Sammie tuvo que hacer un gran esfuerzo para insuflar aire en sus pulmones. Su visión se volvía borrosa, y por un instante creyó que iba a desmayarse. El hombre enmascarado que estaba de pie frente a ella, el Ladrón de Novias, era Eric. No había ni rastro de duda. En el instante en que la tomó entre sus brazos, su cuerpo y su mente lo reconocieron.
Cerró los ojos con fuerza en un intento de aplicar la lógica, pero su cerebro parecía haberse congelado. ¿Cómo era posible? ¿Por qué? Necesitaba preguntárselo, pero apenas podía formular un pensamiento coherente, y mucho menos hablar.
Abrió los ojos y lo miró: de pie, inmóvil, ataviado de negro enteramente, con sólo los ojos y la boca a la vista. Incluso así, ahora que sabía la verdad, lo reconoció al instante: su estatura, la anchura de sus hombros, su aire imponente. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes? “Porque no tenías motivo para suponer que él era otra cosa que lo que parecía ser. Ni siquiera pensar que te estaba mintiendo”.
Y en efecto, aquella única idea se abrió camino entre el torbellino que era su mente. Él le había mentido. Y repetidas veces.
La cólera la abofeteó con violencia y a punto estuvo de tambalearse. Apretó los puños a los costados y se aproximó a él con paso tembloroso.
– Quítate esa máscara -exigió, orgullosa de lograr mantener la voz firme.
Al ver que él dudaba, su cólera se transformó en furia desatada, y por primera vez en su vida sintió el impulso de golpear a alguien. Incapaz de contenerse del todo, le clavó el dedo índice en el pecho.
– Sé que eres tú el que está debajo de esa máscara, Eric. Reconocería en cualquier parte tus besos, tu sabor. Quí-ta-te-la. -Puntuó la orden con cuatro golpecitos más del dedo.
Se miraron fijamente durante lo que a Sammie le pareció una eternidad. Por fin, él alzó una mano y se quitó despacio la máscara de seda que le cubría la cabeza.
Aun cuando sabía que iba a ver la cara de Eric, Sammie recibió una fuerte impresión. Él, con el cabello oscuro aplastado a causa de la máscara, la miró con expresión indescifrable. El silencio fue alargándose hasta que Sammie sintió que le iba a estallar la cabeza.
Luchando por controlar el tumulto de emociones que la invadía, le preguntó:
– ¿Puedes explicarme esto, por favor?
– ¿Qué más quieres saber?
– ¿Qué más, dices? ¡No sé nada! Excepto que me has engañado.
Eric dio un paso y ella retrocedió. Tenía el entrecejo fruncido, pero no se aventuró a seguir avanzando.
– Sin duda comprenderás la necesidad de proteger mi identidad, Samantha.
– ¿Lo sabe alguien más?
– Sólo Arthur Timstone. Y tú hermano.
A Sammie le pareció que el suelo cedía bajo sus pies.
– ¿Hubert?
– La noche en que rescaté a la señorita Barrow te siguió y esparció un polvo especial, fabricado por él, sobre la silla y los estribos del Ladrón de Novias. Cuando al día siguiente yo, lord Wesley, fui a tu casa, mis botas y mi silla de montar aún mostraban restos de ese polvo. Cuando Hubert me encaró armado de pruebas tan irrefutables, no pude negarlas.
Sammie se esforzó para que las rodillas no le flaqueasen.
– No puedo creer que no me haya dicho nada.
– Yo le pedí su palabra de que iba a mantener el secreto. Si me descubren…
Dejó la frase sin terminar, y Sammie se lo imaginó fugazmente con un lazo al cuello.
– Te ahorcarán -terminó por él, con el estómago encogido de sólo pensar en ello-. Ya sabes que yo creo firmemente en tu causa, pero ¿qué te hizo…? -Nada más comenzar la pregunta, le vino la respuesta-: Tu hermana -susurró con asombro-. Me contaste que una persona a la que querías había sido obligada a casarse…
– Así es. No pude salvarla. Pero había muchas otras a las que sí podía salvar. -Se pasó las manos por el pelo-. Sin embargo, ahora que la investigación del juez va estrechando el cerco, parece que tendré que retirarme.
