CAPÍTULO V

Un pintor moscovita que acababa de regresar en avión de la India había traído consigo la viruela. Se había contagiado durante la ceremonia funeraria de una princesa en Delhi, al aproximarse más de lo debido al sarcófago con la intención de dibujar unos rápidos bocetos.

El pintor falleció pocas horas después de llegar a Moscú y se esperaba que todos los amigos y allegados que habían tenido contacto con él sufrieran idéntica suerte.

Por la mañana temprano, en la conserjería de la residencia del Instituto pegaron un gran cartel notificando la vacunación obligatoria contra la viruela de toda la población de Moscú e indicando los puntos donde se aplicaba. Se amenazaba con la cuarentena a todos aquellos que en el plazo de cuarenta y ocho horas no se hubieran vacunado.

Ante el cartel se había reunido un pequeño grupo.

– Nos está bien empleado- murmuró entre dientes Kurganov. -Demasiada amistad habíamos hecho con esa India.

– ¿Por qué?¿Es de la India de donde procede la epidemia?- preguntó alguien.

– ¿Pues de dónde crees tú?- se le volvió Kurganov. -¿No pensarás que ha venido de Alemania Occidental?

– Ya está bien, Kolia- le tiró de la manga su compañero. -Será mejor que vayamos a vacunarnos.

– Kurganov tiene razón- dijo Maskiavicius, que surgió de alguna parte. -Demasiada amistad hemos hecho con esas Indias y Brahmaputras- alguien se echó a reír. -Sí- continuó Maskavicius. -Así es este mundo. Te reconcilias con unos y rompes con otros…

Me lanzó una mirada de soslayo, pero yo no moví un músculo. Continuaba inmóvil ante el cartel leyendo mecánicamente, quizá por décima vez, sus escasos renglones. Un vacío tirante se originó en algún lugar junto a mi diafragma. No era la primera vez que escuchaba alusiones semejantes en los últimos días, pero nunca habían sido tan abiertas.


Caminaba por la calle entre un grupo de personas, una parte de las cuales se dirigía hacia el edificio donde se vacunaba, cuando volví a ver a Maskiavicius y apresuré el paso para darle alcance.

– Maskiavicius- le dije cogiéndolo por el codo, -escucha, hace un momento, allí delante del cartel, dijiste algo que me pareció que se refería a mí, o para ser más exactos, a mi país. Te ruego como camarada… en caso de que hayas oído algo… que me lo digas.

Volvió la cara hacia mí con los ojos desorbitados.

– No sé nada- se apresuró a decir. -Sólo estaba bromeando.

– Eso no era una broma- le dije. -Es asunto tuyo si no quieres decírmelo, pero no era broma.

– Era simplemente una broma- insistió.

Durante un trecho no hablamos.

– Discúlpame- le dije al cabo y aceleré la marcha para separarme de él. Pocos segundos después sentí su aliento en mi hombro derecho.

– Espera un momento- dijo. -Seguro que estás pensando que todos nosotros sabemos algo, que conspiramos contra ti porque eres extranjero y estás aislado, y esto y lo otro. ¿O no es así?- me interrogó con la voz cascada por la congoja.

En realidad era así, pero yo ni siquiera volví la cabeza para responderle. Estaba muy afectado.

– Escucha- continuó con el mismo tono de voz, -tú sabes que no soy como esas basuras de Yuri Goncharov y Ladonshikov, ni como esas putas vírgenes y demás. Sabes también que no siento ningún amor especial por los rusos. Si supiera algo no vacilaría un instante en decírtelo. Te juro que no sé nada con exactitud, sólo que anoche, mientras tomábamos unas copas en el Aragvi, un tipo a quien ni siquiera conozco dijo cuando fue a probar la sopa: «La sopa está ardiendo, pero entre Albania y nosotros empieza a hacer frío.» Intenté dos o tres veces tirarle de la lengua, pero no saqué nada en claro. ¿Me crees ahora?

Yo no hablaba. Ya no escuchaba lo que me decía, únicamente me repetía: ¿acaso será cierto?

– Además, para ser francos- murmuró Maskiavicius colgándose de mi hombro, -estaríais de suerte si de verdad se produjera un enfriamiento. ¿Eh?- susurró. -Yo, que soy lituano, lo sé muy bien, pero no me obligues a hablar.

De pronto tuve la certeza de que todo era verdad. En aquella mañana fría, entre la marea de caminantes que se apresuraban a vacunarse contra la terrible enfermedad que una princesa india le había transmitido a Moscú, tuve la sensación de que todo lo que flotaba en la niebla de los comentarios de Anteo sobre la venida de Vukmanoviç Tempo, sobre Bucarest o sobre aquellas subcomisiones preparatorias de la conferencia de Moscú, se clarificaba con rapidez.

Miraba mi aliento congelado justo ante mi boca y no me hubiera sorprendido que cayera al suelo y se quebrara en mil pedazos cristalinos. No estaba triste, tampoco contento. Me encontraba en un estado de permanente estremecimiento, más allá de la tristeza o la alegría, en un universo de vidrio de una luz torva, yerma, oblicua. El equilibrio de mis miembros se había quebrado. Sentía que podían descoyuntarse y volver a ensamblarse a su antojo, en las combinaciones más inauditas: entre las costillas podía tener un ojo, tal vez dos, los pulmones podían encontrarse en los brazos, quizá para poder volar.

Como toda cosa inverosímil, aquella mutación tenía una belleza misteriosa. Sensación mundial. Los periódicos. Asombro general. Me dilataba entre ellos como esparcido por un viento loco. Sentía una opresión ardiente en la garganta. Después, como en el vuelo de un sueño, me pareció sentir bajo mis pies la tierra negra, unos cuantos vagones de mineral de cromo, como los que veía los domingos en la estación de mercancías de Durres, cuando iba con los amigos a la playa, y los barriles de alquitrán que a veces, cuando se retrasaban los buques de transporte, se amontonaban formando terroríficas montañas negras.

– Estás completamente ido- dijo Maskiavicius.

Habría presiones económicas, quizá bloqueo. Puede que algo peor. La cabeza mitológica eslava hincharía sus mejillas para levantar un viento demente contra mi país.

– ¡Para qué te lo habré dicho!- se lamentó Maskiavicius a mi lado.

La cabeza aterradora, como brotada en medio de la estepa, se confundía en mi imaginación con la de Jruchov.

– Nombre, apellido y fecha de nacimiento- era la voz de una enfermera.

Me encontraba ante una mesa sobre la que se alineaban frascos y jeringuillas. En torno imperaba un trasiego ruidoso y constante. Maskiavicius había desaparecido.

– Quítese el abrigo y la chaqueta, por favor- dijo la enfermera. -Arremánguese la camisa tanto como pueda.

Yo observaba con el rabillo del ojo sus dedos blancos que me frotaban el brazo con un algodón empapado en alcohol. Después cogió una jeringa y comenzó a rasparme cuidadosamente con la aguja en la piel, como si estuviera dibujando una vieja figura. Pensé que el sarcófago de la princesa india debía de estar adornado con toda suerte de figuras sorprendentes para que el pintor se hubiera sentido tan atraído por él.

Entre las raspaduras vi la sangre inundando el lugar de la masacre. Después los delgados dedos de la muchacha dejaron caer una sustancia sobre el dibujo y dijo:

– No se baje la manga hasta que se seque.

