III. EMOCIONES QUE SANAN Y EMOCIONES QUE ENFERMAN

Dentro del medio científico es aceptado que una persona que presencia un asesinato o que sufre una fuerte impresión de tipo emocional puede quedar ciega o sorda, pero no que podría sanar con sólo cambiar su patrón de pensamiento.

Se tiene conciencia del daño psicológico que puede ocasionar una discusión familiar, la falta de afecto o un sentimiento de inferioridad, pero no del poder curativo que una frase repetida varias veces al día nos puede proporcionar. Sin embargo, no podemos negar ni que los pensamientos negativos afectan y causan daños graves en nuestro organismo ni que una oración pronunciada con fe a veces logra respuestas milagrosas en los enfermos.

Vivimos en un Universo en constante cambio. Minuto a minuto, nacen y mueren estrellas, tormentas, arco iris, nubes, plantas, animales, seres humanos, pensamientos y… emociones. Aceptamos que el viento puede mover una nube de lugar porque lo estamos viendo, pero no que un pensamiento o una emoción, como le quieran llamar -porque, como hemos visto anteriormente, la diferencia entre ambos no es tan lejana como se había considerado-, crean reacciones físicas y químicas dentro de nuestro organismo. Aceptamos la salida del sol y de la luna, sabemos de su poder, de su influencia, incluso les rendimos tributo, pero no alcanzamos a comprender lo que nos puede beneficiar el nacimiento de una sonrisa en nuestro corazón.

Sin embargo, ya que todo en el Universo cambia, esperamos que la tristeza, que la depresión, que el sufrimiento terminen de un momento a otro, que se eclipsen, que se desvanezcan como nubes empujadas por el viento, sin darnos cuenta de que nosotros mismos somos los agentes del cambio. Que la fuerza de una alegría puede ahuyentar el dolor o al menos hacerlo más llevadero.

No nos damos cuenta porque la mayor enfermedad de nuestra época es la depresión y el mayor mal la angustia. Y su influencia, como negros nubarrones, nos ensombrece el alma y el entendimiento.

Ese terrible mal, que aqueja a millones de personas, tiene el poder de encogernos el corazón, pues cuando uno está deprimido, todo el organismo se contrae. Nuestra capacidad de actuar, de pensar, de gozar, se reduce a su mínima expresión. Estarán de acuerdo conmigo en que la vida moderna que se lleva en las grandes ciudades en nada colabora para ensanchar nuestro espíritu. Nos impone en todo momento grandes exigencias y agudiza aún más la sensación de ahogo. Diariamente hay que luchar a brazo partido por un espacio en el metro, en el estacionamiento, en los restaurantes, en los cines. Hay que soportar el ruido de los automóviles, de las fábricas, de las radios a todo volumen. Hay que llegar al trabajo en medio del tráfico, lo más rápido posible y al mismo tiempo que se cuida la cartera, se evitan los accidentes, se escapa de los asaltantes, para finalmente cumplir con un horario y poder cobrar un sueldo a fin de mes. Con todo esto, las grandes ciudades se han convertido en el mejor caldo de cultivo para las tensiones. Para mantener la tensión muscular de un órgano o de un músculo se requiere de mucha energía. Podríamos decir que cada músculo tenso es, al igual que la gota que cae de un grifo mal cerrado, una fuga constante de energía que nos produce cansancio, adormecimiento, sueño. El estrés, entre otras cosas, ocasiona la contracción y el endurecimiento de los órganos internos, y dificulta su funcionamiento. Les pone una camisa de fuerza que no los deja trabajar. Al contraerse provocan que la membrana que los cubre se les adhiera totalmente y los imposibilite para expulsar el calor y las toxinas que guardan en su interior.

Normalmente, el calor que un órgano produce mientras trabaja es expulsado del cuerpo a través del esófago. Este largo tubo funciona como la chimenea de una fábrica, dejando salir el aire caliente. A temperaturas bajas, podemos observar claramente la salida de vapor por nuestra boca mientras hablamos. Ahora imaginen lo que pasa cuando el silencio y la soledad nos obligan a mantener la boca cerrada. Cuando aparte de esto, el estrés obliga a nuestra maravillosa maquinaria interna a trabajar a marchas forzadas para cumplir con su labor de purificación, de transformación y de mantenimiento de todo nuestro cuerpo. La imagen más apropiada sería la de una olla express a punto de explotar. De hecho, dicen que el corazón de una persona que murió de un infarto parece como si lo hubieran cocinado.

