El cuarto secreto

1

¿Por qué había acabado escondido a las tres de la madrugada en el interior de un portal, siguiendo los pasos de Catarella? Por más que lo intentaba, no conseguía comprenderlo, pero de dos cosas estaba seguro: en primer lugar, Catarella estaba llevando a cabo una acción desconocida que no habría tenido que llevar a cabo; y, en segundo lugar, sabía que su ayudante ignoraba que lo seguía. Pero ¿qué quería decir todo aquello? ¿Significaba que Catarella estaba haciendo algo malo? Vestido de uniforme y doblado por la cintura, el agente caminaba pegado cautelosamente al muro de una casa en ruinas con unos negros agujeros en lugar de ventanas. Cada vez más sorprendido, Montalbano observó que Catarella arrastraba la pierna izquierda y empuñaba el revólver. La calle estaba completamente desierta, y de las diez farolas que debían iluminarla, al menos cinco estaban apagadas. Catarella se detuvo de golpe, miró a su alrededor y se dirigió a un coche que había aparcado junto al bordillo de la acera. A pesar de la oscuridad, Montalbano creyó ver un movimiento en el interior del vehículo. En efecto, la puerta se abrió y bajó un hombre. Lo que ocurrió a continuación fue como de película americana: mientras el agente apuraba el paso para acercarse a él, el hombre levantó un brazo y efectuó un disparo. Debía de ser un arma de gran calibre, pues el agente, alcanzado en el pecho, fue arrojado contra el muro, que estaba situado a dos o tres metros de distancia. Antes de que Montalbano pudiera moverse, el hombre volvió a subir al coche y se alejó haciendo chirriar las ruedas. En dos saltos, el comisario llegó al lugar donde se encontraba Catarella, que permanecía tumbado en el suelo, con el rostro desencajado y una gran mancha oscura en el centro del pecho. Tenía los ojos cerrados y respiraba afanosamente.

– ¡Catarè! ¡Dios bendito! ¡Catarè! -Catarella abrió los ojos y consiguió con un supremo esfuerzo enfocar la figura del comisario. Éste se agachó a su lado-. ¡Catarè!

– ¡Ah, dottori! ¿Es usía?

– Sí, Catarè, soy yo. ¿Qué ha ocurrido? -Catarella trató de hablar, pero un esputo de sangre que le salió por la boca se lo impidió-. Catarè, tranquilízate, llamaré…

– No, señor dottori -murmuró Catarella-, no llame a nadie, no hace falta. Es todo falso. ¿Todavía no se ha dado cuenta, dottori? Es puro teatro.

Montalbano se quedó desconcertado: estaba claro que el agente deliraba y que, a punto de morir, desvariaba. Pese a todo, no pudo reprimir el impulso de preguntar:

– ¿Qué quiere decir eso de que es puro teatro? -Catarella torció la boca. ¿Era una sonrisa o una mueca de dolor? Montalbano insistió-: ¿Qué quiere decir?

– Estamos en una ópera en la que se canta, dottori. ¿No se ha dado cuenta de que la sangre de mi chaqueta es zumo de tomate?

Bajo la perpleja mirada del comisario, Catarella apoyó las manos en el suelo, se levantó, se ajustó la gorra del uniforme, que estaba torcida, se llevó una mano al pecho y se puso a cantar. A pesar de lo estrambótico de la situación, el comisario no pudo por menos que reconocer que Catarella, en su papel de Cavaradossi de Tosca, tenía una bonita voz muy bien impostada.

– … l’ora è fuggita e muoio disperato!…

Y se desplomó. Montalbano comprendió inmediatamente que Catarella había muerto. Y se llenó de una furia incontenible.

– ¡Catarè! -gritó.

En su grito había también horror, miedo y turbación.

Su propio grito lo despertó. Estaba empapado en sudor. Le costó abrir los ojos, parecía que tenía los párpados cerrados por un espeso y pegajoso pegamento. Había tenido una pesadilla, y comprendió inmediatamente la razón: la culpa era del medio kilo largo de habas frescas que se había zampado la víspera en la galería de su casa, junto con un trozo de queso de oveja fresco que Adelina le había dejado en el frigorífico. La delicia de saborear unas habas frescas consiste también en el placer del doble desgrane, durante el cual uno saborea con el pensamiento aquello que al cabo de muy poco tiempo podrán saborear la lengua y el paladar.

En efecto: primero hay que desgranar la vaina del haba que, siendo ligeramente vellosa por dentro y por fuera, resulta muy agradable al tacto; después hay que pelar todas las habitas, las cuales, mientras lo haces, te envían unos verdes efluvios que te recrean el corazón. Y mientras desgranas, vas pensando. Y, a lo mejor, se te ocurre la idea adecuada y útil para cada ocasión: desde resolver una discusión con Livia a entender el porqué y el cómo de un homicidio. Antes de volver a dormirse, recordó que en otra ocasión había soñado que mataban a Mimì Augello en el transcurso de una emboscada. Se acordaba muy bien de que aquella vez la culpa la había tenido medio cabrito al horno acompañado de patatas.


* * *

Como era de esperar, la primera persona a la que vio al entrar en la comisaría fue a Catarella, que hablaba por teléfono en tono alterado.

– ¡No, señor! ¿Cómo quiere que se lo diga? ¡Ésta no es la empresa de pompas fúnebres Cicalone! ¡Ésta es la comisaría de Vigàta en persona personalmente! ¡No, señor, usía se equivoca de número! ¿Quiere que se lo diga cantando?

Montalbano estaba convencido de que en Vigàta se había creado una asociación secreta de hijos de puta que se divertían llamando a Catarella y fingiendo equivocarse de número. Pero el verbo «cantar» había hecho que le volviera repentinamente a la memoria el sueño que había tenido.

– Catarella, ¿sabes que cantas muy bien?

Catarella, que estaba enjugándose el sudor de la frente que le había producido la complicada llamada telefónica que acababa de atender, lo miró perplejo.

– ¿Usía habla conmigo personalmente, dottori?

– ¿Y con quién quieres que hable, Catarè? ¡Aquí sólo estamos tú y yo!

Dottori… -dijo Catarella, mirando a su alrededor y bajando la voz en tono conspirador-, pero ¿me ha oído usía cantar alguna vez?

– Sí.

– ¿Y eso cuándo fue, dottori? -preguntó, muy preocupado, Catarella.

– Esta noche.

El agente lo miró estupefacto.

Dottori, pero ¡si yo esta noche he estado en mi cama!

– Cierto. Te he oído cantar en sueños.

El rostro de Catarella pasó del estupor a la conmoción.

– ¡Virgen santísima, dottori! ¡Ah, dottori, dottori, qué cosa tan bonita me está diciendo! ¡Usía sueña de noche conmigo!

Montalbano se azoró.

– Bueno, no exageremos…, no es algo que me ocurra siempre.

– Pero ¡esta noche ha soñado conmigo! ¡Y eso quiere decir que usía piensa a veces en mí, incluso cuando no estoy de servicio!

Montalbano comprendió que Catarella estaba a punto de echarse a llorar, abrumado por la emoción.

– Explícame una cosa -dijo para distraerlo-. ¿Por qué te preocupa tanto que alguien te oiga cantar?

Catarella lanzó un profundo suspiro.

– Ah, dottori, dottori, usía debe saber que cuando canto traigo mala suerte. Desafino tanto que, en cuanto me oyen, los perros se ponen a ladrar. ¿Quiere que le cuente una cosa? Una vez estaba en el coche de mi primo Pepè y, de pronto, me entraron ganas de cantar. En cuanto abrí la boca, mi primo se asustó, hizo una brusca maniobra y fuimos a parar a un barranco. Pepè se rompió de mala manera el hueso que está justo encima del culo, con perdón. ¿Cómo se llama? Ah, sí, el hueso sacrosanto.

Convencido de que a Mimì le haría gracia, Montalbano le contó el sueño. Sin embargo, el otro lo miró con expresión sombría.

– Yo creo en los sueños -dijo-. No en todos, claro, pero algunos acaban por resultar premonitorios. A mí me ocurrió hace poco. Soñé que un marido me sorprendía en la cama con su mujer. Y justo cuatro días después, el cornudo estuvo en un tris de sorprendernos, pero yo, recordando el sueño, conseguí escapar antes de que entrara en la casa.

– ¿Y a eso lo llamas tú un sueño premonitorio?

– ¿Y cómo quieres que lo llame?

– Oye, Mimì, cuando soñé que te pegaban un tiro y te mataban, ¿eso fue a tu juicio un sueño premonitorio?

– No, porque nadie me pegó un tiro y me mató.

– Lástima.

La puerta del despacho se abrió con tanta violencia que golpeó con fuerza la pared, provocando el desprendimiento del escaso revoque que todavía quedaba en esa zona.

– ¿Se te ha ido la mano? -preguntó con resignación el comisario.

– No, señor dottori, esta vez he patinado.

– ¿Qué sucede?

– Acabamos de recibir un sobre urgente con la dirección de usted en persona personalmente.

– Bueno, pues dámelo.

– Voy a buscarlo.

– ¿Sabes por qué a Catarella se le da bien el ordenador? -preguntó Montalbano a Mimì-. Porque su cabeza está hecha de la misma manera. Él me comunica que ha recibido un sobre para mí, pero si yo no le doy el visto bueno, no me lo entrega. -Catarella regresó, dejó el sobre encima de la mesa, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Montalbano se convirtió de repente en una estatua con la boca entreabierta-. ¡Catarella!

Su ayudante se detuvo y se volvió.

– A sus órdenes, dottori.

– ¿Por qué arrastras la pierna izquierda?

– Me duele, dottori.

Había que facilitarle un nuevo input al ordenador.

– ¿Y por qué te duele?

– Porque esta noche he tenido una pesadilla y he dado tantas vueltas que me he caído de la cama, dottori.

Montalbano no se atrevió a preguntarle qué clase de pesadilla había tenido. Sintió un molesto hormigueo en la columna vertebral y experimentó una repentina inquietud. Mimì Augello había observado la escena con creciente interés, pero esperó a que Catarella cerrara la puerta antes de hablar.

– Salvo, ¿quieres decirme una cosa? ¿En tu sueño Catarella cojeaba?

¡Qué policía tan hábil era Mimì Augello!

– No. -Bajo ningún concepto le habría dado una satisfacción. En ese momento apareció Fazio llevando sobre los brazos extendidos un enorme montón de papeles para firmar-. ¡No! -gritó el comisario, palideciendo.

– Lo siento -dijo Fazio-, pero hay que enviar los documentos hoy mismo. No hay más remedio -añadió, y depositó la pila de papeles sobre la mesa.

La carta recién llegada quedó sepultada debajo, y no afloró de nuevo a la superficie hasta que ya había oscurecido. Pero Montalbano estaba demasiado cansado y asqueado de su nombre y apellido: con sólo leer la dirección le entraron ganas de vomitar. La abriría a la mañana siguiente.

– ¿Sabes una cosa muy graciosa, Livia? ¡Anoche soñé con Catarella! -En el otro extremo de la línea no hubo ninguna reacción-. ¿Oye?

– Estoy aquí.

– Ah, te decía que anoche…

– Ya lo he oído.

Estaba claro que la voz ya no procedía de Boccadasse, Génova, sino de una banquisa polar durante una tormenta.

– ¿Qué ocurre, Livia? ¿Qué he dicho?

– Has dicho que has soñado con Catarella, ¿no te parece suficiente?

– Livia, no me digas que te has vuelto foddri.

– No me hables en dialecto.

– ¡No me digas que estás celosa de Catarella!

– Salvo, a veces eres insoportablemente imbécil. No se trata de celos.

– Pues ¿de qué se trata?

– Tú jamás me has dicho que has soñado conmigo.

Era cierto. Había soñado con ella y seguía soñando, pero jamás se lo había dicho. ¿Por qué?

– Ahora que lo pienso…

Pero en el otro extremo de la línea ya no había nadie. Durante un segundo pensó en la posibilidad de volver a llamarla, pero lo dejó correr. Era evidente que Livia no estaba de humor y cualquier palabra le serviría de excusa para iniciar una discusión. Por tanto, se sentó delante del televisor para ver el último telediario de Retelibera. Después de la sintonía, apareció su amigo Nicolò Zito anunciando que dedicaría el primer espacio del programa a un suceso que había acaecido aquella misma mañana, es decir, la caída mortal de un albañil desde un andamio. Retelibera había informado de aquella desgracia en el telediario de las ocho de la mañana y la había repetido en el de la una del mediodía. Sin embargo, no la había comentado en el noticiario de las cinco de la tarde… ¿Por qué? Porque en el cada vez más trepidante y convulso ritmo de nuestras vidas, prosiguió diciendo Nicolò, aquella noticia ya no era noticia. En cuestión de unas horas, había envejecido. Si volvía a comentarla, explicó, era porque había llevado a cabo una rápida investigación sobre cuántos de esos eufemísticamente llamados «accidentes laborales» se habían producido en el último mes en la provincia de Montelusa. Habían sido seis. Seis muertes causadas por la absoluta falta de respeto por parte de los propietarios de las empresas de las más elementales normas de seguridad. Sin previo aviso, el rostro de Nicolò fue sustituido por las escalofriantes imágenes de obreros destrozados y despedazados. Bajo cada una de ellas, la fecha del accidente y el lugar donde se había producido. Montalbano sintió que se le revolvía el estómago. Cuando Zito apareció de nuevo en pantalla, dijo que habían decidido emitir aquellas imágenes que habitualmente solían autocensurar para provocar en el telespectador un sentimiento de indignación.

– Esos empresarios son asesinos que, sin embargo, no pueden ser acusados de ningún delito -terminó diciendo Nicolò-. Cuando se crucen con ellos por la calle, recuerden estas imágenes.

En cambio, en Televigàta aparecía el ilustre subsecretario Carlo Posacane inaugurando una obra pública, una especie de autopista que unía su pueblo natal, Sancocco, de trescientos trece habitantes, con un bosque de pilares de cemento armado cuya función no se especificaba. En presencia de trescientos paisanos suyos (puede que los trece ausentes votaran a la izquierda), el subsecretario dijo que él no estaba en modo alguno de acuerdo, sintiéndolo muchísimo, con su compañero de partido y ministro, quien había declarado que era necesario convivir con la mafia. No, había que luchar contra ella. Sólo que había que distinguir, no se podía generalizar. ¡Había hombres, preclaros caballeros, dijo vibrando de desprecio el ilustre subsecretario, que siempre se habían batido por la justicia, llegando incluso a sustituir al Estado en las ocasiones en que éste fallaba, y que habían sido pagados con el estigma infamante de «mafiosos»! Eso, con el nuevo Gobierno, jamás ocurriría, terminó diciendo el ilustre subsecretario en medio de una atronadora salva de aplausos. A su lado, Vincenzo Scipione, llamado 'u zu Cecè, hombre de respeto, gran valedor del subsecretario y titular de la empresa constructora, se enjugó conmovido una lágrima.

– ¡Catarella!

En un santiamén, Catarella apareció en el hueco de la puerta, afortunadamente abierta.

– A sus órdenes, dottori.

– Catarella, ¿adónde ha ido a parar el sobre que anoche dejé aquí, encima de la mesa?

– No lo sé, dottori, pero como esta mañana temprano ha venido la polizia, a lo mejor lo han dejado en otro sitio.

¿La policía? ¡A ver si el muy cabrón del jefe superior había hecho que registraran su despacho!

– ¿Qué policía, Catarè? -preguntó, alterado.

– La policía que hace la polizia los lunes, miércoles y viernes, dottori, la misma de siempre.

Montalbano soltó una maldición. Cada vez que iban los de la limpieza, luego no encontraba nada sobre su escritorio. Entre tanto, Catarella se había agachado y vuelto a incorporar con el sobre en la mano.

– Se había caído al suelo.

Mientras el agente se encaminaba hacia la puerta, el comisario observó que cojeaba más que la víspera.

– Catarè, ¿por qué no vas al médico a que te vea esa pierna?

– Porque se ha ido.

– Pues vete a otro.

– No, señor dottori, yo sólo me fío de él. Es un primo mío por parte de padre, un «vitirinario» muy bueno.

Montalbano lo miró, estupefacto.

– ¿Y tú te dejas curar por un veterinario?

– ¿Por qué no, dottori, qué diferencia hay? Todos somos animales. Pero si me sigue haciendo daño, iré a una viejecita que sabe mucho de hierbas.

Era un anónimo escrito con letras mayúsculas. Decía lo siguiente:

EL DÍA 13 POR LA MAÑANA EL ALVAÑIL ALVANES PASARÁ A MEJOR VIDA CALLENDO DEL ANDAMIO. ¿ESO TAMBIÉN SERÁ UN ACIDENTE LAVORÁL?

2

Con la frente empapada de sudor, cogió el sobre y examinó el sello.

La carta había sido enviada desde Vigàta el día diez. Un pensamiento repentino lo dejó helado: si lo hubiera leído la víspera, en lugar de despreocuparse y perder el tiempo, tal vez habría conseguido evitar la desgracia, o el homicidio, o lo que fuera. Pero inmediatamente cambió de opinión: aunque hubiera abierto el sobre enseguida no habría llegado a tiempo. A menos que Catarella hubiera tardado en entregársela.

– ¡Catarella!

– ¡A sus órdenes, dottori! ¿Qué le pasa? ¡Lo veo muy pálido!

– Catarella, la carta que has encontrado hace poco bajo la mesa, ¿recuerdas a qué hora la recibiste ayer por la mañana?

– Sí, señor dottori. Era correo urgente. Correo especial. Poco después de las nueve.

– ¿Y me la entregaste nada más recibirla?

– Claro, dottori. Enseguidísima. -Y añadió, un tanto ofendido-: Yo nunca retraso sus cosas.

Por consiguiente, jamás habría conseguido evitarlo. La carta había llegado con retraso, había tardado tres días en recorrer menos de un kilómetro, pues ésa era la distancia que mediaba entre la oficina de correos y la comisaría. ¡Y lo llamaban correo urgente! En el sobre, también en letras mayúsculas, figuraba la dirección del remitente: ATTILIO SIRACUSA, VIA MADONNA DEL ROSARIO, 38. Llamó a Nicolò Zito. No había llegado todavía a su despacho, le dijo la secretaria. Trató de localizarlo en su casa. Habló con Taninè, la mujer de Zito, la cual le dijo que, por suerte, su marido había salido temprano.

– ¿Por qué por suerte?

– Porque le dolían las muelas y nos ha tenido despiertos a todos. Menuda nochecita nos ha dado -contestó Taninè.

– ¿Y por qué no va al dentista?

– Porque tiene miedo, Salvo. Ése es capaz de morir de un infarto de ver el torno del dentista.

Se despidió y colgó. Llamó a Catarella y lo envió a comprar el periódico, que dedicaba diariamente dos o tres páginas a la provincia de Montelusa. Encontró la noticia:


ACCIDENTE LABORAL MORTAL

Ayer a las siete y media de la mañana un albañil albanés de treinta y ocho años, Pashko Puka, que trabajaba legalmente en la empresa Santa Maña, de Alfredo Corso, cayó de un andamio en un chalet del pueblo de Tonnarello, situado entre Vigàta y Montelusa. Sus compañeros de trabajo, que acudieron de inmediato a socorrerlo, comprendieron inmediatamente que por desgracia ya nada se podía hacer por Puka. El juez ha abierto una investigación.

Y sanseacabó. Nueve líneas, incluyendo el titular, al final de la última columna de la derecha. La página rezumaba la más absoluta indiferencia hacia aquella noticia perdida entre artículos sobre la crisis de los ayuntamientos de Fela y Poggio, sobre la restricción del agua, que se distribuiría no cada cuatro días sino cada cinco, y sobre los preparativos para la fiesta de san Isidoro en Gibilrossa. Nicolò Zito había hecho bien en mostrar el día anterior las imágenes de los muertos en sus propios puestos de trabajo. Pero ¿cuántos telespectadores las habían visto y cuántos, por el contrario, habían cambiado de canal para recrearse la vista con el culo de una bailarina o llenarse las orejas con las vanas palabras de los hombres fuertes del nuevo gobierno?

