Los Kasoura, la hermosa pareja de japoneses que había visitado la tienda de Robert Childan, le telefonearon a fines de semana y le pidieron que fuera a cenar. Childan había estado esperando oír de ellos, y se mostró encantado.
Cerró Artesanías Americanas S. A. un poco temprano y tomó un pedetaxi hasta el barrio elegante donde vivían los Kasoura. Conocía el barrio aunque allí no había gente blanca. Mientras el pedetaxi lo llevaba por las calles serpeantes enmarcadas de césped y sauces, Childan contempló los modernos edificios admirando la gracia de los diseños. Los balcones de hierro forjado, las atrevidas y sin embargo modernas columnas, los colores de pastel, la utilización de texturas variadas… todo se sumaba en verdaderas obras de arte. Recordaba aún cuando aquel sitio no había sido más que escombros de guerra.
Los niñitos japoneses que jugaban afuera lo observaron sin hacer comentarios y luego volvieron al fútbol o al béisbol. Pero, pensó Childan, no así los adultos; los bien vestidos jóvenes japoneses que estacionaban sus autos o entraban en las casas lo observaron con mayor interés. ¿Vivía él aquí?, se preguntaban quizá. Hombres jóvenes que volvían de las oficinas… Hasta los jefes de las misiones comerciales vivían en el barrio. Childan vio Cadillacs estacionados en la calle. A medida que el pedetaxi lo acercaba a la casa de los Kasoura, se sentía cada vez más nervioso.
Poco después, mientras subía las escaleras del edificio de los Kasoura, pensó: Aquí estoy, no llamado a una reunión de negocios sino invitado a cenar. Se había puesto, claro está, las mejores ropas, y por lo menos confiaba en su propio aspecto. Mi aspecto, pensó. Sí, eso es. ¿Qué aspecto tenía? No engañaba a nadie; no era de allí, de esa zona donde los hombres blancos habían levantado antes una de sus más hermosas ciudades. Un extraño en su propio país.
Llegó a la puerta de los Kasoura, en el extremo de un pasillo alfombrado, y tocó el timbre. Al rato la puerta se abrió. Allí estaba la joven señora Kasoura, vestida con un obi y un kimono de seda, el largo pelo negro recogido en la nuca, sonriéndole y dándole la bienvenida. Detrás en la sala, el marido, con un vaso en la mano, asintiendo. —Señor Childan. Entre.
Inclinándose, Childan entró.
Todo era de un extremado buen gusto. Y… tan ascético. Pocos muebles. Una lámpara aquí, una mesa, una biblioteca, un cuadro en la pared. El increíble sentido japonés del wabi. Esto no era concebible en los ingleses. La capacidad de encontrar en objetos simples una belleza que superaba los elaborados adornos. Algo que tenía relación con la distribución de los objetos.
—¿Quiere beber algo? —preguntó el señor Kasoura—. ¿Scotch y soda?
—Señor Kasoura… —alcanzó a decir Childan.
—Paul —dijo el joven japonés, y señalando a la mujer—: Betty. Y usted se llama…
—Robert —murmuró el señor Childan.
Sentados en la alfombra blanda, bebiendo, escuchaban una grabación de koto, arpa japonesa de trece cuerdas. Había sido puesta a la venta por la HMV japonesa, y era bastante popular. Childan notó que todas las partes del fonógrafo estaban ocultas; incluso los altavoces. No podía saber de dónde venía el sonido.
—Como no sabemos qué acostumbra cenar —dijo Betty—, hemos tornado nuestras precauciones. En el horno de la cocina eléctrica hay carne asada. Junto con esto, unas papas y salsa de crema y chives. Una máxima dice: nadie puede equivocarse si sirve carne asada a un invitado la primera vez.
—Magnífico —dijo Childan—. Soy muy aficionado a la carne.
Y ciertamente lo era. Pocas veces comía carne. Las praderas del Medio Oeste ya no enviaban mucho a la Costa Oeste. No podía recordar cuándo había gustado por última vez un buen asado.
