Nota de un lector

El objeto principal de las páginas que siguen es contribuir a que la parte del libro opuesta al corte muestre un diseño tipográfico más airoso. En el improbable supuesto de que alguien quiera darles otro uso, note bien que no se publican al principio, sino al final del volumen. Nada de cuanto diré es de mayor importancia, pero, leído antes que la fábula de Javier Cercas, podría quizá orientarla en un sentido inoportuno. Y todo lector tiene derecho a equivocarse por su cuenta.


Quien, como sucederá a la mayoría, llegue a El móvil engolosinado por Soldados de Salamina (que aquí no me atañe sino de refilón) es más fácil que perciba las obvias diferencias que las no menos claras semejanzas. La principal de las segundas está en que ambos libros tienen por eje central la escritura de un relato -elpropio relato que se está leyendo- en tornadiza confrontación con la realidad.

En El móvil, Álvaro y el protagonista de la «epopeya inaudita» de Álvaro, es decir, «un escritor ambicioso que escribe una ambiciosa novela», comparten esa misma condición con el Javier Cercas nacido en Extremadura en 1962 que firma la nouvelle. Como la comparten en Soldados de Salamina Rafael Sánchez Mazas y el «Javier Cercas» (me resigno a las comillas) que se obsesiona con los albures de Sánchez Mazas y que disfraza cristalinamente (y sólo en minucias anecdóticas) al Javier Cercas de Ibahernando (Cáceres). Todos componen o quieren componer narraciones cuyo tema mayor resulta ser el proceso que lleva a redactarlas, narraciones que las más veces se identifican con el volumen que el lector tiene en las manos. El texto de «Javier Cercas» se describe como «un relato real, un relato cosido a la realidad», que en la cabeza del autor va revelándose a sí mismo como libro («porque los libros siempre acaban cobrando vida propia») a medida que es «amasado con hechos y personajes reales». En los de Álvaro y el protagonista de Álvaro, «la presencia de modelos reales» celosamente observados va introduciendo «nuevas variables que debían necesariamente alterar el curso del relato». Tanto El móvil como Soldados de Salamina terminan citando las líneas iniciales de El móvil o de Soldados de Salamina.

Ese núcleo de coincidencias sustanciales se deja considerar desde múltiples puntos de vista. Podemos caer en la trampa de que las novelas se leen con la lógica del código penal y preguntarnos si El móvil que comienza y, sobre todo, concluye diciendo «Álvaro se tomaba su trabajo en serio…» es obra de Álvaro, del protagonista de Álvaro o de uno y otro. Pero si en mayor o menor grado es del protagonista, según muy bien cabe interpretar, a poca costa nos será lícito inferir que Álvaro no crea a su protagonista, sino que es el protagonista quien crea a Álvaro; y tal vez continuemos inquiriendo quién nos finge o nos sueña a nosotros lectores. (Si parva licet: la crítica acreditada no atina hoy a determinar qué «instancia autorial implícita» enuncia las frases «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme», y cuanto viene después. He osado insinuar que el yo de quiero pertenece al Miguel de Cervantes Saavedra que combatió en la batalla de Lepanto. La desaprobación y el pitorreo han sido generales.) Podemos enfocarlo en la perspectiva de la mise en abîme moderna o del viejo motivo del libro dentro del libro y el pintor que se pinta pintando el cuadro. Etc., etc.

A mí, no obstante, la «metaliteratura» que El móvil tiene en común con Soldados de Salamina me llama menos la atención que la imagen de la literatura que lo aparta de ese espléndido, madurísimo acierto de ligereza y gravedad. Un vistazo a tal imagen nos perfila un atractivo portrait of the artist as a young man y un buen testimonio de que en la carrera de un auténtico escritor la continuidad suele acompañar a la renovación y el ir a más.

