Pues que ya sabemos tanto como el que más acerca del gallardo jinete que cruzaba por lo alto de la Sierra cuando levantamos el telón para dar principo al presente drama, tiempo es de que corramos en su seguimiento hasta alcanzarlo, a fin de entrar con él, después de ocho años de misteriosa ausencia, en la morisca ciudad que fue su cuna.
Restábale apenas una hora de sol a aquel esplendoroso día en el momento que nuestro héroe logró salir del laberinto de cumbres y barrancos que forma allí la gran cordillera, y descubrió a lo lejos el amplio horizonte de su país nativo, su llana campiña, sus verdes viñedos y oscuros olivares y las conocidas siluetas de los remotos cerrajones que delimitan la comarca. La ciudad querida, la señora de todo aquel territorio, quedaba aún oculta detrás de los arcillosos cerros que al Oeste le sirven de dosel; pero ya era fácil distinguir (sobre todo teniendo anterior idea de su situación) la enhiesta aguja de la torre de la Catedral y el torreón del vigía de la Alcazaba árabe, derruido pocos años después…
El Niño de la Bola detuvo su caballo para contemplar aquel nunca olvidado panorama… La más viva emoción se leía en su semblante, menos duro y altivo que cuando la melancolía de la ausencia y las lecciones del mundo no habían trabajado aún su corazón… Quitóse reverentemente el sombrero, por vía de salutación a sus lares patrios, y lanzó un hondo suspiro, como quien llega al término de largos afanes.
– Señorito…, ¿está usted malo? -le preguntó el arriero al verle de aquel modo.
Manuel no respondió… púsose el sombrero apresuradamente y metió espuelas al caballo, como para librarse de tan importuno testigo. Media hora después, cuando ya caía el sol al Occidente, el malagueño volvió a alcanzar al desdeñoso personaje, que, parado de nuevo, en lo alto de la enrevesada cuesta por donde se baja desde la última meseta de la montaña a la extendida vega de la ciudad, contemplaba las Cuevas, el barrio de Santa María, las Huertas y hasta la antigua casa de sus mayores, que se distinguía entre todas por un erguido ciprés que la coronaba… Aquel edificio atraía muy particul armen te su ansiosa atención… ¡Ignoraba el desventurado que allí no vivía ya nadie! ¡Ignoraba todo lo que había ocurrido durante su ausencia!…
Pero no adelantemos noticias, que harto pronto llegarán a vuestro conocimiento. Manuel siguió andando, muy despacio esta vez, tan luego como se le incorporó el arriero con las cargas; y, ya fuese arrepentido de no haber contestado a la última afectuosa pregunta del pobre hombre, ya por distraerse de sus propios pensamientos, entabló conversación con él, diciéndole:
– ¿Ha estado usted en alguna ocasión mucho tiempo seguido lejos de Málaga?
El espolique se inflamó de júbilo al verse interrogado, y, en un abrir y cerrar de ojos, había respondido todo lo siguiente:
– ¿Que si he estado? ¡Ya me figuraba yo que ahí era donde a usted le dolía! ¡Usted debe de venir del fin del mundo, y por eso le ha hecho tanta operación el descubrir su tierra! Yo estuve primero dos años en el Moro… (no crea usted que en presidio, sino por mi gusto), y luego he servido al Rey, digo, a Cristina, hasta que me dieron la absoluta, después que tomamos el puente de Luchana, donde fui herido… ¿Dice usted que si sé lo que son fatigas? ¡Pregúnteselo usted a la pobrecita de mi madre, en quien pensaba a todas horas aquella pícara Nochebuena, llamada también la Noche triste, en que Espartero ganó Bilbao… ¡Figúrese usted que yo la pasé desangrándome sobre la nieve en el mayor desamparo y soledad…! ¿Pero ¿qué dice este loro?
– Soledad… -había repetido el loro con todas sus letras.
Manuel sonrió por primera vez en todo aquel viaje, y preguntó al arriero:
– ¿No ha estado usted nunca en la ciudad a que nos dirigimos?
– No, señor; no he estado; pero sé que es muy buena, aunque muy peleadora… ¡Ya se ve! Usted habrá nacido en ella, y luego se iría a las Indias a buscar fortuna… ¡La de todos! Si alguna vez vuelve usted a embarcarse para allá, pregunte en Málaga por Frasquito Cataduras (que es como el mundo me conoce), y lléveme consigo de criado, pues lo que es con la arriería no llegaré nunca a salir de capa de raja…
Manuel no escuchaba ya al malagueño, sino que había vuelto a hacer alto, más conmovido que la vez anterior… Oíase a lo lejos el alegre repique de unas campanas, cuyo son había reconocido sin duda el joven… Ello es que su rostro expresaba un regocijo, una ternura, una aflicción de gozo (si vale hablar así), que a cualquier otro hombre le hubiera hecho derramar lágrimas…
– ¡Vamos, señorito! ¡Repórtese usted! -exclamó el arriero-. Si teme usted algo, aquí estoy yo, y ahí llevamos cuatro escopetas…
– ¡Desgraciado de ti -interrumpió Manuel -si le cuentas a alguien que me has visto de este modo! En cambio, si callas, te pagaré bien tu silencio… No quiero que se conozcan mis debilidades… Conque vamos andando.
La verdad era que el vehemente joven no podía ya con el peso de su alma; visto lo cual, y que no había modo de correr y adelantarse en aquella dificultosísima cuesta, resolvió seguir hablando con el arriero, a fin de no volver a oírse a sí propio en presencia de tan indiscreto observador.
– Esas campanas que repican -díjole, pues, con afectada naturalidad- son las de Santa María de la Cabeza, y anuncian que mañana, primer domingo de abril, habrá, como todos los años en tal día, una gran función en aquella parroquia… ¡Qué alborozo respirará ahora mismo todo el barrio! Alguna persona conozco yo que dirigía en su niñez esos jubilosos repiques… ¡Cómo pasa el tiempo, sin que las cosas dejen de ser las mismas! ¡Verás qué hermosa procesión sale de allí mañana a la tarde! ¡La procesión del Niño de la Bola! Y si te detienes en la ciudad, pasado mañana podrás ir a la rifa, a las Cuevas, donde siempre ocurren buenos lances… ¡Allí se puja todo: el baile, los abrazos, la felicidad…, la vida del alma; el destino de las criaturas!… Pero ya se ha puesto el sol…, y la cuesta es menos pendiente… Vamos aprisa, a fin de pasar el vado del río antes de que oscurezca, pues sentiría que se mojasen esas cargas…
Y como, en efecto, la bajada fuese ya más fácil, Manuel metió espuelas al caballo, y pronto se encontró solo en la llanura, o sea en unas dilatadas alamedas que allí pregonan la proximidad del citado río… La ciudad distaba todavía bastante; pero aquello era ya, en cierto modo, estar bajo sus muros…
Había comenzado a oscurecer, y el dulce misterio de tal hora, la amenidad del sitio, la húmeda frescura del aire, en cuya primaveral fragancia reconocía el aroma de los árboles, plantas y hierbecillas entre que se había criado; el armonioso rumor, igual siempre, y para él tan familiar, que alzan allí, en aquella estación del año, al caer las sombras de la noche los más humildes cantores del Creador del mundo, ora desde las empantanadas aguas, ora desde los adolescentes trigos, todo sumergió a Manuel en una profunda paz moral, muy diferente de la ventura, pero mejor consejera del alma que el esperanza do deseo… Estúvose, pues, parado algunos minutos en aquella tranquila margen del Rubicón de su pobre historia, como dando reposo al fatigado espíritu antes de las supremas emociones que le aguardaban, o acaso preguntándose fríamente si, en lugar de encaminarse hacia la dicha, se dirigiría hacia un total infortunio… ¿Viviría Soledad? ¿Le habría sido fiel, ella, que nada le había prometido? ¿Habría habido algún hombre capaz de tomarla por esposa? ¿Viviría el terrible anciano? ¿Seguiría negándose a toda transacción? ¿Se atrevería Soledad en este caso a unirse con el hijo de don Rodrigo Venegas, después de la espantosa escena de la rifa? ¿Le amaba a tal extremo? ¿Le había amado alguna vez? ¿Qué aguardaba al proscrito a la vuelta de su largo destierro? ¿Horribles dolores? ¿Crueles desengaños? ¿Renovadas luchas? ¿Escenas de sangre? ¿Su propia muerte, por término de tantas angustias y fatigas?
La llegada del arriero con las cargadas bestias sacó al joven de aquel estado de culminante inquietud, no menos amargo, aunque de distinta índole, que el de Diego Marsilla cuando lo detuvieron los facinerosos casi a la vista de los muros de Teruel…
Pasaron el río nuestros caminantes, y entraron en los largos callejones, guarnecidos de olorosos panjiles y de zarzas, espinos y otras especies de setos, que conducen, a través de muchos pagos de viña, a las puertas de la ciudad…; y ya estarían a quinientos pasos de ella, cuando, al cruzar por delante de cierta solitaria ermita, precedida de un porche, que allí se alza desde tiempo inmemorial, oyóse una voz de mujer que decía:
– Manuel, ¿eres tú? Hazme el favor de oír una palabra…
Manuel refrenó el potro, y, a la luz de la lámpara que alumbraba aquel humilde santuario, vio, de pie, a la entrada de dicho porche, separado del interior de la ermita por unos barrotes de madera, la imponente figura de una mujer alta y vestida de negro, que añadió al verlo detenerse:
– ¿Conque eres tú? ¡Gracias a la Virgen Santísima! ¡Temí que hubieses echado por otro camino!
– Sí, señora… Yo soy… -respondió Manuel, lleno de asombro-. Y usted, ¿quién es? Yo quiero reconocer esa voz…
– Soy la madre de Soledad… -repuso la mujer con dulzura.
Oír el joven esta frase y estar en el suelo fue una misma cosa.
– ¡La señá María Josefa! -exclamó vivamente conmovido-. Espere usted un momento, señora. Oye, tú, arriero: sigue adelante, y espérame a la entrada de la ciudad… ¡Cuidado con hablar ni una palabra!
