LIBRO CUARTO: LA BATALLA

I. EL CUARTEL GENERAL DE «VITRIOLO»

Amaneció al fin aquel memorable domingo en que había de tener comienzo la ruda batalla de treinta y seis horas que riñeron el Bien y el Mal en torno de Manuel Venegas, y especialmente dentro de su atormentado corazón; batalla empeñadísima y desastrosa, en que tomaron parte, más o menos directa y justiciable, todos los habitantes de la ciudad, o sea todos los individuos del gran Jurado que solemos llamar el público.

Vitriolo había citado la noche anterior a su gente, «para el toque de diana, en la puerta de la botica», y allí estaban, en efecto, desde el amanecer, los que más atrás denominamos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas, de quienes era apóstol y cabeza el pasante de farmacéutico.

También se encontraban en aquel centro ordinario de noticias (y excelente acechadero en tal mañana para seguir las operaciones de Manuel Venegas, cuyo domicilio estaba en la misma plaza) otras muchas personas diversas en edad, clase y condición, todas ellas muy afanadas en averiguar o refererir lo último que se sabía relativamente a los pavorosos sucesos que se veían llegar…, que eran infalibles…, que hasta se aguardaban con impaciencia…, y contra los cuales no dejaría de tronar todo el mundo, ni de proceder activamente la justicia, luego que se hubiesen consumado. Las mismas criadas que iban a la compra se acercaban a aquella gran tertulia al aire libre, y metían su baza en la conversación, indicando lo que debía hacer cada personaje, si tenía honor y vergüenza… Las más sisadoras y alegres de cascos eran las más implacables y terribles, y repetían punto por punto los juramentos y amenazas que el Niño de la Bola pronunció hacía ocho años, terminando todas sus arengas de: ¡Ahora veremos si hay hombres! El propio alcalde, persona muy digna, peroraba allí con la mayor seriedad, sobre si Manuel mataría a Antonio aquella tarde o lo dejaría para el día siguiente en la rifa, inclinándose a que sucedería lo primero. Un familiar del obispo, todavía simple diácono, aunque ya iba para viejo, pero que comenzaba a tener fama de gran teólogo, habíase aproximado a la reunión como por casualidad, y no perdía palabra de lo que en ella se decía, sin que aún hubiese despegado los labios por su parte… En fin, hasta nuestro antiguo amigo, aquel capitán retirado que ofreció dos pagas a Manuel Venegas la tarde de la célebre rifa, hallábase entre los curiosos, sin embargo de sus setenta y ocho inviernos y gloriosísimos achaques…

El único que faltaba para completar la asamblea era su presidente nato, el dueño de la casa, el insigne Vitriolo, encerrado hacía media hora en la trasbotica con una especie de bruja, antigua deudora arruinada por don Elías Pérez y actual paniaguada de casa de Soledad; la misma, según creemos, que la noche anterior fue allí por medicinas para la señá María Josefa. Los sectarios del farmacéutico, presumiendo, sin duda, los importantísimos asuntos que podían tratarse en aquella encerrona, se guardaban muy bien de interrumpirla, y, por el contrario, explicaban a los demás concurrentes la ausencia de su maestro, diciéndoles que se hallaba confeccionando un medicamento de todos los demonios para un sacristán de un pueblecillo de las cercanías. Habíase visto, finalmente, a Vitriolo salir a la botica a tomar dinero del cajón, y por cierto que, mientras esto hacía, todos creyeron notar que estaba más feo, más pajizo y más excitado que de costumbre.

Entre tanto, ya se habían dado y repetido, y comentado hasta la saciedad, muchas y muy interesantes noticias a la puerta del establecimiento. Sabíase, por ejemplo, que Manuel Venegas entró al cabo en su casa la noche anterior, cerca ya de la madrugada, con el caballo jadeando, destrozada la ropa y sin sombrero, cual si volviera de espantoso combate: que este combate debió de ser consigo mismo, pues varios regadores lo habían visto galopar sin rumbo cierto por los sembrados de la vega y por remotos olivares y viñas, como si lo persiguieran invisibles fantasmas; que había tropezado con los guardas de campo y dádoles juntamente latigazos y dinero cuando se le quejaron de los destrozos que hacía, oyendo, en cambio, de boca de aquellas gentes toda la historia de lo ocurrido en la ciudad durante su ausencia; que, tan luego como dejó el caballo, salió otra vez a la calle, a pie, embozado en una larga manta, y se dirigió al barrio de San Gil, donde el sereno lo vio pasearse delante de la cerrada vivienda de Antonio Arregui, y aun llamar a la puerta… (¡qué horror!), sin que de adentro respondiesen a sus repetidos aldabonazos… (¡qué ignominia!), hasta que, ya casi de día, tomó la vuelta de su casa y penetró en ella; con lo que inmediatamente se cerraron sus puertas y balcones, como cerrados seguían en aquel momento…

Lo del horror y lo de la ignominia fueron exclamaciones involuntarias…; del teólogo la primera, y del capitán la segunda…

En apoyo del concepto de éste, bien que desvirtuando su oportunidad, agregó entonces un padre de familias:

– ¿De qué os asombráis, caballeros? ¡Antonio Arregui es un cobardón, que no se ha atrevido a pasar la última noche en su casa, ni aun en el pueblo!… ¡Antonio Arregui huyó vergonzosamente ayer tarde, al tener noticias de que llegaba el Niño de la Bola! Yo mismo lo vi salir a caballo, río arriba, a cosa de las cuatro y media, y por cierro que iba furioso…

– Pues ¡añada usted -expuso una criada- que ésta es la hora en que no ha regresado todavía!… ¡Yo vengo del mercado, y no está en él, como todas las mañanas, haciendo la compra para sus operarios de la Sierra!

– Señores, ¡seamos justos!… -exclamó un comerciante de origen burgalés-. ¡Antonio Arregui es incapaz de huir!… Si se marchó ayer tarde fue porque recibió aviso de que… algún malintencionado sin duda… había roto por varios sitios la acequia que mueve los batanes de su fábrica… Pero ¡a aquella hora nadie sabía en el pueblo que ese tal Niño de la Bola se hallase en estas cercanías!

– ¡Lo sabía don Trinidad Muley! ¡Lo sabía la señá María Josefa! -prorrumpieron varios vecinos

– Pues ¡no lo sabía él!… -replicó el comerciante-. Yo le vi al marchar, y sólo pensaba en sus destruidas acequias… En fin, apuesto doble contra sencillo, a que tan luego como se entere de lo que ocurre, lo tenemos de vuelta en la población, resuelto a no dejarse avasallar por nadie… ¡Yo conozco a los riojanos!

La conversación entraba en mal camino, y estimándolo así un viejo, de oficio buñolero, que tenía su tienda en la misma plaza, tocó muy oportunamente otro resorte, y contó que aquella mañana, antes de la salida del sol, había estado don Trinidad Muley llamando más de media hora en casa de su antiguo pupilo, sin conseguir que le contestasen; lo cual probaba que Manuel, al recogerse pocos momentos antes, había dado orden a Basilia (la hermana de Polonia) de no abrir ni responder a persona alguna, aunque echaran la puerta abajo.

– ¡Me alegro! -murmuró a este propósito un discípulo de Vitriolo, dirigiéndose a media voz a sus camaradas-. ¡Así no habrá podido ese fanático de misa y olla acobardar con sus letanías al hijo de don Rodrigo, como lo acobardó la famosa tarde de la rifa! ¡Temiéndome estoy que el Niño Jesús de Santa María de la Cabeza represente demasiado papel en este caso de honra! ¡Los curas no perdonan medio de acreditar a sus santos y de hacer negocio!

El buñolero había seguido entre tanto refiriendo que don Trinidad Muley, cansado de llamar en balde, se retiró a su casa muy entristecido, no sin lamentarse con todos los transeúntes de que las grandes funciones que lo amarraban aquel día a su iglesia le impidiesen prevenir cualquier mal paso de su querido Manuel, y diciendo con sentidas voces: «Espero en Dios y en la Virgen que las buenas almas de la ciudad suplirán mi ausencia de algunas horas…»

¡Prevenir! -se aventuró a exponer en voz alta otro discípulo de Vitriolo-. ¡Eso es contrario a la libertad! ¡Reconozco el lenguaje apostólico, incompatible con la Constitución vigente, por más que la previa censura sea muy del agrado del actual Ministerio!

Todos los circunstantes soltaron la carcajada al oír aquella salida de tono, menos el capitán, que refunfuñó despreciativamente una frase ininteligible, y menos el familiar del obispo, que juzgó ya indispensable sembrar allí algunas ideas morales y pacíficas, y lamentó lo mejor que pudo (era vizcaíno, como su ilustrísima, y hablaba mal el castellano) «la gravedad del lance que se le presentaba al señor don Antonio Arregui, cuando tan bien le iba en su matrimonio; cuando tan contento se hallaba con su fábrica, donde se le veía ir frecuentemente, acompañado de su mujer, de su hijo y de su suegra; cuando la llamada Dolorosa daba muestras de quererle y respetarle tanto, y cuando algún regidor influyente, agradecido a las grandes ventajas que el rico industrial había proporcionado al pueblo, acababa de ofrecerle la vara de alcalde para el año próximo…»

En este momento apareció Vitriolo en la puerta de su botica. La bruja se había escabullido por la puerta del patio.

Todos los mozalbetes rodearon al maestro, no en ademán de veneración o cariño, sino de una cínica confianza que rayaba en burla, diciéndole sucesivamente:

– ¡Buenos días, Palodus!

– ¡Buenos días, Espátulo!

– ¡Buenos días, Panacea!

– ¡Buenos días, Cerato-simple!

– ¡Buenos días, Papaveris-albis!

Estos y otros muchos nombres tenía el ayudante de farmacéutico… Pero el público en general había optado por darle el de Vitriolo.

– ¡Buenos días, morralla! -contestó el enemigo de Dios, regalando una repugnante risa de su fea y desaseada boca a los insolentes mozuelos.

Y ni saludó al resto del concurso, ni fue saludado por él. No podía darse mayor franqueza ni más desprecio recíproco por parte de todos.

Vitriolo tenía veintiocho años, pero manifestaba cuarenta: ¡tan marchita se hallaba su piel, tan calva su frente, tan arruinada su dentadura, tan encorvado su talle, tan turbio su mirar y tan mermada su vista! Sin rayar en monstruo, lo cual hubiera excitado compasión, sin carecer de hechura humana, ni faltarle ningún remo ni sentido, era de lo más feo que Dios ha criado. Hacía daño a los nervios el extravío de sus ojos; ofendía su sonrisa, hasta cuando no era sarcástica y burlona, y causaban náuseas su color de membrillo y su pelo de muerto, así como su total descuido en cuanto a policía y limpieza. Tenía enormes pies y manos, las piernas un poco torcidas, hundido el tórax, desagradable la voz y apestoso el hálito. Dijérase además que lo vestían sus enemigos, pues su ropa amarillenta y su corbata verde no podían ser menos adecuadas al color de su rostro, por más que tuviesen pintas o manchas de toda clase de pringues y ungüentos. Tal era el atrevido personaje que pretendió a la Dolorosa después que se hubo ausentado Manuel Venegas y antes de la aparición de Antonio Arregui, tal era el misionero de la incredulidad en aquella población de moros bautizados, tal era el inteligente mancebo de la mejor botica de la ciudad (botica cuyo titular y dueño residía casi siempre en el campo); tal era el traidor de nuestro drama.

No bien lo divisó el familiar del señor obispo, puso término a su pacífica elegía y trató de marcharse, pero Vitriolo, que lo advirtió, exclamó con su acento burlón y desapacible:

– ¡Siga usted, señor don Carmelo!… ¿Por qué se calla al verme? ¿Estaba usted profetizando, como anoche, los milagros que haría esta tarde en la procesión el verdadero Niño de la Bola? Anoche no le respondí a usted porque tenía dolor de estómago; pero hoy debo decirle que el verdadero Niño es más supuesto que el falso, y, por consiguiente, menos capaz de hacer prodigios. ¡Figúrense ustedes que la venerada efigie del tal Niño está esculpida en madera de roble, y que una vez que se le rompió la mano en que lleva el mundo se la remendó por una peseta el carpintero de aquí al lado!…

– ¡Esto no se puede sufrir! -gruñó el capitán, pidiendo una silla y sentándose en medio del corro-. ¡Yo no sé por qué viene uno adonde se dicen tantas insolencias y majaderías!…

– Tiene usted razón… Yo me voy… -dijo el alcalde-. ¡Estos diablejos lo comprometen a uno! Vamos, Martín… Y penetró en la casa de Ayuntamiento.

– ¿Ves? -observó a Vitriolo el llamado Martín, discípulo suyo, muy de notar por lo flamante y moderno de su equipo-. ¿Ves? ¡El señor alcalde ha tenido que irse!… ¡Dices cosas demasiado fuertes!…

– ¡Habló Judas! -gritó el farmacéutico-. ¡Camaradas! Ya os lo dije anoche… ¡Martín nos abandona! ¡Desde que lo han nombrado escribiente del Ayuntamiento, se ha vuelto beato!… ¡Hay que expulsarlo de nuestra comunidad! ¡El mejor día lo vamos a ver dándose golpes de pecho en las iglesias!

– ¡Yo no soy beato, ni lo seré nunca! -respondió Martín muy amostazado-. Lo que nos pasa a todos tus amigos es que, como somos menos feos que tú, no aborrecemos tanto a Dios y se nos olvidan tus lecciones de impiedad. Quiere esto decir que, en mi concepto, tú eres de la clase de impíos más detestable que se conoce. No lo eres, en efecto, por espontáneas y tranquilas reflexiones filosóficas; ni tampoco por el sentimentalismo romántico de ciertos poetas; no como los respetables, y muchos de ellos honrados o felices, autores franceses que hemos, leído juntos, como Volney, Voltaire, Diderot, etc., sino pura y simplemente porque eres feísimo y malo; por falta de goces o de paciencia; por perversidad natural, como algunos reptiles y alimañas… En una palabra: si tú no hubieras nacido tan deforme, ya habrías tenido novia, tal vez te hubieras casado con ella, ¡y quién sabe si a estas horas serías el padrazo más creyente, más optimista y más religioso de la ciudad!… Pero, amigo, eres tan horrible y te dolerá tanto no haber encontrado todavía una mujer que te escuche, que, ¡vamos!…, me explico que no estés agradecido al Criador ni ames a tus prójimos como a ti mismo…

– ¡Al Criador! ¡Al Criador! -repuso Vitriolo con amarga ironía. ¡Os repito que nos vende desde que le han dado ese plato de lentejas! Paco Antúnez…, llegas oportunísimamente… ¡Tú, que eres mi discípulo mayor, mi brazo derecho, mi brazo fuerte, mi brazo secular, cerrarás la puerta del templo (digo de la trasbotica) a ese caballero escribiente que ya fuma tabaco propio!

– ¡Nada me importa no volver por aquí! -replicó el maltratado discípulo-. ¡Y ya verás cómo poco a poco se van yendo todos estos incautos a quienes pudres con tus doctrinas! En cuanto a lo demás, sepan ustedes, señores, que si Vitriolo aborrece tanto a la Dolorosa, consiste en que estuvo enamorado de ella y recibió calabazas… ¡o algo peor que calabazas!…

– ¡Mentira! -gritó el boticario hecho un veneno-. ¡Fue muy al revés! ¡Yo no la quise cuando don Elías me la daba (enterrada en onzas)…! Pero bien sabe todo el mundo que soy amigo de don Antonio Arregui, y que su suegra manda aquí por todas las medicinas. Por consiguiente, eso que has dicho es una infame calumnia.

– Pues allí viene el que me lo ha contado esta mañana… -respondió Martín, señalando a nuestro Pepito, que asomó en tal momento por un arco de la plaza.

– ¿Aquél? ¿Y quién es aquél? ¡Ah, Pepito! ¡Otro Judas! ¡Otro desertor como tú! ¡También asistía él antes a nuestra reunión, y era de los más calientes contra el bando apostólico! ¡Verán ustedes cómo ahora pasa de largo, sin mirar siquiera hacia aquí!… ¡Vendrá de adular al obispo, a ver si lo hace sacristán!… Señor don Carmelo, dígaselo usted de mi parte a su ilustrísima… ¡Dígale que Pepito no cree en Dios!… ¡Oiga! ¡Y qué compuesto sale tan de mañana!… ¡Nada! ¡No nos saluda! ¡Habrá trasto como él! ¡Sin duda irá a pedir un destino a la forastera del afrancesado, a esa prima vigésima de un marqués de mentirijillas, cuyo título no está en la Guía de forasteros!…

– ¡Cálmate! -le advirtió por lo bajo Paco Antúnez, mozo arrogante, honesto, limpio y simpático, bien que no menos republicano y librepensador que Vitriolo-. ¡Vas a disgustar a todo el mundo!

– ¡No me calmo! ¡Estoy harto de padecer! -replicó el enemigo personal del Criador y de las criaturas-. ¡Miren cómo me ha puesto de frescas ese escribientillo, sólo porque dije que el Niño Jesús es de madera! Pues ¡de madera es! ¡Y si, en lugar de una cruz de plata hubiesen puesto una púa de hierro a la bola que lleva en la mano, tendríamos al mundo convertido en un trompo!

– ¡No es mucho más grande que un trompo nuestro mezquino mundo, si se le compara con la inmensidad y con el poder de Dios! -exclamó gravemente el teólogo, creyendo que el sesgo del debate le favorecía para hacerse oír-. Si el mundo y el hombre no son de madera, son de barro…, y están hechos de la nada, como dice la Sagrada Escritura. La fuerza y santidad de ese Niño de palo, y de la cruz que ostenta ese trompo consisten en la moral que simbolizan y en el sacrificio que recuerdan; consisten en que ayudan a desarmar la ira, a templar la concupiscencia, a hacer al hombre, hombre…

– ¡Y el que usted hable así consiste -interrumpió Vitriolo- en que es barbero del señor Obispo desde que Su Ilustrísima desempeñaba un pobre curato en Vizcaya!…

– ¡A mucha honra! -contestó el familiar, conteniendo con su noble actitud las risotadas de unos y el movimiento de indignación y retirada de otros-. ¡Es muy verdad que sigo afeitando a mi señor y padre, el cual me sacó de la miseria cuando la guerra civil dejó pidiendo limosna a toda mi familia! Pero eso no quita que yo, yo, que sería muy capaz de ahogar a usted con las manos si no me lo impidieran mis ideas religiosas, me complazca en pedir a Dios que lo mire con misericordia en la hora de la muerte.

– ¡Bien dicho, señor cura! -exclamó el capitán-. ¡Déme usted esos cinco!

– ¡Palabras de carlista! ¡Estratagema de apostólico! -replicó el boticario-. ¡Por todas partes se va a Roma!

– ¡Lo mismo me explicaría y procedería -repuso el teólogo- si fuera judío, moro o protestante! No, yo no defiendo aquí ahora ninguna religión determinada, sino la religiosidad en abstracto, el temor de Dios, el amor al hombre… En fin, lo perdono a usted, y me marcho. ¡Usted abrirá los ojos con el tiempo!

Vitriolo conoció que quedaba mal, y trató de detener al diácono, diciéndole a roda prisa:

– ¡Defiende usted las tinieblas! ¡Defiende usted la Inquisición y el f anat ismo! ¡Defiende usted la mentira, profesada como industria para tiranizar y explotar a los hombres! En cambio; nosotros, los filósofos, defendemos los fueros de la razón, la causa de la verdad, la despreocupación del entendimiento, la dignidad de la especie humana. ¡Nosotros no queremos que nadie viva engañado, ni sometido a las desigualdades de la suerte, en la esperanza de otra vida y de un cielo que no pueden existir, que no existen, que repugnan a la buena lógica, como lo demuestra el célebre dilema de Epicuro!…

Pero el teólogo no oía ya al farmacéutico, pues se había marchado efectivamente, dejándolo con la palabra en la boca.

La mayoría del público, y con especialidad las personas graves, comenzaron a desfilar también, renunciando a las decantadas ventajas de convertirse al ateísmo, con lo que pronto la tertulia quedó en cuadro…

– Pero, ¡hombre! -arguyó entonces el capitán, encarándose con Vitriolo-. Suponiendo que todas esas infamias que usted dice sean ciertas, ¿qué adelanta con darnos tan malas noticias? ¿Qué pierde usted con que yo, en medio de mis reumas, de mi retiro forzoso, del atraso de mis pagas y del disgusto de conocer a muchos malvados como usted, me consuele esperando hacer en otra parte una campaña mejor que la de esta pobre vida? ¿Me equivoco? Pues ¡déjeme usted en mi dulce engaño! ¡No haga usted el oficio de Satanás! ¡Piense usted en sus ungüentos, y déjenos a nosotros con nuestros santos… de madera, que también nos sirven de medicina!

– ¡Valiente modo de discurrir! -contestó el boticario-. ¡Bien se conoce que no ama usted la verdad, ni ha visto un libro por el forro! ¡Los militares fueron ustedes siempre oscurantistas, inquisitoriales, serviles!

