El señor Nobusuke Tagomi pensó que no había respuesta, ni siquiera la posibilidad de entender, aun en el oráculo. Sin embargo, tenía que seguir viviendo, día tras día.
Pasaría algún tiempo retirado oculto, hasta que más tarde, cuando…
De cualquier modo se despidió de su mujer y dejó la casa. Pero hoy no iría al edificio del Times nipón. ¿Un poco de distracción? ¿Ir a visitar el zoo y los peces del parque de la Puerta de Oro? Visitar cocas incapaces de pensar y sin embargo felices.
Tiempo. El viaje era largo para un pedetaxi, y eso le daba más tiempo para ver. Si así podía decirse.
Pero los árboles y el zoo no eran personales. Nobusuke Tagomi no tenía otro punto de apoyo posible que la vida de los hombres. Era como si hubiesen hecho de él un niño, aunque eso quizá estaba bien. Quizá podía sacarle algún provecho.
El conductor del pedecoche, pedaleó a lo largo de la calle Kearny hacia el centro de San Francisco. Tomaría un coche funicular, pensó de pronto el señor Tagomi. Un viaje feliz, claro, que casi arrancaba lágrimas. Un objeto que debiera haberse desvanecido a principios del siglo y que sin embargo todavía existía.
Despidió al pedetaxi, y caminó a lo largo de la acera hasta la línea funicular más rápida.
Quizá, pensó, nunca vuelva al edificio del Times nipón, que hiede a Muerte. Mi camera ha terminado, pero eso no es un problema. El Consejo de las Misiones Comerciales le encontraría pronto un reemplazante. Pero él todavía caminaba, existía, recordándolo todo. De modo que nada había llegado a un fin definitivo.
En cualquier caso la guerra, la operación Diente de León, los barrería a todos. No importaba lo que estuviesen haciendo entonces. El enemigo, el aliado de la última guerra, ¿qué beneficio les había traído? Quizá hubiera sido mejor que hubiesen combatido contra ellos, se dijo Tagomi, o haber permitido que perdiesen ayudando al enemigo, los Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia.
Ninguna esperanza, a cualquier lado que uno mirase.
El oráculo, enigmático. Quizá se había retirado del mundo afligido de los hombres. Los sabios se iban.
Habían entrado en un Momento en que estaban solos. No podían buscar ayuda, como antes. Bueno, pensó el señor Tagomi, quizá también, esto fuese beneficioso, o quizá pudiera cambiárselo en algo beneficioso. Había que seguir buscando el camino.
Subió al coche funicular de la calle California, y fue hasta el fin de la línea. Hasta bajó del coche y ayudó a moverlo en la plataforma giratoria de madera. Esta, de todas las experiencias de la ciudad, era la que tenía más significado para él, de costumbre. Ahora el efecto se había debilitado mucho; sentía todavía más la presencia del vacío; la malignidad lo había invadido todo.
Por supuesto, hizo el viaje de vuelta. Pero era sólo una formalidad, comprendió, mientras miraba las calles, los edificios, el tránsito que iba ahora en la otra dirección.
Cerca de Stockton se levantó para bajar. Pero en la parada, cuando ya descendía, el conductor lo llamó:
—Señor, su portafolios.
—Gracias —dijo el señor Tagomi. Extendiendo un brazo tomó el portafolios y luego saludó con una inclinación de cabeza mientras el coche se ponía otra vez en marcha con un sonido metálico. Cosas de valor en el portafolios, pensó Tagomi. Un Colt 44, inapreciable pieza de colección. Ahora siempre al alcance de la mano por si los asesinos de la SD intentaban una venganza individual. Nunca se sabía. Y sin embargo… el señor Tagomi pensó que esta nueva costumbre, a pesar de todo lo que había ocurrido, era neurótica. No podía vivir atado a eso, se dijo de nuevo mientras caminaba llevando el portafolios. Una fobia compulsiva —obsesiva. Pero no podía librarse.
Yo aferrado al arma, y el arma aferrada a mí, pensó.
¿Había perdido entonces aquella actitud de complacencia? ¿La memoria de lo ocurrido le había pervertido todos los instintos? Quizá la colección entera estaba estropeada ahora, y no sólo su relación con una pieza particular. La colección había sido un área muy importante en su vida, en la que se había demorado, ay, con una excesiva satisfacción.
Llamó a un pedetaxi y le dio al conductor la dirección de la tienda de Robert Childan en la calle Montgomery. Quería hacer la prueba. Había quedado un hilo colgado, lo único quizá que admitía aún una intervención voluntaria, un truco que podía calmar aquella ansiedad: negociar el revólver como una pieza de auténtico valor histórico. El revólver tenía para él demasiada historia subjetiva… de una especie inadecuada. Pero la historia terminaba en él: el revólver no tendría ese significado para ningún otro.
Libérate, decidió excitado. Cuando el revólver desaparezca, todo se irá con él, las nubes del tiempo. Pues esas nubes no estaban sólo en su mente, estaban —como la teoría de la historia lo había dicho siempre —dentro del revólver mismo. Una ecuación entre ambos.
Llegó a la tienda, donde había tenido tantos asuntos, se dijo mientras le pagaba al conductor. Tanto de negocios como privados. Entró en la tienda llevando el portafolios.
Allí estaba el señor Childan, junto a la caja, pasándole un paño a algún artefacto.
—Señor Tagomi —dijo el señor Childan con una reverencia.
—Señor Childan. —Tagomi saludó también inclinándose.
—Qué agradable sorpresa. —Childan dejó el objeto y el paño y se acercó dando vuelta al mostrador. El rito de costumbre, la bienvenida, etcétera. Sin embargo el señor Tagomi sentía que algo había cambiado en Childan. Muy callado ante todo. Mejor, decidió. Childan había sido siempre un poco ruidoso, chillón, agitado. Pero esto quizá era un mal augurio.
