Toda la culpa de la mala noche que estaba pasando, dando vueltas en la cama hasta casi estrangularse con la sábana, no podía ser atribuida en modo alguno a la cena de la víspera, que había sido muy ligera. No, parte de la culpa la tenía probablemente el libro que se había llevado a la cama, el nerviosismo que le habían provocado ciertas páginas insulsas y deslavazadas de aquella novela aclamada por los críticos como una de las cumbres más altas de la literatura mundial de los últimos cincuenta años. El descubrimiento de la cumbre de turno se producía por término medio una vez cada seis meses, y el grito de júbilo solía lanzarlo algún periódico un tanto esnob al que los demás se sumaban de inmediato. Bien mirado, el panorama de la literatura mundial de los últimos cincuenta años se parecía mucho a la cordillera del Himalaya fotografiada desde un satélite. Pero la verdadera culpa, reflexionó, no la tenía el libro. Nada más adormilarse habría podido cerrarlo, arrojarlo al suelo, apagar la luz y santas pascuas. Pero Montalbano estaba mal hecho, tenía un defecto: cuando empezaba a leer algo, cualquier cosa que fuera, un artículo, un ensayo o una novela, era absolutamente incapaz de dejarlo a medias. Tenía que seguir hasta el final.
El timbre del teléfono fue como una liberación. Arrojó el libro contra la pared y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada.
– ¿Diga?
– ¿Oiga?
– ¡Catarè!
– ¡Dottori!
– ¿Qué hay?
– Han disparado.
– ¿Contra quién?
– Contra uno.
– ¿Ha muerto?
– Sí.
La concisión del espléndido diálogo habría sido digna del ínclito poeta Vittorio Alfieri.
– A ese señor «difungo» que se llamaba Gerlando Piccolo le han pegado un tiro en su casa -añadió prosaicamente Catarella.
– Dame la dirección.
– Es un sitio muy difícil de encontrar, dottori. Pásese por aquí. Gallo conoce el camino.
– ¿Has avisado al dottor Augello?
– Lo he intentado, pero no lo he encontrado.
– ¿Y Fazio?
– Ya ha ido al escenario del delito.
– Muy bien, voy para allá.
La oscuridad era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. La casa del «difungo», como decía Catarella, estaba en pleno campo, por lo que Montalbano había podido comprender. Las luces de su coche iluminaron el vehículo de servicio de la comisaría, que estaba aparcado delante de la puerta de entrada, abierta de par en par. Entró, seguido por Gallo, en un espacioso salón que servía a un tiempo de sala de estar y comedor. Todo se veía muy pulcro y ordenado. De una de las tres puertas que daban acceso al salón salió Galluzzo con un vaso de agua en la mano. A su espalda, el comisario entrevió una cocina.
– ¿Adónde vas?
Galluzzo señaló la puerta que tenía delante.
– A la habitación de la sobrina. ¡Pobrecita! Le he dicho que se tumbe en la cama.
– ¿Dónde está Fazio? -Galluzzo indicó por señas la escalera que conducía al piso de arriba-. Tú quédate aquí -le dijo Montalbano a Gallo.
– ¿Y qué hago?
– Repasa las tablas de multiplicar.
El dormitorio en el que se había producido el homicidio presentaba un desorden propio de un lugar recién sacudido por un terremoto. Cajones abiertos, ropa de cama y prendas de vestir tiradas por el suelo, puertas de armario abiertas… Llamaban la atención dos cuadritos, otrora colgados en las paredes y ahora arrancados y rotos a pisotones, y los restos de una pequeña imagen de la Virgen arrojada violentamente contra la pared. ¿Qué tenía que ver aquel vandalismo con un robo? El difunto Gerlando Piccolo, un sexagenario rechoncho y temperamental, yacía en la cama de matrimonio con la parte superior del cuerpo apoyada en la cabecera y una enorme mancha roja a la altura del corazón. Estaba claro que había tenido tiempo de incorporarse un poco antes de que el asesino lo obligara a tumbarse definitivamente. No tenía los ojos abiertos de par en par, sino algo más de lo normal, en una expresión de estupor. Pero semejante hecho no tenía por qué ser objeto de conjeturas, pues cuando uno ve que le ha llegado la hora de la muerte, o se sorprende o se asusta, no hay vuelta de hoja. Por último, a pesar de que en la habitación hacía un frío que pelaba, el hombre no llevaba ni camiseta, ni pijama, ni nada de nada. Fazio, que se encontraba de pie al lado de la cama con pinta de viajante de comercio que muestra la mercancía, interceptó la mirada de su jefe.
– Está completamente desnudo, no lleva ni siquiera los calzoncillos.
– ¿Cómo lo sabes?
– He metido la mano por debajo de la sábana. ¿Qué hago? ¿Llamo a la Científica y aviso a la Fiscalía?
– Espera.
Había algo que no cuadraba. Montalbano se agachó para mirar debajo de la cama por la parte donde estaba tumbado el muerto y observó que la camiseta y los calzoncillos estaban allí. Mientras se incorporaba, se detuvo en seco, como si el lumbago lo hubiera sorprendido a traición. En el suelo, entre la mesilla y los pies de la cama, había un revólver.
– Fazio ¿lo has visto?
– Sí, señor.
– Debe de haberlo dejado el asesino.
– No, señor dottore. Estaba en el cajón de la mesilla. Fue la sobrina la que lo sacó y disparó contra él. Ella misma me lo ha dicho.
– ¿Contra quién disparó?
– Contra el asesino.
– No entiendo un carajo. Quizá sea mejor que vaya a hablar con esa sobrina.
– Quizá sea mejor -dijo enigmáticamente Fazio.
La sobrina era una muchacha de dieciocho años, piel morena, grandes ojos negros enrojecidos por el llanto y una tupida masa de cabello muy rizado. Estaba extremadamente delgada y, en su manera de mirar al comisario y de levantarse de un salto de la cama sobre la que estaba sentada, no tumbada, reveló cierto carácter salvaje y animal. Iba envuelta en una especie de bata y temblaba más a causa del frío que de la impresión.
– Prepárale algo caliente -le dijo el comisario a Galluzzo.
– En la cocina hay un poco de manzanilla -repuso la joven.
– A mí hazme un café -ordenó Montalbano.
– Con nata, supongo… -comentó Galluzzo con sorna mientras salía.
– Tenemos que hablar. Pero usted no puede estar así. Mire, me voy allá cinco minutos y entre tanto usted se viste. ¿Le parece bien?
– Gracias.
– ¿Cómo se llama?
– Grazia Giangrasso, soy hija de una hermana del tío Gerlando.
Montalbano regresó al salón. Gallo estaba arrellanado en un sillón.
– ¿Cuánto es siete por siete? -le preguntó al comisario.
– Cuarenta y nueve -contestó automáticamente Montalbano-. ¿Por qué quieres saberlo?
– ¿No me ha dicho que repasara las tablas de multiplicar?
¡Qué graciosos estaban sus hombres aquella mañana! Volvió a subir al piso de arriba. En el dormitorio, Fazio había cambiado de sitio. Ahora miraba a su alrededor con la espalda apoyada en la ventana cerrada.
– ¿Has encontrado algo?
– Hay cosas que no encajan.
– ¿Por ejemplo?
– Gerlando Piccolo era viudo desde hace dos años.
– ¿Ah, sí? No lo sabía.
– Entonces yo me pregunto…
– … ¿quién dormía a su lado en la cama cuando entró el asesino?
Fazio lo miró, estupefacto.
– ¿Usted también se ha dado cuenta de que los dos lados de la cama han sido utilizados? Fíjese en la almohada y en la posición de la sábana y de la colcha al otro lado…
– Perdona, Fazio, pero si incluso tú te has dado cuenta de ese detalle ¿cómo no iba a darme cuenta yo? Sigue observando y después me lo explicas.
Fazio lo miró enfurruñado y ofendido.
– ¿Llamo a la Científica? -preguntó en tono pausado.
– Mira tu reloj. Dentro de diez minutos la llamas sin necesidad de que yo te lo diga.
La habitación contigua a la del muerto era otro dormitorio, pero en desuso. Sobre la cama sólo había un colchón. Los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo. También había una puerta cerrada con llave. Montalbano trató de abrirla empujándola con el hombro, pero se resistió. Al lado de la puerta cerrada había un cuarto de baño bastante ordenado. Otra puerta daba acceso a un pequeño trastero. Finalmente regresó a la planta baja.
– El café ya está listo -dijo Galluzzo desde la cocina.
Antes de dirigirse hacia allí, el comisario llamó con los nudillos a la puerta de Grazia, pero no obtuvo respuesta.
– Ha ido al lavabo -explicó Gallo, todavía arrellanado en el sillón.
Montalbano entró en la cocina, y mientras se tomaba el café, apareció la muchacha. Se había lavado y vestido, y su rostro había recuperado parcialmente el color. Galluzzo le ofreció una taza de manzanilla que la joven comenzó a beber de pie.
– Ya puedes sentarte -le dijo Montalbano, pasando a tratarla de tú.
La muchacha se sentó en el borde de la silla, lista para levantarse de un salto y escapar. Parecía realmente un animal acosado. Bajo la blusa, cubierta por un mantoncito de color rojo, y la holgada falda, prendas ambas de ínfima calidad, se adivinaban los músculos en tensión. Fue entonces cuando Galluzzo hizo un gesto inesperado.
– Bueno, bueno. Calma -dijo, acariciando la cabeza de la muchacha como si ésta fuera un animal al que hubiera que tranquilizar y amansar.
Entonces Grazia reaccionó precisamente como un animal, respirando hondo.
– Antes que nada, quiero saber qué hay en esa habitación cerrada del piso de arriba.
– Eso es…, era el despacho del tío Gerlando.
– ¿El despacho?
– Bueno, donde recibía las visitas.
– ¿Qué visitas?
– Las que venían a verlo.
– ¿Y para qué venían a verlo?
– Para que les prestara dinero.
¡Un usurero! ¡Menuda noticia! Aquello significaba un centenar de posibles asesinos entre los clientes de Piccolo.
– ¿Recibía a mucha gente?
– No lo sé, no pasaban por aquí.
– ¿Por dónde, entonces?
– En la parte trasera de la casa hay una escalera exterior que sube a la habitación.
– ¿La llave?
– Mi tío la tenía siempre en el bolsillo.
La ropa de la víctima se encontraba sobre una silla del dormitorio.
– Galluzzo, sube al piso de arriba, busca la llave, echa un vistazo con Fazio a ese despacho y después déjalo todo tal como estaba.
Cuando el agente salió, la muchacha miró al comisario.
– ¿Dónde quiere que nos pongamos?
– ¿Para hablar, quieres decir? ¡Aquí está bien! -contestó Montalbano abarcando la cocina con un gesto circular.
– Yo siempre estoy aquí -dijo la joven.
El comisario notó que la voz de la muchacha sonaba más segura; debía de estar más tranquila porque el interrogatorio estaba teniendo lugar en su ambiente habitual. Se llenó otra taza de café y se sentó.
– ¿Desde cuándo vives con tu tío en esta casa?
Estaba dando rodeos de manera deliberada porque quería llegar al momento de la descripción del asesinato cuando la muchacha se encontrara en condiciones de hablar de ello sin que estallara en una crisis de histeria.
Así averiguó que Grazia era hija única de la hermana de Gerlando Piccolo, casada con un modesto comerciante de cereales llamado Calogero Giangrasso. A los cinco años, Grazia se había quedado huérfana a causa de un accidente de automóvil. Ella también viajaba en aquel coche que había colisionado con un camión, y de hecho se había abierto la cabeza, pero en el hospital se la habían cerrado muy bien. Entonces su tío Gerlando y su mujer Titina, que no tenían hijos, la acogieron en su casa.
– ¿Te querían?
– Necesitaban una criada.
Lo dijo con la mayor naturalidad, sin el menor tono de rencor o desprecio. Era una simple constatación.
– ¿Te enviaron al colegio?
– No. En casa siempre me necesitaban. No sé leer ni escribir.
– ¿Tienes novio?
– ¡¿Yo?!
– Bueno, bueno, sigamos. -Más tarde, cuando la muchacha cumplió quince años, murió su tía Titina-. ¿De qué murió?
– El médico dijo que del corazón. Padecía del corazón.
A partir de entonces, las cosas habían ido a mejor.
– ¿La tía te trataba mal?
– Sí. Y era muy quisquillosa.
El tío la trataba con educación y puede que incluso le tuviera cierto cariño. No le exigía que fregara y refregara las ollas cinco veces seguidas como mínimo. Y de vez en cuando le daba dinero para que se fuera al pueblo y se comprara alguna cosa que le gustara.
– Y ahora dime qué ha ocurrido. ¿Te sientes con ánimo?
– Sí.
Cuando la muchacha estaba a punto de empezar a hablar, en la puerta apareció Galluzzo.
– Dottore, hemos abierto la habitación. ¿Quiere ir a echar un vistazo? Ya me quedo yo aquí.
Como había dicho Grazia, la habitación estaba amueblada como un despacho. Había un escritorio, dos sillones, unas sillas y un archivador. En la pared que estaba detrás del escritorio se veía una caja de seguridad empotrada de aspecto muy sólido.
– ¿Está cerrada? -le preguntó Montalbano a Fazio.
– A cal y canto.
El comisario abrió la cristalera protegida por una barra de hierro que daba acceso a la escalera exterior a la que se había referido Grazia. Los clientes podían ser recibidos sin necesidad de pasar por la puerta principal de la casa.
