CAPÍTULO QUINTO

En Louisville, Siegmund Kluver se siente aún como un muchachito. No puede persuadirse a sí mismo de lo fundamentado de su trabajo en los niveles superiores. Se ve allí como un extraño. Un intruso sin el menor derecho. Cuando sube a la ciudad de los dueños de la monurb nota una extraña timidez pueril que debe esforzarse en disimular. Siente constantemente el deseo de mirar nerviosamente por encima de su hombro. Espera tropezar con la patrulla que va a interceptarlo, enormes siluetas en posición de firmes bloqueando el corredor. ¿Qué estás haciendo tú aquí, hijo? Tendrías de saber que está prohibido pasear por estas plantas. Louisville es para los administradores, ¿acaso no lo sabes? Y Siegmund balbuceará sus excusas, mientras enrojece. Y correrá hacia el descensor.

Intenta mantener oculto su irrazonable sentimiento de vergüenza. Sabe que no encaja con la imagen que de él se hacen todos los demás. Siegmud el impasible. Siegmund el predestinado. Siegmund el obviamente abocado desde pequeño a entrar en la clase dirigente. Siegmund el conquistador fanfarrón, abriéndose camino imperturbablemente a través de las más hermosas mujeres que la Monada Urbana 116 le puede ofrecer.

Si tan sólo supieran. Tras todo esto se esconde un vulnerable chiquillo. Frágil, inseguro Siegmund. Inquieto por el hecho de que su ascensión sea tan rápida. Pidiéndose perdón a sí mismo por su éxito. Siegmund el humilde, Siegmund el inseguro.

¿O esto es también tan sólo una imagen? A veces piensa que este recóndito Siegmund, este secreto Siegmund, es otra fachada que él mismo ha erigido para seguir amándose a sí mismo, y que bajo esta apariencia subterránea de timidez, en algún lugar más allá de su percepción de sí mismo, se halla agazapado el auténtico Siegmund, tan despiadado y orgulloso y ambicioso como el Siegmund que todo el mundo puede ver. Últimamente está subiendo a Louisville casi todos los días. Es llamado a consulta. Algunos de los hombres más elevados le han hecho su predilecto: Lewis Holston, Nissim Shawke, Kipling Freehouse, hombres situados en los más altos niveles de autoridad. Sabe que le están explotando, descargando en él las más ingratas y tediosas tareas que no quieren realizar por sí mismos. Aprovechándose de su ambición. Siegmund, prepara un informe sobre los esquemas de movilidad de las clases obreras. Siegmund, traza una tabulación del equilibrio de adrenalina en las ciudades intermedias. Siegmund, ¿cuál es la media de la regeneración de desechos de este mes? Siegmund, Siegmund. Siegmund. Pero él también les explota a ellos. Se está haciendo rápidamente indispensable, dejando que tomen la costumbre de usarlo siempre que tengan que pensar. En uno o dos años más, sin ninguna duda, va a ser llamado a la cima. Quizá pueda trepar desde Shanghai hasta Toledo o París; o lo que es también probable, le llamen directamente a Louisville en las próximas vacaciones. ¡Louisville antes de los veinte años! ¿Alguien antes ha conseguido nunca algo así?

Quizá, por aquel entonces, se sienta cómodo entre los miembros de la clase dirigente.

Puede ver que en su fuero interno se están riendo de él, lo nota en el brillo de sus ojos. Ellos, que han llegado a la cima desde hace tantos años, que han olvidado que existen otros que están luchando por abrirse camino. Para ellos, sabe Siegmund, debe parecer cómico… un concienzudo y voluntarioso pequeño arribista, con las entrañas ardiendo por el ansia de llegar. Le toleran porque es capaz… más capaz, quizá, que muchos de ellos. Pero no le respetan. Piensan que es un idiota aspirando hasta tal punto algo de lo que ellos no han tenido aún tiempo de cansarse.

Nissim Shawke, por ejemplo. Posiblemente uno de los dos o tres hombres más importantes de la monurb. (¿Quién es el más importante? Ni siquiera Siegmund lo sabe. En aquel nivel tan elevado, el poder se convierte en una nebulosa abstracción; en un cierto sentido, todo el mundo en Louisville tiene autoridad absoluta sobre todo el edificio, mientras que desde otro ángulo nadie la tiene). Shawke tendrá unos sesenta años, supone Siegmund. Aunque se le ve mucho más joven. Un hombre delgado, atlético, de piel olivácea, fríos ojos, físico poderoso. Despierto, prudente, un hombre de una gran y elástica fuerza. Crea la ilusión de un enorme potencial dinámico. Una fecunda reserva de potencial. Y, sin embargo, por lo que Siegmund puede ver, no hace absolutamente nada. Pasa todos los asuntos gubernamentales a sus subordinados; se desliza a través de sus oficinas en la cúspide de la monurb como si los problemas del edificio fueran meros fantasmas. ¿Y por qué habría de luchar con ellos? Está en la cima. Ha engañado a todo el mundo, a todos excepto quizá a Siegmund. Shawke no necesita hacer, sino tan sólo estar. Ahora deja transcurrir el tiempo y disfruta del confort de su posición. Algo parecido a un príncipe del Renacimiento. Una palabra de Nissim Shawke es suficiente para enviar a cualquiera a las tolvas. Un simple memorándum suyo puede alterar algunos de los más fundamentales aspectos políticos de la monurb. Y, sin embargo, no da origen a ningún problema, no plantea proposiciones, desvía todos los problemas. Tener tanto poder y negarse a ejercitarlo se le aparece a Siegmund como estar jugando con la propia idea del poder. La pasividad de Shawke trae implícito consigo el desdén hacia los méritos de Siegmund. Su sardónica sonrisa se burla de toda ambición. Niega que sea un mérito servir a la sociedad. Estoy aquí, dice Shawke con cada gesto, y esto es bastante para mí; dejad que la monurb se ocupe de sí misma; cualquiera que asuma voluntariamente esta carga es un idiota. Siegmund, que sueña con gobernar, siente que Shawke sumerge su alma en la duda. ¿Y si Shawke tuviera razón? ¿Y si al llegar yo a su lugar dentro de quince años descubriera que nada tiene sentido? Pero no. Shawke está enfermo, eso es todo. Su alma está vacía. La vida debe tener una finalidad, y servir a la comunidad cumple con esta finalidad. Yo estoy cualificado para gobernar a mis semejantes, sería traicionar a la humanidad y traicionarme a mí mismo si rehusara cumplir con mi deber. Nissim Shawke está equivocado. Siento piedad por él.

