LIBRO SEGUNDO: ANTECEDENTES

I. LA MOSCA Y LA ARAÑA

El memorable año de 1808 vivía en la ciudad cierto cumplido caballero, huérfano, célibe y de unos cinco lustros de edad, llamado don Rodrigo Venegas, que se jactaba de proceder de aquel Reduán del mismo apellido, príncipe moro con vetas de cristiano, cuyo nacimiento se debió, según ya sabréis, al dramático enlace de un vástago de la casa señorial de Luque con la hermosísima princesa Cetimerien, descendiente del profeta Mahoma.

Como quiera que fuese, nuestro don Rodrigo había heredado de sus padres mucha hacienda y un viejísimo y destartalado caserón, con honores de palacio, en cuya fachada se veían los ambiguos escudos de armas de tan esclarecida familia, pregonando antiguas hazañas que ya no iban teniendo imitadores en tierra española…, y, por resultas de todo ello, el buen hijodalgo, hombre de entero corazón y encumbradas ideas, se consumía en aquel decaído y sedentario pueblo, no sabiendo qué hacerse de sus rentas ni de su sangre, ansiosas de correr en empeños nobles y generosos.

Imaginaos, pues, el efecto que le produciría la súbita explosión de la guerra de la Independencia. Español, al fin, aunque en realidad descendiente de españoles no bautizados, empuñó seguidamente las armas contra el francés; empero, como no era hombre de contentarse con hacer lo que cualquiera otro, llegó en su patriotismo hasta equipar, armar y mantener a sus expensas, durante cuatro años, una partida de voluntarios de caballería, al frente de los cuales se cubrió de gloria en muchas y muy célebres batallas. Consecuencia de tan relevante conducta fue que cuando, después de la victoria de los Arapiles y entrada de nuestros ejércitos en Madrid, don Rodrigo regresó a la ciudad a curarse su quinta herida, y sin haber querido admitir recompensa alguna del Gobierno de la nación, encontróse vacíos sus graneros, muertos sus ganados, sus tierras sin arar desde 1809, y talados o arrancados de cuajo sus olivares y viñas por los vengativos soldados de Sebastiani. Ni paraban aquí los menoscabos de su hacienda: hallóse también entrampado en la respetable suma de cuatro mil duros con el más rico y feroz usurero de la ciudad (a quien había tenido que ir pidiendo dinero desde Bailén, desde Ocaña y desde Talavera, para sostener la benemérita partida), y en nada menos que otros diez mil duros que importaban los réditos y los réditos de los réditos de aquella cantidad, según la socorrida cuenta del interés compuesto

Todo lo llevó con paciencia y hasta con alegría y orgullo, el magnánimo don Rodrigo, como había llevado los dos balazos y las tres cuchilladas que recibió en defensa del suelo patrio, pero no se conformaron del propio modo algunas personas de su posición, amigas suyas y conocidas del prestamista, las cuales, por oficiosidad espontánea, pidieron a éste que rebajase algo de tan crecidos réditos, «en atención al noble destino que el bizarro Venegas había dado al capital.»

Era el prestamista uno de aquellos hombres sin entrañas que yo no sé para qué quieren vivir ni ser ricos: no hubo, pues, manera humana de hacerle bajar un maravedí de tan exorbitante usura, ni de que comprendiese cuán merecedor era don Rodrigo de especialísimas consideraciones. El interpelado (que se llamaba don Elías, y a quien el vulgo llamaba Caifás) contestó que él no entendía de patria, sino de números, y que no reclamaba ni un ochavo más de lo que le debía el gastoso caballero, según documentos que conservaba como oro en paño, sin que valiera decir que, al firmarlos, no había graduado su deudor a cuánto ascenderían, caso de morosidad, los intereses de los réditos caídos, pues todo aquello era el a b c de los negocios comerciales. Resultado: que don Rodrigo Venegas tuvo que renovar por diez años los pagarés de dichos cuatro mil duros, con aquella acumulación de diez mil (total, catorce), y con la de otros seis mil que nadie más que don Elías se atrevió a prestarle para repoblar olivares y viñas (total, veinte), y con la de otros cinco mil, por réditos de los veinte en el primer año (total, veinticinco)… ¡Veinticinco mil duros justos y cabales, cuando, en efectividad, sólo había percibido diez mil!

Mucho se afanó el hijodalgo, desde 1813 hasta 1823, por ver si podía ir amortizando esta deuda o pagar, cuando menos, sus réditos anuales en evitación de nuevos estragos del interés compuesto, y, la verdad sea dicha, algunos años logró ahorrar de sus rentas diez o doce mil reales, que entregó religiosamente al usurero (aunque éste nada le reclamaba nunca); pero al año siguiente no le pagaban a él sus labradores, o le pagaban una miseria, por causa de esterilidad, pedrisco, langosta o cualquiera otra plaga, muchas veces fingida, y, en lugar de dar dinero a su acreedor, tenía don Rodrigo que pedirle nuevas cantidades «para ir saliendo hasta la nueva cosecha»; todo ello bajo condiciones adecuadas a la gravedad y urgencia de cada apuro, esto es, más onerosas y aflictivas cuanto más apremiante y angustioso era el caso.

Lo único que ni por soñación intentó Venegas en todo aquel tiempo fue trabajar, comerciar, crear industrias, montar fábricas, ingeniárselas, en fin, de cualquier modo para ganar dinero por sí mismo… Y ¡ay de él, ay de su nombre, ay de su honra, si tal camino hubiese tomado! Dígolo, porque semejantes oficios o trapicheos (textual) eran entonces, y han seguido siendo hasta hace pocos años, tareas impropias de caballeros andaluces, nacidos, a lo que se veía, para recordar paseándose las glorias y trabajos de sus mayores, para gastar alegremente y muy de prisa todo lo que éstos agenciaron, y para morirse luego de hambre en el último rincón de la ya subastada casa solariega, sin más testigos de su agonía que tal o cual antiquísimo, desvencijado mueble, de esos que hoy buscan a peso de oro los magnates de nuevo cuño, y que en aquella época desdeñaban hasta los defraudados usureros.

Tan cierto es lo que acabamos de apuntar (bien que sin entera aplicación a nuestro don Rodrigo, de quien ya sabemos que algo noble y grande había hecho en este mundo), que todavía ayer de mañana, como suele decirse, eran forasteros, procedentes de Santander, de Galicia, de Cataluña o de la Rioja, todos los dignos comerciantes e industriales de las poblaciones de Andalucía inclusas las capitales y las aldeas. El mismo viejo usurero a quien llamaban Caifás en la ciudad referida (como dando a entender que quien entraba media vez en su casa podía estar seguro de ser crucificado), era natural de la Rioja, y había ido allí a vender por cuenta ajena, paños de Ezcaray y de Pradoluengo, componiéndoselas con tal arte, que a los dos años abría, por cuenta propia, un gran almacén de toda clase de géneros; a los cuatro se le adjudicaban fincas de caballeros malos pagadores; a los seis edificaba una hermosa casa, aislada como un castillo, y traspasaba el almacén a otro riojano, para dedicarse él por completo a la usura, y a los veinte era dueño de la mitad de las tierras ganadas a los moros por los llamados «primeros pobladores de la ciudad» y repartidas a éstos por los Reyes Católicos.

Volviendo a don Rodrigo (lo cual no es apartarnos mucho de don Elías, en cuyas garras lo hemos dejado), diremos que durante los diez años transcurridos desde que volvió de la guerra, hasta aquel en que vencían sus ruinosas obligaciones usurarias, habíase casado, por caridad más que por amor, con una huérfana de familia muy distinguida, pero muy pobre; había tenido de ella un hijo; había enviudado poco después, cuando ya era amor la compasión que le movió a casarse, y en uno y en otro estado, por consejo de su prudente esposa, había ido desprendiéndose de su antiguo lujo, ora vendiendo caballos, alhajas, ricos muebles, preciadas ropas y mucha plata labrada, ora despidiendo servidores y reduciendo sus gastos a la mayor estrechen compatible con el decoro de su clase, entre la cual, como en todo el pueblo (dicho sea sin ofender a nadie), era más querido y respetado según que se iba quedando más pobre…

En equivalencia, la aversión general que siempre había inspirado don Elías (como todos los que trafican y medran con el dolor ajeno), convertida en odio y escándalo cuando reclamó a don Rodrigo los diez mil duros de gabela, rayaba en 1823 en horror y persecución, por el presentimiento que se tenía de que aquella deuda inextinguible, especie de cáncer que fomentaba cruelmente el prestamista, estaba a punto de tragarse, si ya no se había tragado, todo el pingüe caudal de los Venegas. Vivía, pues, encerrado en su casa el rico avariento, sin atreverse a salir ni aun a misa, por miedo a los desaires de toda clase de personas, y especialmente a los insultos de la gente soez y de los chicos, que le decían Caifás en su propia cara; y pasábase allí meses y meses, detestando y gruñendo a la buena mujer, antigua criada suya, con quien estaba casado, y acariciando y cubriendo de perlas y de brillantes a una preciosa hija (ya de ocho años) que había tenido a la vejez, y a la cual adoraba con sus cinco sentidos y tres potencias, o sea con lo que en otros hombres se llama alma.

Así las cosas, y cuando de la última liquidación resultaba que don Rodrigo era en deber a don Elías (no exageramos: podéis echar la cuenta) ciento cuarenta y siete mil doscientos nueve duros (tres millones de reales mal contados); cuando el infeliz caballero no hacía más que calcular que todos sus cortijos, viñas y olivares, y el mismo antiguo caserón, vendidos en pública subasta y bien pagados, no producirían, ni con mucho, aquella cantidad; cuando, sufrido y animoso como siempre, y atento al porvenir de su hijo, pensaba (¡a la edad de cuarenta y un años!) en pedir una charretera de alférez, por cuenta de sus servicios en la guerra de la Independencia, y lanzarse a pelear contra aquellos otros franceses que a la sazón profanaban el suelo de la patria, aconteció que un día amaneció ardiendo por los cuatro costados la solitaria casa del usurero.

Trabajo le costó a éste escapar de las llamas, llevando en brazos a su medio asfixiada hija y seguido de su horrorizada mujer, sin que le hubiera sido posible poner antes en salvo ni muebles, ni ropas, ni alhajas, ni el dinero contante, ni tan siquiera los preciosos papeles que representaban sus grandes créditos contra don Rodrigo y otras varias personas… Y lo peor del lance era que aquel incendio no podía considerarse casual, ni se lo pareció a nadie; que de todos modos, el pueblo entero lo veía con mucho gusto o con glacial indiferencia; que los gremios de albañiles y carpinteros (allí no ha habido nunca bomberos ni bombas) hacían muy poco por tratar de apagarlo, a pesar de las excitaciones de la Autoridad, y que el iracundo don Elías, refugiado en casa del Alcalde, proclamaba a gritos que todo aquello era obra de sus infames deudores, para que se quemaran los recibos y vales de lo que le debían y negarle luego sus deudas.

Tan graves sucesos y acusadoras especies despertaron aquella mañana de su tranquilo sueño al noble y valeroso Venegas, el cual, no diremos que sin encomendarse a Dios ni al diablo, pero sí que, dejándose llevar de un generoso arranque, y proclamando que la usura no podía suplir por la gratitud que él debía al que tanto dinero le llevaba prestado, y de cuyos corresponsales recibió oportunísimos auxilios para luchar con Napoleón desde 1808 a 1813, corrió a la casa incendiada; arengó a algunos albañiles; metióse entre el humo y el fuego; trepó al piso principal por una escalera de mano; llegó al despacho de don Elías, que era una de las habitaciones más amenazadas; penetró en ella, contra el consejo de los mismos operarios que le habían ayudado a derribar la puerta; cogió una papelera antigua, donde muchas veces había visto al usurero meter vales y recibos, y la arrojó por la ventana a la calle… Poco después salía también Venegas de aquel volcán, entre los aplausos de la versátil multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos y despidiendo humo sus destrozadas ropas… No se dejó, empero, curar, sino que inmediatamente registró la papelera, que se había hecho pedazos al caer; apoderándose de todos los documentos que contenía y encaminándose con ellos a casa del Alcalde, adonde llegó casi ya sin aliento…

– Tome usted, señor don Elías… -dijo a su abominable acreedor, que se había espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que iba a matarlo-. Tome usted. Aquí están, no sólo todos mis vales y recibos, que hubiera podido rehacerle, para sincerarme de la vil calumnia, que ya me tachaba hoy de estafador y de incendiario, sino también los de sus demás deudores… Estamos en paz por lo tocante a aquellas mercedes que el dinero no puede nunca pagar… Voy a morir… En cuanto a la parte material de nuestras cuentas, apodérese usted de todos mis bienes, y perdóneme… si algo faltase todavía para la total solvencia de lo que le debo…

Así habló don Rodrigo, y, pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la terrible convulsión llamada tétanos.

Pocas horas después era cadáver.

II. FINIQUITO

No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinará fácilmente, el profundísimo dolor, mezclado de admiración y entusiasmo, que produjo en toda la ciudad y pueblos limítrofes la muerte del buen caballero, ni tampoco el magnífico entierro que le costearon sus iguales, dado que en él hubiese algo que costear, que no lo hubo, a Dios gracias, pues hasta la música de la Capilla de la Catedral asistió de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las parroquias concurrieron gratis y espontáneamente a compartir con la del difunto el señalado honor de dar tierra y descanso a aquellos gloriosísimos restos… Diremos tan sólo, para que se vea hasta dónde llegó el delirio público, que la tarde de la fúnebre ceremonia (a la cual no asistió el usurero) nadie dudaba que el mismo Caifás, en premio de la sublime acción de don Rodrigo, se contentaría con reintegrarse de los diez o doce mil duros que efectivamente le había prestado y con una ganancia regular y módica, dejando el resto de los bienes para el pobre huérfano, de edad de diez años, que se quedaba solo en el mundo, sin más amparo que la misericordia de los buenos.

Pronto salieron de su error aquellos ilusos; don Elías no aguardó siquiera a que acabase de humear el incendio de su casa (donde, dicho sea entre nosotros, había perdido únicamente el valor del edificio y seis u ocho mil duros en ropas y muebles, en las alhajas de su hija y en un poco de dinero contante y sonante), sino que el mismo día del entierro del caballero presentó al Juzgado los vales y recibos de éste, reclamando la totalidad del adeudo, o sea tres millones de reales en números redondos.

Gran repugnancia costó al Juez declarar legítima aquella petición; pero el usurero tenía bien atados los cabos, y el noble deudor se había dejado ligar tan estrechamente, que fue indispensable sacar en pública subasta todos los bienes del caballero… Ni faltaron entonces, de parte de otros hijosdalgo y personas acomodadas, buenos propósitos, y juntas, y discursos, y hasta votaciones, en que se reconoció por unanimidad la conveniencia de presentarse a la licitación y pujar las fincas hasta las nubes, cargando en mancomún con el perjuicio que resultare, todo ello a fin de reunir decorosamente un pedazo de pan al hijo de Venegas. Mas ya se sabe lo que suele ocurrir en estas cosas. Hablóse tanto, que del hablar resultaron querellas personales entre los presuntos bienhechores, sobre quién estaba dispuesto a hacer más sacrificios, y sobre los móviles secretos de cada uno, y sobre lo que sucedió cierta vez en un caso análogo, y sobre las ideas y actos políticos de don Rodrigo en aquella tormentosa época; y, con esto, hubo tales disgustos, que se retrajeron de asistir a las juntas muchas personas que también debían grandes cantidades a Caifás, y pasaron días, y amaneció el marcado por los edictos; y, como aquellos señores no habían llegado a un acuerdo, la subasta resultó desierta. Rematáronse, pues, a favor del prestamista, por ministerio de la ley y con gran sentimiento del público, las viñas, los olivares, los cortijos, la casa, los muebles, las ropas y hasta la espada del benemérito patricio, en la cantidad de cien mil y pico de duros…

– ¡Pierdo un millón! -dijo el terrible anciano al firmar la diligencia de remate-. Pero, ¡qué remedio!… Los bienes del manirroto y despilfarrado Venegas no valen ni un ochavo más…

– ¡No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!… -le respondió severamente una persona de la curia-. ¡Verdad es que, en cambio, y según espera todo el mundo, regalará usted una buena cantidad al inocente huérfano; se hará cargo de su educación; cuidará de su porvenir…!

