A las siete de la mañana, después de un duermevela cansino, percibió con claridad el rumor del agua que entraba en los dos depósitos que había en el tejado de su casa de Marinella. Y puesto que el Ayuntamiento de Vigàta se dignaba facilitar agua a los ciudadanos cada tres días, el rumor significaba que Montalbano podría ducharse como Dios manda. En efecto, tras prepararse el café y beber reverentemente la primera tacita, corrió al cuarto de baño y abrió al máximo los grifos. Se enjabonó, se enjuagó, cantó, desentonando, toda la marcha triunfal de Aida y cuando se disponía a coger la toalla, oyó el timbre del teléfono. Salió desnudo del cuarto de baño, mojando todo el suelo -cosa que después su asistenta Adelina le haría pagar sin dejarle nada en el horno ni en el frigorífico-, y levantó el auricular. Oyó un tono continuo. ¿Cómo era posible que el teléfono siguiera sonando? De pronto comprendió que no era el teléfono, sino el timbre de la puerta. Miró el reloj de la consola del comedor, no eran aún las ocho de la mañana: ¿quién podía llamar a aquella hora a la puerta de su casa como no fuera alguno de sus ayudantes? Para que lo molestaran a esas horas debía de tratarse sin duda de algo realmente grave. Fue a abrir tal como estaba. Y el cura que se encontraba delante de la puerta, al verlo desnudo, pegó un salto hacia atrás, perplejo.
– Pe… perdone -dijo.
– Pe… perdone -dijo a su vez el comisario, tan perplejo como el otro, mientras trataba de taparse las vergüenzas con la mano izquierda sin conseguirlo del todo.
El cura no lo sabía, pero, a pesar de la embarazosa situación, había ganado un punto en la consideración de Montalbano. Porque al comisario le caían muy mal los curas que se vestían de paisano, ya fuera con vaqueros y jersey o con traje de sport; daban la impresión de querer esconderse, mimetizarse. El que estaba delante de su puerta, en cambio, iba con sotana y era un delgado y distinguido cuarentón con cara de persona comprensiva.
– Pase y siéntese mientras voy a vestirme -dijo Montalbano, desapareciendo en el cuarto de baño.
Al regresar lo encontró de pie en la galería, contemplando el mar. La mañana se presentaba con colores muy limpios y fuertes.
– ¿Podemos hablar aquí? -preguntó el cura.
– Por supuesto -contestó el comisario, apuntándole otro tanto a su favor.
– Soy el padre Luigi Barbera.
Se estrecharon la mano. Montalbano le preguntó si le apetecía un café, pero el cura dijo que no. Al comisario se le pasaron las ganas de tomarse otra taza al ver que el cura se debatía en la duda; se lo veía inquieto, como con prisa por decirle lo que había ido a decirle, y al mismo tiempo con temor.
– Dígame -lo apremió.
– He ido a buscarlo a la comisaría, pero usted aún no había llegado. Uno de sus hombres ha tenido la amabilidad de decirme dónde vive. Y me he tomado la libertad de venir. -Montalbano no dijo nada-. Es una cuestión delicada. -El comisario observó que al cura le brillaba la frente a causa del sudor-. Hace una semana vino a confesarse conmigo una…, una persona que está a punto de morir. Me reveló un secreto. Una culpa gravísima por la cual pagó un inocente. Yo la convencí de que hablara, de que se quitara ese peso no sólo delante de Dios, sino también delante de los hombres. No quería. Se resistía con todas sus fuerzas, se rebelaba. Al final, anoche la convencí, con la ayuda de Dios. Puesto que conozco su fama, he pensado que usted sería la persona más indicada para…
– ¿Para qué? -preguntó el comisario con muy poca educación.
¿Es que aquel cura estaba de guasa a esas horas de la mañana? En primer lugar, a él no le gustaban los folletines destinados al gran público y aquello tenía toda la pinta de ser un folletín ya por la simple alusión a un secreto, a una gravísima culpa, a un inocente que estaba en la cárcel… Después, estaba seguro, llegaría el resto del repertorio: la huerfanita maltratada, el joven apuesto pero malvado, el tutor ladrón… Y, en segundo lugar, a él las personas que estaban a punto de morir le daban un miedo atroz. Agitaban en su interior algo tan oscuro y profundo que después lo pasaba mal durante días. No, no tenía que entrar en absoluto en aquella historia.
– Mire, padre -dijo, levantándose para hacer comprender al cura que tenía que irse-, agradezco la confianza que ha depositado en mí, pero yo tengo demasiadas cosas que hacer para… Vuelva a pasar por la comisaría, pregunte por el dottor Augello y, de mi parte, dígale que se encargue él de ese asunto.
El cura lo miró con ojos de ternero a punto de ser llevado al matadero. Y dijo en voz tan baja que casi no se oyó:
– No me deje llevar esta cruz a mí solo, hijo mío.
¿Qué fue lo que tanto conmovió al comisario? ¿La elección de las palabras? ¿El tono en que fueron pronunciadas?
– Muy bien -repuso-. Voy con usted. Pero ¿está seguro de que no haremos el viaje en balde?
– Puedo garantizarle que esa persona le dirá…
– No me refería a eso. Lo que quería decir es si está seguro de que el moribundo vive todavía.
– La moribunda, dottore. Sí, he llamado antes de venir aquí. Creo que llegaremos a tiempo.
Decidieron que el comisario seguiría en su coche al cura, y por ese motivo Montalbano no pudo preguntarle nada más al padre Barbera. Esa falta de información aumentó su nerviosismo, pues ni siquiera conocía el nombre de la mujer a la que iba a visitar, y lo más extraño de todo era que estaba a punto de conocer a una persona a la que unas horas después ya no podría volver a ver. El padre Barbera se dirigió a las afueras de Vigàta. Al llegar a la carretera de Montelusa, giró a la izquierda, en dirección a Raccadali. Al cabo de unos tres kilómetros, volvió a girar a la izquierda, cruzó una gran verja de hierro, enfiló una alameda muy bien cuidada y se detuvo delante de una villa muy grande.
– ¿Dónde estamos? -preguntó el comisario en cuanto bajó.
– Es una residencia de ancianos. Se llama La Casa del Sagrado Corazón. La dirigen las monjas.
– Debe de ser bastante cara -comentó Montalbano, observando a un jardinero en plena tarea y a una enfermera que llevaba de paseo a un anciano en silla de ruedas.
– Sí -dijo secamente el cura.
– Oiga, antes de entrar, dígame una cosa. En primer lugar, ¿cómo se llama la…, la señora?
– Maria Carmela Spagnolo.
– ¿De qué se está muriendo?
– De vejez, se apaga lentamente como una vela. Tiene más de noventa años.
– ¿Marido? ¿Hijos?
– Mire, dottore, yo en realidad sé muy poco de ella. Se quedó viuda bastante joven y no tuvo hijos. Su único familiar es un sobrino que vive en Milán y que paga la residencia. Sé que vivía en Fela y que un tiempo después de la muerte de su marido se fue al extranjero. Hace cinco años regresó a Sicilia y decidió instalarse aquí.
– ¿Y por qué precisamente aquí?
– Eso puedo decírselo. Vino a esta residencia porque aquí estaba una amiga suya de la infancia…, pero murió el año pasado.
– ¿El sobrino ya ha sido avisado?
– Creo que sí.
– Déjeme fumar un cigarrillo.
El cura levantó los brazos. Montalbano buscaba toda suerte de pretextos para retrasar el momento en que tendría que encontrarse cara a cara con aquella pobre mujer. Por su parte, el padre Barbera no comprendía cómo era posible que el comisario mostrara tan poco interés por aquel asunto.
– ¿Y usted no sabe nada más?
El cura lo miró con la cara muy seria.
– Claro que sé más. Pero me lo dijeron en confesión, ¿comprende?
Ya estaba, la continuación del folletín. Ahora entraba en escena el cura que no podía desvelar el secreto que le había sido revelado en la oscuridad del confesionario. Bah, lo mejor que podía hacer era terminar con aquello cuanto antes, escuchar el delirio de una vieja que ya no estaba en sus cabales y retirarse del juego.
– Vamos.
Parecía un hotel de diez estrellas, en caso de que los hubiera. Por doquier aleteaban monjas con crujientes hábitos. Un ascensor tan grande como una habitación los condujo a la tercera y última planta. Aproximadamente unas diez puertas se abrían al reluciente pasillo. A través de una de ellas se escuchaba un desesperado y continuo lamento, a través de otra, la música de una radio o un televisor, de otra surgía una débil voz de anciana que cantaba «Hay una iglesita, amor, / escondida entre las flor…». El cura se detuvo delante de la última puerta del pasillo, que estaba entornada. Asomó la cabeza al interior, miró y se volvió hacia el comisario.
– Venga conmigo.
Para poder dar un paso hacia delante, Montalbano tuvo que imaginarse que tenía a alguien detrás que lo empujaba y lo obligaba a moverse. En la habitación había una cama, una mesita con dos sillas, un mueble con un televisor encima y dos cómodos sillones. Una puerta daba acceso al cuarto de baño. Todo limpísimo, todo en perfecto orden. A lado de la cama, sentada en una silla, una monja rezaba el rosario sin apenas mover los labios. A la moribunda sólo se le veía la cabeza de pajarito y el pelo peinado. El padre Barbera preguntó en voz baja:
– ¿Cómo está?
– Más allí que aquí -contestó la monja como en una infantil poesía, y luego se levantó y abandonó la estancia.
El padre Barbera se inclinó sobre la menuda cabeza.
– ¡Señora Spagnolo! ¡Maria Carmela! Soy el padre Luigi. -Los párpados de la anciana no se abrieron, se limitaron a temblar-. Señora Spagnolo, está aquí la persona que le dije. Puede hablar con él. Ahora yo me retiro. Volveré cuando haya terminado. -Ni siquiera entonces la anciana abrió los ojos; se limitó a asentir levemente con la cabeza. El cura, al pasar junto al comisario, le dijo en un susurro-: Tenga cuidado.
¿Por qué? Al principio el comisario no lo entendió, pero después comprendió perfectamente lo que había querido decir el cura: tenga cuidado porque esta vida pende de un hilillo de nada, de un invisible y fragilísimo hilo de telaraña, y sería suficiente un tono de voz demasiado alto, un leve acceso de tos, para romperlo. Se acercó de puntillas, se sentó cautelosamente en la silla y dijo en voz baja, dirigiéndose más a sí mismo que a la moribunda:
– Aquí estoy, señora.
Le llegó desde el lecho una voz finísima pero muy clara, sin jadeos y sin dolor:
– ¿Usted es…, usted es… la persona indicada?
«La verdad es que no lo sé», sintió deseos de contestar Montalbano, pero consiguió mantener la boca cerrada. ¿Cómo puede decir alguien con absoluta certeza a una persona: «Sí, yo soy la persona indicada para ti»? Sin embargo, a lo mejor la moribunda sólo quería preguntar si era un representante de la ley, alguien que sabría hacer buen uso de lo que pudiera averiguar. La anciana debió de interpretar el silencio del comisario como una respuesta afirmativa, y al final se decidió y, con cierto esfuerzo, movió la cabecita justo lo suficiente, sin abrir en ningún momento los ojos. Montalbano inclinó el tronco hacia la almohada.
– No…, no era…
»Ve… veneno.
»Cristi… na… lo querí…
»Y… yo… se lo di…, pero…
»No era…, no era…
»Veneno.
En medio del silencio absoluto de aquella estancia a la que no llegaban los ruidos ni las voces del exterior, Montalbano percibió una especie de silbido lejano y cercano a un tiempo. Comprendió que la señora Spagnolo había lanzado un profundo suspiro, liberada tal vez de aquel peso que llevaba encima desde hacía tantos años. El comisario esperó a que siguiera hablando, a que dijera algo más, pues lo que había dicho era demasiado poco y él no sabía qué camino seguir para empezar a comprender algo.
– Señora… -dijo muy bajito.
Nada. Seguro que se había quedado dormida, agotada por el esfuerzo. Entonces se levantó muy despacio y abrió la puerta. El padre Barbera no estaba, pero la monja permanecía de pie a cierta distancia sin dejar de mover los labios. Vio al comisario y se le acercó.
