El señor Baynes dijo: —He vuelto por los pantalones de lana oscura que vi ayer. —Tropezó con la mirada del empleado y continuó: —No era usted el hombre con quien hablé. Más alto. Bigote rojo. Bastante delgado. Tenía un nombre en la solapa: Larry.
—Ha salido a almorzar —dijo el empleado—, pero vendrá enseguida.
—Me probaré éstos —dijo el señor Baynes tomando un par de pantalones.
—Muy bien, señor.
El empleado indicó un cuartito desocupado y se fue a atender a algún otro cliente.
El señor Baynes entró en el cuarto y cerró la puerta. Se sentó en una de las dos sillas y esperó.
Al cabo de unos minutos llamaron a la puerta. Un japonés bajo, de edad mediana, entró en el cuarto.
—¿No es usted de aquí, señor? —le dijo a Baynes—. ¿He de dar conformidad al crédito de usted? Permítame la tarjeta de identidad.
El japonés cerró la puerta. El señor Baynes sacó la cartera, y el japonés se sentó y empezó a examinar lo que había dentro. Encontró la foto de una muchacha y se detuvo.
—Muy hermosa.
—Mi hija Martha.
—Yo también tengo una hija llamada Martha —dijo el japonés—. Actualmente está en Chicago estudiando piano.
—Mi hija —dijo el señor Baynes —está por casarse.
El japonés devolvió la cartera y se quedó esperando.
El señor Baynes dijo: —Llevo aquí dos semanas y el señor Yatabe no ha aparecido aún. Quiero saber si vendrá. Y si no, qué he de hacer.
—Venga mañana a la tarde —dijo el japonés. Se puso de pie y el señor Baynes lo imitó—. Buenos días.
—Buenos días —dijo el señor Baynes.
Dejó el cuarto, colgó los pantalones, y salió de la tienda.
El encuentro no le había llevado demasiado tiempo, pensó el señor Baynes mientras caminaba por la acera atestada junto con otros peatones. ¿Tendría de veras la información al día siguiente? La llamada a Berlín, la investigación del problema, los mensajes cifrados y descifrados, todo en unas pocas horas. Parecía que era posible.
Deseó haberse puesto en contacto con el agente días atrás, evitándose preocupaciones y ansiedades. Y parecía que no había mayores riesgos; todo había sido muy sencillo, y no le había llevado más de cinco o seis minutos.
El señor Baynes fue de un lado a otro, mirando los escaparates. Se sentía mucho mejor ahora. Al fin se sorprendió contemplando las fotos que se exhibían en las vidrieras de los cabarets baratos, desnudos completamente blancos manchados de moscas y con unos pechos que colgaban como pelotas de volley infladas a medias. Las fotos divirtieron al señor Baynes que siguió caminando ociosamente entre las gentes que iban hacia arriba y abajo por la calle Market.
Por lo menos había hecho algo, al fin. Qué alivio.
Reclinada cómodamente contra la portezuela del coche, Juliana leía. Al lado, sacando el codo por la ventanilla, Joe conducía apoyando apenas una mano en el volante, con un cigarrillo colgándole del labio inferior. Manejaba bien; y ya estaban bastante lejos de Canon City.
La radio del coche transmitía una música folklórica, pulposa, para bebedores de cerveza al aire libre; una banda que tocaba una de esas piezas innumerables. Juliana no había sabido nunca si eran mazurcas o polcas.
—Qué música barata —dijo Joe cuando la banda dejó de tocar—. Escucha, sé mucho de música. Te diré quién era un gran director. Tú quizá no lo recuerdes. Arturo Toscanini.
—No —dijo Juliana, sin dejar de leer.
—Era italiano. Pero tenía unas ideas políticas que los nazis no aprobaban, y después de la guerra no le dejaron dirigir. Murió hace un tiempo. Ese von Karajan que es ahora director permanente de la Filarmónica de Nueva York no me gusta nada realmente. Teníamos que oír los conciertos de Karajan, todos los compañeros. Lo que a mí me gusta, siendo de otro país… ya te lo imaginas. —Joe le echó una ojeada a Juliana —¿Te interesa ese libro? —dijo.