En El móvil, Álvaro parte de una juvenil literariedad indiscriminada (similar a la sexualidad infantil, de creer al popular curandero vienés), de un entusiasmo que supedita la vida toda a la pasión literaria. Encauzado por el estudio, paso a paso va delimitando sus objetivos. La confianza en la superioridad del verso lo empuja primero a la lírica y después al poema épico. Nos pilla una pizca por sorpresa que no extreme tales pautas hasta preconizar alguna suerte de poésie puré, «una concepción de la literatura como código sólo apto para iniciados», antes por el contrario se decida por la novela, al descubrir y alegar un factor que no esperábamos: que «ningún instrumento podía captar con mayor precisión y riqueza de matices la prolija complejidad de lo real». Convencido de la necesidad de hallar «en la literatura de nuestros antepasados un filón que nos exprese plenamente», de «retomar esa tradición e insertarse en ella», desdeña el «experimentalismo (…) autofágico»y los géneros menudos de la modernidad, y se dispone a volver a los clásicos del siglo XIX, a «regresar a Flaubert».

Pronto advierte que la composición de la novela concebida sobre semejantes bases será más sencilla si se apoya en la observación de individuos de carne y hueso que presten rasgos suyos a los ficticios. Lector aplicado y metódico, Álvaro conoce las controversias eruditas sobre los «modelos reales» del Quijote (y las alude expresamente con esa fórmula). Por amigos comunes, supongo, sabe del grabado que Juan Benet tiene a la entrada de casa: «M. Emilio Zola tomando el expreso París-Burdeos para estudiar las costumbres de los ferroviarios». No duda en alinearse con el Zola del grabado y el Cervantes de Rodríguez Marín, con los maestros decimonónicos. Pone todo el empeño en informarse sobre el carácter, los hábitos, las singularidades de unos vecinos que se le ofrecen como prometedoras contrafiguras de sus protagonistas. Cuando de encontrárselos en el supermercado o espiarlos desde el baño pasa a trabar amistad con ellos e intervenir en su cotidianidad, comienza a urgirle la querencia de encarrilarlos de hecho por el camino que en la novela les corresponde. Así ocurre, en efecto: el propio Álvaro les sugiere comportamientos que repiten la trama novelesca que ha imaginado, y los vecinos las ponen por obra con variantes que asimismo forman parte del libro de Álvaro (etc.), el libro que empieza «Álvaro se tomaba su trabajo en serio…».

Todo El móvil está contado con distancia e ironía, pero también con fe. En especial, el estilo se reconoce a menudo como un pastiche: no un remedo funcional (ni desde luego inocente) ni una parodia descarada, uno un estilo que finge (con transparencia) ser el de unos lenguajes convencionales que no pertenecen al autor. (No otra era la tesitura preferida de Jorge Luis Borges.) No falta en el desenlace la crítica de tal proceder, pero ella misma constituye a su vez un pastiche [1]. El caso es sin embargo que tras la distancia y la ironía ya del estilo hay, como digo, fe, una fe inmensa en las razones y esperanzas, de Álvaro.

Percibimos que Javier Cercas (cosecha 1986), por muchas cortinas de humo que interponga, cree como él en un primado de la literatura, en la literatura como una entidad de rara autosuficiencia. Por eso la juzga, verbigracia, «una amante excluyente» (Rubén Darío se mostraba más liberal: «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París»), que demanda «meditación y estudio» y no puede abandonarse «en manos del aficionado». Por eso la imagina desbordando las fronteras de la realidad, imponiéndosele. Pues desengañémonos: si en un momento dado parece que las riendas se le escapan a Álvaro y los personajes se le desmandan, la rebelión está también en el libreto, es a la postre otro triunfo de la literatura.

Esas convicciones se encuentran sin duda en la trastienda de El móvil y fijan los términos de su excelencia como nouvelle. Porque El móvil es obra de una perfección pasmosa no y a para un mozo de veintipoquísimos años, sino para el escritor más hecho y derecho. La intriga, narrada con desembarazo y gracia, atrae y absorbe desde el arranque. La estructura funciona, cierto, como «una maquinaria de relojería». El Leitmotiv de la puerta entre el sueño y el suelo presta al conjunto unos elegantes lejos simbólicos. Ni un cabo queda por atar.