– La señora se ha quedado dormida -dijo éste, apartándose un poco.
La monja entró en la habitación, sacó el brazo izquierdo de la anciana de debajo de las mantas y le tomó el pulso. Después le sacó el otro y entrelazó el rosario que llevaba a la cintura en los dedos de la mano de la anciana.
Sólo entonces comprendió el comisario que aquellos gestos significaban que doña Maria Carmela Spagnolo había muerto. Que con aquella especie de silbido no se había librado del peso del secreto, sino del de la vida. Y él no había experimentado ningún miedo. No se había dado cuenta. Tal vez porque no había aparecido ni la solemne sacralidad de la muerte ni su cotidiana, horrenda y televisiva desacralización. Se había producido la muerte, simple y naturalmente.
El padre Barbera se reunió con el comisario cuando éste ya se había fumado dos cigarrillos seguidos.
– ¿Ha visto? Hemos llegado justo a tiempo. -Ya. A tiempo para morder un cebo, sentir el anzuelo en la garganta y tener la certeza de que la liberación resultaría larga y dificultosa. Lo habían pillado a traición. Miró al cura casi con rencor. El otro no pareció notarlo-. ¿Ha podido decirle algo?
– Sí, que lo que le dio a una tal Cristina no era el veneno que ésta quería.
– Coincide -dijo el cura.
– ¿Con qué?
– Quisiera ayudarlo, créame. Pero no puedo.
– Pero yo a usted sí lo he ayudado.
– Usted no es un sacerdote obligado a guardar secreto.
– De acuerdo, de acuerdo -replicó Montalbano subiendo a su automóvil-. Buenos días.
– Espere -dijo el padre Barbera. Sacó de una abertura lateral de la sotana una hoja de papel doblada en cuatro y se la entregó al comisario-. He conseguido que en secretaría me facilitaran todo lo que tenían de la señora. Le he apuntado también mi dirección y mi número de teléfono.
– ¿Sabe si han avisado al sobrino?
– Sí, le han comunicado el fallecimiento. Lo han llamado a Milán. Llegará a Vigàta mañana por la mañana. Si quiere… puedo decirle en qué hotel se hospeda.
El cura quería hacerse perdonar.
Pero el daño ya estaba hecho.
– Dottori, pido perdón, pero ¿usía no se encuentra bien? ¿Está mareado?
– No. ¿Por qué?
– Pues no sé… Parece que usía está y no está.
Catarella tenía toda la razón. Estaba en el despacho porque hablaba, daba órdenes, razonaba, pero con la cabeza estaba en aquella pulcra y arreglada habitación del tercer piso de la residencia geriátrica, junto al lecho de una nonagenaria moribunda, la cual le había dicho que…
– Oye, Fazio, entra y cierra la puerta. Tengo que contarte una cosa que me ha ocurrido esta mañana.
Cuando el comisario hubo terminado su relato, Fazio lo miró con expresión dubitativa.
– Y, según el cura, ¿qué debería hacer usted?
– Pues empezar a investigar, ver si…
– Pero ¡si ni siquiera sabe cuándo, cómo y dónde ocurrió ese asunto del veneno! ¡Igual es una historia de hace sesenta o setenta años! Y, además, ¿fue un hecho público y notorio o bien un hecho que permaneció encerrado dentro de los muros de la casa de unas personas honradas y del que jamás se supo nada? Hágame caso, dottore: olvídese de ese asunto. Quería decirle a propósito del atraco de ayer que…
– A ver si lo entiendo, Salvo. ¿Tú me has contado esa historia para que te dé un consejo, para saber si debes encargarte o no del caso?
– Exactamente, Mimì.
– Pero ¿por qué quieres darme por culo?
– No te entiendo.
– ¡Tú no quieres que te dé ningún consejo! ¡Tú ya lo has decidido!
– Ah, ¿sí?
– ¡Sí! ¡Cómo no vas a meterte tú en una historia como ésa, que no tiene ni pies ni cabeza! ¡Y que, por si fuera poco, es antigua! ¡Seguro que tendrás que vértelas con gente de hace cien años o poco menos!
– ¿Qué quieres decir?
– ¡Tú disfrutas con esos viajes a través del túnel del tiempo! ¡Te encanta hablar con viejecitos que, a lo mejor, se acuerdan del precio que tenía la mantequilla en mil novecientos doce y, en cambio, han olvidado cómo se llaman! El cura ha sido muy astuto. Ha cortado y cosido un traje perfecto para ti.
– ¿Sabes, Livia? Esta mañana estaba duchándome cuando han llamado a la puerta. He ido a abrir desnudo, tal como estaba, y…
– Perdona, creo que no he entendido bien. ¿Has ido a abrir completamente desnudo?
– Creía que era Catarella.
– ¿Y eso qué importa? ¿Acaso Catarella no es un ser humano?
– ¡Pues claro que lo es!
– Pues entonces, ¿por qué quieres castigar a un ser humano con la contemplación de tu cuerpo desnudo?
– ¿Has dicho castigar?
– Lo he dicho y lo repito. ¿O es que te crees el Apolo del Belvedere?
– Explícate mejor. ¿Quieres decir que la contemplación de mi cuerpo desnudo supone un castigo para ti?
– A veces sí y a veces no.
Aquello era el principio de la ritual pelea telefónica. Podía seguir adelante como si nada o acabar de mala manera. Optó por la primera posibilidad. Hizo un comentario gracioso, que le salió mal porque estaba ofendido, y terminó de contarle la historia a Livia.
– ¿Tienes intención de encargarte del asunto?
– Pues no lo sé. He estado dándole vueltas todo el día y me inclino más bien hacia el no. -Livia soltó una molesta risita-. ¿Por qué te ríes?
– Por nada.
– ¡Ah, no! ¡Tú vas a explicarme ahora mismo por qué se te ha escapado esa risita de scòncica!
– ¡No me hables en dialecto!
– Bueno, perdona.
– ¿Qué significa scòncica?
– Cachondeo, tomadura de pelo.
– No tenía la menor intención de tomarte el pelo. Era una risita, ¿cómo diría?, de pura y simple constatación.
– ¿Y qué estabas constatando?
– Que estás envejeciendo, Salvo. En otro tiempo te hubieras arrojado de cabeza a un caso como ése. Eso es todo.
– Ah, ¿sí? ¿Soy viejo y flácido?
– Yo no he dicho flácido.
– Pues entonces, ¿por qué afirmas que la contemplación de mi cuerpo es una especie de tortura?
Y esa vez la pelea estalló.
Tumbado en la cama, leyó la hoja que el cura le había entregado por la mañana.
Maria Carmela Spagnolo, hija de los difuntos Giovanni y Matilde Jacono, nace en Fela el 6 de septiembre de 1910. Tiene un hermano, Giacomo, cuatro años menor. El padre es abogado y goza de una posición desahogada. Se educa en un colegio de monjas. En 1930 se casa con el dottor Alfredo Siracusa, un rico farmacéutico de Fela, propietario de casas y terrenos. La pareja no tiene hijos. Se queda viuda en 1949 y a mediados del año siguiente lo vende todo y se traslada a París, donde vive su hermano Giacomo, diplomático de carrera. Lo sigue en todos sus desplazamientos. Después muere su hermano, que está casado y tiene un hijo llamado Michele. Maria Carmela Spagnolo sigue recorriendo el mundo con su sobrino soltero Michele, que se ha convertido en ingeniero del ENI, la empresa nacional de hidrocarburos. Cuando Michele Spagnolo se jubila y fija su residencia en Milán, Maria Carmela pide ser acogida en la Casa del Sagrado Corazón. Ha donado todo su dinero (que es mucho) a su sobrino. Éste, a cambio, atenderá las necesidades de su tía mientras viva.
Y sanseacabó. Bien mirado, de aquella lectura Montalbano no había sacado nada en claro. O puede que hubiera algo y que ese algo pudiera traducirse en una pregunta: ¿por qué una mujer, a los pocos meses de enviudar, lo vende todo y se va al extranjero, dejando atrás las costumbres, los hábitos, los familiares y las amistades?
Aquella noche, seguro que por culpa de los tres cuartos de kilo de pulpitos gratinados que Adelina le había dejado y que él se había zampado religiosamente pese a constarle que eran de peligrosa digestión, sufrió varias pesadillas. En una de ellas iba por la calle completamente desnudo. Tenía el rostro arrugado y la piel le colgaba formando pliegues. Caminaba apoyado en dos bastones y rodeado por un numeroso grupo de mujeres que curiosamente se parecían a Livia. Éstas le tomaban el pelo y azuzaban contra él unos perros furiosos. Él intentaba refugiarse en alguna casa, pero todas las puertas estaban cerradas. Finalmente veía una que estaba abierta, entraba y se encontraba en el interior de una cueva llena de humo y de hornillos sobre los cuales había alambiques y destiladores. Una cavernosa voz de mujer le decía:
– Acércate. ¿Qué quieres de Lucrecia Borgia?
Él se acercaba y descubría que Lucrecia Borgia no era sino la pobre señora Maria Carmela Spagnolo, viuda de Siracusa, recién fallecida.
Estuvo dando vueltas en la cama casi hasta las cinco, después le entró sueño y durmió cuatro horas seguidas. Cuando se despertó eran las nueve. Se lavó y se afeitó a toda prisa soltando palabrotas, se vistió, abrió la puerta y se encontró directamente en el ojo el dedo del padre Barbera, quien se disponía a llamar al timbre. ¡Vaya, lo que faltaba! ¡Aquel cura se había aprendido el camino de su casa y ahora ya no lo olvidaba!
– ¿Hay alguien más que esté a punto de morir? -preguntó con estudiado tono malhumorado.
El padre Barbera pareció no captar la ironía.
– ¿Puedo entrar? Sólo unos minutos. -Montalbano lo hizo pasar, pero no lo invitó a sentarse. Ambos permanecieron de pie-. Esta noche no he pegado ojo -dijo el cura.
– ¿Usted también cenó pulpos gratinados?
– No, yo sólo tomé una sopita con un poco de queso.
Y no añadió nada más. ¿Sería posible que se hubiera desplazado hasta Marinella para comunicarle el menú de la víspera?
– Oiga, esta vez sí que no tengo tiempo.
– He venido para rogarle que lo deje correr. ¿Qué derecho tengo yo a poner en su conocimiento como representante de la ley un hecho acaecido hace tanto tiempo que…?
– Concretemos: ¿fue en los primeros seis meses de mil novecientos cincuenta?
El padre Barbera se sobresaltó y lo miró, sorprendido. Montalbano comprendió que había dado en el blanco.
– ¿Se lo dijo la difunta?
– No.
– ¿Entonces cómo lo sabe?
– Porque soy policía. Siga.
– Verá, es que no creo que tenga, que tengamos, ningún derecho a sacar a la luz un hecho que, con el paso del tiempo, llegó a su conclusión y alcanzó el olvido. Volverían a abrirse antiguas heridas, puede que surgieran nuevos rencores…
– Alto ahí -dijo Montalbano-. Usted habla de heridas y rencores, y el juego le resulta más fácil porque sabe más que yo. Yo, en cambio, no estoy en condiciones de valorar nada, todo es como una densa bruma.
– Pues entonces asumo mi responsabilidad y le digo que se olvide de esta historia.
– Podría, pero con una condición.
– ¿Cuál?
– Ahora se la digo. Pero antes tengo que pensar un poco. Vamos a ver. En uno de los primerísimos meses del año mil novecientos cincuenta una tal Cristina le pide a doña Maria Carmela, esposa o viuda reciente de un farmacéutico, un poco de veneno. Doña Maria Carmela, por razones que nos será difícil llegar a conocer, o bien sospechando que Cristina quiere utilizar el veneno para asesinar a alguien, le da en su lugar unos polvos inofensivos. Le gasta una broma pesada, como las que suelen gastar los curas, y usted me perdonará, padre. Cristina administra el veneno a la persona a la que quiere matar y ésta sigue viva, sin más molestias que un ligero dolor de tripa. -El cura escuchaba al comisario con el cuerpo inclinado hacia delante como un arco en tensión-. No obstante, si las cosas hubieran sucedido de esa manera, doña Maria Carmela no tendría motivo para sentir remordimiento. No era veneno y, por consiguiente, no habría por qué. Sin embargo, si doña Maria Carmela ha experimentado durante tantos años y hasta el momento de su muerte una congoja tan grande, eso significa que las cosas no salieron tal como ella esperaba. ¿Me explico?