—Es fascinante.
—Me gustan Verdi y Puccini. Todo lo que oyes en Nueva York es una ampulosa pesadez alemana, Wagner y Orff. Todas las semanas teníamos que ir al Madison Square Garden a esos horribles espectáculos dramáticos del partido nazi norteamericano, banderas y tambores y trompetas y antorchas centelleantes. La historia de las tribus góticas o alguna otra tontería pedagógica, cantada en vez de hablada, así podían llamarla “arte”. ¿Conociste Nueva York antes de la guerra?
—Sí —dijo Juliana, tratando de leer.
—¿No era magnífico el teatro en aquellos días? Eso me dijeron. Ahora es lo mismo que la industria cinematográfica, un monopolio de Berlín. En los trece años que pasé en Nueva York no se estrenó ninguna pieza ni comedia musical que valiera algo, sólo aquellas…
—Déjame leer —dilo Juliana.
—Y lo mismo con el negocio de los libros —dijo Joe, imperturbable—. Un monopolio que opera desde Munich. Todo lo que hacen en Nueva York es imprimir; sólo grandes máquinas de impresión… Pero antes de la guerra, Nueva York era el centro editorial del mundo, o así dicen.
Llevándose las manos a los oídos, Juliana se concentró en el libro que tenía en el regazo. Había llegado a la sección de La langosta que describía el mundo de la televisión y no podía dejar de leer. La atraía sobre todo la parte de los receptores baratos para la gente sin recursos de África y Asia.
…Sólo la técnica de los yanquis y el sistema de producción en masa —Detroit, Chicago, Cleveland, los nombres mágicos —pudo poner en marcha esa corriente incesante y de una presunta nobleza que era casi necedad, esa marea de receptores de televisión de un dólar (el dólar chino, el dólar de intercambio) listos para armar, que inundaba todas las aldeas de Oriente. Y cuando algún muchacho aldeano, flaco, de mente inquisitiva, armaba el aparato, lo hacía esperando tener una posibilidad, la de alcanzar esa meta que los generosos norteamericanos le mostrarían en el minúsculo receptor, con una batería del tamaño de una nuez. ¿Y qué mostraba el receptor? En cuclillas frente a la pantalla, los jóvenes de la aldea —y a menudo los viejos —veían palabras. Instrucciones. Primero, cómo leer. Luego el resto. Cómo cavar un pozo más profundo. Cómo hacer un surco más profundo. Cómo purificar el agua, cuidar a los enfermos. Arriba, la luna artificial norteamericana giraba distribuyendo señales aquí y allá, a todas las ávidas muchedumbres de Oriente.
—¿Estás leyendo de cabo a rabo? —preguntó Joe—. ¿O miras un poco por encima?
—Esto es una maravilla —dijo Juliana—. Nos presenta dando alimentos y educación a todos los asiáticos, a millones.
—Obras de beneficencia en escala mundial —dijo Joe. —Sí, el New Deal del presidente Tugwell. Decidieron elevar el nivel de las masas. Escucha.
Juliana leyó en voz alta.
…¿Qué había sido China? Una anhelante y necesitada entidad con los ojos vueltos hacia Occidente, conducida por el presidente Chiang Kai Shek durante los años de guerra, ahora en la paz, y hacia la Década de la Reconstrucción. Pero para China no se trataba de reconstruir, pues en aquellas llanuras de una extensión casi sobrenatural nunca se había construido, y sólo se conocía el letargo de unos viejos sueños. Había llegado la hora de ponerse de pie. Sí, la entidad, el gigante, tenía que asomar a la vida plena de la vigilia, tenía que despertar al mundo moderno de los aviones de reacción y la energía atómica, de las autopistas, las fábricas y las nuevas drogas. ¿De dónde llegaría el trueno que despertaría al gigante? Chiang lo sabía desde hacía tiempo desde los días de lucha con el Japón. Llegaría desde los Estados Unidos. Y en 1950 un enjambre de ingenieros, maestros, médicos, agrónomos se movió como una nueva forma de vida en todas las provincias…
Interrumpiéndola, Joe dijo:
—¿Te das cuenta cómo lo hizo, eh? Sacó lo mejor de los nazis, la parte socialista, la Organización Todt, y el desarrollo económico que conseguimos gracias a Speer, ¿y quién se lleva la palma? El New Deal. Y dejó afuera la peor parte: los SS, la exterminación racial y la segregación. ¡Una utopía! ¿Crew que de haber ganado los aliados habrían podido revivir la economía con el New Deal, alcanzando esos niveles de bienestar socialista? Diablos, no. El hombre habla de una forma de sindicalismo de Estado, el Estado corporativo, como el de los tiempos del Duce. Te está diciendo que hubiéramos tenido todo lo bueno y nada de…
—Déjame leer —dijo Juliana, seria.