– ¿Yo? ¿Cuidar? ¿Qué está usted diciendo? ¡Harto hago en cuidar a mi hija! Y por lo que toca a regalos de buenas cantidades, ¡ya los harán el día del juicio los admiradores del difunto héroe! ¡Es muy fácil recetar por cuenta ajena!

– Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna…

– A su edad la pedía yo también… -replicó el usurero, volviendo la espalda.

La indignación general contra don Elías llegó al último límite, según que fueron sabiéndose todos los pormenores, y ¡gracias a que el astuto riojano, cuya casa había quedado reducida a cenizas, continuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser así, lo hubiera pasado muy mal! Sin embargo, como en el mundo no hay nada más valiente que un usurero apoyado en la ley (de donde todos los judíos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado, nuestro buen Caifás, no era cobarde de nacimiento, sino prudente conservador de sus millones y del infinito placer de aumentarlos, resolvió mudarse inmediatamente al caserón solariego de los Venegas, que ya le pertenecía, y, para ello, dispuso hacerle una poca obra, reducida a fortificarlo bien y a proveerlo de muchos cerrojos, llaves y trancas…

Algo se habló también con este motivo sobre juntas y conciertos de los operarios para no trabajar en los reparos de aquella venerable mansión; pero don Elías, que lo supo, anunció que pagaría los jornales con algún aumento, en atención a la carestía del pan, por cuyo sencillo medio halló de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse muy pronto a su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando al efecto cierta noche que llovía a cántaros y en que no andaba por la ciudad persona humana…

Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas, respiró con satisfacción, como quien no pensaba volver a salir a la calle en cuatro o cinco años, y dijo a su mujer…

– Mañana mismo escribiré a mi banquero de la capital para que le envíe a la niña cinco mil duros en ropas, alhajas y juguetes. Tú y yo nos arreglaremos de cualquier modo.

Y dio una docena de besos a su hija y se acostó en la cama que había sido de don Rodrigo, cuyos aplastados colchones conservaban todavía la huella del peso de su cadáver.

La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel lecho, dos veces fúnebre, el sitio de la que fue años antes felicísima esposa del pundonoroso caballero, y, pretextando tener que trabajar mucho, se pasó la noche dando cabezadas en una silla.

¡En fin… Soledad, la niña mimada, la hija querida de Caifás, durmió en la cama que había pertenecido al desahuciado hijo de Venegas!

¿Qué había sido entretanto del pobre huérfano, del desheredado de diez años, del niño en cuyo lujoso catre soñaba con los prometidos juguetes la millonaria de ocho abriles?

Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia.

III. DE CÓMO UN NIÑO DEJÓ DE SERLO

Manuel, que así se llamaba el huérfano, era, la funesta mañana en que su padre lo dejó dormido para ir a lanzarse al fuego que devoraba la casa de don Elías, un gentilísimo muchacho, blanco y sonrosado como el más vistoso amanecer y alegre y retozón como una florecilla descuidada. Criábalo don Rodrigo con el mayor esmero, no cifrado todavía en enseñarle nada literario, ni tan siquiera a leer y a escribir, de lo cual decía que siempre habría tiempo, sino en fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza física, sujetándolo a rudos ejercicios de agilidad y fuerza, aleccionándolo a andar largas jornadas en interminables cacerías, y explicándole de paso los misterios de la Sierra, la botánica de los montesinos, la medicina de los cortijeros, la astronomía de los pastores, las costumbres de todos los animales, la manera de luchar con ellos y matarlos, o de cogerlos vivos y reducirlos a su obediencia, y otros muchos secretos de la vida agreste y montaraz; de donde resultaba que siempre estaban juntos padre e hijo, y que se querían y trataban, más que como lo que eran, como dos hermanos, como dos camaradas, como dos compadres.

Nada sabía el halagado pequeñuelo de la total ruina de su casa ni de las consiguientes zozobras de don Rodrigo (quien, como se ve, lo criaba para pobre, presintiendo que llegaría a serlo); y a la sombra de aquella ignorancia, su niñez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera, hasta donde es posible en quien no ha conocido madre, cuando vinieron en montón y de golpe sobre su frente todos los infortunios humanos… En un mismo día…, ¡en el espacio de pocas horas!…, vio que traían de la calle, abrasado y sin conocimiento, al ídolo, al señor, al compañero y único amigo de su vida; presenció su espantosa muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmóviles ojos, ni un consejo, ni un ósculo de sus convulsos labios; se enteró de que existía Caifás y de la terrible tragedia del incendio, así como de su espantoso origen; supo que era tan pobre como los mendigos descalzos que piden limosna de puerta en puerta; comprendió que tenía que despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerraban, incluso los objetos que más le hubieran recordado al autor de sus días; contempló, cual si soñase, a todos los vecinos de la ciudad, constituidos en su casa, alrededor del cadáver de don Rodrigo, guardándolo como si fuera suyo; hasta que, finalmente, lo alzaron en hombros y se lo llevaron… no sin darle antes a él muchos besos y decirle muchas cosas, que no le supieron a nada… y quedóse allí abandonado, silencioso, estúpido, sentado en un rincón de la cámara mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qué esperar a nadie.

Llegada, en fin, la noche…, la primera noche de orfandad, cuando dejaron de tañer las campanas y de sonar las remotas músicas del entierro; cuando hasta las tinieblas le advertían que ya estaba solo sobre la tierra, cuando comenzaba a figurarse que él también había muerto y sido sepultado, oyó una voz ronca y áspera, la voz de un sacerdote grueso y feo, que le decía lúgubremente:

– Muchacho, ¿dónde estás? ¿Por qué no has encendido luz? Vente conmigo… ¡Yo te recojo, y sea lo que Dios quiera! Vámonos a mi casa…

Manuel lo siguió como un autómata, o más bien como el pobre can que se ha quedado sin dueño.

IV. UN CURA DE MISA Y OLLA

Apresurémonos a decir algo (muy poco) respecto de este sacerdote, antes de engolfarnos completamente en la historia del que había llegado a ser su pupilo.

Don Trinidad Muley era uno de aquellos curas a la antigua española, a quienes aman y respetan todos sus feligreses y cuantos los conocen, sin distinción de partidos políticos ni aun de creencias religiosas; curas que, sin ser liberales ni dejar de serlo, o, mejor dicho, por no tener opinión alguna sobre las cosas del César, pero sí una altísima idea de las cosas de Dios, no perdieron nunca ese amor y ese respeto, ni en la explosión nacional de 1808, ni en la reacción absolutista de 1814, ni en el furor revolucionario de 1820, como tampoco los perdieron después, cuando vino Angulema, ni por resultas del motín de La Granja ni en ninguna de las vicisitudes posteriores, tan fecundas en desavenencias entre la Iglesia y el Estado; curas indígenas, digámoslo así, que aman a su patria como cualquier hijo de vecino, sin tener nada de cosmopolitas, de europeos, ni aun de ultramontanos, por lo que rara vez legan su nombre a la Historia; curas, en fin, de la clase de católicos rancios, sin ribetes de política ni de filosofía, que no suelen poseer ni exigir de nadie sutilísimos conceptos teológicos con que explicar la mente del Autor del mundo, ni inflexibles fórmulas de escuela sobre la sociedad y su gobierno, sino pura y simplemente la práctica real y efectiva de todas las virtudes cristianas.

El ejemplar que tenemos a la vista era al propio tiempo tan natural y sencillo de suyo, tan humano y tan valiente, de espíritu tan abierto y corazón tan bondadoso, tan padre de almas por esencia, presencia y potencia, que lo mismo que servía para Cura párroco de Santa María de la Cabeza, y, como tal, derramaba muchos bienes morales y materiales, en cuanto alcanzaban sus recursos hubiera servido para sacerdote hebreo, mahometano, protestante o chino, con gran respeto y edificación de tales gentes. Digamos, pues, como resumen de sus cualidades positivas y negativas, que era un verdadero hombre de bien, lleno de caridad ingénita, iluminada por la palabra de Cristo; profundamente esperanza do en otra mejor vida, como todo el que tiene un alma grande, incapaz de satisfacerse con las vanas alegrías de la tierra; pobrísimo de humanidades, pero no de ciencia del mundo ni de conocimiento del corazón humano; muy escaso de imaginación, pero no de sana lógica ni de sentido común; que tal vez no sabía predicar un buen sermón sobre el dogma (ni creía necesario meterse allí en tales honduras), pero que embelesaba y mejoraba al auditorio desde el púlpito con su paternal actitud, con sus tiernas exhortaciones al bien y con su propio ejemplo… No era, no, de la casa de San Agustín, de Santo Tomás o de San Ignacio de Loyola; pero sí de la de San Cayetano, de la de San Diego de Alcalá y de la de San Juan de Dios, aunque menos docto y más vulgar que ellos y que la generalidad de los curas, tenientes y beneficiarios de aquella diócesis…

Ni dependía de la voluntad del pobre párroco el saber más textos de la Biblia y de los Santos Padres, o el no tergiversarlos cuando se metía a predicar por lo fino, sino de su pícara memoria, tan rebelde a la cultura del estudio, que nadie comprendía cómo el buen Muley (apellido moro que allí subsiste) había podido aprender el bastante latín para entrar en sínodo y ordenarse, y todo el mundo admiraba retrospectivamente al pacientísimo y ya difunto dómine que (con mazo y escoplo sin duda) pudo labrar lo suficiente en aquella enteriza cabeza para hacerle albergar el «musa, ae.»; Es todo lo malo que se podía decir de don Trinidad… En cambio, no había en el pueblo, ni en cien leguas a la redonda, quien le ganase a ceder su comida y su cama al desamparado mendigo; a cuidar personalmente a los apestados; a pasarse horas y horas dando alegre conversación, llena de saludables consejos, a los presos de la cárcel; a gastar, los días de nieve, todo el dinero que tenía en comprar alpargatas a los niños descalzos; a sacar de bracero a tomar el sol a míseros viejos que se baldaban en sus lóbregos tugurios; a reconciliar, en fuerza de lágrimas o de puñetazos, y hacerse abrazar cordialmente, a los matrimonies mal avenidos, a los adversarios que ya habían sacado las navajas, a las clases pobres con las ricas, cuando encarecía el pan y se armaba motín; a cada uno con su cruz, a los tristes con su tristeza, a los enfermos con su dolor, al penado con el castigo, al moribundo con la muerte… Era, pues, una veneración que rayaba en culto lo que se sentía hacia él en la ciudad, no obstante el genio llano, francote y hasta bromista que ostentaba con grandes y chicos cuando no había motivo para estar serio, y todos respetaban su ignorancia como una especie de inocencia, al modo que amamos y admiramos las montañas incultas y próvidas, por lo mismo que en ellas todo es natural, espontáneo, hijo legítimo de Dios y no de las especulaciones y fatigas humanas.

Así se justifica que el Obispo lo hubiese nombrado Cura propio de Santa María de la Cabeza, de cuya parroquia tomaba nombre el barrio más guerrero de la ciudad, donde vivía casi toda la gente labradora; así se comprende la profunda estimación que siempre se tuvieron, aunque se trataron muy poco, el difunto don Rodrigo y el bueno de don Trinidad; así se explica el paso que éste había dado, recogiendo y adoptando al hijo del caballero, sin consultar ni entenderse con nadie; y por eso también nosotros tendremos necesidad más adelante de volver a hablar de tan digna persona, con cuyo motivo podremos decir algo de su casa, de su oratoria, de sus costumbres y hasta de su bendita ama de gobierno.

No lo hacemos a la presente porque reclama nuestra atención el hijo de Venegas, o sea el que ya muy pronto va a comenzar a llamarse El Niño de la Bola.

V. EL ACREEDOR DEL USURERO

El pobre niño se había quedado como si fuese de hielo, por resultas de aquellos repentinos y bárbaros golpes de la suerte, contrayendo una palidez mortal, que le duró ya toda la vida. Nadie había hecho caso del infeliz en el primer momento de angustia, ni reparado en que no gemía, hablaba ni lloraba; y, cuando al cabo acudieron a él, lo hallaron contraído y yerto como una petrificación del dolor, aunque andaba, oía, veía y daba continuos besos a su llagado y moribundo padre. ¡No había, pues, derramado ni una sola lágrima durante la agonía de aquel ser tan querido, ni al besar su frío rostro, después que hubo muerto, ni al ver cómo se lo llevaban para siempre, ni al abandonar la casa en que había nacido, ni al hallarse albergado por caridad en la ajena! Algunas personas elogiaron su valor, otras criticaron su insensibilidad; las madres de familia lo compadecieron profundamente, adivinando por instinto la cruel tragedia que había quedado encerrada en el corazón del huérfano, por falta de un ser tierno y piadoso que le hiciese llorar, llorando a su lado.

Tampoco había vuelto Manuel a hablar desde que vio llegar en la agonía a su buen padre; ni respondió luego a las cariñosas preguntas que le hizo don Trinidad cuando se lo llevó a su casa; ni se le oyó más el metal de la voz en el transcurso de los tres primeros años que vivió en su santa compañía; y ya pensaban todos que se había quedado mudo para siempre, cuando un día que se hallaba, como de costumbre, en la iglesia de que era cura su protector, observó el sacristán que, encarándose con una linda efigie del Niño de la Bola que allí se veneraba, le decía melancólicamente:

– Niño Jesús, ¿por qué no hablas tú tampoco?

Manuel se había salvado. El náufrago acababa de sacar la cabeza de entre las olas de su amargura. ¡Ya no corría peligro su vida! A lo menos, así se creyó en toda la parroquia.

Desde aquel día el huérfano habló ya algunas palabras, muy pocas en verdad, con el cura y con el ama de gobierno, para significarles gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente a sus inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agüero don Trinidad Muley, los sacristanes y los monaguillos.

En cuanto al estado de su razón, nadie había tenido recelo alguno durante aquellos tres años de voluntaria o involuntaria mudez. El ama era la única que solía decir desde el principio, y siguió diciendo siempre, que a Manuel le había quedado una vena de loco (nada más que una vena) por resultas de no haber llorado cuando perdió a su padre. Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los papeles que nos sirven de guía no figura ningún dictamen facultativo sobre el particular, y eso de decidir en nuestro pobre mundo quién se halla en su juicio o quién está loco es materia más peliaguda de lo que parece. Juzgue cada lector lo que se le antoje, en vista de los sucesos que vayamos contando.