El malagueño siguió andando, muerto de curiosidad por saber algo de lo mismo que se le prohibía decir, y Manuel ató su cabalgadura a uno de los viejísimos álamos blancos que entonces rodeaban la ermita, en cuya especie de atrio penetró al fin aceleradamente, diciendo con afectuosa voz:
– ¿Usted aquí? ¿Usted esperándome? ¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha sabido usted que yo llegaba?
– Por don Trinidad Muley… -contestó la que ya podemos llamar vieja, cogiendo las manos de Manuel y llevándoselas a la cara, para que tocase su llanto-. Pero no acuses al señor cura por haberme revelado tu secreto… ¡Era preciso que yo lo supiera! Además, él no guarda misterios conmigo… ¡Sabe lo que te quiero!… ¡Lo que te he querido desde que murió tu padre! Ven, siéntate aquí ¡Tenemos que hablar mucho, y estoy cayéndome!
Así diciendo, la buena mujer acercó al joven a uno de los asientos de cal y ladrillo que decoran todavía aquel porche, y que sirven de lugar de descanso a paseantes y devotos.
Manuel estaba estupefacto, o, por mejor decir, perdido en un mar de encontradas conjeturas… Sentóse, pues, sin atreverse a preguntar más, de miedo a desvanecer los últimos sueños de su esperanza… Pero, viendo que su interlocutora no acertaba tampoco a explicarse, dijo al fin con trabajosa resignación:
– Algo muy bueno o muy malo ocurre, cuando usted ha salido a recibirme de esta manera… No quiero ponerme en lo peor, y comienzo por admitir lo que sería la felicidad para todos… ¿Ha venido usted a aconsejarme que no entre en la ciudad en son de guerra, visto que su esposo de usted transige, o podría transigir conmigo, si yo me acomodase a guardar tales o cuales miramientos? Respóndame con entera franqueza. ¡Ah! ¡Se calla usted!… ¡Luego no es eso lo que ha venido a pedirme!
– No, Manuel… No es eso… -repuso la atribulada madre-. Lo que yo he venido a pedirte (y perdona que te hable de tú;, pero así te hablé cuando eras muchacho, ¡y bien sabe Dios que siempre te he querido como a un hijo!…); lo que yo vengo a suplicarte es que te vuelvas… ¡Que no entres en la ciudad! ¡Te lo ruego, por lo que más ames en el mundo!
Manuel respondió sarcásticamente:
– ¡Por lo que más ame en el mundo!… ¡Qué contradicción y qué escarnio! ¿Cuántos amores cree usted que tengo yo? ¡Que me vuelva! ¡Que no entre en la ciudad!… Eso es muy fácil decirlo; pero pídale usted a un río que vuelva a la montaña, y verá qué caso le hace… En fin, ¿a qué cansarnos? Ya estoy al cabo de lo que usted tenía que decirme: que don Elías sigue negándose a todo; que estamos como al principio; que tendré que luchar… Pues ¡lucharé cuanto sea necesario!…
– Tampoco es eso, Manuel… Mi marido no se opone ya a nada…
– ¡Ah! ¡Don Elías transige!… -exclamó el joven, lleno de sorpresa y alegría-. Pues, entonces, ¿qué nos detiene? ¿Qué puede importarnos el resto del mundo? Yo vengo dispuesto a todo… ¡Conozco que aquel día estuve demasiado cruel! Además, le traigo su millón… Aquí lo tengo, en letras sobre Málaga… ¡Mi padre, al verme pagar esta deuda, bendecirá mi unión con Soledad!… ¡Ah, señora!… ¡Acabo de nombrar al alma de mi vida!… ¡Hábleme usted de ella! ¡Hace ocho años que no tengo noticias suyas!… Dígame usted que me quiere todavía…; que ella es la que ha vencido a su padre… ¡Se calla usted también! Señora, tenga usted mejores entrañas… ¡Sáqueme de esta horrible angustia! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado durante mi ausencia?
– Tranquilízate, hijo mío… ¡Me asusta verte así! -respondió la pobre mujer, llorando de nuevo-. Yo te lo diré todo si me juras volverte…, si me juras no entrar en la ciudad… ¡Oh! ¡No pongas esa cara!… ¡No te irrites!… ¡Dios mío! ¿Para qué querrá este hombre saber desventuras? ¿Para qué querrá ser tan desgraciado como yo?
– ¡Hable usted, señora, por los clavos de Cristo, y, sobre todo, no me diga más que me vuelva! ¡Eso es un sacrilegio, cuando vengo de pasar ocho años de expatriación y de lucha y acabo de andar miles de leguas, pensando siempre en llegar adonde ya he llegado! ¡Hable pronto, o monto a caballo y voy a su casa de usted a averiguar por mí mismo el horror que trata de ocultarme!… pero me equivoco…, me atormento demasiado… ¡No es posible que Soledad haya muerto!… Lo que sin duda ocurre es que su marido de usted pretende algo muy difícil…, algo absurdo. ¿Digo bien? ¿Es eso? Pues no se apure usted. Todo se arreglará con calma y moderación…
La señá María Josefa vaciló todavía unos instantes, hasta que al fin murmuró sordamente:
– Vuelvo a decirte que mi marido no pretende nada. ¡Mi marido ha muerto!
– ¡Loado sea Dios! -exclamó el Niño de la Bola con la feroz solemnidad de una implacable justicia-. ¡Si hay otro mundo después de éste, ya habrá sido vengado mi padre! Perdono al autor de todas mis desgracias.
– También te perdono yo a ti -repuso la triste viuda- esa crueldad con que recibes la noticia de una de mis penas, y te lo suplico que no sigamos adelante… ¡Vete, Manuel! ¡Vete por donde has venido, y no quieras saber más desdichas!
El joven se levantó horrorizado al oír estas últimas palabras.
– ¡Dios de Israel! -gritó con un acento de dolor más que humano-. ¡Mi desventura es cierta! La tierra se abre bajo mis plantas… El cielo se hunde sobre mi frente… El mundo ha llegado a su fin… ¡Soledad ha muerto!
– ¿Qué dices, desventurado? -replicó la madre, llena de pavor-. ¡Morir mi hija!… ¡Oh!… No lo creas… ¡Tu pobre corazón te engaña una vez más! ¡Entonces hubiera muerto yo también! ¡Entonces no estaría aquí!… Vamos…, ¡ven!… Siéntate… ¡cálmate! ¡Me estás asesinando con tantas locuras como te ocurren!
Manuel exhaló un hondo suspiro, como si despertara de espantoso sueño, y, dejándose caer en los brazos de la anciana, tartamudeó con infinita dulzura:
– ¡Soledad vive!… ¡Oh! ¡Cuánto he padecido en breves momentos! Dios se lo perdone a usted.
Y quedó como aletargado de felicidad.
– ¡Esto es querer! -murmuró sentidamente la angustiada viuda.
– ¡Soledad vive y don Elías ha muerto! -añadió el joven al cabo de algunos segundos-. ¡Don Elías, mi implacable enemigo, el enemigo de ella, el enemigo de usted misma!… ¡Cuán felices podemos ser ahora! ¿Cree usted, mi buena madre, que yo ignoraba el cariño y la protección que me dispensó usted siempre? Pues ¡lo sabía! ¡Don Trinidad Muley me enteraba de todo!… ¡El buen don Trinidad, mi amigo, mi tutor, mi segundo padre!…
– Hoy le he hablado… -se apresuró a exponer la señá María Josefa-. Y él, lo mismo que yo, opina que debes…
– ¡No vuelva a decírmelo! -profirió el joven acariciándola-. ¿Qué manía es ésa? ¿Por qué hablarme de que no entre en la ciudad, cuando la suerte lo ha arreglado todo de manera que podemos ser enteramente dichosos? ¿Qué nuevo obstáculo se opone a ello? ¡Algunas cavilaciones del buen señor cura o algún infundado recelo de usted! ¿Creen ustedes, acaso, que Soledad no me quiere? Pues ¡sí me quiere, aunque ella misma les haya dicho lo contrario! ¡Lo sé yo!… ¡Lo sabe mi alma!… ¡Verá usted, en seguida que me mire, en seguida que me hable, cómo su alma es mía!… ¡Yo la conozco!… Ella oculta sus sentimientos; pero nuestro cariño se parece al sol, que, aunque se nubla en apariencia, siempre arde lo mismo… ¡Ah, señá María! yo soy ya otro hombre… Soy bueno, soy pacífico… ¡No en balde se da la vuelta al mundo, como yo se la he dado dos veces! ¡No en balde se vive tanto y de tan diversos modos como yo he vivido! Así es que todos mis sentimientos e ideas han cambiado en estos ocho años, menos mi amor a Soledad y el cuidado de la honra de mi apellido… ¡Oh! ¡Cuánto he batallado con la suerte en África, en la India, en Filipinas y en ambas Américas! ¡Y cómo me ha favorecido la fortuna! Ya soy más rico que fue mi padre en sus buenos tiempos… En Málaga he dejado un capital… En el maletín del caballo traigo arrobas de oro y de piedras preciosas… He sido general en la América del Sur… He vencido caciques indios, que es como quien dice reyes, y yo mismo he podido también ser rey de aquellas tribus salvajes… No cuente usted nada de esto, pues nadie lo creería… ¡Le traigo a Soledad unos regalos!… ¡Y también a usted! ¡Al mismo don Elías le destinaba un magnífico presente!…
– ¡Malhaya sea el dinero! ¡El tiene la culpa de todo! -rezó fatídicamente la madre, cuyos ojos, clavados en el suelo, seguían derramando lágrimas amarguísimas, en tanto que Manuel, sentado junto a ella y casi abrazándola, le contaba con aquella inocente ingenuidad de niño cómo había logrado conquistar el vellocino de oro…
– ¡Malhaya sea el dinero!, digo yo también… -respondió el joven con cierta acritud-. Pero no empiezo a decirlo ahora… Lo he dicho siempre; y si me fui a recorrer el mundo en busca de más oro del que nuestra sierra podía darme, ¡usted sabe en qué consistió! ¡Por lo demás, el caudal que yo traigo ha sido ganado honradamente en los campos de batalla, como los tesoros de muchos reyes de Europa! ¡Yo soy siempre el hijo de don Rodrigo Venegas!… En fin, vámonos a la ciudad… El arriero me está aguardando… Yo la acompañaré a usted con el caballo del diestro; y, si usted lo permite, esta misma noche hablaremos con su hija y quedará arreglado todo en cuatro palabras… ¡Vamos señora!… No perdamos un tiempo precioso…
Y así diciendo, el joven se puso de pie, como resuelto a marcharse en seguida.
