Ismaíl Kadaré
El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

CAPÍTULO I

Jugábamos al ping-pong al aire libre, cerca de la orilla del mar, hasta muy próxima la medianoche, porque había suficiente luz aunque las noches blancas ya hubieran pasado. Las últimas partidas, es decir, pasadas las once y media, las disputaban quienes tenían mejor vista; entretanto los demás, apoyados en la balaustrada de madera, observábamos el juego y corregíamos los errores de tanteo. Después de las doce, cuando todos se iban y sobre el tablero no quedaban más que las raquetas, que a menudo encontrábamos por la mañana empapadas por la lluvia nocturna, yo no sabía qué hacer, nunca tenía sueño. Paseaba un rato por los jardines de la casa de reposo, antaño propiedad de un barón letón, iba hasta la fuente de los delfines, regresaba después hasta la casa sueca y por fin salía a la orilla del Báltico. Pero las noches eran muy frías y resultaba imposible permanecer allí mucho tiempo.

Esto se repetía casi todas las noches. Cuando no llovía, las horas de la mañana y de la tarde transcurrían con rapidez entre el baño y tomar el sol, pero las noches continuaban siendo aburridas. La mayoría de los que pasaban allí sus vacaciones eran de edad avanzada, casi todos personajes y gentes conocidas, lo que no impedía que sus noches fueran monótonas y que yo, el único extranjero allí, me sintiera bastante desplazado.

Al aproximarse la caída del sol salíamos con nuestras cámaras fotográficas a la orilla de la playa y ajustábamos las lentes para atrapar aquel instante crepuscular. El mar adquiría por las tardes coloraciones distintas y nosotros nos esforzábamos por recoger en nuestras películas toda la sucesión de tonalidades que se nos ofrecían. Con frecuencia, alguna pareja que paseaba por la orilla invadía el campo visual de los objetivos y cuando revelábamos la película aparecía como una pequeña mancha, perdida e insignificante, en aquella extensión ilimitada. Después de la cena, nos reuníamos en torno a la mesa de ping-pong y yo, persiguiendo con los ojos la pequeña pelota blanca que iba y venía de una mitad de la mesa a la otra, sentía cómo mi propio ser establecía lentamente una suerte de sincronía con sus movimientos. Me esforzaba en vano por escapar a aquella hipnosis y sólo de cuando en cuando, en breves momentos de rebeldía, lograba liberarme de la servidumbre de la pelota de plástico, en cuyos breves saltos, en sus propias dimensiones y hasta en el sonido que emitía al chocar con el tablero, me parecía encontrar algo idiota. En aquellos fugaces instantes de lucidez, por tanto, volvía de pronto la cabeza hacia la costa y cuantas veces realizaba ese movimiento sonámbulo, alentaba cierta esperanza de encontrar por fin, allá en la orilla, algo distinto de lo que había visto la tarde anterior. Mas la orilla del mar era implacable bajo el ocaso. No proporcionaba otra cosa que su obstinado panorama, repetido quizá desde el inicio de los tiempos: siluetas de parejas que la recorrían muy despacio. Procedían sin duda de otras casas de reposo y se alejaban hacia los costados de la nuestra, en direcciones que a mí se me antojaban misteriosas, allá donde las playas adoptaban los nombres de las estaciones del tren eléctrico, unos nombres con sonoridades y acentos insólitos, como Xintars, Majori, Dubulti. Ya me había topado antes con aquellos nombres en frascos de perfume o de crema facial en los escaparates de las tiendas de otras ciudades, pero jamás se me hubiera ocurrido que pudieran pertenecer a estaciones o centros de vacaciones.

En las horas tardías, conscientes de la imposibilidad de dormir, los viejos permanecían largo tiempo en los bancos envueltos en la oscuridad. Mientras paseaba, oía sus susurros y sus toses secas aquí y allá, o el repiqueteo rítmico de los bastones alejándose hacia la casa sueca, donde dormían los más viejos y los más notables.

Deambulaba y me preguntaba cómo era posible que casi todas las personas que descansaban allí fueran escritores de fama, en cuyas obras se encontraban con frecuencia dedicatorias mutuas. A casi todos los niños que correteaban armando jaleo durante el día les estaban dedicados versos y relatos escritos por sus padres y era notorio que algunos de ellos lo sabían. En cuanto a las mujeres, ya entradas en años, que después de la cena entablaban unas con otras interminables conversaciones, yo sabía que muchas de ellas, jóvenes y hermosas, caminaban con tacón alto por las páginas de algún libro, ocultas tras las iniciales D., V. o N. o simplemente tras un: ella. En ocasiones, en los libros escritos por mujeres, también se escondían hombres tras las iniciales, aunque eso sucedía muy rara vez y esos hombres solían padecer ahora del estómago y reclamaban alimentos de régimen en el comedor.

A veces, por las tardes, iba hasta la oficina de correos con la esperanza de que la línea telefónica con Moscú estuviera libre y así poder hablar con Lida Snieguina. Pero por lo general estaba cargada, de modo que la conferencia debía pedirse con un día de anticipación para tener la seguridad de enlazar.

Lida era la muchacha con quien salía últimamente en Moscú. Había acudido a despedirme a la estación de ferrocarril aquel día torvo en que había partido en dirección a Riga. Antes de la salida del tren, mientras paseábamos lentamente por el andén mojado como la mayoría de los que iban a separarse, ella me dijo sin mirarme que a veces resultaba doloroso salir con extranjeros, sobre todo con extranjeros de países lejanos. Cuando yo le pregunté la causa, me contó algo sobre una amiga suya que mantenía relaciones con un belga y que éste se había marchado de pronto, sin despedirse siquiera. Puede que no todos los extranjeros sean así, dijo, pero la verdad es que a menudo desaparecen de repente. Eso es al menos lo que he oído decir.

Naturalmente, yo debía darle alguna clase de respuesta, lo malo era que el escaso lapso que restaba hasta la salida del tren resultaba a todas luces insuficiente para dar cabida a una disputa, por leve que fuera, junto con su correspondiente reconciliación. Debía por tanto elegir: o la disputa, o las palabras de conciliación. Me decidí por la segunda alternativa: me tragué el despecho y le dije que, en cualquier circunstancia y como quiera que sucediese, yo nunca me degradaría a desaparecer como un ladrón. Quise añadir que procedía de un viejísimo país balcánico, poseedor de formidables leyendas sobre la palabra dada, pero puede comprenderse que el tiempo que nos quedaba no dejaba de acortarse, y a estas alturas daba de sí en el mejor de los casos para unas cuantas aclaraciones; en ningún caso para relatarle la triste leyenda de Costandin y Dorutina, que me vino a la memoria.

Me gustaba hacer solo el trayecto desde la casa de reposo hasta Correos y viceversa. Era un itinerario sin nada de particular, diría incluso que desolado, flanqueado por unos cuantos cañizales, montículos de arena y grandes cardos. Sin embargo, igual que algunas mujeres quienes sin ser hermosas poseen un atractivo oculto, aquel camino tenía la facultad de estimular mis pensamientos.