¿Pero por qué me encojo cuando él me mira directamente a los ojos?


Y por otro lado está la hija de Shawke, Rhea. Vive en Toledo, en la planta 900, y está casada con el hijo de Kipling Freehouse, Paolo. Hay un gran número de matrimonios entre las familias de Louisville. Los hijos de los administradores no viven generalmente en el propio Louisville; Louisville está reservada tan sólo para los actuales gobernantes. Sus hijos, a menos que consigan situarse en el rango de los administradores, viven generalmente en París y Toledo, las dos ciudades inmediatamente inferiores a Louisville. Allí forman un enclave privilegiado, la antesala de la grandeza. Siegmund realiza muchas rondas nocturnas en París y Toledo. Y Rhea Shawke Freehouse es una de sus favoritas.

Es diez años mayor que Siegmund. Tiene las nerviosas y proporcionadas formas de su padre: un cuerpo delgado, ligeramente masculino, con senos pequeños, duras posaderas y alargados y sólidos músculos. Una tez oscura: ojos que brillan con una diversión no compartida; una elegante nariz afilada. Tiene tan sólo tres hijos. Siegmund se pregunta por qué su familia es tan pequeña. Es una mujer despierta, inteligente, bien informada. Es con mucho lo más bixesual que conoce Siegmund; se muestra con él apasionada como una tigresa, pero también le ha dicho el placer que experimenta haciendo el amor con otra mujer. Entre sus conquistas se halla la mujer de Siegmund, Mamelón, que, piensa, es en muchos aspectos la versión en más joven de Rhea. Quizá sea la combinación de todas esas cosas lo que hace a Rhea tan atractiva: combina de tal modo lo más interesante de Mamelón con lo más interesante de Nissim Shawke.

Siegmund es sexualmente precoz. Realizó sus primeras experiencias eróticas a los siete años, dos años antes de lo normal en la monurb. Cuando tenía nueve años estaba familiarizado con toda la mecánica del erotismo, y obtenía siempre las mejores calificaciones en la clase de relaciones físicas hasta el punto que fue autorizado a pasar al grupo de los once años. La pubertad le llegó a los diez años; a los doce se casó con Mamelón, que tenía un año más que él; poco después ella quedaba encinta y los Kluver abandonaban el dormitorio de Chicago para instalarse en un apartamento privado en Shanghai. Hasta entonces había visto el sexo como algo exclusivamente agradable en sí, pero últimamente se ha dado cuenta de que es también un medio de formación del carácter.

Es un asiduo rondador nocturno. Las mujeres jóvenes le aburren; prefiere a las que han rebasado los veinte, como Principessa Mattern y Micaela Quevedo de Shanghai. O Rhea Freehouse. Las mujeres de su experiencia suelen ser mejores en el lecho que las más adolescentes, por supuesto. Aunque esto no es lo principal para él. Un cuerpo no es mejor que otro cuerpo, y este tipo de persecución ha dejado de ser con mucho lo más importante para él; Mamelón puede darle todo el placer físico que necesita. Pero se da cuenta de que todas esas mujeres mayores que él le enseñan grandes cosas acerca del mundo en cada una de sus experiencias y de una forma implícita. De ellas extrae sutiles penetraciones acerca de la dinámica de la vida adulta, las crisis, conflictos, retribuciones, profundidad del carácter. Le gusta aprender. Está convencido de que su propia madurez es resultado de sus constantes relaciones sexuales con mujeres de la anterior generación.

Mamelón le dice que todo el mundo cree que sus rondas nocturnas tienen por objetivo Louisville. De hecho no es así. Nunca se ha atrevido a ello. Hay allá arriba mujeres que le tientan, mujeres de treinta y cuarenta años, algunas un poco más jóvenes, como la segunda esposa de Nissim Shawke, que tiene casi la misma edad que Rhea. Pero esta confianza en sí mismo que asombra a todos y que le reprochan y envidian desaparece apenas piensa en tomar a alguna de las esposas de los administradores. Considera ya bastante osadía aventurarse por encima de Shanghai, hacia las mujeres de Toledo o París. ¿Pero Louisville? Deslizarse en el lecho con la esposa de Shawke, y que entonces llegue el propio Shawke, sonriente, frío, y le salude, y le ofrezca un bol de excitante… Hola, Siegmund, ¿estás a gusto? No. Quizá dentro de cinco años, cuando él también viva en Louisville. Pero no ahora. De momento se contenta con Rhea Shawke Freehouse y algunas otras de su talla. No está mal para empezar.

