CAPITULO III

A mi izquierda, tras el doble cristal de la ventana, la caída silenciosa de la nieve; a mi derecha, en completo contraste con ella, la mancha oscura de la mandíbula de Nuftula Shakenov, moreno y enjuto, inclinado sobre su cuaderno de notas. Una nieve escasa, húmeda, resbalaba sobre el bulevar Tverskoi, sobre los árboles y los bancos solitarios. Los signos que Shakenov trazaba en el cuaderno eran asimismo escasos y deslavazados. El profesor de estética hablaba de los lazos eternos entre la vida y el arte. En ocasiones parecía que la nieve envolviera sus frases, confiriéndoles un algo de errante y triste. Explicaba cómo el arte acompañaba al hombre desde su alumbramiento, momento en que lo recibían con canciones, hasta la muerte, en que lo despedían con música fúnebre. Semiadormilado por el calor de los radiadores observaba a los transeúntes que se dirigían encogidos hacia Tverskoi y me parecía a veces que el arte se encarnaba en aquella nieve fría que perseguía a la gente en dirección a las calle Gorki, Sadovai o Arbat, forzándolas a encoger el cuello, alzar los hombros y llevar pequeñas briznas de hielo en los bordes de los párpados. El arte no se separa del hombre ni siquiera después de la muerte, continuaba el profesor. Por supuesto, después de la muerte, repetía yo maquinalmente; la nieve cae sobre todo después de la muerte, nada hay más cierto. Junto a mí, Nuftula Shakenov continuaba garabateando signos negros, deformes. Una hilera por delante, el griego Anteo le susurraba algo a Jeronim Stulpanz. Junto a ellos, los dos Shota tenían un aire ausente. Por ejemplo, continuaba el profesor, al morir, a ciertos hombres les hacen una escultura encima de la tumba, o más sencillamente, les graban como epitafio unos versos; así pues el arte permanece junto a ellos incluso en el sueño eterno. El profesor se detuvo unos segundos para comprobar el efecto de sus palabras y quizá porque le pareció insuficiente, volvió a insistir en la misma idea. Hace un mes estuve en el Monasterio Novodievichi, prosiguió. Suelo visitar con regularidad ese cementerio. La presencia del otoño se hacía sentir en todas partes. Me detuve ante la tumba de A. P. Kern, en la que están esculpidos los famosos versos de Pushkin: «Recuerdo aquel instante maravilloso en que apareciste ante mí.»

– ¿Y quién es esa A. P. Kern?- preguntó Taburokov. Sorprendido, el profesor se volvió hacia él bruscamente. Sus canas parecían refulgir de cólera. Movió varias veces los labios antes de formular las palabras. Algo le faltaba, quizá la saliva necesaria.

– Usted debe saberlo, Taburokov- dijo por fin. -Cualquier escolar se sabe de memoria ese poema, uno de los más bellos de la poesía universal, como sabe igualmente que está dedicado a una joven y maravillosa mujer con quien Pushkin sostuvo relaciones amorosas.

– ¡Ajá!, mira por dónde- dijo Taburokov.

– Sí, pero a usted no le está permitido ignorarlo- replicó el profesor.

– ¡Bah!- exclamó Taburokov con desprecio- yo no recuerdo el nombre de mi primera mujer y voy a recordar el de una tal Korn o Kern, o como diablos se llame…

– No se lo consiento- dijo el profesor con la voz atiplada por la ira.

El adormecimiento del auditorio, provocado conjuntamente por la blancura de la nieve, el calor de los radiadores y el remoto interés de las tesis de estética, se quebró. La cara redonda, grasienta y calva de Taburokov, con grandes bolsas bajo los ojos, permanecía callada. Stulpanz decía que Taburokov le recordaba a los personajes malvados de las películas chinas. Y así era en verdad. Su cara terrosa, con algún que otro matiz verdoso parecía, de modo particular durante las primeras horas de la mañana, una vasija extraída de unas excavaciones arqueológicas como si por la noche, en vez de sumergirse en el sueño, se hundiera en la tierra.

Fueron precisos varios minutos para que se restableciera el silencio. Aunque ofendido, el profesor retornó al cementerio de Novodievichi. Yo había estado allí hacía un año y todo era tal como él decía, aunque ahora no recordaba bien si las hojas rojizas sobre el mármol de las tumbas eran de cobre o simplemente hojas muertas del otoño. Entre las tumbas había descubierto la lápida de la mujer de Stalin y grabada sobre ella la frase: «A mi Aliliuieva, J. Stalin».

El profesor continuaba hablando y la tranquilidad se restableció por completo, tal vez porque hablaba de tumbas y probablemente todos pensaron en las suyas propias o en los versos sobre las tumbas de las mujeres que habían conocido, aunque quizá no merecieran ese honor, pues las historias habían sido en la mayoría de los casos banales, fastidiosas y colmadas de desengaños por ambas partes.

El auditorio se encontraba en su primitivo estado de adormecimiento. Pero se trataba de un adormecimiento peculiar, rasgado por una grieta, una suerte de silbido que recorría de parte a parte aquella oquedad. La nieve caía a mi lado, mas su realidad sólo me liberaba durante breves instantes de aquel silbido interior que lo corroía todo. El ojo turbio color olivo de Nuftula Shakenov, con aquella especie de abismo en su interior, se encontraba muy próximo, casi pegado a mi ojo derecho. Faltaba poco para que su ceja pavorosa se adhiriera como una sanguijuela a mi sien. Oh, suspiró alguien a mi espalda. Quizá fuera Shogenchukov, pero no, su cara albergaba un tormento esencialmente sordo, junto a la cabeza amarilla, de cabellos suaves como de acuarela, de Jeronim Stulpanz. Observaba de soslayo el rostro fláccido de Shoguenchukov y se me ocurrió que quizá no fuera el resentimiento por el puesto perdido (tristeza primerministerial, bromeaba Pogozian), lo que había devastado aquella cabeza maciza. Debía de ser alguna otra cosa, relacionada con ese aullido interior que flotaba en torno, royéndolo todo como una barrena. En realidad el nerviosismo se percibía por doquier, pero carecía de gestos y producía temor por su mutismo. Llevaba días vagando por el aire. Yo había comenzado a observar algunos síntomas el viernes, incluso el jueves a mediodía, cuando Abdulahanov dijo en voz alta, al final de la última lección: «Hermanos, çto-to nié to, hay algo que no marcha». Después, toda aquella tarde y la noche del viernes, ellos iban y venían por los pasillos torpemente, llamaban a las puertas que no debían y murmuraban. En cuanto a Taburokov… De pronto se me ocurrió que su pregunta sobre A. P. Kern no había sido casual. Era la segunda vez que ocurría. La primera, en vísperas de una gran borrachera, justo cuando Maskiavicius se hirió al dar con la cabeza en el cristal de la puerta principal y los dos Shota subieron para sacudirse a sus anchas al desván del edificio, encima de la planta séptima, precisamente un día antes de aquella borrachera cuyo eco llegó hasta el comité directivo de la Unión de Escritores de la URSS, Taburokov, en la clase de psicología de la creación, preguntó quién era ese Boris Gudunov, un nombre que escuchaba por primera vez.

Tampoco ahora parecía casual su pregunta. Los síntomas habían sido claros desde el jueves, desde antes incluso, quizá desde el mismo martes. En el aire flotaba cierto tedio, eso que en ruso se define con el término fuerte de khandra, dirección, superioridad.

La clase terminó. Ya en el pasillo, todos se enfundaron en los abrigos y se encasquetaron los gorros, pero nadie salía. Erraban como entre la niebla, como si hubieran extraviado las puertas, clavaban las miradas unos en otros como si esperaran un signo, un mensaje. Por fin, entre la turbación, cual un rayo de luz entre nubes asfixiantes, brillante, delicada, resbaladiza, surgió la palabra ski. Parecía un término cifrado, un símbolo que los envolvió a todos. Mañana… domingo… ski… en Peredielkino… por supuesto… ski… s… k… i… En los ojos de cada uno de ellos brillaba un resplandor loco. Los ojos rasgados y bizcos de Abdulahanov. Los ojos de Maskiavicius. Los cuatro ojos de los Shota, con las miradas entrelazadas. El ojo escrutador, omnipresente, de Yuri Goncharov.