– Hagamos una cosa. Abre el archivador, seguramente encontrarás los nombres de los clientes del tío Giurlanno.
– Galluzzo me ha dicho que prestaba dinero.
– Copia cuatro o cinco nombres, no más. Después déjalo todo tal como estaba, que parezca que aquí dentro no ha entrado nadie.
– ¿Cree que de este homicidio se encargará la brigada móvil?
– Por supuesto. ¿Lo dudas? Por cierto, ¿a quién has avisado?
– A todos. Tardarán por lo menos media hora en llegar.
En la cocina, Galluzzo y Grazia hablaban en voz baja. Interrumpieron la conversación cuando vieron aparecer al comisario.
– ¿Puedo quedarme? -preguntó Galluzzo.
– Pues claro. Sigamos.
Como todas las noches, 'u zu Giurlanno apagaba el televisor a las diez en punto, incluso en el momento más trágico de una telenovela, y subía al piso de arriba para acostarse. Eso era también una señal inequívoca para Grazia, la cual fregaba en la cocina la vajilla que habían utilizado para la cena, se desnudaba en el cuarto de baño de abajo y se iba a dormir a su habitación.
– Un momento -dijo el comisario-. ¿Quién había cerrado la puerta principal?
– Mi tío cuando vino a cenar. Lo hacía siempre. Cerraba con las llaves y las colgaba de un clavo al lado de la puerta.
Montalbano miró a Galluzzo.
– Las llaves están allí. Y no hay ninguna señal de que hayan forzado la cerradura. Debió de usar un duplicado.
– ¿Por qué utilizas el singular? Puede que el que ha disparado no estuviera solo.
– No, señor -dijo Galluzzo.
– Estaba solo -confirmó la muchacha.
Grazia señaló que se había dormido enseguida. Después se había despertado a causa de una detonación. Aguzó el oído, pero, al no oír ningún otro ruido, dedujo que la detonación procedía del exterior, de la campiña circundante. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó unos ruidos muy fuertes procedentes del dormitorio de su tío. Pensó inmediatamente que éste se encontraba mal, como ya le había ocurrido otras veces.
– Explícate mejor.
A su tío le gustaba mucho comer. En cierta ocasión se había zampado tres cuartos de cabrito, y por la noche, cuando se levantó para tomar un poco de bicarbonato, se desplomó a causa de un intenso mareo.
– ¿Y qué hiciste tú después de oír la detonación?
Se había levantado, se había puesto la bata a toda prisa y había subido corriendo descalza al piso de arriba. La luz del dormitorio estaba encendida. Lo primero que vio fue a su tío medio incorporado en la cama con la espalda apoyada en la cabecera. Se acercó a él y lo llamó, pero no contestó. Sólo entonces reparó en la sangre de la boca y en la mancha sobre el pecho. Grazia volvió repentinamente la cabeza y vio la figura de un hombre que salía por la puerta. Entonces recordó de repente que su tío guardaba un revólver en el cajón de la mesilla, lo cogió, siguió al hombre y disparó contra él desde lo alto de la escalera justo en el momento en que éste alcanzaba la puerta principal para emprender la huida. Intentó seguirlo, pero no se veía nada, todo estaba demasiado oscuro, sólo oyó el ruido de un ciclomotor. Subió de nuevo al dormitorio, consciente de que no podía hacer nada por su tío, dejó caer el revólver al suelo y regresó al salón para llamar a la policía.
Ahora Grazia estaba temblando de nuevo y oscilaba como un árbol agitado por ráfagas de viento. Galluzzo volvió a acariciarle el cabello.
– Todo coincide -dijo-. Incluso la mancha de sangre.
– ¿Qué mancha de sangre?
– La que hay en la explanada de delante de la casa, la he visto con la linterna. Ahora que ya es de día usted también podrá verla. Pertenece sin duda al asesino. La muchacha le ha dado de lleno en la espalda.
Fue entonces cuando Grazia soltó un grito animal con la cabeza echada enteramente hacia atrás y se desmayó.
Dos días antes, Bonetti-Alderighi le había repetido la lección.
– Se lo ruego, Montalbano, recuerde que usted sólo se encarga provisionalmente del caso, nada más.
– No le he entendido bien, señor jefe superior.
– ¡Por Dios bendito! ¡Ya se lo he dicho por lo menos tres veces! Si lo llaman al escenario del crimen, usted deberá limitarse a asumir su responsabilidad, esperar la llegada de los encargados de las investigaciones y procurar que nadie se mueva.
– ¿Es eso lo que tengo que decir?
– ¿Cómo?
– ¡Policía! ¡Que nadie se mueva!
Bonetti-Alderighi lo miró con recelo. El comisario permanecía de pie enfrente del escritorio con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante y un rostro que sólo expresaba un humilde deseo de saber.
– ¡Haga lo que considere oportuno!
Ahora los «encargados de las investigaciones» estaban a punto de llegar y a él no le apetecía verlos. Entró en la habitación de Grazia. La chica se había recuperado un poco, aunque seguía tumbada en la cama con la ropa puesta.
Galluzzo estaba sentado en una silla.
– Me voy -dijo Montalbano.
La muchacha se incorporó de golpe.
– Pero ¿cómo? ¿Ya ha terminado todo?
– No, todavía no ha empezado. Galluzzo, ven conmigo.
Desde el salón, el comisario llamó a Fazio. Gallo dormía profundamente hundido en el sillón, y, al pasar, el comisario le propinó un puntapié en la pantorrilla.
– ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado?
– Nada, Gallo. Ve a poner en marcha el coche, que nos vamos.
– ¿Quiere algo? -preguntó Fazio desde lo alto de la escalera.
– Sólo avisarte de que me voy. Tú espera aquí a los demás. -Mientras se encaminaba hacia la puerta, tomó del brazo a Galluzzo-. ¿Quieres explicarme por qué te interesa tanto la sobrina?
Galluzzo se ruborizó.
– Me da pena. Es una muchacha sola y desconsolada.
Fuera ya se había hecho de día.
– Enséñame dónde has visto la mancha de sangre.
Galluzzo miró al suelo y pareció sorprenderse. Después esbozó una sonrisa.
– Está justo debajo de su coche.
Le indicaron por señas a Gallo que diera marcha atrás. Éste obedeció y la mancha de sangre quedó al descubierto, afortunadamente respetada por las ruedas. Montalbano se agachó para examinarla y la rozó con el dedo índice. Era sangre, no cabía la menor duda.
– Ponle algo para protegerla; de lo contrario, cuando lleguen los coches de esos cabrones de Montelusa la dejarán reducida a polvo. Tú quédate aquí con…, con Fazio. Hasta luego.
– Gracias -dijo Galluzzo.
Cuando llegaron a la comisaría le dijo a Gallo que bajara del coche, se sentó al volante y prosiguió camino hacia Marinella. Mientras se afeitaba, recordó la cuestión de la cama del muerto. Si ambas plazas habían sido utilizadas, significaba que alguien estaba acostado al lado de Gerlando Piccolo antes del asesinato o en el transcurso del mismo. Por consiguiente, aparte de la sobrina Grazia, que había entrado en la estancia cuando ya todo estaba hecho, tenía que haber un testigo directo del homicidio. Había olvidado preguntarle a la sobrina qué sabía de los encuentros nocturnos de su tío Gerlando. Un error gravísimo que jamás habría cometido si no hubiera sabido que tenía que pasarle el testigo a los verdaderos «encargados de las investigaciones». Que se jodieran.
Fazio, con expresión enfurecida, recordó que era la hora de comer.
– ¿Y Galluzzo, dónde está?
– Como lo han sellado todo y la sobrina no sabe adónde ir, Galluzzo ha telefoneado a su mujer para preguntarle si podía llevar a la muchacha a su casa, y ésta le ha dicho que sí. Después ha ido a llamar a un médico porque la pobre chica, después del interrogatorio al que la han sometido el fiscal Tommaseo y el dottor Gribaudo, estaba totalmente aturdida. Volverán a interrogarla mañana por la mañana.
– ¿Se la llevan a Montelusa?
Fazio pareció turbarse.
– No, señor, aquí. El dottor Gribaudo me ha dicho que si le podemos preparar un dormitorio.
– Pues prepáraselo.
– ¿Cuál? Si ni siquiera tenemos sitio para…
– ¡Alto ahí! ¿Has olvidado el proverbio? «En la casa cabe lo que quiere el amo.» Prepárale el cuartito que hay al lado del lavabo.
– Pero ¡si es un trastero! ¡Está lleno de papeles colocados de cualquier manera!
– Pues hazle un poco de sitio, ¿de acuerdo? Por cierto, tengo una curiosidad. ¿Le han preguntado a Grazia cómo explica ella que el otro lado de la cama haya sido utilizado?
Fazio se echó a reír.
– Ay, dottore, ya sabe cómo es el fiscal Tommaseo… Según él, y le repito sus palabras textuales, se trata del «clásico delito tramado en los turbios ambientes homosexuales». En otras palabras: Gerlando Piccolo se llevó a un tío a casa, muy probablemente un extracomunitario, y el hombre, después de la relación, le pegó un tiro para robarle.
– ¿Gribaudo opina lo mismo?
– El dottor Gribaudo dice que no tiene importancia que la persona que estaba acostada a su lado fuera hombre o mujer, extracomunitario o no; lo importante, según él, es que se trataba seguramente de un cómplice. Una persona que, después de la relación, dejó la puerta abierta al ladrón homicida.
– ¿Y Grazia?
– Dice que a veces, cuando hacía la cama, notaba que su tío había tenido compañía. Y, además, los ruidos nocturnos procedentes de la habitación de él no dejaban espacio para la duda. Como tampoco cabía la menor duda de que se trataba de mujeres y no de hombres. Dice que su tío jamás habría franqueado la entrada a nadie a través de la puerta principal. Las mujeres que se reunían con él subían por la escalera exterior. Él les abría la cristalera y listo. Cuando terminaban, se iban por el mismo camino. Y el tío volvía a colocar la barra de hierro.
– Tal como nosotros la hemos encontrado.
– Exacto. Pero Grazia también ha dicho otra cosa.
– ¿Qué?
– Que el hecho de que los dos lados de la cama hubieran sido utilizados no significa necesariamente que su tío hubiera tenido compañía. Se ve que comía como un cerdo y no había noche que no tuviera molestias, náuseas y ardores de estómago. Daba muchas vueltas en la cama y con frecuencia se pasaba de un lado al otro.
– Lo mismo que yo esta noche -dijo el comisario.
– ¿Por culpa de la comida?
– Por culpa de la lectura.
– Por si acaso -prosiguió Fazio-, Tommaseo y Gribaudo han pedido al dottor Arquà que la Científica examine cuidadosamente el otro lado de la cama.
– ¿Y Arquà qué ha dicho?
– Se ha cabreado. Ha contestado que no hacía falta que se lo pidieran. En cualquier caso, ellos lo tienen muy claro: intento de robo, con resultado de homicidio.
Ambos se miraron sonriendo. Se habían comprendido. El planteamiento era como un colador, con agujeros por todas partes.
Cuando regresó a la comisaría, después de almorzar en la trattoria San Calogero y dar su habitual paseo de meditación y digestión hasta la punta del muelle, Montalbano tuvo ocasión de hablar por teléfono con Galluzzo.
– ¿Cómo está Grazia?
– Durmiendo. El doctor le ha puesto una inyección. Dice que cuando despierte se encontrará bien. Incluso a mi mujer le da pena.
– ¿A qué hora la ha citado Gribaudo?
– A las nueve de la mañana, aquí, en nuestra casa.
– Pero ¿es que esa joven no tiene a nadie…, un familiar, una amiga?
– A nadie, dottore. Por lo que he podido entender de lo que me ha dicho, poco faltó para que los Piccolo la encadenaran. Sólo después de que su tía muriese disfrutó de un poco de libertad, por llamarlo de alguna manera. El tío le permitía ir a la ciudad una vez a la semana y podía ausentarse de la casa un par de horas como máximo.
– ¿Qué piensa hacer después?
– Cualquiera sabe. Cuando el doctor Gribaudo le dijo que tendría que irse a vivir unos días a otro sitio, se puso como una loca. No quería moverse de allí. Me ha costado Dios y ayuda convencerla de que viniera a mi casa.
– Oye, por curiosidad, ¿le has preguntado algo sobre el revólver?
– No entiendo, dottore.
– Mira, Galluzzo, una muchacha que… Por cierto, ¿cuántos años tiene exactamente?
– Dieciocho recién cumplidos.
– Aparenta menos. Estaba diciendo… ¿A ti no te parece raro que una chica, recién despertada de su sueño y en presencia de un desconocido que acaba de matar a su tío, tenga el valor y la sangre fría de abrir un cajón, coger un revólver y disparar?
– Un poco raro sí es.
– ¿Entonces?
– Dottore, yo le he hecho exactamente la misma pregunta, y ella me ha contestado que, en primer lugar, no le da miedo nada ni nadie. Y, en segundo, que había sido precisamente 'u zu Giurlanno quien le había enseñado a disparar. Y de vez en cuando la obligaba a practicar.
– Es evidente que Piccolo, que era una sanguijuela, un «corbatero» como dicen en Roma, es decir, un usurero, temía que alguna de sus víctimas quisiera vengarse. Y se curaba en salud. La sobrina podía contribuir a defenderlo.
– Y el revólver no era la única arma que había en la casa.
– Ah, ¿no?