– Perfectamente -contestó el cura con los ojos clavados en los del comisario.
– Y ahora llegamos al punto crucial. Por lo que parece, aunque Cristina no recibió el veneno, el homicidio se produjo. -No era sudor sino agua lo que bajaba por la frente del padre Barbera-. Y añado más: la persona, no sé si hombre o mujer, fue asesinada no con un arma de fuego o un cuchillo, sino con veneno.
– ¿Cómo puede saber tal cosa?
– Me lo dijo la pobre difunta. Ésa fue la angustia que arrastró toda su vida. Porque, tras haberse producido el homicidio, debió de asaltarla la duda de si se habría equivocado y habría dado inadvertidamente a Cristina un veneno de verdad en lugar del falso que ella había preparado. -El cura ni hablaba ni se movía-. Voy a decirle cómo pienso actuar. Si la persona que cometió el homicidio lo ha pagado, a mí el asunto ya no me interesa. Pero si todavía hay algo que no está claro, que no ha quedado resuelto, seguiré adelante.
– ¿A pesar de los más de cincuenta años transcurridos?
– ¿Quiere que le diga una cosa, padre Barbera? Yo a veces me pregunto qué pruebas tenía Dios para acusar a Caín del homicidio de Abel. Si pudiera, tenga por seguro que abriría una investigación.
El padre Barbera lo miró estupefacto y la parte inferior del mentón le cayó sobre el pecho. Después extendió los brazos, resignado.
– Siendo así… -Se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir añadió-: Ha llegado Michele Spagnolo. Se hospeda en el hotel Pirandello.
Se presentó con retraso a la reunión con el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi. Éste se limitó a mirarlo con desprecio y esperó en silencio -para subrayar su descortesía- a que el comisario se sentara pidiendo disculpas a derecha e izquierda a sus compañeros. Después reanudó su disertación sobre el tema «¿Qué puede hacer la policía para recuperar la confianza de los ciudadanos?». Uno propuso crear un concurso con premios, un segundo dijo que lo mejor sería organizar un baile con premios jugosos y cotillón, un tercero sostuvo que podían invitar a la prensa a que colaborara.
– ¿En qué sentido? -preguntó Bonetti-Alderighi.
– En el sentido de que pueden disimular algo más cuando nos equivocamos o no conseguimos…
– Entiendo, entiendo -lo cortó rápidamente el jefe superior-. ¿Alguna otra propuesta? -El índice y el dedo medio de la mano derecha de Montalbano se levantaron por su cuenta y riesgo sin que el cerebro se lo hubiera mandado. El comisario contempló sus dedos levantados con cierto estupor y el jefe superior lanzó un suspiro-. Diga, Montalbano.
– ¿Y si la policía cumpliera siempre y en todo momento con su deber sin provocar ni prevaricar?
La reunión se disolvió en medio de un frío polar.
Para regresar a Vigàta, Montalbano tenía que pasar necesariamente por delante del hotel Pirandello. No esperaba encontrar a Michele Spagnolo, pero podía probar por si acaso.
– Sí, comisario, está en su habitación. ¿Le paso el teléfono?
– ¿Oiga? Soy el comisario Montalbano.
– ¿Comisario de qué?
– De las fuerzas del orden del Estado.
– ¿Y qué quiere de mí?
El ingeniero Spagnolo parecía sinceramente sorprendido.
– Hablar.
– ¿A propósito de qué?
– De su tía.
La voz del ingeniero brotó de su garganta en un tono similar al de una gallina estrangulada.
– ¡¿Mi tía?!
– Mire, ingeniero, estoy aquí, en su hotel. Si usted tuviera la amabilidad de bajar, podríamos hablar mejor.
– Bajo ahora mismo.
El ingeniero era un hombre de sesenta y tantos años, más bien bajo de estatura y con la cara como de barro cocido, pues la piel se le había asado bajo el sol de los desiertos en busca de petróleo. Era un manojo de nervios que se movía a sacudidas. Se sentó, se levantó, volvió a sentarse cuando Montalbano se hubo sentado, cruzó las piernas, las descruzó, se arregló el nudo de la corbata y se cepilló la chaqueta con la mano.
– No comprendo por qué la policía…
– No se altere, ingeniero.
– No estoy alterado.
¡Pues a saber lo que hacía cuando lo estaba!
– Su tía, antes de morir, quiso revelarme una historia que no comprendí demasiado bien, una historia de un veneno que no era veneno…
– ¿Veneno? ¡¿Mi tía?!
Se levantó, se sentó, cruzó las piernas, las descruzó, se arregló la corbata, se cepilló la chaqueta con la mano. Esa vez, además, se quitó las gafas, sopló sobre los cristales y se las puso de nuevo.
«Como siga así, en diez minutos me vuelvo loco», pensó el comisario. Mejor abreviar.
– ¿Qué puede decirme de su tía?
– Que era una santa mujer. Que me hizo de madre.
– ¿Por qué vino a Vigàta hace cinco años?
Se levantó, se sentó, cruzó las piernas, las descruzó, se arregló el nudo de la corbata, se cepilló la chaqueta con la mano, se quitó las gafas, sopló sobre los cristales, se las puso. Además resolló por la nariz.
– Porque, después de jubilarme, me casé. Y la tía no se llevaba bien con mi mujer.
– ¿Sabe algo que le ocurrió a su tía en los primeros meses del año mil novecientos cincuenta?
– No sé nada. Pero, en nombre de Dios, ¿a qué viene todo esto?
Se levantó, se sentó, cruzó las piernas, las descruzó… Pero el comisario ya había abandonado el hotel.
Mientras circulaba en dirección a Vigàta, se acordó de un artículo que había leído sobre Hamlet, firmado por un especialista en Shakespeare. En él se afirmaba que el fantasma del padre -el difunto rey asesinado por su hermano con la complicidad de Gertrudis, su viuda, convertida en amante del asesino-cuñado-, al ordenar a su hijo Hamlet que lo vengue matando a su tío pero respetando la vida de su madre, lo sitúa en una posición de melodrama y no de tragedia. Como es universalmente sabido, mientras que un parricidio o un matricidio son actos trágicos, un tiocidio es como mucho un asunto de melodrama ligero o de comedia burguesa que fácilmente puede derivar en farsa. Sin embargo, el joven príncipe de Dinamarca, mientras cumple la misión que se le ha encomendado, arma tanto alboroto y urde tantas intrigas que consigue autopromocionarse hasta alcanzar el nivel de personaje de tragedia. ¡Y menuda tragedia! Una vez establecidas las necesarias distancias entre su persona y Hamlet y considerando que doña Maria Carmela le había hablado cuando todavía no era un fantasma -aunque le faltaba poco para serlo-, considerando asimismo que la pobre mujer no le había asignado explícitamente ninguna misión y que, en todo caso, quien quería encomendarle la misión era el padre Barbera -personaje fácilmente eliminable, habida cuenta de que en la tragedia de Shakespeare no aparece ninguno-, considerando, pues, todo ello, ¿por qué razón iba él a transformar con su investigación un folletín en una novela policiaca? Porque a eso podía aspirar aquel asunto, a convertirse en una buena novela negra, pero jamás de los jamases en una de aquellas «densas y profundas novelas» que todo el mundo compra y nadie lee, por más que los críticos juren y perjuren que nunca ha caído en sus manos un libro semejante.
Por eso, cuando entró en la comisaría, adoptó la firme decisión de no encargarse jamás de la historia del veneno que no era veneno, aunque lo tiraran del ronzal, como se hace con los burros testarudos.
– Hola, Salvo. ¿Sabes una cosa?
– No, Mimì, no la sabré hasta que tú me la digas. En cambio, si me la dices, cuando me preguntes si la sé, tendrás la satisfacción de que te conteste: «Sí, la sé.»
– ¡Jesús, qué antipático estás hoy! Simplemente quería decirte a propósito de aquella anciana difunta, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Maria Carmela Spagnolo, de cuyo caso te estás encargando…
– No.
Mimì Augello lo miró, perplejo.
– ¿Qué significa «no»?
– Significa justo lo contrario de «sí».
– Explícate mejor. ¿No quieres saber lo que quería decirte o es que ya no te encargas del asunto?
– Lo segundo.
– ¿Por qué?
– Porque yo no soy Hamlet.
Augello se sorprendió.
– ¿El de «ser o no ser»? ¿Y qué tiene eso que ver?
– Pues tiene. ¿Qué tal van las investigaciones sobre el atraco?
– Bien. Estoy seguro de que los atraparé.
– Cuéntame.
Mimì le contó con todo detalle cómo había identificado a dos de los tres atracadores. Si esperaba alguna palabra de aprobación por parte del comisario, se llevó una decepción. Montalbano ni siquiera lo miraba, mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, enfrascado en sus propios pensamientos. Al cabo de cinco minutos de silencio, Augello se levantó.
– Bueno, me voy.
– Espera. -Las palabras brotaron con esfuerzo de la boca del comisario-. ¿Qué querías decirme sobre… la muerta?
– Que he averiguado una cosa. Pero no te la diré.
– ¿Por qué?
– Porque acabas de decir que ya no te encargas del caso. Y, además, porque no te has dignado dedicarme ni una sola palabra de felicitación por cómo he llevado la investigación del atraco.
¿Y aquello era una comisaría? Aquello era un parvulario que funcionaba a base de piques y desplantes. Yo no te doy la conchita porque tú no me has dado un trozo de tu merienda…
– ¿Quieres que te diga que lo has hecho muy bien?
– Sí.
– Mimì, no lo has hecho del todo mal.
– ¡Salvo, eres un grandísimo mariconazo! Pero, como soy un hombre generoso, te diré lo que he averiguado. Esta mañana, en la barbería, el abogado Colajanni estaba leyendo las esquelas del periódico, como los viejos…
Montalbano se enfureció de inmediato.
– ¿Qué significa eso de «como los viejos»? ¿Acaso yo soy un viejo? ¡Yo lo primero que leo en el periódico son precisamente las esquelas! Y después las crónicas de sucesos.
– Bueno, hombre, bueno… De repente el abogado ha dicho en voz alta: «¡Vaya! ¡Maria Carmela Spagnolo! ¡No imaginaba que aún estuviera viva!» Eso es todo.
– ¿Y qué?
– Salvo, eso quiere decir que hay gente que todavía se acuerda de ella. Y que, por tanto, la historia del veneno debió de armar un buen revuelo en su momento. Por consiguiente, se te abre un camino: vas al abogado Colajanni y le preguntas.
– ¿Tú has leído la esquela?
– Sí, era muy sencilla. Decía que el afligido sobrino comunicaba el fallecimiento de su adorada… etc., etc. ¿Qué piensas hacer? ¿Irás?
– Pero ¿es que no conoces al abogado Colajanni? ¡A ése la vejez lo ha vuelto loco de atar! Como te equivoques media palabra, te rompe una silla en la cabeza. Para hablar con él tienes que ir protegido con un equipo antidisturbios. Además, ya he tomado la decisión: no quiero ocuparme de ese asunto.
– ¿Dottor Montalbano? Soy Clementina Vasile-Cozzo. Parece que nos hemos peleado. Nunca nos vemos. ¿Cómo está?
Montalbano notó que se ruborizaba. Hacía tiempo que no se dejaba caer por la casa de la anciana paralítica a la que tanto apreciaba.
– Estoy bien, señora. ¡Cuánto me alegra oír su voz!
– Mi llamada es interesada, señor comisario. Me ha llamado una prima mía de Fela diciéndome que mañana vendrá a Vigàta. Puesto que hace tiempo que me persigue para que se lo presente, ¿tendría usted la bondad de venir mañana a comer a mi casa, si puede? Así me la quito de encima.