Durante el trayecto hasta el Instituto rememoré varias veces el breve episodio con Maskiavicius. Los carteles que invitaban a la población de Moscú a vacunarse contra la viruela estaban pegados por todas partes. Pequeños grupos de personas se formaban ante ellos y los leían en silencio, sacudían las cabezas o iniciaban conversaciones con quienes tenían a su lado. En dos o tres ocasiones me detuve también yo ante los carteles con la loca esperanza de que alguien volviera a mencionar las relaciones extraordinariamente calurosas con la India y consecuentemente el enfriamiento con… con… algún otro país.

Anteo no estaba en la residencia. Aparte de él, no conocía a nadie a quien preguntar abiertamente, de modo que volví a ponerme el abrigo y salí. Hacía frío. Caminaba con la mente extraviada por la acera derecha de la calle Gorki. Los carteles a propósito de la viruela estaban por todos lados. Yo les echaba repetidas miradas como si esperara leer en ellos cualquier cosa. Otra cosa, además del hecho de que un pintor hubiera traído la terrible enfermedad al regresar en avión desde la India. ¿Y Vukmanoviç Tempo?¿En qué habría venido a Moscú?

Ante mí, en la otra acera, se elevaba el imponente edificio del hotel Moscú. Atravesé el cruce casi a la carrera y entré en su tranquilo vestíbulo. En un rincón de la derecha se vendían los periódicos extranjeros, sobre todo los de las democracias populares y los partidos comunistas de Occidente.

– ¿Tiene el Zëri i Popullit?- le pregunté a la vendedora. -Albania- añadí enseguida.

Cuando me extendió el periódico casi se lo arranqué de las manos. Lo desplegué arrebatadamente, devorando los titulares con los ojos, al principio sólo los principales, después los medianos, al final los de los epígrafes. Ninguna señal.

– ¿Tiene otros números?

Me tendió un fajo de periódicos que yo hojeé con la misma impetuosidad. De nuevo nada. Compré entonces unos diez periódicos en lenguas diferentes y me disponía a sentarme en algún sillón para hojearlos, pero la mirada suspicaz de la vendedora me molestaba. Salí a la calle y, aunque sentía que se me congelaban los dedos, comencé a desplegar los periódicos, reparando sólo en los titulares de las primeras páginas. Dos o tres personas volvieron la cabeza sorprendidas. Los repasé uno por uno. Al principio echaba un vistazo sólo a las portadas, después a las últimas páginas, finalmente también a los subtítulos interiores, pero no me tropecé con el nombre de Albania ni una sola vez. ¿Cómo han podido llegar a esto?, estuve a punto de gritar, hundiendo el último periódico en uno de los abultados bolsillos del abrigo. Entre aquellos miles o millones de signos latinos y cirílicos que pesaban como el plomo a ambos lados de mi abrigo, no encontré más que mutismo, ceguera. Los únicos periódicos que no compré eran los que estaban impresos en jeroglíficos porque no entendía nada.


Caminé aturdido hasta encontrarme en la plaza Roja. En los escaparates del Gum nuevamente carteles. A decenas. El mausoleo de Lenin estaba cerrado. Quizá fuera el día en que se renovaba el aire, o puede que lo hubieran cerrado a causa de la viruela. O quizá se tratara de una medida de precaución para que no se infectara Lenin aunque sin duda ningún microbio podía causarle daño alguno a su cuerpo embalsamado.

Yo mismo me daba cuenta de que estaba pensando insensateces. Entre ellas, sin relación alguna, recordé que Ala Grachova me había invitado a comer al día siguiente en la dacha de su familia. Al principio, no sé por qué, estuve a punto de rechazar la invitación, pero por fin le di palabra de que iría.

La multitud se abalanzaba a centenares por las puertas del Gum llevando consigo, junto con el bullicio cotidiano, la nueva inquietud procedente de la India. El microbio estaba allí. Minúsculo, se había introducido furtivamente quién sabe en qué pañuelo, en qué labios o cabellos y ahora lo conmocionaba todo, como no había logrado hacerlo jamás ninguna visita de primer ministro, presidente o emperador. Dos o tres días atrás, mientras aún estaba de camino, reinaba la tranquilidad (del mismo modo que todo estaba tranquilo hacía unas semanas, mientras Vukmanoviç Tempo viajaba hacia Moscú). Tranquilidad, como hacía pocos días, mientras llegaban en paquetes innumerables aquellos periódicos mudos.

Estaba ante el emplazamiento del viejo patíbulo. Intenté imaginarme por dónde traerían a los reos y dónde se encontrarían las escalerillas por donde subía el verdugo. Los tambores retumbarían con un ritmo especial. Con voz vibrante, solemne, se proclamaría la maldición y después la enorme espada, medio europea medio asiática, caía sobre todos.

Me alcé el cuello del abrigo para protegerme del aire helado que soplaba del río Moscova y comencé a descender hacia Ohotni Riad.


La comida del domingo en la dacha de Ala Grachova comenzó alegremente, pero acabó entre lágrimas. Ala me dijo después que aquello era habitual en su familia siempre que se ponía el vodka sobre la mesa. Además de la madre y la abuela de Ala, así como la más pequeña de sus hermanas, Olia, estaban presentes su tío, de quien me había hablado ya con anterioridad, y también otras dos parejas, viejos conocidos de la familia. Al principio la conversación giró en torno a la viruela, sobre todo a si se impondría o no la cuarentena. El tío de Ala, un hombre grueso, calvo, de rostro encarnado y carnoso, argumentaba que no podía haber cuarentena pues, aparte de otras razones, produciría mal efecto desde el punto de vista político. Mientras decía esto me miraba de reojo, con abierta hostilidad, como si yo fuera uno de los que propusiera el establecimiento de dicha medida. Si dependiera de mí, proseguía, ni siquiera se habría anunciado la existencia de la epidemia. Eso es lo que están deseando nuestros enemigos. Espera y verás cómo lo proclaman a bombo y platillo en todo el mundo. Como si en sus países no hubiera viruela, peste o muchas otras calamidades. Sólo que ellos son listos, la ropa sucia la lavan en casa, pero mantienen los ojos bien abiertos en nuestra dirección.

Decía esto y de nuevo me miraba con el rabillo del ojo. Era evidente que en torno a aquella mesa yo representaba para él todo lo ajeno y hostil, incluyendo a Europa occidental, el decadentismo burgués y a la Standard Oil Company. Ala, quien debía conocer su aversión a los extranjeros, le replicaba y enrojecía de satisfacción siempre que él, en la pasión por defender a toda costa sus posiciones, decía alguna bobada. Los demás reían y Ala, que se sentaba junto a mí, aprovechaba la oportunidad para susurrarme al oído: Ah, ¿no te había dicho que es eslavófilo?

– Existe una enorme ingratitud hacia la Unión Soviética – continuaba él lleno de despecho. -Nosotros hemos derramado nuestra sangre por los pueblos de Europa, les hemos regalado la libertad y sin embargo ellos… hum… ellos son unos desagradecidos.

Me pareció que miraba el pan que tenía ante mí e inmediatamente retiré la mano de él.

Algunos de los comensales lo escuchaban, el resto conversaba por parejas en voz baja.

– Hay un solo Partido Comunista en el mundo- prosiguió sin mirarme, -y no una docena. Existe un partido padre y partidos hijos, y los que piensan lo contrario…

Yo a duras penas lograba tragar lo que tenía en la boca. ¿No sabrá algo este cerdo?, pensé.

– ¿Y partidos tíos, no hay también?- lo interrumpió Ala.

El la miró con gesto de reproche.

– Ala, basta- gruñó.

