2

Sucedió con la velocidad de un rayo.

De rodillas para tomar delicadamente una luciérnaga en la mano, Sammie alzó la cabeza al percibir un rumor en los arbustos cercanos. A continuación surgió de entre los árboles un caballo negro que saltó por encima de un pequeño matorral. El corazón estuvo a punto de parársele por la sorpresa, y acto seguido la embargó el miedo al darse cuenta de que el caballo se dirigía directamente hacia ella.

Se puso en pie de un brinco y retrocedió a toda prisa. Acertó a distinguir la silueta de un jinete que evidentemente no la veía a ella, pues había virado en su dirección. Abrió la boca para advertirlo con un grito, pero antes de que pudiera emitir siquiera un gemido, un fuerte brazo la izó del suelo.

El aire abandonó sus pulmones con un sonoro suspiro y sintió un latigazo en el trasero al verse depositada sobre la silla de montar de un golpe que le hizo temblar todos los huesos. Las gafas salieron volando y la bolsa de insectos se le escurrió entre los dedos. Pasó por su lado lo que parecía un ramo de flores. Entonces oyó el grito angustiado de Cyril:

– ¡Señorita Sammie!

Un fuerte brazo la sujetaba como una barra de hierro, presionándola de lado contra un cuerpo grande y musculoso, mientras el caballo se internaba al galope en el bosque.

– No se preocupe -le susurró al oído una voz profunda y aterciopelada, teñida de un leve acento escocés-. Está perfectamente a salvo.

Sin habla a causa de la impresión, Sammie intentó mover los brazos, pero su captor la tenía atrapada por los costados con los suyos. Al volver la cabeza se encontró con una máscara negra. El pánico le recorrió la espalda y le atenazó la garganta. ¿Qué clase de loco era aquél? ¿Un salteador de caminos? Pero en ese caso, ¿por qué se la había llevado en vez de simplemente exigirle el dinero?

Entonces comprendió de pronto. Santo cielo, ¿estaba siendo secuestrada? Sacudió la cabeza para despejarla. La lógica le decía que era una idea absurda, pero el hecho era que estaba cabalgando en medio de la noche, cautiva de un hombre enmascarado, lo cual indicaba que se trababa de un secuestro. ¿Por qué motivo querrían secuestrarla a ella? Si bien su familia disfrutaba de holgura económica, no era lo bastante rica para pagar un rescate exorbitante ¿Habría cometido un error el raptor equivocándose de mujer? No lo sabía, pero tenía que escapar.

Aspiró tan profundamente como pudo y abrió la boca para chillar. El sonido apenas había saldo de su garganta cuando el brazo que la ceñía por la cintura apretó con más fuerza y ahogó el grito hasta convertirlo en un mero jadeo.

– No grite -le susurró él al oído- No voy a hacerle daño.

Nada convencida, Sammie abrió la boca de nuevo, pero se detuvo al sentir los labios de él contra su oído.

– No quiero meterle un pañuelo en la boca, pero si es necesario lo haré.

Sammie se tragó el grito que le temblaba en los labios. Aunque no era propensa al pánico, no pudo evitar el estremecimiento de alarma que la recorría de arriba abajo.

– Le exijo que detenga este caballo y me suelte. Inmediatamente.

– Pronto, muchacha

– Ha cometido usted un error. Mi familia no puede pagar un rescate.

– No es un rescate lo que busco. -Se inclinó más hacia ella y su aliento le provocó un escalofrío-. No tema, señorita Briggeham, ya está a salvo…

La invadió un pánico helado. El secuestrador sabía cómo se llamaba. Así pues, no era un error de identidad. Pero ¿quién era él? “Está a salvo”. A salvo. ¿De qué demonios estaba hablando? Por Dios bendito, debía de estar loco de verdad.

– ¿Cómo es que usted…?

– Guarde silencio, se lo ruego -susurró él-. Ya hablaremos cuando lleguemos a la casa.

¿Una casa? La inundó una nueva oleada de miedo, pero se obligó a concentrarse. Respiró tan hondo como se lo permitió el brazo que la sujetaba y rápidamente comenzó a sopesar sus opciones de manera lógica. Era obvio que no podía razonar con aquel hombre, persuadirlo de que la soltase. ¿Tendría intención de hacerle daños? La cólera barrió parte de su miedo, y apretó con fuerza los labios; si aquel hombre tenía pensado herirla o forzarla, le esperaba una buena pelea.