La señá María Josefa no se levantó, sino que hundió el rostro entre las manos y comenzó a gemir desconsoladamente, exclamando con desgarrador acento:
– ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Esto es una perdición! ¡Pobre hija de mi vida!
Manuel se quedó frío como el mármol, y un sudor de muerte corrió por su descompuesto semblante.
– Señora… -tartamudeó al fin-. ¡Hablemos claro! ¿Qué nueva infamia ha ocurrido durante mi ausencia? ¿Dígamelo pronto, o voy yo mismo a averiguarlo a la ciudad!…
– ¡Manuel! ¡Manuel! -clamó la pobre anciana -. ¡A la ciudad, no! ¡Vámonos a otra parte!… Adonde tú quieras… ¡Yo te acompañaré hasta el fin del mundo! Yo pasaré contigo lo que que me reste de vida… Yo seré para ti una madre cariñosa…, una madre tiernísima…
– Pero ¿y Soledad? -gritó frenéticamente el Niño de la Bola-. ¿Qué haremos de Soledad? ¿Qué ha sido de ella? ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Sin discurrir más mentiras!
– No sé; no me lo preguntes… ¡Soledad no merece nuestro cariño! La abandonaremos… Yo misma no la veré ya más… Anda… ¡Vente, hijo mío!… Llama a ese hombre, y vámonos a América, a Portugal, a Filipinas…; adonde tú dispongas…
– ¿Y Soledad? -repitió Manuel con tal violencia, que la madre retrocedió espantada-. ¿Qué ha hecho usted de su hija? ¿Con quién se quedará Soledad?
Hubo un instante de silencio, durante el cual se oyó el tempestuoso latido de aquellos dos corazones.
Manuel fue el primero que recobró aliento para seguir marchando hacia el abismo, y dijo con la pavorosa tranquilidad del que se suicida:
– Nada tiene usted ya que explicarme… Soledad se ha casado.
La madre cayó de rodillas, por toda contestación, y tendió hacia el joven las manos cruzadas, como pidiendo indulto.
Reinó otra vez un funerario silencio.
Venegas permaneció algunos instantes bajo el peso de las ruinas que acababan de caer sobre su alma. ¡Todo un mundo se había hundido en ella! El coloso tuvo un momento, sólo un momento, la suprema ilusión de creerse inferior a su desventura, imaginándose también esta vez, como la triste noche que siguió al entierro de su padre, que había muerto y sido sepultado…
Pero no tardó en rehacerse la fiera bajo los escombros de su juventud malograda, y salió de entre ellos mucho más horrible que del terremoto que puso fin a su niñez: lanzó un tremendo alarido, que hizo temblar y botar espantado al noble bruto que le aguardaba allí cerca, y, agachándose hacia la horrorizada víctima que yacía a sus plantas, díjole con enronquecida voz:
– ¿Quién? ¿Quién ha sido? ¿Quién se ha casado con mi mujer? ¿Cómo se llama el temerario? Ni ¿qué me importa su nombre? ¡Morirá sea quien fuere! ¡Morirá, aunque se esconda en el centro de la tierra! De esto no hay más que hablar: ¡es cosa decidida!… Pero dime, vieja infame, embustera, llorona, peor mil veces que el escorpión con quien estuviste casada: ¿cómo has podido consentir que Soledad…? ¿Qué has hecho para reducirla?… ¿Cómo se ha prestado ella…? ¡Ah! ¡La hipócrita! ¡La impúdica! ¡La vil criatura que yo tomaba por un ángel!… ¡Casarse con otro hombre! ¡Qué horror! ¡Qué asco! ¡Qué miseria! ¡Todos sois de una misma casta de reptiles: el padre, la madre y la hija!
– ¡Ella es inocente! -respondió la anciana, irguiéndose poco a poco ante aquellos bárbaros insultos.
– ¡Morirá! -pronunció Manuel, extendiendo el brazo como si jurara.
– Su padre fue quien la obligó a casarse… Ella no quería… ¡Te lo juro por lo más sagrado!…
– ¡Morirá! -repitió Manuel implacablemente.
– ¡Antes morirás tú mil veces, dragón de los infiernos! -gritó al fin la madre, levantando la cara hasta rozar con la del joven-. ¡Estás enfrente de una madre resuelta a todo, a matar, a morir, a llorar hasta que se ablande tu alma de piedra, a servirte de criada…, a todo, menos a ver padecer a su hija…, menos a ver sin padre al nieto de su corazón!… Ya lo sabes, monstruo… Puedes tomar el camino que gustes…
Una carcajada histérica y salvaje estalló del pecho de Manuel y se dilató por los silenciosos campos.
– ¡La desvergonzada ha tenido un hijo!… -rugió luego convulsivamente-. ¡Un hijo de cualquiera! ¡Cómo se multiplican estos bicharracos! ¡Cuántos, cuántos tengo que matar, comenzando por usted, que es la abogada de todos ellos! ¡Rece usted el credo, señá María!
La anciana dio un agudo chillido, creyéndose muerta; y, como no pudiese escapar, volvió a caer de rodillas, y se abrazó a los pies del insensato.
– ¡Así ¡Así! ¡A mis plantas!… -exclamó éste con sarcástico regocijo-. Oiga usted en esa postura mis instrucciones, a ver si complaciéndome en todo, conquista usted una conmutación de pena. Ahora no le habla a usted ese traidorzuelo que se ha amancebado con su hija… ¡Ahora le hablo yo, el verdadero marido de Soledad!… Dígale usted a ese hombre que se marche de la casa en que ya está de más, adonde yo tengo que ir esta noche, no sé si a besar a mi mujer, o a pegarle antes de matarla… Dígale usted que por la mañana temprano lo buscaré a él dondequiera que se agazape, para lo cual iré siguiendo con el olfato su pista de acobardada garduña o de zorro ladrón, y lo mataré como quien mata un insecto… Dígale a Soledad que he llegado; que eche su hijo a la Inclusa, y me espere bien vestida hasta que yo vaya a verla o le mande recado de que la espero… Dígale que yo…, que Manuel Venegas…, que el Niño de la Bola… ¡Oh! ¡No le diga nada! ¡Ay, Dios mío!… ¡Se me va la cabeza!… ¡Yo me vuelvo loco!… ¡Aire! ¡Aire! ¡Pobre Soledad mía! ¡Soledad de mi alma! ¡Soledad! ¡Soledad!
Y gritando de esta manera, sollozando o riendo, pero sin derramar ni una lágrima, salió tambaleándose de la ermita, montó a caballo y desapareció fuera de camino, por en medio de los oscuros sembrados, como si huyese a un mismo tiempo de las tierras en que había estado ausente tantos años y de la ciudad a cuyas puertas acababa de ser herido de muerte.
La súbita noticia de que el Niño de la Bola estaba de vuelta colmado de riquezas, y también de ira, cundió aquella misma noche por toda la ciudad con la rapidez del pavor, cual si se tratase de la llegada del cólera o de la proximidad de un ejército enemigo. El arriero malagueño, vagando con sus cargas por aquellas calles para él desconocidas, sin saber dónde meterse y teniendo que preguntar a los transeúntes por un don Manuel Venegas que había venido con él de Málaga, y de quien se había apoderado, al pasar por delante de cierta ermita, una especie de alma en pena vestida. de negro, fue el primero que, ya cerca de las Ánimas, reveló al público tan interesante nueva, confirmada poco después por una antigua criada de la señora de Arregui (alias la Dolorosa), que tuvo que ir a la botica de la plaza por tila y flor de azahar para la señá María Josefa, y contó de camino a cuantos halló al paso todo lo acontecido en el santuario campestre, tal y como la madre acababa de referírselo a su hija.
Era ya muy tarde para que en un pueblo tan anticuado se prolongaran mucho en calles y plazas los corrillos y comentarios de las gentes, aun tratándose de negocio de tanta monta; por lo que rodos se contentaron con cerciorarse de la verdad del hecho, y se marcharon a sus casas a rumiarlo santamente en familia, al propio tiempo que la ensalada de la cena… Podemos, pues, asegurar que, empezando por el palacio del señor Obispo y concluyendo por la última cueva de gitanos, todo el mundo se acostó y durmió aquella noche pensando en nuestro héroe, en la dramática historia de su juventud, en su amor a Soledad, en las amenazas que profirió al marcharse y en el conflicto que de seguro iba a ocasionar su vuelta.