Joe se encogió de hombros, pero cerró la boca. Juliana continuó leyendo, en silencio.
…Y estos mercados, los innumerables millones que viven en China, hicieron zumbar las fábricas de Chicago y Detroit; aquella boca enorme no se calmaba nunca, y cien años de producción continua no hubieran bastado para satisfacer las necesidades de esas gentes: camiones, ladrillos, lingotes de acero, ropa, máquinas de escribir, arvejas envasadas, relojes, radios, gotas para la nariz. En 1960 el trabajador norteamericano tenía el nivel de vida más alto del mundo, y todo debido a lo que era llamado cortésmente la cláusula de “nación más favorecida” y que se aplicaba en toda transacción comercial con Oriente. Los Estados Unidos ya no ocupaban el Japón, y nunca habían ocupado China, pero el hecho no podía ocultarse: Cantón y. Tokio no les compraban a los ingleses, les compraban a los norteamericanos. Y con cada una de las ventas el trabajador de Baltimore o Los Ángeles o Atlanta tenía un poco más de prosperidad.
Los planificadores, los especialistas de la Casa Blanca, pensaban que casi habían alcanzado la meta. Las naves exploradoras del espacio pronto se asomarían al vacío, desde un mundo donde habían desaparecido al fin los viejos dolores: el hambre, la enfermedad, la guerra, la ignorancia. En el Imperio Británico se habían tomado medidas económicas y sociales similares que habían favorecido de un modo semejante a las poblaciones de la India, Birmania, África, el Medio Oriente. Las fábricas del Rhur, Manchester, el Sarre, el petróleo de Bakú, todo fluía y se complementaba en una armonía intrincada pero eficaz; las poblaciones de Europa disfrutando de lo que parecía…
—Pienso que debían de haber sido los jefes —dijo Juliana, haciendo una pausa—. Siempre fueron los mejores. Los británicos.
Joe no dijo nada, aunque Juliana esperó un rato. Al fin ella continuó leyendo:
…la realización de los sueños napoleónicos: la homogeneidad racial de las distintas características étnicas que habían dividido a Europa desde el colapso de Roma; la visión también de Carlomagno: la Cristiandad unida, en paz, no sólo consigo misma sino además con el equilibrio del mundo. Y sin embargo todavía quedaba una úlcera molesta.
Singapur.
En los Estados Malayos había una numerosa población china, en su mayor parte dedicada a los negocios, y estos industriales burgueses en ascenso consideraban que la administración norteamericana en China significaba un tratamiento más equitativo para —los llamados “nativos”. Durante el dominio británico, las razas más oscuras fueron excluidas de los clubes, los hoteles, los mejores restaurantes; estas gentes se encontraron de pronto ocupando, como en tiempos arcaicos, sitios especiales en trenes y autobuses, y —lo que era quizá peor —limitados en la elección de residencia a ciertos barrios de cada ciudad. Estos “nativos” hacían notar, y así lo recordaban en conversaciones de sobremesa y en los periódicos, que en los Estados Unidos el problema racial había sido solucionado en 1950. Blancos y negros vivían y trabajaban y comían codo con codo, aun en el Sur. La segunda guerra mundial había borrado la discriminación.