– ¡Vaya usted mucho enhoramala! -repuso el capitán, levantándose-. ¡Yo no soy servil! ¡Yo soy más liberal que usted! ¡Yo me he batido contra Napoleón y contra Angulema! Yo he derramado mi sangre defendiendo la independencia y la libertad de mi patria, hasta que, por viejo y achacoso, me dieron el retiro… Pero todavía soy capaz… En fin, no quiero incomodarme… Repito que hago una tontería en venir por aquí… ¡Todos sois unos impíos, unos luteranos, unos mocosos, que debíais estar en la cárcel!… Mas, ¿qué le hemos de hacer? ¡El mundo marcha así! Conque muchachos, ¡hasta luego!… Son las ocho, y voy a ver si me dan de almorzar.

Grandes carcajadas y burlas produjo en los mozalbetes el apóstrofe del veterano; y como en pos de él se marchase la poca gente de viso que ya quedaba en el corro, penetraron aquéllos en la botica, donde el maestro, atendida la especialidad de las circunstancias, les dejó meter mano al cajón del palodus, y hasta fingió no reparar en que algunos se empinaban las botellas del jarabe simple, del jarabe de corteza de cidra y del jarabe de altea.


* * *

Terminado el refrigerio, todos se fueron a sus casas a continuar almorzando, menos Paco Antúnez, a quien dijo Vitriolo:

– No se marche usted, señor jefe de estado mayor. Tenemos que hablar…

– ¿Qué hay? -preguntó el mimado discípulo con aire de verdadero valiente-. ¿Que dice la Volanta?

Vitriolo le contestó con suma afabilidad:

– La Volanta está en muy buen terreno. Tú sabes que fue una labradora muy acomodada, y que su afición al aguardiente la hizo caer en las garras del usurero don Elías, quien la dejó pidiendo limosna… Hoy le dan de comer Soledad y su madre, más bien por remordimiento que por caridad, de donde se deduce que ella las detesta con todo su corazón. En cambio, considerando que yo soy el abogado consultor de los pobres, que no voy a misa, y que le hago de balde ciertos ungüentos para sus oficios de curandera y de bruja, me quiere con toda su alma, ve en mí una especie de vicario del diablo, único Dios en que cree, y me cuenta todo lo que sucede en casa de la Dolorosa. Ahora bien: por tan seguro conducto he sabido que la señá María Josefa fue quien mandó anteanoche destruir la gran acequia de la fábrica, tan luego como se enteró de que llegaba Manuel Venegas, obligando así a marchar allá a Antonio Arregui, y ganando tiempo para entenderse con el burlado amante… La propia Volanta proporcionó el hombre que rompió dicha acequia, y ella también debía procurarme a mí hoy, según me ofreció anoche, esta misma u otra persona que fuese a la fábrica como por casualidad y participase a Antonio Arregui el regreso del Niño de la Bola. ¡Seis reales le di para ello!…

– Son tres leguas de ida y tres de vuelta… ¡No estuvo mal! -prorrumpió flemáticamente Paco Antúnez, encendiendo un buen trozo de lo que entonces se llamaba tabaco negro.

– No estuvo mal… -repitió Vitriolo-. Pero es el caso que todos los hombres a quienes ha propuesto el trato la Volanta recelan que se entere el Niño de la Bola, y ninguno se atreve a ir a la Sierra… ¡Ya ves qué contrariedad! ¡Son las ocho de la mañana, y es menester que el marido de la Dolorosa se halle aquí antes de la hora de la procesión!…

– La procesión es a las cuatro…-observó con frialdad Antúnez, chupando aquel veneno que tenía en la boca.

– ¿Te atreverías tú a ir? -preguntó Vitriolo, afectando gran indiferencia.

– ¡Yo no! -respondió inmediatamente el discípulo, con una gravedad impropia de sus veintidós años.

– Puedes fingir una cacería… -insistió Vitriolo-. Coges el caballo y la escopeta, y en dos horas estás allí… Arregui no podrá maliciar que vas ex profeso a darle la noticia.

– He dicho que no voy… -replicó Antúnez, mirando el humo de su cigarro,

– ¿Temes que se lo cuenten a Manuel Venegas? ¿Te asustas tú también del Niño de la Bola?…

– No es eso, amigo Vitriolo. Te temo a ti; me asusto de tu ferocidad. Cualesquiera que sean mis ideas religiosas, o, mejor dicho aunque no me hayas dejado ninguna, yo no he nacido para matar con mano ajena. Yo no soy como tú, indiferente a la moral y a la política; yo amo el bien, aunque no crea en otra vida futura… Yo soy republicano de veras.

– Ya lo sé… y haces muy mal… -respondió Vitriolo-. Lo mejor es no ser nada.

Antúnez replicó en el acto:

– Para hablar así hay que principiar por donde tú principias: por aborrecer a la especie humana. Ahora bien: yo no la aborrezco; yo amo a los hombres y deseo su dicha, como lo desearon Catón, Bruto y Robespierre…

– Pues entonces, ¡fíngete cristiano!… -dijo Vitriolo, riéndose-. De esa manera podrás ofrecer dos bienaventuranzas a tus adorados prójimos, o sea una de presente y otra de futuro; una en esta vida y otra… donde cuentan los sacristanes.

– ¡Yo no sé decir lo que no siento! -contestó el filántropo-. Y por eso precisamente me niego a ir a engañar a Antonio Arregui, ocultándole el objeto de mi excursión a su fábrica…

– Pero ¡tú olvidas lo que hablamos anoche! -exclamó Vitriolo muy apurado-. ¡Tú olvidas que si don Trinidad Muley empastela este asunto, la victoria será de las ideas místicas! ¡Dirá el clero, y repetirán las viejas, que ha habido milagro, como lo dijeron en 1832, cuando Manuel Venegas perdonó la vida a don Elías Pérez, la tarde de la famosa rifa! Contaba entonces don Bernardino, el sacristán de la parroquia, que si no ocurrió allí una muerte se debió a que don Trinidad se abrazó a la efigie del Niño del Dulce Nombre pidiéndole auxilio… hay más: la señá Polonia, el ama…, o la querida del cura… (no frunzas el entrecejo: admito que sólo sea su ama…) tomó de aquí pie para soltar la especiota de que la tal efigie, decidida protectora del hijo de don Rodrigo, le devolvió el habla cuando muchacho… ¡Todo esto es muy grave! ¡Antúnez! ¡O somos o no somos enemigos de la superstición! ¡Tu causa es la mía, aunque yo no sea republicano ni monárquico! ¡Hay que desvanecer esas patrañas! ¡Hay que evitar un nuevo triunfo de don Trinidad Muley!

– Desengáñate, Vitriolo… -;contestó fríamente el republicano-. Lo que a ti te mueve en esta empresa no es la filosofía a que yo también rindo ferviente culto, sino el insensato amor que tuviste a la Dolorosa, convertido en odio mortal por haber ella obligado a un perro a comerse tu amartelada declaración… Yo ignoraba anoche tan divertido lance; pero esta mañana me he enterado de él, como todo el pueblo, por haberlo referido anoche el afrancesado a sus tertulios…

Vitriolo se retorció convulsivamente, y lanzó una especie de alarido… Irguióse luego, y dijo con dolorosa mansedumbre:

– No te lo negaré yo a ti, que eres mi ojo derecho… No te negaré, mi querido Paco, que también procedo a impulsos de ese rencor inextinguible… No te negaré que la felicidad de la Dolorosa me vuelve loco; ¡que necesito verla llorar tanto como yo he llorado, y que la ocasión es ésta! Pero ¡no por eso dudes de que, al propio tiempo que vengarme, quiero defender la santa impiedad, única gloria y consuelo de mi pobre existencia! ¡Sí! ¡Yo trato de evitar que los curas hagan creer a los necios en un milagro de las ideas religiosas que nos ponga en ridículo a todos vosotros y a mí! ¡Yo quiero libraros y librarme de una silba de todo el pueblo! Don Trinidad Muley, con sus limosnas, entretenimientos y gramática parda, es el levítico que mas daño hace hoy en esta ciudad a la causa de la razón. ¡Hay que presentarle una batalla campal! ¡Hay que destrozarlo para siempre!

– En ese punto estás repitiendo palabras mías… ya que no por lo tocante a la persona de don Trinidad (que es un buen hombre sin malicia ni talento), en lo que respecta al verdadero bando apostólico… Pero entre combatir el error y hacer lo que ahora me pides; entre predicar uno sus ideas filosóficas o traer al matadero a un hombre de bien, hay mucha, muchísima distancia… Repito que no voy a la Sierra.

– Pues ¡no vayas! -exclamó Vitriolo con sumo desprecio-. Yo me las compondré sin ti.

– ¿Irás tú mismo a buscar a Arregui? -preguntó irónicamente Paco Antúnez.

– ¡Así pudiera cerrar la botica! Pero estoy solo, y no puedo moverme de aquí ni de día ni de noche. Por lo demás, ten entendido que yo soy el único hombre de este pueblo que no le teme al Niño de la Bola.

– Dos o tres veces te he oído ya decir eso mismo… ¿Quieres explicármelo?

– Tiene muy poco que explicar. ¡No le temo porque soy cobarde!

Y, al hablar así, Vitriolo se erguía con especial orgullo.

– ¡Gran verdad has dicho! -exclamó Antúnez-. El mundo es patrimonio de los que no pelean; o, más bien, de los que no dan la cara… No hay quien corra menos peligros que un cobarde… ¡El desprecio de los valientes les sirve de escudo!… En fin… ¡Allá tú! Yo me retiro con tu licencia.

El boticario suspiró melancólicamente, y murmuró, como hablando consigo mismo:

– ¡Hay pocas naturalezas cabales!…

– ¡Pocas! -repitió Antúnez.

– Con todo, ¡por algo seré yo vuestro jefe!

– Ya lo creo… ¡Y aun por algos!

– ¿Estás pesaroso? -interrogó vivamente el farmacéutico-. ¿Piensas tú también abandonarme?

– Sí; pero es porque me voy a almorzar… -contestó el discípulo mayor sonriénduse con expresión indefinible.

Y se marchó muy despacio, dejando sumido a Vitriolo en dolorosas meditaciones.


* * *

El resto de la mañana fue, cual si dijéramos, una ampliación de la tertulia que hemos presenciado en la puerta de la botica. Tan luego como el vecindario acabó de almorzar, llenóse otra vez la plaza de corrillos y de paseantes, cual si allí se celebrara la gran fiesta del día, y no en el barrio de Santa María de la Cabeza. Contra la inveterada costumbre, muchas personas principales del pueblo, y desde luego todos los hombres de armas tomar o aficionados a ruidos y reyertas, dejaron de asistir a la solemne misa que en aquel instante se cantaba en la parroquia gobernada por don Trinidad Muley… «¿A qué ir -parecía decir e la gente-, cuando sabemos que Manuel Venegas esta encerrado en esa Casa?» No apartaban, pues, los ojos de aquellos mudos balcones o de aquella inexorable puerta los grupos diseminados acá y allá, y hasta los mismos paseantes volvían la cabeza a cada momento para ver si daba señales de vida el albergue del infeliz recién llegado. Tenía aquello algo de la expectativa del público en una plaza de toros, cuando los aficionados bullen todavía en el circo, esperando a que se anuncie la salida de la fiera para quitarse de en medio y dejar a otros el cuidado de hacerle frente… O, más bien, era un caso igual al de los antiguos torneos… ¡Manuel y Antonio estaban como obligados a optar entre la pelea y la deshonra! ¡Sangre o rechifla!, parecía ser el estribillo del coro.

Llegó la hora de comer, las dos de la tarde, sin que se hubiese movido ni una mosca en casa de Venegas, no obstante haber estado dos veces llamando al portón el ama de don Trinidad Muley y otras dos un acólito de la parroquia de Santa María, y el público se retiró de la plaza.

Pero no habían transcurrido veinte minutos, cuando ya se hallaban de vuelta algunas personas… (¡Parcas fueron en el comer, o poco abastecida estuvo su mesa!). Otras regresaron algo más tarde.Acudió, por añadidura, mucha gente que no había estado allí por la mañana, y, con todo ello, la plaza acabó por parecer un animadísimo campamento… ¡Baste decir que varios mozos, y hasta algunos sujetos muy formales, hablaban ya de su firme propósito de no ir a la procesión si veían que Manuel no concurría a ella, y de pasar allí el resto de la tarde!

De pie a la puerta de su tienda de campaña, el general de aquel ocioso ejército…, quiero decir de pie a la puerta de su botica, el intrépido Vitriolo se restregaba las manos al ver que todos, por comisión o por omisión, estaban secundando su plan de batalla, y, a mayor abundamiento, daba instrucciones a sus ayudantes de órdenes para que sembrasen entre los corrillos las ideas más conducentes al triunfo de la ira sobre la paciencia, o, como él decía, «al triunfo de la razón sobre las preocupaciones»

De pronto cundió por toda la plaza una noticia que revolvió y barajó los grupos, formando otros nuevos y más numerosos, en que ingresaron los paseantes: ¡Pepa la peinadora acababa de cruzar por allí, diciendo que venía de rizar el pelo a la señora de Arregui en forma de tirabuzones iguales a los de la forastera, y que en aquel momento la dejaba vistiéndose de tiros largos para ir a la procesión en compañía de su madre!

No habían empezado los comentarios acerca de este grave acontecimiento, cuando ocurrió otra novedad, que puso el colmo a la agitación de la muchedumbre… ¡La puerta de la casa de Manuel Venegas se acababa de abrir, y Basilia, su ama de gobierno, estaba en el portal notificando al público que el hijo de don Rodrigo Venegas había comenzado a arreglarse, también para ir a la procesión del Niño de la Bola!

La alegría, el miedo y el entusiasmo de la multitud no tuvieron límites. Hubo hasta aplausos de la gente baja y silbidos y carreras de los pilludos, advertido lo cual por el alcalde, y temiendo un motín o cosa parecida, aconsejó a todos, «por honor de aquella ciudad, antigua colonia fenicia y romana, y posteriormente corte de no sé qué rey moro, que se trasladaran a la carrera de la procesión, donde parecía más natural que estuviesen reunidas aquella tarde las personas decentes, y que allí esperasen con la debida compostura la llegada de su querido paisano Manuel Venegas, quien se alegraría mucho de poder salir de su casa como un hombre serio y formal, y no entre aquella especie de rebullicio.»

Penetráronse de estas razones los agitados grupos, y casi todos se disolvieron, o, mejor dicho, se encaminaron en masa hacia la parroquia de Santa María, cuyas alegres campanas anunciaban ya con su primer repique que apenas faltaba una hora para la procesión.

Sigamos nosotros al turbión de la gente, y trasladémonos también. A aquel apartado barrio, donde encontraremos muchas personas conocidas.

II. LA PROCESIÓN

Era una hermosísima y apacible tarde en que la primavera, vestida de andaluza, llenaba el cielo de esplendores y sonrisas, de cálidos besos el sosegado ambiente, y de fragantes rosas, no sólo todos los huertos y balcones de la ciudad, sino también el lustroso peinado de las doncellas y las manos de sus felices o desgraciados amadores.

Todavía faltaba media hora para la salida de la procesión, y la calle de Santa María de la Cabeza, a cuyo extremo inferior se halla situado el templo del mismo nombre, estaba ya hecha un patio del cielo, una antesala de la gloria, un verdadero Empíreo…, tal y como los nietos de Adán y Eva nos imaginamos y solemos representar semejantes excelsitudes desde nuestro confinamiento terrestre…

Quiero decir con esto que todas las ventanas tenían grandes colgaduras de coco, de zarza, de filipichin y hasta de damasco, en las cuales era fácil reconocer las colchas de novios de muchas generaciones, mientras que el suelo de la prolongada calle y de toda la carrera que había de llevar la procesión veíase alfombrado de verde juncia, de amarilla gayomba, de olorosos mastranzos y de otras campesinas hierbas… Las campanas de Santa María repicaban gozosamente por segunda vez, anunciando que ya se acercaba el momento solemne… Cohetes voladores reventaban a docenas en los aires, como notificando a los demás planetas lo que ocurría en el nuestro…, y el tambor de la Milicia Nacional daba golpes y redobles de atención y llamada, que hacían subir de punto la general expectativa.

Todas las ventanas y azoteas, y aun los mismos oblicuos tejados, estaban llenos de gente, sobre todo de mozas aderezadas y carilimpias, habiéndose reservado los balcones para las señoras y señoritas del centro de la ciudad, que ya ostentaban en ellos sendas mantillas o tocas de Alma gro, peinados a la francesa y demás distintivos de su elevada alcurnia.

En la calle no se podía echar un alfiler; tan atestada se veía de artesanos vestidos de nuevo, de jornaleros vestidos de limpio y de caballeretes vestidos de moda. Hasta los regadores habían abandonado los campos, y encontrábanse allí apoyados en sus azadas, como dispuestos a volver a la interrumpida tarea en cuanto presenciaran el paseo triunfal del Niño de Dios. Algunos militares retirados (entre los cuales descollaba nuestro capitán) lucían su irremplazado uniforme de la guerra de la Independencia, y a fe que era grato verlos embutidos en sus casacas de altísimo cuello, provisto de sudadero, que les rozaba la coronilla, con la ancha capona o larga charretera empinadas sobre los hombros, con el inflexible corbatín de ballena impidiéndoles fijar los ojos en el género humano, y con su morrión de carrilleras y descomunal campana, que no habría podido soportar el propio dios Marte… Por último, los bulliciosos chicuelos y los circunspectos milicianos (o sea los nacionales, que era como se llamaban allí entonces) se apiñaban en el atrio y gradas de la iglesia, para servir aquéllos de vanguardia y éstos de escolta a la venerada efigie del Niño Jesús, en tanto que el sol, enfilando de lleno la calle al bajar a Poniente, daba a todas aquellas cosa divinas, humanas y pueriles, un carácter glorioso, triunfante, santo, que, si distaba muchísimo de la beatitud eterna, diferenciábase también algo de las coti diana s luchas de esta vida.

La forastera, con traje negro, mantilla blanca y muchas joyas de escaso valor, ocupaba el balcón principal de una de las mejores casas de aquel barrio, balcón enorme, con balaustres de madera color de chocolate, que podía contener quince o veinte personas. Hallábanse, pues, también allí don Trajano, su esposa y todos sus tertulios, excepto nuestro amigo Pepito, que se contoneaba en la calle, frente por frente de aquella casa, para que la madrileña lo viese navegar por el mundo como todo un hombre y admirara de lejos su frac de tijera (refundición del único que había tenido su buen padre), su pantalón de color de avellana, su corbata celeste, su chaleco de mil flores y su colosal sombrero de copa… ¡El pobre ingenio parecía un mico vestido de máscara!

A don Trajano Mirabel le había dado aquella tarde por hablar de política, y traía mareado a otro señor de su edad, también moderado acérrimo, que solía formar parte de su tertulia; pero ni éste ni nadie tenían ya atención para otra cosa que para mirar a una hechicera mujer, adornada asimismo con mantilla blanca, que acaba de presentarse y tomar asiento en un balconcillo del entresuelo de la casa de enfrente.

– ¡Es usted afortunada! -dijo doña Tecla a la prima del marqués-. ¡Toda la tarde vamos a estar viendo a la Dolorosa! ¡Allí la tiene usted…, con una mantilla como la suya:… ¡Jesús María, y cómo la mira la gente! ¡Ni que ella fuera la procesión!

En efecto: Soledad estaba allí, donde menos se la esperaba, en una casa humilde, en aquel peligroso balcón tan cercano al piso de la calle… ¡Casi confundida con la multitud, cuando habría podido disponer de todas las casas y de rodos los balcones del barrio!

– ¡Qué temeridad! ¡Qué imprudencia! -decían algunos-. ¡Elegir ese sitio, estando en el pueblo el Niño de la Bola, y sabiendo que viene tan irritado!…

– ¡Qué falta de consideración! ¡Qué descoco! -añadían algunas-. ¡Andar de fiestas estando ausente su marido! ¡Constándole que el otro piensa venir aquí!

– ¡Confesemos que es muy valiente! -respondían los más tolerantes-. ¡Ella misma se lanza a la cabeza del toro! ¡Mirad qué cara tan serena y tan hermosa! ¡Mirad qué sonrisa tan altanera! ¡Mirad qué ojos! ¡Ninguna inquietud se lee en ellos! ¡Y, sin embargo, bueno andará su corazón!

– ¡Esa, ésa es la Dolorosa! -exclamaba al mismo tiempo don Trajano, dirigiéndose a la prima del marqués-. ¡Este golpe la retrata de cuerpo entero! ¿Sabe usted a qué viene aquí? ¡A desarmar a Manuel con su presencia, a hacerle una paz vergonzosa para Antonio Arregui; a jugar el todo por el todo! Ya dije a usted anoche que Soledad ama… hasta cierto punto, al intrépido Venegas. Yo soy viejo y conozco el pecado…

– ¡Es usted atroz! -contestó agriamente la cortesana, cual si el jurisconsulto la hubiera sorprendido recorriendo con la imaginación, por cuenta de Soledad, aquel sendero pacífico, criminal y deleitoso.