Mimì Augello aún no había llegado. Llamó a Fazio y le entregó el periódico, señalándole la noticia. Fazio la leyó.

– ¡Pobrecillo!

Sin decir nada, Montalbano le entregó el anónimo. Fazio lo leyó.

– ¡Coño! -exclamó. Después pensó lo mismo que había pensado el comisario-. ¿Cuándo lo recibimos? -preguntó, trastornado.

– Ayer por la mañana, pero no lo he abierto hasta ahora. De todos modos, aunque lo hubiera leído, no habríamos podido evitarlo. Los hechos ya se habían producido.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Primero dime una cosa. Tonnarello está más cerca de Montelusa que de aquí. Nosotros no hemos sabido nada de ese accidente… o lo que sea; por tanto, quisiera saber quién ha intervenido.

– Comisario, allí cerca hay un cuartel de carabineros. Los manda el comandante Verruso. Es una buena persona. Estoy absolutamente seguro de que se dirigieron a ellos.

– ¿Podrías comprobarlo, de todos modos?

– Dos minutos, voy a hacer una llamada.

Simplemente por pasar el rato, porque estaba seguro de que el nombre que figuraba en el sobre era falso, Montalbano cogió la guía telefónica.

Sólo había un Attilio Siracusa, pero vivía en via Carducci. Marcó el número.

– ¿Se puede saber quién carajo es y por qué carajo llama a este teléfono del carajo?

Un poco limitado el vocabulario del señor Attilio Siracusa, pero de eficacia indudable.

– Soy el comisario Montalbano.

– ¿Y a mí qué carajo me importa?

Montalbano decidió luchar con las mismas armas.

– Oiga, Siracusa, no me toque los cojones y responda a mis preguntas; de lo contrario, voy para allá y le rompo el culo.

La voz de Siracusa adquirió de golpe un tono amable, ceremonioso y ligeramente agradecido por el honor.

– Ah, comisario, ¿es usted? Disculpe, he regresado a casa hace apenas un par de horas. Me he pasado toda la noche despierto en un maldito vuelo procedente de la India. Mire, usted no me creerá, pero el día diez por la mañana embarqué en Bombay y… Disculpe, cuando me pongo a hablar… ¿Qué quería de mí?

– Nada.

– Pero ¡qué carajo…! -exclamó el señor Siracusa mientras el comisario colgaba el auricular.

En ese momento regresó Fazio.

– Lo que yo suponía, comisario. Verruso acudió al lugar de los hechos.

– Eso quiere decir que nosotros quedamos fuera de esto.

– Si usted lo prefiere, sí.

– Explícate mejor.

– Estamos medio fuera y medio dentro, dottore. Fuera porque la investigación no es nuestra, y dentro porque nosotros sabemos algo que Verruso ignora. Es decir, que no ha sido una desgracia, sino un homicidio. A menos que se trate realmente de un accidente y ese tal Siracusa sea uno de esos que ven cosas en una bola de cristal.

– ¿Y?

– Sólo tenemos dos caminos: o cogemos la carta, la quemamos y hacemos como si no la hubiéramos recibido jamás, o nos armamos de valor, porque hay que tener valor para hacer algo así, y enviamos la carta a los carabineros con los mejores saludos de la policía.

Montalbano permaneció un rato pensativo y en silencio, hasta que entró Augello, quien enseguida se dio cuenta de que algo no iba bien.

– ¿Queréis decirme qué pasa? -Montalbano se lo contó todo. El resultado fue que Augello también se quedó pensativo y en silencio. Pero, poco después, decidió hablar-. Podemos ganar tiempo sin hacérselo perder a Verruso. Conviene que nuestras relaciones con los carabineros estén presididas por la máxima lealtad.

– ¿Cómo? -preguntó Fazio.

– Empecemos a movernos nosotros, llevemos a cabo alguna investigación para averiguar cómo están las cosas. Si están bien, es decir, si vemos que tenemos alguna baza en la mano, seguimos adelante y después Dios se encargará de aclarar la situación entre nosotros y el Cuerpo de Carabineros. Si, por el contrario, vemos que nos golpeamos contra un muro…

Dejó la frase sin terminar y Montalbano siguió adelante en su nombre:

– Les pasamos las diligencias a los carabineros y que se las arreglen ellos como puedan. Mimì, ¿quieres explicarme qué significa para ti la palabra lealtad?

– Exactamente lo mismo que para ti -replicó éste.

Entonces el comisario empezó a repartir las tareas. Del asunto se encargarían sólo ellos tres; no convenía armar alboroto, habría que actuar con cautela para que no llegara el menor rumor a los oídos del asesino o, peor todavía, a los de los carabineros. Fazio tendría que dirigirse a via Madonna del Rosario, 38, y comprobar si vivía allí o si era conocido un tal Attilio Siracusa. Fazio trató de decir algo, pero el comisario lo cortó.

– Ya sé que es una pérdida de tiempo. Es un nombre tan falso como la dirección. Pero hay que hacerlo.

Mimì, por su parte, tendría que dirigirse con el sobre a la oficina de correos. No debía de haber muchas personas que utilizaran el correo urgente de Vigàta a Vigàta. Tendría que pedir que le entregaran el resguardo, el que había rellenado el remitente, y comprobar si el funcionario recordaba quién lo había entregado en ventanilla. Además, con carácter secundario y en tono totalmente amistoso, debería pedir que le explicaran cómo coño se las arreglaba una carta llamada urgente para tardar tres días en recorrer menos de un kilómetro.

– ¿Y tú?

– Voy a Montelusa. Quiero hablar con Pasquano.

– Pero ¿a qué se dedica ahora? ¿A tocarles las pelotas incluso a los muertos de los demás?

– No, doctor Pasquano, deje que se lo explique. Se trata de un estudio estadístico que nos ha solicitado el Ministerio, y por eso…

– ¿Cuántos albañiles albaneses caen de los andamios todos los años en Italia?

– No, doctor, el estudio se refiere…

– Mire, Montalbano, a mí usted no me toma el pelo. Si quiere que le diga algo, no me venga con historias. Hable claro.

– Verá, doctor, estábamos realizando una investigación acerca de un robo en una joyería en el que parece, repito, parece, que estaba implicado ese tal Puka. Y hemos pensado que, a lo mejor, lo habían eliminado sus cómplices, eso es todo.

Dio resultado. Al doctor Pasquano se le pasó el enfado.

– ¡En fin! No sé qué quiere que le diga. El cuerpo del pobrecillo presentaba fracturas y heridas compatibles con una caída desde unos veinte metros. Si la caída no fue accidental, sino que alguien lo empujó y lo hizo caer…, eso jamás podrá establecerlo ninguna autopsia. ¿Lo comprende? -El médico soltó una risita-. Por otra parte, para más información, ¿por qué no se dirige al comandante Verruso? ¿Quiere que le informe de que está usted investigando?

– Gracias -dijo bruscamente Montalbano, dando media vuelta para retirarse. Pero la voz de Pasquano lo detuvo y lo obligó a volverse.

– Hay algo que me ha llamado la atención. También se lo comentaré a Verruso… Iba habitualmente al pedicuro.

Montalbano lo miró, sorprendido. El doctor Pasquano extendió los brazos como diciendo que así estaban las cosas y que él no podía hacer nada.

Pensó que, a esas horas, tal vez Nicolò Zito ya habría llegado a su oficina. Como no tenía móvil, se detuvo delante de una cabina, bueno, delante de una de esa especie de perchas con dos teléfonos, uno a cada lado, en las que, si llueve, te empapas. Naturalmente, ambos estaban ocupados. Uno de ellos por una mujer negra que gritaba como una loca en un idioma incomprensible. El otro, por un campesino con boina, de unos setenta y tantos años, que mantenía el aparato pegado a la oreja sin decir nada. Se limitaba simplemente a escuchar. Al cabo de unos cinco minutos, mientras la negra gritaba cada vez con más furia, el campesino dijo «Vaya» y siguió escuchando. No había manera. Montalbano subió al coche y se detuvo delante de otra percha. Ambos teléfonos estaban libres. Corrió hacia uno de ellos y observó que había una lucecita roja encendida: estaba fuera de servicio. El segundo, en cambio, funcionaba, sólo que el comisario, tras una afanosa búsqueda, se dio cuenta de que no tenía la tarjeta. Mientras miraba a su alrededor en busca de un estanco, un individuo se acercó al otro teléfono y se puso tranquilamente a charlar. Montalbano se sintió invadido por una rabia incontenible. ¿Por qué la había tomado con él aquel teléfono? ¿Por qué un momento antes había dicho que no funcionaba y un momento después se había puesto a funcionar perfectamente con otro? Descargó el auricular con tal fuerza contra la horquilla que pegó un brinco y se descolgó. Soltando reniegos, el comisario volvió a colocarlo en su sitio y subió al coche. Estaba a punto de arrancar cuando vio que el rostro del hombre que había estado hablando por teléfono se encontraba ahora a la altura de su ventanilla. Era un cincuentón con gafas, un manojo de nervios extremadamente delgado que lo miraba con expresión de reproche.

– ¿Qué quiere?

– Que sea más educado.

– ¿Qué le he hecho yo?

– A mí nada, pero ha estado a punto de estropear un servicio de utilidad pública. Por poco se carga el teléfono. -Sin duda tenía razón, pero a Montalbano el sermón no le hizo efecto. Si aquel hombre quería guerra, la tendría. Abrió la portezuela, bajó muy despacio del coche, se afianzó bien sobre las piernas y miró a los ojos a su coetáneo-. Se lo advierto antes de que actúe precipitadamente. Soy comandante de los carabineros -dijo el otro.

Montalbano se aterrorizó. Lo que faltaba, una pelea entre un comisario de la policía del Estado y un comandante de los carabineros. ¿Quién se encargaría de separarlos, la Policía Judicial? Lo mejor era dar por zanjado inmediatamente el asunto.

– Le pido disculpas, estaba muy nervioso y…

– Bueno, bueno, ya puede irse.

– ¿Me permite una pregunta, mi comandante?

– Dígame.

– ¿Cómo se las ha arreglado para hablar por el teléfono averiado?

– ¿Hablar? No estaba hablando, sólo soltaba maldiciones porque el aparato no me daba línea. Después he visto la lucecita roja.

– O sea, que también usted se ha enfadado.

– Sí, pero yo no he intentado romper el aparato.


* * *

– Sí, señor comisario, el dottor Zito ha venido a la oficina, ha roto un jarrón, ha tirado al suelo unos papeles y se ha ido. Cuando le duelen las muelas es peor que el Orlando Furioso.

– ¿Ha dicho adónde iba?

– Sí, a tirarse al mar. Es lo que dice siempre. No creo que aparezca por aquí, pues ha pedido que en los telediarios lo sustituya el dottor Giordano. Pero si puedo serle útil en algo, yo…

La secretaria de Nicolò era un encanto: una guapa treintañera que le tenía mucha simpatía a Montalbano.

– Pues verá, anoche Nicolò presentó un reportaje estupendo sobre los accidentes laborales.

– ¿Quiere que le haga una grabación?

– Sí, pero mi petición es un poco más complicada. Nicolò montó las imágenes de todos los accidentes, seleccionando evidentemente un material más amplio que tenía a su disposición. ¿Es así?

– Sí, señor comisario.

– Lo que yo necesito es todo el material reunido, no sólo lo que se emitió anoche. Sé que será un poco largo y…

– ¡En absoluto, comisario! -replicó sonriendo la secretaria-. El dottor Zito ya había pedido que realizaran ese trabajo, precisamente para elegir las imágenes más impactantes. La cinta está en el archivo. Lo único que hace falta es grabarla.

– ¿Se tarda mucho?

– Diez minutos.

Cuando llegó a la comisaría, Fazio y Augello lo esperaban en su despacho.

– Antes de que empecemos a hablar debo hacer una llamada. -Marcó un número-. Doctor Pasquano, soy Montalbano. Doctor, se lo ruego, no me cuelgue. Sólo una pregunta y lo dejo tranquilo para que siga descuartizando un nuevo cadáver. ¿Todos los muertos en accidente laboral tenían los pies limpios? -Mientras Fazio y Augello lo miraban perplejos, Montalbano escuchó la airada respuesta del médico, dio las gracias y colgó-. Después os lo explico -dijo-. Fazio, empieza tú.

– Hay muy poco que decir. El número treinta y ocho de via Madonna del Rosario no existe. La calle termina en el número treinta y seis, que es una zapatería. El propietario se llama… -se interrumpió y sacó un trozo de papel del bolsillo- Vincenzo Formica, hijo del difunto Giovanni y de Elisabetta…

– ¡Me cago en la mar, Fazio!

Interrumpido en mitad de uno de aquellos arrebatos censales que le daban de vez en cuando, Fazio enrojeció y se guardó el trozo de papel en el bolsillo.

– Nadie conoce a Attilio Siracusa. Ni siquiera figura entre sus clientes. He ido al número de la otra acera, que es impar, el treinta y uno. Es un barbero. Jamás han oído hablar del tal Siracusa.

– ¿Y tú, Mimì?

– En la ventanilla del correo urgente sólo hay una funcionaria. ¿Habéis visto alguna vez a una bruja? Cuando la he visto, me han entrado ganas de escapar; sin embargo, es una criatura dulcísima y amabilísima.

– ¿Acaso te has enamorado de ella, Mimì?

– No, pero uno jamás deja de asombrarse de lo mucho que engañan las apariencias. Tenías razón, Salvo, son muy pocos los que utilizan el correo urgente de Vigàta a Vigàta. Le he mostrado el sobre. Se acordaba muy bien. La carta se la entregó un chiquillo que se presentó con el impreso rellenado y el dinero a punto.

– Y, de esa manera, nos han dado por aquel sitio -dijo Fazio.

– ¿Y te ha explicado cómo es posible que la carta llegara con tanto retraso?

– Ah, sí -dijo Mimì-. Se ve que hubo huelga.

– Y quien envió la carta no lo sabía… -replicó Montalbano-. Por consiguiente, una cosa es segura. El falso señor Siracusa quería evitar el delito, porque está claro que se trata de un delito.

– ¿Y ese asunto de los pies qué era? -preguntó Mimì.

Montalbano se lo explicó. Y añadió:

– Pasquano me ha dicho que los pies de los demás eran normales, unos más sucios y otros más limpios. Sólo Puka iba al pedicuro.

– Yo no me imagino a un albañil, tanto si es albanés como si no, yendo habitualmente al…

– A no ser -lo interrumpió Montalbano- que se hiciera pasar por albañil. ¿Qué acaba de decir ahora mismo el eximio dottor Augello, aquí presente, en un arrebato de estremecedora originalidad? Que las apariencias engañan. O mejor: que no es oro todo lo que reluce. O mejor todavía: que el hábito no hace al monje.

3

Se zampó un buen plato de salmonetes fritos con la concentración de un brahmán hindú, esa que te hace levitar, sólo que la suya iba en dirección contraria, hacia el arraigo más profundo y terreno, es decir, hacia el penetrante aroma y el denso sabor del pescado, con la exclusión más absoluta de cualquier otro pensamiento o sentimiento. Consiguió incluso aislarse del ruido exterior de los coches y las voces, de la radio y los televisores a todo volumen, creando una especie de burbuja de silencio total. Finalmente se levantó no sólo saciado y satisfecho, sino con una sensación de absoluta plenitud. Nada más salir de la trattoria San Calogero estuvo a punto de ser atropellado por un coche que circulaba a toda velocidad y que esquivó por los pelos saltando a la acera. Su armonía con las esferas celestes se había quebrado de golpe. Para librarse de la inquietud que le había provocado su regreso al mundo después de aquel paradisíaco paréntesis, decidió dar su habitual paseo por el muelle hasta el faro. Una vez allí, se sentó en la roca de costumbre, encendió un cigarrillo y se puso a pensar. Muy bien, todo había empezado con una carta anónima que anunciaba un homicidio que posteriormente se había producido. Estaba claro que no se trataba de un desafío del asesino a la policía estilo «A ver si sois capaces de impedírmelo»; no, el anónimo comunicante no sólo no era un asesino, sino que había tratado de evitar un homicidio. Había tenido mala suerte y su carta no había llegado a tiempo. Aunque peor fortuna había corrido el pobre albanés Puka. No obstante, aquello no cuadraba. ¿Por qué le extrañaba tanto que un albanés fuera al pedicuro? ¡Eso era un pensamiento racista! ¿Por fuerza los albaneses tenían que ser feos, sucios y malos? No, lo que le había llamado la atención era que un albañil, fuera albanés o finlandés, acudiera al pedicuro. Pero eso era todavía peor: ¡era un pensamiento clasista!

«¿Por qué no vas a un pedicuro?», le había preguntado poco tiempo atrás Livia al ver que las uñas del dedo gordo de ambos pies eran cada vez más gruesas y se dirigían una hacia Levante y otra hacia Poniente.

Él no había querido ir porque le parecía cosa de ricachones o afeminados. ¡En resumidas cuentas, se trataba de una investigación basada en un prejuicio asentado sobre otro prejuicio!

No le apetecía regresar a la comisaría. Se sentía vacío por dentro. Llegó a la conclusión de que lo que estaba haciendo no era honrado, es decir, ocultarle al comandante de los carabineros un elemento tan importante como la carta anónima. Pero su instinto de policía era como el de un perro, resultaba muy difícil hacerle soltar el hueso que había mordido. ¿Qué decisión tomar?

Se pasó un buen rato arrojando piedrecitas lisas a un tapón de botella que flotaba, pero no consiguió acertar ni una sola vez. Entre tanto, se había levantado un viento frío que provocaba rizos de espuma en el agua. Desde cabo Rossello se acercaban unas nubes negras cargadas de malas intenciones. Intuyó que debía hacer algo antes de que se desencadenara el diluvio. Tenía una desagradable sensación de urgencia, de prisa. Lo único que podía hacer era abandonarse a las sugerencias de su instinto, dejarse guiar por él mismo, seguir sus propios pasos. Regresó a la comisaría y llamó a Fazio.

– ¿Puedes averiguar si la obra aún está precintada?

Lo estaba. Por consiguiente, no había obreros trabajando; como mucho podría encontrar al vigilante.

– ¿Qué piensa hacer? ¿Ir a visitarla?

– Sí, antes de que empiece a llover.

Dottore, procure que no lo reconozcan. Como Verruso se entere de que está usted husmeando por allí, se arma la de Dios es Cristo, téngalo por seguro.