Era hora de entregar los regalos.
Del bolsillo del chaleco sacó algo envuelto en papel de seda. Lo dejó discretamente en la mesa baja. La pareja lo notó enseguida, y esto obligó a Childan a decir: —Una bagatela para ustedes. Algo que muestre una parte de la alegría y del placer que siento estando aquí.
Childan abrió el papel de seda, mostrándoles el regalo. Un trozo de marfil tallado hacía un siglo por los balleneros de Nueva Inglaterra. Un objeto de arte diminuto llamado scrimshaw. Las caras de los japoneses se iluminaron; conocían bien los scrimshaws que los viejos marinos tallaban en momentos de ocio. Nada podía resumir mejor la vieja cultura norteamericana.
Silencio.
—Gracias —dijo Paul.
Robert Childan saludó inclinándose, sintiendo que el corazón se le apaciguaba, libre de la ansiedad y opresión que habían pesado últimamente sobre él. Lo que tenía que hacerse había sido hecho. La ofrenda; el reingreso como decía el I Ching.
Ray Calvin le había restituido el Colt 44, asegurándole además por escrito que el problema no se repetiría. Y sin embargo, esto no lo había tranquilizado del todo. Sólo ahora, en esta situación que no tenía ninguna relación con lo demás, la impresión de que todo estaba estropeándose se le había borrado un momento., El wabi de alrededor, esas radiaciones de armonía… aquella era la causa, decidió. La proporción. El equilibrio. Estaban tan cerca del Tao estos dos jóvenes japoneses. Por eso antes había reaccionado así, sintiendo el Tao, vislumbrándolo en sí mismo.
¿Cómo sería, se preguntó, conocer realmente el Tao? El Tao es lo que primero da luz, luego oscuridad. La interdependencia de las dos fuerzas primeras traía una constante renovación, impidiendo así que todo se desgastara. El universo no se extinguiría nunca, pues en el momento en que las sombras parecen borrarlo todo, hasta ser de veras trascendentes, las nuevas semillas de luz renacen en las profundidades. Ese era el camino. Cuando la semilla cae, cae en la tierra, en el suelo. Y allá abajo, de un modo invisible, nace a la vida.
—Una hors d’ouvre —dijo Betty. Se inclinó para extender un plato de galletitas de queso, y etcétera. Childan tomó dos y dio las gracias.
—Hay muchas novedades internacionales en estos días —dijo Paul bebiendo—. Mientras venía a casa esta noche escuché la transmisión directa del funeral del Estado en Munich, incluyendo un desfile de cincuenta mil banderas, y cosas parecidas. Mucho canto: Ich hatte einen Kamerad. El cuerpo está ahora a la vista de todos los militantes.
—Sí, nos perturbaron a todos —dijo Robert Childan—. Las noticias de principios de semana.
—El Times nipón de esta noche dice que von Schirach está arrestado en su casa, según fuentes fidedignas —dijo Betty—. Por órdenes de la SD.
—Malo —dijo Paul sacudiendo la cabeza.
—Es indudable que las autoridades desean mantener el orden —dijo Childan—. Se sabe que von Schirach es un hombre terco, que actúa a menudo apresuradamente. Algo parecido a R. Hess en el pasado. Recuerde aquel vuelo disparatado a Inglaterra.
—¿Qué otra cosa informa el Times nipón? —le preguntó Paul a su mujer.
—Mucha confusión y muchas intrigas. Unidades del ejército que se mueven de aquí para allá. Visas canceladas. Puestos fronterizos cerrados. El Reichstag en sesión permanente. Discursos.
—Eso me recuerda el magnífico discurso que le oí al doctor Goebbels —dijo Robert Childan—. Por radio, hace cerca de un año. Muchas invectivas ingeniosas. El auditorio en un puño, como de costumbre. Todo el espectro de las emociones. Ahora que el original Adolf Hitler ha desaparecido, el doctor Goebbels es sin duda el orador nazi número uno.
—Es cierto —convinieron Paul y Betty.