– No. ¿Recuerda el sillón donde estaba sentado Gallo? Detrás del respaldo había una escopeta de caza, y en el cajón del despacho guardaba una Beretta. A petición de Gribaudo, Grazia ha demostrado que sabía manejar la pistola y ha disparado dando con precisión en el blanco.
A las seis de la tarde la situación cambió de golpe.
– ¿Dottori? Está el dottori Latte, con ese al final, que quiere hablar en persona personalmente con usted. ¿Qué hago?
El dottor Lattes era el jefe del gabinete del jefe superior, y lo apodaban «Lattes y mieles» por su carácter empalagoso y rastrero y por su capacidad de mirarte con una afectuosa sonrisa en los labios mientras te pegaba una puñalada trapera.
– ¡Mi queridísimo amigo! ¿Qué tal va todo, mi queridísimo amigo? ¡Nuestro querido Montalbano! ¿Todos bien en la familia?
– Sí, gracias.
– Quería decirle, de parte del señor jefe superior, que del homicidio de ese tal Piccolo tendrá que encargarse usted. Por otra parte, así, a primera vista, parece que se trata de un caso bastante trivial.
Según el punto de vista. Puede que Gerlando Piccolo, el asesinado, por ejemplo, no lo hubiera calificado de la misma manera.
– Trivialísimo, dottore. Un trivial robo que se ha convertido en un trivial homicidio.
– ¡Bravo! Eso es justamente lo que yo quería decir.
– Disculpe el atrevimiento…
Se felicitó a sí mismo, pues era el tono adecuado para tirar de la lengua a Lattes.
– Atrévase, mi queridísimo amigo.
– ¿Por qué el doctor Gribaudo no puede encargarse ya del caso?
La voz de Lattes se convirtió en un susurro circunspecto.
– El señor jefe superior no quiere que ni él ni su ayudante, el dottor Foti, se aparten ni un segundo.
– Disculpe mi audacia. Pero que se aparten ¿de qué?
– Del caso Laguardia -contestó con un suspiro el dottor Lattes, y colgó el aparato.
Alessia Laguardia, una bella y reservada treintañera, ejercía en Montelusa a niveles muy altos tanto a domicilio como en su pequeño chalet de las afueras, ilegalmente construido al amparo de un templo griego y con vistas al «gran mar africano», como lo llamaba Pirandello, que era de por allí. Y justamente en aquel chalecito suyo, Alessia había sido encontrada una semana atrás con sesenta navajazos en el cuerpo. Hasta ahí puede que se tratara efectivamente de un homicidio trivial, utilizando el lenguaje del dottor Lattes. Pero el caso era que la policía había encontrado una agenda, infructuosamente buscada por el asesino, en la cual figuraban, en perfecto orden, según se decía, los secretísimos números de teléfono de algunos de los más importantes nombres masculinos de Montelusa y provincia: políticos, empresarios, profesores, magistrados y, al parecer, incluso el de un monseñor con fama de santo. Un asunto en el que uno podía jugarse el pellejo como no se anduviera con cuidado. Y estaba claro que el señor jefe superior quería conservar el suyo intacto.
– ¡Fazio! ¡Galluzzo!
Ambos acudieron a toda prisa al despacho.
– Me ha llamado Lattes. Nosotros nos encargaremos del asesinato de Gerlando Piccolo.
Fazio hizo un gesto de complacencia y Galluzzo lanzó un suspiro y dijo:
– ¡Menos mal!
– ¿Por qué?
– Porque el jefe de la Brigada Móvil ha empezado con mal pie con Grazia. Y a la pobrecilla sólo le faltaba que la acosara un perro rabioso como Gribaudo -respondió Galluzzo.
– Haced el favor de escucharme… ¡Me cago en la puta! -Al oír el repentino y violento reniego, Fazio y Galluzzo se sobresaltaron-. ¿Se puede saber dónde coño se ha metido Mimì? ¡No ha aparecido por aquí en todo el día! ¿Tenéis noticias de él?
– No -contestaron ambos al unísono.
– ¡Catarella!
Catarella acudió con la rapidez de un rayo, trazó mal la curva para entrar por la puerta y poco faltó para que se rompiera la nariz contra la jamba. Estaba aterrorizado.
– ¡Virgen santísima, qué susto me he pegado!
– ¿Sabes algo de Augello?
– ¿En persona personalmente? No, señor.
El comisario marcó el número particular de Mimì. Después de unos cuantos tonos, contestó Beba, su novia, la cual reconoció la voz de Montalbano.
– ¿Eres tú, Salvo? Gracias, está mejor. Ya ha venido el médico.
– Pero ¿qué tiene?
– Ha sufrido un cólico renal. Se lo he dicho esta mañana a Catarella.
– Si puedo, me pasaré un momento a verlo.
El comisario colgó y miró a Catarella.
– ¿Por qué no me has dicho que te había llamado la señorita Beba para avisar de que Mimì estaba enfermo?
Catarella pareció afligirse y sorprenderse sinceramente.
– ¿Está enfermo? A mí la señorita me dijo no sé qué de un orinal y yo no entendí ni torta.
– No se refería a ningún orinal, sino a un cólico renal. Pero, de todos modos, ¿por qué no me lo has dicho ahora que te lo he preguntado?
– Porque usía me ha preguntado si el dottor Augello había hablado conmigo en persona personalmente. Y la que habló conmigo por teléfono fue su novia.
Montalbano se sostuvo la cabeza con las manos. A Catarella casi se le saltaron las lágrimas de los ojos.
– ¡Se lo juro, dottori! ¡No me dijo nada de una enfermedad, me habló de un orinal!
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó el comisario-. Vuelve a tu sitio, anda.
– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Fazio.
– ¿Has copiado los nombres que te dije del despacho de Piccolo?
– Sí, señor dottore.
– ¿Cuántos son?
– Cinco. Los tengo allí. ¿Voy a por el papel?
– No hace falta. Procura hablar con alguno de ellos. Trata de averiguar qué interés cobraba Piccolo, qué clase de persona era, cómo actuaba cuando alguien no le pagaba… Dime algo mañana por la mañana.
– ¿Y yo? -preguntó Galluzzo.
– Mira, de momento no vamos a someter a Grazia al interrogatorio que Gribaudo tenía previsto. Cuando necesite que ella me aclare algo, te lo diré. Entre tanto, procura ganarte la confianza de la chica. Es posible que, hablando tranquilamente con un amigo, se acuerde de algún detalle importante. Nos vemos mañana. Ahora voy un momento a ver cómo está Augello.
Una vez solo, comprendió que no le apetecía hacer aquella visita. Mimì era capaz de quejarse como un moribundo por una simple uña encarnada, ¡no digamos nada por un cólico! Y él, cuando Augello se ponía en aquel plan, no lo aguantaba. Volvió a marcar el número. Se puso Beba.
– Mimì está descansando.
– No lo molestes. Llamo para decirte que no podré ir a verlo. Dile que se mejore. Lo necesito. Nos han encargado la investigación de un homicidio.
– ¿El del usurero?
– Sí. ¿Cómo lo sabes?
– Han dado la noticia en una cadena de televisión local.
Al salir de la comisaria, sintió el repentino e irreprimible deseo de comerse un plato de pasta aliñada con pesto a la trapanesa, plato que, por inescrutables razones, Adelina se negaba a prepararle. Cuando llegó al supermercado, la persiana metálica estaba medio bajada. Se agachó, entró y se topó con el encargado, el señor Aguglia.
– ¡Comisario! ¿Necesita algo?
– Querría un bote de pesto a la trapanesa.
– Espere aquí, voy por él.
Tres cuartas partes de las luces del supermercado estaban apagadas y en las cajas ya no había nadie. Un momento después el encargado regresó con el bote.
– Aquí tiene. Ya me lo pagará la próxima vez. Hoy he tenido un día fatal, me he pasado todo el tiempo contestando por teléfono a las protestas de los clientes.
– ¿Por qué?
– Porque Dindò no ha venido a trabajar y me ha resultado imposible entregar los pedidos.
Dindò era un muchacho de veinte años, larguirucho, con el cerebro de un niño de diez, que siempre andaba por ahí haciendo el reparto del supermercado para las casas de Vigàta y sus alrededores.
– Pero ¡mañana me va a oír!
Una vez en Marinella, coció la pasta, la escurrió, la puso en el plato y le echó encima todo el contenido del bote («para cuatro raciones», decía en la etiqueta). Luego se sentó a la mesa de la cocina y se la zampó. Encontró en el frigorífico unos salmonetes con salsa de tomate preparados por Adelina, los calentó y se deleitó con ellos. Después de comer, lavó cuidadosamente los platos para que no quedara ni rastro del pesto a la trapanesa, pues si Adelina lo descubría al día siguiente, seguramente le armaría un escándalo. Tuvo incluso la precaución de esconder el bote vacío en el fondo de la bolsa de la basura. Después se sentó delante del televisor, satisfecho, como un asesino después de hacer desaparecer las huellas del crimen. El primer reportaje del telediario de Televigàta estaba dedicado, naturalmente, al homicidio de Gerlando Piccolo. Después de mostrar una serie de imágenes del exterior de la casa, el periodista, que era cuñado de Galluzzo, dijo que había conseguido obtener un vídeo de Grazia, la valiente sobrina de la víctima, grabado por un aficionado. Añadió con orgullo que se trataba de una exclusiva, pues no se disponía de ninguna otra imagen de la chica. Montalbano se sorprendió. ¿De dónde había sacado aquel vídeo? No tenía sonido, sólo se veía a la muchacha trabajando en una cocina que no era la de la casa de Piccolo. Grazia lucía un vestido elegante e iba muy bien maquillada. Pero se movía como siempre, parecía una gata nerviosa por la presencia de algún elemento extraño potencialmente peligroso. Después la cámara mostró un primer plano del rostro y el comisario se fijó en lo guapa que era, secreta y arriesgadamente guapa. Por un instante, la cámara dio la impresión de poder revelar algo misterioso e inapreciable a simple vista. Tenía los mismos rasgos de ciertas heroínas de las películas americanas del Oeste, parecía una hembra capaz de defenderse a balazos. Alguien desde fuera del encuadre debió de decirle que sonriera y ella lo intentó, pero le salió un estiramiento de los labios sobre unos dientes muy blancos, pequeños y afilados. Una tigresa resollando amenazadoramente. Después pasaron a otra noticia y el comisario cambió de canal. Pero si alguien le hubiera preguntado qué estaban contemplando sus ojos, no habría sabido qué contestar, pues su cabeza estaba demasiado concentrada en otra pregunta: ¿cómo se las habían arreglado los de Televigàta para conseguir aquel material? Habría podido resolver el problema llamando directamente al cuñado de Galluzzo, pero no quería darle aquella satisfacción. De pronto, se le ocurrió con toda claridad la única respuesta posible. Y la respuesta lo puso tremendamente nervioso.
Antes de irse a dormir, llamó por teléfono a Livia y le contó su jornada. Le comentó lo extraño que le había resultado ver en la pantalla la cara de Grazia, muy distinta de como él la había visto por la mañana.
– Bueno -dijo Livia-, si el vídeo se hizo antes del homicidio, es natural que la muchacha tuviera una expresión más tranquila y serena.
– Eso no tiene nada que ver -dijo Montalbano-. Era, ¿cómo lo diría?, de una inesperada y curiosa belleza.
– Quieres decir que es muy fotogénica.
– No se trata de fotogenia.
– Pues entonces ¿de qué se trata?
– Es como si la cámara tuviera rayos X, no sé cómo decirlo, porque ni yo mismo lo sé. Ha sido como si…
– ¿Vamos a hablar mucho de este asunto?
– Verás, es que… hablar de ello me ayuda a aclarar las ideas.
– ¿Me permites una pregunta?
– Claro.
– ¿Tú sólo puedes ver la belleza de una mujer en una fotografía?
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Ya lo creo que tiene que ver. Porque, si es así, me grabo un vídeo y te envío la cinta.
– ¿Es que siempre tienes que llevarlo todo al terreno personal?
Y así empezó la discusión.
No sabía por qué, pero nada más abrir los ojos a un día que, a juzgar por lo que se veía a través de la ventana abierta, se presentaba nublado y ventoso, recordaba un pareado que su padre solía repetir nada más levantarse: «Empecemos con renovada promesa de fe esta solemne tomadura por el rulé.» La solemne tomadura por culo a que se refería su padre era la vida propiamente dicha, la vida cotidiana. Su padre, que era un hombre muy serio, cumplía a diario esa renovada promesa de fe. Pero él, aquella mañana, mientras se levantaba para ducharse y se pasaba una mano por la conciencia, no se sentía con ánimo para hacer ninguna renovada promesa de fe ni a sí mismo ni al mundo entero. Sólo le apetecía regresar bajo las mantas, taparse bien, recuperar el olor y el calor de las sábanas todavía calientes, cerrar los ojos y presentar su dimisión oficial de todo por haber alcanzado el límite máximo del cansancio, el aburrimiento y la resistencia.
En el cuarto de baño se miró al espejo y, de repente, se cayó mal. ¿Cómo se las arreglaban los demás para aguantarlo y algunos incluso para quererlo? Él no se quería, eso estaba claro. Un día había pensado en sí mismo con despiadada lucidez.
– Soy como una fotografía -le había dicho a Livia.
Livia lo había mirado, sorprendida.
– No te entiendo.
– Verás, yo existo porque hay un negativo.
– Sigo sin entenderte.
– Me explicaré mejor: yo existo porque hay un negativo de crímenes, de asesinos y de actos de violencia. Si no existiera ese negativo, mi positivo, es decir, yo, no podría existir.