—¿Hay dificultades? —le preguntó Juliana a Joe. Joe gruñó, sin apartar los ojos del camino.
—Cuéntame —dijo Juliana—. Creo que no llegaré a terminarlo. Pronto estaremos en Denver. ¿Hay una guerra entre los norteamericanos y los ingleses, y uno de ellos queda como dueño del mundo?
—En cierto sentido —dijo Joe —no es un mal libro. El hombre da todos los detalles. Los Estados Unidos en el Pacífico, manejando algo parecido a nuestra zona de prosperidad en el Este Asiático. Rusia ha quedado dividida. Todo sigue igual durante diez años. Al fin hay dificultades, por supuesto.
—¿Por supuesto?
—La naturaleza humana —continuó Joe—. La naturaleza de la política. Sospechas, codicia, miedo. Churchill piensa que los Estados Unidos están minando el poder británico en el Sudeste Asiático, apoyándose en las colectividades chinas, que son pronorteamericanas, claro está, debido a Chiang Kai shek. Los ingleses empiezan a instalar —Joe le sonrió brevemente a Juliana, mostrando los dientes —lo que llaman “zonas de reserva”. Campos de concentración, en otras palabras. Para miles de chinos, quizá desleales. Se los acusa de sabotaje y propaganda. Churchill está tan…
—¿Quieres decir que Churchill es dueño todavía del poder? Pero para ese entonces debería de tener unos noventa años…
—Esa es la ventaja de los ingleses sobre los norteamericanos —dijo Joe—. Cada ocho años los estadounidenses se desprenden de los líderes del momento, no importa qué calificaciones tengan. Pero Churchill sigue al pie del cañón. Los Estados Unidos no tienen ningún jefe como él, luego de Tugwell. Sólo figurones. Y cuanto más envejece, más autocrático y rígido se vuelve. Churchill; quiero decir. Hasta que en la década del sesenta es casi como un viejo señor del Asia Central; nadie se le cruza en el camino. Ha estado en el poder veinte años.
—Dios mío —dijo Juliana, hojeando la última parte del libro, tratando de comprobar si lo que decía Joe era cierto.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Joe—. Churchill fue el único verdadero conductor que tuvo Gran Bretaña durante la guerra. Si lo hubieran retenido, les habría ido mejor. Créeme, ningún país es mejor que sus gobernantes. Führerprinzip, principio del liderazgo, como dicen los nazis, y con razón. Aun este Abendsen tiene que reconocerlo. Claro, los Estados Unidos alcanzan una notable expansión económica luego de ganarle la guerra al Japón, arrebatándole los inmensos mercados de Asia. Pero esto no basta, no hay espiritualidad. No es que los británicos la tengan. Los dos países son potencias plutocráticas, gobernadas por ricos. Si hubiesen ganado, no hubieran tenido otra preocupación que ganar más dinero, esa clase superior. Abendsen está equivocado; no habría reformas sociales, ni planes de bienestar común. Los plutócratas anglosajones no lo habrían permitido.
Habla como un fascista devoto, pensó Juliana.
Joe entendió de algún modo la expresión de Juliana. Se volvió hacia ella, aminorando la marcha del auto, observándola y mirando a la vez los autos que venían de enfrente.
—Escucha, no soy un intelectual. El fascismo no necesita de intelectuales. Lo que proclamamos es las virtudes de la acción. Toda teoría proviene de un acto. Todo lo que nos exige un estado corporativo es que comprendamos las fuerzas sociales, la historia. ¿Entiendes? Convéncete, Juliana, sé lo que te digo. —Joe estaba muy serio, y hablaba en un tono casi desafiante. —Esos viejos imperios podridos, gobernados por el dinero, Gran Bretaña y Francia y los Estados Unidos, aunque estos últimos son casi un ladero bastardo, no estrictamente un imperio, pero sí gobernados por el dinero. No tienen alma, y por lo tanto no tienen futuro. No crecen. Los nazis por su parte aparecen como una pandilla callejera. Estoy de acuerdo. ¿Estás tú de acuerdo?