Los necesitados de dinero recordaron además la generosa esplendidez con que el hijo de don Rodrigo sacaba de apuros a los pobres cuando sólo poseía algunos miles de reales, y prometiéronse, al saber que llegaba de Indias con tres cargas de onzas, salir de deudas y trabajos, sin más que presentarle una apuntación de lo que les hacía falta para ponerse a flote. Las mozas por casar, especialmente las llamadas señoritas, preguntaron si venía soltero, y hablaban pestes de la Dolorosa. Pensaron los médicos en que tenían un buen cliente más; los sacristanes discurrieron sobre cuánto valdría el entierro de un indiano tan rico, en la previsión de que se muriese al hallar casada a su antigua novia; conocieron los matones… sede vacante que había llegado el propietario de la precaria autoridad que ejercían interinamente, y convinieron, por tanto, en que el Niño de la Bola debía matar a Antonio Arregui (tal era el nombre del marido de la Dolorosa), a ver si de resultas lo ahorcaban a él, suponiendo que Antonio Arregui no comenzase por matarlo; receló el nuevo Obispo de la diócesis, persona muy santa y entendida, si aquel extraño personaje vendría a perturbar las conciencias; el Alcalde y el Juez temieron que les hubiese caído trabajo, y Escribanos y Procuradores, que trabajaban por arancel, holgáronse, a la inversa, en tal expectativa… Todos, en fin, auguraron una tragedia espantosa al entregarse aquella noche en brazos del sueño con la mayor comodidad posible, dándose acaso cuenta, mientras se arropaban y tomaban la postura favorita, de que no amaban al prójimo tanto como a sí mismos, y alegrándose indudablemente de que ninguna persona de su casa o de su particular afecto se hallara en el duro trance de Antonio Arregui, de Soledad y de Manuel Venegas…
Dos excepciones había en el pueblo, por lo tocante a recogerse temprano. Era una de ellas la botica de la Plaza, que no se cerraba hasta la diez, y donde el mancebo o practicante que la regentaba (persona importantísima, que ha de figurar mucho en el resto de nuestra historia) tenía tertulia de hombres solos, casi todos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas; y era la otra la casa de un antiguo hijodalgo (ya no se daba a nadie este título, ni existían los privilegios inherentes a él), hombre muy acaudalado y culto, grande admirador de Moratín, afrancesado en 1808 y en 1823, y miembro a la sazón de la Sociedad secreta llamada Jovellanos; casa que no cerraba sus puertas hasta que a las once se retiraban las cuatro o seis personas de clase y de ciertas ideas a quienes se tenía la dignación de recibir después que cenaban los señores, o sea al punto de las nueve…
En la botica, o mejor dicho en la trasbotica, hablóse largamente de la llegada del Niño de la Bola, no faltando ya quien supiera y contase (por acabárselo de oír a la hermana del ama de don Trinidad Muley) que éste había recibido quince días antes una carta del joven, fechada en Málaga (y sin señas, para evitar toda contestación), en que le decía, bajo el mayor secreto, que el sábado 5 de abril llegaría a la ciudad, para cuya fecha necesitaba que le hubiese tomado una casa muy buena y en muy buen sitio, y que la tuviera algo amueblada; que Manuel Venegas era, por consiguiente (y no el nuevo deán, como se había contado), quien iba a vivir en aquella misma plaza en el antiguo edificio denominado Casa del Chantre; que ya estaba constituida en ella la susodicha hermana del ama de gobierno del cura, con el alto empleo de ama de llaves del hijo de don Rodrigo, en cuya calidad acababa de recibir las tres cargas de onzas, perlas, diamantes y rubíes que tanto había paseado por las calles el arriero; y, en fin, que nada había vuelto a saberse del Niño de la Bola desde que ya muy anochecido lo vieron unos guardas cruzar a escape por medio de los sembrados de la vega, como si él o su caballo se hubiesen vuelto locos, pero que don Trinidad Muley andaba ya en su busca, caballero en una pollina, siendo de esperar -de temer, dijo el relatante- que, si lo encontraba a tiempo y conseguía calmarlo, no ocurriese nada por aquella noche…
Como todos los asistentes a la trasbotica tenían al dedillo la historia del casamiento de Soledad con Antonio Arregui, y sabían quién era este sujeto, y estaban al tanto de las demás ocurrencias habidas en casa de don Elías Pérez desde que Manuel Venegas se ausentó de la población, no hubo para qué referir allí tales sucesos, y contrájose el resto de la velada a exponer cada cual el desenlace que a su juicio convenía mejor a aquella tragedia, en cuyo punto opinó Vitriolo (así llamaban al mancebo) que «debían morir todos los personajes» esto es, Manuel, Antonio, la Dolorosa, su madre y hasta, si venía el caso, el mismo don Trinidad Muley…
En cambio, y con motivo de hallarse presente una forastera (nada menos que hija de Madrid y prima segunda de un marqués, la cual había ido a la ciudad a vender sus últimas fincas, y estaba de huéspeda en casa del ilustre moratiniano, por habérsela recomendado en carta autógrafa uno de los ministros de entonces, miembro también de la citada Sociedad secreta, al decir de los irritados esparceristas), fue indispensable contar aquella noche en tan encopetada tertulia toda la vida y milagros de don Rodrigo, del usurero, de Manuel, de Soledad y de Antonio Arregui; tarea que desempeñó a las mil maravillas el propio dueño de la casa, académico correspondiente de la Lengua y doctor in utroque jure, llamado, por más señas, don Trajano Pericles de Mirabel y Salmerón, cuyos paganos e ilustres nombres de pila (digámoslo de pasada) daban claro a entender que su candoroso padre había sido, como otros muchos españoles del reinado de Carlos III, muy amante de la Enciclopedia… y juntamente del Bautismo.
Comenzó, pues, tan autorizado sujeto por referir todo lo que nosotros hemos narrado en el libro segundo de la presente obra, o sea hasta el instante que Manuel Venegas se ausentó del pueblo después de la inolvidable escena de la rifa; y llegado que hubo a aquel punto crítico de su relación, bebió agua, tomó aliento y rapé, y continuó de la manera siguiente…
Pero antes de copiar lo que dijo no estará de más que nos fijemos un poco en la citada forastera…, y también en cierto jovenzuelo, de ella locamente enamorado, que a la sazón fluctuaba allí entre el suicidio y la gloria.
En los treinta años frisaría la aristocrática madrileña, y era una valiente hembra; alta, desenvuelta y garbosa, cuya magistral elegancia suplía con exceso los deterioros que el vivir muy de prisa pudiera haber causado a su natural hermosura. Tenía mucho talento, mucha gracia y, sobre todo, mucho mundo: conocía y trataba indudablemente (pues ya había recibido cartas que lo probaban) a todas las personas notables de Madrid, empezando por don Evaristo Pérez de Castro, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, y concluyendo por Olózaga, el orador más insigne de la oposición; hablaba el francés, el inglés y el italiano, y siempre estaba leyendo libros en estos idiomas, no sólo de Literatura, sino de Medicina, de Historia natural, a que era muy aficionada, y alguno que otro de Filosofía antirreligiosa…; iba, empero a misa todos los domingos y fiestas de guardar, y aun agradábale la conversación de los sacerdotes ilustrados y bien vestidos; tocaba perfectamente el piano; cantaba de memoria óperas enteras; montaba a caballo en todas posturas; aseguraba que sabía nadar (como lo acreditaría en llegando el verano); tiraba, en fin muy bien con escopeta y con pistola, y, sin embargo, o, por mejor decir, en medio de todo esto, no había sido recomendada al señor de Mirabel en concepto de casada ni de viuda, sino en calidad de soltera, lo cual pareció a aquellos atrasados vecinos y vecinas mucho más extraordinario y sorprendente que todas las dichas habilidades.
– Es una Diana cazadora… -solía exclamar don Trajano, muy
orgulloso y satisfecho de alojar en su casa aquella notabilidad, y más prendado de sus hechizos y salvaje pudor (sic) de lo que convenía a un hombre tan provecto, respetable y acaudalado…
– No niego yo que sea una Diana en cuanto a castidad -le argüía su mujer cuando estaban solos-; pero ¡quién sabe si resultará una Diana pescadora!…
Y era que la esposa del jurisconsulto temía que, por fin de fiesta, tuviese que quedarse su marido con las malparadas fincas de la cortesana en el precio que a ésta se le antojase pedir…
En cambio, el mencionado jovenzuelo sentía una adoración fanática, ciega, absoluta, hacia aquella divinidad relativa; lo cual comprenderemos mejor penetrando en la imaginación de él que aquilatando los merecimientos de ella. Lo que ocurría allí era lo siguiente:
En todas las poblaciones subalternas de Europa, y especialmente en las estacionarias y vetustas como aquella ciudad, hay casi siempre, desde los comienzos de nuestro alborotado siglo, un organista que sueña con eclipsar a Rossini, un coplero que sueña con eclipsar a lord Byron, o un albéitar, lector de periódicos, que sueña con eclipsar a Marat; un joven, en fin, pálido y tétrico, que huye de la gente y pasea solo por los desiertos campos, foco de pensamiento y de bilis, hígado con pies y sombrero; declarado enemigo de cuanto ve en torno suyo, y cónsul moral de todo lo de fuera, cuya febril imaginación sigue los vuelos de las celebridades contemporáneas más de su agrado, como el astrónomo sigue la marcha de los planetas que nunca ha de visitar y que ruedan indiferentes por el cielo sin sospechar la existencia de los Observatorios.
De estos Mirabeaus, Napoleones o Balzacs en agraz, unos mueren antes de llegar a los veinte años, aplastados por su propio genio o por la desesperación; otros se allanan lenta y penosamente a bajar al nivel de sus vulgarísimos paisanos y acaban en secretarios de Ayuntamiento o en oficiales de escribanía; otros logran levantar el vuelo…, pero caen mal en la metrópoli de su patria, llámese París o Madrid, Viena o San Petersburgo, y mueren de hambre, se pegan un tiro, o se inutilizan y frustran más deplorablemente bajando a la sima del deshonor por el plano inclinado de la miseria…; y algunos, en fin, llegan a ser grandes hombres, académicos, generales, ministros, millonarios… y legan su nombre a las generaciones futuras.