Curiosamente, Livia se había echado a reír.
– No me engañas, Salvo. Cuando se revela, el negativo de un asesino no representa a un policía, sino al propio asesino.
– Era una metáfora.
– Equivocada.
Sí, la metáfora era equivocada, pero algo había de verdad.
En cuanto llegó a su despacho llamó a Galluzzo.
– Me congratulo.
– ¿De qué?
– De tu interesada caridad. Me tocaste los cojones con la pena que te daba Grazia, te la llevaste a casa porque la pobre chica no tenía adónde ir, y todo para que tu cuñado se hiciera con la exclusiva.
– Dottore, no es lo que usted piensa.
– ¿Vas a decirme que aquella no era tu cocina?
– No.
– ¿Que la ropa que llevaba Grazia no era de tu mujer?
– No.
– ¿Entonces? Eres un hipócrita que abusa de la confianza de los demás.
– No, señor dottore, lo que ocurre es que no he sabido oponerme a la voluntad de mi mujer. Le contó a su hermano que yo había llevado a la chica a nuestra casa y él insistió en ir a verla… Mi mujer me amenazó con no aceptar a Grazia en casa si no le hacía ese favor a su hermano, y yo…
– Sal de aquí y envíame a Fazio.
– Sí, señor. Le pido perdón.
Pero en lugar de Fazio se presentó Catarella.
– Dottori, Fazio no está porque todavía no se encuentra aquí. Pero está el señor Cuglia, que dice que quiere hablar con usted en persona personalmente.
– Muy bien, pásamelo.
– No puedo, dottori, porque el señor Cuglia está aquí mismo en persona.
– Pues hazlo pasar.
El señor Cuglia era Aguglia, el encargado del supermercado.
– Comisario, ¿recuerda que ayer por la tarde le dije que Dindò no había acudido al trabajo? Pues bien, tampoco se ha presentado esta mañana.
– No sé qué podríamos hacer nosotros…
– Espere. Al ver que no aparecía, he ido a su casa. Vive solo en un sucio cuarto que está debajo de la escalera porque no quiere estar con su padre, que vive en el piso de arriba. He llamado y nadie me ha contestado. Entonces he subido a casa de su padre, que tiene un duplicado de la llave. Hemos abierto. El cuarto está vacío, es una auténtica pocilga, puede creerme. Su padre lleva por lo menos tres días sin verlo. He preguntado a los vecinos, pero nadie sabe nada. ¿Y ahora puede decirme usted qué debo hacer?
Montalbano se irritó. ¿Por qué razón Aguglia le contaba aquella historia que a él, como comisario, le importaba un carajo?
– Busque a otro -le dijo fríamente.
– El caso es que Dindò ha desaparecido con el ciclomotor del supermercado. Le había dado permiso para utilizarlo para ir al trabajo.
– ¿Es la primera vez que Dindò se comporta de esta manera?
– Sí. A veces actúa como un niño, pero, con respecto al trabajo, no tengo absolutamente nada que reprocharle.
– Mire, le sugiero que espere un día más antes de presentar una denuncia. Usted mismo ha dicho que Dindò es como un niño. Puede que se haya perdido persiguiendo una mariposa.
Una vez pronunciada la frase, le entró la duda. ¿Existían todavía chiquillos capaces de perderse detrás de una mariposa?
– Cuando estaba todavía en este mundo -dijo Fazio, sentándose delante del escritorio-, Gerlando Piccolo era un sinvergüenza como la copa de un pino.
– ¿Qué quieres decir?
– Dottore, todos los comentarios que he recogido en el pueblo coinciden. A quienquiera que le haya pegado un tiro a Piccolo tendrían que levantarle un monumento en la plaza. Si alguien tenía la desgracia de verse obligado a pedirle cien, a los seis meses él le quitaba mil. Era no sólo una sanguijuela, sino también un cerdo.
– ¿En qué sentido?
– Se aprovechaba de las mujeres que pasaban alguna necesidad. Al parecer, no se le escapaba ni una. Antes de prestarles el dinero les exigía un pago a cuenta en especie sobre los intereses.
– ¿Has conseguido hablar con las personas de la lista?
– No es nada fácil. Las pobres que caían en manos de ese tipo sienten por una parte vergüenza y por otra miedo. Sólo he podido hablar con dos de ellas. Una, la viuda de Colajanni, me ha dicho que no contestaría a mis preguntas porque no quería perjudicar al asesino. ¿Va haciéndose una idea? La otra se llama Raina. Tenía una tienda de fruta y verdura, y Piccolo se le comió las frutas, las verduras, las paredes de la tienda y las bragas.
– Por consiguiente, si se aprovechaba de las mujeres, a la lista de los posibles autores del homicidio tenemos que añadir, aparte de la gente a la que desplumaba, algún marido o hermano víctima de un ataque de celos.
Fazio lo miró con los ojos entornados.
– Si dice eso, significa que no está muy convencido de que se trate de un robo que acabó en homicidio.
– ¿Acaso tú crees que fue un robo que acabó en homicidio?
– No.
– Yo tampoco. ¿Me consideras más cabrón que tú?
– Dios me libre.
– ¿Has averiguado cómo se comportaba Piccolo cuando alguien se rebelaba y no permitía que le chupara la sangre?
Fazio hizo una mueca.
– Enviaba a alguien y ellos pagaban, no tenían más remedio.
– ¿Y quién era ese alguien?
– Dottore, no han querido decírmelo. Tienen miedo, debe de ser alguien con quien no se puede jugar. Pero en cuestión de veinticuatro horas verá como consigo enterarme de todo.
– No lo dudo. ¿Han enviado las llaves de la casa desde Montelusa?
– Sí, señor, las tengo yo en mi despacho. Pero debo decirle que no servirá de nada ir a echar un vistazo al dormitorio de Piccolo. Primero la Científica, después el doctor Pasquano, a continuación los que fueron a levantar el cadáver… Lo han cambiado todo de sitio.
– ¿Tú recuerdas cómo estaba todo cuando llegaste?
– Por supuesto.
– Bien, pídeles a los de la Científica que te envíen las fotografías que hicieron antes de ponerlo todo patas arriba. Pueden sernos de utilidad.
– Ahora mismo.
– Y de paso llama también a Jachino, el cerrajero.
– ¿Para qué?
– Quiero que se abra la caja fuerte que hay en el estudio de Piccolo.
– No necesitamos al cerrajero. El dottor Gribaudo encontró las llaves, pero no las utilizó. Dijo que no tenía tiempo, que abriría la caja fuerte al día siguiente. Nos las ha enviado.
– De todas formas, debe de tener una combinación…
– Pero ¿qué dice, dottore? ¡Esa caja fuerte es un armatoste que debe de tener por lo menos doscientos años! Voy a llamar a la Científica para que envíen las fotos. -Regresó al poco rato, cabizbajo-. He hablado con Scardocchia, el segundo de Arquà, y me ha dicho que iba a consultarlo con su jefe. Después me ha llamado él y me ha dicho que lo lamentaban, pero que todavía necesitaban las fotografías.
Montalbano empezó a soltar palabrotas en voz baja. Cogió el teléfono.
– Soy Montalbano. Pásame a Arquà.
Llevaba tanto tiempo sin hablar con él que no recordaba si se hablaban de tú o de usted. El problema, en caso de que lo hubiera, lo resolvió Arquà.
– Dígame, Montalbano.
– ¿Sabe que me han encargado la investigación del caso Piccolo?
– Sí.
Un reconocimiento con la boca pequeña, a regañadientes.
– Ya sé que no le gusta, pero así están las cosas. Resulta que se encuentra aquí en mi despacho el fiscal Tommaseo, quien dirigirá la investigación. Es él quien necesita urgentemente las fotografías. Si tiene la paciencia de esperar un momento, se lo pasaré en cuanto regrese del lavabo. Debo advertirle que está bastante molesto con su respuesta. Ah, ya viene. Ahora se lo paso.
– No hace falta. Salude de mi parte al dottor Tommaseo. Se las envío inmediatamente con un coche. Scardocchia no lo había entendido bien.
– Pero ¿no necesitaban las fotografías?
– Sí, pero haremos copias.
– Excelente idea -dijo el comisario, colgando.
– ¿Y si el farol hubiera fallado? -preguntó Fazio.
– ¿En qué sentido?
– ¿Y si Arquà hubiera decidido hablar con Tommaseo?
– ¿Para que le pegaran una bronca? ¿Sabes con qué rima Arquà? Con bla, bla, bla.
Las fotografías llegaron en cuestión de media hora. Montalbano estaba dándole vueltas a una idea en la cabeza y por eso se apresuró a sacarlas del sobre y echarles un vistazo. El fotógrafo de la Científica había sido muy meticuloso y había captado hasta los detalles más insignificantes. Montalbano le pasó a Fazio una fotografía que mostraba el dormitorio en su conjunto, con Gerlando Piccolo tendido sin vida en el centro de la cama.
– ¿Coincide con tu recuerdo?
Fazio la estudió detenidamente.
– Sí, creo que estaba exactamente así.
Montalbano le pasó otra foto. Esta mostraba los dos cuadritos descolgados de la pared. Los habían arrojado al suelo y destrozado a taconazos en el estrecho espacio de suelo comprendido entre la cómoda y los pies de la cama. Los cajones abiertos del mueble reducían todavía más el espacio. La fotografía captaba el brillo de la miríada de trocitos de cristal que antaño habían sido las dos láminas que cubrían los cuadritos.
– ¿Cuando te acercaste al muerto pisaste los cuadros?
– No, dottore. Pasé por encima de ellos, había visto los trozos de cristal. Usted hizo lo mismo cuando entró en la habitación.
– ¿Yo?
– Sí, señor, lo hizo instintivamente, por eso no se acuerda. Pero ¿por qué le interesan tanto esos cuadros?
– No son los cuadros, sino la cantidad de cristal roto. Si alguien sin darse cuenta hubiera puesto encima un pie descalzo, a tu juicio ¿se habría cortado o no?
– Por fuerza.
– Grazia me dijo que cuando subió al piso de arriba para ver qué estaba ocurriendo, no se puso los zapatos, subió descalza.
Fazio se quedó un rato pensando y después replicó:
– Puede que no signifique nada. Grazia es una campesina acostumbrada a ir descalza. Es posible que en la planta de los pies tenga un callo tan grueso que ni un cuchillo pueda cortarlo.
– Ve a llamar a Galluzzo y vuelve tú también.
Galluzzo se presentó mirando al suelo, todavía avergonzado por lo que le había dicho Montalbano.
– Tengo que hacerte una pregunta: ¿Grazia cojea, por casualidad?
Galluzzo abrió unos ojos como platos, sorprendido.
– ¿Acaso usía es mago? Lo que se dice cojear, no cojea, pero ayer después de comer se quejó de unos pinchazos en las plantas de los pies. Mi mujer le echó un vistazo. No tenía sangre, pero las plantas estaban llenas de trocitos de cristal. Mi mujer se los quitó uno a uno con unas pinzas.
– Gracias. Ya puedes retirarte.
Cuando Galluzzo se hubo retirado, el comisario y Fazio no hicieron ningún comentario.
– ¿Cuándo quiere que empecemos?
Montalbano miró el reloj.
– Yo diría que esta tarde. Ahora nos vamos a com…
La puerta, que Galluzzo había cerrado, se abrió con un ruido como de bomba y apareció Catarella.
– Pido perdón, se me ha ido la mano. Ahora mismo acabo de recibir una llamada «nónima». Han encontrado a uno muerto asesinado en el barrio de Pizzutello. Hasta me han dicho el sitio exacto.
Por una vez, Catarella había comprendido y transmitido fielmente las instrucciones facilitadas por el anónimo comunicante a propósito del lugar exacto donde se encontraba el muerto asesinado. El barrio de Pizzutello distaba apenas quinientos metros de la casa de Piccolo. Era un denso monte bajo mediterráneo todavía respetado por el cemento, lugar habitual de las parejas clandestinas. El frecuente paso de los coches de las parejas había sido el causante de la formación en el interior de aquella maraña de una complicada red de senderos y explanadas, un laberinto que, a pesar de la claridad de las instrucciones, convertía el hallazgo del camino adecuado en un auténtico problema. Ambos vehículos, el de servicio y el del comisario, se vieron obligados a efectuar complicadas maniobras de marcha atrás para iniciar otro recorrido. Al final, lo consiguieron. El muerto estaba tendido boca abajo y con los brazos extendidos. No se distinguía el color del chaleco de tan empapado como estaba en la sangre, ya coagulada, que había salido de una pequeña pero muy visible herida que tenía justo debajo del omoplato derecho. A escasa distancia del cuerpo había un ciclomotor con una amplia cesta en la parrilla posterior.
– Incluso sin verle la cara -dijo Fazio- me parece que lo conozco.
– Es Dindò, el repartidor del supermercado. Anoche, Aguglia, el encargado, me dijo que no había ido a trabajar. Y esta mañana se ha presentado en la comisaría para denunciar el robo del ciclomotor por parte de Dindò -explicó Montalbano.
– Pero ¡si era un pobre desgraciado! -saltó Germanà, que, con Tortorella e Imbrò, formaba parte del grupo.
– Tenemos que encontrar el arma -dijo Montalbano.
– ¿La del que le ha pegado el tiro? -preguntó sorprendido Tortorella.
– No -lo corrigió Fazio, tras haber mirado un instante a Montalbano y adivinado al vuelo sus pensamientos-: El arma que llevaba Dindò y con la cual éste disparó.