Tardó unos veinte minutos en llegar a Tonnarello. El último kilómetro de camino era de tierra y estaba lleno de baches. Desde lo alto de una pequeña loma vio la obra, el edificio o lo que fuera que estuvieran construyendo en medio de aquel solitario y siniestro valle sin el menor paisaje alrededor. No había ningún otro edificio ni cultivo de ninguna clase, sólo piedras blancas, pitas y chumberas. ¿A quién carajo se le había ocurrido construir una casa o lo que fuera en medio de aquel desolado pedregal? El lugar parecía más apropiado para un hospital especializado en enfermedades altamente infecciosas o para una cárcel de máxima seguridad. La obra estaba enteramente rodeada por una valla de más de dos metros de altura, hecha con tablas horizontales clavadas a intervalos regulares en unas estacas. En el centro del lado que veía Montalbano había una abertura muy ancha, evidentemente un paso para el acceso de los camiones y la entrada de los obreros. Entornó los ojos para ver mejor: el paso estaba efectivamente abierto, pero de uno a otro extremo habían tendido unas cuerdas de nailon blancas y rojas para indicar que estaba prohibida la entrada. Pero eso, por supuesto, no constituía ningún obstáculo. En el interior, nada más entrar, había un pequeño barracón de chapa metálica que debía de hacer las veces de despacho. A la izquierda y pegado a la valla había otro barracón más grande y alargado, probablemente el vestuario de los albañiles. Permaneció un buen rato mirando, pero no vio nada que se moviera; la obra estaba sin duda desierta, a no ser que hubiera alguien durmiendo en el interior de alguno de los barracones. Las nubes negras habían cubierto el cielo y se oía tronar a lo lejos. Montalbano subió al coche y condujo hasta la abertura de la valla. Un cartel de gran tamaño decía que se trataba de la construcción de un edificio destinado a «vivienda» cuyo propietario era un tal Giacomo di Gennaro. A continuación aparecía el número del permiso de obra, el nombre de la empresa constructora -la Santa Maria de Alfredo Corso- y el nombre del responsable del proyecto, el arquitecto Mario Mattia Manfredi. Montalbano bajó del coche, levantó una cuerda con una mano mientras bajaba otra con un pie y accedió al interior del solar. Se acercó a la puerta del barracón pequeño y vio que estaba cerrada con candado, lo mismo que la del barracón grande, sólo que en éste había dos ventanucos y uno de ellos estaba parcialmente abierto. Echó a andar a lo largo del andamio y enseguida descubrió el lugar donde había caído el pobre Puka: en el suelo estaba dibujada la silueta de un cuerpo, y el polvo de la parte correspondiente a la cabeza estaba oscurecido por la sangre.

Luego levantó los ojos: más o menos a la altura del quinto piso faltaba una tabla de la pasarela, la exterior. Bajó nuevamente la mirada y vio la tabla, rota por la mitad, muy cerca de la silueta del cuerpo. Se acercó para examinar atentamente la línea de rotura: era irregular y no daba la impresión de que la hubieran partido a propósito. Por otra parte, la tabla era vieja. Por consiguiente, querían que pareciera que Puka caminaba por la pasarela y, de pronto, una tabla se había roto accidentalmente y el obrero había caído.

«Un momento -pensó el comisario-, si pretendían que pareciera eso, ¿habían pensado que Puka podía haber caído en la pasarela de abajo, llevándose un susto tremendo pero sin apenas sufrir daños?»

La llamada «dinámica» tenía que haber sido distinta; seguramente el asesino había tenido en cuenta ese detalle, pero no había manera de saberlo, como no fuera trepando por el andamio como un mono hasta el quinto piso. ¡Ni hablar! «Intentaré averiguar lo que han declarado los testigos a los carabineros a través de Fazio, que debe de tener algún buen espía en el Cuerpo», se dijo.

Fue su último pensamiento, pues a continuación el diluvio se desencadenó con violencia bajo la forma de una granizada con unos granos tan grandes que golpeaban la cabeza cual piedras. Maldiciendo, el comisario regresó corriendo al coche. Volvió a saltar el obstáculo de las cuerdas del precinto, abrió la portezuela, subió y puso en marcha el motor. Pero el coche no se movió. No se movió porque sus pies se negaron a pisar los pedales; el trasero le pesaba en el asiento como si fuera un bloque de cemento. Todo su cuerpo se rebelaba, no quería que abandonara aquel lugar.

«Bueno, bueno», se dijo. Y como si quisiera demostrarles a sus pies y a su trasero sus intenciones, viró ligeramente hacia el hueco abierto en la valla. Inmediatamente recuperó la normalidad. La intensidad de la granizada había aumentado y era inútil poner en funcionamiento el limpiaparabrisas, pues no habría servido de nada. Se movió a ciegas, rompió con el coche las cuerdas de nailon que precintaban la obra y llegó a la altura del ventanuco abierto en el barracón grande. Se acercó todo lo que pudo, se armó de valor, bajó, se subió al capó, resbalando, soltando maldiciones y poniéndose perdido, y se catapultó hacia el interior del ventanuco. Aterrizó lastimándose un hombro y le brotaron lágrimas de dolor. Se levantó. Estaba completamente empapado de agua. Dentro reinaba la oscuridad más absoluta; la tormenta había logrado que anocheciera a las cinco de la tarde. Muy bien, y ahora que había obedecido, ¿qué otra cosa le sugería su cuerpo? Su cuerpo no le sugirió nada de nada. Pues entonces, ¿por qué lo había obligado a llegar hasta allí? Era como si estuviera en el interior de un tambor aporreado por centenares de tamborileros; el ruido del granizo sobre el tejado de chapa era insoportable. Medio sordo, ciego y dolorido, con los brazos extendidos hacia delante como un sonámbulo, avanzó tres pasos y, sin saber por qué, llegó al convencimiento de que el barracón estaba vacío. Entonces se encaminó a toda prisa hacia la puerta y se golpeó fuertemente la pierna izquierda contra el ángulo de una banqueta de madera. Justo en el mismo lugar donde dos días atrás se había hecho daño resbalando en el cuarto de baño. El dolor, muy agudo, le subió al cerebro y comprobó con horror que se había vuelto sordo. ¿Cómo era posible que un golpe en la pierna hiciera perder el oído? Entonces comprendió que el silencio de acuario que lo había envuelto de repente se debía a un hecho muy sencillo: había dejado de granizar. Alcanzó la puerta del barracón, buscó el interruptor, lo localizó y encendió la luz. No había peligro de que alguien la viera filtrarse a través de los ventanucos, nadie se acercaría a aquel horrendo barranco con un tiempo tan revuelto. El barracón estaba limpio y ordenado. Había una mesa alargada, dos bancos y cuatro sillas. Al fondo se veían tres cuartos: un retrete y dos duchas. Clavado a la pared que carecía de aberturas había un largo perchero. Cinco colgadores estaban ocupados por monos y prendas con manchas blancas de yeso, y encima de cada colgador había un clavo que sostenía un casco amarillo, mientras que el calzado de trabajo estaba en el suelo bajo el correspondiente mono. Los colgadores ocupados eran cinco, pero, entre el tercero y el cuarto había un hueco, sin casco, sin calzado y sin mono. Montalbano dedujo que aquél debía de ser el lugar asignado a Puka y que los carabineros se habían llevado los efectos personales del albanés. Ahora se oía desde el tejado una especie de música suave; se habría puesto a lloviznar ligeramente. Miró en las dos duchas, pero no encontró nada. Nada más entrar en el retrete, impecablemente limpio, le entraron ganas de mear. De manera instintiva, cerró la puerta. Cuando se volvió para salir, vio que la luz de la bombilla, que colgaba directamente del cable, producía un curioso reflejo de arco iris sobre el metal de la puerta. Se detuvo un instante a mirar y observó que, un poco por encima del nivel de la cabeza de un hombre de estatura media, se veían unas manchas marrones que surgían de una pequeña hendidura en forma de media luna causada por algún objeto que había golpeado violentamente la puerta. Acercó el rostro hasta casi rozarlas con la nariz y ya no le cupo la menor duda, eran manchas de sangre coagulada que se habían conservado intactas sobre la superficie de hierro pintado; si la puerta hubiera sido de madera, tal vez las habría absorbido. Eran unas manchas bastante grandes, lo suficiente para poder analizarlas. ¿Cómo recogerlas? Tenía que regresar forzosamente al coche. Acercó una silla al ventanuco por el que había entrado, se encaramó a él y asomó la cabeza. Al parecer, había escampado y ya no llovía. Se levantó apoyándose en las manos, y cuando ya tenía medio cuerpo fuera, empezó a granizar con más fuerza que antes. El mal tiempo, o quien estuviera actuando en su nombre, le había tendido una emboscada. Empapado nuevamente de agua, subió al coche y sacó de la guantera un cortaplumas y un viejo sobrecito de plástico donde guardaba el resguardo del seguro. Se metió ambas cosas en el bolsillo, encendió un cigarrillo y esperó a que parara de granizar. Cuando lo hizo, se subió en difícil equilibrio sobre el capó, pero en cuanto inclinó el cuerpo hacia delante para agarrarse con las manos al ventanuco, le resbalaron los pies de común acuerdo y fue a golpearse la parte inferior del mentón contra el marco. Mientras caía sobre el barro entre el coche y la pared del barracón, se consoló pensando que las cosas le irían seguramente mejor que al pobre Puka.


* * *

Cuando lo que era una curiosa masa de barro semoviente y no un coche se detuvo delante de la comisaría, Montalbano estaba exhausto. La subida desde el barranco donde se encontraba la obra, derrapando y hundiéndose en el barro, le había costado un enorme esfuerzo, y, por si fuera poco, se le habían agudizado los dolores del hombro y de la pierna. En cuanto reconoció al comisario en la piltrafa que acababa de entrar, Catarella se puso a dar voces cual pavo al que estuvieran retorciendo el pescuezo.

– ¡Virgen santísima, dottori! ¡Virgen santísima! ¿Qué ha pasado? ¡Está lleno de barro! ¡Tiene barro hasta en el pelo!

– Tranquilízate, no es nada, ahora me lavaré.

No hubo manera. Catarella se apresuró a coger del brazo al comisario, el cual trató inútilmente de zafarse de su captor. Juntos avanzaron por el pasillo en perfecta armonía, pues ambos tenían la pierna izquierda mala, y cuando daban un paso, se inclinaban simultáneamente hacia ese lado. Viéndolos por detrás, Fazio a duras penas pudo reprimir la risa.

Mientras Montalbano se lavaba en el cuarto de baño, Catarella lo sujetó por los hombros. El comisario, al comprobar que no conseguía quitárselo de encima, empezó a ponerse nervioso.

– ¡Dottori, tiene todo el traje empapado! ¡Le va a dar algo! Dottori, ¿quiere que le traiga un coñac? ¡Dottori, por favor, hágalo por mí, tómese una «aspirinina»! ¡Tengo en el cajón!

– Está bien, tráemela.

Montalbano se dirigió a su despacho, seguido por Fazio.

– Ya estaba empezando a preocuparme.

– ¿Le has dicho a alguien que he ido a la obra?

– A nadie. Pero si hubiera tardado media hora más, habría ido a buscarlo. ¿Ha encontrado algo?

Estaba a punto de decírselo cuando llegó Catarella con un vaso y la aspirina en una mano y una galleta de anís en la otra.

– La galleta no la quiero.

– ¡No, señor dottori! ¡Es una obligación! ¡Si usía no se mete algo en la tripa, puede que después, cuando se tome la aspirinina, le duela!

Con más paciencia que un santo, Montalbano obedeció. Sólo al final de todo el proceso Catarella se retiró, ya más tranquilo.

– ¿Dónde está Augello?

Dottore, ha habido un intento de atraco en la joyería Melluso. El dueño se ha puesto a disparar como un loco y los dos atracadores se han dado a la fuga. Las pistolas que llevaban éstos eran de juguete, y, a juzgar por las descripciones de los presentes, se trata de dos chavales. Resumen: dos heridos entre los viandantes.

– ¿El joyero tenía licencia de armas?

– Por desgracia, sí.

– ¿Los atracadores eran forasteros?

– Por suerte, no. -Mentalmente, Montalbano aprobó tanto el «por desgracia» como el «por suerte». Habían sido mucho más expresivos que cualquier razonamiento-. ¿Y bien? -preguntó Fazio, que ya no conseguía reprimir la curiosidad.

– He llegado a una primera conclusión -respondió el comisario-, pero no me apetece contártela.

– ¿Y eso por qué?

– Pues porque después tendré que repetírsela a Mimì, y me fastidia.

Fazio lo miró, fue a cerrar la puerta, regresó, se situó junto al escritorio y se puso a hablar en dialecto.

Pozzu parlari da omu a omu?

– Por supuesto que podemos hablar de hombre a hombre.

– Usía no debe aprovecharse del hecho de que aquí todos lo queremos mucho y vamos de culo para satisfacer sus caprichos. ¿Hablo claro?

– Sí.

– Pues entonces procure librarse del mal humor que le ha causado tener que comerse la galleta de anís y cuénteme qué ha encontrado en la obra. Y si a usía le molesta tener que contarlo dos veces, al dottor Augello se lo contaré yo.

Montalbano se rindió y le reveló con todo detalle a Fazio lo que le había ocurrido, lo que había hecho y lo que había encontrado.

Al final sacó del bolsillo el sobrecito de plástico y se lo entregó a Fazio. La sangre se había pulverizado y se había convertido en una línea casi invisible de polvo oscuro a lo largo del borde inferior del envoltorio.

– Guárdalo tú, Fazio. Tiene mucho valor. Si la sangre pertenece a Puka, como yo creo, es una prueba fundamental.

– ¿De qué?

– De que el albanés fue asesinado. Mira, en mi opinión, Puka fue sorprendido y atacado por el asesino mientras se encontraba meando en el retrete. Puka, vestido con la ropa de trabajo, pero todavía sin el casco protector, deja la puerta del retrete abierta, llega el asesino y le descarga un fuerte golpe en la cabeza con un tubo de hierro. Sin embargo, antes ha cerrado la puerta a su espalda.

– ¿Por qué?

– Porque cualquiera que pase por delante de la puerta del barracón puede ver el interior del retrete. Es una precaución justificada. Puka cae muerto sobre la taza del váter y el asesino lo saca fuera para preparar el montaje. Debía de tener por lo menos un cómplice. Antes de dar la voz de alarma ante la falsa desgracia, limpian cuidadosamente el retrete, pero no se fijan en las manchas de la puerta porque, durante la labor de limpieza, ha permanecido abierta.

– Pero ¿cómo es posible que la sangre haya ido a parar allí?

– Yo la he visto por casualidad, atraído por un efecto de la luz. El asesino descarga el primer golpe y vuelve a levantar el tubo de hierro para asestar un segundo. Pero como el espacio es muy reducido, el hierro golpea contra la puerta cerrada, provocando en ella una pequeña hendidura en forma de media luna, y, con el golpe, la sangre que había en el tubo de hierro salpica a su alrededor. Sin embargo, el segundo golpe ya no es necesario, Puka tiene la cabeza completamente abierta.

Entonces se abrió la puerta y entró Augello.

– Fazio me ha dicho que has ido a la obra. ¿Qué has encontrado?

Montalbano se levantó.

– Nos vemos mañana -dijo.

Y se fue.

4

Seis accidentes laborales en un mes sólo en la provincia de Montelusa es una cantidad considerable. Si seguía esa proporción, ¿cuántas serían las desgracias laborales en toda Italia? ¿Se sabía? Sí, de vez en cuando alguien lo comentaba en la tele y después aparecía el compungido rostro de la periodista proclamando urbi et orbi que el número era sin duda elevado, pero se mantenía dentro de los límites de la media europea. Y ahora, pasemos al deporte. Y adiós muy buenas. Pero ¿cuál era la media europea si se podía saber? No, señor, eso no se decía. Porque el cuento de la «media europea» se había convertido no sólo en una estupenda coartada, sino también en un elemento de profundo consuelo. ¿Que el desempleo había aumentado un cuatro por ciento? No hay que preocuparse, pues sólo es ligeramente superior a la media europea, una nadería. En cambio, los accidentes de tráfico no, ésos eran ligeramente inferiores a la media europea, pero, tranquilos, el Gobierno tomaría medidas: tenían previsto obligar a circular como mínimo a ciento cincuenta kilómetros por hora para que, de esa manera, Italia fuera competitiva con los demás países de esa preciosa Europa que quieren los bancos. Y, además, ¿por qué se empeñaba en llamarlas desgracias? No, Nicolò Zito lo había dicho muy bien: eran homicidios, y así tenían que ser considerados. Todos esos pensamientos cruzaron por su mente mientras se zampaba un plato de deliciosos y tiernos pulpitos que le había preparado Adelina, y poco a poco se le fue pasando el apetito hasta desaparecer por completo. Se levantó, despejó la mesa y se tomó un café para quitarse el amargo sabor que le había quedado en la boca. Después puso la cinta que le había facilitado la secretaria de Nicolò, se sentó y empezó a verla.

La primera muerte que se analizaba era la de un pobrecillo que había caído en el interior de un pozo negro. La segunda, la de un padre de tres hijos que se había quemado vivo. La tercera se había debido a la rotura de un cable que sostenía una viga de hierro, la cual había aplastado a un obrero que estaba debajo. La cuarta había sido una muerte, por así decirlo, menos original: se trataba de la acostumbrada e insignificante caída desde un andamio. La quinta presentaba cierta originalidad: un albañil era sepultado en cemento por un compañero que no se había percatado de su presencia. ¿Cómo se titulaba aquella novela del escritor italoamericano Pietro di Donato en la que se narraba un hecho parecido? Ah, sí, Cristo entre los albañiles. Incluso la habían convertido en una bonita película. La sexta y última era la de Puka.

De ver aquella carnicería se le había revuelto el estómago. Necesitaba un descanso. Salió a la galería, la noche era preciosa. Bajó a la playa y paseó muy despacio por la orilla del mar. Estuvo media hora larga paseando y, poco a poco, el aire salado le despejó la mente. Regresó a casa, encendió el televisor y contempló una y otra vez las imágenes que captaban a Puka muerto. Durante el paseo debía de haber cogido frío, pues en el hombro lastimado empezó a notar punzadas de dolor. Visionó y volvió a visionar las imágenes unas diez veces, adelantando y retrocediendo, parando y acelerando hasta que los ojos se le empezaron a cerrar. No había nada fuera de su sitio. ¿Querían que pareciera una desgracia? Pues parecía una desgracia. Comparó las imágenes de Puka con las del otro albañil que también había caído desde un andamio, Antonio Marchica. Bueno, si algo se podía decir era que el cuerpo de Puka, la posición de sus brazos y piernas era tan idéntica a lo que uno podía esperar en semejantes circunstancias, que resultaba falsa. Parecía puesto allí por un director de cine para rodar una escena. Los brazos de Marchica no se veían, pues estaban debajo del cuerpo. En cambio, el brazo derecho de Puka formaba un perfecto arco por encima de su cabeza mientras que el izquierdo estaba alineado con el cuerpo, ligeramente separado. El rostro de Marchica no se distinguía porque estaba hundido en la tierra, mientras que Puka estaba de perfil y se apreciaba buena parte de la herida de la cabeza. A Montalbano no le habría sorprendido oír la voz de alguien gritando: «¡Silencio! ¡Acción!» Sin embargo, se preguntó: «Si no hubiera recibido el anónimo que me ponía sobre aviso, ¿habría tenido la misma sensación de montaje, de teatro?» No supo responder. Miró el reloj, ya eran las dos. Apagó el televisor y se fue al cuarto de baño. Le dolía mucho el hombro y buscó largo rato en el botiquín una pomada que Ingrid le había aplicado una vez justo en aquel mismo hombro y que tan bien le había ido. Como es natural, no la encontró. Se fue a la cama y, tras haber dado vueltas y más vueltas para encontrar la posición menos dolorosa para el hombro, finalmente se durmió.

Él y Livia estaban al borde de un acantilado contemplando el mar que se extendía a sus pies. De repente, se oyó un sonoro «crac».

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Livia, asustada.

Y en ese momento se dieron cuenta de que no se encontraban al borde de un precipicio, sino subidos a un andamio de tubos de hierro y tablas de madera. El siniestro crujido procedía de la tabla sobre la cual ellos tenían los pies.

«¡Craaac!», repitió la tabla, rompiéndose, y ambos se precipitaron al vacío.

La caída era interminable. Una vez superado el susto inicial y al ver que caían en algo que parecía no tener fondo, se acostumbraron en cierto modo a la situación. Descendían lenta y pausadamente, casi como si la fuerza de la gravedad se hubiera reducido a la mitad.

– ¿Cómo estás? -preguntó Montalbano.

– Por ahora bien -contestó Livia.