—El doctor Goebbels tiene también una magnífica esposa y hermosos niños —continuó Childan—. Individuos de tipo muy alto.
—Cierto —dijeron Paul y Betty—. Un hombre de familia, muy diferente de muchos otros grandes cabecillas alemanes —dijo Paul—. De costumbres sexuales dudosas.
—No presto mucha atención a —los rumores —dijo Childan—. ¿Se refieren a gente como E. Roehm? Historia vieja. Olvidada hace tiempo.
—Pienso sobre todo en H. Goering —dijo Paul, bebiendo lentamente y examinando el vaso—. Cuentos de orgías romanas de la más fantástica variedad. Sólo oírlas le pone a uno la carne de gallina.
—Mentiras —dijo Childan.
—Bueno, el tema no vale la pena —dijo Betty mirando a los dos hombres.
Los vasos estaban vacíos y la señora Kasoura fue a llenarlos.
—Las discusiones políticas enardecen demasiado —dijo Paul—. En cualquier parte a donde usted vaya. Es esencial mantenerse sereno.
—Sí —convino Childan—. En calma y orden. De ese modo todo vuelve a la estabilidad de costumbre.
—Los períodos que siguen a la muerte del líder son siempre críticos en una sociedad totalitaria —dijo Paul—. La falta de tradición y las instituciones burguesas combinadas… —Se interrumpió. —Mejor dejemos la política. —Sonrió —Hace ya tiempo que no somos estudiantes.
Robert Childan sintió que se ruborizaba y se inclinó sobre el vaso para ocultarse a los ojos del japonés. Qué modo terrible de empezar una conversación. Había estado discutiendo de política de un modo tonto a insolente. Había expresado puntos de vista opuestos, sin ninguna cortesía, y sólo el tacto extremo de Kasoura había podido salvar la noche. Cuánto tengo que aprender, pensó. Son tan graciosos y educados. Y yo… el bárbaro blanco, de veras.
Durante un rato se limitó a beber y a mantener una expresión artificial de satisfacción. He de seguir los caminos que ellos me muestran, se dijo a sí mismo. Estar siempre de acuerdo.
Sin embargo, se asustó pensando que la bebida, y la fatiga y los nervios le habían embotado el cerebro. ¿Podría arreglar el entuerto? Nunca lo invitarían otra vez; era demasiado tarde. Se sintió desesperado.
Betty, de vuelta de la cocina, se había sentado de nuevo en la alfombra. Qué atractiva, pensó Childan otra vez. La figura delgada. Aquellos cuerpos eran tan superiores; ni gordos ni bulbosos. No necesitaban fajas ni corpiños. Tenía que ocultar que se sentía fascinado; eso sobre todas las cosas. Y sin embargo, de cuando en cuando, se permitía echarle una ojeada a Betty. La piel, el cabello, y los ojos eran de un hermoso color oscuro. Parecemos cocidos a medias, comparados con ellos, pensó. Nos sacaron del horno antes de tiempo. El viejo mito aborigen, y allí estaba la prueba.
Tenía que pensar en otra cosa. Hablar de algo mundano, por ejemplo. Miró alrededor, como buscando el tema. El silencio caía pesadamente y Childan sentía la tensión casi como un calor excesivo. Insoportable. ¿Qué demonios decir? Algo que no fuera desde luego peligroso. Descubrió un libro en un gabinete bajo de laca negra.
—Veo que están leyendo La langosta se ha posado —dijo—. He oído hablar, pero el exceso de trabajo no me deja tiempo para leer. —Se incorporó, fue a tomar el libro, examinando cuidadosamente las expresiones de los japoneses; parecían complacidos, de modo que prosiguió: —¿Una novela policial? Perdonen mi ignorancia. —Volvió las páginas.
—No una novela policíaca —dijo Paul—. Al contrario, una forma interesante del género de ficción, posiblemente relacionada con la ciencia —ficción.
—Oh no —se opuso Betty—. No hay ciencia en la obra. No se trata del futuro. El tema de la ciencia —ficción es el futuro, en particular un futuro donde la ciencia ha avanzado todavía más. El libro no tiene esas características.