– Y a pesar del peligro, has venido aquí esta noche.
Un músculo se contrajo en la mejilla de Eric.
– Sí
La importancia de aquel hecho fue calando en la mente de Sammie, lentamente al principio pero cada vez a mayor velocidad, hasta que penetró a todo galope en su cabeza. Sintió ganas de reír y llorar, pero se obligó a conservar la compostura. Sabía que Eric no deseaba casarse con ella, pero ni remotamente había imaginado hasta qué extremo sería capaz de llegar para no hacerlo. Pese a la amenaza que suponían el magistrado y la Brigada contra el Ladrón de Novias, había arriesgado la vida para ofrecerle a ella la libertad.
Y al darle la libertad a ella, también se la daba a sí mismo.
Eric la miraba, intentando comprender sus sentimientos contradictorios. Samantha lo amaba. Cerró los ojos por un instante para disfrutar de aquella increíble sensación. Visualizó varias imágenes de lo que podría haber sido una vida en común con ella… compartir su amor mutuo, hacer realidad los sueños de cada uno, criar a los hijos de ambos.
Sintió la acuciante necesidad de decirle que la amaba, que la amaba más que a nada en el mundo, pero se abstuvo a duras penas. El peligro al que se enfrentaba seguía siendo demasiado real, y ahora que ella conocía su identidad, la amenaza era peor aún. Si le decía que la amaba, Samantha, leal como era, no lo abandonaría nunca; no le sería posible apartarla de él para conducirla a la seguridad. De hecho, sabía que ella sería capaz de caminar sobre el fuego por él, algo que le complacía, anonadaba y aterrorizaba al mismo tiempo. No tenía derecho a amarla ni a casarse con ella, pero si no la convertía en su esposa la dejaría deshonrada. Se pasó las manos lentamente por el rostro ¿Qué diablos iba a hacer?
Sammie observó su semblante torturado y se le encogió el corazón. Se le veía indeciso y confuso, sin saber qué decir ni qué hacer. No quería casarse con ella, pero tampoco quería, ni podía, dejarla marchar. No la deseaba, y sin embargo no quería hacerla daño. Y ahora que ella había revelado impulsivamente sus sentimientos…
La embargó una terrible humillación, como una losa tremenda a punto de aplastarla con su peso. Igual que un río desbordado y furioso, evocó la conversación que acababan de tener, cómo ella le había desnudado su alma y su corazón, cómo le había confesado el amor que sentía por él, y su respuesta cuando él le preguntó si deseaba casarse con el conde: “Con desesperación”.
El cuerpo se le quedó helado a causa de la mortificación. Eric adelantó una mano, pero ella retrocedió bruscamente. Se rodeó a sí misma con los brazos y dijo con un hilo de voz:
– No me toques
Eric bajó la mano despacho, sin duda sufriendo, pero ella no pudo hacer ni decir nada para consolarlo. Necesitaba hasta la última gota de concentración y fuerza para no desmoronarse delante de él.
En ese momento se oyó un suave relincho y ella volvió la mirada hacia un arbusto.
– No te preocupes -dijo Eric-. Es mi caballo, Campeón.
La cabeza le dio vueltas otra vez, y de pronto se hizo la luz en su mente
– Campeón… tu caballo… Te ofreciste a ayudar al señor Straton a buscar tu propio caballo. Todas las cosas que dijiste, las sugerencias para ayudar a capturar al Ladrón de Novias, eran implemente mentiras. Todo lo que sale de tu boca no es más que una mentira.
– Hago lo que debo para seguir en libertad, Samantha
– Sí -admitió ella con tono inexpresivo-. Eso es obvio
– . Esta noche he venido aquí para darte la libertad
Sammie se encogió por dentro. “Sí, lo cual te la dará a ti también”.