Y luego añadió, quitándose los lentes:

– ¡Pues, señor, declaro que esa mujer vale más de lo que yo me figuraba… Aunque viste con mediano gusto y tiene una expresión hipócrita que da miedo, es muy bonita, muy graciosa y hasta muy interesante…

¡Que si lo era!… Permítasenos describirla por última vez… Permítasenos decir a qué extremo de hermosura había llegado la que conocimos inocente niña y púdica doncella, cuando la vemos ya convertida en mujer de veinticinco años, esposa y madre.

Soledad no pertenecía a la raza de las estatuas griegas. Su hermosura tenía más de gótica que de pagana, más de románica que de clásica, más de las creaciones de Schiller que de las de Ovidio, más atributos, en fin, de dama que de diosa. Así y todo, su conjunto era un primor de gracia, cuyas suaves líneas fluctuaban a veces entre la curva y el ángulo, dando mayor realce a los verdaderos hechizos femeniles. Ni se admiraba sólo la forma en aquella exquisita figura: la misma materia, cosa indiferente en la belleza gentílica, tenía en Soledad atractivo, y hablaba por sí propia a la imaginación. Era, en resumen, una de esas mujeres finas y nerviosas (a quienes erróneamente se suele llamar espirituales o ideales), cuyos encantos corpóreos no se limitan al dibujo, al modelado exterior, a la belleza plástica, como en las beldades olímpicas, sino que residen y se aprecian en la totalidad del ser físico, en su índole y naturaleza, en la calidad de la masa, así en lo que de ellas puede ver el escultor, como en lo que adivina el fisiólogo: mujeres verdaderamente materiales y terrenas, mucho más humanas que esas macizas cariátides sin magnetismo, que parecen modelos de contorneada arcilla: ¡elásticas serpientes, en fin, de piel dócil y lúbrica, de carnes precisas y delicadas, de huesos cálidos y endebles, de sangre rápida y fluida, que viven y huelgan en el fuego, como se cuenta de las salamandras!

El rostro de la Dolorosa acrecía el profundo interés y ardiente curiosidad que ya despertaba en el ánimo la traza de su lánguida y voluptuosa contextura. Acuella palidez inalterable y llena de vida; aquellos ojos amantes y altivos a un propio tiempo; aquellos labios sensuales y desdeñosos; aquel sentimentalismo del concierto de sus facciones, tan incompatible con la adocenada vida que llevaba pacientemente la casual esposa de un hombre vulgar, o, cuando menos, prosaico; todas estas contradicciones de su ser y de su existencia, expresadas vagamente por el semblante, hacían que la callada joven cautivara la imaginación y el deseo, como trágica y misteriosa esfinge, guardadora de peregrinos secretos.

Dicho se está que casi ninguna de estas sublimidades pasaban por las mentes a aquellos semi-africanos que devoraban con la vista a Soledad: mas no por ello se les oscurecía la sustancia de cuanto acabamos de exponer, ni envidiaban menos, en hipótesis, al feliz mortal que sacase de su forzosa perdurable apatía a la malograda heroína de amor; lo cual equivale a decir que envidiaban en futuro contingente a nuestro amigo Manuel Venegas, presunto dueño efectivo de aquel corazón encarcelado.

Por lo que respecta a Luisa y al señor de Mirabel, estaban muy al tanto de todo, a fuer de doctores en materias de arte, vicio y sentimiento, y profundizaron aquella tarde mucho más allá que hoy mi tosca pluma en el análisis físico-poético-moral de la Dolorosa.

De pronto advirtióse en los grupos un gran movimiento, que muy luego se propagó a ventanas y balcones, como si ocurriese alguna extraordinaria novedad… ¿Qué motivaba aquel oleaje de la muchedumbre? ¿Iba a salir la procesión? ¿Se había suspendido? ¿Acontecía alguna desgracia?

No; era que Manuel Venegas acababa de aparecer en lo alto de la calle de Santa María; era que avanzaba hacia la parte concurrida de ella, precedido de una escuadra de bullidores muchachos y escoltado a respetuosa distancia por media docena de valientes de segundo orden; era que llegaba el héroe del día.

Casi toda la gente se apartó de las inmediaciones de la iglesia, y fue extendiéndose calle arriba para gozar más pronto de la presencia del joven sin ventura, el cual marchaba, entre tanto, sosegadamente, sin mirar a nadie, con la cabeza un poco inclinada, y divirtiéndose al parecer en agitar con el bastón las olorosas hierbas que alfombraban el suelo.

No podía decirse, sin embargo, que le fuera indiferente el público, cuando tanto se había acicalado y compuesto en medio de sus penas, para presentarse dignamente a él. Los moros son siempre vanidosos y artistas, y acuden a las batallas con sus mejores ropas y todo el posible boato, viendo tal vez una fiesta en el peligro… La mencionada tarde vestía Manuel como un novio, como un triunfador, no como un hombre que acaba de ser desarraigado de la vida y sólo espera ya marchitarse y morir… Todo su traje era de rica seda negra sin brillo, con alamares del mismo color y muchos botones de plata mate; lucía un magnífico sombrero de jipijapa, de forma chamberga, al uso de ultramar; hermosos brillantes relumbraban en sus dedos y en la bordada pechera de la camisa, y pendía de su cuello una larga y muy gruesa cadena de oro, que iba a perderse debajo del ceñidor chinesco liado a su cintura, sirviendo, indudablemente, de sostén a un soberbio reloj, digno de tan fastuoso indiano.

Con mayor evidencia hubiera podido asegurarse que nuestro joven, contra su antigua costumbre, llevaba consigo un arma, y que esta arma era un puñal; pues a muy poco que se observaba, veíase dibujar su rígido bulto bajo la sarga de la chaqueta… Por lo demás, si aquellos viajeros que veinticuatro horas antes le saludaron en lo alto de la sierra vecina lo hubiesen visto en tal momento, habríanse espantado y hasta condolido del profundo cambio que se advertía en su noble rostro… ¡Una horrorosa contracción atirantaba todos sus músculos; despedían sus ojos una luz torva y rojiza como los del león durante la cuartana, y la más lúgubre tristeza tendía su velo de muerte sobre aquellas varoniles facciones! ¡Tristeza desesperada y terrible, no quejumbrosa y vehemente como la sed y el ansia de consuelo, sino fija, muda, petrificada, irremediable, muy más amenazadora en su serenidad que todos los arrebatos de la ira!

Las gentes de la calle no se atrevieron al principio más que a saludarlo a distancia, diciéndole un «¡adiós, Manuel!»;, tan natural y corriente como si no hubiesen pasado ocho años desde su última entrevista, a lo cual respondía el joven llevándose la mano al sombrero, sin pararse a ver de quién se trataba…

Un poco más adelante, ya osaron algunos acercársele y detenerlo, alargándole la mano y preguntándole por la salud. Eran -decían- antiguos amigos suyos…, y entre ellos reconoció a aquel matón a quien tuvo que romper el brazo derecho. Otros se denominaron sus condiscípulos… (¡cuando sabemos que nuestro héroe no había asistido a más escuela que al despacho de don Trinidad Muley!). Y hasta hubo alguien que se le presentó a título de hermano de leche, ignorando, sin duda, que el joven fue amamantado por su propia madre.

Manuel contestaba a todos en las menos palabras posibles, y seguía su interrumpida marcha, pero rara vez dejaba un grupo, para entrar en otro, sin preguntar antes al oído a la persona que le inspiraba mayor confianza:

– Dígame usted… ¿cual es Antonio Arregui?

– No está aquí… No ha venido… Dicen que se marchó ayer… Se le aguarda de un momento a otro… -le habían respondido ya cuatro interrogados, con un aceleramiento y un temblor que denotaban complicidad mental con el pavoroso alcance de la pregunta.

A todo esto, penetraba ya nuestro protagonista en lo más concurrido de la calle, o sea en el trozo de ella que había de recorrer la procesión, la cual se dirigía luego por una calle transversal en busca de cierta antigua mezquita, a la sazón ayuda de parroquia, donde tendría término la fiesta…

Las mujeres más presumidas echaban todo el cuerpo fuera del balcón para verlo pasar… Pero él no había levantado la cabeza ni una sola vez. ¡Indudablemente no sabía, ni podía ocurrírsele, que Soledad hubiese ido a la procesión…, que estuviese algunos pasos más allá…; que pronto la vería, después de ocho años de ausencia, no separados ya sus corazones por las olas del Océano, sino por otro abismo más profundo!

El airado Venegas miraba únicamente a la calle, a los hombres, buscando a aquel Antonio Arregui a quien no conocía, pero a quien juzgaba obligado a hacerle frente, a presentarse en aquella palestra, a concurrir al duelo público para que fue emplazado ocho años antes en términos generales y colectivos, y cuya citación le habrían notificado personalmente todos los hijos de la ciudad el día que se atrevió a casarse con la Dolorosa. Manuel iba allí como mantenedor de aquel desafío… ¡Caso de honra era para el amenazado consorte acudir a la demanda, no ocultarse, no obligar al provocador a ir a buscarlo en su escondite!

Entiéndase bien que nada de esto lo decimos nosotros; el público y el propio Manuel eran los que discurrían así aquella tarde. Por lo demás, todos seguían parando y saludando al intrépido joven, sin atreverse a tocar las heridas de su corazón, pero aventurándose ya a dirigirle preguntas asaz impertinentes…

– ¿Conque vienes tan rico? -habíale, por ejemplo, interrogado alguno.

Manuel sonrió desdeñosamente, y no se dignó contestar.

Entonces le habló de usted la misma persona, preguntándole:

– ¿Y viene usted por mucho tiempo?

– ¡No sé! -contestó el desgraciado, volviéndole la espalda.

Algunas personas graves y de posición incurrieron también en la debilidad de acercársele a curiosear en su dolor, en su desesperación y hasta en su bolsillo…

– Es menester que nos ayudes a gobernar la población -díjole un concejal-, y que para ello compres fincas que te den la calidad de elegible. El Ayuntamiento necesita hombres como tú… ¿Te atreverías con la cortijada del Morisco? Cien mil duros piden por ella…

– Muchas gracias. Veremos… -respondió Manuel.

– ¡Yo me comprometo a hacerte alcalde! -exclamó otro regidor: el mismo, según noticias, que había ofrecido aquella vara a Antonio Arregui.

Manuel saludó con finura.

– Pero antes -dijo un tercero, apuntándole ya al corazón- será preciso que te establezcas, que tomes estado, elijas mujer… Digo… ¡porque supongo que no te has casado por esos mundos!

Venegas lo miró de pies a cabeza, helándolo de terror, y le dijo melancólicamente:

– No sé quién es usted, pero le compadezco.

Y continuó bajando la calle.

A los pocos pasos vio el joven entre la multitud a nuestro amigo el Capitán, y acto continuo dirigióse hacia él -cosa que no había hecho con nadie- y le tendió respetuosamente la mano, mientras que con la otra se quitaba el sombrero.

El viejo agradeció mucho aquella significativa excepción, y sólo halló fuerzas para decirle, con los ojos arrasados en lágrimas:

– ¡Tienes buena memoria!

– Y buena voluntad -le respondió Manuel afectuosísimamente, apretándole de nuevo la mano.

Y prosiguió su interrumpida marcha, muy complacido de aquel encuentro.

Pasó, en fin, por enfrente del balconcillo en que se hallaba Soledad; y, como si algún misterioso instinto o fuerza superior lo determinara, se paró maquinalmente en aquel punto, eligiéndolo para ver desfilar la procesión.

El público lanzó un gran resoplido de contento… y de sobresalto.

Y muchas miradas se dirigieron a las bocacalles en demanda de Antonio Arregui, única persona que faltaba ya para que el drama fuese completo…

La forastera, debajo de cuyo balcón se había detenido el joven, seguía entre tanto el prolijo estudio que de su figura comenzó a hacer desde que lo vio asomar, y decía a su colega don Trajano, sin quitarse los lentes de los ojos:

– ¡Hermoso hombre! ¡Es una estatua vestida de andaluz, bien que no de majo ni de torero!… Los perfiles americanos del traje poetizan mucho su persona… ¡Qué torso! ¡Qué cuello! ¡Qué cara! ¡Es un modelo de belleza masculina! No sé a quién compararlo… Para Apolo es demasiado fuerte, y para Hércules demasiado esbelto… Lo compararé, pues, con el David de Miguel Ángel. ¿Ha estado usted en Florencia?

– No, señora -balbuceó don Trajano, muy confundido, pensando quizá en sus largas piernas y peraltados hombros, que ni en la juventud fueron esculturales.

En el ínterin, la atención del público había dejado a Venegas para acudir a Soledad…

Ésta no se movía ni pestañeaba; parecía mirar al cielo o a los tejados de la casa de enfrente; pero ¡demasiado sabría que Manuel se hallaba allí, delante de ella, a pocos pasos de distancia!… Los movimientos de la muchedumbre; las conversaciones de la calle, que subían hasta el balcón; la madre tristísima, la pobre señá María Josefa, sentada a su lado como una mártir; sus propios ojos, en fin, dotados, según ya sabemos, del don de ver aun aquello que no miraban…, se lo habrían dicho desde el primer momento. Mostrábase, sin embargo, enteramente tranquila, y hasta se la vio sonreír graciosamente en contestación a no sé qué cosa que su atribulada madre le dijo en ademán de súplica. ¡Era digna hija de aquel hombre que, sorprendido una tarde por el furibundo Niño de la Bola junto a cierta fuente del campo, no se movió, ni se dio por entendido de su presencia, ni hizo nada por evitar una muerte casi segura!

En esto, y cuando algunas personas estaban ya procurando mañosamente que Manuel alzase la vista y reparase en Soledad, comenzó el tercer repique de las campanas de Santa María; nuevos cohetes volaron y crujieron en el aire, sonó un largo redoble de tambor, seguido del acompasado toque de marcha, y viéronse salir de la iglesia, y formarse, y ponerse en ordenado movimiento, banderas, luces, cofrades, monaguillos… La procesión estaba en la calle.

Aquel jubiloso estrépito, aquel animado y solemne espectáculo, los cantos religiosos que principiaron luego, toda aquella reproducción de escenas de mejores días, impresionó bruscamente a Manuel, haciéndole erguir la cabeza y mirar a todos lados, como buscando aire de vida y de salud para su corazón, que se ahogaba, según lo demostró el hondo suspiro que lanzó al fin de su oprimido pecho…

Y entonces fue cuando el desgraciado vio relucir en el balcón de enfrente la impertérrita figura de Soledad…

¡Era ella!… No cabía duda… ¡Era su cara de ángel!… ¡Eran sus ojos, que no le miraban a él, pero que seguían iluminando y embelleciendo el mundo!… «¡Soledad!…»;, estuvo para gritar el infeliz, loco de dicha, en el primer arrebato de su pasión. Pero, ¡ay!, no… ¡No era ella! ¡No era Soledad! ¡Era la mujer de otro hombre, la mujer de un desconocido, llamado Antonio Arregui!… ¡Era la impura renegada del amor!… ¡Era la sacrílega que había escupido en mitad del corazón al más fino y consecuente amante! ¡Era la traidora que le había dado muerte por la espalda, en la ausencia, sobre seguro, cuando más confiado y tranquilo batallaba en remotos climas por obtenerla, por llamarla su esposa, por alcanzar la dicha de ser su esclavo! ¡Era el execrable demonio de su vida! ¡Era la envenenadora de su alma!

Esto decía el rostro de Manuel… Esto decía su corazón, asomándose a los espantados ojos, para ver si efectivamente Soledad se atrevía a estar en aquel balcón, vestida de gala, tomando parte en una fiesta, mostrándose a la luz del sol, ¡después de lo que había hecho!

Y lo veía y no podía explicárselo… Y el creciente furor de su nunca domada soberbia iba rayando en verdadera locura…

¿Cómo no temblaba la inicua? ¿Ignoraba que había llegado su juez? ¿No se lo había dicho su madre? ¿No sabía que él estaba allí, enfrente de ella, esperando al imbécil que se creía su esposo, para coserlo a puñaladas delante de todo el pueblo? ¿No sabía que ella misma, su antigua reina y señora; ella, que no se dignaba mirarle, y parecía desafiarlo con su indiferencia; ella, que lo seguía insultando con aquella mundana mantilla blanca y con aquella vil hermosura entregada a otro, se hallaba también en el caso de temblar por su propia vida?…

Ni ¿a qué tardar? ¡Un salto bastaba para encaramarse al balcón!… ¡El puñal vibraba sediento de sangre a cada latido de su pecho!… Ya lo había apretado varias veces con el brazo contra su corazón, como a un fiel amigo… Además, «Antonio»; (¡que era como le llamaría la pérfida!) estaba ausente…, había huido… Todos acababan de asegurárselo… No era, por tanto, ocasión de pensar en matarlo a él… ¡En quien había que pensar por de pronto era en ella, en la sierpe que seguía azotándole el alma; en aquella insolente y contumaz pecadora que, solazada y divertida en ver avanzar la procesión, no se curaba de los oportunos ruegos de su madre ni de las señas con que el mismo público empezaba ya a decirle que corría peligro, que se retirase de la ventana, que Manuel iba a acometerla de un momento a otro…! ¡Y también había que pensar en aquel mismo obsequioso público, pendiente de las acciones de él; en aquel amable gentío que no dejaba de mirarlo con anticipado asombro; en aquellas tres mil personas esperanza das en algún arranque extraordinario, digno del hijo de don Rodrigo Venegas, propio del antiguo Niño de la Bola, adecuado a sus amenazas de otro tiempo, en consonancia con la general inquietud que hacía veinticuatro horas reinaba en la población!… ¡No más vacilaciones! ¡La fatalidad lo había escrito! ¡Manuel Venegas tenía que matar a la Dolorosa!

Pero la procesión había avanzado mientras tanto, y ya desfilaba entre Soledad y Manuel, incomunicándolos en cierto modo…

Tuvo, pues, el joven que contenerse, sin que por ello cesara su furia…

Y de esta manera vio pasar ante sí, como fantásticas visiones que se mofaban de su amoroso delirio, los históricos estandartes del tiempo de la Conquista, los ciriales de la parroquia, los muñidores con sus pértigas de metal, las devotas que cumplían promesa yendo descalzas, los labriegos con sus capas de paño de Ohanes, los cofrades con sus escapularios y veneras, los nacionales con sus morriones colgados a la espalda, los músicos con sus piporros o bajones, los chantres con sus papeles de música, los acólitos con sus incensarios… El Niño de la Bola, el Niño Jesús, el Niño del Dulce Nombre, debía de hallarse muy cerca…; tan cerca, que ya sonaban las argentinas campanillas de sus andas, ya fulguraban sus cien luces, ya se respiraba el aroma de los pebeteros.

Manuel no había mirado todavía a la linda efigie a quien tanto amó en su niñez y en su adolescencia… En cambio, Soledad no apartaba de ella la vista, recordando sin duda los años en que aquel trono de flores, de frutos y de blancas palomas vivas, donde iba de pie el lujoso Niño, se debía a los exclusivos cuidados y obsequios del hombre que tanto la había amado, que tanto la amaba, que tan infeliz era en aquel instante… Ello es que, con gran asombro de todo el mundo, la hija de don Elías empezó a desconcertarse, a conmoverse, a aturdirse, y que un ligero temblor agitaba sus ojos y sus entreabiertos labios, cual si estuviese a punto de llorar… ¡Entonces sí que todos la hallaron hermosa! ¡Entonces sí que parecía una Virgen de los Dolores!

La emoción general era también extraordinaria…

El público estaba en uno de sus fugitivos momentos de inspiración y generosidad… Debiérase a la Providencia o al acaso, concurría allí tal cúmulo de circunstancias patéticas, que el gran poeta y artista llamado Pueblo había recobrado su majestad soberana y comenzaba a sentir noble y piadosamente…

Pasaron al fin las andas entre Soledad y Manuel,…; y como ella las iba siguiendo con los ojos, y él no separaba los suyos del semblante de la beldad, aconteció que sus miradas se encontraron; que se estableció entre ambos jóvenes una corriente invencible de amor y simpatía, y que el presunto matador y la presunta víctima no pudieron ya dejar de contemplarse desatinadamente, con adoración, con f anat ismo… ¡Es decir, que vio Manuel a un mismo tiempo, amalgamadas y confundidas, la imagen del Niño Jesús, de su ídolo de tantos años, y la imagen de su otro ídolo caído, de la atribulada Dolorosa, quien había comenzado a llorar desconsoladamente, y que lo miraba al través de un río de lágrimas…!

¡Ah! ¡Llorar ella! Era cosa que jamás se había visto y que nunca se hubiera creído. «¡Llorar ella!»;, se decía asombrado el público… ¡Llorar ella!, clamaban las entrañas del fanático amante, del noble y sensible Venegas, del hombre tierno y generoso, que sólo era fuerte contra el obstáculo, que sólo era duro contra la rebeldía… ¡Llorar su adorada! ¡Llorar por él! ¡Llorar en presencia de tantas gentes! ¡Llorar aunque sólo fuese de miedo! ¡Llorar… acaso de cariño y pena, al verse ligada a otro hombre y aborrecida por el que siempre fue dueño de su alma! ¡Llorar su querida, estando él en el mundo!

