Dependiendo del tipo de emoción que nos produzcan, es posible hablar de una literatura que sana y otra que enferma. Una que libera energías atrapadas en nuestro interior a causa de la tensión y otra que las aumenta para transformarlas en angustia.
Hemos venido analizando cómo el mundo de «civilización» y «progreso» en el que vivimos ha hecho a un lado las emociones. Esto es comprensible dado que si a una persona le interesara, le doliera y le lastimara lo que le pasa a los indigentes con los que se cruza directamente en su camino al trabajo, no podría funcionar correctamente dentro de un sistema basado en la competencia y el egoísmo.
¿A qué gobierno le puede interesar que un soldado sienta compasión por el enemigo al que tiene que aniquilar? ¿Que piense en el dolor que va a provocar en la esposa y los hijos de ese hombre al momento de matarlo? O ¿a qué inversionista le agradaría que una anciana se negara a vender una casa ubicada en un área altamente comercial porque en ella nacieron sus hijos y sus nietos? ¿O a qué Casa de Bolsa le puede importar tener como cliente a un millonario dispuesto a repartir su dinero entre los pobres? ¿A quién importan los ríos, las casas, los árboles, los monumentos históricos, los campesinos, los pobres cuando está de por medio el desarrollo económico? ¿Cuál es el valor que tienen en el mercado las emociones? Ninguno. Y tal parece que a muchos les encantaría acabar de plano con ellas para que no interfieran en sus proyectos de desarrollo.
Pero [2!] a las emociones no se les puede vender tan fácilmente. Nadie las puede abolir. Podemos, a lo mucho, cubrirlas con una manta de indiferencia y no prestarles atención, pero que nos siguen afectando por dentro, no hay duda.
Otra forma de apagarlas es modificando nuestra escala de valores, nuestros patrones de pensamiento, de manera que, por ejemplo, lleguemos a la convicción de que la competencia es una actitud «sana». Si en algún momento de la historia del hombre, la solidaridad fue indispensable para la supervivencia, ahora se trata de sobrevivir haciendo a un lado la solidaridad.
Veamos qué tan «sano» es esto. Dentro del mundo de la competencia, de entrada, es indispensable demostrar que uno «sabe», que «puede» y que «es mejor» que los demás. Y la forma de lograrlo es anulando y devaluando los logros del de junto. De esta manera, automáticamente nos colocamos en una posición de superioridad. Por supuesto, este acto exige una desconexión emotiva de nuestro compañero de trabajo.
Esta práctica nociva que las empresas fomentan se convierte en una fuente constante de tensión laboral que afecta significativamente, en la salud de los empleados. Técnicamente hablando, el estrés es una respuesta mental y física a una situación adversa que moviliza nuestros mecanismos de defensa: el mecanismo de enfrentar o huir. Desafortunadamente, no siempre podemos actuar ante lo que sentimos o percibimos como una amenaza contra nuestra integridad. Nadie tiene el poder de cerrar una Planta Nuclear, ni detener una guerra, ni cerrar una fábrica de armamento, ni siquiera tiene la posibilidad de renunciar a un trabajo donde se le humille constantemente, pues éste significa su sostén económico. Para sobrevivir, lo único que puede intentar es tratar de no involucrarse emotivamente. Pero este proceso de aislamiento resulta altamente doloroso.
Encuentro que lo más apropiado para expresar lo que es la desconexión es el momento en que nacemos y nos cortan el cordón umbilical. ¡Qué soledad sentimos! ¡Qué sensación de no sentir quienes somos! Antes éramos un todo formado por dos. Ahora nos falta una parte, la de la madre. ¿Dónde está? Toda esa angustia ante la vida se desvanece por arte de magia cuando somos abrazados nuevamente por nuestra madre y escuchamos el latido de su corazón. Es un ritmo conocido, que nos conecta con ella, que nos recuerda nuestro origen, que nos da paz. En ese momento sabemos que no estamos solos, que alguien nos ama, que alguien nos cuida.
