CAPITULO IV

"Doctor… doctor…; ayúdeme… estoy muy mal…; ¡ah!… doctor Zivago… doctor Zivago… miserable…"

Qué ocurre, me dije entre sueños acurrucándome un instante más bajo el cobertor. ¿Quién llama al médico de ese modo y cómo ha podido entrar en mi habitación? Tenía la mente turbia después de la noche pasada y me era imposible comprender nada. Alguien se encontraba mal, sin duda por la borrachera de la víspera, quizá Stulpanz, puede que alguno del grupo de Kara-Kum, y reclamaba el auxilio del médico. Que se vaya al diablo, me dije; yo no soy médico ni hay razón para que me llamen por el ojo de la cerradura. Me tapé los oídos con el extremo del embozo e intenté volver a dormir, pero fue imposible. Aquel lamento sofocado, «doctor, doctor» se oyó de nuevo. La voz llegaba a duras penas hasta mi cerebro. Alguien continuaba reclamando ayuda, gemía, lanzaba sordas amenazas. Vete al diablo, volví a repetir; has estado bebiendo como un cerdo toda la noche y ahora pides ayuda. Hundí la cabeza entre los almohadones y me esforcé por conciliar el sueño. Sentía cómo la voz me seguía llamando, uniforme, insistente. De dónde ha sacado que soy doctor, pensé adormilado. Doctor… doctor… Basta, dije para mí, sólo esto me faltaba después de lo de anoche. Me despojé del cobertor maquinalmente y presté atención. Era una voz extraña que al cabo de unos segundos pareció adquirir nitidez y sacudirse los zumbidos parásitos que poco antes la acompañaban en mi conciencia adormecida, para sonar a continuación de forma distinta, desnuda, severa, inhumana: «…la burguesía, en aras de sus propios objetivos, esta infame obra antisoviética. La novela Doctor Zivago, de Boris Pasternak, es expresión de…»

Sacudí una vez más la cabeza y sólo entonces comprendí que me había dejado la radio encendida toda la noche. Cambié de postura para oír mejor, pero mis ideas continuaban siendo confusas. El locutor hablaba con tono irritado acerca de un cierto doctor, de una cierta novela sobre un doctor. Doctor Zivago, doctor Zivago. ¿Dónde habría oído yo ese nombre? Ah, espera, en el apartamento abandonado: naturaleza muerta con lata de conserva y manuscrito. Probablemente era aquel manuscrito sobre el que el locutor derramaba incesantes maldiciones. Por un instante sentí deseos de reír: unas cuantas hojas escritas a máquina junto a una botella vacía de vodka… ¿Acaso merecía la pena que Radio Moscú se ocupara del caso tan de mañana?

«…esta rastrera provocación de la burguesía internacional. La concesión del premio Nobel a esta novela reaccionaria…».

Fiu, dejé escapar un silbido. De modo que el asunto es serio. Y volví a sacudir la cabeza. Una novela titulada Doctor Zivago había obtenido el premio Nobel. Era una mala novela, muy mala, extraordinariamente mala.

Con la cabeza medio cubierta por el almohadón escuché lo que decía la radio. La mañana era sombría. Por las ventanas de doble cristalera penetraba una iluminación cenicienta, que apenas envolvía los objetos de la habitación. Todo era lúgubre, gris, a excepción del rectángulo débilmente iluminado de la radio, de donde procedían palabras igualmente sombrías, semicongeladas… los pueblos soviéticos… indignados… calumnias… despreciables calumnias… esta novela contrarrevolucionaria… la maravillosa realidad soviética… arroja barro…

¿Podrían verdaderamente contener tanta abominación aquellas hojas junto a la botella y la lata vacías? Las había tenido en mis manos sin sospecharlo. Espera un momento, me dije poco después. ¿De quién era la obra? Me parecía haber oído el nombre de Boris Pasternak. Agucé el oído nuevamente y presté atención. Era en efecto él, Boris Pasternak. Su nombre se mencionaba dos o tres veces cada diez segundos. Qué extraño. No hacía dos meses que había visto a Pasternak durante uno de nuestros paseos a Peredielkino. Íbamos caminando fuera ya de la población, cuando Maskiavicius dijo: ésa es la dacha de Pasternak. Era una gran villa de dos plantas con amplias cristaleras en la superior. ¡Ahí lo tienes!, me dijo Maskiavicius poco más tarde, señalando el terreno baldío frente a la casa. Lleno de curiosidad me detuve junto a la verja. Había oído su nombre con frecuencia durante las horas de apertura de los corazones, a algunos con admiración, a otros con odio, y ahora me sorprendía verlo a unos cuantos pasos, cavando la tierra frente a su dacha. Con un simple casquete en la cabeza, con botas y sus firmes quijadas, tenía más que nada el aspecto de un vicepresidente de koljoz. «…Adoptando así el papel de agente de la burguesía internacional, Boris Pasternak…».

El premio Nobel y las mangas arremangadas de aquella camisa, comprada sin duda en la tienda del koljoz más próximo, eran difícilmente compatibles.

Me levanté, me vestí y salí al pasillo. En la penumbra distinguí algunas siluetas de personas que, debido a la hinchazón de sus ojos, apenas resultaban reconocibles y apenas podían reconocerme. Eran casi las ocho y media, pero la mayoría dormía aún. Se me ocurrió ir al apartamento vacío para ver aquel… manuscrito maldito, pero enseguida cambié de idea. ¿Qué necesidad tenía de mezclarme en una historia con la KGB, con mayor razón ahora que tenía la certeza de que tía Katia tenía instrucciones de pedirle la documentación a todo el que me visitara? En los lavabos colectivos que utilizábamos por las mañanas no había nadie. Las mujeres de la limpieza ya habían fregado los vómitos y todo aparecía frío y reluciente. Me contemplé un instante en el espejo. Tenía unas enormes ojeras, el ojo derecho más enrojecido a causa de lo que parecía una hemorragia interna y la cara de un tono terroso. Si me viera Lida pensaría que estoy realmente muerto…, me dije y al instante sentí un pinchazo en el pecho: Lida en el ascensor… la columna de Trajano… la entrega de su número de teléfono a Stulpanz… Qué idiota, me dije a mí mismo. Cómo has podido hacer eso, idiota.


Mientras atravesaba la plaza Pushkin camino del Instituto, observé que la gente que hacía cola en la taquilla del Cinema Central leía los periódicos con particular fruición. Al parecer la prensa también había iniciado su campaña.

Soplaba un viento frío que tenía algo de ciego y de ingrato. Atravesé rápidamente el cruce de la calle Gorki, compré unas aspirinas en la farmacia de enfrente y me apresuré junto a la verja del jardín del Instituto para llegar a tiempo a clase.

El profesor acababa de entrar. Empujé la puerta suavemente y entré en el aula que me pareció casi vacía. La mañana era muy oscura y me pregunté por qué no habrían encendido las luces. Quizá no hubiera corriente eléctrica. Después de tomar asiento divisé dos siluetas junto a las ventanas y otra más en un rincón que me pareció Shoguenchukov.

El profesor consultó el reloj, se lo acercó a los ojos para leer mejor la hora, después miró dubitativamente en torno como preguntando: ¿qué es lo que sucede? Encima de su cartera se veía el periódico de la mañana con el gran titular en negro sobre Pasternak.

Reconocí entonces a una de las dos siluetas de la ventana. Era Anteo. El del rincón era realmente Shoguenchukov. Nunca faltaba a las primeras clases; era, según él mismo declaraba, una costumbre adquirida durante su período de primer ministro, cuando convocaba las reuniones del Gobierno a las siete de la mañana. Permanecía ahora acurrucado en un rincón, como si estuviera congelado.

Se abrió la puerta y entraron las Vírgenes de Bielorrusia e inmediatamente Yuri Goncharov. Todos llevaban en la mano la Literaturnaia Gazeta. Después se dibujó en el umbral la figura completa, solemnemente sombría de Ladonshikov.

– Buenos días, camaradas- dijo con entonación peculiar, mezcla de susurro, desvelo por la causa común, mortificación fúnebre, amenaza, nostalgia administrativa y crujir de dientes.