Como vemos la simple emisión de un sonido y su correcta vocalización nos puede evitar muchos males. En la antigüedad, los maestros taoístas descubrieron que ciertos sonidos estaban estrechamente relacionados con cada uno de los órganos y que el aprendizaje de cómo emitirlos era necesario para aliviar la depresión, la ansiedad o la ira. Es más, en el Tíbet existe un monasterio especializado en el diagnóstico y cura de enfermedades a través del sonido y los monjes pasan toda una vida aprendiendo a emitir sonidos curativos con resultados sorprendentes.

Desafortunadamente, no todos tenemos acceso a este tipo de conocimientos y, por lo tanto, estamos expuestos a sufrir las terribles consecuencias que el estrés ocasiona. El estrés, no sólo impide la liberación natural del calor producido por los órganos, sino que los obliga a trabajar en condiciones tan adversas que les ocasiona un desgaste prematuro. La única forma de aliviar la tensión y evitar el sobre-calentamiento de órganos internos es por medio de la relajación y la mejor manera es por medio de la risa.

Después de una sesión de carcajadas, nuestro cuerpo se relaja. Con la relajación viene la liberación de la energía negativa que estaba prisionera dentro de nuestro cuerpo. Las glándulas secretan todo tipo de sustancias; lágrimas, sudor, saliva. Las energías fluyen y nos proporcionan un estado de armonía. Al reír, nuestra respiración aumenta y el corazón late más rápido, bombardeando más sangre rica en oxígeno a todo nuestro organismo. Como resultado, la actividad electroquímica del cerebro se incrementa y nos ponemos más alerta que de costumbre. Otro de sus beneficios es que se incrementa nuestra respuesta inmunológica.

La risa no es sólo una forma de relajarse. Según el doctor William F. Fry, emérito de la Universidad de Stanford, cien risas al día nos proporcionan el mismo beneficio que 10 minutos de ejercicio aeróbico. Ya que cuando uno ríe a carcajadas, los músculos del abdomen se tensan de la misma forma que cuando hacemos ejercicios abdominales. Los vientres abultados de los burócratas son la prueba contundente de que el trabajo que realizan no les causa risa. ¿La razón? Es un trabajo obligado, mecánico, mal pagado, impuesto por las estructuras sociales. Un trabajo que oprime, que asfixia. Y así como un órgano contraído no funciona correctamente, un individuo tenso tampoco. No puede crear, trabajar, ni producir normalmente.

Éste es el motivo por el que los directores de grandes empresas están contratando a especialistas que hagan reír a sus empleados. Claro que no lo hacen por buenas gentes sino por mezquinos. Saben que de esta manera sus trabajadores van a rendir más en su trabajo y producirán mayores ganancias económicas. Yo dudo mucho que logren buenos resultados porque para que un individuo ría tiene que existir un elemento básico: la confianza. Uno sólo ríe con miembros de su grupo, no en compañía de un jefe que lo explota.

¡Pero en fin! Volvamos a la risa. Nuestras primeras sonrisas son reflejos musculares, pero para el tercer mes de vida ya somos capaces de sonreír al ver una cara conocida y tener nuestra primera interacción social verdadera. En el pasado se pensaba que los bebés aprendían a reír al observar la risa de los adultos, pero ahora sabemos que la risa es innata, está programada en nuestro propio ser. Un científico de la Universidad de Chicago causó impacto con los estudios que realizó con niños sordomudos. No podían oír ni hablar, sin embargo empezaron a reír al mismo tiempo que los niños que gozaban de sus cinco sentidos.

A los cinco años de edad, un niño promedio ríe alrededor de doscientas cincuenta veces al día. Desafortunadamente, al llegar a la adolescencia se le van acabando las razones para sonreír y su sentido del humor solamente alcanza para quince risas al día, la mayoría de las cuales son demasiado efímeras para ser recordadas. Y mejor ni hablamos de cómo le irá en la edad adulta.

La risa es una poderosa herramienta de comunicación e interacción entre las personas y no una simple reacción a un chiste. La risa une. El hecho de que los individuos que se ríen juntos se sienten parte de un grupo tiene que ver con la sensación de cercanía, de pertenencia, de complicidad que genera el humor. Hay dos formas de hacer reír a otro. Por medio de una imagen o por medio de la palabra. En cualquiera de las dos siempre está presente [2!] un deseo verdadero de dar felicidad. Este deseo auténtico y generoso modifica de una forma tajante no sólo el estado de ánimo de un individuo, sino de una colectividad, pues la risa siempre busca compartirse. Cuando escuchamos reír a otro, es casi imposible no unirnos a él.