No sabemos qué porvenir tendría reservada la suerte al jovenzuelo de que hablamos…; pero él era a la sazón el presunto gran literato de aquella tierra, y, la verdad sea dicha, mostraba algunas condiciones para ello. Dábale por escribir tragedias románticas; Víctor Hugo era su ídolo. Ya había devorado todos los libros del pueblo, que ascendían a millares de volúmenes, procedentes de los extinguidos conventos de frailes y de la biblioteca de un sabio deán, muy amante de las letras profanas, que acababa de pasar a mejor vida. Hacía el número ocho entre los doce hijos (todos varones, como los de Jacob) de un procurador no tan rico en bienes de fortuna como en herederos de su limpia fama, el cual sólo podía darles sustento y ropa, y de modo alguno carrera en la Universidad, cosa que lamentaba singul armen te el buen hombre por este su adorado Pepito, cuyo talento le parecía superior al de todos los sabios de que hablaban las historias y al de todos los ministros que figuraban en los periódicos. Obligábase, pues, a ir a Palacio a visitar al nuevo Obispo de la diócesis, como había pedido a don Trajano que lo admitiese en su tertulia, tan luego como se enteró de las buenas relaciones que tenía en Madrid la forastera, esperando sin duda el amantísimo padre (¡téngalo Dios en su santa gloria!) que Su Ilustrísima, admirado de las hermosas tragedias que componía el chico, lo hiciese de golpe canónigo de gracia, con lo cual ya tendría abiertos los caminos de la mitra, de la senaduría, del capelo y hasta de la tiara, o que la prima del marqués lo recomendase a María Cristina, a fin de que esta augusta señora lo llamara a la Corte y lo pusiese en candelero.
En lo demás, Pepito vivía solo, tanto porque las gentes de la población estaban heridas de su saber y de su orgullo, cuanto porque él despreciaba la conversación de aquellos bienaventurados. A veces no podía ya con el sublime fastidio, propio de las naturalezas privilegiadas, y envidiaba la fácil dicha de los modestos, y, sobre todo, entrábale un hambre de lisonjas de mujer, que rayaba en verdadero delirio… Pero su corazón le decía a veces que las incultas y recelosas señoritas de aquel pueblo no se atreverían nunca a franquearse con él, ni él sabría tampoco hablarles en estilo y forma que no las abochornase y retrajese; y, como consecuencia de todo ello, lo pasaba bastante mal.
Verdaderamente, todavía era muy niño: diecisiete años iba a cumplir cuando nosotros lo vemos en escena; estaba feo, por resultas de una pubertad retrasada y enérgica, de cuya tardía crisis daban aún claro testimonio la hinchazón de su nariz y de sus labios y la inseguridad de su voz. No había acabado de crecer, o, mejor dicho, faltábale crecer por igual; su tez era verde; apuntábale el bozo, y sus ojos parecían dos ascuas. Vestía con detestable gusto, aunque con limpieza y señorío. En punto a religión era discípulo de Voltaire, y en política idolatraba a Mirabeau; pero nadie sospechaba semejantes horrores… Aquellos estudios los hacía a solas en los tejados de su casa.
Tal era el joven que se había enamorado de la madrileña, no como de una criatura mortal, sino como de un ángel del cielo especial del romanticismo. Y se explica esta devoción… ¡Ella venía del mundo con que él soñaba a todas horas! ¡Ella figuraba en primera línea en el Olimpo de la Corte! ¡Ella había conocido a Larra, más glorioso entonces por haberse suicidado que por haber escrito sus inmortales obras! ¡Ella tuteaba a Espronceda…, a Pepe…, que era como solía llamar la diosa al semidiós de aquellos dichosísimos tiempos! ¡Ella había sido retratada al óleo por el Duque de Rivas, por el creador de Don Alvaro o la fuerza del sino! ¡Ella era visitada por Pastor Díaz, por el inspirado cantor de La Mari posa, negra y de la Elegía de la Luna ! ¡Ella, en fin, había asistido al estreno de El trovador y de Los amantes de Teruel y arrojado coronas a sus autores!
Además, ¡aquella mujer olía de un modo!… ¡Tenía una ropa tan bien hecha! ¡Lucía tan completamente el talle, yendo en cuerpo gentil sin miedo a que se dibujasen sus formas, o sea sus naturales encantos!… ¡Ni era esto todo!… ¡Sabía Pepito…, sabían otras muchas personas…, decíase de público en el pueblo…, que la forastera se bañaba diariamente! ¡Bañarse! ¡Cosa de ninfas! ¡Cuando menos, cosa de sultanas, cosa de huríes! ¡En nada, en nada era como las demás mujeres! Ella no ocultaba, ni tenía para qué ocultar, sus menudos pies, siempre divinamente calzados; ella estaba a todas horas limpia como un oro; sus uñas parecían hojillas de rosa; al andar crujía deliciosamente su ropa blanca, y crujía también la seda de su vestido. Tampoco temía enseñar los brazos hasta el hombro: ¡había en ella algo de la noble franqueza de las estatuas! ¡Sin duda alguna, tenía mucho de divinidad! ¡En las estampas de la Ilíada había visto el joven figuras semejantes!…
La madrileña sabía de sobra todo lo que le pasaba a Pepito. Habíase hecho cargo de su edad y de sus circunstancias, y comprendía que el amor genérico y la devoción poética fomentaban a la par aquel incendio simultáneo de un cuerpo y de un alma. Gozaba, pues, muchísimo en el espectáculo de tan atroz combustión, y por nada del mundo la habría aminorado. Lejos de ello, echaba leña al fuego siempre que podía, y hasta creemos que hubiera sido capaz de mostrarse al joven enteramente desnuda (fingiendo descuido), a fin de acabar de volverle loco…, por lo mismo que estaba decidida a no otorgarle ni el más insignificante favor…, ¡ni tan siquiera que besara la corona bordada en su pañuelo!
Y era natural. En aquel pueblo, donde todo se veía y sabía; en aquella austerísima casa, donde pasaba por una Santa Úrsula, tenía la madrileña que olvidarse de sí propia, o, mejor dicho, tenía que acordarse de cómo estaba obligada a parecer. Además, hay mujeres que sólo entre sus padres enarbolan bandera corsaria, y la prima del marqués, la amiga del duque, la festejada por los vates de moda, la recomendada por los ministros, pertenecía a este género. Negaba, por tanto, al atrevido mozo, según ya hemos expuesto, cosas que para ella eran verdaderas nimiedades…, vengando de paso su forzada inacción con el martirio del deseo ajeno… Habíale negado, verbigracia, tres cabellos de sus largos tirabuzones, ¡de aquellos tirabuzones que tal vez habría saqueado muchas veces la sin ventura para que amantes olvidadizos se hicieran cadenas de reloj que ya no existirían!… En cambio, ella introdujo en la tertulia de Mirabel la costumbre de dar la mano a los caballeros, y cuando se la daba a Pepito recreábase en ver la cara de gozo y de orgullo que ponía el infeliz… ¡Aquella mano, que tantos esfuerzos inútiles habría hecho quizás para retener a ingratos y pérfidos Eneas, parecíale a él una azucena virginal, un don del cielo, el principio de una escala mística que conducía a la gloria!…
Dichosamente, no había en el pueblo quien pudiera desengañar al joven. Tal vez el Obispo y el juez de primera instancia adivinaban la verdad… Pero ambos eran hombres de orden y muy cautos, incapaces de escandalizar al público… y nada dispuestos a malquistarse con la recomendada de los ministros.
En lo demás no había cuidado; pues las señoras y señoritas del pueblo, aunque temían acercarse a la atildada y sabihonda forastera, no la detestaban ni envidiaban, visto que los maridos, novios y todo género de presentes y futuros de aquellas contentadizas hembras experimentaban igual temor y nunca se atreverían a decirle «los ojos tienes negros», y considerando (¡cínica y terrible consideración de las más celosas!) que aquella exquisita mujer no se prendaría en ningún caso de tan ramplones caballeros. Limitábanse, pues, las tales damas y damiselas a no visitarla, ya por la dicha cortedad, ya por sugestiones del estólido orgullo que suelen engendrar los agrios de la modestia; pero, así y todo, imitaban hasta donde podían los trajes y modos de componerse de la prima del marqués, siendo ya muchas las que habían encargado a la capital, o echóse en casa, sombreros (gorros se llamaban entonces) por el estilo de los suyos, o sea una especie de galeras que a la sazón estaban muy de moda…
Conque basta ya de entreacto, y oigamos a don Trajano Pericles de Mirabel, que va a referirnos todo lo acontecido en el asunto de Manuel Venegas después que éste se ausentó de la ciudad.
Dijo así el ilustre personaje:
Meses, años, lustros (o, por lo menos, un lustro y parte de otro) pasaron sin que volviese a haber noticias del mal llamado Niño de la Bola… Digo más: hasta hace dos horas y media no ha sabido nadie de la ciudad si era muerto o vivo, si había logrado enriquecer o estaba en la miseria, ni qué zona, clima o región del Globo presenciaba su gigantesca lucha con el Hado.
– Pero ¿por qué no escribía? -interrogó la madrileña, cuyo interés hacia aquel drama de carne y hueso, tan apropiado a los gustos literarios de entonces, se comprenderá fácilmente.
El señor de Mirabel respondió en el acto:
– ¡Tampoco escribió Diego Marsilla a Isabel de Segura en la comedia que está hoy tan de moda, y que tanto entusiasma a usted! Además (y dejándonos de comparaciones), el hijo de mi infortunado amigo no era hombre de hacer las cosas a medias, y, por tanto, explícase muy bien que le repugnara dar cuenta y razón de su paradero y del estado de sus fondos… Esto hubiera sido en cierto modo hallarse presente y ausente a un propio tiempo; de donde se habría debilitado el prestigio que siempre acompaña y da mayor estatura a todo lo arcano y misterioso; doctrina artístico-literaria que se me ocurre en el calor de la improvisación, y respecto de la cual, los clásicos, convenimos con ustedes los románticos…
– ¡Adelante! -repuso la veterana deidad.
– Ni ¿a qué escribir tampoco? -prosiguió el retoñado viejo-. Sus tremebundas amenazas no podían menos de estar vivas en la memoria de estos naturales y repetirlas era como presuponer el propio interesado que alguien pudiese echarlas en olvido. En cuanto a escribir a la misma Soledad, excusado es decir que hubiera sido inútil, dado que el astuto y vigilante don Elías habría interceptado todas las cartas… Mas, aun prescindiendo de tal consideración, ¿qué podía Manuel decir a la joven? ¿Que no le olvidara? ¿Que lo quisiese? ¿Que lo aguardase hasta su regreso? ¡Harto sabe usted, mi querida doña Luisita, que esas cosas no se piden, y hasta me aventuro a añadir que el suplicarlas es contraproducente!… Ergo no debe acusarse al hijo de mi amigo (como se le ha acusado aquí esta noche) por no haber escrito a nadie durante su prolongada ausencia!… ¡Yo, en su caso, hubiera hecho lo mismo!