En el elegante despacho de Nissim Shawke. Es el lugar más amplio de Louisville. Shawke no tiene escritorio; lleva sus asuntos, a su manera, desde una especie de hamaca antigravitatoria situada cerca del inmenso ventanal acristalado. Es media mañana. El sol está alto. Desde aquel lugar uno domina una impresionante vista de las vecinas monurbs. Siegmund, que ha recibido hace cinco minutos una citación de Shawke, entra. Desasosegado, sostiene la fría mirada de Shawke. Intentando no parecer demasiado humilde, demasiado obsequioso, demasiado a la defensiva, demasiado hostil.

—Acércate —ordena Shawke. Jugando su eterno juego. Siegmund cruza la inmensa estancia. Debe permanecer virtualmente nariz contra nariz con Shawke. Un remedio de intimidad; en lugar de obligar a Siegmund a mantenerse a distancia, como hace normalmente con sus subordinados, le obliga a estar tan cerca que le es imposible a Siegmund fijar sus ojos en los de Shawke. La imagen oscila; fijarla resulta doloroso. Es imposible enfocar la mirada, y los rasgos del viejo parecen distorsionados. Con una voz casual, apenas audible, Shawke dice—: ¿Quieres ocuparte de esto? —y le lanza a Siegmund un cubo de mensajes. Es, explica Shawke, una petición del consejo cívico de Chicago solicitando una liberalización de las restricciones en el coeficiente de sexos en la monurb—. Quieren mayor libertad para poder elegir el sexo de sus hijos —dice Shawke—. Pretenden que las actuales reglas violan innecesariamente las libertades individuales y son generalmente blasfemas. Puedes pasarlo luego para conocer los detalles. ¿Qué piensas de ello, Siegmund?

Siegmund repasa mentalmente la información teórica que posee en su cerebro sobre los coeficientes de sexos. No hay mucha cosa. Tendrá que hacer trabajar la intuición. ¿Qué tipo de consejo desea oír Shawke? Normalmente deseará que le confirme el dejar las cosas tal como están ahora. De acuerdo. Ahora, ¿cómo justificar las reglas de coeficiente de sexos, sin parecer intelectualmente pobre? Siegmund improvisa rápidamente. Una de sus mayores cualidades es penetrar fácilmente en la lógica de la administración.

—Mi primer impulso —dice— es responder: deniegue la petición.

—Muy bien. ¿Por qué?

—La dinámica básica sobre la que reposa una monada urbana requiere estabilidad y predecibilidad, y la negación de todo riesgo. Una monurb no puede expandirse físicamente, y nuestras posibilidades de ubicar los excedentes de población son flexibles pero limitadas. Así que necesitamos programar cuidadosamente nuestro crecimiento de forma imperativa.

Shawke le observa con una gélida mirada y dice:

—Por si no te das cuenta de la obscenidad, permíteme decirte que hablas exactamente como un propagandista de la limitación de nacimientos.

—¡No! —exclama Siegmund—. ¡Dios bendiga, no! \Por supuesto que se necesita una fertilidad universal! —Shawke se está riendo silenciosamente de él. Aguijoneándole, provocándole. Su vena sádica es su mayor diversión en la vida—. Lo que quería decir —prosigue tenazmente— es que en el interior de una sociedad como la nuestra, que anima la reproducción ilimitada, hay que imponer algunos controles y balances para prevenir los procesos disruptivos de desequilibrio. Si dejamos a la gente la posibilidad de elegir el sexo de sus propios hijos, es posible que en una generación lleguemos a un 65 por ciento de machos y a un 35 por ciento de hembras. O viceversa, dependiendo de los gustos y modas del momento. Si esto ocurriera, ¿qué hacer con los que no consigan emparejarse? ¿Qué hacer con el excedente? Digamos, por ejemplo, 15.000 hombres de la misma edad, sin compañeras disponibles. Esto provocaría no sólo extraordinariamente blasfemas tensiones sociales —¡imagine una epidemia de violaciones!— sino que esos hombres desemparejados serían una terrible pérdida para nuestro fondo genético. Se establecería de nuevo un insalubre criterio competitivo. Y antiguas costumbres como la prostitución deberían ser reavivadas para subvenir a las necesidades sexuales de los no emparejados. Las consecuencias obvias de un coeficiente de sexos no equilibrados a lo largo de una generación serían tan terribles que…