Era la segunda vez que pasaba unas vacaciones en una casa de reposo para escritores y conocía ya muchas de las costumbres e intimidades de sus moradores. El invierno anterior había estado unos días en Yalta. Mi habitación entonces era colindante con la de Paustovski. Éste mantenía la luz encendida hasta pasada la medianoche y todos sabíamos que estaba escribiendo sus memorias. Cuantas veces salía yo al pasillo, me encontraba con el tutor de nuestro curso, un tal Ladonshikov, que se alojaba también allí sin otro fin que espiar la luz en la habitación de Paustovski, que suspiraba, se daba golpes en el pecho y, como si anunciara la cosa más siniestra, le decía a todo el que se tropezaba en el pasillo que él, es decir Paustovski, estaba resucitando en sus memorias a todos los judíos. De Yalta me había quedado en el recuerdo una lluvia incesante, la mesa de billar donde yo no hacía más que perder, unas inscripciones tártaras y aquella envidia perenne en el rostro vulgar de Ladonshikov, siempre solemne y desvelado por los destinos de la patria. Yo había imaginado que la vida en la residencia de Riga resultaría más animada, pero me encontré allí con parte de los residentes de la de Yalta, la mesa de ping-pong sustituyendo a la de billar y una lluvia intermitente que recordaba la frase de Pushkin de que los veranos del norte no son más que una caricatura de los inviernos del sur, de modo que la repetición de las caras, las conversaciones y las iniciales (faltaba tan sólo Paustovski y, sorprendentemente, Ladonshikov) empujaba a creer que todo se reanudaba. Aquella vida tenía algo de estéril, de antológico, o puede que se tratara únicamente de una impresión, ya que, al igual que en Yalta, también aquí me parecía estar viviendo en un mundo extraño, unos días híbridos, donde la muerte y la vida se mezclaban, se fundían la una en la otra, como en la vieja leyenda balcánica que no había logrado relatarle a Lida Snieguina. Esta sensación procedía de una suerte de confrontación que sin proponérmelo establecía yo entre aquella gente y los personajes de sus novelas y sus dramas, que conocía bien. El endiablado deseo de comparar las palabras, los gestos, incluso los rostros de los creadores con los de sus propios personajes se había tornado incontenible para mí desde un día del invierno anterior, en Yalta, cuando mi cerebro descubrió por primera vez, como una revelación, que la mayoría de los escritores soviéticos contemporáneos no mencionaban casi nunca el dinero en sus obras. Era una especie de símbolo. Ahora en Riga, observaba que no era sólo el dinero sino muchas otras las cosas que no aparecían en sus obras, y viceversa; innumerables los aspectos a los que dedicaban capítulos y actos enteros que sin embargo no ocupaban lugar alguno en sus vidas. Esta discordancia provocaba en mí un estado de disgusto permanente. Era una dicotomía del mundo que tenía algo de anormal, de temeroso diría incluso, y me hacía pensar con insistencia en el Museo de Ciencias Naturales donde había visto seres deformes sumergidos en alguna solución dentro de frascos de vidrio.

En varias ocasiones había intentado evadirme de aquella vida anquilosada, cada vez más semejante a una construcción arcaica, pero mis huidas habían sido infructuosas y habían acabado por desembocar en torno a la mesa de billar en Yalta y en el tablero de ping-pong, aquí en Riga. En ambos casos, tanto en el del pesado billar invernal como en el del ligero ping-pong, no había cosechado más que fracasos.

Era sábado. Jugábamos como siempre a la luz aún suficiente de la noche y yo, aunque irritado por estar perdiendo el tercer set de la partida, sentí la presencia de algo a la vez conocido y nuevo cerca de mí. Era una especie de reflejo de platino que me hizo evocar el cabello de Lida. Tan intensa fue la sensación que tardé en volver la cabeza, como dándole tiempo a lo desconocido para transformarse realmente en ella. En aquel breve instante comprendí que de forma inconsciente llevaba largo tiempo soñando con verla llegar a través de los cielos y de las estepas hasta precipitarse allí, sobre la mesa de ping-pong, sin hacer ruido, como si fuera la Luna quien cayera.

La pelota, con su bote insidioso, me zumbó junto al oído derecho y al agacharme a recogerla, vi a la nueva invitada desconocida hasta entonces en el territorio de nuestra casa de reposo.

Se había aproximado en silencio, mezclándose con el grupo de espectadores asiduos de las partidas de ping-pong, que se dedicaban a corregir el tanteo cuando los jugadores se equivocaban. Con tal de que no haga movimientos grotescos…, me dije, pues el resultado de la partida hacía tiempo estaba decidido. Aquel reflejo callado sobre la muralla bulliciosa de espectadores me imponía.

Perdí y arrojé la raqueta con resentimiento. Aunque irritado, me dirigí hacia la desconocida y me instalé junto a ella secándome la frente con el pañuelo. Me sentía humillado por haber perdido tres sets consecutivos y tenía la molesta sensación de que alguien había hecho trampas con los puntos. Mientras me secaba el sudor observé el gesto de desdén con que ella contemplaba el tablero de ping-pong, con las manos en los bolsillos delanteros del pantalón.

La noche ya había caído y por la orilla paseaban ahora las mismas siluetas que nosotros habíamos capturado unas horas antes en nuestras películas.

Se me iba pasando la irritación y comprobaba que la muchacha tenía hermosos cabellos. Un tipo de cabellos que se encontraba con frecuencia en aquellas tierras. Hacían evocar en ocasiones la fatiga del otoño y por lo general resultaban distantes, como las cosas vinculadas con la Luna. Y sobre todo, en ese instante, me recordaban a Lida. Un conocido mío, en Yalta, había intentado hacerme creer que existía una raza de perros que apenas veían cabellos así lanzaban aullidos sofocados, como si contemplaran la Luna llena sobre la estepa. Más tarde, pensando en aquello, había llegado a la conclusión de que, por muy inverosímiles que parecieran sus palabras, había en ellas algo de verdad. Naturalmente no se trataba del aullido de los perros sino de gemidos humanos y sin duda mi compañero de Yalta lo había experimentado en carne propia, por mucho que insistiera en aquel cuento de los perros. Ni siquiera cabía hablar de verdaderos sonidos sino sobre todo de un grito mudo, interior, acompañado de un estremecimiento sin fin que desembocaba, por qué no, en el umbral de la sinfonía.

– ¿Hay baile hoy aquí?- preguntó inesperadamente la muchacha, volviendo la cabeza con un movimiento brusco. Sus ojos color ceniza era igualmente hermosos y severos.

– Aquí nunca hay baile- le respondí.

Ella esbozó una leve sonrisa.

– ¿Y eso?

Me encogí de hombros.

– No lo sé- dije. -Entre nosotros no hay más que gloria.

Ella se rió sin apartar los ojos de la mesa de ping-pong y yo me sentí satisfecho de mi frase, que pareció producirle alguna clase de efecto, aunque no fuera del todo original. La había oído el día de mi llegada de labios de un taxista, cuyo número de matrícula quedó grabado en mi memoria sin razón alguna, como tantas otras cosas insignificantes.

– ¿Es usted extranjero?- preguntó ella poco después.

– Sí.

Me miró con curiosidad.

– Se le nota en el acento- dijo. -Yo tampoco hablo bien el ruso, pero soy capaz de distinguir el acento extranjero.

Dijo que había llegado hacía dos días en compañía de su familia, que se alojaba en una villa cercana a nuestra residencia y que se aburría, pero cuando le dije que procedía de un país muy lejano, y tenía por tanto muchos más motivos que ella para aburrirme, lo reconoció sorprendida pues, dijo, nunca había tenido la oportunidad de conocer a un albanés y, además, nos había imaginado cetrinos como los georgianos, de nariz aguileña y apasionados por las canciones orientales, que a ella le horrorizaban.

– ¿Y de dónde ha sacado esa idea?- le pregunté más bien molesto.

Alzó los hombros.

– Ni yo misma lo sé, pero creo que de una exposición que organizaron el año pasado en Riga.

– Vaya- respondí, deseando acabar con aquel tema.