Juliana tuvo que sonreír. Joe se había enredado en los ademanes italianos, y no había sido capaz de manejar el coche y a la vez pronunciar el discurso.
—Abendsen cree que es muy importante saber quién gana al fin: Gran Bretaña o los Estados Unidos. Tonterías. ¿Has leído lo que dice el Duce? Hermoso hombre, hermoso estilo, inspirado. El Duce explica la realidad subyacente en todo acontecimiento. La verdadera alternativa de la guerra es lo viejo y lo nuevo. El dinero, y por eso los nazis metieron ahí equivocadamente a los judíos, versus el espíritu comunal de las masas, lo que los nazis llaman Gemeinschaft, el espíritu del pueblo. Como los Soviets, y las comunas, ¿no es así? Sólo que los comunistas resucitaron las ambiciones imperialistas paneslavas de Pedro el Grande, y entendieron que las reformas sociales son medios de alcanzar ambiciones imperialistas.
Juliana pensó: como hizo Mussolini, exactamente.
—Las felonías callejeras de los nazis, una tragedia.
—Joe habló tartamudeando mientras se adelantaba a un camión que marchaba despacio. —Pero los cambios son siempre duros para el que pierde. Nada nuevo. Reacuerda las revoluciones anteriores, como la Francesa. O Cromwell contra los irlandeses. Hay demasiada filosofía en el temperamento germano, demasiado teatro también. Tantos actos públicos. Nunca sorprenderás hablando a un verdadero fascista, sólo actuando, como yo, ¿no te parece?
Riéndose, Juliana dijo: —Dios, tú has estado hablando, a. un kilómetro por minuto.
—Joe gritó, excitado: —¡Estoy explicando la teoría fascista de la acción!
Juliana no pudo responder; era demasiado cómico.
Pero el hombre del volante no pensaba que aquello fuese cómico. Miró furioso a Juliana, con el rostro encendido. Se le hincharon las venas de la frente y se puso a temblar, una vez más, y se pasó de nuevo los dedos crispados por el cuero cabelludo, hacia atrás y adelante, en silencio, con los ojos clavados en Juliana.
—No te enojes conmigo —dijo Juliana.
Durante un momento pensó que Joe iba a pegarle. Había echado atrás el brazo… pero al fin se contentó con un gruñido, extendió el brazo y encendió la radio del coche.
Siguieron adelante. En la radio se oía una música de banda, interrumpida por los ruidos de la estática. Juliana, una vez más, trató de concentrarse en el libro.
—Tienes razón —dijo Joe al cabo de un rato.
—¿Acerca de qué?
—Un imperio dividido. Un payaso como jefe. —No es raro que no hayamos sacado nada de la guerra.
Juliana le palmeó el brazo.
—Juliana, hay tanta oscuridad —dijo Joe—. Nada es cierto ni falso, ¿no?
—Quizá —dijo Juliana, distraída, volviendo a la lectura.
—Ganan los ingleses —dijo Joe, señalando el libro—. Te evito el trabajo, Los Estados Unidos decaen. Gran Bretaña continúa avanzando, expandiéndose, y conserva la iniciativa. Así que deja eso.
—Espero que nos divirtamos en Denver —dijo Juliana, cerrando el libro—. Necesitas descansar, y yo te necesito a ti. —Si no descansas, pensó, saltarás en pedazos, como un muelle que revienta. ¿Y qué le pasaría a ella? ¿Cómo volvería? Y… ¿por qué no lo dejaba?
Quería disfrutar de esos días que él le había prometido, se dijo. No quería descubrirse engañada otra vez. Había sido engañada antes demasiadas veces, por demasiada gente..
—Todo irá bien —dijo Joe—. Escucha. —Miró a Juliana con una expresión extraña, inquisitiva. —Te has tomado esa Langosta muy a pecho. Me pregunto… se me ocurre que un hombre que ha escrito un libro de tanto éxito, un autor como ese Abendsen, recibirá sin duda muchas cartas. Apuesto a que muchas gentes le escriben elogiándole el libro, y quizá hasta lo visitan…
Juliana entendió de pronto. —¡Joe, estamos a sólo ciento cincuenta kilómetros!