Taburokov y el grupo de Kara-Kum estaban hablando de esquiar. Ah, ahora comprendía la clave. El complot se descubría: se hablaba de esquiar y se sobreentendía el vodka. De modo que mañana en Peredielkino… Los ojos de los conjurados continuaban clavándose unos en otros. Los ojos velados por una pátina helada (el hielo en la tundra hacía tiempo que lo cubría todo) de Kiuzengueshi. Los ojos del griego Anteo.

– ¿Vamos a tomar un café al Praga?- me propuso éste.

El café Praga, en la plaza Arbat, era el único lugar en Moscú donde se servía verdadero café, bien negro. Lo traían en pequeños ibriks de cobre y casi todos los habituales de los círculos literarios y artísticos acudían allí a saborearlo. Nosotros lo hacíamos para desahogar nuestra nostalgia del café balcánico. Emprendimos la marcha a pie por Tverskoi. La fina nieve humedecida dificultaba la respiración.

– Por lo visto, mañana tendremos una gran borrachera.

– Sí, por lo visto.

Anteo y yo solíamos salir juntos. Descalabrados los guerrilleros griegos en Gramoz, él pasó la frontera junto con los demás y permaneció algún tiempo restableciéndose en mi ciudad natal, Gjirokastra. Yo era entonces un escolar y recordaba que, cuando pasaba de noche por el barrio de Hazmurat, donde se hallaba el hospital de la ciudad, me estremecía al escuchar los quejidos de los griegos heridos. Puede que escuchara tus propios lamentos, le decía a veces a Anteo. Él llevaba tiempo establecido en Moscú, dedicándose a la literatura y, como había sido condenado a muerte en rebeldía, no tenía intención de regresar a Grecia.

– Mañana se va a armar una buena- insistió cuando nos sentamos en el café. -¿Te acuerdas de la última vez?

Sacudí la cabeza, como diciendo: «¡Qué más da!»

– Tienen un pesar- dije, -un khandra colectivo, ¿lo has notado?

– También nosotros tenemos un khandra- respondió. -¿O no es así?

No sabía qué decirle. Aunque había iniciado yo el tema, ya no tenía deseos de continuarlo. Tenía confianza en él, nos habíamos confesado el uno al otro una buena porción de cosas consideradas delicadas, sin embargo, no sabía muy bien por qué, últimamente me había vuelto muy parco en ese género de temas.

– Anteo- le dije. -Hace mucho que nos conocemos y sin embargo, fíjate, hasta ahora no se me había ocurrido nunca preguntarte cómo te llamas realmente.

Sonrió, desvió la mirada unos instantes al otro lado de la cristalera del café hacia la multitud que se agitaba ante la boca del metro Arbatskaia y sin mirarme, en un tono apagado, como si hablara de algo muy lejano, dijo su nombre. Después, me miró fijamente y me preguntó:

– No te gusta ¿eh?

Hice un gesto que más o menos quería decir: no es que no me guste, sin embargo… En realidad, comparado con su seudónimo, aquel nombre me pareció insípido, un nombre griego corriente, con las habituales zetas y eses.

– Comprendo que no te guste- dijo quitándose las gafas para limpiarlas. Sus ojos, como los de todos los miopes cuando se quitan las gafas, resultaban igualmente descoloridos, lo mismo que el nombre.

– No eres el primero a quien le causa esa impresión mi nombre- prosiguió. -El seudónimo es otra cosa.

El camarero trajo los pequeños cacillos de cobre y nos sirvió el café en las tazas.

– Si quieres que te diga la verdad, incluso a mí me extraña mi nombre- dijo. -La parte más hermosa de mi vida la he pasado entre seudónimos.

– ¿Has tenido muchos?

El afirmó con la cabeza.

– Seis en total. Debía cambiármelo con frecuencia, sobre todo cuando estaba en la clandestinidad.

– Anteo es el último, según parece- dije.

Cabeceó con tristeza.

– Según parece, definitivamente el último.

Siempre mirando a través de los cristales en dirección a la boca del metro, pronunció en voz baja todos sus seudónimos. Casi todos estaban tomados de las tragedias antiguas, y por un instante me pareció que se había servido de ellos como si fueran viejas escamas, duras e impenetrables, para revestir por entero su cuerpo frágil y mortal. Puede que se sintiera protegido por aquellas escamas anacrónicas mientras a su alrededor sonaban toda suerte de tambores y dulces melodías incitándole a sacar la cabeza del interior de su coraza para golpearlo… Había oído decir que así engañaban a los erizos, con música, para hacerles sacar la cabeza de entre las púas.

– El último- repitió, -y el más funesto.

Sabía qué quería decir con aquello. Bajo el seudónimo de Anteo había sido vencido en 1949.

– Tú no sabes lo que significa que un compañero de lucha te escupa a la cara y tú no tengas derecho a limpiarte el escupitajo de la vergüenza- dijo. -Ése es el seudónimo que usaba cuando me sucedió eso. ¿Te lo he contado?

– No- respondí.

– Anteo, levanta los ojos. Vamos, levanta los ojos. Aún resuenan en mis oídos esas palabras.

Apuró una vez más la taza aunque ya no quedaba café. En las comisuras de sus labios quedó un cerco del poso negro.

– Sucedió el día en que atravesamos la frontera albanesa…Vuestra frontera- añadió al cabo de un instante.

– Sí, recuerdo perfectamente la llegada de los primeros camiones de los guerrilleros griegos a Gjirokastra- lo interrumpí sin darle importancia, pues creía que así le quitaba a la conversación cierta dosis de dramatismo, inevitable cuando se trataba de su derrota.

– No se aparta de mi memoria- continuó él, sin escucharme. -Era una garganta entre montañas, caía una lluvia fina y los cascos de vuestros soldados brillaban por la mojadura. Nosotros estábamos derrengados, empapados de barro y de sangre, la mayoría heridos; algunos deliraban y por si todo eso no bastara, él estaba allí, aterrador, colgado de sus muletas y nos insultaba. ¡Oh, cómo nos insultaba! ¡Anteo, levanta los ojos, comediante!

– ¿Quién?- pregunté con calma. -¿Quién era el que os insultaba?

– Ah, espera, ¿no te lo he dicho nunca?

– No.

– Era un compañero, un viejo militante, herido varias veces y operado fuera del país, precisamente allí, en Gjirokastra. La última vez le habían amputado las dos piernas y así mutilado, medio cadáver, había acudido a recibirnos a la frontera, al pie de una roca, pocos metros más allá del lugar donde nosotros, tras penetrar en territorio albanés, arrojábamos las armas. Nos insultaba por habernos dejado vencer. ¡Oh, cómo nos insultaba! Nos llamaba cobardes, desertores, vagabundos, mujeres, payasos de circo. Tenía el pelo y la cara empapados y sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, sólo por la voz se sabía que lloraba. Nosotros caminábamos cabizbajos y sus insultos se nos clavaban en las heridas aunque, sorprendentemente, nadie le replicaba. Los guerrilleros desfilaban en hilera, sin volver la cabeza. A mí me reconoció. Anteo, levanta tus ojos, gritó con aquella voz desencajada, rasgada por el llanto y el desconsuelo. Yo arrojé el arma como los demás y seguí hacia adelante. Mis ojos no veían nada y él me volvió a gritar: ¡Anteo, levanta los ojos, comediante! Allí estaba aquella muleta aterradora, brotada de la tierra, reclamando mi mirada. La alcé por fin y en ese instante me escupió en plena cara. Pasé junto a él, sin limpiarme el salivazo, alejándome de su jadeo, mientras él se debatía como un crucificado entre las dos muletas, bajo aquella lluvia que no olvidaré mientras viva.

Por tercera vez apuró la taza, donde no quedaba ya una sola gota de café.

– Así es como sucedió- dijo, golpeando el tablero de la mesa con el dedo.

– Sí- dije yo, -fueron acontecimientos trascendentales y graves.