Fazio volvió a mirar a Montalbano para que le confirmara que estaba en lo cierto. El comisario asintió con la cabeza.
– ¡Virgen santísima! ¡No entiendo nada! -se quejó Germanà.
– Ni falta que hace. Busca -le ordenó Fazio.
Buscaron sin descanso hasta llegar casi a la altura de la casa de Piccolo, pero no encontraron nada.
– A lo mejor el arma está debajo del cadáver -apuntó Tortorella.
Levantaron el cuerpo de un lado, lo justo para cerciorarse.
– Si Arquà viera lo que estamos haciendo, le daría un ataque -comentó Fazio.
El arma no estaba allí. A modo de consuelo, descubrieron que el orificio de salida de la bala había provocado un verdadero desgarro en la carne y en el chaleco.
– A lo mejor la tiró mientras corría a esconderse aquí -dijo Fazio.
De repente, Montalbano sintió que un nudo de tristeza le subía por la garganta. Pobre Dindò, un muchachito herido de muerte que busca un lugar oculto para morir, como hacen los animales… ¿Herido de muerte no era acaso el título de un bellísimo libro de La Capria que él había leído con sumo placer muchos años atrás?
– Ha muerto desangrado -dijo Fazio como si le hubiera leído el pensamiento.
– Avisa a quien tengas que avisar -replicó el comisario-. Pero con el doctor Pasquano déjame hablar a mí.
Al poco rato Fazio le pasó el móvil.
– ¿Doctor? Soy Montalbano. ¿Ha podido echar un vistazo al difunto Gerlando Piccolo?
– Sí, señor, por dentro y por fuera.
– ¿Puede decirme algo?
– No hay nada que decir. Lo mataron de un solo disparo que lo dejó seco. Verá los detalles en el informe. Si no le hubieran pegado un tiro, habría vivido más sano que una manzana hasta los cien años. Acababa de follar.
Eso Montalbano no se lo esperaba.
– ¿Antes de que le pegaran el tiro?
– No, después. Se puso a follar ya muerto. Pero ¿qué coño de preguntas me hace? ¿De verdad se encuentra usted bien?
– Doctor, tengo otro muerto para usted.
– ¿Ha decidido pasarse a la producción industrial?
– Fazio le explicará cómo llegar al lugar. Buenos días. -En cuanto Fazio terminó de hablar con Pasquano, el comisario se lo llevó aparte-. Oye, yo me voy. Tú y los demás os quedáis aquí. De nada sirve que yo pierda todo un día contemplando un muerto que sé quién es, quién le ha disparado y por qué.
– De acuerdo -dijo Fazio.
– Ah, por cierto, dile a Arquà que quiero que comparen las huellas dactilares del muerto con las que se encontraron en el dormitorio de Piccolo. Sólo para confirmarlo. Y, para más seguridad, que compare la sangre de Dindò con la que empapaba el polvo del suelo de delante de la casa de Piccolo.
Llegó en un santiamén a la comisaría, donde sólo estaba Catarella.
– ¿Dónde está Galluzzo?
– Se ha ido a casa a comer.
– Llámalo.
Se dirigió al despacho de Fazio, cogió las llaves de la casa de Gerlando Piccolo y regresó a su despacho, donde el teléfono ya estaba sonando.
– Galluzzo, ¿habéis terminado de comer?
– No, señor dottore. Hemos empezado ahora mismo.
– Lo lamento, pero dentro de cinco minutos estaré en la puerta de tu casa. Tú y Grazia tenéis que venir conmigo.
– Muy bien, dottore. ¿Quién era el muerto?
– Te lo digo después.
Cuando llegó a casa de Galluzzo ya estaban esperándolo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Galluzzo.
Montalbano le contestó indirectamente.
– Grazia, ¿tienes ánimo para regresar durante una hora a tu casa?
– Por supuesto.
Hicieron el camino en silencio. Nada más entrar fueron asaltados por un pestazo tan intenso que se les revolvieron las tripas.
– Abrid alguna ventana. -En cuanto la casa se ventiló, Montalbano explicó su plan-. Escuchadme bien. Quiero reconstruir exactamente lo que ocurrió la otra noche. Es posible que tengamos que repetir la escena varias veces hasta que ciertas cosas queden claras. Tú, Grazia, dijiste que estabas durmiendo en tu habitación.
– Sí, señor.
– Tú, Galluzzo, sube al dormitorio y, cuando yo te lo diga, empieza a hacer ruido.
– ¿Qué clase de ruido?
– ¿Qué sé yo? Tira cosas al suelo, abre y cierra cajones, golpea el suelo con los pies… -Galluzzo se encaminó hacia la escalera-. Nosotros dos iremos a tu habitación.
– Yo estaba acostada -dijo Grazia en cuanto entró.
– Pues acuéstate.
– Estaba desnuda.
– No hace falta. Sólo quítate los zapatos. -Grazia se tumbó descalza en la cama deshecha-. ¿La puerta estaba abierta o cerrada?
– Cerrada.
Antes de cerrarla, el comisario gritó:
– Galluzzo, ya puedes empezar. -El ruido se oyó con tal nitidez que era imposible que Grazia no se alarmara-. Ahora haz lo que hiciste la otra noche. -La muchacha se levantó, cogió una bata colgada de un clavo y abrió la puerta-. Quédate quieta. Y tú para ya, Galluzzo. -Abandonaron la estancia y se dirigieron al salón. Galluzzo se asomó desde lo alto de la escalera-. Cuando saliste de tu habitación, ¿la luz del salón estaba encendida o apagada?
– Apagada.
– Por consiguiente, echaste a correr en medio de la oscuridad.
– Me conozco la casa de memoria.
– ¿Observaste si la puerta principal estaba abierta?
– No me fijé. Pero tenía que estar abierta porque cuando…
– A eso ya llegaremos después. Galluzzo, vuelve a la habitación.
– ¿Tengo que volver a armar jaleo?
– Por ahora, no, basta con que te quites de en medio. Tú, Grazia, vuelve a tu dormitorio y cierra la puerta. En cuanto yo te lo diga, echa a correr como hiciste para subir a la habitación de tu tío. -Cerró las ventanas, las persianas, las puertas y consiguió crear una oscuridad casi total-. Ahora, Grazia.
Oyó que la puerta se abría y vio que una sombra se movía a toda prisa en la oscuridad para ir convirtiéndose en una silueta humana a medida que subía los peldaños de la escalera, iluminada por la luz de la ventana abierta del dormitorio.
– ¿Qué hacemos? -preguntó desde arriba la voz de Galluzzo.
– Esperar.
Montalbano dejó las puertas y las ventanas cerradas, abrió la puerta principal y subió al piso de arriba.
– ¿Estás segura de que cuando llegaste aquí la puerta estaba abierta?
– Segurísima. Ya desde la escalera vi que la luz de aquí estaba encendida. Si hubiera estado cerrada, no habría podido verla.
– ¿Qué fue lo primero que viste al entrar?
– A mi tío.
– ¿Viste la sangre?
– Sí, señor.
– ¿Y qué pensaste?
– Que le había salido de la boca porque se encontraba mal. Sólo cuando me incliné sobre él comprendí que le habían pegado un tiro.
– Galluzzo, sal al pasillo. Y tú repite la salida de tu habitación, la subida por la escalera y la entrada aquí, y vuelves a hacer todo lo que hiciste hasta que te diste cuenta de que alguien le había pegado un tiro a tu tío.
El comisario se situó cerca de la ventana para no entorpecer los movimientos de Grazia. La muchacha llegó un minuto después, respirando afanosamente a causa de la carrera y la emoción. Pasó entre la cómoda y los pies de la cama, rodeó ésta y, al llegar al lugar donde había estado el cuerpo de Gerlando Piccolo, se inclinó levemente hacia delante. Sobre el somier sólo quedaba el colchón, pues la Científica se había llevado todo lo demás.
– Una vez aquí, ¿qué ocurrió?
– Levanté los ojos porque oí un ruido.
– ¿Y qué viste?
– A alguien que salía de detrás de la puerta donde se había escondido al oírme subir.
– ¿Al oírte subir? Pero ¡si ibas descalza!
– A lo mejor, mientras subía, llamé a mi tío.
– ¿El hombre tenía todavía el revólver en la mano?
– No sabría decirlo -contestó la muchacha después de pensarlo un poco.
– Muy bien. ¡Galluzzo, ponte como te diga Grazia!
La muchacha manipuló a Galluzzo como un escaparatista a un maniquí. Al final, dijo:
– Cuando lo vi, estaba exactamente así.
– Si estaba así no pudiste verle la cara, porque se encontraba de espaldas a ti.
– No, no se la vi.
– Vuelve a tu sitio al lado de la cama. Cuando te dé la señal, tú, Galluzzo, bajas corriendo la escalera y sales por la puerta principal, que está abierta. Tú, Grazia, me enseñas cómo cogiste el arma y cómo perseguiste al asesino. ¿Listos? ¡Adelante!
Galluzzo salió, Grazia se incorporó, abrió el cajón de la mesilla, cogió un revólver imaginario y echó a correr en pos de Galluzzo.
– ¡Quietos! Volved aquí. Repitámoslo todo.
Por un instante, tuvo la impresión de ser un director de cine de legendaria exigencia en la historia de la cinematografía.
– Esta vez añadiremos otra cosa. Tú, Grazia, le pegas un tiro como hiciste aquella noche. Gritas: «¡Pum!» Y tú, en cuanto lo oigas, te detienes donde estés.
Tres veces repitieron la escena, y todas el «¡Pum!» de Grazia bloqueó a Galluzzo justo en la puerta principal. Los tiempos coincidían a la perfección.
– Vamos a sentarnos en la cocina.
Galluzzo se bebió dos vasos de agua seguidos.
– ¿Le preparo un poco de pasta con salsa de tomate? -propuso Grazia.
– ¿Por qué no? Mientras la preparas, Galluzzo y yo vamos a tomar un poco el aire. Cuando esté lista, nos llamas.
– ¿Ha quedado satisfecho? -fue lo primero que le preguntó Galluzzo.
– Bastante, aunque queda un detalle por aclarar.
– ¿Cuál?
– Se lo preguntaré a Grazia mientras comamos.
Galluzzo pareció ofenderse y permaneció un rato en silencio. Después no pudo resistir la tentación de repetir una pregunta que no había obtenido respuesta.
– ¿A quién han matado?
– A Dindò.
Galluzzo puso cara de sentir que estaban tomándole el pelo.
– ¿El mozo del supermercado?
– Sí.
– ¿Y qué mal ha podido hacer ese pobrecillo?
– Bueno, tal vez haya hecho algo.
– Pero ¿qué?
– Por ejemplo, matar a Gerlando Piccolo.
Para no desplomarse, con las piernas repentinamente convertidas en requesón, Galluzzo tuvo que apoyarse en el muro de la casa.
– ¿Está…, está de guasa? -balbuceó.
– No estoy de humor para eso.
Galluzzo se pasó las manos por el rostro. Después abrió unos ojos como platos porque acababa de comprender que si dos y dos son cuatro…
– ¡Entonces, la que disparó contra Dindò fue Grazia! -dijo.
– Exactamente. Y hemos venido aquí porque quería comprobar si la chica decía la verdad. -Al lado de la casa había un pozo. Montalbano se acercó a él, seguido por Galluzzo, que parecía una marioneta con los hilos rotos. El comisario lanzó el cubo abajo, lo llenó de agua fresca y lo izó-. Lávate la cara. Y no le digas nada a Grazia.
Mientras Galluzzo se lavaba, Montalbano se dio cuenta de que la ventana que tenía delante era la de la cocina. Dentro se veía a la muchacha trajinando. Se acercó unos pasos. No había en ella ni rastro de la belleza que tanto lo había impresionado la víspera; ahora era una joven de dieciocho años normal y corriente, ni guapa ni fea, que estaba poniendo la mesa. Si Livia la hubiera visto en ese momento, habría pensado sin duda que Salvo le había contado simplemente sus fantasías personales, haciéndolas pasar por realidad. Al sentirse observada, Grazia levantó la cabeza y sonrió.
– Pueden venir, la comida ya está lista.
Se sentaron y comieron en silencio. Al final, el comisario dijo:
– La salsa estaba riquísima. ¿Dónde la compras?
– No la he comprado. La hago yo.
– Pues te felicito. Oye, Grazia, tengo que preguntarte todavía unas cuantas cosas.
– Dígame.
– ¿Cómo supiste que el hombre no había cruzado la puerta, es decir, que todavía estaba dentro de la casa y, por consiguiente, podías disparar contra él?
No hubo el menor titubeo.
– Estaba huyendo y los zapatos hacían mucho ruido. Le disparé al tuntún, sin saber si le daría. No imaginaba que le había dado.
– ¿Por qué no lo perseguiste?
– Tenía miedo de que me disparara él a mí.
– Hace un rato has dicho que no sabías si el hombre empuñaba el revólver.
– Pero a mi tío lo había matado, ¿no? -replicó Grazia en tono ofendido-. Y además no podía bajar la escalera, me temblaban las piernas.
– De acuerdo, disparaste al tuntún, pero le diste debajo del omoplato. Fue a esconderse y lo han encontrado desangrado a medio kilómetro de aquí. Con semejante herida, no podía ir muy lejos.
Grazia palideció.
– ¿Qué van a hacerme?
– No pueden hacerte nada.
– ¿Lo han reconocido?
– Sí. Es Dindò, el del supermercado.
Inesperadamente, Grazia esbozó una sonrisa.
– ¿Dindò? No puedo creerlo. Venga, dígame la verdad. ¿Quién era?