Pero a ella tanto le daba. Sabedora de que toda su irritación se concentraba en mí, parecía regodearse colocándose de mi lado, en una reunión donde todos me eran extraños. Cuanto había de cálido y dulce en su naturaleza encontraba así un modo directo de manifestarse. Había notado hacía tiempo que en Rusia eran las muchachas y las abuelas quienes mostraban mayor consideración con los extranjeros, incluso cierto cariño.

Durante la comida, a pesar de la satisfacción que me proporcionaba la actitud de Ala, su tío me iba poniendo cada vez más nervioso. Casi no había abierto la boca hasta entonces y sentía incontenibles deseos de decirle algo ofensivo. Creí que se presentaba la ocasión cuando salió a relucir Jruchov.

– He notado que en la prensa lo llaman Nikitiushka, Nikitinka o Nikitiushonok- dije colocando los acentos de una forma monstruosa. -Ya sé que eso forma parte de la tradición del folklore ruso, pero ¿no creará algún problema en cuanto a la seriedad…?

Mientras yo hablaba él no despegaba su mirada de mí, intentando averiguar si había algún deje de burla en mis palabras. Por fin, no consiguiéndolo al parecer, me respondió cargado de animosidad:

– A pesar de lo que les pueda parecer a algunos, esos diminutivos son buena muestra del cariño popular por nuestro Nikita Serguejeviç, ¿entiende? La mano con que se servía cerveza en el vaso temblaba.

– ¿Se entera, mollodoj çellovjek, muchachito?-insistió. -Nadie se habría atrevido a llamar a Stalin, Josif, mucho menos Josifushka-. Sus ojos rebosaban inquina.

– Nikitushka, Nikitinka- terció Ala; -así es como hablan los borrachos…

Esperaba ver cómo él se abalanzaba sobre su sobrina, pero se conformó con echarle una mirada de reconvención. Al parecer, reservaba todo su odio para mí.

No cesaba de decir frases de doble sentido y cargadas de veneno, y yo dudaba entre dos posibilidades: o levantarme y salir de allí con cualquier pretexto, un dolor de cabeza por ejemplo, o dejarlos plantados brutalmente sin la menor explicación. Quizá habría optado por lo segundo si la abuela de Ala, que parecía ser la única, junto con su nieta, en comprender que toda la hiel de aquel hombre se dirigía contra mí, no hubiera dicho entre dientes:

– ¡Cómo no te da vergüenza, Andrei Timofeich!

Los demás no se enteraron de nada y continuaron con sus charlas. Incluso una de las mujeres, una viudita de la dacha vecina, parecía disponerse a entonar una canción. Dos o tres veces empezó la melodía en voz muy baja y otras tantas la dejó en suspenso sin atreverse a continuar ni a dejarla, como alguien que al borde de un lago no se decide a entrar en el agua.

Ala ya no hablaba. A punto de echarse a llorar, miraba con desprecio a su tío, que continuaba soltando veneno igual que antes, con la sola diferencia de que ya no miraba en mi dirección. En cierto momento me pareció que era Ala quien se disponía a decirme que nos levantáramos de la mesa, pero justo entonces sucedió algo. La viudita vecina se echó a llorar. No era un simple llanto: se mezclaban en él todos los elementos de la canción que había estado intentando cantar, incluso un texto que apenas se distinguía, deformado y ahogado por los sollozos.

– Vamos, Rosa, no…- dijeron varias voces, también ellas al borde del llanto.

Ala me explicó más tarde que aquello era frecuente. La mayor parte de las dachas de los alrededores pertenecían a familias de aviadores que habían sido derribados durante la defensa de Moscú. Bastaba un gesto para que cualquier comida se transformara en un oficio de difuntos. El padre de Ala había muerto también durante los primeros ataques de la aviación alemana.

– ¿Te acuerdas, Nina- le decía la viuda a la madre de Ala, -de aquella noche en que lo llamaron con urgencia? Acababan de regresar de un servicio, y sin embargo los volvieron a llamar. Al instante tuve una corazonada de mal agüero.

Todas ellas, las viudas, incluso las otras, las vueltas a casar, comenzaron a rememorar las noches de espera en común, los malos presentimientos, las breves conversaciones junto a la verja de madera.

El avión del padre de Ala había quedado atrapado entre un grupo de Junkers y había desaparecido. Lo despedazaron al pobre, repetía de vez en cuando la abuela, como si fueran una bandada de halcones. De noche, solo en lo alto, en algún lugar del cielo…

De noche, solo… Había algo tras esas palabras. Me sentía ante ellas como ante una puerta cerrada. De noche, solo. Rebuscaba en mi memoria, intentaba desesperadamente revivir un recuerdo, mas la chispa no lograba prender. De noche, solo.

Por fin se hizo la luz. Era una vieja canción que había escuchado tiempo atrás en una boda:


Tomé el camino de Yanina

de noche-o, solo-ooo

Solo con el negro Haxhi

de noche-o, solo-ooo.


Me estremecí. La noche negra, el camino y el negro Haxhi, el criado. No recordaba cómo continuaba. Creo que el viajero era asaltado por los bandidos.


Me acribillaron a golpes de cuchillo

de noche-o, solo-ooo.


Pensaba que no podía haber en el mundo una canción más triste sobre la soledad.

– ¿Recuerdas Nina, el 12 de septiembre?- decía la vecina.

El tío de Ala, con los ojos desencajados, miraba alternativamente a las mujeres, que no paraban de hablar. El resto de los hombres adoptaron una expresión entre culpable y ofendida.

Ala y yo, aprovechando que no nos prestaban atención, nos levantamos y salimos. Olia, la pequeña hermana de Ala, nos siguió.


Los alrededores medio cubiertos por la nieve estaban silenciosos. Hacía más de una hora que paseábamos. Olia caminaba unas veces a nuestro lado y otras delante, pues le gustaba descubrir los senderos por los cuales pasaríamos después nosotros. Era delgada, de miembros finos y largo cuello y tenía una voz melodiosa, como la de Ala. Desde lejos nos señalaba un charco medio helado en nuestro camino, una isba abandonada o algún tablón podrido, arrastrado hasta allí quién sabe por qué razón. Nosotros simulábamos que todo aquello nos interesaba y Olia corría satisfecha en busca de nuevos descubrimientos.

Aquí y allá, flanqueando los senderos, se alzaban dachas deshabitadas, con los postigos cerrados, y rara vez alguna isba. Ala dijo que podíamos encontrarnos cerca de una aldea.

– ¡Eh!- gritó Olia desde lejos. -¡Un cementerio! Era un camposanto de aldea, rodeado por una valla o por lo que quedaba de ella. La mayor parte de las cruces de madera estaban torcidas y rotas, tal como las había imaginado tiempo atrás leyendo a los maestros rusos. Junto a cada tumba había una especie de banco rudimentario, compuesto de dos tablones clavados sobre estacas hundidas en el suelo. Allí es donde se sentaban los allegados de los muertos cuando acudían al cementerio los domingos o los días de difuntos. Los tablones, igual que las cruces, estaban ennegrecidos por el paso del tiempo y a trechos podridos. Difícilmente podía nada más estremecedor.

– Debe de haber alguna iglesia por aquí- dijo Ala. Sólo aquello faltaba en aquel paraje perdido: una iglesia de aldea con el salterio en eslavo antiguo, la lengua que parecía perseguirme últimamente. A medida que avanzábamos, crecía mi impresión de haber estado en aquel lugar el año anterior. O quizá me equivocaba; los alrededores de Moscú son tan semejantes que es fácil confundirlos. O quizá hubiera estado allí a comienzos del otoño, cuando todo era dorado, cobrizo, revestido de un brillo perezoso, como las tiendas de antigüedades.