Había observado en más de una ocasión que los soviéticos eran incapaces de concebir a las gentes de otros países socialistas si no era comparándolas con los nacionales de sus dieciséis repúblicas. De quien fuera demasiado rubio, decían que se parecía a los lituanos o a los estonios; si tenía la nariz curva, a los georgianos; si los ojos tristes, a los armenios y así sucesivamente. Incluso algunos de ellos sabían, por ejemplo, que Turquía era una región del Azerbaiján, que por caprichos de la Historia había quedado fuera de sus fronteras.

– ¿Ha paseado alguna vez por Riga?- me preguntó ella. -¿Qué le pareció?

Le dije que me gustaban las ciudades como Riga.

– ¿No le parece demasiado cenicienta?

Asentí con un gesto.

– ¿Y sus ciudades, cómo son?

– Blancas- contesté, sin pensarlo siquiera.

– Qué interesante- dijo ella. -Sueño con conocer ciudades blancas.

Me habría gustado decirle que nuestras ciudades eran transparentes, como le había dicho una vez a una joven e ingenua ucraniana, en Yalta, el invierno anterior, pero ésta era muy atractiva y yo había empezado ya a controlar mi vocabulario. Me escuchaba con un gesto un tanto insólito, entre la atención y el menosprecio, sonriendo con la mirada perdida, como si la causa de su sonrisa no estuviera nunca a menos de veinte pasos.

Conversamos un buen rato apoyados en la balaustrada, mientras la gente alborotaba en torno a la mesa de ping-pong, equivocaba el tanteo y después discutía los puntos con una pasión digna de mejor causa.

– ¿Ve aquella mujer gruesa con un chal que le habla a su hijo con gesto de enfado?- le dije.

– ¿La de pelo canoso?

– Sí. Pues el famoso poema que comienza: «Cuando los ocasos eran azules, completamente azules», estaba dedicado a ella.

– ¿De verdad?¿Y cómo lo sabe?

Le conté por qué lo sabía, pero ella, en lugar de alegrarse de que le hubiera confiado esa intimidad del mundo literario, frunció los labios.

– Me sorprende que lo diga con regocijo- dijo. -Incluso, perdóneme, yo diría que con cinismo.

– ¡¿Cinismo?!

A decir verdad, me había alegrado encontrar en aquella mujer un objeto interesante de conversación, pero jamás habría imaginado que nadie pudiera acusarme de que me produjera regocijo el envejecimiento de las mujeres.

Pensé disculparme de algún modo, pero recordé que en tales casos las tentativas de dar explicaciones no hacen sino dar lugar a nuevos malentendidos, de forma que no abrí la boca. Su rostro había adoptado otra vez aquella expresión de menosprecio y arrogancia.

Permanecimos en silencio largo rato y a cada minuto que pasaba crecía mi impresión de que volvíamos a transformarnos en extraños a una velocidad catastrófica.

Maldita gorda, me dije. Por qué diablos te me habrás puesto delante. Ahora se irá, pensé. Espera y verás cómo se va, sin decir siquiera buenas noches. No tenía ningún deseo de que se fuera. Media hora antes ni siquiera sabía de su existencia en el mundo y ahora su sola marcha se me antojaba un eclipse de Luna. Yo mismo no me explicaba cuál era la causa de aquella alarma, pero sin duda guardaba relación con el aburrimiento monótono de esos días de ocio, en compañía de personas con iniciales que deambulaban por doquier como losas con inscripciones, y sumido en ese estado de desconcierto espiritual que me invadía en los últimos tiempos. Entre aquella rigidez de museo había surgido por fin un ser vivo. Y además la visitante poseía algo que la hacía asombrosamente parecida a Lida Snieguina, sobre todo en los cabellos y en el cuello terso.

La pelota de ping-pong botaba como un diablillo, matando todo pensamiento con su gracilidad vacua. Nuestro silencio se prolongaba más allá de lo normal y de nuevo me dije: espera y verás cómo se va, dejándote solo en este archivo.

Pero no se fue. Continuaba observando el tablero de ping-pong, tranquila y desdeñosa. El reflejo de su pelo color platino se encontraba junto a mí, como una puesta de sol fortuita, y recordé aquel aullido o sinfonía de perros de que me habían hablado en Yalta el invierno anterior. Se me ocurrió marcharme sin más, pero recobré mis esperanzas diciéndome que así debían de ser las muchachas de estas tierras y además, después de conocer a las accesibles chicas de Moscú, todas las del resto del mundo pueden parecerte intratables.

– ¿Damos un paseo?- le pregunté de pronto.

– ¿Por dónde?- respondió sin volver la cabeza.

– Por allí, más allá, puede que haya baile en alguna parte.

Sin responderme emprendió la marcha en dirección al mar y la seguí. La arena crujía bajo nuestros pies y ambos guardábamos silencio. Ella continuaba con las manos en los bolsillos del pantalón y su blusa malva parecía ahora negra.

Hacia nuestra izquierda estaba el mar, a la derecha se cernían las sombras oscuras de los pinos de la costa y se divisaban dispersas las casas de reposo y las estaciones del tren eléctrico. Entre los pinos aparecían de vez en cuando pequeñas iglesias de un estilo que no había visto nunca, estrechas y con los campanarios extraordinariamente altos. Llevaba un buen rato dando vueltas en busca de un buen tema de conversación y, en medio de este esfuerzo penoso, acudió dos o tres veces a mi memoria, casi con nostalgia, la muchacha ucraniana de Yalta, a quien se le podían contar las cosas más inverosímiles y ella no sólo las creía, sino que podía arrojarse a tu cuello cada vez que terminabas de contarle cualquier disparate.

Nuestro silencio se tornaba más y más fastidioso y casi había perdido la esperanza de encontrar un tema apropiado, cuando ella me preguntó bruscamente por Fadeyev. Yo no habría sido capaz de imaginar una pregunta más conveniente y cuando le dije que en Moscú pasaba todos los días ante su casa, exclamó: ¡Ah!

– Corren muchos rumores sobre su suicidio- dijo. -Usted que viene de la capital, sin duda sabrá algo más que nosotros- añadió tras una breve pausa.

– Desde luego- respondí.

En realidad había oído hablar mucho de aquel suicidio en los círculos literarios de Moscú, de modo que le relaté las habladurías más sabrosas al respecto. Me escuchaba conmovida. De pronto se me ocurrió hablarle de la cura antialcohólica de Fadeyev en el hospital del Kremlin. Se trataba de una dolorosa historia, que yo había escuchado durante una sobremesa en la periferia de Moscú. Era su último intento de desintoxicarse. El procedimiento de cura consistía en hacerle beber diariamente una dosis creciente de vodka, hasta que su propio organismo rechazara para siempre el alcohol. Por eso, en los silenciosos corredores del hospital aparecía todas las mañanas un hombre alto, vestido con la bata de los internos, que se movía como un sonámbulo, con la mirada turbia, la mente extraviada, completamente borracho, confundiendo las puertas, a las personas, todo. Las enfermeras, las mujeres de la limpieza, los camilleros, reunidos furtivamente tras las puertas o al fondo de los pasillos, susurraban: «Hoy le han administrado trescientos centímetros cúbicos, mañana le aumentarán la dosis», y lo perseguían con ojos curiosos, la mayoría con desesperación, pero alguno había que lo miraba con el gozo que la gente insignificante experimenta ante la caída de los grandes; lo observaban, pues, con curiosidad a él, el orgullo de la literatura soviética, ahora irreconocible, arruinado, sin otra cosa en el cerebro que brumas alcohólicas y vacío.

Me esforcé por contarle todo aquello con la mayor veracidad y creo que lo logré, pues al finalizar mi relato sentí que me flaqueaban las piernas como a un borracho. Ella me tomó del brazo y se apoyó delicadamente en mí.