Puesto que se encontraban el uno al lado del otro, caían cogidos de la mano. Después se abrazaban. Y luego se besaban. A continuación, se quitaban la ropa, y las prendas flotaban en el aire a su altura. Cuando llevaban cinco minutos haciendo el amor, aterrizaban finalmente sobre una red de circo, rebotando en ella entre risas hasta que alguien gritaba:

– ¡Esposas! ¡Que les pongan unas esposas! ¡Esas cosas no se hacen en público! ¡Quedan detenidos!

El que gritaba era el comandante de los carabineros que le había echado una bronca en Montelusa por haber colgado violentamente el teléfono. Se despertó maldiciéndolo.

Se le ocurrió una idea descabellada. Eran las cuatro de la madrugada. Se levantó, se fue a la otra habitación y marcó un número de teléfono. La adormilada y pastosa voz de Livia contestó al sexto tono, cuando el comisario ya estaba empezando a extrañarse de que a aquella hora aún no hubiera regresado a casa.

– ¿Quién demonios es?

– Soy Salvo.

– ¡Vete a hacer puñetas! ¡La madre que te parió!…

Se había equivocado de número, aquélla no era la voz de Livia. Pero le sirvió para que se le pasaran las ganas de marcar el número correcto. Se había desvelado por completo. Fue a la cocina a prepararse un café y observó horrorizado que en el bote sólo quedaba un poco, insuficiente incluso para una tacita. Se vistió soltando palabrotas. A cada movimiento que hacía experimentaba una lancinante punzada en el hombro. Subió al coche y se dirigió al puerto, donde había un bar abierto toda la noche. Pidió un café doble muy cargado, compró por si las moscas cien gramos de café molido, se encaminó hacia el coche y se quedó petrificado. Lo había aparcado muy cerca de dos palos que sostenían un letrero que había al lado de la puerta de un recinto de madera. Aquello también era una obra. Miró el cartel. La idea que se le había ocurrido resistió el segundo y el tercer análisis. ¿Por qué no comprobarlo? Podía ser un camino.

El brazo izquierdo le colgaba inerte al costado porque, en cuanto lo movía, el hombro le dolía tanto que parecía soltar alaridos de rabia. Conducir desde Marinella hasta la comisaría le supuso un esfuerzo tan grande que tuvo dificultades para bajar del coche. Catarella, que se encontraba casualmente en la entrada, corrió a su encuentro.

– ¡Ah, dottori, dottor! ¿Todavía le duele? -preguntó, tratando prácticamente de cargárselo sobre los hombros-. ¡Apóyese! ¡Apóyese en mí! ¡A mí ya se me ha pasado el dolor de la pierna! ¡Ahora ya estoy bien!

– ¿Anoche fuiste a ver a la viejecita?

– ¡Sí, señor dottori! ¡Me hizo un emplasto nocturno para que lo llevara por la noche y esta mañana ya estaba perfectamente sano!

¿Cómo era posible? El comisario miró cautelosamente a su alrededor como si fuera un conspirador y preguntó en voz baja:

– ¿Me acompañas allí esta noche?

Catarella se quedó sin respiración.

– ¡Virgen santísima, dottori, qué honor tan grande para mi!

– Pero, sobre todo, Catarè, nadie tiene que saberlo.

– Soy una tumba, dottori.

Le contó a Fazio los detalles de la cinta que había visto. Después le dijo que, como no tenía café en casa, a las cuatro de la madrugada se había levantado y se había ido al bar del puerto.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó Fazio.

– Vaya si tiene. Había aparcado el coche junto a dos postes que sostenían el letrero de una obra donde figura el nombre de la empresa constructora, el permiso de obras y todo lo demás, ¿sabes?

– Sí, señor, ¿y qué?

– En la cinta de las llamadas «desgracias» esos datos no constaban. Tienes que facilitármelos tú. -Sacó una hoja del bolsillo y se la entregó a Fazio-. Aquí he anotado los lugares donde ocurrieron los accidentes y los nombres de las víctimas. Quiero saberlo todo, los nombres de las empresas constructoras y de los que encargaron las obras, el número de los permisos… ¿Me he explicado bien?

– Sí, pero ¿para qué lo quiere?

– Quiero ver si tienen algún punto en común.

– Uno sí tienen -dijo Fazio.

– ¿Cuál?

– La muerte.

En ese momento la puerta del despacho se abrió violentamente, pero en lugar de golpear contra la pared, golpeó contra un montón de papeles para firmar que Fazio había depositado en el suelo y rebotó con la misma violencia tratando de cerrarse de nuevo, aunque no lo consiguió porque en su trayectoria encontró un obstáculo: el rostro de Catarella, el cual soltó una especie de agudo relincho mientras se cubría la cara con una mano.

– ¡Virgen santiiiísima! ¡Se me ha chafado la nariz! -Pero ¿qué era aquello? ¿Una comisaría? Aquello parecía más bien un laboratorio de gags cinematográficos que Charlot hubiera envidiado. Montalbano esperó con la paciencia de un santo a que Catarella se taponara la nariz chafada con un pañuelo-. Dottori, pido perdón, pero ha llegado un comandante de los carabineros que quiere hablar con usted en persona personalmente. Dice que se llama Verruso.

¿Verruso? ¿No era ése el nombre del comandante encargado de investigar la muerte de Puka? ¿Qué coño querría?

– Dile que no estoy. -Pero inmediatamente se arrepintió-. No, Catarè, hazlo pasar.

El comandante, vestido de uniforme y con la gorra bajo el brazo izquierdo, apareció en la puerta con el brazo derecho extendido.

– Ah, ¿es usted?

El comisario, que se incorporaba para saludar, se quedó paralizado a medio camino con el brazo derecho extendido. El comandante era la misma persona que le había echado un rapapolvo en Montelusa por la cuestión del teléfono. Y también era el mismo -aunque eso Verruso no lo sabía- que se le había aparecido en sueños y lo había despertado mientras hacía el amor con Livia.

Después el fotograma congelado volvió a cobrar vida. Montalbano rodeó el escritorio, el comandante avanzó cuatro pasos y finalmente sus manos se estrecharon. Ambos esbozaron una sonrisa tan falsa como un Rolex fabricado en Nápoles.

Se sentaron.

– ¿Le apetece beber algo?

– No. -Transcurrieron diez segundos largos antes de que el visitante añadiera-: Gracias. -¡Madre mía, qué soso era aquel hombre! Montalbano decidió no hacer preguntas y que el otro se las arreglara como pudiera para empezar la conversación-. Disculpe, dottore, pero ¿está usted investigando sobre Pashko Puka?

– ¿Sobre quién?

Se felicitó a sí mismo, la expresión de asombro le había salido francamente bien. Aunque tal vez fuera un error, pues el comandante lo miró y pasó al ataque directo.

– Señor comisario, se lo ruego. He hablado con el doctor Pasquano, el cual me ha informado, como era su deber, de que usted fue a visitarlo, le pidió los resultados de la autopsia y le dijo también que, a lo mejor, Puka estaba implicado en asuntos de robos.

Montalbano se vio perdido. El muy hijo de puta de Pasquano lo había traicionado. ¿Y ahora qué le decía al comandante?

– Verá, me llegaron rumores, sólo rumores, que conste, de que ese albanés, junto con otros elementos del hampa local, había participado…

– Comprendo -lo interrumpió Verruso en tono muy seco. Montalbano tenía la boca áspera, como si se hubiera comido una fruta ácida. Era evidente que el comandante se estaba enfadando y no lo creía-. ¿Sólo rumores?

– Sí, sólo vagos rumores.

– ¿Y correo no?

Si el comandante le hubiera pegado un tiro en la cabeza, el asombro de Montalbano no habría sido mayor. ¿Qué significaba aquella pregunta? ¿Adónde quería ir a parar? En cualquier caso, Verruso estaba demostrando ser muy peligroso. Mientras él se devanaba los sesos en busca de una respuesta, Verruso se abrió un bolsillo de la casaca, sacó una carta y la depositó sobre la mesa. Montalbano le echó un vistazo y se quedó helado: era idéntica a la que él había recibido.

– ¿Qué es? -preguntó, simulando sorpresa, aunque esa vez su interpretación fue de comicastro.

Estaba claro que al comandante no le apetecía perder el tiempo.

– Debería saberlo. Usted ha recibido otra igual.

– Perdone, pero ¿a usted quién se lo ha dicho? ¿Acaso tiene un topo en mi comisaría? -inquirió Montalbano levantando la voz.

– Le aconsejo que lea la carta.

– No hace falta, puesto que, según usted, yo he recibido otra igual -replicó el comisario, tratando de conferir a sus palabras un tono sarcástico.

– En ésta hay una posdata.

La había. Y decía lo siguiente:

LE ADBIERTO QUE E MANDAO LA MISMA CARTA AL COMISARIO MONTALVANO POR SI USTED QUISIERA PASARSE DE LISTO.

Se hizo el silencio.

– ¿Y bien? -preguntó Verruso.

El comisario no sabía qué hacer. No cabía duda de que su comportamiento no había sido correcto. Su deber habría sido entregar la carta a los carabineros y mantenerse al margen. Si reconocía haberla recibido, cabía la posibilidad de que el comandante lo denunciara al jefe superior de policía, y entonces se armaría la gorda.

Y Bonetti-Alderighi, el jefe superior de policía, no perdería la ocasión de acabar con él dándolo de baja. Había cometido un delito, no tenía excusa. Pues bien, si tenía que pagar, pagaría.

– Sí, la he recibido -dijo en voz tan baja que casi ni él mismo se oyó.

Pero el comandante lo había oído muy bien.

– Supongo que sabe que su obligación era entregarla de inmediato a mis jefes, ¿no?

Hablaba con el mismo tono antipático que había utilizado para echarle una bronca por lo del teléfono. El mismo que en el sueño, que le había impedido terminar de hacer el amor con Livia. Fue ese recuerdo, por encima de todo, lo que hizo que la sangre se le subiera a la cabeza.

– Lo sé, no necesito que me enseñen mi oficio.

Abrió un cajón, cogió la carta y la arrojó sobre la de Verruso.

– Aquí la tiene, y deje inmediatamente de tocarme los cojones.

Verruso no se movió. Ni siquiera pareció ofenderse.

– ¿No hay nada más?

– ¿Qué quiere que haya?

– Disculpe, dottore, pero no estoy convencido.

– ¿Por qué?

– Porque esto no encaja con su forma de actuar. He oído hablar mucho de usted, de su manera de actuar y de lo que piensa. Por consiguiente, estoy convencido de que usted, cuando recibió la carta, no se limitó a guardarla en un cajón. Es más, ya que estamos… -Dejó la frase sin terminar, se inclinó hacia delante, cogió la carta dirigida a Montalbano y se la tendió-. Hágala desaparecer. Es mejor que mis jefes no sepan nada de todo esto.

Lo cual significaba que Verruso quería jugar con las cartas a la vista, sin engaños ni traiciones. Aquel hombre merecía confianza y respeto.

– Gracias -dijo Montalbano.

Cogió el sobre y volvió a guardarlo en el cajón.

– ¿Quiere decirme lo que ha descubierto en la obra? -le disparó a quemarropa el comandante de los carabineros.

Montalbano lo miró con admiración.

– ¿Cómo sabe que fui a la obra?

– Yo también estaba allí -respondió Verruso.

5

La primera sensación que experimentó Montalbano al oír aquellas palabras fue de turbación, incluso de vergüenza, no por el hecho de que lo hubieran descubierto mientras hacía algo contrario a la ley, sino porque si el otro había visto todo el jaleo que había armado, cayendo incluso de bruces sobre el barro, seguramente se habría partido de risa a su espalda. Miró al comandante a los ojos, pero no descubrió en ellos ni ironía ni burla. La segunda fue una especie de somatización que le provocó en rápida sucesión tres agudas punzadas en el hombro.

– ¿Me siguió?

– Jamás habría hecho semejante cosa. No, el caso es que se me ocurrió efectuar una inspección en la obra y vi su coche…

– ¿Cómo supo que era mío?

– Porque lo había visto en Montelusa cuando tuvimos aquella…, bueno, discusión. Y yo jamás olvido una matrícula.

Era un policía como la copa de un pino, de eso no cabía la menor duda.

– Pero ¿cómo es posible que yo no lo viera a usted?

– Aparqué mi automóvil fuera del recinto, al otro lado de la obra. Lo vi entrar en el barracón por el ventanuco. Y me escondí.

– Perdone, pero ¿por qué? Podía haberse presentado sin más, como ha hecho esta noche y…

– ¡¿Yo?! ¡¿Esta noche?! -dijo Verruso, perplejo.

Montalbano se recuperó a tiempo.

– No, perdone, quería decir esta mañana, no esta noche.

– Porque no quería molestarlo. No quería distraerlo. En determinado momento me encaramé al capó de su coche y miré hacia el interior del barracón. Disculpe la comparación, pero parecía usted un perro, un perro de caza al acecho.

En ese instante llamaron a la puerta con los nudillos. Apareció Fazio, que se detuvo en el umbral, desconcertado.

No sabía nada de la visita de Verruso.

– Buenos días -dijo en tono glacial.

– Buenos días -contestó el comandante sin demasiado entusiasmo.

– Volveré después -replicó Fazio.

– Espera -repuso Montalbano-. Tráeme el sobrecito que te dije que guardaras. Quiero enseñárselo al comandante.

Fazio palideció como si lo hubieran ofendido mortalmente, abrió la boca, volvió a cerrarla, dio media vuelta y desapareció. El comisario le reveló a Verruso todo lo que había que revelar. Tardó diez minutos en hacerlo, pero Fazio aún no había regresado. Finalmente, llamaron a la puerta y el agente apareció con expresión desolada. Extendió teatralmente los brazos y movió la cabeza.

– No lo encuentro -aseguró-. Lo he buscado por todas partes. -Después, dirigiéndose al comandante de los carabineros, añadió-: Lo siento.

– Comprendo -dijo Verruso.

Montalbano se levantó y replicó:

– Vamos allá, yo te ayudaré a buscarlo. Disculpe, mi comandante. -Nada más salir del despacho, agarró a Fazio por el brazo con tal fuerza que estuvo a punto de levantarlo del suelo-. Pero ¿qué coño tienes en la cabeza? -le preguntó en voz baja.

Dottore, yo a ése no se lo doy. ¡El sobre es nuestro!

– Te concedo cinco minutos para que Verruso quede convencido de que lo hemos buscado de verdad. Yo voy a fumarme un cigarrillo a la calle.

Estaba furioso con Fazio, aunque lo cierto era que si el comandante no hubiera demostrado ser un hombre como Dios manda, ¿acaso no habría reaccionado él de la misma manera, negando incluso haber recibido el anónimo?

– Aquí lo tiene -dijo Fazio, que luego regresó enfurecido a su despacho.

Montalbano terminó de fumar el cigarrillo y fue a reunirse con el comandante.

Éste cogió el sobrecito y se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo siquiera, como si se tratara de algo sin importancia.

– Mire, mi comandante; si se demuestra que la sangre es de Puka, significaría que…

– Quédese tranquilo, dottore. La mandaré examinar junto con la otra.

– ¡¿La otra?!

– Verá, dottore -se dignó explicarle Verruso-, cuando usted abandonó la obra, yo llamé a dos de mis hombres. Examinamos minuciosamente el retrete y detrás de la taza descubrimos otras manchas de sangre que escaparon a la limpieza de los asesinos. Porque a Puka no lo mató una sola persona, ¿no está de acuerdo conmigo?

– Sí, estoy de acuerdo -contestó Montalbano en tono comedido.

Ese tal comandante Verruso quería jugar con él al gato y el ratón. Pero ¿tan seguro estaba Verruso de ser el gato? ¿Y hasta dónde había llegado con su investigación? ¿Con qué interés o con qué distanciamiento se la había tomado? ¿Interés, distanciamiento? Pero ¿qué era aquello? ¿Una competición entre la policía y el Cuerpo de Carabineros? ¡Pues que resolvieran ellos el problema, que se las arreglaran como pudieran!

– Muy bien -dijo Montalbano en tono concluyente-. Se lo he dicho todo y le he entregado el resultado. Y ahora, si me permite, tengo asuntos que…

Se levantó y le tendió la mano. El otro la contempló como si jamás hubiera visto una mano y permaneció sentado.

– Quizá no lo haya comprendido -dijo.

– ¿Qué es lo que habría tenido que comprender?

– Que yo he venido aquí para decirle…, para preguntarle si le apetece echarme una mano… Extraoficialmente, claro.

Montalbano no pudo reprimir una risita.

Pero ¡qué listo era el señor comandante! ¡Él resolvía el caso y el otro se llevaba el mérito!

– ¿Y por qué tendría que hacerlo?

– Porque estoy muriéndome.

Así, con la mayor sencillez.

– Es una broma, ¿verdad?

– No. Padezco un cáncer que está devorándome vivo. Estoy solo, mi mujer murió hace tres años. No tuvimos hijos. La única razón de mi existencia es lo que hago, enviar a la cárcel a quienes se lo merecen.

– ¿Sus superiores lo saben?

– No. Los médicos me han dicho que todavía puedo aguantar un poco, una o dos semanas, después tendré que ingresar en un centro médico para someterme… En resumen, temo que, con el tiempo que me queda, no pueda hacer gran cosa. Pero si usted… En cualquier caso, sea cual sea su decisión, le ruego que no le comente a nadie mi enfermedad.

– ¿Tiene usted un especial interés por este caso?

– Ninguno en absoluto. Pero no me gusta dejar las cosas a medias.

Admiración. No, mucho más que eso: respeto. Por la serena valentía, por la tranquila determinación de aquel hombre. Una vez había leído un verso que decía más o menos que lo que ayuda a vivir es el pensamiento de la muerte. Ya, el pensamiento puede que sí, pero la certeza de la muerte, su cotidiana presencia, su diaria manifestación, su atroz tictac -sí, porque en aquel caso la muerte era como un despertador que sonaría no para el despertar, sino para el sueño eterno-, todo eso ¿no habría tal vez provocado en él, Montalbano, un indecible e insoportable terror? ¿De qué estaba hecho el hombre que tenía delante? «No -pensó-, está hecho de carne, como yo.» Pero, llegado el momento, el instante decisivo, no había ningún hombre que no encontrara en sí mismo una fuerza inesperada y misericordiosa.

– De acuerdo -dijo.

Y volvió a sentarse.

– Gracias -replicó el comandante Verruso.

Montalbano se levantó de golpe.

– Perdone un segundo. -De repente y a traición, había notado un nudo en la garganta; un poco más y se le habrían escapado las lágrimas. Fue al lavabo, bebió un vaso de agua y se lavó la cara. Al regresar se asomó al despacho de Fazio-. ¿Hasta dónde has llegado con las investigaciones?

– Estoy en ello -contestó Fazio en tono descortés y enfurruñado.

Aún no había digerido el asunto del sobrecito.

«Pues todavía no sabes lo que te espera», pensó el comisario, disimulando su regocijo. Luego se sentó de nuevo detrás de su escritorio. Desde que había entrado en el despacho, Verruso no había cambiado de posición, con los zapatos perfectamente alineados, uno al lado del otro.

– ¿De verdad no le apetece tomar algo? ¿Un café, un refresco? -preguntó Montalbano, más que nada para comprobar si conseguía sacarlo de aquella inmovilidad.

– No, gracias.

Al menos esa vez el «gracias» lo había dicho inmediatamente después del «no». Montalbano pasó al ataque.

– ¿Qué cartas tiene usted en la mano?

– De descarte. Pashko Puka vivía en Montelusa en un edificio de cuatro pisos que incomprensiblemente todavía no se ha derrumbado. Un nido de chinches. Allí duermen albaneses, kurdos, árabes, kosovares… Por lo menos cuatro en cada habitación.

– ¿Lo ocuparon?