Eric dejó la mirada perdida en la oscuridad, con las cejas juntas en actitud pensativa, y luego comenzó a pasearse delante de Sammie. Justo cuando ésta creía no poder soportar más el silencio, dijo:
– Se me está ocurriendo una idea… Tal vez exista otro modo. -Dio unos pasos más con el entrecejo fruncido, seguramente cavilando algo. Luego asintió con gesto resuelto y se detuvo frente a Samantha-. Creo que he encontrado una solución. Podemos casarnos y partir al extranjero inmediatamente después de la ceremonia. Podemos vivir en el continente o en América, en cualquier parte donde no pueda encontrarnos el magistrado, un lugar donde nadie haya oído hablar del Ladrón de Novias.
Sammie sintió la tenaza de la desesperación. Santo Dios, ahora que él sabía que ella lo amaba, se estaba ofreciendo noblemente a abandonarlo todo, su hogar, sus derechos de cuna, su lugar en la sociedad, su estilo de vida, en el nombre del honor. Y por una mujer a la que no amaba.
– Ya sé que es mucho pedirte -añadió él en voz baja-. Tendrías que dejar tu familia, tu hogar… – Tanto como tú
– Sí. Pero sólo si nos casamos y salimos del país se solucionará el problema.
“El problema”. Sí, aquello significaba ella para él. Sintió una aguda sensación de pérdida, junto con un deseo casi absurdo de echarse a reír. Nunca había imaginado que iba a encontrar a un hombre al que amar, y ¿qué ocurría ahora que lo había encontrado? Que se trataba de dos hombres, y aunque admiraba su valor y creía fervientemente en su causa, estaba claro que en realidad no lo conocía. ¿O sí? Su vida estaba apuntalada en mentiras y la había engañado desde el principio. ¿Cómo era posible que amara a aquel hombre? Sin embargo, así era. Se frotó las sienes en un vano intento de despejar parte de la confusión.
– Saldrá bien, Samantha -dijo Eric, y su voz la devolvió bruscamente a la realidad
Sammie sacudió la cabeza al tiempo que ponía distancias.
– Necesito tiempo para pensar. No tengo idea de quién eres. Y es evidente que tú no tenías intención de decírmelo nunca. ¿O sí? ¿Me habrías dicho la verdad alguna vez?
Eric la perforó con la mirada y se produjo un silencio que se prolongó casi medio minuto antes de que él meneara la cabeza para decir:
– No lo sé, pero por tu propia protección… probablemente no.
– Ya… Entiendo -A Sammie se le quebró la voz y tuvo que aclararse la garganta. A continuación, levantó la barbilla y dijo en un susurro-: Te he dicho algunas cosas, como Ladrón de Novias, que no te habría dicho si hubiera sabido con quién estaba hablando en realidad. Y ciertamente no sé quién eres, pero sí sé que no eres el hombre que yo creía. Ninguno de los dos lo sois. -Le salió una risa amarga que casi la ahogó- Dios mío, ni siquiera sé con quién estoy hablando. -Y haciendo acopio del frágil autodominio que conservaba, lanzó un suspiro tembloroso y dijo-: Tengo que irme -Y se dispuso a salir de debajo del árbol.
Pero Eric la agarró del brazo
– Samantha, espera. No puedes irte así. Hemos de hablar
Ella intentó zafarse, pero no pudo
– No tengo nada que decirte en este momento. Quiero, necesito estar sola, lejos de ti. Para poder pensar y decidir qué hacer. -La fuerte rienda con que sujetaba sus emociones resbaló un poco más-. Te lo he dado todo: mi respetabilidad, mi inocencia. -“Mi corazón, mi alma”-. Deja que me marche sin apropiarte también de mi dignidad. Te lo ruego
Eric la soltó lentamente
– Pasado mañana estaré en la iglesia
Sammie reprimió un sollozo y se apartó de él
– Me temo que no puedo prometerte lo mismo
Y sin más, se recogió las faldas y se fue, acelerando el paso hasta que terminó por correr como si la persiguiera el diablo.
Eric se quedó contemplando cómo la oscuridad se tragaba su figura. La mente le gritaba que fuera tras ella, pero respetó su ruego al tiempo que en su cabeza resonaban aquellas palabras: “Te lo he dado todo”.