– ¿Pero por qué?- preguntó, con voz perdida.

Era una pregunta que yo esperaba porque en cuanto abrió la boca me encogí de hombros para expresar que lo ignoraba. Sí, ¿por qué, a pesar de todo, se había suicidado apenas salir del hospital?

Caminamos largo rato callados. Me sentía sumido en un estado de completo embotamiento. Cruzó de nuevo mi mente el caballo de la balada de Costandin y Doruntina, sobre el que cabalgaban juntos él muerto y ella viva.

– Eso que me ha contado es muy triste- dijo ella. -Dejemos esa conversación.

Asentí con la cabeza y dejamos en efecto el asunto. Recordamos que debíamos buscar un lugar donde hubiera música y, mientras volvíamos la cabeza en todas direcciones, advertimos que nos habíamos alejado mucho de la casa de reposo. El arenal se extendía interminable y desierto junto a las aguas del mar, entre las cuales, en la penumbra, algo parecía querer surgir de tiempo en tiempo. Era la tenue luminosidad de las olas que se extinguía tras brillar sólo un instante. Hacia el otro lado, aquí y allá entre los pinos, se destacaban débilmente reflejos blancos, algo semejante a campanarios de piedra. El pitido de una locomotora se escuchaba unas veces próximo y otras lejano. Me acordé nuevamente de Lida, del Riyski Vokzal, la estación de Riga, en Moscú, donde ella había acudido a despedirme y de la leyenda que no había logrado contarle.

– ¿En qué piensa?- me interrogó.

– ¿Ha leído Leonora, de Bürger?- le pregunté con brusquedad.

Dijo que no con la cabeza.

– ¿Y Ludmila, de Jukovski?

– Esa sí, la dimos en la escuela.

– Es la misma cosa- le dije. -Jukovski lo ha traducido de Bürger.

– Recuerdo que algo nos dijo el profesor- respondió. -Aunque a los rusos no les gusta mencionar esa clase de cosas.

Era evidente que no sentía demasiada simpatía por los rusos.

– De todos modos, tampoco es original de Bürger -continué yo. -Ambos lo han plagiado de otros, y no sé cuál de los dos ha cometido un crimen peor.

– ¿Bürger es alemán, no?

– Sí.

– ¿Y él de dónde lo ha plagiado?

Abrí la boca para decir «de nosotros», pero me contuve en el último momento, para evitar colocarme en la actitud de esos representantes de los pueblos pequeños, que a la menor oportunidad se apresuran a decir «nosotros», «en nuestro país», con cierta dosis de arrogancia o de pedantería, que a mí me parecían deplorables, pues tenía la impresión de que ellos mismos no creían en lo que decían.

Comencé a medir más las palabras. Le dije que Homero había nacido en los Balcanes y que ésta era, por tanto, la tierra originaria de la gran poesía, donde podían encontrarse innumerables leyendas y baladas de una belleza incomparable, y precisamente una de ellas, la que refería cómo el muerto se alzaba de la tumba para dar cumplimiento a su palabra, era la que había explotado Bürger para su Leonora, aunque con un resultado deleznable. Le expliqué que todos los pueblos de los Balcanes habían creado variantes de esa misma leyenda, pero ella debía creerme si le decía que no era una muestra de chovinismo afirmar que nuestra variante era la más estremecedora, la más hermosa por tanto. Ésta era también la opinión de un poeta griego que estudiaba conmigo en Moscú.

– Le creo- dijo ella. -¿Por qué imagina que yo iba a considerar superior la variante griega?

– A causa de Homero- le respondí. -Como él es griego…

– Oh, sí…, tiene razón. Pero cuénteme la leyenda de una vez.

Estaba esperando que me lo pidiera. Enseguida, me dije. Enseguida la oirás. Al parecer, aquel verano estaba condenado a contar la leyenda sin remisión. Si no había sido capaz de hacerlo con Lida en la Riyski Vokzal, sin duda se debía a que mi conciencia aún no la había elaborado entonces lo suficiente como para exteriorizarla de forma perfecta. Ahora, el momento parecía haber llegado.

Aspiré profundamente y concentré toda la energía de mi mente, por desgracia todavía bastante adormecida, en explicarle a mi acompañante lo que significaba para una albanesa, madre de doce hijos, casar a su única hija en un lugar lejano, «más allá de las montañas». Sentía que ella me seguía y además el Báltico, aquella masa de agua fría y ajena, me ayudaba con su estruendo septentrional. La madre no quería casar a su hija tan lejos pues, según decía, ¿cómo encontraría a Doruntina si alguna vez tenía necesidad de su compañía, ya fuera por boda o por duelo? Bien, pero el más pequeño de sus hijos, Costandin, le dio su palabra de que, fuera como fuera, él le traería a su hermana desde las más remotas tierras si había necesidad. Aceptó entonces la madre y casó a su hija con un gentilhombre de lejanas raíces. Pero, ay, que bien pronto sobrevino un crudo invierno, acompañado de una terrible guerra: sus doce hijos murieron en los combates y la madre quedó sola y desamparada en medio del frío y la adversidad.

– ¡Pues yo no recuerdo nada de eso!- exclamó ella.

– Claro, ellos lo han suprimido todo- repliqué en tono amenazador, como si Bürger y Jukovski fueran ladrones de caballos.

No apartaba sus ojos de mí.

– La tumba de Costandin estaba empapada y cubierta de barro, por haber violado la besa *- proseguí. -Porque en mi país, la palabra dada, la besa, tiene un valor absoluto y su violación representa para un hombre la mayor de las ignominias. ¿Me comprende? Incluso al roble se le secan las ramas si traiciona su palabra, se dice allí.

– Es fascinante.

Al reanudar mi relato, le conté que un domingo, cuando la afligida madre acudió como de costumbre a visitar las doce tumbas de sus hijos, dejó un cirio encendido sobre once de ellas, pero en la del más pequeño, Costandin, encendió dos. Después de hacerlo, gritó frente a la cabecera de la lápida: Costandin, ¿qué fue de la promesa que me hiciste de traer a mi hija ya fuera por boda o por duelo? E hizo lo que sólo excepcionalmente puede hacer una madre albanesa: maldijo a su hijo muerto: ¡Tú que has faltado a la besa, que no te acepte la tierra! Y cuando la noche…

Apenas hube pronunciado estas palabras, me cogió de la mano, exclamando:

– ¡Qué terrible es todo eso!- Y al cabo de un instante, quizá para recobrarse de la emoción, me dijo que nada de aquello se decía en lo que ellos contaban.

– Deja en paz a esos bandidos- le grité casi de rabia. -Así que, cuando la noche acabó de caer y la Luna iluminó el cementerio, la lápida de la tumba de Costandin se alzó y de la fosa, pálido y con la cabellera cubierta de barro, surgió el muerto maldito.

Su mano tembló, pero yo no me detuve.

– Costandin se levantó de la tumba porque ante la palabra dada retroceden incluso las fronteras de la muerte, ¿entiende?

El estremecimiento se había transmitido a sus hombros y yo continué relatándole la cabalgata de Costandin bajo la Luna en dirección al país donde se había casado su hermana. Llegó allí, encontró a Doruntina en una fiesta y la subió a lomos de su caballo para llevarla junto a su madre. Durante el camino ella le preguntaba sin cesar: «Por qué estás tan pálido, hermano mío, por qué tienes barro en el cabello?» Y él respondía: «Será el cansancio y el polvo del camino.» Y así viajaron a la grupa del caballo, el muerto con la viva, hasta llegar al pueblo de la madre. Al pasar junto a la iglesia, Costandin descabalgó. La iglesia, con su verja y su portalón de hierro, estaba oscura. Sólo en el ábside brillaba una luz pálida. El le dijo a su hermana: Ve tú delante, yo tengo algo que hacer aquí. Y empujó la puerta de hierro, entrando a continuación en el cementerio para no volver a salir jamás.

