CAPÍTULO SÉPTIMO

Esto es el fondo. Siegmund Kluver vaga incómodo entre los generadores. El peso del edificio le estruja opresivamente. El silbante sonido de las turbinas le desasosiega. Se siente desorientado, un vagabundo en las profundidades. Qué enorme es esta estancia: una inmensa caja enterrada en el suelo, tan grande que los globos de luz en su techo apenas logran iluminar el distante suelo de cemento. Siegmund avanza por un angosto pasadizo a media altura entre el suelo y el techo. La palaciega Louisville está a tres kilómetros por encima de su cabeza. Moquetas y cortinajes, incrustaciones de maderas exóticas, las trampas del poder, muy lejos ahora. No había pensado llegar hasta aquí, no tan abajo. Su proyectado destino esta noche era Varsovia. Pero de algún modo ha llegado hasta aquí. Como si quisiera ganar tiempo. Siegmund se siente aterrado. Buscando una excusa para no hacerlo. Si tan sólo supieran. Su cobardía interior. Algo impropio de Siegmund.

Pasa sus manos a lo largo de la barandilla del pasadizo. Metal frío, dedos temblorosos. Hay aquí un constante resonar del aire, como una sorda y potente respiración de todo el edificio. No está lejos del final de las tolvas que conducen los desechos sólidos hasta la planta de energía: desechos de todas clases, trajes viejos, cubos de datos usados, envoltorios y paquetes, cadáveres, ocasionalmente cuerpos aún vivos, recorriendo hacia abajo las espirales de los conductos y cayendo en los compactores. Y avanzando luego por las cintas rodantes hacia las cámaras de combustión. La liberación del calor produciendo energía eléctrica: todo se aprovecha, nada se pierde. Ésta es una hora punta en el consumo de electricidad. Cada apartamento está iluminado. Siegmund cierra los ojos y recibe la visión de las 885.000 personas de la Monada Urbana 116 unidas por una enorme maraña de tendido eléctrico. Un gigantesco tablero de distribución humano. Y yo no estoy conectado a él. ¿Por qué no estoy conectado a él? ¿Qué me ha ocurrido? ¿Qué me está ocurriendo? ¿Qué me va a ocurrir? Atraviesa lentamente el pasadizo y sale fuera de la sala de generadores. Entra en un túnel de bruñidas paredes; tras aquellos pulidos paneles sabe que corren las líneas de transmisión llevando la energía hacia los circuitos de distribución. Y aquí está la planta de reprocesado: los destiladores de orina, las cámaras de reconversión fecal. Toda la compleja infraestructura gracias a la cual vive la monurb. No hay allí ningún otro ser humano más que él. El secreto peso de la soledad. Siegmund se estremece. Tendría que subir rápidamente a Varsovia. Pero continúa su deambular a través de las entrañas del edificio como un escolar estudiando. Ocultándose de sí mismo. Los fríos ojos de los identificadores electrónicos lo escrutan desde centenares de protegidas cavidades en los suelos y paredes y techos. Soy Siegmund Kluver de Shanghai, planta 787. Tengo quince años y cinco meses. El nombre de mi esposa es Mamelón, mi hijo se llama Janus, mi hija Perséfona. He sido asignado a trabajar como consultante en Louisville. Tengo acceso a todos lados, y dentro de los próximos doce meses recibiré indudablemente la noticia de mi promoción a los más altos niveles administrativos de esta nómada urbana. Y deberé alegrarme de ello. Soy Siegmund Kluver de Shanghai, planta 787. Se inclina ante los identificadores. Saludo a todos. Saludo a todos. El futuro líder. Pasando nerviosamente su mano por su rizado pelo. Hace ya una hora que está vagando por aquí. Tendría que subir de nuevo. ¿De qué tiene miedo? A Varsovia. A Varsovia.

Oye la voz de Rhea Shawke Freehouse, como una grabación profundamente enterrada en su cerebro. Si yo fuera tú, Siegmund, me relajaría e intentaría divertirme un poco más. No te preocupes de lo que piense la gente, o parezca pensar, acerca de ti. Empápate en la naturaleza humana, intenta volverte más humano tú mismo. Ve por todo el edificio; haz algunas rondas nocturnas en Varsovia o Praga, tal vez. Observa cómo vive la gente sencilla. Perspicaces palabras. Una mujer inteligente. ¿Por qué tener miedo? Vamos, arriba. Arriba. Ya empieza a ser tarde.

Inmóvil frente a una puerta con el rótulo de PROHIBIDO EL PASO que conduce a uno de los centros de computación, Siegmund pierde algunos minutos estudiando el temblor de su mano derecha. Luego se gira y corre apresuradamente hacia el ascensor y lo programa para la planta sesenta. El centro de Varsovia.


Aquí los corredores son estrechos. Hay muchas puertas. Una especie de compresión en la atmósfera. Es una ciudad de una densidad de población extraordinariamente alta, no sólo a causa de que sus habitantes son bendecidos en su fecundidad, sino también porque muchas de las áreas de la ciudad están ocupadas por plantas industriales. Aunque el edificio es mucho más ancho aquí que en los niveles superiores, los ciudadanos de Varsovia están apretujados en una zona residencial relativamente estrecha. Aquí están las máquinas que fabrican otras máquinas. Troqueladoras, tornos, calibradoras, duplicadoras, rectificadoras, prensas. Gran parte del trabajo está programado y automatizado, pero quedan aún multitud de tareas para ser realizadas por manos humanas: cargar las cintas rodantes, transportar y almacenar, conducir las carretillas elevadoras, seleccionar los productos terminados hacia sus destinos. El año anterior Siegmund había apuntado a Nissim Shawke y Kipling Freehouse que gran parte del trabajo humano que se realiza en los niveles industriales podría ser efectuado perfectamente por máquinas; en lugar de emplear miles de personas en Varsovia, Praga y Birmingham, podrían preparar un programa de actuación totalmente automatizado, con unos pocos supervisores para revisar los productos finales y unos pocos hombres de mantenimiento para cubrir las emergencias y reparar las máquinas. Shawke le había dirigido una sonrisa condescendiente.

—Pero si no tienen trabajo, ¿qué van a hacer con sus vidas todas esas pobres gentes? —había respondido—. ¿Crees que podríamos convertirlos en poetas, Siegmund? ¿O en profesores de historia urbana? Creamos deliberadamente trabajo para ellos, ¿no comprendes? —Y Siegmund se había sentido azorado por su ingenuidad. Uno de los pocos errores que había cometido en su análisis de la metodología del gobierno. Todavía se siente incómodo ante el recuerdo de esa conversación. En una sociedad ideal, piensa, todo el mundo debería realizar un trabajo que tuviera sentido para él. Ve la nómada urbana como una sociedad ideal. Pero algunas consideraciones prácticas acerca de las limitaciones humanas se interponen a este esquema. Pero. El trabajo en Varsovia es una mancha en su teoría.