—Señor Childan —dijo el señor Tagomi poniendo el portafolios sobre el mostrador y abriendo el cierre relámpago—. Quisiera ofrecerle una pieza que compré hace años, aquí mismo.
—Si —dijo el señor Childan—. Depende del estado, por ejemplo. —Observó al señor Tagomi, atento.
—Un revólver Colt 44 —dijo el señor Tagomi.
Los dos hombres callaron mirando el revólver en el estuche abierto de madera de teca y la caja empezada de munición.
Una sombra más fría del lado del señor Childan. Ah, comprendió el señor Tagomi. Bueno, así era. —No está usted interesado —dijo.
—No, señor —dijo el señor Childan con una voz tensa.
—No insistiré. —El señor Tagomi se sentía sin fuerzas y cedió, invadido, de yin, adaptable, receptivo, temeroso…
—Perdóneme, señor Tagomi.
El señor Tagomi hizo una reverencia y guardó el arma, la munición, el estuche en el portafolios. Era el destino, tenía que conservar el revólver.
—Parece usted… muy decepcionado —dijo el señor Childan.
—Se ha dado usted cuenta.
El señor Tagomi estaba perturbado. ¿Estaba haciendo un espectáculo público de su mundo interior? Se encogió de hombros.
—¿Hay alguna razón especial por la que quiera usted desprenderse de esta pieza? —dijo el señor Childan.
—No —dijo el señor Tagomi, ocultando otra vez su mundo personal, como tenía que ser.
El señor Childan titubeó, y enseguida dijo: —Me pregunto… si esta pieza vendrá de mi tienda. No trabajo en esa línea.
—Estoy seguro —dijo el señor Tagomi—, pero no importa. Acepto la decisión de usted. No me siento ofendido.
—Señor —dijo Childan—, permítame mostrarle algo que acaba de entrar. ¿Tiene usted libre un momento?
El señor Tagomi sintió el viejo cosquilleo. —¿Algo de interés insólito?
—Venga, señor. —Childan cruzó la tienda enseñando el camino. Tagomi lo siguió.
Dentro de una caja de vidrio, en bandejas de terciopelo negro, había unas piecitas de metal, de formas apenas esbozadas. El señor Tagomi tuvo una impresión extraña mientras se inclinaba a examinar las piezas.
—Se las muestro sin excepciones a todos mis clientes —dijo Robert Childan—. Señor, ¿sabe usted qué son?
—Joyas, parece —dijo el señor Tagomi distinguiendo un alfiler.
—Hechas aquí en Norteamérica, sí, por supuesto. Pero señor, estas piezas no son antiguas.
El señor Tagomi alzó los ojos.
—Señor, son nuevas. —Las facciones blancas, algo parduscas de Robert Childan estaban alteradas por la pasión. —Esta es la vida nueva de mi país, señor. El comienzo, en semillas diminutas a imperecederas. Semillas de belleza.
El señor Tagomi, adecuadamente interesado, se tomó tiempo en examinar en sus propias manos varias de las piezas. Sí, había allí algo nuevo que les daba vida, decidió. Una confirmación de la ley del Tao; cuando el yin se extiende alrededor, el primer movimiento de la luz aparece de pronto en los abismos más oscuros… Todos conocían el fenómeno; lo habían visto antes, como él lo veía ahora. Y sin embargo esas joyas no eran para él sino pedacitos de hierro. No podía entusiasmarse, como el señor R. Childan, allí presente. Lástima, por los dos. Pero así era.
—Muy bonitas —murmuró, dejando las piezas.
El señor Childan dijo con una voz forzada: —Señor, no se obtiene enseguida.
—¿Cómo dice?
—La nueva visión del corazón.
—Habla usted como un converso —dijo el señor Tagomi—. Ojalá yo lo fuera, pero no lo soy. —Hizo una reverencia.
—Otra vez será —dijo el señor Childan acompañándolo hasta la salida; no había intentado mostrarle ninguna otra pieza, notó el señor Tagomi.
—La seguridad de usted no me parece del mejor gusto —dijo el señor Tagomi—. La siento como un arma de presión.
El señor Childan no se inmutó. —Perdóneme —dijo—, pero no me equivoco. Siento muy claramente que estas piezas son los apretados gérmenes del futuro.
—Que así sea —dijo el señor Tagomi—, pero ese fanatismo anglosajón no me atrae demasiado. —Sin embargo, sentía ahora algo así como una esperanza renovada, su propia esperanza. —Buenos días. —Una reverencia. Volveré pronto. Quizá podamos examinar entonces la profecía de usted.
El señor Childan se inclinó, sin decir nada.
El señor Tagomi partió llevándose el portafolios con el Colt 44 dentro. Salía como había entrado, reflexionó. Buscando todavía, sin eso que tanto necesitaba, si quería volver al mundo.
¿Y si hubiese comprado una de aquellas piecitas raras? Hubiera podido llevarla consigo y examinarla y contemplarla, y quizá así, de algún modo, encontrar el camino de vuelta. No. Eran piezas para el señor Childan, no para él. Y sin embargo, si alguien encontraba su camino… había de veras un Camino, aunque uno personalmente no lo alcanzara nunca.
El señor Tagomi envidió al señor Childan. Dio media vuelta y regresó a la tienda. Allí, en el umbral, estaba el señor Childan, mirándolo. No había entrado todavía.
—Señor —dijo el señor Tagomi—, le compraré una de esas, la que usted elija. No tengo fe, pero últimamente estoy curioseando aquí y allá. —Siguió al señor Childan una vez más a través de la tienda hasta la caja de vidrio —No creo, pero la llevaré conmigo y la miraré a intervalos regulares. Día por medio, por ejemplo. Luego de dos meses, si no veo…
—Puede usted traérmela de vuelta —dijo el señor Childan.