Al llegar a este punto, callé.

– ¡Oh, qué emocionante, qué hermoso!

– ¿De verdad le gusta?

– Mucho. Mucho. ¡Es tan distinto de lo que nos enseñaron en la escuela!

– No me hable más de esos indeseables.

Habíamos caminado un buen trecho y ahora se oía una orquesta en alguna parte.

Me sentí sorprendentemente aliviado tras haber podido contar por fin la antigua balada. Estaba satisfecho al comprobar que a ella le había gustado, tanto que hasta se me ocurrió contarle la otra formidable leyenda albanesa, la del emparedamiento en la pilastra de un puente, pero me contuve en el último instante por miedo a excederme y convertir aquella noche en una sesión de folklore.

Caminábamos en dirección a la orquesta. Escuchábamos su música cada vez más próxima. Pronto surgió ante nosotros el rótulo luminoso de un restaurante.

– Lido- leí yo en voz alta. -¿Entramos?

– Espere- dijo ella. -Esto será caro. No me gusta.

Metí las manos en los bolsillos y saqué todo el dinero que tenía.

– Tengo ciento diez rublos- dije. -Creo que será suficiente.

– No, no- insistió ella. -No me gusta este sitio. Vamos a algún otro.

Yo sabía que el dinero no alcanzaba, por eso no insistí.

Más adelante volvimos a oír música y nos encaminamos al lugar de donde procedía. Era un baile organizado en común por las casas de reposo de los veteranos y de los obreros. Nadie nos detuvo en la entrada, de modo que entramos sin más en el local. La gente bailaba en la pista y bebía en las mesas distribuidas alrededor.

A la luz de las lámparas, ella me pareció aún más atractiva. Como no encontramos otra cosa mejor que hacer, nos pusimos a bailar nosotros también. La sala era muy ruidosa. Una y otra vez sacaban al exterior a algún borracho. Al encontrarnos en un ambiente extraño y desconocido para ambos, de pronto nos sentimos más próximos el uno al otro, aunque me gustaba tal como era, un tanto desenvuelta y distante. Le sentaba muy bien la mezcla de ambas cosas. Nos acercamos a la barra del bar y pedimos dos coñacs. Ella caminaba y bebía con ademanes decididos. En torno a una mesa próxima, tres hombres ya mayores que bebían y charlaban en letón nos miraron con curiosidad y uno de ellos, el de más edad, le preguntó algo a mi acompañante. Aunque no sabía una palabra de su lengua, imaginé que le preguntaba quiénes éramos, pues todos alzaron los ojos hacia mí; al parecer habían advertido que era extranjero y cuando les contestó en su acostumbrado tono sosegado, mostraron cierto interés, me sonrieron y uno se levantó en busca de dos sillas más.

Con las presentaciones supe que eran veteranos de la revolución y comenzamos a charlar. Mi amiga servía de intérprete. Los tres sabían algo de Albania, mas parecían no haberse topado nunca con un albanés, de modo que no cesaban de repetir que se alegraban mucho de conocerme. Me gustó comprobar que al menos ellos no imaginaban a todos los albaneses con enormes narices y mostachos de grandes guías. No obstante, ignoro la causa, nos creían particularmente saludables y robustos, cosa que mi aspecto no podía corroborar.

– ¿Sois novios?- nos preguntó el de más edad.

Ambos negamos a un tiempo con la cabeza, después nos miramos y ella me pareció entonces más próxima; ahora existía entre los dos un pequeño secreto, el primero, consistente en que aquellos hombres ignoraban que acabábamos de conocernos y que incluso nos tratábamos de usted.

Ellos tres habían formado parte de un regimiento letón destinado a la defensa del Kremlin tras la revolución. Había oído hablar mucho del regimiento de «Cazadores letones». Pocos días antes, en el imponente cementerio de Riga, el «Bratskaia moguila», había visto centenares de tumbas suyas, alineadas en hileras interminables, junto a unos bajorrelieves gigantescos representando caballos y caballeros del Norte, con la cabeza inclinada sobre los caídos. No había imaginado que un día tendría ocasión de conocer a tres soldados vivos de aquel regimiento, y mucho menos sentarme a su mesa con una muchacha. De vez en cuando hablaban en ruso, pero era un ruso muy extraño y pensé que únicamente así podía hablarse una lengua aprendida junto a los muros de una fortaleza de la revolución, entre las alarmas, los complots de los blancos y el aborrecimiento del mundo derrocado.

– ¿Sabes- dijo uno- que aquí, en la costa de Riga, en Kemeri, si mal no recuerdo, un rey vuestro compró una villa y pasó varios meses en ella de vacaciones?

– ¡Cómo!- exclamé. -¿Un rey albanés?

– Sí, sí- respondió. -Recuerdo haberlo leído en un periódico hacia 1939 ó 1940, creo.

– Nosotros no hemos tenido más que un rey- le dije: -Zog.

– Del nombre no me acuerdo, pero recuerdo muy bien que era rey de Albania.

– Curioso- dije mientras para mis adentros experimentaba la irritación que produce encontrarse a un conocido inoportuno en un país lejano. Sus dos camaradas también sabían que un rey albanés había comprado una villa en la playa de Kemeri. La muchacha, regocijada con el descubrimiento mantuvo un animado diálogo con ellos, hablando al parecer del asunto.

– Oh, resulta que es verdad- exclamó dando palmas. -¡Qué interesante!

Me pareció que por primera vez brillaba en sus ojos una luz soñadora y yo fruncí los labios. Met Zog me dije con disgusto. ¡Dónde vienes a fastidiarme!

– ¿Por qué frunces los labios?- dijo ella. -¿Te molesta que él haya estado aquí?

No sabía qué decir y le espeté con desprecio:

– ¿A mí? Si quieres que te diga la verdad, me tiene sin cuidado. Nunca me ha interesado.

– ¡Mira, mira qué engreído!

Vaya un chasco, me dije. Espera y verás cómo te dice que tienes celos de él. La verdad es que me había producido cierto resentimiento que sus ojos, hasta entonces grises y serios, se iluminaran con la sola mención del ex rey. Me esforcé por disimular este sentimiento y, dirigiéndome más a los veteranos que a ella, dije con frialdad:

– Habrá venido aquí después de escaparse. Tenía muchos enemigos y tomaba precauciones. Esto está tan lejos de Albania…

– Sí, está lejos- concedió uno de los veteranos. -Muy lejos.

Cuándo acabará esta conversación, me dije. Alzamos las copas y bebimos por turno a la salud de todos, comenzando por mi amiga. Los veteranos estaban ya bastante alegres. Nos pidieron que bailáramos y mientras lo hacíamos nos miraban con ojos nostálgicos, lanzándonos de vez en cuando una sonrisa.

– ¿No se le hace tarde?- le pregunté a ella.

– ¿Qué hora puede ser?

– Las doce y media.