No recordaba el nombre de la estación de ferrocarril donde habíamos descendido; sólo se me había quedado grabado aquel brillo fabuloso en abierto contraste con las isbas ennegrecidas, aquel manto de hojarasca, verdadera esencia del otoño, y las rasgaduras blancas sobre el tronco de los abedules, tan deslumbrantes que me recordaron destellos de luz como los que arrancaban con un espejo los muchachos de provincias en las ventanas de las jóvenes que les gustaban.

Estaba con Stulpanz, Kurganov y un poeta que trabajaba en una editorial. Pisábamos como borrachos sobre lo que había derribado y dorado el soberbio otoño ruso, sin comprender por qué dos o tres aldeanas que vimos en el umbral de sus isbas nos miraban con aire de sombrío recelo. Más tarde vimos otras dos mujeres y una vieja con agujas en la mano, y en los ojos de todas se percibía la misma turbiedad, en la que resultaba difícil discernir el miedo de la severidad. Intrigados por su actitud, nos pusimos a indagar y no nos resultó difícil enterarnos de lo que sucedía: hacía un mes, en aquellos mismos contornos, habían matado a una muchacha a navajazos. Se llamaba Tonia Mihelson, tenía diecinueve años y era sin duda la muchacha más bonita de toda la periferia de Moscú. La habían matado los hooligans, poco más allá de la estación del tren, de noche, en las vías- ooo…

Una vieja aldeana, con un pañuelo en la cabeza como todas las viejas rusas, nos lo contaba con una voz que en parte por la conmoción, en parte por la escasez de dientes, salía de su boca tan delgada como un hilo.

– La mataron por nada, ¡por nada!- decía y aquel «por nada» se te clavaba como otro golpe de cuchillo. Todo en su relato era corrosivo y tan triste que era preciso doblarse en dos para vencer el vacío que se originaba en el vientre. Escuchar la historia de la muerte de Tonia Mihelson, la hermosa joven de diecinueve años, contada por una boca sin dientes, con aquella voz cansina, resultaba aún más triste.

Los hooligans habían venido de Moscú a visitar a un compañero suyo. Habían bebido y jugado a las cartas y la apuesta consistía en que quien perdiera mataría a la última muchacha que saliera del último tren de Moscú. Era un juego macabro que se había propagado últimamente. Se jugaba con las vidas de desconocidos: el último cliente de la tienda de alimentación, la primera pasajera en bajar del trolebús, o quien se sentara en la fila 9, asiento 17, en un cine.

– Así fue, por nada- dijo la vieja por tercera vez y yo pensé que si volvía a pronunciar las palabras «por nada» tendría que gritarle «basta ya».

El dolor por la desconocida Tonia Mihelson se percibía en todo. Se había adherido al paisaje, salpicándolo con manchas de sangre que durarían cien años, quizá más. Ninguna convulsión geológica podría marcar aquellos lugares como aquel dolor.

Quise decírselo a Ala, pero algo hizo que me arrepintiera. Puede que no fuera el mismo lugar. Además, todo estaba ahora cubierto por la nieve y ésta parecía reclamar olvido. Al menos hasta la primavera lo conseguirá, pensé.

Continuamos caminando por un bosque ralo. Las isbas de la aldea habían quedado atrás. Los abedules estaban helados y las yemas reventaban sus cortezas agrietadas como marcas de vacunación. Las manchas claras sobre sus troncos resultaban ahora más opacas, como si los espejos de los golfillos provincianos se hubieran cubierto de polvo.

Volvimos a encontrar dachas deshabitadas con las puertas y ventanas cerradas. Tras las portezuelas se veían los porches ennegrecidos con matojos de lilas resecos. Algunos pájaros, cuyo nombre ignoraba, piaban lastimeros más allá.

– Sabes- dijo Ala, -creo que Stalin iba a una dacha a pocos kilómetros de aquí, en dirección a Kuncevo.

– ¿Una dacha de Stalin?

Balanceó la cabeza, satisfecha de haber logrado excitar mi curiosidad.

– Ahora debe de estar abandonada- dijo, -hace tiempo ya.

Desde lejos, Olia nos decía algo acerca de una zorrera, pero yo estaba pensando en otra cosa.

– ¿En qué dirección está?- le pregunté a Ala.

Se encogió de hombros.

– No lo sé bien- dijo. -Debe de estar por allí.

Miré unos instantes en la dirección que me señalaba su mano. Las ramas desnudas de los árboles fragmentaban el escudo grisáceo del cielo invernal.

– ¿Está muy lejos?

Me pareció sentir el aleteo de sus pestañas.

– Sí… muy lejos y seguramente abandonada.

Me di cuenta de que tenía miedo de que le pidiera que fuéramos allí. Puede que entonces sintiera que los troncos de los árboles se inclinaban amenazadores sobre nosotros, como preguntándonos: ¿qué se os ha perdido a vosotros en esa dacha?

– Me gustaría verla- dije por fin.

– ¡Oh, no!- era casi un grito de pánico. -Ya te he dicho que está lejos y seguro que abandonada.

– Precisamente, así es como quisiera verla- dije yo. -Tal como está.

Su rostro enrojeció ligeramente.

– Además, no estoy segura. Puede que no me haya enterado bien y la dacha esté en cualquier otra parte.

Me volví hacia ella y vi que el rojo de sus mejillas subía de tono.

– Como quieras- le contesté.

La nieve crujía bajo nuestros pies y Olia dijo de nuevo algo sobre una zorrera.

– Dicen que era terrible- continuó Ala poco después. -Vivía allí solo, como un monje.

Al parecer creía que, mencionándome el abandono de la dacha y el ascetismo de Stalin, mi curiosidad quedaría satisfecha.

– Eso es lo que dicen, vivía en completa soledad, exactamente como un monje.

– ¿El monje de la revolución?- pregunté yo. -Así le llaman sus enemigos, ¿lo sabías?

Se encogió de hombros sin saber qué decir.

No recordaba bien dónde había oído a un borracho decir de Jruchov: ¡ah!, qué zorro es nuestro Nikitushka, un zorro de la revolución.

Oscurecía. Olia propuso que regresáramos mientras quedara luz, pues más tarde corríamos el riesgo de extraviar el camino.

– Sí, sí- dijo Ala. -Regresemos.

De vuelta, cada uno de los tres intentaba encontrar en la nieve sus propias huellas.

El crepúsculo derramaba fugazmente manchurrones blancos y negros sobre las isbas escasas, los huecos de los troncos y los tejados de las dachas cerradas. Aquí y allá las copas de los árboles dejaban caer montones de nieve que fulguraban por última vez antes de hundirse en la penumbra del suelo. El día oscurecía lentamente como un viejo servicio de plata. Nos alejábamos cada vez más del boscaje oscuro, en cuyo interior acecharían silenciosos el monje y el zorro, en vísperas de un macabro enfrentamiento.

Cuando una hora y pico después llegamos a las proximidades de la dacha de su familia, le dije a Ala que prefería marcharme directamente a la estación sin despedirme de nadie. Coincidió conmigo en que era preferible.

Me acompañaron las dos hermanas. Desde la ventanilla del vagón observé que las mejillas de Ala habían enrojecido nuevamente. Olia debía de haberle gastado alguna broma relacionada conmigo mientras yo subía al tren, como la picadura benigna de un insecto inofensivo.