Escapar. Eso era lo que debía hacer, pero ¿cómo? El caballo corría a galope tendido. Trató de revolverse un poco, pero el musculoso brazo no hizo si no ceñirla con más fuerza, le oprimió las costillas y expulsó el aire de sus pulmones comprimidos. Aunque lograra arrojarse de la silla -lo cual, a juzgar por la fuerza de él, parecía imposible-, sin duda la caída la mataría o la heriría de gravedad. Y entonces quedaría a merced de su secuestrador.

Apartó aquel turbador pensamiento.

¿Quién diablos era aquel hombre? Observó su rostro enmascarado con los ojos entornados. Tenía toda la cabeza cubierta por una máscara negra. Había una rendija para la boca, dos orificios pequeños para la nariz y unos cortes estrechos y oblongos para los ojos. Intentó determinar de qué color eran, pero no pudo.

La aprensión le puso la carne de gallina al notar la fortaleza de aquel cuerpo. Incluso a través de las varias capas de ropa, no había forma de confundir la dureza de sus músculos. Su pecho, que presionaba contra el costado de ella, poseía la flexibilidad de una pared de ladrillo, y los muslos que la acunaban eran como piedras. El secuestrador la sostenía como si fuera una muñeca en su regazo. No había manera de superarlo físicamente.

A menos que encontrara un arma para golpearlo en la cabeza. Sintió una perversa satisfacción ante la idea de dejar inconsciente a aquel bandido.

Por desgracia, iba a tener que esperar hasta que llegasen al destino que él tenía en mente. Entonces huiría de él, ya fuera propinándole un porrazo o superándolo en inteligencia.

Mientras tanto, se obligó a centrarse en lo inmediato. Se estaban adentrando profundamente en los bosques, pero sin sus gafas, toda referencia que pudiera haber reconocido era un mero borrón. Entre los árboles se filtraban brillantes rayos de luz de luna, pero aún así el camino quedaba sumido en la oscuridad. Sammie se maravilló de que su secuestrador pudiera ver siquiera, entre la oscuridad y la máscara que llevaba puesta.

Avanzaron durante casi una hora, pero por más que lo intentó no consiguió distinguir dónde se encontraban. El brazo que la sujetaba no cedió en ningún momento, y ella se obligó a no pensar en la fuerza del cuerpo masculino que la ceñía. Sentía las posaderas doloridas y le picaban los brazos por la falta de circulación debida al fuerte abrazo.

Por fin el caballo aminoró la marcha y comenzó a avanzar al trote. Era obvio que se aproximaban a la casa que él había mencionado, pero, sin las gafas, Sammie no la distinguió en la oscuridad. No tenía la menor idea de dónde estaban, y se preguntó si él no habría cabalgado a propósito en círculos para despistarla. Con todo, para cuando detuvo el caballo, ella ya tenía planeada su estrategia. Era simple, clara y lógica: apearse del caballo, buscar un objeto con que atizar a su secuestrador, darle sin miramientos, volver a subir al caballo y buscar el camino de vuelta a casa.

El secuestrador tiró de las riendas y el animal resopló. Entornando los ojos, Sammie distinguió el contorno de una casa de campo. Su captor desmontó y la depositó en tierra. Ella sintió frustración al comprobar que sus rodillas, hechas gelatina, amenazaban con doblarse; si él no la hubiera sostenido por los brazos, se habría derrumbado. ¿Cómo iba a atacar a aquel libertino si ni siquiera era capaz de mantenerse en pie? Hizo rechinar los dientes y afianzó las rodillas, al tiempo que rezaba por recuperar rápidamente la sensibilidad en sus miembros entumecidos.

– Diablos, ¿le he hecho daño? -Aquel ronco susurro contenía una nota de preocupación que sorprendió a Sammie. Antes de que pudiera responder, él la tomó en brazos y la llevó hacia la casa-. No debería haberla apretado con tanta fuerza, pero es que no podía dejar que se cayera. Vamos dentro y le echaré un vistazo.