Con relación a las personas extrañas (de quienes, siempre que tropezaban con él, recibía expresivos testimonios de compasión y de cariño), continuó encerrado el huérfano en su glacial reserva, para lo cual adoptó la siguiente evasiva, estereotipada en sus desdeñosos labios: ¡Déjeme usted ahora!; dicho lo cual (en son de amarguísima súplica), seguía su camino, no sin haber excitado supersticiosos sentimientos en las mismas gentes que así esquivaba.

Menos aún desechó en aquella saludable crisis la honda tristeza y precoz austeridad de su carácter, ni la pertinaz insistencia con que se aferraba a determinadas costumbres. Éstas se habían reducido hasta entonces a acompañar al cura a la iglesia, a coger en el campo flores o hierbas de olor para adornar al Niño de la Bola (delante del cual se pasaba luego las horas muertas, sumido en una especie de éxtasis), y en subir a buscar aquellas mismas hierbas y flores a lo alto de la próxima sierra cuando no las hallaba en la campiña, por ser el rigor del invierno o del estío.

Semejante devoción, muy en consonancia con los principios religiosos que le inculcó en la cuna el difunto caballero, había ido mucho más allá de lo natural y de lo humano, aun tratándose de personas extraordinariamente místicas. No era tan sólo culto, reverencia, piedad, adoración fanática la que tributaba a aquella efigie… Era un amor de hermano y de súbdito, parecido al que había profesado a su padre, era una confusa mezcla de confianza, tutela e idolatría, muy análoga a la que las madres de los hombres de genio sienten por sus gloriosos hijos; era la respetuosa protección, llena de ternura, que dispensa el fuerte guerrero al príncipe de menor edad; era identificación; era orgullo; era ufanía como de un bien propio. Diríase que aquella imagen le representaba su trágico destino, su noble origen, su temprana orfandad, su pobreza, sus cuitas, la injusticia de los hombres, la soledad en que había quedado sobre la tierra, y acaso también algún presentimiento de futuros martirios.

Nada de esto discernía entonces el desventurado, pero tal debía ser el tumulto de ideas informe que palpitaba en el fondo de aquella devoción pueril, constante, absoluta, exclusiva. Para él no había ni Dios, ni Virgen, ni Santos, ni Angel es; no había más que el Niño de la Bola, sin relación a ningún alto misterio, sino por sí mismo, en su forma presente, con su figura artística, con su vestido de tisú de oro, con su corona de pedrería falsa, con su rubia cabeza, con su hechicero semblante y con aquel globo pintado de azul que mostraba en la mano, sobre el cual se erguía una crucecita de plata sobredorada, en señal de que el mundo estaba redimido.

Y he aquí la razón y fundamento de que, primero los acólitos de Santa María de la Cabeza, y después todos los muchachos de la ciudad, y finalmente las personas más graves y formales, designaran a Manuel con aquel singularísimo apodo de El Niño de la Bola, no sabemos si en son de aplauso a tan vehemente idolatría y por fiarlo al patrocinio del propio Niño Jesús, o como antífrasis sarcástica (dado que tal advocación sirve allí a veces como término comparativo de la ventura de los muy afortunados), o como profecía de lo animoso y formidable que había de ser con el tiempo el hijo de Venegas, supuesto que la mayor hipérbole que suele emplearse también en aquella comarca para encomiar el valor y poderío de alguno se reduce a decir que no le teme ni al Niño de la Bola.

Como quiera que ello fuera, así se denominaba generalmente al gallardo huérfano cuando recobró el uso de la palabra a la edad de trece años, fecha en que contrajo un nuevo hábito, tan inalterable y acompasado como todos los suyos, que le apartó un poco de su mística devoción e hizo prever al público sensato graves y funestas consecuencias.

Tal fue la costumbre que tomó de ir a sentarse, todas las tardes a la misma hora, en un poyo que había a la puerta de no sé qué casa, frente por frente del antiguo palacio de los Venegas, donde seguía habitando el usurero don Elías. Allí se estaba solo y quieto, desde las dos, que acababa de comer, hasta que se hacía de noche, con los ojos clavados en los grandes balcones del edificio o en el escudo de armas que campeaba sobre la puerta, sin que fuesen parte a distraer su atención los curiosos que pasaban por aquel solitario barrio con el mero objeto de verle hacer tan significativa centinela, ni osaran parecer por allí los chicos de su edad, ya castigados por sus puños de hierro, ni hubiesen bastado los ruegos del prudentísimo don Trinidad Muley a hacerle desistir de aquella peligrosa manía.

Los balcones del famoso caserón estaban siempre cerrados con maderas y todo, menos uno, que tenía sobre los cristales cortinillas blancas. ¡Era el de la habitación que fue despacho de su padre! Pero las cortinillas no se meneaban nunca, ni se veía nada al través de ellas.

Tampoco entraba ni salía alma viviente a aquellas horas por el enorme portón, cerrado también, como si allí no viviera nadie, o como si detrás de él no hubiese un portal con otra puerta, y en esta puerta su correspondiente aldaba.

Al fin, una tarde vio Manuel salir del palacio, y regresar a él al poco tiempo, a un viejecillo pobremente equipado, a quien recordaba haber hallado años atrás en el despacho de su padre contando grandes montones de dinero… Sin duda, era el criado y cobrador de don Elías.

El vejete debió conocer también al niño, o tener noticias de su persona, pues dio un largo rodeo a la ida y otro a la vuelta para no pasar cerca de él; lo miró de reojo con cierta especie de pavor, y volvió muchas veces la cabeza, como para cerciorarse de que no le seguía, ni más ni menos que hacen los supersticiosos con las que se les figuran almas del otro mundo.

A la tarde siguiente observó el huérfano que detrás de las mencionadas cortinillas se movía una sombra…, y luego vio descorrerse un poco la muselina de una de ellas y pegarse al cristal la severa cara de otro viejo a quien no conocía, y el cual fijaba en él dos ojos como dos puñales…

– ¡Ese es mi verdugo! -dijo Manuel, dando un salto de fiera y avanzando hacia aquella parte del edificio.

Pero la cortinilla se corrió de nuevo, y desapareció la visión.

El niño volvió a su asiento, cesando su furia tan bruscamente como había estallado. Todo en él tenía este carácter de prontitud y fuerza, propio de los leones: lo mismo la cólera que el reposo; así el dolor como el consuelo; así la arremetida como el perdón, según que veremos más adelante.

Mucho debió de perturbar el régimen doméstico, y acaso también la conciencia del riojano, la especie de sitio que le había puesto aquel diminuto acreedor, que parecía ir allí en demanda de su hacienda, del hogar en que había nacido, de la vida de su padre y del escudo de armas de sus mayores, y mucho debió de asustar a las mujeres de la casa el verle sentado en aquel poyo horas y horas, como un pleito mudo, como una acusación viva, o como una protesta perenne, anuncio de inevitables venganzas… Ello es que, a las dos o tres tardes de haberse cruzado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y su víctima, salió del vetusto caserón una mujer como de cincuenta años de edad, hermosa todavía, aunque muy estropeada y enjuta; de aspecto poco señoril, pero digno, y vestida más bien como una rica labriega que como una dama. Era la señá María Josefa, la antigua criada y actual esposa del prestamista.

Manuel lo adivinó, aunque tampoco la había visto nunca, y, no sabemos si por delicadeza de instinto o porque en los tres últimos años hubiera oído hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer, no sintió aversión ni disgusto al verla…

Pero cuando observó que la esposa de don Elías, después de asegurarse de que no había testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba resueltamente y se sentaba a su lado, experimentó una angustia indecible, y se levantó para marcharse.

La mujer le detuvo y le dijo:

– No te vayas, Manuel… Yo no te quiero mal… Yo vengo de buenas… Dime, hijo mío: ¿qué buscas aquí? ¿Necesitas algo? ¿Por qué vistes esa ropa, impropia de tu clase? ¿Quieres que yo te dé dinero?

El niño vestía de chaqueta, porque así lo había deseado; pues hay que advertir que, cuando se le quedaron chicos los trajes señoriles que sacó de su casa y don Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso a ello con gran energía, diciéndole: No, señor cura: yo no puedo costear ropa de caballero… Vístame usted, de pobre… Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicación, ni ninguna otra, a la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, o de volver a sentarse, púsose a escribir en el suelo con la punta del pie y a mirar atentamente las letras que escribía.

La mujer continuó, después de una pausa:

– No es esto decir que la chaqueta te siente mal… Tú estás bien de todas maneras…, pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos como dos soles, y además, el señor cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente… Pero yo quisiera hacer algo más por ti, comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la capital… En fin, aunque yo he hablado ya con don Trinidad, y él cree que estos negocios debemos arreglarlos tú y yo, díselo de mi parte, para que te convenzas de que no te engaño; y si te decides a ser mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor… ¿No me respondes, Manuel? ¿En qué piensas?

El niño tampoco contestó a este discurso, y siguió escribiendo con el pie en el suelo, donde ya podía leerse el nombre de su padre: RODRIGO.

– ¿Qué escribes ahí? -preguntó, después de otra pausa, la esposa de don Elías-. Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla… Respóndeme, pues. ¡Cuando tú vienes aquí todas las tardes, algo quieres!… Dímelo con franqueza… O, si no, toma, y es mejor… Tú gastarás esto en lo que necesites…

Y le largó un bolsón de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas relucía mucho oro. Lo menos contendría seis mil reales Manuel borró con el pie el nombre del difunto caballero, y se puso a escribir otro, que resultó ser el de la madre a quien no había conocido: MANUELA. Es decir, que ni siquiera se dignó fijar sus ojos en la bolsa… Por el contrario: para dar a entender que nada tomaría, escondió sus manos en los bolsillos del pantalón.

– ¡Eres muy rencoroso, o tienes mucho orgullo, Manuel! -dijo entonces con amargura la señá María Josefa-. Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, ¡y lo que es en eso te equivocas!… Figúrate que tengo una hija a quien adoro, como tu padre te adoraba a ti; la cual esta mañana le decía a mi marido, después del almuerzo: «Mira, papá: es menester perdones a ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y le digas que sí a lo que venga a pedirte… ¡A mí me da mucha lástima de él! ¡Dicen que antes era más rico que nosotros, y que la cama en que yo duermo ha sido suya…» ¡Conque ya ves, hombre, ya ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por ti!

Manuel había levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

– Dígame usted, señora… -pronunció entonces reposadamente-. ¿Cuántos años tiene esa niña?

– Va a cumplir doce… -respondió la madre con incomparable dulzura.

Manuel volvió aparentemente a su distracción; pero escribió con el pie en la tierra: SOLEDAD.

– Supongo que ya te habrás convencido de que puedes tomar esta friolera… -añadió la buena mujer, alargándole el dinero.

Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad y tristeza:

– Señora…, ¡bastante hemos hablado!

Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, desapareciendo detrás de una esquina.

La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa. Luego se levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se atrevería a llamar su casa. En cuanto al niño, no habrían transcurrido cinco minutos, cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo, con los ojos fijos en los balcones del usurero.

VI. SOLEDAD

A los dos días de la anterior escena, Manuel cambió las horas de su coti diana visita a la plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí a las nueve, o sea al terminar el servicio ordinario de la parroquia.

¿Por qué este cambio? ¿Presumió el niño que a tales horas habría más entrantes y salientes en casa de Caifás, y mayor materia, por tanto, para sus observaciones? ¿O tuvo noticia terminante y cierta de que así le sería fácil conocer a aquella niña de que le había hablado la mujer del usurero, a aquella defensora de doce años que tanto le compadecía, a aquella Soledad inolvidable que le había calificado de hermoso?

Lo ignoramos completamente. Pero el caso fue que la mañana en que hizo tal novedad vio Manuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos y de otras personas mas o menos notables de la ciudad, y que cerca de las doce volvió a salir del caserón el mismo sirviente, el cual, después de muchos rodeos y vacilaciones, penetró en un Colegio de niñas, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como a cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el sitiador tenía plantados sus reales.

Un vuelco le dio el corazón al avisado huérfano, cuyo instinto de cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y conjeturas le advirtieron que iba a presentarse ante sus ojos la hija de Caifás

Así fue, en efecto: pocos instantes después salió del colegio el asustadizo cobrador, llevando de la mano a una elegantísima niña, cuyo gallardo andar y vivos y graciosos movimientos, acompañados de alegres risas y del timbre argentino de una voz de ángel, dejaron desde luego absorto al hijo de Venegas.

– ¿Por qué razón -pareció preguntarse el mísero- no está triste esa niña cuando yo lo estoy?

La niña calló repentinamente, sin duda por haberle advertido el criado que estaba allí Manuel, o por haberle ella visto en aquel instante. Reinó, pues, en la plaza un profundo silencio, que el huérfano comparó con el de la muerte, y Soledad siguió avanzando, sin reír, sin hablar y con un aire de gravedad y compostura que infundió mayor pena al que lo motivaba…

Observó luego el adusto niño (y esto le alegró el corazón) que la hija de Caifás lo miraba furtivamente, y que se había entablado cierta sorda lucha entre el viejo, que la tiraba de la mano, tratando de acercarla lo más posible a la acera del palacio, y ella, que pugnaba por aproximarse gradualmente a la otra banda, a fin de pasar muy cerca del misterioso personaje.

Éste la miraba de hito en hito, sin pestañear, con la extrañeza y valentía, pero también con la mansedumbre del león que, harto del sangriento diario festín, viese pasar delante de su cueva una atribulada gacetilla… Muchas más cosas había en los ojos y en el corazón de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas aún por entero: había admiración, producida por la peregrina belleza de aquella inocente; había orgullo, al recordar que debía a tan gentil y a la sazón reservada criatura espontáneas defensas, lisonjeros elogios y la más dulce compasión; había remordimiento y pena de que por su causa hubiese dejado de reír y hablar; había no sé qué especie de ternura, nacida de este mismo generoso dolor; había, en resumen, ansia de parecerle menos hostil, a la par que celos y envidia de las personas que no estuviesen incapacitadas, como él, para gozar de su alegría y de su confianza… Es decir, que, por un milagro de precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros, el de lord Byron, llorando de amor, a la edad de diez años, por la hija de un enemigo de su familia), reveláronse en los ojos y en el corazón del huérfano, desde el punto y hora en que vio por primera vez a la hija del verdugo de su casa, los poderosos gérmenes de aquel amor fatal e inevitable, transformación aciaga de paternos odios, que tantos poemas ha creado; del amor de Romeo a Julieta y de Edgardo a Lucía; amor necesario y terrible, que arraiga tenazmente en la roca de la imposibilidad, por lo mismo que está destinado a combatir con los huracanes de un hado siempre adverso.

Repetimos que nuestro rapaz de trece años no se había dado cuenta de casi ninguna de estas emociones: no hacía más que mirar estúpidamente a aquella encantadora niña, cuyos negros y expresivos ojos, rizados cabellos castaños, preciosísima boca, rosada tez y garboso talle, prometían al mundo una mujer extraordinariamente bella… Además, el lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que relucían en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y los libros, contribuían a deslumbrar a aquel impúber medio salvaje, criado en la Sierra y en la sacristía, semicazador y semiacólito, que casi nunca había hablado con niños, mucho menos con niñas, acostumbrado únicamente a la austera sociedad de su enérgico padre y del incivil párroco de Santa María de la Cabeza.