“No, Samantha, te lo he arrebatado yo”. Sintió un autodesprecio tan intenso que le hizo caer de rodillas en el suelo húmedo. Cerró los ojos con fuerza y apoyó la frente en sus manos convertidas en dos puños. ¿Cómo demonios era posible sentirse tan aturdido y al mismo tiempo tan dolorosamente herido?
De alguna manera, sin haberlo buscado ni haberse dado cuenta de que lo deseaba, milagrosamente le había sido entregado un tesoro: una mujer que lo conmovía profundamente, en lo más hondo, en partes de su corazón que no tenía conciencia de que existieran.
Pero, al igual que un puñado de arena, había permitido que Samantha se le escurriera entre los dedos; aunque, en verdad, no habría podido hacer nada para evitarlo… salvo no haberse acercado nunca a ella. ¡Maldita sea, no era más que un cerdo egoísta! No tenía ningún derecho a desearla, a tocarla, a amarla, sabiendo que no podía ofrecerle el futuro que ella se merecía. Si la hubiera dejado en paz, quizás otro hombre, uno que no tuviera un precio por su cabeza, la habría cortejado, se habría enamorado de ella y la habría convertido en su esposa.
Le acometió una violenta punzada de celos por el mero hecho de pensar en que la tocara otro hombre. Samantha era suya. Pero ella decidiría: ¿acudiría a la iglesia para casarse con él? Le subió a la garganta una risa amarga. “¿Estas loco? ¿Por qué iba a casarse con un hombre al que considera un mentiroso y que sin duda terminaría ahorcado y la involucraría en el escándalo? Yo que ella, sencillamente querría empezar una nueva vida, lo más lejos posible de mí”. En fin, si aquello era lo que quería Samantha, él haría todo lo que estuviera en su mano para que así sucediera.
La decisión no dependía de él. Lo único que podía hacer era esperar. Samantha estaba mejor sin él, pero su egoísta corazón rogaba que compareciera en la boda.
Sammie no dejó de correr hasta que llegó a su dormitorio. Cerró la puerta tras de sí, se dejó caer sobre la cama y se arrebujó bajo las mantas, dolida como un animal herido. Se hizo un ovillo y por fin permitió que fluyeran las lágrimas. No sabía que fuera posible sufrir tanto, como si le hubieran arrancado el corazón y lo hubiesen arrojado al suelo.
Hundió la cara en la almohada para amortiguar los sollozos y lloró hasta que los ojos se le hincharon tanto que apenas podía abrirlos. Su mente no cesaba de recordar una y otra vez cada minuto pasado en compañía de Eric, puntuado con silenciosos gritos de “¡embustero!”.
Cuando llegó el alba y empezaron a filtrarse por la ventana unos tímidos rayos de sol, por fin dejó escapar un largo suspiro de cansancio. Tras varias horas de rebuscar en su alma, no podía censurar a Eric por sus mentiras; había hecho lo necesario para protegerse. Sus sentimientos hacia el Ladrón de Novias, su profunda admiración por su valor y el compromiso con su causa, no se habían alterado. Y en un momento de cruda sinceridad consigo misma, reconoció que resultaba emocionante saber que el hombre al que amaba era en realidad aquel héroe enmascarado.
El hombre al que amaba. Volvió a herirle la humillación. El hombre al que amaba había arriesgado su vida para darle la libertad. ¿O había sido para quedar libre él mismo? ¿Tenía importancia aquel detalle? Nada podía cambiar el hecho de que él abrigaba una arraigada repugnancia hacia el matrimonio: nunca había querido casarse y aunque Sammie intentó consolarse con el hecho de que no habría querido casarse con nadie, no con ella en particular, resultaba un flaco consuelo.
Si Eric la quisiera de verdad, ello lo habría sacrificado todo para casarse con él. Y en cambio le había ofrecido ser libre, al tiempo que se liberaba a sí mismo. La libertad era lo único que él deseaba, y ella era la única persona que podía dársela.
Y aquello era precisamente lo que pensaba hacer.
Después de desayunar empezaría a disponerlo todo. Compraría el pasaje para viajar al extranjero y se prepararía para dejar su hogar para siempre.
No había necesidad de que Eric la esperase en la iglesia al día siguiente.