A medida que entraban, todos accionaban el interruptor de la luz y, volviendo sucesivamente la cabeza hacia las lámparas y hacia el estrado, murmuraban algo sobre la corriente eléctrica. Ladoshikov hizo lo mismo, tras lo cual se dejó caer en su asiento y abrió el periódico. Vot podlets, qué canalla, dijo por fin. Entre el periódico desplegado y su cara se estableció de pronto una relación sorprendente: los títulos de los artículos y sus cejas, los subtítulos y sus labios, incluso las letras y sus dientes se fundieron en un todo armonioso.

El profesor había iniciado la lección. Aunque eran las nueve y media, la sala aún estaba en penumbra. La luz del día apenas llegaba hasta la reproducción del cuadro de Repin situado en la pared frente a las ventanas. Era un cuadro del que nunca había leído el pie, con unas caras rígidas de consejeros de Estado, o miembros del consejo de redacción de una revista que no salía jamás, o de un consejo de guerra que no había hecho ni haría nunca guerra alguna, un cuadro que tenía la virtud de hundir aún más el estado de ánimo siempre que éste decaía.

– ¿Qué es lo que te ha pasado?- me dijo en el descanso Anteo-. ¿Qué es ese arañazo que tienes en la frente?

Me llevé la mano a la cabeza y noté efectivamente un ligero dolor.

La verdad es que no lo sabía. Puede que me hubiera arañado con la reja del ascensor, o que alguien me lo hubiera hecho con las uñas.

– ¿Duró hasta muy tarde la borrachera?

– ¡Uf, no me hables!- exclamé yo.

Él vivía solo, en un apartamento en la calle Nieglinaia y aún no sabía nada de lo sucedido.

– ¿Te has enterado de lo de Pasternak?

Asentí con un gesto. En sus ojos inteligentes había un centelleo de ironía.

Poco a poco se fueron reuniendo todos. Pálidos, con el rostro ceniciento, algunos color cobalto, con las mejillas acrecentadas en detrimento de las cuencas de los ojos, o al contrario, con las cuencas de los ojos ensanchadas invadiendo el rostro como una erosión. Entraban en el pasillo y se quitaban los pesados abrigos sin que a ninguno le faltara el periódico en la mano. Resultaba asombroso que sus ojos, en el estado en que se hallaban, conservaran la facultad de leer ni siquiera los grandes titulares. Pensé que a cualquier persona normal se le revolvería el estómago con sólo toparse con ellos de pronto. Daba la impresión de que durante su atormentado sueño se hubieran arrancado los ojos, los hubieran dejado sobre las ropas amontonadas y por la mañana, al levantarse aturdidos, los hubieran recuperado a tientas entre el desorden para plantárselos precipitadamente en la frente, la mayoría atravesados, y así hubieran corrido hacia el Instituto.

La siguiente lección era de historia de la pintura y mientras entrábamos, la profesora se me acercó y me sonrió con frialdad.

– Su argumento era maravilloso- dijo.

– ¿Qué argumento?-dije casi aterrado. -No sé nada de ningún argumento.

Ella continuaba sonriendo.

– Un ejército vivo mandado por los fantasmas de un general y un cura muertos- continuó ella. -Es un magnífico hallazgo.

– No es exactamente así- murmuré yo, aunque no me apetecía hacerle mayores aclaraciones. -Creo que es al contrario. Un ejército muerto, mandado por un cura y un general vivos.

– ¿Ah, sí?- exclamó ella y ladeó la cabeza, mientras yo pensaba: ¿cuándo diablos le he contado yo eso? No me acuerdo de nada. -Tanto mejor- prosiguió. -De ese modo lo encuentro aún más bello. ¿Se ha enterado de lo de Pasternak?

– Sí.

Ella inició su lección, pero nadie la escuchaba. Todos tenían la mente en alguna otra parte.

Al siguiente descanso la mayoría salió afuera. El patio estaba lleno de gente y más animado que de costumbre. Todos, estudiantes de los primeros cursos, profesores, aspirantes, estudiantes de los cursos superiores llevaban en la mano, desplegado o doblado después de haberlo leído, la Literaturnaia Gazeta. Algunos leían el Pravda y el Izvestia y en todos aparecía en portada lo mismo: la denuncia de Pasternak. Incluso el diario económico, que uno de los Shota había conseguido sabe Dios dónde, dedicaba también su primera página a denigrar a Pasternak.


Todos hablaban del asunto, algunos con brutalidad, otros con temor. El premio Nobel, ¡oh! ¡aparta, la peste! El mal procedía de Escandinavia. Pero si Sholojov va todos los años a Suecia para recordarles a los académicos que existe, decía alguien a mi espalda. Calla, le dijo su interlocutor. No seas bocazas. ¿Qué premio es el Nobel ese?, le preguntaba Taburojov a una de las Vírgenes de Bielorrusia. Creo haber oído hablar de él. Es un regalo envenenado de la burguesía internacional, le explicó ella. ¿Y la vieja hiena, Ehremburg, qué dice?, murmuró a mi espalda Maskiavicius, que parecía ir en busca de alguien con quien hablar. Yo lo eludí discretamente pero él, tras cambiar dos o tres frases con unas caras medio desconocidas, se pegó al chino Ping.

– ¿Qué piensas tú de Pasternak?

«Que se abran cien flores y compitan cien escuelas» lo miró con gesto desconcertado.

Maskiavicius le hizo dos o tres preguntas más, pero no había modo de que el chino abriera la boca. Entonces el otro le lanzó un insulto a su madre, que al parecer el chino no comprendió bien pues, en cuanto Maskiavicius le dio la espalda, sacó su pequeño diccionario de bolsillo y se puso a hojearlo, como solía hacer siempre que oía algo que no comprendía.

Alguien llevaba un transistor encendido y el locutor continuaba hablando de Pasternak.

– Por lo que se ve, la campaña se extiende a toda la Unión Soviética – le dije a Anteo.

– Todo parece un poco comedia- dijo él.

– ¿Por qué?

Miró a derecha e izquierda y después, bajando la voz, me susurró.

– ¿Recuerdas esa balada de Goethe en que alguien invoca a los espíritus para que le ayuden a coger agua y después no sabe cómo deshacerse de ellos?

– ¿Quieres decir que Pasternak es un espíritu de esa clase?

– No sólo él- dijo Anteo. -Hace unos años se apeló a muchos semejantes; no se les pedía más que tomar parte en la campaña contra Stalin.

Yo lo escuchaba con atención.

– Pues no escatimaron su participación- dije. -Así es. Aquéllos trabajaron bien, pero los fantasmas no dejan de ser fantasmas y no se los puede mantener largo tiempo en casa. ¿No es verdad?

Asentí.

– De modo que ahora quieren quitárselos de encima- continuó el griego. -¿Comprendes?

– Comprendo- le dije. -Dame un cigarrillo. Así que los fantasmas han sido traicionados.

– Justamente- asintió tendiéndome el cigarrillo. -Hace tres años que se publicó en Occidente Doctor Zivago y éstos ni siquiera lo mencionaron. Ahora le han concedido el Nobel y se ven obligados a tomar posición.

– Yo he leído unas cuantas páginas por casualidad- dije.

– ¿De verdad?¿Y cómo es eso?

– Unas hojas mecanografiadas. Las encontré en un apartamento vacío. Pero no sabía de qué se trataba.

– No se lo digas a nadie. Puedes meterte en un lío sin ton ni son.

– ¿Y qué van a hacer ahora con Pasternak?- preguntó alguien.

– Vete a saber. Puede que lo deporten.

– ¿Cómo?

– Digo que puede que lo deporten. ¿No te acuerdas de Ovidio, el romano? Lo deportaron a Rumania.

– Calla, estúpido.

– ¿De verdad crees que pueden hacer eso?- le pregunté a Anteo.

– No me extrañaría.

– A Rumania- continuaba alguien a espaldas nuestras, -como Ovidio…

– Parece que allí continúan las discusiones- dijo el griego. -Unas discusiones un poco extrañas…, aunque no sé nada concreto.

– No temas, no te voy a preguntar.