– ¡No! La casa es propiedad del concejal Francesco Quarantino, que es de derechas y está en contra de la inmigración. Pero como es un hombre generoso, según proclama él mismo a cada momento, se la cedió a esos pobrecillos hasta que los expulsen. A trescientas mil liras mensuales por plaza de cama. Pero Puka pagaba un millón y medio de liras por una habitación para él solo que tenía cuarto de baño privado con una rudimentaria ducha. Lo cual es muy extraño, pues disfrutaba de un lujo que no habría podido permitirse con la paga que cobraba.

– Si es por eso, disfrutaba de otros lujos. El pedicuro, por poner un ejemplo.

El comandante adoptó una expresión pensativa.

– Tuve ocasión de ver el cadáver desnudo. Las partes del cuerpo que normalmente no se exponen al sol estaban muy blancas, y también las zonas del pecho y la espalda protegidas por la camiseta. Me resultó curioso.

Parecía desconcertado e hizo una pausa.

– Cuénteme.

– Verá, dottore, yo no me fío de las impresiones.

«Pues yo sí», pensó Montalbano.

– Cuénteme -repitió.

– No sé, me pareció que aquel cadáver estaba formado por piezas pertenecientes a dos hombres distintos.

– Y puede que fueran dos hombres distintos.

El comandante lo captó al vuelo.

– ¿Usted cree que Puka no era lo que aparentaba ser?

– Exactamente. ¿Qué dicen sus documentos?

– No los hemos encontrado. Ni en su habitación ni entre la ropa que llevaba el día que lo mataron.

– Lo cual quiere decir que se los llevaron. No querían que nosotros lo identificáramos.

– Pero ¡lo hemos identificado!

– A medias. Al albañil. Por cierto, ¿está usted seguro de que se llamaba así?

– Lo único seguro es la muerte.

Se le había escapado. Verruso sonrió ante su propia frase. Una sonrisa sin labios, un corte en el rostro. Siguió adelante.

– El propietario de la empresa para la cual trabajaba, que, por otra parte, es un hombre de conducta intachable y tiene fama de ser buena persona, ha transcrito los datos que figuraban en los permisos de residencia y trabajo. Recuerda que el día en que Puka se presentó llevaba un pasaporte en la mano.

– ¿Y cuántos inmigrantes llegan con su pasaporte? Deben de ser muy pocos.

– En efecto. Pero Puka era uno de ellos.

– ¿Ha interrogado a alguien que lo conociera?

– Lo que se dice interrogar, he interrogado. Pero no he encontrado a nadie que haya intercambiado con él algo más que un simple saludo. No daba muchas confianzas. Y no porque fuera antipático o soberbio, no, era su carácter. Sin embargo, en su habitación había algo que no encajaba. O, mejor dicho, que no había.

– ¿Qué quiere decir?

– No había ni una sola carta de su país. Ni una fotografía. ¿Es posible que no tuviera a nadie en Albania?

– ¿Sabe si tenía alguna mujer aquí?

– Jamás nadie lo ha visto llevarse una mujer a su habitación, ni de día ni de noche.

– A lo mejor era homosexual.

– Podía serlo, por supuesto. Pero todas las personas con quienes yo he hablado lo han descartado.

La pregunta no le salió de la cabeza sino directamente de los labios, incontrolada, casi sugerida.

– ¿Cómo hablaba? ¿Sus compañeros habían deducido por su acento de qué parte de Albania era?

El comandante lo miró con admiración.

– Según los documentos que presentó a la empresa, era natural de Valona. Yo también pregunté a sus conocidos albaneses qué acento tenía, pero no supieron decírmelo. Al parecer, Puka dijo en una ocasión, en una de las pocas en las que intercambió algunas palabras con sus compatriotas, que durante el gobierno comunista había residido mucho tiempo en Italia.

– Pues, que yo recuerde, en aquellos tiempos Albania no concedía visados ni de entrada ni de salida.

– En efecto. Tal vez Puka fuera un miembro del cuerpo diplomático, acostumbrado a vivir con cierto desahogo, que cayó en desgracia y se vio obligado a emigrar para ganarse el pan. Eso explicaría por qué encontré en su habitación dos elegantes trajes, un par de zapatos de marca y ropa interior de buena calidad.

– Pero ¿cómo ganaba el dinero?

– Trabajando de albañil por supuesto que no.

– Estamos en un punto muerto.

– Comuniqué el fallecimiento de Puka al consulado y a la embajada para que sus posibles familiares en Albania fueran informados. El consulado me ha enviado un fax esta mañana. Todavía están haciendo averiguaciones. Puede que al final se descubra algo.

– Esperémoslo. ¿Le han dicho cómo ocurrió el accidente?

– No hay testigos.

– ¡¿Cómo?!

– El jefe de la obra, el arquitecto Manfredi, dice que aquella mañana estaba previsto que acudiera a trabajar una cuadrilla de seis obreros. Cuando tres de ellos, concretamente… -el comandante sacó una hojita de papel del bolsillo-… Amedeo Cavaleri, Stefano Dimora y Gaetano Miccichè, llegaron al solar, lo primero que vieron fue el cuerpo de Puka, quien, evidentemente, había llegado con antelación, circunstancia confirmada por el vigilante.

– ¿Vio el vigilante alguna otra cosa?

– Nada. Se fue a dormir porque no había pegado ojo a causa de un dolor de muelas.

– ¿Cómo había llegado el albanés?

– Con un ciclomotor que encontramos en el lugar; en cambio, los otros tres albañiles llegaron en un coche propiedad de Dimora.

– Faltan dos.

– Exactamente. Un rumano, Anton Stefanescu, y un argelino, Ahmed ben Idris, se presentaron en su lugar de trabajo cinco minutos después en un ciclomotor.

– ¿Quién les comunicó a ustedes el accidente?

– Dimora acudió a nuestro puesto en su coche.

– ¿Qué explicación dan los albañiles? Porque Puka, si se hubiera roto la tabla bajo sus pies, habría tenido que caer a la pasarela inferior, sin más.

– Yo pensé lo mismo. Ellos dicen que probablemente estaría inclinado hacia el elevador, con el estómago apoyado en la barandilla. Al notar que la tabla cedía bajo sus pies, debió de inclinarse instintivamente con todo el cuerpo hacia delante, perdió el equilibrio y se precipitó fuera del andamio. Ni siquiera debía de llevar el casco ajustado, pues lo perdió durante la caída. Se trata de una reconstrucción lógica.

Montalbano observó que la frente del comandante mostraba ahora un curioso brillo. El hombre estaba empezando a sudar, pero, aun así, no se movía, no hacía ni un solo gesto.

– ¿Los demás albañiles de la cuadrilla carecen de antecedentes?

– Todos. Pero eso, y usted, dottore, lo sabe mejor que yo, no significa absolutamente nada.

– Muy cierto. Veo que ese empresario…, ¿cómo se llama?

– Alfredo Corso.

– Ese tal señor Corso contrata a muchos extracomunitarios. En este caso concreto, de seis albañiles, tres son extranjeros.

– Todos con los papeles en regla. Es un hombre caritativo y escrupuloso. Me contó que él fue emigrante en Alemania y por eso comprende ciertas situaciones.

De repente Verruso se levantó. Ahora todo su rostro estaba empapado de sudor.

– ¿Se encuentra mal?

– Sí.

Montalbano también se levantó.

– ¿Puedo hacer algo?

– No, gracias. Mire, es mejor que yo no vuelva a aparecer por aquí, y tampoco me parece oportuno que usted acuda a nuestro puesto. Llámeme mañana, si quiere, y fijemos una cita. Le doy las gracias por todo.

Le tendió la mano y el comisario se la estrechó. Pero, en cuanto dio un paso hacia la puerta, Verruso se tambaleó y perdió el equilibrio. Montalbano pegó un brinco y lo sostuvo por los hombros.

– Usted no está en condiciones de conducir. Lo llevo yo.

– No, gracias -dijo con firmeza Verruso-. Basta con que me acompañe al coche.

Se apoyó en el brazo del comisario y ambos abandonaron el despacho y se encaminaron hacia la entrada. Catarella, al verlos pasar, abrió los ojos y la boca y soltó el auricular que tenía en la mano. Parecía el pasmado del belén, el inevitable pastorcillo que levanta los brazos al cielo delante de la cueva donde ha nacido el Niño Jesús. Montalbano esperó a que el comandante subiera a su coche y se alejara. Después volvió a entrar en la comisaría. Catarella aún no había salido de su asombro. Parecía una estatua de sal.

6

Ya era la hora del almuerzo y Fazio aún no se había presentado. Como la puerta del despacho estaba abierta, lo llamó levantando la voz. Fazio acudió corriendo, pero se detuvo en el umbral de la puerta y sólo asomó la cabeza para mirar cautelosamente a su alrededor, como si el comandante de los carabineros se hubiera escondido y pudiera aparecer de golpe. A Montalbano le entraron ganas de decirle la célebre frase de los hermanos De Rege, los geniales creadores del breve número de revista entre un cambio de escena y otro: «¡Acércate, imbécil!»

Pero se abstuvo de hacerlo, pues no era el momento de exacerbar el mal humor de Fazio.

– Bueno, ¿todavía no has terminado?

– Sí, dottore, hace media hora.

– ¿Y por qué no has venido antes?

– Temía tener un mal encuentro.

¿Qué podía hacer? ¿Insultarlo? ¿Hacer como si nada y esperar otra ocasión? Eligió el segundo camino, fingir que no había oído nada. Entre tanto, Fazio había dejado sobre la mesa la hojita de papel que le había dado.

– Mírela.

– ¿Qué quieres decir?

Dottore, por regla general mirar significa mirar. Y en este caso ocurre lo mismo.

Fazio estaba francamente de malas, pero esta vez el comisario reaccionó.

– Si no me pides perdón antes de cinco segundos, te pego una patada en el culo. Y me importa un carajo que me denuncies al jefe superior, al sindicato, al presidente de la República y al Papa.

Lo dijo en voz baja y Fazio comprendió que se había pasado.

– Le pido perdón.

– Adelante, habla y no me hagas perder el tiempo.

– Hay un punto común entre dos de las seis desgracias. El que murió aplastado por la viga de hierro y el albanés trabajaban para la misma empresa, la Santa Maria de Alfredo Corso.

– ¿El jefe de las obras era el mismo?

– No, señor. -Y no añadió nada más. Fazio estaba muy frío. Al poco rato preguntó-: ¿Tiene alguna orden que darme?

– No. Quería decirte que nosotros ya no nos encargamos de la muerte del albanés. El asunto correspondía al comandante y nosotros cometimos un error entrometiéndonos. ¿De acuerdo?

– Como usted quiera. ¿Y qué hago con este papel? -quiso saber Fazio, recogiendo la hoja que había dejado sobre la mesa.

– Te limpias el culo con él. Me voy a comer.

Catarella corrió tras él, lo alcanzó en la entrada y le preguntó en tono de conspirador:

– ¿Es familiar suyo, dottori?

– ¿Quién?

– El comandante de los carabineros.

– Pero ¡qué familiar ni qué niño muerto!

– Entonces, disculpe, pero ¿por qué se apoyaba en usted?

– Catarè, esta mañana, cuando he bajado del coche, ¿acaso no me he apoyado en ti?

– Es verdad.

– ¿Y qué somos tú y yo, familiares?

– ¡Virgen santa! ¡Es verdad! ¡Dottori, no hay nadie en el mundo que explique las cosas tan bien como usía las sabe explicar! -Sin embargo, enseguida cambió de opinión-. Pero ¡dottori, el comandante no estaba bajando de su coche! ¡Es distinto!

Estaba levantándose de la mesa, ahíto y satisfecho, cuando vio aparecer a Mimì.

– No te he visto en toda la mañana.

– Esta noche ha habido un robo con violencia. Pero ni era robo ni ha habido violencia.

– ¿Pues qué era entonces?

– Un intento de engañar a la compañía aseguradora.

– ¿Y has venido para decirme eso?

– No, para comer. Pero ya que estamos…

– Pues habla porque me apetece respirar un poco el aire del mar.

– He pasado por la comisaría.

– Entiendo. Y Fazio te ha contado lo del comandante de los carabineros.

– Sí.

– Mimì, he intentado explicarle la situación, pero no quiere saber nada. Ha venido a verme ese tal comandante Verruso. Se había enterado a través del doctor Pasquano de que nosotros llevábamos el caso del albanés. He intentado contarle la historia de que lo creíamos implicado en asuntos de robos, pero no se lo ha creído. Entonces le he dicho la verdad, lo del anónimo y todo lo demás. Y él no ha puesto el grito en el cielo. Ni se ha ofendido ni me ha amenazado, se ha limitado a pedirme amablemente que me retirara del caso. Y yo se lo he prometido. Eso es todo. Y mira que nos podía joder de mala manera… Nosotros somos los que no hemos obrado bien, Mimì, pero él no se ha aprovechado. Trata de hacérselo comprender tú a esa cabeza de calabrés de Fazio.

Mientras iniciaba su paseo de meditación y digestión hacia el faro, pensó que ahora él era el único que llevaba la investigación, pues se veía obligado a ocultársela incluso a Mimì y a Fazio. No podía correr el riesgo de revelar lo que Verruso le había confesado. Se pasó media hora reflexionando, sentado sobre la roca. Después regresó al despacho, consultó la guía y efectuó una llamada. Le dijeron que el señor Corso estaba en la oficina y que podía concederle un cuarto de hora si acudía allí enseguida, puesto que tenía que salir corriendo hacia Fiacca.

Alfredo Corso era un septuagenario de mofletudo y rubicundo rostro sin una sola arruga. Tenía los ojos de color azul claro y debía de ser una persona de humor enfermizo. Montalbano no debió de caerle bien, pues lo atacó nada más verlo entrar.

– ¿Qué quiere de mí? No tengo tiempo que perder.

– Yo tampoco -replicó el comisario-. Vengo por el asunto del albanés que murió en su obra.

– ¿Y dónde está la Policía Judicial? ¿Y la Forestal?

– No lo entiendo.

– Yo creía que estos casos los llevaban los carabineros. ¿Es que ahora se mete también la Policía?

– No, verá, yo no vengo por lo del accidente, sino porque ese tal Pashko Puka era sospechoso de haber cometido algunos robos. -Alfredo Corso lo miró y después se echó a reír-. ¿Le hace gracia?

– No me lo creo.

– Usted es muy dueño de no creérselo… ¿Por qué no se lo cree?

– Porque yo, señor mío, a las personas las capto a la primera. Me basta verlas una vez para saber incluso lo que piensan. Y Puka, el pobrecillo, no era de esos que se ponen a robar.

– ¿Su intuición jamás lo ha engañado?

– Jamás. Yo elijo personalmente a mis trabajadores, uno a uno. Nunca he fallado.

– ¿Ni siquiera con los extranjeros?

– Los extranjeros, señor mío, tanto si tienen la piel negra como amarilla, son hombres como usted y como yo. No hay ninguna diferencia.

– Por cierto, usted tiene muchos extracomunitarios y…

El rostro de Corso se encendió como una cerilla.

– ¿Hay que dejarlos morir de hambre?

– No, señor Corso, yo…

– ¿Hay que obligarlos a robar? ¿A traficar con droga?

– Oiga, señor Corso…

– ¿A vivir de las putas? -Montalbano permaneció en silencio, pues había comprendido que no habría manera, tenía que permitir que se desahogara-. ¿A vender a los hijos? Dígame usted.

– ¿Es usted creyente?

La pregunta del comisario sorprendió a Corso.

– ¿Qué coño tiene que ver que yo sea creyente o no? No, no soy creyente. Pero me ha bastado vivir durante casi treinta años como emigrante, primero en Bélgica y después en Alemania, para comprender a esa gente que abandona su tierra a la desesperada.

– ¿Cómo contrata a los extracomunitarios?

– Me los facilitan.

Montalbano percibió cierto titubeo en la voz de su interlocutor.

– ¿Quién?

– Pues Caritas, organizaciones de ese tipo, el Gobierno Civil…

– ¿Y a Puka en concreto quién se lo facilitó?

– No me acuerdo.

– Haga un esfuerzo.

– ¡Catarina! -Inmediatamente se abrió la puerta de la sala de al lado y apareció una mujer de treinta años, alta, guapa y distinguida. Una secretaria con clase-. Catarina, ¿quién nos facilitó a Puka?

– Voy a mirarlo ahora mismo en el ordenador. -Desapareció y volvió a aparecer-. La Jefatura Superior de Policía.

Corso se encendió y se puso a gritar.

– ¡La Jefatura Superior! ¿Ha comprendido, comisario? ¡La Jefatura Superior! ¡Y usted se presenta aquí contándome chorradas!

Entonces la secretaria hizo una cosa que no hubiera tenido que hacer en presencia de extraños. Se situó detrás del escritorio, rodeó con un brazo los hombros de Corso y le besó la calva.

– No te pongas así, que después te sube la tensión.

– ¿Usted es…? -empezó a preguntar Montalbano.

Estaba a punto de decir «viudo», pero se detuvo a tiempo. Algo en la mirada del hombre le hizo comprender la verdad.

– ¿Qué me preguntaba? -dijo Corso, ya más tranquilo.

– Nada. Es su hija, ¿verdad?

– Sí, la tuve tarde. O sea, señor mío, que, como ve, es muy difícil que la Jefatura Superior me enviara a un ladrón, ¿no le parece?

Montalbano extendió los brazos. Debía buscar la manera de quedarse a solas con la hija-secretaria. La mirada que ésta le había dirigido, un relámpago, mientras se incorporaba tras besar a su padre, era tan clara como si hubiera dicho palabras: «Tengo que hablar contigo.»

– Sé que no tiene tiempo -dijo con expresión desolada-, pero me veo obligado a pedirle más información sobre…

– ¡Ni hablar! ¡Ya estoy retrasándome! -exclamó Corso a voz en grito, y luego se levantó y añadió-: ¡Catarina!

– Sí -dijo la chica, presentándose en un abrir y cerrar de ojos.

Pero ¿es que estaba siempre detrás de la puerta a la espera de que la llamaran?

– Catarì, atiende tú al señor. De todos modos, no tenemos nada que esconder. Buenos días.

Y se fue sin que el comisario tuviera tiempo de despedirse.

– Pase -dijo Catarina, abriendo la puerta de su despacho y apartándose para que entrara.

La estancia era espaciosa y el mobiliario antiguo, sin metales cromados ni formas indescifrables. La única excepción eran el ordenador y los dos teléfonos, de esos que te lo hacen todo, desde poner un fax hasta un café. A un lado había una especie de saloncito. La joven invitó al comisario a sentarse en un sofá y ella se acomodó en un sillón. Se la veía un poco cohibida.

– ¿De veras quería otras informaciones o ha comprendido que yo quería…?

– He comprendido que usted deseaba hablar conmigo, pero no en presencia de su padre.

– Eso es precisamente lo que hace que me sienta incómoda.

– ¿Qué quiere decir?

– No me gusta hablar de mi padre sin que él lo sepa, pero es por su bien. Si yo hubiera dicho delante de él lo que voy a decirle ahora, se habría alterado muchísimo. Tiene la tensión muy alta y ya ha sufrido un infarto.

Montalbano había observado que en su mesa había dos portarretratos: en uno se veía a un chiquillo de unos cinco años y en el otro a un cuarentón que parecía Alfredo Corso treinta años atrás. Ocurre a menudo que algunas mujeres se casan con hombres que son el vivo retrato de sus padres.

– Señora Catarina -empezó diciendo.

– Caterina, por favor. Catarina sólo me llama mi padre, no sé por qué.

– Señora, puedo asegurarle que el señor Corso jamás sabrá que nosotros dos hemos hablado.