Pero cuando verdaderamente conoció Manuel algo de lo que sentía fue cuando la Eva de doce años logró vencer en su contienda y pasó casi rozando con él… Dirigióle entonces la niña una mirada de femenina curiosidad, mezclada de indefinible dulzura, que lo dejó fascinado y sin respiración; hecho lo cual, giró resueltamente hacia su casa con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetería, que hubiera enloquecido a Manuel, si ya no estuviese loco de adoración y espanto…

¡Fue para comérsela! -dijo doña Paz al subteniente, al referirle este endiablado episodio.

Ni pararon aquí las temeridades de Soledad en aquella primera entrevista… Dos veces lo menos, al atravesar la plaza de una acera a otra, volvió la cabeza para mirar nuevamente al huérfano cuya hermosura no debió de haberle parecido menor que contemplada desde las rendijas de los balcones del palacio; y, por último, antes de desaparecer detrás del portón (que hacía rato se había abierto para recibirla) le dirigió una postrera y más larga mirada, con todos los honores de saludo…

Manuel quedó anonadado y como imbécil bajo el peso de sus extrañas y confusas ideas, y no alzó los ojos del suelo hasta que el reloj de la Catedral dio la una, recordándole que le esperaba don Trinidad… Levantóse entonces con tanta pena como la mujer del usurero al alejarse de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tomó el camino de la casa del cura, tambaleándose cual si fuese ebrio o medio sonámbulo…

Sansón había conocido a Da lila.

VII. VARIAS Y DIVERSAS OPINIONES DE DON TRINIDAD

El descendiente de los Venegas tuvo, sin embargo, bastante fuerza de voluntad para no volver en muchísimo tiempo por aquella plaza ni por sus cercanías, bien que semejante resolución no dimanase exclusivamente de su conciencia.

Don Trinidad Muley fue quien, al ver que el joven no quiso comer ni cenar el día mencionado, ni durmió aquella noche, y amaneció al día siguiente con calentura, le recibió declaración indagatoria, y sabedor de todo lo ocurrido, díjole estas palabras:

– Caminas derechamente a tu perdición. Ya te lo anuncié cuando me opuse a que fueras a sentarte en aquel maldito poyo…; pero no quisiste hacerme caso, y el resultado lo estás viendo. ¡Temprano empiezan a gustarse las amigas de la serpiente!… Sin embargo, yo no te lo criticaría (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo caso se acabaría el mundo…); no te lo criticaría, digo, si no se tratara de la hija del que tan cruel fue con tu padre… Pero se trata de ella, y comprendo que los escrúpulos de haberte complacido en mirarla te hayan quitado el sueño y la salud, como a todos los que están en pecado mortal. Por consiguiente, ¡en nombre de don Rodrigo Venegas (que en paz descanse), y hasta en nombre de Dios, te conjuro a que no vuelvas a acercarte a aquel barrio, si no quieres perder mi cariño, la estimación de las gentes y, por de contado, tu propia alma!

Algo muy semejante había dicho ya su corazón a Manuel, y, vista la resuelta actitud, acompañada de cariñoso llanto, de su amadísimo protector, dio palabra formal y solemne de abstenerse de ir a la plaza de los Venegas, mientras que don Trinidad no dispusiera otra cosa…

Pasaron, pues, nada menos que tres años sin que Manuel volviese a ver a Soledad.

Durante ellos, aquel singularísimo niño vivió primero encerrado casi continuamente en la iglesia de Santa María, más entregado que nunca a su antigua amistad con la efigie del Niño de la Bola, a la cual hacía muchos regalos, daba frecuentes besos y hasta solía hablar al oído, como si le confiara sus penas. ¡Lo que no hacía, ni aun en los momentos de mayor efusión, era llorar!… El don del llanto había sido negado a aquella desgraciada criatura.

Llegado de este modo a los catorce años, y cuando el vigilante don Trinidad, que nada le preguntaba, lo creía ya olvidado de su pasión pueril, Manuel cambió súbitamente de vida, y comenzó a emprender largas excursiones a la Sierra. En ella estaba algunas veces ocho días seguidos, y desde luego llamó la atención que, no conociendo allí a nadie, ni acercándose jamás adonde hubiera gente, no llevase nunca provisiones ni armas…

– Muchacho -le dijo un día el clérigo-, ¿cómo te las compones para comer?

– Señor cura… -contestó el niño-, ¡en la Sierra hay de todo!

– ¡Sí! Ya sé que hay frutas bordes y legumbres salvajes, y mucha caza mayor y menor… Pero ¿cómo cazas sin escopeta?

– ¡Con esto! -respondió Manuel, mostrándole una honda de cáñamo que llevaba liada a la cintura-. ¡Y con ramas de árbol! ¡Y a brazo partido…, y a bocados, si es menester!

– ¡El demonio eres, muchacho! -concluyó diciendo el cura, a quien, en medio de todo, le gustaba más la vida montaraz que la civilizada, y que tampoco tenía nada de cobarde.

Siguió, pues, respetando aquella nueva manía de su pupilo, y hasta justificando que el pobre huérfano buscase una madre en la soledad y una aliada en la Naturaleza, como había buscado un hermano en el Niño Jesús.

– ¿Qué le hemos de hacer? -solía decir a su ama de llaves-. Si en esa vida de perros no aprende cosas buenas, tampoco aprenderá cosas malas; y si nunca llega a saber latín, le enseñaremos un oficio, y en paz. San José fue maestro carpintero… ¿Qué digo?… ¡Ni tan siquiera consta que fuese maestro!

– Ese niño está loco… -contestaba siempre Polonia.

Las correrías de Manuel iban haciéndose interminables, y de ellas regresaba cada vez más taciturno y melancólico, siendo cosa que ya daba espanto verlo llegar, después de meses enteros de ausencia, curtido por el sol o por la lluvia, deshechos pies y manos de trepar por inaccesibles riscos, desgarradas a veces sus carnes por los dientes y las uñas del lobo, del jabalí y de otras fieras y siempre vestido con pieles de sus adversarios, única gala del pequeño Nemrod después de tan desiguales luchas.

Pero ¡ay! ¿Qué valían todos estos destrozos en comparación de los que un tenaz sentimiento, impropio de su edad, o una nueva locura, según Polonia, hacía en el alma enferma de aquel desgraciado? ¿Qué importaban tales fatigas a quien precisamente buscaba en ellas remedio o lenitivo a más íntimas y mortales inquietudes?

Porque ya hay que decirlo: con quien verdaderamente luchaba el huérfano en aquellos parajes selváticos, sin conseguir el deseado triunfo, era con su involuntario e indestructible cariño a Soledad, como también había luchado con él inútilmente en la iglesia de Santa María bajo la protección del Niño de la Bola. Pasaba ya el mozo de los quince años; era de sangre árabe, y en su fogosa y pertinaz imaginación resplandecía más fulgente y hechicera que nunca la imagen de la niña vedada, del bien prohibido, de la felicidad imposible, mientras que su escrupulosa conciencia sentía cada vez mayor repugnancia a aquel afecto criminal, infame, sacrílego (él lo calificaba entonces así), que había venido a frustrar tantos y tantos planes de reparación y de justicia, amasados lentamente por el huérfano en tres años de meditación y de mudez. Figurábase que su padre maldeciría desde el cielo aquel amor inventado por el demonio para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros, y hacía esfuerzos inauditos para arrancarse del alma el nombre de Soledad, por no ver la cariñosa luz de sus ojos, por no envidiar el regalo de su sonrisa, por matar, en fin, aquel insensato deseo de ser amigo suyo, de serlo siempre, de serlo más que nadie, que precisamente había nacido en su soberbio corazón de la misma imposibilidad de lograrlo.

No sabemos en qué habría venido a parar Manuel, ni si efectivamente hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro pies como las bestias feroces, según vaticinaba el ama del cura, a no haber logrado ésta convencer a don Trinidad de que el presunto Nabucodonosor estaba más enamorado que nunca de la hija del usurero; de que tal era la causa de la desastrada vida que hacía, y de que aquel indomable y contrariado cariño daría muy pronto al traste con el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso ¡ya podían echarse a temblar don Elías, su esposa, su hija y todos los nacidos que se le pusieran por delante!

Penetrado que estuvo don Trinidad de estas razones, púsose a discurrir la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y de la justicia el cariño de Manuel a Soledad, que tan execrable le había parecido tres años antes; y después de largas cavilaciones e insomnios, y de muchas conferencias con su dicha ama, con una hermana muy discreta que el ama tenía y con la propia mujer del usurero (la cual solía avistarse con el bondadoso padre de almas cuando Manuel estaba en la Sierra), hizo al fin su composición de lugar, en forma de sermón de Domingo de Cuasimodo, cuyas ideas capitales fueron las siguientes:

1.ª Que don Elías Pérez y Sánchez, alias Caifás, aunque avariento y cruel por naturaleza, obró siempre dentro de la ley escrita en sus negocios con don Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, sin compelerlo ni excitarlo nunca a que le pidiese dinero prestado, ni exigirle después otros réditos o ganancias que los estipulados solemnemente por ambas partes.

2.ª Que el haber costeado exclusivamente a sus expensas una partida armada contra los franceses, constituyó, desde luego, la mejor gloria de don Rodrigo Venegas, tanto más de agradecer y de estimar cuanto mayores perjuicios le hubiera causado; de modo y forma que si don Elías Pérez hubiese accedido a perdonarle alguna parte de su deudo, como solicitaron indiscretísimos mediadores, habría aminorado con tal indulto la importancia del patriótico servicio del buen caballero, rebajando en igual proporción el lustre de su nombre en las páginas de la historia.

3.ª Que no fue el prestamista quien puso fuego a su propia casa, sino precisamente su apurados deudores, entre los cuales figuraba en primera línea don Rodrigo Venegas, y que si éste murió por salvar los valiosos papeles de su acreedor, también se libró con ello de la ignominiosa imputación de incendiario y petardista que seguía pesando sobre los demás, y alcanzó de camino una nueva gloria, cuyo mérito consistía cabalmente en que aquella valerosa acción pareció tan desinteresada como espontánea; nobilísimo carácter que hubiera perdido desde el momento en que, por premio de ella, don Elías Pérez y Sánchez hubiera hecho alguna donación o rebaja a don Rodrigo Venegas o al pobre huérfano; pues entonces el acto heroico se habría convertido, a los ojos de los maldicientes, en un atrevido medio de ahorrarse dinero o de procurárselo a su hijo…; cosa que hubiera rechazado enérgicamente el hijodalgo desde este mundo o desde el otro.

4.ª y última. Que por consecuencia de estas premisas, y bien examinado todo lo definido en la materia por el Concilio de Trento, podía decidirse, para evitar mayores males, y supuesta la conformidad de los interesados, que no había imposibilidad moral ni impedimento canónico para que la hija de don Elías Pérez y Sánchez llegase a ser amiga, y hasta mujer, si las cosas iban a mayores, del hijo de don Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, dijese lo que quisiera el novelero y desalmado público, siempre ganoso de ajenos compromisos y desastres en que desempeñar gratis el cómodo oficio de espectador o de plañidero.

Satisfecho don Trinidad de su discurso, que puede decirse fue el que más trabajo le costó hilvanar en toda su vida, llamó a capítulo al atribulado huérfano, precisamente el día que cumplió éste dieciséis años; y, previa una larga oración en que se encomendó a la Virgen y a San Antonio de Padua, le fue exponiendo todas aquellas razones en términos muy claros, aunque no muy precisos, acabando por abrazarle y llorar, que era su argumento Aquiles en los grandes apuros.

Finalmente, después del sermón que llamaremos oficial, el buen padre cura se levantó del sillón de vaqueta que le había servido de cátedra, y descendiendo al estilo llano y pedestre, por si el joven se había quedado en ayunas, díjole a manera de corolario casero:

– Conque ya ves, alma de cántaro, que nada se opone a que te salgas con la tuya y que seas amigo de Soledad y de su familia, ni tampoco a que dentro de algunos años, cuando tengáis edad de pensar en tales barrabasadas, lleguéis a ser marido y mujer, suponiendo que esa muñeca siga queriéndote tanto como te quiere ahora…, según acaba de decirme su madre. ¿Por qué pones esos ojos tan espantados? ¿Crees tú que yo me duermo en las pajas cuando se trata de tus menores caprichos? Pues ¡sí! La señá María Josefa, que es una excelente mujer, en medio de todo, sospecha que su hija te quiere, y se alegraría en el alma de que las historias de don Elías con tu padre se transigieran, andando el tiempo, por medio de una bendición… que yo os echaría con mucho gusto. Y es que la pobre, como no ha inventado la pólvora, entra a veces en escrúpulos de si el veinticinco por ciento sería demasiada gabela, y de si eso que llaman el interés compuesto puede admitirse entre personas cristianas… En fin, ¡majaderías! ¡Cuestiones de ochavos, que nada tienen que ver con Dios ni con la felicidad de nuestra alma en este mundo ni en el otro, y que a tu buen padre no le importaron nunca un comino! Por consiguiente, ¡a ser bueno, a engordar, a vestirse como las personas regulares y a no hacer más tonterías! Ahí te tiene preparada Polonia una ropa nueva, no del todo mala, para que celebres hoy tu decimosexto natalicio. ¡Ya eres un hombre! En cuanto a don Elías, aunque andará reacio (pues es muy duro de mollera, y tu padre y tú habéis sido causa eficiente de que lo miren con tan malos ojos en el pueblo y de que el hombre tenga que vivir entre cuatro paredes como un leproso, habiendo tú hecho muy mal -y ya te lo previne, pues era una falta de respeto- en ir a sentarte todas las tardes enfrente de sus balcones, cosa que, según me ha dicho la señá María Josefa, lo ponía fuera de sí, y con mucha razón); en en cuanto a don Elías Pérez, digo, ya lo amansaremos entre todos cuando tengas veinte o veinticinco años. ¡Todavía eres un niño! Lo principal es que le sigas gustando a esa mocosa, pues ella hará que su padre le diga amén a todo, según costumbre… (¡Es mujer, y basta!… ¡Dios nos libre!) Conque anda, y lávate, y ponte la ropa nueva, no dejando de venir luego a que yo te vea hecho un brazo de mar. Polonia te ayudará a peinarte esas greñas de oso ¡Bendito sea Dios y qué trabajo cuesta criar un hombre!

Imaginémonos la emoción que causaría a Manuel este remate del discurso. ¡Soledad le amaba! ¡La madre protegía aquel cariño y soñaba con llegar algún día a casarlos! ¡El señor cura, el hombre más honrado de la tierra, no hallaba nada censurable en aquel casamiento! ¡Había, en fin, un traje nuevo que ponerse y con que poder ir en seguida a la plaza de los Venegas a tratar de ver a Soledad después de tan larga separación! ¡A Soledad, que ya tendría más de catorce años, que ya sería casi una mujer y que había hallado hermoso al niño, cuando de seguro no lo era tanto como el adolescente!

Así debieron de discurrir el egoísmo y la vanidad de Manuel en contestación al corolario de don Trinidad, y aun estamos por decir que estas lisonjeras consideraciones, más que los razonamientos morales del cuerpo del sermón, convencerían al hijo de don Rodrigo de que se había estado mortificando sin causa alguna, de que podía dar por terminadas todas sus penas y de que ya no tenía que hacer otra cosa que ponerse inmediatamente el traje nuevo y emprender una campaña pacífica en demanda de la mano de Soledad… para cinco años después, o para mucho antes si posible fuese.