El mal procede de Rumania, pensé al borde de la somnolencia. No había sido casual que la noche anterior se me apareciera la columna de Trajano. Aún tenía la cabeza dolorida por los cascos de los caballos de los contendientes romanos y dacios.

– ¿Y Vukmanoviç Tempo, se ha ido ya de Moscú?-le pregunté.

– No lo sé- dijo el griego. -Puede que esté aún aquí.

Sonó la campana anunciando la última lección y el patio se vació. Por el suelo quedaron esparcidos pedazos de un periódico que alguien había utilizado como envoltorio y después había tirado. En los fragmentos rasgados se leían jirones de palabras RNAK o VAGO, después ZHIV, STERN o PAST.


Veinticuatro horas más tarde la campaña contra Boris Pasternak proseguía en toda la URSS. En la radio, a partir de las cinco de la mañana y hasta la medianoche; las emisiones televisivas; en todos los periódicos y revistas, incluyendo las infantiles, abundaban los artículos y ataques contra el escritor renegado. Se publicaban o se transmitían sin descanso telegramas, cartas, protestas, declaraciones de obreros, de koljosianos, de unidades militares, de la intelectualidad creadora y en particular de los escritores. En la primera página de Literaturnaia Gazeta habían aparecido, entre otras, las declaraciones de Nuftula Shakenov y de Ladonshikov. La mayor parte de los integrantes de nuestro curso habían enviado ya sus declaraciones y se mantenían a la espera de que fueran publicadas, incluyendo a Taburokov, quien aún creía que el premio Nobel era concedido por el Gobierno americano en colaboración con los judíos de Nueva York; y Maskiavicius, quien la noche anterior me había dicho que Pasternak, aunque fuera un miserable, valía cien veces más que todo el resto de los desechos de la literatura soviética.

Salía de la última clase cuando me dijeron que tenía una carta en la conserjería. En el sobre reconocí la escritura de Lida. Mientras lo abría, se me ocurrió que nunca había abierto un mensaje suyo con tanta exaltación. La carta estaba franqueada por la mañana y comenzaba sin encabezamiento alguno:


Desde que nos conocimos me has gustado siempre, pero nunca llegué a enamorarme de ti. Anteanoche te quise, no sabría decir por qué. Quizá el amor llegó a fuerza de compasión. En ruso antiguo los conceptos amar y compadecer se confundían, sólo más tarde se diferenciaron. Aquella noche parecías tan desamparado que se me quebró el corazón. Todo acude a mi memoria como un mal sueño. No importa que nos hayamos separado. Tan sólo quisiera que guardaras de mí un buen recuerdo. En cuanto a mí, recordaré esa noche con terror, pero a ti con compasión (con amor). Lida Snieguina.

P. S. Ayer la radio estuvo hablando todo el día de cierto escritor que ha traicionado. Me acordé de ti. L.


Arrugué la carta con un gesto brusco y me la guardé en el bolsillo. Tenía los nervios de punta, desde luego no por la carta sino por el recuerdo de lo que había hecho al separarnos. ¡Ah!, me dije, me muestras tu compasión junto con la vieja lengua rusa. Pensaba colérico que aún no podía decirse quién era digno de compasión, si ella o yo. Hechos un ovillo, acudieron a mi mente Stulpanz, mi negocio con él, el modo en que me había deshecho de Lida como en un mercado de esclavos. Y paralelamente, como un segundo sustrato, asomaba la idea de que todo era una pura ilusión, una venganza fantasma y, a fin de cuentas, consideradas más sencillamente las cosas, una miserable insensatez por mi parte.

Comencé a deambular como un poseso por el patio, buscando con los ojos a Stulpanz. Desde aquel diálogo demencial no había vuelto a encontrármelo. En una ocasión estuve tentado de ir a buscarlo y decirle que toda aquella conversación había sido una idiotez, pero recordé que le había dado el teléfono de ella y el hecho de que los números estuvieran de por medio le daba a aquella pesadilla dimensión de realidad. Dos o tres veces me había dicho que sin duda ya lo había olvidado todo, máxime teniendo en cuenta que estaba borracho y que sin duda también habría tirado en cualquier parte el pedazo de papel con el teléfono. Mas, apenas lograba tranquilizarme a mí mismo con estas razones, caía nuevamente presa de las vacilaciones.

Allí estaba su espalda tranquila a la puerta del Instituto, entre un grupo de personas que se dirigían charlando hacia la parada del trolebús. Yo caminaba a unos veinte pasos de ellos. Era preciso que subiera en el mismo trolebús que él.

El trolebús estaba medio vacío y me quedé junto a la luna trasera. Con el rabillo del ojo observaba de vez en cuando su rostro despejado de hombre honesto. Dudaba si aproximarme o no. Experimentaba cierto temor confuso de que mi presencia le recordara aquellas malditas palabras, que quizá estuvieran completamente borradas de su memoria.

Poco a poco el vehículo fue llenándose de gente y como ya no podía ver a Stulpanz me tranquilicé un tanto. Ahora, aunque quisiera acercarme, no me iba a ser posible. En cierto momento, no sé cómo, mis ojos tropezaron con su cabello limpio y dorado y fugazmente me dije que, de todos modos, era preferible haberle cedido Lida a él y no a Abdulahanov, o a los dos Shota. Después pensé que era una insensatez, que él sin duda lo habría olvidado y que pasados unos días yo telefonearía a Lida y, lo mismo que otras veces, volveríamos a reconciliarnos.

Tras el cristal del trolebús, sombría como nunca antes, se extendía la calle que conducía a Butyrski Hutor. En la parada cercana al metro Novoslobodskaia, para mi sorpresa, vi descender a Stulpanz junto con cuatro o cinco compañeros de curso. Los seguí con la mirada mientras atravesaban el cruce en dirección a la mole rojiza de la cárcel Butyrski y de pronto recordé que iba a la prisión a visitar a un compañero, un tal Kolia Krasnikov, que había sido condenado a ocho años de cárcel por gritar en el mitin organizado poco tiempo atrás con motivo de la visita de Tito a Moscú: «Viva la camarilla Tito Rankoviç». Durante un descanso me habían invitado a que los acompañara y estuve a punto de aceptar empujado por la curiosidad de ver una cárcel soviética, pero recordé que era extranjero y además me vino a la memoria la citación de la policía y les dije que no iba.

El trolebús avanzaba lleno de bote en bote y yo, apoyado en el cristal posterior, dejé escapar dos o tres de esos suspiros ligeros y sin motivo aparente que suscita a veces el espectáculo de una calle invernal. Tenía sueño.

A la entrada de la residencia, alto, con el cabello descolorido, flaco como un muchachito, sosteniendo un cigarrillo entre los labios al estilo de quienes no fuman, estaba Genia Evtuchenko.

– ¿Has visto a Bella?- me preguntó.

Me encogí de hombros para decirle que no pero era evidente que le tenía sin cuidado dónde pudiera encontrarse ella.

– ¿Has visto eso?- me preguntó mostrándome su bolsillo derecho, del que asomaba un pedazo de Literaturnaia Gazeta, con la mitad del nombre de Pasternak.

– Sí, lo he visto.

– Je, je- soltó él, con una sonrisa vengativa en el rostro. -El premio Nobel… en fin…

Era asimismo evidente que también él era un fantasma desengañado. Fue a decir alguna otra cosa, pero en ese instante, con una sonrisa lastimera que le pendía temblorosa de los extremos de los ojos y de las comisuras de los labios, casi a punto de deshacerse en lágrimas, pasó ante nosotros Ira Emelianova, del tercer curso. Nos saludó llena de temor y Evtuchenko me dijo:

– ¿Sabes quién es Irochka?

No entendí bien la pregunta y él, bajando la voz, prosiguió:

– Es la hija de la amante de Pasternak, una tal Olga, que se ha separado ya de tres o cuatro hombres y que, según creo, es el origen de todos los males de Boris Leonidovich.