En 1963, en lo que ahora es el territorio de Tanzania, hubo una extraña epidemia de risa. Unos niños de pronto empezaron a reír y sus risas se extendieron a más de mil personas. Incluso tuvieron que cerrar las escuelas y se necesitaron dos años y medio para que el fenómeno se extinguiera. El Times informó: «Un nuevo mal, a orilla del lago Victoria, confunde a los científicos: es una enfermedad de la risa que produce síntomas que rayan en la histeria.»

Ojalá que este tipo de epidemias fueran más comunes pues aliviarían bastante la carga emotiva que arrastramos a cuestas. Los científicos que realizan experimentos sobre la tolerancia al dolor, han descubierto que la gente puede soportar mejor el dolor después de una sesión de chistes.

No sólo eso, en los consultorios dentales se utiliza el óxido nitroso, o gas de la risa, para que la gente pueda mantener una actitud relajada durante el tratamiento dental. Si el paciente logra controlar el temor y la ansiedad su dolor disminuirá. El óxido nitroso no es un anestésico, simplemente tranquiliza.

La práctica de la meditación logra un efecto parecido. Relaja, calma, tranquiliza, física y mentalmente. [5!] Si uno logra aquietar los pensamientos, automáticamente las emociones se apaciguan y le permiten al cuerpo una total relajación.

Aunque no hay muchas pruebas definitivas de que la risa cure, algunos hospitales, como el Monte Sinaí de Nueva York, están utilizando los servicios de los payasos para atender a los niños y determinar qué tan efectiva es la risa para acelerar el proceso de recuperación de una persona.

El doctor Kuhn, psiquiatra de la Universidad de Louisville, está tan convencido de las propiedades curativas de la risa que se convirtió en un comediante profesional para atender a sus pacientes. No le importa lo que la gente «seria» piense. Pues el miedo a ser considerado una persona boba, frívola y hasta cierto punto irresponsable, hace que reprimamos la risa. Y para él, la risa y sus beneficios son cosa seria.

Lo más interesante de la risa es que beneficia al que la ejercita aunque sea a través de una risa fingida. De hecho, dicen que si uno aprende bien la mecánica de la risa podría engañarse para ser feliz. ¿Será? Vale la pena intentarlo. Aunque a mi ver, el ser feliz es un poco más complejo. No sólo requiere de un bienestar físico, sino espiritual.

El ser humano siempre se pregunta ¿me siento bien o me siento mal? ¿Estoy actuando bien o estoy actuando mal?, antes de poder determinar si es feliz o no. Se guía por sus emociones para juzgar si sus acciones son correctas o equivocadas. Si con ellas obtuvo lo que buscaba. Si logró que lo quisieran o no. Porque siempre, bajo una alegría o una tristeza está la necesidad de ser aceptado, apreciado, amado.

La necesidad de afecto es tan poderosa que es la única que en un estado de depresión puede impulsarnos a salir de nuestro encierro en busca de un olor, de un aliento con aroma de consuelo.

Esto que parece tan sencillo resulta de lo más complicado para el hombre actual, pues la comunicación entre los seres humanos, a pesar de los enormes avances de la tecnología, se ha dificultado enormemente. En gran medida a causa de la misma depresión. Uno queda tan agotado después de un día de trabajo en condiciones de tensión extremas que lo único que quiere es dormir y olvidarse de los demás. Nadie tiene tiempo, y si lo tiene, no lo quiere compartir. Todos defienden su espacio. Todos son celosos de su intimidad, de sus conocimientos, de sus logros obtenidos en el campo de batalla: la oficina. Parece que la modernidad deja poco tiempo para escucharnos unos a otros, para querernos, para consolarnos, para apapacharnos.

Si en épocas remotas era importante reunirse con los demás miembros de la tribu para compartir experiencias, ahora todo lo contrario. Si antes era importante conversar alrededor del fuego, compartir emociones, advertir sobre peligros inminentes de desastre, ahora no. Si dos seres humanos se reúnen para hablar de negocios, lo hacen con la única intención de obtener un beneficio económico. Nunca le confiarían a su competidor la amenaza de una baja en la bolsa de valores. Se reservarían la información para beneficio personal, para acrecentar su capital, pues están convencidos de que para sobrevivir es necesario un fuerte respaldo económico. Como si la posesión del oro les fuera a garantizar la inmortalidad. Como si la bolsa de valores fuera lo más importante en el mundo.