—Gracias —dijo el señor Tagomi. Se sentía mejor. A veces había que intentar cualquier cosa, decidió. No era una desgracia. Al contrario, era un signo de sabiduría, de comprensión de la situación.
—Esto le dará paz —dijo el señor Childan. Sacó un pequeño triángulo de plata adornado con unas concavidades diminutas, como huellas de gotas. Negro debajo, brillante y luminoso arriba.
—Gracias —dijo el señor Tagomi.
El señor Tagomi fue en pedetaxi hasta Portsmouth Square, un parque pequeño en la ladera sobre la calle Kearny y que miraba al puesto de policía. Se sentó en un banco al sol. Unas palomas caminaban por los senderos de piedra en busca de comida. En otros bancos unos hombres mal entrazados leían el periódico o cabeceaban. Otros estaban tendidos en el césped aquí y allá, casi durmiendo.
Sacando del bolsillo el saquito de papel donde se leía el nombre de la tienda del señor Childan, el señor Tagomi lo sostuvo entre las dos manos, como calentándose al fuego. Luego abrió el saquito para mirar a solas aquella nueva adquisición, allí en aquel jardincito para ancianos, de hierba y senderos.
Sostuvo a la luz el triángulo de plata que reflejaba la luz del mediodía como una de esas chucherías que se obtienen cambiándolas por tapas de cajas de cereales, el cristal de aumento de Jack Armstrong. O también… miró dentro de la pieza. Om, como decían los brahmines. Un punto concentrado que es reflejo de todo. Las dos cosas, por lo menos insinuadas. El tamaño, la forma. Tagomi siguió mirando debidamente la pieza.
¿Llegaría la nueva visión, como el señor R. Childan había profetizado? Cinco minutos. Diez minutos. Se quedaría allí todo el tiempo posible. El tiempo, ay, daba prisa a los hombres. ¿Qué era aquello que tenía en la mano, mientras todavía había tiempo?
Perdóname, pensó el señor Tagomi mirando el triángulo. Las presiones externas lo obligaban a ponerse en marcha y actuar. Lamentándolo, empezó a poner el objeto de vuelta en el saco de papel. Una última mirada esperanzada, una mirada absorta, como la de un niño. Había que imitar la inocencia y la fe. En la Costa uno se lleva un caracol al oído y se oye un rumor que es la sabiduría del mar.
Aquí el ojo reemplazaba al oído. El señor Tagomi esperaba que el triángulo entrara al fin en él y le informara qué había ocurrido, qué significaba eso, y por qué. La comprensión y el entendimiento en un pequeño triángulo finito.
Pedía mucho, y quizá por eso no obtenía nada.
—Escucha —le dijo sotto voce al triángulo—. Te vendieron prometiéndome mucho.
Quizá si lo sacudía con violencia, como un viejo reloj recalcitrante. Así lo hizo, hacia arriba y abajo. O como un par de dados en un momento crítico de la partida, para despertar a la deidad interior. Era muy posible que estuviese durmiendo, o de viaje. La titilante y pesada ironía del profeta Elías. O quizá estaba persiguiendo a alguien. El señor Tagomi sacudió violentamente el triángulo de plata en el puño cerrado. Le habló en voz alta, lo miró de nuevo.
Triángulo, estás vacío, pensó. Maldícelo, se dijo, asústalo.
—Estoy perdiendo la paciencia —añadió en voz baja.
¿Qué le quedaba por hacer? ¿Arrojar la pieza a una alcantarilla? Echarle el aliento encima, sacudirla, echarle otra vez el aliento. Ganarle la partida.
Se rió. Una situación estúpida, allí a la luz cálida del sol. Un espectáculo para cualquiera que pasara. Espió alrededor, avergonzado. Nadie miraba. Unos viejos dormitaban cabeceando. Se sintió más tranquilo.
Lo había intentado todo, comprendió. Había rogado, contemplado, amenazado, filosofado. ¿Qué otra cosa podía hacerse?
No podía quedarse allí, no le era posible. Quizá se le presentara luego una nueva oportunidad. Y sin embargo, como decía W. S. Gilbert, una oportunidad semejante no se presentaría otra vez. ¿Era así? Sentía que sí.
Había sido niño y había tenido pensamientos de niño, pero ahora había que investigar nuevas áreas, examinar este objeto de nuevos modos.
Tenía que ser científico, agotar toda posibilidad mediante el análisis lógico, sistemáticamente, como una investigación en un laboratorio, clásica, aristotélica.
Se llevó un dedo a la oreja derecha para no oír el tránsito o cualquier otro ruido que pudiese distraerlo. Luego apretó el triángulo de plata, como un caracol, contra la oreja izquierda.
Ningún sonido. Ningún rumor de un fingido océano, en realidad los sonidos del movimiento de la sangre. Ni siquiera eso.
¿De qué otro sentido podía ayudarse para entender el misterio? el oído no servía, era evidente. El señor Tagomi cerró los ojos y pasó la punta de los dedos por toda la superficie de la pieza. Los dedos no le dijeron nada. El olfato. Se llevó la plata a la nariz y olió. Un débil olor metálico, pero sin significado especial. El gusto. Se metió en la boca el triángulo, como una galletita, pero no trató de morderlo. Ningún significado, sólo una cosa dura, fría y amarga.
Sostuvo otra vez el triángulo en la palma de la mano.
De vuelta a los ojos, el más elevado de los sentidos, de acuerdo con la escala de prioridad de los griegos. Miró el triángulo de plata de un lado y de otro, lo observó desde todo punto de vista extra rem.
¿Qué veía? se preguntó. Un largo, paciente y doloroso estudio lo estaba ayudando quizá a vislumbrar la verdad.
Cede, le decía el triángulo de plata, mostrando un arcano secreto.