Un alarido de infinito amor, de piedad inmensa, brotó del corazón del hijo de don Rodrigo, y arrebatado por no sé qué heroica locura, que a todos recordó la muerte del padre, el temerario joven se abalanzó hacia el balcón, sin saber lo que hacía, como para consolar a Soledad, como para que lo perdonase, como para defenderla contra sí mismo, como para arrebatársela al usurpador, llamado esposo, que daba origen a aquellas lágrimas…

Pero este cambio había sido tan repentino, que la procesión se interponía aún entre los dos amantes… Ya habían pasado las andas… Mas en aquel momento pasaba el palio

Debajo del palio penetró, pues, el mísero, al dejarse llevar de aquel amoroso impulso…

¡Que la mata! -;habían clamado entre tanto mil personas, creyendo que el furor y la muerte iban con Manuel…

Y Manuel, que oyó este horrible grito, ya calumnioso; Manuel, que no quiso dejar ni un instante al público en aquel bárbaro error; Manuel, que vio todavía arrodillada mucha gente ante la santa efigie, arrodillóse también de pronto, en medio de su veloz carrera, fingiendo, con la rapidez y la astucia propia de los dementes, un tardío homenaje al Niño de la Bola.

Quedó, por tanto, guarecido bajo el sagrado toldo aquel frenético, que a todos les pareció ya un pecador arrepentido… Así lo decía el ufano semblante de los portadores del palio… Así lo decía la emoción religiosa del concurso… Y como a todo esto la procesión se había parado, contenida y revuelta por tan dramáticos accidentes, hubo tiempo de que la multitud, en renovadas olas, acudiese a contemplar el maravilloso espectáculo que ofrecía aquel hombre salvaje y feroz, aquel que poco antes fue calificado de asesino, aquel furioso que traía asustada desde la víspera a toda la ciudad, postrado ya debajo de las andas del Niño Jesús, abatida la frente, oculta la faz entre las manos, en aparente actitud de la más humilde penitencia…

En poco estuvo, sin embargo, que se desvaneciera la ilusión del público y se conociese que Manuel no era en aquel instante un pecador contrito, ni mucho menos… Lo decimos porque entonces ocurrió que la madre de la Dolorosa y la dueña de la casa trataron de quitar del balcón a la angustiada joven, próxima a perder el conocimiento, visto lo cual por Manuel desde el suelo, en que mañosamente estaba acechando la ocasión de proseguir su amoroso avance, sintió de nuevo vértigo de furor y de locura, irguióse, no del todo y con mucha cautela, y deslizó un pie en aquella dirección, como el tigre adelanta las manos para dar el salto…

– ¡Detenedlo! ¡Detenedlo! -exclamaron, haciéndose hacia atrás, las dos o tres personas que, por estar más cerca, pudieron ver que se levantaba-. ¡Detenedlo, que no se ha calmado!

Manuel arrojó a los que tal decían una mirada y una sonrisa espantosas, y, sin acabar de erguirse, y volviendo la cara a un lado y otro, como para impedir que lo detuviesen, avanzó resueltamente hacia el balcón…

Pero entonces oyó tronar sobre su cabeza una voz terrible, que le decía con indignado acento:

– ¿Adónde vas, desgraciado? ¿Por qué no quieres verme? ¿Qué daño te he hecho yo con amarte?

Y al mismo tiempo vio que una especie de montaña de oro le cerraba el camino interponiéndose entre él y la casa que iba a asaltar.

Era el corpulento don Trinidad Muley, el cura de Santa María, el preste de la procesión, revestido con capa pluvial de tisú de oro y plata, hecha como de molde para lucir sobre tan amplia y majestuosa figura.

Manuel, en medio de su delirio, lanzó un sollozo de amor y melancolía al encontrarse cara a cara con el digno sacerdote, con su antiguo protector, con su segundo padre, con el ser a quien más debía en el mundo, y le besó las manos y el rostro, entre exclamaciones de entusiasmo y tiernas lágrimas de la multitud.

– ¡Déjame! ¡Aparta! -decía entre tanto el experto don Trinidad-. ¡La procesión no puede detenerse! ¡Te repito que eres un ingrato! ¡Cerrarme la puerta de tu casa! ¡Desairarme delante de todo el pueblo!

En el ínterin, Soledad y su madre habían desaparecido.

– ¡Perdón, señor cura! -balbuceó Manuel, avergonzado de haber ofendido a su bienhechor.

– ¡Déjame! ¡No quiero verte! -replicó don Trinidad, fingiéndose cada vez más furioso.

– No me rechace usted, señor cura… -insistió el joven-. ¡Piense que soy muy desgraciado! ¡No aumente mi desesperación con sus desprecios!

– Pues entonces…, ¡agárrate y sígueme! -contestó su antiguo padrino-. Pero cállate ahora… Aquí no se puede hablar… ¡Señores! ¡Adelante con la procesión!

Y, al decir esto, el párroco alargaba a Manuel un pico de su capa pluvial, de cuya fimbria se cogió maquinalmente aquel pobre enfermo, tan necesitado de verdadero cariño.

Y la procesión se puso en marcha; y en pos de ella iba don Trinidad Muley cantando estentóreamente y mirando de reojo a Manuel para que no se soltase; y en pos de don Trinidad caminaba el terrible joven asido a la sacra vestidura; y en pos de la rescatada oveja (frase de don Trajano) bullía un gentío inmenso, que gritaba:

– ¡Milagro! ¡Milagro!… ¡Viva el Niño Jesús!


* * *

– ¿Qué diablos es eso? -preguntaban en tanto muchas personas desde los balcones más distantes.

– ¡Qué ha de ser! -respondían desde la calle algunas voces-. ¡Que Manuel Venegas iba a matar a la Dolorosa, cuando de pronto ha caído de rodillas debajo de las andas del Niño Jesús, y luego ha echado a andar piadosamente detrás de la procesión!… ¡Mírenlo ustedes! ¡Allí va…, cogido de la capa de oro de don Trinidad Muley!

– ¡Mentira! ¡No ha pasado así! -exclamaban los discípulos de Vitriolo y los catecúmenos que ya tenía en aquel barrio-. Lo que ha sucedido es que la Dolorosa se ha echado a llorar al ver a su antiguo adorador; que el padre cura ha dicho a éste cuatro frescas por no haberle querido recibir hoy, y que, de resultas de lo uno y de lo otro, nuestro perdonavidas se ha ido detrás de su antiguo amo como un doctrino, como un borrego, como el último acólito de la Parroquia… ¡Estos son los valientes! ¡Mucho ruido, y luego… la nada entre dos platos!

– ¡Conque ha llorado la Dolorosa! -decía la parte neutra del coro-. ¡Mala señal para Antonio Arregui! ¡Los primeros amores son los que privan! ¡Veréis cómo todo esto concluye por donde debió empezar: por entenderse los dos enamorados, y por irse Antonio Arregui a la Rioja! ¡Lástima de fábrica! ¡Hacía un paño tan bueno y tan barato!

En tal momento, es decir, cuando la procesión estaba ya en la calle de Santa Luparia, y Soledad y su madre se habían marchado por excusadas callejuelas, y todo parecía terminado por aquella tarde, notóse gran agitación en lo hondo de la calle de Santa María.

– ¡Antonio Arregui ha llegado! ¡Antonio Arregui viene! ¡Antonio Arregui está ahí!… Miradlo… ¡Aquél es! ¡Y qué cara trae! -decían en voz más o menos baja muchas personas, señalando a un hombre de buena presencia, que avanzaba muy de prisa por en medio de la calle, con la faz descompuesta por la indignación, seguido de algunos pilludos, y fijos los ojos en la casa donde Soledad y la señá María Josefa habían pasado la tarde.

Y entonces fue de ver la maestría con que el público se reparte los papeles y funciona en tales casos sin previo acuerdo. Mientras que unos paraban al furioso riojano y le referían exactísimamente todo lo ocurrido, advirtiéndole que su mujer y su madre política se habían marchado ilesas, y rogándole con cierta sorna que fuera prudente y se encerrase en su casa…, otros echaban calle arriba, a fin de alcanzar a Manuel Venegas y ponerle al tanto de la novedad, con ánimo, sin duda, de acabar también pidiéndole hipócritamente que se dejase de terquedades y trapisondas, y evitara un desagradable encuentro con el irritadísimo esposo de la infortunada hija de don Elías Pérez…

Por fortuna, no faltaron en el concurso algunas almas caritativas mejor aconsejadas, que corrieran más que éstos últimos y dijesen oportunamente cuatro palabras al oído a don Trinidad Muley…

– ¡Corred, muchachos! -gritó entonces el cura a los portadores de las andas-. ¡Vamos, vamos!, que está oscureciendo… ¡Más de prisa aún, perezosos! ¡Basta por hoy de procesión! ¡Y tú, Manuel mío, no te sueltes!… ¡Este diantre de capa pesa mil arrobas, y tú estás ayudándome a llevarla!

Tomó, pues, la procesión un paso como de fuga. Los de las andas, arengados incesantemente por don Trinidad, lo atropellaban todo, sin respeto alguno al orden de la comitiva: los del palio corrían detrás de las andas, midiendo con las varas el suelo a grandes trancos, y sacerdotes, monaguillos, seises, bajonistas, cofrades, público y escolta formaban un barullo indescriptible.

– Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué corren ustedes tanto? -preguntaban los muñidores, esgrimiendo sus pértigas.

– ¡Nada! ¡Nada! ¡Adelante! -respondía don Trinidad Muley, echando los bofes.

Y, no muy seguro aún de que bastase a su propósito aquella gloriosa huida, llamó al septuagenario capitán, que marchaba detrás de él representando al ejército: le refirió al oído lo que pasaba en la otra calle, y terminó diciéndole a media voz:

– ¡En último extremo, tire usted de la espada!… ¡Pero, por Dios, no pegue usted a nadie más que de plano!

Dichosamente, Manuel iba tan ensimismado y abatido, que no reparaba en ninguna de aquellas cosas, y se dejaba llevar por el padre de almas como un ciego por el que ve.

– ¿Saben ustedes la novedad? -exclamó en tal punto un discípulo de Vitriolo, que llegaba a escape en aquel momento y había conseguido acercarse a Manuel Venegas.

– ¡Calla o te estrangulo! -rugió sordamente el capitán, echándole mano al pescuezo y arrojándolo de aquel sitio.

Y, pretextando luego que no podía andar tan de prisa, se cogió fuertemente del brazo izquierdo de Manuel, sin perder de vista al feroz discípulo de Vitriolo.

Quedó, pues, nuestro héroe incomunicado con el público; y, de este modo, llevado a remolque por el virtuosísimo cura y remolcando él al honradísimo capitán, penetró al fin en la capilla de Santa Luparia, donde, por pronta providencia, lo encerró don Trinidad Muley con llave y cerrojo en un reducido despacho dependiente de la sacristía…

Hízolo a tiempo. Un minuto después llegaba Antonio Arregui, seguido de muchas personas, al pórtico de la capilla, en demanda de Manuel Venegas…

Pero se encontró con el revestido sacerdote, que le aguardaba ya sin temor alguno, y que le dijo majestuosamente:

– ¡Alto, señor don Antonio! ¡Mi hijo está en sagrado!… Usted acaba de hacer, con venir aquí, todo lo que cumple a un hombre de honor y de vergüenza… ¡Márchese tranquilo a su casa, adonde yo iré a buscarle mañana temprano, si Dios quiere!

Y, volviéndose a la multitud, añadió con destemplado acento:

– Ustedes…, ¡a sus negocios! ¡A cuidar de sus hijos, que harto lo necesitan, y dejen en paz a los desgraciados!

Antonio Arregui besó la mano al magnánimo cura sin contestar palabra, y se marchó tranquilamente.

Los grupos se retiraron también poco a poco, elogiando en voz alta la prudencia y sabiduría del famoso don Trinidad Muley, y pensando al propio tiempo en el peligrosísimo baile de rifa de la siguiente tarde, como el jugador que ha perdido piensa en el desquite.

Y pronto no quedaron más que recuerdos de la inolvidable procesión de aquel día, como del fulgente sol que había iluminado las engalanadas y ya entenebrecidas calles sólo quedaba un vago crepúsculo en los remotos celajes de Poniente.

III. ÚLTIMO VUELO DE UN PAR DE PERDICES

No pocos sudores costó a don Trinidad Muley deshacerse de otras muchas personas que habían entrado en la capilla y en la sacristía en pos de ambos Niños de la Bola, y que aún permanecían allí dos horas después de terminada la procesión.

Por una parte, los socios de la Hermandad celebraban dentro de la sacristía la acostumbrada y siempre borrascosa junta en que anualmente eligen (tomando bizcochos y unas copitas de rosoli) nuevo mayordomo o hermano mayor; y por otro lado, centenares de valientes, algo bebidos por cuenta propia, se arremolinaban en la iglesia, empeñados en hablar al hijo de don Rodrigo, por creerse sin duda en la obligación de notificarle el regreso de Antonio Arregui y la hombrada de éste de haber avanzado hasta allí en busca de satisfacción y desagravio… Pero el buen padre de almas se movió de tal modo; fue y vino tanto de la iglesia a la sacristía y de la sacristía a la iglesia; tuvo tan felices ocurrencias en la junta, y suplicó en tan sentidos términos a la otra gente «que se apiadase, siquiera por aquella noche, del pobre Manuel Venegas, en vez de aumentar sus acerbos disgustos», que al cabo logró, cerca ya de las ocho, verse libre de los cofrades y del último calamocano, bravucón y cócora… Púsose entonces los hábitos de calle; dio al sacristán, en voz muy baja, algunas órdenes que parecían importantísimas; apretó la cara cuanto pudo, como para tener aires de muy enfadado, y pasó a excarcelar a su prisionero.

¡Cosa rara, o que, por lo menos, sorprendió mucho a don Trinidad! Manuel estaba escribiendo pacíficamente en un bufetillo que allí servía para apuntar nacimientos, desposorios y defunciones. Hallábase muy tranquilo (tal vez demasiado), y en aquel instante firmaba un papel que había escrito por las cuatro carillas, y que cerró con toda calma, sin darse por entendido de la entrada del sacerdote, como quien hace una cosa tan buena que le releva de vanas cortesías. Guardóselo luego en el bolsillo, uniéndolo a otros que tenía en él, y entonces, y sólo entonces, fijó los ojos en el estupefacto y taciturno don Trinidad.

Este apretó más y más el rostro al ver que aquella mirada no expresaba arrepentimiento y mansedumbre, sino mero cariño, desnudo de alegría, y la calma de inalterables resoluciones… Pero como ni aun así consiguiese intimidar a Manuel, volvióle la espalda de un modo brusco, y se puso a examinar el techo, donde maldito lo que había digno de atención…

El joven sonrió dulcemente y se adelantó hacia su protector con los brazos abiertos.

– ¡Déjame! -exclamó el voluminoso cura, mudando de sitio.

Pero Manuel consiguió alcanzarlo; abrazóle por secciones, no sé si con filial o con paternal confianza, y al fin le dijo, en son de blanda réplica, como siguiendo la conversación iniciada cuando se encontraron:

– También yo deseaba hablar con usted, y, en prueba de ello, pensaba ir luego a su casa.

– ¡A buena hora! -refunfuñó el cura.

– Quería, entre otras cosas -prosiguió el joven, con aquella apacible ingenuidad de niño que hacía olvidar sus arrebatos de fiera-, entregarle a usted un papel que escribí hoy al mediodía, y que ahora acabo de reformar. En el bolsillo lo llevaba esta tarde, y en él lo habría encontrado la justicia si mi destino hubiera sido morir en la procesión.

– ¡Morir! -contestó ásperamente don Trinidad, sin dejar de mirar al techo-. ¡Ya empiezas con tus palabrotas, a fin de aturdirme! ¡Mejor harías en explicarme por qué no me has recibido esta mañana! ¡Qué vergüenza! ¡Verme desairado por ti delante del público! Pues ¿y lo que has hecho con la pobre Polonia? ¡Dos veces seguidas ha regresado a casa llorando tus desprecios!…

– Perdóneme usted, señor cura… -respondió Manuel con suma tristeza-. Hoy he estado mal…, muy mal… Desde anoche no he sido dueño de mí mismo.

– ¿Y ya lo eres? -preguntó don Trinidad, poniéndose de perfil y mirándole con un solo ojo, como las aves.

Manuel inclinó la cabeza y no respondió.

– ¡Quedamos enterados! -repuso con amargura el sacerdote-. ¡Ea! ¡Vámonos a casa…, suponiendo que quieras ver si se ha hundido tu antiguo cuarto y desenojar a Polonia!…

– ¡Vamos, sí!… -respondió el joven afablemente.

– Saldremos por la puerta del cementerio, a fin de que no nos vea nadie -dijo don Trinidad, rompiendo la marcha.

Su antiguo pupilo lo siguió como un autómata.

Y pronto se hallaron en un corralón cubierto de altas hierbas, entre las cuales blanqueaban muchos huesos a la luz de la luna.

Manuel se quedó parado en mitad de aquel estercolero de la vida, tal vez comparándolo con el infierno de su alma, y cayó en profunda meditación.

– ¿No vienes? -le dijo el cura desde la puerta que daba salida al campo.

El joven paseó una mirada por el suelo, como despidiéndose de aquella paz, o eligiendo sitio para gozar de ella, y salió en pos del sacerdote.

Mucho anduvieron, rodeando en torno de la ciudad, en busca del portillo más cercano a la casa del cura, sin que en todo este tiempo volviese a hablar palabra. Pero, al ir a penetrar ya en poblado por un callejón que formaban las ruinosas tapias de dos huertos, acortó el paso don Trinidad para que se le incorporase el joven, y murmuró sordamente y más enojado que nunca:

– ¡Lo mismo que el escándalo de esta tarde! ¡Me lo han contado todo! ¡Has querido matar a una pobre mujer!

– ¡Miente quien lo haya dicho! -exclamó Venegas, deteniéndose lleno de furia.

Y luego añadió con otra clase de rabia:

– ¡Ojalá me hubiera atrevido a hacerlo!

– ¿Qué dices, hombre de Lucifer?

– Digo que yo no he tratado de matar a Soledad esta tarde… Lo tenía pensado; pero no pude… Me faltó valor…; me sobró cariño… ¡Y ésa es mi pena! ¡Ese es mi espanto! ¡Sus lágrimas me han agujereado el corazón, como si fueran plomo derretido!… Conozco que no puedo con ella… Es superior a mí… ¡Está perdonada!

El cura respiró; pero interrogó todavía:

– Entonces, ¿a qué tratabas esta tarde de escalar su balcón?

– ¡Toma! -respondió el joven con espantosa naturalidad-. ¡Para irme con ella!… ¡Para recobrarla!… ¡Para redimirla de su cautiverio! ¿No sabe usted que me quiere? ¿No sabe usted que lloraba al mirarme?

Don Trinidad se hizo a sí propio una especie de seña, como diciéndose: Por este lado estamos bien: la vida de Soledad no corre peligro

Y se embozó en el manteo con cierto aire de satisfacción, y exclamó en voz alta:

– ¡Adelante con los faroles! Polonia dice bien: a ti te falta un tornillo en la cabeza.

Y penetró en la ciudad.

Manuel vaciló un punto, no sabiendo si seguir al cura o si escaparse, en evitación de nuevos y más comprometidos interrogatorios; pero al fin se decidió por lo primero, y marchó en pos de don Trinidad, bien que a tres o cuatro pasos de distancia.

De este modo llegaron a la casa-curato, en cuya puerta aguardaba Polonia, llena de curiosidad y susto.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó al ver a su antigua cría y sin reparar en Manuel-. Conque dime, niño, ¿qué hay? ¿Es verdad lo que se cuenta?

– ¡Cállate!…, que ahí viene… -respondió el cura.

– ¿Quién?

– Míralo.

Polonia, que no había estado en la procesión, tardó en reconocer al hijo de don Rodrigo; pero cuando cayó en la cuenta de que era él, abalanzóse a su cuello y le llenó el rostro de besos y lágrimas.

Manuel correspondió afectuosamente a aquellas caricias; mas no contestó casi nada a las innumerables preguntas de la buena mujer.

– Déjalo, Polonia… -dijo don Trinidad-. Nuestro ahijado no está bien de salud… Pon luz en mi despacho y cuida de que nadie nos interrumpa…

– Entiendo…, entiendo… Quieren ustedes estar solos… -se fue rezando el ama de llaves-. ¡Pues, señor! ¡Viene más loco que nunca!… ¡Qué lástima! ¡Un hombre tan guapo!… Porque ¡cuidado si está el chico que da gloria verlo!

Constituidos en el despacho don Trinidad y el joven, principió aquél a pasearse en silencio, mientras que éste miraba con infinita melancolía los pobres enseres, para él tan conocidos, del virtuoso párroco.

Nada antiguo faltaba ni nada nuevo había en aquella humilde habitación: dijérase que los últimos ocho años no habían pasado por ella. ¡Todo era igual y estaba en el mismo sitio que siempre, recordando el día tristísimo, y mucho más distante, en que entró allí por primera vez, cogido de la mano del caritativo sacerdote!…

¡Bendita igualdad la de aquel alma, y bendito reposo el de aquella vida, que no tenían más caudal que la virtud, ni más goce que los del prójimo! ¡Envidiable suerte la de aquel hombre!