– Y ahora me dedico a dar conferencias y coloquios teóricos…, je.

– Ahora las cosas se han suavizado un poco- dije sonriendo. -Lo habrás observado, hay una cierta vergüenza de la vieja épica de la revolución, semejante, no sé cómo decirlo, a la vergüenza que sienten los jóvenes estudiantes cuando sus padres acuden de provincias, con sus largos mantos, a visitarlos al internado.

– Lo entiendo, lo entiendo perfectamente- dijo.

– Es como el asunto de tus seudónimos- continué. -Tú por ejemplo, si volvieras a dedicarte a la actividad clandestina de partido, no creo que volvieras a utilizar seudónimos tomados de las tragedias antiguas, es decir… porque…

– ¿Quieres decir que debería tomarlos de las comedias?- me interrumpió con una sonrisa. -Continúa, continúa ironizando, tengo la piel curtida, aguanto mucho; a fin de cuentas, soy un vencido.

Inesperadamente su voz se quebró en dos o tres instantes y yo grité:

– Contigo no se puede hablar. Llevas una temporada convertido en un sentimental quisquilloso.

En realidad era la primera vez que se ofendía y nunca nos habíamos peleado por nada.

– Es verdad- dijo. -Tengo los nervios alterados. Me irrito con demasiada facilidad. Pero bueno, espero que no me lo tengas en cuenta. Por favor, no me lo tengas en cuenta. Continúa, ¿cómo era el asunto ese de los seudónimos?

– Ya no hablo más de eso- contesté.

El soltó una carcajada.

– Me imagino lo que piensas- dijo. -Seguro que te estás diciendo, ese Anteo, antaño militante, se ha transformado en un pacífico moscovita, en un típico pequeño burgués con su abrigo de buen paño grueso. ¡Je, vaya tipo!

– Caracteres típicos en circunstancias típicas- le devolví la pelota riendo, -tal como dijo Engels, ¿no es así?

– Sí, es verdad, en circunstancias típicas. Hum… en circunstancias típicas- repitió cabeceando. -Sí, sí. Precisamente.

Buscó con los ojos la taza de café, para sorber quizá el último poso, pero el camarero la había retirado.

– Así que seudónimos de las comedias- dijo, como si hablara consigo mismo. -Dímelo sinceramente, ¿eso es lo que piensas de mí?

En realidad, yo lo había dicho en general, no por él en particular. Para ser exacto, ni siquiera había pensado nunca con detenimiento sobre aquella cuestión; puede que simplemente debido a la atmósfera general y a la vida que llevábamos, me había parecido que los viejos nombres, Prometeo, Anteo, etcétera, difícilmente podían encajar con militantes actuales como los que había tenido la oportunidad de conocer en la residencia de los escritores soviéticos. Como mucho les podían cuadrar los nombres de los héroes operísticos o, en todo caso, si es que había que atenerse a la antigüedad, el de Orfeo…

Le expresé esta idea con toda franqueza, subrayando que, sin embargo, no pensaba eso de él, podía creer lo que quisiera y dudar de quien quisiera, pues yo no tenía intención de echar a perder mis pulmones para metérselo en la cabeza, máxime cuando tenía que hacerlo en la fatigosa lengua rusa; de modo que podría creérselo o no, eso era asunto suyo, pero así es como yo pensaba y era preferible que le pusiéramos punto final a aquella conversación.

Era inteligente y comprendió que le hablaba con sinceridad, así que poniendo su mano pálida sobre la mía, me dijo:

– Te creo.

– Es como el asunto de los ministros soviéticos- continué con el mismo impulso que había empezado. -Antes se llamaban comisarios del pueblo, sonaba bonito ¿o no?, después, ignoro por qué, pasaron a llamarse ministros, como en todo el mundo. Intenta ahora volver a convertirlos en comisarios del pueblo, ¡vaya disparate!

– Para llamarles comisarios del pueblo, haría falta que lo fueran- dijo él.

Hice como si no hubiera oído la frase y miré por la ventana hacia afuera. El cine que había junto a la entrada del metro, cambiaba de sesión. Sobre los anuncios de la película había un enorme cartel que anunciaba la apertura de la gran exposición norteamericana en Sokolniki.

Durante un rato nuestra conversación erró torpemente como un pájaro entre los cristales del café, hasta que uno de los dos abrió por fin la jaula y pudimos alzar el vuelo hacia el extremo sudoriental de Europa, de donde procedíamos ambos. Hablamos otra vez de sucesos de su juventud y mi infancia. Me habló de las cabezas cortadas de los guerrilleros griegos, que sus enemigos guardaban en frigoríficos para enseñárselas a la población, y yo le conté lo que había oído decir sobre las cabezas cortadas de los bajás rebeldes que eran expuestas en un nicho de piedra en Estambul para prevenir el separatismo.

– Ese es el estilo de los grandes Estados agresores- dijo. -Siembra el terror, extiende la amenaza. Aterroriza, castiga sin piedad. Dime otra vez cómo se llama ese nicho.

Ibret-tashé, el castigo de la ignominia.

– Hum- exclamó varias veces, balanceando la cabeza mientras una sonrisa sardónica se le deslizaba a ambos lados del rostro. -Vosotros tenéis una base naval conjunta con los soviéticos, ¿no es así?

– Sí- respondí. -Pacha Liman.

– Otra vez un nombre turco.

Poco después la conversación recayó otra vez en el año 1949, en la frontera albano-griega, en la lluvia, el frío, el peligro.

– Nosotros os ayudamos entonces sin escuchar el consejo de nadie- le dije. -Arriesgamos nuestro pequeño y débil Estado. América podía haberlo utilizado como pretexto para atacarnos, ¿no?

– Sí. Tuvisteis un gesto casi olvidado por los Estados actuales. Ni la Unión Soviética…

– No sé- dije. -Pero nosotros, cuando prometemos una cosa, jamás dejamos de cumplirla.

El asentía con la cabeza sin apartar sus ojos de mí.

– La besa- dijo. -Conozco esa palabra albanesa. La he escuchado en Atenas, cuando era estudiante. Un día se convertirá en una palabra común a todas las lenguas del mundo.

Viejo griego, pensé. Así le llamaba en mi imaginación, siempre que decía algo sabio, o algo que a mí me agradaba particularmente. Quise hablarle de la besa albanesa, no de la balada de Costandin y Doruntina que él, como buen balcánico, conocía de sobra, sino del mecanismo concreto de la besa, que había sido hasta muy tarde una institución jurídica en nuestras montañas.

– La besa- repitió entre dientes. -Pero ahora es pronto para ese concepto.

Yo sonreí.

– Pero si es pronto para la besa, no creo que lo sea para la pabesa.

– Oh, en absoluto- gritó él. -Por el contrario, es justo su momento.

Asomaba a sus ojos un brillo inaccesible.

Viejo griego, me repetí. Quién sabe lo que te ronda en la cabeza.

Continuamos hablando de la besa y yo le dije que durante toda nuestra historia nacional, el enfrentamiento entre la besa y la pabesa había ocasionado siempre erupciones sin precedentes en la psiquis de nuestro pueblo. Comencé a contarle la masacre de Monastir, donde los turcos asesinaron cobardemente a quinientos cabecillas albaneses, invitados a una fiesta para sellar la reconciliación, pero él me lanzó una mirada que parecía decir: ¡Qué me dices de la masacre de Monastir, cuando tienes la traición delante de tus ojos!

No dijo nada, se limitó a hacer un gesto con la mano, como si borrara algo de la superficie de la mesa.

– Está bien- añadió al rato. -Dejemos esta conversación. Mañana me emborracharé, como los personajes de las óperas…

Reí de buena gana.

– Mañana todos acabaremos como cubas- dije. -La gente está cansada y según parece necesita emborracharse de vez en cuando.

– Se aprecia una crisis espiritual en todo- dijo él, sofocando las palabras, arrepentido quizá de haber hablado.