Permanecieron ambas en el andén, saludándome con la mano, hasta que el tren se alejó. Me sentí cansado. Entorné los ojos y durante largo rato permanecí completamente ausente. Sólo después de varios kilómetros comencé a escuchar las palabras de la gente que estaba cerca de mí. Hablaban de la viruela.

– Te han llamado dos veces por teléfono- me dijo tía Katia en la conserjería, buscando en el cajón de la mesa el pedazo de papel donde había anotado el recado. -Aquí está. La embajada albanesa. Que les llames de inmediato.

– ¿A la embajada?

– Sí.

Qué habrá pasado, pensé. Fugazmente se dibujó en mi cerebro un ataúd, a miles de kilómetros de distancia, en mi casa de Gjirokastra. ¿Mi madre? ¿Mi padre?

Saqué del bolsillo mi pequeña agenda y con los dedos agarrotados la abrí por la A: Anteo. Ala Grachova. Ambasada.

Mientras marcaba el número sentía crecer un vacío en el estómago.

– Halo. ¿Embajada albanesa?- dije en mi lengua.

– Sí- me respondió una voz tranquila.

– Me han dejado un aviso- le dije, dando mi nombre.

– Sí- dijo la voz. -Se trata de una reunión que se celebra esta tarde. Debe estar sin falta en la embajada a las seis.

– Sí, sí- desde luego.

– ¡Hasta pronto!- se despidió la voz.

Al colgar el receptor del teléfono, sentí que tenía la frente cubierta de sudor frío. Durante un segundo capté la mirada escrutadora de tía Katia.

La gran sala de recepciones de la embajada estaba repleta. Los estudiantes, la mayoría muchachos, hablaban de dos en dos en voz muy baja. Algunos guardaban silencio. Tres grandes lámparas que pendían a poca altura derramaban una luz amarillenta. En la pared, en un marco de bronce, había un gran retrato de Enver Hoxha. Nadie sabía por qué habíamos sido convocados con tantas prisas.

A las seis entró el embajador. Vestía un traje negro y quizá a causa del contraste con la blancura de la camisa me pareció más pálido que la última vez.

Lo acompañaba un hombre a quien no conocía, tal vez recién llegado de Tirana.

Apenas pronunciadas las primeras frases, antes incluso de que abordara el objeto de su discurso, supe de qué se trataba. Bastó el enrevesado ordenamiento de las oraciones en el preámbulo para que comprendiera que todos los recientes rumores sobre el distanciamiento eran absolutamente ciertos. Después de subrayar que las relaciones entre Albania y la Unión Soviética habían sido y continuarían siendo buenas, el embajador explicó que no obstante existían fuerzas internas y externas que desearían deteriorar dichas relaciones. Por tanto nosotros, los estudiantes, debíamos evitar a toda costa dar lugar a provocaciones de quienquiera que procedieran. Con este propósito era aconsejable que por el momento limitáramos en lo posible nuestras relaciones con los moscovitas. Esto se refiere en particular a las muchachas, añadió. Yo sentí una leve opresión en el corazón, no porque el embajador dijera aquello, cosa que me pareció natural, sino porque lo había dicho sin sonreír. Todos esperaban que sonriera, como había hecho siempre al recomendarnos la mayor corrección en nuestras relaciones con las muchachas rusas. Lo mejor será que evitéis su compañía, prosiguió con una voz que me pareció cansada. Habló aún dos minutos más, reiterando que las relaciones entre ambos Estados continuaban siendo buenas y sobre todo que no debíamos comentar el asunto con nadie.

– Bueno, muchachos, ésta es la razón por la que os hemos hecho venir- finalizó en voz muy baja.

– Confío en que no habrá necesidad de mayores aclaraciones. Hasta pronto.

Era una de las reuniones más insólitas a las que me había sido dado asistir.


Se decía que todos los miembros de la familia del pintor contagiado habían muerto a causa de la viruela. Los trabajadores del aeropuerto eran mantenidos bajo constante observación. Se decía que, en caso de producirse una sola muerte fuera del entorno familiar del pintor, se declararía la cuarentena en Moscú.


Como de costumbre, las lecciones del sábado eran las más insoportables. Para distraerme, observaba el ajetreo de la gente en el bulevar Tverskoi. Si el edificio hubiera estado orientado un poco más hacia el norte habría podido divisar desde allí la estatua de Pushkin y la entrada del Cinema Central, ante la que había siempre una larga cola. Mas no se veía ni una cosa ni la otra, y el Tverskoi estaba triste, como cualquier bulevar en invierno.

Poco después sonaría el timbre señalando el final de la clase, pero los descansos se habían tornado para mí más desagradables que las clases. Me trataban sin excepción con frialdad, aunque esto no era lo que más me molestaba. Lo que me resultaba insoportable era sentir sobre mí sus miradas heladas y comprobar que las apartaban para evitar encontrarse con la mía. Todas me irritaban por igual, ya fueran venenosas como las de Yuri Goncharov y de Ladonshikov, ya compasivas como la de Pogosian (La Masa de Decenas de Millones). Las Vírgenes de Bielorrusia me observaban con expresión de sospecha, Shoguenchukov y los dos Shota con curiosidad y algunos con callada simpatía, como Stulpanz, Maskiavicius y dos o tres rusos silenciosos. El grupo de Kara-Kum me clavaba siempre unos ojos llenos de consternación; la mirada de Kiuzengueshi expresaba triste indiferencia. El único que me trataba con normalidad, igual que antes, era Anteo. Hay que ser completamente obtuso para no comprender que un tremendo huracán se dispone a caer sobre vosotros, me había dicho hacía dos días. Todos éstos creen que esa tormenta os va a borrar de la faz de la Tierra. Pero yo que he estado en tu país y conozco poco más o menos la tierra balcánica, sé que resistiréis. Era la primera vez que no sentía necesidad de hacerle preguntas. La tierra balcánica, pensé, como si redescubriera en mí mismo algo olvidado. ¡Que nadie olvide que ya se fue el tiempo en que colocaban nuestras cabezas en el famoso nicho de piedra!, continuó él. El castigo de la ignominia, ¿así se llamaba, no? En mi imaginación se alinearon los muros rojizos del Kremlin. ¿Sería posible que alguien soñara con abrir en ellos un nuevo ibret-tashé? * Ha llegado la hora, prosiguió el griego. Ha llegado vuestra hora. ¿Qué?, dije yo. El me miró unos instantes pensativo. Un día estuvimos hablando de la besa, dijo, ¿te acuerdas? El momento de la confrontación entre vuestra besa y la infamia ha llegado. Yo no apartaba los ojos de él, esperando que volviera a hablar. Nosotros pertenecemos a territorios homéricos, continuó. Eso no debe olvidarlo nadie.

Los territorios homéricos, me repetí. Eso era verdad. En uno de nuestros primeros encuentros había sorprendido a Lida Snieguina hablándole de uno de nuestros ríos. ¿Sabes, Lida, que yo me he bañado en las aguas del Aqueronte, el río que conduce a los infiernos? Ella creyó que me burlaba. Pero tú aún estás vivo, dijo, creyendo continuar una broma. ¿Cómo has podido regresar de allí? Le expliqué entonces que hablaba en serio, que el famoso río mitológico se encontraba a no menos de sesenta kilómetros de mi ciudad natal y que la última vez que había estado allí de excursión con unos amigos, habíamos visto a unos hidrólogos debatiéndose como espíritus con sus remolinos sobre balsas de plástico azul. Cuando les preguntamos qué hacían, nos dijeron que estudiaban las aguas del río, pues se pensaba construir sobre su cauce una central hidroeléctrica. Lida se quedó maravillada.