—Evidentemente —corta Shawke, sin intentar ocultar su fastidio. Pero Siegmund, cuando se lanza a la exposición de una teoría, no puede ser detenido tan fácilmente.—La libertad de elegir el sexo de los hijos de uno sería algo tan terrible como el control absoluto del proceso. En los tiempos medievales el equilibrio estaba regulado por el azar biológico, y tendía naturalmente a gravitar en un 50—50 aproximado, pudiendo ser regulado a través de factores especiales como la guerra o las emigraciones, que por supuesto son cosas que no nos conciernen. Pero ahora que podemos controlar nuestro porcentaje de sexos, debemos cuidar de no dar a los ciudadanos los medios de crear un desequilibrio peligroso. No podemos correr el riesgo de que en un mismo año toda una ciudad opte por tener niñas, por ejemplo… y se conocen casos de preferencias en las masas aún más extrañas. Podemos tolerar por compasión, a una pareja en particular, que solicite y reciba el permiso de engendrar, por ejemplo, una hija en la próxima ocasión, pero estas peticiones deberán ser compensadas en la ciudad en cuestión a fin de conservar el deseado equilibrio de 50—50, incluso si esto causa tristeza o inconvenientes a algunos otros ciudadanos. En consecuencia, recomiendo que se prosiga nuestra actual política de suave control sobre los coeficientes de sexos, manteniendo los parámetros establecidos por libre elección, pero conservando en la mente la premisa de que el bien de la monurb como un conjunto debe ser…

—Dios bendiga, Siegmund, ya basta.

—¿Señor?

—Ya me has dado tu punto de vista. Una y otra vez. No te he pedido una disertación, tan sólo una opinión.

Siegmund se siente herido. Retrocede, incapaz de sostener la pétrea, desdeñosa mirada de Shawke que le taladra.

—Sí, señor —murmura—. ¿Qué debo hacer entonces con este cubo?

—Prepara una respuesta para ser remitida con mi nombre. Repitiendo básicamente lo que me has dicho, aunque embelleciéndolo un poco, adornándolo con algo de autoridad académica. Ponte en contacto con un sociocomputador y dile que te proporcione una docena de razones impresionantes que demuestren que la libre elección de sexos nos llevaría probablemente a un rápido desequilibrio. Ponte en contacto también con algún historiador y pídele ejemplos de lo que le ocurrió a la sociedad la última vez que fue autorizada la libre elección de sexos. Envuélvelo todo con una llamada a su lealtad y a su sentido comunitario. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Y diles, con palabras suaves, que su petición es denegada.

—Les diré que ha sido transmitida al alto consejo para posterior estudio.—Exactamente —dice Shawke—. ¿Cuánto tiempo necesitaras para tenerlo todo a punto?

—Calculo que puedo terminarlo mañana por la tarde.

—Tómate tres días. No te apresures —Shawke hace un gesto de despido. Cuando Siegmund sale, Shawke sonríe cruelmente y dice—: Rhea te transmite todo su amor.

—No comprendo por qué me trata de esta forma —dice Siegmund, intentando ocultar el temblor de su voz—. ¿Es así con todo el mundo?

Está tendido al lado de Rhea Freehouse. Ambos están desnudos; esta noche aún no han hecho el amor. Sobre ellos, unos diseños luminosos giran y se retuercen. Es la última escultura de Rhea, adquirida aquel mismo día a un artista de San Francisco.

—Padre te tiene en gran estima —dice ella.

—Lo demuestra de un modo muy extraño. Jugando conmigo, riéndose en mis narices. Debo parecerle muy divertido.

—Son imaginaciones tuyas, Siegmund.

—No. De veras que no. Bueno, supongo que no puedo culparlo. Debo parecerle más bien ridículo, tomándome tan en serio los problemas de la vida monurbana, aburriéndole con mis largas disquisiciones teóricas. Esas cosas no le interesan en absoluto, y no puedo esperar que un hombre se dedique tan de lleno a su tarea a los sesenta años como a los treinta, pero su actitud me hace sentir a veces como un idiota. Como si fuera algo tan intrínsecamente estúpido el querer introducirse en las responsabilidades administrativas.

—Nunca me había dado cuenta de que pensaras tan mezquinamente de él —dice Rhea.

—Tan sólo porque se niega a utilizar sus enormes recursos. Podría ser un gran dirigente. Y, sin embargo, se limita a sentarse allí arriba y a reírse de todo.

Rhea se gira hacia él. Su expresión es grave.

—Estás juzgándole mal, Siegmund. Está tan interesado en el bien público como tú. Te sientes tan chocado por su modo de actuar que no te das cuenta del dedicado administrador que es.

—¿Puedes darme un solo ejemplo de…?

—Muy frecuentemente —prosigue ella— proyectamos hacia los demás nuestras propias secretas y reprimidas actitudes. Si nosotros pensamos en lo más profundo que algo es trivial o inútil, acusamos indignadamente a los demás de pensar igual que nosotros. Si dudamos interiormente de nuestra dedicación y nuestra abnegación, nos lamentamos de la inacción de los demás. Podría suceder que tu apasionado interés en los asuntos administrativos, Siegmund, fuera resultado más bien de tu deseo de subir más y más arriba que de una auténtica preocupación humanitaria, y que te sientas tan culpable por tus inmensas ambiciones que creas que los demás piensan de ti lo mismo que piensas tú mismo…

—¡Espera! ¡Niego absolutamente…!

—Aguarda un instante, Siegmund. No estoy intentando echarte por los suelos. Estoy tan sólo ofreciéndote algunas posibles explicaciones a tus problemas en Louisville. Si quieres que me calle…

—No, prosigue.