Las once de la mañana iban a dar cuando el joven salió del despacho de su protector, y no eran todavía las once y media cuando ya estaba hecho un ascua de oro, en la silenciosa plaza de su mismo apellido; pero no sentado esta vez en el fatídico poyo que tantas amarguras le recordaba, sino paseándose mansamente a la puerta del Colegio de niñas, en la esperanza de que Soledad siguiese yendo todavía a él, y contando por milésimas los instantes que faltaban para las doce.

Según acababa de advertir al imberbe amante su disculpable presunción, aquella hermosura, que tan famoso lo hizo de niño, habíase aumentado extraordinariamente en la crisis de la pubertad. No obstante los rigores de su áspera vida en la Sierra, o más bien merced a ellos, casi tenía ya la estatura y robustez de todo un hombre, y aquel sello de fuerza y majestad viril que once años después produjo tal admiración en cuantos le vieron marchar a caballo entre la capital y la ciudad… Con todo, la natural lozanía de los dieciséis abriles prestaba entonces al rostro del adolescente su encantadora suavidad y virginal frescura, más realzadas que oscurecidas todavía por las vagas penumbras del apenas incipiente bozo.

En resumen: era a la par niño y hombre, tan en sazón de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, verbigracia) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archimujer, lo mirase ya con ojos pecadores.

Paseábase, digo, el gentil mancebo por la puerta del Colegio de niñas, muy pagado de su figura y también de su flamante ropa de paño azul, de su sombrero recién sacado de la tienda y del pañolillo carmesí, de la India, que Polonia le había puesto al cuello, sujetándoselo con una sortija de similor y piedras de Francia, que el cura le regaló el día que cantó Misa (pues hay que advertir que esta ama, antes de serlo de llaves, lo había sido de leche del bueno de don Trinidad, a quien seguía diciendo a solas «mira, niño»…), cuando dieron las doce en el reloj de la Catedral, y se abrieron simultáneamente la puerta del establecimiento (para dar paso a Soledad y a otras educandas) y la puerta del caserón de los Venegas, para dar paso al viejecillo que ya conocemos.

Las otras niñas se alejaron de Soledad con aire misterioso al ver que se le acercaba aquel joven, a quien de seguro reconocerían; el criado, que lo reconoció también, se quedó inmóvil junto al portón del palacio, temiendo seguramente alguna catástrofe, y Soledad (de quien no hay que decir que antes que nadie se había hecho cargo de todo) púsose más encendida que la grana y trató de seguir su camino.

– Óyeme, niña… -le dijo entonces con inusitada blandura el desabrido Manuel, atajándole el paso respetuosísimamente-. Tengo que darte un recado para tu padre.

Soledad se paró, y, repuesta de su sorpresa en el mismo instante, fijó sus grandes y dulces ojos en los del hijo de don Rodrigo Venegas, sin la menor expresión de timidez ni sobresalto. También había crecido bastante la niña, cuyas nacientes gracias juveniles recordaban a la Ofelia de Shakespeare. Aún iba vestida de corto, en lo cual no hacía bien su madre, ni menos en seguir enviándola al Colegio, pues era exponerla a que algún descarado le dirigiese la flor, allí usual, de que más parecía una maestra que una discípula. Lo decimos entre otras varias razones, porque no podía darse nada tan atractivo y misterioso como el poético semblante de aquella adolescente, cuya inteligencia despertaba ya viva curiosidad y loco deseo de penetrar en el abismo de su alma.

Manuel quedó embelesado y sin poder continuar su discurso al reparar en los nuevos hechizos que hermoseaban a la gentil criatura con quien se había desposado su espíritu desde la niñez, y bajó un momento los ojos, como deslumbrado por tanta belleza…

Era enteramente el reverso del famosísimo primer saludo de Fausto a Margarita: ella representaba la seducción; él, la inocencia.

– Soledad… -prosiguió diciendo el semisalvaje, con voz tan mansa y melodiosa que hubiera enternecido al más feroz tirano-. Dile a tu padre, de parte de Manuel Venegas, que de ti, y sólo de ti…, depende el que él y yo seamos amigos. Dile que te quiero más que a mi vida y que estoy pronto a perdonarlo si consiente en casarnos cuando… tengamos la edad, por cuyo medio quedarán arregladas antiguas cuentas y se evitarán muchos disgustos… Dile que yo estudiaré y trabajaré entretanto, a fin de llegar a ser un hombre de provecho… Y, en fin, dile que tu madre y don Trinidad Muley entran gustosos en estas paces.

¿Y yo? -pudo preguntar la niña.

Pero se guardó muy bien de preguntarlo.

En cambio, tampoco respondió cosa alguna. Sólo había sido fácil notar que cuando oyó al huérfano declarar su cariño en términos tan vehementes y decir lo de la conformidad de la madre y el cura, bajó los párpados y se mordió los labios, como para ocultar sus emociones.

Acabado que hubo Manuel su breve discurso, Soledad intentó de nuevo seguir marchando; pero el joven volvió a detenerla con exquisita finura, y añadió lo siguiente:

– Mañana, a estas horas, te aguardaré aquí mismo para saber la contestación de tu padre.

Dicho lo cual, la saludó muy políticamente, quitándose el sombrero y dejándole franco el camino.

Fue entonces Soledad quien se detuvo…, para clavar en Manuel una larga mirada de cariño y reconvención: movió luego los labios con ternura, como disponiéndose a decirle alguna cosa; pero se arrepintió en seguida, y bajó los temerarios ojos, con no sé qué tardía modestia; sonrió, en fin, levemente, como burlándose de sí propia, y echó a correr hacia el palacio con más aturdimiento y ligereza que aconsejaba su calidad de núbil.

Ya era tiempo, pues en aquel instante comenzó a tronar una voz terrible al otro lado del portón; viose salir muy asustada a la señá María Josefa en busca de su hija, y notóse que el viejo cobrador daba excusas a la persona invisible que rugía dentro del portal. Manuel, en medio del inefable arrobamiento que le había causado la indefinible mirada de la joven, sintió vibrar en su pecho la ira, y estuvo para correr también hacia el palacio. Pero luego se dominó bruscamente, y, encogiéndose de hombros, tomó con majestuosa lentitud el camino opuesto, sin volver la cabeza para ver lo que seguía ocurriendo en la plaza, de donde salió a punto que cesaron las voces y se oyó cerrar el portón.

– ¡Mañana veremos! -iba diciéndose el mozo con la tranquilidad de la justicia y de la fuerza.

VIII. PERIPECIA

El día siguiente, a las once de la mañana, estaba ya Manuel a la puerta del Colegio, en busca de la contestación que aguardaba de parte de don Elías, y mientras era llegada la hora de que la niña saliese de aquel santuario (donde vulgarísimas muchachas y estólidas maestras -así suelen discurrir los enamorados- tenían la gloria de verla coser y de oírla decorar sus lecciones, como si también ella fuese criatura mortal), el pobre mancebo se paseaba, lo más lejos posible del mudo caserón, enmarañando y devanando por centésima vez en su cabeza mil encontradas conjeturas sobre la significación del rubor, de la mirada, de la sonrisa y de la fuga de la intrépida y silenciosa adolescente durante la escena de la víspera…

De lo que no podía dudar era de que Soledad le amaba, no ya sólo porque don Trinidad se lo hubiese contado la mañana anterior con referencia a la mujer del usurero, sino porque a él se lo había dicho su leal naturaleza al recibir aquella mirada (reveladora de dulces y ya presentidos misterios) con que la niña, trocada en mujer, había transfigurado al niño en hombre.

En cuanto a lo que pudiese contestar don Elías a su demanda, Manuel estaba también completamente tranquilo.

– ¿Qué mejor recurso le queda al acorralado Caifás -decíase el joven, rebosando júbilo, soberbia y confianza- que transigir conmigo, que escapar a mi furia, que liquidar amistosamente con el espectro de mi padre, con el público y con Dios?… ¡Nada! ¡Nada! ¡Soledad es mía! ¡Terminaron mis penas! ¡Desde mañana comenzaré a trabajar y dentro de cuatro o cinco años seré bastante rico para casarme con mi adorada!

A todo esto iban a dar las doce, y el cobrador del prestamista no salía del palacio en busca de la educanda… ¿No habría ido ésta aquel día al Colegio? Los minutos se le hacían siglos al impetuoso Venegas, y desde aquel instante comenzó a dudar de la solidez del edificio de sus esperanza s…

Dieron, por último, las tres Avemarías todos los campanarios de la población, y las niñas comenzaron a salir del Colegio, primero en grupos, luego desperdigadas… ¡Soledad era la única que no salía! ¡Y el criado no iba tampoco por ella!

Manuel no pudo contenerse más, y acercándose a una colegialilla de cinco o seis años que se había quedado rezagada y pasó cerca de él, le preguntó con afectada indiferencia:

– Dime, niña: ¿y Soledad? ¿No ha venido hoy al Colegio?

– No, señor… -respondió el gorgojo-. La han quitado… ¡por mala!

– ¡Ah, viejo infame! -gritó Manuel, volviéndose hacia el caserón con el puño cerrado, como amenazando derribar aquellas paredes y sepultar bajo sus escombros a don Elías.

Y se encontró cara a cara con don Trinidad Muley, que hacía ya un rato estaba interpuesto estratégicamente entre su atolondrado pupilo y la casa del usurero.

– ¡Tienes razón! ¡Es un pícaro, y por eso he venido yo a buscarte! -dijo el clérigo, cogiendo de un brazo a Manuel

– ¡Señor cura! -exclamó éste con desesperación-. ¿Por qué no me dejó usted morirme el día que enterraron a mi padre?

– ¡Muchacho!, ¿qué dices? ¡Eso es una blasfemia! -contestó don Trinidad, estremeciéndose-. Anda… Vámonos de aquí… Tenemos que hablar. El día está bueno, y tomaremos el sol en el camino de las Huertas. Allí no hay nadie a estas horas.

Manuel había inclinado la cabeza sobre el pecho y caído en una profunda meditación…

– Vamos…, vamos… Sígueme… -continuó diciendo el sacerdote-. No te abatas de esa manera… Para todo hay remedio en este mundo, máxime cuando se tienen sentimientos cristianos… Yo te diré lo que hay que determinar en el presente caso… ¡Conque anda, que aquí hace mucho frío!

El joven siguió a su protector sin levantar la cabeza, pensando más, indudablemente, en sus propios recursos y en los atrevidos planes que formó aquel día que en lo que el cura tuviera que decirle.

Llegados al próximo camino de las Huertas, don Trinidad Muley (de quien hemos olvidado decir que a los treinta y siete años de edad era ya excesivamente grueso) se paró como una nave que da fondo; quitóse el enorme sombrero de canal, se limpió el sudor con un gran pañuelo de hierbas, tomó aliento dos o tres veces, y habló así:

– Pues, señor: ¿para qué andar con circunloquios?… ¡Es menester que olvides a Soledad! Su padre te aborrece con sus cinco sentidos, y no te la entregará nunca. ¡No me lo nombres!… ¡Prefiero verte muerta!, le dijo ayer, en contestación a tu sensato mensaje; e inmediatamente mandó al Colegio por la silla y demás efectos de la muchacha, haciendo decir a la maestra «que Soledad era ya demasiado grande para aprender tonterías»… Todo esto me lo acaba de contar, llorando, la señá María Josefa en una entrevista misteriosa, para la cual me citó hace una hora, y que hemos celebrado en casa de otro sacerdote. ¡La pobre mujer es una santa! Conque ¡lo dicho! ¡Es menester que me des palabra de honor y hasta que me jures no volver a acordarte de Soledad!

Manuel seguía con la cabeza baja y aparentemente tranquilo; y, cuando el cura hubo callado, le preguntó con lentitud y precisión:

– Dígame usted: ¿y Soledad? ¿Qué ha respondido a su padre?

– ¡Vaya una salida!… ¡Nada!… ¿Qué había de responderle?

– Pero… ¿ha dado muestras de sentimiento?… ¿Ha llorado?…

– Soledad es como tú… ¡Soledad no llora!

– ¿Y cómo sabe usted que no ha llorado en esta ocasión?

– ¡Toma! Porque también se lo he preguntado yo a su madre… ¿Crees que, porque estoy vestido de cura, no entiendo yo de estos negocios?

Manuel continuó preguntando:

– ¿Y qué dice la señá María Josefa? ¿Sigue creyendo que su hija me quiere? ¿Espera que se someterá a la voluntad de su padre?

– ¡Mira, niño!… -respondió el cura muy amostazado-. ¡Aquí no hemos venido a hablar de Soledad, sino de ti! ¡A mí no me mareas tú!

– ¿De modo que no quiere usted decirme la opinión de la madre? -exclamó el joven con sentido acento.

– ¡No, señor!… ¡De ningún modo!

– ¡Corriente! ¿Qué le hemos de hacer? Usted es mi segundo padre…, y no hay más que tener paciencia. ¡Yo veré cómo me las compongo!

– ¡Malo, malo, Manuel! Tú no me quieres… ¡Ya empiezas a echar bravatas!… ¡Esa pícara soberbia ha de ser tu perdición en este mundo!

– Se equivoca usted, señor cura. Yo quiero a usted… como un hijo; pero ¡eso no impide que quiera también a Soledad con toda mi alma!

– Pues ¡es menester que no la quieras, aunque revientes! ¡Es menester que la olvides por completo!… ¡Te lo mando yo!…

– ¡Imposible, don Trinidad, imposible! -contestó Manuel con un reposo y una dulzura que dieron a sus palabras más energía que si las hubiese dicho en el calor del entusiasmo-. ¡Aconsejarme que me desprenda de Soledad es pedirme toda la sangre de mis venas; y, aun suponiendo que la derramara y que pudiese criar otra, también sería suya a media vez que la nueva sangre pasara por mi corazón! Padre, mi corazón pertenece a Soledad, como la piedra pertenece al suelo; que, por muy alto o muy lejos que la tiren, siempre va a parar a él. Yo he pasado tres crueles años en la Sierra, lidiando por arrancarme este cariño, cuyas raíces corren por todo mi cuerpo y por toda mi alma…, yo lo he expuesto en aquellas alturas al furor de los huracanes desencadenados, para ver si lo desarraigaban de mis entrañas, y sólo he conseguido fortalecerlo más y más por consecuencia de la misma lucha. Dígame usted ahora qué camino me queda… ¿Morirme? ¿Matarme?… ¡Pues no quiero, porque eso es alejarme de Soledad!

– Muchacho, ¡tú eres el demonio! -respondió el cura-. ¡Tú hablas como esos libros prohibidos que llaman novelas, y que, en buena hora lo diga, no han caído todavía en tus manos! Y lo peor del caso es que no sé qué contestarte. Por consiguiente, dime tu plan, pues de fijo tendrás alguno.

– ¿Yo? -replicó Manuel con fanática tranquilidad-. Yo no sé lo que pasará el día de mañana, ni por dónde habrá que romper esta cadena que llevo liada al cuerpo… ¡De lo que estoy seguro es de que Soledad será mía!

– Pero… ¿si no te quisiera?…

– ¿Se lo ha dicho a usted su madre?

– ¡Dale bola! Su madre no me ha dicho eso…, sino precisamente lo contrario. La pobre mujer sigue creyendo que su hija se alegraría muy mucho de que el viejo transigiese contigo… Pero ¿si, lo que es un suponer…, te olvidase la muchacha?

– ¡No me olvidará, señor cura!