Los ojos de Joe centellearon. Le sonrió a Juliana, feliz de nuevo libre ya de toda preocupación.
—¡Podemos hacerlo! —dijo Juliana—. Manejas tan bien. No costará mucho subir hasta allá, ¿no?
Lentamente, Joe dijo: —Bueno, dudo que un hombre de tanta fama permita que lo asalten los curiosos. Serán tantos.
—¿Por qué no intentarlo? Joe… —Juliana le apretó el brazo a Joe, lo sacudió, excitada. —Todo lo que puede hacer es decirnos que nos volvamos.
Muy deliberadamente, Joe dijo: —Primero vayamos de compras y consigamos algunas ropas nuevas… eso es importante, hacer una buena impresión. Y quizá hasta alquilemos un coche nuevo en Cheyenne. Apuesto a que tú lo harías.
—Sí —dijo Juliana—. Y tú necesitas un come de pelo. Y déjame elegirte la ropa, por favor, Joe. A Frank se la compraba yo. Un hombre no sabe nada de ropa.
—Tú tienes buen gusto —dijo Joe, mirando otra vez adelante, al camino, frunciendo sombríamente el ceño—. En muchas cosas, no sólo en la ropa. Mejor que tú lo llames, el primer contacto.
—Me arreglaré el cabello —dijo Juliana.
—Magnífico.
—No me da ningún miedo ir allá y llamar a la puerta —dijo Juliana—. Quiero decir, sólo se vive una vez. ¿Por qué sentirnos intimidados? No es más que un hombre, como el resto de nosotros. Quizá hasta se sienta complacido porque alguien haga un camino tan largo sólo para decirle cuánto le gustó el libro. Podríamos pedirle un autógrafo, en las primeras páginas, como se acostumbra. Sería mejor comprar un ejemplar nuevo; el tuyo está todo manchado. No parecería bien.
—Como quieras —dijo Joe—. Dejo en tus manos los detalles, confío en ti. Las muchachas hermosas convencen siempre. Cuando vea qué maravilla eres te abrirá las puertas de par en par. Pero ojo, nada de ocultamientos.
—¿Qué quieres decir?
—Dile que somos casados. No quiero verte metida en algo con ese hombre, ya entiendes. Sería espantoso. La ruina de todos. Algo que lo recompense por habernos dejado entrar, alguna ironía. Cuidado, Juliana.
—Discútelo con él —dijo Juliana—. Esa parte donde se dice que Italia perdió la guerra traicionando a sus aliados. Lo que me dijiste a mí.
Joe asintió con un movimiento de cabeza. —Así es. Discutiremos todo eso.
Se alejaron por el camino.
A las siete de la mañana siguiente, el señor Nobusuke Tagomi dejó la cama, fue hacia el cuarto de baño, y cambió de parecer encaminándose directamente al oráculo.
Sentado en el piso con las piernas cruzadas, Tagomi empezó a manipular los cuarenta y nueve tallos. Sentía de algún modo que la consulta era perentoria, y trabajó febrilmente hasta que al fin obtuvo las seis líneas.
—¡Trueno! ¡Hexagrama Cincuenta y uno!
Dios se manifiesta en signos. Relámpago y trueno. Ruido. Alza involuntariamente las manos y se tapa los oídos. ¡Ja, ja! ¡Jo, jo! Un estruendo que provoca una mueca y un parpadeo. El lagarto se escurre y el tigre ruge, ¡y Dios mismo aparece!
¿Qué significaba? Tagomi miró alrededor. La llegada… ¿de qué? Se incorporó de un salto y se quedó allí de pie, jadeando, esperando.
Nada. El corazón le golpeaba el pecho. La respiración y todos los procesos somáticos eran como respuestas a la crisis, incluyendo el sistema diencefálico autónomo: adrenalina, pulso, intensidad de los latidos, secreciones glandulares, garganta paralizada, ojos fijos, intestinos flojos, etcétera. Una náusea en el estómago y el instinto sexual reprimido.