Continuó parloteando acerca de sus relaciones, pero yo ya no lo escuchaba. Llevaba dos días que no disfrutaba más que de unas horas de sueño inquieto y tenía la impresión de ir a dormirme de pie. Mientras me aproximaba a la puerta de mi habitación, me encontraba en ese extraño estado en que parece posible tocar con la mano el descanso y el sueño: suaves y porosos como una esponja, se deslizaban a lo largo de mi cuerpo y a mí me parecía que me bastaba con extender la mano para tocarlos, para aplastarlos o para apartarlos un poco. Estaba por otra parte tan despierto como para comprender que aquella carne de esponja que me escindía en dos no era más que una ficción, y lo suficientemente dormido como para que todo ello me pareciera normal y no pudiera eludirlo. Estaba tendido en una enorme bañera y el profesor de Estética, que se encargaba de abrir el grifo del agua caliente, repetía una y otra vez: «ubr jazëk», pero el agua no llegaba. Entonces dijo: «nos encontramos en el hammam donde se bañaban Aragón, Elsa y Lida, pero el carácter ideológico y estético de un hammam está condicionado ante todo por tuuli unch bll, es decir por lo típico…; dicho en otras palabras, por tuuli zox».

Cuando desperté había oscurecido casi por completo. Sin plena conciencia de lo que hacía, alargué la mano hacia la radio y accioné el interruptor. La campaña contra Pasternak continuaba. Escuché un rato con las manos en la nuca. Tras el reportaje del mitin de las mujeres de Irkutsk, leyeron la declaración de Anatol Kuznechov. Jamás había oído cosa más despiadada. La oscuridad invadía casi por completo la habitación. Una luminosidad extraviada, como atrapada en la trampa de la cortina, parpadeaba tenuemente sobre mi cabeza. Y pensar que aún no ha comenzado la tarde, me dije. La oscuridad era algo natural para la noche, pero a primera hora de la tarde me entristecía muchísimo. Estaba solo en mitad de una tarde que bien pudiera llamarse noche, junto a un aparato de radio que no paraba de emitir agravios sobre una superficie de cuarenta y dos millones de kilómetros cuadrados. Una sexta parte de la Tierra se halla sumergida en el insulto, pensé con torpeza y de pronto me estremecí. Con una nitidez aguda como la punta de un cuchillo descubrí todo el horror de aquella maquinaria gigantesca que se había puesto en movimiento y trabajaba ahora a pleno rendimiento. Ser su objetivo, pensé; caer en su vorágine. En mi cerebro se dibujó la cabeza mitológica eslava que inflaba sus carrillos aterradores sobre la estepa. La propaganda soviética había comenzado a parecerse a ella. Años atrás aquella cabeza había levantado una tormenta de arena contra Stalin, y ahora, quién sabe por qué, soplaba contra sus propios adoradores. Ser atacado por ella, pensé de nuevo. Caer entre los engranajes de ese mecanismo pavoroso. Encendí la lamparilla y continué en la misma postura. ¿Cómo se pondrá en movimiento todo esto? No tenía la menor idea, ni siquiera era capaz de imaginarlo. No recordaba haber leído ninguna obra literaria soviética donde se describiera, ni siquiera parcialmente, el funcionamiento del mecanismo estatal: una reunión del Consejo de Ministros de la URSS, del Buró Político o de otros organismos importantes. Anteo y yo habíamos hablado en una ocasión de ello, en el café Praga. Tampoco él sabía nada.

Tres mil años antes, Homero, después de describir la masacre en el campo de batalla, jamás olvidaba relatar las reuniones de los dioses del Olimpo y por supuesto las de los caudillos de las partes contendientes. Sin embargo, el primer Estado de los obreros y campesinos era un enigma.

Pero, me dije, quizá no sea así. Puede que esas obras existan aunque yo no haya tenido ocasión de leerlas. Recordé que una semana antes Shoguenchukov me había regalado un libro suyo, dedicado, traducido y publicado en Moscú. ¿Dónde lo había puesto? Me levanté aturdido y vacié todos los cajones de la mesa hasta encontrarlo. La radio continuaba insultando. Shoguenchukov, ex primer ministro, debe de tratar en alguna parte los asuntos de Estado, me dije. Seguro que dice algo. Me senté al borde de la cama y a pesar del dolor de cabeza me puse a leer. La radio interrumpió sus insultos y comenzó a emitir música, pero hasta sus notas parecían cargadas de encono. Al cabo de media hora de lectura arrojé el libro. Era una larga novela sobre un idilio entre pastores, con pastizales y montañas, y no sólo no decía nada de las instituciones estatales, sino que ni siquiera hacía la más leve mención a sencillas construcciones de piedra. Se refería únicamente a arroyos cantarines, a la fidelidad y las flores y a las canciones que se entonaban por las tardes en honor del Partido Comunista de la URSS. Será posible, me dije. La radio había reemprendido su campaña contra Pasternak y yo me preguntaba como podía producirse un divorcio semejante entre uno mismo y el arte que crea. Tras la carta procedente de cierta población de la estepa llamada Qipshtap, el locutor leyó la declaración de los clérigos de Tashkent. Un sexto del mundo se hallaba nuevamente bajo la injuria, como bajo la lluvia. En los últimos tiempos se habían producido tantos acontecimientos importantes y convulsiones trágicas: comités centrales enteros destituidos, terribles luchas por el poder entre diversos grupos, cadáveres de dirigentes quemados en secreto durante la noche, personajes prestigiosos suicidados debido al cambio de línea política, complots, maniobras entre bastidores; y nada de todo aquello, prácticamente nada, aparecía en las páginas de las novelas ni en las escenas de las obras teatrales. Allí se escuchaba únicamente susurrar a los abedules, ¡oh, mi blanco abedul!, siempre era domingo, como la semana anterior en Peredielkino.

Me levanté de la cama, me vestí y salí al pasillo. No sabía qué hacer, de modo que comencé a vagar de un lado a otro. Las débiles bombillas derramaban una luz enfermiza aquí y allá; el ascensor emitía de vez en cuando su run run. Llamé varias veces a la puerta de Stulpanz, pero no me respondió nadie. ¿Dónde se habrán metido todos?, me pregunté. Volví a entrar en mi habitación y me quedé de pie ante la radio con los brazos colgando, casi en posición de firmes, como si escuchara la sentencia de un tribunal. La campaña proseguía. Era una declaración de frases extraordinariamente largas, tal vez de los cazadores de ballenas del Ártico. Poco después volví a salir al pasillo y en el curso de mis idas y venidas me encontré tres veces ante la puerta de Stulpanz. ¿Dónde estará este hombre?, preguntaba una voz en mi interior. La voz estaba aún profunda, muy profunda, pero yo sentía que iba ascendiendo. Cuando por cuarta vez, mi mano, involuntariamente, llamó a su puerta, comprendí que lo que llevaba un buen rato esperando sin darme cuenta siquiera era el regreso de Stulpanz. ¿Dónde podría estar? Entumecido, repasé los lugares donde podría encontrarse y sólo al cabo de algún tiempo llegué a la conclusión de que aquel juego carecía de sentido, que a mí me daba lo mismo que Stulpanz estuviera en la cervecería Cáucaso o en la redacción de la revista El Tabaco, o comiendo con Jruchov o con el mismo diablo; a mí lo único que me interesaba era que no estuviera con una persona, con Lida. Se me hacía difícil creer que le hubiera telefoneado con tanta rapidez y mucho más que hubiera logrado concertar una cita con ella. No es posible, me dije, Stulpanz es un poco torpe para estas cosas. Y además, ella, la misma que me había escrito aquella carta tan triste, no podía arrojarse sin más en sus brazos. Pero un minuto después casi estaba convencido de lo contrario. Era imposible que Stulpanz no hubiera intentado entrar en contacto con una chica tan atractiva. Quedó fascinado apenas verla. No, no había razón para que pospusiera su llamada. Y en cuanto a la carta de ella, a los sentimientos que expresaba, a la antigua lengua rusa, etcétera, no impedían en absoluto que corriera hacia Stulpanz; por el contrario, si aquello era verdad, es decir, si su cariño por mí, por la vieja lengua rusa, etcétera, eran tal como los describía en la carta, entonces era evidente que nada más enterarse de la catástrofe (¿le habría dicho realmente aquel animal que yo había muerto?) habría abandonado lo que tuviera entre manos y habría corrido a su encuentro para conocer más detalles. Sí, sí, estuve a punto de gritar de desesperación. Él la ha telefoneado y ella ha acudido a la cita. Más aún con un día tan frío, en que de tanto escuchar esta campaña interminable de la mañana a la noche habrá estado pensando en escritores y en cosas tristes. No debía de haberme despegado hoy de Stulpanz, pensé.