Don Trinidad, que en medio de todo era muy ladino, se puso al cabo de estos pensamientos de Manuel, y lo dejó empaparse bien en ellos, juzgando que no podrían menos de serle saludables; hasta que, transcurridos algunos minutos, le dijo, aparentando indiferencia:

– ¿Conque de todos modos pensabas venir por esta pobre choza?

– Sí, señor -respondió el joven, como despertando de un sueño.

– ¿Y se puede saber a qué?

– Ya se lo indiqué a usted hace poco: a entregarle unos papeles… Y también a liquidar cuentas de cariño…; esto es a despedirme de usted y de Polonia…

– ¿Despedirte? Pues ¡qué! ¿Te marchas? ¡Harías perfectísimamente!

– Puede decirse que me he marchado ya… -contestó Manuel con lúgubre acento-. Desde anoche no pertenezco al mundo. El huracán de la desventura me ha envuelto en sus alas, y, cuando me vea usted salir por esa puerta, todo habrá concluido entre usted y yo…

– Comprendo…, comprendo… -murmuró don Trinidad muy disgustado.

Y, cambiando en seguida de tono, lo cual era uno de los principales recursos de su oratoria, añadió famili armen te:

– A propósito de liquidaciones… También yo tengo que arreglar contigo una cuentecita, no de cariño, sino de dinero… Se trata de algunos maravedises (cosa de veinte mil reales) que me fuiste entregando cuando trabajabas en la Sierra… Míralos aquí…, en esta alcancía, cuyo rótulo dice: Dinero perteneciente a mi hijo adoptivo Manuel Venegas, que me lo dejó en depósito

Y, mientras así hablaba, había sacado del cajón del bufete, y puesto sobre la mesa, una enorme hucha de barro encarnado.

Manuel apreció, en medio de su aturdimiento, todo el valor de aquel golpe, y exclamó, sumamente conmovido:

– ¡Ese dinero es de usted! Yo no se lo di para que me lo guardara…

– Ya lo sé: me lo diste para que aumentase el culto del Niño Jesús y para que atendiese a tu manutención. Mas como yo hice lo primero a mis expensas, aunque por cuenta de tu alma, y lo segundo no tenía hechura de ningún modo (pues era privarme del gusto de sostenerte de balde, a fuer de padre que sostiene a su hijo), resulta que este dinero es tuyo, y tan tuyo, que te lo habrías llevado cuando te marchaste a América si hubieras tenido la atención de despedirte de mí…

Manuel respondió noblemente:

– Y yo lo acepto hoy, mi querido padre, para que nunca diga usted que he querido escatimarle mi agradecimiento. En cambio (y pues de dinero hemos llegado a hablar), diré a usted ahora lo que pensaba decirle por medio del papel que escribí esta mañana y he reformado esta noche… Aquí lo tiene usted. Es, como si dijéramos, mi testamento, y en él lo instituyo a usted mi heredero fideicomisario, para que disponga libremente de mi caudal, así en provecho suyo como de los pobres, después de pagar un millón de reales a los herederos de don Elías Pérez y de entregar un legado de mil onzas a nuestro amigo el veterano capitán, compañero de armas de mi buen padre. Para todo ello, en esta cartera hallará usted letras a su favor contra las casas de banca de Málaga en que tengo colocados mis fondos. También digo en mi testamento que, cuando yo muera, se entregue a usted cuanto quede en poder mío, así de dinero como de alhajas y otras cosas. ¡Nadie dirá que soy desprevenido!… Conque tome usted y guarde esto en lugar de esos benditos mil duros.

Don Trinidad lloraba en silencio desde que Manuel empezó a hablar de aquel modo; pero cuando éste hubo terminado, exclamó con fingida cólera:

– Está muy bien… ¡Trae acá!… ¡Celebro que tu cabeza se halle tan en caja! Ya volveremos a tratar de este asunto en mejor ocasión.

Y se metió en el bolsillo el papel y la carta que le alargaba el joven.

En seguida tornó a sus paseos, limpiándose los ojos con el revés de la mano y tratando de recobrar la serenidad.

De pronto se paró en medio del despacho, y dijo:

– Supongo que tú no eres de los que hacen la herejía de matarse…

– Supone usted muy bien… -se apresuró a contestar el hijo de don Rodrigo-. ¡Nunca se me ha ocurrido semejante locura!

– ¡Ya lo creo! ¡Eres tú demasiado hombre para hacer una cosa que va contra la naturaleza y contra Dios! Ningún ser criado se suicida, fuera de algunas tristes excepciones de la especie humana, faltas de juicio o de valor para sufrir y de religión para esperar… ¡Cuando el hombre no es la mejor de las criaturas, es la peor! ¡No hay término medio!

Dichas estas palabras, don Trinidad continuó paseándose, no sin hacerse otra seña a sí mismo, cual si se dijera: Seguimos adelantando terreno; tampoco hay nada que temer por este lado.

Reinó un minuto de insostenible silencio.

– Conque a despedirte, ¿eh? -rezó al fin el cura, dando vueltas por la habitación y mirando al suelo-. ¡Y, sin embargo, no te marchas, ni te suicidas!… Pues, señor, ¡hay que desencantar este asunto!

Y se plantó delante de Manuel, con la cabeza caída sobre un hombro, los brazos a la espalda y el abdomen en completa exhibición: miróle de hito en hito con sus ojos de santón marroquí, llenos al par de valentía, de f anat ismo y de paternal afecto y, cimentando la pregunta, por vía de exordio, en una barrigada cariñosa, que obligó al joven a dar un paso atrás, díjole nobilísimamente:

– ¡Vamos claros, Manolo! ¿Qué piensas hacer? Aquí estamos dos hombres honrados y de vergüenza… ¡Dime la verdad, como siempre!

– Déjeme usted, señor cura… -exclamó el pobre Venegas con verdadero espanto y muy arrepentido de haber entrado allí-. ¡Yo no puedo responder a eso!… Permítame que me vaya… Tengo fiebre… Necesito reposo…

– ¡Malo! -replicó don Trinidad muy ofendido-. Tú no me quieres… ¡Tú me desprecias! A ti se te ha olvidado la noche en que fui a sacarte de la alcoba en que murió tu padre… Tú no te acuerdas tampoco de tu padre, de aquel hijodalgo, de aquel espejo de caballeros, incapaz de pensar cosas que no pudiera decir…

– ¡Que no lo quiero a usted! -prorrumpió el joven, herido también en su dignidad-. Pues ¿por qué estoy aquí cuando el infierno me está llamando? ¡Que no me acuerdo de mi padre!… ¡Ojalá fuera cierto! Pero yo soy como soy… ¡Déjeme usted seguir mi aciaga estrella!

– ¡Vamos a ver!… ¿Y cómo eres? ¡Las cosas hay que decirlas con sus nombres! ¿Eres un criminal? ¿Eres un asesino? ¡Tú, el hijo de don Rodrigo Venegas! ¡Tú, el ahijado de don Trinidad Muley! Respóndeme, hombre… ¡Ten valor para decírmelo!

Manuel miró asombrado a don Trinidad.

– ¡No me respondes! -prosiguió éste-. ¡Luego no estás contento de tus planes! ¡Luego te condenas a ti mismo! ¡Luego te abrazas al mal a sabiendas!…

– ¿Y qué es el mal? ¿Qué quiere decir malo? ¿Qué quiere decir bueno? -gritó Manuel bruscamente-. ¡Hace tiempo que me lo pregunto!…

– ¡Hola! -exclamó don Trinidad con mucha gracia-. ¡Tú también te metes en estas honduras! Pues yo te contestaré.

Y, cual si para hacerlo hubiese tenido que penetrar en lo más sagrado del virtuoso corazón que le servía de Biblia, inclinó la frente y cruzó las manos con no sé qué seráfica reverencia, hasta que al fin destilaron sus labios estos dulcísimos conceptos:

Malo… es todo lo que se hace sin alegría en el fondo del alma. Malo… es querer gozar o lucirse a costa de la dicha ajena. Malo… es temerle al dolor hasta el punto de causárselo al prójimo. Malo… es amarse uno a sí mismo más que a los que lloran demandando piedad. Malo… es preferir vengarse a complacer a un sacerdote. ¡Malo… es lo que tú haces conmigo en este instante. ¡Y bueno… es… lo bueno! La misma palabra lo dice. Bueno… es, por ejemplo, padecer con gusto para que los demás no padezcan; llorar de alegría cuando se ha quitado uno el pan de la boca para dárselo a otro; sacrificarse generosamente, perdonar…, vencerse, huir, morirse para que otros vivan… En fin, yo me entiendo y tú me entiendes. ¡Sobre todo, Manuel, lo que es muy malo, lo que es detestable, es bajar los ojos, como tú los bajas, huyendo avergonzado de tu propia conciencia, que se asoma a ellos a darme la razón!… ¡Y, si no, mírame cara a cara, con tu antigua valentía de león inocente y noble, no con la torva ferocidad del tigre carnicero…, a ver si tienes entrañas para decirme que hay algo en el mundo que tú me puedas negar, empezando por la vida: a mí, que te quiero como un padre; a mí, que te daría mi sangre entera, si la necesitaras; a mí, que te pido perdón con estas lágrimas; perdón para otros hijos míos, perdón para tus prójimos, perdón en nombre de Jesús crucificado!

– ¡Señor cura! -respondió Manuel con varonil emoción-. Mi vida es de usted. Yo se la doy con gusto… Pero máteme ahora mismo.

– Es que yo no te pido la vida… Yo te pido más y menos: yo te pido el sacrificio de tu amor propio, el sacrificio de tu terquedad y de tu soberbia… En una palabra: yo no quiero tu sangre; yo quiero que eches de ella tu amor a Soledad y tu ira contra Antonio Arregui.

– ¡Y que viva después! ¡Imposible! Piénselo usted bien, señor cura, y verá cómo eso es imposible.

– ¿Imposible sacrificarse y vivir? ¡Qué sabes tú! -replicó don Trinidad con una sonrisa verdaderamente santa-. ¡Entonces es cuando se vive! Ni ¿dónde estaría el sacrificio si no se siguiera viviendo? ¡Créeme, hijo mío; es una gran vida la del que ha padecido y padece en provecho de otros! ¡Dios centuplica este provecho, y lo derrama como un bálsamo celestial sobre el corazón del sacrificado! ¡Te sonríes con tristeza! ¿Crees que te hablo de memoria? ¿Crees que yo no soy hombre? ¿Crees que yo soy de cal y canto? ¿Crees que no he batallado con mis pasiones? Pues escucha. Tenía yo veintidós años… Había en el mundo una mujer a quien amaba tanto como tú a Soledad, y que me pagaba con igual cariño… Pensábamos casarnos, y mis padres entraban gustosos en ello. Pero mi padre murió de pronto, llevándose la llave de la despensa, y mi pobre madre enfermó de tanto trabajar por sacarnos adelante… De ocho hermanos que nos juntábamos, yo era el mayor… Luego seguían cuatro hermanas. Luego, tres hermanos pequeños… Aunque yo trabajaba de día y de noche en una alfarería, en mi casa llegó a faltar el pan, pues mis fuerzas no daban abasto para todos… ¡Para todos! (repara bien en esto), ¡que lo que es para mí solo y para poder casarme ganaba yo lo suficiente hacía tiempo! El prelado de entonces se compadeció de nuestros apuros, y, vista mi devoción a la Santísima Virgen, ofreció darme un buen curato si me ordenaba, y desde luego una buena congrua. Mi madre, que veía perecer a sus hijos, pero que conocía también el estado de mi corazón, lloraba al proponerme aquella idea… ¿Y qué dirás que le respondí? Pues ¡respondí Amén, abrazándola y consolándola, cuando yo era quien necesitaba consuelo!… Y renuncié a mi Soledad, que era tan hermosa como la tuya… Y me despedí de ella para siempre…, llorando los dos; pero los dos muy contentos en medio de todo, porque no teníamos nada de qué avergonzarnos y sí mucho de qué enorgullecemos… Y canté misa… ¡Y Dios me ayudó! ¡Y aquí me tienes! ¿Crees que no he padecido después? ¿Crees que no me costó trabajo al principio volver la cara a otro lado cuando me encontraba a mi antigua novia? ¿Crees que no he llorado lágrimas de sangre? Pero ¡cuán dichoso en mi dolor! Mi madre murió bendiciéndome, al ver a todos sus hijos en la abundancia, gracias a mi protección y ayuda. Mis hermanas se casaron ventajosamente. Mi hermano Andrés es sacristán de San Gil. A Francisco lo libré de quintas, y hoy es maestro de escuela. Tomás tiene ya una galera y dos carros, y se está haciendo rico traficando con los pueblos de Levante. Mi misma novia se casó con un hombre excelente, y ha tenido hijos… ¡Y yo, Manuel, yo, el que soñaba con tenerlos también, el antiguo enamorado, el que nació para mandar un regimiento y para todo lo que hacen los hombres, he vivido vistiéndome por la cabeza como las mujeres, he tragado saliva, he castigado mi carne como a una bestia mala y rebelde, y aquí me tienes, digo, lleno de orgullo y de alegría; más feliz que todos mis hermanos; más gozoso que si hubiera hecho mi gusto casándome con aquella mujer; más feliz que todos los reyes y emperadores de la tierra, al poderte decir, en presencia de Dios, que he triunfado de mí mismo; que no recuerdo ni un pensamiento mundano de que abochornarme; que he cumplido todos mis votos; que pueden enterrarme con palma como a las monjas! ¿Me repetirás todavía que no es posible sacrificarse y vivir?

Manuel miró profundamente a aquella especie de coloso africano que tales cosas decía a los cuarenta y ocho años de edad, y no pudo menos de tributarle el homenaje de su admiración.

– No soy yo tan grande… -repuso luego-, o mi cariño a Soledad es mayor que el que tuvo usted a aquella mujer. ¡Yo no puedo vencerlo!… ¡Yo conozco que no lo venceré nunca!

– ¡Porque no quieres!…

– ¡Sí, quiero! Es decir, quiero querer… Pero no puedo.

– ¡Sí puedes! Aunque rarísimas circunstancias han hecho de ti una especie de fiera, tu corazón es de hombre, y el corazón del hombre, cuando sigue el ejemplo de Cristo, tiene más bríos que todos los leones y elefantes del universo. El valor de humillarse, de vencerse, de renunciar a sí mismos, es el verdadero valor… Y tú no debes de carecer de él… ¡En medio de todo, tú eres bueno; tú lo eras cuando muchacho; tú te pareces mucho a tu padre!… ¡A tu padre, que murió por amor al prójimo y a su honra!

– ¡Por mi honra quiero morir yo! -replicó Manuel con viveza-. Hace ocho años contraje un compromiso de honor delante de todo el pueblo: hace ocho años juré matar al que se casase con mi adorada… Ha habido quien se atreva a recoger mi guante: la ciudad entera tiene los ojos fijos en mí… ¿Qué puedo hacer, qué debo hacer para no quedar en ridículo, para que no se rían de mí todos los que siempre han temblado en mi presencia?

– ¡Es muy sencillo! Arrepentirte del mal propósito: amar más al prójimo que a ti mismo: renegar de tu juramento. ¡Yo te relevo de él!

– No me basta.

– Soy sacerdote…

– ¡No me basta! Lo engañaría a usted si le dijese lo contrario. Yo necesito ir mañana a la rifa a sostener mi emplazamiento. Si Soledad y su marido no están allí; si no acuden a la citación pública que les haré oportunamente, ofreceré oro, mucho oro, todo el oro que he traído conmigo, por bailar con la señora de Arregui. La cofradía no podrá entonces menos de ir a buscarla… Si la lleva sola, no se la devolveré a su marido; si su marido va con ella, lo mataré; y si no se presenta ninguno de los dos, iré a buscarlos a su casa.

– ¡Jesús! ¡Qué horror! -exclamó don Trinidad-. ¿Y Dios? ¿Y las leyes? ¿Y la justicia? ¿Crees tú que no hay autoridades en este pueblo? ¿Crees que sigues entre salvajes?

– La justicia llega siempre después. ¡Ese es cuidado mío! ¡Yo haré que cuando acuda esté ya bien muerto Antonio Arregui!

En cuanto a las leyes, Soledad puede infringirlas, como tantas otras mujeres enamoradas, yéndose conmigo al fin del mundo. Y por lo que toca a Dios, en su mano tiene el matarme ahora mismo… ¡En su mano tuvo no hacerme tan desventurado!

– ¡Es abominable todo lo que piensas, todo lo que dices!… -replicó don Trinidad con imponente acento-. ¡Me horrorizo de haberte criado! ¡Conque nada soy para ti! ¡Conque desprecias mis lágrimas! ¿Quieres, tal vez, que me ponga de rodillas?

– No, señor cura. Lo que quiero es que usted, tomándome como quien soy y no pidiéndome milagros de santidad, me diga qué puedo hacer en el estado en que se halla mi corazón y después de las palabras empeñadas… ¿Quiere usted que me mate? ¿Quiere usted que me vuelva loco?

– ¡Loco estás ya! -repuso el cura-. Si no lo estuvieses comprenderías que lo que debes hacer es irte del pueblo…

– ¿Adónde? ¿A qué? -preguntó el joven con infinita angustia.

– ¿Adónde? ¡Adonde has estado los últimos ocho años! ¿A qué? ¡A servir a Dios, y no al demonio! ¡A ser hombre de bien, a ayudar a tus semejantes, a convertir en flores todas las espinas que atarazan tu corazón!

– ¡Usted es el que sueña, don Trinidad! ¡Me dice usted que ha amado, y luego me propone eso! ¡Usted no ha amado nunca, ni sabe lo que es amor! ¿Adónde iría yo con la sombra de mi ser, dejándome aquí el alma de mi alma? ¿Para qué viviría? ¡Ocho años me he mantenido de la esperanza de volver a este pueblo y de casarme con Soledad!… ¿De qué me mantendría ahora? ¡Acaba usted de hablarme de Dios!… Pues oiga usted una sentencia dictada por Dios el día que me echó al mundo: Para Manuel Venegas no habrá mas mujer, ni más dicha, ni mas cielo que Soledad… Yo he dado por dos veces la vuelta a la tierra: he visto mujeres, muchas mujeres, algunas tenidas por divinidades, en Circasia, en Grecia, en Cuba, en el Perú… Para mí no eran ni divinidades ni mujeres: no eran nada; eran, a lo sumo, la ausencia de Soledad… ¡Cosa para mí tristísima y abominable! Así es que apartaba los ojos de ellas y seguía mi peregrinación. Es decir, padre cura, que yo he ido más allá que usted. Yo, ni antes de consagrar mi alma a Soledad (y se la consagré a los trece años), ni después de aquel día, ni en esta ciudad, ni en la ausencia, le he faltado ni con el pensamiento… ¡También he sido yo fiel a mi religión! ¡También he sabido cumplir mis votos!

– ¡Y la pícara te ha pagado bien! -profirió el clérigo, tocando otro registro para ver de desengañar a aquel idólatra.

Éste se llevó una mano al corazón, como si acabase de recibir en él una puñalada; pero luego se repuso, y exclamó valerosamente, mirando a su segundo padre con la impavidez del f anat ismo:

– No me ha pagado bien; pero ¡la quiero más que nunca!

Don Trinidad retrocedió lleno de espanto. Dijérase que el último golpe con que pretendió anonadar a su antagonista le había herido a él de rechazo, quitándole muchas ilusiones. Manuel estaba todavía entero… ¡Aquella larga conversación había sido inútil!

Pero el esforzado sacerdote no se abatió. Antes pareció recogerse en sí mismo, como para cambiar su plan de batalla. Derrotado en la primera línea de operaciones, conocíase que se replegaba y fortificaba en la segunda, apelando a los recursos supremos, o sea a las fuerzas de reserva, que oportunamente había preparado antes de salir de la capilla de Santa Luparia. Todo esto se dedujo, por lo menos, de sus palabras y determinaciones, a partir del instante en que Manuel articuló aquella formidable respuesta.

– Pues, señor… ¡Noche toledana! -dijo, dándose en el cuerpo algunas palmaditas, como quien se compadece a sí propio-. ¡Polonia! ¡Polonia! ¡Tráeme el manteo de abrigo! ¡Vaya con el hombre! ¡Vaya un pago que me guardaba para la vejez! ¡No concederme nada! ¡Dejarme hablar y hablar, y luego negarse a todo! ¡Decirme a mí que el homicidio y el adulterio son indispensables! ¡Y para esto lo crié! ¡Para esto lo he querido tanto!

Así hablaba don Trinidad, sin mirar a su antiguo pupilo, el cual oía aquellas palabras con más emoción y sobresalto que todos los anteriores discursos. Conocíase también que éstos, aunque tan briosamente contradichos, seguían resonando en su alma; y, por resulta de todo ello, se adelantó hacia el sacerdote y le dijo con amorosa reverencia:

– ¿Qué va usted a hacer? ¿Para qué pide el manteo? ¿Va usted a salir?