Si analizamos a profundidad la sensación de sentirnos desconectados, podríamos ir más allá de la razón, más allá de lo que nuestros ojos pueden ver, nuestros oídos oír y nuestras manos tocar. Podríamos llegar hasta el lugar que abandonamos al nacer. ¿Cuál es? ¿Dónde está? Ése es un misterio con el que nos enfrentaremos el día de nuestra muerte, cuando retornemos al lugar de origen. Mientras tanto, no podemos evitar sentirnos desconectados, abandonados, solos y como nuestros sentidos no nos alcanzan para percibir otras realidades, buscamos desesperadamente la forma de mantener el contacto con nuestra patria celestial para poder sentirnos hijos amados del universo. Porque muy pero muy en el fondo, intuimos que nuestra madre actuó únicamente como intermediaria para que nuestra alma se instalara en nuestro cuerpo y nuestro cuerpo en la tierra, pero no fue ella quien le dio vida a nuestra alma. Fue alguien más en otro sitio y debe de haber un puente de conexión entre este mundo y el otro. Sólo las personas que amplían su conciencia lo suficiente son capaces de entrar en contacto con esos mundos y descubrir que no estamos tan solos como creemos.
Pero los que no podemos, seguimos buscando la forma de establecer contacto. Así como en el ombligo nos queda la marca de que alguna vez estuvimos en el vientre de nuestra madre, debe de haber un signo que nos muestre de dónde venimos, quiénes son nuestro padre y nuestra madre celestiales. ¿Por qué no sentimos el sonido de su corazón? ¿Por qué no sentimos su abrazo? ¿Por qué no acuden a nuestro llamado?
Tal vez por eso, cuando uno grita y la soledad le hace eco, cuando se siente aislado, cuando no encuentra sentido a la vida, siente una urgencia por encontrar un sonido, un ritmo, una palabra que lo conecten nuevamente a ella. Que le hagan sentirse acompañado y seguro.
La palabra, en su carácter de invocación, vincula, une, establece puentes en la memoria.
Si nos atenemos a lo que algunos estudiosos han expresado, se puede decir que la primera forma de manifestación de la literatura fue rítmica. Allí están como prueba los versos que expresan en distintas culturas, la regularidad del ritmo de las siembras, o la ira de los dioses, expresada en la métrica regular de las danzas sagradas.
Posteriormente surgió la necesidad de narrar acontecimientos de la vida cotidiana, alejados de los esquemas métricos y surgieron las formas narrativas. Se trataba de estructuras flexibles, que permitieron una longitud mayor y la creación de grandes ficciones imaginadas. Éstas eran formas más cercanas a nosotros que las de los mitos antiguos, pero eran igualmente profundas y universales. Así, la literatura seguía cumpliendo su función de relacionar al hombre con sus propios sonidos, es decir, la de conectarlo con la vida.
En este sentido, la literatura ponía al ser humano en comunicación con sus más elementales referencias de la realidad y lo ayudaba a confrontar sus propias imperfecciones y deseos, revelándole un mundo de voces ambiguas venidas de lo más profundo de la conciencia colectiva. Ante una palabra o concepto que el hombre reconocía en un texto sentía lo mismo que cuando encontraba a un amigo conocido y se abrazaba a él.
En la mitología, por ejemplo, el hombre encontró la forma ideal para reconocerse en otro al crear una forma simbólica compleja que representa por medio de imágenes las manifestaciones más esenciales del ser humano. Para comprobarlo, basta recordar los estudios de Karl Jung. La literatura desprendida de la mitología se convierte en un espejo donde todos nos podemos reconocer.
De la misma manera que los personajes de la mitología nos representan, hay palabras que encierran en su interior la manifestación más importante y suprema que puede haber: la de la divinidad. Estas palabras son los mantras o las oraciones.
El poder de una palabra sagrada es muy amplio y trasciende la burda materia. Ojalá que en el nuevo milenio la ciencia se encargue de demostrar que la pronunciación y repetición, ya sea de un mantra o de una oración, en un estado de relajación o meditación, nos abre la puerta a un universo desconocido. Nos lleva más allá del pensamiento, del sufrimiento, del abandono, pues nos hace uno con la energía suprema. Aquella que está presente en cada partícula de este universo y que nos es común a todos los seres humanos. Este vínculo colectivo es muy poderoso. Nos integra a todos por igual y nos hace sentir parte de cada árbol, de cada piedra, de cada estrella, de cada ser humano, pues en todos ellos, al igual que en nosotros, vibra una misma energía, una misma palabra. Ya un santo en la India dijo: «Cuando el nombre de Dios está en tu lengua, la liberación está en tu mano.»