Cuando veo todo esto, me pregunto qué tanto hemos evolucionado. Qué tanto hemos avanzado. ¿Iremos por buen camino? El hombre primitivo sabía que iba bien si lograba mantener la vida de las plantas que lo alimentaban, si lograba vencer a la enfermedad, si lograba una buena caza, si nacían niños sanos y había comida para alimentarlos, si descubría la forma de prevenir desastres, la forma de predecir los eclipses, la forma de mejorar la siembra, de vivir mejor.

[4!] [5!] El hombre moderno, a pesar de contar con una tecnología avanzada y con adelantos científicos en el campo de la medicina, la agricultura y la ganadería, se siente cada día más confundido y más inseguro. Ya no sabe si va bien o va mal. Él cree que va bien si gana más que los demás. ¿Será?

Al hombre primitivo le bastaba ver un campo verde, floreciendo, para saber que iba bien. El hombre moderno, encerrado en su oficina de concreto, sin ver la luz del sol, sin enterarse del estado del campo, supone que está bien porque sus acciones de la bolsa subieron y tiene dinero para comer, para vestirse, para viajar y para pagar el hospital en caso de enfermedad, pero sobre todo para pagar sus sesiones con el psicoanalista, pues de otra manera nadie lo escucharía. Todos están muy ocupados en producir y en consumir. [2!] El hombre ha perdido el sentido de la vida y se encuentra más solo que nunca.

Como soy una romántica empedernida, yo achacaba todos estos males a la «modernidad», pero el otro día descubrí un poema egipcio del siglo VII a.C. que modificó mi percepción del problema y quise seleccionar algunos versos para ustedes:

¿A quién hablaré hoy?

Los hermanos son malos.

No es posible querer a los amigos de hoy.

¿A quién hablaré hoy?

Reina la avaricia.

Todos se apropian de los bienes ajenos.

¿A quién hablaré hoy?

El desgraciado se consuela con el desgraciado,

porque el hermano se ha convertido en enemigo.

¿A quién hablaré hoy?

No hay nadie en quién confiar.

Y los amigos nos tratan como a desconocidos.

¿A quién hablaré hoy?

El pecado, la plaga del país,

no tiene fin.

La lectura de este texto de seguro les provocó dos emociones. La compasión y la tristeza. A pesar de los miles de años que nos separan del poeta que escribió estos versos, podemos compartir su dolor, su desilusión, su desolación. Podemos reconocer la emoción que lo movió a la escritura porque la hemos vivido en carne propia, porque se parece a la nuestra. Comprendemos su sufrimiento y nos sumamos a él. En este sentido, el poema crea una unión. Pero por el otro lado, tomamos conciencia de que vivimos dentro de una sociedad depredadora, que hiere, que mata, que lastima, y a la cual no queremos pertenecer. En ese sentido, el poema nos separa de los demás. El alejamiento nos podría llevar a levantar un muro de protección. A meternos bajo las sábanas y negarnos a pronunciar palabra. En el fondo, lo que anhelaríamos es poder regresar al vientre materno. A ese momento cuando nada nos preocupaba, cuando no teníamos que enfrentar ningún problema. Cuando éramos felices.

Los jóvenes deben de saber perfectamente a qué me refiero. Cada día observo la facilidad con que se contagian unos a otros el mal de la depresión. ¡Y cómo no van a estarlo! Ellos tienen acceso al mundo de internet, de las computadoras, de la información y se enteran en segundos de todo lo que pasa en el mundo Sólo les basta una tarde viendo noticias para darse cuenta del negro futuro que les espera. Para ellos, la sensación de que vamos mal como sociedad debe ser muy obvia. Saben que el mundo que les estamos dejando está contaminado, lleno de bolsas de plástico y de desechos químicos. Un mundo que sufre tremendos cambios climatológicos y constantes desastres ecológicos. Un mundo en conflicto y bajo la amenaza constante de una guerra nuclear. Ante esto, ¿qué pueden hacer? Nada. La imposibilidad de enfrentar el problema, ya no se diga solucionarlo, les deja como única salida la huida. La mejor forma de evasión es el consumo de drogas y el alcoholismo. De esta manera disfrazan su dolor y procuran estímulos que les hagan sentirse vivos.