Estaba muy cansado. Después de deambular una buena media hora más del pasillo a la habitación y de la habitación al pasillo, decidí salir a la calle para sosegarme.

Nevaba. En torno a las farolas eléctricas, el viento helado trazaba con los copos de nieve pequeños caos dantescos. Subí al trolebús y bajé en la plaza Pushkin. Bajo la nieve la calle Gorki era hermosa. Caminé hasta el café de los Artistas y decidí cenar allí. Que se vayan los dos al diablo, me dije, súbitamente aliviado. La nieve, el viento, la calle con su vestimenta de invierno, habían filtrado mi sobrecarga de sentimiento. En realidad, todo era mucho más sencillo. Ellos estaban aquí, en su país, podían casarse, tener hijos, mientras yo estaba de paso. Me pareció que la expresión «de paso» llevaba en su interior aquella esponja balsámica invernal que hube de atravesar para llegar hasta allí. «De paso», me repetí, y la palabra vremenji, provisional, se confundió en mi mente con el nombre de Vukmanoviç Tempo. Al diablo todos, pensé. Pedí otro vaso más de vino y poco después, de excelente humor, salí y me encaminé a la parada del trolebús.


Lo primero que atrajo mi atención una vez en la residencia fue la luz en la habitación de Stulpanz. Sentí una punzada en el pecho. Ya no contaba con la ayuda del espacio cubierto de nieve y creí que estaba a punto de desmayarme. Apresuré el paso y empujé la puerta sin llamar. Estaba fumando.

– Qué- lo interpelé, esforzándome por mantener el ritmo normal de la respiración -¿dónde estabas?

En su amplio rostro nórdico se dibujó una sonrisa donde se mezclaban la culpabilidad y el asombro. Era la primera vez que irrumpía así en su habitación, farfullando «Qué ¿dónde estabas?»

– ¿Qué? – insistí.

– ¿Cómo?

– ¿Dónde has estado?

Me miraba con sus ojos transparentes, que parecían sentirse estrechos entre sus pómulos.

– Pues allí- dijo por fin. -Con ella.

– ¿Con Lida?

Asintió con la cabeza sin apartar su mirada de mí.

Algo se quebró muy quedamente en mi interior, entre un sordo silencio. De modo que sí, me dije. Sentí un inmenso vacío. Las ideas y las palabras me abandonaron. No me quedaban más que jirones del habla, unos hum, ah, sí, por tanto, etcétera. Recordaba que siempre que había experimentado una conmoción de aquella naturaleza, las palabras huían de mí, como huye la vegetación de los terrenos áridos, y apenas podía pronunciar unas cuantas sílabas, como si éstas, únicamente éstas, fueran capaces de soportar el empeoramiento repentino de mi estado de ánimo.

– Pero si tú mismo me… dijiste- balbuceó. -Sin duda quería decir, pero si tú mismo me la traspasaste, mas le debió parecer un poco fuerte o quizá vulgar.

Completamente vacío, yo miraba un cuadro en la pared. Era un paisaje que conocía: el castillo medieval letón de Sigurd. Había estado allí el año anterior.

– ¿No me lo dijiste tú mismo?- repitió.

– Sí- respondí, -claro que sí.

– Ya veo que ahora te arrepientes- dijo. -Pero, si quieres…

– ¿Qué?

Sentía que mi voz se apagaba a pesar de mis esfuerzos por tragar saliva con el fin de devolverla a su condición normal.

– Si tú quieres… aunque aquel asunto ya se acabó… se fue al diablo.

No entendía nada. ¿Qué asunto se había ido al diablo?¿Acaso todo era ya irreparable?

– ¿Le has dicho que he muerto?

Tragó saliva.

– Algo parecido.

– Te creía más caritativo- dije. -Ahora que sabía la verdad, sentía que recuperaba la facultad del habla. -Más piadoso- repetí. -Pero tú enseguida me condenas a la pena capital.

Me esforcé en pronunciar las últimas palabras esbozando una sonrisa.

– ¡Pero si tú mismo me lo pediste!- insistió. -Hasta precisaste que debía ser en un accidente de avión, ¿es que no te acuerdas?

– ¡Esto es el colmo!- repuse. -¡Pero estaba bebido! ¿Es que no lo viste?

– ¿Y yo?¿Es que yo no había bebido?- gritó.

Ahora todo ha terminado, pensé. Ahora que ella me cree muerto, todo ha terminado de verdad.

– ¡Al menos podías no haberme matado del todo!-insistí con una vaga esperanza todavía. A fin de cuentas, poco antes, cuando yo le había preguntado: «¿Le has dicho que he muerto?», él me había respondido: «Algo parecido.» -Podías haberle dicho que estaba herido.

Pero esta vez Stulpanz se enfadó.

– Eres desconcertante- gritó. -Fuiste tú quien me metió en este lío. Yo no había hecho jamás en mi vida cosas parecidas. Me veo a mí mismo como una especie de Escamocho de Almas muertas. Y no la habría llamado, si no fuera porque esa chica me gusta tanto, tanto… ¿Cómo dicen en ruso para expresar el superlativo absoluto?

– Con locura.

– Exacto, locamente; justo, eso.

Guardamos silencio unos segundos.

Observaba el viejo castillo letón en la pared e intentaba recordar algo del verano anterior, durante mi estancia en la patria de Stulpanz, pero aquel verano estaba ya demasiado lejos.

– Está bien- dije cansado. -¿Pero qué hizo ella?

El comprobó que me había calmado y sonrió vagamente, sin mirarme.

– ¡Hum!- dijo. -Le afectó mucho.

Miraba al suelo y yo no le quitaba ojo.

– Sí, le afectó mucho- repitió: -locamente.

Estar apenado, sentir piedad por alguien en ruso antiguo, pensé.

– Hasta lloró- dijo Stulpanz. -Se le saltaron las lágrimas dos o tres veces.

Aspiré profundamente, esforzándome después por expulsar el aire sin hacer ruido, para que Stulpanz no creyera que suspiraba. Sentía un desconcertante alivio. Quizá fuera mejor así. Quizá, si esto no hubiera sucedido, no se habría presentado nunca la oportunidad de que ella llorara un poco por mí. Sentí de pronto una vaga tibieza en el pecho. Sentí que mis costillas se reblandecían, se deformaban como en una pintura surrealista. Un día tú llorarás por mí… La sola idea, dos días antes, me hubiera hecho reír a carcajadas. Sin embargo, hoy no me provocaba la menor risa. Al parecer hacía tiempo que tenía inconscientemente el anhelo de que alguien derramara unas lágrimas por mí. Esta sed de lágrimas había resultado ser tan secreta como tremenda, más acuciante que la sed de los beduinos en el desierto de Arabia. Aquellos dos últimos años de mi vida había salido con las muchachas con una especie de despreocupación brutal, había estado con ellas en teatros, cafés, trenes de cercanías, nos habíamos dicho infinidad de cosas, habíamos reído, hecho el amor sin decirnos «te amo», porque nos avergonzaba pronunciar unas palabras que nos parecían un juego viejo. Y así, durante ese peregrinaje por el desierto, poco a poco, sin percatarme, pero de manera implacable, se había ido apoderando de mí la sed de unas cuantas lágrimas. Por fin se habían derramado. Había sido necesaria la intervención de la muerte para que apareciera el escaso licor transparente.

– Eres de verdad desconcertante- dijo Stulpanz.

De modo que ella prefería los muertos a los vivos. Las palabras de consuelo no habían sido vanas.

– Eres de verdad desconcertante- volvió a repetir. -Al principio, cuando entraste, parecías una nube negra, y ahora estás a punto de echarte a reír. ¿Sabes que los cambios repentinos de estado de ánimo son uno de los primeros síntomas de la locura?

Yo continuaba mirándolo a los ojos.

– Pues sí, es bien probable que esté loco, ya que hice lo que hice- le respondí.