– Bien…, pero ¿si don Elías se empeñase el día menos pensado en casarla con otro?

– ¡Tampoco puede suceder eso!

– ¿Cómo que no? ¡Figúrate que la solicitara algún ricacho!…

– No la solicitará nadie. El evitarlo es cuidado mío.

– ¡Manuel!

– ¡Señor cura!

– ¡Me dan miedo tu frialdad y tu confianza!

– ¡Y con razón! ¡Hay veces que yo también me asusto de mí mismo!

– ¿Qué piensas hacer?

– ¡Sábelo Dios! Soledad me pertenece, y yo procuraré defenderla… No le digo a usted más.

– Pero yo no podré consentir. Yo no consentiré nunca que te dejes llevar de esa soberbia satánica que vas descubriendo. ¡Tenlo entendido desde hoy! Yo soy cristiano; yo soy sacerdote. A mí me gustan los valientes, pero no los iracundos…; y, por tanto…

– ¡Comprendo! ¡Comprendo!… Me arrojará usted de su casa. ¡Es natural, y yo tendré paciencia!

– ¡Vete al demontre! ¿Quién te habla de semejante cosa? Lo que digo que no consentiré es que hagas nada contra la ley de Dios, ni creo que tú seas capaz de infringirla… Pero si tal haces, no obstante el esmero que he puesto en enseñártela, me moriré de rabia de que no seas mi verdadero hijo… (¡en cuyo caso te abriría en canal!) y de vergüenza de haber criado casi a mis pechos a semejante monstruo.

– Tranquilícese usted, mi buen padre… -respondió Manuel con aquella gravedad que no debía a los años, sino a la tristeza de su vida-. ¡Yo no quiero más que justicia seca!… ¡Justicia para todos!… Defenderé mi derecho y lo haré respetar por todo el mundo: protegeré la libertad de la pobre niña, e impediré que su padre la sacrifique, como me ha sacrificado a mí; y por estos sencillos medios, no lo dude usted, Soledad será mi esposa.

– Tú te entenderás…, y yo no te perderé de vista. La verdad es que no hay que matar al sastre en una hora… ¡Os queda mucho tiempo!… Tú mismo, aunque saliste bruscamente de la niñez, hace seis años, cuando se murió tu padre y te volviste un somormujo, todavía no tienes edad de pensar en casorios. Y en cuanto a la mozuela…, ¡ya ves, catorce años!… ¡Nada…, una hierbecilla!… ¡Un diablo que os lleve a los dos! ¡Jesús! ¡Tengo un hambre! ¡Debe de ser más de la una!… ¡Todo esto sin contar, mi querido hijo, con que don Elías pasa de los sesenta años, y se puede morir cuando Dios disponga!… ¡Sesenta y cinco tiene, según mi cuenta!… Además, ha habido muchos padres (yo recuerdo algunos) que primero han dicho que no y luego que sí… ¡Dios es grande y misericordioso; aprieta, pero no ahoga, y en teniendo uno la conciencia tranquila!… ¡Diantre! ¡La una en el reloj de la Catedral! Anda…, anda…, démonos prisa, que hoy la sopa es de fideos y ya estará Polonia echando venablos… Chiquillo, ¿no me oyes? ¿En qué piensas? ¿Tendré yo que pedirte el abrazo de paz? Pues ¡te lo pido! ¿Estás ya contento?

Manuel abrazó, en cuanto era posible, la respetable mole de don Trinidad Muley, y no contestó palabra alguna; pero en su noble y hermosa frente se leían temerarias resoluciones.

IX. OPERACIONES ESTRATÉGICAS

Desde aquel triste día hasta la fecha del ruidoso lance que obligó a Manuel a salir de la ciudad (para no regresar a ella en el espacio de ocho años, según indicamos en el libro primero de la presente historia), cumplió nuestro joven con asombrosa firmeza de carácter el vasto programa que había concebido en el camino de las Huertas, y cuyos pormenores no creyó oportuno explicar al buen cura de Santa María; programa atrevidísimo y sumamente complicado (a lo que se vio después), que contenía tres líneas paralelas de conducta: una para consigo mismo, otra para con el público y otra para con don Elías y Soledad.

Respecto de sí mismo, había resuelto trabajar y ganar dinero, no sólo para dejar de ser gravoso a su protector, sino para ir reuniendo un pedazo de pan que ofrecer algún día a su adorada, seguro de que ella lo aceptaría gustosísima, dejando inmediatamente a don Elías y sus mal ganados millones por los puros goces del amor y de la virtud, únicas bases firmes de la felicidad, según aquel imberbe heredero de Don Quijote.

La Sierra, tesoro que entonces no era de nadie, y del cual, por ende, podían gozar todos a título de aprovechamiento común, fue también en esta ocasión ancho campo de la actividad y gigantesco poderío del huérfano. Pero no ya para fantasear allí, corriendo inútiles peligros, o para gozar a sus anchas de la libre vida de la naturaleza, sino para sacar abundantísimo fruto de las providenciales lecciones que le diera su padre y del propio conocimiento por él adquirido acerca de los misterios y riquezas de aquella maravillosa montaña, que en otra obra nuestra denominamos La Madre de Andalucía.

Industrias allí olvidadas desde la expulsión de los moriscos, o en desuso desde la muerte de Don Carlos III, y no pocos provechos y explotaciones que hasta época recientísima no han merecido la atención de las gentes, sirvieron de objeto a la pasmosa inventiva y titánica laboriosidad de Manuel, el cual sin ayuda ajena, por no divulgar secretos que poseía él solo, fue juntamente herbolario, cazador con destino a la peletería, maderero de especies extrañas y preciosas, colector de bichos raros, cantero de jaspes y de serpentina y lavador de oro.

Estas tres últimas faenas, especialmente, le produjeron pingües utilidades. Hallábase el oro en abundancia entre las arenas de un río nacido en aquellas alturas, y si tal riqueza no ha bastado hasta ahora a convertir la comarca en una especie de Perú, consiste en que la operación de extraer y lavar dichas arenas es tan larga y penosa, que el hombre más laborioso, de condiciones ordinarias, trabajando doce horas al día, apenas reúne el oro bastante para costear el pan que se come… Y por lo que toca a los jaspes y a la serpentina, aunque se presenta a flor de tierra en los altos barrancos rodeados de eternas nieves, su arrastre es tan difícil y peligroso, que sólo raras veces, y para la decoración de suntuosas iglesias, se había acometido el arduo empeño de utilizarlos… Pero ¿qué eran tales inconvenientes tratándose de un hombre de los extraordinarios recursos de Manuel? ¿Quién vio reunidas nunca tantas luces naturales, tanta fuerza física, tanta agilidad y tan inquebrantable perseverancia? ¿Quién conocía como él la Sierra? ¿Quién estaba hecho a sus rigores, tan familiarizado con el laberinto de sus senderos, tan práctico en el modo de trepar a sus cumbres o de bajar a sus hondos precipicios? Desvió, pues, las aguas de sus cauces, construyó presas y balsas, condensó por decantación las hojuelas y pajitas de oro, como hoy se hace en California, y, por estos medios, hubo semanas que recogió más de treinta adarmes del precioso metal… Y para conducir rodando, sin que se quebrasen, hasta el pie de la Sierra los jaspes y la serpentina, forró de grandes hierbas y de bien trabado ramaje sus pesadas moles, y las deslizó a riesgo de morir, por las chorreras de las nieves derretidas (sin reparar en si eran más o menos practicables), precipitándose él detrás de cada uno de aquellos artificiales aludes cuando el ingente envoltorio caía dando tumbos de roca en roca por haberse convertido el lecho de torrente en escalones de catarata.

En fin: para el resto de sus mencionadas industrias; para coger las hierbas medicinales más codiciadas o los animalillos raros de especies hiperbóreas, cuya piel se paga a altísimos precios; para enriquecerse con todo lo que produce aquella privilegiada región (donde simultáneamente reinan las cuatro estaciones, según la altura barométrica, y lo mismo se da el liquen blanco que el añil, el abeto que la caña de azúcar, el ajenjo que el café, el castaño que el chirimoyo), tuvo también que arrostrar fatigas increíbles; tuvo que pernoctar en los eternos hielos; tuvo que bajar a pavorosas lagunas, jamás visitadas; tuvo que escalar inexplorados picos; tuvo que ser un verdadero Hércules…

Recogida la cosecha de los cuatro primeros días de la semana, Manuel se encaminaba los viernes a tal o cual puertecillo de la vecina costa, y allí vendía todo lo que le era dado transportar por sí mismo, y contrataba la conducción de las maderas, de la serpentina y de los jaspes que había dejado reunidos en terreno relativamente bajo y accesible; con lo que el sábado estaba de regreso en su ciudad natal llevando en el bolsillo un buen puñado de dinero, que dividía en tres porciones iguales: una para Polonia, a fin de que atendiese el vestirlo con gran lujo, aunque sin salir del estilo plebeyo; otra, que entregaba a don Trinidad, para que le mantuviese y aumentase el culto de la imagen del Niño de la Bola, y la tercera, que el joven conservaba para ir formando su tesoro particular, o sea su segundo tesoro, puesto que el digno sacerdote iba guardando íntegras, como en depósito y sin decirlo, todas las cantidades que recibía de Manuel, sin perjuicio de aumentar a su propia costa el culto del Niño Jesús, por cuenta del alma de su pupilo.

De vuelta en la ciudad, donde permanecía hasta el lunes por la mañana, vestía elegantísimamente, y se dedicaba a ejecutar la parte de sus proyectos relativa al público. Reducíase ésta a lo que llamaba donosamente hacer justida, y tenía por objeto irse captando poco a poco, además de la lástima y el cariño con que siempre le honraron sus conciudadanos, su estimación, su respeto, su obediencia, su temor… (en el sentido saludable de la palabra), hasta llegar a ser, como fue muy pronto, el amo, el rey, el dictador de la ciudad.

La justicia sirvió, en efecto, de único resorte al hijo de don Rodrigo Venegas para lograr tan alta magistratura de hecho… Queremos decir que durante tres años dedicó aquellos dos días de la semana a destronar matones, a reprimir déspotas, a defender a los débiles contra los fuertes, cuando la razón estaba de parte de la debilidad; a sostener el imperio de la ley, en los casos no justiciables por los encargados de aplicarla, y a corregir todo abuso, toda iniquidad, toda tropelía que trajese indignados a los hombres de bien. Buscó en sus respectivos barrios, y en medio de su corte de vencidos, a los valientes y perdonavidas más famosos de la ciudad, y les echó en cara sus desmanes y desafueros, diciéndoles que estaba dispuesto a no consentirlos. Observóse que, al proceder así, iba, como siempre, sin armas, y alguno quiso abusar de ello y acometerle puñal en mano… Pero ¿de qué sirve el puñal a quien tiene encima al león? Ni ¿qué importa al león un poco de hierro en la mano de un hombre? Rápido como la luz, Manuel cayó sobre el atrevido; tiróle en tierra al solo impulso de su violento salto, cogióle el brazo asesino con las tenazas de sus dedos, y se lo rompió como si fuera débil caña. Revolvióse luego contra los demás…, pero encontróse con que todos eran ya sus vasallos y le aplaudían, mientras que llenaba de injurias al matón caído…

Casi ninguna otra prueba material tuvo que hacer el osado mancebo para que se le sometiesen todos los barateros de la población. Dondequiera que había riña o tumulto y él se presentaba, era juez y árbitro del conflicto. Una mirada de sus ojos, o media palabra de sus labios, bastaba para que se marchasen tranquilos los cobardes, y llenos de miedo los valientes. Y como además en muchas ocasiones transigía pleitos o remediaba daños a costa de su bolsillo, como casi igualaba a don Trinidad Muley en la abnegación con que socorría al necesitado y compartía sus riesgos y dolores; como ya había salvado la vida a más de una persona, luchando, ora con el incendio, ora con la epidemia, ora con la inundación, resultaba que su predominio, lejos de humillar, era grato y parecía justo, a tal extremo que el vasallaje se convirtió en adoración y reverencia.

Diferentes causas de índole muy distinta contribuían también a ello… ¿Cómo no? Su noble cuna, el recuerdo de su heroico padre, sus desgracias, su excéntrica vida, su identificación con el Niño de la Bola, sus pocas palabras y precoz austeridad, su grave cortesía con los buenos, su hermosura, su elegancia, la buena sombra que le prestaba un padrino tan popular como don Trinidad Muley, el no conocérsele vicio alguno, la misma idea de que Soledad le amaba, y, en fin, hasta el presentimiento de que algún día castigase a Caifás, desagraviando a tantas y tantas víctimas de su insaciable sed de oro…, eran parte a sublimarlo a los ojos del pueblo y convertirlo en uno de aquellos héroes que luego salen en romances y relaciones.

Y, a la verdad, aquel adolescente medio salvaje tenía mucho de legendario y superior, aun en el orden moral y metafísico. El alma heroica que heredó de su padre, si bien abandonada a sí misma por falta de educación literaria, había sido pulimentada por el dolor, por la soledad, por el estudio reflexivo de la naturaleza y por la ardiente devoción que fue resultado de la especie de éxtasis en que pasó tres años consecutivos. ¡Siempre meditando y callando en aquellos dos templos (la Iglesia y la Sierra), ya entregado a su dolor de huérfano, ya a su odio al verdugo de su casa, y al amor de Soledad, ya a la pugna de estos tres afectos, había llegado a adquirir gran conocimiento de las fuerzas de su espíritu; por lo cual no era extraño que, aun siendo tan joven, se sobrepusiese al espíritu de los demás! Pasábale lo que a Jacob después de su lucha con el Ángel.

Finalmente, hasta en el orden material, cúpole a Manuel la gloria, a la edad de diecinueve años, de acometer y realizar una gigante empresa, que lo acreditó e idealizó más que todas las anteriores en el supersticioso concepto del vulgo. Aconteció (y con esta anécdota daremos punto por ahora al interminable relato de las hazañas del hijo de don Rodrigo Venegas) que en el crudísimo invierno de 1831 a 1832 corrióse hasta los abrigados barrancos del Sur de aquella sierra un enorme oso, procedente de las montañas de Asturias, acosado por el hambre, o sea huyendo de las copiosísimas nieves que cubrían por entero las otras sierras de la Península. Horribles estragos comenzó a hacer el animal en los rebaños y aun en las personas, bajando a la llanura a atacar a los caminantes cuando no hallaba presa en los rediles, y pregonada fue su piel en una respetable suma por todos los Ayuntamientos de la comarca; pero cuantas partidas salieron a cazarlo volvieron es c armen tadas a sus hogares, o muy ufanas y satisfechas… de no haber sido cazadas por él. Así las cosas, y cuando nadie se atrevía a salir de poblado, no ya en busca del oso, sino a los asuntos más precisos, amaneció un día la fiera cosida a puñaladas en medio de la plaza de la ciudad.

Indudablemente, a juzgar por las huellas de todo el camino, el cadáver había sido llevado a rastras desde la Sierra; pero no se sabía quién era el autor de tal hazaña, ni nadie se presentó a reclamar el anunciado premio…

¡Manuel Venegas ha sido! ¡Sólo él tiene enjundias para estas cosas! -exclamó sin embargo, la voz popular.

Y, en efecto, pronto se supo que el llamado Niño de la Bola había llegado aquella misma noche, todo cubierto de sangre, a casa de don Trinidad Muley, y que Luis el barbero le estaba curando tres grandes heridas que tenía en los hombros y en la espalda.