Y ahora estaba convencida de que yo había cruzado realmente el Aqueronte, para no regresar jamás de allá.

Sonó el timbre, dando fin a la última clase. Mientras caminábamos hombro con hombro hacia la salida, Anteo me dijo en voz baja:

– ¿No has oído decir que Enver Hoxha va a venir a Moscú?

– No- le dije.

– ¡Ah! Puede que sea un bulo.

En el patio, el chino Ping intentó sonreírme dos o tres veces. ¿Qué le ha pasado a éste?, me pregunté. Era una sonrisa fría, insistente. Anteo, que al parecer había observado tanto la sonrisa del chino como mi nerviosismo, se inclinó sobre mi hombro.

– Se dice que cuando hayáis roto con todos los países del campo socialista seréis los grandes aliados de los chinos…

– ¿Tú crees?- le contesté. -Sinceramente, no sé nada. Sólo sé que…

– ¿Qué?

Los ojos rasgados del chino no se despegaban de mí.

– Que continuaremos siendo amigos de todos los que no pretendan engañarnos.

– Comprendo- me interrumpió el griego. -No es necesario que continúes.

Me separé de Anteo e iba atravesando el patio en dirección a la puerta, cuando sentí como una tromba en mi hombro derecho.

– Demonios solitarios que atravesáis el cielo- volví la cabeza y vi al joven de Altai. Había adelgazado y tenía enormes ojeras.

– ¿Dónde te has metido?- le pregunté. -Hace siglos que no te veo.

– Demonios solitarios del campo socialista- repitió poco después.

– ¿Qué pretendes decir con eso?

– He fracasado en todo- continuó él. -No he conseguido imitarlo en nada. Demonio.

Dio unos pasos hacia mí.

– ¿Es verdad que las alemanas no tienen el sexo vertical, sino poperiok, horizontal? Ha sido Kurganov quien me lo ha dicho. ¡Ah! Me encantaría perder la virginidad con una de esas alemanas…

– ¡Vete al diablo con tu virginidad!

– Discúlpeme, demonio. Lo había olvidado: usted tiene otras preocupaciones.

Junto a la verja distinguí un perfil conocido.

– Perdona- le dije a él, -creo que me esperan.

Era Ala Grachova. Me sonrió.

– Lo estaba esperando- dijo. -¿Sabe? Esta tarde todos nosotros, Olia, mamá, la abuela y yo nos vamos a la dacha. Pasaremos la noche allí y mañana… Pero ¿qué es lo que pasa?- interrumpió de pronto su gorgoteo. -¿No estará enfermo?

– ¿Qué?

– Tiene el rostro atormentado, como si le doliera algo…

– Sí- le dije, -me duele… el oído. Es un dolor insoportable.

– ¡Qué lastima…! Mamá y la abuela me habían dicho que lo invitara, y yo estaba tan contenta… Más aún teniendo en cuenta que él, es decir mi tío, no va a venir.

– Qué se le va a hacer- contesté con frialdad. -Dales las gracias de mi parte. Siento no poder ir.

Me miró con ojos tristes.

– ¿Tiene prisa?

– Sí… Desde luego. Ala, siento mucho no poder ir. Aquello es muy acogedor…

– ¿De verdad?¿No se aburrió la otra vez?

– En absoluto.

Sus ojos intentaron volver a ser sonrientes, pero algo se lo impedía.

En la parada del trolebús nos dimos la mano y nos separamos.

En el camino hasta Butyrski Hutor recordé las palabras de Anteo: Enver Hoxha va a venir a Moscú. Los cristales del trolebús estaban cubiertos de hielo. Me sentía cansado y dos o tres veces me pregunté qué significado podía tener aquel viaje a través del invierno.


La cuarentena fue impuesta al día siguiente a mediodía. Al parecer, alguien había muerto fuera del círculo familiar del pintor.

La ciudad era demasiado grande para estar al tanto de lo que sucedía en sus entradas y salidas, en los aeropuertos, las estaciones de ferrocarril o las carreteras. Lo más perceptible era el cierre de los cines, los teatros, las pistas de patinaje, las galerías, los grandes almacenes y sobre todo la prohibición estricta de que entraran personas ajenas en las residencias y casas de estudiantes.

Decenas de jóvenes se habían dado cita ante la residencia del Instituto y deambulaban arriba y abajo con la vana esperanza de que les permitieran entrar.

– Ahora estáis listos- dijo Dalia Eipsteks, una judía de Vilna, dirigiéndose a Maskiavicius y a mí. -Queráis o no, ahora tendréis que fijaros en nosotras.

Bajita, nada agraciada, con aspecto de parisina, nos miraba con sus ojos penetrantes e irónicos desde atrás de los lentes.

– Hum- murmuró Maskiavicius irritado. Al cabo de tres meses de esfuerzos había logrado convencer a una de sus amigas de que viniera a su habitación y la cuarentena echaba a perder todos sus planes. -Hum, acostarse contigo es lo mismo que hacerlo con Clara Zetkin.

Ella masculló una palabra en lituano que Maskiavicius me tradujo por «desgraciado», pero yo estaba convencido que se trataba de algo bastante más fuerte.

– Maldita sea mi suerte- murmuró Maskiavicius. -Verdaderamente tengo la negra.

En la conserjería dos o tres parejas intentaban inútilmente llegar a un apaño con tía Katia. Era imposible entrar. ¿Qué harían Lida y Stulpanz en una ocasión así?¿A qué jardines helados acudirían, a qué cafés?

Maskiavicius continuaba murmurando entre dientes medio en ruso, medio en lituano. Maldecía la cuarentena, a la India, a Jawaharlal Nehru, aquel bufón con sombrero de papel que se parecía más a un jefe de cocina que a un primer ministro…

Al segundo día de cuarentena, en las siete plantas de nuestro edificio comenzó lo que era de esperar: la bebida. Era una borrachera distinta a la de otras veces, grave y ahogada, «euroasiática y lúgubre», como le gustaba decir a Dalia Eipsteks. Se debía quizá a la falta de elemento femenino, cuya ausencia se dejaba sentir en todas partes, en torno a las mesas, en las voces, en las carcajadas y en las peleas. Sólo ahora que estaban ausentes por la cuarentena, se percibía que las mujeres habían actuado hasta entonces como un regulador permanente. Era su propia presencia la que purificaba la atmósfera, la que protegía del deterioro y la podredumbre. Ahora que ellas no estaban las palabras, los gestos, las canciones, todo se ensombrecía a gran velocidad. Hasta la sangre que brotaba de las narices golpeadas parecía diferente, más cuajada, más negra, sin aquel púrpura luminoso que, al parecer, sólo era capaz de proporcionarle la presencia turbadora de las mujeres.

Durante horas y horas bebían, murmuraban y se pegaban casi en silencio, a veces en grupos, otras aislados, en el fondo de los pasillos, a la luz de las bombillas de 40 vatios cuya iluminación empalidecía todavía más a causa de la capa de polvo.

Una noche, en uno de aquellos rincones oscuros me encontré frente a frente con Yuri Goncharov. Parecía apresado tras los cuadros de la tela de su traje, como en una red de odio.

– ¿Qué es lo que pretende hacer ese Enver Hoxha vuestro?- silbó entre dientes. -¿No pretenderá levantar la cabeza? Ja, ja, ja.

Me quedé helado. Era incapaz de concentrarme para responderle siquiera. Mi boca estaba abierta ante un vacío. La cólera me provocó dolor entre las costillas. Por fin, mis labios articularon mecánicamente una palabra, fuera del control de mi conciencia. Antes de haberla escuchado yo mismo, vi el reflejo de su efecto en la cara de él.