– ¡Tú, Mirabel! -exclamó la jubilada esposa del anciano jurisconsulto-. ¡Repara lo que dices! ¿Te vas a comparar ahora con ese muchacho?
– ¡Déjame, Tecla! Tú no entiendes de estos achaques, considerados bajo su aspecto artístico… -replicó don Trajano, con tal autoridad, que su pobre mujer se arrepintió de haber abierto la boca.
Los tertulianos indígenas cerraron por su parte los ojos, como dando a entender que ellos no se atrevían en ningún caso a hacer observaciones a aquella especie de Salomón con tupé y patillas, y mucho menos delante de la sobrehumana forastera.
En cuanto a Pepito, hay que advertir que había salido a buscar noticias, por indicación de toda la tertulia, pero antes de que don Trajano comenzase su relación.
– Pues ¡sí! -continuó victoriosamente el neopagano-. Manuel procedió como era debido, dejando rodar el mundo y pasar el tiempo, a fin de que cada cual obrara secundum se, naturaliter y sin presión exterior o extrínseca. ¡Lo contrario habría sido mantener un estado de cosas violento y falso, de muy mal agüero poco prolegómeno de posibles nupcias! Conque olvidemos esto y pongamos sobre el tapete a Soledad; pues veo, Luisita, que está usted deseando saber cómo la adorada por el Niño de la Bola pudo casarse con otro hombre, o cómo hubo hombre que se atreviese a casarse con ella…
– C'est ça! -respondió vivamente la cortesana.
– Dice que así es… -advirtió el afrancesado, dirigiéndose a su habitual tertulia-. Pues señor… -añadió luego-, Soledad estuvo muy mala cerca de un año, después de la partida del osado Venegas, y durante aquel tiempo su padre no pensó más que en cuidarla, hasta que, dichosamente, a fuerza de mimos y desvelos y de traer médicos de todas partes, consiguió hacerle recobrar la salud. Dedicóse entonces don Elías, por sí o por medio de terceras personas, a buscarle marido, procurando que ni ella ni la madre lo notaran; pero, dicho sea en honra y gloria del amador ausente, nadie se prestó a disputarle el corazón ni la mano de su elegida, y eso que el antiguo usurero (me valdré de sus expresiones) daba a la muchacha, enterrada en onzas, y se la ofreció a sujetos de medianísima clase y sin ningunos bienes de fortuna, y eso también que la tal muchacha seguía siendo un primor, de quien todos estaban suficientemente enamorados. Realizábase, en suma, aquel diabólico plan del antiguo monaguillo «de hacerse amo de los valientes de la población, como medio infalible de llegar a serlo de Soledad», pues huelga decir que no todos los que se negaban a casarse con la millonaria lo hacían tanto por devoción amistosa a Manuel como por miedo a las amenazas y juramentos que profirió al marcharse… En lo demás, todos los que interpelaban a don Elías Pérez sobre los sentimientos de su hija, para el caso de que se decidieran a pretenderla, oían igual coatestación:
– ¡Ese es cuidado mío! -les respondía el viejo con la mayor calma-. Cuente usted con su conformidad.
¡Asómbrese usted, Luisita!… (Y no salga esto de aquí, señores, pues voy a revelar un hecho que conocen muy pocos y que a mí me contó el mismo riojano un día que vino a consultarme acerca de otros asuntos, y yo no quiero enemistades con entes como el que tengo que nombrar ahora…) ¡Asómbrese usted, digo! ¡Una sola persona; el joven más feo y más cobarde de la ciudad; una especie de Cuasimodo, sin belleza de alma que contrastase con la deformidad de su cuerpo… (observará usted que también yo conozco a Víctor Hugo…); un bicho malo y descreído (por cuanto era tan cobarde y feo, pero no ciertamente tan cobarde y feo por cuanto era descreído y malo…, que a mí no me falta discernimiento para distinguir estas cosas); un enemiguillo de Dios y de los hombres, a quien todos trataban a puntapiés por más que no pudiera negársele algún ingenio y mucha, aunque detestable, ilustración; un tal Vitriolo, en fin, que todavía vive huérfano desde la niñez y mancebo de la botica de la plaza, fue quien se atrevió, no ya a secundar indicaciones del usurero, que nunca se las hizo, por no considerarlo criatura humana, sino a tomar la iniciativa y dirigir una carta a Soledad y otra a su padre, presentando su candidatura a la mano de la gentil doncella! Alegaba el mísero, con la mayor formalidad del mundo, las excelencias de su alma, la elevación de su talento, su cultura (¡que el muy necio calificaba de superior a la de todo el vecindario!), su carencia de vicios, su laboriosidad, su despreocupación en materias religiosas y políticas, y, sobre todo, la circunstancia de no temer ni poco ni mucho al valentón llamado Niño de la Bola.
Dicho se está que el padre y la hija despreciaron aquellas cartas, tomándolas como una broma de mal género; pero el joven, viendo que no obtenía respuesta, se propasó a hablar personalmente del asunto a don Elías, y éste, que en ocasiones sacaba a relucir un genio de todos los diablos, le contestó llenándolo de improperios y de sangrientas burlas, y diciéndole para terminar:
«-¡Líbrete Dios, sierpe venenosa, de volver a mandar cartas a mi hija; pues si ella se contentó días pasados con obligar a un perro a comerse tu ridícula declaración de amor, yo te obligaré a ti a tragarte los demás papeles que tengas la avilantez de dirigirle!»
Vitriolo se puso más verde de lo que ya era, y respondió con una risa que espantó a Caifás:
«-¡Pobre perro! ¡Procuren ustedes que no rabie! Mi carta de amor, guardada en tal estuche, no podrá menos de convertirse en verdadero ácido sulfúrico.»
Y, dicho esto, se volvió a su casa, donde estuvo enfermo dos o tres meses.
He contado a usted esta anécdota para que forme juicio del extremo a que llegaron las cosas, por la obstinación del prestamista en casar a Soledad con cualquiera que no fuese Manuel Venegas, y también para que se haga usted cargo de lo humillada y afligida que estaría por dentro la Dolorosa en la desventura…
Por lo demás, nuestra heroína seguía en apariencia lo mismo que siempre: serena, impasible, callada en todo lo relativo a Manuel, afectuosísima y zalamera con el embobado don Elías, acompañándolo a la iglesia y a paseo, gastándole cada año un dineral en vestidos y joyas, y contestando con frías sonrisas de lástima a los jóvenes que osaban dirigirle alguna galantería… sin trascendencia. ¡Dios me perdone si me equivoco!; pero en mi concepto, aquella muchacha, tan hermosa y tan rica, estaba como indignada al ver que ningún hombre se atrevía a arrostrar la muerte casándose con ella, o, cuando menos, solicitándolo.
De este modo pasaron seis años. Don Elías Pérez, agobiado por la edad y los sinsabores, se acercaba al sepulcro, y su desesperación no tenía límites al pensar que dejaba célibe a Soledad, y que el odiado Venegas podía regresar el día menos pensado y darle la mano de esposo. Ocurriósele entonces la idea de marcharse con su familia a otro país, donde no gravitaran sobre los ánimos las inolvidables amenazas del Niño de la Bola y le fuese posible hallar marido para la heredera de sus millones… Pero ¡ya era tarde! Un tenaz reuma no le consentía moverse… Estaba postrado en el lecho para no levantarse más.
Como ni don Elías ni la Dolorosa tuvieron nunca amigos ni confidentes, diferenciándose en esto último de los héroes del teatro, sábese muy poco de las conversaciones que mediarían en aquel tiempo entre el padre y la hija, y sobre los verdaderos sentimientos de ésta. Sólo la madre, a quien la joven trataba con igual despego y reserva que el riojano, cual si tampoco le perdonase el haber servido honradamente en calidad de criada al mismo hombre a quien seguía sirviendo humildísimamente en calidad de esposa; sólo la señá María Josefa, digo, había logrado cogerle algunas expresiones; y con referencia a ella, se asegura que don Elías exclamó varias veces durante su larga enfermedad:
«-¡Hija mía! ¡Cásate antes que yo me muera!»
Y que la joven contestaba siempre:
«-¿Con quién? ¿Con Vitriolo? ¡El es el único que me solicita!»
A lo cual solía poner la madre la siguiente coleta cuando hablaba del asunto con sus amigas, antes de que apareciese en escena Antonio Arregui:
«-¡Ya se ve! La muy picarilla conoce que está defendida por la sombra del que se marchó;, a quien todos temen ver llegar de un momento a otro; y por eso, y porque le gusta su papel de niña mimada, no le lleva la contraria a su padre. ¿Para qué, si nadie ha de pretenderla? Mi hija quiere con toda su alma a Manuel; pero tiene mucho talento y mucha serenidad; pone todo su orgullo en no descubrir sus aficiones de ningún género, y no gusta de comprometerse a nada ni con nadie. ¡Yo no he conocido persona de más espera!»
Muy digno de estudio me parece este comentario materno, clave y norma del carácter y de la conducta posterior y futura de Soledad; y usted, marquesita, que tan aficionada es al análisis de los sentimientos, no podrá menos de reconocer detrás de esas palabras un corazón mucho más femenino que los que se empeñan en colocar los románticos dentro del corsé de las mujeres…
– ¡Mirabel! ¡Por Dios! ¡Que hay señoras! -exclamó la esposa del clásico.
– ¡Tecla! ¡Por la Virgen! -repitió el preopinante-. Yo hablo de simple literatura…, y la marquesa comprende muy bien mis autopsias morales… ¿No es verdad, Luisita?