Me dijo que sería preferible que nos fuéramos, así que alzamos por última vez los vasos con los tres letones y bebimos. Después, en el momento en que nos íbamos, los veteranos, aproximando las cabezas sobre la mesa y en voz baja, comenzaron a cantar, en mi honor por lo visto, la Bandiera rossa. En la sala había mucho ruido y ellos cantaban quedamente con voces gruesas y un poco roncas. Quizá creyeran que era una canción albanesa, o puede que supieran de qué canción se trataba y a pesar de ello la cantaban porque yo procedía de un país lejano, vecino de la patria de la canción, o tal vez fuera la única canción extranjera que conocían y la cantaban porque yo era extranjero. Evité hacer el menor comentario, ni les pregunté, no tenía ninguna importancia, pero permanecí escuchando la famosa melodía, cuya letra deformaban por completo, a excepción de la palabra revoluzione, que pronunciaban revolutiones, añadiéndole una ese, habitual en las terminaciones en letón.

Nos despedimos de ellos y salimos. Afuera hacía fresco. Los contornos de la costa apenas se adivinaban ahora en la oscuridad. Ella me cogió del brazo y comenzamos a caminar en las tinieblas al azar, escuchando igual que antes el crujir de la arena bajo nuestros pies, sólo que ahora nuestro andar era más pausado y el crujido se oía más nítidamente, pues también el silencio era más profundo. Caminábamos callados y yo pensaba que nos habíamos transformado en siluetas, idénticas a las que atrapábamos en nuestras fotografías.

– ¿A dónde vamos?- preguntó ella.

– No sé- respondí. -Donde quiera.

– Tampoco yo lo sé, ni quiero saberlo- dijo. -Me gusta caminar así, sin rumbo.

Le contesté que también a mí me gustaba caminar así, a la ventura, y ella añadió algo más en el mismo sentido. Volvimos a escuchar nuestros pasos lentos sobre la arena, sin saber en qué dirección avanzábamos. No resultaba difícil orientarse hacia la casa de reposo, pero los dos preferíamos no volver y, al parecer, caminábamos en dirección contraria.

– ¿Habrán pasado otros albaneses las vacaciones en este lugar, además de su rey?- me preguntó.

– No lo sé. Quizá lo hayan hecho.

– Espero que no- dijo ella. -Me atrae la idea de que ningún otro albanés, aparte del rey y de usted, haya estado nunca aquí.

Pronunció las palabras «aparte del rey y de usted» con tal aire de intimidad, como si el rey y yo fuéramos dos caballeros que la acompañaran por aquella playa desierta, entre los cuales tuviera que elegir a su campeón.

– ¿No sería sugestivo que sólo ustedes dos hubieran pasado las vacaciones aquí?- insistió poco después.

– No sé. No le encuentro nada de particular.

– Ya- exclamó ella. -¿Le parece más interesante descubrir que el poema «Cuando los ocasos eran azules» está dedicado a una mujer que hoy pesa cien kilos?

Como no sabía qué responderle, me reí. Me estaba pagando con la misma moneda. Me está bien empleado, pensé. La mujer gorda y encima Met Zogolli, el reyezuelo Zog, ¿no se bastan entre los dos para echar a perder una noche? Ah, señor de Met, me dije de nuevo, ¿otra vez me sales al paso?

Como si hubiese adivinado mis pensamientos, dijo: -¿Piensa usted que siento alguna simpatía especial por los reyes? La verdad es que me los imagino como unos viejos infelices, a los que de vez en cuando les cortan la cabeza.

Yo me reí.

– Películas en tecnicolor- contesté y no continué por miedo a que se ofendiera.

– ¿Cómo?

– Nuestro rey era joven, astuto y sanguinario, y no tenía absolutamente nada de viejo infeliz.

Al parecer, mis palabras no le causaron la menor impresión.

– ¿Era guapo?- preguntó al poco.

Vaya, dónde terminamos yendo a parar.

– No- respondí, -era agitanado, tenía la nariz ganchuda y le encantaban las canciones orientales.

– Habla de él como si se tratara de un rival- dijo.

Reímos ambos ruidosamente. Guardamos después silencio un buen rato, mientras ella continuaba caminando apoyada en mi brazo. Me apetecía silbar algo. Sentíamos la sombra del ex rey junto a nosotros, tal como poco antes nos había acompañado la de Fadeyev.

Oímos un ruido amortiguado por la distancia y una luz, quizá el faro de una locomotora, tembló como extraviada en algún lugar a lo lejos. Quién sabe por qué extraño capricho, aquella luz pareció recordarle la balada que acababa de contarle, pues hizo algún comentario al respecto. Le pregunté qué parte de mi relato le había gustado más.

– El instante en que Constandin se detiene junto al cementerio y le dice a su hermana: «Ve tú delante, yo tengo algo que hacer aquí.» No sé cómo expresarlo… Es una cosa que podemos haber experimentado todos, bajo mil formas… Aunque parece no guardar ninguna relación con la realidad, la verdad es… no sé cómo decirlo…

– Quieres decir quizá que abarca un dolor universal- le dije yo- como todo arte verdadero.

– «Ve tú, yo tengo algo que hacer aquí»… ¡Oh, es aterrador y sin embargo es maravilloso!

De nuevo se me ocurrió que tal vez fuera el momento de contarle la otra leyenda, la del emparedamiento en el puente, de la que existían variantes en todos los pueblos de los Balcanes. En una de esas variantes, precisamente la originaria de Bosnia, había basado Ivo Andric su novela El puente sobre el Drina, que le había proporcionado el premio Nobel. Como buen balcánico, yo tenía una excelente opinión de su obra, aunque también la convicción, igual que en el caso de la balada de la palabra dada, de que la variante albanesa, por ser la más antigua, era también la mas hermosa sin lugar a dudas.

– «Ve tú, yo tengo algo que hacer aquí»- repitió ella en voz baja, como si hablara consigo misma. -Es un dolor universal ¿no le parece? Se diría que todos los habitantes del globo terráqueo… No sé cómo explicarlo… Todo el mundo forma parte de ese dolor… incluso, sobra, podría decirse que para la Luna y las estrellas…

Hablamos algo sobre la universalidad del verdadero arte, mientras yo me decía que contarle la balada del emparedamiento sería excesivo y podía menguar la fuerte impresión que le había causado la primera.

Mientras hablábamos del arte verdadero y del otro llegamos a una pequeña estación.

– Viene el último tren- dijo mientras caminábamos por el andén desierto y nuestros pasos resonaban solitarios sobre el cemento. El tren verde penetró velozmente en la estación y frenó con estridencia junto a nosotros, grande y casi vacío. Quizá fuera el mismo cuyo foco habíamos visto poco antes fulgurar a lo lejos. Las puertas se abrieron pero no descendió nadie y de pronto, justo en el instante en que el convoy comenzaba a moverse de nuevo, ella me cogió de la mano y gritó: «Vamos, sube», y se lanzó hacia una de las puertas. Me abalancé tras ella y el tren partió. Por primera vez la vi realmente gozosa. Sus ojos relucían mientras nos metíamos en un vagón completamente vacío, cuyos largos bancos parecían aun más solitarios bajo la luz de las lámparas eléctricas.

Salimos al pasillo y observamos a través del cristal la noche negra.

– ¿A dónde vamos?- le pregunté.

– No lo sé- contestó alegremente. -No sé nada. Sólo sé que vamos a alguna parte.

También a mí me era indiferente a dónde fuéramos y me encontraba a gusto atravesando la noche, solo con ella, en un tren casi vacío.

– Si la villa se encuentra en esta dirección, podemos bajar en el lugar donde pasó las vacaciones ese rey suyo- dijo ella. -Quiero ver la casa.