Una crisis espiritual. Yo observé a la gente que entraba en el cine. La mayoría eran jóvenes, cogidos de la mano o del brazo y sentí de pronto que me invadía una gran alegría, pues me acordé de Lida Snieguina. Nos habíamos visto de nuevo cuando volvió de Crimea y habíamos vuelto al Nieskuchni Sad, al café de la decimotercera planta del hotel Pekín, desde donde se divisaba una buena parte de Moscú, y a todos nuestros lugares de costumbre. El domingo, es decir, al día siguiente, había quedado con ella a las seis y media, en el metro Novoslobodskaia y de pronto, en aquella mesa, en torno a la que poco antes se había estado hablando de khandra, el recuerdo de Lida arrojó sobre mí una oleada cálida, una especie de agradecimiento mezclado de ternura hacia todos los metros que funcionaban día y noche, hacia los trenes, los vendedores de billetes, los taxis que permanecían dispuestos en caso de tardanza y hacia cualquier cosa que permitiera a las personas acercarse unas a otras.

Fue una oleada tal de calor que me hizo sentirme un poco falsario en aquella mesa donde se había estado hablando de cosas dolorosas. Quise decirle que al día siguiente tenía una cita a las seis y media con una muchacha maravillosa, en el metro, pero en ese instante él, sin mirarme, con la vista clavada en la calle, murmuró: ¡Levanta los ojos, comediante!

Fingí no haberlo oído y miré también yo hacia afuera, hacia la entrada del metro, imaginando cómo al día siguiente por la tarde ella se acercaría al lugar del encuentro, con aquellos andares suyos ligeros, semejantes a los de todas las muchachas que acuden a una cita, la cabeza erguida, la mirada formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con el suelo, solitaria entre la marea de transeúntes, con sus cinco minutos de retraso, cuyo susurro se sentía en cada uno de sus pasos, como un elemento de inquietud y atracción a un tiempo.

– Sí- dijo él, -lo que has dicho es completamente cierto.

Lo miré con expresión de desconcierto, sin comprender de qué hablaba.

– La ópera- añadió poco después. -Sin embargo…

No entendía nada.

– Sin embargo ¿qué?

Sus ojos inquisitivos no se despegaban de mí. Viejo griego, ¿por qué no me dices lo que sabes?

– Se está celebrando una reunión en Bucarest- dijo. -Un camarada mío, miembro del Comité Central de nuestro partido, me ha contado algo. ¿Sabes algo tú?

Me encogí de hombros.

– No sé nada.

Era verdad que no sabía nada acerca de ninguna asamblea en Bucarest ni en Varsovia. Pero, aunque hubiera oído decir algo, no creo que me hubiera causado tanta impresión como para bajar la voz y adoptar un aire enigmático como estaba haciendo él. En las capitales de los países socialistas se realizaban oda clase de asambleas casi todos los meses.

– Dicen que también aquí, en Moscú, se prepara una asamblea en el marco de la festividad del 7 de noviembre- prosiguió con el mismo tono de confidencia.

– ¿Ah, sí?

– Hace algún tiempo se han constituido una comisión central y las subcomisiones preparatorias correspondientes. Subcomisión política, subcomisión económico-cultural…

¿Qué subcomisiones eran ésas?¿Cuándo había oído hablar de ellas para que me produjeran estremecimientos?

– ¡Vaya! Tú no sabes nada- dijo. -¿Y sobre la reciente visita a Moscú de Vukmanoviç Tempo tampoco sabes nada?

– Eso sí lo sé- le respondí. -Tú mismo me lo dijiste.

– Ah, es verdad. Lo había olvidado.

Estuve tentado de decirle lo que Maskiavicius me había contado hacía dos días sobre los rostros alternativamente sonrientes y sombríos de Jruchov y de Mao Ze dong, cuando se habían entrevistado en el aeropuerto de Pekín pocas semanas antes, pero cambié de idea al instante. Para qué, pensé, lo mejor no es más que un bulo.

También él estuvo a punto de contarme algo, o quizá eso me pareció.

– Mañana- dijo poco después, -beberemos.

– Sí, mañana- repetí también yo.

Durante el tiempo que permanecimos aún en el café repetimos frecuentemente la palabra mañana de una manera peculiar, casi con cierto alivio. En ocasiones a mí me parecía, tal vez también a él, que durante la jornada del día siguiente nos liberaríamos, como arrojándolos a un cubo de basura, de todos nuestros pensamientos inexpresados, de todas nuestras esperanzas, culpas y recelos mutuos.

En ocasiones, el domingo me parecía tan aprehensible y concreto que casi diría que tenía relieve, color, hasta creía sentir cómo fluía, cómo se deslizaba bajo nuestros esquís, bajo nuestros pies. Como si en aquella superficie ondulante, blanca hasta el agotamiento, siempre hubiera sido domingo, domingo desde el tiempo de los zares, y aun más atrás, siempre domingo, desde el año 1007 ó 1407. Los lunes, los miércoles, los sábados, hasta los nefastos martes se habían aproximado hasta allí quién sabe cuántas veces, habían merodeado sigilosamente con la esperanza de introducirse de rondón, pero en vano; habían acabado comprobando por sí mismos que no era tan sencillo, así que habían retrocedido en silencio de aquel paraje, donde hacía siglos que imperaba el domingo.

En torno se alzaban las cenicientas islas rusas y sobre ellas un cielo uniforme, acerca del cual yo había escrito algún tiempo atrás un verso endecasílabo: «Cielo informe cual cerebro necio», que traducido al ruso sonaba aun más sombrío: «Bezformiennoié niebo kak mozg tupitsi, ounylydien zalivaiet oulitsi», y por el que me habían criticado sin piedad en el seminario de poesía.

El día se escapaba realmente entre mis piernas. Sobre los esquís atados de las formas más peregrinas, la gente aparecía y desaparecía entre los cúmulos de nieve, iban hacia el círculo de escritores, regresaban de allá con movimientos más desenvueltos, después de haberse bebido un buen vaso sobre la marcha, sin quitarse los esquís.

En realidad, con alguna rara excepción, la mayoría no sabía esquiar, mas ninguno se quitaba las tablas de los pies. Taburokov hasta pretendió entrar con ellos en el lavabo.

Todos parecían ebrios, más que a causa de las copas de vodka, debido a la uniformidad del cielo, a aquella tristeza horizontal de los maderos de las isbas, a la nieve, entre la cual resultaba más fácil reír (Kurganov afirmaba que el hombre sólo puede reír al cien por cien en la nieve) y sobre todo como consecuencia del encadenamiento de los pies sobre los esquís.

El día entero fue un ajetreo sin fin, merodear murmurante, desaparición de las personas de la faz de la Tierra seguida de su reaparición, bajo la apariencia de fantasmas desmañados tras los montículos de nieve.

Con la caída del crepúsculo la ebriedad se acentuó. Aunque no era más que el principio. Era perceptible el acuerdo tácito de que todo sucediera en casa, en Butyrski Kutor.

El sol se ocultó y todos, como una multitud ruidosa cargada de presentimientos, partimos hacia la estación del tren.

El suelo de los vagones estaba cubierto de restos de nieve. Los pasajeros observaban nuestra irrupción con curiosidad desdeñosa. Mujeres de la periferia con grandes garrafas sobre las rodillas. Una pareja de jóvenes con el pelo descolorido y las manos aparatosamente entrelazadas. Sobre el cutis áspero del muchacho se apreciaban las huellas de las cuchilladas de los gamberros. Éste era su más reciente estilo de atacar: se colocaban hojas de afeitar entre los dedos y al menor roce hacían brotar la sangre de los rostros de sus víctimas.

El tren echó a andar. El paisaje familiar iba quedando atrás con rapidez. Ya no tenía la sensación de domingo perpetuo. No, en Peredielkino no había sido jamás domingo, jueves ni nada; allí no había más que día. Un día eterno. El domingo lo habíamos aportado nosotros mismos, como quien lleva un cordero para asarlo en una excursión. Igual que los salvajes habían llevado a Viernes a la isla de Robinson, nosotros habíamos traído nuestro domingo desde Moscú, para destrozarlo sosegadamente entre la nieve, las isbas y el cielo, lejos de las miradas del mundo.