—Pero —dijo Paul —habla de otro presente posible. Hay muchas novelas de ciencia —ficción de esa especie. —Le explicó a Robert: —Perdone mi insistencia, pero, como sabe mi mujer, fui durante un tiempo un entusiasta de la ciencia —ficción. Empecé temprano; tenía menos de doce años. Eran los primeros días de la guerra.
—Entiendo —dijo Robert Childan, cortésmente.
—¿Quiere que le prestemos La langosta? —preguntó Paul—. Lo terminaremos pronto, dentro de un día o dos. Mi oficina está en el centro de la ciudad, no lejos de la estimada tienda de usted. Puedo llevárselo sin dificultades a la hora del almuerzo. —El japonés calló y luego, pensó Childan, a causa quizá de una señal de Betty, continuó diciendo: —Usted y yo, Robert, podríamos almorzar juntos entonces.
—Gracias —dijo Robert. No se le ocurrió otra cosa. Un almuerzo, en uno de los restaurantes de moda del centro. Él, Robert, y este sofisticado y aristócrata japonés. Era demasiado. Sintió que se le nublaban los ojos. Pero continuó examinando el libro y asintiendo. —Sí —dijo—, esto —parece interesante. Me gustaría mucho leerlo. Me agrada conocer el tema del día. —¿Era aquella una buena observación? Admitir que se interesaba porque el libro estaba de moda. Quizá no era lo adecuado. No lo sabía, pero sin embargo lo sentía así —La calidad de un libro no depende de las cifras de venta —dijo—. Todos lo sabemos. Muchos bestsellers son terriblemente mediocres. —Childan farfulló: —Este, sin embargo…
—Muy cierto —dijo Betty—. El gusto de la mayoría es realmente deplorable.
—Como en música —dijo Paul—. Nadie se interesa en el auténtico jazz folklórico norteamericano, por ejemplo. Robert, ¿es usted aficionado a Bunk Johnson y Kid Ory y otros contemporáneos? ¿El primer jazz Dixieland? Tengo toda una colección de esa vieja música, grabaciones originales de la casa Genet.
Robert dijo: —Temo conocer poco de música negra. —La pareja no pareció realmente complacida con esta observación. —Prefiero los clásicos. Bach y Beethoven.
Seguramente esto era aceptable, se dijo, sintiéndose ahora un poco resentido. ¿Se suponía que debía negar a los grandes maestros de la música europea, los clásicos inmortales, y preferir en cambio el jazz de Nueva Orleáns que se tocaba en los bares del barrio negro?
—Quizá si escuchamos una selección de los New Orleans Rhythm Kings —comenzó a decir Paul, dejando el cuarto, pero Betty lo detuvo con una mirada. Paul volvió, encogiéndose de hombros.
—La cena está casi lista —dijo Betty.
Paul se sentó otra vez, y un poco malhumorado, pensó Robert, murmuró: —El jazz de Nueva Orleáns es la más auténtica música folklórica norteamericana. Nació en este continente. Todo lo demás vino de Europa, como por ejemplo las sentimentales baladas inglesas.
—Esta es una discusión interminable entre nosotros —dijo Betty, sonriéndole a Robert—. No comparto ese amor por el jazz original.
Teniendo todavía en la mano el ejemplar de La langosta se ha posado, Robert preguntó: —¿Qué otro presente posible describe el libro?
Al cabo de un rato, Betty dijo: —Uno en el que Alemania y el Japón perdieron la guerra.
Todos callaron.
—Es hora de comer —dijo Betty, poniéndose de pie—. Acompáñenme, por favor, los dos hambrientos hombres de negocios.
Llevó a Robert y Paul a la mesa de la cena, puesta ya con un mantel blanco, cubiertos de plata, porcelana, servilletas de algodón en las que Robert reconoció unos servilleteros de hueso de la época norteamericana primitiva. La plata también era plata norteamericana. Las copas y los platos eran Royal Albert, de color azul oscuro y amarillo. Muy excepcionales; no pudo dejar de mirarlos sintiendo una admiración profesional.