A duras penas hízose al joven confesar que él había matado al oso y referir la espantosa lucha a brazo partido que se vio obligado a mantener para ello (todo por su manía de entonces de no usar armas de fuego, que calificaba de alevosas); pero, en cambio, fue enteramente imposible hacerle recibir el mencionado premio.

– Se lo regalo -dijo Manuel- a Nuestra Señora de la… Soledad, a quien encomendé mi vida y mi alma en el momento de mayor peligro. ¡Cómpresele un manto nuevo y hágasele una función de primera clase!

Fácil es graduar el entusiasmo que estos hechos producirían en el público. La ciudad entera visitó al herido durante las cinco semanas que tardó en curarse, no sin que se trajese a colación en cada visita la gloriosa muerte de don Rodrigo Venegas, cuyas heroicidades tenían tan digno continuador en su bizarro hijo. Y cuando éste salió a la calle, y se encaminó a la iglesia de San Antonio, a dar gracias a la Virgen de la… Soledad, no fueron saludos, sino aplausos y aclamaciones, los que recibió de todos los vecinos. ¿Y Caifás? ¿Y su hija? ¿Qué dirían a todo esto? ¿A cómo estaban de odio y temores el uno, y de amor y esperanza la otra, en vista del fabuloso crecimiento de aquella figura, que les importaba más que a nadie? Nada se sabía en el asunto, pues ni el padre ni la hija eran aficionados a revelar sus emociones, ni la señá María Josefa había vuelto a aparecer por casa de don Trinidad. Diremos, pues, únicamente por ahora, cuál era al línea de conducta de Manuel para con ellos (tercera parte del programa que por tan alto modo estaba cumpliendo nuestro enamorado).

En el transcurso de los tres años que duró este período de su vida, Manuel vio todos los domingos a Soledad durante una hora, bastándole para ello plantarse enfrente de su casa al amanecer y esperar allí a que saliese a misa con su madre. Era ésta muy religiosa, e incapaz, por ende, de tolerar que su hija dejase de cumplir el precepto, por manera que no hubo más arbitrio que arrostrar todas las consecuencias de aquel nuevo asedio del joven, fuese cualquiera la oposición que el sitiado don Elías quisiera hacer a tan peligrosa salida de la Plaza. No hay tirano doméstico con fuerza bastante para impedir que su mujer y su hija cumplan los deberes religiosos que les impone su conciencia y, además, el prestamista, aunque no practicara (por horror a poner los pies en la calle), era católico, apostólico, romano, o quería parecerlo.

Afortunadamente, en el programa de Manuel no entraba entonces hostilizar de manera alguna a don Elías, ni dar ningún paso directo con relación a Soledad. Limitábase, pues, a esperarla, a verla pasar, a seguirla de lejos, a situarse en la iglesia de modo que pudiera estar mirándola a su sabor, a aguardarla después en la puerta y a darle nueva escolta hasta que la dejaba encerrada en el palacio. Ni más ni menos hacía; pero esto, combinado con la imponente conducta que seguía respecto del público, bastaba a su atrevido propósito, que era formar el vacío alrededor de la hija del usurero, acotarla para sí, declararla suya, estorbar que nadie la pretendiese, poner entre ella y el mundo el temido poder de su corazón y de su brazo.

La madre y la hija pasaban junto a él graves y tristes; sin mirarlo nunca (pues tal debía de ser su consigna): pero viéndolo siempre… Las mujeres no dejan de ver jamás lo que les importa… Ni Manuel se condolía de que no le mirasen ni saludaran: decíale su alma leal que aquella tristeza era una especie de saludo: figurábase las terribles órdenes que habrían recibido del usurero, con quien llevaba cuenta aparte, y las compadecía profundamente, lejos de tenerles rencor… ¡Estaba tan seguro del afecto y simpatía de ellas! Añádase a esto… que Manuel creía haber sorprendido algunas veces a Soledad mirándole de reojo…

La interesante joven había ido creciendo en gracia y hermosura, y al terminar aquellos tres años era una mujer tan exquisita y bella, de aire tan misterioso y poético, de talle tan fino, esbelto y seductor, con unos ojos negros tan melancólicos y tan sombreados por largas y sedosas pestañas, con una palidez tan interesante, con unas manos tan blancas y tan lindas, con tal señorío en toda su persona y tal seriedad en su lujoso vestir, que la imaginación popular comenzó a inventarle dictados y calificativos laudatorios, y, después de haberle llamado la Niña de plata, la Perla judía, la Perla robada, el Terrón de azúcar y otras cosas por el estilo le puso el nombre de la Dolorosa, que era él que mejor le cuadraba, y con el que se quedó definitivamente, según hemos visto en otro lugar. Parecía, en efecto, una imagen de la Virgen de los Dolores; sólo que su tristeza no rayaba en aflicción, y tenía más de altiva que de dulce… Pero los trajes negros, las tocas blancas y los adornos de oro y pedrería de que siempre iba recargada contribuían, en cambio, a justificar aquel peregrino sobrenombre.

Digamos además que la popularidad de Manuel se reflejaba en la que era señora de su corazón, y que todos la veían con tanto respeto y benevolencia como odio y mala voluntad profesaban a su padre. Ni ¿qué sabemos? ¡Es tan especiosa a veces la conciencia del vulgo para transigir con sus propias flaquezas e idolatrías! Los millones peor adquiridos acaban por fascinarlo y obtener su pleito homenaje cuando ya no se ve posibilidad de privar de ellos al que los posee. De aquí el que prescriba la oficiosa acción pública (o sea la acción del escándalo) contra las riquezas ilegítimas largo tiempo gozadas, como prescriben al cabo de ciertos años, algunas acciones oficiales o legales, por muy fundadas que sean. «Poseer (dice un axioma jurídico) es una de tantas formas de adquirir…» Y hay que tener presente que don Elías llevaba ya nueve años de quiera y pacífica posesión del caudal de los Venegas, y doble y triple tiempo de ser dueño de otros millones… Debía, pues, de estar próximo el día del indulto de la opinión general, y, entretanto, no pesaba su anat ema sobre la inocente niña, en quien ya se reconocía, por lo visto, la indemnidad de los segundos poseedores; como tampoco había pesado nunca sobre la señá María Josefa, en la cual se apresuró la cauta plebe a reconocer otro título a su consideración, a fin de tener abierta alguna entrada moral en casa del millonario: el título de excelente y compasiva mujer, muy apesarada de las crueldades de su marido; cosa que, por otra parte, era cierta. En resumen: ya fuese por estas razones, ya por deferencia al benemérito Manuel, ya por su propia gentileza y hermosura, o por todos estos motivos juntos, Soledad gozaba del aprecio de la afición, de la simpatía del vecindario, si exceptuamos algunas hembras de su clase y edad, que le envidiaban particul armen te el romántico amor del gallardo hijo de don Rodrigo Venegas, sobre todo cuando comenzó a tener dinero, vistió con lujo y compró caballo.

Nuestro joven no cesaba de mirar a la gentil doncella con una ingenuidad y una valentía más propias del estado salvaje que del civilizado, desde que la veía salir del antiguo caserón hasta que la dejaba en él, y muy especialmente durante la misa, cual si creyera que su devoción a la llamada Dolorosa le eximía de atender al incruento Sacrificio. Soledad, en cambio, no quitaba los ojos del altar, arrodillada continuamente desde el principio hasta el fin de la santa ceremonia, rezando sin interrupción, a juzgar por el leve movimiento de sus labios de serafín y a las muchas cuentas que pasaba del rosario… Pero ¿quién sabe dónde estaría su alma? Al enamorado mozo le decía el corazón que aquel ángel estaba pidiendo al cielo el triunfo de su mutuo cariño…; mas nosotros no tenemos datos suficientes para negar ni afirmar semejante cosa, ni tan siquiera para responder de que la joven rezase verdaderamente… ¿Acaso no hay personas dotadas del don especial de no ver lo que miran y de ver lo que no están mirando? Pues ¿quién nos dice que Soledad no era una de ellas, y que, mientras clavaba aparentemente los ojos en el altar, no contemplaba la gallarda figura de Manuel Venegas?

Repetimos que todo lo creemos posible… Ello es que el interesado (hombre de instintos muy seguros) salía siempre de la iglesia loco de felicidad, acariciando risueñas esperanza s.

Conque vayamos derechos al asunto, o sea a decir cómo se preparó y realizó el mencionado lance que puso término a este período de la vida de nuestro héroe.

X. EL EMPLAZAMIENTO

Cuando el reflexivo y cauteloso don Elías llegó a penetrarse de que Soledad, la única persona a quien había amado y favorecido desinteresadamente, podía servirle de escudo y defensa contra la ira de Manuel y contra la indignación o la mofa del pueblo (que tal es siempre -;observaron a este propósito los moralistas- el fruto de las buenas acciones); cuando se convenció, digo, de cuánto la quería y veneraba el joven Venegas y de cuánto la admiraba y respetaba el público, hizo una completa revolución en su vida y costumbres.

Comenzó el viejo por aventurarse a ir a misa, cosa que deseaba hacía mucho tiempo, para librarse de la fea nota de judío, rabote, hereje y otras lindezas que le aplicaba el vulgo; preparóse luego a salir al campo, según lo requería su salud, a juicio del médico de la casa, y acabó, finalmente, por asistir a los paseos públicos y a las fiestas populares, como cualquier hijo de vecino…, o poco menos. Todo ello (bueno es hacerlo constar) aprovechando la temporada que Manuel estuvo herido por consecuencia de su lucha con el oso…

También debemos añadir que en aquellas salidas lo acompañaba constantemente Soledad, y nunca la señá María Josefa, a quien el millonario seguía mostrando tanta esquivez y desprecio como adoración fanática a la hija de que le era deudor. Hay hombres que son así, y que con dificultad la hacen limpia, aun tratándose de sus más sagrados afectos, solía exclamar con este motivo la licurga hermana del ama de gobierno de don Trinidad Muley. A misa iban a la Catedral, como templo más respetable o respetado que los otros… Para ir a paseo había habilitado el prestamista un viejísimo coche o carroza de los Venegas, que encontró en la leñera del antiguo palacio… Y, cuando había procesión o castillo de fuego que ver, nunca faltaba un balcón de tal o cuál deudor moroso, cuyo domicilio tuviese puerta falsa a alguna solitaria calleja, por donde entrar con el debido recato.

Era, pues, siempre dramática, por lo inesperada y repentina, la aparición de don Elías y de Soledad en la ventana o balcón que caía a la plaza o calle donde se preparaba la fiesta y hervía el concurso… ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa!… (oíase decir por todos lados). ¡Qué hermosa está! ¡Qué bien vestida viene! ¡Qué perlas trae! ¡Lleva un caudal encima!… Y sólo al cabo de algún tiempo fijábase la atención en don Elías Pérez (ya no era moda decirle Caifás), a quien unos hallaban mucho más viejo que antes, otros perfectamente conservado, algunos mejor vestido y menos antipático que en 1823, y todos merecedor de perdón y olvido después de tantos años de encierro. «Si delinquió (parecía decir la actitud del coro), ¡bien ha expiado su crimen! ¡Dispensémosle, al menos, la acogida indulgente que no niega nadie a los que han cumplido su condena! ¡En medio de todo, don Rodrigo era un despilfarrador que de una u otra suerte habría muerto en el hospital, y, en cuanto al Niño de la Bola, ya veis que tampoco ha nacido para ministro de Hacienda! ¡No bien ha reunido un poco dinero, ha comprado caballo!… ¡Los ricos nacen, y los pobres se hacen!»

La primera vez que nuestro héroe vio clara y distintamente al padre de su amada fue aquel día que salió a dar gracias a la Virgen de la Soledad después de su convalecencia. Huyendo de las demostraciones de entusiasmo que lo abrumaban en la calle y de las visitas que seguían inundando su casa, se encaminó a pie a un cortijo próximo, que había sido de su padre, donde existía una fuente muy provechosa para los que necesitaban recobrar fuerzas…, y allí encontró, enteramente solo, de pie junto al manantial, y sumido en profunda, meditación, a un anciano de elevada estatura, cuyo grave y austero rostro y fría y penetrante mirada recordó haber visto hacía años, al través de un vidrio, en un balcón de la antigua vivienda de los Venegas…

– ¡El padre de Soledad! -pensó el joven retrocediendo un paso.

Don Elías alzó los ojos al propio tiempo; vio y reconoció a Manuel, y se puso más amarillo que la cera; pero no hizo movimiento alguno de que demostrase la índole de aquella emoción.

Manuel volvió a andar el paso que había desandado, y comenzó a medir al viejo de pies a cabeza y de un lado a otro, con aquella franca y valerosa mirada que le era habitual, sólo comparable a la del toro que descubre en la dehesa a un importuno y no sabe si arremeterle o perdonarlo…

El altivo viejo siguió inmóvil, mirando aparentemente hacia otra parte, pero sin perder de vista al bravo mancebo, cuyos ojos comenzaban a despedir cierta rojiza lumbre…

En tal situación, de todo punto insostenible, oyóse en el vecino olivar una dulcísima voz de mujer, que gritaba alegremente:

– ¡Papá! ¿Dónde te has metido?

– ¡Ella! -pensó Manuel, temblando como un azogado y retrocedierdo de nuevo, no ya un paso solo, sino otros muchos, bien que con perezosa lentitud…

El anciano no respondió a su hija, ni se movió de su puesto… Pero cuando vio desaparecer (siempre andando hacia atrás) al famoso Niño de la Bola, sonrió de una manera indefinible, y se dirigió al sitio donde había sonado la voz mágica, y esta vez providencial, de la que era reina y señora de aquellas dos almas enemigas.

Manuel se apostó en el camino para ver pasar a la joven a su regreso, y quién sabe si para seguirla, como de costumbre, pesárale o no le pesara al despótico anciano; pero el pobre no contaba con la remozada carroza de sus abuelos, que cruzó a escape entre nubes de polvo, no dejándole columbrar ni la más leve sombra del dulce objeto de sus ansias…

A nadie cupo después duda de que una escena tan insignificante, al parecer, y tan significativa en el fondo, contribuyó en gran parte a que don Elías y el joven Venegas cometiesen al cabo de algunas semanas las graves imprudencias que abrieron entre ellos un nuevo abismo… Y fue que desde aquel encuentro, en que no hubo colisión ni agravio alguno, ambos dejaron de considerarse tan extraños y terribles el uno para el otro como en realidad seguían siéndolo; ambos se acostumbraron a verse sin gran sobresalto en la calle o en la Catedral, y ambos llegaron, por consecuencia, a chocar de frente el día menos pensado, en las peores circunstancias que pudo excogitar el infierno para hacerlos de todo punto incompatibles…

El caso fue el siguiente:

En abril de aquel mismo año, cuando Manuel tenía diecinueve, Soledad diecisiete y medio, don Elías sesenta y ocho, la señá María Josefa cincuenta y seis, don Trinidad cuarenta, su ama de llaves cincuenta y nueve, y sesenta y tres la hermana del ama, obtuvo al fin la Dolorosa de su reanimado padre que la llevara a ver las funciones que por entonces celebraba anualmente, en la parroquia de Santa María de la Cabeza, la muy antigua Hermandad del Niño de la Bola.