– Dindò -le confirmó Galluzzo.
– ¿Lo conocías? -preguntó Montalbano.
– Claro que lo conocía. Por lo menos dos veces a la semana nos traía las cosas. Pero nunca se había tomado ninguna confianza. ¡Dindò! Pero ¿por qué lo haría? ¿Qué motivo tenía? ¡Era un pobre infeliz! ¡Un desgraciado! ¡Y yo lo he matado!
De repente, se echó a llorar, desesperada. Galluzzo se levantó y le pasó dulcemente la mano por el pelo.
Grazia pidió permiso para ir a tumbarse en la cama, pues no se tenía en pie. Montalbano, por su parte, subió al despacho de Piccolo, entregó las llaves de la caja fuerte a Galluzzo y éste la abrió. Dentro había muy poco dinero en efectivo -no llegaba a doscientas mil liras-, un abultado sobre deformado por la cantidad de papeles que contenía, y un pequeño archivador metálico similar a un cajón, lleno de fichas colocadas en orden alfabético. En la parte superior de cada ficha figuraban el nombre y el apellido del cliente, la fecha del préstamo, los vencimientos y las sumas cobradas. Se trataba de cantidades muy elevadas, de cincuenta millones de liras para arriba. En el otro archivador, que parecía un mueblecito, las fichas eran innumerables y correspondían a préstamos muy pequeños, entre cien mil liras y veinte o treinta millones. El volumen de negocio, por así decirlo, de Gerlando Piccolo, pensó Montalbano, tenía que ser casi igual al de un pequeño banco. Y los papeles del sobre confirmaron lo que suponía el comisario: eran extractos de cuentas bancarias de Vigàta y Montelusa correspondientes a sumas multimillonarias.
Algo no encajaba.
– ¿Encontraron dinero en los bolsillos de la ropa que Piccolo se había quitado antes de irse a la cama?
– Sí, señor. Trescientas y pico mil liras.
– Que Dindò no tocó.
– Puede que no le diera tiempo.
Pero ¿cómo era posible que Gerlando Piccolo guardara en su caja fuerte menos de doscientas mil liras y llevara encima más de trescientas mil?
Tres días después recibieron en la comisaría los primeros resultados de la Científica. ¡Sólo habían tardado tres días! Eso dejaba estupefacto a cualquiera. La burocracia, pensó el comisario, es un laberinto en cuyo interior yacen los huesos blanqueados de millones de diligencias que no han tenido la posibilidad de salir de allí. En cuanto se detienen por falta de impulso, son asaltadas por millares de ratones hambrientos que las devoran, ratones que él había visto, recorriendo rápidamente en manadas los sótanos de algún Palacio de Justicia llenos a rebosar de carpetas. Muy raras veces, y por motivos totalmente inexplicables, una diligencia sobre diez mil conseguía recorrer el laberinto a la velocidad de un corredor olímpico de los cien metros lisos y llegar a su destino. Como en ese caso. En el dormitorio de Gerlando Piccolo había huellas digitales de Dindò, Salvatore Trupìa, a patadas, como para parar un tren; la sangre de Dindò era la misma que había formado un pequeño charco mientras éste intentaba poner en marcha el ciclomotor después de haber matado a 'u zu Giurlanno. El arma del delito no había sido hallada. Lo más probable era que Dindò se hubiera deshecho de ella durante su fuga hacia la muerte por desangramiento. Y, además, contaban también con la declaración del señor Arturo Pastorino, comerciante, el cual, mientras circulaba por la carretera provincial, afirmaba haber visto encenderse la luz que había delante de la casa de Gerlando Piccolo a la hora en que se cometió el delito y, un segundo después, un ciclomotor adentrándose a toda pastilla en la misma carretera provincial procedente de la casa de Piccolo que a punto estuvo de chocar contra su coche.
Grazia le repitió el relato de aquella noche al fiscal Tommaseo más de cien veces, sin cambiar ni una coma. Pero para el fiscal no fue suficiente.
– Mire, Montalbano, quisiera hacer una reconstrucción in situ. Quiero desnudar a esa chica, tenerla delante de mí enteramente desnuda. -Prácticamente se le estaba cayendo la baba. Pero al ver la irónica mirada del comisario, trató de ponerle un parche-: Desnuda anímicamente, quiero decir.
Finalmente, la reconstrucción in situ tampoco reveló ninguna novedad. Y, en cuanto a la luz encendida delante de la casa de Piccolo, la que había visto el testigo Pastorino, Grazia sostuvo enérgicamente que estaba apagada. El fiscal dijo que era un detalle irrelevante y que probablemente el testigo había confundido el faro del ciclomotor con la luz que iluminaba la entrada de la casa.
Sin embargo, antes de llegar a las conclusiones, Tommaseo quería aclarar una cosa que se le había metido en la cabeza desde el principio.
– Señorita, ¿su tío era homosexual?
Grazia se rió de buena gana.
– No iba con hombres, le gustaban las mujeres.
– En el pueblo comentan que incluso se aprovechaba de las mujeres -terció el comisario.
– No siempre vox populi es vox dei, la voz del pueblo no siempre es la voz de Dios -lo fulminó Tommaseo, y, dirigiéndose de nuevo a la muchacha, añadió-: ¿Puede usted descartarlo?
– Yo jamás vi a quién recibía de noche.
– ¿O sea, que no sabe si eran hombres o mujeres?
– No lo sé.
– Por consiguiente, no puede descartar que también fueran hombres.
– ¿Cómo también?
– ¿Nunca ha oído hablar de bisexualidad? -preguntó en tono irónico el fiscal, pasándose la lengua por el labio inferior.
Si por eso era, Montalbano había oído hablar de trisexualidad, de cuatrisexualidad, etc., etc., hasta el infinito, pero prefirió rendirse.
Y Grazia también se rindió.
– No sé qué decirle.
Y, de esa manera, el fiscal tuvo vía libre.
– Manejo dos hipótesis -dijo una vez a solas con el comisario-. La primera es que Piccolo tiene una cita en plena noche con Trupìa, al que conocía porque era él quien les llevaba las cosas del supermercado. Al llegar la hora establecida, Piccolo se levanta, baja por la escalera, abre cuidadosamente la puerta principal para no despertar a su sobrina, franquea la entrada a Trupìa y vuelve a cerrar, pero no con llave. Una vez finalizada la relación, ambos discuten. A lo mejor Piccolo no quiere pagar lo que le exige Trupìa, éste pierde la cabeza, le pega un tiro e intenta arramblar con todo lo que puede. Pero la inesperada aparición de la valiente muchacha lo obliga a emprender la huida. Consigue abrir la puerta principal, pero Grazia dispara contra él. Y Trupìa muere desangrado. No puede acudir a ningún hospital, pues tendría que dar unas explicaciones que inmediatamente llevarían a identificarlo como el autor del homicidio de Piccolo.
El fiscal, que había mandado que le llevaran una botella de agua mineral, se bebió medio vaso y siguió adelante.
– Y ahora paso a la segunda hipótesis, que seguramente será más de su agrado, dado su empeño en no querer admitir que Piccolo fuera también homosexual. Aquella noche Piccolo tiene una cita amorosa con una mujer. Le abre la puerta principal y sube con ella al dormitorio. Mantienen una relación sexual. Al final, la mujer se va y Piccolo le pide encarecidamente que cierre la puerta al salir, con la intención de ir él mismo a echar la llave en cuanto recupere las fuerzas necesarias para levantarse de la cama. Es de suponer que la mujer lo ha dejado…, en fin, ya puede usted imaginarse. La mujer abre la puerta, franquea la entrada a Trupìa y se va. Trupìa cree que Piccolo no reaccionará ante la amenaza del arma. Sin embargo, el otro hace ademán de reaccionar y entonces Trupìa le pega un tiro. Lo que ocurre a continuación ya lo sabemos. Ahora habría que buscar a la…
– ¿… a la Titina? -preguntó con la cara muy seria el comisario.
– No entiendo -dijo Tommaseo, perplejo.
– Perdone, me había distraído con la cancioncilla ésa, la de «Yo busco a la Titina». Estaba usted diciendo que habría que buscar a la…
– … a la cómplice, Montalbano. Pero ¿dónde encontrarla? ¿Cómo encontrarla?
– Sería como buscar una aguja en un pajar -respondió Montalbano sabiendo que las frases hechas eran unos punto y seguido que pesaban como losas.
– Ya. ¿Usted cuál elige?
– ¿De qué?
– De mis dos hipótesis.
– La segunda.
– ¡Sin embargo, la segunda nos obliga a mantener abierta la investigación para encontrar a la misteriosa cómplice!
– Pues quedémonos con la primera.
Total, ¿de qué servía perder el tiempo y el aliento con Tommaseo?
Jamás en años sucesivos, cuando pensaba en el caso Piccolo, consiguió explicarse por qué razón fue a ver aquella misma tarde al padre de Dindò. Tal vez un remordimiento inconsciente por haber permitido que Tommaseo escribiera en sus conclusiones que el pobre chico «tenía por costumbre prostituirse por dinero». La dirección se la había facilitado Aguglia, el encargado del supermercado, el cual le había preguntado nada más verlo:
– ¿Cuándo me devolverán el ciclomotor?
En cuanto él lo tranquilizó, diciéndole que lo recuperaría en cuestión de pocos días, el señor Aguglia se tomó la libertad de expresar su propia opinión sobre Dindò.
– Comisario, con todo mi respeto por la ley, todo este asunto no me convence para nada.
– ¿Qué quiere decir?
– Que conste que hablo basándome en lo que se dice por el pueblo. Dindò no iba ni con hombres ni con mujeres. Y no era capaz de robar ni un mondadientes. Aquí, en el supermercado, podía coger lo que quisiera y, sin embargo, siempre que necesitaba algo, lo decía y lo pagaba. Era un muchacho honrado.
La casa donde vivía el padre de Dindò estaba cerca del puerto. Era un minúsculo edificio tan destartalado que costaba entender cómo podía mantenerse en pie sin puntales. La planta baja era un antiguo almacén ya cerrado, en cuya puerta habían clavado una tabla. En un lado del portal había otra puerta también cerrada que daba a un cuarto construido bajo el hueco de la escalera. En el piso de arriba vivía Antonio Trupìa. Montalbano llamó con los nudillos. Le abrió un anciano decrépito, desdentado y jorobado, todavía más destartalado que la casa.
– Soy el comisario Montalbano. ¿Es usted el abuelo de Salvatore Trupìa, llamado Dindò?
– ¿El abuelo? Soy su padre. -¡Jesús! ¿A qué años había engendrado a Dindò? El viejo debió de leerle el pensamiento, pues añadió-: Tuve muy tarde a mi hijo. Y puede que por eso naciera enfermo de la cabeza.
Lo hizo pasar a una habitación que era el colmo del desorden y la suciedad y lo invitó a sentarse en una desvencijada silla de paja.
– Perdone que lo reciba así, comisario, pero estoy enfermo, vivo con la pensión mínima y no tengo a nadie que me eche una mano.
– Quería saber algo sobre Dindò.
– ¿Y qué quiere saber, señor comisario de mi alma? Yo sólo sé que me lo han matado. Pero la historia de nosotros los pobres no la hacemos nosotros, la hacen los que escriben en los periódicos.
En el fondo, pensó el comisario, tenía toda la razón: cada vez con más frecuencia los periodistas se convertían de un día para otro en historiadores.
– ¿Por qué no quería vivir en casa con usted? ¿Se habían peleado?
– Pero ¡qué dice! ¡Con Dindò nadie podía pelearse! ¿Puede pelear uno con un niño? No, señor, hace cuatro años, cuando empezó a ganarse la vida en el supermercado, me dijo que quería vivir solo. Y yo le di la llave del cuarto de la escalera, que es mío.
– ¿Lo veía a menudo?
– No, señor. Pero si es eso lo que quiere saber, en los dos últimos meses había cambiado.
– ¿Y cómo lo sabe si no lo veía?
– Porque lo oía. Desde hacía dos meses, cantaba.
– ¡¿Cantaba?!
– Sí, señor. A pleno pulmón. Por la mañana cuando se levantaba y por la noche cuando regresaba.
– ¿Y antes no cantaba?
– Jamás.
– Oiga, quisiera echar un vistazo al cuarto de la escalera.
– Aquí tiene la llave.
– Después se la devuelvo.
– No hace falta. Déjela puesta en la cerradura. Total, aquí no viene nadie.
– ¿Me permite una pregunta? ¿Por qué lo llamaban Dindò?
– Le gustaban las campanas. Cuando tocaban, hacía ding dong con la cabeza.