Las fuentes no eran norteamericanas. Parecían ser japonesas, no estaba seguro, pues no sabía mucho de eso.
—Esto es porcelana Imari —dijo Paul, notando el interés de Childan—, de Arita. En el Japón se la considera producto de primera clase.
Los tres se sentaron.
—¿Café? —le preguntó Betty a Robert Childan.
—Sí —dijo Childan—. Gracias.
—Después de la cena —dijo Betty, yendo a buscar la mesita rodante. Pronto todos estaban comiendo. A Robert la comida le pareció deliciosa. La japonesa era una cocinera excepcional. La ensalada en particular le gustó sobremanera. Paltas, corazones de alcauciles, una variedad rara de queso azul… Gracias a Dios no le habían servido una comida nacional, esos platos de verdura y carne que abundaban tanto desde la guerra.
Y los interminables mariscos. Los había comido tantas veces que ya no podía soportar otro langostino ni otra ostra.
—Me gustaría saber —dijo Robert —cómo sería un mundo donde Alemania y Japón perdieron la guerra.
Ni Paul ni Betty contestaron durante un rato. Al fin Paul dijo: —Las diferencias son muy complicadas. Mejor que lea el libro. Si se lo cuento, perderá interés para usted.
—Tengo ideas muy claras sobre el tema —dijo Robert—. Lo pensé muchas veces. —La voz de Robert era firme, casi dura. —Mucho peor.
Los japoneses parecieron sorprendidos. Quizá a causa del tono de Robert.
—El comunismo dominaría el mundo —continuó diciendo Robert.
Paul asintió. —El autor, el señor H. Abendsen, considera ese aspecto, la expansión de la Unión Soviética. Pero como en la primera guerra mundial, todavía en el bando victorioso, la Rusia campesina, país de segundo orden, se enreda en sus propios problemas. Es el hazmerreír del mundo, y todos recuerdan la guerra que sostuvieron con el Japón, cuando…
—La victoria nos costó muchos sufrimientos —dijo Robert—. Pero fue por una buena causa. Detener la dominación eslava del mundo.
Betty dijo en voz baja:
—Personalmente no creo en la verdad de toda esa charla histórica acerca de la dominación mundial. De nadie, eslavos o chinos o japoneses.
Betty miró a Robert plácidamente. Tenía completo dominio de sí misma, no se había dejado arrastrar por las palabras, pero era evidente que trataba de decir lo que sentía. Unas manchas de color, muy rojas, le aparecieron en la cara.
Comieron un tiempo sin conversar.
Repetí mi error, se dijo Robert Childan. Imposible evitar el tema. Estaba en todas partes. En un libro que descubría casualmente, o en una colección de discos, o en aquellos servilleteros de hueso… Objetos saqueados por los conquistadores.
Había que enfrentar los hechos. Estaba tratando de admitir que estos japoneses y él eran semejantes. Pero aun cuando se mostrara agradecido porque ellos habían ganado la guerra, y la nación de él había perdido, no había ningún terreno común. Lo que las palabras significaban para él no se parecía nada a lo que pensaban ellos. Los cerebros de las dos partes eran distintos. Lo mismo las almas. Allí estaban ellos ahora bebiendo en copas de porcelana inglesa, comiendo con plata norteamericana, escuchando música negra. Todo en la superficie. Disponían de esas cosas porque contaban con dinero y poder; pero eran sólo aficionados, que se engañaban con ersatz.
Aun el I Ching que habían impuesto a la fuerza, era un libro chino. Algo que habían tomado prestado. ¿A quién engañaban? ¿Se lo creían ellos mismos? Adoptaban costumbres de aquí y de allá, ropa, comida, charla, paseos, como por ejemplo papas asadas, y crema y cebollas, incorporando a sus tradiciones un viejo plato americano. Pero nadie se engañaba, y él, Childan, menos que nadie.