Consistían (y siguen consistiendo) estas funciones en una misa con Señor manifiesto, sermón y comunión general el domingo por la mañana; solemnísima procesión por todo el barrio aquella misma tarde, y baile de rifa a la tarde siguiente, y en todas ellas solía representar, hacía tres años, mucho papel el hijo de don Rodrigo Venegas, como individuo de la cofradía y amigo particular y dos veces tocayo del Niño Jesús. Extrañóse, pues, generalmente aquel año que Manuel, aunque se hallaba en la ciudad y nunca despreciaba medio de ver a la Dolorosa, no asistiese ni a la misa ni a la procesión, donde hubiera admirado, como todo el mundo, la hermosura, lujo y donaire de la hija del prestamista, la cual estrenó aquel día dos trajes hechos en la capital por la modista de las condesas y marquesas, a cuál más rico, elegante y vistoso…

Llegó así la tarde de la rifa, o del baile de rifa, que entonces, como ahora, se celebraba en las afueras del pueblo, en una especie de arrabal de cuevas abiertas a pico sobre un anfiteatro de cerros de compacta arcilla, donde vive la gente más pobre de la población. Allí, las madres de las criadas que sirven en el casco de la ciudad colocan delante de su respectivo tugurio todas las sillas que poseen, a fin de que las ocupen los amos de sus hijas, convidados previamente a aquella fiesta, donde las señoras estiman mucho un buen sitio en que reunir tertulia al aire libre, lucir sus atavíos, ver la rifa y el baile, y hasta arrostrar las más encopetadas el deseado compromiso de bailar un poco, cual si fuesen humildes mozuelas de la clase baja.

Porque es de advertir (y ros urge decirlo bajo promesa de no añadir ni quitar nada a la estricta verdad de cosas que todavía suceden en aquella y otras comarcas de la península española) que, en tales bailes, celebrados enfrente de un altar portátil, donde se ve la efigie del festejado Santo, Virgen o Señor, tiene el público facultad amplísima de pedir y rifar, por medio de puja o subasta, así el que Fulana baile o no baile con Mengano, como el que éste no abrace, o abrace de nuevo, a aquella con quien acaba de bailar…, dado que lo que allí se baila y se ha bailado siempre es el fandango puro y neto, danza que termina de obligación, como ya sabréis, con un inexcusable abrazo de cada pareja… Los que no quieren que se realice lo que otro desea y paga, tienen que dar mayor cantidad de dinero al necesitado Santo, y de esta suerte, que bien merece tal nombre, se reúnen crecidos fondos para el culto de la venerada imagen… ¡Veinticinco ducados le costó una vez a cierto corregidor el que su esposa no bailase con el pregonero!

La mencionada tarde habían comenzado ya la rifa y la danza, con tanta más animación y júbilo, cuanto que la Dolorosa asistía por primera vez a la fiesta y ocupaba asiento preferente delante de la cueva en que el mayordomo de la Hermandad y el cura de la parroquia (don Trinidad Muley) habían plantado los reales de la presidencia, o sea el altar del Niño de la Bola. También contribuiría acaso al general contento la circunstancia de no haberse presentado tampoco en esta función el temido personaje humano del mismo sobrenombre, a cuya ausencia iban acostumbrándose ya todos, no sin cierta recóndita satisfacción de algunos, pues así les era más fácil mirar a sus anchas, y hasta dirigir alguna flor, a la hermosa hija del millonario, o conversar con éste acerca de cosas íntimas y desgraciadamente reales de un pícaro mundo donde la falta de dinero obliga muchas veces a los hombres a esconderse de sí mismos, aunque sólo sea durante pocas horas, para tener luego que andar toda la vida cuestionando con su propia conciencia, como con una implacable esposa a quien se ha hecho alguna mala pasada… Ello es que don Elías Pérez encontrábase allí tan regocijado como todo el mundo, muy atendido y bien tratado por los circunstantes, cruzando algunas palabras con ellos y hasta riéndose contra su costumbre, cual si al pobre viejo le alegrase el alma aquel tardío rayo de popularidad refleja que doraba el ocaso de su vida en el invierno precursor de su muerte. ¡Cuánto, cuánto le debía a la hija de su corazón! Y con qué embeleso se volvía hacia ella y la contemplaba, diciéndole al oído a cada instante: «¿Qué miras? ¿Te gusta aquel aderezo? ¿Te agrada aquel vestido? ¿Quieres que te compre otro igual?…»

Pronto se nubló en la frente del anciano aquella vaga luz de gloria, para no volver a brillar nunca.

– ¡Manuel Venegas viene! ¡Ya está ahí el Niño de la Bola!… -oyóse murmurar entre la muchedumbre.

Y un lúgubre presentimiento enlutó algunas almas, mientras que otras experimentaron no sé qué gratuita y poco envidiable complacencia.

Manuel llegaba efectivamente por la parte de la ciudad, sin que fuera posible confundir con otra su gallarda y apuesta figura, y no tardó en penetrar en lo más apiñado del concurso, con aire ni soberbio ni humilde, aparentando no advertir la sensación que producía, y respondiendo con leves movimientos de cabeza o brevísimas frases a las muchas personas que lo saludaban. Así avanzó hasta la mesa que servía de altar al Niño de la Bola, a quien besó los pies, dirigióle luego a don Trinidad Muley y le besó la mano, y en seguida clavó los ojos en el semblante de Soledad, con la inocente y clara osadía que acostumbraba, como quien mira lo que es suyo; como si la joven fuese su esposa, su hermana o su hija.

Don Elías se había puesto verde; pero no pestañeó siquiera, y siguió hablando con un labrador que hacía minutos le dirigía la palabra sombrero en mano, el cual (dicho sea con perdón) se cubrió apresuradamente al ver llegar a Manuel Venegas.

Soledad, en quien todos tenían clavada la vista, permaneció mucho más impasible que el viejo, pues ni aun el color llegó a alterársele y, a fin de no cruzar su mirada con la del imprudente mancebo ni con las del inconsiderado gentío, fijó los ojos en la imagen del Niño Jesús, no simulando ciertamente una devoción extemporánea, sino estar como distraída…

A cualquier hombre de mundo y conocedor del corazón humano le habrían causado miedo el abismo de negaciones y la feroz voluntad que no podía menos de haber en el fondo de aquella indiferencia o de aquel disimulo que no dejaba asomar ningún indicio de emoción a los celestiales ojos de la niña, cuando la tragedia tendía su cetro de serpientes sobre ella y sobre su padre… Pero Manuel la amaba así; la amaba como quiera que fuese; tenía la intuición, la fe, la evidencia de que aquel alma insondable era suya, y, en cuanto al coro, más artista siempre que verdaderamente sensible, se contentaba con admirar la encantadora actitud, propia de un ángel, de la imperturbable Dolorosa, sin descender a otra clase de estudios.

En tal situación, y cuando el público comenzaba ya a mostrar impaciencia porque no surgía ningún conflicto de que asustarse, Manuel se volvió tranquilamente hacia la comisión que presidía la rifa, y con voz clara y entera, que altero todos los corazones, dijo señalando a Soledad:

– ¡Cien reales por bailar con aquella señora!

La llamada señora fingió no haberle oído; pero don Elías se puso en pie, rojo de furia, y contestó inmediatamente:

– ¡Mil reales por que no baile con él!

Un recio murmullo, semejante a un trueno de tormenta próxima, cundió por todo el anfiteatro, y las gentes que estaban más lejos se acercaron a presenciar aquella aterradora subasta.

Soledad dejó de mirar al Niño Jesús, y, bajando los ojos al suelo, tiró a su padre de la levita, como para que se sentase y no siguiera el altercado.

Manuel había ya respondido:

– ¡Cien duros por bailar con ella!

Y se deslió la faja, de cuya punta sacó un puñado de monedas de oro.

El público lanzó un rugido de aprobación.

El avaro vaciló un momento… Notáronlo todos, y comenzaron a mirarse y a sonreír maliciosamente.

– ¡Ciento diez por que no baile! -exclamó al fin el pobre don Elías.

– ¡Aprieta, Manuel, que yo te ayudo! -exclamaron algunos mozos de medio pelo.

– ¡Aprieta, hijo, y cuenta con mi paga de este mes! -añadió un capitán retirado, cubierto de canas-. ¡Yo me batí en Talavera al lado de tu padre!

Manuel sonrió tranquilamente, y repuso, sacando otro puñado de oro:

– ¡Quinientos duros por que baile conmigo!

– ¡Bien! ¡Bien! -gritó casi todo el concurso.

Y hasta se oyeron palmadas y vivas al Niño de la Bola…

Soledad, que había conseguido sentar a su padre a fuerza de tirones (tanto más eficaces cuanto más altas eran las pujas de Manuel), se puso en pie al oír la última proposición, y comenzó a anudarse a la espalda las puntas de la cruzada mantilla, como determinándose a bailar.

El riojano quiso contenerla…, pero mil voces se alzaron a un tiempo mismo, diciéndole en variedad de tonos:

– ¡Eso se impide con dinero!

– ¡La cofradía no puede perjudicarse!

– ¡El Niño Jesús no debe perder los diez mil reales que se le han ofrecido!

– ¡O usted puja, o la Dolorosa baila con Manuel Venegas!

– ¡Saque usted sus millones, don Elías! ¿Para cuándo los guarda usted?

– ¡Aquí de los rumbosos, señor Caifás!

El usurero tenía sudores de muerte; pero al cabo de espantosa batalla, pudo más el odio que la avaricia, y, levantándose indignado, exclamó con rabioso acento:

– ¡Basta ya de bromas! ¡Acabemos de una vez! ¡Dos mil duros por que no baile mi hija! Soledad, vámonos a casa… Señor mayordomo, puede usted venir a cobrar inmediatamente.

Aquella violentísima puja era la puñalada del cobarde, ¡segura, mortal, sin salvación posible! ¡Manuel no tenía tanto dinero ahorrado!

Conociólo el huérfano y se quedó como estúpido…

– ¡Déjalo, hombre!… ¡Déjalo!…, ¡que en el infierno las pagará todas juntas!

– Manuel, no insistas, que el viejo quiere pillarte una proposición que no puedas pagar…

– Vete, Manuel, que la muchacha quería bailar contigo, y lo demás no debe importarte tanto…

Tales cosas comenzaron a decir al corrido mancebo los mismos que se habían declarado sus fiadores…

Sólo el capitán retirado exclamó todavía, temblando de cólera:

– ¡Dispón de mi paga de dos meses! ¡Comeré demonios vivos!

Manuel no oía ninguna de estas cosas, y la gente comenzó a creerle anonadado, vencido, digno de lástima…

Pero don Trinidad Muley, que conocía mejor que nadie a su pupilo, y que lo veía inmóvil, mudo, con los labios blancos, siguiendo los movimientos de don Elías como si acechase la oportunidad de saltar sobre él y despedazarlo, corrió al lado del joven, y le dijo con grande imperio.

– Manuel…, ¡vete a casa! ¡Yo te lo mando!

El hijo del héroe bramó de angustia, como brama la fiera al sentir el hierro candente del domador, y dijo con bárbara humildad.

– ¿Sin matar a ese hombre?

– Manuel, ¡vete! -replicó el cura de Santa María.

– ¡Me ha vencido con el dinero que robó a mi padre! -añadió Manuel, enfureciéndose de nuevo según que hablaba-. ¡Me ha negado a mí, al descendiente de los Venegas, al hijo del que murió por salvarle sus mal ganados millones, el que baile con su inocente hija, el que le dé un abrazo de paz entre nuestras dos razas! ¡Ah, ladrón!… ¡Asesino!… ¡Verdugo!… ¡Me la pagarás con tu sangre!

– ¡Oye, oye! -decía entre tanto el usurero a su hija, que estaba abrazada a él, colgada de su cuello, y como sirviéndole de escudo-. ¡Oye cómo me insulta y me amenaza el que ronda tu dote! ¡Oye cómo te conquista ese tramposo, en lugar de pagarme el millón que me debe!

Manuel, a quien difícilmente sujetaba don Trinidad Muley (habiendo tenido para ello que llamar en su auxilio al Niño Jesús, cuya efigie le mostraba con fervorosos ademanes y discursos), percibió las últimas palabras de don Elías, y, lejos de enfurecerse más, serenóse de pronto, con aquella rapidez de transición que le caracterizó siempre, y quedó inmóvil, suspenso, frío, como una estatua de mármol.

– ¿Yo?… ¿Yo?… ¿Yo le debo a usted un millón? -acertó a decir, finalmente, con el acento de la más noble ingenuidad.

– ¿Acaso lo ignoras? -repuso don Elías valientemente, como quien llega a su terreno-. ¿No me debía tres tu padre? ¿No le cobré dos? Pues ¡el que debe tres y paga dos, resta uno!… ¡Y tú, buen mozo; tú, que eres hijo y no has renunciado su herencia, me lo debes, como yo le debo el alma a Dios! De modo, señores… -continuó, dirigiéndose a la Hermandad-, que roda la rifa anterior es nula y debe invalidarse por completo, dado que el dinero que ofrecía ese joven era mío, como lo será todo el que adquiera en este mundo hasta que me pague el millón que me debe…

– ¡Qué hombre! ¡Qué infamias dice! ¡Y lo peor es que tiene razón! ¿No hay quien lo mate? -comenzó a murmurar la gente más temible.

– ¡Nadie lo toque! -gritó Manuel severamente-. Las cosas acaban de cambiar de aspecto, y ahora me corresponde a mí defender su vida… Yo ignoraba que era su deudor; pero, averiguado que lo soy, pues el semblante de ustedes me lo está diciendo con harta claridad, no quiero que nadie imagine que deseo la muerte de ese monstruo a fin de no pagarle… ¡Le pagaré!… ¡Ninguno se asombre de lo que digo!… ¡Le pagaré!… Tengo absoluta seguridad de que no me engaño… ¡Yo sé de lo que soy capaz! Vive, pues, tranquilo, zorro viejo y astuto, que si don Rodrigo Venegas murió entre las llamas para que no se dijese que había tratado de estafarte, su hijo hará algo más terrible y doloroso, que es no volver a ver a tu hechicera hija hasta haber ganado el millón que me reclamas. Me voy del pueblo, señores… -añadió con voz solemne, dirigiéndose al público-. Me voy de España… Pero ¡volveré! ¡Volveré con oro bastante para pagar mi deuda y ahogar después en onzas a mi deudor! ¡Volveré, sí, y vendré a este mismo sitio, tal día como hoy!…, ¡lo juro por el alma de mi padre!, a pujar la gloria de estrechar en mis brazos a ese ángel que el vil judío ha robado al cielo, a esa desgraciada que se llama su hija! ¡Ay del que la mire entre tanto! ¡Ay del que la pretenda! ¡Soledad es mía, y yo vendré a recobrarla y a matar al temerario que haya intentado siquiera atravesarse entre los dos! ¡En cuanto a ti, alma de mi alma, sé que sabrás esperarme!… ¡Adiós, Soledad de mi vida! ¡Adiós, señor cura! ¡Adiós, Niño mío!… ¡No os olvidéis de Manuel Venegas!…

Así dijo, y arrancándose de los brazos de don Trinidad Muley, y tirando con la mano un beso a Soledad y otro al Niño de la Bola, echó a correr hacia el interior de la población y desapareció de la vista de todos.

Soledad seguía impasible exteriormente, desde que la vida de su padre dejó de estar en riesgo; pero cuando quiso andar, le faltaron fuerzas para moverse, y hubo que llevarla en una silla a la carroza que fue de los Venegas.

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