Sammie juró en silencio que si él intentaba echarle un vistazo le arrancaría los ojos. Tenía ganas de aporrearlo con los puños, pero, para su disgusto, sus brazos mostraban tanta fuerza como un puré de gachas. No obstante, un hormigueo le ascendía por los miembros y le recorría la piel, indicación segura de que pronto se recuperaría.

Tal vez fuera mejor que él la creyera débil e indefensa; eso seguramente le haría bajar la guarda. Y entonces ella podría buscar en la casa algo que le sirviese de arma -un cuchillo afilado, un atizador para el fuego- y escapar.

Él abrió la puerta y entró, tras lo cual la cerró con el pide. En la chimenea ardía un fuego mortecino que bañaba la pequeña habitación con un pálido resplandor dorado. Sammie parpadeó, miró alrededor, y el alma se le cayó a los pies.

La estancia estaba vacía. Ni muebles, ni alfombras, ni nada que se pareciera a un arma.

Las botas del secuestrador resonaron en el suelo de madera cuando se acercó al fuego. Sammie recorrió con la mirada la repisa de la chimenea con la esperanza de ver un candelabro, pero, al igual que el resto de la habitación, la repisa estaba desnuda. Sin embargo, sus esperanzas renacieron cuando su visión borrosa reparó en lo que parecía un conjunto de herramientas de bronce para la chimenea, apoyadas contra la pared de enfrente. Se encontraban demasiado lejos, pero ya buscaría la manera de hacerse con una; lo único que necesitaba era tiempo.

Su captor se arrodilló y la depositó en el suelo, junto a la chimenea, con una suavidad que la sorprendió. En el instante en que la soltó, ella retrocedió hasta dar con la espalda en la pared.

– No se acerque -le ordenó, orgullosa de que no le temblara la voz-. No me toque.

Él se quedó inmóvil. Sammie lo miró fijamente, deseando tener las gafas para poder verlo con claridad. Aunque apenas distinguía sus ojos entre las rendijas de la máscara, percibía el peso de su firme mirada.

– No tiene nada que temer, señorita Briggeham. Sólo deseo ayudarla…

– ¿Ayudarme? ¿Secuestrándome? ¿Reteniéndome contra mi voluntad?

– No es contra su voluntad. -Inclinó la cabeza y añadió con voz ronca-: Alégrese, tiene ante usted al Ladrón de Novias, que ha venido a rescatarla.

Eric la observó a través de las aberturas de la máscara y esperó a que el alivio y la alegría sustituyeran la aprensión que le ensombrecía los ojos.

Pero la señorita Briggeham lo contemplaba con una mirada vacía.

– ¿El Ladrón de Novias? ¿A rescatarme?

Pobre mujer. Era evidente que estaba aturdida por la gratitud.

– Pues sí. Estoy aquí para ayudarla a empezar una nueva vida…, una vida de libertad. Sé que no desea casarse con el mayor Wilshire.

Ella abrió unos ojos como platos.

– ¿Qué sabe usted del mayor Wilshire?

– Sé que es su prometido y que quieren obligarla a casarse con él.

Su expresión cambió de inmediato, y un inequívoco gesto de fastidio cruzó su semblante.

– Ya estoy harta de que la gente me diga que estoy comprometida. -Irguió la espalda y lo señaló con el dedo puntualizando cada palabra-: El mayor Wilshire no es mi prometido, y no voy a casarme con él.

Eric se quedó perplejo y con una súbita sensación de malestar. ¿Qué no era su prometida? Maldición, ¿había raptado a otra mujer? ¿Por eso no daba saltos de alegría porque él la hubiese rescatado?

La recorrió con la mirada fijándose en su aspecto desaliñado. El sombrero le colgaba del cuello, por las cintas. Su despeinado cabello oscuro le rodeaba el rostro, y varios mechones sueltos le sobresalían tiesos hacia arriba de un modo que le recordó los cuernos de un diablo… una desafortunada comparación, dadas las circunstancias. Sus ojos parecían enormes en aquella cara, una cara pálida y sosa que mostraba una expresión de claro disgusto. Desde luego no era una expresión que soliese ver en los rostros de las mujeres que rescataba.