Si la palabra admirativa que se nos viene a los labios es «virtuosismo», probablemente demos en el clavo. Cuando menos es seguro que el relato responde expresamente a un desafío: «lo esencial -aunque también lo más arduo- es sugerir ese fenómeno osmótico a través del cual, de forma misteriosa, la redacción de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica de tal modo la vida de sus vecinos que éste, el autor de la novela -personaje de la novela de Álvaro-, resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen». El problema se resuelve en El móvil con evidente maestría argumental. (Por las mismas fechas, si la memoria no me engaña, el joven Cercas había salido con bien de un reto análogo: la historia de un crimen en que el asesino tenía que ser el lector, cada lector que materialmente iba pasando las páginas del libro.) Pero el planteamiento en clave de thriller ¿no está apuntándonos que nos las habemos con un ejercicio de dedos? Un cuento policíaco no puede ser hoy sino un recurso fácil o un más difícil todavía, el intento de descollar por la novedad del asunto y la destreza de la técnica en una larguísima hilera de precedentes, manteniendo las estrictas reglas marcadas por ellos.

A la artificiosidad que el género nos destapa hemos de sumarle la aneja al de la literatura como tema medular. En su día, al publicarse el volumen originario, no me sorprendería que algún reseñador (no el pionero, J.M. Ripoll) tratara El móvil de «reflexión sobre la literatura» o «sobre los poderes la literatura». Que era como decir que entraba a competir en una palestra en que seguían frescas y provocadoras las palmas de tantos maestros del Novecientos, y sobre todo de Julio Cortázar. Pero insistamos en que el relato es efectivamente una pieza redonda, un logro notorio en las dos caras del empeño, policíaca y metaliteraria. Por ahí, todo lector, cronopio, fama o militar sin graduación, capta en seguida un desafío y ve a Cercas superarlo brillantemente.

Tal es quizá el límite de El móvil: proponerse y alcanzar dentro de esas líneas el objetivo de su propia eminencia. Nos apetecería equipararlo a las mejores partidas de ajedrez que Álvaro, tras asimilar la bibliografía, ensayar entre amigos, adiestrarse frente al ordenador, disputa al viejo Montero. Porque el alcance de una partida de ajedrez es sólo la misma partida de ajedrez.

Et pourtant… ¿No podríamos darle la vuelta a esas impresiones? La pasión literaria de Álvaro (etc.) se presenta inicialmente con palpable simpatía, pero pronto va desenmascarándonoslo como a un insensato dispuesto a llevar hasta el crimen a sus «modelos reales» («Voluntaria o involuntariamente, arrastrado por su fanatismo creador o por su mera inconsciencia», «él era el verdadero culpable de la muerte del viejo Montero») simplemente para terminar un libro. [2] El desarrollo de los hechos ¿prueba o impugna la omnipotencia que Álvaro atribuye a la literatura? ¿Los personajes se le rebelan o, en última instancia, repito, la rebelión está de veras en el libreto? Nos consta que Álvaro es menos un personaje que un exemplum, la idolatría por la literatura, pero es además una caricatura del novelista decimonónico? El ideal realista ¿está negado por la práctica metaliteraria? ¿Quién descubre, construye, da sentido a quién, la narración a la realidad o viceversa?

Javier Cercas (dejémonos de pamplinas: no «Álvaro», ni «Álvaro (etc.)», sino Javier Cercas; en el peor de los casos, siempre nos queda el escape de justificarlo como una alegoría de Álvaro), Javier Cercas, digo, se cura en salud alegando al final que Álvaro «comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación». La verdad es que juega con todas las cartas y no sabe a cuál quedarse. Los ardides de tahúr con que las maneja en El móvil revelan un aplomo admirable. Pero barrunto que acabará sacándole mejor partido a la incapacidad de decidir entre la vida y la literatura.


Francisco Rico

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