Ahora todo había llegado a su fin, la noche había caído. Las estaciones periféricas desfilaban una tras otra a gran velocidad. Los vapores del alcohol alteraban nuestra percepción de las cosas. Afuera, sobre la nieve, se divisaban aquí y allá personas cubiertas con pellizas, como surgidas de un cuento ruso. En una de las estaciones subió un alegre grupo de jóvenes, entre ellos dos muchachas con el rostro enrojecido por el frío que lo observaban todo como si estuvieran ebrias. Los cuatro ojos de los Shota se clavaron en los de ellas.

– Hum, simpaticucho- dijo una de ellas, sin que pudiera saberse a cuál de los dos Shota se refería.

No había oído nunca añadir a la palabra «simpático» el sufijo «cucho», utilizado por lo general para designar desprecio o fealdad.

A mi espalda escuché la voz de las Masas de Decenas de Millones que le decía a Abdulahanov: «Te has enterado, resulta que Jruchov se ha pasado tres días en la casa de campo de Sholojov». Nc, nc, nc, chasqueaba la lengua de Abdulahanov. Si me lo hubiera dicho cualquier otro no lo habría creído, pero tratándose de ti, tengo que creerlo. Qué dices, le replicaba las Masas de Decenas de Millones, esa noticia la acaba de dar la radio. Hum, la radio, hum, la radio, comentaba Abdulahanov sosteniéndose la cabeza de tal modo entre las manos que se diría que iba a golpear con ella en los cristales del vagón. Hum, la radio. Un poco más allá, Taburokov permanecía en pie, completamente inmóvil, con un hipo espaciado que le hacía volver los ojos repetidamente como si el hipo fuera un insecto que zumbara alrededor de su cabeza. Tres días de visita, continuaba murmurando Las Masas de Decenas de Millones justo detrás de mi oído. El campesino va de visita a casa del campesino… Chitón… mientras el pueblo armenio… no, yo no he dicho nada… es dichoso…

Al desplazarme un poco más allá para dejar de oír el parloteo de Artashez Pogosian, mitad en armenio, mitad en ruso, me encontré junto a Shakenov que le estaba recitando a una de las Vírgenes de Bielorrusia «La marcha de las cajas de ahorro» que acababa de terminar. Tres meses antes había publicado «La marcha de los tribunales soviéticos», a raíz de la cual había recibido numerosas cartas de los lectores. Ahora sólo te falta «La marcha de los presos soviéticos», le decía bromeando Stulpanz, pero tienes tiempo para eso, a saber cómo se ponen las cosas en el futuro…

¡Tres días de visita! ¡Oh, Dios! Es tiempo de campesinos en Rusia… ¡Chitón! Artashez Pogosian se me había vuelto a acercar y ya no me quedaba espacio para huir de él… Los cuchicheos y los murmullos llenaban todo el vagón. Sin duda habían comenzado a abrirse el corazón unos a otros, a confiarse los argumentos de los dramas y novelas que tenían el propósito de escribir o ya estaban escribiendo. Era algo acostumbrado durante las grandes borracheras. De regreso de Yalta, el invierno anterior, a lo largo de todo el trayecto por la húmeda Ucrania, escuché interminables relatos de aquel género, de noche, en el pasillo del vagón, capítulos de novela y actos enteros de piezas teatrales, siempre viscosos y frecuentemente acompañados del olor nauseabundo de los vómitos. Pero el trayecto desde Peredielkino hasta Moscú era corto y no había tiempo para eso.

Los Shota habían intentado en vano trabar conversación con las dos muchachas. Busqué entre los pasajeros al griego, pero en su lugar me topé con el rostro amarillento y de ojos desmesuradamente grandes de la profesora de pintura. Era una conocida iconógrafa y yo me di cuenta de pronto de que, al margen de la palidez y la ausencia de relieve de su cara de icono, aún era joven. Ambos nos movimos el uno hacia el otro y cuando nos encontramos me dijo con voz pausada:

– ¿Y usted, no tiene ningún argumento que contar?

– ¿A quién?- le respondí sorprendido.

– A mí.

Estaba junto a sus ojos como ante una vieja pintura mural con los contornos desvaídos por los estragos del tiempo.

– Pero se trata de un tema macabro- dije. -Mi argumento…

– Naturalmente- me interrumpió. -¿Y qué hay de malo en ello?

Naturalmente no había nada de malo. Hasta pensé que a ella no se le podía contar más que una historia macabra.

– Quizá se lo cuente más tarde, en Moscú, cuando lleguemos.

– Como quiera- dijo ella. -Espero.

Tuve que reprimir un estremecimiento. ¿Qué es lo que esperaba? Volví los ojos hacia el cristal, pero ya no se distinguía nada en el exterior. La oscuridad era absoluta. Unas enormes tinieblas con un movimiento ciego en su interior. Eran cerca de las seis y pensé que no conseguiría llegar a tiempo a la cita con Lida en el metro Novoslobodskaia pero, curiosamente, la idea no me causó la menor inquietud. Si tú supieras, Lida, pensé con tranquilidad. ¿Y qué?, me interrogué a mí mismo después. ¿Qué es lo que debería saber Lida? Nada, me dije. Un vagón de tren de cercanías, sobre cuyo suelo aún crujía la nieve a medio derretir, junto con los argumentos de narraciones y de dramas que jamás se representarían en teatro alguno.


Llegamos a Moscú hacia las siete. La irrupción de nuestro grupo en la residencia del Instituto fue ruidosa, la mayoría iba dando traspiés y exhibiendo una sonrisa inocente alternada de frecuentes eructos.

– ¡Vaya, ya han llegado los palomitos!- exclamaba tía Katia desde la conserjería.

Entretanto, los que se habían quedado en el edificio salieron a puertas y pasillos para recibir a los recién llegados. El aspecto de unos y otros era casi el mismo. El gran edificio se llenó de chirridos, fragmentos de canciones, olor a vodka y estrépito de puertas de los WC. Yo deambulé un buen rato por los pasillos de diferentes plantas, hasta que en un rincón casi a oscuras, muy negro y con su disco de números blancos como dientes de tiburón, me salió al paso un teléfono. Seguramente Lida se había vuelto ya a casa ofendida y furibunda. Eché una moneda de quince kopecs en la ranura del aparato y marqué el número. ¡Halo!, dijo ella. Estaba en efecto ofendida, pero tranquila. Intenté convencerla de que yo no tenía ninguna culpa, pero ella, fría y desdeñosa, parecía estar impaciente por colgar el auricular. Le rogué que volviera a acudir a la boca del metro, pero no aceptó. Casi había perdido la esperanza de verla aquella tarde y esto se me antojaba el mayor de los desastres.

– Lida- le dije con voz ronca, -tengo una enorme necesidad de ti hoy. Si supieras…

– ¿Qué?- preguntó. -Su voz, hasta entonces porosa, como rodeada de aura de resentimiento, se aclaró de pronto, se liberó, se aisló en la inmensa y sosegada extensión de la medianoche, donde se diría que se oía el entrechocar de las estrellas.

– ¿Qué?- repitió.

– Decía que si supieras qué horroroso es esto hoy y,,,

Entre ella y yo volvió a restablecerse aquel vacío de medianoche. Después dijo:

– ¿Te sientes solo?

– Sí, sí.

– Bien, entonces- dijo, -salgo ahora hacia el metro. Espérame donde siempre.

Corrí a la parada del trolebús y veinte minutos después estaba en la boca de metro. Las escaleras mecánicas vomitaban un flujo incesante de gente. Primero aparecían sus cabezas, asombrosamente inmóviles, después los pechos y por último las piernas. Me encontraba en un estado de gran confusión. Allí estaban por fin sus cabellos dorados con aquel fulgor eléctrico sobre ellos. Allí estaba su cuello erguido, cuyo recuerdo me provocaba siempre un amago de dolor. La idea de perder a Lida se encarnaba invariablemente para mí en aquel erguimiento de su cuello, junto a otro cuello.

– Bueno, aquí estoy- dijo sin una sonrisa.

– Gracias- respondí.

Caminamos un rato juntos entre la marea de transeúntes.

– ¿Has bebido?- me preguntó.