– ¿No es usted Samantha Briggeham? -le preguntó.

Ella lo miró ceñuda y apretó los labios.

Maldita mujer obstinada. Se inclinó más hacia ella e hizo caso omiso de la punzada de culpabilidad que sintió cuando vio brillar en sus ojos un destello de pánico.

– Conteste a la pregunta ¿Es usted Samantha Briggeham?

Ella asintió con gesto rígido.

– Sí, lo soy.

Lo abrumó un sentimiento de confusión. Había acertado con la mujer. Diablos, ¿sería incorrecta la información de Arthur? Si era así, había cometido un error terrible. Se obligó a conservar la calma y estudió a la joven.

– Tengo entendido que su familia lo ha arreglado todo para casarla con el mayor.

Sammie lo observó con mirada cauta.

– Así es, pero como yo jamás en mi vida he visto un plan menos apetecible, por no decir idiota, he desarreglado lo que arregló mi bien intencionado pero mal aconsejado padre.

El malestar de Eric se triplicó.

– ¿Cómo dice?

– Esta tarde ha ido a ver al mayor Wilshire y le he explicado que, aunque lo tengo en alta estima, no siento el menor deseo de casarme con él.

– ¿Y él se ha mostrado de acuerdo?

Sammie desvió la mirada y un rubor carmesí le tiñó las mejillas.

– Pues… sí, al final.

Él apretó los puños al ver el embarazo de ella. Maldición, ¿habría intentado el mayor tomarse libertades con ella?

– ¿Al final?

Ella lo observó entrecerrando los ojos y luego se encogió de hombros.

– No es que le concierna a usted, pero incluso después de explicarle con toda la cortesía del mundo que no deseaba casarme con él, me temo que el mayor se mostró todavía un tanto… insistente.

Por Dios, aquel réprobo en efecto la había tocado. Sintiéndose confundido, Eric alzó las manos para tocarse el pelo, pero se topó con la máscara que le cubría la cabeza.

Sammie se aclaró la garganta.

– Sin embargo, por suerte para mí, en cuanto el mayor finalizó su largo discurso de “por supuesto que se casará usted conmigo, ya se han llevado a cabo todos los preparativos”, fue cuando apareció Isidro. Y salvo bastante bien la situación.

Eric dejó escapar el aliento que no sabía que estaba conteniendo.

– ¿Isidro? ¿Es su cochero?

– No. Mi cochero es Cyril. Isidro es mi sapo.

Eric supo que si no fuera por la ajustada máscara, se le habría descolgado la mandíbula.

– ¿Su sapo? ¿Y dice que salvó la situación?

– Sí. A Isidro le gusta acurrucarse en mi redecilla y acompañarme cuando salgo en el carruaje. Casi me había olvidado de él hasta que dio un salto y fue a aterrizar justo en una de las relucientes botas del mayor. Cielos, nunca he visto semejante revuelo. Cualquiera hubiera pensado que lo habían despojado de su rango, a juzgar por su reacción. Es asombroso que un hombre que afirma haber realizado tantas heroicidades militares pueda tener tanto miedo y aversión a un sapo. -Meneó la cabeza-. Naturalmente, al ver que ponía tantos reparos a Isidro, pensé que lo mejor era advertirlo sobre Cuthbert y Warfinkle.

Divertido, Eric inquirió:

– ¿Más sapos?

– No. Un ratón y una culebra de jardín. Los dos son totalmente inofensivos, pero el mayor Wilshire se puso bastante pálido, sobre todo cuando le insinué que ambos se alojaban en mi dormitorio.

Medio divertido y medio horrorizado, Eric preguntó:

– ¿De veras?

Ella le dirigió una mirada miope de inconfundible y contenida picardía.

– No, pero sólo insinué. No se me puede considerar responsable de las suposiciones incorrectas que pueda hacer el mayor, ¿no cree?

– Cierto. ¿Y qué ocurrió después?

– Bueno, mientras perseguía a Isidro por toda la habitación, de una forma que el mayor describió más tarde como “deplorable y nada femenina”, me pareció que sería justo compartir con él algunas de mis otras aficiones.

– ¿Cómo cuáles?