Como una rana que sale de las profundidades, pensó el señor Tagomi. Apretada aquí en mi mano, venida a hablar de lo que yace bajo las aguas abisales. Pero esta rana ni siquiera se burla; se va endureciendo en silencio, convirtiéndose en piedra, o arcilla, o mineral. Inerte, desaparece volviendo a la rígida sustancia familiar en un mundo de tumbas.
El metal procede de la tierra, se dijo el señor Tagomi, de abajo, del reino interior, el más denso. El país de los gnomos y las cavernas, húmedo, siempre oscuro. El mundo yin, en su aspecto más melancólico. Un mundo de cadáveres, podredumbre y colapso. Un mundo de heces. Todo lo que ha muerto y vuelve atrás desintegrándose capa por capa. El mundo demoníaco de lo inmutable; el tiempo —que —fue.
Y sin embargo, a la luz del sol, el triángulo de plata resplandecía. Reflejaba la luz, el fuego, pensó el señor Tagomi. No era de ningún modo un objeto oscuro, húmedo, ni tampoco pesado, fatigado; palpitaba de vida. El reino elevado, el yang, el empíreo, lo etéreo, como correspondía a una obra de arte. Sí, esa era la tarea del artista: tomar el mineral de la tierra silenciosa y oscura, y transformarlo en una forma celeste, que refleja la luz.
El triángulo traía vida a los muertos; los cadáveres se encendían animándose; el pasado había cedido ante el futuro.
¿Quién eres? le preguntó el señor Tagomi al triángulo de plata. ¿El oscuro yin muerto o el brillante yang vivo? El triángulo de plata le bailó en la palma, encegueciéndolo. Tagomi entornó los ojos y miró el movimiento de las llamas.
Cuerpo de yin, alma de yang, el metal y el fuego unidos, lo interior y lo exterior; el microcosmo en la palma de la mano.
¿Y de qué espacio se hablaba aquí? el ascenso vertical, al cielo. ¿De qué tiempo? El mundo luminoso de lo mutable. El espíritu del objeto era ahora visible: la luz. Y el señor Tagomi clavaba los ojos en la luz, no podía mirar a otro lado, hechizado por una brillante superficie magnética.
Háblame ahora, le dijo al triángulo, ahora que te has adueñado de mí. Quería oír la voz, esa voz que vendría de la cegadora luz blanca, semejante a la que esperamos ver sólo en la existencia de más allá de la vida, en el Bardo Thodol. Pero él no tendría que esperar a la muerte, a la descomposición del animus en busca de un nuevo útero. No se le presentaría ninguna deidad, ni terrorífica ni benéfica, ni vería tampoco las luces humosas, ni las parejas en coito. Lo evitaría todo, excepto esta luz. Estaba preparado para enfrentarla, sin temor, y nada lo haría retroceder.
Sentía que los cálidos vientos del karma lo empujaban más y más, y sin embargo no se movía. El entrenamiento había sido correcto. No tenía que acobardarse ante la clara luz blanca. Si se acobardaba entraría de nuevo en el ciclo de nacimientos y muertes, y nunca conocería la libertad, nunca obtendría la liberación. El velo de maya se extendería una vez más si…
La luz desapareció. La mano del señor Tagomi sólo sostenía un triángulo opaco. Una sombra había borrado el sol. El señor Tagomi alzó los ojos.
Un policía alto, de uniforme azul, estaba de pie junto al banco, sonriendo.
—¿Eh? —dijo el señor Tagomi, sobresaltado.
—Sólo miraba cómo trabajaba usted en ese rompecabezas —dijo el policía volviéndose al sendero.
—Rompecabezas —repitió el señor Tagomi—. No es ningún rompecabezas.
—¿No es uno de esos pequeños rompecabezas que uno tiene que separar y juntar? Mi chico tiene muchos. Algunos son difíciles. —El policía se alejó.
Arruinada, se dijo el señor Tagomi, mi posibilidad de alcanzar el Nirvana. Había desaparecido interrumpida por aquel yank de Neanderthal, bárbaro y blanco. Una criatura subhumana había supuesto que el señor Tagomi se entretenía con un juguete infantil.
Tagomi se puso de pie y dio unos pocos pasos, trastabillando. Tenía que calmarse. No podía permitirse esas terribles invectivas, racistas y de clase baja, esas irredimibles y contradictorias pasiones. Cruzó el parque diciéndose: No te pares; la catarsis del movimiento.
Al fin llegó a la periferia del parque, la acera de la calle Kearny. El tránsito era apretado y ruidoso. Tagomi se detuvo al borde de la acera.
No había pedetaxis a la vista. Caminó por la acera, uniéndose a la multitud. Nunca se conseguía un pedetaxi cuando uno lo necesitaba.
Dios, ¿qué era aquello? El señor Tagomi se detuvo mirando boquiabierto algo espantosamente deforme que cerraba el horizonte. Una nave de pesadilla, suspendida en el cielo; una enorme construcción —de metal y cemento que ocultaba el paisaje.
El señor Tagomi se volvió a un transeúnte, un hombre flaco de traje arrugado.
—¿Qué es eso? —le preguntó apuntando con el dedo.
El hombre sonrió mostrando los dientes. —¿Horrible, eh? Es la carretera elevada del embarcadero. Mucha gente piensa que arruina el panorama.
—Nunca la había visto antes —dijo el señor Tagomi.
—Hombre afortunado —dijo el otro y se fue.
Una pesadilla, pensó el señor Tagomi; tengo que despertarme. ¿Dónde están hoy los pedetaxis? Echó a caminar más aprisa. En toda esa zona había como una sombra pesada, humosa y mortuoria, y que olía a cosas quemadas. Los edificios y las aceras eran de un color gris opaco, y la gente iba de un lado a otro en un tempo peculiar, convulsivo. Y todavía ningún pedecoche a la vista.
—¡Taxi! —gritó apresurándose.