Me reí, pero como insistiera, acepté con el fin de evitar una disputa inútil. Resultaba en verdad atractiva con aquella obstinación suya y además yo sabía que no hay cosa más exasperante que pelearse en un recinto cerrado como aquél, donde no es posible dejar plantada a tu pareja confiando en que te llame desde lejos «espera» y eche a correr hacia ti, para celebrar después la reconciliación con arreglo a un antiguo ritual, obra común de los enamorados de todos los tiempos. Así que consentí, pero resultó que no teníamos ni idea de en qué dirección marchábamos, y las estaciones eran tan iguales y tan próximas unas a otras, que todo esfuerzo por distinguirlas era en vano. No obstante, cada vez que el tren entraba en una de ellas, escudriñábamos afanosamente los letreros, pues aún confiábamos en que nos saliera al paso la estación que deseábamos. Permanecíamos de pie en el pasillo del vagón y yo me decía, observándola, que estaba verdaderamente atractiva, siempre con las manos en los bolsillos. Las estaciones estaban sin excepción desiertas y los grandes paneles de los horarios aparecían entristecidos a aquella hora en que todo movimiento hacía cesado y nadie se detenía ante ellos.

– No llevamos billete- dije.

– Qué más da. A estas horas ya no pasa el revisor.

Me puse a silbar una melodía y me sonrió. Nos mirábamos a los ojos y a no ser por ella que vio el letrero y se puso de pronto a dar palmadas y a gritar su nombre, nos hubiéramos pasado de estación. Cuando el tren se detuvo, saltamos uno tras el otro al andén. Segundos después, el tren volvió a ponerse en movimiento. Se alejaba en la oscuridad de la noche, arrastrando el fragor consigo y nosotros nos quedamos solos en la plataforma, sumida ahora en un silencio absoluto.

– Subimos en el tren que queríamos- dijo señalando con la mano el letrero de la estación.

– A mí me da lo mismo- contesté.

Sí, la verdad es que me da lo mismo, pensé. Las noches eran tan aburridas en la residencia que cuanto más me alejara de ella, tanto mejor.

– Pues a mí no- respondió. -Quiero ver la residencia del rey.

– ¿Y cómo la vamos a encontrar?

– No tengo la menor idea- contestó. -Pero confío en que la encontremos.

Atravesamos las vías y caminamos hacia la orilla del mar. Volvió a cogerme del brazo y sentí otra vez el peso de su cuerpo. La playa estaba absolutamente desierta. En la oscuridad se distinguían los contornos negros de las escasas edificaciones que se alzaban frente al mar. No había una sola luz en ninguna parte. Sólo se oía el murmullo de las olas en la orilla, que acentuaba todavía más la sensación de soledad. Pasábamos ante las puertas y las ventanas cerradas de las villas silenciosas mientras ella me preguntaba una y otra vez cuál podría ser la villa real.

– Quizá sea ésta- señaló. -Es la más bonita y la más suntuosa.

– Puede ser- dije, observando una edificación grande de dos plantas, con un hermoso jardín rodeado por una verja de hierro. -Puede ser- repetí. -Era muy rico y no reparaba en gastos para cosas así.

– ¿Nos quedamos un rato aquí?-preguntó.

Nos sentamos en los escalones de mármol y yo le eché el brazo sobre los hombros, pues dijo que tenía frío. También yo lo sentía. Soplaba viento del mar y sus cabellos, asimismo fríos y pesados a causa de la humedad de la noche, semejantes a hilos de cobre, rozaban insistentemente mi rostro.

– ¿En qué piensas?- preguntó ella, hablándome por segunda vez de tú.

Me encogí de hombros. En realidad no tenía en la cabeza nada que pudiera considerarse un pensamiento. Quise decirle: pienso en ti, pero me pareció demasiado manoseado y banal y, además, ella era de esa clase de muchachas a las que parece imposible dirigirse en lenguaje semejante.

– Yo sé en qué piensas- dijo. -Piensas que vuestro rey puede haberse sentado en estos mismos escalones para contemplar el mar igual que nosotros ahora y que quizá tú seas el primer albanés que viene aquí después de él.

– No- le dije.

– Sí- insistió ella.

– ¡No!

– No quieres admitirlo por orgullo.

– Sinceramente, no- le dije con voz cansada. -Me da igual que él haya estado o no en estos mismos escalones. Eso no sólo no estimula en absoluto mi fantasía en el sentido que tú crees sino por el contrario…

– Entonces es que careces por completo de fantasía -me interrumpió.

– Quizá.

– Perdona. No pretendía ofenderte.

Guardamos silencio largo rato y yo sentía cómo el aire estrellaba una y otra vez sus fríos cabellos contra mi cara. Mi brazo continuaba sobre sus hombros, paralizado, como una de esas ramas húmedas y pesadas que se encuentran una mañana en el umbral de su puerta, derribada por el viento nocturno.

Es preciso que hablemos del ex rey, me dije. Durante toda la velada, desde que se interpusiera por vez primera entre nosotros el aguafiestas de Met, había estado esforzándome por eludir el tema, pero ahora comprendía que era imprescindible.


Respiré profundamente y, antes de comenzar a hablar ya me sentía cansado. Quise contarle algo de Albania, sobre todo acerca de la miseria económica de antaño, y poco más o menos le dije que los albaneses, los mismos que habían creado aquellas leyendas fascinantes (ahora creía haberle contado también la leyenda del puente) eran tan miserables que la mayoría de ellos, aun viviendo muy cerca del mar, ni siquiera lo habían visto en su vida, y esto sucedía mientras este hombre (señalé con el dedo la verja de hierro) compraba residencias suntuosas fuera de su país y se paseaba por las playas extranjeras en compañía de prostitutas. Después le comenté la extrema pobreza de algunas comarcas donde la única pertenencia de los montañeses era el trozo de tela enrollado en la cabeza a modo de turbante. El turbante no era sino la propia mortaja que llevaban siempre consigo de manera que, si morían en medio del camino, cualquier desconocido pudiera darles sepultura.

Sentí sus dedos hurgando en mi cuello, como si buscaran allí la mortaja, y me estremecí.

– ¿Habías oído hablar de esto alguna vez?- le pregunté al poco.

– No. Sabía que Albania es un país muy bello, pero lo que tú estás diciendo es demasiado triste. Continuaba hurgándome suavemente el pelo de la nuca y tras un silencio continuó:

– ¿Sabes? Quizá tengas razón por lo que se refiere a los reyes, pero, de cualquier modo, todo el mundo tiene necesidad de un poco de fantasía. Un poco de fantasía- repitió un momento después -mientras que buena parte de los libros actuales son tan aburridos… con esos héroes de anchas espaldas que no paran de sonreír. ¿No te parece?

No sabía qué decirle. Creía que tenía razón. Sin embargo, intenté decirle que la revolución poseía su propia belleza, por ejemplo aquellos tres «cazadores» letones con quienes nos habíamos encontrado hacía dos horas o la misma figura de Lenin, ante la cual los reyes, zares, khanes, emires, emperadores, sultanes, califas, papas y demás no eran más que pigmeos, más que…

– Sí, sí, no tengo nada que oponer- esta vez era su voz la que sonaba cansada, pero la mayoría de los libros actuales sobre la revolución o sobre Lenin son, cómo diría yo, áridos, insípidos, no sé cómo decir…

Acudió a mi memoria el sentimiento de disgusto que tanto me había atormentado últimamente y sentí que me resultaba muy difícil contradecirla.

– Eso puede deberse a que fuera Shakespeare quien escribiera sobre los reyes.

– No lo sé- respondió, -no sé explicarlo.