– Cantar. Alcé la voz para entonar lo que para mí era una versión particularmente bien interpretada de Bárbara Allen, pero me temo que el mayor opinó que mi voz era menos que aceptable; creo que la palabra que musitó por lo bajo fue “espantosa”. Pareció bastante alarmado cuando le informé de que todos los días canto varias horas. Y se alarmó todavía más cuando le hablé de mis planes para convertir su salita en un laboratorio. En realidad, armó mucho alboroto, incluso cuando le aseguré que las pocas ocasiones en que mis experimentos habían terminado provocando un incendio, las llamas se habían apagado enseguida sin causar apenas daños.

Diablos, aquella joven constituía una amenaza. Pero no se podía negar que era inteligente.

– ¿Puedo preguntar qué siguió a continuación?

– Pues que a Isidro, que estaba resultando imposible de capturar, le pareció oportuno saltar al regazo del mayor. Cielo santo, jamás habría imaginado que ese hombre tenía tal… agilidad. Cuando por fin atrapé a Isidro y lo devolví a la redecilla, y luego convencí al mayor de que se bajase del pianoforte, él se mostró bastante dispuesto a conceder que no formaríamos buena pareja. -Su expresión se tornó fiera-. Y cuando volvía a mi casa, decidida a contar a mis padres la disolución de mi compromiso, usted me secuestró de esta manera tan maleducada. Tal vez ahora quiera tomarse la molestia de explicarse.

Momentáneamente privado del habla, la mente de Eric funcionó a toda velocidad para deshacer el atroz enredo en que se había metido. Se incorporó y miró fijamente a Sammie, en cuyos ojos destelló un inconfundible recelo al tiempo que retrocedía aún más, un gesto que molestó todavía más a Eric.

– Deje de mirarme como si fuera un asesino a punto de descuartizarla -exclamó con un ronco gruñido-. Ya le he dicho que no voy a hacerle daño. Sólo intentaba ayudarla. Soy el hombre al que llaman el Ladrón de Novias.

– Ya lo ha dicho, y además en un tono que sugiere que yo debería conocerlo, pero me temo que no es así.

Eric se la quedó mirando, estupefacto. ¿Había oído mal?

– ¿Acaso nunca ha oído hablar del Ladrón de Novias?

– Me temo que no, pero por lo visto debe de ser usted -Lo recorrió con los ojos de arriba abajo, dos veces, y de hecho a él le ardió la piel bajo aquella cáustica mirada-. No puedo decir que esté encantada de conocerlo.

– Por todos los santos, muchacha. ¿Es que nunca lee los periódicos?

– Por supuesto que sí. Leo todos los artículos concernientes a la naturaleza y a temas científicos.

– ¿Y las páginas de sociedad?

– No pierdo el tiempo con semejantes memeces -Su expresión de desprecio sugería que lo consideraba muy poca cosa si su nombre aparecía sólo en las columnas de sociedad.

Eric enmudeció de pura incredulidad. Abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. ¿Cómo era posible que esa chica no supiera nada del Ladrón de Novias? ¿Es que vivía en una mazmorra? No pasaba un solo día sin que se hablara del Ladrón de Novias en los clubes de Londres, en Almack’s, en las posadas rurales y en todas las publicaciones del reino.

Y sin embargo, la señorita Samantha Briggeham jamás había oído hablar de él.

En fin, maldita sea.

Si no estuviera tan confuso por aquel hecho, se habría reído de lo absurdo de la situación… y de su propia vanidad. Resultaba obvio que no era tan famoso como creía.

Con todo, su diversión se desvaneció rápidamente cuando comprendió la gravedad de su error. La señorita Briggeham no estaba siendo obligada a contraer matrimonio. Había raptado a una mujer que no necesitaba su ayuda. Y ahora el Ladrón de Novias tendría que hacer algo inaudito: devolver a una mujer a la que había rescatado.

Una mujer que lanzaba miradas hacia el atizador de hierro con un brillo en los ojos que indicaba que le gustaría utilizarlo para atizar un golpe a su cabeza. Cerró los ojos con fuerza y maldijo en silencio su mala suerte.

Al diablo con todo; ser el hombre más célebre de toda Inglaterra era a veces un verdadero incordio.

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