Hace poco, dentro de un laboratorio, se realizó un experimento poco usual. Se les rezaba a las bacterias para comprobar si la oración tenía efectos reales sobre la materia o sus efectos eran producto de la fe. Las bacterias no piensan, no creen en Dios y por lo tanto no son material influenciable. Para sorpresa de los investigadores, las bacterias reaccionaron positivamente a las oraciones, pero no de una forma realmente «comprobable» para la ciencia. Ninguna revista médica ha publicado los resultados del estudio.
Por otro lado, hace años el libro de Luise Hay Tú puedes Sanar Tu vida, causó una revolución. [2!] Yo misma, les puedo asegurar que sané de varias enfermedades repitiendo frases que vienen en su libro. Ella sostiene que la mayoría de las enfermedades son causadas por un patrón de pensamiento negativo. Lo único que tenemos que hacer es modificar ese patrón de pensamiento para recuperar la salud. Ella, en sus años de experiencia como terapeuta, identificó la emoción escondida atrás de cada enfermedad y diseñó la frase adecuada para contrarrestarla. Si analizamos las frases que tenemos que repetir para recuperar la salud nos vamos a encontrar que la mayoría contienen las palabras: seguridad, amor, aceptación, perdón. Precisamente las palabras mágicas que la sociedad en la que vivimos nos niega.
Sería sensacional que todos los seres humanos tuviéramos conciencia de que las palabras nos pueden sanar o enfermar, que una palabra de amor genera una ola que acaricia a millones de personas. Que une, que vincula, que libera energía.
[4!] ¿Pero qué pasa cuando la palabra pierde ese carácter? ¿Cuando en lugar de unión crea confrontación? Cuando es utilizada para difamar, para insultar, para manipular. Cuando no refleja la realidad ni respalda la verdad. Cuando la palabra «libertad» significa esclavitud. Cuando se habla de «democracia» mientras se impone una dictadura. Cuando se nos ofrece ayuda para la defensa de nuestra soberanía y sabemos que vamos a acabar perdiendo hasta la camisa. En esos casos, la palabra es como un son que nadie baila porque su ritmo es irreconocible. El son de la razón sin corazón.
Hubo un tiempo en que empeñar la palabra era un acto respetable. El honor iba de por medio. Uno podía confiar totalmente en lo ofrecido por un caballero pues sabía que pasara lo que pasara cumpliría con lo prometido.
En cambio, ahora, en boca de algunos medios de comunicación y la mayoría de los políticos, las palabras no siempre expresan la realidad sino todo lo contrario. No cumplen con su misión de informar. La herencia de Cantinflas se respira en los discursos de los políticos. Hablan sin hablar. Dicen sin decir. Utilizan palabras ambiguas para engañar, para confundirnos y obtener nuestro voto. Eso es lo único que les interesa. Por su parte, muchos medios de comunicación no comunican. Se interesan por las noticias sensacionalistas, de corte amarillista, porque son las que más venden. La prioridad es encarecer la publicidad en la televisión, atraer patrocinadores importantes, aumentar la venta de periódicos o revistas. Lo que importa es la noticia y no la verdad. La palabra en estos casos es como un veneno de efecto prolongado.
Por eso soy muy cauta cuando leo los periódicos. No sólo por la cantidad enorme de mentiras que aparecen publicadas, incluyendo declaraciones mías que nunca he hecho, sino por la cantidad de verdades tan serias y preocupantes de lo que sucede en el mundo. Y así como un músculo tenso representa una fuga constante de energía, una mente obsesionada quema gran cantidad de glucosa. Si generalmente el cerebro utiliza el 20 por ciento de la energía metabólica de nuestro cuerpo, imaginen lo que pasa cuando trabaja horas extras pensando en cómo detener las guerras fratricidas, cómo proteger a los niños de la calle, cómo ayudar a las víctimas de terremotos, inundaciones o el narcotráfico. A veces el exceso de información puede resultar contraproducente, pues nos deprime con las terribles consecuencias que esto acarrea.