El cuarto de la escalera medía escasamente tres metros por tres, tenía el techo inclinado y recibía aire pero no luz a través de un ventanuco de treinta centímetros de lado, protegido por unos barrotes de hierro. El mobiliario consistía en un somier oxidado con un colchón encima, una colcha llena de agujeros y una almohada sin funda, una minúscula mesita y una silla de paja. Varias cajas de cartón hacían las veces de armario. En una especie de concavidad estaba la taza del váter y un lavabo cuyo grifo soltaba un hilillo de agua. Una pocilga, lo había definido el señor Aguglia. No, algo peor, una especie de celda abandonada de una cárcel de un país subdesarrollado. Calcetines, calzoncillos, camisetas sucias, hojas de periódico, cómics y números de la revista infantil Topolino cubrían el suelo. Al comisario se le partió el corazón y sintió el impulso de cerrar la puerta e irse de allí. Pero el cuerpo, como a veces le ocurría, se negó a cumplir la orden. Entonces quitó las cosas que había encima de la silla y se sentó. ¿Cómo era posible que en el interior de aquella hedionda celda hubiera penetrado la alegría, una felicidad tan grande que un día había dado lugar a que Dindò, que jamás había hecho tal cosa, se pusiera a cantar a grito pelado y no dejara de hacerlo hasta el momento en que le habían pegado un tiro, hasta que lo hirieron de muerte como un pájaro alcanzado en pleno vuelo por un cazador? Le volvió de nuevo a la mente el título de aquella novela. En el interior del cuarto ya no se veía nada. Habría tenido que levantarse y encender la bombilla que colgaba del techo, pero no le apetecía hacerlo. Quería permanecer un rato a oscuras en medio del repugnante olor y extraer de él las verdaderas respuestas a sus preguntas. La primera y sin duda la más importante era: ¿por qué había ido Dindò a matar a Gerlando Piccolo? El muchacho había entrado con ese propósito en la habitación donde Piccolo estaba acostado. Todo lo demás, los cajones revueltos, los cuadritos rotos que simulaban una afanosa búsqueda de algo que se pretendía robar, no era más que teatro, puro montaje. Alguien le había puesto en la mano un revólver -Dindò nunca habría podido agenciárselo por su cuenta- y lo había convencido de que el usurero merecía la muerte. Y Dindò había hecho aquello que le habían metido en la cabeza. Y, siendo como era, al verse de pronto en presencia de Grazia, no le había pegado un tiro como fácilmente habría podido hacer y como, en el fondo, era inevitable, por la simple razón de que ni siquiera se le había ocurrido la posibilidad de que la muchacha reaccionara o de que, en caso de que lo detuvieran, ésta se convirtiera en su implacable acusadora. No, todo eso eran consideraciones que el cerebro del pobre Dindò no había sido capaz de elaborar. Él simplemente había tratado de escapar, como alguien le había enseñado a hacer. La segunda pregunta era: ¿cómo se las había arreglado para entrar en la casa? En la puerta principal no había ninguna señal de manipulación, lo más probable era que hubiera utilizado una copia de las llaves. Pero para hacer un duplicado de las llaves se tenía que sacar el molde, lo que significaba que en la casa, además de la sobrina, debía haber alguien más que podía entrar y salir a su antojo. ¿Quién podía ser? En la casa no había ninguna sirvienta, ni siquiera por horas. Grazia se encargaba de todo. Los clientes subían por la escalera exterior que había en la parte trasera de la casa, ni siquiera sabían cómo era la casa por dentro. ¿Entonces? Le dio vueltas al enigma en la cabeza y, de pronto, empezó a dibujarse en su mente la imagen de un hombre sin rostro y sin nombre. Una persona temida por todo el pueblo y a la cual Fazio no había conseguido conferir una identidad: el hombre que iba a cobrar el dinero por cuenta de Piccolo, su recaudador. A partir de aquel momento, todo empezó a adquirir tímidamente un motivo y una lógica, aunque todavía en forma de sombra casi imperceptible.
Se levantó para regresar a la comisaría, se movió en medio de la oscuridad, golpeó la mesita y la volcó. Soltando maldiciones, encendió la luz y observó que el mueble tenía un cajón que se había abierto. Dentro había un cómic, Zozzo, el Caballero Enmascarado. ¿Zozzo? Era una versión porno del Zorro, un cómic guarro. Al margen de cada página, Dindò había escrito con un bolígrafo rojo la misma palabra: «¡JUSTICIA!»
Se guardó el tebeo en el bolsillo, apagó la luz y salió.
En lugar de dirigirse a la comisaría, se fue a casa de Galluzzo. Llamó al timbre y la voz de Grazia contestó de inmediato:
– ¿Quién es?
– Soy Montalbano.
La chica abrió y el comisario se dio cuenta enseguida de que estaba muy pálida y tenía los ojos enrojecidos. En ese momento no podía definírsela precisamente como guapa.
– ¿Estás sola en casa?
– Sí, señor, Amelia ha salido a hacer la compra.
– ¿Qué estabas haciendo?
– Nada.
– ¿Te encuentras mal?
– Sí, señor.
– ¿Qué te ocurre? ¿Necesitas un médico?
– Esto no es cosa de médicos. Es que… no consigo dormir desde que supe que maté a aquel pobrecito. Y además… quiero volver a mi casa.
– ¿Es que no te encuentras a gusto?
– Sí, pero añoro mi casa.
– ¿No tienes miedo de vivir allí sola?
– Yo no tengo miedo de nada.
– Unos cuantos días más, tres como máximo, y podrás regresar a casa. He venido para preguntarte una cosa que puede resultarnos muy útil en las investigaciones sobre el asesinato de tu tío.
Grazia se alarmó y lo miró con los ojos desorbitados.
– Pero ¿todavía siguen con lo mismo? ¿No fue Dindò?
– Por supuesto que fue Dindò. Pero ¿te has preguntado alguna vez cómo se las arregló para entrar aquella noche? O alguien le abrió o disponía de un duplicado de las llaves. En cualquiera de los dos casos, eso significa que había un cómplice. Y el cómplice era una persona que tenía libertad para frecuentar la casa. Y eso es lo que yo te pregunto ahora: ¿había alguien a quien tu tío veía a menudo? ¿Hablaba durante mucho rato con alguien? ¿Invitaba a alguien a quedarse a comer?
El rostro de la muchacha se iluminó.
– ¡Pues sí! Un tal Fonzio. Algunas veces 'u zu Giurlanno me pedía que les sirviera un café cuando se iban a hablar al despacho.
– ¿Sabes cómo se apellida?
– No, señor.
En aquel momento oyeron que se abría la puerta principal. Era la mujer de Galluzzo, que regresaba de la compra.
– Amelia, Grazia se viene conmigo a la comisaría. Después le pediré a su marido que la traiga de vuelta. Grazia, ¿necesitas cambiarte de ropa para salir?
– Sí, señor, pero estoy lista en cinco minutos.
Montalbano dejó a la joven con Catarella, quien le mostró en el ordenador las fotografías de todas las personas con antecedentes penales de Vigàta y alrededores. Apenas había tenido tiempo de sentarse detrás de su escritorio cuando Catarella entró patinando y su loca carrera fue interrumpida por Fazio, que lo atrapó al vuelo. Respiraba afanosamente.
– ¡Dottori, la chica lo ha identificado!
Fueron a donde estaba la muchacha. Grazia permanecía de pie en un rincón de la estancia, cubriéndose el rostro con las manos y llorando muy quedo.
– ¡Galluzzo! Acompáñala a casa.
La ficha decía que Alfonso Aricò, nacido cuarenta años atrás en Vigàta, era una persona de muy mala fama que se dedicaba a los juegos de azar. Cuando no jugaba, sus actividades consistían en robos, chantajes, agresiones, actos de violencia y daños y lesiones a terceros. La fotografía mostraba a un hombre muy bien parecido con cara de delincuente.
– Fazio, corre la voz. Mañana por la mañana quiero a este cabrón en mi despacho.
Comió distraídamente, pues no tenía apetito. Se sentó junto a la mesita y examinó el cómic que había cogido en el cuartucho de Dindò. Había por lo menos otros diez más tirados por el suelo, pero el muchacho había atribuido una importancia especial a ése y lo había guardado en el cajón de la mesita para poder leerlo una y otra vez, como se deducía por las sucias y maltratadas páginas. En determinado momento, Dindò había empezado a escribir en los márgenes una sola palabra, «¡Justicia!». Una palabra que en sí misma no explicaba si el muchacho tenía intención de tomársela por su mano o bien de exigirla. Empezó a leer la historia con la paciencia de un santo. Se trataba de un viejo y lujurioso cacique que organizaba el rapto de una bella joven para poder doblegarla a sus deseos. El rapto se llevaba a cabo después de una serie de vicisitudes, pero, al final, el cacique podía contemplar en su dormitorio a Alba, que así se llamaba la chica, desnuda y suplicante. Los ruegos, las quejas y las lágrimas sólo servían para excitar más al viejo, que cogía a Alba y la poseía de todas las maneras posibles e imaginables. A continuación, ordenaba que la encerraran en una celda, con el propósito de repetir la hazaña después de un sueño reparador. Pero Zozzo, que había entrado a escondidas en la casa del cacique, lo mataba después de batirse en duelo con varios de sus esbirros. Liberaba a la chica y ésta, feliz y agradecida, se ponía a hacer con el caballero enmascarado cosas peores que las que el viejo la había obligado a soportar. Un pretexto estúpido para unas ilustraciones pornográficas. Pero ¿por qué razón Dindò había sentido la necesidad de escribir obsesivamente la palabra «justicia»? A lo mejor le había ocurrido lo que a ciertos espectadores de salas cinematográficas populares, que se meten tanto en la película que intervienen con comentarios, sugerencias y consejos dirigidos a las sordas sombras de la pantalla, las cuales siguen inexorablemente el camino trazado por el destino y el guionista. Estaba casi convencido de esa última hipótesis. Fue a sentarse en su butaca habitual y encendió el televisor: había un debate político sobre el tema de si era lícito que un subsecretario en ejercicio participara en anuncios publicitarios remunerados. Apagó a medio programa, presa de un profundo desconsuelo. Llamó a Livia y le habló largo rato de Dindò. Le describió la sucia celda en la que vivía el muchacho y le preguntó:
– ¿Puedes tú decirme por qué motivo a un pobre desgraciado como aquel muchacho le da de pronto por cantar en medio de semejante sordidez?
Y de Livia recibió una respuesta sencilla, que, precisamente por su sencillez, más aún, por su obviedad, tenía la fuerza de la verdad absoluta.
– ¿Por qué motivo, Salvo? Por amor.
Un relámpago. Perdió el equilibrio y a duras penas consiguió mantenerse en pie agarrándose con la mano a la mesita. Todas las piezas del rompecabezas fueron colocándose a velocidad de vértigo en su lugar correspondiente, formando un cuadro lógico, un dibujo perfecto.
– ¿Salvo? Salvo, ¿por qué no contestas?
No consiguió abrir la boca para decirle que aún estaba al aparato. Colgó.
Uno a uno, en el transcurso de la mañana, todos sus hombres fueron presentándose en la comisaría desolados y con las manos vacías: no habían conseguido localizar a Fonzio Aricò, el hombre con antecedentes penales que ejercía como cobrador de Gerlando Piccolo. Los vecinos de su casa llevaban una semana sin verlo. Decían que muchas veces se pasaba días y días sin aparecer. Y todos los hombres de Montalbano, después del informe negativo de sus pesquisas, esperaban una escena de furia incontenible; sin embargo, la respuesta del comisario fue serena y cortés:
– Muy bien, gracias.
Se quedaron tan pasmados que se preguntaron entre ellos si, por casualidad, no le habrían salido a su jefe los estigmas de la santidad.
Aquella misma mañana Montalbano hizo dos llamadas telefónicas: una al fiscal Tommaseo, muy larga, por cierto, pues éste exigió muchas explicaciones, aunque al final pareció convencido. La segunda fue al jefe de la Brigada Móvil, quien, por el contrario, no le pidió ninguna explicación. Dijo que sólo había un problema. ¿Durante cuánto tiempo necesitaría el equipo? El comisario contestó que el asunto se resolvería en cuestión de cuarenta y ocho horas. Ambos se pusieron de acuerdo.
A las cuatro de la tarde, un agente de la Móvil se presentó para entregarle las llaves de la casa de Gerlando Piccolo. Media hora después Montalbano llamó a Galluzzo y le comunicó, al tiempo que le entregaba las llaves, que Grazia podía regresar a casa cuando lo deseara.
– Mejor llámala desde aquí.
Cuando colgó, Galluzzo dijo que la joven quería regresar enseguida, cuando todavía hubiera luz, no porque tuviera miedo, sino porque le causaría menos impresión.
– Si me da usted permiso, la acompañaré yo en mi coche. En una hora como máximo estoy de vuelta.
– No es necesario que vuelvas. Cuando termines de ayudar a Grazia a instalarse, regresa directamente a tu casa. Si acaso, me llamas para decirme cómo ha reaccionado, si ha habido algún problema. Ah, dile también que nos llame si hubiera algo que la preocupara.
Galluzzo esbozó una sonrisa.
– Comisario, a esa chica no hay nada que la preocupe. Es muy valiente. Pero… ¿por qué tendría que preocuparse?
– Por Fonzio Aricò, por ejemplo. Nosotros no hemos conseguido localizarlo, pero quién nos dice que no está esperando el momento más adecuado para hacer acto de presencia…
La sonrisa de Galluzzo se esfumó.
– ¿Y qué puede querer Fonzio de Grazia?
– No lo sé. A lo mejor, los papeles de Gerlando Piccolo. Si sabe jugar con ellos, pueden proporcionarle un buen beneficio.
– Muy cierto. ¿Quiere que me quede con ella esta noche?
– ¿Y quién te dice que Fonzio va a presentarse precisamente esta noche? Mira, dile a Grazia que mañana pediré la orden del juez para incautarme de todos los papeles. De esa manera podrá estar tranquila. No, haz lo que te he dicho.
Galluzzo llamó a las siete y media. Acababa de regresar a su casa después de dejar a Grazia contenta de encontrarse de nuevo entre sus cosas. La otra llamada, la que Montalbano esperaba, la que confirmaría que su castillo de conjeturas no estaba hecho de papel de seda sino de cal y piedra, se produjo al cabo de una hora escasa.