Aceptó, pero, por una inexplicable razón, se sintió ligeramente inquieto. Se le había despertado el instinto de cazador y éste le advertía de un inminente peligro, de un hoyo cubierto de hojas en cuyo interior podía caer si no se andaba con cuidado. Bobadas, pensó. ¿Qué peligro podía encerrar una invitación a comer en casa de la señora Clementina?
«Por curiosidad, por pura curiosidad», se recordó a sí mismo el comisario mientras detenía el coche en la explanada de la parte trasera de la Casa del Sagrado Corazón a las ocho y media de la mañana siguiente. Había acertado. Delante de la verja había estacionado un coche fúnebre adornado con relucientes ángeles dorados. A pocos metros vio un taxi, cuyo conductor paseaba arriba y abajo, y tres ciclomotores. Las clínicas, los hospitales y las residencias siempre tienen una puerta posterior que se utiliza para los entierros generalmente matinales, rápidos y discretos: dicen que se hace así para no impresionar con el espectáculo de los ataúdes y de los llorosos familiares a los enfermos y a los hospitalizados, que esperan poder salir por su propio pie a través de la entrada principal. Soplaba un fuerte viento que alborotaba las nubes amarillentas. Al poco rato aparecieron cuatro sujetos portando un ataúd y, a su lado, el sobrino de la pobre señora Maria Carmela. Y nada más. Montalbano puso en marcha el motor y se fue, entristecido y enojado consigo mismo por la ocurrencia que había tenido. Pero ¿se podía saber qué coño había ido a hacer a aquel entierro cuya sordidez era tan desoladora que casi resultaba ofensiva? ¿Por curiosidad? ¡Sobre qué! ¿Para descubrir qué nuevos e imaginativos tics se sacaba de la manga el ingeniero Spagnolo?
En cuanto la asistenta de la señora Clementina Vasile-Cozzo le abrió la puerta, Montalbano comprendió, por la mirada que la mujer le dirigió, que ésta seguía teniéndole una antipatía tan profunda como inexplicable. Se lo perdonaba en parte porque era una excelente cocinera.
– Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? -dijo la asistenta, quitándole desconsideradamente de las manos la bandeja de cannoli, los típicos dulces sicilianos rellenos de requesón azucarado y fruta confitada, que llevaba.
¿Qué quería decir? ¿Que en menos de un año se había convertido en un viejo? Y, por si fuera poco, en respuesta a su inquisitiva y preocupada mirada, la muy infame sonrió.
En el salón, con el cuerpo desparramado en un sillón que estaba al lado de la silla de ruedas de la señora Clementina, había una mujer gordísima de unos cincuenta y tantos años que ya desde las primeras palabras que pronunció demostró ser una gritona, es decir, una mujer que, en lugar de hablar, utilizaba una entonación que era prima hermana de un do de pecho.
– Le presento a mi prima Ciccina Adorno -dijo la señora Clementina, suplicando con su tono de voz la comprensión del comisario.
– ¡Virgen santísima! ¡Cuánto me alegro de conocerlo!
Fue, más que nada, una vía intermedia entre el silbido de una sirena antiniebla y el aullido de un lobo con la tripa vacía desde hace un mes. Durante el cuarto de hora que tardaron en sentarse a la mesa, Montalbano, con los oídos doloridos, averiguó que la señora Ciccina Adorno, viuda de Adorno («Me casé con mi primo»), no tenía cincuenta y tantos años sino setenta y tantos, y tuvo que soportar la explicación de por qué la señora había tenido que trasladarse de Fela a Vigàta por culpa de una discusión con un individuo a quien había alquilado una casita de su propiedad y se negaba a pagarle el alquiler porque en el tejado había una gotera y, cuando llovía, le entraba agua en el salón de visitas. ¿A quién correspondía, según el comisario que entendía de leyes, el pago de la reparación de la gotera? Por suerte, en aquel momento apareció la asistenta para anunciar que la comida estaba lista.
Aturdido por los gritos, el comisario no pudo disfrutar de la pasta al horno cuyo nivel de excelencia debía de estar justo por debajo del límite máximo, más allá del cual estaba Dios. Como contrapartida, la señora Ciccina había pasado al tema que más le interesaba, es decir, la averiguación de los más mínimos detalles de las investigaciones y de los casos resueltos por Montalbano, cuyos pormenores ella conocía con toda precisión. Recordaba cosas que el propio comisario había olvidado.
Cuando se sirvió el pescado, Clementina Vasile-Cozzo hizo un último intento de salvar al comisario de aquel ciclón de preguntas.
– Ciccina, ¿tú que crees, que la emperatriz de Japón tendrá un varón o una niña?
Y mientras Montalbano se quedaba perplejo ante aquella inesperada alusión al Sol Naciente o lo que fuera, la señora Clementina le explicó que su prima lo sabía todo acerca de las casas reales de todo el mundo. La señora Ciccina no mordió el anzuelo.
– ¿Y tú quieres que me ponga a hablar de esas cosas teniendo delante a nuestro comisario? -Y, sin detenerse tan siquiera para recuperar el resuello, añadió-: ¿Qué opina del caso Notarbartolo?
– ¿Qué Notarbartolo?
– ¿Está de broma? ¿No se acuerda de Notarbartolo, el del Banco de Sicilia? -Era un suceso acaecido a principios del siglo XX (¿o a finales del XIX?), pero la señora Ciccina hablaba de él como si hubiera ocurrido la víspera-. Porque yo, señor comisario, lo sé todo acerca de los delitos ocurridos en Sicilia desde la Unificación de Italia hasta hoy.
Una vez finalizada la digresión acerca del caso Notarbartolo se puso a hablar del caso Mangiaracina (1912-1914), que era tan tortuoso y complicado que, a la hora del café, aún no se había descubierto al asesino. Llegado a ese punto, y temiendo tener los tímpanos gravemente dañados, Montalbano consultó su reloj, se levantó, simuló una repentina prisa, dio las gracias y se despidió de la señora Clementina. Ciccina Adorno lo acompañó a la puerta.
– Disculpe, señora -preguntó el comisario sin apenas darse cuenta de lo que estaba preguntando-. ¿Usted recuerda a una tal Maria Carmela Spagnolo?
– No -contestó con firmeza la señora Adorno, la que lo sabía todo acerca de los delitos de sangre cometidos en la isla.
Sentado en la roca bajo el faro, se entregó a una especie de autoanálisis. No cabía duda de que la respuesta negativa de Ciccina Adorno lo había decepcionado. ¿Eso significaba que él quería encargarse de aquella investigación? ¿Sí o no? ¡Que se decidiera de una vez! Bastaba un mínimo de iniciativa. Presentarse, por ejemplo, al abogado Colajanni y conseguir que éste le dijera, aun a riesgo de que le soltara un guantazo, lo que sabía acerca de Maria Carmela Spagnolo. Porque no cabía duda de que Colajanni la conocía, dada su reacción ante el anuncio del óbito. O bien podía ir a la biblioteca pública, pedir los números de 1950 del periódico más importante de la isla y con paciencia de santo averiguar qué había ocurrido en Fela en el primer semestre de aquel año. O bien encargarle a Catarella que buscara la información en su ordenador. Entonces ¿por qué no lo hacía? Con un poco de buena voluntad averiguaría todo lo que había que averiguar y santas pascuas. ¿Tal vez era porque no le gustaba añadir al encarnizamiento terapéutico -tan discutido por médicos, curas, moralistas y presentadores de televisión- y al judicial -tan discutido por jueces y políticos- el encarnizamiento investigador que, por el contrario, jamás sería discutido por nadie? ¿O bien porque -y ésta le pareció finalmente la explicación más apropiada- prefería mantener una actitud pasiva? Es decir, ser como la orilla del mar, a la que de vez en cuando llegan restos de naufragios: algunos se los vuelve a llevar la mar y otros se quedan allí, tostándose bajo el sol. En tal caso, lo mejor era esperar a que las olas arrojaran más restos.
Estaba a punto de irse a la cama cuando sonó el teléfono. Era la una de la madrugada. Tenía que ser Livia.
– Hola, cariño -dijo.
En el otro extremo de la línea sólo escuchó silencio hasta que estalló una especie de trueno apocalíptico que lo dejó medio sordo. Apartándose el auricular del oído, comprendió que se trataba de una carcajada. Y que aquella carcajada sólo podía pertenecer a Ciccina Adorno. Aquella mujer era no sólo gritona, sino también insomne.
– Lo siento, dottore, pero no soy su cariño. Pero ¡es que usted me ha engañado, dottore!
– ¿Yo? ¿En qué, señora?
– En lo de Maria Carmela Spagnolo. No me dijo su apellido de casada, Siracusa, que era el de un farmacéutico, y yo he perdido el sueño pensando en ello.
– ¿La conocía?
– ¡Pues claro que la conocía! Incluso personalmente. Pero hace años y años que no sé nada de ella.
– Murió aquí en Vigàta el otro día.
– ¿De veras?
– Oiga, señora, ¿podríamos vernos mañana por la mañana?
– Salgo a las ocho hacia Fela.
– ¿Podría…?
– Si no tiene mucho sueño, venga aquí ahora.
– Pero la señora Clementina…
– Mi prima está de acuerdo. Lo esperamos.
Antes de salir, se introdujo en las orejas dos bolitas de algodón.
Cuando la señora Ciccina llevaba una hora hablando, los vecinos del piso de abajo empezaron a golpear el techo. A ellos se añadieron los del piso de arriba, los cuales empezaron a golpear el suelo. Después otros empezaron a golpear las paredes. Entonces la señora Clementina abrió un trastero y encerró dentro a su prima y al comisario.
Montalbano abandonó la casa tres horas, seis tazas de café y veinte cigarrillos después. A pesar de la protección del algodón, le dolían los oídos. Esta vez, las olas habían arrojado a la orilla no unos restos dispersos, sino un galeón entero.
A las nueve de la noche del uno de enero de 1950, el abogado Emanuele Ferlito, Nenè para los amigos, se sentó puntualmente a la mesa del sacanete del círculo Patria, que en Fela todo el mundo sabía que era en realidad un garito. Y si lo era en los días laborales, es fácil imaginar en qué se convertía los festivos y, especialmente, los días que van de Navidad a Reyes, cuando en el pueblo es tradición jugarse hasta los calzoncillos. El abogado Nenè Ferlito, hombre rico y esencialmente holgazán -pues raras veces se dedicaba a su trabajo, y cuando lo hacía, era casi siempre para sacar de un apuro a los amigos-, tenía cincuenta y tantos años y no le faltaba de nada. Aparte de ser capaz de permanecer sentado a la mesa de juego durante cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarse ni para ir al lavabo, el abogado tenía mujeres en Fela y en los pueblos circundantes y era bien sabido que en Palermo (adonde se desplazaba a menudo para intervenir en juicios, o, por lo menos, eso le decía a su esposa, Cristina) mantenía a dos, una bailarina y una costurera. En una velada se bebía más de media botella de coñac francés. El número diario de cigarrillos sin filtro que se fumaba oscilaba entre los ciento diez y los ciento veinte. Hacia las once de aquella noche de fin de año sufrió un repentino desmayo, cosa que ya le había ocurrido el año anterior. Es decir, que el abogado se quedó tan tieso como un bacalao, dicho sea con todo el respeto, experimentó unos violentos espasmos, vomitó y sólo haciendo un supremo esfuerzo consiguió respirar.
– ¡Ya estamos otra vez! -gritó entonces el doctor Jacopo Friscia, que en aquellos momentos se encontraba también en el círculo.
Friscia, que lo atendía desde que le había dado el primer desmayo, le había prohibido terminantemente fumar, pero al abogado Ferlito la prohibición le había entrado por un oído y le había salido por otro. La recaída, pues, era inevitable.