Por supuesto que hay más opciones, ¿pero cómo las van a ver si están deprimidos? ¿Si tienen las alas quebradas? Creo que si de veras queremos salvar a este planeta debemos empezar por [5!] mejorar el estado emocional de todos los que lo habitamos. Lo revolucionario sería eso. Sacar a todo el mundo de la depresión.

Organizar cruzadas amorosas que repartieran besos, risas, cantos, bailes. Y después de hacer el amor podríamos encontrar una mejor forma de solucionar los problemas sociales y económicos que nos aquejan. «Lo que el mundo necesita es amor» sigue estando vigente.

Los beneficios que se obtienen después de hacer el amor son amplios. Aparte de llegar a sentir una total relajación mental y física, en situaciones ideales, el orgasmo nos puede llevar a experimentar estados alterados de conciencia. Y aun la más pobre de las experiencias sexuales nos proporciona placer, eleva nuestra autoestima, y nos sirve para reforzar valores básicos como la confianza en los otros seres humanos, con la ventaja adicional de que quemamos calorías.

Pero mientras la utopía llega, tenemos que enfrentar la depresión como podamos. Una forma más o menos saludable es por medio del fenómeno de la identificación, que consiste en hacer propios los anhelos, las esperanzas y los deseos de otro. Me refiero a ir al cine a ver una película, pues las imágenes tienen el poder de emocionarnos sin importar que sean falsas o verdaderas. Como prueba tenemos lo que sucede cuando soñamos. Sabemos que estamos teniendo una pesadilla y sin embargo nos despertamos con sudor en la frente, la respiración agitada y el ritmo del corazón acelerado.

[4!] Así que resulta muy reconfortante que alguien luche y gane por nosotros. Que nos ponga a circular la adrenalina. Que nos haga sentir que vencimos un peligro. Que nos coloque en una posición de superioridad desde la cual podamos reírnos del jefe, de la suegra, del vecino. Que nos haga creer que salvamos al planeta, que amamos nueve semanas y media, que acabamos con los malos, que derrotamos al demonio, que aplastamos al muñeco asesino. Tal vez de ahí venga el éxito que tienen las películas de acción. Nos proporcionan emociones que no encontramos en nuestra vida diaria. Desafortunadamente, algunos productores sin escrúpulos han sacado provecho de esta situación para inundar el mercado de películas donde abundan las explosiones, los efectos especiales y todo tipo de violencia. Con el agregado de que en estas cintas se maneja como único valor el dinero, y los héroes que aparecen en ellas son capaces de matar hasta a su abuela con tal de obtener un saco de oro.

¿Que otra alternativa tenemos? Asistir a las salas donde se presentan películas no comerciales. Pero ¿qué tipo de películas vamos a encontrar ahí? Películas de gran calidad artística. Donde no hay efectos especiales pero donde los protagonistas casi nunca salen vencedores. Donde la corrupción, la violencia y el crimen, al igual que en la vida cotidiana, son más fuertes que ellos. Donde los problemas políticos o económicos son inamovibles. Donde los finales felices no existen pues se les considera enajenantes y que van en contra de la realidad.

No sólo eso, en mi experiencia personal como jurado en diversos festivales de cine, me he topado con cineastas y críticos que por sistema descalifican toda película que incluya emotividad e imágenes bellas. Por ejemplo, el que un paisaje sea agradable es razón suficiente para eliminarlo de la premiación. En su lugar, se considera las películas que posean un contenido «intelectual», la mayor parte de las veces inaccesible a las masas y por demás aburrido. Todo esto contribuye a que los realizadores sientan que si su película es comprendida por el gran público, si le hace reír, o llorar, no es buena. Como si fuera un pecado tocar la emoción y hablar del amor. Incluso existe el orgullo de decir: mi película sí es de arte, no es «bonita», no es predecible, no tiene final feliz, no es para las masas, no es light, pero sobre todo, no es emotiva.