Era inútil, sólo se veían coches privados y ómnibus. Coches que parecían trituradoras brutales y enormes, de formas desconocidas. Apartó los ojos, mirando adelante. Algo le estaba distorsionando la percepción óptica, de un modo particularmente siniestro. Una perturbación que le afectaba el sentido del espacio. La línea del horizonte parecía quebrada y retorcida, como en un astigmatismo repentino y letal.
Tenía que tranquilizarse, tomar un respiro. Enfrente, un mísero mostrador —restaurante. Sólo blancos adentro, todos almorzando. El señor Tagomi empujó las puertas de vaivén. El cuarto olía a café, y en un rincón un grotesco aparato automático aullaba una música. El señor Tagomi parpadeó y fue hacia el mostrador. Todos los taburetes ocupados por blancos. El señor Tagomi habló y algunos de los blancos alzaron los ojos. Pero nadie se movió. Nadie le dejó el sitio.
Todos se volvieron de nuevo hacia sus platos.
—¡Insisto! —le dijo el señor Tagomi en voz alta al blanco más cercano, gritándole casi en el oído.
El hombre dejó su taza de café y dijo: —Cuidado, Tojo.
El señor Tagomi miró a los otros blancos; todos lo miraban con expresiones hostiles. Y nadie se movía.
La existencia del Bardo Thodol, se dijo el señor Tagomi. Unos vientos cálidos que lo llevaban quién sabe a dónde. La visión de… ¿qué? ¿Era posible que el animus la resistiera? Sí, el Libro de los Muertos preparaba para esto: luego de la muerte creemos ver a otros hombres, pero todos nos parecerán hostiles. Uno está solo entonces, y no encuentra ayuda en ninguna parte. El viaje es terrible, y ahí están siempre los reinos del sufrimiento, el renacimiento, preparados para recibir el espíritu flaco y sin ánimo. Apariciones ilusorias.
El señor Tagomi escapó del mostrador —restaurante. Las puertas oscilaron juntas detrás de él; una vez más se encontró en la acera.
¿Dónde estaba? Fuera del mundo cotidiano, el espacio y el tiempo de costumbre.
El triángulo de plata lo había desorientado. Había soltado amarras, y desde entonces no encontraba punto de apoyo, sometido a terribles pruebas. Una lección para siempre. ¿Por qué trataba uno de contravenir las propias percepciones? ¿Para ir extraviado de un lado a otro, sin señales ni guía?
Una condición hipnagógica. La facultad de la atención disminuida, permitiendo así que sobrevenga un estado crepuscular: el mundo visto sólo en un aspecto meramente simbólico y arquetípico, del todo confundido con material inconsciente. Un caso típico de sonambulismo inducido por hipnosis. Había que parar ese terrible deslizarse entre sombras: reenfocar la concentración y restaurar así el centro del ego.
Buscó en los bolsillos el triángulo de plata. No estaba. Lo había dejado en el banco dentro del portafolios. Una catástrofe.
El señor Tagomi inclinó el cuerpo y echó a correr calle arriba hacia el parque.
Unos vagabundos somnolientos lo miraron sorprendidos mientras Tagomi corría. Allí estaba el banco. Y apoyado contra el banco, el portafolios. No había señales del triángulo. El señor Tagomi buscó, y lo vio al fin medio oculto entre la hierba. EL mismo, seguramente, lo había arrojado allí, furioso.
Se sentó en el banco tratando de serenarse, sin aliento.
Tenía que mirar otra vez el triángulo de plata, se dijo, cuando pudo respirar. Tenía que examinarlo muy atentamente, contar hasta diez y emitir entonces un sonido sobrecogedor. Erwache, por ejemplo.
Ensoñaciones idiotas que evadían la realidad, emulando los más nocivos aspectos de su adolescencia.
Nada había allí de la inocencia prístina de la verdadera infancia. De cualquier modo, era lo que merecía ahora. No había otros responsables, y no podía culpar al señor Childan o a los artesanos, sino sólo a su propia codicia. EL entendimiento no se conseguía por la fuerza.
El señor Tagomi contó lentamente, y de pronto se incorporó de un salto.
—Maldita estupidez —dijo en voz alta.
¿Se le habían aclarado las nieblas?
Espió alrededor. Aquella difusión de la luz había desaparecido, probablemente. Ahora entendía de veras la incisiva elección de las palabras en San Pablo… Visto a través de un vidrio oscuro no era una metáfora sino una astuta referencia a la distorsión óptica. En realidad toda visión del mundo era astigmática, en un sentido fundamental. El espacio y el tiempo eran creaciones de la propia psique, y cuando faltaban estos factores… Lo mismo que en las perturbaciones agudas del oído medio.
De cuando en cuando uno escoraba excéntricamente, perdido todo sentido del equilibrio.
El señor Tagomi volvió a sentarse, se guardó el triángulo de plata en un bolsillo de la chaqueta, y se quedó allí con el portafolios sobre las piernas. Lo que tenía que hacer ahora, se dijo, era ir y mirar de nuevo aquella maligna construcción. ¿Cómo la había llamado el hombre? La carretera del Embarcadero, si aún estaba allí.
Pero tenía miedo.
Y sin embargo, pensó, no podía quedarse allí sentado.
Tenía muchas cargas que llevar, como decía la vieja expresión popular norteamericana. Trabajos que hacer.
Un dilema.
Dos muchachitos negros pasaron corriendo ruidosamente por el sendero. Una bandada de palomas se elevó en el aire; los niños hicieron una pausa.
El señor Tagomi llamó: —Eh, muchachos. —Buscó en los bolsillos —Vengan aquí.
Los niños se acercaron cautelosamente.
—Aquí tienen una moneda —dijo el señor Tagomi tirándoles una moneda; los niños lucharon disputándosela—. Vayan a la calle Kearny y vean si hay pedetaxis. Vuelvan y díganme.
—¿Nos dará otra moneda? —dijo uno de los niños—. ¿Cuando volvamos?