– Perdón, creo que no me ha comprendido. No se trata de que mi padre se entere o no, sino de que yo estoy haciendo ciertas cosas a sus espaldas. -Montalbano levantó las orejas: ¿ciertas cosas?-. Estoy casada, tengo un niño que se llama Alfredo, como mi padre. En cambio, mi marido se llama Giulio. Giulio Alberganti.

Miró a Montalbano como si esperara una reacción, pero el comisario jamás había oído aquel nombre. Además, ¿qué tenía que ver todo aquello con el asunto de Puka? ¿Qué historia estaba contándole la señora Catarina, perdón, Caterina?

– Lo celebro -replicó Montalbano con un punto de ironía.

Que la joven captó de inmediato. Era guapa y experta.

– No crea que estoy yéndome por las ramas contándole todo esto. Al contrario, entro de lleno en el problema. Mi marido es colega suyo. O casi. Yo vivo aquí con el niño porque no quiero dejar solo a mi padre. Giulio trabaja en Roma. Sólo nos vemos cuando podemos, por desgracia.

Montalbano no dijo nada, pero seguía sin comprender adónde quería ir a parar aquella mujer.

– Cuando usted ha preguntado quién había puesto en contacto a Puka con mi padre, yo he contestado que había sido la Jefatura Superior de Policía. Así se lo dije también a él y así consta en el ordenador. Pero no es verdad.

– El nombre de Puka se lo facilitó su marido -siguió Montalbano-. Y le aconsejó que le dijera a su padre que había sido la Jefatura Superior. -Caterina lo miró admirada y asintió con la cabeza-. ¿Ha informado a su marido de la desgracia?

– No he podido. En la comisaría me han dicho que había salido, pero en casa no contesta nadie y él no ha llamado. Sin embargo, no estoy preocupada porque ya ha ocurrido otras veces. Verá, mi marido es…

– No me lo diga. Puedo imaginármelo.

– Pero es que hay otra cosa -repuso Caterina bajando la voz.

– Dígame.

– Es una cuestión muy delicada. ¿Usted conoce a un constructor que se llama Vincenzo Scipione?

– ¿El llamado 'u zu Cecè? Sí.

– Ese hombre es rival de mi padre desde siempre. Es un mafioso, y no lo digo yo sino las condenas que le han caído encima hasta hace muy poco tiempo. Pero ahora las cosas han cambiado. El ilustre Posacane es una creación suya. Mi padre jamás ha querido convivir con la mafia, por más que algunos defiendan la necesidad de esa convivencia. Y lo ha pagado caro: adjudicaciones de contratos amañadas en su perjuicio, maquinaria incendiada, denegación de créditos por parte de ciertos bancos, amenazas telefónicas, anónimos y todo lo que usted quiera. Hace cuatro meses hubo un primer accidente en una de nuestras obras en Gibilrossa.

– No lo sabía -dijo Montalbano-. Yo sé de dos, el del obrero al que aplastó una viga de hierro y el de Puka. ¿Cómo fue?

– Debo hacerle una advertencia. Con anterioridad, en nuestras obras jamás se había producido un accidente. Mi padre respeta al máximo las normas de seguridad en el trabajo. Por eso le dolió mucho que cierto periodista de Retelibera lo llamara asesino. Es verdad, algunos son verdaderos asesinos, pero otros no. Sea como fuere, el caso es que dos albañiles cayeron del andamio. Se apoyaron en la barandilla de protección y ésta cedió. Mi padre aseguró que alguien había aflojado los tornillos deliberadamente. Un sabotaje. De los dos albañiles, uno salió bien librado, sólo con algunas contusiones, pero el otro se ha quedado inválido. Tres días después del accidente, recibí una llamada. Una voz me dijo: «¿Ve, señora, cuántas desgracias ocurren? Tiene que vigilar mucho a su precioso hijito.» Me aterroricé, pero no dije nada ni a mi padre ni a mi marido.

»Unos diez días después, vino a cenar a nuestra casa otro constructor muy amigo de mi padre. Nos dijo que se lo había vendido todo a Scipione perdiendo dinero. Nos contó que dos accidentes habían bastado para hacerle comprender la situación y que él no quería más muertes sobre su conciencia. Entonces me fui a Roma a ver a mi marido y se lo conté todo. Poco tiempo después me llamó para decirme que contratara a Puka. Mi padre tiene razón, comisario. Puka no puede ser un ladrón, está usted completamente equivocado.

Decidió hablar con ella sin ocultarle nada, sinceridad por sinceridad. Además, era una mujer fuerte.

– Señora, lo que le he dicho era sólo un pretexto para averiguar algo más sobre Puka.

– ¿Por qué le interesa?

– Porque no fue un accidente. Lo mataron. El comandante Verruso, a quien usted sin duda habrá conocido, y yo estamos absolutamente seguros.

– ¡Dios mío! -exclamó Caterina, cubriéndose el rostro con una mano-. ¡Ha sido culpa mía!

Montalbano no quiso darle ocasión de llorar.

– No diga bobadas y contésteme. Cuando ocurrió el accidente de la viga, hace poco más de un mes, ¿Puka trabajaba en la misma obra?

– No, en otra.

– ¿Es normal que la Jefatura Superior les facilite nombres de extracomunitarios?

– Ya ha ocurrido otras dos o tres veces.

– Bien -dijo Montalbano, levantándose-. No tiene usted idea de lo útil que me ha sido. Me siento muy honrado de haber conocido a una mujer como usted. -Ambos se miraron. Y Montalbano añadió-: Sí.

Pero ¿cómo era posible que se entendieran el uno al otro de aquella manera? Ella le había preguntado en silencio: «¿No sería mejor que alejara a mi hijo de aquí?»

– En Roma, en casa de mis suegros -dijo ella, contestado a su vez a la muda pregunta del comisario. Se estrecharon la mano. Después ella se acercó al comisario, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho-. Gracias.

Se apartó y abrió la puerta para que saliera.

– ¿Sabe cuándo se reanuda el trabajo en la obra? -preguntó el comisario al pasar a su lado.

– Se han puesto a trabajar a las dos de la tarde.

7

O sea, que el asunto se había enredado y simplificado al mismo tiempo.

Simplificado porque ahora sabía que el albanés no era albanés, que no se llamaba en absoluto Pashko Puka y que era un representante de la ley, tal vez de la Digos, la Dirección de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, o quizá de la Brigada Antimafia, infiltrado bajo el disfraz de albañil. Tenía que descubrir y, en su lugar, había sido descubierto. Y lo habían matado. Pero la cosa se enredaba, porque si Puka era policía, ahora los que investigarían su muerte, en cuanto tuvieran conocimiento de ella, serían los de la Digos o la Antimafia, el comandante Verruso y él mismo. Tres perros alrededor de un hueso. Había que actuar con rapidez, antes de que los de Roma le arrebataran la investigación de las manos al pobre Verruso, privándole de la última satisfacción que éste podría experimentar. Miró el reloj, ya eran las cinco y media. Cuando llegara a Tonnarello, haría rato que los de la obra habrían terminado de trabajar. Y, en efecto, desde lo alto de la loma no vio ni un alma. ¿A que había hecho el viaje en vano? Seguro que no estaba ni el vigilante, que era el que más le interesaba. Esperó un poco y tuvo suerte. Se abrió la puerta del barracón pequeño, salió un hombre, se desabrochó la bragueta y se puso a mear. Después volvió a entrar y cerró la puerta. Montalbano subió al coche e inició el descenso hacia la obra. El camino era una masa de barro resbaladizo. Se detuvo en la entrada, entró en el recinto y levantó una mano para llamar con los nudillos a la puerta del barracón, pero se quedó con el brazo suspendido en el aire. En medio del silencio de la campiña se oía perfectamente lo que ocurría en el interior del barracón.

– ¡Ah! ¡Ah! ¡Más! ¡Todo! ¡Dámelo todo! -decía una afanosa voz de mujer.

Era una voz extraña, aguda, casi infantil.

Eso no se lo esperaba. Tanto peor para el vigilante. Llamó tan fuerte que pareció una breve descarga de ametralladora.

En el interior del barracón se hizo el silencio.

– ¿Quién es? -preguntó esta vez una voz masculina.

– Un amigo.

El comisario oyó pasos, estaba claro que el hombre se había levantado. Pero no se acercó a la puerta, sino que caminó un poco, abrió un cajón y lo cerró.

– Clic.

Montalbano se alarmó, pues conocía muy bien aquel sonido. El hombre había amartillado una pistola. Por un instante pensó en la posibilidad de regresar corriendo al coche y coger la que él guardaba en la guantera. Y después, ¿qué? ¿Él y el vigilante se habrían desafiado en un duelo a lo OK Corral? A continuación se abrió la minúscula mirilla que había al lado de la puerta.

– ¿Qué quiere?

– Hablar contigo. Soy Montalbano.

– ¿El comisario?

– Sí.

– Deje que lo vea mejor. -Montalbano dio un paso atrás. La mirilla se cerró mientras se abría la puerta-. Entre.

Lo primero que vio fue una cama estrecha, un somier cubierto de herrumbre con un colchón lleno de manchas de distintos colores. Ni rastro de la mujer. Y el barracón no tenía ni retrete ni trastero de ningún tipo.

– ¿Dónde está la mujer?

– ¿Qué mujer?

– Ésa con la que estabas follando.

Dutturi, ¿yo follar? ¡Ojalá! Pero ¡si a mí no me quieren ni las putas! ¡Era una película!

Y le mostró el televisor y el vídeo, del que asomaba una cinta evidentemente porno. A pesar de que el ventanuco lateral estaba abierto, se aspiraba en el aire un pestazo que daba ganas de vomitar. ¿Desde cuándo no se lavaba aquel hombre? Era un sexagenario desdentado, en la mano izquierda sólo tenía tres dedos y una enorme cicatriz le cruzaba la cara. Todas las paredes estaban literalmente cubiertas de culos, coños y tetas de actrices de cuarta fila o presuntas actrices. El hombre mantenía los ojos clavados en el comisario.

– ¿Vas a dejar la pistola o no?

El vigilante contempló el arma que todavía sostenía en la mano.

– Perdone, me había olvidado.

Abrió el cajón de la mesa, guardó en él la pistola y se apresuró a cerrarlo. Pero el comisario tuvo tiempo de ver que dentro había varios paquetes de fotografías.

– ¿Siempre abres la puerta con una pistola en la mano?

– Antes no, ahora sí.

– ¿A qué te refieres?

El hombre contestó con otra pregunta.

– ¿Qué quiere de mí?

«Si te apetece jugar al juego de las preguntas, a mí también se me da muy bien», pensó el comisario.

– ¿Cómo te llamas?

– Angelo Peluso.

– ¿Cuántas veces has estado en la cárcel? -Seguro que había estado allí. El hombre levantó la mano izquierda y mostró los tres dedos que le quedaban-. ¿Por qué?

– Pelea, robo y robo con violencia.

– ¿Eres un ladrón y el señor Corso te contrata como vigilante? ¿Cómo es posible?

– ¿Qué se puede robar en una obra?

– Bueno, si uno quiere, muchas cosas.

– ¿El señor Corso me ha denunciado?

– No. He venido por lo del albanés que murió.

Angelo Peluso lo miró asombrado.

– Pero ¿cómo? ¿No se encarga de eso el comandante de los carabineros?

– Sí, pero…

– Pues entonces yo con usía no hablo. -Montalbano le dio un manotazo en el pecho y lo arrojó contra el catre. El vigilante cayó sobre el colchón-. Pero ¿qué coño…?

Montalbano abrió el cajón, apartó la pistola y cogió un paquete de fotografías: niños y niñas desnudos en poses obscenas. Cerró el cajón, se acercó al vídeo y volvió a introducir la cinta.

– Y ahora vamos a ver esta bonita película.

– ¡No! ¡No! -gimoteó el vigilante.

– ¿Tienes licencia de armas?

– Sí, señor.

– Ponte la chaqueta y ven conmigo a comisaría.

– Pero ¡si ya le he dicho que tengo licencia de armas!

– No te llevo por la pistola, sino por las fotografías y la cinta. ¿Sabes lo que significa pedofilia?

El hombre cayó de rodillas al suelo.

– ¡Dutturi, por favor! ¡Yo sólo miro! ¡Miro! ¡Nunca, nunca he estado con un chiquillo o una chiquilla! ¡Se lo juro!

– Ya lo veremos.

¡Dutturi, usía quiere mi ruina! ¡El señor Corso, en cuanto se entere, me despide!

– No te preocupes, en la cárcel te mantendrán. Ya lo sabes, ¿no?

El hombre se echó a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Montalbano recordó que Caterina Corso había hecho aquel mismo gesto y experimentó un acceso de furia. De un salto se plantó delante del hombre, le apartó las manos de la cara y le soltó con toda su mala leche dos fuertes puñetazos, uno en cada mejilla. El hombre se quedó ligeramente aturdido. Después se levantó y se sentó en la cama con la cabeza gacha.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó en voz baja.

– ¿Por que razón dices que de un tiempo a esta parte llevas arma?

– Porque en esta obra hay demasiada gente forastera, albaneses, turcos, negros… Es gente capaz de cualquier cosa y uno tiene que protegerse las espaldas.

Era una trola, el comisario estaba seguro. Prefirió no insistir en el tema.

– Tú le has dicho al comandante que a veces Puka llegaba antes que los demás.

– Sí, señor, es verdad. Ocurrió tres o cuatro veces.

– ¿Con cuánta antelación?

– Pues… una media hora.

– ¿Y qué hacía?

– No lo sé. Yo le abría el barracón grande, él entraba en él y yo volvía aquí.

– ¿Y cómo explicas que el día de la desgracia, en lugar de quedarse en el barracón, subiera solo al andamio?

– ¿Y yo qué puedo explicar? Ya había subido otra vez. Lo vi yo.

– ¿Y qué hacía?

– Llamaba con el móvil. Decía que abajo, en el barraron, el móvil no cogía línea.

La explicación se podía aceptar si era cierto que no había cobertura. Pero aquel teléfono estaba en condiciones de revelar muchas cosas.

– ¿Quién se quedó con el móvil?

– Pues… yo no lo vi al lado del muerto. A lo mejor se lo llevó el comandante.

– Oye, la mañana de la desgracia, cuando Puka cayó, ¿dónde estabas tú?

– Aquí dentro, señor comisario. No había pegado ojo en toda la noche a causa de un dolor de muelas que…

– ¿Y no oíste un grito?

– No, señor.

– ¿Ni siquiera el ruido de la caída?

– Nada de nada.

Seguía mintiendo, el gusano asqueroso. Montalbano a duras penas podía reprimir el impulso de machacarle la cara a puñetazos. Aquel hombre despertaba en él un deseo tan grande de violencia física que hasta él mismo estaba asustado. Mejor largarse de aquel barracón cuanto antes.

– Cuando lo viste telefoneando en el andamio, ¿cómo iba vestido? ¿Con ropa de trabajo?

– Me parece que se había cambiado de ropa… Sí, señor, ahora que lo pienso, estoy seguro, vestía ropa de trabajo.

– Muy bien -dijo el comisario, encaminándose hacia la puerta.

– ¿Qué hace? ¿No me detiene?

– Hoy no.

El hombre se levantó de un salto, se inclinó, le cogió una mano y empezó a besársela, llenándole de saliva el dorso. Asqueado, el comisario levantó una rodilla y le golpeó en el mentón con toda la fuerza que pudo. El vigilante cayó hacia atrás, medio atontado. Montalbano saltó por encima de él y salió al exterior.


* * *

Mientras subía la maldita cuesta que desde la obra conducía a la cumbre de la loma, lo que acababa de contarle el vigilante empezó a darle vueltas en el cerebro. Había por lo menos una cosa extraña, siempre y cuando fuera verdad. ¿Por qué motivo Puka se encaramaba a la parte superior del andamio para telefonear? El vigilante había dicho que en el barracón no había cobertura, lo cual era una explicación válida. Pero ¿qué necesidad había de llamar en aquel momento y desde aquel lugar? ¿No podía utilizar el móvil antes de llegar a la obra? Habría podido llamar desde su casa o desde cualquier otro punto del trayecto entre Montelusa y Tonnarello que él recorría en ciclomotor. Ya había llegado a lo alto de la loma y se volvió a contemplar la obra. Y, con la rapidez de un rayo, comprendió por qué Puka, a pesar de tener que actuar con precaución para no despertar sospechas en sus compañeros de trabajo, había actuado de aquella manera aparentemente desconsiderada. El pobre se había visto obligado a hacerlo, no tenía otra alternativa.

Ya eran las siete y media. Regresó corriendo a Montelusa, pero cuando se detuvo delante de la puerta del edificio donde estaba la oficina de Alfredo Corso, la encontró cerrada. Llamó a través del portero automático y no contestó nadie. Empezó a soltar palabrotas. No sabía el número de teléfono del domicilio de Corso, aunque, de todos modos, no habría llamado, pues cabía la posibilidad de que hubiera regresado y se pusiera él al teléfono. ¿Qué hacer? Necesitaba aquella información más que el aire que respiraba. Se encontraba inmóvil como un poste delante de la puerta, cuando ésta se abrió y apareció Caterina Corso.

– ¡Comisario!

Poco faltó para que el comisario la abrazara y la besara.

– ¡Cómo me alegro de verla! -se le escapó.

Caterina, al fin mujer, lo miró con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

– ¿Me esperaba a mí?

– Sí. Le pido perdón, pero es imprescindible que hable con usted. -La sonrisa de Caterina aumentó de voltaje-. Puede creerme, tengo absoluta necesidad de cierta información. Ya sé que se disponía a regresar a su casa, pero…

La sonrisa de Caterina se apagó de golpe como una bombilla fundida. La joven se apartó.

– No se preocupe, acompáñeme. -En el ascensor, añadió-: Me ha llamado mi marido.

– ¿Le ha hablado de Puka?

– No ha sido necesario. Me ha dado a entender que ya lo sabía. Hablaba en monosílabos, creo que llamaba desde el extranjero.

En el rellano, mientras buscaba la llave, dijo que también le había comentado a su marido la idea de llevar a su hijo a Roma, a casa de los otros abuelos.

– ¿Y él qué ha dicho?

– Se ha mostrado totalmente de acuerdo. Lo más difícil será decírselo a mi padre. Le dolerá mucho la partida de su nieto. -Una vez en el despacho, ella se sentó detrás de la mesa y encendió el ordenador-. ¿Qué tipo de información desea? -Montalbano le explicó lo que quería-. Deme diez minutos. Después se lo grabo en un disquete y así podrá estudiarlo tranquilamente en su ordenador.

¿Disquete? ¿Ordenador? El comisario se llevó un susto. Estaba a punto de pedirle que le imprimiera los datos, pero entonces pensó que haría perder más tiempo a aquella mujer que tan amable se mostraba con él. Después, pensar que Catarella podría resolverle el problema lo tranquilizó. Pero el nombre de Catarella le hizo recordar que ambos estaban citados para ir a ver a la viejecita. Fue suficiente para que el hombro, que hasta aquel momento se había distraído con los acontecimientos, cobrara nuevamente vida con cuatro puñaladas seguidas. Soltó un gemido y miró a Caterina, pero ésta no lo había oído, absorta en su búsqueda. Era francamente guapa, no cabía la menor duda. Guapa y sincera. Mientras la contemplaba, tuvo la sensación de encontrarse en alta mar, respirando aire puro. Y ocurrió otra cosa que le alteró los nervios. Caterina, enfrascada en la búsqueda, sacó la punta de la lengua y la apoyó en el labio superior.

Gluglugluglu, le hizo la sangre en las venas.

En determinado momento, Caterina se sintió observada. Levantó los ojos del ordenador y miró a su vez al comisario. La mirada duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.

– Si quiere fumar… -dijo Caterina, ofreciéndole un cenicero.

– No, gracias -contestó Montalbano-. Prefiero este aire de mar.