– Ya discutiremos… -respondió la doctora, haciendo un malicioso mohín a la mujer del abogado para que no la odiara-. Ahora estoy deshecha por ver a usted llegar a lo que los historiadores llaman nuestros días…
– Pues continúo… Y tú, mujer, no te escandalices de cosas abstractas… ¡Yo no discurro en este momento como hombre, sino como artista! Conque óigame usted, marquesa.
La vez primera que administraron el Viático a don Elías Pérez, es decir, tres meses antes de su defunción (también ha contado esto la viuda), se abrazó el viejo a Soledad convulsivamente y le dijo con angustia infinita:
«-¡Júrame que nunca te casarás con Manuel Venegas!
»-Yo no haré más que lo que usted me ordene… -respondió Soledad.
»-Pero yo me puedo morir…; yo me estoy muriendo… Júrame que cuando cierre los ojos…
»-Entonces haré lo que me ordene mi madre… -interrumpió la joven.
»-¡Tu madre es una imbécil! -gritó el usurero-. ¡Tu madre es cómplice de aquel bandido! ¡Júrame, por tanto, que, aunque ella te lo ordene, no te casarás con quien me mata!…
»-Padre, yo no juro… ¡Eso es pecado!… -replicó Soledad gravemente-. Pero, en lo demás, yo obedeceré a mi padre o mi madre, como lo manda Dios en la misma ley que prohibe jurar su santo nombre en vano…
»-¡En vano! ¡En vano! -repitió el moribundo-. ¡Ah, gran hipócrita! ¡Tú piensas reírte de mí después que me entierren!… ¡Tú eres una ingrata, que te complaces en amargar la agonía del padre que tanto te ha idolatrado, que tanto dinero ha consumido en darte gusto, y que ya no puede servirte de nada!…
»-Yo soy una hija obediente a sus padres y a Dios… ¡A Dios sobre todas las cosas!… -exclamó la taimada joven, alzando los ojos al cielo-. ¡Por eso no juro ni juraré, aunque usted me insulte de esta manera!
»-Pues ¡entonces no puedo morirme todavía! -repuso el anciano con asombrosa naturalidad-. Quita de en medio todos esos jarabes, y dame de comer. ¡Mañana estaré bueno! ¡Tu rebelión me ha resucitado! Siento en mi máquina una energía nueva con que ni tú ni yo contábamos hace poco… ¡Me has dado, cuando menos, un año y un día de vida, que es el tiempo que necesito para utilizar tu obediencia!
»-Usted mandará.
»-¡Ya lo creo que mandaré! Mañana mismo entrarás de novicia en un convento, y si durante el noviciado no puedo casarte, de mañana en un año serás monja profesa, y yo bajaré tranquilo al sepulcro, después de legar todos mis bienes a los hospitales de la Rioja… ¿Qué tienes ahora que decir?
»-Que mañana me trasladaré al convento -respondió Soledad, besando a su padre.»
No se puso bueno el riojano al otro día, ni halló fuerzas para dejar el lecho ninguna de las veces que lo intentó, ni había de levantarse más, según que ya he dicho; pero la verdad es que se mejoró bastante después de aquella conversación; tanto, que los mismos médicos que lo habían mandado administrar lo declararon fuera de inminente peligro, y hasta muy capaz de vivir todavía mucho tiempo, si no se presentaba una nueva crisis. En cuanto a Soledad, no hay que decir que al día siguiente entró en el convento. ¡El padre y la hija estaban cortados por una misma tijera!
Formando cábalas andaban las gentes sobre las reservas mentales de la Dolorosa, a quien acá mismo juzgábamos esperanza da en que su padre moriría antes del año y un día, y resuelta de todos modos a no profesar en tiempo alguno, pues hacerse monja era cerrar a Manuel Venegas todos los caminos, hasta el del adulterio…
– ¡Mirabel!… ¡Yo no te he oído nunca hablar así! -interrumpió doña Tecla-. ¡Esto pasa ya de castaño oscuro!…
– Porque nunca he tenido para qué hablarte de psicología, ni de fisiología… -respondió el académico-. Pero la marquesa me comprende…
– Vamos…, vamos…, ¡amigo mío! -expuso la forastera-. Doña Tecla tiene razón… ¡Déjese usted de esos estudios y sáqueme de penas de una vez!… ¡Lleguemos pronto al desenlace!
– ¡Es usted muy amable, Luisita, en no reclamar contra unas interrupciones que lamento profundísimamente…, bien que, en medio de todo (yo soy justo), hagan honor a la castidad de mi digna esposa!… -replicó don Trajano, dando el último golpe a su pobre mujer con este fulminante cumplido, que arrancó una indefinible sonrisa a la no tan lisonjeada madrileña-. Decía, pues -continuó el impertérrito oráculo-, que tal rumbo llevaban las cosas, cuando, a los pocos días de entrar Soledad en el convento (¡véase lo que es el destino de los mortales!), llegó a esta ciudad otro riojano, con carta de recomendación para don Elías, a fin de que éste le ayudase con sus consejos y buenas relaciones a establecer, al pie de la vecina Sierra, una fábrica de paños movida por agua…
Don Antonio Arregui se llamaba el recién llegado, y era un hombre como de treinta años de edad, de buena presencia, muy circunspecto y formal en su trato, poco amigo de conversaciones inútiles; bastante rico, aunque muchísimo menos que el prestamista; de inmejorables sentimientos, ya que no muy brillante en sus manifestaciones, y dedicado por completo al trabajo y a los negocios. Añádase que era soltero.
¡Don Elías había encontrado su hombre! Comenzó, pues, por hospedarse en su casa; puso en juego a todos sus deudores para que ayudasen y protegiesen al forastero en cuanto fuera necesitando; le regaló, a título de paisano suyo y antiguo amigo de sus parientes, el terreno necesario para la fábrica; obligóle a ir al convento varias tardes a visitar a su hermosa hija, dándole encargos y comisiones para ella, y, cuando consideró que el buen industrial estaba ya en sazón de caer espontáneamente en el lazo que iba a presentarle, le refirió un día con habilidad suma las que llamó «cuitas de su vejez y desventuras de su casa, que le tenían postrado en aquel lecho y acabarían por matarle muy pronto», o sea la historia de la horrible presión que un mala cabeza, llamado el Niño de la Bola (lenguaje suyo), estaba ejerciendo sobre él y sobre su pobre hija, porque eran débiles y no contaban con un brazo que los defendiera en aquella egoísta ciudad, donde no se perdonaba a nadie el delito de ser forastero…; presión que había llegado hasta el punto de impedir que la joven se casase con personas muy dignas, y de obligarla, por último, a pensar en hacerse monja, sin vocación alguna a la vida del claustro pero como único arbitrio para eludir su ridícula y peligrosa situación: «todo ello -concluyó diciendo don Elías- en virtud del miedo cerval que causan a un pueblo entero, a una ciudad de doce mil habitantes, las criminales amenazas de una especie de facineroso, cuyo paradero se ignora hace muchos años, y que probablemente habrá ya muerto en un patíbulo…»
Arregui, que era riojano y descendiente de navarros, y no daba, por ende, cabida en su sereno corazón a los supersticiosos respetos y temores a que tanto se presta la imaginación andaluza (yo soy también andaluz, mi querida Luisita, pero desciendo de portugueses), quedóse maravillado con lo que acababa de oír; tomó informes de personas sensatas, y se convenció de que todo era cierto; y como, por otra parte, se había prendado de la belleza, afabilidad y discreción de la Dolorosa desde que la visitó por primera vez, no comprendiendo que tan encantadora criatura, llamada a heredar algunos millones, se enterrase en vida entre las cuatro paredes de un convento, se llegó pocos días después al lecho del anciano y le dijo con su gravedad acostumbrada:
«-Yo no soy valiente de oficio; pero no le temo a ningún hombre, sobre todo cuando la razón está de mi parte y puedo contar con el amparo de la ley y de los tribunales de justicia. Tampoco soy rico si se me compara con usted; pero tengo tan pocas necesidades, que, con mi caudal y con mi amor al trabajo, me sobra para no necesitar ajenos millones. ¡Lo que yo necesito, como paisano de usted, agradecido a sus bondades, y como muy enamorado que estoy de su linda hija, es poner término a la vergonzosa tiranía que pesa sobre esta casa! Tengo, pues, la honra de pedir a usted la mano de Soledad, sin desprecio ni desafío, pero también sin temor alguno a las amenazas del famoso Niño de la Bola.»
Don Elías estrechó en sus brazos a Antonio Arregui; le besó las manos y la cara; le apellidó hijo de su alma y de su corazón; lloró de agradecimiento y de alegría, y acto seguido llamó a su martirizada mujer, que lo había oído todo detrás de la puerta, y le mandó que fuese inmediatamente en busca de su hija, pero que antes abrazase a su yerno.
La señá María Josefa llevaba ya muchos días de presentir aquel golpe, y aun de desearlo; pues a la pobre madre le era más duro vivir sin la única prenda de su corazón, y pensar que al cabo del año de noviciado la perdería definitivamente, que arrostrar los desastres a que pudiera dar motivo aquel casamiento el día del retorno, para muchas gentes improbable y para ella infalible, del tremendo Manuel Venegas. ¡Lo que la infortunada quería era ver a su hija a todas horas; que no se la quitasen; que no siguiera sepultada en un claustro! Abrazó, por consiguiente, al fabricante con cierto júbilo, procurando acallar en su corazón los presentimientos que la conmovían con siniestros vaticinios, y marchó desolada en busca de Soledad, a quien no había visto… desde la tarde anterior.