Donosçik.

Se estremeció. Una especie de risa envenenada, que en algunas personas es la expresión más extrema del sufrimiento, se dibujaba en su rostro. Se llevó la mano a la mandíbula inferior, sin duda para sujetarla pues, igual que yo, debía de tener enormes dificultades para hablar, y dijo:

– ¿Has visto alguna vez en la televisión las manos de Janos Kadar? ¿Eh? ¿Las has visto?

No respondí.

– Ja, ja, ja. Es digno de verse. ¿Te has fijado en sus dedos, sin uñas?

Continué guardando silencio. Su rostro odioso estaba pegado al mío.

– Pretendió arañar a Rusia con aquellas uñas, pero nosotros se las arrancamos, ¡trac! ¿Te enteras? Ja, ja, ja.

Dorian Gray, pensé. Rasga ese retrato a cuchilladas. Lo mismo que la primera vez, mi boca se abrió mecánicamente y pronunció la misma palabra:

Donosçik.

Él lanzó un gutural «uuuh», como si algo le perforara el estómago y un segundo después ni él ni yo estábamos ya allí.


Proseguía la borrachera: las tardes transcurrían cargadas de olor a salami, vodka y tabaco malo. Por los pasillos no se oían más que gemidos. Una y otra vez se escuchaba un extraño y pausado redoble de tambor: era la cabeza de Abdulahanov golpeando contra la pared.

El cielo estaba encapotado… Ya ni siquiera nevaba. Parecía que tendríamos que conformarnos eternamente con la nieve vieja que se amontonaba al borde de las aceras.

Era una tarde negra, como perteneciente al último calendario del mundo. Desde la ventana de mi habitación observaba los tejados alineados de los edificios; imaginaba los apartamentos municipales, en cuyas cocinas comunes el odio entre vecinos se acumulaba en el fondo negro de las cacerolas, sobre los hornillos de gas, con su costra de hollín y grasa.

Y sobre todo esto se cierne la cuarentena. Çjornaja ospa sobre Moscú. La viruela.

Una tristeza paralizante se había instalado en mí, desalojando cualquier otra emoción. Sentía fiebre y tiritaba alternativamente. En el hombro derecho, allí donde me habían tatuado el motivo del sarcófago asiático de la princesa india, sentía un ardor permanente. El microbio debilitado de la viruela, aislado de las hordas a las que pertenecía, sometido, domesticado, atrapado en la trampa de la civilización, expiraba.

Çjornaja ospa, me repetí dos o tres veces sin poder retirarme de la ventana. Viruela. Cómo pasaría aquella tarde y la tarde del día siguiente, y después la otra… El golpeteo sordo, rítmico de la cabeza de Abdulahanov en la distancia me parecía cada vez más natural.

¡Lida! Yo soy distinto de como tú me imaginas. Había apoyado la frente en el cristal helado y sobre el vaho que se formó con mi aliento tracé con el dedo su número de teléfono. Así es como era todo entre nosotros, envuelto en una cortina de niebla. La cuarentena podía ser levantada de pronto, tal como había sido establecida, y nosotros seguramente abandonaríamos Rusia con los primeros aviones, en cuanto se restableciera el tráfico en los aeropuertos. Pero yo le había prometido a ella que, como quiera que sucediese, la vería antes de partir. Había empeñado mi palabra… y era de un país en el cual nadie, donde quiera que se encontrase, sobre la tierra o debajo de ella, jamás quebranta su palabra.

La idea de telefonearle me llegó sosegadamente, helada ella también como todo lo demás, mutilada, sin posibilidad de objeción alguna. Permanecí un rato inmóvil ante el teléfono del pasillo bajo la pálida luz de 40 vatios, como en la vieja balada. Después me dije casi en voz alta: Ha llegado la hora, Costandin. Alza la losa de tu tumba.

El disco del teléfono giraba trabajosamente, como si fuera de mármol verdaderamente.

– ¡Halo!

Su voz me llegó amortiguada, a través de la cuarentena y el luto.

– ¿Lida, eres tú?

– …

– ¡Lida!

– …

– ¡Halo!, ¿me oyes? Soy yo.

– Sí, sí- dijo su voz, casi exangüe- pero usted…

– Sí, soy yo, era un malentendido, lo sé, lo sé. ¡Halo!

Se escuchaba su respiración agitada.

– ¿Está usted… vivo?

– Desde luego, si te estoy telefoneando…

– Ah… espere un poco, por favor.

A que me reponga. Esto no lo dijo ella, pero lo pensé yo. En realidad quizá fuera yo quien tenía necesidad, al menos tanto como ella, de reponerme.

Nuevamente se escuchó su respiración jadeante. Después su voz.

– Lo escucho.

Me esforcé en hablarle con la mayor desenvoltura inventando algo acerca de un malentendido, una catástrofe aérea que en realidad no había sido tal, es decir, había sido algo más leve; vamos, una avería y no una catástrofe, etcétera.

En su respiración adiviné cierto recelo.

– ¿Puedes acudir a las siete al lugar de costumbre?-le dije finalmente. -Estos días son tan fastidiosos…

Quise preguntarle: ¿hay cuarentena ahí?, pero recordé que era general.

– ¿En el lugar de costumbre?- preguntó ella. -¿Pero dónde?

– Allí, mujer, en el Metro Novoslobodskaia, en la entrada antigua, como siempre.

– Ah, sí.

Parecía dudar aún. Debía de tener la sensación de estar hablando por teléfono con un fantasma.

– ¿A las siete?- repitió.

– Sí.

En cuanto monte en mi caballo, pensé. La fría lápida de mármol se transformaba en caballo.


Como de costumbre, la esperé en la antigua boca de metro Novoslobodskaia. La vi llegar desde lejos entre la multitud con su eterna aura lunar y aquellos peculiares andares suyos, que habían sufrido una leve modificación. Su turbación se percibía en el ligero temblor de las rodillas, de los hombros y de la base del cuello.

Aparecí tras una columna.

– Lida.

Sabía que podía asustarse al verme y ella misma, tal como me dijo, se había preparado durante el camino y, a pesar de todo, se estremeció.

Sonreí y le di la mano. A la luz de los faroles me pareció más blanca, con unos ligeros cercos malvas en torno a los ojos que la hacían más atractiva y más distante.

– Está pálido- dijo. -¿Ha estado enfermo?

– Sí.

Nos miramos un instante. Sus ojos estaban vacíos. Todo el sufrimiento y el temor parecían haberlos apartado a los bordes, en torno a los pómulos, como las aguas de un lago arrojadas por las olas a la orilla.

Sin decir más, nos abrimos paso entre la multitud que se agolpaba a la salida del metro. Varias veces tuve la sensación de que miraba de reojo mis cabellos, como buscando en ellos las huellas del barro de la tumba. Menos mal que la leyenda de Costandin y Doruntina no se la había contado a ella sino a cierta letona de Riga, durante un verano antiguo, cien años atrás, en Dubulti.

Caminábamos por la calle Chejov, hacia el centro. Delante del Izvestia me cogió por fin del brazo. Arriba, en la fachada del piso más alto, las noticias del mundo aparecían en letras luminosas. Ni una sola mención a Albania. Sentí que su hombro transmitía al mío un sollozo contenido.

Habíamos atravesado la plaza Pushkin y avanzábamos ahora por la calle Gorki. Los cafés estaban cerrados y nosotros cabalgábamos confusamente en los cristales de los escaparates semioscurecidos, justo como en la leyenda: el muerto y la viva sobre el mismo caballo. Sentía fiebre. Sin duda por la vacuna.