—Voy a decirte una cosa más, y puedes odiarme por hacerlo, si quieres. Eres terriblemente joven, Siegmund, para estar donde estás. Todo el mundo conoce tus tremendas capacidades, y sabe que mereces el inmediato ascenso a Louisville, pero tú mismo eres quien está incómodo con tu rápida promoción. Intentas ocultarlo, pero no puedes ocultármelo a mí. Tienes miedo de que la gente tome a mal tu escalada… incluso piensas que algunos de los que están por encima tuyo pueden tomarlo también a mal. Pero tú eres tímido. Eres extrasensitivo. Lees toda clase de cosas terribles en las más inocentes expresiones de la gente. Si yo fuera tú, Siegmund, me relajaría e intentaría divertirme un poco más. No te preocupes de lo que piensa la gente, o crees que piensa, acerca de ti. No te obceques con tu carrera…; vas directo a la cúspide, no te preocupes, puedes permitirte el lujo de relajarte y olvidar de tanto en tanto la teoría de la administración urbana. Intenta ser más frío. Menos preocupado por las cosas, menos obviamente dedicado a tu carrera. Ten amigos entre la gente de tu misma edad… valora la gente por su propio valor y no por lo que te puedan ayudar. Empápate en la naturaleza humana, intenta convertirte tú mismo en más humano. Ve por todo el edificio; haz algunas rondas nocturnas por Varsovia o Praga, por ejemplo. Es algo irregular, pero no ilegal, y con ello ganarás algo de humanidad. Observa cómo vive la gente sencilla. ¿Comprendes lo que intento decirte?

Siegmund permanece silencioso.

—Algo —dice finalmente—. Más que algo.

—Estupendo.

—Estoy empezando a comprender. Nunca antes me habían hablado así.

—¿Estás enfadado conmigo?

—No. Por supuesto que no.

Rhea acaricia con la yema de sus dedos la línea de la mandíbula de Siegmund.—Ahora me tomarás, ¿eh? Cuando te tengo haciéndome compañía en mi plataforma no tengo ganas de hacer de ingeniero moral.

La mente de Siegmund está llena de las palabras de ella. Se siente humillado pero no ofendido, porque gran parte de lo que ella ha dicho es verdad. Hundido en su auto análisis, se gira mecánicamente hacia ella, la acaricia, ocupa su lugar. Pero se halla tan preocupado por las revelaciones que ha escuchado acerca de su propio carácter que ni siquiera se da cuenta de lo que hace. Finalmente es ella quien le hace darse cuenta del blando fracaso de su virilidad.

—¿No estás interesado esta noche? —dice.

—Cansado —miente él—. Tantas mujeres y tan poco sueño hacen que a la larga Siegmund se convierta en un ineficaz tomador.

Rhea se echa a reír. Apoya sus labios contra los de él, y es el toque mágico; era la falta de atención, y no la fatiga, la que le mantenía en baja forma, y el estímulo de su cálida boca es como un toque de atención que le alerta de pies a cabeza.


De nuevo en casa, no mucho después de medianoche. Hay dos siluetas en su plataforma de descanso. Mamelón está con un rondador nocturno. No es nada sorprendente; Siegmund sabe que su esposa es una de las mujeres más deseadas de la monurb. Y por buenas razones. De pie en la puerta, observa los movimientos de los dos cuerpos bajo la sábana. Mamelón emite algún que otro sonido apasionado, pero a Siegmund le suenan falsos y forzados, como si estuviera halagando cortésmente a un compañero incompetente. El hombre gruñe roncamente en su frenesí final. Siegmund experimenta un vago resentimiento. Si tomas a mi esposa, hombre, lo menos que puedes hacer es proporcionarle un rato decente. Se desviste y se lava, y cuando sale de debajo del chorro ultrasónico la pareja de la plataforma yace inmóvil, terminado su trabajo. El hombre jadea. Mamelón permanece fría y tranquila, confirmando la sospecha de Siegmund de que estaba fingiendo. Educadamente, Siegmund carraspea. El visitante de Mamelón se levanta, parpadeando, alarmado, con el rostro enrojecido. Es Jasón Quevedo, el pequeño e inofensivo historiador, el esposo de Micaela. Siegmund no acaba de comprender el interés que parece demostrar por Mamelón. Tampoco comprende cómo Quevedo resiste la vida en común con una mujer tan tempestuosa como Micaela. De todos modos, este no es su problema. La visión de Quevedo le recuerda que tiene que visitar a Micaela uno de estos días. Y también que tiene trabajo para Jasón.—Hola, Siegmund —dice Jasón, sin atreverse a mirarle de frente. Sale de la plataforma y empieza a recoger sus esparcidas ropas. Mamelón guiña un ojo a su esposo. Siegmund le envía un beso con la punta de los dedos.

—Antes de que te vayas, Jasón —dice—. Iba a llamarte mañana, pero ya que estás aquí. Tengo un proyecto para ti. Un estudio histórico.

Quevedo se muestra ansioso por abandonar el apartamento de los Kluver.

—Nissim Shawke —continúa Siegmund— está preparando una respuesta a una petición de Chicago relativa a una posible supresión de las regulaciones del coeficiente de sexos. Me ha pedido que le proporcione algunos razonamientos acerca de lo que ocurría cuando no existía determinación, cuando la gente podía elegir libremente el sexo de sus hijos sin preocuparse de lo que hacían los demás. Puesto que tu especialidad es el siglo XX, había pensado que tal vez podrías…

—Sí, por supuesto. Llámame mañana, a primera hora, —Quevedo se dirige precipitadamente hacia la puerta, ansioso por irse.