Hay que elegir una puerta. 6021. 6023. 6025. Es extraño ver apartamentos con cuatro dígitos. 6027, 6029. Siegmund apoya su mano en un pomo. Duda. Se siente frenado por una repentina timidez. Imaginando, al otro lado, a un velludo, musculado y resoplante marido de clase trabajadora, a una cansada, gastada, deformada esposa de clase trabajadora. Y él penetrando en su intimidad. La resentida mirada de ellos posándose en sus ropas que gritan un más alto nivel. ¿Qué ha venido a hacer aquí ese dandy de Shanghai? ¿Acaso no tiene la menor descendencia? Y así. Siegmund está casi a punto de abandonar. Luego se da fuerzas a sí mismo. No se atreverán a rehusarle. No se atreverán a mostrarse groseros. Abre la puerta.

La habitación está a oscuras. Tan sólo la lamparilla nocturna; sus ojos se habitúan, y ve a una pareja en la plataforma de descanso y a cinco o seis pequeños en sus camitas. Se acerca a la plataforma. Se detiene junto a los durmientes. La imagen que se había hecho de los ocupantes de la estancia era completamente errónea. Podrían ser no importa qué joven pareja de recién casados de Shanghai, Chicago, Edimburgo. Retiremos las ropas, dejemos que el sueño erradique las expresiones faciales que denotan la posición en la matriz social, y quizá las distinciones de clase y ciudad desaparezcan. Los desnudos durmientes tienen tan sólo unos pocos años más que Siegmund… él quizá diecinueve, ella posiblemente dieciocho. El hombre es delgado, de estrechos hombros y músculos nada espectaculares. La mujer es neutra, standard, de cuerpo agradable, suaves cabellos rubios. Siegmund toca ligeramente su hombro. Un reborde óseo tiende la piel. Unos ojos azules aletean y se abren. El miedo dejando paso a la comprensión: oh, un rondador nocturno. Y la comprensión dejando paso a la confusión: el rondador nocturno lleva ropas propias de las partes altas del edificio. La etiqueta exige una introducción.

—Siegmund Kluver —dice Siegmund—. Shanghai.

La lengua de la chica pasa rápidamente por sus labios.

—¿Shanghai? ¿Realmente?

El marido despierta. Parpadea, sorprendido.

—¿Shanghai? —dice—. ¿A qué ha venido hasta aquí abajo, en?

No hostil, tan sólo curioso. Siegmund alza los hombros, como diciendo: Un capricho, una ocurrencia. El marido sale de la plataforma. Siegmund le asegura que no es necesario que se vaya, que no le importa que se quede, pero evidentemente este tipo de cosas no se practican en Varsovia: la llegada del rondador nocturno es la señal para que el marido se vaya. Se pone una suelta túnica de algodón sobre su pálido y casi imberbe cuerpo. Una nerviosa sonrisa: hasta luego, amor. Y fuera. Siegmund se queda solo con la mujer.

—Nunca me había hallado antes con alguien de Shanghai —dice ella.

—No me has dicho tu nombre.

—Ellen.

Se tiende al lado de ella. Acaricia su suave piel. Le llega el eco de las palabras de Rhea. Empápate en la naturaleza humana. Observa cómo vive la gente sencilla. Se siente tenso. Su carne está misteriosamente invadida por una extensa red de finas fibras doradas. Penetrando en los lóbulos de su cerebro.—¿En qué trabaja tu marido, Ellen?

—Ahora es conductor de una carretilla elevadora. Antes había sido cableador, pero se accidentó realizando un revestimiento. Una sobrecarga.

—Trabaja duro, ¿no?

—El jefe del sector dice que es uno de sus mejores hombres. Yo también creo que es bueno —una risita contenida—. ¿Cuántas plantas tiene Shanghai? Está en algún lugar por la 700, ¿no?

—De la 761 a la 800. —Acaricia su cadera. El cuerpo de ella se estremece: ¿miedo o deseo? Tímidamente, se quita sus ropas de noche. Quizá desee terminar pronto. Aquel alarmante extranjero de las plantas superiores. O quizá no esté habituada a los preámbulos. Un medio diferente. Pero él siente deseos de hablar un rato antes. Observa cómo vive la gente sencilla. Está aquí para aprender, no tan sólo para tomar. Mira a su alrededor: los muebles simples y vulgares, sin elegancia ni estilo. Pero diseñados por los mismos artífices que proveen a Louisville y a Toledo. Para mantener en su lugar el gusto de las clases inferiores. Una especie de capa de grisor lo cubre todo. Incluso a la chica. Podría estar ahora con Micaela Quevedo. Podría estar con Principessa. O con. O quizá con. Pero estoy aquí. Busca alguna pregunta que hacer. Algo que le descubra la esencial humanidad de esta oscura persona a la que un día ayudará a dirigir. ¿Lees mucho? ¿Cuáles son tus programas favoritos en la pantalla? ¿Qué tipo de comida te gusta más? ¿Haces algo dentro de tus posibilidades para que tus hijos puedan ascender en el edificio? ¿Qué piensas de la gente de abajo, de Reykjavik? ¿Y de los de Praga? Pero no dice nada. ¿Para qué? ¿Qué puede aprender? Hay barreras infranqueables entre ellos. La acaricia en silencio. Ella le devuelve las caricias. Pero él se siente insensible.

—No te gusto —dice ella tristemente.

Él se pregunta cuan a menudo utiliza ella el baño.

—Estoy un poco cansado —dice—. He tenido tanto trabajo estos días.

Aprieta su cuerpo contra el de ella. Su calor quizá le anime un poco. Los ojos de ella se clavan en los suyos. Unas lentillas azules abiertas a la nada. Besa el hueco de su garganta.

—¡Hey, me haces cosquillas! —dice ella, contorsionándose. Cálida, húmeda, preparada. Pero él no. No puede.

—¿Quieres algo especial? —pregunta ella— Si no es demasiado complicado quizá pueda.

Él agita su cabeza. No está interesado en látigos y cadenas y correas. Sólo lo habitual. Pero no puede. Su fatiga es sólo un pretexto; lo que le incapacita es su sentido de la soledad. Solo entre 885.000 personas. Y no puedo alcanzarla. No a este nivel. No físicamente. El engreído de Shanghai, incapaz, impotente. Ahora ella ya no siente respeto hacia él. Tampoco simpatía. Toma su fracaso como un signo de desprecio. Él querría contarle cuántos centenares de mujeres ha tomado en Shanghai y en Chicago e incluso en Toledo. El modo en que es considerado como un hombre endiabladamente viril. Hace que ella se gire de espaldas y se aprieta de nuevo, desesperadamente, contra su frío dorso.

—Mira —dice ella—, no sé realmente lo que pretendes, pero…

Es inútil. Ella se retuerce indignada. Él la suelta. Se levanta, se viste. Su rostro arde. Cuando llega a la puerta se gira. Ella está sentada impúdicamente, mirándole con aire burlón. Le hace un gesto con tres dedos, sin duda una escabrosa obscenidad allí.

—Sólo quiero decirte algo —murmura él—. El nombre que te he dado cuando he entrado… no es el mío. No es absolutamente el mío —y sale apresuradamente. Ya es suficiente de empaparse de la naturaleza humana. Ya es suficiente de Varsovia.