—Sí —dijo el señor Tagomi—, pero díganme la verdad.
Los niños corrieron por el sendero.
Si no hay pedetaxis, se dijo el señor Tagomi, será señal de que debo retirarme a un lugar solitario y suicidarme. Apretó el portafolios. Todavía tenía el arma. No sería difícil.
Los niños volvieron atropellándose. —¡Seis! —gritó uno de ellos—. Conté seis.
—Yo conté cinco —jadeó el otro.
El señor Tagomi dijo: —¿Están seguros que hay pedetaxis? ¿Vieron claramente a los conductores pedaleando?
—Sí señor —dijeron los dos niños.
el señor Tagomi les dio una moneda a cada uno. Los niños se fueron corriendo.
De vuelta a la oficina y al trabajo, pensó el señor Tagomi. Se puso de pie, aferrando la manija del portafolios. Las obligaciones llamaban, en un día como otros.
Una vez más fue por el sendero hasta la calle.
—¡Taxi! —llamó.
Un pedetaxi apareció en medio del tránsito. El conductor se detuvo junto al cordón de la acera, volviendo una cara oscura y brillante, el pecho agotado.
—Sí señor.
—Lléveme al edificio del Times nipón —ordenó el señor Tagomi. Se subió al asiento y se puso cómodo.
Pedaleando furiosamente, el conductor del pedetaxi se movió entre los otros taxis y coches.
Era poco antes del mediodía cuando el señor Tagomi llegó al edificio del Times nipón. En el vestíbulo principal le dijo a una de las telefonistas que lo comunicaran con el señor Ramsey, arriba.
—Aquí Tagomi —dijo en el aparato cuando le pasaron la comunicación.
—Buenos días, señor. Me siento aliviado. Preocupado por la ausencia de usted llamé a su casa a las diez y allí me dijeron que usted había salido con rumbo desconocido.
—¿Limpiaron todo? —dijo el señor Tagomi.
—No queda una huella.
—¿Está usted seguro?
—Mi palabra, señor.
Satisfecho, el señor Tagomi cortó la comunicación y caminó hacia los ascensores.
Arriba, mientras entraba en la oficina, se permitió una breve búsqueda. Dentro de los límites de su visión no observó nada, como se lo habían prometido. Se sintió aliviado. Nadie que no hubiese estado allí podría saber ahora. La historicidad oculta en un piso de baldosas de nylon…
El señor Ramsey le esperaba en la oficina. —El coraje de usted es tema hoy de un panegírico en el Times —comenzó a decir—. Una nota que describe… —Le vio la cara al señor Tagomi y se interrumpió.
—Vayamos a las cuestiones urgentes —dijo el señor Tagomi—. ¿El general Tedeki? Es decir el llamado señor Yatabe.
—En vuelo de vuelta a Tokio, muy en secreto. Dejó unas cuantas pistas falsas aquí y allá. —El señor Ramsey cruzó los dedos, como símbolo de esperanza.
—Cuénteme del señor Baynes, por favor:
—No sé. Durante la ausencia de usted hizo una aparición rápida, casi furtiva, pero no habló. —El señor Ramsey titubeó un momento. —No sé, quizá volvió a Alemania.
—Mucho mejor para él que hubiese ido a las Islas —dijo el señor Tagomi, casi entre dientes. De cualquier modo el motivo principal de preocupación era el anciano general. Y eso estaba fuera de su alcance. Mi yo, mi oficina, pensó; lo utilizaban allí en San Francisco, lo que era adecuado y bueno. El era para ellos lo que se llamaba una cobertura. Una máscara que ocultaba lo real. Detrás del señor Tagomi, escondida, la realidad continuaba a salvo de ojos indiscretos.
Raro, pensó. Es vital a veces ser sólo un frente de cartón. Un asomo de satori ahí, si pudiera aprehenderlo. El propósito de un esquema de ilusión universal, insondable. De acuerdo con la ley de economía nada se perdía, ni siquiera lo irreal. Qué sublimidad en ese proceso.
La señorita Ephreikian apareció, agitada. —Señor Tagomi, me mandan de portería.
—Tranquila, señorita —dijo el señor Tagomi. La corriente del tiempo nos lleva deprisa, pensó.
—Señor, el cónsul de Alemania está aquí. Quiere hablar con usted. —La señorita Ephreikian miró del señor Tagomi al señor Ramsey y luego de vuelta al señor Tagomi con una cara muy pálida. —Dice que ya estuvo antes aquí, pero le dijeron que usted…
El señor Tagomi la despidió en silencio, con «ci ademán. —Señor Ramsey, por favor recuérdeme el nombre del cónsul.
—Freiherr Hugo Reiss, señor.
—Ya recuerdo. —Bueno, pensó, era evidente que el señor Childan le había hecho un favor al fin y al cabo, no aceptando el revólver.
El señor Tagomi, llevando el portafolios, dejó la oficina y salió al corredor.
Un hombre blanco, bien vestido, algo corpulento, estaba allí de pie; pelo anaranjado y corto, zapatos Oxford de cuero negro, postura erecta. Una afeminada boquilla de marfil en una mano. Era él, sin duda.
—¿Herr H. Reiss? —dijo el señor Tagomi.
El alemán saludó con una inclinación de cabeza.
—Es cierto —dijo el señor Tagomi —que usted y yo hemos manejado negocios por correo, teléfono, etcétera. Pero nunca hasta ahora nos habíamos visto cara a cara.
—Un honor —dijo Herr Reiss adelantándose—. Aun teniendo en cuenta las circunstancias tan irritantes perturbadoras.
—Quizá —dijo el señor Tagomi.
El alemán alzó una ceja.
—Perdón —dijo el señor Tagomi—. El conocimiento se me nubla en relación con estas señaladas circunstancias. Fragilidad de una sustancia hecha de arcilla, podría decirse.