– ¡Sí, señor! -respondió don Trinidad muy desabridamente.

– Pero ¿adónde va usted?

– ¿Adónde he de ir? ¡Adonde me llama mi obligación de cristiano! ¡A impedir esos delitos que, según me anuncias, vas a cometer! ¡A no dejarte ni a sol ni a sombra; a seguirte a todas partes; a vivir contigo el resto de mis días, aunque me arrojes de tu lado a puntapiés y me vea obligado a pasar las noches sentado a la puerta de tu casa!… ¡De este modo tendrás que saltar sobre mi cadáver para hacer las valentías que me has dicho, y será más completa tu obra!…

Manuel retrocedió espantado.

Al mismo tiempo entró Polonia en el despacho, llevando el manteo de abrigo de don Trinidad y diciendo muy asustada.

– ¿Va usted a la calle a estas horas?

– ¡Sí, hija sí! ¡A la calle! ¡Y al infierno, que sea menester! No me esperes esta noche.

– Pero, señor cura… ¡Eso es tirarse a matar! -exclamó la antigua nodriza-. Anoche se recogió usted a las tantas, muerto de fatiga, después de correr por el campo muchas horas…

– ¡Buscándote! -entrerrenglonó don Trinidad, dando un codazo a Manuel y sin mirarlo.

– Y esta mañana -continuó Polonia- se levantó usted con estrellas, y desde entonces no ha parado un momento, con tantas funciones en la parroquia y tantos jaleos como ha habido en la calle… por culpa de quien yo me sé…

– ¡Qué quieres, hija! -pronunció el cura, haciéndose el chiquito-. ¡No hay más remedio que arrimar el hombro hasta que le toque a uno reventar y caer!… Acuéstate tú y descansa, que también has trabajado hoy mucho… ¡Pobrecita vieja! ¡Cuánto siento proporcionarte estos sinsabores! ¡Conque vamos, señor don Manuel…; usted dirá adónde nos dirigimos primero: si a buscar a un hombre de bien para matarlo, o a enamorar a una madre de familias!…

Manuel seguía en un ángulo de la habitación, vuelto de espaldas a don Trinidad, fijos los ojos en el suelo y estremeciéndose a cada recriminación que se desprendía contra él de aquellos discursos. Sobre todo, las últimas frases del sacerdote, tan sarcásticas y sangrientas, le arrancaron una especie de gemido, cual si le hubiesen llegado al alma.

Polonia replicaba entretanto.

– Pero ¡no se marchará usted sin cenar! Son las diez de la noche, y desde la una de la tarde está usted con el triste puchero, que apenas probó…

– Es muy verdad… Pero ¿qué quieres? Las cosas vienen así…

– ¡Acuérdese usted de que tiene dos perdices estofadas…, que tanto le gustan!

– ¡Ya las huelo…, y, en medio de estos sinsabores, estaba soñando con ellas!… ¡Perdóneme Dios, pero es mi único vicio: cenar bien los días clásicos! Sin embargo, quiero demostrar con un ejemplo a este cobarde que el hombre es dueño de sus pasiones, de sus apetitos, de su voluntad… Dile a la criada que lleve ahora mismo ese par de perdices, y mi pan, y mi almíbar de cabello de ángel, en fin, todo lo que ibas a darme de cenar esta noche, a la pobre viuda del albañil que se mató el otro día… ¡Así celebrará con sus hijos la fiesta de hoy, mientras que a mí me servirá de alimento el pensar en la alegría de esos infelices!

– Pero, niño… -observó el ama a media voz-. ¡Repara en que te vas a caer muerto! Lo de regalar las perdices está bien, y Dios te bendiga por esa idea… Pero toma otra cosa.

– ¡Nada! ¡No ceno! ¡Ya está hecho el sacrificio! ¡Veré esta noche la procesión de las Ánimas…, y Dios querrá premiarme abriéndole el sentido a ese alma de cántaro!

– ¡Esto es demasiado! -gritó Manuel, acercándose a don Trinidad-. ¡Usted se ha propuesto matarme! ¡Usted no tiene lástima de mí!…

– ¡Pues entonces no sé quién la tiene!… -respondió fríamente el sacerdote-. ¿Será acaso el público, que piensa divertirse a tu costa como si fuese al teatro a ver una tragedia?

– Lo que digo… -insistió el joven con ternura- es que cene usted y se acueste…

– En tu mano está el que lo haga… ¡Quédate a cenar y a dormir conmigo! ¡Si no perdices (porque ya no son nuestras), tomaríamos huevos frescos y jamón crudo!, y en cuanto a cama, por ahí debe de andar tu antiguo catre…

– ¡Su cuarto está como lo dejó!… -añadió Polonia con indecible alegría.

– Señor cura, yo tengo que irme a mi casa… -balbuceó Manuel implacablemente.

– ¡Y yo contigo! -repuso don Trinidad, fingiendo buen humor-. ¡Tú mismo te lo dices todo!… Conque vamos andando… Adiós, Polonia: ¡hasta que Dios quiera!

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? -gimió el pobre Venegas, resolviéndose a echar a andar-. ¡Yo no contaba con este hombre!

– Espera un poco… -exclamó don Trinidad, obstruyendo con su cuerpo la puerta del despacho-. Tengo que dar algunos encargos a Polonia.

Manuel se dejó caer en una silla.

Don Trinidad salió con su ama al corredor, y le dijo rápidamente:

– Hay que buscar ahora mismo a la señá María Josefa, en su casa o en la de su hija…

– ¡Ahí la tienes esperándote hace media hora!… -respondió el ama.

– ¡Ah! ¡El cielo me la envía! Voy a hablarle… Quédate tu aquí de centinela, y si ves que mi prisionero piensa escapar, avísame… Pero ¡no le des conversación!

Pocos minutos después, el cura había terminado su conferencia con la madre de Soledad, y estaba de vuelta en la puerta del despacho, diciendo al abatido joven:

– Cuando quieras podemos irnos…

– ¡Quédese usted, don Trinidad!… -expuso Manuel, levantándose y en ademán de súplica.

– ¡No hay don Trinidad que valga…! adonde tú vayas, voy yo: si a tu casa a tu casa… (que es lo mejor que podemos hacer), y si a correrla, a correrla. ¡Ah! Se me olvidaba la alcancía…

Así dijo el denonado cura, y cogiendo los antiguos ahorros del joven, salió resueltamente al corredor, y comenzó a bajar la escalera, no sin exclamar con grandes voces:

– Vamos…, ven…, y dame el brazo, que estoy rendido de fatiga…

Manuel inclinó la frente, y salió en pos de don Trinidad, el cual se aferró a su brazo derecho con tal fuerza, que no hubiera sido fácil determinar quién era el robusto y quién el débil, quién el aprehensor y quién el aprehendido.

Por último, ya desde la puerta de la calle, don Trinidad retrocedió hasta el ojo de patio, llevando y trayendo a Manuel como a un hombre ebrio y gritó fortísimamente:

– ¡Cuidado, Polonia! ¡Que no tardes en enviar las perdices a quien hemos dicho!…

Añadiendo luego en voz baja:

– ¡Y qué buenas deben de estar las pícaras! ¡Esta Polonia guisa como un ángel!

IV. LOS NIÑOS Y LOS VIEJOS

Poquísimas personas encontraron en las calles don Trinidad y Manuel al trasladarse de una casa a otra, y todas ellas se arrimaron a las paredes con no menos susto que respeto, para dejar pasar a aquellos dos maravillosos personajes de que tanto se estaba hablando en toda la ciudad.

No sucedió, empero, lo mismo cuando, llegados a la Plaza Mayor, tuvieron que cruzar por delante de la célebre botica…

Hallábase ésta a medio cerrar, y en la media puerta que aún dejaba paso a la luz de adentro veíase a Vitriolo, quien despedía a sus últimos tertulios, dándoles tal vez instrucciones para el día siguiente.

Tan luego como divisaron y reconocieron a la claridad de la luna el interesante grupo que formaban el cura y Manuel, comenzaron a reír y murmurar en voz baja, y aun los más jóvenes se atrevieron a seguirlos y a pasar casi rozando con ellos, a ver si les cogían alguna frase.

Quedó, sin embargo, defraudada su curiosidad, pues el párroco y su antiguo huésped no hablaron ni una palabra, como tampoco la habían hablado en todo el camino, y de este modo penetraron al fin en la antigua Casa del Chantre.

Profusamente alumbrada la tenía también aquella noche la etiquetera Basilia, así como abierta de par en par y con toda la servidumbre en ejercicio, a fin de recibir al señor con los honores debidos a sus grandes riquezas y a la sangre real mahometana de que procedía.

El arriero malagueño, alojado allí con sus tres mulas, y resuelto a no marcharse de la ciudad hasta después de la rifa que tanto le elogió el mismo Venegas la tarde anterior, hallábase en el patio, haciendo de portero, y saludó con una profunda reverencia al extraordinario personaje con quien había andado tres largas jornadas sin imaginar que llevaba consigo al terror y asombro de las gentes.

Al pie de la escalera estaba la pérfida Volanta, que no sólo era amiga de Vitriolo, y paniaguda de Soledad y de la señá María Josefa, sino también duende familiar de Polonia y Basilia; lo cual quiere decir que discurría libremente y con salvoconducto por todos los campamentos, como los traidores y los espías. Don Trinidad, hombre de clarísimo instinto, la miró con enojo; pero ella le besó la mano y corrió a ocultarse en las tinieblas como una garduña en su escondrijo.

Por último: en la primera meseta estaba la ceremoniosa Basilia, quien, después de hacer al hijo de don Rodrigo los tres saludos de ordenanza, dijo respetuosamente:

– Permítame el señor darle la enhorabuena… ¡En la sala tiene una gran visita, aguardándole!

– ¿Qué dice esta mujer? -preguntó agriamente el joven a don Trinidad-. ¡Yo no quiero visitas…, a no ser la de don Antonio Arregui o la de sus padrinos!

– ¡Sube! ¡Sube! -contestó don Trinidad, sonriéndose-. No negaré que el que está en la sala ha venido como padrino; pero es como padrino tuyo… ¡Ya verás, hombre; ya verás!

Manuel no pudo menos de apresurar el paso al oír aquellas misteriosas expresiones, con lo que muy luego penetró en la sala, seguido a duras penas por el obeso y muy fatigado don Trinidad Muley.

Un grito de asombro, de dolor y de cólera salió del pecho del infortunado joven al ver quién era la anunciada visita… Y un profundo sollozo de pavor y desesperación lanzó el alma del digno sacerdote al observar la actitud airada, irreverente, impía, de su antiguo ahijado, en caso tan excepcional y solemne…

¡Porque la visita, era el Niño Jesús o Niño de la Bola de la iglesia de Santa María, el mismo a quien el joven adoró tantos años, el mismo que aquella tarde había salido en procesión!

¡Allí estaba, en sus andas de plata y oro; sobre un altar improvisado en el testero principal del aposento; vestido de riquísimo tisú; alumbrado por muchas velas y guarnecido de hermosos ramos de flores naturales! Servíale de dosel el estandarte de la Hermandad colgado del techo, y, por último, en medio de la sala, sobre un velador, veíase en dorada bandeja un papel arrollado a modo de diploma y atado con cintas de colores.

– ¿Qué es esto? ¿Quién ha preparado tan irrisoria escena? -preguntó al fin Manuel, encarándose con don Trinidad-. ¿Se cree que todavía soy un niño? ¿Se cree que todavía soy un imbécil?

El dignísimo padre de almas estaba desolado. Halló, sin embargo, fuerza bastante para dominar su congoja, y, después de cerrar la puerta de la sala, dijo al blasfemo con la austera frialdad de un juez:

– Esto no tiene nada de nuevo ni de extraordinario: esto significa que la Cofradía del Niño Jesús, de que eres individuo, te ha nombrado su Mayordomo para el año que viene, y que, siguiendo la antigua costumbre, que tú conoces mejor que nadie, te envía la santa efigie, a fin de que more un día en tu casa y le regales lo que sea tu voluntad, a título de Hermano mayor; regalo que lucirá mañana a la tarde en el baile de rifa. Pero, aun suponiendo que nada de esto fuera así, ¿cómo no te engríes de ver en tu casa al Niño Jesús, al Hijo de Dios vivo? ¿Cómo no doblas ante él la rodilla y le das las gracias por la altísima honra que te dispensa? ¿Acaso no eres tú su adorador más fervoroso, su más humilde siervo, su devoto más entusiasta?

– No, señor… -respondió Manuel lúgubremente.

– ¡Ah, infame! ¡Y me lo dices a mí! -prorrumpió don Trinidad con una furia tan grande como su pena-. ¡Y me lo dices delante de Él!

Manuel se cruzó de brazos y no contestó.

– ¡Conque es eso lo que has aprendido en tus viajes! -prosiguió el sacerdote, poniéndole las manos sobre los hombros-. ¿Conque es eso lo que has ganado al adquirir tantas riquezas? ¡Y querías dejármelas a mí! ¡Y querías que yo las repartiera entre los pobres!… ¡Ni los pobres ni yo queremos nada de un judío!

– Señor cura… -balbuceó Manuel-, baje usted la voz… Yo no soy judío, moro ni cristiano.

– Pues ¿qué eres, hombre inicuo?

– Yo no soy nada… -repuso el joven, cerrando los ojos y encogiendo los hombros como quien declara un delito de que no se cree responsable.

– ¡Jesús! ¡Jesús! -gritó el cura con indecible espanto.

Y, alejándose del que tal ofensa le había hecho, sentóse de medio lado en una silla, dándole la espalda, y comenzó a llorar desconsoladamente.

Manuel añadió con grave acento:

– No he debido ocultarle a usted la verdad. Por eso acaba de oírme decir lo que hasta ahora no había dicho a nadie. Yo no hago ostentación de esta desgracia mía, que debo a crueles enseñanzas del mundo, a lo que he visto en pueblos de diferentes religiones, a lo que he leído en obras que no debieron escribirse… Respeto mucho, sin embargo, las creencias de los demás, y usted comprende que hubiera sido escarnecerlas aceptar hipócritamente el cargo de Mayordomo de esta imagen, cuando mi corazón no le rinde ya más culto que el que solemos tributar a los muertos queridos.

– ¡Y yo he criado a este hombre! -gimió don Trinidad con mayor desconsuelo-. ¡Yo lo he llamado mi hijo! ¡Yo lo quería con toda mi alma! ¡Ahora me explico que esta noche haya despreciado todos mis consejos! ¡Ahora conozco que no hay remedio para él! ¿Quién gobierna un barco sin timón? ¿Quién dirige un caballo sin bridas? ¡Estoy vencido! ¡Su perdición es segura! ¡Ya vivirá a merced del viento de sus pasiones! ¡Ya será del último que llegue! ¡Satanás ha triunfado! ¡Niño Jesús! Oye la súplica de este tu humilde siervo: «¡Yo quiero morirme! ¡Yo no quiero vivir más en un mundo tan execrable! ¡Mátame, por favor! ¡Llévame contigo! ¡Tu Madre Santísima cuidará de Polonia, como Polonia ha cuidado de mí durante cuarenta y ocho años! ¡Ah! ¡Cuánta diferencia entre unos seres y otros!… Ella me dio de mamar de limosna, al ver que mi pobre madre estaba enferma y que no podía costearme ama… Ella me dio luego pan. cuando en mi casa no había bastante para todos… Ella me colocó de aprendiz en la alfarería… Ella me ha asistido de balde, por caridad, desde que mi madre murió y me quedé solo… ¡Ella, en suma, ha sido para mí lo que yo para este desalmado!… ¡Niño Jesús! ¡Virgen Purísima! Disponed como queráis de dos pobres viejos que nunca han renegado de vosotros, y, si algo bueno hemos hecho en este mundo, sirva de merecimiento para que toquéis al corazón del infortunado Manuel Venegas.»

A fuer de historiadores veraces, debemos decir que esta humilde y mal pergeñada deprecación conmovió profundamente al joven descreído, no porque le dijese nada extraordinario, sino porque las piadosas lágrimas de los buenos tienen más fuerza que todos los raciocinios de la filosofía, máxime si caen en un corazón sensible y generoso.

Si don Trinidad hubiese empleado argumentos teológicos, Manuel habría podido contestarle con argumentos racionalistas, como diariamente vemos en el mundo; pero contra el panegírico de Polonia, verbigracia, no cabía ninguna objeción.

Así fue que Manuel se arrimó a su padrino, y le dijo quitándole las manos de la cara y limpiándole los ojos con el pañuelo:

– ¡Vaya, señor cura! ¡No llore usted más, que sus lágrimas me están asesinando! ¡Considere usted que llevo muchas horas de defenderme de su cariño, de su irresistible bondad, de la dulce miel de su palabra, y que fuera abusar demasiado del amor y del respeto que le tengo seguir acometiéndome de este modo!

Don Trinidad se apoderó de la mano con que el joven le enjugaba las lágrimas, y, contemplándolo, entre lloroso y risueño, como un niño mimado, exclamó zalameramente:

– Pero, ¡hombre! Míralo siquiera… ¡No lo desaires hasta el punto de volverle la espalda!… ¡Piensa que es mi Dios, el Dios de tus padres, el Dios de tu patria que ha venido a hacerte una visita! ¡Piensa que estará muy afligido de tus desprecios!…

Manuel, en quien, por lo visto, la superstición había sobrevivido a la fe (suponiendo que verdadera fe hubiese tenido nunca), intentó volver la cabeza hacia el Niño Jesús, y no se atrevió a ello. Antes dio un retemblido de pavor, y cerró los ojos deliberadamente.

Pero estaba escrito que aquel día ocurriesen singularísimas coincidencias. Decímoslo, porque Manuel y el cura oyeron en tal instante, dentro de aquella misma habitación, los tiernos sollozos de un niño. Manuel miró aterrado a don Trinidad, creyendo que quien lloraba era el Niño Jesús…

Don Trinidad sonrió tristemente, y señaló con el dedo a la puerta de la sala, que acababa de abrirse, y en la cual estaba parada la señá María Josefa, con un hermoso niño en los brazos, y sin atreverse a pasar adelante…

– No sueñes con milagros, ni verdaderos ni fingidos… -dijo al mismo tiempo el cura a Manuel-. Aquí no hay más milagro que el que tu buen corazón haga… ¡Tienes en tu presencia al hijo de Soledad, que viene a pedirte perdón para sus padres!

– ¡Su hijo! -rugió Manuel, huyendo al fondo de la vasta sala-. ¡Esto más! ¡Ah, verdugos! ¿Os habéis propuesto matarme? ¿Os habéis propuesto volverme loco?

Y, hablando así, golpeaba la pared con los puños cerrados, como si quisiera hundirla y escapar de aquella gran emboscada en que había caído su corazón.

– ¡Manuel, repórtate! -dijo don Trinidad, acercándosele dulcemente-. No soy yo tu verdugo. ¡Eres tú mismo, y también el mío y el de esa pobre familia que te pide misericordia!…

– ¡Llevaos, y esconded donde nadie lo vea, a ese vil engendro de la traición y la mentira! -gritó el insensato, sin volverse ni apartarse de la pared.

El niño tornó a llorar.

– ¡Grande hazaña! -exclamó don Trinidad Muley-. ¡Injuriar a un pobre niño!… ¡Asustarlo!… ¡Despedirlo!

– ¡No quiero verlo! -bramó el joven-. ¡Si lo viera, lo mataría!

– ¡Poco te falta para matarlo!… ¡Ya le has hecho ponerse enfermo! -dijo tristemente la abuela-. Su madre le ha dado a mamar veneno desde que supo que venías, y esta noche me lo llevo a mi casa, dolorido y hambriento, como si él tuviera la culpa de que tú no te consideraras dichoso…

– Pero, ¿por qué no viene su padre en lugar de él? -replicó Venegas con desesperación-. ¿Por qué no viene el cobarde que me hurtó la dicha? ¿Por qué huye? ¿Por qué se esconde?

Don Trinidad hizo una seña a la señá María para que callara, y apresuróse a responder por sí mismo en estos términos:

– Supongamos que ese hombre de bien te teme… ¿No le sobra razón para ello? ¿Ha de ser todo el mundo tan sanguinario como tú? ¿No hay más que matarse con el primer desesperado que nos provoca? Porque, Manuel, ¡vamos claros! ¿Qué derecho tienes tú sobre Soledad? ¿Qué palabra te empeñó nunca? Y, de todos modos, ¿qué puedes esperar hoy de ella? ¿La crees tan indigna que por ti se deshonre y deshonre a su marido?

– ¡Soledad no tiene marido! ¡Soledad es mía! ¡Soledad me ama! -exclamó Venegas fanáticamente, volviéndose hacia sus interlocutores en ademán de desafío.

– Contéstele usted, señora… -dijo don Trinidad a la señá María Josefa.