Toma el ascensor al azar hasta la 118, Praga; sale fuera, recorre la mitad del ancho del edificio sin entrar en ningún apartamento ni hablar con nadie de los que encuentra; entra en otro ascensor; sube hasta la 173, Pittsburgh; permanece un tiempo en un corredor, escuchando el bombeo de la sangre en los capilares de sus sienes. Luego penetra en un Centro de Realización Somática. Pese a lo tardío de la hora hay gente utilizando sus distintos servicios: una docena aproximadamente en la piscina a torbellinos, cinco o seis agitándose en la noria, unas cuantas parejas en el copulatorio. Sus ropas de Shanghai despiertan miradas curiosas en algunos de ellos pero nadie se le acerca. Sintiendo que el deseo regresa a él, Siegmund se dirige indefinidamente al copulatorio, pero a su entrada se desanima y da media vuelta. Con los hombros caídos, sale lentamente del Centro de Realización Somática. Ahora toma las escaleras, sube pesadamente por la larga espiral que recorre las mil plantas de la Monada Urbana 116. Mira hacia arriba, a través de la extraordinaria hélice, y ve los niveles prolongándose hacia el infinito, con hileras de luces brillando sobre él y marcando cada descansillo. Birmingham, San Francisco, Colombo, Madrid. Se aferra a la barandilla y mira hacia abajo. Sus ojos se hunden en un profundo pozo en espiral Praga, Varsovia, Reykjavik. Un alucinante vértice; un monstruoso pozo marcado por la luz de un millón de globos de luz brillando como copos de nieve. Inicia obstinadamente la ascensión de la miríada de escalones. Se siente hipnotizado por lo mecánico de sus movimientos. Antes de darse cuenta de ello, ha ascendido ya cuarenta plantas. Está empapado en sudor, los músculos de sus piernas están agarrotados y doloridos. Empuja la puerta de acceso y entra en el corredor principal. Esta en la planta 213. Birmingham. Dos hombres con el risueño aspecto característico de los rondadores nocturnos en su regreso a casa le detienen y le ofrecen algún tipo de excitante, una pequeña cápsula translúcida que contiene un oscuro y oleoso líquido color naranja. Siegmund acepta la cápsula sin una palabra y la engulle sin ninguna pregunta. Palmean sus bíceps en prueba de camaradería y siguen su camino. Inmediatamente empieza a sentir náuseas. Manchas luminosas rojas y azules vibran ante sus ojos. Se pregunta vagamente qué es lo que le han dado. Espera la llegada del éxtasis. Espera. Espera.


Lo primero que nota cuando recobra el conocimiento es la débil luz del amanecer filtrándose hasta sus ojos a través de sus cerrados párpados, y que se halla en una estancia desconocida, tendido en una especie de malla metálica que oscila y se balancea. Un hombre joven y alto con largos cabellos rubios está inclinado sobre él, y Siegmund puede oír su propia voz diciendo:

—Ahora sé por qué uno se vuelve neuro. Un día descubres que todo lo que te rodea es demasiado para ti. Toda esa gente pegada a tu piel. Puedes sentirla contra ti. Y…

—Tranquilo. Desciende lentamente. Estás sobrecargado.

—Mi cabeza está a punto de estallar —Siegmund ve a una atractiva mujer de cabellos rojizos moviéndose en el rincón más alejado de la estancia. Nota dificultad para enfocar su mirada—. No estoy seguro de saber dónde me encuentro —dice.

—En la 370. Esto es San Francisco. Estás realmente desconectado, ¿no?

—Mi cabeza. Creo que necesito que me sorban todo lo que hay dentro.

—Me llamo Dillon Chrimes. Mi esposa, Electra. Ella es quien te ha encontrado vagando por los corredores— su anfitrión le sonríe amistosamente. Sus azules ojos son extraños, como placas de piedra pulida—.Con respecto al edificio —dice Chrimes—, ¿sabes?, una noche, no hace mucho, tomé un multiplexer y me convertí en todo el edificio. Y realmente me integré en él. Ya sabes, como un enorme organismo, un mosaico de miles de mentes. Maravilloso. Hasta que empecé a descender, y en el picado se me apareció tan sólo como una horrible colmena llena de gente. Uno pierde la propia perspectiva cuando ensucia su mente con productos químicos. Pero luego se recupera.

—Yo no puedo recuperarme.

—¿Qué hay de bueno en odiar el edificio? Quiero decir que la monurb es una solución real a problemas reales, ¿no?

—Ya lo sé.

—Y la mayor parte del tiempo, funciona. Es por eso por lo que esteriliza el agotarse uno odiándola.

—Yo no la odio —dice Siegmund—. Siempre he admirado la teoría de la verticalidad en el desarrollo urbano. Mi especialidad es la administración monurbana. Era. Es. Pero de pronto algo ha empezado a ir mal, y no sé dónde está el fallo. ¿En mí, o en todo el sistema? Y quizá la cosa no se haya producido tan de pronto.

—No existe ninguna alternativa real a la monurb —dice Dillon Chrimes—. Quiero decir, tú puedes arrojarte a las tolvas, imagino, o correr afuera hacia las comunas, pero esas no son alternativas sensatas. Es por eso por lo que uno se queda aquí. Y nos cebamos con las comodidades que nos ofrece. Debes haber trabajado demasiado. Mira, ¿quieres beber algo fresco?

—Por favor, sí —dice Siegmund.

La joven pelirroja le pone un jarro en su mano. Es muy hermosa. Siegmund siente en su interior una fugitiva erupción de hormonas. Recuerda cómo ha empezado para él esta noche. Su ronda nocturna en Varsovia. Aquella chica. Ha olvidado su nombre. Su impotencia en el momento de tomarla.

—La pantalla —dice Dillon Chrimes— ha transmitido una nota de alarma en relación con Siegmund Kluver, de Shanghai. Han sido puestos rastreadores en su busca desde las 0400. ¿Eres tú?

Siegmund asiente.

—Conozco a tu esposa. Mamelón, ¿no? —Chrimes echa una rápida ojeada a su propia esposa. Como si hubiera algún problema de celos entre ellos. En un tono más bajo, prosigue: La conocí tan sólo una vez, en una ronda nocturna tras un concierto en Shanghai. Encantadora. Su fría hermosura. Como una estatua dotada de pasión. Ahora debe de estar muy preocupada contigo, Siegmund.—¿Un concierto?

—Toco el vibrastar en uno de los grupos cósmicos —Chrimes realiza algunos estáticos gestos con sus dedos, como si pulsara teclas—. Seguramente me habrás visto alguna vez. Llamaré a tu esposa para tranquilizarla, ¿de acuerdo?

—Es algo puramente personal —dice Siegmund—. Un sentimiento de hallarme aparte. Como arrancado de mis propias raíces.

—¿Cómo?

—Una especie de desenraizamiento. Como si ya no perteneciera a Shanghai, no perteneciera a Louisville, no perteneciera a Varsovia, no perteneciera a ningún lugar. Como si tan sólo fuera el conjunto de mis ambiciones y de mis inhibiciones, sin personalidad real. Me siento perdido interiormente.