La mañana del siguiente día fue igual de sombría; como todas las de aquella semana. Apenas incorporado en el lecho, mi mano se dirigió por sí sola al interruptor de la radio. La campana proseguía. Los insultos eran los mismos, pero el tono del locutor era más grave. Se presentía que la campaña iba a iniciar aquel día una nueva fase. Sin duda todo estaba calculado con la mayor precisión. La gigantesca maquinaria de la propaganda estatal trabajaba sin descanso.

En el Instituto Gorki reinaba una animación poco frecuente. Las huellas de la borrachera del domingo, inflamaciones, enrojecimientos y ennegrecimientos habían desaparecido ya de los rostros de todos, que no mostraban ahora más que una severidad funesta.

Acabada la segunda lección, habían pegado en todos los pasillos un cartel que anunciaba la celebración de una importante asamblea por la tarde. Se corrió la voz de que asistirían los más notables escritores de la Unión Soviética; se habló incluso de la probable presencia de los presidentes de las Uniones de Escritores de las democracias populares que, según se decía, habían sido convocados con urgencia a Moscú.

Entretanto, en todo el Instituto proseguía el envío de declaraciones a la prensa, la radio y la TV Taburokov había remitido declaraciones a catorce periódicos y revistas, en una de las cuales calificaba a Pasternak de enemigo de los pueblos árabes. En la segunda jornada de la campaña, ciento diecinueve periódicos diarios y setenta y cuatro revistas habían publicado editoriales, artículos, declaraciones y reportajes contra Pasternak. Se esperaba la aparición del resto de los órganos semanales, quincenales, más tarde de las revistas mensuales, bimestrales, la prensa científica, las revistas trimestrales, los manuales bilingües, etcétera.

– Se espera que hoy haga una declaración rechazando el premio Nobel- dijo Maskiavicius. -Si no lo ha hecho antes de las ocho de la tarde, mañana la campaña será aun más violenta.

– ¿Y cómo va a ser más violenta?- preguntó alguien.

– Dicen que el patriarca de la literatura soviética, Kornei Chukovski- prosiguió Maskiavicius, -se entrevistará a las dos con él en Peredielkino para intentar convencerlo.

– ¿Y si tampoco lo consigue?

– Entonces tendremos asamblea.

– ¿Cuál es el objetivo de la asamblea?

– Tengo la impresión de que será para pasar a la tercera fase de la amenaza.

– ¿Y tú Maskiavicius, cómo sabes todo eso?

– Lo sé- respondió el aludido. -Ya ves que lo sé.

– Pero en el caso de que, incluso tras la tercera fase de la amenaza, tampoco renuncie al premio, ¿entonces qué va a pasar? ¿Existe una cuarta fase?

– Ah, no, querido amigo- lo interrumpió bruscamente Maskiavicius; -ahí no me la juegas. No soy tan insensato como para hablar de la cuarta fase. ¡Fiu!- silbó, -la cuarta fase, je, je, la cuarta fase… ¡Hum! ¡Brrr!…

Se volvió de espaldas y se alejó entre la multitud con un brillo diabólico en el rostro.


La asamblea tendría lugar en la sala de la planta baja del Instituto. Cuando entré, casi todos los asientos estaban ocupados. Afuera había comenzado a oscurecer y la luminosidad crepuscular que penetraba por los altos ventanales se adhería como una amalgama al bronce de las lámparas, las cuales, ignoro por qué, aún no estaban encendidas. La sala, donde ya no cabía un alfiler, estaba casi en silencio. Ni el ruido de alguna silla arrastrada, ni los susurros al oído eran capaces de quebrar el dominio del silencio. Por el contrario, el crujido aislado de algún asiento y el murmullo ahogado de las voces humanas tornaban la atmósfera todavía más pesada.

Me había quedado paralizado junto a la entrada, sin saber qué hacer, cuando advertí que me hacían señas desde un rincón. Allí estaban los dos Shota, Maskiavicius y Kurganov, prácticamente pegados uno contra otro. Avancé entre las densas hileras y, apretándose un poco más, me hicieron un sitio entre ellos. Una fila más adelante se sentaba una parte del grupo de Kara-Kum y hacía un costado mis ojos distinguieron el perfil de una de las Vírgenes de Bielorrusia.

– ¿Qué tal vas?- me preguntó alguien en voz baja.

Me encogí de hombros. Era tal el ambiente que no me hacía la menor gracia que me preguntaran cosas semejantes. Parecía que en aquella sala gris debiera hablarse únicamente de cosas generales en términos impersonales, dejando a un lado los destinos individuales, de ser posible a coro, como en las tragedias antiguas.

Una vez que encontré dónde meterme, me puse a observar a la gente que abarrotaba la sala. Aparte de los estudiantes y de los pedagogos del Instituto habían acudido muchos escritores conocidos. Casi todas las primeras filas estaban ocupadas por escritores mediocres. Tal como los había visto siempre, en las primeras filas, apretados hombro con hombro, siempre omnipresentes y orgullosamente intocables. Ellos habían sido los primeros en abandonar a Stalin por Jruchov y mañana, con idéntica facilidad, podían abandonar a Jruchov por cualquier otro secretario.

En un rincón, hacia el fondo, entre un grupo sombrío, me pareció ver a Paustovski. Podía ser un grupo de opositores silenciosos, o de escritores judíos, no conseguía distinguirlos bien. La oscuridad se espesaba de modo creciente. Por fin, a alguien se le ocurrió encender las luces. Las lámparas desalojaron de inmediato la iluminación medrosa procedente del exterior e inundaron la sala de una luz que me hizo pensar en Ladonshikov: solemnidad e inquietud fundidas. Lo primero que las luces descubrieron con brusquedad fue la larga mesa de la presidencia cubierta de paño rojo. Dos jarrones de porcelana a ambos lados y un ramo de flores en medio le conferían apariencia de sarcófago. Me acordé del papel pintado de las paredes del apartamento abandonado donde había leído algunos párrafos del Doctor Zivago. La semejanza con la cubierta de un sarcófago no era fortuita.

– ¿Cómo es la tercera fase?- le pregunté en voz muy baja a Maskiavicius. -¿Se pasará a ella?

– No lo sé- susurró él, -quizá se pase, quizá no. Todo depende de que ese carcamal de Chukovski…

– Eso te quería preguntar, ¿qué ha hecho?

– Nada, al parecer- respondió Maskiavicius. -Dicen que ha ido a las dos a Peredielkino, a la casa de Pasternak y como, siempre según dicen, había olvidado por qué estaba allí, después de tomarse una taza de té con el maldito se quedó dormido en un sofá.

Estuve a punto de echarme a reír, pero en ese instante una suerte de estremecimiento recorrió la sala de punta a punta. La presidencia tomaba asiento tras la larga mesa cubierta de paño rojo. Los primeros integrantes se sentaban mientras otros, aún en la sala, avanzaban lentamente entre las hileras con movimientos reptantes como los de un ser sin miembros. La sala repetía sus nombres con un murmullo de oreja a oreja. Había invitados de todas partes, la mayoría eran de edad avanzada, algunos llevaban cuarenta años publicando trilogías; cinco, según recordaba, habían incluido la palabra «tierra» en los títulos de todas sus novelas; un par de ellos habían perdido la vista. De nuevo me vino a la memoria el sueño funesto de Kornei Chukovski, pero tampoco entonces pude reírme.

– Camaradas, nos hemos reunido hoy aquí…

El hombre que había abierto el acto era Serioguin, director del Instituto Gorki. Sus ojos despedían como siempre un destello triste y malévolo. A su derecha estaba Druzin, el delegado de la presidencia de la Unión de Escritores. Tenía el cabello completamente encanecido y, sin embargo, su cabeza maciza poseía tal brutalidad que nadie hubiera podido creer en la existencia real de las canas. Ambos eran partidarios de Jruchov de primera hora.

– Así pues, nos hemos reunido hoy aquí para condenar, para…

En la voz de Serioguin se establecía la misma relación entre la malevolencia y la aflicción que se apreciaba en sus ojos, en las listas de su traje, hasta en sus manos, una de las cuales era sustituida por una prótesis de goma negra. Cuando lo vi la primera vez pensé que había perdido la mano en la guerra, pero Maskiavicius me había dicho que la mano de Serioguin se había ido marchitando por si sola, lentamente, durante el tercer plan quinquenal.