Y sin embargo, no se veía nada, ningún acto parecía adecuado. ¿Correr? Todo parecía preparado para el pánico de una fuga. ¿Pero a dónde ir y por qué? El señor Tagomi no encontraba nada que pudiera orientarlo. Decidir era por lo tanto imposible. El dilema del hombre civilizado: parálisis del cuerpo, y peligro oscuro.
El señor Tagomi fue al cuarto de baño y se preparó para afeitarse, enjabonándose la cara.
Sonó el teléfono.
—Trueno —dijo Tagomi en voz alta, dejando la navaja—. Hay que estar preparado. —Salió rápidamente del cuarto de baño, volviendo a la sala —Estoy preparado —dijo, y alzó el receptor—. Tagomi aquí —la voz le salió ronca, y carraspeó.
Una pausa. Y luego una voz débil, seca, frágil, casi como el rumor de unas hojas secas y lejanas: —Señor. Le habla Shinjiro Yatabe. Acabo de llegar a San Francisco.
—La Misión Comercial le da la bienvenida, señor —dijo Tagomi—. Qué alegría. ¿Está usted bien y descansado?
—Sí, señor Tagomi. ¿Cuándo podemos vernos?
—Muy pronto. Dentro de media hora. —El señor Tagomi le echó una ojeada al reloj del dormitorio, tratando de leer la hora —Hay una tercera persona, el señor Baynes. Tengo que avisarle. Quizá haya una demora, pero…
—¿Qué le parece dentro de dos horas, señor? —dijo el señor Yatabe.
—Sí, muy bien —dijo Tagomi haciendo una reverencia.
—En la oficina de usted, en el edificio del Times nipón.
El señor Tagomi saludó con otra reverencia.
Clic. El señor Yatabe había colgado.
Había que complacer al señor Baynes, pensó Tagomi. Un buen plato de salmón, por ejemplo, una cola fresca y de buen tamaño. Golpeó la horquilla con un dedo y luego llamó rápidamente al Hotel Abhirati.
—Asunto concluido —dijo cuando se oyó la voz somnolienta de Baynes en el aparato.
La voz perdió enseguida el tono somnoliento. —¿Está aquí?
—En mi oficina —dijo el señor Tagomi—, a las diez y veinte. Adiós. —Colgó el tubo y corrió de vuelta al cuarto de baño, a terminar de afeitarse. No había tiempo de desayunar. Le pediría algo al señor Ramsey cuando ya estuviera instalado en la oficina. Quizá los tres podrían compartir… Mientras se afeitaba el señor Tagomi planeó un buen desayuno para tres.
En pijama, el señor Baynes se quedó junto al teléfono, frotándose la frente y pensando. Era una lástima que hubiera perdido todo contacto con aquel agente. Si hubiera esperado por lo menos un día más…
No obstante, nada parecía aun irremediable. Aunque se suponía que esa tarde visitaría de nuevo la tienda. ¿Y si no iba? Podía desencadenarse una reacción en cadena. Pensarían que lo habían asesinado, o algo semejante. Tratarían de seguirle el rastro.
No importa. El hombre estaba allí. Al fin. La espera había terminado.
El señor Baynes entró en el baño y se dispuso a afeitarse.
No tenía dudas de que el señor Tagomi reconocería enseguida al hombre, decidió. Podrían dejar de lado aquel disfraz: “señor Yatabe”. En realidad podían dejar de lado todas las ocultaciones, todos los fingimientos.
Tan pronto como terminó de afeitarse, el señor Baynes se metió bajo la ducha. Mientras el agua le caía ruidosamente encima, cantó a voz en cuello:
Wer reitet so spät,
Durch Nacht and Wind?
Es ist der Vater
Mit seinem Kind.
Era probablemente demasiado tarde para que la SD pudiese hacer algo, se dijo. Aun cuando descubrieran la trama. De modo que lo mejor era olvidar las preocupaciones triviales; la limitada y privada preocupación por el propio pellejo.