Sólo las razas blancas son creativas, reflexionó. Sin embargo, él, miembro de esa raza tenía que golpearse la cabeza contra el suelo, saludando a esos dos. Qué distinto sería todo si los americanos hubieran ganado, se dijo. No habría Japón, y el poder deslumbrador de los Estados Unidos se hubiese extendido por el mundo entero.
Tengo que leer ese libro, La langosta, pensó. Es casi un deber patriótico, se me ocurre.
Betty le dijo en voz baja:
—Robert, no come usted. ¿Está mal preparada la comida?
Robert se llevó inmediatamente a la boca un tenedor de ensalada.
—No —dijo—. Es realmente la comida más deliciosa que yo haya probado en años.
—Gracias —dijo Betty, obviamente complacida—. He hecho todo lo posible por preparar algo auténtico… Por ejemplo, he hecho mis compras en esos minúsculos mercados norteamericanos de la calle Mission. Entiendo que esto es McCoy auténtico.
Prepara de un modo perfecto las comidas nativas, pensó Robert Childan. Lo que decían era cierto: los poderes de imitación de esta gente parecían ilimitados. Pastel de manzanas, coca cola, un paseo luego del cine, Glenn Miller… Tenían envuelta en papel de arroz una Norteamérica completamente artificial. Una mamá de papel de arroz en la cocina, un papá de papel de arroz que lee el periódico, un perrito de papel de arroz echado en la alfombra. Todo.
Paul lo observaba en silencio. Robert Childan, advirtiendo de pronto la atención del hombre abandonó estas ideas y se aplicó concienzudamente a la comida. ¿Me leerá los pensamientos? se preguntó. ¿Verá lo que pienso realmente? Sé que no he mostrado nada. He cuidado mi lenguaje; es imposible que haya sacado alguna deducción.
—Robert —dijo Paul—, como usted nació y se educó aquí, y ha hablado siempre el idioma norteamericano, quizá pueda ayudarme a propósito de un libro que no he entendido del todo. Una novela de 1930 de autor norteamericano.
Robert saludó con un movimiento de cabeza.
—El libro —dijo Paul—, que es bastante raro, y del que tengo un ejemplar, está firmado por Nathanael West. El título es Señorita Corazones Solitarios. Lo he leído con agrado pero no he comprendido del todo las intenciones dé West.
Paul miró esperanzadamente a Robert.
Robert Childan contestó: —Temo… temo no haber leído nunca ese libro.
Ni siquiera, pensó, lo he oído nombrar.
Paul estaba evidentemente decepcionado. —Qué lástima. Es un libro pequeño. Habla de un hombre que escribe una columna en un periódico; le consultan problemas sentimentales, hasta que evidentemente el dolor lo enloquece y se cree Jesucristo. ¿Recuerda? Quizá lo leyó hace tiempo.
—No —dijo Robert.
—Muestra una rara perspectiva acerca del sufrimiento —dijo Paul—. Una visión muy original del problema del sufrimiento que no tiene causa aparente. Tema principal de todas las religiones. Los cristianos declaran a menudo que la razón del sufrimiento es el pecado.. West parece dar una interpretación más nueva, que se suma a las anteriores. West opina que sufre sin causa aparente quizá y sobre todo porque es judío.
—Si Alemania o el Japón hubiesen perdido la guerra —dijo Robert—, hoy los judíos dominarían el mundo. A través de Moscú y Wall Street.
Robert Childan creyó notar que los dos japoneses, el hombre y la mujer, se encogían de algún modo. Le pareció que se borraban, se enfriaban, se replegaban.. La habitación misma se enfrió. Robert Childan se sintió abandonado. Comiendo solo. ¿Qué había hecho ahora? ¿Qué habían interpretado los japoneses? Estúpidos, incapaces de entender una lengua extraña, el pensamiento occidental, por eso mismo se mostraban resentidos. Qué tragedia, pensó mientras continuaba comiendo. Y sin embargo… ¿qué podía hacerse?.