– No… bueno, muy poco- murmuré. -Ya sabes que no me gusta beber.

– Pero allí, en vuestra residencia, ¿es verdaderamente tan horrible como decías?

Hablaba sin mirarme.

– Sí, sí. Aquello es el infierno.

Ella movió los hombros.

– ¿Querrías verlo?- le pregunté.

– No sé…

Un sentimiento inexplicable me empujaba a llevarla allí.

Caminábamos junto a la lúgubre silueta de la cárcel de Butyrski, cuando dijo:

– ¡Mira, un taxi libre!

Montamos en él y, sin pensar demasiado lo que hacía, le di al conductor la dirección de la residencia. Las luces del edificio refulgían desde lejos. Un grupo gozoso flotaba en torno a la conserjería, estaban todos como una cuba. Tía Katia misma parecía risueña. En semejantes noches de desenfreno los residentes borrachos hacían regalos generosos. Estaba riéndose a carcajadas con Taburokov cuando me vio e inmediatamente frunció el ceño. Sus pequeños ojos de párpados enrojecidos se clavaron sobre Lida.

– La documentación, muchacha- dijo.

Lida se turbó. Miró su bolso, después a mí. Yo no sabía qué decirle.

– ¿No llevas alguna clase de documento?- le dije en voz baja. -Es una simple formalidad.

En realidad aquella bruja no le pedía la documentación a ninguna de las chicas que acudían a decenas con sus amigos. Había empezado a hacerlo únicamente conmigo en las últimas semanas. Se trataba sin duda de la historia de la verificación de mis documentos en la comisaría.

Con dedos nerviosos, Lida abrió el bolso y sacó una especie de carnet.

– Ah- murmuró tía Katia examinándolo, -el carnet del Komsomol. Hum.

Bruja, dije para mí. Baba jaga

.-¿Y por qué les pides la documentación a sus amigos?- intervino Kurganov en mi defensa. -Eso no lo haces con nadie.

– Tú calla- dijo Tía Katia, -eso es cosa de la naçalstvo, de la superioridad.

Lida estaba desolada.

– Sí, ¿por qué le pide la documentación únicamente a tus amigos?- me preguntó mientras esperábamos el ascensor.

Me encogí de hombros.

– ¿Eres una persona sospechosa para ellos?- continuó.

No sabía qué decirle, de modo que volví a encogerme de hombros.

– Soy extranjero.

Ella alzó la cabeza un segundo, me miró y volvió a bajar los ojos. Pero en aquella breve mirada creí atrapar un gesto de compasión. Era una compasión generosa, iluminada por una luz lateral. Qué difícil es subir en ascensores extranjeros

Subíamos. Tras la verja de hierro, en cuyo interior se deslizaba la cabina del ascensor, se distinguían fugazmente los pasillos de las distintas plantas, números, rostros o nucas de personas. Intenté explicarle algo acerca de la residencia y sus moradores. Primer piso: aquí se alojan los estudiantes de los primeros cursos, los que no han cometido aún más que unos pocos pecados literarios. Segunda planta: los críticos literarios, los dramaturgos conformistas, los abrillantadores de la vida. Planta… círculo tercero: los esquemáticos, los aduladores, los eslavófilos. Círculo cuarto: las mujeres, los liberales, los desencantados del socialismo. Círculo quinto: los calumniadores, los delatores. Círculo sexto: los desnacionalizados, los que han abandonado sus lenguas y escriben en ruso…

El ascensor se detuvo precisamente en la sexta planta. Al abrir la puerta, casi me estrello con Stulpanz quien, sin motivo preciso en apariencia, permanecía allí de pie con gesto atolondrado.

– Los desnacionalizados- dijo ella. -De modo que tú también has abandonado tu lengua…

– No- le dije. -Yo soy extranjero.

Stulpanz clavaba sus ojos diáfanos en Lida.

– Mira, tampoco este letón la ha abandonado aún- le susurré al oído. -Pero está en proceso.

– ¡Qué maravilla!- exclamó Stulpanz por Lida, sin dejar de mirarla.

Era una persona seria que no solía comportarse de aquel modo, pero aquella noche, sin duda a causa de la bebida, no era capaz de controlarse.

En el pasillo imperaba una animación extraña. Algo retrocedía sin cesar pegado a las paredes, junto a las puertas. Me pareció ver a una parte del grupo de Kara-Kum, que se desplegaba hacia algún lugar, en las proximidades de mi habitación. Cuando Lida y yo nos acercamos ya no se encontraban allí. Sólo vimos a los dos Shota que salían de la escalera de servicio maldiciéndose mutuamente; el uno alto, mofletudo, de mejillas sonrosadas que la cólera inflamaba todavía más, el otro bajito, de aspecto taimado, semejaba todo él una madeja de lana, con el cabello ensortijado donde parecían haber anidado el encono y la maldad para rizarlo y encresparlo como el de un erizo.

Lida me cogió del brazo, apretándose temerosa contra mí.

Tras una puerta se escuchaba una triste canción asiática. Más allá se percibían jirones de palabras en una lengua jamás oída.

– ¡Vámonos!- me apremió Lida en voz baja. -¿Por qué me has traído aquí?

– Ahora mismo- le respondí. -Vamos a bajar a la planta cuarta. Quizá haya comenzado la apertura de los corazones.

– ¿Qué es eso?

– El vómito de los argumentos- dije. -Así se le llama. En noches como ésta se cuentan unos a otros los temas de las obras que no se escribieron jamás. Algunos vomitan en el curso del relato, de ahí el nombre.

– ¡Qué cosas tan espantosas me cuentas!

– Bajemos- murmuré, -vas a verlo tú misma.

Al descender, vimos a Yuri Goncharov que subía.

– Éste es un donosçik- le dije a Lida.

– ¿De la quinta planta?

– Sí. Qué buena memoria tienes.

Ella se apretó aun más contra mi brazo.

En la cuarta planta había comenzado en efecto la apertura de los corazones. De dos en dos, rara vez en grupos de tres, se deslizaban lentamente junto a las puertas, sobre todo en las zonas de penumbra, y murmuraban sin cesar. Los vómitos aún eran escasos, pero los rostros lívidos daban prueba de que no tardarían en intensificarse.

– Jamás escribirán nada de lo que cuentan hoy- le expliqué a Lida. -Escriben otras cosas, con frecuencia completamente opuestas.

– Por eso no me gustan- dijo ella. -Menos mal que tú no eres escritor- añadió poco después. -No hagas crujir los dedos, por favor.

Desconcertado, saqué el pañuelo y escupí en él.

– ¿Por qué vives aquí?- me preguntó. -¿No podrías encontrar otro alojamiento?

Me encogí de hombros. Ladonshikov es una basura, nos dijo alguien que permanecía apoyado en el quicio de su propia puerta. En las profundidades del pasillo, hacia la zona de las chicas, se oía música.

Repentinamente se estremeció de repulsión. Ante nuestros pies, sobre el entarimado, había una pequeña mancha que parecía un vómito, o quizá lo fuera en realidad.

– Parece vómito de dramaturgo- dije.

– Basta, por favor. Vámonos de aquí.

Subíamos otra vez las escaleras. Ante nosotros pasó Maskiavicius con la nariz ensangrentada. Quise saludarlo, pero Lida me tiró de la manga.

– ¿Qué te pasa?- le pregunté.

Aspiró profundamente.

– ¿Qué es lo que te ocurre hoy?- dijo. -Te encuentro brutal.

La verdad es que estaba muy nervioso. No comprendía el motivo, pero sentía un deseo irrefrenable de hacer, mejor dicho de deshacer cualquier cosa. Tenía la impresión de que algo se había desencajado en mis rodillas, en mis codos y en torno a mis mandíbulas. Sentía amargor en la boca.

– ¿Qué haces?- dijo ella en tono de queja. -Me haces daño en el brazo.

Me volví bruscamente y le lancé una mirada casi de odio. He aquí por qué no lograba controlarme aquella tarde. La causa de mi nerviosismo era ella. Era toda su figura, su rostro orlado por aquellos cabellos como protuberancias solares, su pureza, su corrección, su cuello blanco que desafiaba como un obelisco a todo lo que la rodeaba, incluyéndome a mí mismo. ¡De modo que eras tú!, me dije, presa de una suerte de locura. ¡Bien, pues ahora te vas a enterar! Un deseo incontenible de ofenderla se me arrugó en el pecho como un nudo.