– ¿Comisario Montalbano? Ha llamado. Nada más oír una voz masculina ha dicho que finalmente había regresado a casa y que no había ningún tipo de vigilancia. Ha añadido que tenía que darle dos cosas. Luego el hombre ha dicho que iría a su casa poco después de la medianoche. ¿Qué hacemos ahora?
– Vosotros ya habéis terminado, gracias.
Habría tenido que experimentar otra sensación después de recibir la llamada que confirmaba sus suposiciones, y, sin embargo, lo asaltó una especie de náusea que le cerró la boca del estómago.
– ¡Fazio! ¡Gallo!
– A sus órdenes.
– Id a casa a comer y después regresad aquí. Avisad a vuestras familias de que esta noche tendréis trabajo. -En un primer momento, los ayudantes del comisario se miraron con cara de sorpresa y después dirigieron los ojos con expresión inquisitiva al comisario-. Os lo contaré todo a vuestro regreso, no hay prisa. Pero, sobre todo, no digáis nada a nadie.
– ¿Qué vamos a decir si no sabemos de qué se trata? -replicó Fazio.
El comisario también abandonó su despacho, pues notaba que le faltaba el aire. Al llegar a la altura de la trattoria San Calogero, titubeó un instante: ¿entrar o no? Pero la sensación de náusea se intensificó. Entonces se dirigió al puerto y se detuvo a contemplar a los turistas que embarcaban en el ferry para trasladarse a las islas. La mayoría eran jóvenes extranjeros armados con sus sacos de dormir. Seguramente no enriquecerían las islas con su dinero, pero sí con el esplendor de su juventud. Lanzó un suspiro y dio comienzo a su habitual paseo hasta la punta del muelle.
– Sólo son conjeturas mías, pero están empezando a confirmarse. En la casa de los Piccolo, adonde llega a los cinco años porque se ha quedado huérfana, Grazia es tratada como una esclava. Me lo dijo ella misma y no creo que sea una exageración. Y, además, estoy convencido de que el tío Gerlando, siendo como era, debió de aprovecharse de la sobrina cuando todavía era una chiquilla. Después de la muerte de la tía, Grazia se convierte en la amante fija del tío cuando éste no tiene otra cosa mejor a mano. Con el paso del tiempo, al principio de manera confusa y después con certeza, la chica siente que lo aborrece, pero no puede rebelarse, no tiene ninguna salida. Hasta que, entre ella y Fonzio Aricò, el cobrador, el hombre de confianza, surge un entendimiento, una pasión, lo que sea. El tío no se entera de nada. Él está en su despacho del piso de arriba chupando la sangre de la gente, mientras Grazia y Fonzio hacen lo que les da la gana en la planta baja. Un día, a Grazia o a Fonzio, eso ya lo aclararemos, se les ocurre una idea: librarse de Gerlando Piccolo y quedarse con su negocio. La herencia de Gerlando irá a parar sin duda a Grazia, pues el hombre no tiene otros parientes. Pero ¿cómo llevar a cabo sus propósitos sin despertar sospechas? Lo ideal sería que una tercera persona matara a Gerlando. Y entonces Grazia, y estoy seguro de que fue a ella a quien se le ocurrió la genial idea, se acordó de Dindò, el repartidor del supermercado, un adolescente con la mente de un niño. Empieza a mostrarse amable con él, le da confianzas y, cada vez que lo ve, le manifiesta un cariño paulatinamente más profundo. Y Dindò cae en la trampa y se enamora de ella. Entonces Grazia le confiesa que jamás podrá ser suya, pues es prisionera de su tío, el cual se aprovecha vilmente de ella y la obliga a hacer cosas repugnantes. Dindò se enfurece, se siente un caballero antiguo y promete liberarla matando al que la tiene prisionera. Lo jura una y mil veces. Durante unos días, Grazia finge querer disuadir a Dindò de su propósito y después le dice que si está verdaderamente decidido, ella puede facilitarle una de las armas que hay en la casa. Una vez efectuado el disparo, Dindò tendrá que llevarse el arma.
– Pero hemos encontrado todas las armas que había en la casa -terció Fazio-. Y con ninguna de ellas se efectuó el disparo que mató a Piccolo.
– Claro, porque el arma pertenece a Fonzio Aricò. La noche convenida, Grazia, tras terminar de trabajar en la cocina, abre silenciosamente la puerta principal y deja el revólver que le ha facilitado Aricò en el primer peldaño de la escalera.
– ¿Puedo interrumpirlo? ¿Dónde está Fonzio mientras tanto? -preguntó Fazio.
– Creándose una buena coartada. Seguramente en un garito con otras cincuenta personas que declararán en su favor. Grazia quiere asegurarse de que Dindò realizará el disparo. Y por eso se encarga de que éste la sorprenda mientras su tío la obliga a hacer las guarradas que tanto la repugnan y que ella misma le ha contado al chico. Y eso es, en efecto, lo que sucede.
– Un momento -dijo Gallo-. La posición del cadáver…
– Sé lo que estás pensando. Pero tú, Gallo, ya eres bastante mayorcito, me parece. Y por eso sabrás que, para hacer el amor, no es obligatoria la posición tradicional. -Gallo se ruborizó y no dijo nada-. Dindò se retrasa y Grazia, después incluso de haber finalizado la relación, sigue abrazando a Gerlando. Finalmente, llega Dindò, Grazia lanza un grito y se aparta, el chico dispara, deja el revólver en algún sitio y pone el dormitorio patas arriba para simular un robo. Pero en ese momento la furia de Dindò se desvanece de golpe, éste se vuelve, mira al muerto, se da cuenta de lo que ha hecho, enloquece de desesperación y rompe los cuadritos y la pequeña imagen de la Virgen. Después huye de la habitación. Grazia se ve perdida. Piensa, tal vez con acierto, que tarde o temprano Dindò se vendrá abajo y lo contará todo. Abre el cajón de la mesilla de noche, coge el arma de su tío, persigue al muchacho y le pega un tiro, hiriéndolo de muerte.
– Eso no lo entiendo -dijo Fazio-. Si verdaderamente tenía intención de contarlo todo, de entregarse, y si tuvo la fuerza de llegar hasta el lugar donde lo encontraron muerto, ¿por qué no se dirigió a una casa cualquiera, la más cercana, para pedir socorro?
– Porque en el momento en que la bala de Grazia lo hirió, Dindò se convirtió en adulto.
– No lo entiendo -murmuró Fazio.
– Hasta ese momento era un chiquillo enamorado que no sabía lo que hacía. Un segundo después comprendió que era un asesino manipulado como una marioneta. El disparo no lo hirió de muerte sólo en el cuerpo, sino también y por encima de todo en el alma, pues le reveló la traición de Grazia. Se dejó morir.
– Pero aunque Grazia no hubiera disparado contra él, ella y Fonzio debían de tener un plan por si Dindò hablaba -objetó Fazio.
– Claro. Tenían intención de librarse de él cuanto antes, tal vez simulando un accidente. Continúo. Grazia, al ver que Dindò huye, lo persigue, enciende la luz que hay delante de la casa, un testigo lo dijo, aunque el fiscal dio otra interpretación, pero el muchacho ya se ha puesto en marcha y ha desaparecido. Grazia ve la sangre que empapa la tierra pero ignora la gravedad de la herida. Y eso la preocupa, la pone nerviosa, la induce a cometer un error. El único en un plan perfecto. Vuelve a subir al dormitorio de su tío, a nosotros nos dirá que para ver si podía hacer algo por él, arroja al suelo el revólver con el cual ha disparado, coge las llaves de la caja fuerte, se dirige al despacho, se apodera del dinero que hay dentro, y debía de haber mucho, deja unas doscientas mil liras, vuelve a colocar las llaves en su sitio y, en ese momento, se da cuenta de que sobre la cama o en algún otro sitio se encuentra el arma con que ha disparado Dindò, la que le facilitó Fonzio. No sabe qué hacer; según lo acordado, Dindò habría tenido que llevársela y después Fonzio ya se habría encargado de recuperarla y hacerla desaparecer. Grazia, temiendo que el arma pueda conducir hasta Aricò, la esconde en la casa junto con el dinero. Una casa que nosotros no registramos porque, aparte del dormitorio y el despacho, no había ningún motivo para registrar lo demás.
– Pero ¿usted cómo sabe todo eso del arma? -preguntó Gallo.
– No lo sé, lo supongo. Y, si queréis que os diga la verdad, éste es el punto más débil de mi reconstrucción. Pero si Dindò se derrumbó cuando todavía se encontraba en casa de Piccolo, lo primero que debió de hacer fue arrojar el arma lejos de sí. Sea como fuere, una vez escondidos el dinero y el arma, Grazia nos llama diciendo que han matado a su tío. Está muerta de miedo porque no sabe nada de Dindò y no sabe si éste tendrá el valor de denunciarla, pero consigue dominarse. La noticia del hallazgo del cuerpo del muchacho se la comuniqué yo mismo y ella interpretó su papel a la perfección.
– Usted, dottore, ha dicho que esta reconstrucción suya está empezando a confirmarse. ¿Cómo? -preguntó Fazio.
– En cuanto Grazia se ha quedado sola en casa, ha llamado a Fonzio.
– ¿Cómo lo sabe?
– He mandado pinchar el teléfono. Le ha dicho que acuda a la casa porque tiene que darle dos cosas. A mi juicio, el dinero y el revólver. Fonzio ha contestado que irá a verla pasada la medianoche.
– Y nosotros ¿qué hacemos?
– Vigilaremos por los alrededores. Con más paciencia que un santo, nos pasaremos unas cuantas horas tomando el fresco de la noche. Porque habrá besos, abrazos, un polvo de celebración y relatos recíprocos. Después, cuando salga Aricò, lo detendremos. Si le encontramos encima el dinero y el arma, está jodido. Con respecto al dinero, podrá defenderse diciendo que es suyo, que lo ha ganado en alguna timba, pero, con respecto al revólver, las pasará putas. Cualquier cosa será suficiente para demostrar que se trata del arma de la que salió la bala que mató a Piccolo. ¿Cómo podrá justificar que la tiene en el bolsillo?
– ¿Y Grazia?
– A ésa iréis a detenerla vosotros, yo no quiero mancharme las manos.
Montalbano acertó con pelos y señales. Fonzio Aricò llegó a las doce y media de la noche. La casa estaba totalmente a oscuras, la puerta se abrió, Fonzio entró y la puerta se volvió a cerrar. Al cabo de una hora, Montalbano, Fazio y Gallo empezaron a sentir los efectos del frío y a soltar maldiciones. No podían calentarse ni siquiera con el humo de un cigarrillo. A las tres y diez de la madrugada, el primero en darse cuenta de que la puerta se había abierto y a través de ella había salido una sombra fue el comisario. Fonzio se dirigió al coche, que había dejado en la carretera provincial. Llevaba un paquete en una mano. Cuando hizo ademán de abrir la portezuela, Fazio y Gallo se le echaron encima, lo arrojaron al suelo y lo esposaron. Todo ocurrió sin el menor ruido. En el bolsillo Fonzio tenía un revólver. Fazio lo cogió y se lo pasó a Montalbano.
– ¿Sabes que con esto estás jodido? -le dijo el comisario.
Inesperadamente, Aricò esbozó una sonrisa.
– Lo sé muy bien -respondió.
En el interior de la caja de cartón había ochocientos millones de liras en billetes dispuestos en fajos. Fonzio Aricò, que era un buen jugador y sabía por tanto cuándo estaba perdida la partida, ni siquiera intentó decir que el dinero era suyo.
En el coche habló sólo una vez.
– Por si le interesa, comisario, le diré que no he sido yo quien ha organizado todo este asunto. Ha sido esa grandísima puta.
Montalbano no tuvo la menor dificultad en creerlo. Ordenó que lo dejaran en la comisaría, subió a su coche y se fue a Marinella.
Una hora más tarde sonó el teléfono. Era Fazio.
– Ya hemos detenido a la chica.
– ¿Qué estaba haciendo?
– ¿Usted qué cree? Dormir como un ángel.
A la mañana siguiente, todo el mundo en la comisaría trató de consolar a Galluzzo, que se había encariñado con Grazia y no podía dar crédito a la historia. Por ese motivo, cada cinco minutos se asomaba al despacho de Montalbano para preguntarle con expresión desolada:
– Comisario, pero ¿está usted seguro de que es verdad?
Al cabo de una hora, el comisario ya no pudo aguantar más. Se levantó, salió y se fue a ver a Mimì Augello, que había sufrido una recaída.
– Pero ¿cómo es eso, Mimì, que antes no cogías ni un resfriado y ahora lo pillas todo?
– No consigo explicármelo, Salvo.
– ¿Quieres que te lo explique yo? Tú somatizas las cosas.
– No te entiendo.
– Ocurre que tienes que casarte y pillas todas las enfermedades posibles para retrasar el día de la boda.
– ¡No digas bobadas! Cuéntame lo del homicidio del usurero ése, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Piccolo.
Montalbano se lo contó. Y le contó también aquella cosa tan rara que le había ocurrido, cuando en la televisión Grazia le había parecido una chica de belleza extraordinaria, cuando en la realidad no lo era.
– Bueno -dijo Mimì-, se ve que la cámara te ha revelado el verdadero rostro de Grazia. A juzgar por tu descripción, esa chica es un verdadero demonio. Los que saben de esas cosas la llaman la belleza del demonio.
Montalbano no creía en el demonio y menos en los lugares comunes, en las frases hechas ni en las ideas preconcebidas. Pero, por una vez, no protestó.