—Terrible —dijo Herr Reiss sacudiendo la cabeza—. Cuando supe…
—Antes que usted inicie una letanía —dijo el señor Tagomi—, permítame que hable.
—Por cierto.
—Yo maté personalmente a los dos hombres de la SD —dijo el señor Tagomi.
—El Departamento de Policía de San Francisco me citó en la calle Kearny —dijo Herr Reiss echando alrededor de los dos un humo de cigarrillo de olor ofensivo—. Me pasé horas allí y en la morgue, y luego estuve leyendo el informe preparado por ustedes para los inspectores de la policía. Absolutamente terrible todo esto, del principio al fin.
El señor Tagomi no dijo nada.
—Sin embargo —continuó Herr Reiss—, la sospecha de que los criminales pudiesen estar conectados con el Reich no ha sido confirmada. En lo que a mí concierne toda la historia es una locura. Estoy seguro de que actuó usted de un modo absolutamente correcto, señor Tagomi.
—Tagomi.
—Mi mano —dijo el cónsul tendiendo la mano—. Estrechemos un pacto de caballeros olvidando el asunto. No vale la pena, sobre todo en estos tiempos críticos. Cualquier publicidad estúpida podría inflamar a las masas, en detrimento de los intereses de nuestras dos naciones.
—Yo sigo llevando sin embargo el peso de la culpa —dijo el señor Tagomi—; la sangre no es tan fácil de borrar como la tinta.
el cónsul parecía perplejo.
—Necesito el perdón —dijo el señor Tagomi—, pero no es usted quien puede dármelo. Quizá nadie pueda. Me he prometido leer ese famoso diario de un viejo adivino de Massachusetts, Goodman C. Mather. Trata, me han dicho, de la culpa y los fuegos del infierno y esas cosas.
El cónsul fumaba rápido el cigarrillo, los ojos clavados en el señor Tagomi.
—Permítame advertirle —dijo el señor Tagomi —que la nación de usted está a punto de cometer la mayor de las vilezas de la historia. ¿Conoce usted el hexagrama el Abismo? Hablando como persona privada, no como representante oficial del Japón, le digo a usted: el corazón se sofoca de horror. Indescriptible baño de sangre. —Y sin embargo, aun ahora está usted luchando por alguna meta egoísta y sin importancia. ¿Imponerse a la facción rival, la SD, eh? Mientras tiene usted a Herr Kreuz vom Meere metido en agua caliente… —No pudo continuar, algo le constreñía el pecho. Asma, pensó, como en la infancia, cuando se enojaba con la vieja señora —Estoy sufriendo —le dijo a Herr Reiss, que ahora había apagado el cigarrillo de una enfermedad que empezó hace años pero que se hizo virulenta el día que oí, agobiado, de las andanzas de los jefes de usted. De cualquier modo no hay posibilidades terapéuticas. Lo mismo para usted, señor. En el lenguaje de Goodman C. Mather, si recuerdo bien: “¡Arrepentíos!”
El cónsul alemán dijo roncamente: —Recuerda bien. —Asintió con un movimiento de cabeza y encendió otro cigarrillo con dedos temblorosos.
El señor Ramsey vino desde la oficina. Llevaba un manojo de formularios y papeles, y le dijo al señor Tagomi que callaba ahora tratando de respirar: —Mientras él está aquí. Cuestiones de rutina.
Pensativo, el señor Tagomi tomó los formularios y les echó una ojeada. Formulario 20-50. Requerido por el Reich y por conducto del representante en los EEPA, cónsul Freiherr Hugo Reiss. Criminal en custodia en el Departamento de Policía de San Francisco. Frank Frink, judío, ciudadano de Alemania de acuerdo con las leyes del Reich, retroactivas a junio de 1960. Para protección y custodia bajo las leyes del Reich, etcétera. El señor Tagomi miró el formulario otra vez.
—Lapicera, señor —dijo el señor Ramsey—. Esto cierra los asuntos pendientes con el gobierno alemán hasta el día de la fecha. —El señor Ramsey miró con desagrado al cónsul mientras le tendía la lapicera al señor Tagomi.
—No —dijo el señor Tagomi. Le devolvió el formulario 20-50 al señor Ramsey. Enseguida se lo arrebató de vuelta y escribió al pie: Libre de culpa y cargo. Misidn Comercial de S.F. Protocolo militar 1947. Tagomi. Le pasó una copia al cónsul alemán, y las otras al señor Ramsey junto con el original—. Buenos días, Herr Reiss. —el señor Tagomi hizo una reverencia.
El cónsul alemán saludó también con una reverencia. Apenas se molestó en mirar el papel.
—Cualquier asunto futuro trátelo por favor a través de máquinas intermediarias, correo, teléfono, cable —dijo el señor Tagomi—. No personalmente.
—Me hace usted responsable de una situación general que no corresponde a mi jurisdicción.
—Mierda —dijo el señor Tagomi—. Contesto eso a eso.
—Un modo de hablar impropio entre gente civilizada —dijo el cónsul—. Está usted poniendo aquí amargura y sentimientos de venganza donde no hay más que una cuestión formal sin implicaciones personales. —El cónsul arrojó el cigarrillo al piso del corredor, se volvió, y se alejó.
—Llévese con usted ese cigarrillo pestilente —alcanzó a decir el señor —Tagomi, pero el cónsul ya había desaparecido en una vuelta del pasillo—. Qué conducta infantil —le dijo Tagomi Al señor Ramsey—. Hit sido usted testigo de una conducta infantil y repelente.
Caminó de vuelta hasta la oficina, con paso no muy firme. De pronto notó que no podía respirar. El dolor le bajaba por el brazo izquierdo, y al mismo tiempo la palma de una mano le apretaba más y más las costillas. Delante de él no estaba más la alfombra; unas chispas rojizas se elevaban en el aire.
Por favor, señor Ramsey, dijo, pero no se oyó ningún sonido. Alargó una mano, trastabilló. No había nada en qué apoyarse alrededor.