—¿Interiormente a qué?

—Interiormente a mí mismo. Interiormente al edificio. Un sentimiento de hallarme aparte. Piezas dispersas de mí mismo por todas partes. Tiras de mi propia piel arrancadas y flotando —Siegmund se da cuenta de que Electra Chrimes le está mirando fijamente. Consternada. Lucha por auto controlarse. Se ve a sí mismo despellejado hasta los huesos. La columna vertebral a la vista de todos, la totalidad de sus vértebras, el extrañamente angular cráneo. Siegmund. Siegmund. El rostro serio, turbado, de Dillon Chrimes. Un hermoso apartamento. Poliespejos, alfombras psicodélicas. Esa gente feliz. Realizados en su arte. Conectados al esquema general—. Perdido —murmura.

—Hazte transferir a San Francisco —sugiere Chrimes—. Aquí no nos preocupamos por esas cosas. Podemos encontrarte alojamiento. Quizá descubras en ti talentos artísticos. Tal vez puedas escribir programas para los espectáculos de la pantalla. O…

Siegmund ríe secamente. Su garganta arde.

—Escribiría la historia del ambicioso arribista que lucha por llegar a la cima y que cuando llega a ella decide que no le interesa. Escribiría… No, no lo escribiría. No es cierto nada de lo que digo. Es la droga hablando por mi boca. Esos dos me han dado alguna porquería, eso es todo. Será mejor que llaméis a Mamelón. —Se pone en pie. Está temblando. Tiene la sensación de tener noventa años. Está a punto de caer. Chrimes y su esposa le sujetan. Su mejilla se apoya en el inclinado seno de Electra. Siegmund esboza una sonrisa—. Es la droga hablando por mi boca —dice de nuevo.

—Es una larga y estúpida historia —le dice a Mamelón—. Estaba en un lugar donde realmente no quería estar, y alguien me dio una cápsula y la tomé sin saber lo que era, y desde aquel momento todo se hizo confuso. Pero ahora todo vuelve a estar bien. Todo vuelve a estar bien.


Tras un día de ausencia por razones médicas, vuelve a su escritorio en el Complejo de Acceso de Louisville. Un montón de memorándums le aguardan. Los grandes hombres de la clase administrativa requieren sus servicios. Nissim Shawke le reclama una respuesta a los peticionarios de Chicago que reclaman libertad para determinar el sexo de sus hijos. Kipling Freehouse le pide una interpretación intuitiva de algunos esquemas en la estimación del equilibrio de producción en el próximo trimestre. Monroe Stevis desea un doble diagrama mostrando la relación entre la asistencia a los centros sónicos y las visitas a los santificadores y consultores: un perfil psicológico de la población de seis ciudades. Y cosas así. Exprimiendo sus aptitudes. Qué bendecido es saberse útil a los demás. Qué cansado es sentirse utilizado.

Hace lo mejor que puede, trabajando bajo su handicap. El sentimiento de saberse aparte. La dislocación de su alma.


Medianoche. El sueño no llega. Yace al lado de Mamelón, inquieto. La ha tomado, pero pese a todo sus nervios se agitan en la oscuridad. Ella sabe que él está desvelado. Su suave mano intenta calmarle.

—¿No puedes relajarte? —pregunta.

—Me es difícil.

—¿Quieres algún expansivo? ¿O tal vez algún obnubilador?

—No. Nada.

—Entonces ve de ronda nocturna —sugiere ella—. Quema algo de esta energía. Estás demasiado tenso, Siegmund.

Siempre sujeto por los filamentos dorados. Puesto aparte. Puesto aparte.

¿Subir hasta Toledo, quizá? Buscar consuelo en los brazos de Rhea. Es siempre tan buena consejera. O incluso hacer una ronda nocturna por Louisville. Visitar a Scylla, la esposa de Nissim Shawke. La audacia que ello representa. Pero es hacia ella hacia donde querían empujarme todos en aquella fiesta, el Día de la Realización Somática. Esperando ver si era realmente el hombre cualificado para la promoción a Louisville. Siegmund sabe que aquel día falló la prueba. Pero quizá después de todo aún no sea demasiado tarde. Irá hacia Scylla. Incluso si Nissim está allí. ¡Observa, poseo la necesaria amoralidad! ¡Observa, desafío todos los límites! ¿Por qué una esposa de Louisville no puede ser accesible para mí? Vivimos bajo el mismo código legal, indiferentes a las inhibiciones de las costumbres que lentamente nos hemos ido imponiendo a nosotros mismos. Eso es lo que dirá si se tropieza con Nissim. Y Nissim aplaudirá esta audacia.

—Sí —le dice a Mamelón—. Creo que iré de ronda nocturna.

Pero no se levanta de su plataforma de descanso. Permanece inmóvil durante unos minutos. El impulso le ha fallado. No siente deseos de ir; finge estar durmiendo, esperando que Mamelón se duerma también. Unos minutos más. Abre cautelosamente un ojo, entreabriendo apenas los párpados. Sí está dormida. Qué hermosa es, qué noble se la ve durmiendo. Su distinguida complexión, su pálida piel, la cascada de sus negros cabellos. Mi Mamelón. Mi tesoro. Pero su deseo de ella ha menguado en lo últimos tiempos. ¿Un desinterés nacido de la fatiga? ¿Una fatiga nacida del desinterés?

La puerta se abre, y charles Mattern entra.

Siegmund observa al sociocomputador avanzar de puntillas hacia la plataforma y desvestirse sigilosamente. Los labios de Matterns están fruncidos, las aletas de su nariz dilatadas. Signos de excitación. Mattern anhela a Mamelón; algo se ha producido entre ellos en los dos últimos meses, sospecha Siegmund, algo más profundo que la simple ronda nocturna. Siegmund no se preocupa excesivamente por ello. Hasta el momento, ella es feliz. La agitada respiración de Mattern resuena por toda la estancia. Se acerca a Mamelón.

—Hola Charles —dice Siegmund.

Mattern es cogido por sorpresa, se sobresalta y sonríe nerviosamente.

—Intentaba no despertarte, Siegmund.

—Estaba despierto. Te observaba.

—Podrías haber dicho algo, entonces. Ahorrarme todas esas ridículas precauciones.

—Lo siento. No se me ha ocurrido.

Mamelón también se ha despertado. Se sienta, desnuda hasta la cintura. Un mechón de cabellos de ébano se enrosca deliciosamente a uno de sus senos. La blancura de su piel reluce pálidamente a la débil luz de la lamparilla de noche. Sonríe castamente a Mattern: la respetuosa hembra ciudadana, dispuesta a aceptar a su visitante nocturno.

—Charles —dice Siegmund—; ya que estás aquí, quería decirte que tengo un trabajo para ti. De parte de Stevis. Quiere saber si la gente pasa tanto tiempo con los santificadores y consultores como en los centros sónicos. Se trata de un doble diagrama que…

—Es tarde, Siegmund —la voz de Mattern es cortante—. Llámame mañana por la mañana.