[5!] El miedo entra por los ojos. Ellos son los que nos advierten cuando el peligro acecha y nos informan cuando cesa. Los noticieros y los periódicos nos inundan de imágenes terroríficas que nos llenan el corazón de temor. Para contrarrestarlo, bastaría ver la imagen de un campo verde. Al verde se le asocia con la esperanza y con todo lo que potencialmente contiene formas de vida, con el renacer de las plantas, con la acción renovadora de la naturaleza. Frente al verde nadie puede renunciar a un sentimiento de bienestar y paz, de ahí que toda terapia que use los colores ha de buscar el verde como elemento esencial para recuperar la salud del espíritu. No es gratuito que muchas culturas del mundo, incluyendo la azteca, hayan asignado al verde la cualidad de la curación y la salud. Si la imagen de un campo verde se deja acompañar de un cielo azul, libre de smog, y de anuncios comerciales, contamos con el bálsamo ideal para el alma.
Como este tipo de medicamento no se encuentra fácilmente en estado natural, uno acude al cine en búsqueda de imágenes que le hagan sentirse mejor. Se acomoda tranquilamente en la butaca y se dispone a gozar de una buena película. ¿Y qué pasa? Que la mayoría de las veces, en lugar de salir tranquilizado uno sale muy empeorado, emocionalmente hablando. Independientemente de lo que nos pueda alterar el contenido de la cinta, no sé si lo han notado, pero cada día aumentan más el sonido en las escenas de suspenso, o de persecuciones. Obviamente lo hacen con el propósito de intensificar el miedo y la angustia, ¡y vaya que lo logran! No sé qué es peor, si el miedo a que los tímpanos se revienten o a lo que le puede suceder al protagonista de la película. O las dos cosas. El caso es que la música diseñada para acompañar las escenas de suspenso nos pone los nervios de punta. Técnicamente hablando, el suspenso es la duda que tiene el espectador sobre si el héroe va a lograr o no sus propósitos. Nosotros, los espectadores, como estamos identificados con él, queremos que triunfe a toda costa, pues su triunfo representa el nuestro y, entonces, sufrimos en carne propia cada uno de los percances que sufre. No lo sentimos, pero cada golpiza que recibe, cada huida que realiza, cada accidente que sufre nos afectan en el funcionamiento del hígado y del corazón dependiendo del grado de angustia que nos despierten. Se dice que poco veneno no mata, pero que daña, daña. Cada imagen, cada sonido, cada palabra que entran en nuestra mente nos afectan. En ese sentido, una ida al cine puede resultar dañina.
Sería importante que los creadores estuvieran muy conscientes de las repercusiones que pueden tener las palabras y las imágenes que estamos manejando. Todas ellas generan emociones que afectan de forma sustancial ya sea a nuestros lectores o a nuestros espectadores. En ese sentido, se puede hablar de que [2!] existe una responsabilidad del creador. Estamos manejando material altamente sensible. Tal vez en el futuro a los libros y a las películas se los acompañará de la leyenda «este producto puede resultar nocivo para su salud». Mientras tanto dependemos de nuestro buen juicio para elegir el tipo de libro, de periódico, de noticiero o de película que vemos, pues tienen un carácter invocador. Cada imagen, cada frase dicha establecen un puente en la memoria y nos conectan con nuestro origen.
¿Y qué pasa cuando la labor del escritor deja de ser la de mediador y tiende a convertirse en la de «desconectador». Cuando a la vocación narrativa se impone la necesidad de demostrar que se es más inteligente que los demás. Cuando lo que al escritor le interesa es reafirmar su superioridad intelectual, la literatura se convierte en un lenguaje más del poder. Este tipo de escritura está hecha para «sorprendernos», para dejarnos fuera de un juego de entendidos que permite colocar al autor entre un grupo selecto de exquisitos que comparten sus «combinaciones» privadas, que sólo ellos entienden y que terminan por matar la vitalidad del fenómeno artístico que provee la literatura. Dicho en otras palabras, ellos piensan que para que una obra artística sea importante, debe apelar exclusivamente a la razón y debe de estar lejos de la comprensión de las grandes mayorías, pues si ellas la comprendieran estarían en el mismo nivel intelectual del creador y en el mundo de la competencia esto es inaceptable. Esta actitud genera un fenómeno que yo llamo el del «nuevo traje del emperador». ¿Recuerdan el cuento? Un rey muy soberbio, con poder absoluto, manda hacer un traje para una ocasión muy especial. Traen a un sastre famoso que resulta ser un gran pillo que lo engaña presentándole una tela maravillosa y, por supuesto, carísima, que no existe. El rey no la ve, pero el sastre embaucador le dice que sólo los inteligentes pueden verla. Nadie más. El rey cae en la trampa y afirma que la tela es efectivamente preciosa y todos en el reino, con tal de no quedar como tontos, se asombran ante la tela invisible. Valga este ejemplo para ilustrar lo que el tipo de literatura sólo para intelectuales puede provocar. En el fondo del fenómeno necesariamente está el egoísmo del creador. Y no me refiero a una posible necesidad económica o a un deseo de progreso profesional o de fama, cada una de estas cuestiones serían un mal menor si no tuvieran como fondo una intención depredadora.