Mientras caía apretó dentro de la chaqueta el triángulo de plata que le había dado el señor Childan. No lo había ayudado, pensó, no lo había salvado. Tantas pruebas.
El cuerpo del señor Tagomi golpeó el piso, cayendo sobre manos y rodillas, jadeando, con la nariz en la alfombra. El señor Ramsey corría ahora de un lado a otro, balando. Mantenga la compostura, pensó el señor Tagomi.
—Es un pequeño ataque al corazón —llegó a decir.
Varias personas habían aparecido ahora y lo llevaban al sofá. —Tranquilícese, señor —le dijo uno de ellos.
—Avisen a mi mujer, por favor —dijo Tagomi.
Enseguida el sonido de una ambulancia que remontaba la calle. Luego más alboroto aún. La gente iba y venía. Lo cubrieron con una manta hasta las axilas, le sacaron la corbata, le aflojaron el cuello.
—Estoy mejor ahora —dijo Tagomi. Estaba cómodamente acostado, y no trataba de moverse. La vida pública había terminado para él, era evidente. El cónsul alemán elevaría su protesta a las más altas autoridades, sin duda, quejándose de descortesía. Una queja justa, quizá. De cualquier modo el trabajo allí había terminado. Había hecho su parte y ahora les tocaba el turno a Tokio y las facciones alemanas. Una lucha, en todo caso, que escapaba a su voluntad.
Había pensado que se trataba sólo de plásticos, se dijo. Un vendedor de moldes. El oráculo había dado una pista en esa dirección, pero…
—Sáquenle la camisa —dijo una voz que pertenecía sin duda al médico del edificio. Una voz de tono muy autoritario. El señor Tagomi sonrió; el torso es todo.
¿Podría ser esta la respuesta? se preguntó Tagomi. Misterios del organismo humano, que sabía y decidía por su cuenta. Era tiempo de descansar, o por lo menos de descansar en parte. Un propósito que él, Tagomi, tenía que aceptar.
¿Qué había dicho el oráculo la última vez? La consulta en la oficina cuando los dos hombres estaban tendidos en el suelo, muertos o agonizando. El Sesenta y uno. La Verdad Interior. Los cerdos y los peces son los menos inteligentes; es difícil convencerlos. Los animales eran él mismo. El libro se refería a él. N mica entendería del todo; tal era la naturaleza de esas criaturas. ¿O la verdad interior era esto, lo que estaba ocurriéndole?
Esperaría. Vería qué era.
Quizá las dos cosas.
Aquella tarde, poco después de la cena, un oficial de policía llegó a la celda de Frank Frink, abrió la puerta, y le dijo que recogiera sus pertenencias en el escritorio.
Poco después Frank Frink se encontraba en la acera, frente a la estación de la calle Kearny, entre los numerosos transeúntes que iban y venían, los ómnibus y los coches que tocaban la bocina y los pedetaxis de conductores vocingleros. El aire era frío. Las sombras de los edificios eran largas. Frank Frink se detuvo un momento y luego se incorporó automáticamente a un grupo que cruzaba la calle en la esquina.
Lo habían arrestado sin motivo, pensó, para nada. Y habían tenido que soltarlo del mismo modo.
No le habían dado explicaciones; le habían devuelto simplemente el atado de ropas, la cartera, el reloj, los anteojos, y habían pasado al caso siguiente, un viejo borracho traído de la calle.
Era un milagro, que lo hubiesen dejado en libertad. Una casualidad sin sentido. En ese mismo momento tendría que haber estado volando a Alemania, para que lo exterminaran.
Todavía no podía creerlo. Las dos partes, tanto el arresto como esta liberación, le parecían irreales. Caminó a lo largo de las tiendas cerradas, tropezando con papeles arrastrados por el viento.
Una nueva vida, pensó. Un renacimiento. Diablos, estaba vivo.
¿A quién tenía que agradecérselo? ¿Rezar quizá? ¿Rezarle a qué?
Me gustaría entender, se dijo mientras se movía a lo largo de la transitada acera nocturna, bajo los anuncios de neón, los bares ruidosos de la avenida Grant. Deseaba entender. Tenía que entender.
Aunque sabía que nunca entendería.
Alégrate y basta, pensó. Y sigue caminando.
Un pedazo de la mente de Frink declaró entonces: Y luego de vuelta a Ed. Tenía necesidad de volver al taller, allá abajo en el sótano. Empezar donde había dejado, y trabajar en las joyas. Trabajar y no pensar, no alzar los ojos o tratar de entender. Tenía que mantenerse ocupado. Tenía que fabricar piezas.
Fue dejando atrás una calle tras otra, cruzando la ciudad, cada vez más oscura, tratando de volver lo más pronto posible al sitio seguro, comprensible, donde había estado.
Cuando llegó al fin encontró a Ed McCarthy sentado al banco, comiendo. Dos sándwiches, un termo de té, una banana, bizcochos. Frank Frink se quedó en el umbral, jadeando. McCarthy le oyó y se dio vuelta. —Tuve la impresión de que estabas muerto —le dijo, y masticó, tragó rítmicamente, y tomó otro pedazo.
Ed tenía encendido el pequeño calentador eléctrico, junto al banco. Frank se inclinó y se calentó las manos.
—Es bueno verte de vuelta —dijo Ed. Le palmeó dos veces la espalda a Frank y volvió a su sándwich. No dijo nada más. No se oía otra cosa que el zumbido del calentador y a Ed que masticaba. Dejando la chaqueta en una silla, Frank tomó un puñado de segmentos de plata a medio terminar y los llevó al torno.
Atornilló una rueda pulidora de lana, encendió el motor, preparó la rueda, se puso la máscara para protegerse los ojos, y sentándose en una banqueta empezó a remover las escamas que había dejado el fuego, una por una.