– ¿Qué te pasa?- repitió suavizando la voz. Sus ojos eran compasivos, como velados por un vaho azulado. -¿Qué tienes?- insistió.

Ahora te enterarás, mi pequeña bruja, dije para mí. Estábamos en la planta sexta y yo me apoyé de espaldas en la red metálica del ascensor. Comprendió que me disponía a decir algo importante y con la boca medio abierta, con huellas de sufrimiento en las mejillas, esperaba.

– Escúchame- le dije en voz tan baja que apenas pasaba a través de mis dientes y, mirando alrededor como si le estuviera confiando un terrible secreto, le susurré medio en albanés medio en ruso algo que ni yo mismo comprendí.

Me miró con sosiego; después, poniéndome una mano sobre el hombro, acercó su cabeza a la mía pretendiendo descubrir algo que se encontrara en el fondo de mis ojos, algo imperceptible en el interior de mi cráneo. A continuación, como si me dijera: ya estás desenmascarado ante mis ojos, tú eres un asesino, un miembro de la mafia, del sionismo mundial, del Ku Klux Klan, pronunció en voz baja y ronca:

– Tú también eres escritor.

Estuve a punto de echarme a reír.

– Sí- le respondí. -Soy escritor y desgraciadamente no estoy muerto.

Durante un rato permanecimos ambos con las miradas entrelazadas.

– Había empezado a sospecharlo- suspiró con voz casi sofocada.

Sentí de pronto que el efecto de mi asentimiento no era tan destructivo como yo esperaba, de modo que me apresuré a desbaratarlo todo. Le dije que también yo, si no se marchaba cuanto antes de allí, vomitaría igual que los demás y no en el pasillo sino desde las ventanas, directamente sobre las cabezas de los transeúntes, sobre los taxis, desde la planta sexta, desde las torres del Kremlim, desde, desde…

Con los ojos desorbitados, ella se había llevado una mano a la boca mientras con la otra apretaba el botón del ascensor. La cabina débilmente iluminada llegó por fin y sólo cuando abrió la puerta y penetró en su interior, comprendí que se iba. Quise abrir la portezuela, pero la cabina ya había comenzado a descender. Entonces, con la pretensión de adelantar al ascensor, comencé a bajar las escaleras alrededor de la red metálica, en el interior de la cual Lida bajaba y bajaba sin cesar. Yo, lo mismo que muchos otros antes de mí, estaba envolviendo el vacío de aquella columna monumental, me enroscaba como un ornamento clásico, estilo dórico, jónico, corintio, en torno a la columna del emperador Trajano, con los bajorrelieves de escenas guerreras, los escudos, la sangre, los caballos, cuyos cascos me aplastaban la cabeza.


Al llegar abajo, la puerta del ascensor estaba abierta y la cabina vacía. Lida se había ido. En el pasillo estaba Stulpanz.

– He visto a tu amiga- me dijo. -¿Por qué la has dejado marchar tan pronto?

Balbuceé algo incomprensible.

– Qué maravilla de muchacha, y qué necio eres tú por no saberla apreciar.

– Ya que te gusta tanto, quédatela- le respondí.

A Stulpanz se le desorbitaron los ojos.

¿De dónde procedía aquella euforia, aquella especie de regocijo vengativo? Ah, sí; al decirle a Stulpanz: "Quédatela", experimentaba la turbia ilusión de que la ofendía a distancia, la vendía, la trataba como esclava de un harén. Sabía de sobra que no era ni mucho menos así, que no tenía ningún poder sobre ella, pero la seguridad con que le dije aquello a Stulpanz me proporcionó en cierto modo ese sentimiento.

– Quédatela!- le repetí. -Lo digo en serio. Te la regalo.

– Espera- reaccionó él, -espera, explícame un poco…

– No hay espera que valga- le dije. -Te la regalo y punto.

Era un comportamiento absurdo pero, curiosamente, me sentía aliviado.

– Pero ella…- dudaba Stulpanz, -cómo puede…

– Toma su teléfono- dije sacando un pedazo de papel del bolsillo, -telefonéale alguna tarde y dile que me he ido, o que estoy loco, o… espera, dile mejor que he muerto. ¿Me entiendes? Dile que me he matado en una catástrofe aérea.

Como un relámpago atravesó mi cerebro la idea de que, creyéndome muerto, ella pensaría en mí con ternura, quizá hasta me quisiera, y sentí de pronto que algo se aflojaba en la parte baja de mi pecho.

Stulpanz me miraba confuso.

– No- dijo por fin, -no me gustan estas cosas- y me tendió el pedazo de papel con el número de teléfono.

– Qué bruto eres- le dije. -Yo ya la he perdido definitivamente. Es preferible que te la quedes tú antes que un esquimal, o un judío del Uzbekistán.

Le volví la espalda y comencé a subir las escaleras. En una de las primeras plantas había baile. Mis últimas palabras habían sido completamente sinceras. Las siluetas danzantes se prensaban detrás de una puerta de cristal. De vez en cuando pensaba en Lida, que se alejaba sola en aquel instante a través de Moscú. Afuera es de noche, hace frío y las calles están llenas de tártaros, pensé mientras rebasaba la planta de los eslavófilos. Ahora te dedicas a componer baladas, me dije poco después. En la cuarta planta me mezclé con los desengañados que caminaban murmurando, por parejas o de uno en uno, a lo largo del pasillo. Quizá por la débil iluminación, o por la estrechez del pasillo me parecían más altos que en las salas del Instituto. Tal vez que la gente desengañada te parezca siempre más alta de lo que es, pensé. Retazos de argumentos expresados en voz alta o en susurros llegaban hasta mis oídos, unas veces por la derecha, otras por la izquierda. Aparecían en ellos secretarios que robaban los lechones del Koljoz, ministros impostores, generales palurdos y deformes, miembros del Presidium, del Buró Político, que creían en Dios, se espiaban unos a otros y ocultaban una parte de sus ingresos bajo tierra, en las isbas, en previsión de los días de penuria. Ciertas novelas describían las dachas lujosas de los altos funcionarios, las francachelas, las propinas que recibían y los bailes de sus hijos desnudos. Otras mencionaban ciertas revueltas, si no verdaderas insurrecciones en regiones diversas del país, hablaban de sordas masacres, de proliferación de las sectas religiosas, de deportaciones, cárceles y crímenes, de monstruosas diferencias de salario entre los obreros «dueños del país» y los cuadros superiores del partido y del Estado, «servidores del pueblo». Cien contra uno, así se titula mi drama, decía alguien cerca de mí. ¿Tú crees que yo cuento cómo combate un soviético contra cien soldados alemanes, un revolucionario contra cien zaristas o un norcoreano contra cien americanos? No querido palomito, no hay nada de eso en mi drama. Cien contra uno. Significa que el sueldo de un personaje es cien veces superior al del otro y lo más asombroso es que los dos son personajes positivos. Ja, ja, ja, ja, ja, estallaba el otro en carcajadas. Sí, sí, así es como acaba la obra, con una carcajada, continuaba el primero. Ja, ja, ja, empieza a reírse el personaje del sueldo pequeño. Entonces todo el escenario se echa a reír, ja, ja, ja, y la risa se transmite a la sala, y de la sala afuera, a la ciudad invernal. Tras lo cual Piotr Ivanov se irá a pasar una temporada a la prisioncita de Butyrski. Ja, ja, ja, decía el que escuchaba.

«Yuri Goncharov», dijo alguien con voz ahogada y al instante todas aquellas novelas, dramas y poemas experimentaban metamorfosis aterradoras: el secretario del partido, alto y de anchas espaldas, le cedía su propia chaqueta al camarada que tenía frío; el delegado del comité del Partido, a quien en el primer acto de la primera versión se veía destilando vodka clandestinamente, olvidaba ahora recoger el sueldo, pues estaba pendiente de la revolución mundial; las insurrecciones se transformaron en festivales de koljosianos aficionados al arte, las masacres en ceremonias de distribución de premios, los jóvenes que danzaban desnudos en las dachas en voluntarios para roturar nuevas tierras. Y justo después comenzaron los vómitos.