– Manuel… -pronunció la madre, ocultando a su nieto mientras hablaba-. Mi hija te quiso en otro tiempo… No lo negaré yo…, ni creas que me sabía mal el que te quisiera… Pero es mujer de bien y, habiéndose casado con otro hombre, nada puedes ni debes esperar de ella…

– ¡Mentira! ¡Soledad no está casada! -gritó Manuel con desesperación-. ¡Su casamiento es nulo! ¡Soledad no ha dejado nunca de quererme! ¡Yo la conozco desde que era niña! ¡Yo sé lo que me decían esta tarde sus divinas lágrimas!

– Te equivocas, Manuel… -prosiguió la madre-. Soledad no faltará a sus deberes de esposa… Tu presencia en este pueblo sólo puede dar lugar a desventuras para todos, y de manera alguna felicidades para ti ni para ella… El único bien que puedes hacer a mi hija, y que le harás, supuesto que tanto la quieres, es ausentarte, dejarla en paz, no ser la perdición de su casa… ¡Y eso venimos a decirte este angelico y yo! ¡Eso te suplicamos rendidamente!

– ¡Que venga a hablarme ella! -replicó Manuel con indescriptible arrogancia-. ¡Verán ustedes cómo no me pide que me marche! ¡Yo la conozco! ¡Su corazón es mío!… ¡Nada más que mío! ¡Mío desde la edad de ocho años!

– ¡Esas son locuras, Manuel! -replicó la señá María-. ¿Cómo ha de venir a verte una mujer casada? Pero ¡harto claro te decía esta tarde con ríos de lágrimas su deseo de que la olvides, de que la perdones, de que nos perdones a todos!… Soledad no lloraba por lo que tú te figuras… Soledad lloraba de miedo…, como llora este pobre niño…

– ¡De miedo! -repuso el joven en son de burla-. ¡Esa es otra mentira!… ¡Soledad no me teme…, y hace bien! ¡Soledad me conoce! El miedo lo tiene su cobarde tirano… El miedo lo tiene usted, que no estorbó su casamiento… El miedo lo tiene ése que no debe llamarse hijo de Soledad, supuesto que no es hijo mío… ¡Y los tres hacéis muy bien en temblar! ¡Ah! ¡Mi primera idea es la segura!… La muerte de Antonio Arregui lo resuelve todo. ¡Usted se quedará con ese expósito, hijo del crimen, y yo me marcharé con mi adorada!… ¡Mataré, pues, a Antonio! ¡Lo mataré aunque sea en medio de la iglesia! ¡Lo mataré aunque se oponga el mundo entero!

– ¡Cómo se entiende! -prorrumpió al fin don Trinidad, lleno de indignación y de ira-. ¡Eso es ya insultarme en mi propia cara! ¡No te abofeteo ahora mismo porque está delante el Niño Jesús! Pero me marcho… Te desprecio… ¡Te abandono! ¡Buen recibimiento me has hecho en tu casa la primera vez que he venido a ella!

– ¡Manuel…, te lo pido de rodillas! -decía al mismo tiempo la anciana, postrándose a los pies del hijo de don Rodrigo-. ¡Te lo pide una pobre madre, por la memoria de la que te llevó en sus entrañas! ¡Márchate del pueblo! ¡Ten compasión de este inocente! Y si es que has de dejarlo huérfano, ¡mátalo ahora mismo!… ¡Yo te lo entrego!… ¡Aquí lo tienes!

Y, así hablando, ponía el niño a las plantas del joven, con aquella inspirada temeridad que sólo cabe en almas femeniles y en corazones maternales.

– ¡Vámonos, señora! ¡Dejemos a este monstruo! -añadía por su parte don Trinidad-. Acudiremos a la justicia… ¡Yo mismo haré que lo aprisionen!… ¡Adiós, hijo indigno de don Rodrigo Venegas! ¡Me voy, porque tus faltas de respeto me arrojan de tu casa! ¡Me voy, porque te creo capaz de ponerme la mano encima si yo te castigara como mereces! ¡Adiós! Nuestras relaciones han terminado… ¡Me arrepiento de haberte conocido!

– Manuel…, ¡no lo oigas!… ¡Óyeme a mí! -proseguía diciendo la madre de Soledad, arrastrándose a los pies del joven, el cual estaba como petrificado, con los cabellos de punta y con los cerrados puños sobre la frente-. ¡No lo creas, Manuel! ¡Don Trinidad te quiere más que a su vida! ¡Es tu segundo padre! Y yo te quiero también…; y también te quiere este niño… ¡Mira!… ¡Mira cómo te sonríe!

– ¡Basta! -gritó al fin Manuel con desgarrador acento, abriendo los brazos y tirando la cabeza atrás- ¡Basta, crueles sayones, encargados de martirizarme! ¡Dejadme ya!… ¡Idos!… ¡Salid! ¡Os lo mando…; os lo aconsejo…; os lo suplico! ¡Dejadme solo si no queréis que con vuestra sangre y la mía se forme un lago en este aposento! ¡Quitadme de delante al hijo del cobarde ladrón que me ha robado la felicidad!… Márchese usted, señora. Márchese usted, señor cura… ¡Conozco que ya no soy dueño de mí mismo!… ¡Conozco que puedo horrorizar al mundo!…

Era tal la voz de Manuel al decir esto, que la señá María Josefa se levantó espantada, con su nieto debajo del brazo, y se deslizó en silencio hasta la puerta, andando hacia atrás y sin quitar la vista de aquel pavoroso semblante, más propio de un tigre que de un hombre.

Hasta don Trinidad tuvo miedo, no por sí, sino por el niño, por la anciana y por el mismo joven, que estaba a punto de morir o de volverse loco, a juzgar por la violenta agitación de su pecho, por la hinchazón de su frente, por el trastorno de su mirada…; y, conociendo asimismo que ya no había más palabras que decirle, ni fuerzas en el desgraciado para soportarlas, retiróse también lentamente, mirándolo con profunda piedad y sin recuerdo siquiera del pasado enojo.

En tal actitud salió de la habitación, cuya puerta dejó entornada…

Manuel quedó solo con el Niño Jesús.

V. EL ROCÍO DEL ALMA

Acababa el sereno de cantar las doce de la noche, cuando don Trinidad y la señá María Josefa se retiraron de la sala dejando en manos de la famosa imagen del Niño de la Bola la solución de la suprema crisis a que había llegado el espíritu de Manuel Venegas.

Reinó desde entonces en la casa un profundo silencio, interrumpido únicamente por los cautelosos pasos del vigilante cura, que se acercaba de vez en cuando a la rendija de la puerta a observar a Manuel, y por los cuchicheos de las mujeres, acuarteladas en la cocina.

Polonia se encontraba entre ellas, por no haber podido dominar su inquietud y desasosiego quedándose en la otra casa. Dormía el hijo de Soledad en brazos de su abuela, después que Basilia lo hubo amansado con algunos bizcochos. La Volanta, a fuerza de llorar hipócritamente, había conseguido que don Trinidad dejase de mirarla con prevención, y formaba también parte de aquella especie de tertulia de enfermeras, en que tan buenas cosas se estarían diciendo. Y, por último, el arriero de Málaga roncaba en el patio, incómodamente sentado en una dura silla, como lo exigía la gravedad de las circunstancias.

Lo primero que hizo Manuel cuando se quedó solo fue apagar todas las velas que alumbraban al Niño Jesús, con lo que el salón quedó enteramente a oscuras…

Esto afligió mucho a don Trinidad, que todavía cifraba algunas esperanza s en la antigua devoción de su pupilo a la preciosa efigie en cuya compañía le había dejado… Pero luego recapacitó que el mismo hecho de apagar las luces podía significar, de parte del joven, una especie de miedo a aquel fantasma de su extinguida fe, y tan juiciosa reflexión no pudo menos de consolarle algo.

Manuel comenzó a pasearse en las tinieblas.

De vez en cuando se paraba, e ininteligibles monosílabos, rugidos sordos o sofocados lamentos salían de sus labios, como si dentro de él mantuviesen empeñada controversia dos seres distintos, el uno más feroz que el otro.

Indudablemente, el joven repasaba todas sus emociones de aquel día; indudablemente, le representaba su cerebro las provocativas alarmas del público; la calle de Santa María de la Cabeza; la inesperada aparición de Soledad, su impavidez, su hermosura, su mirada de amor, sus copiosas y amarguísimas lágrimas; el encuentro con don Trinidad Muley; las cristianas aclamaciones en que prorrumpió la muchedumbre; los santos discursos del bondadoso sacerdote; su lloro, sus caricias; la visita del Niño Jesús; el alarde de impiedad con que él la había recibido; el dolor que esto había causado al buen Padre de almas; la aparición de la madre y del hijo de Soledad; el digno lenguaje de la anciana, el llanto y la sonrisa de aquel inocente niño, y los insultos y amenazas del ofendido cura, de su generoso protector, del ser que más le amaba en el mundo…

Ahora bien: todas aquellas palabras de cariño, todos aquellos piadosos consejos, todas aquellas solemnes apariciones, todas aquellas tiernas súplicas, todas aquellas dulces lágrimas, todos aquellos paternales enojos, no podían menos que haber ablandado el corazón de la fiera… Por eso, sin duda, gemía en medio de su rabia, como el león herido; por eso batallaba tanto consigo propio, y por eso, y no por otra cosa, lo dejaba solo don Trinidad Muley, viendo clarísimamente que ninguno de sus esfuerzos por vencerlo había sido inútil; que todos estaban obrando en el rebelde espíritu del joven, y que este espíritu vacilaba, temía, emprendía la fuga, tornaba a la pelea, retrocedía de nuevo, y podía acabar por rendirse de un momento a otro… Pero ¡ay del bien! ¡Ay de la paz! ¡Ay de la caritativa empresa del digno párroco si el joven no se rendía en tan extrema lucha! ¡Entonces no habría ya esperanza de salvación!

Largo tiempo (¡son tan largas las horas de la agonía!) duró este combate entre la soberbia y la humildad, entre la ira y la paciencia, entre la pasión y la virtud, entre el amor propio y la abnegación, entre el egoísmo y la caridad, entre la bestia y el hombre.

A eso de las dos, Manuel no se paseaba ya, ni rugía, ni se quejaba… Solamente lanzaba de tarde en tarde hondos suspiros, que también cesaron al poco tiempo…

Don Trinidad no podía ya distinguir en qué parte de la habitación estaba el joven, ni si se había sentado, ni si por acaso se había dormido… El silencio que reinaba en aquellas tinieblas era absoluto, sepulcral, verdaderamente pavoroso. Parecía como que el enfermo se había muerto.

Pero ¿no podía ser que sólo hubiese muerto su enfermedad? ¿No podía ser que Manuel Venegas acabase de revivir a la razón, a la justicia, a la dignidad humana, a la vida de la conciencia?

En esta duda, el sacerdote desistió de la idea que tuvo un momento de coger una luz y entrar en la sala.

Pronto se alegró de haber sabido esperar, pues no tardó en advertir una cosa que le pareció simbólica y de mucho alcance, en medio de su vulgarísima sencillez, por cuanto le recordó la ceremonia con que se enciende fuego nuevo en la iglesia la mañana del Sábado de Gloria…

Fue el caso que Manuel dio repentinamente señales de estar vivo y despierto poniéndose a encender luz por medio de eslabón, pedernal, yesca y alcrebite, al uso de aquella época.

Lumen Christi… -murmuró don Trinidad, santiguándose.

Obtenido que hubo nueva luz, el joven la aplicó a las velas que antes apagó, con lo que el Niño de Dios tornó a verse profusamente alumbrado, y quedó tan clara como de día toda la espaciosa habitación.

Sentóse entonces nuestro héroe enfrente de la imagen y púsose a contemplarla con honda y pacífica tristeza. La tempestad había pasado, dejando en la ya sosegada fisonomía de aquel hombre de hierro profundas e indelebles señales. Dijérase que había vivido diez años en dos horas; sin ser viejo, ya no era joven; sus facciones habían tomado aquella expresión permanente de ascética melancolía que marca la faz de los desengañados.

Digo más: la triste mirada con que parecía acariciar la efigie del Niño Jesús no tenía tampoco la dulzura del consuelo…: era una mirada de tranquilo, incurable dolor, como la que, pasados muchos años de la cruel pérdida y del agudo padecer, posamos en el retrato de un hijo muerto, de los padres que nos dejaron en la orfandad o de un antiguo amor que se llevó consigo las más bellas flores de nuestra alma…

– ¡No reza! ¡No llora! -pensó amargamente don Trinidad, formulando a su modo las mismas ideas que acabamos de emitir.

Y se alejó de su acechadero con mucha más inquietud que alegría le causó la primera mirada del joven a su antiguo Patrono.

– ¡No hacen las paces! -añadió luego el párroco, expresando en otra forma su disgusto-. ¡Y la verdad es que el pobre Manuel está dando muestras clarísimas de querer hacerlas! ¡Misterios de Dios! ¿Qué trabajo le costaba ahora a ese chiquito tender los brazos a mi ahijado, como se los tendió antiguamente a San Antonio de Padua? ¡Nada más que con esto saldríamos todos de apuros!

Y tornó a acercarse a la rendija de la puerta, y comenzó a rezar fervorosamente a la primorosa efigie, como arengándola a realizar un milagro indudable.

– ¡Nada! ¡No me hace caso! -se dijo, por último, viendo que el Niño Jesús no pestañeaba-. ¡Sin duda no conviene! ¡Respetemos la voluntad de Dios! Ni ¿quién soy yo, pecador miserable, para meterme a dar consejos a las imágenes de mi parroquia? ¡Si los siguiesen, yo sería el santo, que no ellas! ¡Haces bien, Niño mío! ¡Haces muy bien en desobedecerme!

Manuel se había puesto de pie entre tanto.

La tristeza de su semblante era mayor que nunca. Un profundo suspiro salió de su pecho, y pasóse ambas manos por la frente, como para echar de su imaginación renovadas angustias…

Parecía un reo en capilla la noche que precede al suplicio. La conformidad de la desesperación iba envolviéndole en su fúnebre velo…

En el fondo de la sala veíanse algunos de los grandes cofres que había traído de América. Manuel abrió el mayor de ellos y sacó una caja de concha, que puso sobre el velador.

Don Trinidad temió que el joven fuese a suicidarse, y se apercibió a entrar en el aposento…

Pero tranquilizóse en seguida, al observar que lo que en la caja buscaba Manuel no eran pistolas, sino vistosísimas alhajas: collares, pendientes, brazaletes, sortijas, alfileres…: un tesoro, en fin, de perlas, brillantes, esmeraldas y otras piedras preciosas…

– ¡Son las donas que pensaba ofrecer a Soledad el día que se casase con ella! ¡Son los regalos de boda que le traía el desgraciado!… -pensó el sacerdote, lleno de conmiseración…

Manuel fue contemplando una por una aquellas galas póstumas, aquellas joyas sin destino, aquellos emblemas de su infortunio…; y, ejecutando luego la idea que, sin duda, le había movido a tan penosa operación, comenzó a ponerle las alhajas a la sagrada efigie de que era mayordomo y a quien, por ende, estaba obligado a agasajar…

Don Trinidad Muley no pudo contener su entusiasmo y su regocijo, y corrió de puntillas a llamar a las ancianas para que contemplasen aquella piadosísima escena.

¡Imagínese, pues, el que leyere, la emoción, los comentarios en voz baja y los dulces lloros que habría al otro lado de la puerta, en tanto que Manuel prendía en las ropas del Niño Jesús, o le colgaba del cuello y de los brazos, los restos del naufragio de tantas amorosas esperanza s!… Estas cosas se sienten o no se sienten, pero no se explican.

Baste saber que todos decían con religioso júbilo y abrazándose cariñosamente:

– ¡Se ha salvado! ¡Ha resuelto perdonar! ¡Dentro de pocas horas se habrá marchado para siempre! ¡Dios le haga más venturoso que hasta ahora!

Mientras don Trinidad y las tres virtuosas ancianas hablaban así, la pérfida Volanta, que todo lo había visto y oído, se deslizó por la escalera abajo como una sabandija, sin que nadie reparara en ello, y marchóse a la calle, cuidando de no despertar al improvisado conserje…

Ni ¿cómo habían de advertir aquel suceso los que arriba seguían con el alma las operaciones de Manuel, cuando éste acababa de ejecutar otro acto que ya no dejaba ni asomos de duda acerca de sus nobles y pacíficas intenciones?

Tal fue el sublime arranque de humildad con que, sacando del bolsillo el primoroso puñal indio que aquella tarde había llevado a la procesión, lo desnudó, alzólo a la altura de su cara, contempló su luciente hoja y rica empuñadura, lo besó luego y lo colocó a los pies del Niño Jesús…

Sin la fe ciega que don Trinidad Muley tenía ya en la redención del joven, hubiera temblado por su vida, como temblaron las mujeres, al verlo levantar el puñal, y no habría estorbado, como estorbó, que se precipitasen en la sala… Y también fue necesaria en seguida toda la autoridad del sacerdote para impedir que estallasen en gritos de santo alborozo al contemplar aquella solemne abdicación de la mayor soberbia que jamás cupo en corazón humano.

– ¡Callad! ¡Callad!… -les decía al oído el autor de tan prodigiosa obra-. ¡Callad!… ¡Dejadle!… ¡Dios está con él! ¡No despertemos al demonio del orgullo, que ya duerme y pronto habrá muerto en el corazón de mi buen hijo!

Manuel consideró lo que había hecho, y su grave rostro expresó una reflexiva y triste complacencia; pero no en modo alguno aquella devoción activa, directa, personal, que suponían las buenas mujeres, y cuyos resplandores de triunfo y esperanza habría querido hallar don Trinidad Muley en los ojos del león vencido…

– ¡Eso no es fe! ¡Eso no es más que caridad! -dijo el indocto Padre de almas, dando crédito, como siempre, a su leal corazón-. ¡Mi obra puede quedar incompleta! ¡Malhaya los hombres que han sacado las fuentes de la alegría en un espíritu tan bueno! ¡Mientras Manuel no crea, no tendrá dicha propia, y sólo gozará en ver que los demás son venturosos!

El hijo de don Rodrigo sacó en esto el reloj y miró la hora. Pero debió de hallarlo parado, pues en seguida abrió un balcón que daba a Oriente y dominaba toda la vega, y consultó la posición de los astros…

Corrió entonces a la puerta del salón, y, sin abrirla, dio dos palmadas, como llamando…

– Dejadme a mí… -murmuró don Trinidad, haciendo señas a las mujeres para que se alejasen.

Y penetró en el vasto aposento.

– ¿Quieres algo? -preguntó dulcemente a Manuel.

Fuese modestia, fuese cansancio, fuese aquel pueril resentimiento que los amputados guardan algunas horas al operador que en realidad les ha salvado la vida, nuestro joven esquivó la mirada del sacerdote, y dijo rápidamente:

– Que venga Basilia.

Don Trinidad se retiró sin enojo alguno.

Basilia entró a los pocos momentos.

– ¿Está ahí el arriero de Málaga? -le preguntó Manuel con la sequedad de quien desea pronta y breve contestación.

– Abajo está… -respondió temblando el ama.

– Pues dígale que cargue todo mi equipaje y ensille mi caballo. Son las tres y media… Partiré a las cinco. Que entren por estos cofres… Pero ¡que no me hable nadie! Ruegue usted a don Trinidad, de parte mía, que tome algo y se acueste. Necesito estar solo.

Y, dicho esto, se salió al balcón que acababa de abrir, donde permaneció, vuelto de espaldas al aposento, mientras que Basilia y Polonia, llorando silenciosamente, sacaban los baúles, y mientras que don Trinidad y la señá María Josefa lloraban también en el próximo corredor y tiraban desde allí besos de agradecimiento a la imagen del Niño Jesús.

Al cabo de una hora comenzó a clarear el día…

Manuel se quitó entonces del balcón, y, cogiendo una silla, sentóse en medio de la ya solitaria estancia, y siguió mirando al cielo, con la resignada perspectiva del héroe condenado a muerte que ve nacer la última luz de su existencia.

Así estuvo mucho tiempo, sumido en un éxtasis de dulce dolor, que iba hermoseando cada vez más su noble rostro… La fiera había llegado a tener cara de hombre. El hombre no tardó en tener cara de ángel. Dijérase que su alma había entrado en coloquio con lo infinito.

Ya era enteramente de día… Ya habían dado las cinco, y las cinco y media… Ya estaban listas las cargas y ensillado el caballo… ¡Y nadie se atrevía a decírselo, nadie se atrevía a interrumpir aquel inefable arrobamiento en que el joven parecía gozar anticipadamente la recompensa de su abnegación, el premio de su sacrificio!

Salió, al fin, el sol, y su primer rayo penetró en la sala, bañando de fúlgida luz la plácida figura de Manuel Venegas…

Soledad… -gritó entonces el loro en el balcón, donde lo habían dejado olvidado…

Manuel se estremeció convulsivamente al oír aquel nombre con que el pájaro americano saludaba todos los días, hacía muchos años, la salida del sol, y un mundo de recuerdos y de fallidas esperanza s reapareció ante sus ojos, haciéndole volver del cielo a la tierra, de la eternidad al tiempo, del olvido a la realidad. Pero, falto ya de soberbia para luchar con su enemiga suerte, una mortal congoja oprimió su corazón; un desfallecimiento nunca sentido aniquiló todo su ser; extendió los brazos como quien se ahoga (y aun pareció que efectivamente pedía auxilio), hasta que, por último, estalló en amargos sollozos, seguido de copiosísimo llanto…

Y roto por primera vez en toda su vida el dique de las lágrimas, desbordáronse éstas con tal ímpetu, que pronto bañaban su faz, sus manos y su agitado pecho…

Al principio fueron ardiente lava…; luego, benéfica sangría y salvador desahogo de su corazón…, y, al fin, blando rocío que bajaba del cielo a templar la sed de su alma sin ventura.