Pero esta vez la situación es mucho más grave. Nenè Ferlito se está muriendo asfixiado y, para abrirle las mandíbulas, el médico y los del círculo se ven obligados a utilizar un calzador. Al final, el abogado se recupera ligeramente y es trasladado en brazos a su casa mientras el doctor Friscia corre en busca de medicación. La mujer, Cristina, pide que acuesten al marido (la pareja duerme en habitaciones separadas) y después llama por teléfono a su hija Ágata, de dieciocho años, que está pasando las fiestas en Catania, en casa de unos familiares. Los que le han prestado auxilio se retiran en cuanto llega el doctor Friscia, el cual encuentra al enfermo estacionario. El médico, tras haberle dicho claramente a su mujer que la vida del enfermo corre peligro, anota en una hoja de papel los medicamentos que hay que administrarle y la dosis. Al ver que la señora Cristina está comprensiblemente aturdida y ausente, le repite que la vida de su marido depende del estricto cumplimiento de las instrucciones. Habrá que vigilarlo toda la noche. Cristina dice que podrá hacerlo. El médico, que no está muy convencido, le pregunta si necesita a una enfermera que se encargue de todo. Cristina rechaza el ofrecimiento y el médico se retira.
A la mañana siguiente, poco después de las ocho, el dottor Friscia llama a la puerta de la casa de los Ferlito. Le abre la doncella Maria, la cual le dice que la señora Cristina permanece encerrada en la habitación de su marido y no quiere que entre nadie. Pero el médico consigue que le abra. En la estancia se aspira un pestazo insoportable a vómito, orines y mierda. Cristina está sentada en una silla al lado de la cama, rígida y con los ojos muy abiertos. El médico consuela a la mujer, que se encuentra en estado de shock, y se da cuenta de que las medicinas que le ha entregado ni siquiera están abiertas.
– Pero ¿por qué no se las ha dado?
– No hubo tiempo. Murió media hora después de que usted se fuera.
El médico toca el cuerpo del paciente. Aún está caliente. Pero puede que la explicación sea la estufa de leña que el propio abogado había encendido la víspera antes de salir para cuando regresara a casa de la velada en el círculo. La estufa, dirá más tarde la señora Cristina, la había alimentado ella misma un cuarto de hora antes de que le llevaran a casa a su marido moribundo.
El entierro se retrasa unos días para que Stefano, el hermano del muerto, que vive en Suiza, pueda asistir. Al día siguiente de la muerte del abogado, su hija Ágata visita al doctor Friscia para que éste le refiera con todo detalle lo que le había dicho a su madre a propósito de los medicamentos que ésta no había tenido tiempo de administrar a su marido. El resultado es que Ágata se va de casa y pide hospitalidad a unos amigos. Pero ¿cómo se explica que una hija abandone a su madre justo cuando más tendría que estar a su lado, en el momento del dolor? Entonces empiezan a correr abiertamente por el pueblo unos rumores que ya circulaban en forma de insinuaciones, alusiones y significativas medias palabras.
Cuando se casa, Cristina Ferlito es una guapísima joven de veinte años, hija del notario Calogero Cuffaro, es decir, del representante más autorizado, tanto en Fela como en los municipios cercanos, del partido en el poder. El obispo lo recibe un día sí y otro también. No hay encargo público, concesión, licencia ni contrato que Cuffaro no controle. En poco tiempo Cristina averigua de qué pasta está hecho su marido, que le lleva diez años. Tienen una hija. Cristina se comporta como una esposa abnegada, nadie puede decir nada malo de ella, hasta el mes de febrero de 1948, en que su marido le lleva a casa a un sobrino lejano de veinticinco años llamado Attilio, un joven guapísimo a quien él ha encontrado trabajo en Fela.
Attilio, que hasta entonces había vivido con sus padres en Fiacca, se instala en una habitación de la villa que ocupan el abogado y su mujer. Muchas veces, dicen las malas lenguas, el sobrino se presta a consolar a su tía Cristina, la cual se queja con él de las constantes traiciones de su marido. Y, entre tantos consuelos, a la señora Cristina acaba resultándole más cómodo que la consuelen en la cama. Pero la mujer se enamora del chico, no lo deja ni respirar, está tremendamente celosa y empieza a montarle escenas incluso en presencia de extraños. El abogado recibe unos anónimos que lo dejan indiferente; es más, se alegra de que su mujer deje de tocarle los cojones a él y se los toque al sobrino. En el mes de octubre del año siguiente, en parte porque ya no puede aguantar más a la amante y en parte porque le duele ofender a su tío, a quien le debe el trabajo, Attilio se traslada a vivir a una pensión. Cristina se vuelve aparentemente loca, deja de comer y de dormir, envía larguísimas cartas a su ex amante por medio de su doncella Maria… En algunas de ellas le expone su intención, que Attilio no se toma en serio, de matar a su marido para recuperar su libertad y vivir con él.
El día del entierro, todo el pueblo ve que Cristina es esquivada por su hija, por su cuñado Stefano, recién llegado de Suiza, y por su suegra, la cual, en la iglesia y delante del ataúd, acusa directamente a la nuera de haberle matado al hijo. En ese momento, el notario Calogero Cuffaro, el padre de Cristina, se apresura a consolar a la pobre mujer, dando de esta manera a entender a todo el mundo que ésta ha perdido el juicio a causa del dolor. Pero esa misma noche, en el círculo Patria, Stefano el suizo, tras haber anunciado a los presentes que pedirá a quien corresponda la realización de una autopsia a su hermano, se aparta con el abogado Russomanno, que pertenece al mismo partido político del notario Cuffaro pero que encabeza la corriente contraria. El tenso coloquio mantenido en una salita del círculo dura tres horas. Suficiente para que, durante su camino de vuelta a casa, Stefano sea agredido por dos desconocidos que le pegan una soberana paliza y lo conminan a marcharse diciendo:
– ¡Suizo, vuélvete a Suiza!
A pesar de su ojo a la funerala y de la cojera de una pierna, Stefano Ferlito, acompañado por el abogado Russomanno, se presenta en casa del difunto convocado por el notario Cuffaro, que exige las «debidas aclaraciones». Ni rastro de la viuda Cristina, pero, para compensar su ausencia, acompaña al notario el ilustre abogado Sestilio Nicolosi, príncipe del Foro. A las diez de la noche, el numeroso grupo de personas que se ha congregado delante de la casa para oír los gritos que dan los abogados Russomanno y Nicolosi mientras discuten, percibe un repentino silencio: ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que, de pronto, se ha abierto la puerta del salón y ha aparecido Cristina. La cual, muy pálida pero firme y decidida, dice:
– Basta. Ya no puedo más. Yo he matado a Nenè. Con veneno.
El notario hace un supremo intento de defenderla hablando de delirio y desvarío, pero no hay solución. Veinte minutos después, el pequeño grupo ve abrirse la puerta de la casa. Salen primero la señora Cristina, el notario y el abogado Nicolosi y, a continuación, Stefano y el abogado Russomanno. La gente los sigue hasta el cuartel de los carabineros, donde Cristina va a entregarse. El teniente Frangipane la interroga. Y Cristina cuenta que, una vez sola, tras la partida del doctor Friscia, en vez de administrarle los medicamentos a su marido, le dio a beber un vaso de agua en la que había disuelto un veneno para ratones a base de estricnina.
– ¿Dónde lo compró?
– No lo compré. Se lo pedí a mi amiga Maria Carmela Siracusa, la viuda del farmacéutico. Ella lo cogió de la farmacia y me lo dio. Le dije que era para los ratones que había en casa.
– ¿Por qué ha matado a su marido?
– Porque ya no podía soportar sus traiciones.
Al día siguiente, convocada por el teniente Frangipane, Maria Carmela Spagnolo de Siracusa confirma entre lágrimas que fue ella quien le facilitó el veneno a su amiga a mediados de noviembre, pero jamás de los jamases se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que Cristina pudiera utilizarlo para matar a su marido. Ambas se habían visto por Navidad, habían pasado un buen rato hablando, Cristina estaba como de costumbre… La señora Maria Carmela, coetánea y amiga de Cristina, tenía fama en el pueblo de ser una mujer de cuerpo entero. El difunto farmacéutico también era un mujeriego, como el abogado, pero ella no se había buscado un amante, como había hecho Cristina. Por lo tanto, el teniente no tiene ningún motivo para suponer que Maria Carmela Siracusa pudiera estar al corriente de las homicidas intenciones de Cristina. Le toma declaración y la envía de nuevo a su casa. Pero alguien empieza a difundir por el pueblo algunas calumnias contra Maria Carmela: hay quien dice que la viuda del farmacéutico estaba perfectamente al corriente del propósito de Cristina. En resumen, Maria Carmela es, a juicio de muchos, una cómplice. Entonces la mujer, indignada, vende sus propiedades y se va al extranjero para reunirse con su hermano diplomático. Sólo regresará y permanecerá allí unos días para declarar en el primer juicio, que se celebra en 1953. Confirmará su primera declaración y regresará inmediatamente a Francia. En Fela jamás volverán a verla.
Sin embargo, con anterioridad a la celebración del juicio, ocurren varias cosas muy raras. Unos días después de la detención de Cristina, la Fiscalía ordena la realización de la autopsia. Las partes del cuerpo extraídas y colocadas en ocho recipientes se envían al consejero instructor de Palermo, el cual las transmite a su vez al profesor Vincenzo Agnello, toxicólogo de la universidad, y al profesor Filiberto Trupìa, profesor de anatomía patológica. Se les envían también a ambos las sábanas de la cama manchadas por el vómito del moribundo y la ropa interior que llevaba. Cristina presta dos veces declaración ante el juez instructor. En la primera afirma que mató a su marido para evitarle ulteriores sufrimientos. Una especie de eutanasia. En la segunda señala que no está segura de haber cometido un homicidio, pues la cantidad de veneno que le administró era demasiado exigua. Casi nada, una pizquita invisible entre el índice y el pulgar.
Al cabo de varios meses y después de intensas charlas con el abogado Nicolosi, Cristina hace una tercera declaración y se retracta de todo lo dicho anteriormente. Ella jamás le administró veneno a su marido; si así se lo dijo a los carabineros y al juez fue porque estaba aterrorizada, asustada por las amenazas de su cuñado Stefano el suizo. Pensó que en la cárcel estaría segura y protegida. Y tenía especial empeño en confirmar la veracidad de lo que le había dicho al doctor Friscia, es decir, que no había conseguido administrarle los medicamentos a su marido porque éste había muerto antes de que ella pudiera hacer nada. Terminaba diciendo que los resultados de los análisis de los dos ilustres profesores palermitanos le darían la razón. Y, en efecto, poco después estalla una bomba que provoca un gigantesco estruendo. En su examen pericial, Agnello y Trupìa afirman haber llevado a cabo numerosas pruebas y contrapruebas sin haber descubierto el menor vestigio de estricnina o de cualquier otro veneno en los restos y en los tejidos estudiados: el abogado Ferlito murió a causa de un tabaquismo agudo que le provocó un ataque letal de angina de pecho. Cristina es inocente. Pero Stefano Ferlito no reconoce su derrota y contraataca. Pero ¿es que no sabéis, dice a diestro y siniestro, que los dos eminentes profesores le deben en parte su carrera al notario Cuffaro, con quien mantienen estrechos vínculos de amistad? ¿Qué otra cosa se podía esperar? El abogado Nicolosi aconsejó a Cristina realizar su última declaración cuando ya estaba seguro de los favorables resultados de las pruebas periciales. Y son muchos los que apoyan a Stefano. Entonces a la Fiscalía de Palermo se le ocurre una brillante idea: reúne todo lo que los dos profesores palermitanos han utilizado en sus exámenes periciales y lo envían a Florencia, donde hay unos expertos toxicólogos de fama mundial. Cuando los carabineros acuden a recoger los ocho recipientes que contienen los restos del pobre abogado, apenas hay nada en su interior, una parte se ha deteriorado y otra se ha perdido en los análisis. Aun así, el pliego sellado oficialmente se envía a Florencia el día uno de julio. A principios de septiembre reciben en Palermo una carta del juez florentino en la que se pregunta cómo es posible que el paquete aún no haya llegado. ¿Adónde ha ido a parar? Después de buscarlo intensamente, el paquete aparece en el Palacio de Justicia de Florencia, olvidado en un desván. A finales de octubre, nada menos que seis profesores florentinos entregan el resultado de sus exámenes: han encontrado una cantidad de estricnina tan elevada como para inducirles a poner en duda la valía profesional o la salud mental de Agnello y Trupìa, los dos colegas palermitanos que no habían encontrado nada (o no lo habían querido encontrar). No cabe la menor duda: el abogado Ferlito murió como consecuencia de un envenenamiento, su esposa Cristina es culpable.