El discurso de Serioguin fue breve. Después de él se levantó Druzin. Éste habló con idéntica brevedad y ninguna de sus palabras tenía vínculo alguno con sus canas. Como siempre, todo en él era mandibular.

– Ahora se armará la pelotera- dijo Maskiavicius cuando Druzin se sentó.

Así fue, en efecto: inmediatamente se alzaron decenas de manos pidiendo la palabra. Desde los primeros minutos pudo comprobarse, como siempre en estos casos, que a la hora de elegir a los oradores la presidencia guardaba cierta proporción entre las edades de los intervinientes, las nacionalidades, las repúblicas de origen y los grupos literarios no declarados. A Ladonshikov le concedieron la palabra entre los primeros. Con una voz singular, a la vez grave y resonante (voz de partido, decía Maskiavicius), con una voz pues que sus pulmones sólo eran capaces de producir en tales ocasiones, entre el silencio general, propuso la expulsión de Pasternak del territorio soviético.

– ¿Esto es la tercera fase?- le pregunté al oído a Maskiavicius.

El asintió con la cabeza.

– Si no se decide a rehusar antes de las ocho…

Todos los que tomaron la palabra después de Ladonshikov se adhirieron unánimemente a su proposición. Era el turno de uno de los Shota cuando de pronto me di cuenta de que no había visto a Stulpanz. Por todas partes las manos continuaban alzándose igual que antes, por decenas.

– ¿Has visto a Stulpanz?- le pregunté a mi compañero.

– No- dijo. -Es verdad, ¿dónde se habrá metido Stulpanz?

Había salido a la tribuna una de las Vírgenes de Bielorrusia.

Tampoco había visto a Anteo.

– Le toca el turno al grupo de Kara-Kum- dijo Maskiavicius. -Ahora nos divertiremos.

Estaba claro. En medio de la campaña, Stulpanz se veía con Lida Snieguina.

Hablaba Taburokov.

Pensé que nunca había tenido ocasión de salir con una chica en el curso de una campaña.

Taburokov dijo algo chocante porque la sala emitió un gruñido ahogado.

Estar con una mujer en mitad de una campaña pensé, o durante algo que se le parezca; por ejemplo durante una epidemia, debe ser una cosa inolvidable.

Después de dos o tres estudiantes de los primeros cursos, tomaron la palabra uno tras otro Yuri Goncharov y Abdulahanov. A continuación se la concedieron a Anatol Kuznechov.

A espaldas de Pautovski me pareció divisar el pelo rubio de Ira Emelianova. La flanqueaban Yuri Pankratov y Vania Harabarov, el uno alto y de movimientos rígidos, de robot; el otro bajito y repelente.

– También yo los estaba observando- me dijo Maskiavicius al oído. -¿Sabes? Los dos son espías de Pasternak. Recogen lo que se dice sobre él, después van y se lo sueltan todo.

– Hum- le respondí sin saber qué decir.

– ¿Es que va a hablar Evtuchenko?- preguntaba alguien a mi espalda.

– Evtuchenko no tiene principios- dijo Maskiavicius. -A mí no me extrañaría que pidiera la palabra.

En ese momento alguien gritó desde la presidencia:

– Maskiavicius, tiene usted la palabra.

Él me echó una mirada fugaz, después se puso en pie de un salto y caminó en dirección a la tribuna.

«Con que podamos mirarnos a los ojos, húndase el mundo en torno», me repetí sin querer los versos de De Rada. En su novela los enamorados se reunían durante un terremoto.

Continuaban hablando desde la tribuna. Un susurro contenido inundó la sala. Pasternak se aleja atravesando la tundra, pensé. Tenía la palabra Kiuzengueshi.

Ellos, Stulpanz y Lida, escuchaban quizá todo aquello por la radio, en un rincón de cualquier café. Se mirarían a los ojos y quizá hablaran de mí.

El susurro de Kiuzengueshi, amplificado a proporciones atemorizantes por los altavoces, se distribuía por la sala.

Sí, sin duda hablaban de mí de vez en cuando. ¿No amaba ella a los escritores muertos? Íbamos de nuevo sobre el mismo caballo, yo muerto y ella viva, como en la leyenda de Costandin y Donruntina. Sólo que en lugar de dos personas, ahora éramos tres: ellos dos, vivos, y el tercero yo, muerto.

La campaña continuaba. No se sabía nada preciso de lo sucedido terminada la asamblea del Instituto Gorki acerca de la expulsión de Pasternak del territorio soviético. Algunos decían que entretanto él había enviado un telegrama urgente a Estocolmo rehusando el premio; otros sostenían que aún estaba indeciso. En los círculos mejor informados se decía que había enviado una carta conmovedora a Jruchov y que su destino dependía ahora de la respuesta de este último. Pero, asimismo, se decía que en los últimos tiempos Jruchov estaba furioso con los escritores y por tanto no podía esperarse de él más que una respuesta intransigente.

Entretanto, oleadas de hielo se cernían sobre el Moscú invernal. Una y otra vez se escuchaba el aullido del viento continental desde una procedencia indeterminada: en Butyrski se tenía la impresión de que soplaba desde Ostankino y en este último lugar parecía que la guarida del viento se encontrara en el centro, en las grandes plazas.

En medio de aquel lamento invernal, Stulpanz continuaba viéndose con Lida. A veces, él mismo me contaba lo que decían de mí. Macabra sensación. Violando las leyes de la muerte, él me traía las dimensiones de la mía propia. Se trataba de algo contra natura para cualquiera, pues eran dimensiones que nadie conocía. No obstante existía una persona en el mundo para la cual yo estaba muerto y por tanto, objetivamente, algo de mí había muerto en realidad. Esta persona, Lida, era la única en la que podían hallarse las dimensiones de mi muerte. Lida era mi pirámide, mi mausoleo, con mi propio sarcófago en su interior. A través de ella se quebraban todas las relaciones entre mi ser y mi no ser. Y cuando Stulpanz venía de sus encuentros con ella yo tenía la sospecha de que procedía del otro mundo, de que descendía de sus plantas superiores, de otros días, con periódicos fechados en el futuro, archivos donde podría encontrarse acerca de mí algo sin semejanza con nada, pues jamás persona alguna me había visto dimensionado por la muerte, a la luz de su interpretación.

En ocasiones me parecía que la muerte emanaba también de los ojos de Stulpanz. Dos o tres veces en que él había intentado hablarme yo lo había interrumpido: ¡Basta! En uno de los mítines organizados contra Pasternak había conocido yo a Ala Grachova, una muchacha jovial, enamorada del teatro. Siempre que después de un programa musical los locutores de la radio reemprendían la campaña, ella me cogía de la mano y me decía: «Vámonos de aquí.»

Pero la campaña estaba en todas partes y nadie podía escapar a ella. Se encontraba en el interior de nosotros mismos. Al hablarme de los miembros de su familia, Ala me contaba lo que decían de Pasternak. El más enconado contra él era un tío suyo.

– Pero tú me dijiste que había hecho su carrera después de la ascensión de Jruchov- la interrumpí.

– Sí- admitió. -Es un recalcitrante partidario suyo y un antiestalinista igualmente furibundo.

– ¿Pero cómo es posible entonces…?

Ella me miraba dulcemente, sin alcanzar a comprender qué es lo que no era posible. Yo intenté explicárselo con mayor sencillez.

– Tu tío dice las mayores herejías de Pasternak, ¿no es así?

Ala asintió con la cabeza.

– Y a Stalin lo cubre igualmente de improperios, ¿de acuerdo?

– Sí- dijo desconcertada.

– Pues Pasternak mismo sin duda habla barbaridades de Stalin. Es decir tu tío y Pasternak tienen la misma opinión de Stalin, ¿me equivoco? Entonces, de acuerdo con este sencillo silogismo, tu tío y Pasternak no tendrían por qué odiarse, todo lo contrario.