Caterina volvió a mirarlo. Sus ojos preguntaron:

«¿Qué aire de mar?»

«El tuyo», contestaron los de Montalbano.

Ella se ruborizó.

Al final, introdujo el disquete en un sobre y se lo entregó al comisario. Ambos se levantaron simultáneamente.

– Gracias. ¿Cuándo se va?

– Creo que dentro de tres días.

– ¿Estará ausente mucho tiempo?

– No, por la mañana tomaré el vuelo de Roma y regresaré por la noche.

En el ascensor permanecieron en silencio. Montalbano la acompañó al coche. Ambos se despidieron. El apretón de manos duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.


* * *

– Carabineros de Tonnarello. ¿Quién habla?

– Soy Salvino Montaperto. ¿Está el comandante Verruso?

– Se lo paso.

Treinta segundos de silencio y, a continuación, la voz de Verruso.

– ¿Comisario? Dígame.

Era un policía nato, no se podía negar, lo había comprendido al vuelo.

– ¿Cómo está?

– Ahora mejor, pero he tenido que quedarme toda la tarde en casa.

– ¿Tiene alguna novedad?

– Yo, no. ¿Y usted?

– Sí, varias. Estoy haciéndome cierta idea. Mañana por la mañana me gustaría verlo, donde y cuando usted quiera.

El comandante lo pensó un momento.

– ¿Recuerda la cabina telefónica donde nos vimos por primera vez? ¿Le parece bien allí a las nueve y media?

En la comisaría sólo estaba Catarella.

Dottori, tenemos que esperar un cuarto de horita a Galluzzo, que vendrá para el cambio de guardia.

– Muy bien. Haremos una cosa. -Sacó el disquete del bolsillo-. Mientras esperamos a Galluzzo, imprímeme esto. Pero, sobre todo, que no te vea nadie. Yo voy a tomarme un café y te espero en el coche.

Catarella apareció cuando Montalbano ya se había fumado tres cigarrillos y estaba poniéndose nervioso por momentos.

– Le pido perdón, dottori, pero es que ha sido Galluzzo el que ha llegado tarde. -Le entregó un fajo de papeles-. Se lo he imprimido todo.

– Bueno, ¿dónde está esa viejecita? -preguntó Montalbano, poniendo el motor en marcha.

– Usía tome la carretera de Marinella -contestó Catarella con un suspiro y una radiante expresión de felicidad en el rostro.

– ¿Qué te pasa?

– ¡Virgen santa, dottori, qué contento estoy! ¡Ahora usía tiene secretamente dos secretos conmigo en persona personalmente!

– ¿Dos?

– Sí, señor dottori. La viejecita y los papeles que le he imprimido. ¿No son dos?

8

Con la ayuda de Catarella consiguió sujetar el vendaje que envolvía la cataplasma que la viejecita de las hierbas le había proporcionado, cobrándole tanto por ella como por un medicamento caro. Lo más difícil fue lograr que Catarella regresara a su casa: éste se había ofrecido incluso a dormir en el sofá.

– Así, dottori, si de noche durante la noche necesita algo que le haga falta, yo estaré listo para ayudarlo.

Cuando finalmente se quedó solo, sintió que se le había despertado el apetito; pero en el frigorífico no había casi nada: queso de vaca curado, higos secos y aceitunas. Mejor eso que nada. Adelina, la asistenta, a la que, con muy buena voluntad, también se la podría denominar ama de llaves, llevaba una semana brillando poco por sus hallazgos culinarios debido a que sus dos hijos con antecedentes penales habían sido detenidos una vez más y ella tenía que encargarse de cuidar a los nietos.

Decidió trabajar mientras comía. Llevó a la mesa el queso, los higos secos, las aceitunas y el vino y lo colocó todo al lado de las hojas impresas por Catarella. Sacó del cajón cinco folios en blanco y un lápiz.

Al cabo de dos horas había llenado los cinco folios, demostrando con ello que lo que había pensado podía ser confirmado. Se sorprendió de que, en el fondo, todo hubiera sido tan fácil: había que pensarlo, porque lo más difícil era dar con el proceso mental adecuado. La posterior demostración de la trascendencia de lo que decían los papeles no era tarea suya, sino del comandante de los carabineros. Como máximo, él podía echarle una mano.

Antes de irse a dormir llamó a Livia. Se mostró tierno, afectuoso y comprensivo. En determinado momento, Livia ya no pudo contenerse.

– El viernes por la tarde cojo un avión y voy para allí.

Tumbado en la cama, leyó unas cuantas páginas de El corazón de las tinieblas, de Conrad, que de vez en cuando releía. Cuando le entró sueño, apagó la luz. La última imagen que le pasó por delante de los ojos fue la de Caterina Corso. Entonces comprendió por qué razón se había mostrado tan vilmente cariñoso con Livia. Le remordía la conciencia. Se insultó a sí mismo.

A la mañana siguiente se quitó el vendaje. Se le había pasado por completo el dolor y podía mover perfectamente el hombro. El día era claro y despejado. Antes de dirigirse a Montelusa para reunirse con el comandante de los carabineros, pasó por la comisaría. Catarella se le echó encima, lo agarró por un brazo, acercó la oreja del comisario a la altura de su boca y le preguntó en un susurro:

– ¿Qué me dice de eso?

– ¿De qué?

– De lo que hicimos anoche juntos, dottori -contestó Catarella con una beatífica sonrisa en los labios.

Menos mal que no había nadie por allí cerca; de lo contrario, habrían podido sospechar que la víspera él y Catarella habían hecho guarradas.

– Me ha ido muy bien.

– ¿Se le ha pasado?

– Por completo.

Catarella emitió un relincho de felicidad. En cuanto Montalbano entró en su despacho, se presentó Fazio con semblante afligido.

Dottore, tengo que pedirle perdón.

– ¿Por qué?

– Por mi manera de comportarme. He estado hablando con el dottor Augello y me ha hecho comprender que no tenía razón.

– No se hable más del asunto. ¿Alguna novedad?

– Sí, señor. Anoche muy tarde y esta mañana muy pronto ha habido dos atracos muy serios. El primero en…

– Díselo a Augello y resolvedlo vosotros -lo cortó Montalbano-. Yo debo terminar una cosa.

Fazio lo miró y Montalbano comprendió que Fazio había comprendido que la cosa que tenía que terminar, cualquiera que fuera, la haría de acuerdo con los carabineros.

– Pues muy bien -dijo Fazio extendiendo los brazos, resignado.

Verruso, vestido de paisano, ya estaba esperándolo en la proximidad de la cabina. Su rostro estaba amarillento a causa de la enfermedad.

– ¿Cómo está, mi comandante?

– Así, así. Oiga, dottore, ¿le parece que vayamos a un bar de aquí cerca? Son amigos míos, allí podremos hablar con tranquilidad. -Mientras caminaban, el comandante dijo-: Esta mañana he recibido una llamada muy extraña del Alto Mando. Me han comunicado que todos los trámites burocráticos relacionados con el cadáver de Puka los llevará la Prefectura y que, por consiguiente, yo no deberé mantener más contactos con las delegaciones albanesas. No comprendo el motivo.

– Porque Puka, o como se llamara, no era albañil, como ya sabíamos, sino uno de los nuestros.

– ¿De los nuestros? -repitió Verruso, deteniéndose tan de repente que un hombre que caminaba detrás de él se golpeó contra su espalda.

– De Digos, de la Antimafia o del Reagrupamiento Operativo Especial, no sé. Lo enviaron porque sospechaban que detrás de aquellos accidentes se ocultaban verdaderos homicidios. Él consiguió infiltrarse, pero, de alguna manera, se delató. Y lo mataron.

– ¿Cuándo supo que Puka era…?

– Ayer por la tarde. Y la persona que me lo ha dicho es de la máxima confianza.

Por la forma de decirlo, el comandante supo que jamás le revelaría la identidad de aquella persona.

En la parte de atrás del bar había una pequeña sala con dos mesitas. No tenía ni siquiera una ventana. Antes de cerrar la puerta, el comandante de los carabineros le dijo al hombre de la caja que no los molestaran.

– ¿Les sirvo algo? -preguntó el hombre.

– Nada -respondió Montalbano.

– Nada -contestó Verruso.

– Ayer por la tarde -empezó diciendo Montalbano- le hice una visita al vigilante de la obra, Angelo Peluso.

– Un hombre indigno -comentó el comandante.

– Estoy totalmente de acuerdo con usted. Me dijo que Puka llegaba a la obra media hora antes que los demás.

– ¿Y qué hacía?

– Peluso me dijo que lo vio por lo menos dos veces en el piso superior del andamio.

– ¿Y qué hacía? -repitió Verruso.

– Llamaba por el móvil.

– Pero ¿qué necesidad tenía de…?

– Yo también me lo pregunté. La respuesta es que abajo no había cobertura. Pero Puka sólo fingía llamar; en realidad, inspeccionaba y controlaba el andamio para ver si durante la noche habían preparado un falso accidente. Y, de paso, observaba quiénes eran los albañiles que llegaban primero. Ya debía de haberse hecho una idea. Y estaba en guardia. Pero cometió un grave error.

– ¿Cuál?

– Creyó que, en caso de que intentaran hacerle algo, lo harían durante el trabajo, delante de los ojos de todo el mundo para reforzar la idea de accidente. Pero lo mataron antes y después organizaron el falso accidente. Y todos lo habríamos creído si no hubiéramos recibido el anónimo.

– ¿Quién pudo enviarlo?

– Tengo cierta idea que después le expondré. Mientras abandonaba la obra, imaginé cómo había actuado Puka en su investigación. Me dirigí al despacho de Corso y pedí que me facilitaran los nombres de los componentes de las cuadrillas de albañiles y obreros que trabajaban en las tres obras donde ocurrieron los accidentes.

– ¿Tres? -preguntó Verruso, sorprendido.

– Tres. El primero tuvo lugar hace cuatro meses. La barandilla de protección cedió y un albañil cayó al vacío. El señor Corso sostiene que alguien aflojó deliberadamente los tornillos de la barandilla.

– No lo sabía -dijo el comandante.

– Estaba fuera de su jurisdicción. Ocurrió en Gibilrossa. El segundo accidente tuvo lugar hace algo más de un mes. Una viga de hierro cayó de la grúa y alcanzó de lleno a un albañil.

– De eso sí me enteré. Me habló de ello el comandante Cosimato, que se encargó de la investigación. No tenía ninguna duda: había sido una fatalidad.

– Y lo decía de buena fe. El tercer accidente es el de Puka.

– Pero ¿con qué propósito, Dios bendito?

– Para que Corso venda sus empresas por cuatro chavos y se retire. ¿No le parece un buen motivo? Y tenga en cuenta que ya sé de un empresario que se retiró del negocio después de la primera desgracia en una de sus obras. Cogió la indirecta, como suele decirse. Hay un plan concreto de alguien que, sirviéndose de sus conexiones políticas, quiere hacerse con el monopolio de las empresas constructoras.

'U zu Cecè -dijo el comandante, hablando casi para sus adentros.

– Tengo una curiosidad. ¿En las obras de 'u zu Cecè ha ocurrido algún accidente laboral?

– Que yo sepa, jamás.

– Estaba seguro. Él es como esos que huyen con el dinero después de atracar un banco, pero circulan despacio con el coche para evitar que los detengan por exceso de velocidad. Volvamos a las listas.

Sacó del bolsillo los folios que había escrito la víspera. Los consultó brevemente.

– Amedeo Cavaleri y Stefano Dimora formaban parte de la cuadrilla que estaba en la obra cuando ocurrió el primer accidente. En la cuadrilla del segundo accidente estaban Cavaleri, Dimora y Gaetano Miccichè. En la de Puka estaban también Cavaleri, Dimora y Miccichè. Es más, en este último caso fueron ellos quienes dijeron haber descubierto el cuerpo de Puka. Todos los nombres de los demás integrantes de las cuadrillas son distintos.

Verruso permaneció un rato pensativo.

– Eso lo demuestra todo y no demuestra nada -dijo al final.

– Ya. Pero también he descubierto que el vigilante de las tres obras era siempre el mismo: Angelo Peluso. Ellos, para actuar, necesitaban un cómplice que les abriera la puerta de noche sin hacer preguntas. Peluso es el eslabón débil de la cadena.

– ¿Por qué?

– Porque tengo la impresión de que Peluso ha sido arrastrado a esta historia a regañadientes. No es un cómplice voluntario. Los asesinos descubrieron que es un pedófilo y lo sometieron a chantaje. Y él, al darse cuenta de que se disponían a matar también a Puka, trató de escapar.

– ¿Cómo?

– Enviándonos un anónimo.

– ¡¿Él?!

– Estoy más que convencido. Ha ocurrido otras veces.

Se hizo un profundo silencio.

– Muy bien -dijo finalmente Verruso-, lo comunicaré a mis superiores y…

– … y cometerá un error como la copa de un pino -añadió Montalbano.

– ¿Por qué?

– Porque antes de darle la autorización para seguir adelante le harán perder un tiempo precioso. Y su problema es el tiempo, ¿no?

– ¿Qué debería hacer, según usted?

– ¿Cuántos hombres tiene en Tonnarello?

– Tres.

– ¿Y coches?

– Uno.

– No es mucho -dijo Montalbano-, pero puede bastar. Hoy mismo, cinco minutos antes de que termine la jornada laboral, aparece usted en la obra a toda prisa haciendo sonar la sirena. Tiene que armar el mayor alboroto posible. Coloca a uno de los suyos en la entrada haciendo saber que nadie puede abandonar la obra. Después entra en el barracón del vigilante y se encierra allí dentro con él. Tiene que dar la impresión de que está llevando a cabo un interrogatorio decisivo. Hay que procurar que los tres asesinos se caguen de miedo. En caso necesario, espose a Peluso y finja llevárselo. Todo puro teatro, mi querido comandante.

– No me gusta.

– ¿No le gusta el teatro? Pues se equivoca, se lo digo yo. El teatro es…

– No me refería al teatro, sino a lo que usted está sugiriéndome que haga.

Entonces Montalbano se echó un farol.

– ¿Quiere que le diga una cosa? Mañana recibirá una llamada de sus superiores diciéndole que lo apartan de la investigación. Y usted dejará el trabajo a medias y se irá con las manos vacías.

– Pero ¿qué dice?

– Lo que oye. La investigación la llevarán directamente los jefes de Puka.

El comandante se apoyó la frente en una mano, permaneció un rato en la misma posición y después lanzó un profundo suspiro.

– Muy bien. Pero si detengo a Peluso, ¿de qué lo acuso?

– Yo qué sé… De venta de gaseosas caducadas.

– ¿Y después?

– Ya verá como ocurre algo. Dígales a sus hombres que estén en guardia porque esa gente es peligrosa. Ellos saben que Peluso es, ¿cómo he dicho antes?, el eslabón débil. Ya verá como reaccionan y cometen alguna estupidez.

– Así lo espero.

– Oiga, mi comandante, ¿tendrá la bondad de mantenerme informado? Yo estaré en la comisaría a la espera de noticias -añadió Montalbano levantándose.

– Por supuesto que sí.

Por la forma de decirlo, el comisario supo con absoluta certeza que Verruso estaba definitivamente convencido. Se despidieron delante de la entrada del bar.


* * *

Montalbano abrió la portezuela del coche y su mirada se posó en la cabina telefónica. No pudo resistir la tentación.

– Soy Montalbano.

– Me alegro de oírlo. -Pausa-. ¿Alguna novedad? -preguntó a continuación Caterina.

– Sí. ¿Puede hablar? ¿Está sola en el despacho?

– Sí.

– ¿Ya le ha dicho a su padre que tiene intención de…?

– No. No he tenido valor.

– No le diga nada.

– ¿Por qué?

– Creo que ya no será necesario que se vaya con el niño.

– ¿Lo dice en serio?

– Por supuesto que lo digo en serio.

– ¿No puede facilitarme más detalles?

– Mejor que aguardemos a mañana.

Otra pausa, esta vez un poco más larga.

– Podríamos vernos -dijo Caterina.

– Como y cuando usted quiera.

– ¿Mañana por la noche para cenar?

– De acuerdo.

– De todos modos, llámeme mañana por la mañana.

– Por supuesto.

Esa vez la pausa fue muy larga, a ninguno de los dos le apetecía colgar. Al final, Caterina se lanzó.

– Gracias.

– Faltaría más -dijo Montalbano.

Y se sintió un imbécil total.

Satisfecho e insatisfecho. Satisfecho porque estaba más que convencido de que el camino señalado era el correcto, el que llevaría al sitio correcto; insatisfecho porque aquel camino no lo seguiría él sino otro. Paciencia. A veces, en la vida, ciertas cosas no se pueden realizar personalmente, hay que hacerlas camuflado, escondido detrás de otro. Lo importante es que se alcance el objetivo. ¿Débil consuelo? Tal vez sí, pero no deja de ser un consuelo. Animado por esos buenos pensamientos, Montalbano, en lugar de regresar a Vigàta, se quedó en Montelusa y entró en una galería de arte donde la víspera se había inaugurado una exposición de Bruno Caruso. Se quedó extasiado delante de un retrato de mujer, le preguntó el precio al galerista, efectuó una infinita serie de cálculos acerca del dinero que tenía en el banco y, al final, llegó a la conclusión de que, renunciando a la compra de un abrigo que le gustaba mucho y costaba un riñón, aquel grabado podría ser suyo. Se puso de acuerdo con el galerista y después volvió a Vigàta.

La satisfacción culminó en la trattoria San Calogero delante de un plato de crujientes salmonetes de tamaño inferior al dedo meñique de un chiquillo, de esos que se fríen y se comen enteros con la mano. En cambio, la insatisfacción lo asaltó de repente mientras permanecía sentado en la roca de siempre al final del muelle, y le llegó en forma de pensamiento concreto: ¿y si el comandante no lo conseguía? Disponía tan sólo de dos hombres y los asesinos eran tres y capaces de cualquier cosa. Si no lograba encerrarlos en la cárcel aunque sólo fuera por espacio de un día, el vigilante jamás hablaría, jamás confesaría. Y, cuanto más pensaba en el asunto, más aumentaba su mal humor, hasta que al final se le bloqueó la digestión y experimentó un acceso de ardor.

Fue por eso por lo que, en el transcurso de las dos horas escasas que estuvo en la comisaría, buscó la manera de discutir con Mimì Augello, pelearse con Fazio, armar una trifulca con Gallo y provocar una disputa con Galluzzo. Cuando Catarella, que estaba escondido en su cuartito, oyó que lo llamaba el comisario, creyó que había llegado su turno y sintió que el uniforme se le empapaba de sudor.

– Dentro de cinco minutos vendrás conmigo. Procura buscar a alguien que te sustituya en la centralita.

¡Se iba! ¡El comisario se largaba e iba a rascarse los cuernos a otro sitio! Hasta los muebles de la comisaría parecieron lanzar un suspiro de alivio.

9

En el coche, Catarella no abrió la boca; estaba convencido, y con razón, de que su jefe echaría por tierra cualquier cosa que dijera.

– ¿Tienes el celular?

Catarella se sobresaltó, no esperaba que el comisario hablara.

– No, señor dottori, no he pedido que lo envíen.

– ¿Y a quién tenías que pedírselo?

– A la Jefatura Superior de Montelusa, dottori. Son ellos los que envían los celulares.

Montalbano apretó el volante con tal fuerza que los dedos se le quedaron blancos.

– No me refería a ningún furgón celular, Catarella, sino al teléfono.

– ¡Ah, bueno! Eso lo llevo siempre encima. ¿Qué hacemos, lo quiere?