Estoy hablando de un tipo de literatura provocada por una actitud insana y emocionalmente negativa, que provoca en los lectores agobio y desesperación. No estoy hablando de una literatura «inmoral», sino de una «inmoralidad» al escribir una literatura excluyente, que deja al ser humano fuera del alcance de sí mismo y que sólo se compromete con el propio beneficio, material o inmaterial, de quien la escribe. El escritor no comprometido produce una literatura que oprime a los lectores.
Si consideramos lo que Elena Garro dijo en Recuerdos del porvenir: «Yo sólo soy memoria», ¿qué pasa con el lector que no se reconoce en la lectura? Con ese ser que buscó en el libro una conexión y que siente que las palabras de ese libro no fueron escritas para él, que nadie lo tomó en cuenta, que, es más, se le desprecia tremendamente y no se le considera capaz de ocupar un sitio dentro de los intelectuales que habitan el Olimpo?
¿Aquel que acudió en busca de un abrazo y encontró todo lo contrario?
Pues se deprime aún más.
Todo el mundo busca mejorar y sentirse bien con lo que hace. No hay forma de sentirse mejor que cuando es amado, apreciado, valorado. Los escritores, al igual que los cineastas, buscan que su literatura sea apreciada, pero como los valores que rigen la crítica son los meramente racionales, escriben de forma que salga a la luz todo su caudal de conocimientos. Por otro lado, la gente busca sentirse bien encontrando una conexión con su memoria, con su origen, y si no encuentra ninguna relación con determinado libro, lo rechaza. A pesar de que desde un inicio al escritor no le interesaron los lectores sino los críticos, al no ser apreciado por el público se siente rechazado y, a su vez, rechaza y trata de devaluar a los escritores que sí son bien recibidos por los lectores. Es un juego interminable de «si me rechazas, te rechazo», del que todos los involucrados salimos perjudicados.
Sobre todo porque nuestra búsqueda se ve frustrada, porque en lugar de obtener bienestar acumulamos tensión y todo nuestro organismo se contrae. Como ya hemos visto, el medicamento correcto para combatir la depresión sería una buena dosis de humor.
La comedia, desde mi punto de vista, es una de las formas de creación más comprometidas. Para hacerla bien se necesita tener un enorme sentido de autenticidad y un gran conocimiento del ser humano. Ya Aristóteles en su Arte Poética, les dio tanto a la comedia como a la tragedia el mismo valor de la verdad y conocimiento. Sólo en algunos momentos de la historia, como nos lo recuerda Umberto Eco en El Nombre de la Rosa, se ha intentado negar a la comedia como generadora de conocimiento y se le ha querido destruir por medio del desprecio y la descalificación. En general, es la estructura de poder la que niega la risa y la considera indigna de ocupar un lugar dentro de las obras «serias», dentro de las creaciones intelectualmente «aceptadas y valiosas». Como el mismo Eco nos hace notar, el poder no se ríe, o sólo lo hace con una mueca falsa, porque la risa es la expresión más auténtica de libertad.
Y si de risa hablamos, cuánto más podríamos decir del llanto. La literatura que excluye, nunca se permitiría acercarse al sentimiento y a la emoción verdaderos. Por eso desprecian la importancia del melodrama.
De un tiempo a esta parte, o tal vez desde su mismo origen, ha existido una fuerte oposición a los mecanismos emocionales que despierta el melodrama. Se les mira con sospecha, con recelo y con desprecio. Se les considera resortes fáciles de una emotividad barata y se reduce su uso y costumbre a escritos faltos de «seriedad» e insuficientemente «intelectuales».