Don Trinidad corrió a él y lo envolvió piadosamente en su manteo, diciéndole:

– ¡Llora, llora, hijo mío! ¡Llora cuanto quieras! ¡Llora en los brazos de tu padre!

Manuel se colgó del cuello del sacerdote y le llenó la cara de besos, diciéndole entre dulces gemidos:

– ¡Perdón! ¡Perdón!…

– ¡Perdóname tú a mí! -sollozaba don Trinidad.

Y las mujeres lloraban también desatadamente, comenzando a invadir la sala, y el mismo arriero (que había entrado por el foro) se daba puñetazos en la cabeza, diciendo con profunda emoción:

– ¡Qué lástima de hombre! ¡Maldita sea la primera mujer!

– ¡Padre mío! ¡La adoro! -exclamaba entre tanto Manuel, incomunicado con los espectadores por el manteo de don Trinidad.

– ¡Y yo a ti! -le respondió el párroco, besándole reiteradas veces-. ¿Quieres que me vaya contigo?

– ¡No!… ¡No!… Me iré yo solo…

– Pues bien: sé muy bueno; haz muchas limosnas, y verás qué feliz eres… Toma… -añadió luego en voz más baja-. Aquí tienes esto… Llévate tu caudal… En todas partes hay pobres…

– No, padre… -le respondió Manuel-. Guarde usted eso…, y haga lo que le dije… En esos papeles se explica todo…

– Está confesando… -interpretaron las mujeres, retirándose al corredor.

– Pero tú vivirás… Tú me escribirás esta vez… -murmuró don Trinidad-. ¿No es cierto?

– Sí, señor… ¡Yo viviré cuanto me sea posible! -contestó el joven, enjugándose las lágrimas.

Y, abrazando por última vez al cura, se levantó y dijo:

– ¡Vamos!

Entonces se le acercó Polonia, con las puntas del delantal sobre los ojos.

– ¡Perdón, Polonia! -exclamó el joven, abrazándola.

– Anda con Dios, hijo mío… -respondió la anciana-. ¡Ya estás curado, y puedes ser dichoso! ¡Tu enfermedad consistía en no haber llorado nunca!

– Señor… ¡Buen viaje! -le dijo Basilia, besándole la mano…

– ¡Venga usted también, señá María Josefa! -gritó al mismo tiempo don Trinidad-. Pero no suelte usted al niño… ¡Hoy hay perdón para todos!

– ¡Oh!… ¡No! -pronunció Manuel, retrocediendo.

– ¡Manuel, castígate! -exclamó el sacerdote-. ¡Cuanto más te humilles hoy, más dichoso serás mañana con el recuerdo de este día! ¡Arranca de tu corazón, ahora que están blandas, las raíces de tu soberbia, a fin de que nunca retoñen! ¡No te lleves en la conciencia ningún veneno, hoy que la has lavado con tus lágrimas!

– ¡Manuel! -dijo la señá María Josefa-. ¡Yo hubiera sido muy dichosa en llamarme tu madre! ¡Harto lo sabe el señor cura!

Manuel se quitó el reloj y se lo entregó al niño, colgando de su cuello la larga cadena de oro de que pendía, y pronunció estas palabras:

– ¡Perdono a tu madre!… ¡Dios te haga más feliz que a Manuel Venegas!

Y volvió la espalda y se apartó algunos pasos, como mandando irse a la madre y al hijo de Soledad.

La pobre abuela se alejó hecha un mar de lágrimas, mientras que el niño iba dando besos al reloj y sonriendo como un ángel.

Don Trinidad siguió a Manuel al promedio de la sala, y, señalando al Niño Jesús, que refulgía a la luz del sol con tanta rica presea como adornaba su figura, preguntó en son de ruego:

– ¿Y a Éste? ¿Qué le dices por despedida?

– ¡A Éste le pediría que resucitase, levantando la losa de mi corazón, si tal milagro fuera posible! -contestó Manuel melancólicamente.

– ¡Dios querrá! -dijo el sacerdote, alzando los ojos al cielo-. Las raíces de tu antigua fe están vivas, y ya ha comenzado a correr por ellas la savia de la regeneración. Las máximas que tu padre y yo sembramos en tu alma de niño han vuelto a germinar bajo los auspicios de esta efigie del Redentor del mundo… Debes, pues, agradecimiento al Amigo de tu niñez; y, aunque hoy no veas en su dulce imagen más que una sombra, un retrato, un recuerdo del cariño que le tuviste, y que Él no ha dejado de tenerte; aunque todavía no haya penetrado en tu nublada razón la nueva luz que ya ilumina las más altas cumbres de tu espíritu…, ¡bésalo, Manuel!… (¡Nada pierdes con besarlo!) ¡Bésalo, y verás cómo toda la soberbia que te queda en el cerebro se desbarata en lágrimas, del propio modo que se ha desbaratado la que tenías en el corazón! ¡Verás cómo al poner tus labios sobre los descalzos pies del Niño, en cuya divinidad creían tu padre y tu madre, conoces que estás haciendo una cosa muy santa, y vuelves a llorar de dicha! ¿Que te cuesta el probar? ¿Por qué no te atreves? ¿No te dice ese miedo que el acto de sumisión que te propongo es de maravillosas consecuencias? Ven…, mira… ¡Yo te daré ejemplo, como cuando eras chico!… Yo lo besaré antes que tú… ¡Así se hace!… ¡Así! Y luego se dice (llorando como lloro yo): «¡Bendito seas, Jesús crucificado! ¡Bendita sea tu Santísima Madre! ¡Bendito sea tu Padre Celestial, que te envió a la tierra a redimirnos!»

Manuel cerró los ojos, y cayó de rodillas como una torre que se desploma…

De rodillas estaban también las dos ancianas y el malagueño, y con fervientes oraciones daban gracias a Dios, al ver que el joven se abrazaba a los pies del Niño de la Bola y los cubría de besos y de lágrimas…

De rodillas, en fin, estaba don Trinidad Muley, a quien de seguro hubieran abrazado gustosos en aquel momento hasta los incrédulos más empedernidos…; ¡porque la verdad es que en todo aquello no había nada malo para nadie ni para nada, y sí mucho bueno para todos y para todo, o nosotros no sabemos lo que es bueno ni lo que es malo en esta miserable vida!


* * *

No intentaremos describir los últimos minutos que Manuel Venegas permaneció todavía en su casa, ni los renovados tristísimos adioses que allí se dieron aquellos seres de tan sencillo y tierno corazón… Temeríamos afligir demasiado a nuestros lectores, que, pues todavía no han soltado esta verídica historia en que se rinde culto a la pobreza o humildad de espíritu, seguramente tienen la dicha de pensar y sentir como don Trinidad Muley. Preferimos, pues, salir a la plaza, y confundirnos con la generalidad del público, en cuya compañía podremos ver más tranquilamente la solemne marcha de Manuel Venegas y los dramáticos lances que acontecieron con este motivo.

VI. MARCHA TRIUNFAL

Hacía una mañana hermosísima, sobre todo para los felices mortales que no tuvieran fijos sus ojos en la negrura de pasiones propias o ajenas, sino que hubiesen preferido salir al campo a espaciar su vista y su alma por el sublime templo de la Naturaleza, por la pintada tierra, llena de prodigios, por la rutilante bóveda del cielo y por el claro espejo de una conciencia suficientemente limpia para poder reflejar las misteriosas luces de lo infinito…

No estaban de este humor aquel funesto lunes, 6 de abril de 1840, las muchas personas que acudían a la plaza Mayor de la ciudad a enterarse de los adelantos que el dolor y la ira habían hecho durante la noche en el corazón de Manuel Venegas y Antonio Arregui. Ni necesito decir que el grupo en que más excitados, por cuenta ajena, se hallaban los ánimos era el formado, según costumbre, a la puerta de la botica; ¡terrible aduana, por donde tenía que pasar el Niño de la Bola al marcharse del pueblo!

Vitriolo estaba más acerbo y feroz que nunca; sin poder callarse, aunque no dejaban de aconsejárselo sus discípulos, y si por acaso interrumpía sus discursos, era para decir a los que iban a comprar medicinas: ¡No hay de ésa!… o ¡Vuelva usted más tarde!, o Dígale al enfermo que se muera; que esto que le han mandado no le sirve para nada.

Ello es que no se apartaba del mencionado grupo, donde ya había tronado largamente contra la imbecilidad de Manuel, «cuya casa -dijo- había llenado de santos y de viejas el cura de Santa María, a fin de separarlo del camino de la decencia y del honor y hacerle faltar a sus famosos juramentos».

Luego añadió:

– Según mis informes, a las tres de la madrugada lo llevaban ya de vencida, y el cuitado estaba rezando el Confiteor a los pies del Niño Jesús, después de haberle regalado una porción de joyas, a ruegos de don Trinidad, que es una hormiguita para su iglesia… ¡Pobre Manuel! ¡Si su animoso padre levantase la cabeza!

El auditorio se miró, como dudando de la congruencia de aquella invocación, y Vitriolo, que se dio cuenta de ello, dobló la hoja y pasó a otro asunto.

– ¡En cuanto al marido de Soledad -exclamó con enfático tono-, hay que reconocer que es un valiente! ¡Ya vieron ustedes lo que hizo ayer! ¡Ir, sin quitarse las espuelas, a la ermita de Santa Luparia en busca del célebre matón, a quien don Trinidad Muley había escondido en una especie de escaparate! Yo no dudo de que cuando sepa, como ya lo sabrá a estas horas, que su madre política y su hijo han pasado la noche en casa del amante de su mujer, vendrá a pedir satisfacción a éste, y echará por tierra todas las artimañas del f anat ismo y la cobardía.

Muchas personas se apartaron muy disgustadas de aquel energúmeno, y fueron en busca de otros corrillos donde se comentasen más piadosamente las maravillosas y ya públicas escenas ocurridas aquella noche en la antigua Casa del Chantre. Pero Vitriolo no se desconcertó, sino que, riéndose de los que le dejaban, continuó hablando de esta manera.

– ¡Por supuesto que Antonio Arregui irá de todos modos esta tarde a la rifa a recoger el guante de su rival! Así lo juró ayer, cuando se enteró de que el hijo de don Rodrigo tuvo anteanoche el atrevimiento de ir a llamar a la puerta de su casa, estando él en la Sierra… ¡Lo sé de muy buena tinta! Por consiguiente, si el Niño de la Bola, el de las amenazas de hace ocho años, se marcha del pueblo sin acudir a la palestra, tanto peor para su honra y su fama. Verdad es que puede que todavía ignore nuestro pobre paisano -y se le haría un gran favor en contárselo- que Antonio Arregui fue ayer tarde a buscarle, en son de desafío, a la capilla de Santa Luparia… En fin…, ¡honor es de este pueblo que el asunto no se haga tablas de la manera indecorosa que se propone Muley! ¿Qué dirían los riojanos si el héroe de la ciudad huyese de uno de ellos? ¡Dirían que los andaluces no tenemos sangre en las venas!… Y todo, ¿por qué? Porque los curas han sorbido los sesos a una especie de salvaje medio loco y cargado de millones, con la intención de sacarle el dinero. ¡Digo a ustedes que me abochorno de tan groseras supercherías!

– ¡Y yo me abochorno de que usted vista el uniforme de persona humana! -exclamó el capitán, que había llegado momentos antes-. ¡Usted es un bicho!

Vitriolo se echó a reír.

– ¡No se ría usted! -añadió el veterano, temblando de cólera-. ¡Mire usted que hoy vengo resuelto a aplastarlo si no deja de corromper el aire con sus viles calumnias!

– ¡Amenazas y todo! -replicó el boticario despreciativamente-. ¿Lo han comprado también a usted? ¿Le ha tocado alguna joya de las regaladas al Niño de madera? Pues ¡me alegraré de que la disfrute!

Y le volvió la espalda, asustado de lo que acababa de decir.

– ¡Lo que me ha tocado va usted a verlo ahora mismo! -rugió el capitán- ¡Tome usted en nombre del Ejército!

Y arrimó al insolente materialista un soberano puntapié en la parte más vil de su materia animal…

El pobre ateo se llevó las manos a la parte contusa y huyó diciendo:

– ¡Ah! ¡Lo de siempre! ¡El militarismo, el cesarismo, la fuerza bruta, el brazo secular de la tiranía!

– No ha habido tal brazo, mi buen Papaveris… -dijo Paco Antúnez, negándole el auxilio que fue a pedirle-. ¡La caricia ha sido con el pie, de las buenas!

Y se alejó de él desdeñosamente.

Este lance, que hizo reír mucho a cuantos lo presenciaron, fue como la señal y comienzo de la gran derrota que había de sufrir Vitriolo aquella inolvidable mañana a la vista de todos sus discípulos.

Decímoslo, porque en tal momento comenzaron a salir de casa de Manuel las famosas cargas de equipaje, precedidas del arriero de Málaga, el cual estaba contentísimo, creyéndose ya camino de las Indias.

La emoción del público al ver aquella prueba material de que Manuel se iba, de que don Trinidad había triunfado, de que la fiera perdonaba…, fue grandísima, al par que noble y jubilosa, con muy escasas excepciones.

– ¡Manuel se va! -decían unos-. ¡Don Trinidad no tiene precio! ¡Eso es lo que se llama un buen cristiano!

– ¡Manuel se va! -exclamaban otros- ¡La verdad es que este desenlace tiene algo de prodigio!

– ¡Los Venegas fueron siempre así! -expuso el viejo buñolero de la plaza- ¡Parece que poseen el don particular de entusiasmar al pueblo! La mañana de hoy me recuerda aquella otra en que don Rodrigo salvó los papeles de don Elías del incendio que nadie quería apagar… ¡Todos aplaudimos entonces sin saber por qué…, y ya está pasando ahora lo mismo!… ¡Miren ustedes! La gente llora…, los chicos bailan de contento…, las mujeres se asoman a los balcones… Voy a avisar a la mía.

– ¡Lástima de dinero que sale de la ciudad! -decían al mismo tiempo los de otro corrillo, aludiendo a las tres voluminosas cargas-. ¡Cuidado que ahí caben onzas!

En el ínterin, Vitriolo, olvidado de su percance, como se olvida el general de sus heridas hasta que concluye la batalla, acercábase desesperado y medio convulso al triunfante arriero, y le preguntaba con indecible angustia:

– ¿A qué hora se marcha su amo de usted? ¿Tardará todavía algo? ¿Habrá tiempo de hablarle cuatro palabras?

– ¡Qué ha de haber, hombre! -respondió el malagueño con descompasados gritos-. ¡Lo que hay en este pueblo es un cura que vale más que Dios!

Y quitándose el calañés, y tremolándolo por alto, exclamó en medio de la plaza, con un fervor y un gracejo indescriptibles:

– ¡Caballeros!… ¡Viva don Trinidad Muley!

– ¡Viva! -respondieron calurosamente más de mil voces.

Y tampoco faltó quien convidara en el acto a aguardiente y buñuelos al señor Frasquito Cataduras, en pago de la «justicia que acababa de hacer a uno de los hijos ilustres de tan calumniada ciudad».

Desde aquel instante, la batalla estaba completamente perdida para Vitriolo. Todo el público era de nuestro amigo el cura, aplaudía su obra, respiraba la grata atmósfera del bien, daba su sanción a la pacífica retirada de Manuel Venegas.

Y tal fue el momento en que el infortunado amante de Soledad apareció a caballo en la puerta de la que tan pocas horas había sido su casa.

Un murmullo de honda conmiseración lanzó la apiñada muchedumbre.

Manuel avanzaba rígido, cárdeno, silencioso mirando al cielo, por no mirar al mundo, y acompañado de don Trinidad Muley, quien marchaba a pie a su derecha, y le dirigía de vez en cuando alguna palabra consoladora.

Era, exactísimamente, el luctuoso cuadro de un reo marchando al patíbulo.

El gentío empezó a saludarlo con cierta cortedad, según que iba pasando por delante de cada grupo; pero al cabo de unos momentos se descubrieron todos de golpe, como cuando se está en presencia de un rey.

Ocurrió entonces un incidente en que repararon muy pocos. La célebre Volanta trató de acercarse a Manuel Venegas por el lado opuesto al que iba don Trinidad, y aun se vio en sus manos un papel, que pudo suponerse una petición de limosna. Pero el sacerdote, que lo observó, pasóse con rapidez a aquel lado, y miró y habló a la indigna vieja con tal furia, que la hizo huir y esconderse entre la apiñada muchedumbre.

Manuel no advirtió nada, sino que prosiguió su marcha triunfal, mudo, inmóvil, indiferente, clavado en el caballo, como el cadáver del Cid, y ganando, como él, aquella batalla póstuma a que no asistía su espíritu.

De este modo pasaba ya por delante de la puerta de la botica, no sin profundo dolor de Vitriolo, que iba a encerrarse en ella con su derrota, cuando se notó gran agitación al otro lado de la Plaza, y viose que Antonio Arregui, lívido de furor, corría primero hacia la casa en que Venegas había vivido, y luego en seguimiento de él, indicado que le hubo alguna persona de mal corazón que aquel jinete era el enemigo a quien buscaba.

Pero don Trinidad estaba en todo; y abandonando a Manuel, voló al encuentro del indignado Arregui, al cual -justo es decirlo- detenían aquella vez otras muchas personas bien intencionadas, de cuyas manos iba desasiéndose a duras penas.

Pocas palabras bastaron a don Trinidad para explicar a Antotonio cómo y por qué su suegra y su hijo habían pasado la noche en casa del indiano, y pocas también para convencerle de lo extemporáneo, y hasta sacrílego, del paso que quería dar, provocando a un hombre arrepentido y valeroso, que huía ya del combate, por creerlo injusto, criminal y temerario, y se marchaba para siempre de su patria.

Arregui quedó absorto al hacerse cargo de aquellas inopinadas novedades; y como tenía mucho y excelente corazón, y don Trinidad era el gran hombre que ya conocemos, y el mudable público echaba aquel día todo su peso en el platillo del bien, ocurrió una cosa que de otro modo hubiera sido incomprensible…

Pero digamos antes qué le había pasado entre tanto a Manuel Venegas.

Tan luego como don Trinidad se apartó de él, corrió a reemplazarle Vitriolo, el cual tuvo la audacia de coger la brida y parar el caballo, mientras que alargaba la otra mano al Niño de la Bola y le decía a media voz:

– ¡Buen viaje, vecino! ¿No quería usted conocer a don Antonio Arregui! Pues ¡ahí detrás lo tiene luchando con el señor cura, que no puede ya sujetarlo! ¡Parece que el riojano viene de mano armada contra usted!

El aborrecido nombre del marido de Soledad despertó a Manuel de su estupor y le hizo oír las demás palabras de Vitriolo. Volvió, pues, rápidamente el caballo, y preguntó, echando fuego por los ojos:

– ¿Cuál? ¿Cuál es?

Y se encontró con don Trinidad Muley, que tornaba ya en su busca, diciendo con majestuoso acento:

– ¡Hijo mío, completa tu obra!… Acuérdate de lo que hemos hablado… Aquí tienes a don Antonio Arregui… Te suplico que le pidas perdón…

Arregui estaba dos o tres pasos más atrás, altivo, digno, dispuesto a todo, bien que admirando aquella noble, hermosa y dolorida figura, que veía por vez primera, y compadeciendo acaso tan inmerecido infortunio.

Manuel contempló amargamente al esposo de Soledad, y vaciló algunos instantes entre los dos tremendos abismos que volvía a presentarle la desventura.

Reinó, pues, en toda la Plaza un hondo silencio, preñado de horrores. Los segundos parecían siglos.

– ¡Piensa en mí! ¡Piensa en quién eres! ¡Piensa en don Rodrigo Venegas! ¡Piensa en el Niño Jesús! -murmuró don Trinidad, levantando hacia el joven las abiertas manos en ademán de plegaria.

Manuel tembló de pies a cabeza, como si, al renunciar a su última y suprema arrogancia, renunciase también a la vida, y, quitándose respetuosamente el sombrero, saludó al hombre a quien había jurado matar.

Arregui se descubrió casi al mismo tiempo, respondiendo hidalga y afectuosamente a aquel saludo.

Una salva de aplausos estalló entonces entre el gentío, mientras que mil y mil voces ensordecían el aire, gritando:

– ¡Viva Manuel Venegas!

– ¡Viva Antonio Arregui!

– ¡Viva don Trinidad Muley!

– ¡Viva el Niño Jesús!

Manuel había metido espuelas, entre tanto, y desaparecido como una exhalación, sin que la Volanta, que corría detrás de él, consiguiera darle alcance, ni detenerlo con sus descompasados gritos.

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