—Sí. Claro. Claro —enrojeciendo, Siegmund se levanta de la plataforma de descanso. Sabe que no tiene por qué irse, incluso con un rondador nocturno viniendo a por Mamelón, pero no siente ningún deseo de quedarse. Como un marido de Varsovia, garantizando una superflua y no solicitada intimidad para los otros dos. Se viste apresuradamente. Mattern le recuerda que es libre de quedarse. Pero no. Siegmund se va, dando un ligero portazo. Casi echa a correr por el pasillo. Subiré a Louisville, a Scylla Shawke. Sin embargo, en lugar de programar la planta donde viven los Shawke, programa la planta 799, Shanghai. Charles y Principessa Mattern viven allí. No quiere correr el riesgo de enfrentarse a Scylla en su crispado estado. Un fallo podría ser costoso. Principessa será mejor. Es una tigresa. Una salvaje. Su vigor animal servirá para equilibrarle. Es la mujer más apasionada que conoce, aparte Mamelón. Y en una buena edad, madura pero no excesivamente. Siegmund se detiene ante la puerta de Principessa. Y de pronto se da cuenta de que es algo burgués, algo decididamente premonurbano, ir en busca de la mujer del hombre que está ahora con la propia esposa de uno. La ronda nocturna tendría que ser algo más aventurado, menos premeditado, una forma de extender el campo de experiencias vitales de uno. No importa. Empuja la puerta. Se siente aliviado y desanimado a la vez al oír sonidos de éxtasis en el interior. Hay dos personas en la plataforma: ve brazos y piernas que deben pertenecer a Principessa y, cubriéndola y emitiendo roncos gruñidos, a Jasón Quevedo en plena efervescencia. Siegmund cierra rápidamente. De nuevo solo en el corredor. ¿Dónde ir, ahora? El mundo es demasiado complicado para él esta noche. Su obvio próximo destino es el apartamento de los Quevedo. A por Micaela. Pero no duda de que allí habrá también un visitante. La frente de Siegmund se perla de sudor. No quiere vagar desesperadamente por toda la monurb. Sólo quiere dormir. La ronda nocturna se le aparece de repente como una abominación: forzada, innatural, compulsiva. La esclavitud de la absoluta libertad. En este momento miles de hombres recorren el titánico edificio. Cada uno determinado a cumplir un deber sagrado. Siegmund, arrastrando los pies, avanza a lo largo del corredor y se detiene junto a una ventana. Afuera hay luna nueva. El cielo llamea de estrellas. Las monurbs vecinas parecen estar más lejos que de costumbre. Sus ventanas brillan, miles de ellas. Se pregunta si es posible ver desde allí una comuna, lejos en el norte. Aquellos locos campesinos. El hermano de Micaela Quevedo, Michael, el que se volvió neuro, se supone que visitó una comuna. Quizá tan sólo sean historias. De todos modos, Micaela no se ha consolado aún de la desaparición de su hermano. Arrojado a las tolvas tan pronto como volvió a poner los pies en la monurb. Pero por supuesto no se puede permitir que un hombre así reasuma su vida anterior. Un obvio descontento, destilando venenos de insatisfacción y blasfemia. Pero fue un golpe terrible para Micaela, de todos modos. Estaba muy unida a su hermano. Eran gemelos. Pensaba que tendría derecho a un proceso formal en Louisville. Y de todos modos lo tuvo. Ella no quiere creerlo, pero lo tuvo. Siegmund recuerda que la documentación pasó a través suyo. Nissim Shawke redactó el decreto: si este hombre regresa alguna vez a la 116, será ejecutado inmediatamente. Pobre Micaela. Quizá existiera algo insano entre ella y su hermano. Podría preguntárselo a Jasón. Podría.

¿Dónde ir, ahora?

Se da cuenta de pronto de que lleva más de una hora parado ante la ventana. Vacila hasta las escaleras y desciende doce plantas casi sin darse cuenta. Mattern y Mamelón yacen dormidos, lado a lado. Siegmund se desviste y se reúne con ellos en la plataforma. Pero en un extremo, separado de ellos. Una dislocación más. Finalmente, consigue dormirse.

El desahogo de la religión. Siegmund va a ver a un santificador. La capilla está en la planta 770: una pequeña estancia abierta a una galería comercial, decorada con símbolos de fertilidad e incrustaciones de luz infusa. Entrando, se siente como un intruso. Nunca hasta entonces ha sentido impulsos religiosos. El abuelo de su madre era cristiano, pero todos en la familia asumían que esto era debido a que el viejo tenía instintos arcaicos. Las antiguas religiones tienen pocos seguidores, e incluso el culto a la bendición de dios, que es oficialmente apoyado por Louisville, atrae tan sólo a menos de un tercio de la población adulta del edificio, de acuerdo con las últimas estadísticas que Siegmund ha podido ver. Quizá las cosas hayan cambiado últimamente.

—Dios bendiga —dice el santificador—. ¿Cuál es tu dolor?

Es un hombre grueso, de piel tersa, con una complaciente cara redonda y ojos brillantes y joviales. Tendrá al menos unos cuarenta años. ¿Qué puede saber él de dolor?

—Estoy comenzando a no pertenecer —dice Siegmund—. Mi futuro está enmarañándose. Me siento desconectado. Nada tiene sentido a mi alrededor y mi alma está vacía.

J—Ah. Ansiedad. Anemia. Disociación. Pérdida de identidad. Son lamentaciones familiares para mí, hijo mío. ¿Que edad tienes?

—Quince años cumplidos.

—¿Status?

—Shanghai, en camino hacia Louisville. Quizá haya oído hablar de mí. Siegmund Kluver.

El santificador frunce los labios. Su mirada se ensombrece. Juguetea con los emblemas sagrados del collar que cuelga sobre su túnica. Ha oído hablar de Siegmund, sí.

—¿Te sientes realizado en tu matrimonio? —pregunta.

—Tengo la esposa más bendecible que se pueda imaginar.

—¿Hijos?

—Un chico y una chica. Tendremos una segunda chica el año próximo.

—¿Amigos?

—Suficientes —dice Siegmund—. Y, sin embargo, hay este sentimiento de descomposición. Algunas veces toda mi piel hormiguea. Como si fragmentos de desintegración surgieran a través de todo el edificio y vinieran a pegarse a mí. Un gran desasosiego. ¿Qué me está ocurriendo?