—Necesito una documentación bastante detallada comprendiendo: primero, el período medieval de regulación de nacimientos, cuando la distribución de los sexos se producía al azar, y a continuación el primer período de control. Mientras tú te ocupas de eso, yo hablaré con Mattern; supongo que podrá proporcionarme algunas sociocomputaciones acerca de las implicaciones políticas de…

—¡Ya es muy tarde, Siegmund! —se queja Mamelón—. Jasón ha dicho que hablará contigo de todo eso mañana por la mañana. —Quevedo asiente con la cabeza. No se atreve a irse mientras Siegmund está hablando, pero obviamente lo está deseando. Siegmund se da cuenta de que vuelve a estar demasiado tenso, queriendo hacerlo todo muy rápidamente. Cambia de imagen, cambia de imagen; el trabajo puede esperar.

—De acuerdo —dice—. Dios bendiga, Jasón, te llamaré mañana. —Agradecido, Quevedo sale a escape, y Siegmund se tiende al lado de su esposa.

—¿No has visto cómo estaba deseando echar a correr? —dice ella—. Es tan terriblemente tímido.

—Pobre Jasón —dice Siegmund, acariciando suavemente a Mamelón.

—¿Dónde has estado esta noche?

—Rhea.

—¿Interesante?

—Mucho. Aunque de un modo inesperado. Me ha estado diciendo que soy demasiado serio, que necesito relajarme un poco.

—Es inteligente —dice Mamelón—. ¿Estás de acuerdo con ella?

—Supongo que sí —él disminuye la intensidad de las luces—. Mezclar la frivolidad con la frivolidad, éste es el secreto. Tomar mi trabajo como algo casual. Voy a intentarlo. Voy a intentarlo. Pero no puedo impedir el tomarme las cosas excesivamente en serio. Esta petición de Chicago, por ejemplo. ¡Por supuesto que no podemos autorizar una libre elección del sexo de los hijos! Las consecuencias serían…

—Siegmund —ella toma su mano y la coloca sobre su cuerpo—. No tengo el menor interés en oír eso ahora. Te necesito. Espero que Rhea no te haya agotado mucho. Porque realmente Jasón no ha sido muy bueno esta noche.

—Espero que me quede aún algo de vigor. —Sí. Puede hacer aún un buen papel. Besa a Mamelón y se desliza en ella—. Te quiero —susurra. Mi esposa. La única verdadera. Debo recordar hablar con Mattern por la mañana. Y con Quevedo. Dejar el informe en el escritorio de Shawke por la tarde, diga él lo que diga. Si tan sólo Shawke tuviera un escritorio. Estadísticas, referencias, notas marginales. Siegmund visualiza todos los detalles, mientras se agita sobre Mamelón.


Siegmund asciende hasta la planta 975. La mayor parte de los administradores clave tienen allí sus oficinas: Shawke, Freehouse, Holston, Donnelly, Stevis. Siegmund lleva consigo el cubo de Chicago y el borrador de la respuesta de Shawke, lleno de acotaciones y datos suministrados por Charles Mattern y Jasón Quevedo. Hace una pausa en el vestíbulo. Es todo tan tranquilo allí, todo tan opulento; sin niños tropezando contigo, sin oleadas de apresuradas multitudes. Algún día todo esto será mío. Tiene la visión de una suntuosa suite en uno de los niveles residenciales de Louisville, tres o cuatro habitaciones, Mamelón reinando como una emperatriz sobre todo ello; Kipling Freehouse y Monroe Stevis viniendo con sus esposas para cenar; un ocasional visitante de asombrados ojos subiendo de Chicago o Shanghai, un viejo amigo; poder y confort, responsabilidad y lujo. Sí.

—¿Siegmund? —suena la voz de un altavoz oculto—. Ven. Estamos con Kipling. —Es la voz de Shawke. Ha sido detectado por los identificadores. Instantáneamente recompone su rostro, sabiendo que estaba ofreciendo una imagen vacua y soñadora. De nuevo es todo eficiencia. Irritado consigo mismo por haber olvidado que podía estar siendo observado, gira a la izquierda y se presenta ante el despacho de Kipling Freehouse. La puerta se abre silenciosamente.

Una gran estancia curvada flanqueada por enormes ventanales. La deslumbrante fachada de la Monurb 117 destaca al otro lado de los cristales, estrechándose elegantemente hasta el área de aterrizaje de su cúspide. Siegmund se siente impresionado por el gran número de gente importante que hay reunida allí. Todos aquellos poderosos rostros le fascinan. Kipling Freehouse, el jefe del secretariado de proyección de datos, un hombre grueso y mofletudo de espesas cejas. Nissim Shawke. El afable, gélido Lewis Holston, vestido como siempre con un elegante traje incandescente. El pequeño e irónico Monroe Stevis. Donnelly. Kinsella. Vaughan. La flor y nata de la grandeza. Todos los que cuentan en la monurb están allí, salvo alguna rara excepción; un neuro con una psibomba, deslizándose en aquella habitación, podría aniquilar a todo el gobierno de la monurb. ¿Qué terrible crisis ha podido reunirlos allí? Invadido por un reverente temor, Siegmund apenas puede dar un paso adelante. Un querubín entre arcángeles. Penetrando en el tabernáculo donde se fabrica la historia. Quizá, si le han hecho venir, es porque desean, antes de tomar ninguna decisión, obtener la aprobación de un representante de la futura generación de dirigentes. Siegmund se siente seducido por su propia interpretación de los hechos. Voy a participar en ello. Sea lo que sea. Su propia importancia se dilata y el aura que rodea a los demás disminuye, y avanza en una especie de jactancioso balanceo hacia ellos. Entonces se da cuenta de que hay también otras personas presentes que evidentemente se hallan fuera de lugar en una reunión política de alto nivel. ¿Rhea Freehouse? ¿Paolo, su indolente marido? Y esas chicas, de no más de quince o dieciséis años, vestidas con suaves gasas o completamente desnudas: concubinas de los grandes, sirvientas. Todos saben que los administradores de Louisville se permiten chicas extra. ¿Pero aquí? ¿Ahora? ¿Riéndose en el momento en que se crea historia? Nissim Shawke saluda a Siegmund sin levantarse y dice:

—Únete a la fiesta. Di qué quieres, seguro que lo tenemos. Excitantes, borra penas, expansivos, multiplexers, cualquier cosa.

¿Fiesta? ¿Una fiesta?

—Traigo el informe sobre el coeficiente de sexos. Los datos históricos… el sociocomputador…

—Oh, deja eso, Siegmund. Diviértete un poco.

¿Divertirse?

Rhea acude a su lado. Titubeando, tropezando, evidentemente en pleno viaje. Pese a lo cual su inteligencia fluye a través de sus vidriados ojos.

—Has olvidado lo que te dije —susurra—. Relájate, Siegmund. —Le da un beso en la punta de la nariz. Le quita el informe y lo deja en el escritorio de Freehouse. Acaricia su rostro con las manos; sus dedos están húmedos. No me sorprendería que me dejara sus huellas en las mejillas. Vino. Sangre. Cualquier cosa—. Hoy es el Feliz Día de la Realización Somática —dice Rhea—. Estamos celebrándolo. Puedes tomarme, si quieres, o a cualquiera de las otras chicas, o a quien desees —se ríe tontamente—. Sólo tienes que elegir.

—He venido porque tenía que traerle un importante documento a tu padre y…

—Oh, métetelo donde te quepa —dice Rhea, y se gira dándole la espalda, sin ocultar su disgusto.

El Día de la Realización Somática. Lo había olvidado. El festival empezará dentro de pocas horas; debería estar con Mamelón. Pero está aquí. ¿Debe irse? Todos están mirándole. Un lugar donde ocultarse. Hundirse en la ondulante moqueta psicosensitiva. No estropearles la diversión. Su mente está llena del trabajo de esa misma mañana. Hay que hacer notar que la determinación del sexo de los niños aún no nacidos dejada al azar, o más exactamente al factor biológico, da lugar a una estadísticamente predecible distribución relativamente simétrica de nacimientos. El cambio de este factor de azar introduce un peligro. La experiencia ensayada en la antigua ciudad de Tokio, entre 1987 y 1996, probó que la incidencia de nacimientos de hembras descendía de una forma alarmante. Los riesgos no pueden ser equilibrados más que con una intervención directa. En consecuencia, se recomienda lo siguiente. La fiesta, se da cuenta observándola más atentamente, es esencialmente una orgía. Ha participado antes en otras orgías, pero no con gentes de este nivel. El humo de los porros traza volutas. La desnudez de Monroe Stevis. La confusa masa de carnosas chicas.

—¡Ven! —le grita Kipling Freehouse—. ¡Diviértete, Siegmund! ¡Elige una chica, cualquier chica!

Se oyen risas. Una chica de aire sensual coloca una cápsula en su mano. Se estremece de tal modo que la deja caer. Otra chica la recoge rápidamente y la engulle. Está llegando más gente. El digno y elegante Lewis Holston tiene a una chica en cada rodilla. Y a otra arrodillada ante él. —¿No quieres nada, Siegmund? —pregunta Nissim Shawke—. ¿Realmente nada? Pobre Siegmund. Si has de venir a vivir a Louisville, necesitas saber más cómo divertirse que cómo trabajar. Están juzgándolo. Probando su compatibilidad: ¿Es apto para vivir con la élite, o debe ser relegado al rango de los siervos, la burocracia intermedia? Siegmund se ve a sí mismo degradado a Roma. Sus ambiciones derrumbadas. Si el criterio de admisión es aceptar el juego, entonces jugará. Sonríe.

—Tomaré un poco de excitante —dice. Se contentará con lo que sabe que puede resistir bien.

—¡Excitante, aprisa!

Hace un esfuerzo. Una ninfa de cabellos dorados le ofrece el bol de excitante; da un sorbo, pellizca a la chica, da otro sorbo. El burbujeante fluido picotea su garganta. Da un tercer sorbo. Trágalo hasta el fondo, ¡no eres tú quien paga! Le aplauden. Rhea asiente su aprobación. Las diversiones de los dueños. Ahora debe haber allí al menos cincuenta personas. Una palmada en su hombro. Kipling Freehouse. Sonriente, explosivamente cordial.

—¡Eres estupendo, muchacho! Estábamos inquietos acerca de ti, ¿sabes? Tan serio, tan dedicado. No son malas virtudes, claro, pero también hay otras, ¿me sigues? Un espíritu alegre, por ejemplo. ¿Eh? ¿Eh?