Aquí está uno de los más grandes problemas. Por un lado, la gente que acude al cine lo hace para sentirse bien. Por otro lado, los realizadores buscan sentirse bien con lo que hacen. Unos quieren salir de la depresión y otros, el reconocimiento de la crítica. Los que salen vencedores son los productores de películas comerciales que ganan mucho dinero proporcionando al público películas que los «emocionan» pero cargadas de emotividad negativa, provocando que los espectadores se contagien de esa actitud e influyan en el clima ya de por sí agresivo que rodea el ambiente. Bajo la premisa de estar dando al público lo que quiere, los productores hacen su agosto. Con lo que cuesta explotar un edificio de veinte piso o diez naves espaciales se podría alimentar a miles de niños por un año. Y yo me pregunto, ¿el público realmente quiere ver ese tipo de películas? No. Lo que quiere es olvidarse por un momento de su angustia. Porque la angustia duele, molesta, enferma. Lo mismo que la ira, la envidia, el temor.

Podemos distinguir dos tipos de emociones, las negativas y las positivas. Las negativas nos tensan, obstaculizan el flujo de la energía, debilitan, entorpecen el funcionamiento de los órganos, dificultan la asimilación de ideas, interfieren en la transmisión de información de una célula a otra. Las positivas, por el contrario, nos relajan, liberan energía, refuerzan el sistema inmunológico, propician la transmisión de información entre células, permiten que fluya la energía, nos ponen más alertas y agudizan nuestra capacidad de aprendizaje.

Entre las negativas podemos resaltar el odio, la ira, la tristeza, el temor. Entre las positivas, la compasión, el amor, la alegría, la admiración.

¿Qué es lo que determina que una persona se contagie de una emoción y no de otra? Su mundo de creencias. Por ejemplo, para que nos emocione una ceremonia religiosa tenemos que creer en Dios. Para que la película El exorcista nos atemorice tenemos que creer en la posibilidad de que el demonio nos posea. Lo mismo pasa cuando vemos venir a un perro rabioso. Nos da miedo porque sabemos que la rabia es una enfermedad mortal. Y nos enteramos no necesariamente por haber visto morir a alguien infectado por esa terrible enfermedad sino porque un ser querido se encargó de decírnoslo. Es muy bello pensar que atrás del miedo que nos produce un perro rabioso se esconde el deseo de alguien que no quería que muriéramos de esa manera. Atrás de esa emoción, pues, no sólo está presente un pensamiento, sino un deseo auténtico de brindarnos protección. De compartir una experiencia. De permanecer a nuestro lado de alguna manera. Algunos filósofos definen al amor como la voluntad que tiene el amante de unirse a la cosa amada. Esta voluntad se hace presente cuando compartimos una rosa, un poema, una tarde lluviosa, un rizo de cabello, unas codornices en pétalos de rosa con la persona que amamos.

¿Qué pasaría si creyéramos en el amor? Y lo digo verdaderamente. Si estuviéramos convencidos de que el amor nos va a salvar como especie. Que de ahora en adelante va a estar por encima de la avaricia y del egoísmo. Por encima de las decisiones del Fondo Monetario Internacional y las de cualquier gobierno. Si con esta frase les arranqué una sonrisa me doy por bien servida. No importa. Tal vez ése es el primer paso para empezar a cambiar al mundo. Sonreír. Quizá si empezáramos a considerar la risa como la gran panacea, modificaríamos positivamente nuestro futuro. Bueno, para aquellos que son como santo Tomás, los invito a comprobar los beneficios que les puede ocasionar una sonrisa. Sólo tienen que tomar dos trozos de cartón. En uno van a dibujar una carita sonriente y en otro una enojada. Después se consiguen una persona dispuesta a realizar un experimento científico con ustedes. Lo primero que deben cuidar es que sus manos estén libres de anillos, relojes o pulseras para que los resultados sean óptimos. Luego, le van a pedir que, con su mano izquierda, presione contra el esternón uno de los cartones. Por supuesto que esta persona no debe saber cuál de ellos está sosteniendo. En seguida le van a pedir que levante su brazo derecho sin doblar el codo hasta la altura del hombro, con el puño cerrado. Cuando esté listo, ustedes van a ejercer presión sobre el brazo para tratar de bajarlo y él tiene que resistirse. No se trata de que le rompan el brazo. La fuerza que van a ejercer debe ser firme pero sólo para ver el tipo de energía que el sujeto de estudio posee. Primero lo van a hacer con uno de los cartones y luego con el otro. Lo que pretendo es que comprueben que la carita sonriente le va a elevar la energía y la carita enojada se la va a disminuir. Si el experimento no les funciona pues ríanse de mí un rato. Su organismo se lo va a agradecer.

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