Había que recuperar la claridad anterior, de hacía sólo un momento. Valía la pena. No lo había entendido del todo hasta ahora. En verdad, ya no se sentía tan mal como antes, pues casi había olvidado aquel sueño insensato. Había llegado allí, recordó, esperando tantas cosas. Una niebla romántica, casi adolescente, lo había envuelto un momento mientras subía las escaleras. Pero había que admitir la realidad; tenía que crecer.
Y eso era lo que ocurría, allí y ahora: Estas gentes no eran exactamente humanas. Estaban vestidas como seres humanos, pero eran como monos de circo; inteligentes y capaces de aprender, y nada más.
¿Por qué se sometía entonces? ¿Sólo porque ellos hablan ganado?
El encuentro con los Kasoura le había revelado una grave falla de su propio carácter. Pero así eran las cosas. Tenía la tendencia patética a… bueno, a elegir ineludiblemente el menor de dos males. Una vaca que ve de pronto el agua y galopa sin premeditación.
Había estado comportándose hasta ahora de acuerdo con el mundo exterior porque así parecía más seguro; al fin y al cabo, estos eran los ganadores, los que mandaban. ¿Por qué motivo iba a buscar su propia perdición? Habían leído un libro norteamericano y querían que se los explicara; esperaban que él, hombre blanco, les diese la respuesta. Y él hubiese tratado, pero en este caso no podía, aunque lo hubiese leído no habría podido sin duda.
—Quizá un día le eche una ojeada a ese libro, Señorita Corazones Solitarios —le dijo a Paul—. Luego le explicaré a usted qué significa.
Paul asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Sin embargo, y por ahora, estoy demasiado ocupado con mi trabajo —dijo Robert—. Más tarde, quizá… Estoy seguro de que no me llevará mucho tiempo.
—No —murmuró Paul—. Es un libro muy corto.
Tanto Paul como Betty parecían tristes, pensó Childan. Se preguntó si ellos, también, sentirían ese abismo infranqueable que los separaba. Espero que sí, se dijo. Se lo merecen. Una vergüenza… El mensaje de un libro tiene que descifrarlo uno mismo.
Robert Childan comió más complacido.
No hubo ningún otro episodio que echara a perder la velada. A las diez, cuando dejó la casa de los Kasoura, Robert Childan se sentía aún confiado.
Bajó las escaleras sin prestar mucha atención a los residentes japoneses que iban a los cuartos de baño comunes o volvían a las habitaciones y a veces le clavaban los ojos. Ya afuera, en las sombras de la calle, llamó un pedetaxi, y pidió que lo llevara de vuelta.
Se había preguntado muchas veces cómo sería encontrarse con ciertos clientes fuera de la tienda. No era tan malo al fin y al cabo. Y esta experiencia podía ayudarlo en sus negocios.
Reunirse con gentes que lo intimidaban a uno tenía sin duda un efecto terapéutico. Uno descubría cómo eran en realidad, y entonces el miedo desaparecía.
Childan llegó al fin a las puertas de su casa. Le pagó al conductor del pedetaxi y subió por las escaleras familiares.
Allí, en el cuarto de adelante, lo esperaba un hombre que no conocía. Un hombre blanco, de abrigo, sentado en el sofá y que leía el periódico. Childan se detuvo asombrado en el umbral, y el hombre dejó el periódico, se incorporó lentamente, y buscó en el bolsillo del chaleco. Sacó una tarjeta y la mostró.
La Kempeitai.
Era un pinoc. Empleado de la policía de Sacramento, instalada por las autoridades japonesas de ocupación. Childan sintió miedo.
—¿Es usted Robert Childan?
—Sí, señor —dijo Childan.
—Hace poco —dijo el policía consultando unos papeles que había sacado de un portafolios, que tenía en el sofá —lo visitó un hombre, un hombre blanco, que dijo ser representante de un oficial de la marina imperial. Investigaciones posteriores mostraron que esto no era así. No hay tal oficial. No hay tal barco.
El policía miró a Childan.
—Correcto —dijo Childan.