—Algunas veces —dice el santificador—, aquellos que como nosotros viven en las monadas urbanas experimentan lo que se llama crisis de confinamiento espiritual. Los límites de nuestro mundo, es decir de nuestro edificio, se hacen demasiado reducidos. Nuestros recursos internos empiezan a parecer inadecuados. Nos sentimos dolorosamente frustrados en nuestras relaciones con aquellos a quienes hasta ahora habíamos querido y admirado. El resultado de algunas de estas crisis es a veces violento: de ahí el fenómeno neuro. Otros prefieren abandonar la monurb y buscar una nueva vida en las comunas, lo cual por supuesto es otra forma de suicidio, ya que somos incapaces de adaptarnos a tan duro medio ambiente. Bueno, en cuanto a los otros que no enloquecen ni se separan físicamente de la monurb, ocasionalmente emprenden lo que yo llamaría una migración interna, sumergiéndose en sus propias almas, considerando desde todos los ángulos como una violación de su propio espacio físico cualquier otra realidad externa. ¿Tiene esto algún significado para ti? —Como sea que Siegmund asiente dubitativamente, el santificador sigue hablando con suavidad—: Entre los líderes de este edificio, la clase ejecutiva, aquellos que han sido llamados a servir a sus semejantes a través de la bendecida tarea de conducirlos, este proceso es particularmente doloroso, llegando incluso a provocar un colapso de valores y una ausencia total de motivación. Pero es algo que puede ser curado fácilmente.

—¿Fácilmente?

—Te lo aseguro.

—¿Curado? ¿Cómo?

—Lo haremos inmediatamente, y podrás salir de aquí sano y liberado, Siegmund. El camino de la curación viene a través de dios, ¿sabes?, de dios considerado como la fuerza integradora que hace un todo del entero universo. Y yo voy a mostrarte a dios.

—Va a mostrarme a dios —repite Siegmund, sin comprender.

—Sí. Sí. —El santificador, agitándose a su alrededor, oscurece la capilla, apagando las luces y conectando los opacificadores. Del suelo surge una silla en forma de copa donde se sienta Siegmund, recostado. Desde su posición, mira hacia arriba. El techo de la capilla, descubre, es una simple gran pantalla. En la vítrea pantalla de color verdoso aparece una imagen del cielo. Hay tantas estrellas como granos de arena. Un trillón de puntos de luz. La música surge de ocultos altavoces: los entremezclados sonidos de un grupo cósmico. Distingue los mágicos sonidos de un vibrastar, las oscuras resonancias de un arpa cometaria, las salvajes acometidas de un buceador orbital. Luego todo el grupo tocando a la vez. Quizá Dillon Chrimes sea uno de ellos. Su amigo de aquella deprimente noche. Sobre las profundidades del cielo Siegmund ve ahora el brillo anaranjado de el destello nacarado de Júpiter. ¿Así, pues, dios es un espectáculo de luz acompañado por un grupo cósmico? Qué trivial. Qué vacío.

El santificador, hablando por sobre la música, dice:

—Lo que ves es una transmisión directa desde la planta mil. Es el cielo sobre nuestra monurb en este mismo instante. Sumérgete en el cono negro de la noche. Acepta la fría luz de las estrellas. Ábrete a la inmensidad. Lo que estás viendo es dios. Lo que estás viendo es dios.

—¿Dónde?

—Por todas partes. Inmanente y eterno.

—No puedo verlo.

La música suena más alto. Siegmund se halla ahora encerrado en una jaula de denso sonido. La escena astronómica aumenta de intensidad. El santificador dirige la atención de Siegmund hacia aquel grupo de estrellas y hacia aquel otro, urgiéndole a sumergirse en la galaxia. La monurb no es el universo, murmura. Más allá de estas brillantes paredes se halla esta inmensa grandiosidad, y esto es dios. Que él pueda arrastrarte consigo y curarte. Entrégate. Entrégate. Entrégate. Pero Siegmund no quiere entregarse. Pregunta si el santificador no obtendría mejores efectos suministrándole algún tipo de droga, un multiplexer o algo parecido que hiciera más fácil el poder abrirse al universo. Pero el santificador se burla de la idea. Uno puede alcanzar a dios sin ayuda química. Simplemente por el éxtasis. La contemplación. La inmersión en el infinito. La búsqueda de esquemas divinos. Medita en las fuerzas en equilibrio, las bellezas de la mecánica celeste. Dios está dentro y fuera de nosotros. Entrégate. Entrégate. Entrégate.

—Sigo sin sentirlo —dice Siegmund—. Estoy encerrado dentro de mi propia cabeza.

Una nota de impaciencia penetra en el tono del santificador. ¿Qué es lo que no funciona contigo?, parece estar diciendo. ¿Por qué no puedes? Es una perfectamente buena experiencia religiosa. Pero contigo no funciona. Al cabo de media hora Siegmund se levanta, agitando la cabeza. Sus ojos le duelen a fuerza de mirar las estrellas. Es incapaz de dar el místico salto. Autoriza una transferencia de crédito a la cuenta del santificador, le da las gracias, y sale de la capilla. Quizá dios estaba hoy en otro lado.


El alivio del consultor. Un terapeuta totalmente secular, que basa su trabajo en los ajustes metabólicos. Siegmund siente aprensión ante la idea de ir a verle; siempre ha mirado como a alguien anormal a todos aquellos que acudían al consultor, y le duele tener que unirse a este grupo. Pero debe poner fin a su agitación interior. Y Mamelón insiste. El consultor al que visita es sorprendentemente joven, quizá treinta y tres años, con un rostro comprimido, cortante y fruncido, y ojos sin asomo de generosidad. Conoce la naturaleza de los males de Siegmund casi antes de que éste se los describa.

—Y cuando se encontró usted en aquella fiesta en Louisville — pregunta—, ¿qué efecto le causó saber que sus ídolos no eran exactamente lo que usted creía?

—Me vació —dice Siegmund—. Mis ideales, mi escala de valores, mis reglas de vida. Todo dejó de parecerme válido. Nunca hubiera imaginado que fuesen así. Creo que fue entonces cuando empezaron los problemas.

—No —dice el consultor—, fue entonces cuando emergieron a la superficie. Existían ya antes. En usted, enterrados, esperando a que algo los empujara afuera.—¿Cómo puedo aprender a luchar contra ellos? —No puede. Ha de someterse a una terapia. Le enviaré a los ingenieros morales. Un ajuste a la realidad le servirá.


Tiene miedo de ser cambiado. Le meterán en un tanque y le dejarán flotar durante días o semanas, mientras enturbian su mente con sus misteriosas substancias y le susurraran cosas y masajean su dolorido cuerpo y alteran las fijaciones de su cerebro. Y cuando salga estará curado y se sentirá equilibrado y será diferente. Otra persona. Su identidad como Siegmund habrá desaparecido junto con su angustia. Recuerda a Áurea Holston, cuyo número había salido en el sorteo para poblar la nueva Monurb 158 y que no quería ir, y el modo como fue persuadida por los ingenieros morales de que no era malo abandonar su monurb natal. Y cómo había salido del tanque, dócil y plácida, un vegetal en lugar de una neurótica. No lo harán conmigo, piensa Siegmund.

Esto marcará también el fin de su carrera. Louisville no acepta a los hombres que han sufrido crisis. Encontrarán algún puesto subalterno para él en Boston o Seattle, algún trabajo administrativo menor, y le olvidarán. Un joven que prometía tanto. Varios informes de ajustes a la realidad le llegan cada semana a Monroe Stevis. Stevis se lo dirá a Shawke y a Freehouse. ¿Habéis oído lo del pobre Siegmund? Dos semanas en el tanque. Una especie de depresión nerviosa. Sí, triste. Muy triste. Hay que apartarlo, por supuesto.