– Por ahora no. Me basta saber que lo tenemos. -Cuando enfilaron la carretera de Tonnarello, Montalbano volvió a hablar-. Catarè, lo que estamos haciendo tiene que ser un secreto entre tú y yo y nadie debe saberlo. -Catarella asintió con la cabeza y pareció sorberse los mocos. El comisario lo miró. Dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas hacia la boca-. ¿Qué haces, estás llorando?

– Emocionado estoy, dottori.

– ¿Por qué?

– ¿Usía se imagina, dottori? ¡Tenemos tres secretos en común! ¡Tres! ¡Como los de la Virgencita de Fátima! Es más, dottori, como ya estamos propiamente dentro del tercero, ¿me explica en qué consiste?

– Vamos a ver una cosa que tienen que hacer los carabineros. Espero que se produzca alguna detención.

Catarella se sorprendió.

– Disculpe, dottori, pero, con el debido respeto, ¿a nosotros qué carajo nos importa lo que hagan los carabineros?

– Si te lo digo, ¿dónde está el secreto?

– Es verdad -respondió Catarella, convencido de inmediato.

No se detuvo exactamente en lo alto de la loma, sino que siguió avanzando hasta un lugar donde había unos cuantos árboles que protegían de la vista. Abrió la guantera y sacó los gemelos; eran pequeños, de teatro, revestidos de nácar. Para lo que necesitaba serían más que suficiente. Se veía toda la obra, aunque desde un ángulo distinto; ahora se apreciaba mejor la puerta del barracón del vigilante. Los albañiles estaban en plena actividad. Consultó el reloj. Marcaba las cinco y cuarto. Encendió un cigarrillo, le ofreció uno a Catarella, le dio fuego y volvió a mirar hacia la obra. A su lado, de repente, se produjo una explosión. Se volvió de golpe. El que había estallado era Catarella, que, con la cara de color morado, trataba con desesperación de recuperar el resuello. Estaba asfixiándose, literalmente. Preocupado, Montalbano le dio unas palmadas en la espalda. Al final el agente pareció recuperarse.

– El huhuhumomohuuu.

– ¿Es que tú no fumas?

– No, señor dottori.

– Entonces, ¿por qué has aceptado el cigarrillo?

– Por obediencia, dottori.

A las cinco y veinticinco ya no quedaba ningún albañil en el andamio, todos se cambiaban en el interior del barracón grande. Cuando Montalbano ya estaba poniéndose nervioso, el coche de los carabineros apareció a gran velocidad y bajó hacia la obra haciendo sonar la sirena con un silbido ensordecedor. Los albañiles, unos ya vestidos y otros no, salieron del barracón. Salió también el vigilante, justo a tiempo para verse cara a cara con el comandante, el cual lo empujó al interior del barracón, entró en él y cerró la puerta. Entre tanto, un carabinero -se adivinaba por sus gestos- ordenaba a los albañiles que entraran de nuevo en el barracón y permanecieran dentro. Cuando todos hubieron entrado, el agente cerró la puerta y se situó delante junto con su compañero. Era una variante inteligente del plan propuesto por Montalbano. Con sólo dos hombres, Verruso no habría podido hacerlo mejor. Transcurrió así media hora. En medio del silencio, el comisario oyó unas voces procedentes del barracón grande, pero no entendió lo que decían. Luego vio que ambos carabineros sacaban la pistola.

– ¿Tú los oyes?

– Sí, señor dottori.

– ¿Qué dicen?

– Los albañiles quieren salir, dottori.

En ese momento se abrió la puerta del barracón y apareció un albañil que se agitaba como un loco: otro salió tras él. Con tranquilidad, uno de los dos carabineros levantó un brazo y disparó al aire. Los dos albañiles corrieron a esconderse en el interior del barracón y cerraron la puerta. Quien salió del otro barracón, del pequeño, fue el comandante, para hablar con sus hombres. Fue una conversación muy breve, tras la cual regresó al interior para volver a salir con el vigilante. Miró a su alrededor y esposó al hombre a un tubo de hierro del andamio. Montalbano se congratuló de la actuación de Verruso: había elegido un lugar estratégico. Cualquier albañil que saliera del otro barracón tendría que verlo a la fuerza. Después el comandante se situó delante del barracón grande mientras un carabinero se ponía debajo del ventanuco por el que en su momento había entrado Montalbano para evitar que alguien pudiera escapar. El otro carabinero abrió la puerta del barracón grande y se situó al lado. Verruso tenía en la mano una hoja de papel. El comisario comprendió que el comandante había pedido a la constructora Corso que le facilitara los nombres de todos los que aquel día estaban en la obra. El primer albañil salió con la documentación en la mano. Verruso la examinó. Un minuto después, el albañil, autorizado a regresar a su casa, montó en un ciclomotor y huyó de la obra. Lo mismo ocurrió con el segundo, el tercero y el cuarto. La situación cambió con el quinto. En cuanto vio la documentación, Verruso hizo un gesto. El carabinero que custodiaba la puerta pegó un brinco, agarró por los hombros al albañil, lo llevó al lugar donde se encontraba el vigilante y lo esposó al mismo tubo de hierro. Salió otro albañil, que superó el examen. En cambio, el séptimo fue agarrado y esposado. Por consiguiente, faltaba sólo uno, pero no salía. En la obra quedaban el comandante, los tres hombres esposados y los dos carabineros, que empezaron a buscar por todas partes, encaramándose incluso al andamio. Nada de nada. Entonces Verruso corrió al coche de servicio y efectuó una llamada telefónica. Al cabo de un cuarto de hora, llegó otro vehículo. El comandante se llevó al vigilante mientras que los otros dos fueron obligados a subir al coche que acababa de llegar. Se fueron todos. Delante de la empalizada que rodeaba la obra quedó un vehículo abandonado, el que utilizaban los tres asesinos para ir al trabajo.

Entre tanto ya había anochecido.

Dottori, se han ido todos y no queda nadie. ¿Qué hacemos? -preguntó tímidamente Catarella.

– Haremos como los antiguos -contestó Montalbano, que estaba de buen humor y le apetecía tomar un poco el pelo a su subordinado.

– ¿Y qué hacían los antiguos, dottori?

– Se rascaban la barriga y se miraban el ombligo.

De pronto se había acordado de la respuesta que le daba su abuela cuando era pequeño. Aunque jamás había conseguido saber por qué razón los antiguos se pasaban el tiempo rascándose la barriga y mirándose el ombligo. Catarella lo miró, perplejo.

– ¿De veras hacían eso los antiguos, dottori?

– De veras.

Y mientras Catarella se sumergía en el conocimiento de las extrañas costumbres de sus antepasados, Montalbano encendió un cigarrillo sin apartar los ojos de la obra. En cuestión de otro cuarto de hora, el solar se convirtió en una mancha un poco menos oscura que la oscuridad de la noche sin luna.

– Dame el teléfono. -Catarella se lo pasó y el comisario marcó el número del puesto de carabineros de Tonnarello. Contestó directamente Verruso-. Comandante, soy Montalbano.

– Acabo de llamarlo, pero me han dicho que no estaba y no sabían dónde localizarlo.

– Sí, he tenido que ir a…

– ¿Quiere más noticias, aparte de las que ya sabe?

– No entiendo. Yo no sé nada si usted no me lo dice…

– Vamos, comisario. Llegué cuando el sol se ponía y un rayo de luz iluminó de lleno sus gemelos. ¿Quiere que le diga exactamente dónde tenía el coche aparcado?

– No. Lo felicito. Dígame.

– Dimora, que es el autor material de los homicidios, ha conseguido escapar.

– ¿Cómo?

– Pues no sé, supongo que se dio a la fuga nada más oír nuestra sirena. En el barracón hemos encontrado su ropa de calle, ni siquiera se ha cambiado, se ha ido con la ropa de trabajo. A estas horas ya debe de estar lejos.

– ¿Y qué dicen sus amiguetes?

– De momento, nada. En cambio, el que ha hablado ha sido el vigilante. Y creo que esta vez 'u zu Cecè va a pasarlo muy mal.

– Comandante, ¿quiere hacerme un favor?

– Por supuesto, comisario.

– ¿Quiere repetir la frase con una variante?

– No lo entiendo.

– ¿Quiere decirme exactamente lo siguiente?: «Y creo que esta vez a 'u zu Cecè van a darle por culo.»

– Como usted quiera -dijo, resignado, el comandante. Y repitió la frase, modificándola. Luego preguntó-: ¿Quiere explicarme el motivo?

– Mi querido comandante, las palabras para mí tienen peso. Y pesan más las palabrotas. Eso es todo. Y pido perdón si lo he obligado a hablar de una manera que no es la suya. ¿Quiere facilitarme un último dato?

– Naturalmente.

– El número de la matrícula del coche de Dimora.

– ¿Por qué lo quiere?

Habría podido contestar que sus gemelos no tenían tanto alcance. Pero se limitó a decir:

– Porque sí.

El comandante se lo facilitó y después le preguntó:

– ¿Tiene el número de mi casa?

– No. ¿Por qué quiere dármelo?

– Porque sí.

Se despidieron y Montalbano le devolvió el teléfono a Catarella.

– Apágalo tú, yo jamás lo consigo. Y ahora ya podemos irnos.

Alargó la mano para arrancar y, de repente, el instinto cobró vida. No supo definir el fenómeno de ninguna otra manera: el instinto le aconsejaba no moverse de aquel lugar, y lo hacía mediante un efecto de somatización, impidiéndole o dificultándole los movimientos. Sentía las manos flojas, los pies parecían de requesón y no ejercían fuerza sobre los pedales. Sudando a mares, consiguió girar un poco la llave, pero la presión no había sido suficiente y el motor emitió un ronroneo como el de un gato cuando está contento y se apagó.

– ¿Qué ocurre, no se pone en marcha? -preguntó Catarella, alarmado ante la perspectiva de tener que pasar la noche en el interior del vehículo.

– El que no consigue ponerse en marcha soy yo -dijo Montalbano.

A Catarella le impresionó enormemente la respuesta.

– ¿Quiere que vaya a llamar a alguien?

– ¿Y a quién quieres llamar?

– Qué sé yo, a un mecánico, a un médico, en fin, lo que a usía le parezca mejor.

– Mira, Catarè, vamos a organizamos. Ahora yo saldré del coche con los gemelos y me pondré a mirar hacia la obra.

Dottori, pero ¿usía ve de noche cuando es de noche?

– No. Pero si el hombre que los carabineros no han podido encontrar se ha quedado escondido en el interior del solar, para moverse tendrá que encender una cerilla o un mechero. Y entonces yo lo veré. Yo me pasaré media hora vigilando y después vigilarás tú. Lo haremos por turnos.

A los veinte minutos los ojos se le empezaron a cerrar mientras fugaces relámpagos de luz brillaban por doquier; parecía la noche de san Lorenzo, cuando dicen que caen las estrellas (hacía años y años que él no veía caer ninguna). Finalmente terminó su turno. Subió al coche porque ya empezaba a refrescar y encendió un cigarrillo tomando precauciones para que no se viera la minúscula llama del encendedor y el extremo rojo del pitillo cuando daba una calada. Debió de quedarse dormido, pues enseguida notó que Catarella lo despertaba.

– Le toca otra vez a usía, dottori.

Después volvió a tocarle el turno a Catarella. Y a continuación, a él de nuevo. Cuando subió al coche, el frío le había penetrado en los huesos. Encendió otro cigarrillo y puso cara de preocupación al comprobar que sólo le quedaban dos. Acababa de apagarlo en el cenicero cuando oyó que Catarella lo llamaba en voz baja. Salió disparado.

– ¿Qué pasa?

Dottori, ha sido un visto y no visto, pero alguien ha encendido algo un momento.

– ¿Estás seguro?

– Pongo la mano en el fuego, dottori. ¿Quiere los gemelos?

– No, sigue tú, yo tengo los ojos cansados.

– Detrás, dottori -dijo de repente Catarella-. Lo ha hecho detrás, ha encendido y apagado. Si no voy errante, ése se está acercando a la puerta de la obra.

Montalbano comprendió. Catarella no iba errante, como el pastor de Asia del poema de Leopardi. Dimora se dirigía a su automóvil, el único que quedaba en el lugar.

Casi como confirmando lo que pensaba, el comisario vio que se encendían las luces traseras del coche y, en medio del silencio, se oyó con toda claridad el rugido del motor al arrancar.

– ¡Dottori, que se escapa!

– Vamos a cortarle el paso.

Corrieron al coche, Montalbano encendió el motor y se puso en marcha con los faros apagados. Pero a los pocos metros se detuvo. Dimora no había seguido el camino normal de subida, sino que avanzaba muy despacio y con gran dificultad a campo traviesa en dirección contraria, y de vez en cuando se veía obligado a encender las luces para evitar rocas, hoyos y árboles.

– Avanzando así tardará veinte minutos en salir de la vaguada. ¿Qué hay al otro lado?

– Está Gallotta -contestó Catarella-. No tendrá más remedio que pasar por el pueblo de Gallotta.

– Pues nosotros lo esperaremos allí.

Tardó menos de veinte minutos en llegar a las puertas de Gallotta, un pueblecito de mil habitantes. Para coger el camino apropiado, el que le permitiría huir a toda velocidad, Dimora tendría que pasar por allí. Dando marcha atrás, Montalbano se apartó del camino y se situó entre dos casas de un callejón. Esperaron con el motor apagado y los nervios a flor de piel. Esperaron y esperaron. Pasaron tres camiones, un Porsche, un Ape. Ni rastro del coche de Dimora.

– ¿Y si ha hecho autostop?

– No creo. Si no viene él, iremos nosotros a buscarlo.

Recorrió cautelosamente las callejuelas de Gallotta. El coche parecía un escarabajo enorme, una alimaña. Llegó a una calle tan desierta como las demás; de las diez farolas que hubieran debido iluminarla, al menos cinco estaban apagadas. Había tres vehículos aparcados junto al bordillo de la acera. El último, Montalbano lo supo con certeza al ver la matrícula, era el de Dimora. Pero daba la impresión de que estaba vacío. ¿Y si Dimora se había bajado y se había refugiado en casa de algún amigo?

– Mira, Catarè. Baja y acércate por detrás al último coche. Puede que Dimora no esté, que ya se haya ido. O puede que esté escondido dentro. Ten cuidado, probablemente vaya armado. Yo te cubro.

Catarella bajó abriendo la funda de la pistola. Se acercó al coche por detrás. Avanzaba pegado al muro de una casa medio en ruinas, con agujeros negros en lugar de ventanas. Y aquí lo que el comisario estaba viendo registró un breve salto, como cuando en una película faltan unos cuantos fotogramas. ¡Era el sueño! ¡Dios santo, aquello era el sueño! Había algún desfase entre la realidad y las imágenes soñadas, pero la esencia era la misma. Abrió en un momento la guantera, cogió la pistola, la amartilló, abrió la portezuela y bajó. La puerta del coche de Dimora también se abrió y salió un hombre con un brazo extendido hacia Catarella, que se quedó petrificado.

– ¡Dimora! -rugió Montalbano.

El hombre se volvió y abrió fuego. Montalbano, a su vez, apretó el gatillo y la detonación de ambos disparos se fundió en una sola. Medio rostro de Dimora salió volando y fue a pegarse, huesos, carne y masa encefálica, al muro de una casa. El comisario corrió hacia el hombre que yacía boca arriba sobre la acera y, nada más verlo, comprendió que estaba muerto. Después se volvió hacia Catarella. Éste permanecía inmóvil y con los ojos desorbitados. Se acercó a él y le sacó el móvil del bolsillo.

– Ve al coche.

Catarella no se movió. Montalbano le dio un empujoncito en la espalda y entonces Catarella se movió. Un robot. El comisario marcó un número.

– Soy Montalbano. Lamento llamar a esta hora, pero…

– Esperaba su llamada. -¡¿Que la esperaba?!-. ¿Lo ha atrapado? Estaba seguro de que se había escondido en la obra. No he requisado el coche de Dimora para dejárselo como cebo. Estaba seguro de que picaría y que usted estaría allí con la caña.

Por un instante, al comisario se le ocurrió un pensamiento blasfemo: ¡qué buena pareja habría hecho con aquel comandante de los carabineros!

– He tenido que disparar contra él.

– ¿Lo ha matado?

– Sí.

– ¿Dónde está exactamente? -El comisario se lo explicó-. ¿Alguien lo ha visto?

– No creo. No se ha abierto ninguna ventana. Todo el mundo ha preferido seguir durmiendo.

– Mejor así. No se mueva, dentro de un cuarto de hora como máximo estoy con usted en Gallotta.

Volvió a subir al coche. Catarella estaba temblando.

– Tengo frío, mucho frío, dottori.

Montalbano le rodeó los hombros con un brazo.

– Apóyate en mí.

Catarella se acurrucó contra el cuerpo del comisario y dio rienda suelta a las lágrimas.

– ¡Madre santa! ¡Madre santa, qué cosa tan terrible es matar a un hombre!

Verlo matar había sido terrible para Catarella. Así que matarlo… debía de ser aún mucho peor.

Verruso no perdió el tiempo. Aparcó al lado del coche del comisario y habló a través de la ventanilla abierta:

– Usted se irá ahora mismo, no debe entrar en esta historia. El que ha matado a Dimora he sido yo, en un tiroteo. ¿Está claro? En cuanto usted se vaya, se lo comunicaré a quien corresponda. Ah, para que lo sepa: los dos cómplices de Dimora se han venido abajo, han confesado que fue 'u zu Cecè quien ordenó los homicidios, y, a pesar de la protección política de que goza, tengo la impresión de que esta vez van a darle por culo, como a usted le gusta.

¿Hubo ironía en las últimas palabras de Verruso? La hubo, pero el comisario prefirió no hacer caso.

Acompañó a Catarella a su casa. Éste bajó con unas piernas que todavía se le doblaban y se apoyó en la ventanilla del lado de Montalbano.

Dottori, y éste vendría a ser y sería nuestro cuarto secreto, ¿no es verdad?

Esta vez su rostro no irradiaba felicidad, muy al contrario. A Montalbano le dio por acariciarle la cabeza como si fuera un perro.

– Por desgracia, sí.

Una vez en Marinella se metió bajo la ducha y tardó una eternidad en salir.

No podía salir, se enjabonaba, se enjuagaba y volvía a empezar. Gastó toda el agua del depósito. De una cosa estaba seguro: aquella noche no pegaría ojo.

Y así fue.

A la mañana siguiente, cuando el sol ya había salido, se pasó una hora nadando en el agua helada. Pero cuando salió todavía se sentía sucio. ¿Qué decía lady Macbeth? «¿Por qué nunca quedan limpias mis manos?» Se vistió, puso al fuego la cafetera grande y después, sentado en la galería, bebiéndose un café tras otro, esperó a que fuera una hora decente para llamar.

– Soy Montalbano. Quisiera hablar con la señora…

– Ah, dottore, ¿es usted? La señora ha llamado, dice que no vendrá a la oficina. Le ruega que la llame usted a su casa. ¿Tiene el número?

Esa vez contestó de inmediato Caterina.

– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡La radio acaba de decir que han detenido a 'u zu Cecè! ¡Gracias!

– ¿Por qué me da las gracias a mí? Yo no he tenido nada que ver… Ha sido el comandante Verruso el que…

– Oiga, quería decirle que lamentablemente esta noche no podremos vernos. Tendremos que esperar unos días.

– ¿No se encuentra bien?

– No, es una bobada. Anoche resbalé y me disloqué un tobillo. No puedo moverme.

– «Apóyate en mí -habría querido decirle Montalbano-. Te llevaré a una viejecita milagrosa que te pondrá un emplasto mágico. En medio día te recuperas y después…»

Pero, en su lugar, se limitó a decir:

– Cuánto lo siento.

Regresó a la galería y se adormeció como una lagartija al sol. No se puede estar con una mujer al día siguiente de haber matado a un hombre. Es cierto que eso ocurre, pero sólo en las películas americanas.

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