– ¿Qué os habíamos dicho? -gritan triunfalmente Stefano Ferlito y el abogado Russomanno.
– No estoy de acuerdo -proclama orgullosamente el abogado Nicolosi-. ¡El paquete que ha llegado con tanto retraso a Florencia ha sido manipulado!
– ¡Es una miserable maniobra de mis adversarios políticos -aclara el notario Cuffaro-, que a través de mi hija quieren golpearme a mí!
Por si acaso, el abogado Nicolosi pide un examen pericial del estado mental de su defendida, la cual resulta estar en pleno uso de sus facultades.
En resumen, el primer juicio, el de 1953, termina con la condena de Cristina a veinte años de cárcel. Ésta, en determinado momento, declara recordar haberle dado algo a su marido en la famosa noche de autos, pero casi con toda certeza debió de tratarse de una pizca de bicarbonato.
El hecho más destacado del segundo juicio, que se celebra casi dos años después, es la detallada contraprueba pericial del profesor Aurelio Consolo, el cual afirma que sus colegas florentinos fueron tan ineptos y descuidados que utilizaron un reactivo equivocado. Ése es el motivo de que encontraran restos de estricnina. Llegados a ese punto, Nicolosi señala que es necesario llevar a cabo un superexamen pericial toxicológico. Su petición es rechazada, pero los jueces modifican la primera sentencia: ahora los años de cárcel que Cristina tiene que cumplir son dieciséis.
En 1957 el Tribunal Supremo rechaza el recurso y confirma la condena.
Cristina solicita desde la cárcel constantes peticiones de gracia. Tres años después, un ministro de Justicia, olvidando el título de su ministerio y obedeciendo a las presiones recibidas por parte de unos cualificados miembros de su partido, el mismo al que pertenece el indómito notario Cuffaro, se pone en marcha para conseguir que la mujer reciba el ansiado indulto. Cristina puede regresar a casa y la partida termina definitivamente para todos.
Eran más de las cinco de la madrugada y había mantenido un buen rato la cabeza bajo el agua para aliviar el aturdimiento provocado por todo el tiempo que había permanecido encerrado en una pequeña estancia con la gritona señora Ciccina, y ahora estaba a punto de irse a dormir, más confuso que convencido por toda aquella serie de nombres de abogados, expertos, familiares del difunto y familiares de la asesina que la señora Adorno recordaba con maníaca e insoportable precisión, cuando sonó el teléfono. Sólo podía ser Livia, tal vez preocupada por no haberlo encontrado antes en casa.
– Hola, cariño…
– ¿Otra vez? Lo siento mucho, dottore, soy Ciccina Adorno.
Montalbano volvió a sentirse repentinamente aturdido y mantuvo el auricular a una distancia de seguridad.
– ¿Qué ocurre, señora?
– Olvidé contarle una cosa que se refiere a la primera prueba pericial, la que hicieron en Palermo los profesores Agnello y Trupìa.
Montalbano levantó las orejas, aquél era un punto delicado.
– Dígame, señora.
– Cuando los profesores de Florencia dijeron que los colegas palermitanos que no habían encontrado la estricnina o eran unos incompetentes o estaban locos, el abogado Nicolosi se las arregló para que declarara el profesor Aurelio Giummarra. Este profesor contó que el profesor Agnello, del cual él era ayudante, había muerto antes de estampar su firma bajo el examen pericial negativo. Y que entonces el tribunal le había dicho que lo firmara él. El profesor Giummarra lo firmó, pero tras haber repetido todos los exámenes, pues era un hombre muy escrupuloso. ¿Y sabe una cosa? Señaló que había utilizado los mismos reactivos que sus colegas florentinos. No había estricnina.
– Gracias, señora. ¿Recuerda cómo se llamaba el juez que presidió el segundo juicio?
– Claro. Se llamaba Manfredi Catalfamo. En cambio, el juez que había presidido el primero se llamaba Giuseppe Indelicato, mientras que en el Supremo…
– Gracias, ya es suficiente, señora. Buen viaje.
Como es natural, le importaban un carajo Catalfamo e Indelicato, sólo lo había preguntado para poder asombrarse una vez más de la prodigiosa memoria de Ciccina Adorno, una especie de superordenador viviente.
Tumbado en la cama mientras en sus oídos resonaba el murmullo del mar, un tanto movido, pensó en todo lo que había averiguado. Si era cierto lo que Maria Carmela Spagnolo le había revelado en su lecho de muerte, los expertos palermitanos no habían encontrado estricnina por la sencilla razón de que no la había. Cristina creyó que había envenenado a su marido, pero en realidad le había administrado unos polvos inofensivos. Entonces, ¿cómo era posible que los expertos florentinos la hubieran encontrado? Ahí puede que tuviera razón el notario Cuffaro: la misteriosa y prolongada desaparición del paquete había servido para que sus adversarios políticos pudieran meterle mano e introducir en él una tonelada de estricnina. Y no había por qué escandalizarse: los juicios en Italia están cuajados de pruebas que desaparecen y vuelven a aparecer a su debido tiempo, es una antigua y apreciada costumbre, casi un rito. En definitiva, Cristina había sido condenada no por haber envenenado realmente a su marido, sino por haber tenido intención de hacerlo. ¿Cómo podía ella imaginar que su fiel amiga Maria Carmela la había engañado? ¿Y por qué había hecho Maria Carmela semejante cosa? Probablemente porque estaba al corriente de la pasión de su amiga por su joven sobrino Attilio y porque sabía que en los últimos tiempos Cristina había manifestado su propósito de matar a su marido. Claro que del dicho al hecho hay un gran trecho. No obstante, para evitar que el día menos pensado Cristina cometiera una barbaridad, ella le dio unos polvitos diciendo que era veneno para ratones. Y en eso estamos todos de acuerdo. Maria Carmela actúa por el bien de Cristina. Pero ¿por qué, primero ante el teniente de los carabineros y después en el juicio, no revela la verdad? Habría sido suficiente que, cuando la llamaron al cuartel, hubiera dicho algo para exculpar a su amiga: «Miren, Cristina no puede haber matado a su marido con los polvos que yo le di porque no eran veneno.»
Habría sido suficiente. Sin embargo, no pronuncia esas palabras. Al contrario, se pone a hacer teatro y asegura, desesperada, que ella jamás tuvo conocimiento de las intenciones homicidas de Cristina. Y, por si fuera poco, durante el juicio añade más clavos al ataúd de su amiga. Sólo pronuncia esas palabras cincuenta años después para liberar su conciencia de aquel peso a la hora de la muerte.
¿Por qué? Al no pronunciar esas palabras, Maria Carmela sabe que condenarán a una inocente, si bien una inocente relativa. Ese comportamiento pone de manifiesto un profundo odio, no puede explicarse de ninguna otra manera: se trata, casi con toda certeza, de una fría y deliberada venganza.
Ya se había hecho de día. Montalbano se levantó, puso la cafetera al fuego y salió a la galería. El viento había amainado y el mar, al retirarse, había dejado la arena mojada y llena de botellas de plástico, algas, cajas vacías y peces muertos. Restos de naufragios. Sintió un escalofrío y volvió a entrar en la casa. Se bebió tres tazas de café seguidas, se puso una chaqueta gruesa y se sentó en la galería. El aire de primera hora de la mañana le refrescaba las ideas. Por primera vez en su vida, se reprochó su mala costumbre de no tomar apuntes: le rondaba por la cabeza algo que le había dicho la señora Ciccina, pero no era capaz de recordarlo. Sabía que era importante, pero no conseguía enfocarlo. Siempre había tenido una memoria de hierro, ¿por qué empezaba a fallarle ahora? ¿La vejez significaría para él llevar un cuaderno de apuntes y un lápiz en el bolsillo, como los policías ingleses? El horror que le produjo semejante idea ejerció sobre su memoria un efecto muy superior al de cualquier medicina y, de pronto, lo recordó todo. En su declaración en el cuartel de los carabineros, la señora Maria Carmela había dicho que Cristina le había pedido el veneno a mediados de noviembre. Por consiguiente, hasta esa fecha, Maria Carmela aprecia tanto a su amiga que obstaculiza su propósito y le facilita unos polvos inofensivos. Pero, apenas dos meses después, los sentimientos que le inspira Cristina han cambiado por completo, ahora no la aprecia, la odia. Y no desmiente la confesión de su ex amiga. Lo que significa que, en ese breve período de tiempo, ha ocurrido algo entre ambas mujeres, no una discusión sin importancia, como las que pueden producirse incluso entre amigos íntimos, sino algo grave que provoca una irreparable y profunda herida. Alto ahí. Un momento. La señora Ciccina Adorno había dicho también que ambas amigas se habían visto por Navidad, o eso al menos le había dicho María Carmela al teniente de los carabineros. Y no había por qué poner en duda que el encuentro se hubiera producido. No habría sido un encuentro formal, un cortés y frío intercambio de felicitaciones, no, ambas mujeres habían conversado tranquilamente durante un buen rato, como solían hacer habitualmente. Lo cual sólo podía significar dos cosas: o que María Carmela empieza a odiar a Cristina después o durante su encuentro navideño con ella, o que el rencor, el odio de María Carmela empezó unos días después de haberle facilitado a su amiga el falso veneno. En esta segunda hipótesis, durante el encuentro, María Carmela finge ser la amiga de siempre, oculta hábilmente los sentimientos que le inspira Cristina y espera con paciencia de santo a que, más tarde o más temprano, ésta apriete el gatillo. Sí, porque aquel falso veneno es como un revólver cargado. Ocurra lo que ocurra, el disparo destrozará la vida de Cristina. De entre ambas hipótesis, la segunda era seguramente la que más se acercaba a la verdad, si María Carmela había conseguido guardar aquel secreto a lo largo de todos los años que le quedaban de vida.
La imagen de la moribunda apareció a traición ante sus ojos, la cabecita de gorrión desplumado hundida en la almohada, la sábana blanca, la mesilla… La imagen se congeló y después se produjo una especie de zoom en su memoria. ¿Qué había sobre la mesilla? Una botella de agua mineral, un vaso, una cuchara y, medio escondido detrás de la botella verde, un crucifijo de unos veinte centímetros sobre una base cuadrada de madera. Nada más. De pronto, enfocó perfectamente el crucifijo: Jesús clavado en la cruz no tenía la piel blanca. Era negro. Probablemente, un objeto de arte sacro adquirido en algún lejano país de África cuando María Carmela seguía en sus viajes a su sobrino ingeniero.
Repentinamente, se levantó a causa del pensamiento que se le había ocurrido. ¿Cómo era posible que, de todos sus viajes, la señora sólo se hubiera quedado con aquella imagen? ¿Dónde estaban sus restantes pertenencias, aquellos objetos, aquellas fotografías, aquellas cartas que se conservan para que la memoria se ancle en ellos y sirvan de testimonio de nuestra existencia?
Nada más llegar al despacho llamó al hotel Pirandello. Le contestaron que el ingeniero Spagnolo acababa de salir hacia el aeropuerto, pues tenía que tomar el primer vuelo con destino a Milán.
– ¿Llevaba mucho equipaje?
– ¿El ingeniero? No, una maletita.
– ¿Les ha encargado, por casualidad, que le envíen algún paquete de gran tamaño, una caja o algo parecido?
– No, señor comisario.
Por consiguiente, las pertenencias de Maria Carmela, en caso de que las hubiera, se encontraban todavía en Vigàta.
– ¡Fazio!
– ¡A sus órdenes, dottore!
– ¿Tienes algo que hacer esta mañana?
– Bueno…, algunas cosas, sí.
– Pues déjalo todo. Voy a encargarte un trabajo que te encantará. Tienes que ir enseguida a Fela. Ahora son las ocho y media…, a las diez ya estarás allí. Tienes que ir al Registro Civil.
A Fazio se le iluminaron los ojos de alegría: estaba aquejado de algo que Montalbano calificaba de «complejo de Registro Civil». No se limitaba a averiguar el día, mes y año de nacimiento, la provincia, el nombre del padre y de la madre, incluso los nombres del padre y la madre del padre y los nombres del padre y la madre de la madre, y así sucesivamente, de una persona. En caso de que una reacción, generalmente violenta, de su jefe no lo interrumpiera, era capaz, siguiendo la historia de una persona, de remontarse a los albores de la humanidad.