—Sí, señor. Entiendo lo que quiere decir, señor.

Siegmund se sumerge en el grupo. Olor a mujer. Una fuente de sensaciones. Alguien mete algo en su boca. Traga, y unos instantes más tarde siente que la base de su cerebro estalla. Ríe. se siente besado. Echado contra la moqueta por su asaltante. Palpa y nota unos senos pequeños y duros. ¿Rhea? Sí. La música inundándolo todo desde arriba. En medio de la confusión, se descubre a sí mismo compartiendo una chica con Nissim Shawke. Éste le dedica un guiño, pero sus ojos siguen siendo fríos. Shawke está controlando su capacidad para el placer. Todos le están controlando, analizando si es lo suficientemente decadente como para merecer la promoción de acceder a su nivel. ¡Libérate! ¡Libérate de todo!

Con una desesperada urgencia, se integra en la algarada. Depende mucho de ello. Debajo de él yacen 974 plantas de la monurb, y si quiere permanecer allí debe saber cómo tiene que jugar. Se siente desilusionado de que los administradores sean así. Tan simples, tan vulgares, el fácil hedonismo de la clase dirigente. Parecen duques florentinos, nobles parisinos, Borgias, ebrios boyardos. Incapaz de aceptar esta imagen de dios, Siegmund se construye una fantasía: han organizado su orgía con el único fin de probar su carácter, de determinar si es tan sólo un aburrido burócrata servil o si tiene realmente la amplitud de mente que necesitan los hombres de Louisville. Qué locura pensar que iban a desperdiciar su precioso tiempo comiendo, bebiendo y tomando así; pero son flexibles, pueden disfrutar de la vida, enfrentan con igual placer el trabajo y la diversión. Y si él quiere vivir entre ellos, debe demostrar idéntica madurez. Lo hará. Lo hará.

Su embotado cerebro gira bajo la acción de conflictivos mensajes químicos.

—¡Cantemos! —grita desesperadamente—. ¡Cantemos todos! —y empieza:

Si vienes a mí en la oscuridad de la noche

Con tu bendita tan incandescente

Y te deslizas silencioso a mi lado

Intentando alcanzarme en lo más profundo…

Todos cantan con él. No puede oír su propia voz. Unos oscuros ojos se clavan en los suyos.

—Dios bendiga —susurra una voz de arrastradas ondulaciones—. Eres encantador. El famoso Siegmund Kluver —pequeñas burbujas surgen aún de sus labios.

—Creo que nos hemos visto antes, ¿no?

—Una vez, creo, en el despacho de Nissím. Scylla Shawke.

La esposa del gran hombre. Deslumbrante en su belleza. Joven. Joven. No más de veinticinco años. Ha oído un rumor acerca de que la primera señora Shawke, la madre de Rhea, terminó en las tolvas, completamente neuro. Algún día investigará qué hay de cierto en ello. Scylla Shawke se suelda a él. Su suave cabello negro cosquillea su rostro. Se siente casi paralizado por el terror. Las consecuencias; ¿puede ir tan lejos como esto? Temerariamente, la sujeta y hunde su mano bajo su túnica. Ella coopera. Sus cálidos senos. Sus húmedos labios. ¿Va a fallar su test por exceso de osadía? No pensar en nada. No pensar en nada. ¡Feliz Día de la Realización Somática! Sus dos cuerpos forman uno solo, y repentinamente se da cuenta de que podría tomarla perfectamente ahora, aquí, entre aquella masa confusa de cuerpos humanos en el suelo del enorme despacho de Kipling Freehouse. Demasiado temerario, demasiado aprisa. Se libera de su abrazo. Nota el destello de decepción y reproche en los ojos de ella. Tropieza con alguien: Rhea.

—¿Por qué no has seguido? —le susurra ella. Y Siegmund confiesa:

—No puedo —antes de que otra chica se arrodille junto a él y le introduzca algo dulce y viscoso en la boca. Su cerebro se convierte en un remolino dentro de su cráneo.

—Ha sido un error —le dice Rhea—. Se te estaba ofreciendo. —Sus palabras parecen estallar y la estancia resuena con mil ecos de ellas, rebotando y planeando a través del aire. Algo extraño le ocurre a las luces; parecen como prismáticas, radiando fantasmagóricos destellos desde todas las superficies. Siegmund se arrastra entre el tumulto, buscando a Scylla Shawke. En su lugar, tropieza con Nissim.

—Me gustaría discutir contigo el asunto de la petición de Chicago sobre el coeficiente de sexos —le dice el administrador—. Ahora.


Cuando, horas más tarde, Siegmund regresa a su apartamento, encuentra a Mamelón paseando nerviosamente arriba y abajo.

—¿Dónde estabas? —pregunta ella—. El Día de la Realización Somática ya casi ha terminado. He llamado a todas partes, he enviado rastreadores por todo el edificio. Creo que…

—Estaba en Louisville —dice Siegmund—. En la fiesta de Kipling Freehouse. —Pasa tambaleándose ante ella, y hunde su rostro en la plataforma de descanso. Primero surgen los sollozos tanto tiempo contenidos, las lágrimas. Cuando finalmente éstos se detienen, el Día de la Realización Somática ya ha terminado.

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