Carezco de datos para referir puntualmente las escenas que se sucedieron en la alcoba de don Elías cuando la joven regresó del convento. La señá María Josefa ha sido muy diplomática en este punto, y se ha limitado a decir que los ruegos, el llanto y las órdenes de aquel extenuado padre, que casi desde el féretro le recordaba la prometida obediencia y le amenazaba con la maldición de Dios y la suya… (a este coloquio no asistió Antonio Arregui), así como la grave y noble actitud que mostró luego el digno industrial, cuyo circunspecto semblante expresaba un amor que no retrocedía ante la muerte, pero que sena humilde esclavo del menor de los caprichos de su dulce sueño… (Improbe amor! Quid non mortaha pectora cogis?), decidieron al fin a la Dolorosa, a sacrificar las gratuitas esperanza s de Manuel Venegas, «al cual (son expresiones transmitidas por la madre) nada tenía ofrecido, ni nunca había dirigido la palabra..»
Pronunció, pues, la esfinge el anhelado sí;…, y pronunciólo, dicho sea en verdad, con gran admiración y espanto de todo el pueblo, y aun de nosotros mismos. Pronunciólo muy tranquila y valerosamente, según unos; a costa de una formidable convulsión, según otros…
¡Ello es que lo pronunció, mal que le pese a la escuela romántica y que ipso facto ocupó Antonio Arregui el trono de esta pendenciera ciudad, vacío desde la marcha del Niño de la Bola!
Ni faltó quien dijera entonces -y yo lo creí- que la taimada y misteriosa doncella estuvo conteniéndose hasta que su prometido se marchó al otro día a las obras de la fábrica, y que entonces fue cuando estallaron sus nervios con tal ímpetu, que se la dio por muerta durante muchas horas…, sin embargo de lo cual, no bien le advirtieron que había regresado Antonio, recobró el imperio sobre sí misma, y se mostró sosegada, apacible y hasta sonriente… Fenómenos son éstos, mi querida Luisita, que muchas veces han servido para explicar ulteriores conflictos en varios matrimonios; como, por ejemplo, la súbita felonía de mujeres que se casaron gustosas en apariencia, y que, no obstante, abrigaban en el pecho la sierpe de otra pasión inextinguible, destinada a morder un día al confiado marido en mitad del corazón y de la honra… Pero ¡yo cometería una ligereza, impropia de mi carácter, si aventurara en este punto, y con relación al caso presente, juicios o prejuicios, tanto más temerarios, cuanto que nada real y positivo se sabe ni se ha sabido nunca acerca de los sentimientos de la Dolorosa, y prefiero volver lisa y llanamente a mi pobre y concienzudo relato!
Diré, pues, en las menos palabras posibles, a fin de no fatigar al concurso, que a las pocas semanas de concertarse aquel matrimonio comenzaron a publicarse las amonestaciones; que durante su lectura todos tenían clavados los ojos en la puerta de la iglesia, esperando ver entrar al Niño de la Bola, en el ademán trágico y solemne del novio de Lucía, a desmentir y ahogar al honrado sacerdote que pregonaba tales nupcias: que, afortunadamente, no ocurrió semejante escándalo, ni ninguna otra novedad y que de este modo llegó, como todo llega en el mundo, el día prefijado para la boda.
Boda he dicho, y no la hubo… Verificóse el casamiento de noche, en la alcoba de don Elías, cuya vida estaba otra vez en mucho riesgo, pero que no consintió se aplazase el acto ni una sola hora. Nadie asistió a él más que el cura de aquella feligresía y los testigos. Yo fui uno de ellos…; ¡y nunca lo fuera, para presenciar horrores como los que allí iban a suceder! ¡No bien acabó la ceremonia nupcial, y mientras la desposada socorría a su madre, que había perdido el conocimiento y caído en tierra, oyóse un gran suspiro en el antiguo lecho del padre del Niño de la Bola, desde el cual acababa de ejercer don Elías Pérez el oficio de padrino de aquel enlace, y vimos que el viejo usurero estaba dando las boqueadas! ¡Apenas hubo tiempo de que el cura le leyese la recomendación del alma, en el propio libro que había servido poco antes para leer a los novios la Epístola de San Pablo! Don Elías expiró inmediatamente…, y (¡oh, miseria humana!, ¡oh sarcasmo del destino!, ¡oh lección de los Hados!) aquellas mismas velas encendidas para que sirviesen como de intorchas de Himeneo a la sacrificada hija fueran blandones fúnebres que alumbraron el lecho mortuorio del padre tirano que ha dado margen al conflicto en que hoy se encuentran tantos y tan sensibles corazones.
Don Trajano Pericles se enjugó el sudor al terminar aquel sublime esfuerzo de elocuencia, en que, sin pensarlo, rindió cierto culto al romanticismo, y luego añadió, por vía de clásico desahogo:
– A los nueve meses justos y cabales, Soledad dio a luz un hermoso niño.
– ¡Gracias a Dios! -no pudo menos de exclamar la forastera-. Pues, señor, me declaro partidaria acérrima del Niño de la Bola. La razón está de su parte. Soledad no tiene corazón, ni lo ha tenido nunca…
– Creo que confunde usted las especies… -respondió don Trajano-. Lo que no tiene Soledad es un corazón de heroína de novela, y mucho menos un corazón de hombre. Su corazón es pura y simplemente de mujer…
– ¡Está destornillado! -dijo doña Tecla, sonriendo en cierto modo a sus tertulios, como pidiéndoles que perdonasen a su marido.
– Pues entonces digamos que tiene un corazón de mujer que no sabe amar… -añadía entre tanto la madrileña.
– Diga usted más bien -replicó don Trajano- un corazón que ama hasta cierto punto… Yo no negaré que la Soledad ha querido siempre a Manuel Venegas. Creo más…; ahora que no nos oye mi mujer… Creo que lo quiere todavía… Pero la hija del usurero no nació para heroína; no nació para defenderse por sí propia; nació para que otros la defendieran o la conquistasen. Ella contaba, sin duda, con que el temido Niño de la Bola venciese a todos los enemigos de su amor, tanto a su padre como a los pretendientes que pudieran sobrevenir… Parecíase a esas princesas de los cuentos orientales que se dejan ganar, como un premio, por el contrincante más listo en descifrar charadas y enigmas, y se casan con él, aunque no sea muy de su gusto. Indudablemente nuestra princesa, esto es, la Dolorosa, hubiera preferido que Manuel saliese vencedor… Indudablemente lo amaba… Pero el pobre se descuidó, el pobre tardó en regresar de las Indias, el pobre no había contado con que vinieran a esta ciudad forasteros como Antonio Arregui, poco sensibles a vagas amenazas…, y la obediente joven, con más o menos dolor, y con peores o mejores reservas mentales, dejóse conquistar y llevar por don Elías, por el fabricante, por la fatalidad, por el destino…, bien que a condición de hacer luego de su capa un sayo… ¡Así procedieron en todos tiempos las hembras creadas por Dios, ya que no las creadas o falsificadas por novelistas y poetas! ¡Así procedió nuestra primera madre en el Paraíso terrenal cuando, según leemos en el Génesis…!
Por fortuna, llamaron en esto a la puerta de la calle, que, si no, ¡sabe Dios el vapuleo que habría dado el jurisconsulto a las pobres hijas y nietas de Eva, inclusas las más guapas que figuran en las historias!
– ¡Ahí está Pepito! -exclamó la prima del marqués-. El nos traerá noticias frescas…
Lo primero resultó cierto; pero no así lo segundo. Pepito entró, efectivamente, en el salón, empinado y tieso para ganar estatura, y los saludó a todos, aunque sin ver más que a la forastera, como la mariposa no ve más que la llama… Mas, ¡ay!, en cuanto a noticias, todas las que llevaba eran negativas o dudosas.
Sacábase de ellas en sustancia que Manuel Venegas no había penetrado aún en la ciudad, ni sabía nadie por dónde andaba; que don Trinidad Muley, cansado de recorrer el campo en su busca, y teniendo que madrugar para la gran función del otro día (misa y sermón con Señor manifiesto, comunión general, etc., etc), se había retirado a dormir hacía pocos instantes; que la casa de Antonio Arregui, sita en distinto barrio que el ya vacío palacio de los Venegas, estaba cerrada como un sepulcro, pero no así la dispuesta para alojar al Niño de la Bola, por cuyos abiertos balcones se veían muchas luces, como si allí hubiera un muerto de cuerpo presente; y, en fin, que hasta los serenos, únicas personas que ya andaban por las calles, temían que a la tarde siguiente ocurriese alguna desgracia durante la procesión del verdadero Niño de la Bola, a la cual no dejaría de asistir ninguno de los tres personajes principales del drama: Soledad, por el bien parecer, a fin de que no se dijera que le había impresionado el regreso de su antiguo amador; Manuel Venegas, a convertir en hechos sus juramentos y amenazas de antaño, y Antonio Arregui, a evitar que le creyeran huido y lo infamaran con la fea nota de cobarde… Es decir: los tres ¡por consideración al publico!
– Pues ¡hay que ir a esa procesión! -exclamó en el acto la forastera.
– Balcones tengo reservados al efecto, desde mucho antes que pudieran preverse estas barahúndas… -respondió don Trajano-. Iremos a casa de uno de mis labradores.
– ¡No faltaré! -dijeron los ojos de Pepito, quien no podía concebir que Manuel Venegas fuese más interesante que un hijo de las Musas.
– ¡Y también habrá que ir pasado mañana a la rifa! -continuó la madrileña-. El Niño de la Bola no podrá menos de presentarse allí a cumplir su juramento de bailar con la Dolorosa… ¡Deseando estoy conocerlos a los dos!
– Cuente usted con palco principal, o sea con la cueva del mayordomo de la Cofradía -repuso don Trajano, saludando a la prima del marqués.
Y como en aquel momento diese las once el reloj de música que había en el recibimiento, la tertulia se levantó en masa, despidiéndose todos hasta la tarde siguiente, en la procesión; con lo que la forastera se retiró a su cuarto a soñar con no sé qué prestamistas de Madrid; Pepito se fue a su desván a componer versos eróticos a la forastera; los tertulios innominados y mudos se marcharon a descansar del trabajo de haber nacido, y el elocuente señor de Mirabel cayó bajo el brazo secular de su esposa.
Descansemos nosotros también, poniendo para ello fin al libro tercero.