– ¿Me has echado de menos?- dijo ella. Ya no me hablaba de usted. Quise preguntarle por Stulpanz, pero también él me pareció lejano, como un ave.

En el escaparate de una tienda vi paquetes de café con la inscripción «Yemen». También ella contemplaba el escaparate.

– Allá en Arabia hay un puente- le dije. -El puente de La Meca, le llaman.

Me escuchaba como sumida en un sopor.


Si ella pregunta qué mujer escogió,

Decidle: Lida Snieguina de… Saratov.


– Tienes las manos ardiendo- dijo, -¿no estarás enfermo?

– No, debe de ser por la vacuna.

Los carteles proclamando la cuarentena se veían por doquier, con las esquinas despegadas como todos los carteles en invierno.

– Cuando llamaste- continuó- creí que se me paraba el corazón.

– Lo comprendo- le respondí. -Hasta el día de hoy nadie ha hecho una llamada telefónica de ultratumba.

Hizo un esfuerzo por reír.

– Ni siquiera los faraones.

Sentí el apretón de su mano, que tanto podía tomar por una nuestra de ternura como por un movimiento destinado a averiguar qué es lo que había dentro de la manga del abrigo, un brazo o un pedazo de esqueleto.

– Aquella carta tuya…- le dije.

– ¡Ah! ¿La recibiste?

De nuevo quise decirle algo sobre Stulpanz, pero él seguía estando muy lejos. Su hombro volvió a estremecerse contra el mío para transmitirme un mensaje oculto.

– Vamos a tu habitación- dijo ella con dulzura, inclinándose hacia mí. Sus hombros debían arder bajo el pullover. En sus ojos continuaba habiendo un espacio vacío.


Si te pregunta qué caballo montó,

Dile que tomó el tranvía de Butyrski.


– Pero es que hay cuarentena- objeté, -como en todas partes. ¿No has oído hablar de la cuarentena?

– Ah, sí. La viruela.

Eso fue lo que dijo. Sin embargo yo sentí su mirada en mi sien. Iríamos a mi habitación. Ella se desnudaría lentamente. Me imaginé examinando cada parte de su cuerpo antes de hacer el amor, en busca de las transformaciones que se hubieran producido en mi ausencia.

De pronto recordé la advertencia del embajador sobre las muchachas rusas. ¿Qué había hecho? Una nueva oleada de calor atravesó mis sienes, envolviéndome la frente. Había sido una imprudencia telefonearle, intentando sacar de la tumba una historia ya acabada. Había cometido una estupidez y para colmo, sin resultado alguno. Lo único que me restaba era batirme en retirada.

Me tranquilicé a mí mismo diciéndome que, a fin de cuentas, no había cometido ningún crimen horrendo. No había hecho más que acudir a verla, lo justo para cumplir mi palabra.

– Qué sombrío pareces- dijo ella.

No respondí. Había sido una estupidez telefonearle. Caminábamos como dos extraviados entre los transeúntes que se apresuraban con los cuellos hundidos en las solapas de piel. En los cuerpos de todos se adivinaba una especie de distintivo, un sello sobre la tarjeta de invitación a una cena macabra, el emblema del sarcófago indio.

La fiebre me provocaba un latido retumbante en las sienes. Me sentía confuso y si me hubiera preguntado: ¿por qué tienes barro en el pelo?, no me habría extrañado en absoluto. Se lo había prometido, me dije con torpeza; le había dado mi palabra el verano anterior, incluso antes, hace mil años.

De cualquier modo, nuestro viaje a través de la noche está llegando a su fin, pensé, cuando nos acercábamos al bulevar Tverskoi. Debía separarme de ella, pero era incapaz de inventar un pretexto. No podía decirle la verdad, tampoco quería engañarla más. A fin de cuentas, había sido yo quien le había telefoneado.

– Tú no estás bien- dijo. -Se ve a la legua. ¿Por qué has salido?

– Porque te había dado mi palabra.

Ahora ya no quedaba más que sacudirme la tierra del cabello.

– Te había dado mi palabra- repetí, acercando mi cabeza a sus cabellos -hace tiempo, desde el tiempo de las grandes baladas.

Me miró inquisitivamente, como si yo delirara.

Tú no lo comprendes, quise decirle, tú tienes otras baladas y otras divinidades.

No dejaba de mirarme y de pronto me imaginé a los actuales dirigentes soviéticos, alineados en la tribuna del mausoleo de la plaza Roja, con los gorros de piel que parecían aplastarlos. No se los veía más que de cintura arriba y eso los hacía parecer más gruesos y bajitos de lo que eran en realidad. ¡He aquí las esperpénticas divinidades del campo socialista! Los dioses nómadas de la estepa que habían de inflar sus terribles mejillas para borrar a mi país de la faz de la Tierra.

– Tienes mucha fiebre- dijo Lida, cogiéndome de la mano.

Pronto, cruzando el espacio invernal a lomos de avión- caballo de balada, en terrible combate singular con los dioses enanos de la estepa, llegaría Enver Hoxha.

– Estás ardiendo- insistió Lida. -No debías haber salido.

Tenía razón, no debía haberlo hecho. Pero había dado mi palabra. Ah, todo había sido a causa de la vieja leyenda. Y de pronto se dibujó nítidamente en mi cerebro el interrogante: ¿por qué llevaba aquella leyenda varios meses obsesionándome?¿Cuál era la causa?¿Era sólo una coincidencia? No, desde luego que no.

Los curtidos dioses de la estepa permanecían inmóviles en mi cerebro como en una presidencia. Sus gorros de piel, sus mejillas, sus pérfidos ojos semiasiáticos. No, la resurrección de la leyenda no había sido producto del azar. Había acudido a mí desde la distancia, invocada por la infamia de los tiempos. Hacía varios meses que yo sentía este clima falaz. Hace frío en Rusia, hermano. Hace infamia ¿Quién me había dicho estas palabras?

Y yo andaba buscando una excusa para separarme de ella… Ya basta, Lida, me dije. No escucharás de mis labios una sola palabra de despedida. Que todo sea como en la vieja balada. Así pensé. Sin embargo, la miré intensamente.

– Lida, te dije una vez, en una estación, que como quiera que sucediese…

– ¿Qué?- exclamó ella a media voz.

Nos encontrábamos ya ante el Instituto Gorki. Sus verjas y sus ventanales parecían más sombríos con el ocaso. Tan sólo alumbraba una pálida lucecita en la planta baja, en el cuarto de guardia.

Detuve mis pasos y ante su gesto a la espera de que yo acabara la frase, volví la cabeza hacia el edificio del Instituto.

– Lida- le dije,-tengo algo que hacer aquí.

Sin añadir nada más, sin decirle que aguardara ni esperar respuesta, empujé la verja de hierro y entré en el patio oscuro. Caminé un trecho con los brazos extendidos para no tropezar con los bancos, cuyos respaldos de mármol refulgían en la oscuridad como lápidas de tumba. La puerta que daba a Malaia Bronia, al otro extremo del jardín, estaba cerrada, pero no tuve dificultad en traspasarla.

Salí al otro lado, a la calle fría, débilmente iluminada, donde los escasos transeúntes se apresuraban con las cabezas hundidas en los cuellos de los abrigos.

Al alejarme la imaginaba de pie en el bulevar Tverskoi, con la cara vuelta hacia las verjas oscuras del jardín del Instituto, esperando inútilmente que yo regresara de las regiones de donde nadie ha regresado jamás.

Загрузка...