—Nos informaron —continuó el policía —acerca de un tumulto en el área de la Bahía. Este hombre estaba evidentemente complicado. ¿Quiere usted describirlo?
—Menudo, de piel algo oscura —comenzó a decir Childan.
—¿Judío?
—¡Sí! —dijo Childan—. Ahora que lo pienso. Aunque no me di cuenta en el momento.
—Aquí tiene una foto.
El hombre le pasó la fotografía a Childan.
—Es él —dijo Childan. No había duda. Los poderes de detección de la Kempeitai eran bastante asombrosos—. ¿Cómo lo encontraron? No informé personalmente, pero llamé por teléfono a mi socio, Ray Calvin, y le dije…
El policía le indicó que se callara.
—Tiene usted que firmar este papel, y nada más. No lo llamarán a la corte; esto es sólo una formalidad legal y aquí termina la intervención de usted. —Le alcanzó a Childan el papel y luego una lapicera —Se dice aquí que este hombre fue a verlo y trató de engañarlo invocando una representación falsa y todo lo demás. Lea el papel. —El policía se levantó el puño de la camisa y le echó una ojeada al reloj de pulsera mientras Robert Childan leía el papel —¿Es sustancialmente correcto?
Lo era… sustancialmente. Robert Childan no tuvo tiempo de prestar mucha atención al papel, y de todos modos no recordaba muy bien lo que había ocurrido aquel día. Pero sabía que el hombre había tratado de engañarlo, y que esto tenía relación con un tumulto ocurrido en la Bahía. Además, como el policía había dicho, el hombre era judío. Robert Childan miró el nombre debajo de la foto, Frank Frink. Nacido Frank Fink. Sí, ciertamente era judío. Cualquiera podía decirlo, con un apellido como Fink. Y el hombre se lo había cambiado.
Childan firmó el papel.
—Gracias —dijo el policía. Juntó sus cosas, se acomodó el sombrero, deseó buenas noches a Childan, y partió. Todo el asunto había llevado sólo un momento.
Parece que ya le tienen las manos encima, pensó Childan. Cualquiera que fuese el asunto en que estaba metido.
Un verdadero alivio. Trabajaban rápido, de veras. Aquella era una sociedad de leyes y orden, donde los judíos no podían emplear sus sutilezas a costa de los inocentes. Los ciudadanos estaban de veras protegidos.
No entendía cómo no había reconocido enseguida las características raciales. Gente engañosa.
Él, Childan, no era amigo de engaños, evidentemente, decidió, y no tenía muchas defensas. Aquel hombre, por ejemplo, podía haberlo convencido de cualquier cosa. Era una forma de hipnosis, capaz de dominar toda una sociedad.
Mañana tendré que comprar ese libro, La langosta, se dijo. Sería interesante ver cómo el autor describía un mundo gobernado por judíos y comunistas, el Reich en ruinas, y Japón sin duda una provincia de Rusia; y Rusia misma extendiéndose del Atlántico al Pacífico. Se preguntó si el autor —cualquiera fuese su nombre hablaría de una guerra entre Rusia y los Estados Unidos. Un libro interesante, pensó. Raro que a nadie se le hubiese ocurrido escribirlo antes.
Una obra así podía mostrar qué afortunados eran realmente. A pesar de las desventajas obvias… todo podría haber sido mucho peor. Había una verdadera lección moral en aquel libro. Sí, los japoneses estaban allí, gobernándolos, y los norteamericanos eran una nación derrotada. Pero tenían que mirar adelante; tenían que construir. Les esperaban grandes acontecimientos, como la colonización de los planetas.
Recordó que era la hora de las noticias. Se sentó y encendió la radio. Quizá habían elegido ya al nuevo canciller del Reich. Se sintió excitado. Para él Seyss-Inquart era el más dinámico. El más capaz de llevar adelante programas audaces.
Me gustaría estar allá, pensó. Quizá algún día tuviese bastante dinero como para viajar a Europa y ver todo. Era una lástima perdérselo ahora. Clavado allí en la Costa Oeste donde no ocurría nada. La historia lo pasaba por alto.