Me di media vuelta y me adentré como un ciego en la otra zona del pasillo donde se alojaban las mujeres. Tenía mal sabor de boca. Ante una puerta me pareció ver a las Vírgenes de Bielorrusia y un poco más allá, con el desprecio dibujado en su rostro lerdo, con un cigarrillo Kazbek en los labios, su oponente, la Bella Ahmadulina, la mujer de Evtuchenko. Estaba en el cuarto curso y siempre que me la encontraba en las escaleras, rebosante de salud y con su blancura de leche en la piel a pesar de su origen tártaro, pensaba involuntariamente en el esfuerzo que aquella mujer -en quien la maternidad potencial emanaba de todo su ser excepto de sus versos, donde jamás se mencionaba- tendría que hacer para ir a la última moda.

– Bon aksham, Bella- le dije entre dientes.

– Aksham- respondió ella, sin quitarse el cigarrillo de los labios.

Se ignoraba quién había inventado los últimos meses aquel «buenas tardes» medio francés medio turco, el caso es que había sido adoptado prácticamente por todos. Aksham, me repetí sin apartar la mirada de la cara blanquecina de Bella, donde la tristeza se expandía en círculos concéntricos. Esa misma tristeza aparecía después en las elipses de cosmético en torno a sus ojos para extenderse y adquirir las dimensiones del Sáhara con los polvos de destellos lunares en su cuello. Aksham, pensé, ¡qué majestuosa palabra! Esta noche es justo aksham. No es ni evening, soir ni mucho menos veçer sino aksham. Aksham sobre las heladas estepas rusas, sobre los teléfonos de los vigilantes, sobre las ciudades, los koljoses, las memorias de la guerra civil, la nieve, los cañones y los soviets de las dieciséis repúblicas. Aksham sobre el Estado más extenso del mundo.

Y he aquí que apareció la profesora de pintura. Se encontraba al fondo del pasillo, casi fundida con la pared y no apartaba sus ojos de mí.

– Espero- dijo en voz muy baja el icono.

Me detuve, con la mirada sobre mis rodillas.

– Me prometió usted un argumento- continuó la voz de la pared, -un argumento macabro.

Finalmente di un paso hacia ella. Su cara estaba muy cerca de la mía, pálida, con un tenue enrojecimiento enfermizo en ambas mejillas. Macabro, repetí como si hubiera escuchado mi propia sentencia. Me aproximé aun más a su cara y suavemente, sin poner las manos sobre sus hombros inmóviles, posé mis labios en los suyos. Con el mismo gesto cuidadoso retiré la cabeza, como si temiera que la pintura mural fuera a derrumbarse atrapándome bajo sus escombros. Retrocedí unos pasos, a continuación me volví y me alejé rápidamente, casi con pánico, hacia el otro extremo del pasillo. Eh, chino, decía alguien con el rostro pegado al ojo de la cerradura de la puerta de Ping. Eh, «que se abran cien flores», o cien espinas, o quienquiera que seas tú ahí, abre un momento la puerta, quiero decirte algo. En el interior de la habitación el silencio era absoluto. Ladonshikov es una basura, volví a escuchar una voz desde un rincón, pero no volví la cabeza. Eché a correr por las escaleras y llegué casi sin aliento a la sexta planta. La primera persona con quien me topé fue Taburokov. Según venía hacia mí, me pareció una visión azulada, con aquel escaso mechón de cabellos negros sobre el cráneo redondo, que el sudor hacía parecer volutas de humo encima de la llama azul de un hornillo de gas. "Nkell gox avahl uhr", me dijo en tono amenazante, pero yo me zafé y seguí adelante. Un mongol se ha tirado desde el quinto piso, decía alguien. Llamad a urgencias, al hospital.

En el pasillo en penumbra había una sorda actividad. Los desnacionalizados iban y venían en medio de un barullo sosegado, cargado de querellas sofocadas. A veces se escuchaba un ruido también sordo, bum, bum. Era sin duda Abdulahanov quien, como de costumbre, hacia la tercera hora de la borrachera comenzaba a darse golpes con la cabeza en la pared de su habitación. "Hran Xingeth frull ckell firau hie", oí murmurar frente a mí. Era el grupo de Kara-Kum, que se movía hecho un ovillo al fondo del pasillo. Hablaban en sus lenguas medio muertas y las palabras silbaban como una tormenta de arena, abrasadas por el sol implacable del desierto. "Auhr, auhr, nkr, ub". Quise marcharme, salvarme de aquella polvareda que parecía crujirme ya entre los dientes, que me cubría con su anonimato. Caí, queridos camaradas, caí. "Krauhl ah rk meit". Más allá del puente de La Meca. A la derecha, por fortuna, se encontraba el oscuro pasillo que conducía a los apartamentos vacíos y me interné por allí. Caminaba por él completamente aturdido cuando sentí algo semejante a un murmullo de canas y de agua. Me pareció que mis pies se enterraban en el barro, que me hundía, que era poco a poco absorbido por el cenegal de la tundra. Junto a mí, ignoro de dónde, había aparecido Kiuzengueshi. "Bon aksham", le dije en voz baja. "Junalla hanelle avuksi", contestó él. No había oído nunca su voz. Mientras él continuaba hablando, yo me esforzaba por encontrar el modo de aferrarme a la pared, para no ser absorbido. El, que siempre había sido tranquilo y ensimismado, hablaba ahora con brutalidad aunque nunca en voz alta. Su cólera se veía más que se oía. Se adivinaba sobre sus dientes torcidos, entre los que escapaban palabras fúnebres como manchas blancas. Aquellos dientes parecían losas de tumba, medio hundidas en un cenegal. Le di la espalda y me encontré de nuevo en el pasillo de la sexta, donde los desnacionalizados estaban ahora mezclados los unos con los otros, hablando todos en sus lenguas desaparecidas o a punto de extinguirse. Era un delirio aterrador. Desfigurados por el alcohol, sudorosos, enlodados, con churretones resecos de lágrimas bajo los ojos enrojecidos, hablaban con voz desgarrada en lenguas que habían abandonado; se golpeaban el pecho, sollozaban, juraban que no las abandonarían, que las hablaban en sueños, se culpaban de su bajeza por haberlas dejado allá a merced de la montaña o el desierto, a ellas, sus madres, a cambio de aquella madrastra, el ruso.

Estaba completamente desconcertado. Jamás hubiera imaginado que llegaría a ser testigo en toda mi vida de un remordimiento de conciencia de tales proporciones. "Meilla ubr", dije, ni yo mismo sé por qué.

Ellos continuaban hablando. En medio de aquel caos de palabras de lenguas muertas o enfermas, flotaban frases en ruso, emergían aquí y allá como pequeños islotes perdidos en el mar oscuro de su conciencia colectiva. Mi lengua se me aparece convertida en fantasma, gritaba sin cesar uno, como si despertara aterrado de una pesadilla. Mi cuerpo se estremeció. ¿Cómo sería el fantasma de una lengua? Frullxhek frullxhek hain. Ikunlukut uha olalla. Déjame en paz. Ah, onc kllxg buhu. Meit aman, meit aman, sin caballo ni deseo de buen viaje. Este otoño tuuli lakamata. ¡Oh, estrella, jullduz et, hakr bil, lengua querida!

No puedes decir que lo he hecho yo, de modo que no sacudas contra mí tus… sufijos ensangrentados…

Basta, me dije. Me tapé los oídos con las manos y, caminando así me abrí camino a duras penas entre ellos, hasta llegar a mi habitación. Me eché de bruces sobre la cama, sin apartar las manos de los oídos. ¿Qué país es éste y por qué estoy yo aquí?, me pregunté. No era capaz de continuar pensando. Tenía deseos de llorar y no podía. En dos o tres ocasiones una especie de sollozo me estremeció los hombros, pero era un sollozo estéril.

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