No.

¿Qué puede hacer? El consultor ha programado ya la petición de ajuste y la ha enviado a la computadora. Los impulsos energéticos están viajando a través del sistema de información, arrastrando su nombre. En la planta 780, los ingenieros morales se están ocupando ya de ello. Muy pronto la pantalla le transmitirá la fecha de su designación. Y si no acude, vendrán a por él. Las máquinas de brazos almohadillados le sujetarán y se lo llevarán.

No.

Le cuenta a Rhea su difícil situación. No a Mamelón, que ya la conoce, sino a Rhea. Ella puede aconsejarle. Siempre le ha apreciado tanto.

—No vayas con los ingenieros —le advierte ella— .

—¿No ir? ¿Pero cómo? La orden ya está dada.

—Anúlala con una contraorden.

La mira como si le hubiera recomendado la demolición de la constelación de monurbs Chipitts.

—Inserta la contraorden en la computadora —dice ella—. Dile a uno de los hombres de los equipos interfaciales que lo haga por ti. Usa tu influencia. Nadie se dará nunca cuenta.

—No puedo hacer esto.

—Entonces tendrás que ir a los ingenieros morales. Y ya sabes a lo que te conducirá esto.

La monurb se desmorona a su alrededor. Nubes de cascotes remolinean en su cerebro.

¿Quién podría arreglar aquello por él?

El hermano de Micaela Quevedo trabajaba en un equipo interfacial, ¿no? Pero ya no está. De todos modos, hay muchos otros. Cuando deja a Rhea, Siegmund consulta las listas en el complejo de acceso. El virus de la blasfemia está empezando a trabajar en su alma. Entonces se da cuenta de que ni siquiera necesita usar su influencia. Le basta con realizar un trámite de rutina profesional. Desde su oficina teclea una petición de información: situación de Siegmund Kluver, para quien hay solicitada terapia en la planta 780. Inmediatamente surge la información de que la terapia para Kluver está prevista para dentro de diecisiete días. El computador no negará nunca un dato al Complejo de Acceso a Louisville. Existe la presunción de que cualquiera que formule una pregunta utilizando el equipo del complejo está autorizado a hacerlo. Estupendo. Ahora el vital paso siguiente. Siegmund da instrucciones a la computadora para que elimine la solicitud de terapia a nombre de Siegmund Kluver. Esta vez hay un asomo de resistencia: la computadora quiere saber quién autoriza la anulación. Siegmund medita acerca de ello por un momento. Luego llega la inspiración. La terapia de Siegmund Kluver, informa a la máquina, es cancelada por orden de Siegmund Kluver, del Complejo de Acceso a Louisville. ¿Funcionará? «No», puede decir la máquina, «usted no puede cancelar su propia solicitud de terapia. ¿Cree que soy estúpida?». Pero la enorme computadora es estúpida. Piensa a la velocidad de la luz, pero es incapaz de enfrentarse a los destellos de la intuición. ¿Tiene Siegmund Kluver, del Complejo de Acceso de Louisville, derecho a cancelar una solicitud de terapia? Sí, por supuesto; actúa en nombre de la propia Louisville. Entonces hay que cancelar. Las instrucciones son transmitidas a través de las conexiones adecuadas. No se trata de la persona que ordena, sino de la autoridad a la que representa. Ya está hecho. Siegmund teclea su consulta: situación de Siegmund Kluver, para quien hay solicitada terapia en la planta 780. Instantáneamente surge la información de que la solicitud de terapia a nombre de Kluver ha sido cancelada. Su carrera está, pues, a salvo. Pero su angustia sigue en él. Hay que erradicarla de algún modo.


Esto es el fondo. Siegmund Kluver vaga incómodo entre los generadores. El peso del edificio le estruja opresivamente. El silbante sonido de las turbinas le desasosiega. Se siente desorientado, un vagabundo en las profundidades. Qué enorme es esta estancia.

Entra en el apartamento 6029, Varsovia.

—¿Ellen? —dice—. Escucha, he vuelto. Quiero pedirte perdón por la otra vez. Fue un tremendo error. —Ella asiente con la cabeza. Ya ha olvidado por completo. Pero le acepta, naturalmente. La costumbre universal. Las piernas abiertas, las rodillas flexionadas. Sin embargo, él solamente besa su mano—. Te quiero —susurra, y huye.

Ésta es la oficina de Jasón Quevedo, historiador, en la planta 185, Pittsburgh. Aquí están los archivos. Jasón está sentado tras su escritorio, manejando cubos de datos, cuando entra Siegmund.

—Todo está aquí, ¿no? —¿pregunta Siegmund—. La historia del colapso de la civilización. Y cómo la reconstruimos de nuevo. La verticalidad considerada como el empuje filosófico básico de los esquemas de conformidad humana. Cuéntame la historia, Jasón. Cuéntamela.

Jasón le mira de una forma extraña.

—¿Estás enfermo, Siegmund?

Y Siegmund:

—No, en absoluto. Qué perfectamente bien me encuentro. Micaela me ha explicado tu tesis. La adaptación genética de la humanidad a la vida monurbana. Me gustaría oír más detalles. Cómo hemos llegado a ser que somos. Nosotros, los seres felices. —Siegmund toma dos de los Cubos de Jasón y los acaricia, casi sexualmente, dejando las huellas de sus dedos en sus sensibles superficies. Jasón se los quita delicadamente—. Muéstrame el mundo antiguo —dice Siegmund, pero sale mientras Jasón introduce el cubo dentro de la ranura del reproductor.


Ésta es la muy industrial ciudad de Birmingham. Pálido, sudoroso, Siegmund Kluver observa a las máquinas fabricando otras máquinas. Aburridos y ceñudos trabajadores humanos supervisan la tarea. Aquella cosa con brazos ayudará a la recolección del próximo otoño en una comuna. Este lustroso y oscuro tubo volará encima de los campos, pulverizando veneno sobre los insectos. Siegmund se da cuenta de pronto de que está llorando. Nunca verá las comunas. Nunca hundirá sus dedos en la rica tierra marrón. La magnífica trama ecológica del mundo moderno. La poética interrelación entre comuna y monurb para beneficio de todos. Qué hermoso. Qué hermoso. Entonces, ¿por qué estoy llorando?


San Francisco es donde viven los músicos y los artistas y los escritores. El ghetto cultural. Dillon Chrimes está en pleno ensayo con su grupo cósmico. La resonante cadena de sonidos. Un intruso.

—¿Siegmund? —dice Chrimes, interrumpiendo su concentración—. ¿Cómo te encuentras, Siegmund? Me alegro de verte.

Siegmund ríe. Señala el vibrastar, el arpa cometaria, el encantador y los demás instrumentos.

—Por favor —murmura—, continuad tocando. Estoy simplemente buscando a dios. ¿No os molesta que escuche? Quizá él esté aquí. Seguid tocando un poco más.