Fue Shakespeare quien escribió sobre los reyes, pensé, mientras que sobre la revolución… Por mi cerebro desfiló fugazmente la multitud de escritores mediocres, con aquella envidia perpetua grabada en sus ojos (algunos aún envidiaban a Maiakovski después de muerto), que al escribir tan mal a propósito de la revolución le habían ocasionado no menos daño que regimientos enteros de guardias blancos, a los ojos de las nuevas generaciones. Evoqué el rostro sanguíneo del crítico Yermilov, que me resultaba odioso porque sabía que había sido uno de los causantes del suicidio de Maiakovski. Cada vez que lo veía, pequeño y repulsivo, mientras almorzaba en el comedor de la casa de reposo, me sorprendía que aquella legión de escritores no se abalanzara sobre él para golpearlo, lincharlo, arrastrarlo por las calles, hasta las dunas de la costa, hasta la fuente de los delfines. Y me repetía de tiempo en tiempo: el solo hecho de que no suceda, significa que algo no marcha en esta casa de descanso, algo funciona al revés, trágicamente al revés.

– ¿Ves cómo tengo algo de razón?- dijo ella.

– ¿Qué?- exclamé aturdido.

Sentía una gran confusión mental y no acertaba a comprender en qué pretendía ella tener razón. La conversación recayó otra vez en nuestro ex rey, y yo, aterrado ante la idea de que aún albergara la más leve admiración por él, quise hablarle de la infamia de su corte, de todos sus príncipes, los Tatier, Hussein, etcétera; de sus hermanas, Sanie, Majide y las demás; de aquellos rostros brutales, ignorantes y grotescos que tantas veces había contemplado en viejas revistas ilustradas, en la Biblioteca Nacional, mientras preparaba la licenciatura. Pero era demasiado tarde para iniciar una conversación tan penosa y no le dije nada. No obstante, ya fuera por mi silencio, ya por la rigidez de mi brazo sobre sus hombros, pareció adivinar mis pensamientos, porque dijo de pronto en voz baja:

– Quizá no sea ésta su villa.

– Quizá- contesté yo y tomé aliento profundamente, agotado por aquella victoria pírrica ya que, a fin de cuentas, me sentía despechado, muy despechado incluso, ante la idea que el ex rey hubiese abandonado su Edad Media para venir a amargarme aquella noche. Después se me ocurrió que no existe una sola noche en la vida que no esté amenazada y que no es posible prever jamás desde qué profundidades perdidas puede surgir esa amenaza. Mas puede que no sea casual, me dije, que la sombra del ex rey se me aparezca precisamente aquí, en medio de este desasosiego, sobre esta extensión de dunas desiertas a través de las cuales los muertos y los vivos cabalgan en silencio en parejas, a lomos de caballos de balada.

– ¿Cómo te llamas?- me preguntó ella tras un largo silencio.

Le dije mi nombre. Se inclinó hacia delante y escribió con el dedo mis iniciales sobre la arena endurecida por la humedad.

Acudieron a mí las iniciales de aquella mujer gorda y a continuación pensé en lo larga que había terminado siendo esa tarde, transformada ya en noche cenada, igual que se transforma una muchacha en mujer. Poco después nos levantaríamos y nos alejaríamos de allí, caminando en las tinieblas sobre las vías del tren eléctrico, para no perder la orientación. Imaginé cómo la acompañaría hasta su residencia y cómo ante la puerta la abrazaría y ella echaría a correr repentinamente, sin decir siquiera buenas noches, y sin embargo no me inquietaría, pues sabía que ésa era la costumbre de las muchachas en estas latitudes después del primer beso. Al día siguiente ella acudiría otra vez junto a la mesa de ping-pong, donde la gente no cesaría de disputar por el tanteo, y volveríamos a pasear juntos bajo el ocaso, por el borde del mar, justo cuando los aficionados a la fotografía ajustaban sus diafragmas para atrapar el sol agonizante. Nos transformaríamos poco a poco en siluetas y la costa nos arrojaría como una honda contra el suelo, decepcionando a quienes contemplaban el horizonte a lo lejos, prisioneros de su soledad. Penetraríamos después sin duda en las cámaras oscuras de aparatos fotográficos pertenecientes a gentes desconocidas, igual que la mayoría de las siluetas que vagaban por las tardes a lo largo de la orilla y, más tarde, cuando revelaran las películas apareceríamos salpicados en las imágenes, como una pequeña mancha perdida en el crepúsculo nórdico, sin que nadie supiera nunca quiénes éramos ni por qué estábamos allí.

– Es muy tarde- dijo ella, -debemos regresar.

Debíamos regresar, en efecto. Nos incorporamos y partimos en silencio en dirección adonde habíamos llegado, pasando de nuevo junto a las puertas silenciosas de las villas, con aldabas metálicas en forma de manos humanas (no sé por qué siempre me había parecido que tras las puertas con esa clase de llamadores podían producirse asesinatos), y junto a las verjas que cercaban la soledad de los jardines. A aquella hora no había tren y mi amiga dijo que debíamos salir a la carretera, en busca de un taxi o de un automóvil casual. Así lo hicimos, pero el tráfico era muy escaso y, como suele suceder, ninguno de los que se detuvo iba en la dirección que seguíamos nosotros. Finalmente, una pareja de ancianos que regresaba de una fiesta de bodas de plata nos llevó un trecho del trayecto, dejándonos en una de aquellas estaciones cuyos nombres había encontrado en los frascos de esmalte para las uñas o de champú. El resto del camino lo hicimos a pie.

Aún no había comenzado a amanecer cuando llegamos a Dubulti. La densidad de nuestras palabras disminuía constantemente pero, en apariencia, también nuestros pensamientos eran cada vez más escasos, como si hubieran escapado a la ionosfera. La acompañé hasta su casa y ante la puerta sucedió lo que yo había previsto. Al alejarme, volví la cabeza y vi que una de las ventanas de la casa se iluminaba con una luz empañada a causa de la bruma, pálida como un reflejo de platino. Recordé los deseos de gritar de aquel conocido mío, el invierno anterior en Yalta, y adormecido pensé que la semejanza fonética entre las palabras platino y planeta quizá no fuera fortuita y existiera realmente entre ellas algo en común ajeno a las reglas lingüísticas. Sentí aquello con toda nitidez en el instante en que ella se alejaba corriendo, igual que había hecho tiempo atrás Lida Snieguina en la calle Nieguinaja, con ese reflejo lejano, casi astral en torno a su cabeza.

También a ti te contaré la balada en cuanto regrese a Moscú, me dije mientras atravesaba el recinto de la casa de reposo. Sentía que las dimensiones y el peso de mis miembros habían cambiado radicalmente, como si caminara por la superficie de la Luna. Al pasar junto a la mesa de ping-pong, empapada por el relente nocturno, con las dos raquetas abandonadas encima después del último juego, pensé que en el curso de una noche el hombre puede experimentar más transformaciones que su antepasado antropomorfo durante decenas de miles de años de perfeccionamiento. Dejé atrás la fuente de los delfines, donde hacía ya tiempo debía haber matado a Yermilov, y caminaba ahora entre las villas aisladas. Estaban todas oscuras y silenciosas y sentí deseos de gritar: ¡Despertad, Shakespeares de la revolución! Pasaba junto a la casa sueca, donde dormían los más notables, cuando en medio de aquella desolación escuché una tos. Me detuve. Era una tos de pulmones viejos, una de esas toses que van acompañadas de un cortejo de carraspeos.

En el sendero que conducía al edificio donde me alojaba, volví una vez más la cabeza y observé aquella interminable extensión de dunas que ya había comenzado a clarear bajo la escasa luminosidad septentrional. Algo me impedía apartar los ojos de esa soledad arenosa. Ahora, sobre aquella extensión, yacían dispersos, como fósiles milenarios, los huesos de los caballos sobre cuyos lomos habíamos cabalgado unas horas antes en compañía de los muertos. ¡Qué larga noche!, me dije, casi entre sueños y me dirigí a mi alojamiento.

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