Es necesario que recordemos que el melodrama es uno de los géneros más poderosos en cuanto a su capacidad de influencia y penetración en la sensibilidad de los seres humanos. Es el medio más eficaz para penetrar en nuestro interior y destruir las barreras que el temor racional impone. Es una forma perfecta para acercarnos a nosotros mismos y para preocuparnos por los demás.
En general, los lectores que han salido huyendo de los libros «incomprensibles e incomprensivos» buscarán en el melodrama la posibilidad de contacto con un personaje que les permita identificarse sentimental y emocionalmente. Si la manera «racional» e insensible de experimentar la realidad le impide al hombre identificarse con lo que les ocurre a los otros, los géneros literarios y cinematográficos que recurren a las emociones como base de sus estructuras aportarán la materia prima para poder hacer que la sensibilidad de los espectadores reaccione y se produzca la conexión. En ese sentido, es más fácil que una persona se sienta afligida por los problemas de un personaje ficticio creado en un género melodramático, a que se sienta conmovido por las guerras y las matanzas de la realidad concreta. Tal vez porque siente que las situaciones ficticias al terminar la película tendrán fin y las de la realidad no. En ese sentido es más fácil que un ama de casa llore con una telenovela en donde se aborda el problema de los campesinos a que lo haga por los indios de Chiapas. Ella siente que el problema de Chiapas está fuera de su control, que no puede hacer nada, y como la naturaleza de todos los seres humanos es básicamente compasiva, acude al melodrama para poder ejercerla.
En la interpretación budista, la auténtica compasión se basa en la aceptación o el reconocimiento de que los otros tienen, al igual que uno mismo, el derecho a vencer el sufrimiento. Si analizamos, [6!] la felicidad propia depende de la felicidad de los otros. Y la tristeza de la infelicidad de los demás. Cuando uno se ve empujado a aliviar el dolor de los otros, está actuando de manera compasiva. ¿Cuántas veces al día nos sentimos obligados a aliviar el dolor de nuestros seres queridos, de hacer que se sientan bien, que no pasen hambre ni frío? El verlos felices nos da felicidad. El saberlos sanos nos da paz. A su vez, la persona que recibe nuestras atenciones mejorará inmediatamente su estado emocional. Encontró una muestra de afecto, alguien le demostró amor, alguien se preocupó por él. Ese acto quedará registrado en la memoria como uno de los mejores y más satisfactorios para ambos. Pasará a formar parte de lo que se empieza a mencionar por los científicos como las huellas dactilares cerebrales. O sea, las imágenes y recuerdos que son totalmente personales y que nos pueden caracterizar a los seres humanos de la misma forma que las huellas dactilares.
La vida, finalmente, no es más que un cúmulo de recuerdos, de imágenes, de risas, de lágrimas, a través de los cuales adquirimos conciencia de lo que somos. Y ¿vale la pena vivirla? Definitivamente, sí. A pesar del sufrimiento, a pesar de la tristeza, a pesar del aislamiento en el que podamos a veces caer, pues precisamente en esos momentos es cuando nos preguntamos ¿cuál es el sentido de mi existencia? Y es ahí cuando aflora una sola voz en nuestro interior. Una voz callada, casi inaudible, que no se atreve a expresarse porque el resto del mundo le niega el derecho a afirmarse. Es en esos momentos de soledad, cuando el «ruido» del mundo queda fuera, que podemos escuchar a nuestra alma que nos dice que el único y verdadero valor es el amor. Sólo en la inactividad descubrimos que lo que nos mantiene con vida no es el recuerdo del coche que compramos, ni de los deberes cumplidos, ni del tiempo que pasamos realizando trámites burocráticos, sino la esperanza de hacer todo lo que no hemos hecho: decirle a la gente cercana lo que significa para nosotros, darle un abrazo a un amigo perdido, compartir una tarde de risas con nuestros hijos, mirar una lluvia de estrellas, dar un beso de amor a nuestra pareja, amar, amar, y amar.
Estoy convencida de que el día que tenga que partir de este mundo, los sonidos y las imágenes que me van a acompañar no son las de mis archivos en perfecto orden, ni el ruido del motor de mi coche. Serán la imagen de mi padre con los brazos abiertos para recibirme mientras daba mis primeros pasos, la del nacimiento de mi hija, la de mi madre arropándome, la mirada de mi esposo, los besos, las risas, los abrazos, el amor compartido.