– ¿Qué debo hacer? -El comisario se lo explicó tras habérselo contado todo, incluso lo de Cristina y el juicio. Fazio hizo una mueca-. O sea, ¿que no se trata sólo de ir al registro civil?
– No, pero tú en esas cosas eres un maestro.
Al cabo de menos de cinco minutos, él también salió, subió al coche y se dirigió a la Casa del Sagrado Corazón. Le había entrado el irresistible afán de saber cuál era el motor que impulsaba sus investigaciones. Ahora ya no tenía ninguna duda ni la menor resistencia interior: tanto si era un folletín como una novela negra, una tragedia o un melodrama, quería averiguar todos los porqué y los cómo de aquella historia.
Se presentó ante el administrador, el contable Inclima, un grueso y cordial cincuentón, quien, tras escuchar la pregunta del comisario, se sentó delante de un ordenador.
– Verá usted, señor comisario, de estas cosas se encarga mi ayudante, el contable Cappadona, que hoy, por desgracia, no ha venido porque tiene la gripe. -Se entregó en cuerpo y alma a la tarea, pulsó algunas teclas, pero estaba claro que el ordenador no era precisamente su fuerte. Finalmente habló-. Sí, aquí consta que todos los efectos personales de la pobre señora Spagnolo se encuentran en un depósito, en un baúl de su propiedad. Pero no sé si ya se lo han enviado a su sobrino a Milán.
– ¿Y cómo se puede saber?
– Venga conmigo.
Abrió un cajón y sacó un manojo de llaves. Salieron por la puerta principal. A la izquierda del jardín había un edificio bajo, un almacén con una puerta muy grande en la que ponía, evidentemente para que nadie se llamara a engaño, «Depósito». Paquetes, cajas, maletas, cajitas, contenedores de todo tipo aparecían colocados ordenadamente a lo largo de las paredes.
– Lo conservamos todo con mucho cuidado y de forma que esté al alcance de la mano. Porque, verá usted, señor comisario, todas nuestras huéspedes son, ¿cómo le diría?, de clase acomodada. Y, de vez en cuando, les apetece volver a ver un vestido, un objeto especialmente apreciado… Ah, aquí está todavía el baúl de la señora Spagnolo.
«¿Acaso a las que no pertenecen a la clase acomodada -se preguntó Montalbano- no les apetece volver a ver objetos suyos apreciados en otros tiempos? Sólo que esos objetos ya no están al alcance de su mano, sino vendidos o en el Monte de Piedad.»
El baúl no era un baúl. Era una especie de pequeño armario colocado de pie, como los armarios, y tan alto como Montalbano. Éste sólo había visto baúles de semejantes proporciones en las películas ambientadas entre finales del siglo XIX y principios del XX. Aquél estaba enteramente cubierto de esas pegatinas de colores, redondas, cuadradas o rectangulares, que los hoteles de otros tiempos solían pegar en los equipajes a modo de publicidad. Las pegatinas estaban parcialmente tapadas por una hoja blanca, todavía mojada de pegamento, en la cual figuraba la dirección de Milán del sobrino.
– Seguramente mañana pasará el transportista -dijo el contable-. ¿Le interesa saber algo más?
– Sí. ¿Quién tiene las llaves del baúl?
– Vamos a ver si las tenemos nosotros o si ya han sido entregadas al ingeniero.
Resultó que ya habían sido entregadas.
Comió distraído y sin apetito.
– Hoy no me ha dado ninguna satisfacción -lo regañó Calogero, el dueño de la trattoria-. Si un cliente como usía come así, a alguien como yo se le pasan las ganas de cocinar.
El comisario se disculpó, lo tranquilizó diciéndole que era porque tenía demasiados pensamientos en la cabeza y no había conseguido borrar la cantidad de ellos que habría sido necesaria para poder saborear la maravilla de langosta que le habían puesto delante. En realidad, pensamientos sólo tenía uno; pero valía por diez, de tan apremiante como era. Al cabo de un rato, tras haberle fallado todas las opciones, y teniendo en cuenta el breve espacio de tiempo que le quedaba antes de que el baúl emprendiera el camino hacia Milán, tuvo que rendirse a la única solución posible: Orazio Genco. Eran las cuatro de la tarde, y, a aquella hora, Orazio Genco, el ultraseptuagenario ladrón de casas que jamás había cometido un acto de violencia, hombre de bien si se exceptuaba el vicio que tenía, que consistía en robar en las viviendas, debía de estar durmiendo en su hogar, recuperando el sueño perdido durante la noche. Se tenían mucha simpatía el uno al otro. Orazio, de hecho, le había regalado al comisario una preciosa colección de ganzúas y llaves falsas. Le abrió Gnetta, la mujer de Orazio, que se asustó al verlo.
– ¿Qué ocurre, comisario? ¿Qué ha sucedido?
– Nada, Gnetta, sólo vengo a ver a tu marido.
– Pase -dijo la mujer, más tranquila-. Orazio está enfermo, en la cama.
– ¿Qué tiene?
– Dolores reumáticos. El médico dice que no debería salir de noche cuando hay tanta humedad. Pero, entonces, ¿cuándo va a trabajar este buen hombre?
Orazio estaba medio dormido, pero al ver al comisario se incorporó en la cama.
– ¡Qué sorpresa, dottore Montalbano!
– ¿Cómo estás, Ora?
– Así así, dottore.
– ¿Le apetece un cafetito? -preguntó Gnetta.
– Con mucho gusto.
Aprovechando que Gnetta se había retirado, Orazio se apresuró a aclarar:
– Mire, señor comisario, yo no trabajo desde hace un mes, así que si ha habido…
– No he venido por eso. Quería que me hicieras un trabajito, pero veo que no puedes moverte.
– No, señor dottore, lo siento. El trabajo tendrá que hacerlo usted solo. ¿No recuerda cómo se hace? ¿No se lo enseñé?
– Sí, pero éste es un baúl que se tiene que abrir y cerrar sin que nadie se dé cuenta. ¿Me explico?
– Se ha explicado muy bien. Ahora tómese tranquilamente el café y después hablamos.
Fazio se presentó a las siete de la tarde. Parecía contento. Se sentó cómodamente en una silla delante del escritorio del comisario, sacó del bolsillo una hoja de papel doblada en cuatro y empezó a leer:
– Alfredo Siracusa, hijo del difunto Giovanni y de la difunta Emilia Scarcella, nacido en Fela el…
– ¿Quieres que empecemos a enfadarnos? -lo interrumpió Montalbano.
Fazio esbozó una sonrisita.
– Era una broma, dottore.
Dobló la hoja y volvió a guardársela en el bolsillo.
– He tenido una suerte del copón, y perdone la expresión, dottore.
– ¿Qué quieres decir?
– He podido hablar con el farmacéutico Arturo de Gregorio.
– ¿Y ése quién es?
– El actual propietario de la farmacia que perteneció a Alfredo Siracusa. Verá, dottore, ese tal De Gregorio, nada más terminar sus estudios en mil novecientos cuarenta y siete, comenzó a hacer prácticas en la farmacia de Siracusa. En realidad la farmacia la llevaba él, porque el dottor Siracusa se pasaba el día jugando a las cartas o persiguiendo a las mujeres. El treinta de septiembre de mil novecientos cuarenta y nueve, mientras regresaba en coche de Palermo, el dottor Siracusa sufre un accidente y muere en el acto.
– ¿Qué clase de accidente?
– No lo sé muy bien, parece que se quedó dormido. Puede que se hubiera pasado la noche jugando o con alguna mujer. Iba solo. Resumiendo, menos de una semana después, el dottor De Gregorio le dice a la viuda que, si ella está de acuerdo, él le compra la farmacia. La señora remolonea un poco, pero después, hacia finales de noviembre, ambos se ponen de acuerdo sobre el precio.
– ¿Y a mí qué coño me importa toda esa historia, Fazio?
– Tenga un poco de paciencia, ya voy al grano. Ocurre que el dottor De Gregorio empieza a hacer el inventario. Aparte de la trastienda, que se utilizaba como almacén, había una pequeña estancia con un escritorio que el dottor Siracusa utilizaba para los papeles, las cuentas, la correspondencia, los pedidos. Pero hay un cajón cerrado con llave, y la llave no se encuentra por ninguna parte. Entonces el dottore se la pide a la señora. Ésta reúne todas las llaves que pertenecían a su marido, acude a la farmacia, prueba que te prueba y, al final, la encuentra y abre el cajón. El dottore, ve que el cajón está lleno de papeles y fotografías, pero en ese momento oye sonar la campanilla de la entrada y sale para atender al cliente. Después entra otro. Finalmente el dottore puede regresar al pequeño despacho. La señora está tirada en el suelo, desmayada. El farmacéutico consigue hacerla volver en sí y la viuda dice que ha sufrido un desfallecimiento; los papeles y las fotografías están desperdigados por el suelo y sobre el escritorio. De Gregorio se agacha para recogerlos y la viuda salta como una víbora:
»-¡Déjelo! ¡No toque nada!
»Jamás la había visto de aquella manera, me ha dicho el dottor De Gregorio. La señora tenía fama de amable y considerada, pero entonces parecía que se la llevara el demonio.
»-¡Váyase! ¡Váyase!
»El farmacéutico salió para atender a otros clientes. Media hora después apareció de nuevo la viuda con dos abultados sobres en la mano.
»-¿Cómo se encuentra, señora? ¿Quiere que la acompañe?
»-¡Déjeme en paz!
»A partir de aquel día, dice el farmacéutico, la señora nunca volvió a ser la misma. No quiso poner los pies en la farmacia y con él siguió mostrándose descortés y malhumorada. Después tuvo lugar el homicidio del abogado Ferlito y en el pueblo empezaron a correr rumores de que ella había sido cómplice de Cristina, la esposa asesina. Entonces la viuda de Siracusa vendió sus propiedades y se fue al extranjero. De todas las cosas que me ha dicho De Gregorio, lo del desmayo es lo que me ha parecido más interesante.
– ¿Por qué?
– ¡Está clarísimo, dottore! ¡Usted lo sabe mejor que yo! En el interior de aquel cajón la señora Maria Carmela Spagnolo, viuda reciente de Siracusa, encontró una cosa que jamás hubiera imaginado.
Hacia medianoche ya no sabía qué inventarse para pasar el rato. No podía leer porque estaba demasiado nervioso para concentrarse. Cuando terminaba una página tenía que volver a empezarla porque había olvidado lo que había leído. Sólo le quedaba la televisión, pero ya había visto un debate político, moderado por dos periodistas que parecían Stan Laurel y Oliver Hardy -uno delgado como un palillo y el otro gordo como un elefante-, sobre la dimisión de un subsecretario con cabeza de reptil que ejercía como abogado y había propuesto la detención de dos jueces que le hacían perder todos los juicios. A su lado lo defendía un ministro que tenía cara de calavera y al que no se le entendía ni torta de lo que decía. Valerosamente, volvió a encender el aparato. El debate aún no había terminado. Encontró un canal donde daban un reportaje sobre la vida de los cocodrilos y allí se quedó.
Debió de adormilarse, porque de repente ya eran las dos. Fue a lavarse la cara, salió y subió al coche. Veinte minutos después pasó por delante de la verja cerrada de la Casa del Sagrado Corazón, giró inmediatamente a la derecha y se detuvo en la parte de atrás de la residencia, como había hecho cuando había ido a ver el entierro. Bajó del coche y se dio cuenta de que muchas ventanas estaban levemente iluminadas. Comprendió lo que ocurría: era el insomnio de la vejez, la que noche tras noche te condena a permanecer en vela, en la cama o en un sillón, a recordar tu vida minuto a minuto, a repetirla desgranando los recuerdos como las cuentas de un rosario. Y, de esa manera, se acaba deseando la muerte, porque ésta es el vacío absoluto, la nada, libre de la condena, de la persecución de la memoria.