– Vaya- exclamó ella. -Yo no entiendo de esas cosas, ni tengo ganas de entenderlas. ¿No habíamos dicho que no hablaríamos más de ello? Hay tal desbarajuste en este país…

La radio, la prensa y la televisión proseguían con violencia sin precedentes los ataques contra el autor de Doctor Zivago. Doctor… doctor… Bajo el aullido de los vientos continentales, toda la tierra soviética, en su mayor parte cubierta de nieve, parecía llamar a gritos a un hombre vestido de blanco. Doctor… doctor… A veces, de madrugada o hacia el amanecer, se parecía al lamento de un enfermo que espera la llegada de un médico de procedencia desconocida, que no termina de aparecer.


La campaña se interrumpió tan bruscamente como había empezado. Una mañana los locutores comenzaron a hablar de los éxitos de los koljosianos de los Urales, de una hidrocentral en Siberia, de festivales artísticos de las repúblicas, de abundantes capturas de pescado, de la juventud radiante de las estepas bañadas por el Volga, pero ni una sola palabra acerca de Pasternak.

En la prensa y en la televisión, en la calle, en el trolebús, por los pasillos del Instituto, exactamente lo mismo. Doce horas antes su nombre brotaba de las bocas con violencia, con furia, y ahora era preciso encontrar algún rincón secreto para pronunciarlo.

– ¿Qué es esto?- le pregunté a Anteo. -¿No será ésta la cuarta fase a que se refería Maskiavicius?

– Es difícil decirlo- respondió. -Al parecer, la cuota está cubierta.

– ¿Cómo?¿Por qué se fija la cuota en tanto y no más ni menos?¿Eh? Habla, ¡oh viejo griego!

– Es difícil decirlo- insistió. -Según parece el deber del comunismo ya está cumplido.

En el pasillo, en el guardarropa, por las escaleras, en el patio, ni una palabra. En una ocasión quise preguntarle a Maskiavicius: ¿no será ésta la cuarta fase? Pero cambié de idea. Todos se abalanzaban hacia la sala de reuniones, donde, como para borrar el recuerdo del catastrófico mitin contra PST… acababa de finalizar un encuentro optimista con la amiga de la Unión Soviética, la poetisa cingalesa Adrianampandri Racifandrihamanana, y estaba previsto que tuviera lugar un encuentro entusiasta con el destacado dirigente revolucionario comunista argelino Larbi Buhali.

Todo en aquel día era distinto de aquel otro nebuloso, "pasternakoso". En las paredes resplandecían las consignas sobre la amistad soviético-argelina. El tapete que cubría la mesa de la presidencia despedía fulgores purpúreos.

Junto a las palabras URSS y Argelia, las consignas rotuladas sobre la tela roja de las pancartas incluían términos como «heroica», «sangre», «libertad», «bombas» y «bandera». Los altavoces difundían marchas revolucionarias.

Por fin entró él saludando con la mano, entre prolongados aplausos, sonriente, entusiasta, héroe positivo que llega directamente del fuego del combate, de las trincheras, de la epopeya… Los aplausos nb cesaron a todo o largo de su lenta marcha hacia la tribuna. En el instante en que Larbi Buhali llegó al pie de los escalones que daban acceso a la tribuna, Serioguin y otro más lo cogieron de los brazos y entonces toda la sala, entre los vapores de la emoción, observó que una de sus piernas estaba rígida, si no era artificial. Fue más que suficiente para que los aplausos iniciaran una nueva fase (la cuarta), más allá de la cual no podían quedar más que los alaridos. Los ojos de todos estaban velados; al tomar aliento parecía que aspiraran los jadeos del vecino. Las miradas, las frentes, los rostros estaban inflamados y nadie era capaz de prever cuándo ni cómo acabaría semejante ebriedad. Serioguin saludaba con la mano, como diciendo: basta ya, emociones tan fuertes… a esta edad… Una fila detrás de mí, Shakenov había dado inicio entretanto a su balada heroica y las Vírgenes de Bielorrusia habían sacado los pañuelos, mientras Anteo murmuraba algo con encono a mi oído izquierdo. Sus palabras me llegaban como de lejos. Todo es puro montaje, créeme. Yo conozco bien este asunto. Hace años que no va a Argelia ni de visita. Y la pierna se la rompió hace un mes, esquiando en los alrededores de Moscú. ¿Me oyes? Se rompió la pierna esquiando, me lo ha dicho un griego que tiene la dacha junto a la de este sinvergüenza. Sí, este impostor, ¿me entiendes? Este comediante.

Al finalizar el mitin, Anteo y yo nos fuimos juntos. No se veía a Stulpanz por ningún lado. ¡Hum, vaya revolucionario!, mascullaba una y otra vez Anteo. Ambos estábamos de un humor de todos los diablos. Allí en Argelia, se estaba produciendo una carnicería y aquel lechuguino esperaba el final de la guerra para regresar y tomar el poder. «Para entregarle después su país a la Unión Soviética, como pago por la dacha y las zapatillas abrigaditas. ¡Ah, esto es para reventar!»

Nunca había visto a Anteo tan indignado. Se retorcía al hablar, como si le dolieran las viejas heridas. Quizá le dolieran verdaderamente.

– ¿Continúan los preparativos para esa asamblea?-le pregunté para cambiar de conversación.

– ¿Qué asamblea?

Hubo de pasar cierto tiempo para que le hiciera entender a que me refería.

– ¡Ah!- exclamó por fin. -Sí, sí. Las subcomisiones trabajan febrilmente.

Las subcomisiones trabajan febrilmente, me repetí. ¿Por qué me haces estremecer, viejo griego?

Nos separamos en el metro Novoslobodskaia. Decidí hacer a pie el camino hasta Butyrski Hutor. El día era gris, los edificios se alineaban en una sucesión interminable, deprimente, con sus cientos de ventanas cerradas, cuyos cristales quizá a causa de su pequeñez parecían esconder algo infame. Atravesé Suchovski Val pero la residencia se encontraba lejos aún. Sobre los tejados, cientos de antenas de televisión semejaban bastones alzados por una muchedumbre de viejos iracundos. Hacía tan sólo cuatro días que el nombre de Pasternak caía sobre ellas como nieve negra. Dejé atrás Saviolovski Vokzal, maldiciéndome a mí mismo por no haber cogido el trolebús. Habían derribado un viejo edificio y las apisonadoras se afanaban allanando el terreno.

¡Qué semana tan agotadora!, pensé sin apartar los ojos de un pilar de cemento medio demolido, en cuya cúspide asomaban unos hierros como cabellos alborotados. Di algunos pasos y, sin saber por qué, volví la cabeza para ver una vez más aquel pilar de cemento. Parecía una columna enloquecida.


La semana se cerró con la muerte de la ilustre cuentista Akulina. A pesar de ser analfabeta había sido admitida tiempo atrás como miembro de la Unión de Escritores Soviéticos, de modo que todo el Instituto Gorki tomó parte en el entierro, en el monasterio Novodievichi.

Un viento seco sacudía las ramas desnudas de los árboles. Su murmullo parecía decir: érase una vez, v niekom tsarsve, v niekom gosudarstve… Caminábamos medio en silencio tras el ataúd revestido de paño color lila de la vieja cuentista, que había referido historias sobre los seres mitológicos eslavos, sobre las deidades escitas y puede que sobre aquella cabeza que hinchaba sus carrillos, sola en mitad de la estepa.

Érase una vez… jil-byl… Ninguna obra de ninguna época podía tener un comienzo más universal que aquella fórmula en pretérito imperfecto. Érase una vez… Nadie, ninguna generación humana lograría escapar a ella… Érase una vez un extranjero que conoció a una muchacha rusa de nombre Lida Snieguina.

El largo cortejo fúnebre se había detenido por fin. Stulpanz no aparecía por ningún lado. ¿Tanto le habrá sorbido el seso?, pensé. Sobre el mármol de las tumbas, sobre las cruces de bronce, sobre las ramas desnudas, el viento continuaba murmurando principios de cuento. Érase una vez… jil-byl. Se diría que las palabras surgían directamente de los antiquísimos pulmones del globo terráqueo… Érase una vez un gran Estado que se llamaba Unión Soviética…

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