En la planta 761, el nivel inferior de Shanghai, encuentra a Micaela Quevedo. No tiene buen aspecto. Su negro cabello está revuelto y deslustrado, sus ojos son amargos, sus labios fruncidos. Mira sorprendida a Siegmund, que acude a ella a esta hora del mediodía.

—¿Podemos hablar un poco? —dice Siegmund rápidamente—. Querría preguntarte algunas cosas acerca de tu hermano Michael. Por qué huyó del edificio. Qué esperaba encontrar afuera. ¿Puedes darme alguna información?

La expresión de Micaela se hace más dura. Fríamente, dice:

—No sé nada al respecto. Michael se volvió neuro, eso es todo. No me dijo nunca nada.

Siegmund sabe que esto es mentira. Micaela está ocultándole datos vitales…

No seas despiadada —la urge—. Necesito saber. No para Louisville, Tan soto para mi mismo. —Su mano sujeta la muñeca de ella—. Estoy pensando en abandonar también el edificio —confiesa Siegmund.


Hace «n alto en su propio apartamento, en la planta 787. Mamelón no está. Como de costumbre, ha ido al Centro de Realización Somática, a cuidar su esbelto cuerpo. Siegmund graba un breve mensaje para ella:

—Te amaba —dice—. Te amaba. Te amaba.

Encuentra a Charles Mattern en el gran pasillo central de Shanghai.

—Venid a cenar hoy con nosotros —dice el sociocomputador—. Principessa se siente siempre tan feliz de veros. Y los niños. Indra y Sandor no hacen más que hablar de ti. Incluso Marx. ¿Cuándo vendrá de nuevo Siegmund?, preguntan. Todos queremos tanto a Siegmund.

Siegmund agita la cabeza.

—Lo siento, Charles. Esta noche no. Pero gracias por tu invitación.

Mattern se alza de hombros.

—Dios bendiga, lo dejaremos para otro día, ¿eh? —dice. Y se aleja, dejando a Siegmund en medio de la riada de gente.


Esto es Toledo, donde los mimados hijos de la casta administrativa tienen sus hogares. Rhea Shawke Freehouse vive aquí. Siegmund no se molesta siquiera en llamarla. Es demasiado intuitiva; comprenderá inmediatamente que se halla en la fase última de su colapso, e indudablemente intentará prevenir su acción. Siegmund se detiene unos instantes delante de su apartamento y posa tiernamente sus labios en la puerta. Rhea. Rhea. Rhea. También te amaba. Sigue subiendo.


No se detiene tampoco a ver a nadie de Louisville, aunque le hubiera gustado ver a alguno de los dueños de la monurb esta noche, a Nissim Shawke o a Monroe Stevis o a Kipling Freehouse. Nombres mágicos, nombres que resuenan en su alma. Pero es mejor evitarlos. Sube directamente al área de aterrizaje, en la planta mil. Sale a la plataforma barrida por el fuerte viento. Es de noche ahora. Las estrellas brillan impetuosamente. Allí arriba está dios, inmanente y eterno, flotando serenamente en mitad de las mecánicas celestes. Bajo los pies de Siegmund se halla la totalidad de la Monada Urbana 116. ¿Cuál es la población de hoy? 888.904. O sea +131 con respecto a ayer y +9.902 con respecto a principios de año, teniendo en cuenta la partida de aquellos que fueron a poblar la nueva Monurb 158. Quizá todas estas cifras estén equivocadas. No tiene importancia. El edificio rebosa de vida, de todos modos. Crecer y multiplicarse. ¡Dios bendiga! Tantos siervos de dios. Las 34.000 almas de Shanghai. Varsovia. Praga. Tokio. El éxtasis de la verticalidad. Tantos miles de vidas en esta sola y majestuosa torre. Conectadas al mismo tablero de distribución. Homeostasis, el fracaso de la entropía. Estamos tan bien organizados aquí. Demos todos las gracias a nuestros dedicados administradores.

¡Y mira, mira ahí! ¡Las monurbs vecinas! ¡La maravillosa alineación de todas ellas! La monurb 117, 118, 119, 120. Las cincuenta y una torres de la constelación Chipitts. Su población global ahora: 41.516.883. O algo así. Y al este de Chipitts se encuentra Boshwash. Y al oeste de Chipitts está Sansan. Y al otro lado del mar están Berpar y Wienburd y Shankong y Bocarac. Y muchas más. Cada enjambre de torres con sus millones de almas encapsuladas. ¿Cuál es la población de nuestro mundo ahora? ¿Han sido superados ya los 76.000.000.000? Se proyectan 100.000.000.000 para un futuro no muy lejano. Muchas nuevas monurbs deberán ser edificadas para albergar a todos estos miles de millones suplementarios. Pero hay todavía tantos espacios libres. Y se pueden habilitar plataformas en el mar.

Hacia el norte, en la línea del horizonte, imagina que puede divisar el resplandor de las fogatas de una comuna. Como el destello de un diamante a la luz del sol. Los campesinos danzando. Sus grotescos ritos. Pidiendo fertilidad para sus tierras. ¡Dios bendiga! Todo sea para lo mejor. Siegmund sonríe. Abre sus brazos al máximo. Si pudiera tan sólo abrazar las estrellas, quizá descubriría a dios. Avanza hasta el borde de la plataforma de aterrizaje. Una alambrada y un campo de fuerza le protegen de las ráfagas de viento que a aquella altura le arrastraría ululando hacia la muerte. Son muy fuertes aquí. Al fin y al cabo, son tres kilómetros de altitud. Una aguja apuntando al ojo de dios. Si tan sólo pudiera brincar hacia el cielo. Desde lo alto su mirada podría dominarlo todo, ver la constelación Chipitts bajo él, las alineaciones de torres, las tierras cultivadas rodeándolas, el milagroso ritmo urbano de la verticalidad uniéndose al milagroso ritmo comunal de la horizontalidad. Qué hermoso es el mundo esta noche. Siegmund echa hacia atrás la cabeza. Sus ojos brillan. Y aquí está dios. El santificador tenía razón. ¡Aquí está! ¡Aquí! ¡Espera, estoy llegando! Siegmund sube a la alambrada. Vacila un poco. Las ráfagas de viento le abofetean. Ahora se halla por encima del campo de fuerza. Tiene la impresión de que es el edificio el que se está moviendo bajo él. Piensa en el calor corporal generado por 888.904 seres humanos viviendo bajo el mismo techo. Piensa en la gran cantidad de productos que diariamente van a parar a las tolvas. Y todas esas vidas encadenadas. El tablero de distribución. Y dios velando sobre todo nosotros. ¡Estoy llegando! Estoy llegando. Siegmund flexiona sus rodillas, tensa sus músculos, inspira profundamente. Y se lanza hacia dios en un salto espléndido.


Ahora el sol matutino está ya lo suficientemente alto como para iluminar las cincuenta últimas plantas de la Monada Urbana 116. Muy pronto toda la fachada oriental del edificio brillará como la superficie del mar al amanecer. Miles de ventanas, activadas por los primeros fotones del alba, se desopacifican. Los durmientes se desperezan. La vida prosigue. ¡Dios bendiga! Está empezando otro nuevo día.


Fin
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