Saltó por encima de la verja sin ninguna dificultad. La luz de la luna iluminaba lo suficiente para ver dónde ponía los pies. Sin embargo, en cuanto estuvo en el jardín, se quedó petrificado. Había un perro mirándolo, uno de esos terribles perros asesinos que no ladran, no hacen nada, pero, en cuanto te mueves, te encuentras con una dentellada en la garganta. Notó que la camisa, empapada de sudor, se le pegaba a la piel. Él permanecía inmóvil y el perro también.
«Mañana por la mañana, cuando se haga de día, nos encontrarán así, yo mirando al perro y el perro mirándome a mí -pensó. Con una diferencia, que el animal estaba en su territorio, mientras que él había entrado ilegalmente-. Tiene razón el perro», se dijo luego, recordando una famosa frase del cómico Eduardo de Filippo.
Era absolutamente necesario hacer algo. Pero la suerte se encargó de echarle una mano. Una pifia o un fruto seco cayó de un árbol y fue a parar a la espalda de la bestia, la cual, sorprendentemente, hizo: «¡Tin!»
Era un perro de mentirijillas, colocado allí para asustar a los cabrones como él. No le costó nada abrir la puerta del depósito. Encendió la linterna que llevaba y, siguiendo las instrucciones del ladrón Orazio, abrió sin ninguna dificultad el baúl-armario. En una decena de colgadores había vestidos de mujer, la balda de abajo estaba repleta de objetos, una torre Eiffel en miniatura, un león de cartón piedra, una máscara de madera y diversos recuerdos. La parte interior de la tapa del baúl era una cajonera. Había bragas, sujetadores, pañuelos, bufandas, medias de lana. Bajo la balda de los objetos había dos cajones de gran tamaño. El primero de ellos contenía zapatos. En el segundo había una caja de cartón y un sobre grande. Montalbano abrió el sobre. Fotografías. Detrás de todas ellas, Maria Carmela había escrito diligentemente la fecha, el lugar y el nombre de los fotografiados. Estaban el padre y la madre de Maria Carmela, el hermano, el sobrino, la mujer del hermano, una amiga francesa, una sirvienta negra, varios paisajes… Faltaban las fotografías de su boda. Y no había ni una sola foto del marido, ni pagándola a precio de oro. Como si la señora hubiera deseado borrar su rostro. Y tampoco las había de Cristina, su antigua amiga del alma. Volvió a guardar las fotografías en el sobre y abrió la caja. Cartas. Todas ordenadamente dispuestas y metidas en distintos sobres según el remitente. «Cartas de mamá y papá», «Cartas de mi hermano», «Cartas de mi sobrino», «Cartas de Jeanne»… El último sobre no anunciaba el contenido. Dentro había tres cartas. Le bastó empezar a leer la primera para comprender que había encontrado lo que buscaba. Se guardó las tres cartas en el bolsillo, lo dejó todo en su sitio, volvió a cerrar el baúl y la puerta del depósito, acarició la cabeza del perro de mentirijillas, volvió a saltar la verja, subió al coche y regresó a Marinella.
Eran tres cartas muy largas, la primera con fecha del 4 de febrero de 1947 y la última del 30 de julio del mismo año. Tres cartas de ardiente testimonio de una impetuosa pasión amorosa que se encendió como un fuego de paja y duró lo que un fuego de paja. Unas cartas firmadas por Cristina Ferlito al farmacéutico Alfredo Siracusa y que empezaban siempre de la misma manera, «Mi adorado Alfredo, sangre mía», y que siempre terminaban con la frase «Tuya en todo y por todas partes, Cristina». Cartas que la mujer había enviado a su amante, el marido de su mejor amiga, y que éste había conservado imprudentemente en el cajón del escritorio de la farmacia. El que Maria Carmela había abierto a petición del dottor De Gregorio. Al leerlas, Maria Carmela debió de sentirse ofendida y mortalmente herida, más que por la doble traición del marido y la amiga, por las palabras que ésta utilizaba para referirse a ella, unas palabras despectivas y ridiculizantes. «Alfredo, ¿cómo es posible que vivas junto a una mujer tan gazmoña?» «Alfredo, cuando por la mañana te despiertas y te la encuentras a tu lado, ¿cómo es posible que no vomites?» «Alfredo, ¿sabes lo que me confesó el otro día Maria Carmela? Que para ella, ya desde la noche de bodas, hacer el amor contigo ha sido un sufrimiento. ¿Cómo puede ser que para mí sea un placer tan grande que casi iguala a la muerte?»
Aquí Montalbano no pudo por menos que imaginarse otro placer mucho más perverso y refinado: el del farmacéutico que se beneficiaba a la mujer de su más íntimo compañero de juego y de aventuras femeninas sin que éste se enterara. Quién sabe cuánto habría durado aquella historia si en la vida de Cristina no hubiera entrado el apuesto sobrino Attilio.
Tras el hallazgo de las cartas, Maria Carmela decide vengarse. Ya le ha facilitado a Cristina el falso veneno antes del descubrimiento de la traición y lamenta no haber comprendido a tiempo sus propósitos homicidas. De haberlo sabido, le habría dado veneno de verdad para que ella misma se condenara con sus propias manos. Ahora lo único que puede hacer es esperar a que su ex amiga dé un paso en falso. Y cuando ésta lo da, Maria Carmela ya está preparada para aprovechar la ocasión y contribuye a enviar a Cristina a la cárcel, pese a saber que ésta no puede haber matado a su marido con los polvos que ella le había entregado. Si le hubiera revelado la verdad al teniente de los carabineros, la situación de su ex amiga habría sido mucho mejor. Pero eso es justamente lo que ella no quiere. Y sólo a la hora de morir, cuando su paladar ya se ha vuelto insensible a todos los sabores, incluso al de la venganza, decide confesar su culpa. Pero ¿por qué ha conservado las cartas, por qué no se ha deshecho de ellas, como hizo con las fotografías de su marido y de su boda? Porque Maria Carmela es una mujer inteligente. Sabe que un día el devorador impulso que la mueve perderá inevitablemente fuerza, que el recuerdo cada vez más desvaído de la ofensa podría inducirla a revelar a alguien lo que ocurrió realmente, Cristina podría salir de la cárcel… No, entonces será suficiente coger un instante una de aquellas cartas para que los motivos de la venganza aparezcan de nuevo con la violencia del primer día.
Por la mañana salió muy temprano, prácticamente sin haber pegado ojo. Cuando entró en la iglesia, el padre Barbera acababa de terminar de oficiar la misa. Lo siguió a la sacristía, donde el cura se despojó de sus hábitos con la ayuda del sacristán.
– Déjanos solos y que no entre nadie.
– Sí, padre -contestó el hombre, retirándose.
Al cura le bastó una mirada para comprender que Montalbano sabía ya lo que Maria Carmela Spagnolo le había revelado a él en confesión. Pero quiso estar seguro.
– ¿Lo ha descubierto todo?
– Sí, todo.
– ¿Cómo lo ha conseguido?
– Soy policía. Ha sido una especie de apuesta más que nada conmigo mismo. Pero ahora ya ha terminado.
– ¿Está seguro? -preguntó el cura.
– Sí. ¿A quién quiere que le importe una historia de hace cincuenta años? Maria Carmela Spagnolo ha muerto, Cristina Ferlito también…
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Nadie, pero supongo que…
– Se equivoca.
Montalbano lo miró, desconcertado.
– ¿Vive todavía?
– Sí.
– ¿Dónde?
– En Catania, en casa de su hija Ágata, que la perdonó cuando salió de la cárcel. Ágata se casó con un empleado de banca, un buen hombre llamado Giulio La Rosa. Tienen un chalecito en via Gómez, 32.
– ¿Por qué me lo dice? -preguntó el comisario.
Y, mientras hacía la pregunta, comprendió la respuesta que le daría el otro.
– Para que haga usted lo que yo, como sacerdote, no puedo hacer. Usted está en condiciones de devolver la paz a una mujer precisamente cuando ya no espera nada de la vida. De iluminar con la luz de la verdad el último y oscuro tramo de la existencia de aquella mujer. Vaya y cumpla con su deber, no pierda el tiempo. Ya se ha perdido demasiado.
Y, apoyándole la mano en el hombro, casi lo empujó hasta la puerta. Estupefacto, el comisario dio unos cuantos pasos y después se detuvo, pues una luz como de flash se le había encendido en el cerebro. Se volvió.
– ¡La mañana que vino a verme a mi casa usted ya había elaborado un plan muy minucioso! ¡Usted lo ha montado todo, me ha utilizado y yo he caído en la trampa como un gilipollas! Incluso interpretó todo aquel número de intentar disuadirme, convencido de que yo no soltaría el hueso. Usted sabía desde el primer momento que llegaríamos a este punto, a estas palabras. ¿Es cierto, sí o no?
– Sí -contestó el padre Barbera.
Condujo su coche dominado por la furia y el nerviosismo, dispuesto a pelearse con cualquier automovilista que siguiera su mismo camino. Se había dejado atrapar como un chiquillo inocente. Pero ¿cómo había sido posible? ¿Cómo no se había dado cuenta de la trampa que el padre Barbera le había tendido? ¡Para que te fíes tú de los curas! Ya lo decía el proverbio: «Monaci e parrini / sènticci la missa / e stòccacci li rini.» A los monjes y a los curas, óyeles la misa y rómpeles el espinazo. ¡Ah, la olvidada sabiduría popular!
En medio del tráfico de Catania no le faltaron ocasiones de hacer la señal de los cuernos y soltar palabrotas a diestro y siniestro. Finalmente, después de dar mil vueltas, llegó al chalecito de via Gómez. En el minúsculo jardín, una mujer bastante joven vigilaba a dos niños que jugaban.
– ¿La señora Ágata La Rosa?
– No está, ha salido. Yo cuido a los niños.
– ¿Son los hijos de la señora Ágata?
– Pero ¿qué dice? ¡Son los nietos!
– Verá, yo soy comisario de policía.
La mujer se asustó.
– Ay, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
– Nada, simplemente tengo que comunicarle algo a la señora Cristina. ¿Está en casa?
– Sí.
– Me gustaría hablar con ella. ¿Tiene la bondad de acompañarme hasta ella?
– ¿Y qué hago con los niños? Vaya usía, nada más entrar, la segunda puerta a la izquierda, no tiene pérdida.
Era una vivienda amueblada con buen gusto e impecablemente ordenada, a pesar de la presencia de los niños. La segunda puerta a la izquierda estaba entornada.
– ¿Con permiso?
No hubo respuesta. Entró. La vieja estaba hundida en un sillón, durmiendo bajo los cálidos rayos del sol que penetraban a raudales a través de los cristales de la ventana. Mantenía la cabeza inclinada hacia atrás sobre el respaldo y, a través de la boca abierta, de la que caía un brillante hilillo de saliva, brotaba una respiración afanosa y chirriante que a ratos se interrumpía para seguir adelante cada vez con más esfuerzo. Una mosca paseaba tranquilamente de uno a otro párpado; éstos eran tan delgados que el comisario temió que se hundieran bajo el peso del insecto. Después la mosca penetró en una transparente ventana de la nariz. La amarillenta piel del rostro estaba tan estirada y pegada al hueso que parecía una simple capa de color sobre la calavera. En cambio, la piel de las inertes manos, deformadas por la artrosis, parecía de pergamino y estaba cubierta por unas grandes manchas de color marrón. Las piernas, cubiertas por una manta a cuadros escoceses, vibraban a causa de un constante temblor. En la estancia se aspiraba un insoportable hedor a rancio y a orina. ¿Quedaba todavía en el interior de aquel cuerpo que el tiempo tan obscenamente había devastado algo con lo que fuera posible establecer comunicación? Montalbano lo dudaba. Y peor aún: en caso de que ese algo todavía existiera, ¿resistiría el conocimiento de la verdad?
La verdad es luz, había dicho el cura, o algo por el estilo. Ya, pero una luz tan fuerte ¿no quemaría y prendería fuego a aquello que sólo debería iluminar? Mejor la oscuridad del sueño y de la memoria.
Retrocedió, abandonó la estancia y salió de nuevo al jardín.
– ¿Ha hablado con la señora?
– No, estaba dormida. No he querido despertarla.